Jueves, 23 de noviembre de 2006
Rebus había aparcado al otro lado de Gayfield Square, frente a la comisaría. Desde allí veía perfectamente a los agentes de refuerzo. Había equipos de televisión montando y desmontando sus cámaras en consonancia con la hora a que hubieran llegado. Unos periodistas paseaban por la acera con el móvil arrimado al oído y guardando respetuosa distancia unos de otros para que no se oyera lo que hablaban. Los fotógrafos trataban de localizar algo interesante de la anodina fachada del edificio. Rebus vio a un grupo de agentes uniformados que subían la escalinata y entraban; reconoció a algunos: Ray Reynolds, por ejemplo, pero otros eran nuevos, aunque parecían del DIC, así que estarían en traslado provisional. Dio un bocado al resto del desayuno y masticó despacio. Junto con el bocadillo había comprado un café, el periódico y un zumo de naranja. Hojeando el diario vio más noticias sobre el sufriente Litvinenko, cuyo envenenamiento seguía siendo un misterio; pero no había nada sobre Todorov, y sólo una gacetilla sobre Charles Riordan, con una indicación que remitía al final a la página de necrológicas. Leyó que Riordan había trabajado en varias giras de grupos de rock en los años ochenta, entre ellos Big Country y Deacon Blue. Citaban las palabras de uno de los músicos: «Charlie era capaz de mezclar un sonido suave en un hangar de aviación». Anteriormente había sido instrumentista de grabación en discos de Nazaret, Frankie Miller y los Sutherland Brothers, lo que significaba que él seguramente tendría algún disco en el que intervenía.
– Ojalá lo hubiera sabido -musitó.
Mirando la melé de periodistas y fotógrafos se preguntó quién habría filtrado la información sobre la relación entre la muerte de Todorov y la de Riordan. Poco importaba; era algo que tenía que suceder más pronto o más tarde, pero significaba que había perdido una oportunidad de ejercer influencia. Quería que le hicieran un favor y habría estado bien que él hubiese correspondido con algo.
Pero no veía a los suyos. Un coche de aspecto oficial se detuvo y de él bajó Corbyn, deteniéndose para que le fotografiaran con su elegante uniforme, gorra reluciente y guantes de cuero negro. La excusa de su presencia sería una arenga para infundir moral a las tropas, pero Rebus sabía que habría advertido a la prensa. Nada atraía más al jefe de la policía que el concurso de los hambrientos medios de comunicación. Los tenía dominados.
Rebus marcó un número en el móvil.
– Alerta de jefazos -dijo a Clarke.
– ¿Quiénes y dónde?
– Corbyn en persona, posando para la prensa. Dentro de dos minutos lo tendrás ahí.
– Lo que quiere decir que tú no andas lejos…
– No te preocupes; no puede verme. ¿Qué tal va todo?
– Tendremos que hablar con Nancy Sievewright otra vez.
– ¿Ha vuelto a molestarla el banquero?
– No, que yo sepa -dijo Clarke, haciendo una pausa-. Bueno, ¿qué haces, aparte de esa vigilancia matutina?
– Si te digo la verdad, es un alivio que no tenga que comparecer… y más teniendo que competir con agentes del calibre de Reynolds Culo de Rata.
– Claro.
– Pero he visto que entraba el joven Todd, trajeado y todo.
– Sí.
– Pensaba que a lo mejor habrías prescindido de él, ahora que su hermano está implicado.
– Phyl comparte tu interés, pero Todd se encarga ahora de la revisión de unas doscientas horas de grabaciones al comité hechas por Charles Riordan. Así no hay incompatibilidades.
– ¿Y has informado al jefe?
– Eso es cosa mía, no tuya.
Rebus lanzó un chasquido con la lengua y vio que Corbyn saludaba por última vez a los periodistas y entraba en la comisaría.
– Acaba de entrar -dijo por el móvil.
– Bien, supongo que es mejor que me disponga a aparentar sorpresa.
– «Agradable» sorpresa, Shiv. A ver si te apuntas un tanto a favor.
– Voy a hablar con él de tu suspensión de servicio.
– No vas a conseguir nada.
– De todos modos… Hablando del rey de Roma -añadió con un suspiro de resignación y la comunicación se cortó.
Rebus cerró el móvil y tamborileó con los dedos sobre el volante.
– ¿Dónde andas, Mairie? -musitó.
Pero justo en ese momento vio que Mairie Henderson doblaba la esquina de East London Street, subiendo rápido la cuesta hacia la comisaría. Llevaba el bloc de notas en una mano y bolígrafo y grabadora en la otra, y del hombro le colgaba una gran cartera negra. Rebus hizo sonar el claxon, pero ella no hizo caso. Probó de nuevo con igual resultado; pero él sólo quería llamar su atención, por lo que salió del coche y se apoyó en él con las manos en los bolsillos. Henderson habló con un colega y a continuación abordó a un fotógrafo y le preguntó qué fotos había tomado. Rebus le reconoció; se llamaba Mungo o algo así, y había trabajado antes con Mairie. Ésta recibió en ese momento un mensaje de texto; lo leyó sin dejar de hablar con el fotógrafo y a continuación hizo una llamada con el móvil, se lo arrimó al oído y se apartó del grupo de informadores hacia el centro del césped de Gayfield Square, lleno de restos: cascos de botellas de vino y recipientes de comida rápida. Frunció el ceño sin dejar de hablar y al alzar la vista vio a Rebus, que sonreía.
Concluida la conversación, Mairie rodeó el césped. Rebus había vuelto a subir al coche para que no le vieran. Mairie Henderson tomó asiento a su lado con la cartera en el regazo.
– ¿Qué sucede? -preguntó.
– Muy buenos días, Mairie. ¿Qué tal el periodismo?
– Hecho un desastre -contestó ella-. Entre los periódicos gratuitos e Internet, cada vez hay menos lectores que quieran pagar por las noticias.
– Y con ello, ¿menos sueldo? -añadió Rebus.
– Claro, el ahorro es imperativo -dijo ella con un suspiro.
– ¿No hay mucho trabajo para una periodista por libre como tú?
– Sigue habiendo muchas historias, John, lo que sucede es que los editores no están dispuestos a pagarlas. ¿No has visto los tabloides? Ponen anuncios pidiendo a los lectores que envíen noticias y fotos… -dijo apoyando la cabeza en el asiento y cerrando los ojos. Rebus sintió una simpatía inesperada. Conocía a Mairie hacía años, siempre habían intercambiado consejos e información, pero nunca la había visto tan abatida.
– Tal vez pueda ayudarte -dijo.
– ¿Por el caso Todorov y Riordan? -preguntó ella abriendo los ojos y volviéndose hacia él.
– Ese mismo.
– ¿Cómo es que estás aquí en vez de en la comisaría? -inquirió ella señalando el edificio.
– Porque necesito un favor.
– ¿Significa eso que quieres que investigue algo?
– Cómo me conoces, Mairie.
– Sí, John, te he hecho muchos favores y nunca se me resarcen.
– Esta vez podría ser distinto.
– Es lo que dices siempre -replicó ella riendo sin ganas.
– Bueno, pues que sea tu regalo de jubilación.
Ella le miró con más fijeza.
– Se me había olvidado que te jubilabas.
– Ya lo estoy. Corbyn me ha suspendido de servicio.
– ¿Por qué?
– Porque puse verde a un amigo suyo que se llama sir Michael Addison.
– ¿El banquero? -preguntó ella en un tono en consonancia con la expresión de su cara.
– Hay una relación, no muy definida, entre él y Todorov.
– ¿En qué medida?
– Unos seis grados.
– No deja de ser intrigante.
– Sabía que dirías eso.
– ¿Y tú vas a contarme la historia?
– Voy a contarte lo que puedo -replicó Rebus.
– ¿A cambio de qué, exactamente?
– Un tal Andropov.
– Es un empresario ruso.
– Exacto.
– Que ha llegado hace poco a Edimburgo con una delegación de comercio.
– Cuyos miembros volvieron a Rusia, menos Andropov que permaneció aquí.
– Eso no lo sabía -dijo ella frunciendo los labios-. ¿Qué es lo que quieres saber?
– Quién es y cómo hizo su fortuna. También existe cierta relación con Todorov.
– ¿Porque los dos son rusos?
– Me han dicho que se conocieron hace años.
– ¿Y?
– Y la noche en que murió Todorov él estaba en el mismo bar que su antiguo compañero de clase.
Mairie Henderson lanzó un suave silbido prolongado.
– ¿Nadie más sabe esto?
Rebus negó con la cabeza.
– Y hay mucho más -dijo.
– Si escribo una historia tus jefes se imaginarán la fuente.
– La fuente será dentro de dos días un ciudadano de a pie.
– O sea que no tendrá consecuencias.
– Sin consecuencias -repitió él.
– Seguro que podrías contarme mucho más -añadió ella entrecerrando los ojos.
– Lo reservo para mis memorias, Mairie.
Ella volvió a mirarle fijamente.
– Necesitarás un «negro» que las redacte -comentó. Y no parecía decirlo en broma.
El diario Scotsman estaba en un edificio nuevo al final de Holyrood Road, enfrente de la BBC y el Parlamento. Aunque Mairie Henderson había dejado su empleo en él a tiempo completo hacía años, seguía siendo una habitual con pase de seguridad a su nombre.
– ¿Cómo lo conseguiste? -preguntó Rebus mientras formaba en recepción.
Henderson se tocó un lado de la nariz mientras él prendía el pase de visitante en la solapa. La oficina detrás de la recepción era una planta sin tabiques apenas ocupada por una reducida plantilla de nueve o diez personas. Rebus lo comentó y Henderson le dijo que vivía en el pasado.
– Hoy día no hace falta tanta gente para hacer un periódico.
– No lo dices con mucho entusiasmo.
– El edificio antiguo tenía más carácter, igual que la redacción, con todo el mundo corriendo de un lado a otro como loco para acabar un artículo. Los jefes de redacción con las mangas de la camisa remangadas, lanzando maldiciones y con dolor de cabeza. Los ayudantes fumando como chimeneas y tratando de colar gracias en el original… cortando y compaginando a mano. Todo se ha vuelto tan… -no daba con la palabra-, eficiente -espetó al fin.
– Antes, ser poli era también más divertido -dijo Rebus-, pero también cometíamos más errores.
– A tu edad tienes derecho a sentir nostalgia.
– ¿Y tú no?
Ella se encogió de hombros y se sentó ante un ordenador vacante, indicándole con un gesto que cogiera una silla. Un hombre de mediana edad de barba escuálida y con gafas de media luna pasó por su lado y la saludó.
– Hola, Gordon -contestó Henderson-. Recuérdame la contraseña, haz el favor.
– Connery-dijo el hombre.
Ella le dio las gracias y, viéndole alejarse, esbozó una sonrisa.
– La mitad del personal -dijo en voz baja a Rebus-, cree que soy de la plantilla.
– Es una comodidad para moverse por la casa.
Vio cómo tecleaba la contraseña y comenzaba a buscar el nombre Andropov.
– ¿Nombre de pila? -preguntó.
– Sergei.
Volvió a la búsqueda, reduciendo a la mitad los resultados.
– Podríamos haber entrado en Internet en cualquier otro sitio -dijo Rebus.
– Esto no es realmente Internet. Es un banco de datos de noticias.
– ¿Del Scotsman?
– Y de todos los periódicos del mundo. Hay más de quinientos resultados -comentó dando unos golpecitos en la pantalla.
– Muchos.
Ella le miró de refilón.
– No es nada. ¿Quieres que los imprima o lo buscas en pantalla?
– Déjame a ver qué tal se me da.
Ella se levantó y apartó la silla para que Rebus pudiera arrimar la suya frente al monitor.
– Voy a dar una vuelta a ver qué cuentan por ahí.
– ¿Qué digo si alguien me pregunta qué hago yo aquí?
– Di que eres el editor económico.
– Ah, muy bien.
Henderson le dejó y subió la escalera hasta la otra planta.
Rebus comenzó a pasar líneas. Las dos primeras noticias eran sobre los negocios de Andropov. Con la Perestroika se produjo un descontrol estatal de la industria rusa que permitió que hombres como Andropov adquiriesen metales básicos e industrias mineras. Andropov se había especializado en zinc, cobre y aluminio antes de ampliar sus actividades al carbón y el acero. No había tenido éxito con las empresas de gas y petróleo, pero en el resto de actividades había batido récords. Demasiado, quizá, lo que había provocado que las autoridades iniciaran una inspección por corrupción. Según el periodista de investigación que se consultara, Andropov era un mártir o un ladrón.
Al cabo de veinte minutos, Rebus intentó perfeccionar la búsqueda añadiendo «antecedentes» a las palabras clave y tuvo éxito: una historia resumida de Andropov, nacido en 1960, el mismo año que Alexander Todorov, en el barrio moscovita de Zhdanov, también igual que Todorov.
– Vaya, vaya -musitó Rebus.
No había datos sobre las escuelas o universidades a las que hubiera ido Andropov. Por lo visto aquella parte de su vida no estaba investigada. Rebus probó a establecer referencias cruzadas entre Andropov y Todorov, pero sin resultado. Miró por encima los datos sobre Todorov -diecisiete mil; Mairie tenía razón al calificar las quinientas de Andropov de minucia- tratando de buscar información sobre la carrera universitaria del poeta; podían descargarse algunas conferencias suyas, pero no aparecía ninguna mención de conducta inadecuada con estudiantes. A lo mejor Andropov le había dicho una mentira.
– Hola -dijo el hombre de la barba.
– Buenos días -contestó Rebus. Creyó recordar que se llamaba Gordon, y ahora tenía a Gordon mirando la pantalla por encima de su hombro.
– Creía que era Sandy quien cubría la historia de Todorov-comentó el de la barba.
– Sí -respondió Rebus-. Es para añadir datos de su vida.
– Ah -dijo Gordon asintiendo despacio con la cabeza-. ¿Entonces, Sandy sigue allí, en Gayfield Square?
– Eso creo -contestó Rebus.
– ¿Qué te apuestas a que los polis lo fastidian todo como es habitual?
– No me extrañaría nada -contestó Rebus en tono serio.
– Bueno, vamos a la lucha… -añadió Gordon riendo mientras se alejaba.
– Gilipollas -dijo Rebus en tono suficientemente alto para que se oyera.
