El infierno no tiene una cólera
comparable a la del mar
15 de agosto de 2006
Key West, Florida
La doctora Heidi Lisherness estaba a punto de salir para reunirse con su marido y disfrutar de una noche de fiesta en la ciudad, cuando echó una última ojeada a las imágenes recogidas por el satélite de observación veloz. Heidi, una mujer robusta con los cabellos canosos recogidos en un moño, estaba sentada delante del ordenador vestida con un pantalón corto verde y un top haciendo juego, para estar cómoda en un clima caluroso y húmedo como era el de Florida en el mes de agosto.
Estuvo en un tris de apagar el ordenador hasta la mañana siguiente, pero había algo extraño en la última imagen que aparecía en la pantalla transmitida desde el satélite que orbitaba sobre el Atlántico al sudoeste de las islas de Cabo Verde, frente a la costa de África. Miró atentamente la pantalla.
Para el ojo del neófito, la imagen que ofrecía la pantalla no mostraba más que unas pocas e inofensivas nubes que se movían sobre el mar azul. Heidi vio algo más peligroso. Comparó la imagen con otra, recibida dos horas antes. La masa de cumulonimbos había aumentado en tamaño de una manera mucho más rápida que cualquier otra tormenta que ella recordara en los dieciocho años de predecir y rastrear los huracanes en el océano Atlántico por cuenta del Centro de Huracanes de la National Underwater and Marine Agency. Comenzó a ampliar las dos imágenes de la formación de la tormenta.
Su marido, Harley, un hombre calvo de aspecto bonachón con unos mostachos de morsa y gafas sin montura, entró en el despacho con una expresión de impaciencia. Harley también era meteorólogo. Trabajaba para el Servicio Nacional de Meteorología como analista de datos y suministraba los partes meteorológicos a los aviones comerciales y privados, y a las embarcaciones.
– ¿Se puede saber qué te demora? -Señaló su reloj para indicar que llegarían tarde-. Tenemos mesa reservada en el Crab Pot.
Sin apartar la mirada de la pantalla, ella le mostró las dos imágenes.
– Éstas se tomaron con una diferencia de dos horas. Dime lo que ves.
Harley se tomó su tiempo en la observación de las imágenes. Después frunció el entrecejo y se ajustó las gafas antes de acercarse un poco más a la pantalla para ver mejor. Finalmente, miró a su esposa y asintió.
– Está creciendo a una velocidad de locos.
– Demasiado rápido -confirmó Heidi-. Si continúa al mismo ritmo, sólo Dios sabe la tormenta que puede originar.
– Nunca se sabe -manifestó Harley-. Puede llegar como un león y marcharse como un cordero. Ha ocurrido otras veces.
– No lo niego, pero la mayoría de las tormentas tardan días, algunas veces semanas, en alcanzar esta fuerza. Ésta se ha desarrollado en cuestión de horas.
– Es demasiado pronto para prever su dirección o dónde alcanzará la máxima potencia y provocará más daño.
– Tengo el fuerte presentimiento de que será imprevisible.
Harley sonrió al escuchar el comentario.
– ¿Me mantendrás informado de su desarrollo?
– El Servicio Nacional de Meteorología será el primero en saberlo -respondió Heidi, dándole una palmadita en el brazo.
– ¿Has pensado un nombre para tu nueva amiga?
– Si se convierte en algo tan atroz como creo que podría ser, la llamaré Lizzie, como la asesina del hacha, Lizzie Borden.
– Es un poco temprano en la temporada para un nombre que comienza con L, pero no está mal. -Harley le dio el bolso a su esposa-. Ya tendremos tiempo mañana para ver cómo evoluciona. Estoy muerto de hambre. Vamos a cenar cangrejos.
Heidi siguió obedientemente a su marido, apagó la luz y cerró la puerta del despacho. Pero la creciente aprensión no desapareció cuando se sentó en el coche. Su mente no pensaba en la comida. Reflexionaba sobre un huracán que se estaba preparando y que bien podría ser de una fuerza catastrófica.
Un huracán no tiene otro nombre en el océano Atlántico. No ocurre lo mismo en el Pacífico, donde se le llama tifón, ni en el Índico, donde se conoce como ciclón. Un huracán es la fuerza más horrenda de la naturaleza, que a menudo supera los desastres provocados por las erupciones volcánicas y los terremotos, ya que destruye zonas mucho más amplias.
Como en el nacimiento de un ser humano o animal, un huracán necesita de muchas circunstancias relacionadas. En primer lugar, se calientan las aguas de la costa occidental del África, con temperaturas que superan los veintisiete grados. Después, el vapor producido por efecto del calor del sol asciende en la atmósfera hasta encontrarse con el aire frío, y se condensa formando las masas de cúmulos que dan origen a las lluvias y tormentas eléctricas. Esta combinación suministra el calor que alimenta la formación de la tempestad y la hace pasar de la infancia a la pubertad.
En este punto se añaden la espiral de aire, que gira a velocidades de hasta sesenta kilómetros por hora. Estos vientos hacen que descienda la presión atmosférica en la superficie. Cuanto más baja, mayor es la circulación del viento, que gira cada vez más rápido hasta formar un vórtice. Alimentado con estos ingredientes, el sistema, como lo llaman los meteorólogos, ha creado una fuerza centrífuga explosiva que hace girar una pared de viento y lluvia alrededor del ojo, donde reina la calma. En el interior del ojo brilla el sol, el mar está relativamente sereno y la única señal de la tremenda energía son las paredes blancas, que alcanzan una altura de quince mil metros.
Hasta ese momento el sistema recibe el nombre de depresión tropical, pero cuando los vientos alcanzan una velocidad de ciento veinte kilómetros por hora se convierte en un huracán en toda regla. Entonces, de acuerdo con la velocidad del viento que produce, se le asigna un número de la escala. Los vientos entre 118 y 152 kilómetros por hora corresponden a la categoría 1, que se considera mínima. La categoría 2 es moderada, con vientos de hasta 176 kilómetros. La categoría 3, con vientos entre 177 y 208 kilómetros, se denomina extensiva. Los vientos hasta 248 kilómetros de la categoría 4 son extremos, como el huracán Hugo que en 1989 barrió la mayoría de las casas en las playas de Charleston, Carolina del Sur.
Por último, tenemos el monstruo, la categoría 5, con vientos de más de 248 kilómetros. Ésta recibe el nombre de catastrófica, como el huracán Camille, que azotó Louisiana y Misisipí en 1969. El Camille dejó 256 muertos en su estela, una gota de agua comparados con los 8.000 que perecieron en el gran huracán de 1900 que destrozó Galveston, en Texas. En número de víctimas, el récord lo tiene el ciclón tropical que en 1970 se abatió sobre Bangladesh y dejó casi medio millón de muertos.
En cuanto a daños, los destrozos del gran huracán de 1926 que devastó el sudeste de Florida y Alabama se valoraron en 83 mil millones de dólares. Aunque resulte increíble, sólo murieron 243 personas.
Pero lo que nadie imaginaba, ni siquiera Heidi Lisherness, era que el huracán Lizzie tuviese una mente diabólica propia y que su fuerza dejaría atrás a todos los huracanes atlánticos anteriores. En un plazo muy corto, no bien acabara de juntar fuerzas, comenzaría su viaje asesino hacia el mar Caribe para sembrar el caos a su paso.
Rápido y poderoso, un gran tiburón martillo de cinco metros de longitud se movía a través del agua cristalina como una nube gris sobre un prado. Los ojos protuberantes miraban desde los extremos del estabilizador plano que le cruzaba el morro. Captaron un movimiento, y el escualo giró para enfocar a una criatura que nadaba entre el bosque de coral. La cosa no se parecía a ningún pez que el tiburón hubiese visto antes. Tenía dos aletas paralelas que sobresalían por la parte de atrás y era de color negro con rayas rojas en los costados. El enorme tiburón no vio nada sabroso y continuó su incesante búsqueda de presas más apetecibles, sin darse cuenta de que la extraña criatura era un excelente bocado.
Summer Pitt había advertido la presencia del tiburón, pero no le había hecho caso y había continuado con su estudio de los arrecifes coralinos en el banco de la Natividad, a ciento doce kilómetros al nordeste de la República Dominicana. El banco abarcaba una extensión de dos mil quinientos kilómetros cuadrados de peligrosos arrecifes y una profundidad que iba de uno a treinta metros. A lo largo de cuatrocientos años, no menos de doscientos barcos se habían ido a pique, víctimas del despiadado coral que coronaba una montaña submarina que surgía desde las abisales profundidades del océano Atlántico.
El coral de esta sección del banco era prístino y hermoso, y en algunas partes se elevaba hasta quince metros por encima del fondo arenoso. Había delicadas madréporas y enormes políperos de colores brillantes y formas esculturales que se extendían en la profundidad azul como un majestuoso jardín con miles de arcadas y grutas. Summer tenía la sensación de estar nadando en un laberinto de callejuelas y túneles, donde algunos no tenían salida y otros daban paso a cañones y grietas lo bastante anchas para permitir el paso de un camión de gran tonelaje.
Aunque la temperatura del agua superaba los veintisiete grados, Summer Pitt iba vestida con un traje profesional Viking Pro Turbo 1000 hecho de caucho vulcanizado. Llevaba el traje rojo y negro en lugar del suyo habitual más ligero porque le sellaba todo el cuerpo, no tanto para protegerse de la temperatura del agua, que era cálida, sino como defensa contra la contaminación química y biológica que esperaba encontrar mientras hacía su trabajo de evaluación del estado del coral.
Miró la brújula y se desvió ligeramente a la izquierda, con un suave movimiento de las aletas y las manos cruzadas a la espalda por debajo de las dos botellas de aire, para reducir la resistencia del agua. Vestida con el abultado traje y la máscara AGA Mark II, se podía pensar que resultaría más sencillo caminar por el fondo que nadar por encima; pero la superficie desigual y a menudo afilada del coral volvía tal cosa prácticamente imposible.
Su contorno físico y sus facciones quedaban ocultos por el abultado traje y la máscara completa. La única pista de su belleza la daban sus hermosos ojos grises, que miraban a través del cristal de la máscara, y un mechón pelirrojo que asomaba en la frente.
Summer adoraba el mar y bucear en sus profundidades. Cada inmersión era una nueva aventura en un mundo desconocido. A menudo se imaginaba a sí misma como una sirena con agua salada en las venas. Alentada por su madre, había estudiado ciencias oceánicas. Había descollado en los estudios y se había licenciado en el Instituto Scripps de Oceanografía como bióloga marina. Su hermano mellizo, Dirk, se había licenciado en ingeniería marina en la universidad Atlantic de Florida.
Poco después de volver a su casa en Hawai, los hermanos se enteraron por boca de su madre moribunda de que el padre -al que nunca habían conocido- era el director de proyectos especiales de la National Underwater and Marine Agency en Washington. La madre no les había hablado de él hasta que se encontró en su lecho de muerte. Sólo entonces les relató su amor y la razón por la que le había dejado creer que había muerto en un terremoto submarino, ocurrido veintitrés años atrás. Gravemente herida y desfigurada, había considerado que lo mejor para su marido era que viviera su propia vida, sin tener que cargar con ella. Varios meses más tarde había dado a luz a los mellizos. En recuerdo de su amor había llamado a su hija Summer, que era su nombre, y al hijo Dirk, como el padre.
Después del funeral, Dirk y Summer volaron a Washington para conocer a su padre. Su súbita aparición fue toda una sorpresa. Atónito al verse frente a un hijo y una hija de cuya existencia no tenía ni la más mínima idea, Dirk Pitt se sintió abrumado de felicidad, porque durante más de veinte años había creído que el gran amor de su vida estaba muerta. Pero luego lo invadió una profunda tristeza al saber que ella había vivido todos aquellos años como una inválida sin decirle ni una palabra y que había muerto sólo un mes antes.
Feliz a más no poder con la familia que nunca había sabido que tenía, los llevó inmediatamente al viejo hangar donde vivía con su gran colección de coches antiguos. Cuando se enteró de que por influencia de la madre ambos habían estudiado ciencias oceánicas, se había apresurado a conseguirles un empleo en la NUMA.
Ahora, después de dos años de trabajar en proyectos oceánicos por todo el mundo, ella y su hermano se habían embarcado en un viaje extraordinario para investigar y recoger datos de la extraña contaminación tóxica que estaba aniquilando la frágil vida marina en el banco de la Natividad y otros en el mar Caribe.
La mayoría de los arrecifes aún estaba a rebosar con peces y corales sanos. Las doradas se mezclaban con los enormes peces loros -de brillantes colores- y los meros, mientras que los pececillos tropicales de color amarillo y púrpura iridiscente se movían velozmente entre los diminutos hipocampos castaños y rojos. Las morenas miraban con expresión feroz, con la cabeza asomada en los agujeros del coral al tiempo que abrían y cerraban las mandíbulas amenazadoramente, a la espera de clavar sus dientes de aguja en la presa. Summer sabía que ese aspecto feroz sólo se debía a su forma de respirar, dado que carecían de agallas en el cuello. Nunca atacaban a los humanos a menos que se las provocara. Para que a uno lo mordiera una morena moray, casi había que meterle la mano en la boca.
Una sombra se deslizó sobre la arena en un claro del arrecife y la muchacha miró hacia arriba, casi convencida de que el tiburón martillo había regresado para echarle otra ojeada, pero se trataba de un grupo de cinco mantas moteadas. Una de ellas se apartó de la formación como si se tratara de un caza y dio una vuelta alrededor de Summer, mirándola con curiosidad antes de ascender rápidamente y unirse a las demás.
Después de recorrer otros treinta metros pasó por encima de una formación de gorgónidas y avistó un pecio. Una gran barracuda de un metro y medio de largo nadaba sobre los restos, y sus ojos como cuentas vigilaban atentamente todo lo que ocurría en sus dominios.
El buque de vapor Vandalia había naufragado en el banco de la Natividad en 1876, durante un feroz huracán. No había sobrevivido ni uno solo de los ciento ochenta pasajeros y treinta tripulantes. En las listas del Lloyd's de Londres figuraba como perdido sin dejar rastro, y su destino había continuado siendo un misterio hasta que los submarinistas aficionados habían descubierto sus restos cubiertos de coral en 1982.
