INTRODUCCIÓN

EL JEFE DE PERSONAL le dijo al cruzarse con él en el vestíbulo que tenían que hablar, y él le respondió que bueno, que la hora del café era un buen momento, y que le esperaba en su despacho. Cuando el Jefe de personal llegó, él ya había encargado los dos cafés, de modo que se sentaron a ambos lados de la mesa, cargada de papeles y de teléfonos, como la mesa de un ejecutivo importante, y no tuvieron más que esperar a la llegada del chico de la cafetería, con su bandeja de peltre y los dos cafés, más dos copas que el Director había añadido por su cuenta.

El Jefe de personal le dio las gracias y añadió que él no se hubiera atrevido a tanto, a lo que el Director respondió que un día era un día y que el secreto de la dirección permitía este y otros excesos de los que sólo tenían noticia los intermediarios discretos por la cuenta que les tenía y que gracias a eso él podía de vez en cuando permitirse una expansión sin dar mal ejemplo a nadie, ni lugar a cuchicheos. Y en estas palabras se entretuvieron hasta mitad del café y de la copa, momento en que el Director, mirándole fijamente, le dijo: «Pues usted dirá» «Pues quería hablarle de los nuevos, antes de redactar el informe reglamentario» «El informe tiene que redactarlo de todas maneras, pero lo verbal puede ahorrárselo. Más o menos, viene a decirme que ella es excelente y él nada más que pasable. Ya lo sabía cuando los contraté, pero las cosas son las cosas, y ellos están casados» El Director sonrió, con sonrisa de pillín. «No hace de esto más de un mes, recuérdelo, cuando se fueron de la Caja»

El Jefe de personal también sabía sonreír, pero su sonrisa era más complicada que la del Director. Era una sonrisa que podía ser triunfal sin dejar de ser humilde. «Pues lo que yo vengo a decirle es todo lo contrario, o sea, la viceversa: él es un tipo excelente, por encima de todo encomio. Como que se hizo cargo de la oficina estando Pérez de baja por enfermedad y López con permiso para casarse, como usted bien sabe, y él la llevó solito, sin consultar a nadie, o casi. Más aún: durante esta semana, además, aprendió el manejo de la computadora, que no había visto una en su vida, y hasta tal punto que esta misma mañana él solo arregló una avería, bien es cierto que poco importante, pero ya ve. En cuanto a ella…»

Dejó de hablar un instante y miró al Director. Éste le devolvió la mirada, seguro. «En cuanto a ella… no irá usted a decirme que fracasó, porque en toda la ciudad no hay otra como ella. Usted sabe perfectamente que nos la disputaron» «Sí, eso es cierto, pero también lo es que ninguno de sus nuevos compañeros habló bien de ella.» «¿Le hablaron mal?» «No han dicho una palabra, ni buena ni mala, y yo, que los conozco y sé interpretar sus silencios…»

El Director le interrumpió: «Envidias, puras envidias. Ellos, porque es una funcionaria excelente, y ellas, bueno, va sabemos cómo son las mujeres cuando aparece una más guapa y más lista.» El Jefe de personal inclinó la cabeza. «No dudo que tenga usted razón, pero, por fas o por nefas, esa mujer no rendirá lo necesario, no ya lo que se esperaba de ella.»

El Director recuperó en el sillón la postura de quien está seguro. «Habrá que cambiarla de lugar. En mi secretaría, directamente a mis órdenes… Claro está que tenemos a doña Julia. ¿Qué haríamos, en ese caso, de doña Julia? Pues ascenderla, es la única solución que se me ocurre.»

El Jefe de personal bajó la cabeza un poco más. «Bajo su responsabilidad…» «¿Es que se le ocurre algo mejor?» «Me permito recordarle que doña Julia ha pasado de los cincuenta, lleva un crucifijo bien visible entre los pechos y nadie ha dicho jamás nada de ella, quizás por fea. En cambio, la otra… que el señor Director se vería envuelto en habladurías, eso sería inevitable.»