Gordon se detuvo en seco sin volverse, y al cabo de un instante prosiguió su camino. Pensaría que había oído mal o renunció a entablar una discusión. Rebus volvió a la lectura, cambiando de Todorov a Andropov y casi inmediatamente apareció un nombre que él conocía: Roddy Denholm. Por lo visto, a los nuevos ricos rusos les encantaba comprar arte. Los precios de las subastas alcanzaban auténticos récords. Un oligarca no era un oligarca sin el Picasso o el Matisse de rigor. Rebus desplegó en pantalla los nuevos artículos con fotos tomadas en subastas de Moscú, Nueva York y Londres. Cinco millones, diez millones… A Andropov se le mencionaba sólo de pasada como individuo amante del arte de último grito, sobre todo el británico. Había comprado con buen criterio en galerías y exposiciones más que en Sotheby’s o en Christie’s. Entre sus últimas compras figuraban dos cuadros de Alison Watts y obra de Callum Innes, David Mach, Douglas Gordon y Roddy Denholm. Siobhan le había mencionado a aquel tal Denholm, el que preparaba la presentación artística para el Parlamento, y para quien trabajaba Riordan. El periodista autor del artículo añadía «todos ellos son pintores escoceses, es posible que el señor Andropov los coleccione». Rebus anotó los nombres e inició otra búsqueda.
Al cabo de otros quince minutos regresó Mairie Henderson con dos cafés.
– Con leche y sin azúcar.
– Bueno, pues sí -dijo Rebus a guisa de gracias.
– ¿Qué le dijiste a Gordon? -preguntó ella arrimando su silla.
– ¿Por qué?
– Parecía que le hubieras insultado.
– Hay gente muy quisquillosa.
– Al margen de lo que le dijeras, ha llegado a la conclusión de que eres un directivo.
– Siempre tuve la convicción de que tengo madera… -comentó Rebus apartando un instante la vista de la pantalla para hacerle un guiño-. Si aprieto la tecla de impresión, ¿por dónde salen las hojas?
– Por aquella máquina de allí -contestó ella señalando a una impresora al fondo de la sala.
– ¿Y tengo que ir hasta allí a recogerlas?
– Eres un directivo, John. Manda a alguien que las recoja.
Los periodistas fueron marchándose de Gayfield Square, quizá porque estaba próxima la hora del almuerzo o porque había surgido otra historia. En la reunión que sostuvo Siobhan Clarke con el inspector jefe Macrae y el jefe de policía, Corbyn no se mostró muy convencido de dejarla encargada del caso a pesar de la animosa defensa de Macrae.
– Enviaré al inspector Starr de Fettes -insistió Corbyn.
– Sí, señor -dijo Macrae, capitulando.
A continuación, lanzó un suspiro y sentenció que el jefe de policía tenía razón. Clarke se encogió de hombros y vio cómo Corbyn cogía el teléfono y le pasaban a Derek Starr. En menos de media hora Starr, bien peinado y con impecable camisa, se presentaba en el DIC y reunía al equipo para dar una «charla estimulante», como él dijo.
– ¿No será una charla de alumnado? -replicó Hawes en voz baja, para hacerle saber a Clarke que estaba de su parte. Clarke sonrió, dándole a entender que se lo agradecía.
Tras unas instrucciones de lo más breve en el despacho de Macrae, Starr se centró en las «exiguas relaciones» entre ambas muertes, poniendo énfasis en que no hicieran demasiadas interpretaciones en «una fase tan incipiente». Quería dividir en dos al equipo para que unos se concentraran en Todorov y otros en Riordan. Después, volviéndose hacia Siobhan Clarke, añadió:
– Usted será el nexo, sargento Clarke. O sea que si existen puntos de conexión entre los dos casos, queda encargada de ensamblarlos.
Dicho lo cual miró a los presentes, preguntó si habían entendido cómo quería que actuaran y un eructo de Ray Reynolds fue el remate a los murmullos de general asentimiento.
– Chili con carne -dijo él, disculpándose, mientras los agentes agitaban libretas y hojas de papel. Sonó el teléfono de la mesa de Clarke y ella misma lo cogió, tapándose el otro oído con el dedo para amortiguar el discurso de Starr.
– Sargento Clarke -respondió.
– ¿Está el inspector Rebus?
– En este momento, no. ¿Puedo ayudarle?
– Soy Stuart Janney.
– Ah, sí, señor Janney. Soy la sargento Clarke. Hablé con usted en el Parlamento.
– Bien, sargento Clarke, Rebus pidió datos sobre la cuenta bancaria de Alexander Todorov…
– ¿Los tiene?
– Sé que he tardado algo, pero el reglamento…
– ¿Dónde está usted, señor Janney? -preguntó Clarke mirando a Hawes.
– En la sede del banco.
– ¿Podrían acercarse dos compañeros a recogerlos?
– Pues muy bien; así me ahorraría un viaje -dijo Janney con un estornudo.
– Gracias, señor. ¿Estará ahí hasta dentro de una hora?
– Si no estoy, dejaré el sobre a mi ayudante.
– Muy amable.
– ¿Qué tal va la investigación?
– Avanza.
– Me alegro. Según los periódicos de la mañana parece que relacionan la muerte de Todorov con esa casa que ardió.
– No se crea todo lo que lee.
– De todos modos, es increíble.
– Si usted lo dice, señor Janney… Gracias de nuevo -dijo Clarke colgando y volviéndose hacia Phyllida Hawes-: Voy a sacaros a ti y a Col fuera de aquí. Id a la central del banco First Albannach a recoger los datos de la cuenta de Todorov que os entregará un señor llamado Stuart Janney.
– Gracias -dijo Hawes.
– Y en cuanto os vayáis yo también desaparezco. Nancy Sievewright va a estar hasta el gorro de verme.
Starr dio unas palmadas para indicar que la charla había concluido, «a menos que alguien tenga alguna pregunta idiota». Pasó revista con mirada amenazadora por si se alzaba alguna mano.
– Muy bien. ¡A trabajar!
Hawes puso los ojos en blanco y cruzó el tumulto hacia donde estaba Colin Tibbet, aparentemente hechizado por Starr. Siobhan Clarke vio que Todd Goodyear se le acercaba.
– ¿Cree que el inspector Starr querrá que siga en el caso? -preguntó en voz baja.
– Anda con discreción y espera que no te vea.
– ¿Y cómo lo hago?
– Ponte a revisar todas esas grabaciones, ¿de acuerdo? -vio que Goodyear asentía con la cabeza-. Haz eso y si te pregunta quién eres, le contestas que eres el único imbécil al que le ha tocado la china.
– La verdad es que no sé qué es lo que cree que puedo encontrar.
– Ni yo -replicó Clarke-. Pero puede haber suerte.
– De acuerdo -dijo Goodyear no muy convencido-. ¿Va a hacer de enlace entre los dos grupos de la investigación?
– Suponiendo que eso sea un «nexo».
– ¿Significa eso que dará usted las conferencias de prensa?
Clarke respondió con un resoplido.
– Derek Starr no va a consentir que nadie le quite el puesto ante las cámaras.
– Parece más un viajante de comercio que un policía -comentó Goodyear.
– Porque lo es -añadió Clarke-. Y se vende a sí mismo. El problema es que lo hace muy bien.
– ¿No siente envidia?
Se vieron mezclados entre los empujones de los agentes de refuerzo que trataban de hacerse con un hueco propio en la sala del DIC.
– El inspector Starr llegará lejos -añadió ella para poner punto final. Goodyear vio que se colgaba el bolso en bandolera.
– ¿Va a salir? -preguntó.
– Muy perspicaz.
– ¿Puedo ayudarla?
– Todd, tienes todas esas grabaciones esperándote.
– ¿Qué ha sucedido con el inspector Rebus?
– Está por ahí -respondió Clarke, pensando que cuanta menos gente supiera lo de la suspensión, mejor.
Sobre todo dado que Rebus, a pesar de… o mejor dicho, a causa de la suspensión, seguía ocupado en el caso.
A Nancy Sievewright no le hizo mucha gracia oír a Clarke anunciarse por el portero automático. Al final bajó al portal y le dijo que tomaría un chocolate.
– Hay un local al final de la cuesta.
En el café pidieron las consumiciones y se sentaron una frente a otra en los banquillos de cuero. Sievewright tenía aspecto de haber dormido poco. Vestía de nuevo la minifalda deshilachada y una cazadora vaquera fina, pero llevaba leotardos gruesos y guantes de lana sin dedos. Pidió nata y merengue en el chocolate y cogió el tazón entre las manos para tomárselo.
– ¿Ha vuelto a molestarte el señor Anderson? -preguntó Clarke. Sievewright negó con la cabeza-. Hemos hablado con Sol Goodyear -prosiguió-. No nos dijiste que vivía en la misma calle en que apareció el cadáver.
– ¿Por qué tenía que decirlo?
Clarke se encogió de hombros.
– Él no se considera tu novio.
– Lo hace por protegerme -replicó Sievewright.
– ¿De qué? -inquirió Clarke, pero la joven no contestó.
La música sonaba muy fuerte y en el techo había un altavoz justo encima de ellas. Era una música dance con ritmo monótono que a Clarke le estaba produciendo dolor de cabeza. Se levantó, fue a la barra y pidió que bajaran el volumen. El empleado lo hizo refunfuñando y sin que apenas se notara la diferencia.
– ¿Por qué me gustará este sitio? -dijo Sievewright.
– ¿Por el empleado antipático?
– No, es por la música -replicó Sievewright mirándola por encima del borde del tazón-. ¿Qué dijo Sol de mí?
– Que no eres su novia. Pero hablando con él, nos hizo pensar…
– ¿En qué?
– En la noche de la pelea.
– Fue un chalado en un pub…
– No me refiero a la pelea de Sol; más bien al poeta. Tú volvías de comprar droga a Sol. Por lo tanto, o te tropezaste con el cadáver al subir la cuesta o al bajarla de regreso…
– ¿Y qué diferencia hay? -replicó Sievewright moviendo los pies y mirándoselos como si no pudiera dominarlos.
– Es una diferencia muy importante. ¿Recuerdas la primera vez que fui a tu casa?
Sievewright asintió con la cabeza.
– Hay algo que dijiste… y la manera de decirlo. Ayer estuve pensando en ello después de hablar con Sol.
– ¿El qué? -preguntó la joven, entrando al trapo, fingiendo no darle importancia.
– Nos dijiste: «Yo no vi nada», haciendo énfasis en «vi», cuando yo creo que casi todo el mundo lo haría en «nada». Y por eso he pensado si no sería tu manera de no decir toda la verdad y a la vez no decir totalmente una mentira.
– No la entiendo -dijo Sievewright moviendo las rodillas como pistones.
– Creo que a lo mejor llegaste a casa de Sol, llamaste al timbre y aguardaste. Sabías que él te esperaba. Quizá te demoraste un rato pensando en que no tardaría en volver. Tal vez le llamaste por el móvil pero él no contestó.
– Porque le habían dado un navajazo.
Clarke asintió despacio con la cabeza.
– Estabas junto a su casa y de pronto oíste algo al final de la cuesta y te acercaste a la esquina a echar un vistazo.
Sievewright negó insistentemente con la cabeza.
– Vale -dijo Clarke-. No viste nada, pero oíste algo, ¿verdad, Nancy?
La joven la miró un buen rato y a continuación apartó la mirada y dio un sorbo al chocolate. Cuando habló, la música ahogó lo que dijo.
– No te he oído -dijo Clarke.
– He dicho que sí.
– ¿Oíste algo?
– Un coche. Se paró y… -hizo una pausa, alzando los ojos hacia el techo, pensativa. Finalmente, volvió a mirar a Clarke-. Primero oí un gemido. Pensé que tal vez era un borracho a punto de vomitar. Farfullaba algo, pero también podría ser que dijera algo en ruso. Podría ser, ¿no? -añadió esperando que Clarke asintiera, y ésta así lo hizo.
– ¿Y luego un coche? -inquirió.
– Un coche que paraba. Se abrió la portezuela y oí un ruido, un ruido sordo, un golpetazo, y ya no se oyeron gemidos.
– ¿Cómo sabes que era un coche?
– No era ruido de camión ni de furgoneta.
– ¿No te asomaste a mirar?
– Cuando doblé la esquina ya no estaba. Sólo vi un cuerpo en el suelo.
– Creo que ahora entiendo por qué gritaste -dijo Clarke-. ¿Creíste que era Sol?
– En ese momento, sí, pero al acercarme vi que no era él.
– ¿Por qué no echaste a correr?
– Porque apareció esa pareja. Yo quería largarme, pero el hombre me dijo que me quedase. Si me hubiera largado habría resultado sospechoso, ¿no? Y él habría podido darles mi descripción.
– Cierto -admitió Clarke-. ¿Por qué pensaste que podría ser Sol?
– Porque cuando se trafica con drogas uno se crea enemigos.
– ¿Cómo cuáles?
– Como el cabrón que le dio un navajazo fuera del pub.
Clarke asintió con la cabeza, pensativa.
– ¿Alguno más? -inquirió.
Sievewright comprendió lo que Clarke insinuaba.
– ¿Cree que pudieron matar al poeta por error?
– No estoy segura.
¿Hasta qué punto era lógico? El rastro de sangre llevaba al aparcamiento, lo que significaba que el agresor debía de saber que no era Sol Goodyear. Pero en cuanto al golpe de gracia… Bueno, sí que podría haber sido la misma persona, pero no necesariamente. Y Sievewright estaba visible; los que trafican con drogas se crean enemigos. Tal vez convendría preguntárselo a Sol; a ver si le daba nombres. Aunque lo más probable era que no hablara, tal vez decidido a tomarse venganza. Se imaginó a Sol rascándose los puntos de la cicatriz, como tratando de borrarla. Se imaginó a los dos hermanos, Sol y el pequeño Todd; el abuelo en la cárcel y el matrimonio naufragando. ¿En qué momento había decidido Todd apartarse del camino de su hermano? ¿Había sido un disgusto para Sol?
– ¿Puedo tomar otro? -preguntó Sievewright, alzando la taza vacía.
– Te toca pagar a ti -replicó Clarke.
– No tengo dinero.
Clarke lanzó un suspiro y le dio un billete de cinco libras.
– Pídeme otro capuchino -dijo.
– Es muy difícil localizarle -dijo Terence Blackman agitando las manos.
Blackman dirigía una galería de arte contemporáneo en William Street, en el centro oeste de Edimburgo. Era un local con dos salas de paredes blancas y suelo de madera pulida. Blackman era un hombre de apenas un metro cincuenta, delgado, con ligera panza y con treinta o cuarenta años por el estilo de ropa que vestía. Su melena oscura parecía teñida e incluso podía ser una peluca de las caras. Tenía un rostro de cutis tenso debido a una serie de estiramientos, lo que limitaba enormemente sus posibilidades expresivas. Era el agente de Roddy Denholm, según figuraba en Internet.
– ¿Y ahora dónde está? -preguntó Rebus dando la vuelta a una escultura que parecía una maraña de perchas metálicas.
– Creo que en Melbourne. Pero podría estar en Hong Kong.
– ¿Tiene aquí alguna obra suya?
– Hay lista de espera para comprar y hay media docena de clientes con dinero de sobra.
– ¿Rusos? -aventuró Rebus. Blackman le miró.
