CAPÍTULO XXIII

EL DIRECTOR SE HABÍA DIRIGIDO a ellos aquella misma mañana, después de tomar café. Les había dicho que a la una en punto vendría de visita, al señor Presidente, el Capitán General del Departamento. «Al cual no deben hacer ustedes pizca de caso. Quiero decir que nadie volverá la cabeza para mirarle, exactamente igual que harían sus subordinados si fuera yo el visitante y tuviera que atravesar la oficina. Nadie volverá la cabeza: el que le coja en su campo visual puede mirarle disimuladamente, pero sin mucha insistencia; los que estén de espaldas a los ascensores, que sigan de espaldas como si nada. Tenemos que dar a entender que la llegada de un Capitán General es como la de un cliente cualquiera.»

Esto no obstante, en cuanto el Capitán General, seguido de sus ayudantes, un Capitán de Fragata y un Teniente de Navío, asomó por la puerta, el Director corrió a recibirle y se deshizo en zalemas, hasta que los metió a los tres en el ascensor que llevaba directamente al antedespacho del señor Presidente. Dejaron como rastro, encima de una consola, tres gorras de plato bien alineadas: una con dobles palmas en la visera, otra con palmas sencillas y la tercera sin palmas, monda y lironda, de oficial que tiene seguro el ascenso, pero ¿quién sabe?

Don Leónidas se hallaba muy estirado y competente a la puerta misma del ascensor. Pasó el visitante a su despacho, y manifestó gran sorpresa al comprobar que los ayudantes, después del taconazo de rigor, quedaban fuera. El visitante explicó que no quería testigos de su visita, y que valía más lo que el pueblo entero pensase de ella que las versiones verdaderas que pudieran dar los ayudantes.

– Porque lo que la gente pensará es que yo vengo a pedirle la ayuda de la Caja para sacan mis procesiones.

– Luego, ¿no viene a eso, vuestra excelencia?

– En absoluto. Tenemos poco dinero, pero el justo para sacarlas con la pobreza acostumbrada. El lujo se lo dejamos a ustedes. Por cierto, si no le parece mal debemos apear los tratamientos y reducirlos a un simple usted.

– Como usted quiera, Almirante.

– También puede dejar aparte lo de Almirante. Yo vengo aquí como un señor privado, y si me escoltan dos ayudantes es porque yendo de uniforme no puedo librarme de ellos. Lo del uniforme se debe a la hora de la visita, ¿me comprende? No me pongo el traje de paisano hasta después de comer.

– Pues usted dirá…

Don Leónidas abrió una caja de madera y se la tendió por encima de la mesa al Almirante. Éste cogió uno al buen tuntún; le salió un Partagás de los que él fumaba.

– Han llegado a mí ciertas hablillas… Fíjese bien: hablillas, de que un subordinado de usted… yo no sé si la palabra subordinado estará bien usada en este caso, pero usted me perdonará, es mi costumbre… de que un subordinado de usted está escribiendo una novela en la que mezcla personajes de la Cofradía que usted preside con personajes de aquella a la que yo pertenezco, y venía a pedirle que ejerciera su influencia, algo así como un consejo, ¿eh?, o una advertencia, no una orden, para que el susodicho subordinado nos dejase a nosotros en paz y se atuviera a los personajes de su Cofradía… En el caso, claro está, de que usted ejerza, sobre ese subordinado, alguna clase de autoridad… Perdone usted que no sea más concreto, pero yo no entiendo bien cómo son las relaciones en el mundo de usted, y menos aún en la Cofradía que usted con tanta pericia dirige.

Durante las palabras del Almirante, don Leónidas se había erguido poco a poco, desde el encorbamiento inicial hasta quedar su espalda casi paralela al respaldo del sillón que ocupaba.

– En efecto, señor, las relaciones entre los hombres de mi mundo no se parecen en nada a las del mundo de usted. Pero en este caso puedo asegurarle, y es por pura casualidad, que el interesado no sólo no mezclará los personajes de las dos Cofradías, sino que ni siquiera llegará a publicar esa novela, que, por otra parte, si la ha empezado a escribir, debe de llevar muy pocas páginas.

– No me gustaría que el interesado sufriese todo esto como una prohibición procedente de mí. Porque la verdad es que yo he venido a hacerle a usted un ruego, no un mandato, que, por otra parte, yo no soy nadie para hacer.

– ¿Cómo que no es nadie? Nada menos que el Capitán General del Departamento.