Quedaba muy poco que permitiera identificar al Vandalia como un pecio. Después de ciento treinta años en el banco, lo cubría una capa coralina y de otras formas de vida marinas que iba desde los treinta centímetros a un metro de espesor. Las únicas señales evidentes de lo que había sido antaño un magnífico buque eran las calderas y las máquinas, que aún asomaban entre las cuadernas. La mayor parte de la madera había desaparecido, podrida por el agua salada o devorada por las criaturas del mar que comían cualquier cosa orgánica.
Construido por encargo de la West Indies Packet Company en 1864, el Vandalia tenía una eslora de noventa y ocho metros desde la punta de la proa al mástil de la bandera en la popa, trece metros de manga, alojamiento para doscientos cincuenta pasajeros y tres bodegas de carga. Hacía la ruta de Liverpool a Panamá; allí desembarcaba a los pasajeros y la carga, que cruzaban el istmo en tren hasta la costa del Pacífico, donde otros buques los llevaban en la última parte del viaje hasta California.
Eran muy pocos los buceadores que habían rescatado objetos del Vandalia. Resultaba difícil de encontrar debido a que se confundía con el resto del arrecife. Quedaba poco del barco después de haber sido aplastado en plena noche por las tremendas olas levantadas por el huracán, que lo habían sorprendido antes de que pudiera refugiarse en los puertos de Dominicana o de las islas Vírgenes.
Summer vagabundeó sobre el viejo pecio, arrastrada por una suave corriente, mientras intentaba imaginarse a las personas que una vez habían caminado por sus cubiertas. Notaba una sensación espiritual. Era como si estuviese volando sobre un cementerio y las almas de los difuntos le hablaran desde el pasado.
No olvidó ni por un momento a la gran barracuda que se mantenía inmóvil en el agua. La comida no representaba un problema para el pez de aspecto feroz. Había suficientes peces que vivían en el viejo Vandalia o en sus alrededores, tantos como para llenar una enciclopedia de ictiología.
Se obligó a no pensar en la tragedia. Nadó con mucha precaución alrededor de la barracuda, que no le quitaba los ojos de encima. Cuando estuvo a una distancia prudencial, se detuvo para leer en el medidor de presión la cantidad de aire que le quedaba en las botellas, marcó su posición en el GPS, alineó la aguja de la brújula en relación con el habitáculo submarino donde ella y su hermano estaban viviendo mientras realizaban sus estudios del arrecife y anotó la lectura. Notó una ligera flotación y la neutralizó, dando salida a un poco de aire del compensador de flotación que llevaba a la espalda.
Vio que los brillantes colores se apagaban y el coral perdía su color después de nadar otro centenar de metros. Cuanto más se alejaba mayor era el número de esponjas quebradizas y enfermas, hasta que morían y dejaban de existir. La visibilidad en el agua también disminuyó drásticamente, hasta que llegó a un punto que no veía más allá de la punta de los dedos.
Tenía la sensación de haber entrado en una densa niebla. Era el llamado légamo marrón, un misterioso fenómeno que aparecía por todo el mar Caribe. El agua cerca de la superficie era una siniestra masa marrón que los pescadores describían con el aspecto de aguas residuales. Hasta ahora nadie sabía exactamente qué causaba el légamo ni cómo se originaba. Los científicos marinos creían que estaba vinculado con algún tipo de alga, aunque aún tenían que demostrarlo.
Curiosamente, el légamo no parecía matar a los peces, como ocurría con su famosa prima, la marea roja. Los peces evitaban el contacto con lo peor de los efectos tóxicos, pero muy pronto comenzaban a pasar hambre después de perder sus zonas de alimentación y refugio. Summer advirtió que las brillantes anémonas marinas, con sus filamentos extendidos para capturar la comida en la corriente, también parecían muy castigadas por la aparición del extraño invasor en sus terrenos. Su proyecto más inmediato era sencillamente recoger unas cuantas muestras preliminares. Más tarde utilizarían cámaras e instrumentos de análisis químico en la zona muerta del banco de la Natividad para detectar y medir su composición, con el propósito de descubrir las contramedidas adecuadas para erradicarlo.
La primera inmersión del proyecto era puramente de exploración, para ver de primera mano los efectos del légamo. De ese modo, ella y los otros científicos marinos a bordo del barco de exploración científica fondeado en la zona podrían evaluar el problema en toda su dimensión y establecer los procedimientos precisos para estudiarlo.
El primer aviso de la invasión del légamo marrón lo había dado en 2002 un buceador profesional que trabajaba frente a las costas de Jamaica. El desconcertante fenómeno había dejado un rastro de destrucción submarina invisible desde la superficie, mientras salía del golfo de México y rodeaba los cayos de Florida. Summer comenzaba a descubrir que aquella irrupción se parecía muy poco a la de aquí. El légamo en el banco de la Natividad era mucho más tóxico. Vio estrellas de mar y también crustáceos, como gambas y langostas, muertos. Observó asimismo que los peces que nadaban en el agua descolorida parecían aletargados, casi comatosos.
Sacó varios frasquitos de una bolsa que llevaba sujeta a uno de los muslos y comenzó a tomar muestras del agua. También recogió varias estrellas de mar y crustáceos y los metió en la bolsa de red que llevaba sujeta al cinturón de lastre.
Cuando acabó de tapar los frasquitos, los guardó en la bolsa y comprobó de nuevo la reserva de aire. Todavía le quedaban más de veinte minutos de inmersión. Verificó una vez más las lecturas de la brújula y comenzó a nadar en la dirección por la que había venido, y no tardó en encontrarse de nuevo en aguas limpias y cristalinas.
Al observar por casualidad el fondo, que se había convertido en un delgado río de arena, vio la entrada a una pequeña caverna en el coral, que no había advertido antes. A primera vista se parecía a cualquiera de las otras veinte que había pasado en los últimos cuarenta y cinco minutos, pero en esta había algo diferente. La entrada tenía las esquinas cuadradas, como si la hubiesen tallado. En su imaginación vio un par de columnas revestidas de coral.
Una cinta de arena conducía al interior. Dominada por la curiosidad, y con una amplia reserva de aire, nadó hasta la entrada de la caverna y espió en la penumbra.
A un par de metros en el interior de la caverna, el azul de las paredes reverberaba con los rayos del sol. Summer nadó lentamente sobre el fondo arenoso mientras el azul se oscurecía cada vez más y acababa por convertirse en marrón al cabo de unos metros. Una súbita inquietud la hizo mirar por encima del hombro, pero se tranquilizó al ver la luminosidad que le señalaba la entrada. Sin una linterna no podía ver nada, y no hacía falta tener mucha imaginación para pensar que algo peligroso podía estar al acecho en la oscuridad. Dio media vuelta y nadó hacia la entrada.
De pronto, una de las aletas golpeó con algo enterrado a medias en la arena. Ya iba a descartarlo como un vulgar trozo de coral cuando tuvo la impresión de que el objeto, cubierto en gran parte por el coral, tenía un aspecto regular, como si hubiese sido fabricado. Escarbó en la arena hasta que consiguió sacarlo. Summer avanzó hacia la luz con el objeto en alto y lo fue sacudiendo suavemente para quitarle la arena. Tenía el tamaño de una vieja caja de sombreros de mujer pero pesaba mucho más, incluso sumergido en el agua. Dos asas sobresalían en la parte superior mientras que, debajo de las inscrustaciones, el fondo parecía la base de un pedestal. Hasta donde alcanzaba a ver, el interior parecía hueco, otro indicio de que no era un producto natural.
A través de la máscara, los grises ojos de Summer reflejaron un interés un tanto escéptico. Decidió llevarlo al habitáculo, donde podría limpiarlo cuidadosamente y ver qué había debajo del coral acumulado.
El peso añadido del misterioso objeto y de los ejemplares marinos muertos que había recogido del fondo habían afectado su flotación, así que añadió un poco más de aire al compensador de flotación. Con su hallazgo bien sujeto debajo del brazo, nadó lentamente hacia el habitáculo sin preocuparse por la estela de burbujas de aire que dejaba atrás.
El habitáculo donde ella y su hermano vivirían durante los siguientes diez días, apareció a la vista en el agua azul unos pocos metros más allá.
Bautizado Pisces, los técnicos se referían a él como “la estación espacial interior”, pero en realidad era un laboratorio submarino diseñado para la investigación oceánica. Consistía en una cámara rectangular de sesenta y cinco toneladas con los extremos redondeados, que medía doce metros de largo por tres de ancho y dos y medio de alto. El habitáculo se sostenía sobre unos pilares sujetos a una base que le daba una plataforma estable en el fondo marino a una profundidad de quince metros. La esclusa de aire servía de almacén y de cuarto para cambiarse. La esclusa principal, que mantenía la presión diferencial entre los dos compartimientos, albergaba un pequeño laboratorio, una cocina, un comedor minúsculo, cuatro literas, los ordenadores y un centro de comunicaciones conectado a una antena exterior para mantenerse en contacto con el mundo en la superficie.
La muchacha se quitó las botellas de aire y las conectó a la bomba de carga instalada junto al habitáculo. Contuvo la respiración mientras subía hasta la esclusa de entrada, donde dejó cuidadosamente las bolsas con las muestras en un pequeño recipiente. Depositó el misterioso objeto sobre una toalla doblada.
Summer no estaba dispuesta a correr el riesgo de contaminarse. Soportar durante unos pocos minutos más el calor tropical que la hacía sudar por todos los poros era un sacrificio menor si así podía evitar una enfermedad potencialmente letal. Después de nadar a través del légamo marrón, una sola gota en su piel podía resultar fatal. Todavía no era el momento de quitarse el traje Viking con la capucha y las botas Turbo, los guantes con cierres estancos en las muñecas y la máscara. Se quitó el cinturón de lastre y el compensador de flotabilidad antes de abrir las válvulas de los potentes rociadores para lavar el traje y el equipo con un preparado descontaminante y eliminar cualquier residuo del légamo marrón. Segura de que estaba absolutamente limpia, cerró las válvulas y llamó a la puerta de la esclusa principal.
Si bien el rostro que apareció al otro lado del ojo de buey era el de su hermano mellizo, se parecían muy poco. Habían nacido con una diferencia de minutos, pero así y todo ella y su hermano Dirk eran todo lo diferentes que pueden llegar a ser los mellizos. Dirk medía un metro noventa de estatura, y era delgado y musculoso, con la piel muy bronceada. Mientras que Summer tenía los cabellos rojos y lacios y los ojos grises, él tenía los cabellos negros y ondulados, y los ojos de un color verde opalino que resplandecían con la luz.
Cuando entró, su hermano le quitó el yugo y la junta estanca que unía el cuello del traje a la capucha. Al ver su expresión severa y su mirada, más penetrante de lo habitual, Summer comprendió que se había ganado una buena reprimenda. Antes de que él pudiera abrir la boca, levantó las manos y dijo:
– Lo sé, lo sé, no tendría que haber salido a bucear sin compañero.
– Ahora es tarde para disculparte -replicó su hermano, furioso-. Si no te hubieses escabullido con el alba antes de que me despertara, habría ido a buscarte y te habría traído de regreso al laboratorio de una oreja.
– De acuerdo, te pido disculpas -dijo Summer, con un arrepentimiento fingido-, pero puedo hacer muchas más cosas si no tengo que preocuparme por mi acompañante.
Dirk le echó una mano con las cremalleras a prueba de agua del traje Viking. Después de quitarle los guantes y la capucha interior por detrás de la cabeza, comenzó a quitarle el traje del torso, los brazos y luego las piernas y los pies. La larga cabellera cayó como una cascada de cobre rojo. Debajo, Summer vestía una malla de nailon muy ajustada que resaltaba las curvas de su cuerpo perfecto.
– ¿Has entrado en el légamo? -le preguntó Dirk, con un tono que reflejaba a las claras su preocupación.
– He recogido unas cuantas muestras.
– ¿Estás segura de que no se filtró nada en el interior del traje?
Summer levantó los brazos por encima de la cabeza y giró como una bailarina.
– Compruébalo tú mismo. Ni una gota del légamo tóxico.
Dirk apoyó una mano en el hombro de la muchacha.
– No se te ocurra bucear de nuevo sola, y mucho menos sin mí si me tienes cerca.
– Sí, hermano -respondió Summer con una sonrisa arrogante.
– Meteremos tus muestras en una caja sellada. El capitán Barnum se las llevará para que las analicen en el laboratorio del barco.
– ¿El capitán bajará al habitáculo? -preguntó Summer un tanto sorprendida.
– Se ha invitado solo a comer -contestó Dirk-. Insistió en traernos nuestras provisiones en persona. Dijo que así se tomará un descanso de jugar a capitán.
– Dile que no entrará si no trae una botella de vino.
– Confiemos en que reciba el mensaje por ósmosis -comentó Dirk, y sonrió.
El capitán Paul T. Barnum era un hombre esquelético que bien podría haber pasado por hermano del legendario Jacques Cousteau, de no haber sido porque era casi calvo. Vestía un traje de buceo corto y no se lo quitó cuando entró en la esclusa principal. Dirk lo ayudó a dejar la caja metálica con las provisiones para dos días en el mostrador de la cocina, y Summer comenzó a guardar todo en la pequeña alacena y la nevera.
– Os he traído un regalo -anunció Barnum, y sostuvo en alto una botella de vino de Jamaica-. Por si fuera poco, el cocinero os ha preparado langosta a la termidor y espinacas a la crema.
– Eso explica su presencia -dijo Dirk, palmeando al capitán en la espalda.
– Alcohol en un proyecto de la NUMA -murmuró Summer, con un tono burlón-. ¿Qué diría nuestro estimado líder, el almirante Sandecker, sobre el quebrantamiento de su regla dorada de no beber durante las horas de trabajo?
– Toda la culpa la tienen las malas influencias de tu padre -señaló Barnum-. Nunca subía a bordo sin una cantidad de botellas de buen vino, y su camarada Al Giordino siempre se presentaba con una caja de los puros predilectos del almirante.
– Por lo visto, todos excepto el almirante saben que Al le compra en secreto los puros al mismo proveedor -comentó Dirk con una sonrisa.
– ¿Qué tenemos de acompañamiento? -preguntó Barnum.
– Ensalada de cangrejo y sopa de pescado.
– ¿Quién cocina?
– Yo -refunfuñó Dirk-. Summer sólo sabe preparar bocadillos de atún.
– Eso no es verdad -protestó la joven-. Soy muy buena cocinera.
Dirk la miró con una expresión cínica.
– En ese caso, ¿cómo es que tu café sabe a rayos?