El Director se encogió de hombros y adoptó una postura más digna todavía. «A un hombre intachable, como yo, esas suciedades jamás llegan a mancharle. En todo caso, serían ella y su marido los afectados, y yo no puedo tener en cuenta, a la hora de tomar una decisión, lo que no pasa de pura hipótesis. Lo dicho: ascienda a doña Julia, dele un puesto que no sea de mucho trabajo y a la otra la manda usted a mi secretaría. Ya verá usted cómo rinde…»

El Jefe de personal se puso en pie y arrastró la silla hasta dejarla en su sitio. «Lo haré como usted manda… y me lavo las manos.» «¿Las tiene usted sucias?» «El señor Director me entiende.» Cerró la puerta sin ruido.

El Director se puso en pie, se frotó las manos, se acercó al ventanal y contempló la calle a través de los visillos; luego volvió sobre sus pasos y apretó un timbre. Entró doña Julia. «Que venga a verme ese nuevo, ya sabe, el poeta, ese que llaman Pepe Ansúrez.» «¿Pasa algo con él, señor Director? He oído que lo hace muy bien. En cambio, su mujer…» «Cuando él termine, que venga ella a verme.» «No irá a despedirla, ¿verdad? ¡Pobrecitos! Recién casados como están… Yo creo que con ponerla a ella en un puesto inferior…»

El Director contempló la figura escuálida, el crucifijo tembloroso sobre la blusa negra… «Que venga ella también, cuando el marido salga.» «Sí, señor Director, pero no sea severo con ella.» Salió doña Julia.

El Director permaneció de pie hasta que alguien llamó a la puerta con los nudillos. Dijo «Adelante» y se sentó. Doña Julia entró para anunciarle que don José Ansúrez esperaba en el antedespacho. «¡Que pase, que pase!» Doña Julia salió; su lugar en la puerta lo ocupó el poeta Ansúrez. «¡Adelante, adelante! Haga el favor de sentarse. ¿Quiere tomar una copa conmigo? No me lo agradezca; me sirve usted de pretexto para la segunda de la mañana… quiero decir del mediodía. Porque ya serán las doce. ¡Ay, las doce y diez! La copa y dos palabras… Pero, siéntese, siéntese…»

El poeta le obedeció y se sentó con muchos miramientos. «Considérese como en su casa… bueno, quiero decir como en su oficina. Ya habrá tomado su café, ¿verdad? Pues la copita encima no viene mal… A estas horas de la mañana… bueno, quiero decir del mediodía. Perdone, ya volvía a equivocarme… Es que con un hombre como usted, que domina el lenguaje…» Sacó la pitillera y ofreció a Pepe Ansúrez un cigarrillo emboquillado. «Fume del mío, ahora traerán las copas… Pues quería decirle…»

Entró doña Julia y recibió la orden de pedir dos copas urgentes. «Pues quería decirle que tengo de usted los mejores informes, vamos, que ha sido usted una excelente adquisición para el Banco, de lo cual me congratulo y quiero felicitarle… Supongo que no habrá inconveniente para proponerle para una subida de sueldo, a partir del mes próximo, sí, para el mes próximo, porque antes los reglamentos lo impiden y ya sabe usted lo que son los reglamentos… Hay quien dice que letra muerta. ¡Sí, sí, letra muerta! Ahí están, no hay quien los toque. Y es que, claro, en Madrid no entienden las necesidades locales, ni las diferencias regionales. Ahí van reglamentos para toda España, como si toda España fuese igual. Pero usted bien lo sabe: quien manda, manda, y cartuchera al cañón. Bueno, aquí están las copas. He pedido coñac para los dos. ¿Le parece que brindemos? Por su llegada al Banco, por su permanencia entre nosotros y que llegue usted a este lugar que ocupo, por sus pasos, claro, y cuando yo me haya jubilado.» Mientras levantaba la copa, miraba a Ansúrez con ojillos pícaros. «¡Algún tiempo, aún nos queda algún tiempo!» Ansúrez también se había levantado, y chocaba la copa con la del Director. «De acuerdo con el brindis, señor Director, completamente de acuerdo.» Bebieron juntos, apuraron las copas. «Y ahora, Ansúrez, váyase ya. Tengo algunas visitas anunciadas para esta hora y además no quiero que digan en su oficina…» «Comprendo, señor Director, lo comprendo todo. Muchas gracias por sus palabras y por su copa. Lo tendré todo en cuenta.» Ansúrez cogía va el pomo de la puerta; el Director pensó en decirle algo de su atuendo pero se detuvo y decidió comentarlo en la próxima entrevista.