– Perdone, inspector, ¿para qué quiere ver a Roddy?
– Ha estado trabajando en un proyecto para el Parlamento.
– Una auténtica rémora para todos -comentó Blackman con un suspiro.
– El señor Denholm encargó algunas grabaciones y el que las hizo ha resultado muerto.
– ¿Qué?
– Su nombre es Charles Riordan.
– ¿Muerto?
– Eso me temo. Hubo un incendio…
Blackman se llevó la palma de las manos a las mejillas.
– ¿Las grabaciones se han salvado? -preguntó. Rebus le miró.
– Muy amable por preocuparse, señor -dijo.
– Oh, bueno, ya, naturalmente, es una gran desgracia para la familia y…
– Creo que las grabaciones no han sufrido daño.
Blackman dio gracias en silencio y preguntó qué tenía aquello que ver con el artista.
– El señor Riordan ha sido asesinado, señor. Y no sabemos si grabaría algo que no debía.
– ¿En el Parlamento, quiere decir?
– ¿Hay algún motivo por el que el señor Denholm eligiera el comité de rehabilitación urbana para su proyecto?
– No tengo la menor idea.
– Por tanto, comprenderá que tengo que hablar con él. ¿Tiene usted un número de móvil suyo?
– No siempre contesta.
– Pero se le puede dejar un mensaje.
– Sí, claro, es de suponer -dijo Blackman no muy predispuesto.
– Así pues, haga el favor de darme el número -insistió Rebus.
El galerista lanzó otro suspiro y le hizo seña de que le siguiera al fondo de la sala hacia una puerta que abrió. Era una oficina pequeña, como un camerino, atestada de lienzos sin enmarcar. Blackman tenía su móvil en recarga, pero lo desenchufó y pulsó los botones hasta que el número del artista apareció en la pantalla. Rebus lo copió en su móvil mientras preguntaba cómo se cotizaba la obra de Denholm.
– Depende del tamaño, los materiales, el trabajo…
– Dígame una cifra aproximada.
– Entre treinta y cincuenta…
– ¿Miles de libras? -preguntó Rebus y aguardó a que el hombre se lo confirmara con una inclinación de cabeza.
– ¿Y cuántas hace al año?
Blackman le miró frunciendo el ceño.
– Ya le he dicho que hay lista de espera.
– ¿Cuál fue el cuadro que compró Andropov?
– Sergei Andropov tiene buen ojo. Yo precisamente adquirí uno de los primeros óleos de Roddy, pintado probablemente el año que dejó la Escuela de Bellas Artes de Glasgow -dijo Blackman cogiendo de la mesa una postal que era reproducción del cuadro-. Se titula Desesperado.
A Rebus le parecía una raya infantil sin propósito.
– Alcanzó un precio récord entre las obras de Roddy anteriores al videoarte -añadió el galerista.
– ¿Y usted cuánto ganó, señor Blackman?
– Un porcentaje, inspector. Bueno, si me disculpa…
Pero Rebus no estaba dispuesto a hacerlo.
– Qué agradable es saber que mis impuestos van a parar a su bolsillo.
– Pierda cuidado si se refiere a la comisión del Parlamento, porque es el banco First Albannach el que lo avala.
– ¿Y corre con los gastos?
Blackman asintió tajante con la cabeza.
– Si me disculpa…
– Qué generosidad -comentó Rebus.
– El First Albannach es un gran patrocinador del arte.
Esta vez fue Rebus quien asintió con la cabeza.
– Sólo un par de preguntas más, señor. ¿Tiene idea de por qué Andropov está invirtiendo en pintura escocesa?
– Porque le gusta.
– ¿Y sucede lo mismo con todos esos millonarios y multimillonarios rusos?
– No me cabe duda de que algunos compran como inversión, pero otros lo hacen por gusto.
– Y algunos para que otros vean lo ricos que son.
Blackman esbozó una levísima sonrisa.
– Puede que haya algo de eso -dijo.
– Igual que con sus yates: el mío es más grande que el tuyo. Y sus mansiones en Londres, las joyas para la esposa-trofeo…
– No dudo de que tiene toda la razón.
– Pero no me explico el interés por Escocia -añadió Rebus al pasar a la sala de exposición.
– Hay antiguos vínculos, inspector. Los rusos, por ejemplo, admiran a Robert Burns, quizá porque ven en él el ideal del comunismo. No me acuerdo quién fue, tal vez Lenin, el que dijo que si en Europa había una revolución estallaría en Escocia.
– Pero ahora es otro cantar, ¿no es cierto? Hablamos de capitalistas, no de comunistas.
– Antiguos vínculos -repitió Blackman-. Tal vez aún crean que hay una revolución a la vista -añadió con una sonrisa triste.
Rebus pensó que el hombre quizás había estado afiliado al Partido. Qué demonios, ¿por qué no? Él se había criado en Fife, zona de clase obrera y llena de minas. Y en Fife habían votado al primer diputado -incluso quizás el único- comunista. En los años cincuenta y sesenta había bastantes concejales comunistas. Rebus no había vivido la huelga general, pero recordaba que una tía suya le habló de las barricadas, de los cortes de carreteras, de la declaración unilateral de independencia. El Reino Popular de Fife. Sonrió a su vez levemente, asintiendo con la cabeza al galerista.
– ¿Por revolución entiende independencia? -preguntó.
– No sería mucho peor que lo que hay…
– El móvil de Blackman sonó y él lo sacó del bolsillo, alejándose y dirigiendo a Rebus un movimiento rápido con la mano a guisa de despedida.
– Gracias por atenderme -musitó Rebus camino de la puerta.
Afuera marcó el número del artista. Sonó y sonó hasta que un contestador automático le anunció que dejara un mensaje. Lo hizo y a continuación marcó otro número: el de Siobhan Clarke.
– ¿Estás disfrutando de tu tiempo libre? -preguntó ella.
– Mira quién habla… ¿Es una cafetera eso que oigo?
– Tuve que irme de la comisaría. Corbyn nos ha vuelto a traer a Derek Starr.
– Sabíamos que sucedería.
– Sí -admitió ella-. Así que aquí estoy charlando con Nancy Sievewright, quien me dice que la noche en que mataron a Todorov ella fue a casa de Sol a recoger droga. Pero Sol no estaba allí, como bien sabemos. El caso es que Nancy oyó un coche que se acercaba y alguien que se bajaba de él y que propinaba un golpe al poeta en la nuca.
– Entonces, ¿fueron dos agresiones?
– Eso parece.
– ¿La misma persona en las dos?
– No lo sé. Estoy pensando si no sería Sol quien estaba destinado a ser víctima la segunda vez.
– Es una posibilidad.
– Pareces escéptico.
– ¿Puede oírte Nancy?
– Ha ido al servicio.
– Bien, vamos a ver qué te parece: Todorov entra en el aparcamiento, eso lo sabemos; se aleja tambaleándose, pero el agresor o agresora sube a su coche, le sigue y remata la faena.
– ¿O sea que el coche estaba en el aparcamiento?
– No necesariamente… podría haberlo estacionado en la calle. ¿Vale la pena volver a la sala de control del Ayuntamiento y mirar el vídeo? Hasta ahora sólo buscábamos peatones…
– ¿Y pedirle a tu amigo que nos facilite la matrícula de los coches que pasaron por King’s Stables Road? -dijo ella pensativa-. Lo que sucede es que Starr está empeñado en rehacer la hipótesis del atraco.
– ¿Le has dicho lo del coche?
– Aún no.
– ¿Se lo vas a decir? -inquirió él en broma.
– ¿Sería una alternativa que me lo callara, igual que harías tú? Y luego, si yo tengo razón y él no, ¿me llevo yo el mérito?
– Empiezas a aprender.
– Me lo pensaré -Rebus notó que ya estaba medio decidida-. Bueno, ¿dónde estás? Oigo ruido de tráfico.
– Mirando escaparates.
– No me lo creo -hizo una pausa-. Vuelve Nancy. Voy a colgar…
– Oye, ¿hizo Starr uno de sus discursos para levantar la moral?
– ¿Tú que crees?
– Seguro que a Goodyear se le caería la baba.
– No creo. Pero a Col le encantó… Le he enviado con Phyl al banco First Albannach. Janney va a darnos los datos de la cuenta de Todorov.
– Sí que ha tardado.
– Bueno, tiene mucho que hacer… agasajando con cenas y buen vino a los rusos en Gleneagles.
Eso sin contar -podría haber añadido Rebus- las reuniones en el paseo marítimo de Granton con Cafferty y Andropov… Pero se despidió de ella y cortó la comunicación. Miró a su alrededor y vio que la mayoría de los establecimientos eran tiendas pequeñas, boutiques de moda femenina sobre todo; y luego pensó que estaba a dos minutos del hotel Caledonian.
«¿Por qué no? -se dijo-. Pues claro».
En recepción dijo que le pusieran con la «habitación del señor Andropov», pero no contestaron. El empleado le preguntó si quería dejar algún recado, pero él negó con la cabeza y se dirigió al bar. El que servía no era Freddie; era una camarera más joven, rubia y con acento de Europa del Este. A la pregunta de qué tomaba, Rebus respondió que un Highland Park. Al ofrecerle hielo, tuvo la impresión de que era nueva en el oficio o en Escocia. Negó con la cabeza y le preguntó de dónde era.
– De Cracovia -dijo ella-. Polonia.
Rebus asintió con la cabeza. Sus antepasados eran polacos, pero era todo lo que sabía de aquel país. Se sentó en un taburete y cogió unas nueces de un cuenco.
– Aquí tiene -dijo la joven poniendo ante él el vaso.
– Y un poco de agua, por favor.
– Por supuesto -respondió ella aturdida por su error y le trajo casi una pinta de agua del grifo en una jarra. Rebus vertió un chorrito en el vaso y lo agitó en la mano.
– ¿Espera a alguien? -preguntó ella.
– Creo que ya está aquí -contestó Rebus volviéndose hacia quien acababa de acercarse a la barra. Andropov debía seguramente de estar en el mismo compartimento, el que quedaba en ángulo muerto. Sonrió pero le miró fríamente.
– ¿Hoy no lleva guardaespaldas? -preguntó Rebus.
Andropov no contestó.
– Otra botella de agua -dijo a la camarera-. Y esta vez no traiga hielo.
La mujer asintió con la cabeza, sacó la botella de un refrigerador y la destapó.
– Inspector -dijo Andropov-, ¿me busca a mí realmente?
– Pasaba por aquí. Vengo de la galería de Terence Blackman.
– ¿Le gusta el arte? -inquirió Andropov enarcando las cejas.
– Soy un entusiasta de Roddy Denholm. Sobre todo de sus primeras obras de garabatos de niños de guardería.
– Creo que se burla -replicó Andropov cogiendo el agua-. Cárguelo a mi cuenta -dijo a la camarera-. Siéntese conmigo, por favor -añadió para Rebus.
– ¿Es este el mismo compartimento? -preguntó Rebus.
– Perdone; no le entiendo.
– El que ocupaba la noche en que estuvo aquí Alexander Todorov.
– Ni siquiera sabía que estaba en la barra.
– Cafferty le pagó la copa. Y después de irse el poeta, Cafferty vino aquí a sentarse con usted -Rebus hizo una pausa-. Y con el ministro de Fomento.
– Es admirable -dijo Andropov-. De verdad. Veo que es un hombre que no se anda con rodeos.
– Ni se deja sobornar.
– Estoy seguro -dijo el ruso con otra sonrisa que tampoco se transmitió a su mirada.
– Bien, ¿de qué habló con Jim Bakewell?
– Por raro que le parezca, hablamos de desarrollo económico.
– ¿Está pensando en invertir en Escocia?
– Lo encuentro un país muy acogedor.
– Pero aquí no tenemos los productos que a usted le interesan… gas, carbón, acero.
– En realidad sí que hay gas y carbón. Y petróleo, desde luego.
– Que se habrá acabado dentro de unos veinte años.
– Sí, el del mar del Norte sí, pero no olvide las aguas al oeste. Hay mucho petróleo en el Atlántico, inspector, y al final dispondremos de la tecnología para extraerlo. Además, hay energías alternativas como el viento y el oleaje.
– No olvide el ambiente acalorado del Parlamento -dijo Rebus dando un sorbo al whisky-. Eso no explica por qué está buscando solares en Edimburgo.
– Es muy observador, ¿verdad?
– Gajes del oficio.
– ¿Es por el señor Cafferty?
– Podría ser. ¿Cómo se han conocido?
– Por negocios, inspector. Todos legales, tenga la seguridad.
– ¿Por eso el gobierno en Moscú está dispuesto a cargárselo?
– Cosas de la política -replicó Andropov cariacontecido-. Y por negarme a engrasar las manos adecuadas.
– ¿O sea que la han tomado con usted para dar ejemplo?
– Los acontecimientos seguirán su curso… -dijo llevándose el vaso a los labios.
– En Rusia hay muchos hombres ricos en la cárcel. ¿No teme que le suceda igual? -Andropov se encogió de hombros-. Tiene suerte de haber hecho muchos amigos aquí, no sólo laboristas, sino nacionalistas del SNR Debe de ser agradable sentirse tan solicitado -el ruso continuó impasible y Rebus decidió cambiar de tema-. Hábleme de Alexander Todorov.
– ¿Qué es lo que quiere saber?
– Dijo que le expulsaron de la universidad por excesiva confianza con las estudiantes.
– ¿Y?
– No he encontrado datos sobre ese incidente.
– Se echó tierra al asunto, pero en Moscú lo sabe mucha gente.
– Es curioso que me contara eso y se le olvidase comentarme que se conocieron de niños, que vivían en el mismo barrio…
Andropov volvió a mirarle.
– Le repito que me admira usted.
– ¿Le conocía bien?
– Muy poco. Mucho me temo que yo represento todo cuanto Alexander Todorov detestaba. Él probablemente me calificaría de «codicioso» e «implacable», mientras que yo prefiero decir «seguro de mí mismo» y «emprendedor».
– ¿Él era un comunista a la antigua?
– Usted conoce el vocablo inglés bolshie, que procede de la palabra rusa bolshevik. Los bolcheviques eran realmente implacables, pero hoy día la palabra sólo significa raro o tozudo… Eso es lo que era Alexander.
– ¿Sabía usted que estaba en Edimburgo?
– Creo que lo leí en el periódico.
– ¿Se vieron ustedes dos?
– No.
– Es curioso que tomase aquí una copa…
– ¿Usted cree? -replicó Andropov dando otro sorbo de agua.
– Así que estaban los dos en Edimburgo, dos hombres que se han conocido de niños, famosos en muy distinto sentido, ¿y no se les ocurrió verse?
– No habríamos tenido nada que decirnos -sentenció Andropov-. ¿Quiere tomar otra copa, inspector?