Calentaron en la sartén la langosta con mantequilla y las espinacas a la crema y las acompañaron con el vino de Jamaica. Mientras comían, Barnum relató algunas de sus aventuras. Summer le dedicó a su hermano una mueca burlona cuando sirvió un pastel de limón que había cocinado en el microondas. Dirk fue el primero en admitir que había realizado toda una hazaña de repostería, dado que el microondas no era lo más adecuado para hornear un pastel.
Barnum ya se disponía a marcharse, cuando Summer le tocó el brazo.
– Le tengo reservado un enigma.
El capitán entrecerró los ojos.
– ¿Qué clase de enigma?
La muchacha le entregó el objeto que había encontrado en la cueva.
– ¿Qué es esto?
– Creo que es un caldero o una urna. No lo sabremos hasta que le hayan quitado las incrustaciones. Esperaba que usted lo llevara al barco y que alguien del laboratorio lo limpiara a fondo.
– Estoy seguro de que hallaré un voluntario. -Levantó el objeto para sopesarlo-. Parece muy pesado para ser de cerámica.
Dirk señaló la base del objeto.
– Hay un espacio sin incrustaciones, donde se ve que es de metal.
– Es curioso, pero no parece oxidado.
– Yo diría que es de bronce.
– Está muy bien hecha para ser de fabricación nativa -añadió Summer-. Aunque las incrustaciones las disimulan, parece tener unas figuras en toda la parte media.
– Tienes más imaginación que yo. -Barnum miró el objeto-. Quizá un arqueólogo podrá resolver el misterio cuando regresemos a puerto, si es que no se pone histérico porque lo has sacado del lugar.
– No es necesario esperar tanto -manifestó Dirk-. ¿Por qué no le envía las fotos a Hiram Yaeger en el centro informático de la NUMA en Washington? Estoy seguro de que nos dará una fecha y el lugar donde lo fabricaron. Lo más probable es que cayera de algún barco o proceda de algún pecio.
– El Vandalia no está lejos de esa cueva -dijo Summer.
– Pues ya tienes una posible explicación -señaló Barnum.
– En cualquier caso, ¿cómo llegó al interior de la caverna, a casi cien metros de la entrada? -preguntó Summer, sin dirigirse a nadie en particular.
– Es cosa de magia, mi encantadora damisela, el vudú de las islas -afirmó su hermano, y sonrió con expresión zorruna.
Ya había oscurecido en la superficie cuando Barnum les deseó buenas noches. En el momento en que entraba en la esclusa de salida, Dirk le preguntó:
– ¿Qué tal se presenta el tiempo?
– Tendremos calma durante los próximos dos días -respondió Barnum-. Se está gestando un huracán en las Azores. El meteorólogo a bordo lo tendrá vigilado. Al primer amago de que se dirija hacia aquí, os evacuaré a los dos y nos alejaremos de su camino a toda máquina.
– Esperemos que pase de largo -dijo Summer.
Antes de abandonar el habitáculo, Barnum guardó el objeto en una malla y cogió la bolsa con las muestras de agua que había recogido Summer. Dirk encendió los focos exteriores, y aparecieron a la vista centenares de peces loros verde brillante que nadaban en círculos, totalmente ajenos a los humanos que vivían en su seno.
Sin molestarse en cargar con una botella de aire, Barnum se llenó los pulmones al máximo, encendió la linterna y comenzó a ascender los quince metros que lo separaban de la superficie. Exhalaba el aire mientras subía.
La pequeña lancha neumática con quilla de aluminio se balanceaba suavemente, amarrada a la boya sujeta a la cadena del ancla que había echado a una distancia prudencial del habitáculo. Nadó hasta la lancha, subió a bordo y recogió el ancla. A continuación puso en marcha los dos motores Mercury fuera de borda de ciento cincuenta caballos cada uno y se dirigió velozmente hacia el barco, cuya superestructura resplandecía con la luz de una multitud de focos, embellecida con las lámparas de navegación roja y verde.
La mayoría de los barcos están pintados de blanco con el casco rojo, negro o azul por debajo de la línea de flotación. Unos pocos mercantes se inclinan por el naranja. No era este el caso del Sea Sprite. Como todos los demás buques de la flota de la National Underwater and Marine Agency, estaba pintado de proa a popa con un color turquesa brillante. Era el color que el director de la organización, el almirante James Sandecker, había elegido para distinguir sus barcos de todos los demás que surcaban los mares. Había pocos marineros que no reconocieran un barco de la NUMA cuando lo veían navegando o en el puerto.
El Sea Sprite era una nave de grandes dimensiones dentro de los barcos de su clase. Tenía una eslora de noventa y cuatro metros y una manga de veinte metros. Dotada con los últimos adelantos tecnológicos, había comenzado su vida como rompehielos y había pasado sus primeros diez años en los mares del Polo Norte. En su tarea de rescatar barcos atrapados en los campos de hielo, se había enfrentado a terribles tempestades. Era capaz de abrirse camino entre capas de hielo de hasta dos metros de grosor y podía remolcar un portaaviones con mar gruesa y hacerlo con gran estabilidad.
Estaba en perfecto estado cuando Sandecker lo compró para la NUMA y ordenó convertirlo en un barco de investigación científica y de apoyo a las actividades submarinas. No se había reparado en gastos. Los equipos electrónicos habían sido diseñados por los ingenieros de la NUMA, que también se habían encargado de los sistemas informáticos y de comunicaciones. Disponía de laboratorios ultramodernos, espacio de trabajo y una vibración apenas perceptible. Su red de ordenadores controlaba, recogía y procesaba información que después se enviaba a los laboratorios de la NUMA en Washington, donde se procedía a investigarlos a fin de convertir los resultados en importantes conocimientos oceánicos.
El Sea Sprite estaba propulsado por los medios más avanzados que podía fabricar la tecnología moderna. Sus dos grandes motores magnetohidrodinámicos permitían que alcanzara una velocidad cercana a los cuarenta nudos. Si antes había podido remolcar un portaaviones en aguas turbulentas, ahora podía remolcar dos como si tal cosa. No había barco de investigación científica en el mundo entero que pudiera hacerle sombra.
Barnum estaba muy orgulloso de su barco. Era uno más entre los treinta de la flota de la NUMA, pero también único en su especie. El almirante Sandecker le había encargado la dirección de la remodelación, y Barnum había aceptado complacido, sobre todo cuando el almirante le había dicho que el dinero no era un problema. No había escatimado ni un céntimo y Barnum nunca había dudado de que este puesto representaba la cumbre de su carrera.
Las campañas duraban nueve meses y las dotaciones de científicos cambiaban con cada nuevo proyecto. Los otros tres meses se dedicaban a visitar las zonas donde se desarrollarían los nuevos estudios, así como al mantenimiento y a incorporar los equipos e instrumentos de última generación.
Mientras Barnum se acercaba, contempló la superestructura que tenía la altura de un edificio de ocho pisos: la enorme grúa situada a popa, que había bajado al Pisces hasta el fondo marino y que se utilizaba para levantar y recuperar vehículos dirigidos por control remoto y submarinos tripulados. Miró la gran plataforma del helipuerto instalada en la cubierta de proa y el bosque de antenas de los equipos de comunicación alrededor de la gran cúpula donde estaban instalados los sistemas de radar.
Barnum se centró en la navegación y acercó la lancha a la amura. En el momento en que apagaba los motores, el brazo de una grúa pequeña asomó por encima de la borda y bajó un cable de acero con un gancho. Sujetó el gancho a la argolla de la eslinga y descansó mientras subían la lancha a bordo.
En cuanto pisó la cubierta se dirigió inmediatamente al gran laboratorio de la nave con el enigmático objeto que le había dado Summer. Se lo entregó a dos estudiantes en prácticas de la escuela de arqueología náutica A amp;M de Texas.
– Limpiadlo lo mejor que podáis -les ordenó Barnum-. Hacedlo con mucho cuidado. Podría ser un objeto muy valioso.
– Tiene todo el aspecto de ser una olla vieja cubierta de légamo -comentó una de las estudiantes, una rubia con una camiseta de la escuela muy ajustada y pantalón muy corto. Era obvio que no le hacía ninguna gracia el trabajo de limpieza.
– En absoluto -replicó Barnum con un tono severo-. Nunca se sabe qué viles secretos se esconden en el arrecife. Así que ten cuidado, no vaya a ser que te sorprenda el genio maligno que vive en su interior.
Feliz por haber dicho la última palabra, Barnum salió del laboratorio para ir a su camarote, mientras las estudiantes lo miraban marchar con una expresión suspicaz antes de ocuparse del objeto.
A las diez de la noche, la urna iba en un helicóptero que la llevaba al aeropuerto de Santo Domingo, donde la cargarían en un reactor con destino a Washington.
El cuartel general de la NUMA estaba en un edificio de treinta pisos en la orilla este del río Potomac, con vista al Capitolio. Su centro informático en el piso diez tenía toda la apariencia de haber sido copiado del escenario de una película de ciencia ficción. El fantástico entorno era el dominio de Hiram Yaeger, un genio de la informática. Sandecker le había dado carta blanca para que creara la mayor biblioteca del mundo sobre temas marinos, sin ninguna interferencia ni limitaciones presupuestarias. La cantidad de información que Yaeger había acumulado y catalogado era inmensa y abarcaba todos los estudios científicos conocidos, investigaciones y análisis, desde los más remotos registros hasta el presente. No había nada que se le pareciera en el mundo entero.
No había paredes en todo el piso. A diferencia de lo que se estilaba en los centros informáticos gubernamentales y privados, Yaeger consideraba que los cubículos eran el peor enemigo de los buenos hábitos de trabajo. Había organizado el vasto complejo a partir de una gran consola circular instalada en una plataforma elevada en el centro. Excepto por la sala de conferencias y los lavabos, el único espacio cerrado era un cilindro transparente del tamaño de un armario que estaba a un lado de la batería de monitores instalada alrededor de la consola de Yaeger.
Como un testimonio de que no había hecho la transición de hippie a ejecutivo, Yaeger continuaba vistiendo tejanos Levi's con chaqueta a juego y unas viejas botas vaqueras. Llevaba los cabellos canosos recogidos en una coleta y observaba sus adorados monitores a través de unas gafas redondas sin montura.
Aunque resultaba un tanto peculiar, el genio informático de la NUMA no vivía de acuerdo con lo que podía sugerir su aspecto. Tenía una encantadora esposa que era una famosa actriz. Vivían en una finca en Sharpsburg, Maryland, donde criaban caballos. Sus dos hijas asistían a un colegio privado y estaban haciendo planes para asistir a un colegio universitario de su elección. Yaeger conducía un lujoso BMW de doce cilindros para ir y venir del cuartel general de la NUMA, mientras que su esposa prefería un Cadillac Esplanade para llevar a las hijas y sus amigas a la escuela y a las fiestas.
Intrigado por la urna que le había enviado por vía aérea el capitán Barnum desde el Sea Sprite, la sacó de la caja y la colocó en el cilindro que estaba muy cerca de su silla giratoria. Después escribió un código en el teclado. En cuestión de segundos la figura en tres dimensiones de una atractiva mujer vestida con una blusa estampada y falda a juego se materializó en el cilindro. Se trataba de un holograma creado por Yaeger que reproducía a su esposa, capaz de hablar y pensar y con personalidad propia.
– Hola, Max -dijo Yaeger-. ¿Preparada para hacer un pequeño trabajo de investigación?
– Estoy a tu servicio, mi amo y señor -respondió Max con voz ronca.
– ¿Ves el objeto que he colocado a tus pies?
– Lo veo.
– Quiero que lo identifiques y me des una fecha aproximada de su fabricación y la cultura que lo hizo.
– ¿Ahora jugamos a ser arqueólogos?
– El objeto lo encontró una bióloga de la NUMA en una caverna de coral en el arrecife de la Natividad -añadió Yaeger.
– Podrían haberse esforzado un poco más en limpiarlo -comentó Max con un tono severo, mientras miraba la urna con restos de las incrustaciones.
– Lo hicieron deprisa y corriendo.
– Eso es obvio.
– Ve a dar una vuelta por las redes de las escuelas universitarias de arqueología, a ver si encuentras algo que concuerde.
Max lo miró con una expresión de picardía.
– Ya sabes que me estás coercionando para que cometa un acto delictivo, ¿no?
– Piratear en los archivos ajenos con fines históricos no es un acto punible.
– Nunca deja de asombrarme la capacidad que tienes para legitimar tus actividades absolutamente infames.
– Lo hago llevado por mi benevolencia natural.
La mujer puso los ojos en blanco.
– No me vengas con esas.
Yaeger apretó una tecla y Max desapareció lentamente como si se vaporizara mientras la urna se hundía en un receptáculo debajo del suelo. En aquel instante sonó el teléfono azul que había entre otros aparatos de colores. Yaeger atendió la llamada sin dejar de escribir en el teclado.
– Dígame, almirante.
– Hiram -dijo la voz del almirante Sandecker-, necesito el archivo de aquella monstruosidad flotante que está anclada frente al cabo San Rafael, en la República Dominicana.
– Ahora mismo se lo llevo a su despacho.
James Sandecker, que tenía sesenta y un años, estaba haciendo flexiones cuando su secretaria hizo pasar a Yaeger al despacho.
Era bajo, de apenas un metro sesenta, y llevaba una barba a lo van Dyke que combinaba con su cabellera pelirroja. Miró a Yaeger con sus ojos azules, que eran como canicas. Fanático de la vida sana, salía a correr todas las mañanas y dedicaba parte de la tarde a ejercitarse en el gimnasio de la NUMA. También era vegetariano. Su único vicio eran los grandes puros que le preparaban a pedido. Miembro desde hacía muchos años de Beltway, el grupo dirigente de Washington, había convertido a la NUMA en una organización modélica dentro de la burocracia gubernamental. Si bien la mayoría de los presidentes a cuyas órdenes había servido como director de la NUMA nunca lo habían considerado parte de su equipo, su impresionante historial y la admiración del Congreso le aseguraban la permanencia en el puesto de por vida.
Se levantó de un salto mientras le indicaba a Yaeger una silla delante de su mesa que había sido parte del mobiliario del camarote del capitán del Normandie, un transatlántico de lujo francés, antes de que se incendiara en el puerto de Nueva York en 1942.
