CAPÍTULO XIII

LA VERDAD ES QUE DON ABILIO no había pasado de Capitán de Navío; pero, al retirarse, había recibido el título honorífico de Contraalmirante y así se hizo llamar por sus compañeros de la pecera, tres generaciones de contertulios que pudieron contemplar la figura casi inmóvil de don Abilio, vuelto hacia la calle, en su función de inspector de culos. Se los sabía todos de memoria y al final va decía cuando pasaba una muchacha: «El de su madre era mejor. Lo que pasa es que la señora se ha puesto fondona y piensa que la hija puede sustituirla. Pero no hay sustitución que valga. Aquélla era aquélla, ésta es ésta, y se acabó. Cuando ésta se case, que lo hará un día de éstos, y tenga una hija, la abuela creerá que la nieta la sustituye. Pues, no.»

También a don Abilio le llegó la hora. Un día dejó el sillón vacante porque estaba enfermo de una gripe. A los pocos días, murió. Entre tanto, su sitio lo había ocupado don Leónidas Albéniz, el Presidente de la Caja.

Cuando murió don Abilio se comentó en la tertulia que las salvas disparadas por la Infantería de Marina habían sido impecables; don Leónidas respondió que aquello de las salvas era una reminiscencia medieval con la que había que acabar, y alguien dijo a sus espaldas que hablaba de pura envidia, porque a él, por muy Presidente de la Caja que fuera, no le dispararían salvas, ni habría quien lo llorase porque era un solterón sin trazas de casarse: pues dos o tres muchachas pasadas de la edad del casorio bien podían contentarle, una de ellas, claro. Una sola. De tres que había en edad aún de merecer, don Leónidas podía escoger, mirando bien la clase: una era hija de un Almirante, y no tenía un duro. La tercera había nacido del matrimonio de un Contramaestre con una señorita de Los Baños del Carmen y tenía un dinerito; don Leónidas podía saber cuánto con sólo preguntarlo, pues lo tenía en la Caja. La segunda, o sea, la del medio, era la más guapa, la que aún se conservaba atractiva, pero no era hija de nadie ni, que se supiera, había heredado más que un piano en el que hacía mucho tiempo que habían dejado de tocar.

– Pues dicen por ahí que un empleado de la Caja está escribiendo una novela en la que nos mete a todos -dijo la voz herrumbrosa, y la que era como un quejido le respondió:

– ¿Y quién es el atrevido?

– Ahí don Leónidas le puede contestar, que al fin y al cabo es un subordinado suyo.

– Pues claro que puedo contestar -dijo don Leónidas, bien espatarrado en el sillón y de espaldas a la calle-. Como que el autor es subordinado mío, va lo creo, subordinado en todos los sentidos. Ustedes lo conocerán: uno que anda de negro con chalina y sombrero de alas bastante anchas, en fin, uno que va disfrazado de poeta.

La voz que era como una bebida sedante dijo:

– Sí, hombre, sí. Un tal Ansúrez. Hijo de un flautista de Infantería de Marina que vino no sé de dónde y se casó aquí y aquí está enterrado. El hijo le salió listo, pero no para las matemáticas. Tuvieron que meterlo en la Caja por meterlo en alguna parte, cuando en la Caja se admitía a todo dios. Tiene una novia que está muy buena. Dentro de poco pasarán por aquí.

– Eso de que la novia esta buena… ustedes lo verán cuando pasen. Ella es una del montón.

– ¿Pero Usted don Leónidas va a dejar que ese tipejo nos meta a todos, en danza? Porque dentro de ese todos, usted está comprendido.

– Ni meterá a todos en danza ni menos a ustedes, caballeros. ¡Pues no es nada, meter en una novela a una ciudad entera! Y más una ciudad como ésta, tan clasificada, tan dividida, donde cada uno se define por el cuadro al que pertenece, civil o militar lo primero, y no por sus cualidades personales. ¿Conocen ustedes alguna ciudad donde la inteligencia cuente menos que en ésta? Usted puede ser inteligente o burro. Da igual. Lo importante son los galones que lleva, el puesto que ocupa, si manda o si obedece, y todo lo demás que ustedes conocen mejor que yo, porque ustedes son de aquí y yo afortunadamente soy de fuera, donde las cosas son de otra manera. Yo soy nacido en un pueblo de la Huerta, pero me crié en la Capital, y tengo la mentalidad de allí. A mí todo eso de los cuadros, de los civiles y los militares, me cae un poco pon fuera. Para mí un hombre es, ante todo, inteligente o burro. Después puede venir lo demás.

Don Leónidas hablaba con voz campanuda, como quien está definiendo el mundo, como aquel al que el mundo le sale de las manos. Don Leónidas se portaba como un hombre superior y cuando hablaba dejaba apabullada a la concurrencia.

– Mire -dijo la voz herrumbrosa-, ahí va la pareja.

Por delante del cristal de la pecera pasaba Elisa, del ganchete de Ansúrez. Don Leónidas no se dignó mirarlos. Iban tan acaramelados que llamaban la atención, pero otras fuentes dicen que se debía al contraste entre lo pincha que iba ella y lo desastrado que iba él, con aquel traje negro que ya iba rojeando y las rodilleras y los flecos de la chalina, como si en su casa no hubiera una mujer que se los cosiera.

– ¿Y usted cree que se casará con ese traje o se hará un traje nuevo para casarse?

Don Leónidas se volvió lentamente hacia la calle en el momento en que Ansúrez desaparecía del cuadro abarcado por los límites de la pecera.

– ¿Ése? ¿Pero cree usted que se casará algún día?

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