«Por cierto, que tu marido no venía hoy de poeta, sino de ejecutivo.» «Mi trabajo me costó -respondió ella-; el traje es el mismo, pero a fuerza de plancha parece otro, y, luego, cambiar la chalina por una corbata. Supongo que ésa, colorada, con lunares, te habrá parecido bien.» «Sí, claro, me pareció muy bien, sobre todo si fuiste tú quien la escogió. Pues quería decirte… Pero siéntate, ponte cómoda. Mi mujer aún tardará en venir. Quería decirte… Bueno, tus compañeros de oficina no están lo que se dice contentos.» «¿Cómo van a estarlo? A ellas no les cabe el culo en la silla, y en cuanto a él… me tiró un par de viajes a las tetas, pero mis tetas muerden.» «Pues por eso.» «Ya pensaba yo que alguna de esas razones habría. Además -continuó ella-, son unos burros. Necesitan de una semana para lo que bastan dos días. Y como yo les metí prisa…» «Desde la semana próxima tendrás otro puesto. Pero tienes que cambiarte de ropa: que no se te note tanto el culo, ni las tetas…» «¿Un traje como el de tu secretaria?» «O una cosa así.»

En el antedespacho se oyó rumor de voces. «Será tu mujer. Que no me encuentre sentada.» Se levantó rápidamente: la mujer del Director abría la puerta sin llamar. «Sí, señor Director, lo tendré en cuenta», dijo ella. Al volverse, saludó a la que entraba: la mujer del Director casi no le respondió: se le quedó mirando el traje ceñido, las nalgas opulentas. «Y ésta, ¿quién es?»

La mujer del Director venía vestida de mujer de director y, sobre todo, perfumada como mujer de director. «Ya sabes, la señora de Ansúrez, ese matrimonio que tuve que emplear hace unos días.» «¿Y no la encuentras un poco llamativa? Tiene todo el aire de una buscona.» «Sí, quizás resulte un poco llamativa. Ya le recomendé que vistiera con más modestia, no a ella, claro, a su marido. Acaba de estar conmigo. Resulta que es un gran funcionario. Esa copa que ves ahí se la tomó conmigo. Porque una cosa es el marido y otra es ella, eso se ve a simple vista. Pero me temo que me la mandarán de secretaria ahora que ascienden a doña Julia. La vieja esa de ahí, ya sabes.»

La mujer del Director no se había fijado mucho en doña Julia, pero no quedó nada tranquila de que la señora de Ansúrez fuese a ocupar su puesto, y ni siquiera se calmó cuando su marido le dijo que haría todo lo posible por evitar aquella sustitución tan desproporcionada y sobre todo, tan poco conveniente para la buena marcha de la dirección del Banco; porque, ¿qué sabía nadie de la eficacia burocrática de una mujer tan llamativa, que comenzaría seguramente por poner flores en su mesa?

La señora del Director salió simulando tranquilidad, pero al pasar junto a doña Julia se creyó en el deber de besarla y de alabar la calidad de sus servicios, y de lo contentos que estaban, ella y su marido, de disponer de una secretaria tan eficaz y discreta; momento que aprovechó doña Julia para quejarse de lo olvidada que la tenían, que si patatín, y que si patatán, y que si a ella le constaba que otras empleadas del Banco tenían mejor sueldo que ella aunque eran más modernas y habían ocupado puestos de menos confianza.