Un minuto más tarde, se les unió Rudi Gunn, el subdirector de la agencia. Gunn medía solo un par de centímetros más que el almirante. Hombre de una inteligencia brillante y antiguo comandante de la Marina que había servido a las órdenes de Sandecker, Gunn miraba el mundo a través de unas gafas con unos cristales muy gruesos. El trabajo principal de Gunn consistía en supervisar los numerosos proyectos de investigación oceánica de la NUMA en todo el mundo. Saludó a Hiram con un gesto y se sentó en una silla a su lado.
Yaeger se incorporó a medias para dejar un abultado expediente sobre la mesa del almirante.
– Aquí está todo lo que disponemos sobre el Ocean Wanderer.
Sandecker abrió el expediente y miró los planos del lujoso edificio que había sido diseñado y construido para servir de hotel flotante. Provisto de todos los servicios como una ciudad en miniatura, lo remolcarían a diferentes lugares exóticos del mundo, donde permanecería fondeado durante un mes hasta que lo llevaran al siguiente fondeadero pintoresco. Después de leer las especificaciones, el almirante miró a Yaeger con una expresión grave.
– Esta cosa es una catástrofe en ciernes -opinó.
– Estoy de acuerdo -manifestó Gunn-. Nuestros ingenieros han analizado cuidadosamente la estructura interior y han llegado a la conclusión de que el hotel no está en condiciones de resistir los embates de una tempestad.
– ¿Qué los ha llevado a semejante conclusión? -preguntó Yaeger con un tono inocente.
Gunn se levantó para desplegar sobre la mesa el plano correspondiente a los cables de amarre, que se sujetaban a unos pilotes de cemento enterrados en el fondo marino para anclar el hotel. Señaló con un lápiz el punto donde los cables estaban asegurados con unos ganchos de grandes dimensiones por debajo de la construcción.
– Un huracán de fuerza cinco podría arrancar los amarres.
– Según las especificaciones, está construido para soportar vientos de hasta doscientos cuarenta kilómetros por hora -señaló Yaeger.
– Aquí el viento no es lo más importante -replicó Sandecker-. Como el hotel está anclado en mar abierto en lugar de tierra firme, está a merced de la fuerza de las olas, que pueden llegar a ser arboladas cuando llegan a aguas poco profundas y hacer pedazos la estructura y acabar con las vidas de los huéspedes y el personal.
– ¿Cómo es que esto no fue tomado en consideración por los arquitectos? -preguntó Yaeger.
En el rostro del almirante apareció una expresión de disgusto.
– Les señalamos el problema, pero el propietario de la empresa que lo explota no nos hizo caso.
– Se quedó satisfecho con el dictamen de un equipo de ingenieros internacional, que lo consideró seguro -añadió Gunn-. Dado que Estados Unidos no tiene jurisdicción sobre una empresa extranjera, no pudimos hacer nada para impedir que lo construyeran.
Sandecker guardó las hojas de las especificaciones en el expediente y lo cerró.
– Confiemos en que el huracán que se está gestando frente a las costas de África no se acerque al hotel o no llegue a convertirse en uno de categoría cinco.
– Ya me he puesto en comunicación con el capitán Barnum -dijo Gunn-, que presta apoyo al Pisces en los estudios del arrecife de coral. No está lejos del Ocean Wanderer, y estará atento a cualquier aviso de huracán que los sitúe en el camino de la tormenta.
– Nuestro centro en Key West está controlando la gestación de uno ahora mismo -indicó Yaeger.
– Mantenedme informado -ordenó Sandecker-. No es el momento más oportuno para tener que enfrentarnos a un desastre por partida doble.
Una luz verde parpadeaba en el panel cuando Yaeger volvió al centro informático. Se sentó frente a la consola y tecleó la orden para que Max apareciera en el interior del cilindro y se elevara la plataforma donde estaba la urna. Esperó a que el holograma estuviera completo antes de preguntar:
– ¿Has analizado la urna del Pisces?
– Por supuesto -respondió Max sin vacilar.
– ¿Qué has encontrado?
– La gente del Sea Sprite no ha podido ser más chapucera a la hora de limpiarla -se quejó Max-. La superficie todavía tiene una capa calcárea. Ni siquiera se tomaron la molestia de limpiar el interior. Está lleno de incrustaciones. Tuve que emplear todos los medios técnicos posibles para conseguir una lectura útil: resonancia magnética, rayos X digitales, un escáner láser en tres dimensiones y la red de impulsos neurales. Todo el surtido hasta obtener unas imágenes decentes.
– Evítame los detalles técnicos -le pidió Yaeger amablemente-. ¿Cuáles son los resultados?
– Para empezar, no es una urna. Es un ánfora, porque tiene unas asas pequeñas en el cuello. La fundieron en algún momento entre mediados y finales de la Edad del Bronce.
– De eso hace muchos años.
– Muchísimos -afirmó Max.
– ¿Estás segura?
– ¿Alguna vez me he equivocado?
– No. Debo admitir que nunca me has fallado.
– En ese caso, también confía en mí ahora. He realizado un análisis químico muy meticuloso del metal. Las primeras pruebas para endurecer el cobre comenzaron hacia el tres mil quinientos antes de Cristo, con el añadido de arsénico. El problema era que los mineros y herreros morían jóvenes, envenenados por los vapores de este elemento químico. Más tarde, por casualidad en algún momento desde el dos mil doscientos antes de Cristo, se descubrió que mezclando un noventa por ciento de cobre con un diez por ciento de estaño se conseguía un metal muy fuerte y duradero. Esto marcó el comienzo de la Edad del Bronce. Afortunadamente, había grandes yacimientos de cobre en toda Europa y Oriente Medio. Pero el estaño era bastante más escaso y difícil de encontrar.
– De modo que el estaño era un metal valioso.
– Así es -asintió Max-. Los vendedores de estaño recorrían el mundo antiguo para comprar el mineral y venderlo a las fundiciones. La aparición del bronce dio un gran impulso a la economía y convirtió en ricos a muchos. Las forjas producían de todo, desde armas (puntas de lanza, cuchillos y espadas) a collares, cinturones y hebillas para las mujeres. Las hachas y los escoplos de bronce significaron un gran avance para la carpintería. Los artesanos comenzaron a fundir ollas, urnas y jarras. Visto desde una perspectiva correcta, la Edad del Bronce representó un gran paso en el desarrollo de la civilización.
– ¿Cuál es la historia del ánfora?
– La fundieron entre el 1200 y el 1100 antes de Cristo y, por si te interesa saberlo, utilizaron el método de la cera perdida para producir el molde.
Yaeger se irguió en la silla, cada vez más interesado.
– Eso le atribuye una antigüedad de más de tres mil años.
– Eres muy astuto -opinó Max con una sonrisa sarcástica.
– ¿Dónde la fundieron?
– En la Galia y lo hicieron los antiguos celtas, en una región hoy conocida como Egipto, para ser más precisos.
– ¿Egipto? -repitió Yaeger, sin disimular su escepticismo.
– Hace tres mil años, la tierra de los faraones no se llamaba Egipto, sino L’Khem o Kemi. No fue hasta que Alejandro Magno conquistó el país cuando se le bautizó con el nombre de Egipto, de acuerdo con la descripción de Homero en la Ilíada.
– No sabía que los celtas fuesen un pueblo tan antiguo.
– Los celtas era un grupo de tribus más o menos dispersas que se dedicaban al comercio y la artesanía desde el 2000 antes de Cristo.
– Has dicho que el ánfora fue fabricada en la Galia. ¿Cuándo aparecen los celtas en la escena?
– Los invasores romanos dieron el nombre de Galia a las tierras celtas -explicó Max-. Mi análisis demuestra que el cobre es de las minas próximas a Hallstatt, en Austria, mientras que el estaño fue extraído en Cornualles, Inglaterra. Sin embargo, el estilo apunta a una tribu celta del sudoeste de Francia. Las figuras que aparecen en el diámetro exterior del ánfora son prácticamente idénticas las que muestra un caldero encontrado por un agricultor francés en aquella región en 1972.
– Espero que puedas darme el nombre del escultor que hizo el molde.
Max dirigió a Yaeger una mirada de pocos amigos.
– No me pediste que buscara en los registros genealógicos.
Yaeger consideró la información que le había suministrado Max.
– ¿Tienes alguna idea de cómo una pieza de bronce fundida en la Galia pudo acabar en una caverna de coral en el banco de la Natividad, frente a las costas de la República Dominicana?
– No estoy programada para considerar generalidades -respondió Max, con tono altivo-. No tengo ni la más remota idea de cómo llegó allí.
– Propón alguna teoría, Max -le pidió Yaeger amablemente-. ¿Se cayó de un barco o quizá formaba parte de la carga de una nave que naufragó?
– La segunda es posible, dado que ningún capitán llevaría su barco por las aguas del banco de la Natividad a menos que quisiera suicidarse. Podría tratarse de parte de una carga de objetos antiguos destinada a un coleccionista, o a un museo de Sudamérica.
– Pues como teoría no está mal.
– La verdad es que no tiene mucho sentido -manifestó Max con la mayor indiferencia-. De acuerdo con mis análisis, las inscrustaciones del exterior son demasiado viejas para cualquier naufragio desde que Colón cruzó el océano. Según los valores de la composición orgánica tienen más de dos mil ochocientos años.
– Eso no es posible. No hubo ningún naufragio en el hemisferio occidental antes del siglo quince.
Max levantó los brazos.
– ¿No tienes fe en mí?
– Debes admitir que tu estimación roza el ridículo.
– Piensa lo que quieras. Me atengo a mis hallazgos.
Yaeger se reclinó en la silla mientras pensaba qué hacer con el proyecto y las conclusiones de Max.
– Imprime diez copias de tus hallazgos, Max. Serán el punto de partida.
– Antes de que me envíes al País de Nunca Jamás -dijo Max-, hay una cosa más.
Yaeger la miró con desconfianza.
– ¿De qué se trata?
– Cuando quiten la basura del interior del ánfora, encontrarán una figura de oro con la forma de una cabra.
– ¿Una qué?
– Hasta la vista, Hiram.
Yaeger se quedó absolutamente desconcertado mientras Max desaparecía en los circuitos. Su mente se centró en lo abstracto. Intentó imaginarse a un marino de la antigüedad a bordo de una nave de tres mil años atrás que arrojaba al agua un caldero de bronce a seis mil quinientos kilómetros de Europa, pero no lo consiguió.
Cogió el ánfora y miró en el interior, pero la apartó rápidamente porque le molestó el hedor de las incrustaciones. La dejó de nuevo en la caja y continuó sentado, incapaz de aceptar los descubrimientos de Max.
Decidió que a la mañana siguiente repasaría todos los sistemas de Max antes de llevarle el informe a Sandecker. No estaba dispuesto a asumir el riesgo de que Max hubiese cometido una equivocación.
Un huracán tarda normalmente unos seis días en alcanzar toda su magnitud. El huracán Lizzie solo tardó cuatro.
Los vientos se movían en espiral a una velocidad que aumentaba por momentos. Pasó rápidamente por la etapa de depresión tropical, con vientos de sesenta kilómetros por hora. Muy pronto soplaban de forma sostenida a más de ciento veinte kilómetros por hora, y Lizzie pasó a ser por méritos propios un huracán de la categoría 1 de acuerdo con la escala de Saffir-Simpson. Nada satisfecha con ser una tempestad en lo más bajo de la escala, entró sin demora en la categoría 2 y arremetió con ganas para entrar en la categoría 3.
En el Centro de Huracanes de la NUMA, Heidi Lisherness observó con atención las últimas imágenes transmitidas por los satélites geoestacionarios que orbitaban el planeta a una altura de treinta y cinco mil kilómetros por encima del ecuador. La información la recibía un ordenador que utilizaba un modelo numérico para predecir la velocidad, el rumbo y la fuerza de Lizzie. Las fotos de los satélites no eran muy precisas. La meteoróloga habría preferido disponer de unas fotografías más detalladas, pero era demasiado pronto para enviar un avión de seguimiento de tormentas hasta casi el otro extremo del océano. Tendría que esperar antes de conseguir lo que necesitaba.
Los primeros informes distaban mucho de ser alentadores. Esta tormenta tenía todo a su favor para cruzar el umbral de la categoría 5, con vientos superiores a los doscientos cincuenta kilómetros por hora. Heidi no podía hacer otra cosa que rezar para que Lizzie no entrara en las zonas pobladas de la costa norteamericana.
Sólo dos huracanes de la categoría 5 habían tenido tal siniestro honor. El huracán del Día del Trabajo, que en 1935 había cruzado los cayos de Florida, y el Camille, que había golpeado de lleno en Alabama y Misisipí en 1969 y había derribado edificios de veinte pisos.
Heidi se tomó unos minutos para escribirle un fax a su marido, Harley, en el Servicio Nacional de Meteorología para comunicarle las últimas informaciones sobre el huracán.
Harley:
Lizzie se mueve hacia el oeste y se está acelerando. Tal como sospechábamos, ya se ha convertido en una tormenta peligrosa. El modelo informático predice vientos de 150 nudos con olas de 12 a 15 metros de altura en un radio de más de 500 kilómetros. Se está moviendo a la increíble velocidad de 20 nudos.
Te mantendré informado.
Heidi
Volvió su atención una vez más a las imágenes que llegaban desde el satélite. Cuando miraba la imagen ampliada de un huracán, Heidi nunca dejaba de impresionarse por la ominosa belleza de la espiral de nubes blancas, con el centro oculto por un escudo de cirrus, que se formaban a partir de las tormentas eléctricas en las paredes que rodeaban el ojo. No había nada en toda la naturaleza que pudiera equipararse con la tremenda energía de un huracán desarrollado. El ojo se había formado antes y tenía el aspecto de un cráter en un planeta blanco. Los ojos de los huracanes varían en tamaño desde los ocho kilómetros de diámetro a los ciento sesenta o más. El ojo de Lizzie medía ochenta kilómetros.
Por encima de todo lo demás, lo que más la desconcertaba era la presión atmosférica. Cuanto más baja la presión, peor la tormenta. En el huracán Hugo en 1989 y el Andrew en 1992 habían bajado hasta los 934 y los 922 milibares respectivamente. Lizzie ya estaba en 945 y bajaba rápidamente, con la consecuencia de formar un vacío en el centro que se intensificaba por momentos. Poco a poco, milibar a milibar, la presión atmosférica continuó descendiendo en la escala barométrica.