– Le dije que no venía como tal y que este uniforme que llevo es un accidente debido a la hora y no a otra causa.

– Aunque viniera usted de paisano, y se anunciase como miembro de la Cofradía rival, yo siempre vería en usted lo que es… -Me gustaría que no fuera usted tan perspicaz y que se atuviese a las meras apariencias.

El Almirante se levantó. Don Leónidas hizo lo mismo.

– ¿Ya se va usted?

– Mi ruego ya está hecho y la respuesta es satisfactoria. Muchas gracias.

Tendió, por encima de la mesa, una mano áspera y peluda. Don Leónidas la acogió entre las suyas, blancas y sin vello.

– Me gustaría que volviera y por aquí, aunque sin uniforme. Entonces, quizás me atreviera a ofrecerle uno de nuestros cafés que, le aseguro, son bastante buenos.

– Seguramente mejores que los nuestros. Lo que hacemos bien, lo que saben hacer nuestros marineros, son los cóctels. Queda usted invitado a probarlos.

El Almirante, al salir, recobró la custodia de sus dos ayudantes. Don Leónidas los acompañó hasta la salida. De regreso atravesó el espacio que mediaba entre la puerta y el ascensor, todo estirado. La gente de la Caja advirtió en él un cambio.

Entró en su despacho, se sentó en su sillón y adoptó la figura más marcial posible. Todavía no se había desinflado del todo cuando ordenó al señor Díaz:

– Baje y dígale al señor Ansúrez que suba inmediatamente.

Imaginaba el aspecto que tendría en una postura tan marcial, cuando llamaron a la puerta.

– Adelante -respondió don Leónidas, y entró Ansúrez, un poco asustado, un poco sorprendido-. Siéntese, siéntese. Váyase sentando.

Al dar la vuelta para sentarse, don Leónidas recordó cómo se sentaba el Almirante, e inmediatamente pensó que Ansúrez, que en su vida había visto un Almirante de cerca, que en su vida le había hablado, carecía de experiencia para identificar su gesto y su postura. Se sentó, pues, como siempre lo había hecho. Ansúrez le miraba con cierta ansiedad.

– Le he mandado llamar, perdón, le he rogado que subiese, porque tengo algo importante que comunicarle. De lo dicho no hay nada, ¿me entiende? De lo dicho no hay nada.

– Pues no le entiendo.

– Quiero decir, señor Ansúrez, que un día le hice una promesa y que hoy le anuncio mi imposibilidad de cumplirla.

– ¿Qué promesa? Porque me hizo usted tres o cuatro.

– Me refiero a los gastos de edición de su novela.

– ¡Ah!

– Es decir, que ni directa ni indirectamente recibirá usted un solo céntimo de esta Casa para publicar ese libro.

Ansúrez pareció muy afectado por la noticia. Por lo menos no hizo ninguna manifestación externa de que le causase gran disgusto.

– ¿Es que no le importa? ¿Es que esto no le obliga a renunciar a la novela?

– Me obliga simplemente a cambiar mis planes. Si la Casa corría con los gastos de edición yo, es decir; el autor; gozaba de más libertad. De esta otra manera, necesito vender un número de ejemplares tal que me pague la edición. La novela será más gruesa, y contendrá chismes y cuentos de los que corren por el pueblo, o, al menos, de los que llegan hasta mí. Es la manera de hacer la novela atractiva para la mitad del pueblo, que desea o se regocija en las habladurías que se refieren a la otra mitad.

– Habla usted de dos mitades. ¿Se refiere a los civiles y a los militares?

– Evidentemente.

– ¿Y de cuál de las dos mitades piensa obtener el cebo necesario?

– Tengo hechos los cálculos: la capacidad de compra de los de uniforme oscila entre doscientos y trescientos ejemplares. La parte civil puede comprar hasta setecientos. Todo depende, naturalmente, del cebo que se le haya puesto a la novela. Los líos de los Almirantes son lo que más interesan en esta parte de la ciudad a la que usted y yo pertenecemos.

– Y esos líos, ¿existen?

– Si no existen, se inventan. Una novela lo admite todo, lo observado, lo visto, lo inventado.

– ¿Y no teme usted que la parte afectada le responda airadamente?

– Es un riesgo que se corre.

Don Leónidas, Presidente de la Caja, se remegió en su asiento presidencial. Por encima de él el retrato del Fundador de la Institución le imponía normas severas y crueles.