De manera que la dicha doña Julia quedó muy contenta cuando el señor Director la mandó llamar, le dijo que se sentase. «¿Yo, señor Director?, ¿yo sentarme en su presencia?» «¿Y si yo se lo mando?» «¡Ah, bueno, eso es otra cosa», y le explicó que aquella misma mañana había acordado con el Jefe de personal ascenderle el sueldo y destinarla a un puesto de poco trabajo en el que pudiera esperar tranquilamente la llegada de la jubilación, que por cercana que estuviera no lo estaba tanto, y en los trámites siempre se podrían ganar un par de meses durante los cuales ella seguiría cobrando y cotizando, y ya se arreglarían las cosas para que se fuese a su casa, a gozar del merecido descanso, con la mayor jubilación posible; todo lo cual causó a doña Julia tal contento que se sintió comunicativa con el Director y, como no había a nadie que atender en la secretaría, le contó todos los chismes del Banco que habían llegado a sus narices y los que ella había conjeturado y lo que ya se sabía de la señora de Ansúrez, o lo que casi se sabía, y como el señor Director no diese muestras de cansancio, le espetó de carrerilla lo que le había contado la mujer de Rey Martínez, el director de El Progreso, que aunque fuera un periódico de izquierdas, la mujer del director era muy de derechas y muy piadosa, siempre rezando por su marido, y esta mujer, que no había mentido jamás, que se supiera, había recibido un paquete con unas bragas de mujer, no de lo honesto, de lo fino y provocativo, con un papel anónimo en que se le decía que aquella prenda había aparecido en el despacho del director del periódico, debajo de una butaca, tal como un viernes por la mañana, y siendo así que el jueves el susodicho lugar estaba vacío, que quién sería la pindonga que lo habría dejado allí, y que por qué y para qué se había quitado las bragas. Y resulta que la única mujer que aquel jueves, por la tarde, había visitado a Rey Martínez era la señora de Ansúrez, que entonces todavía no era sino Elisa Pérez, empleada de la Ca.ja y mujer de rompe y rasga. «De manera que hay que tener cuidado con ella, que se deja las bragas en cualquier rincón para comprometer a un hombre honrado.»

El Director del Banco mostró súbito interés en saben cómo había terminado la historia de las bragas y de Rey Martínez y, sobre todo, si se había averiguado algo acerca de la responsabilidad de la señora de Ansúrez en el caso, a lo cual doña Julia respondió que ella, de seguro, sólo sabía que la señora de Rey Martínez había consultado a su confesor, a su madre y a ella misma, doña Julia, por la amistad que tenían, a pesar de la diferencia de edad, y que los tres le habían aconsejado que se callara la boca, que un marido al fin y al cabo es un marido y que no era cosa de perderlo por una mala mujer que, a lo mejor, sólo había querido comprometerlo, sin que hubiera pasado nada entre ellos. Y así estaban las cosas.

Y como al Director le importase sobre todo saber si se había comprobado que la propietaria de las bragas fuese la actual señora de Ansúrez y empleada del Banco, doña Julia juró por los cuatro Evangelios que ella no sabía nada directamente, y que sólo hablaba por bocas ajenas, si bien era cierto que todas las apariencias acusaban a la señora de Ansúrez, «aunque vaya usted a saber si ella, pobrecita…, es inocente…, aunque…, claro…, como ella es así… quiero decir de desenvuelta y llamativa…». Los puntos suspensivos del casi monólogo de doña Julia dejaban espacio para cualquier conjetura, y el Director del Banco se las quedó haciendo y, cuando salió doña Julia, escrutó los rincones del despacho en busca de Unas bragas de lo fino y de lo provocativo que se le hubieran caído a una mujer distraída, pero no encontró nada. A lo mejor, y no era un pensamiento disparatado, la idea que doña Julia tenía de lo provocativo y de lo fino no coincidía con la idea de todo el mundo, ella, que llevaba seguramente bragas de lienzo.

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