Lizzie también estaba batiendo marcas en su movimiento hacia el oeste a través del océano. Los huracanes se mueven lentamente, por lo general a no más de veinte kilómetros por hora, más o menos la velocidad promedio de un ciclista. Pero Lizzie no seguía las reglas marcadas por las tormentas precedentes: estaba cruzando el océano a la muy respetable velocidad de treinta y dos kilómetros por hora.
También al contrario de los otros huracanes, que zigzagueaban en su camino hacia el hemisferio occidental, Lizzie se movía en línea recta, como si tuviera un objetivo determinado. Es frecuente que las tormentas viren sin más y cambien por completo de dirección. De nuevo, Lizzie se saltaba las normas. Si había un huracán que iba a la suya, pensó Heidi, era éste.
Heidi nunca supo cómo y en dónde se había acuñado el término, pero huracán era una palabra del idioma de los indios caribes, que significa “gran viento”. Cargada con una energía equiparable a la mayor de las bombas nucleares, Lizzie corría desbocada y se anunciaba con relámpagos, truenos y un tremendo aguacero. Los barcos que navegaban en aquella zona del océano ya habían comenzado a sentir su furia.
Era mediodía, un mediodía enloquecido, salvaje, desquiciado. La superficie del mar había pasado de ser casi una balsa de aceite a formar olas de diez metros de altura en un tiempo que, para el capitán del Mona Lisa, un barco portacontenedores con bandera nicaragüense, había sido un parpadeo. Tenía la sensación de que había abierto la puerta a un desierto y alguien le había arrojado un cubo de agua a la cara. El mar había empeorado en cuestión de minutos y la suave brisa había pasado a ser una galerna en toda la regla. En todos sus años en el mar, nunca había visto que se levantara una tempestad con tanta rapidez.
No había ningún puerto cercano para ir en busca de refugio, así que ordenó virar y llevar el Mona Lisa directamente hacia la tempestad, con la intención de cruzar lo más rápidamente el corazón de la tormenta. Era tal vez su única posibilidad para conseguir salvar la nave y la carga.
Cuarenta y cinco kilómetros al norte del Mona Lisa, casi en la línea del horizonte, el superpetrolero egipcio Ramsés II se vio sorprendido por la turbulencia. El capitán Warren Meade miró horrorizado cómo una ola de treinta metros de altura que se movía a una velocidad increíble aparecía por encima de la popa del barco. La ola arrancó mástiles y grúas y lanzó toneladas de agua que se abrieron paso por las escotillas para inundar los sollados y los almacenes. Los tripulantes que estaban en el puente de mando contemplaron atónitos cómo la ola pasaba por los lados de la superestructura, recorría los doscientos quince metros de longitud de la cubierta -la cual se alzaba veinte metros por encima de la línea de flotación- y destrozaba las tuberías y bombas antes de sobrepasar la proa.
Un yate de veinticinco metros de eslora que era propiedad del fundador de una empresa de informática, con diez pasajeros y cinco tripulantes a bordo, y que navegaba rumbo a Dakar, se vio engullido por las olas sin tener tiempo para lanzar una llamada de socorro.
Antes de que se hiciera de noche, otra docena de barcos serían víctimas de la violencia destructora de Lizzie.
Heidi y sus compañeros meteorólogos se reunieron en el centro de la NUMA para analizar toda la información disponible sobre la evolución del huracán que avanzaba por el este. No se apreciaba disminución alguna en la velocidad de Lizzie cuando pasó por el meridiano 40 oeste en mitad del Atlántico y continuó su rumbo recto como una flecha, algo que contradecía todo lo conocido hasta entonces.
Harley llamó a Heidi a las tres de la tarde.
– ¿Qué tal pinta? -preguntó.
– Nuestro sistema de procesamiento de datos está enviando toda la información a tu centro -respondió Heidi-. A última hora de anoche se comenzó a transmitir el aviso de alerta.
– ¿Cómo es la trayectoria?
– Lo creas o no, Lizzie avanza recto como una flecha.
– Eso es algo poco habitual -manifestó Harley.
– No se ha desviado ni quince kilómetros en las últimas doce horas.
– Tampoco eso entra dentro de los parámetros conocidos -dijo Harley, que parecía tener sus dudas al respecto.
– Ya lo verás cuando recibas la información -replicó Heidi con firmeza-. Lizzie está batiendo todas las marcas. Los barcos comunican que hay olas de treinta metros.
– ¡Dios mío! ¿Qué indican los modelos?
– Los tiramos a la papelera en cuanto salen de la impresora. Lizzie no se comporta de la misma manera que otros huracanes. Nuestros ordenadores no han podido suministrarnos una proyección fiable de la trayectoria y la potencia.
– Por lo visto, nos enfrentamos a una tormenta que aparece una vez cada cien años.
– Mucho me temo que ésta sea de las que aparecen cada mil.
– ¿Puedes facilitarme alguna indicación, cualquier cosa sobre dónde podría tocar tierra, para que el centro comience a transmitir el aviso de emergencia? -El tono de Harley era grave.
– Puede tocar tierra en cualquier punto entre Cuba y Puerto Rico. Ahora mismo, apostaría por la República Dominicana. Pero no hay manera de saberlo a ciencia cierta hasta dentro de veinticuatro horas.
– En ese caso, disponemos de tiempo para enviar un aviso preliminar.
– A la vista de la velocidad de Lizzie, lo mejor será que lo hagas ahora mismo.
– Mis compañeros del servicio meteorológico y yo nos ocuparemos de inmediato.
– Harley…
– Sí, cariño.
– Esta noche no iré a cenar a casa.
Heidi se imaginó la sonrisa jovial de Harley cuando le respondió:
– Yo tampoco, amor mío. Yo tampoco.
Después de colgar el teléfono, Heidi observó pensativamente la carta a gran escala donde aparecía la zona de huracanes correspondiente al Atlántico norte. Mientras miraba las islas del Caribe más próximas al monstruo que se acercaba, algo indefinido surgió del fondo de su mente.
Tecleó la orden para que el ordenador le mostrara una lista de los barcos, con una breve descripción de cada uno y la posición actual en una zona específica del Atlántico norte. Había más de una veintena que podían sufrir el impacto directo de la tormenta. Preocupada por la posibilidad de que algún barco de crucero -con sus miles de pasajeros y centenares de tripulantes a bordo- estuviese navegando en el camino del huracán, repasó de nuevo la lista. No había ningún crucero en la vecindad más inmediata, pero un nombre le llamó la atención. En un primer momento lo confundió con un barco, y después lo recordó. No era una nave.
– ¡Oh, Dios mío! -gimió.
Sam Moore, un meteorólogo con gafas que trabajaba en la mesa vecina, se volvió hacia su compañera.
– ¿Estás bien? ¿Te pasa algo?
Heidi se hundió en la silla.
– El Ocean Wanderer.
– ¿Es un crucero?
– No, es un hotel flotante que ahora mismo está amarrado en el camino del sistema. -Heidi sacudió la cabeza-. No hay manera de poder apartarlo a tiempo. Es un blanco fijo.
– Un barco informó de olas de treinta metros -dijo Moore-. Si una de esas golpea el hotel… -Su voz se apagó.
– Tenemos que avisar a la dirección para que lo evacúen de inmediato.
Heidi se levantó de un salto y corrió a la sala de comunicaciones. Rogó para sus adentros que la dirección del hotel actuara sin demora. Si no era así, más de un millar de huéspedes y todo el personal estaban condenados a una muerte segura.
Nunca se había visto tanta elegancia, tanto lujo, en la superficie del mar. Nunca se había construido nada que pudiera compararse con la extraordinaria creatividad de su diseño. El hotel submarino Ocean Wanderer era una aventura a la espera de ser vivida, una magnífica oportunidad para sus huéspedes de contemplar las maravillas de las profundidades. Se elevaba por encima de las olas con soberbio esplendor a tres kilómetros del cabo Cabrón, en el extremo sudeste de la República Dominicana.
Reconocido por la industria turística como el hotel más extraordinario del mundo entero, había sido construido en Suecia de acuerdo con unas exigencias de calidad que no tenían parangón. El más alto grado de artesanía había empleado lo último en materiales, combinado con una atrevida utilización de lujosas texturas que ilustraban la vida en el mar. Exuberantes tonos de verde, azul y oro se unían para crear un lujosísimo conjunto, magnífico en el exterior y esplendoroso en el interior. En la superficie, la estructura exterior, con una altura de más de sesenta metros, imitaba las suaves y estilizadas líneas de una nube baja. Los cinco pisos superiores albergaban los alojamientos y despachos de los cuatrocientos empleados, los enormes almacenes, las cocinas y los sistemas de aire acondicionado y calefacción.
El Ocean Wanderer también ofrecía lo más selecto de la cocina internacional. Había cinco restaurantes, dirigidos por cinco cocineros de fama mundial. Exóticos platos de pescados acabados de pescar presentados con la mayor exquisitez. También se ofrecía una cena a bordo de un catamarán que partía con la puesta de sol, para aquellos que desearan disfrutar de una cena romántica.
En tres de los pisos había dos salas de fiestas -donde actuaban artistas de renombre-, una opulenta sala de baile con música en vivo, y una zona de compras con tiendas de diseño en las que se ofrecían productos difíciles de encontrar en los centros comerciales, y, como si fuese poco, libres de impuestos.
Había un cine con cómodas butacas, donde se proyectaban las últimas novedades recibidas vía satélite. El casino, aunque no era muy grande, sobrepasaba a cualquiera de Las Vegas. Los peces nadaban en acuarios que serpenteaban entre las mesas de juego y las máquinas tragaperras. También el techo era un gigantesco acuario con una gran variedad de especies marinas, que nadaban perezosamente por encima de las cabezas de los jugadores.
En los pisos intermedios funcionaba un balneario de la máxima categoría, atendido por profesionales. Los huéspedes podían escoger todo tipo de masajes y tratamientos especiales, y además había saunas y baños turcos en salas que reproducían jardines tropicales, con plantas y flores exóticas. Para los más activos, encima del techo del balneario había pistas de tenis, un minigolf que recorría la cubierta, y un campo de prácticas donde los aficionados podían lanzar bolas a las plataformas flotantes, separadas por una cuarentena de metros.
Aquellos que buscaban aventuras más fuertes, tenían a su disposición varios toboganes de agua a cuál más espectacular, con entradas a diferentes niveles a los que se llegaba en ascensor. Había uno que comenzaba en el techo del hotel y bajaba los quince pisos hasta el mar. No se habían descuidado los deportes acuáticos y se podía practicar el windsurf, el esquí y las carreras con motos de agua, y por supuesto había una multitud de actividades subacuáticas, siempre dirigidas por instructores profesionales. Los huéspedes también podían disfrutar de las excursiones submarinas a los arrecifes de coral y los primeros niveles de la zona profunda, y de la visión de la vida marina en los niveles sumergidos del hotel. Las conferencias y las clases sobre peces estaban a cargo de profesores universitarios licenciados en ciencias oceánicas.
Todo era extraordinario, pero de lo que más disfrutaba la clientela era de la aventura que vivían en la gigantesca estructura en forma de vaina ubicada debajo de la superficie. Como si se tratara de un iceberg hecho por el hombre, el Ocean Wanderer no tenía habitaciones; tenía nada menos que cuatrocientas diez suites, todas debajo de la superficie, con una pared que era una gigantesca ventana de cristal blindado que permitía ver las maravillas de la vida submarina. Las suites estaban pintadas con tonos azules y verdes, y la iluminación también era de colores para aumentar la sensación de que los huéspedes estaban viviendo de verdad debajo del agua.
En aquel fantástico espectáculo visual, los ocupantes veían a los grandes depredadores, los tiburones y las barracudas, que nadaban en su entorno natural. Los multicolores ángeles de mar, los peces loros y los graciosos delfines se amontonaban al otro lado de las ventanas. Las mantarrayas y los enormes meros nadaban entre las hermosas medusas, que eran empujadas por las corrientes entre el bosque de coral. Por la noche, los huéspedes veían desde la cama el interminable ballet que ejecutaban los peces iluminados con las luces de colores.
A diferencia de la lujosa flota de barcos de crucero que recorrían los siete mares, el Ocean Wanderer no tenía motores. Era una isla flotante, amarrada a unos gigantescos pilotes de acero enterrados en el fondo marino. A estos pilotes se enganchaban los gruesos cables de acero que sujetaban toda la estructura.
De todas maneras, no era un amarre permanente. Consciente de que los viajeros ricos pocas veces repetían el lugar de vacaciones, la empresa propietaria del Ocean Wanderer había instalado amarres en más de una docena de exóticos lugares por todo el mundo. Cinco veces al año, dos remolcadores de cuarenta metros de eslora acudirían a su cita con el hotel flotante. Tras vaciar los tanques de lastre hasta que sólo quedaran dos niveles debajo del agua, se soltarían las amarras y los remolcadores -dotado cada uno con motores diesel Hunewell de tres mil caballos de potencia- arrastrarían el hotel flotante hasta un nuevo escenario tropical, donde quedaría sujeto nuevamente. Los huéspedes podrían escoger entre regresar a sus casas o permanecer a bordo durante el viaje.
Cada cuatro días se realizaban prácticas de evacuación, en las que participaban los huéspedes y la tripulación. Unos ascensores con su propio suministro de energía -para el caso de que no hubiera electricidad- podían evacuar rápidamente a todos hasta el segundo nivel, donde estaban los botes salvavidas capaces de mantenerse a flote en las condiciones más extremas.
No es necesario decir que el Ocean Wanderer tenía todas las suites reservadas para los siguientes dos años. Ese día, sin embargo, era una ocasión especial. El hombre que había sido la fuerza decisiva en su creación, llegaba para una visita de cuatro días al fabuloso hotel flotante que había sido inaugurado el mes anterior. Se trataba de un hombre misterioso como el mismo mar. Un hombre a quien sólo fotografiaban de lejos, y que nunca mostraba los labios y la barbilla por debajo de la nariz mientras que los ojos quedaban ocultos detrás de unas gafas de sol. No se conocía su nacionalidad. Era un hombre sin nombre, enigmático como un espectro, y era Specter el nombre que le habían dado los periodistas.
Los reporteros de los periódicos y la televisión no habían encontrado ni el más mínimo rastro para acabar con su anonimato. Su edad y sus antecedentes aún estaban por descubrir. Lo único que se sabía a ciencia cierta era que había fundado y dirigido Odyssey, un gigantesco imperio dedicado a la investigación científica y la construcción con presencia en treinta países, que lo había convertido en uno de los hombres más ricos y poderosos del mundo civilizado.