– Mientras pertenezca usted a la Caja, se librará usted muy mucho de inventarles líos a los Almirantes o de recordar acontecimientos pasados. A mí, me puede usted tratar como le plazca.

– Lo que menos interés tiene es precisamente lo que a usted le concierne. He llegado a esa conclusión tras muchas vueltas y revueltas. Por lo demás, contaré en la novela lo que recuerde, lo que se me ocurra y lo que sea capaz de inventar. Afortunadamente, ya no hay censura.

– Pero hay conveniencias -atajó rápidamente don Leónidas-, y las conveniencias, con censura o sin ella, tienen su precio. En nombre de esas conveniencias, yo le prohíbo a usted inventar o recordar nada referente a las gentes de uniforme.

Se había puesto de pie y las últimas palabras las dijo con solemnidad. Ansúrez se levantó también.

– Siento decirle, señor, que escribiré lo que me parezca, sin otro criterio que el mío particular.

– En ese caso considérese despedido a partir de la publicación de la novela.

Se dejó caer en el asiento.

Ansúrez permanecía de pie y, sin darse mucha cuenta de lo que hacía, se dejó arrastrar por la situación y por las palabras.

– ¿Y por qué esperar tanto tiempo?

– ¿Qué quiere usted decir?

– Que puesto que mi rebelión empieza ahora, ahora puede empezar mi despido.

– ¿Sabe usted lo que dice?

– Lo sé perfectamente.

Don Leónidas, puesto otra vez de pie, recobró la postura hierática y el hablar solemne.

– Queda usted despedido.

Ansúrez no se sintió fulminado ni arrugado ni pegado contra el asiento. Se limitó a responder:

– Si estudia usted lo que hemos dicho hasta ahora, reconocerá que no es usted el que me despide sino yo el que se va. Usted sigue siendo el Presidente de la Caja y yo soy un ex funcionario de la misma. Volvemos a ser iguales. El día que eche sobre esa mesa un libro recién impreso en el cual todo el mundo le reconocerá por su caricatura, habré recobrado mi superioridad. Que le vaya bien.

Abrió la puerta y salió al vestíbulo, donde don Remigio Díaz dormitaba sobre su mesa. No lo despertó.

Bajó en el ascensor. Batió con mucho ruido la puerta que daba al vestíbulo. Todas las cabezas se volvieron hacia él, y de una manera muy especial la de don Perico, que hubiera dado su nombre y su apellido por saber a qué venía aquella evidente falta de respeto. Ansúrez, antes de pasar por su mesa de trabajo, recogió el sombrero que colgaba con otros de la percha común; después, del interior de su mesa, recogió los libros que guardaba en un rincón y que le habían servido de entretenimiento en sus ocios inesperados: Poesías Completas, de Zorrilla. Las Doloras, de Campoamor, las Poesías, de Gaspar Núñez de Arce, y las de Vicente Medina… Con los libros en la mano, devolvió la mirada a don Perico, que le contemplaba atónito.

– Sí, me voy. Lo siento por usted. Tendrá que mandarme sus epigramas por correo.

– Lo mismo digo.

– Ya llegaremos a un acuerdo. El que le lleve los míos podrá traerme los suyos.

Se acercaba, ante la expectación general, Elisa: los funcionarios de las ventanillas volvieron las cabezas.

– ¿Qué ha sucedido? -preguntó Elisa con su voz más seductora; y don Perico pensó en lo que daría porque una mujer cualquiera, pero bonita y bien formada como Elisa, le hablase con aquella voz.

– He mandado al carajo al tío ese de arriba.

– ¿Así, como suena?

– Así como suena.

– ¿Y no le has llamado también hijo de puta?

– Pues mira, no se me ocurrió, y ahora ya es tarde para hacerlo: no creo que me reciba otra vez.

Don Perico los escuchaba alternativamente, moviendo la cabeza hacia el que hablaba.

– Pues tendré que hacerlo yo -dijo Elisa, resuelta.

– Si lo haces, quedarás despedida.

– Si tú lo estás ya, como supongo, ¿piensas que yo iba a seguir aquí? Me daré el gustazo de insultar al tío ese, y luego me iré a la competencia.

Hablaban por encima de don Perico. Éste sentía, en lo íntimo, dolor por no hacer otro tanto. Pero estaba casado y el día primero había que llevar a casa unos miles de pesetas.

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