Rebus advirtió que había terminado el whisky, pero negó con la cabeza y se puso en pie.
– Le mencionaré al señor Bakewell que pasó usted por aquí -añadió Andropov.
– Mencióneselo también a Cafferty, si quiere -replicó Rebus-. Él le dirá que cuando muerdo presa no la suelto.
– Pues ustedes dos se parecen mucho… Ha sido un placer hablar con usted, inspector.
Afuera, Rebus trató de encender un cigarrillo a pesar de las ráfagas de viento. Agachó la cabeza para hacer pantalla con la chaqueta en el momento en que paró un taxi, lo que le sirvió para que Megan MacFarlane y su ayudante Roddy Liddle del MSP no le vieran al entrar al hotel mirando al frente. Rebus expulsó humo hacia el cielo y se preguntó si Sergei Andropov les hablaría también de su reciente visita.
Cuando Siobhan Clarke entró en el DIC de la comisaría del West End sonaron aplausos. Sólo estaban ocupadas dos de las seis mesas, pero los dos presentes querían manifestar su admiración.
– Puedes quedarte con Ray Reynolds cuanto quieras -añadió el inspector Shug Davidson con una sonrisa, antes de presentarla a un uniformado llamado Adam Bruce. Davidson tenía los pies encima de la mesa y la silla inclinada hacia atrás.
– Me alegra verte tan ocupado -comentó ella-. ¿Y los demás?
– Estarán haciendo las compras de Navidad, seguramente. ¿Vas a hacerme un regalito este año, Shiv?
– Estoy pensando en hacer un bonito envoltorio con Ray y devolvértelo.
– Ni se te ocurra. ¿Te va bien con Sol Goodyear?
– Yo no creo que «bien» sea la palabra adecuada.
– Es un pelma, ¿verdad? Más distinto que su hermano no puede ser. ¿Sabes que Todd va a la iglesia los domingos?
– Eso ha dicho.
– Tan distintos como el día y la noche… -añadió Davidson meneando despacio la cabeza.
– ¿Por qué no hablamos de Larry Fintry?
– ¿Qué pasa con él?
– ¿Está en prisión preventiva?
Davidson lanzó un resoplido.
– Las celdas están a rebosar, Shiv. Lo sabes perfectamente.
– Entonces, ¿está libre bajo fianza?
– En estos tiempos, todo lo que no sea genocidio o canibalismo es un chollo.
– ¿Dónde puedo encontrarle?
– Está en un albergue de Bruntsfield.
– ¿Qué clase de albergue?
– Para casos de adicción. Pero no creo que lo encuentres allí a esta hora -dijo Davidson consultando el reloj-. Estará en Hunter Square o tal vez en los Meadows.
– Yo vengo de un café en Hunter Square.
– ¿Y no viste a chalados por allí?
– Vi a algunos indigentes -replicó Clarke.
Había advertido que aunque Bruce estaba pegado al ordenador, se entretenía con un juego.
– Mira en los bancos de detrás del hospital -añadió Davidson-. Él anda a veces por allí. Pero hace frío; los centros de acogida de Grassmarket y de Cowgate son otra posibilidad. ¿Para qué lo quieres?
– Empiezo a pensar que tal vez han puesto precio a la cabeza de Sol Goodyear.
– Uy -exclamó Davidson con rechifla-, ese mierda no vale para eso.
– De todos modos…
– Y nadie en su sano juicio le encomendaría a Larry el Loco ese encargo. El asunto, Shiv, se reduce a que Sol apremió a Larry por dinero que le debía. Y seguramente cuando Sol le dijo que no le pasaba más droga, Larry quemó su último cartucho.
– Un recableado es lo que necesita ese tipo -dijo el agente Bruce sin quitar la vista del juego de ordenador.
– Si quieres darte una caminata buscando a Larry el Loco tú verás, pero no esperes sacar nada en limpio. Además, yo no entiendo que alguien quisiera cargarse a Sol Goodyear.
– Tiene que tener enemigos.
– Pero también buenos amigos.
– ¿Cómo cuáles? -inquirió Clarke entornando los ojos.
– Se dice que ha vuelto a trabajar para Big Ger. Bueno, no para él exactamente, pero con el visto bueno de Cafferty.
– ¿Hay pruebas de ello?
Davidson negó con la cabeza.
– Después de tu llamada telefónica di unos cuantos telefonazos y eso es lo que me dijeron. Pero voy a decirte otra cosa…
– ¿Qué?
– Me ha dicho un pajarito que a Derek Starr le han trasladado de Fettes para dirigir tu caso -en la mesa de al lado Bruce comenzó a emitir un gorgoteo de risita sorda-. Qué palo, ¿no?
– Es lógico que se encargue Derek, que está por encima de mí en el escalafón.
– A los jefes no parecía importarles cuando lo llevabais tú y un tal Rebus…
– Decididamente, te voy a devolver a Reynolds -amenazó Clarke.
– Tendrás que pedir permiso a Derek Starr.
Ella le miró fijamente y él soltó una carcajada.
– Tú ríete mientras puedas -replicó ella camino de la puerta.
En el coche, pensó en qué otra cosa podía hacer para no ir a Gayfield Square. Poco. Rebus había mencionado lo de la videovigilancia. Tal vez podía pasarse por el Ayuntamiento y hacer la solicitud. O podía llamar a Megan MacFarlane para concertar otra entrevista, para hablar de Charles Riordan y las grabaciones del comité. Y estaba también Jim Bakewell; Rebus quería que le preguntase sobre la copa que había tomado con Sergei Andropov y Big Ger Cafferty.
Cafferty…
Era como si dominara Edimburgo, a pesar de que muy pocos edimburgueses sabían de su existencia. Rebus se había pasado la mitad de los años de servicio tratando de hundir al gángster. Ahora que se jubilaba, ella heredaría el problema; no porque lo deseara, sino porque dudaba mucho de que Rebus fuera a soltar presa. Pensó en las noches que habían estado trabajando hasta tarde, en las que él le había hecho repasar sus casos más mortificantes no resueltos. ¿Qué iba ella a hacer con aquella herencia? Le parecía una carga indeseada, como los horribles candelabros de peltre que tenía ella en casa, regalo de una tía suya, y que no se decidía a tirar; los tenía guardados en el fondo de un cajón. Ese era el lugar que le parecía más adecuado para las notas sobre casos antiguos de Rebus.
Sonó su móvil. Era el indicativo 556, de Gayfield Square. Se imaginaba quién era.
– Diga.
Derek Starr, claro.
– Te me has escapado -dijo con un tonillo de aparente poca importancia.
– Tuve que ir al West End.
– ¿A qué?
– Una comprobación sobre Sol Goodyear.
Se hizo un silencio.
– ¿Qué comprobación? -preguntó Starr.
– Él vive cerca de donde apareció el cadáver de Todorov, y fue una amiga suya quien lo encontró.
– ¿Y?
– Quería confirmar ciertos detalles.
Se daría cuenta perfectamente de que le ocultaba algo, del mismo modo que sabía que él no podía evitarlo.
– Bien, ¿cuándo cabe esperar que vuelvas al seno de la iglesia, sargento Clarke?
– Tengo que pasar antes por el Ayuntamiento.
– ¿Por la videovigilancia? -aventuró él.
– Exacto. Será media hora más o menos.
– ¿Has sabido algo de Rebus?
– Ni pío.
– Me ha dicho el inspector jefe Macrae que está suspendido de servicio.
– Sí, más o menos.
– Un final poco edificante, ¿no?
– ¿Quieres algo más, Derek?
– Siobhan, eres mi ayudante. Eso es lo que hay, a menos que me ocultes algo.
– ¿Qué quieres decir?
– No quiero que se te peguen los malos hábitos de Rebus.
Siobhan no aguantaba más y cortó la comunicación.
– Cretino pretencioso -musitó girando la llave de encendido.
– Bueno, ¿qué hiciste anoche? -preguntó Hawes, que ocupaba el asiento del pasajero junto a Colin Tibbet.
– Fui a tomar unas copas con unos amigos -contestó él mirándola-. ¿Sientes envidia, Phyl?
– ¿Envidia de ti y de tus amigotes? Sí, claro, Col.
– Me lo imaginaba -añadió él sonriendo.
Iban hacia el sudeste de Edimburgo, camino de la circunvalación y del cinturón verde. A los vecinos de la zona no les sorprendió que al banco First Albannach lo autorizaran a construir su nueva sede en un lugar declarado zona protegida. El banco trasladó la madriguera de un tejón y compró un campo de golf de nueve hoyos para uso exclusivo de sus empleados. El enorme edificio de vidrio estaba a menos de kilómetro y medio del hospital Royal Infirmary, lo que a Hawes le pareció muy conveniente por si alguno se cortaba los dedos contando billetes. Aunque pensó que no sería nada extraño que el banco dispusiera en él de sala propia para su mutua.
– Yo me quedé en casa, ya que lo preguntas -dijo ella mirando cómo Col aminoraba la marcha al ver que el semáforo estaba a punto de cambiar de verde a rojo. Hacía lo que enseñan en las autoescuelas de no frenar de golpe y reducir las marchas. Todos los que ella había conocido hasta ahora prescindían de tal maniobra en cuanto obtenían el carnet; pero Colin no. Se imaginaba que también se plancharía los calzoncillos.
Estaba empezando a reventarle que, a pesar de todos los defectos que le encontraba, le siguiera gustando. Tal vez era que se agarraba a un clavo ardiendo. Detestaba la idea de que no podía vivir contenta sin un tío a remolque, pero al parecer era lo que sucedía.
– ¿Viste algo interesante en la tele? -preguntó él.
– Un documental sobre hombres que se convierten en mujeres -él la miró tratando de dilucidar si mentía-. De verdad -insistió ella-. Hay tanto estrógeno en el agua de grifo, que la bebes y te salen tetas.
Él reflexionó un instante.
– ¿Cómo llega el estrógeno al agua?
– ¿Hace falta explicarlo? -replicó ella imitando el gesto de accionar la cisterna del váter-. Además están todos esos aditivos de la carne. Esas cosas modifican el equilibrio químico del organismo.
– Yo no quiero que se modifique mi equilibrio químico.
Ella se echó a reír.
– De todos modos, ahora me explico algo -añadió ella en broma.
– ¿Qué?
– Por qué ha empezado a gustarte Derek Starr -añadió Hawes frunciendo el ceño y riendo otra vez-. Le mirabas de una manera mientras nos largaba su arenga… como si fuera Russell Crowe en Gladiator o Mel Gibson en Braveheart.
– Esa la vi yo en el cine -dijo Tibbet-. El público se puso en pie a dar vítores. Nunca había visto nada parecido.
– Porque los escoceses pocas veces se sienten satisfechos de sí mismos.
– ¿Tú crees que deberíamos tener la independencia?
– Quizá -respondió ella-. Con tal de que las empresas como el First Albannach no se larguen al sur.
– ¿Cuánto ganaron el año pasado?
– Ocho mil millones, o algo así.
– ¿Quieres decir ocho millones?
– Ocho mil -repitió ella.
– No puede ser.
– ¿Te crees que miento? -replicó ella, pensando en cómo él se las había arreglado para cambiar de tema sin que ella lo advirtiera.
– Eso da qué pensar, ¿no?
– Da que pensar, ¿qué?
– Donde está de verdad el poder -respondió él apartando la vista de la carretera para mirarla a ella-. ¿Quieres hacer algo después?
– ¿A qué te refieres?
Tibbet se encogió de hombros.
– Esta tarde inauguran la feria de Navidad. Podíamos ir a echar un vistazo.
– Podríamos.
– Y a cenar después.
– Me lo pensaré.
Tibbet puso el intermitente para doblar a la entrada de la sede del banco First Albannach. Ante ellos se alzaba un edificio de vidrio y acero de cuatro plantas, largo como una calle. De una garita salió un vigilante para anotar sus nombres y la matrícula del coche.
– Aparcamiento seis cero ocho -dijo. Aunque había bastantes espacios más cerca que el indicado, Hawes observó a su compañero dirigirse obedientemente al 608.
– No te preocupes -comentó cuando puso el freno de mano-, puedo caminar desde aquí.
Y caminaron por delante de apretadas filas de coches deportivos, monovolúmenes familiares y todoterrenos. No habían terminado de ajardinar la entrada y detrás de una esquina del cuerpo principal se divisaban matas de aulaga y una de las calles del campo de golf. Al abrirse las puertas se encontraron en un atrio de tres alturas. Detrás de recepción había un soportal con tiendas: farmacia, supermercado, café y librería, y un tablero exhibía información sobre la guardería, el gimnasio y la piscina. Unas escaleras mecánicas llevaban al segundo nivel, donde unos ascensores de cristal comunicaban con el resto de las plantas. La recepcionista les dirigió una sonrisa de oreja a oreja.
– Bienvenidos al First Albannach -dijo-. Hagan el favor de firmar y de enseñarme un carnet con foto…
Así lo hicieron y la mujer les dijo que el señor Janney estaba reunido pero que su secretaria les esperaba.
– En la tercera planta. La encontrarán al salir del ascensor -dijo, entregándoles unos pases plastificados y obsequiándoles con otra sonrisa.
Un vigilante de seguridad les hizo cruzar un arco detector de metales, pasado el cual recogieron las llaves, los móviles y la calderilla.
– ¿Esperan problemas? -preguntó Hawes.
– Alerta verde -dijo el hombre lacónico.
– Un alivio para todos.
El ascensor les llevó al tercer piso, donde ya les aguardaba una joven con pantalón y chaqueta negros que les tendió un sobre tamaño folio. Hawes lo cogió y la mujer les saludó con una inclinación de cabeza, dio media vuelta y se alejó por un pasillo interminable. A Tibet no le había dado tiempo ni a salir del ascensor, y nada más volver a entrar Hawes en él se cerraron las puertas e inició el descenso. Menos de tres minutos después de entrar al edificio estaban fuera, asombrados de la rapidez.
– Eso no es un edificio -comentó Hawes-. Es una máquina.
Tibbet corroboró sus palabras con un leve silbido y oteó el aparcamiento.
– ¿Cuál era el número de la plaza? -preguntó.
– El del fin del mundo -contestó Hawes echando a andar por el asfalto.
En el asiento del pasajero abrió el sobre y sacó una docena de extractos fotocopiados. En el primero había un post-it amarillo con una anotación que insinuaba que Todorov tenía dinero en otra entidad, tal como había señalado el cliente al abrir la cuenta y había una transferencia a un banco de Moscú. La nota la firmaba Stuart Janney.
– No pasaba grandes apuros -comentó Hawes-. Seis mil libras en la cuenta corriente y dieciocho mil en la de ahorros -comprobó las fechas de ingreso: no había ingresos ni cargos notables en los días anteriores a su muerte; ni tampoco después-. El que se llevó la tarjeta bancaria no la ha utilizado.
