CAPÍTULO XXVI

DON LEÓNIDAS PEGÓ UN TIMBRAZO fuerte, y en la puerta apareció, temblando y medio dormido, el señor Díaz.

– Diga, señor.

– Baje y dígale al señor… ése, ¿cómo se llama…? Don Pedro o don Perico Entre Ellas no sé por qué, que suba a verme.

El señor Díaz bajó y casi desde el ascensor gritó:

– ¡Don Pedro, el señor Presidente que suba!

Todas las miradas se volvieron hacia don Pedro, que, muy campechano y con la cabeza baja, como era su costumbre, atravesó el espacio de las mesas, subió los tres escalones y entró en el ascensor seguido del señor Díaz. Le preguntó:

– ¿Qué mosca le ha picado?

– No lo sé, señor. Me mandó llamarle y nada más, sin más explicaciones.

Llegaron al piso del Presidente. El señor Díaz abrió la puerta del ascensor y se hizo a un lado para dejar pasar a don Perico. La puerta del Presidente estaba cerrada. El señor Díaz la abrió y sin entrar, dijo con voz abstracta:

– Ya está aquí ese señor.

– Que pase.

Don Pedro quedó en la puerta sin saber qué hacer.

– Buenos días, señor Presidente.

– Pase. Pase y no se quede ahí. Haga el favor de sentarse.

El dedo del Presidente le señalaba el sillón, el mismo que unos días antes había ocupado por breve tiempo el Capitán General del Departamento.

– Siéntese y considérese como en su casa.

Le ofreció un cigarrillo de su paquete que don Pedro rechazó.

– Gracias, pero no fumo.

– ¿Le molestará que lo haga yo?

– No, por favor, fume todo lo que quiera. A mí no me molesta.

Mientras el Presidente encendía su cigarrillo, se miraron en silencio. Don Pedro, lentamente, ceremoniosamente, ocupó el sillón, sin abandonarse, sin abusar de la situación, correcto y comedido.

– Pues usted dirá, señor Presidente.

– ¿Usted es el autor de esos artículos tan bonitos que se publican en la prensa y que tratan casi siempre de cuestiones intelectuales, tan elevadas a veces que no todos las entendemos?

– Sí, señor, gratuitamente, señor. La prensa local carece de dinero para pagar a sus colaboradores modestos, como es mi caso.

– Eso no interesa ahora. Lo que yo quiero preguntarle es si ese dominio de la prosa que usted pone de manifiesto, le bastaría para escribir una novela.

A don Pedro le recorrió el cuerpo un estremecimiento como una sacudida eléctrica.

– No lo sé, señor. Nunca hice la prueba.

– Es de lo que se trata, de que la haga ahora. Nadie mejor que usted por su discreción y su talento para sacarme de un apuro. Necesito que alguien me escriba una novela, una novela digna, no una paparrucha, y he pensado en usted por esas cualidades que dije.

– Paparruchas, no. ¡Dios me libre de hacerlas! Todo lo que salga de mi mano será digno, será pulcro, será legible por el lector más exigente.

– Por eso, por eso…

– Pero nunca escribí una novela, y no sé cómo se me daría.

– ¿Quiere usted hacer la prueba?

Don Leónidas echaba el humo a la derecha y a la izquierda, no al frente.

– ¿Una novela cualquiera?

– No. Yo le daría los personajes y la situación, y lo que usted escribiera me lo daría a mí en secreto, y yo lo publicaría por mi cuenta, sin nombre del autor por supuesto. Lo que se dice una publicación anónima. ¿Está de acuerdo?

– Habría que hacer alguna prueba, no estoy seguro…

– Todas las pruebas que usted quiera. ¿Le parece bien un plazo de quince días?

– Es un plazo generoso, creo bastante una semana.

– Tiene usted quince días. Si lo hace antes, mejor. Cuando tenga la prueba, venga a verme.

Don Leónidas se levantó, pero don Pedro no se movió del sillón.

– ¿Y esos personajes? ¿Y esa situación? Me convendrá conocerlos.

Don Leónidas volvió a sentarse. Encendió otro cigarrillo, esta vez uno rubio cogido de la caja que tenía a su derecha.

– Tiene usted razón. Los personajes son dos hombres y una mujer, ella bastante casquivana, él bastante tonto. Ella se acuesta con el otro, con el listo, con el tercero en discordia. El tonto quiere casarse con la mujer…

– Entiendo, entiendo.

– Me importan, sobre todo, los aspectos cómicos del caso.

– Entiendo, entiendo.

– No de los tres, sino del tonto y la casquivana.

– Entiendo, entiendo.

– ¿Cree usted poder hacer algo con esos datos?

– Menos tenía Stendhal cuando escribió Rojo y negro, y ya ve.

– Sí, ya lo veo. Pues no le pongo otra condición que no meterse para nada con las Cofradías ni con nadie conocido. Tiene usted libertad para situar la acción donde quiera, aunque sea aquí, con tal de que la ciudad no se reconozca. No necesito añadirle que en la cuestión económica no vamos a discutir. Le daré lo que usted pida, lo mismo por esos trabajos previos que por el trabajo completo. Lo único que le exijo es la más absoluta discreción.

– ¿Ni siquiera a mi mujer, que es la que me escribe a máquina, puedo decirle de qué se trata?

– Usted verá.

Aquella noche, después de la cena, don Pedro le dijo a Aurita:

– Ponte a la máquina, que hoy vamos a escribir una cosa distinta. El papel sirve el mismo, y lo que tienes escrito en él: Capítulo primero.


Salamanca, a 10 de abril de 1994.

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