Odyssey no tenía accionistas. No había informes anuales, ni balances que presentar en asamblea. El imperio Odyssey y el hombre que lo controlaba permanecían envueltos en el secretismo más absoluto.
A las cuatro de la tarde el silencio del mar turquesa y el cielo azul se vio roto por el rugido de un reactor. Un gran avión de pasajeros pintado con el color lavanda, que era la marca de fábrica de Odyssey, apareció por el oeste. Los huéspedes miraron con curiosidad el aparato cuando el piloto hizo un giro alrededor del Ocean Wanderer para ofrecer a los pasajeros una visión aérea de la maravilla flotante.
El aparato no se parecía a ninguno de los aviones que se veían habitualmente. El Beriev Be200 de fabricación rusa había sido diseñado como hidroavión para la lucha contra incendios. Éste, en cambio, lo habían construido para llevar dieciocho pasajeros y cuatro tripulantes con todos los lujos. Lo impulsaban dos motores BMW-Rolls Royce montados sobre el ala. Capaz de alcanzar velocidades superiores a los seiscientos cuarenta kilómetros por hora, el Be200 estaba preparado para amerizar y despegar hasta con olas de un metro veinte de altura.
El piloto acabó la vuelta con el hidroavión e inició la aproximación final hacia el hotel. La enorme quilla rozó las olas al mismo tiempo que los flotadores, y se posó en el agua como un cisne cebado. Después se acercó lentamente hasta el muelle flotante que se extendía frente a la entrada principal del hotel. Arrojaron los cabos y los tripulantes se encargaron de amarrarlo.
Un comité de bienvenida encabezado por un hombre calvo con gafas que vestía una impecable americana azul esperaba en el muelle bordeado con cordones de terciopelo dorado. Hobson Morton era el director ejecutivo del Ocean Wanderer. Morton, un hombre meticuloso al máximo que no vivía más que para su trabajo y absolutamente leal a su patrón, medía casi dos metros de estatura y pesaba sólo ochenta kilos. Specter lo había incorporado a su empresa porque su criterio era rodearse de hombres más capaces que él. A espaldas de Morton, sus colegas lo llamaban “el poste”. Distinguido, con los cabellos rubios y las sienes canosas, permanecía erguido como una farola mientras media docena de ayudantes salían del avión por la escotilla principal, seguidos por cuatro guardaespaldas vestidos con monos azules, que se situaron en los lugares estratégicos del muelle.
Transcurrieron varios minutos antes de que Specter saliera del hidroavión. En contraste con Morton, habría llegado a una estatura de poco más de un metro sesenta de haber sido capaz de erguirse, pero era tan gordo que le era imposible hacerlo. Mientras caminaba -o, mejor dicho, anadeaba-, parecía una hembra de sapo embarazada en busca de una charca. La enorme barriga tensaba la tela de su traje blanco hecho a medida hasta el punto de que parecía que se saltarían las costuras. Llevaba la cabeza envuelta en un turbante de seda blanco cuya parte inferior le cubría la boca y la barbilla. Resultaba imposible ver la expresión de su rostro; incluso los ojos quedaban ocultos detrás de las gafas de sol con cristales de espejo. Las personas del círculo más inmediato de Specter no sabían cómo se las arreglaba para ver a través de ellas; lo que ignoraban era que si se miraba desde el otro lado eran transparentes.
Morton se adelantó y saludó a su jefe con una cortés inclinación.
– Bienvenido al Ocean Wanderer, señor.
No hubo apretones de mano. Specter echó la cabeza hacia atrás para contemplar la magnífica estructura. Aunque había participado en su diseño desde el primer boceto hasta la construcción final, aún no lo había visto acabado y anclado en el mar.
– Su apariencia excede mis expectativas más optimistas -comentó Specter.
La voz, suave y melodiosa, con un deje sureño norteamericano apenas perceptible, no encajaba con su aspecto. Cuando Morton vio a Specter, había esperado que su voz fuera aguda y rechinante.
– Estoy seguro de que también estará usted encantado con el interior -dijo Morton, con un tono que tenía algo de arrogancia-. Si quiere tener la bondad de seguirme, haremos un recorrido por las instalaciones antes de acompañarlo a la suite real.
Specter se limitó a asentir y caminó a través del muelle hacia la entrada principal, escoltado por su comitiva.
En la sala de comunicaciones, al otro lado de los despachos de los ejecutivos, un operador controlaba las llamadas vía satélite que llegaban del cuartel general de Specter en Laguna, Brasil, y de las filiales repartidas por todo el mundo. Una luz parpadeó en la consola y atendió la llamada.
– Ocean Wanderer. ¿Con quién desea hablar?
– Soy Heidi Lisherness, del Centro de Huracanes de la NUMA en Key West. ¿Puedo hablar con el director del establecimiento?
– Lo siento, pero ahora mismo acompaña al propietario y fundador del Ocean Wanderer en una visita privada al hotel.
– Se trata de un asunto muy urgente. ¿Puedo hablar con su ayudante?
– Todos los directivos participan de la visita.
– En ese caso -rogó Heidi-, si es tan amable, infórmeles de que un huracán de categoría cinco va en la dirección del Ocean Wanderer. Avanza a una velocidad increíble y podría abatirse sobre el hotel alrededor de la madrugada de mañana. Deben ustedes comenzar la evacuación del hotel de inmediato. Los mantendré informados periódicamente de la situación y si su director necesita hacerme alguna consulta puede llamar a este número.
El operador anotó el número de teléfono del Centro de Huracanes y a continuación atendió las varias llamadas que había puesto en espera mientras hablaba con Heidi. No se tomó en serio el aviso, y esperó hasta acabar el turno al cabo de dos horas para rastrear a Morton y transmitirle el mensaje.
Morton miró el mensaje enviado por el operador y lo leyó atentamente antes de entregárselo a Specter.
– Un aviso de tormenta que nos envían desde Key West. Hay un huracán que viene hacia nosotros y nos dicen que debemos evacuar el hotel.
Specter echó una ojeada al mensaje de advertencia y se acercó a uno de los ventanales para mirar hacia el este. No había ni una nube en el cielo y el mar parecía en calma.
– No es cuestión de tomar decisiones apresuradas -declaró-. Si la tormenta sigue la trayectoria habitual de los huracanes, se desviará hacia el norte y pasará a centenares de kilómetros de aquí.
Morton no estaba tan seguro. Era un hombre cauteloso y concienzudo que prefería pecar de precavido.
– No creo, señor, que sea lo más beneficioso para nuestros intereses arriesgar las vidas de los huéspedes y el personal. Le recomiendo que demos la orden de comenzar el procedimiento de evacuación y disponer el transporte a un lugar seguro en la República Dominicana lo antes posible. También tendríamos que avisar a los remolcadores para que nos aparten del camino de la tormenta para evitar mayores consecuencias.
Specter miró de nuevo a través de la ventana las excelentes condiciones meteorológicas reinantes, como si quisiera tranquilizarse.
– Esperaremos otras tres horas. No quiero perjudicar la imagen pública del Ocean Wanderer con historias de una evacuación en masa que los periódicos y la televisión convertirían en una catástrofe y compararían con el abandono de un barco que se va a pique. Además -dijo, y alzó los brazos como si quisiera abrazar el magnífico edificio flotante, cosa que le dio el aspecto de un globo al que le hubiesen crecido dos largos apéndices-, mi hotel ha sido construido para resistir los embates del mar por muy fuertes que sean.
Morton pensó por un momento en mencionar el Titanic, pero se calló. Dejó a Specter en la suite real y regresó a su despacho para comenzar los preparativos de una evacuación que no podía tardar mucho en llegar.
A ochenta kilómetros al norte del Ocean Wanderer, el capitán Barnum leyó los partes meteorológicos que le enviaba Heidi Lisherness e inconscientemente miró hacia el este como había hecho Specter. A diferencia de los hombres de tierra adentro, Barnum conocía muy bien las trampas del mar. Estaba atento al paulatino aumento del viento y el oleaje. Había soportado infinidad de tormentas durante su larga carrera en el mar y sabía muy bien que podían cernirse sobre un barco y una tripulación que no sospechaba nada y hundirlos en menos de una hora.
Cogió el teléfono y llamó al Pisces. La respuesta que llegó desde el fondo del mar era ininteligible.
– ¿Summer?
– No, soy su hermano -replicó Dirk en tono alegre, después de ajustar la frecuencia-. ¿Qué puedo hacer por usted, capitán?
– ¿Summer está contigo dentro del Pisces?
– No, ahora mismo está comprobando el funcionamiento de los tanques de oxígeno del hidrolaboratorio.
– Acabamos de recibir un aviso de tormenta de Key West. Se acerca un huracán de categoría cinco.
– ¿Categoría cinco? Eso es algo tremendo.
– No hay nada peor. Fui testigo de uno de categoría cuatro en el Pacífico hace veinte años, y soy incapaz de imaginar algo que lo supere.
– ¿Cuánto tiempo tardará en llegar aquí? -preguntó Dirk.
– El centro calculó que sobre las seis de la mañana. Pero los últimos informes señalan que se acerca mucho más rápido. Tendremos que sacaros del Pisces y traeros a bordo del Sea Sprite cuanto antes.
– No es necesario que le recuerde el problema de la descompresión, capitán. Mi hermana y yo llevamos cuatro días aquí abajo. Necesitamos un mínimo de quince horas de descompresión antes de que podamos acomodarnos a la presión normal y salir a la superficie. No lo conseguiremos antes de que el huracán se nos eche encima.
Barnum era bien consciente de la situación.
– Quizá tengamos que abandonar la misión de apoyo y huir de aquí.
– A esta profundidad, no tendríamos que tener ningún problema con la tormenta -opinó Dirk muy seguro.
– No me hace ninguna gracia dejaros abajo -manifestó el capitán con un tono grave.
– Quizá tengamos que ponernos a dieta, pero disponemos de energía y aire suficiente para cuatro días. Para entonces ya habrá pasado lo peor de la tormenta.
– Preferiría que tuvieseis más reservas.
Hubo una pausa en la comunicación con el Pisces.
– ¿Tenemos otra alternativa? -preguntó Dirk.
– No, supongo que no.
Barnum exhaló un sonoro suspiro. Miró el gran reloj digital colocado encima de la consola del piloto automático de la nave. Su gran temor era que si la tormenta apartaba el Sea Sprite muy lejos de la posición actual, quizá no regresaría a tiempo para salvar a Dirk y Summer. Se enfrentaba a un callejón sin salida. Si perdía en el mar a los hijos de Dirk Pitt, no quería ni pensar en la furia del director de proyectos especiales de la NUMA.
– Tomad todas las precauciones posibles para alargar la provisión de aire.
– No se preocupe, capitán. Summer y yo estaremos abrigados y cómodos en nuestra casita pequeñita en el coral.
Barnum no las tenía todas consigo. El Pisces podría acabar destrozado si el arrecife se veía castigado por las olas de treinta y más metros de altura generadas por un huracán de categoría cinco. Miró de nuevo hacia el este, a través de la cristalera del puente. En el cielo acababan de aparecer nubes de tormenta y el mar comenzaba a encresparse con olas de metro y medio.
Muy a su pesar y cada vez más preocupado, dio la orden de levar anclas y el Sea Sprite puso rumbo a un lugar bien apartado del presunto camino de la tormenta.
Summer entró en la esclusa principal y Dirk se apresuró a informarle de la tremenda tempestad que los amenazaba. Juntos repasaron todo el procedimiento para el racionamiento de comida y aire.
– También tendremos que sujetar todos los objetos sueltos, porque quizá las olas nos den una buena paliza.
– ¿Cuánto tardará lo peor de la tormenta en llegar hasta nosotros? -preguntó Summer.
– Según el capitán, la tendremos aquí con el alba.
– En ese caso tendrás tiempo para una última excursión conmigo antes de encerrarnos aquí a esperar que amaine la tormenta.
Dirk miró a su hermana. Cualquier otro, cautivado por su belleza, hubiera cedido de inmediato a su hechizo, pero él estaba inmunizado contra sus maquiavélicos designios.
– ¿Qué se te ha ocurrido ahora? -replicó con despreocupación.
– Quiero ir a echar otra ojeada a la caverna donde encontré la urna.
– ¿Podrás encontrarla en la oscuridad?
– Como un zorro su madriguera -afirmó Summer, muy ufana-. Además, a ti te encanta ver los peces que permanecen ocultos durante el día.
– Entonces, más vale que salgamos ahora mismo. Tenemos mucho trabajo por delante antes de que llegue la tormenta.
Summer enganchó el brazo al de su hermano.
– ¡No lo lamentarás!
– ¿Por qué lo dices?
Summer clavó en su hermano sus hermosos ojos grises.
– Porque, cuanto más lo pienso, más segura estoy de que un misterio mucho más grande que el de la urna nos está esperando en el interior de la caverna.
Summer fue la primera en salir por la esclusa de servicio. Comprobaron los equipos y después nadaron en un mar que era oscuro como el espacio exterior. Los peces que habían salido de sus escondrijos para buscar comida entre el coral se espantaron cuando encendieron las linternas. Aquella noche no había luna para alumbrar la superficie con su luz plateada. Las estrellas estaban ocultas por los amenazadores nubarrones, que eran el anuncio de la tremenda tempestad que se avecinaba.
Dirk nadaba detrás de su hermana. Percibía el placer que experimentaba Summer en el mundo submarino por sus gráciles y lánguidos movimientos. Los racimos de burbujas indicaban la respiración tranquila de un buceador experto. La muchacha volvió la cabeza para sonreírle a través de la máscara. Luego señaló a la derecha y con un rápido movimiento de las aletas pasó por encima de los corales iluminados por el rayo de la linterna.
No había nada siniestro en el silencio nocturno del mar debajo de la superficie. Los peces, atraídos por las luces, salían de los huecos en el coral para observar a las extrañas y torpes criaturas que se movían entre ellos. cargadas con unas cajas herméticas que resplandecían como el sol. Un enorme pez loro nadaba junto a Dirk, y lo miraba como un gato curioso. Seis barracudas de un metro veinte de largo aparecieron de pronto, con las mandíbulas inferiores sobresalientes por debajo de los morros. No hicieron el menor caso de los buceadores y continuaron la búsqueda de comida.
Summer avanzaba por los cañones de coral como si siguiera un mapa de carreteras. Un pequeño pez balón, sorprendido por el resplandor de las luces, hinchó su cuerpo hasta convertirse en una pelota sembrada de púas como un cacto, cosa que hacía imposible o poco probable que un gran depredador cometiera la estupidez de engullir un bocado que le destrozaría la garganta.