– Podrían haberle desplumado -asintió Tibbet-. Veinticuatro mil libras… No está mal para un artista muerto de hambre.
– Se ve que Garret’s ya no está tan de moda -dijo Hawes, marcando un número en el móvil. Clarke contestó a la llamada y Hawes le pasó la principal información-: Sacó cien libras el día en que lo mataron.
– ¿Desde dónde?
– Desde un cajero automático en Waverley Station -Hawes frunció el ceño de pronto-. ¿Cómo es que salió de Edimburgo por una estación y regresó por la otra?
– Porque iba a una cita con Charles Riordan, quien creo que frecuentaba un restaurante de las inmediaciones.
– Bueno, con él no podemos verificarlo, claro.
– Pues no -dijo Clarke. Hawes oyó voces en segundo término y le parecieron mucho más tranquilas que las de Gayfield Square.
– Shiv, ¿dónde está? -preguntó.
– En el Ayuntamiento, averiguando lo de la videovigilancia.
– ¿Cuánto tardará en volver a la comisaría?
– Una hora tal vez.
– Lo dice muy poco animada. ¿Sabe algo de su inspector preferido?
– Suponiendo que te refieres a Rebus y no a Starr, la respuesta es «no».
– Dile lo del banco -dijo Tibbet.
– Dice Colin que le comente que nos ha encantado el First Albannach.
– Era lujoso, ¿no?
– He estado en hoteles peores. Tienen de todo menos riachuelos.
– ¿Visteis a Stuart Janney?
– Estaba reunido. La verdad es que fue como una cadena de producción. Entrar, salir y adiós muy buenas.
– Tienen que proteger a los accionistas. Unos beneficios de diez mil millones son incompatibles con publicidad adversa.
Hawes se volvió hacia Tibbet.
– Siobhan dice que los beneficios el año pasado fueron diez mil millones.
– Así como suena -añadió Clarke.
– Así como suena -repitió Hawes mirando a Tibbet.
– Es increíble -volvió a decir Tibbet meneando despacio la cabeza.
Hawes le miró fijamente. Tenía unos labios tentadores, era más joven que ella y con menos experiencia. Había materia para trabajar, tal vez aquella misma noche.
– Hasta luego -dijo a Clarke, cortando la comunicación.
La doctora Scarlett Colwell esperaba a Rebus en su despacho de George Square. Estaba en uno de los pisos altos, por lo que la vista habría sido magnífica de no ser por el vaho que empañaba el doble vidrio de las ventanas.
– Deprimente, ¿verdad? -comentó como disculpándose-. Una construcción de hace cuarenta años y ya está a punto para la piqueta.
Rebus dirigió su atención a las estanterías de libros rusos. Unos bustos de escayola de Marx y Lenin hacían de sujetalibros. En la otra pared había carteles y postales con chinchetas y una foto del presidente Yeltsin bailando. La mesa de Colwell estaba junto a la ventana pero de espaldas a ella. Había otras dos mesas juntas con sitio para ocho sillas alrededor. La intelectual se agachó junto a un hervidor en el suelo y echó unos granos de café en dos tazas.
– ¿Leche? -preguntó.
– Sí, gracias -contestó Rebus, contemplando su gran melena. La tensa falda le marcaba la cadera.
– ¿Azúcar?
– No, sólo leche.
El hervidor acabó de bullir y ella vertió el agua, tendiendo una taza a Rebus antes de ponerse de pie. Estuvieron un instante muy cerca uno de otro hasta que ella volvió a disculparse por la falta de espacio y se sentó detrás del escritorio, para satisfacción de Rebus, que apoyó el trasero en la mesa.
– Gracias por recibirme.
Ella sopló sobre el café.
– No me las dé. Me causó gran impresión la noticia de la muerte del señor Riordan.
– ¿Le conoció en la Biblioteca de Poesía? -aventuró Rebus. Ella asintió con la cabeza y a continuación se echó el pelo hacia atrás.
– Y en Word Power.
Rebus asintió con la cabeza.
– ¿La librería donde el señor Todorov dio la conferencia?
Colwell señaló hacia la pared; Rebus dirigió allí la mirada y esta vez vio la foto de Alexander Todorov en pleno arrebato poético con el brazo teatralmente alzado y la boca abierta.
– No parece una librería -comentó Rebus.
– Se han trasladado a un local mayor: el café de Nicolson Street. Pero estaba lleno.
– Él está en su elemento, ¿verdad? -preguntó Rebus escrutando la foto más de cerca-. ¿Hizo usted la foto, doctora Colwell?
– No me salió muy bien -respondió ella como disculpándose.
– Yo no soy quién para juzgar -dijo él volviéndose y sonriendo-. Así que, ¿esa conferencia la grabó también Charles Riordan?
– Exacto -dijo ella, haciendo una pausa-. En realidad, es una feliz coincidencia que me llamase, inspector.
– ¿Ah, sí?
– Sí, estaba a punto de hacerlo yo para pedirle un favor.
– ¿En qué puedo servirla, doctora Colwell?
– En una revista, la London Review of Books, han visto la necrológica que redacté para el Scotsman y quieren publicar un poema de Alexander.
– ¿Y bien? -dijo Rebus llevándose la taza a los labios.
– Es un nuevo poema en ruso que recitó en la Biblioteca de Poesía -dijo ella con una risita-. En realidad, creo que lo terminó aquel mismo día. La cuestión es que no tengo copia del mismo, ni creo que la tenga nadie.
– ¿Ha mirado en la papelera?
– ¿Suena vergonzoso si digo que sí?
– En absoluto. Entonces, ¿no lo encontró?
– No… y por eso hablé con un hombre muy amable de Estudios Riordan.
– Sería Terry Grimm.
Ella asintió con la cabeza, y volvió a echarse el pelo hacia atrás.
– Él me dijo que hay una grabación.
Rebus pensó en la hora que había pasado en el coche de Siobhan escuchando con ella la grabación del difunto.
– ¿Quiere que se la prestemos? -preguntó, recordando que, en ella, Todorov recitaba en ruso algunos poemas.
– El tiempo justo para traducirlo. Será mi necrológica.
– No veo inconveniente.
Ella sonrió encantada, y a él le dio la impresión de que de no haber existido la mesa se habría acercado a darle un abrazo. Pero lo que hizo realmente fue añadir si tenía que escuchar el CD en la comisaría o se lo podría llevar. La comisaría: él no podía aparecer por allí…
– Se lo puedo traer yo -dijo y ella amplió la sonrisa.
– Se lo devolveré como máximo la semana que viene -añadió seria.
– No hay problema -dijo Rebus-. Y siento que no hayamos descubierto aún al asesino del señor Todorov.
– Estoy segura de que hacen cuanto pueden -dijo más seria aún.
– Gracias por el voto de confianza -hizo una pausa-. Aún no me ha preguntado a qué he venido.
– Esperaba que usted me lo dijera.
– He estado indagando en la vida del señor Todorov para ver si tenía enemigos.
– Alexander era enemigo del Estado, inspector.
– Eso creo. Pero una de las historias que he oído es que le apartaron de su puesto de docente por tomarse demasiadas confianzas con las estudiantes. Y creo que quien me lo contó trataba de darme gato por liebre.
Ella negó con la cabeza.
– Pues es cierto. El propio Alexander me lo contó. Fueron acusaciones amañadas, desde luego, porque querían echarle por las buenas o por las malas -añadió, como condolida por el hecho.
– Doctora Colwell, ¿me permite que le pregunte si él intentó… algo con usted?
– Yo tengo pareja, inspector.
– Con todos mis respetos, usted es una mujer hermosa, y tengo la impresión de que a Alexander Todorov le gustaban las mujeres. Y no creo que eso le hubiera disuadido a menos que el rival fuese un asesino ninja.
Ella volvió a obsequiarle con una espléndida sonrisa, bajando la vista con falsa modestia.
– Bien -dijo al fin-. Sí, tiene usted razón. Después de unas copas, la libido de Alexander siempre se despertaba.
– Bonito modo de decirlo. ¿Son palabras de él?
– Son mías, inspector.
– Debió de considerarle a usted amiga suya para hacerle tal confidencia.
– No estoy muy segura de que tuviera amigos de verdad. Los escritores son así a veces… nos ven a los demás como material literario. ¿Se imagina ir a la cama con alguien sabiendo que después va a escribir sobre ello? ¿Sabiendo que todo el mundo leerá cosas sobre ese momento tan íntimo?
– La entiendo perfectamente -Rebus hizo una pausa y se aclaró la garganta-. Pero debió de encontrar el modo de… «apagar» esa libido que usted dice.
– Ah, no le faltaban mujeres, inspector.
– ¿Estudiantes? ¿Aquí en Edimburgo?
– No sabría decirle.
– ¿O tal vez Abigail Thomas de la Biblioteca de Poesía? Usted pareció insinuar que estaba loca por él.
– Inútilmente, lo más seguro -respondió Colwell tajante y pensativa, para añadir-: ¿De verdad cree que a Alexander lo mató una mujer?
Rebus se encogió de hombros. Se imaginó a Todorov, con más de una copa, caminando por King’s Stables Road, y de pronto una mujer que surge y que, sin más, le ofrece fornicio. ¿Habría ido con una desconocida? Probablemente. Pero más aún con una conocida.
– ¿Le mencionó alguna vez el señor Todorov a un tal Andropov? -preguntó.
Ella vocalizó en silencio el nombre unas cuantas veces, pensándolo, y al final dijo:
– No.
– Otra posibilidad: ¿y un tal Cafferty?
– No le estoy ayudando mucho, ¿verdad? -añadió ella, negando con la cabeza.
– A veces las cosas que descartamos son tan importantes como las que retenemos -dijo Rebus.
– ¿Como en los casos de Sherlock Holmes? -preguntó ella-. «Cuando se ha eliminado…» -dijo sin concluir la frase-. No recuerdo nunca esa cita, pero seguro que usted sí.
Él asintió con la cabeza para que no le tachara de poco leído. Cada día, camino del trabajo, pasaba por delante de una estatua de Sherlock Holmes en la rotonda de Leith Street, que, en realidad, señalaba el lugar que había ocupado la casa derruida de Conan Doyle.
– ¿En qué está pensando? -preguntó ella. Rebus se encogió de hombros.
– Me sucede lo que a usted, que nunca acabo de recordarla…
Ella se levantó, dio la vuelta a la mesa, rozándole las piernas con la falda, y cogió un libro de una estantería. Por el lomo, Rebus vio que era un compendio de citas. Encontró la sección de Doyle y pasó el dedo por las líneas hasta dar con ella.
– «Cuando se ha eliminado lo imposible, lo que queda, por improbable que parezca, tiene que ser la verdad» -frunció de nuevo el ceño-. No lo recordaba así. Pensé que era al contrario y se refería a eliminar lo posible.
– Humm -dijo Rebus, con la intención de que creyera que estaba de acuerdo con ella. Miró su taza vacía en la mesa-. Bien, doctora Colwell, dado que le he hecho un favor…
– ¿Quid pro quo? -preguntó ella cerrando el libro de golpe, haciendo saltar polvo.
– ¿No tendrá por casualidad la llave del piso de Todorov?
– Pues tiene usted suerte. Tenía que venir alguien de Building Services a recogerla pero no se han presentado.
– ¿Qué será de todas sus cosas?
– En el consulado dijeron que ellos se encargarían. Tendrá familia en Rusia -explicó ella abriendo un cajón de la mesa y sacando el llavero. Rebus lo recogió al tiempo que hacía una inclinación de cabeza-. En la planta baja hay un bedel. Si no estoy yo, puede dejársela a él. Y no se le olvide la grabación -añadió tras una pausa.
– Pierda cuidado.
– Es que en el estudio me dijeron que era la única copia existente. Pobre señor Riordan, morir de ese modo tan horrible…
En la calle, Rebus descendió la escalinata desde George Square a Buccleuch Place. Había algunos estudiantes con aspecto de… estudiosos, era el único calificativo posible. Se detuvo al final de los peldaños a encender un cigarrillo, pero empezaba a hacer frío y optó por fumarlo a resguardo.
En el piso de Todorov no advirtió señales de cambio desde su anterior visita, salvo que el contenido de la papelera estaba volcado en la mesa: seguramente Scarlett Colwell, para buscar el poema. Rebus había olvidado la existencia de los seis ejemplares de Astapovo Blues. Tenía que encontrar a alguien con cuenta en eBay para darles salida. Miró con más detenimiento el cuarto y le dio la impresión de que alguien había cogido libros del poeta. ¿También Colwell? ¿U otra persona de la universidad? Rebus pensó si no se le habrían anticipado. Una superabundancia de los recuerdos de Todorov haría bajar los precios. Sonó el móvil y lo sacó del bolsillo. No conocía el número, pero vio que era el indicativo internacional.
– Inspector Rebus al habla -dijo.
– Hola, aquí Roddy Denholm respondiendo a una llamada misteriosa -era una voz educada de acento angloescocés.
– No es tan misteriosa, señor Denholm, y le agradezco su atención.
– Tiene suerte de que sea un noctámbulo, inspector.
– Aquí es mediodía…
– Pero en Singapur, no.
– El señor Blackman pensaba que estaría en Melbourne o en Hong Kong.
Denholm se echó a reír con tos de fumador.
– Sí, muy bien podría haber estado allí, ¿no? O incluso en la esquina. Esto de los móviles es maravilloso…
– Si está en la esquina, señor, sería más barato hablar cara a cara.
– Si quiere hacerlo, puede tomar el avión para Singapur.
– Trato de reducir mis emisiones de dióxido de carbono, señor -replicó Rebus expulsando humo hacia el techo.
– ¿Dónde está usted en este momento, inspector?
– En Buccleuch Place.
– Ah, sí, el barrio universitario.
– Estoy en el piso de un difunto.
– Creo que es la primera vez que oigo esa frase -dijo el artista realmente impresionado.
– No era un hombre dentro de su línea profesional. Se trata de un poeta llamado Alexander Todorov.
– He oído hablar de él.
– Le asesinaron hace una semana y en las indagaciones ha surgido el nombre de usted.
– Explíquese.
Tuvo la impresión de que Denholm se ponía cómodo en la cama del hotel. Él se sentó en el sofá y apoyó el codo en la rodilla.
– Usted está encargado de un proyecto para el Parlamento y había encargado unas grabaciones a un…
– A Charlie Riordan.
– Bien, éste ha muerto también -Rebus oyó un silbido al otro lado de la línea-. Le incendiaron la casa.
– ¿Las grabaciones están a salvo?
– Que nosotros sepamos, sí, señor.
Denholm captó el tono de la réplica de Rebus.
– Le pareceré un cabrón insensible -dijo.
– No se apure. Fue lo primero que preguntó su galerista.
Denholm contuvo la risa.
– Pobre hombre, ese Riordan…
– ¿Le conocía usted?
