A LA VOZ HERRUMBROSA le cupo la gloria de dejar caer la noticia en los medios militares, y a la voz sedante, en los civiles. La voz herrumbrosa insistió en lo de la novela; la sedante, en lo del matrimonio. Lo de la novela fue recibido con estupefacción y asombro pues no se recordaba en el pueblo hazaña semejante, menos aún procediendo de los medios civiles, donde todo el mundo se sospechaba que fuese antimilitarista y donde casi todo el mundo lo era. De modo que en estos medios se creyó que la novela de Ansúrez, hijo de un suboficial, sería antimilitarista, en lo que se coincidía con la opinión más difundida en los medios civiles, pues aunque se daba cierta importancia al matrimonio, nadie pensaba que se perdiese aquella ocasión para meterse con la otra parte de la ciudad, que llevaba uniforme. A don Periquito le llegó la primera versión, por lo cual decidió que su novela sería más antimilitarista todavía, y algo de eso había barruntado al pensar en el escribiente de la Armada apellidado Enríquez, y que era de muy buena familia. La versión civil fue la que llegó a don Leónidas y lo único que imaginó fue a Elisa, tan pincha, casada con aquel bruto de Ansúrez, que, además, era sucio. De manera que llamó al señor Remigio de un timbrazo rápido le dijo:
– Baja y dile a la señorita Elisa que suba.
El señor Díaz cumplió su cometido; Elisa, ante la estupefacción general, entró en el ascensor. Muchas miradas cayeron sobre el Vate Ansúrez, que, fingiendo indiferencia, terminaba de escribir un oficio a la superioridad. La puerta se cerró detrás de Elisa y en todos los ánimos surgió esta interrogación:
– ¿Para qué la llama?
Fue raro, fue curioso que la mayor parte de las respuestas a semejante pregunta coincidiesen: «Le va a ofrecer el regalo de boda», y siguió cada uno en lo suyo, incluido don Pedro, que apenas había concedido importancia al suceso.
Elisa, antes de poner la mano en el picaporte de aquella puerta tan solemne que aumentaba su solemnidad con este rótulo:
SR. PRESIDENTE,
se acicaló un poco y se arregló el pelo. Después empujó la puerta. Don Leónidas se había puesto de pie y apoyaba ambas manos en la superficie de la mesa.
– ¿Qué sucede? -preguntó Elisa cerrando tras sí la puerta.
– Nada que tenga importancia -le respondió don Leónidas.
– ¿Entonces?
– Esa boda… He oído decir que quieres casarte en seguida. Hay que esperar un poco.
Ella se acercó lentamente hasta la mesa y se sentó en el sillón de las visitas. Don Leónidas se dejó caer en el suyo.
– ¿A qué llamas un poco? -preguntó ella.
– Al menos hasta que se publique esa novela…
– En la novela se contará mi matrimonio.
– Es lo que quiero evitar-, el ridículo de ese tipejo que va a ser tu marido. ¿Cómo va a contar el matrimonio después de haber contado mi aventura contigo?
– Precisamente por eso. ¿No quieres ser el malo de la historia?
– Lo puedo ser de muchos modos, sin que ninguno de ellos exija el matrimonio. ¿No te das cuenta de que, contando el matrimonio, me dejáis en ridículo? Porque, lógicamente, yo tengo que oponerme.
– Es lo que estás haciendo y no te sirve de nada. Pepe y yo ya estamos amonestados; no falta más que indicar al cura el día de la ceremonia.
– ¿Y te vas a casar con cura y todo?
– Sin cura no nos parece una verdadera boda.
Don Leónidas se puso en pie, se apoyó en las manos, miró fijamente a Elisa.
– Iré a ver a tu párroco. Le diré que esa boda no puede celebrarse.
– ¿Te atreverás a hacerlo?
– ¡Ya lo creo!
– A la puerta de la sacristía estaré yo para sacarte los ojos. Y si no es en la sacristía, será aquí mismo, en tu despacho.
– Daré órdenes para que no te dejen entrar.
– En ese caso gritaré a todo el mundo que no nos dejas casar por celos que tienes.
– En ese caso, perderías tu puesto.
– Tengo de sobra donde trabajar, de manera que puedes echarme cuando quieras. A ver luego quién te escribe las cartas a Inglaterra.