Las luces proyectaban unas sombras siniestras contra el retorcido coral cuya superficie variaba de lo irregular y afilado a lo liso y globular. Para Dirk, la multitud de tonos y formas era como una pintura abstracta que se renovaba continuamente. Miró el medidor de profundidad: estaban a quince metros de la superficie. Vio cómo Summer bajaba bruscamente por un angosto cañón de coral con las paredes cortadas a pico. Siguió su estela y, mientras pasaba por delante de un montón de aberturas en las paredes que comunicaban con cavernas poco profundas, se preguntó cuál de todas había atraído la atención de su hermana el día anterior.
Por fin, Summer se detuvo delante de una abertura vertical con las esquinas cuadradas, encerrada entre un par de columnas que no parecían naturales. La muchacha miró por encima del hombro para comprobar que su hermano la seguía antes de entrar en la caverna. Esta vez, con una linterna en la mano y el respaldo de Dirk, Summer se adentró más allá del lugar donde había descubierto la urna en el fondo de arena.
La caverna no tenía recovecos. Las paredes, el techo y el suelo eran casi perfectamente planos, y se prolongaba en la oscuridad como un pasillo sin curvas ni recodos. Continuaron avanzando sin problemas.
Perderse en los laberintos de una caverna es la causa principal de los accidentes entre los submarinistas. Los errores resultan ser casi siempre mortales. En ese punto, afortunadamente, no había problemas de orientación. Esa no era una inmersión peligrosa, ni tampoco existía el riesgo de perderse en un complejo sistema de cavernas adyacentes. La entrada carecía de aberturas laterales o ramales que les hicieran perder el rumbo. Para volver a la salida, no tenían más que invertir la dirección. Agradecieron que no hubiera una capa de arena fina en el fondo, que pudiera levantarse para formar una nube y oscurecerles la visión durante al menos una hora antes de volver a posarse. El suelo del pasillo de coral estaba cubierto de una arena gruesa, demasiado pesada para levantarse con el movimiento de agua causado por las aletas.
De pronto, el pasillo acabó en algo que despertó la imaginación de Summer. Aunque estaba cubierta de incrustaciones, parecía como si allí comenzara una escalera. Un grupo de angelotes nadó en tirabuzón por encima de su cabeza, y después se alejó velozmente cuando ella comenzó a subir. Notó un súbito picor en la nuca provocado por la excitación. Su anterior presentimiento de que allí había algo más de lo que aparentaba reapareció con toda su fuerza.
El coral comenzaba a escasear a tal profundidad por debajo del arrecife. Sin luz para estimular el crecimiento marino, las incrustaciones en las paredes de la caverna tenían menos de tres centímetros de espesor y parecían más una materia viscosa. Dirk pasó el guante por la pared para quitar el fango y se le aceleró el pulso al ver los surcos en el granito. Su fértil imaginación los atribuyó a unas personas que los habían hecho cuando el nivel del mar era mucho más bajo.
En aquel momento escuchó el grito de Summer distorsionado por el agua. Subió rápidamente con un poderoso movimiento de las aletas y se quedó pasmado cuando se encontró con la cabeza fuera del agua, en una bolsa de aire. Miró hacia arriba cuando la linterna de Summer alumbró un techo abovedado de piedras talladas que encajaban perfectamente sin necesidad de mortero.
– ¿Qué es esto? -preguntó Dirk por el sistema de comunicación submarino.
– Si no es obra de la naturaleza, se trata de una cripta hecha por el hombre en tiempos remotos -respondió Summer, impresionada.
– Esto no es una cripta natural.
– Tuvo que quedar sumergida cuando finalizó la era glacial.
– Eso ocurrió hace diez mil años. No es posible que sea tan antigua. Lo más probable es que se hundiera durante un terremoto. Como ocurrió con Port Royal, en Jamaica; el refugio de los piratas se hundió en el mar después de un tremendo terremoto en el año 1692.
– ¿Podría tratarse de una ciudad fantasma olvidada? -preguntó Summer, cada vez más entusiasmada.
Dirk sacudió la cabeza para negar tal posibilidad.
– A menos que haya otras construcciones enterradas debajo del coral, el instinto me dice que esto era un templo.
– ¿Edificado por los primitivos habitantes del Caribe?
– Lo dudo. Los arqueólogos no han encontrado prueba alguna de construcciones de piedra en las Antillas anteriores a la llegada de Colón, y los nativos tampoco sabían cómo fundir una urna de bronce. Esto lo construyó otra cultura, una civilización perdida.
– No me digas que se trata de otro mito de la Atlántida -replicó Summer sarcásticamente.
– No, papá y Al acabaron con esa historia en la Antártida hace varios años.
– Resulta increíble pensar que los antiguos pobladores europeos navegaran a través del océano y construyeran un templo en un arrecife de coral.
Dirk pasó la mano sobre una de las paredes.
– Es probable que el arrecife de la Natividad fuese una isla en aquellos tiempos.
– No sé si lo habrás pensado -comentó Summer-, pero estamos respirando aire de hace miles de años.
Su hermano respiró hasta llenar al máximo los pulmones y después exhaló poco a poco.
– Pues a mí me sabe y huele bien.
Summer señaló por encima del hombro.
– Ayúdame con la cámara. Necesitamos tener un registro gráfico.
Dirk se colocó detrás para coger una caja de aluminio sujeta debajo de las botellas de aire. Sacó una cámara digital Sony PC100 montada en una caja de acrílico transparente. La puso en modo manual y luego añadió los soportes para los focos. Como no había luz ambiente no hacía falta el fotómetro.
La cripta submarina tenía un aire de grandeza que Summer, que era toda una experta en el manejo de la cámara, capturó a la perfección. En el instante en que encendió los focos, la cripta brilló con la multitud de tonos de verde, amarillo, rojo y azul de las incrustaciones en las paredes. Salvo por una muy pequeña distorsión, el agua era casi tan transparente como el cristal.
Dirk aprovechó el tiempo que Summer dedicaba a fotografiar la cripta por debajo y encima del agua, para sumergirse y explorar el suelo a lo largo de las paredes. La luz procedente de la cámara de Summer creaba extrañas imágenes en el agua mientras él se movía lentamente por la base.
Casi pasó de largo sin ver un espacio que se abría entre dos paredes. Era una entrada situada en una esquina, que no medía más de sesenta centímetros de ancho. Le costó pasar con las botellas de aire.
La luz de su linterna alumbró un espacio un poco mayor que el anterior. Aquí había asientos contra las paredes y lo que parecía ser una gran cama de piedra en el centro. En un primer momento le pareció que no había objetos, pero después vio sobre la cama algo redondo con dos grandes agujeros a los costados y otro más pequeño en la parte superior, como si fuese una coraza. Encima del objeto, en una repisa de piedra, había un collar de oro con dos brazaletes en forma de espiral a cada lado. Por encima del collar, junto con una diadema, había lo que parecía ser una corona de hilos de metal entrelazados.
Dirk comenzó a imaginarse a la persona que había llevado las reliquias. En el lugar de las piernas había un par de espinilleras de bronce. Las hojas de una espada y una daga aparecían a la izquierda, y a la derecha una punta de lanza con el hueco para el ástil. Si alguna vez había existido un cuerpo, se había disuelto o se lo habían comido las criaturas marinas que devoraban cualquier cosa orgánica.
A los pies de la cama había un caldero de grandes dimensiones.
Tenía una altura de casi un metro treinta y, cuando intentó rodearlo con los brazos para determinar la circunferencia, vio que no llegaba a tocarse la punta de los dedos. Golpeó un costado con el cuchillo de buceo y escuchó un ruido sordo. Era bronce, pensó. Quitó con la palma del guante parte de las incrustaciones y vio la figura de un guerrero que lanzaba una jabalina.
Fue limpiando poco a poco todo el contorno y descubrió un ejército de hombres y mujeres vestidos con armaduras, que parecían dispuestos a comenzar una batalla. Llevaban escudos del tamaño de un hombre y largas espadas. Varios sujetaban unas lanzas con los ástiles cortos pero con las puntas muy largas y en forma de espiral. Había unos cuantos que sólo llevaban corazas. Otros luchaban desnudos, pero casi todos llevaban unos cascos muy grandes, muchos con cuernos.
Subió para situarse encima del borde e iluminó el interior.
El caldero estaba lleno casi hasta arriba con objetos amontonados sin orden ni concierto. Dirk vio puntas de lanzas de bronce, hojas de dagas sin empuñadura, hachas de uno y dos filos, brazaletes con formas espiraladas y cintos hechos con cadenas. Dejó todas las reliquias donde estaban, excepto una. La sacó delicadamente del interior del caldero y la sostuvo entre los dedos. Después salió por una arcada que había al otro lado de lo que aparentemente era un antiguo dormitorio convertido en tumba.
Identificó de inmediato el cuarto vecino como una cocina. Aquí no había una bolsa de aire y las burbujas ascendieron hasta el techo y luego salieron por la arcada como gotas de mercurio. Peroles de bronce, ánforas, platos y jarras estaban desparramados por el suelo junto con muchos fragmentos de cerámica. Junto a lo que parecía ser un hogar encontró unas pinzas de bronce y un cucharón de grandes dimensiones, enterrados parcialmente en la arena que se había filtrado en el interior de la cocina a lo largo de miles de años. Nadó por encima de los restos para observar los trozos, atento a la presencia de dibujos o marcas, pero los objetos estaban parcialmente enterrados y cubiertos con pequeños crustáceos que habían llegado hasta allí con el paso de los siglos.
Tras comprobar que no había más puertas que condujeran a otras habitaciones, volvió a pasar por el dormitorio y se acercó a Summer, que continuaba sacando fotos de la cripta. Le tocó un brazo para llamar su atención y le señaló hacia arriba. En cuanto salieron a la superficie, Dirk le informó entusiasmado:
– He encontrado otras dos habitaciones.
– Esto se hace cada vez más misterioso -opinó Summer, sin apartarse del visor de la cámara.
Dirk le sonrió al tiempo que le mostraba un peine de bronce.
– Pásate este peine por los cabellos e intenta imaginarte a la mujer que lo utilizó por última vez.
Summer bajó la cámara para mirar el objeto que le mostraba su hermano. Abrió los ojos como platos mientras cogía el peine con mucho cuidado y lo sostenía en alto.
– Es precioso -murmuró. Estaba a punto de pasarse el peine por el mechón de cabellos que asomaba por debajo de la capucha sobre la frente, cuando se detuvo bruscamente y miró a su hermano con expresión grave-. Tendrías que devolverlo al lugar donde lo encontraste. Cuando los arqueólogos vengan a explorar este lugar, y de seguro que lo harán, te acusarán de expolio de un yacimiento.
– Si tuviese una novia, estoy seguro de que se lo quedaría.
– La última de tu larga serie de novias habría sido capaz de robarse el cepillo de la iglesia.
Dirk fingió estar dolido por el comentario.
– La afición de Sara por el robo la hacía irresistible.
– Tienes mucha suerte de que papá sepa juzgar a las mujeres mucho mejor que tú.
– ¿Qué tiene que ver él con el tema?
– Papá puso a Sara de patitas en la calle cuando se presentó en el hangar y preguntó por ti.
– Ahora me explico el que no me devolviera las llamadas -manifestó Dirk, sin que pareciera importarle mucho.
Summer lo miró con severidad y luego observó el peine, mientras intentaba imaginar cómo sería la última mujer que lo había tenido en la mano, el estilo del peinado y el color de los cabellos. Después de unos momentos, colocó el peine sobre las manos abiertas de su hermano para fotografiarlo.
Dirk esperó a que Summer tomara la foto y después fue a dejarlo de nuevo en el caldero. Summer lo siguió para tomar más de treinta instantáneas del dormitorio y los objetos depositados sobre la cama antes de hacer lo mismo en la cocina. Cuando acabó de realizar un detallado inventario fotográfico de las tres habitaciones y el contenido, le pasó la cámara a Dirk para que desmontara los focos y la guardara en la caja de aluminio. En lugar de sujetarla debajo de los tanques de aire de Summer, la cogió del asa para asegurarse de que no se perdiera o sufriera las consecuencias de un golpe.
Hizo una última comprobación de las botellas. Tenían aire más que suficiente para el trayecto de regreso a la base. Bien entrenados por su padre, Dirk y su hermana eran unos buceadores muy precavidos que nunca se habían enfrentado a la amenaza de quedarse con los tanques vacíos. Esta vez fue él quien ocupó la vanguardia, porque se había aprendido de memoria todas las vueltas y revueltas del camino a través del arrecife.
Cuando llegaron al Pisces y entraron en la esclusa principal, las olas eran cada vez más altas en la superficie, impulsadas por un viento que ganaba fuerza por momentos y batía el arrecife como un martillo neumático. Dirk se ocupó de preparar la cena y disfrutaron de ella, entretenidos en plantear teorías que pudieran explicar el misterio del templo sumergido. En ningún momento se les ocurrió pensar en el peligro que corrían, sumergidos a quince metros de profundidad en un mar donde las olas alcanzarían los treinta metros de altura, con senos que dejarían expuesto su refugio a toda la fuerza de la terrible tormenta asesina.
El viejo Orion P3 Huracane Hunter aguantaba el vapuleo tal como venía mientras se abría paso en la pared del huracán, azotado por vientos feroces, cortinas de granizo y lluvia, y las súbitas turbulencias de fuerza inconcebible que lo sacudían como una hoja. Las alas se flexionaban como el acero de un florete. Las grandes hélices de los cuatro motores Allison de cuatro mil seiscientos caballos cada uno lo impulsaban a través de aquel infierno a una velocidad de quinientos cincuenta kilómetros por hora. La Marina, el NOAA y la NUMA no habían encontrado hasta el momento ningún otro avión capaz de resistir la furia de las tormentas como éste, construido en 1976.
El Galloping Gertie, que era el nombre que le había dado la tripulación, con el dibujo de una vaquera montada en un potro salvaje en la proa, llevaba a bordo veinte personas: dos pilotos, un navegador, un meteorólogo, tres técnicos mecánicos y de comunicaciones, doce científicos y un reportero de una emisora de televisión local que había solicitado participar en la misión cuando se enteró de que el huracán Lizzie prometía convertirse en la tormenta del milenio.