– Sólo del trabajo para el Parlamento. Era agradable, capaz… pero en realidad no hablé mucho con él.
– Bien, el señor Riordan tuvo también contacto con Alexander Todorov.
– Dios, ¿significa eso que yo soy el siguiente?
Rebus no pudo discernir si lo decía en broma o no.
– No creo, señor.
– ¿No me llama para prevenirme?
– Le llamo porque me pareció una curiosa coincidencia.
– Pero yo a Alexander Todorov no le conocía de nada.
– Tal vez no, pero sí a uno de sus admiradores: Sergei Andropov.
– Me suena el nombre…
– Colecciona obra suya. Es un industrial ruso que se crió con el señor Todorov -Rebus oyó otro silbido-. ¿Le conoce?
– Que yo sepa, no -se hizo una pausa-. ¿Cree que ese Andropov mató al poeta?
– No descartamos ninguna hipótesis.
– ¿Ha sido con algún isótopo extraño como el de ese tipo en Londres?
– Le apalearon de lo lindo y le remataron hundiéndole el cráneo.
– No muy sutil, no.
– Pues no. Dígame una cosa, señor Denholm, ¿por qué eligió el comité de rehabilitación urbana para su proyecto?
– Me eligieron ellos, inspector. Nosotros preguntamos si a alguien le interesaba participar y la presidenta del comité se auto-designó.
– ¿Megan MacFarlane?
– Tiene un ego descomunal, inspector. Se lo digo por experiencia.
– No me cabe la menor duda.
Rebus oyó una especie de timbre.
– Debe de ser el servicio de habitaciones -dijo Denholm.
– Le dejo, entonces -se despidió Rebus-. Gracias por llamar, señor Denholm.
– De nada.
– Una última cosa… -Rebus hizo una pausa para asegurarse la atención del artista-. Antes de abrir, asegúrese de que es realmente el servicio de planta.
Cerró el móvil y se obsequió con una sonrisita.
– No puede haber mucho si cabe aquí -comentó Siobhan Clarke.
Había regresado al DIC y como el inspector jefe Macrae no estaba, se había instalado en su despacho para recibir a Terry Grimm. Sentada a la mesa del jefe, sujetaba el lápiz de memoria USB de plástico transparente entre el pulgar y el índice mirándolo a contraluz.
– Le sorprendería saber que habrá quizá dieciséis horas de grabación -dijo Grimm-. Habría cargado más si hubiera dispuesto de más material no estropeado, pero lamentablemente el calor del incendio lo destruyó casi todo.
Había traído las bolsas con las pruebas que estaban bien cerradas pero aún desprendían olor a quemado.
– ¿Le ha llamado algo la atención? -Clarke hizo una pausa-. Bueno, debería más bien decir si ha oído algo chocante.
Grimm negó con la cabeza.
– Pero le he traído algo -dijo metiendo la mano en el bolsillo y sacando un CD en una funda de plástico-. Charlie grabó al poeta ruso en otra conferencia hace unas semanas. Lo encontré en el estudio y le he hecho una copia.
– Gracias -dijo ella.
– Una profesora de la universidad buscaba la copia de la otra conferencia, pero es la copia única que tiene usted.
– ¿Se llama Colwell?
– Exacto -contestó Grimm mirándose el dorso de las manos-. ¿Tienen ya alguna pista sobre quién lo mató?
– Ya ve que no nos dormimos en los laureles -respondió Clarke señalando hacia la sala del DIC.
Grimm asintió con la cabeza sin dejar de mirarla a la cara.
– Buena manera de eludir una respuesta -comentó.
– Se trata de un caso en que hay que averiguar el «móvil», señor Grimm. Si puede ayudarnos a arrojar alguna luz le quedaremos inmensamente agradecidos.
– Le he estado dando vueltas a la cabeza y lo hemos hablado Hazel y yo, pero no acabamos de entenderlo.
– Bien, si se le ocurre algo…
Clarke se levantó para dar a entender que la entrevista había concluido. A través de la mampara de vidrio vio que había un revuelo en el DIC del que se destacó Todd Goodyear, que llamó a la puerta del despacho, entró y cerró.
– Para poder oír esas grabaciones tendré que irme a otro sitio -protestó-. Ahí fuera es como una casa de locos -al reconocer a Terry Grimm le dirigió un saludo con la cabeza.
– ¿Las cintas del Parlamento? -aventuró Grimm-. ¿Todavía las están rastreando?
– Todavía -contestó Goodyear, que tendió a Clarke un montón de hojas que llevaba bajo el brazo.
Clarke vio que había escrito a máquina los datos del contenido de las respectivas cintas. Había montones de notas. En sus primeros tiempos de agente también ella había sido tan meticulosa… antes de que Rebus la enseñase a buscar atajos.
– Gracias -dijo-. Y esto es para ti -añadió tendiéndole el dispositivo de memoria-. El señor Grimm dice que habrá unas dieciséis horas de grabación.
Goodyear miró un buen rato el lápiz y preguntó a Terry Grimm qué tal iban los asuntos del estudio.
– Vamos tirando. Gracias.
Clarke examinó las hojas mecanografiadas.
– ¿Te ha llamado la atención alguna cosa? -preguntó a Goodyear.
– Nada -respondió él.
– Imagínese lo que fue para nosotros -terció Grimm-, estar días y días escuchando a todos esos políticos hablando sin parar…
Goodyear meneó la cabeza como desechando la idea de tener que hacerlo él.
– El material que les hemos entregado es el que salió mejor librado -añadió Grimm.
Clarke advirtió que en la sala de DIC había amainado el revuelo.
– ¿Qué era ese barullo? -preguntó a Goodyear.
– Una carrera libre hacia el depósito -respondió él sin darle importancia, lanzando el dispositivo USB al aire y recogiéndolo-. Se ha presentado alguien a reclamar el cadáver de Todorov y el inspector Starr quería saber quién conducía más rápido -volvió a lanzar el dispositivo y a recogerlo-. El agente Reynolds dijo que él, pero muchos no estaban de acuerdo… -de pronto advirtió que Clarke le miraba furiosa y añadió despacio-: ¿Tendría que habérselo dicho al entrar?
– Exactamente -respondió ella en tono amenazador, y añadió para Terry Grimm-: Gracias por su visita.
Bajó la escalera apresuradamente camino del aparcamiento y subió a su coche, giró la llave de contacto y arrancó. Iba a preguntarle a Starr por qué no le había dicho nada… por qué no le había pedido a ella que fuera. Y, además, se lo encomendaba nada menos que ¡a Ray Reynolds! ¿Sería porque ella se había marchado de la comisaría sin avisarle? ¿Era una indicación del futuro que le aguardaba?
Tenía mucho que preguntar al inspector Derek Starr.
Giró al final de Leith Street y a continuación hizo un giro brusco en North Bridge. Cruzó el Tron y dobló a la derecha, cruzándose con el tráfico que venía en sentido contrario, hacia Blair Street, pasando de nuevo por delante del piso de Nancy Sievewright. Los Talking Heads que decían que Londres era una «ciudad pequeña» tendrían que recorrer Edimburgo. Menos de ocho minutos después de salir de Gayfield Square entraba en el aparcamiento del depósito de cadáveres y detenía el coche junto al de Reynolds, preguntándose si no habría llegado antes que él. Había otro coche, un gran Mercedes viejo, aparcado entre dos furgonetas del depósito blancas y sin rótulo. Lo miró apenas camino de la puerta de los empleados. Giró la manivela y entró. No había nadie en el pasillo ni en el cuarto de personal, pero vio que salía vapor de un hervidor. Avanzó hacia la zona de ingreso, abrió otra puerta, cruzó otro pasillo y subió las escaleras hasta la planta superior, en donde estaba la entrada para el público y los familiares antes de identificar a sus seres queridos y en donde se llevaba a cabo el papeleo ulterior. Era generalmente un lugar ocupado por gente que sollozaba callada y permanecía pensativa en dramático silencio. Aquel día no.
Reconoció inmediatamente a Nikolai Stahov. Llevaba el mismo abrigo negro largo de la primera vez que lo vio. Junto a él había un hombre que también parecía ruso, tal vez cinco años más joven, pero casi trece centímetros más alto, y más robusto. Stahov discutía en inglés con Derek Starr, que estaba cruzado de brazos y con las piernas separadas como dispuesto a embestirle. Tenía a su lado a Reynolds, y detrás de ellos cuatro empleados del depósito permanecían a la expectativa.
– Tenemos derecho -dijo Stahov-. Derecho constitucional… derecho moral.
– Hay en curso una investigación por homicidio -replicó Starr-, y el cadáver tiene que permanecer aquí por si son necesarias otras pruebas forenses.
Stahov miró a su izquierda y vio a Clarke.
– Ayúdenos, por favor -dijo implorante. Ella avanzó unos pasos.
– ¿Qué problema hay?
Starr la miró furioso.
– El consulado quiere repatriar los restos del señor Todorov -exclamó.
– Alexander tiene que ser enterrado en su patria -añadió Stahov.
– ¿Hay una petición concreta en su testamento? -inquirió Clarke.
– Testamento o no testamento, su esposa está enterrada en Moscú…
– Eso es algo que quería yo preguntar -le interrumpió Clarke. Stahov se había vuelto completamente hacia ella, lo que pareció molestar a Starr-. ¿Qué sucedió exactamente con su esposa?
– Murió de cáncer -respondió Stahov-. Podrían haberla operado, pero habría perdido el niño que tenía en sus entrañas. Ella quiso llevar adelante el embarazo -añadió Stahov encogiéndose de hombros-. El niño nació muerto y la madre sólo vivió unos días.
Sus palabras hicieron que se calmaran los ánimos de todos. Clarke asintió despacio con la cabeza.
– ¿A qué se deben estas prisas, señor Stahov? Alexander murió hace ocho días… ¿por qué han esperado hasta ahora? -preguntó.
– Lo único que queremos es que vuelva a su patria con el debido respeto a su fama internacional.
– No estoy muy segura de que en Rusia gozara de esa fama. ¿No dijo usted que el premio Nobel no es gran cosa en Moscú?
– El gobierno habrá cambiado de actitud.
– ¿Quiere decir que ha recibido orden del Kremlin?
Stahov permaneció imperturbable.
– Al no existir ningún familiar, el Estado asume la responsabilidad. Tengo autoridad para reclamar su cadáver.
– Pero nosotros no tenemos autoridad para entregarlo -replicó Starr, que se había situado junto a Clarke para ver mejor la mirada de Stahov-. Usted es diplomático y sabe perfectamente que existe un protocolo.
– ¿En qué sentido exactamente?
– En el sentido de que retendremos el cadáver mientras no nos diga lo contrario un juez o un decreto -dijo Clarke.
– Esto es escandaloso -exclamó Stahov estirándose las bocamangas del abrigo-. No sé cómo se puede ocultar esta situación a la opinión pública.
– Vaya a llorar a los periódicos -le incitó Starr-, a ver si consigue algo…
– Lo único que puede hacer es iniciar el proceso -añadió Clarke.
Stahov la miró a la cara, asintió despacio con la cabeza, se dio la vuelta y se dirigió a la salida seguido de su chófer. Nada más salir los dos rusos Starr agarró a Clarke del brazo.
– ¿Qué haces aquí? -dijo entre dientes. Ella se zafó de su mano.
– Estoy donde tenía que estar, Derek.
– Te dejé al mando en Gayfíeld.
– Te marchaste sin decirme palabra.
Tal vez Starr pensara que era inútil discutirlo, porque miró a quienes les rodeaban -Reynolds y el personal del depósito- y su gesto de ira se distendió.
– Bueno, ya lo hablaremos en otro momento -dijo.
Clarke, aunque ya había decidido no insistir, le dejó un instante sumido en dudas fingiendo que se lo pensaba.
– Muy bien -dijo al fin.
Él asintió con la cabeza y se volvió hacia los empleados del depósito.
– Han hecho muy bien en llamar. Si intentan alguna otra cosa, ya saben dónde estamos.
– ¿Cree que intentarán robarlo por la noche? -preguntó uno de los celadores. Uno de sus compañeros contuvo la risa.
– Hace mucho tiempo que no hemos tenido ladrones de cadáveres, Davis -comentó.
Siobhan Clarke optó por no preguntar.
Se reunieron en una mesa del salón de atrás del bar Oxford. Habían anunciado que John Rebus quería verse a solas con ellos y lo tenían reservado. No obstante, hablaban en voz baja. Lo primero que Rebus hizo fue explicar su suspensión y señalar que era peligroso que les vieran con él. Clarke dio un sorbo de tónica; nada de gin tonic. Colin Tibbet miró a Phyllida Hawes, desamparado.
– Entre Derek Starr y usted… no hay ninguna duda -dijo Hawes.
– Ninguna duda -repitió Tibbet sin estar del todo convencido.
– ¿Qué es lo peor que pueden hacerme a mí? -añadió Todd Goodyear-. ¿Mandarme otra vez de uniforme al West End? De todos modos, lo van a hacer -dicho lo cual alzó la pinta hacia Rebus.
Tras lo cual, comenzaron a pasar revista a los acontecimientos del día, con buen cuidado por parte de Rebus de explicar a su modo sus propias actividades, dado que estaba suspendido de servicio.
– ¿No has hablado aún con Megan MacFarlane y Jim Bakewell? -preguntó a Clarke.
– He tenido que hacer, John.
– Perdón -terció Goodyear, casi atragantándose con el sorbo de cerveza-, eso me recuerda que mientras estaba en el depósito llamaron del despacho de Bakewell. Hay una cita con él mañana.
– Gracias por avisarme, Todd.
Goodyear hizo una mueca como disculpándose. Hawes comentó algo sobre aprovechar la mínima para no estar en la oficina.
– Estamos como sardinas en lata -añadió Tibbet-. Abrí el cajón de mi mesa y dentro habían dejado un bocadillo.
– ¿Os invitaron a almorzar en el banco? -preguntó Rebus.
– Unas medianoches de foie-gras -contestó Hawes-. La verdad, a mí me pareció una fábrica, muy fina y lujosa, pero una fábrica.
– Con diez mil millones de beneficios -comentó Tibbet sin darle aún crédito.
– Más que el PIB de muchos países -añadió Goodyear.
– Esperemos que se queden si obtenemos la independencia -dijo Rebus-. Si se unen con su primer competidor no sería un mal comienzo para un país pequeño.
Clarke le miró.
– ¿Tú crees que es por eso que Stuart Janney le ronda tanto a Megan MacFarlane?
Rebus se encogió de hombros.
– A los nacionalistas no les gustaría que una entidad como FAB se largara del país. Eso le da al banco mucha influencia.
– No me parece a mí que la señorita MacFarlane tenga mucha influencia.
– Pero ella es el futuro, ¿no crees? Los bancos logran sus beneficios jugando a largo plazo, a veces muy a largo plazo -añadió pensativo-. Y a lo mejor no son los únicos…
Notó las vibraciones del móvil y miró el número en la pantalla. Era de otro móvil que no conocía. Respondió a la llamada:
– Diga.
– Hombre de paja… -era el apodo que daba Cafferty a Rebus, por una antigua anécdota. Rebus se levantó y se dirigió a la barra, bajó los dos escalones y salió a la calle.
– ¿Has cambiado de número? -preguntó al gángster.
– Lo cambio casi cada mes, pero no me importa que los amigos lo sepan.
– Qué amable.
Ahora que estaba fuera aprovecharía para fumar un pitillo.
– El tabaco le matará.
– Todos tenemos que morirnos -replicó Rebus, que recordó lo que había dicho Stone sobre los pinchazos en los teléfonos de Cafferty… ¿Podrían oír las conversaciones en los móviles? Tal vez por eso Cafferty cambiaba tanto de número.
– Quiero verle -dijo el gángster.
– ¿Cuándo?
– Ahora, claro.
– ¿Algún motivo en concreto?
– Venga al canal.
– ¿A qué lugar del canal?
– El que usted sabe -añadió despacio Cafferty, cortando la comunicación.
Rebus miró el móvil antes de cerrarlo. Había dado unos pasos por la calzada. A aquella hora no había problema porque no pasaba tráfico. Y si algún coche se aventuraba por Young Street, el ruido lo delataba. Permaneció allí en medio de la calle fumando el cigarrillo frente a Charlotte Square. Un cliente habitual le dijo una vez que el edificio georgiano que había al final de la calle era la residencia del primer ministro. Se preguntó qué pensaría el mandatario del país de los variopintos grupos de fumadores a la puerta del bar Oxford.
Se abrió la puerta y salió Siobhan Clarke poniéndose el abrigo y seguida por Todd Goodyear, más que satisfecho con su consumición de media pinta de cerveza.
– Era Cafferty -les dijo Rebus-. Quiere verme. ¿Vais a algún sitio?
– Yo tengo que reunirme con mi novia -respondió Goodyear-. Vamos a ver las iluminaciones de Navidad.
– Aún estamos en noviembre -comentó Rebus.
– Las han encendido hoy a las seis de la tarde.
– Y yo me iba a casa -dijo Clarke. Rebus alzó un dedo.
– No hay que salir del pub en pareja… Luego hay habladurías.
– ¿Para que quiere verte Cafferty? -preguntó Clarke.
– No me lo ha dicho.
– ¿Vas a ir?
– ¿Por qué no?
– ¿Dónde vais a encontraros? Supongo que en algún sitio bien iluminado…
– En el canal, cerca del bar de la dársena Fountainbridge. ¿Qué hacen Phyl y Col?
– Piensan ir al parque de Princes Street -dijo Goodyear-. Han abierto la noria y la pista de patinaje.
Clarke miró fijamente a Rebus.
– ¿Quieres que te acompañe alguien?
La expresión de su rostro era más que elocuente.
– Bien… -dijo Goodyear subiéndose el cuello de la chaqueta, mirando el cielo-. Hasta mañana.
– No te metas en líos, Todd -dijo Rebus viendo que el joven se encaminaba hacia Castle Street-. Es buen chico, ¿verdad? -le comentó a ella, pero Clarke no le dio cuartel.
– Tú no puedes ir solo a esa cita con Cafferty.
– No es la primera vez.
– Pero cualquier día puede ser la última.
– Si me encuentran flotando, al menos sabréis quién ha sido.
– ¡No bromees con estas cosas!
Él le puso la mano en el hombro.
– Siobhan, no te preocupes -dijo-. Aunque, ¿sabes que hay una especie de moscón en el asunto? El SCD vigila a Cafferty.
– ¿Qué?
– Anoche tuve un enfrentamiento con ellos -al ver la cara que ponía ella, apartó la mano y la alzó en señal de apaciguamiento-. Ya te lo explicaré. Quieren que no me acerque a él.
– Pues eso es lo que debes hacer.
– Por supuesto -dijo él, tendiéndole la tarjeta de Stone-, por eso quiero que llames a ese Stone y le digas que el inspector Rebus quiere hablar con él urgentemente.
– ¿Qué?
– Llámale desde el teléfono del bar Oxford. No quiero que capte tu móvil. No le digas el nombre; sólo que Rebus quiere verle en la gasolinera y cuelgas.
– Por Dios bendito, John… -comentó ella mirando la tarjeta.
– Oye, dentro de cuarenta y ocho horas me habrás perdido de vista.
– Estás suspendido de servicio y te tengo enredado en el pelo.
– Como un peine en los rizos, ¿eh? -dijo Rebus sonriente.
– Más bien como unas pinzas de rizar torcidas -replicó Clarke, pero se dirigió de nuevo al bar para hacer la llamada.
– Sí que ha tardado -fue lo primero que dijo Cafferty.
Estaba en el mismo puente de peatones del canal, con las manos en los bolsillos de su largo abrigo de pelo de camello.
– ¿Dónde está tu coche? -preguntó Rebus mirando hacia el solar vacío.
– He venido andando. Son sólo diez minutos.
– ¿Y el guardaespaldas?
– No es necesario -respondió Cafferty.
Rebus encendió otro cigarrillo.
– ¿Así que sabes que estuve aquí la otra noche?
– Le reconoció el chófer de Sergei -el mismo que había mirado de mala manera a Rebus aquella tarde en el hotel-. ¿Nos siguió hasta Granton?
– Hacía una buena noche para conducir -replicó Rebus, expulsando el humo hacia Cafferty, pero el viento lo desvió.
– Es todo legal, ¿sabe? Síganos cuanto quiera.
– Eso haré; gracias.
– A Sergei le encanta Escocia; eso es todo. Su padre le leía de niño La isla del tesoro. Tuve que llevarle hasta el parque de Queen Street, al estanque que se supone que le dio la idea a Robert Louis Stevenson.
– Fascinante -dijo Rebus mirando la superficie reluciente del canal. Sólo tenía poco más de un metro de profundidad, pero él sabía de casos de ahogados en aquellas aguas.
– Está pensando en trasladar aquí sus negocios -dijo Cafferty.
– No sabía yo que aquí hubiera tantas minas de estaño y zinc.
– Bueno, quizá no todo su negocio.
– Yo no acabo de verlo claro, la verdad, teniendo un tratado de extradición con Rusia.
– ¿Está seguro? -replicó Cafferty con sonrisa burlona-. Bueno, pero también tenemos una ley de asilo político, ¿no?
– No creo que tu amigo pueda acogerse a ella.
Cafferty volvió a sonreír.
– Aquella noche en el hotel -añadió Rebus-, en que estuviste tú con Todorov, y luego con Andropov, y un ministro del gobierno llamado Bakewell… ¿de qué hablasteis realmente?
– Creí que se lo había dicho… yo le invité a una copa sin tener ni idea quién era.
– ¿Tú no sabías que Todorov y Andropov se criaron juntos?
– No.
Rebus sacudió la ceniza en el aire.
– ¿Y de qué hablaste con el ministro de Fomento?
– Me apuesto algo a que a Sergei le preguntó lo mismo.
– ¿Y qué crees que me contestó?
– Seguramente le diría que hablaron de desarrollo económico, y es la verdad.
– Parece que estás negociando la venta de buenos terrenos, Cafferty. ¿Andropov paga y tú haces de intermediario?
– Es todo legal.
– ¿Sabe él tu historia de casero? ¿Pisos atiborrados de gente, sin seguridad contra incendios, cheques del paro robados y cobrados…?
– Se agarra a un clavo ardiendo, ¿no es cierto? Habla como si lo hubiera visto -dijo Cafferty señalando el agua del canal.
– Tienes un piso en Blair Street alquilado a Nancy Sievewright y a Eddie Gentry -«dos inquilinos», pensó mientras lo decía. Muy distinto a los pisos de mala muerte atiborrados de emigrantes-. Nancy es amiga de Sol Goodyear, tan amiga que, en realidad, es él quien le pasa la droga. La misma noche en que dieron una puñalada a Sol en Haymarket, Nancy se tropezó con el cadáver de Todorov en la calle donde vive Sol -añadió Rebus acercando el rostro al del gángster-. ¿Comprendes lo que quiero decir? -espetó entre dientes.
– Pues no.
– Y ahora el consulado quiere hacer desaparecer el cadáver de Todorov.
– Siempre se agarra a un clavo ardiendo, Rebus. Ya he perdido la cuenta.
– No hay ningún clavo, Cafferty, son cadenas, y ¿sabes quién se está enredando en ellas?
– Y dale -replicó Cafferty-. Con esa clase de lenguaje debería ponerse a escribir poesía.
– Sí, claro, el único problema es que para rimar con Cafferty sólo se me ocurren dos palabras: «maldad» e «hijo de puta».
El gángster sonrió, mostrando su costosa dentadura. A continuación lanzó un profundo suspiro y caminó hacia el extremo de puente.
– Yo me crié no lejos de aquí, ¿lo sabía?
– Pensé que era en Craigmillar.
– Pero tenía unos tíos en Gorgie que me cuidaban cuando mi madre trabajaba. Mi padre se largó de casa un mes antes de nacer yo. Usted no se crió en Edimburgo, ¿verdad? -añadió volviéndose hacia Rebus.
– En Fife -contestó él.
– Entonces, no recordará el matadero. A veces se escapaba un toro, sonaba la alarma y a los críos no nos dejaban salir de casa hasta que llegaba el tirador de primera. Recuerdo que una vez yo lo estaba viendo desde la ventana. Era un animal enorme, con el morro pringado de mocos y echando vaho, que corría enloquecido al verse libre de pronto -hizo una pausa-. Hasta que el tirador echó rodilla en tierra, apuntó y le disparó a la cabeza. Las patas se le doblaron y perdió el brillo de los ojos. Durante un tiempo pensé que era yo el último toro en libertad.
– Dices muchas tonterías -replicó Rebus.
– La verdad es que -añadió Cafferty con sonrisa casi entristecida-, ahora se me ocurre pensar que tal vez ese toro es usted, Rebus. Embiste, pega patadas y muge porque no soporta la idea de que yo estoy dentro de la ley.
– Sí, porque es eso, nada más que una «idea» -hizo una pausa y tiró la colilla al agua-. ¿Por qué demonios me has hecho venir aquí, Cafferty?
El gángster se encogió de hombros.
– Ahora no hay tantas oportunidades para nuestras conversaciones a solas. Y cuando Sergei me dijo que nos había seguido… Bueno, tal vez es que buscaba la oportunidad de hablar.
– Me conmueves.
– He oído que han encargado al inspector Starr de la investigación. Ya le están dando de lado, ¿verdad? Bueno, la pensión es sana…
– Y de dinero limpio.
– Ahora a Siobhan le llega su oportunidad.
– Será digna contendiente tuya, Cafferty.
– Ya veremos.
– Con tal de que yo lo vea…
Cafferty centró su atención en la alta tapia de ladrillo que cercaba el solar.
– Ha sido un placer hablar con usted, Rebus. Disfrute en su camino hacia el ocaso.
Rebus no se movió del sitio.
– ¿Te has enterado de ese ruso que han envenenado en Londres? Ten cuidado con quién te la juegas, Cafferty.
– Nadie va a envenenarme, Rebus. Sergei y yo vemos las cosas del mismo modo. Dentro de pocos años Escocia va a ser independiente, de eso no cabe la menor duda. Con treinta años de petróleo en el mar del Norte y Dios sabe cuántos en el Atlántico, en el peor de los casos haremos un trato con Westminster y nos quedaremos con el ochenta o noventa por ciento -argumentó Cafferty encogiéndose ligeramente de hombros-. Y luego nos gastaremos el dinero en nuestros placeres habituales: bebida, drogas y juegos de azar. Montaremos un supercasino en todas las ciudades, y a mirar cómo crecen los beneficios…
– Otras de tus invasiones silenciosas, ¿eh?
– Los soviéticos siempre pensaron que habría una revolución en Escocia. A usted le dará igual, ¿no? Usted ya estará fuera de juego -añadió Cafferty diciendo adiós con la mano y volviéndole la espalda.
Rebus permaneció inmóvil, pero sabía que no valía la pena quedarse allí. De todos modos, le costaba marcharse. El Cafferty de la otra noche se había comportado como un actor en un decorado con coche y chófer, pero el Cafferty de aquella noche era distinto, más reflexivo. Aquel Cafferty tenía muchas caras… una máscara para cada ocasión. Pensó en ofrecerse a llevarle a casa, pero ¿por qué demonios molestarse? Se dio la vuelta y se dirigió al coche, encendiendo otro pitillo por el camino. La historia del gángster sobre el toro le rondaba por la cabeza. ¿Sería así la jubilación: una libertad extraña y desconcertante y brutalmente corta?
«Nada de Leonard Cohen cuando llegues a casa. Ya tienes pensamientos morbosos de sobra», se dijo.
Lo que hizo fue poner a Rory Gallagher: «Big Guns» y «Bad Penny», «Kickback City» y «Sinnerboy». Los tres whiskys largos que se tomó entraron bien. Después de Gallagher puso Jackie Leven y Page, y después Plant. Pensó en llamar a Siobhan, pero cambió de idea. Sería mejor que tuviera un poco de tregua de las preocupaciones de Rebus. No había comido nada y no tenía hambre.
Cuando sonó el teléfono llevaría dormido casi una hora. Tenía el vaso de whisky en el brazo del sillón, agarrado en la mano.
«No has tirado ni una gota, John», se dijo a sí mismo admirado, cogiendo el teléfono con la otra mano.
– Hola, Shiv -dijo al ver el número-. ¿Controlándome?
– John… -por el tono de voz supo que había ocurrido algo. Algo malo.
– Vamos, suéltalo -dijo levantándose del sillón.
– Cafferty está ingresado en cuidados intensivos -dijo ella y quedó un instante en silencio. Rebus hundió la mano en el pelo, pero al caer el vaso al suelo comprendió que no la tenía libre. Ahora tendría los zapatos mojados de whisky.
– ¿Qué ocurrió? -preguntó.
– Eso es precisamente lo que yo te pregunto -espetó ella-. ¿Qué demonios sucedió en el canal?
– Sólo hablamos.
– ¿Hablasteis?
– Te lo juro.
– Ha debido de ser una conversación muy acalorada, dada la fractura craneal. Y otras lesiones y contusiones…
Rebus entrecerró los ojos.
– ¿Le encontraron en el canal?
– Claro que sí.
– ¿Estás tú ahí, ahora?
– Shug Davidson se tomó la molestia de llamarme.
– Llego dentro de diez minutos.
– No, no se te ocurra… has bebido, John. Se te pone la voz nasal tras cuatro o cinco copas.
– Pues envíame un coche.
– John…
– ¡Envíame un puto coche, Siobhan! -exclamó pasándose de nuevo la mano por el pelo y tirándose de él. «Me han tendido una trampa», pensó.
– John, ¿cómo va a consentir Shug que te acerques? En lo que a él respecta, eres sospechoso. Si deja que un sospechoso entre en el escenario del crimen…
– Sí, vale, de acuerdo -dijo Rebus mirando el reloj-. Hará unas tres horas que nos separamos. ¿Cuándo le encontraron?
– Hace dos horas y media.
– Mal asunto -su mente iba a toda velocidad, pensando en que tal vez dos litros de agua le vendrían bien-. ¿Avisaste a Calum Stone?
– Sí.
– Mierda.
– Está aquí con su compañero.
Rebus abrió los ojos cuanto pudo.
– No hables con ellos.
– Demasiado tarde. Estaba hablando con Shug cuando ellos llegaron. Stone se presentó y ¿sabes qué es lo primero que me dijo?
– Pues, ¿algo así como «tiene la misma voz de la mujer anónima que me hizo ir a una gasolinera de Granton»?
– Más o menos.
– Lo único que puedes hacer es decir la verdad, Shiv. Que yo te ordené hacer esa llamada.
– Y que estabas suspendido de servicio… algo que yo sabía perfectamente.
– Dios, lo siento, Siobhan…
El grifo seguía abierto y el fregadero casi lleno. Casi veinte centímetros. Conocía casos de hombres ahogados con mucho menos.
Cuando el taxi le dejó en el puente levadizo de Leamington ella le esperaba con los brazos cruzados, igual que un gorila de un club elegante.
– No puedes estar aquí -le espetó entre dientes.
– Lo sé -replicó él.
El lugar estaba lleno de curiosos que regresaban a casa tras una noche de asueto; vecinos de los pisos cercanos e incluso una pareja de una barcaza del canal que miraban desde la borda, tazas en mano con un líquido humeante.
– ¿Por qué tienes el pelo mojado? -preguntó Clarke.
– No he tenido tiempo de secármelo -contestó él.
Podía verlo todo; no hacía falta que se acercara. La policía científica con las linternas examinando la senda de la otra orilla, unos focos de arco voltaico enchufados a un punto del amarradero, probablemente destinado a las barcas atracadas; muchos agentes moviéndose en silencio y un corrillo en un punto concreto del paseo.
– ¿Ahí es donde le encontraron? -preguntó. Clarke asintió con la cabeza-. Más o menos donde estaba cuando yo me marché.
– Una pareja que volvía a casa se tropezó con el cuerpo. Y uno de los sanitarios reconoció su cara. Los de la comisaría del West End llegaron a toda prisa y Shug me llamó por si me interesaba.
En el canal, con el agua hasta la cintura, había agentes de la científica con el mismo equipo de pescadores de caña y pantalones impermeables con tirantes.
– Encontrarán una colilla mía -dijo Rebus a Clarke-, si no se la ha llevado la corriente o se la ha comido un pato.
– Resultará precioso cuando identifiquen el ADN.
Él se volvió hacia ella y le agarró un brazo.
– Yo no niego que haya estado aquí. Lo que sí digo es que Cafferty estaba perfectamente cuando le dejé.
Ella no le miró a la cara y Rebus soltó su brazo.
– No pienses eso que estás pensando -añadió él en voz baja.
– ¡Tú qué sabes lo que yo pienso!
Volvió a darle la espalda y vio al inspector Shug Davidson dando órdenes a unos agentes de uniforme de su comisaría. Detrás de él hablaban Stone y Prosser.
– Van a verte de un momento a otro -dijo Clarke.
Rebus asintió con la cabeza. Ya había retrocedido unos pasos hacia atrás del grupo de curiosos y ella le siguió hasta que estuvieron totalmente detrás. Allí era donde él había aparcado el coche el día que siguió a Cafferty. Le dolía la cabeza.
– ¿Tienes una aspirina? -preguntó.
– No.
– Es igual, sé dónde pueden darme una.
Ella comprendió a qué se refería.
– No lo dirás en serio.
– En mi vida he hablado tan en serio.
Ella le miró fijamente, luego volvió la vista hacia el canal y finalmente se decidió.
– Te llevo -dijo-. Tengo el coche en Gillmore Place.
Casi no intercambiaron una palabra por el camino al hospital Western General. Era donde habían ingresado a Cafferty, no sólo porque estaba más cerca que el Infirmary, sino porque contaba con un servicio de fracturas craneales.
– ¿Tú le has visto? -preguntó Rebus al llegar al aparcamiento. Clarke negó con la cabeza.
– Cuando Shug me llamó pensó que me daba una buena noticia.
– Él sabe que entre nosotros y Cafferty tenemos nuestros más y nuestros menos -dijo Rebus.
– Pero enseguida se dio cuenta de que había algo raro.
– ¿Tú le dijiste que yo tenía una cita con Cafferty?
Ella volvió a negar con la cabeza.
– No se lo he dicho a nadie.
– Pues deberías haberlo hecho: es la única manera de que no te cubra la mierda. Stone no tardará en imaginárselo.
– Ya verás en cuanto adviertan que me he largado… -añadió ella entrando en un espacio del aparcamiento y quitando el contacto. A continuación se volvió hacia él-. Bueno, cuéntamelo.
Él la miró a la cara.
– Yo no le toqué un pelo.
– ¿Y de qué hablasteis?
– De Andropov y de Bakewell… de Sievewright y de Sol Goodyear -contestó él encogiéndose de hombros y decidiendo omitir lo del toro del matadero-. Lo curioso es que estuve a punto de ofrecerme a llevarle a casa.
– Ojalá lo hubieras hecho -comentó ella un poco más sosegada.
– ¿Quiere eso decir que me crees?
– No me queda otro remedio, ¿no te parece? Después de todo por lo que hemos pasado… si no te creo, ¿qué otra cosa puedo hacer?
– Gracias -dijo él despacio, apretándole la mano.
– Aún tienes que contarme lo de tu enfrentamiento con los de la SCDEA -añadió ella apartando la mano.
– Tenían a Cafferty sometido a vigilancia, advirtieron que yo también espiaba y me hicieron una advertencia -dijo él encogiéndose de hombros-. Vamos a ver cómo está.
En el hospital, lo primero que les preguntaron fue: «¿Son ustedes de la familia?».
– Es mi hermano -dijo Rebus.
Su afirmación les abrió las puertas y les hicieron pasar a la zona de visitas, desierta a aquella hora de la noche. Rebus cogió una revista. Páginas y más páginas de cotilleos sobre famosos y además seis meses atrasados, por lo que era muy probable que los famosos ya no lo fueran. Se la tendió a Clarke pero ella negó con la cabeza.
– ¿Tu hermano? -dijo.
Rebus se encogió de hombros. Su hermano de verdad había muerto hacía año y medio. En los últimos veinte años él le había prestado menos atención que a Cafferty… y probablemente pasado menos tiempo con él también.
«Uno no elige su familia, pero puede elegir sus enemigos», pensó.
– ¿Y si muere? -preguntó Clarke, cruzando los brazos. Tenía las piernas estiradas y cruzadas en los tobillos, arrellanada en el asiento.
– No tendré esa suerte -respondió Rebus. Ella le miró con el ceño fruncido.
– ¿Quién crees que está detrás de esto?
– ¿No puedes concretar con algunos nombres? -replicó él.
– ¿En cuáles piensas tú?
– Depende de si ha enfadado a sus amigos rusos.
– ¿Andropov?
– Para empezar. Los del SCD dijeron que estaban a punto de echar el guante a Cafferty. Puede que haya muchos a quienes no interesa que eso suceda.
Rebus guardó silencio al ver que un médico increíblemente joven con la clásica bata blanca cruzaba las puertas batientes al fondo del pasillo y, libreta en mano y bolígrafo entre los dientes, se dirigía hacia ellos. Se quitó el bolígrafo de la boca y lo guardó en el bolsillo superior.
– ¿Es usted el hermano del paciente? -preguntó. Rebus asintió con la cabeza-. Bien, señor Cafferty, no necesito decirle que Morris, gracias al cielo, tiene un cráneo muy resistente.
– Le llamamos Ger -dijo Rebus-. A veces, Big Ger.
El joven médico asintió con la cabeza y consultó sus anotaciones.
– ¿Está fuera de peligro? -preguntó Clarke.
– Ni mucho menos. Por la mañana haremos otra exploración. Sigue inconsciente, pero hay suficiente actividad cerebral para que sobreviva -hizo una pausa, como pensando si ampliar algo más la información-. Cuando el cráneo recibe un formidable impacto el cerebro se desconecta automáticamente para protegerse, o al menos reducir las posibilidades de lesión. A veces el problema que se nos plantea es cómo volverlo a conectar.
– ¿Como si se reiniciara un ordenador? -aventuró Clarke. El médico no hizo ninguna objeción.
– Y de momento es muy pronto para saber si su tío tiene alguna lesión. No hemos detectado coágulos, pero mañana tendremos más datos.
– No es mi tío -replicó Clarke con cara de pocos amigos, pero Rebus le dio unos golpecitos en el brazo.
– Está muy afectada -dijo él al médico. Y al ver que ella se apartaba, le preguntó-: ¿Le golpearon fuerte con un objeto?
– Dos o tres veces, probablemente -contestó el médico.
– ¿Por detrás?
El médico comenzaba a mostrarse incómodo ante las preguntas.
– El golpe es en la nuca, efectivamente.
Rebus miró a Siobhan Clarke. A Alexander Todorov también le habían golpeado con fuerza por detrás, con bastante fuerza para matarle.
– ¿Podemos verle ahora? -preguntó Rebus.
– Ya le digo que está inconsciente.
– Pero de todos modos… -el médico mostró cierta inquietud-. ¿Hay algún inconveniente? -insistió Rebus.
– Escuche, me han comentado quién es el señor Cafferty… y sé que es muy conocido en Edimburgo.
– ¿Y? -inquirió Rebus.
El médico se humedeció los labios con la lengua.
– Pues que, usted, su hermano… me acosa a preguntas, y… por favor, no vaya a ir a por el que lo hizo -dijo, pero lo atemperó de inmediato con una disculpa y una sonrisa desmayada-: Ya están suficientemente llenas las salas.
– Sólo queremos verle -dijo Rebus, dando unos golpecitos en el brazo al médico para conferir mayor peso a sus palabras.
– Veré lo que puedo hacer. Esperen aquí, por favor.
Rebus volvió a sentarse y vieron al médico alejarse y cruzar las puertas batientes. Al cesar el movimiento de éstas vio una cara tras el cristal de una de las portillas.
– ¡Dios! -exclamó Rebus para prevenir a Clarke de la presencia de los recién llegados: el inspector Calum Stone y el sargento Andy Prosser-. Ahora cuéntales toda la verdad, Shiv. Si no, lo haré yo.
Siobhan Clarke asintió con la cabeza.
– Vaya, vaya -dijo Stone caminando tranquilamente hacia ellos con las manos en los bolsillos-. ¿Qué hace usted aquí, inspector Rebus?
– Creo que lo mismo que usted -respondió él levantándose.
– Bien, así estamos todos -prosiguió Stone, balanceándose sobre los talones-. Usted a comprobar si aún le late el pulso a la víctima y nosotros a ver si varios miles de horas de trabajo se han ido al garete.
– Es una lástima que levantaran la vigilancia -comentó Rebus. Stone se puso rojo de cólera.
– ¡Porque usted pidió una cita! -exclamó señalando con el dedo a Clarke-. Y mandó a su novia que nos dijera que fuéramos a Granton.
– No lo niego -dijo Rebus despacio-. Yo ordené a la sargento Clarke que hiciera la llamada.
– ¿Y por qué? -inquirió Stone taladrando a Rebus con la mirada.
– Cafferty quería verme. No me dijo para qué, pero no quería que anduvieran rondando por allí.
– ¿Por qué no?
– Porque yo habría tratado de localizar su escondite y Cafferty se habría dado cuenta. Tiene una buena antena.
– No tan buena como para evitar que le aporrearan -añadió Prosser.
Rebus no rebatió sus palabras.
– Voy a decirles lo que le dije a la sargento Clarke -prosiguió-: Si hubiera pensado en agredir a Cafferty, ¿qué sentido tendría decirle a nadie que íbamos a vernos? O alguien me ha tendido una trampa o se trata de una casualidad.
– ¿Una casualidad?
Rebus se encogió de hombros.
– Alguien planeó atacarle y coincidió con las circunstancias…
Stone se volvió hacia su compañero.
– ¿Tú te lo crees, Andy? -Prosser negó con la cabeza y Stone se volvió hacia Rebus-. Andy no se lo cree y yo tampoco. Quería a Cafferty para usted solo y no soportaba la idea de que nosotros le pescáramos. Se le echa encima la jubilación y está desesperado. Fue a hablar con él, sucedió algo y se le fue la mano. A continuación queda inconsciente y usted se encuentra metido en un lío.
– Sólo que no ocurrió eso.
– ¿Y qué es lo que ocurrió?
– Hablamos y nos separamos, volví a casa y no salí.
– ¿Tan urgente era el asunto que tenía que verle?
– No mucho, la verdad.
Prosser lanzó un leve resoplido de incredulidad, mientras Stone contenía la risa.
– Rebus, ¿sabe que ese canal, en lo que a usted respecta, no es un canal?
– ¿Qué, si no?
– Un arroyo de mierda -replicó Stone sonriente.
Rebus se volvió hacia Clarke.
– Y dicen que el vodevil ha muerto -comentó.
– No ha muerto -añadió ella, como si él lo hubiera esperado-. Pero huele chungo.
Stone dirigió un dedo hacia ella.
– ¡No se piense que a usted no le salpica, sargento Clarke!
– Ya le he dicho que toda la responsabilidad es mía -le interrumpió Rebus.
– Habrase visto -dijo Stone entre dientes-. Lo que menos debía hacer en este momento es tratar de darle una coartada a su novia.
– Yo no soy su novia -replicó Clarke ruborizada.
– Pues será su boba, que es casi peor.
– Stone -refunfuñó Rebus-, le juro por Dios que voy a… -sin concluir la frase comenzó a apretar los puños.
– Lo único que va a hacer, Rebus, es una declaración y rogar al cielo que haya un abogado lo bastante desesperado para encargarse de su defensa.
– Calum -terció Prosser, previniendo a su colega-, ese cabrón va a sacudirte un puñetazo…
Prosser avanzó dispuesto a propinarlo él antes, pero los cuatro se quedaron inmóviles al ver que se abrían las puertas batientes y una enfermera les miraba aturdida. Rebus habría deseado que permaneciera muda, pero ella, dirigiéndose a él, dijo:
– Señor Cafferty, si ha terminado de hablar, puede pasar ahora a ver a su hermano.