Jeff Barrett ocupaba el asiento del piloto y su mirada no se apartaba del panel de instrumentos. Durante las seis horas que llevaban de vuelo -de un total de diez-, los indicadores y las luces eran lo único visible, porque lo que se veía a través del parabrisas era como mirar en el interior de una lavadora cuando está en el ciclo de enjabonar. Casado y con tres hijos, Barrett no consideraba su trabajo más peligroso, sin embargo, que conducir un camión de recogida de basura por una callejuela del centro.
Sin embargo, el peligro y la muerte acechaban en la nube que envolvía al Orion, sobre todo cuando Barrett realizaba pasadas tan a ras del agua que las hélices levantaban una espuma que cubría el parabrisas como si fuese escarcha antes de volver a subir en espiral hasta los dos mil metros de altura. Volar en espirales era la forma más eficaz para medir la fuerza del huracán, porque el avión entraba y salía de la peor parte de la tormenta.
No era un trabajo para apocados. Los que volaban a través de los huracanes eran una raza aparte entre los científicos. No servía de nada observar las tormentas desde lejos. Había que meterse en ellas, volar directamente en su seno, y no una sino hasta diez veces. Volaban en condiciones extremas sin quejarse, para medir la velocidad y la dirección del viento, la lluvia, la presión atmosférica y otro centenar de datos que enviaban al Centro de Huracanes. Allí se procesaban para obtener modelos informáticos que permitirían a los meteorólogos calcular la fuerza de la tormenta y emitir avisos a las poblaciones ubicadas en el camino estimado del huracán, para que evacuaran las zonas costeras y de esta manera salvar un gran número de vidas.
Barrett no tenía problemas con los mandos del aparato, que habían sido modificados para soportar las turbulencias más extremas, y comprobó la lectura del GPS antes de realizar un pequeño ajuste en el rumbo. Se volvió hacia su copiloto.
– Esta es una mala bestia -comentó, cuando el Orion se sacudió con una ráfaga tremenda.
La tripulación hablaba a través de los micrófonos y escuchaba a través de los auriculares. Cualquier conversación sin utilizar la radio los hubiera obligado a gritarse al oído. El aullido del viento era tal, que conseguía ahogar el ruido de los motores.
Jerry Boozer, el hombre larguirucho reclinado en el asiento del copiloto, tomaba café en un vaso tapado a través de una pajita. Pulcro a más no poder, se vanagloriaba de no haber volcado jamás una gota de líquido o dejado caer una miga de un bocadillo en la cabina durante un huracán. Asintió con un gesto.
– Es la peor que he visto en los ocho años que llevo persiguiendo a estas fieras.
– No me gustaría nada vivir en una casa que estuviese en su camino cuando llegue a tierra.
– Eh, Charlie, ¿cuál es la lectura que te dan tus aparatos mágicos de la velocidad del viento?
En el compartimiento científico, atestado con instrumentos y consolas de aparatos electrónicos meteorológicos, Charlie Mahoney -un investigador científico de la Universidad de Stanford- estaba amarrado a una silla delante de los sensores que medían la temperatura, la humedad, la presión, los vientos y los flujos.
– No lo vas a creer -respondió con su acento de Georgia-, pero la última sonda que lancé para obtener un perfil marcó vientos horizontales de una velocidad de trescientos cincuenta kilómetros mientras caía a través de la tormenta hasta el mar.
– No me extraña que la pobre Gertie esté recibiendo una paliza de cuidado.
Boozer no acababa de decirlo cuando el avión entró en una zona calma y el sol se reflejó en el fuselaje y las alas de aluminio. Acababan de entrar en el ojo de Lizzie. Abajo, el mar revuelto reflejaba el azul del cielo. Era como volar en un cilindro gigantesco limitado por una masa de nubes que giraban a gran velocidad. Boozer tenía la sensación de estar volando en un enorme remolino que llegaba hasta el infierno.
Barrett comenzó a volar en círculo dentro del ojo para que los meteorólogos recogieran los datos que necesitaban. Después de casi diez minutos, varió el rumbo y el Orion volvió a dirigirse al terrible muro gris. Una vez más, el avión comenzó a sacudirse como si lo atacara la furia de los dioses.
De pronto el avión se inclinó sobre una de las alas como si el puño de un gigante lo hubiese golpeado por estribor. Todo lo que no estaba sujeto -papeles, carpetas, tazas de café- salió disparado y fue a estrellarse contra el mamparo de la cabina. La tremenda ráfaga no había acabado de pasar cuando otra todavía más fuerte hizo que el avión brincara como si fuese un planeador de madera atado a un ventilador, y de nuevo los objetos se estrellaron, esta vez contra el otro lado de la cabina.
El doble golpe fue como el rebote de una pelota de tenis contra una pared. Barrett y Boozer se quedaron casi paralizados por el asombro. Ninguno de los dos se había encontrado nunca con una ráfaga de viento de semejante magnitud, y menos con dos, en un margen de una fracción de segundo. Era algo imposible de creer.
El Orion comenzó a caer sin control hacia babor. Barrett notó una súbita pérdida de potencia y su mirada buscó inmediatamente en el panel de instrumentos la indicación de un fallo mientras luchaba para nivelar el aparato.
– No hay lectura del motor número cuatro. ¿Alcanzas a ver si la hélice funciona?
– ¡Oh, Dios mío! -exclamó Boozer, que miraba por la ventanilla-. ¡Hemos perdido el motor número cuatro!
– ¡Entonces apágalo! -replicó Barrett.
– No podemos apagarlo. Se ha caído.
Con la mente y el cuerpo concentrados en la tarea de nivelar al Orion, Barrett no tomó la información de Boozer en su sentido literal. Notaba que había algo absolutamente anormal en la aerodinámica. El avión no respondía a los movimientos de la palanca ni de los pedales, y si había alguna respuesta era muy lenta. Era como si hubiesen colgado un enorme peso en el ala derecha y tuvieran que arrastrarlo.
Por fin consiguió nivelar a Gertie. Solo entonces captó el verdadero significado de las palabras de su copiloto. Era la pérdida del motor, arrancado de sus soportes por la fuerza de la tormenta, la causa de que perdiera el control y de que existiera el tirón por estribor. Se inclinó para mirar a través de la ventanilla de Boozer.
En el lugar donde había estado el motor en el ala había ahora un hueco donde asomaban los soportes retorcidos, las tuberías hidráulicas, de aceite y combustible cortadas, las bombas aplastadas y los cables eléctricos. No podía ser cierto, pensó Barrett, incrédulo. Los motores no se desprendían de los aviones, ni siquiera en la peor de las turbulencias. Entonces contó casi treinta agujeros pequeños donde habían saltado los remaches. Su inquietud creció al ver varias grietas en el revestimiento de aluminio.
Una voz desde el compartimiento principal sonó en sus auriculares.
– Aquí tenemos a unos cuantos heridos y la mayor parte del equipo está averiado o apenas si funciona.
– Aquellos que estén ilesos, que atiendan a los heridos. Regresamos a casa.
– Si lo conseguimos -opinó Boozer con tono lúgubre. Señaló a través de la ventanilla de Barrett-. Se ha incendiado el número tres.
– ¡Apágalo!
– Proceso de apagado en marcha -respondió Boozer.
Barrett se sintió tentado de llamar a su esposa para decirle adiós, pero no estaba dispuesto a rendirse. Haría falta un milagro para sacar a la maltrecha Gertie y su tripulación fuera de la tormenta y aterrizar. Comenzó a musitar una plegaria mientras utilizaba toda su experiencia para pilotar al Orion a través del vórtice y llegar a una zona más calmada. Si conseguían escapar de lo peor del caos, el resto se solucionaría solo.
Al cabo de veinte minutos el viento y la lluvia disminuyeron y comenzó a clarear. Entonces, cuando ya creía que faltaba muy poco para salir de la tormenta, Lizzie descargó otro golpe y envió una ráfaga de viento que golpeó en el timón del aparato y prácticamente hizo imposible pilotar el Orion.
Acababan de esfumarse todas las posibilidades de regresar sanos y salvos.
Los océanos parecen estar en calma la mayor parte del tiempo. Las olas que no sobrepasan la altura de la cabeza de un perro pastor alemán dan la imagen de un gigante dormido, cuyo pecho sube y baja con cada respiración. Esto no es más que una ilusión que engaña al desprevenido. Los marineros pueden echarse a dormir en las literas con el cielo despejado y el mar en calma y despertarse en medio de una tremenda tempestad que amenaza hundir a todas las embarcaciones que encuentre en su camino.
El huracán Lizzie tenía todos los ingredientes para causar una catástrofe sin límites. Si por la mañana había parecido desagradable, al mediodía ya era abominable, y para el atardecer se había convertido en un demonio desatado. Los vientos de trescientos cincuenta kilómetros no tardaron en superar los cuatrocientos kilómetros. Azotaban y encrespaban el agua hasta generar unas olas de treinta metros de altura entre cresta y seno mientras el huracán avanzaba implacable hacia el banco de la Natividad y la República Dominicana, donde tocaría tierra por primera vez.
Acababan de izar el ancla y el Sea Sprite había comenzado a navegar, cuando Paul Barnum se volvió por enésima vez para mirar hacia el este. Antes no había notado ningún cambio. Pero ahora el horizonte, donde el agua de un color azul oscuro se encontraba con el azul zafiro del cielo, aparecía manchado por una cinta gris oscura que semejaba una lejana nube de polvo levantada por un viento cálido a su paso por la pradera.
Barnum miró la pesadilla que avanzaba, asombrado por la rapidez con que crecía y tapaba el cielo. Nunca había visto ni vivido la experiencia de enfrentarse a una tormenta que parecía moverse con la velocidad de un tren expreso. Incluso antes de que pudiera programar la velocidad y el rumbo en el ordenador que controlaba al piloto automático, la tormenta cubría el sol con una mortaja al tiempo que teñía el cielo con el mismo color gris plomo del fondo de una sartén muy usada.
Durante las ocho horas siguientes, el Sea Sprite navegó a toda máquina, mientras Barnum se empeñaba en poner el máximo de distancia posible entre su casco y los afilados corales del banco de la Natividad. Sin embargo, cuando quedó claro que se le venía encima lo peor de la tormenta, comprendió que la mejor manera de capearla era salir a su encuentro y confiar en que el Sea Sprite fuera capaz de abrirse paso. Le dio una afectuosa palmadita al timón, como si fuese algo vivo en lugar de acero. Era un barco valiente, que había resistido todos los embates del mar en los años que había navegado en las condiciones extremas de la región polar. Quizá recibiera un tremendo vapuleo, pero Barnum no tenía dudas de que saldría bien parado.
Se volvió hacia su primer oficial, Sam Maverick, que tenía todo el aspecto de un gamberro con la larga cabellera roja, la barba descuidada y un pendiente de oro en la oreja izquierda.
– Programe un nuevo rumbo, señor Maverick. Ochenta y cinco grados este. Dado que no podemos escapar de la tormenta, nos enfrentaremos a ella de cara.
Maverick miró las olas, que se elevaban sus buenos quince metros por encima de la popa, y sacudió la cabeza. Observó a Barnum con desconfianza como si su capitán hubiese perdido la chaveta.
– ¿Quiere que viremos con este mar? -preguntó con voz pausada.
– Es el momento más oportuno -replicó Barnum-. Mejor ahora que cuando las olas comiencen a sacudirnos de verdad.
Se trataba de una de las maniobras más difíciles y espeluznantes. Mientras viraba, el barco ofrecería toda la banda al embate de las olas, que podría hacerlo zozobrar. Eran innumerables las naves que habían zozobrado al intentar la maniobra y se habían ido a pique sin dejar el menor rastro.
– Cuando vea un intervalo entre las olas, le daré la orden de avanzar a toda máquina -añadió. Luego conectó los altavoces para comunicarse con la tripulación-. Vamos a virar con la mar arbolada. Que todo el mundo se sujete como si le fuese la vida en ello.
Inclinado sobre la consola delante de la ventana del puente, Barnum miró sin pestañear a través del cristal y esperó con la paciencia de un santo hasta que vio acercarse una ola mucho más alta que las anteriores.
– Por favor, señor Maverick, a toda máquina.
El primer oficial obedeció la orden en el acto, pero lo hizo dominado por el horror, seguro de que se irían a pique al ver la gigantesca ola que se abatía sobre el barco de exploración científica. Estaba a punto de maldecir a Barnum por haber virado demasiado pronto, pero entonces comprendió las intenciones del capitán. No había manera de medir los intervalos. Las monstruosas olas parecían sucederse sin solución de continuidad, como soldados avanzando en formación cerrada. Barnum se había anticipado en la virada para ganar un valioso minuto mientras el barco recibía el impacto de la ola transversalmente.
La implacable ola levantó la proa y amenazó con hacer zozobrar al Sea Sprite sobre la banda de babor antes de pasar por encima. Durante quince segundos el barco quedó sepultado bajo una masa de agua hirviente mientras avanzaba a través de la cresta de la ola que se elevaba por encima del puente. Después coleó por el otro lado y escoró violentamente hacia babor mientras el mar barría la cubierta. Casi milagrosamente, con una agonizante lentitud, se enderezó en el seno y recibió la siguiente ola de proa.
Maverick llevaba dieciocho años en el mar, pero nunca había presenciado una exhibición marinera más profesional e intuitiva. Miró a Barnum y se asombró al ver una sonrisa, quizá severa, pero una sonrisa de todas maneras, en el rostro del capitán. Dios mío, pensó, el tipo se está divirtiendo.
Ochenta kilómetros al sur del Sea Sprite, la primera línea del huracán Lizzie estaba a unos minutos de chocar contra el Ocean Wanderer. Primero pasaron los negros nubarrones que apagaron el sol y cubrieron el mar con una siniestra oscuridad gris. Después llegó el aguacero, y las gotas golpearon contra las ventanas del hotel flotante como si fuesen las balas disparadas por un millar de ametralladoras.
Demasiado tarde, se lamentó Morton para sus adentros mientras miraba a través de la ventana de su despacho la tormenta que se dirigía directamente hacia el hotel como si se tratara de un tiranosaurio enloquecido. A pesar de las advertencias y las constantes actualizaciones del Centro de Huracanes, no había sido capaz de concebir la increíble velocidad ni la distancia que había recorrido la tormenta desde la mañana. Por mucho que Heidi Lisherness le hubiera facilitado los últimos cálculos de la magnitud y la velocidad, no parecía posible que el mar calmo y el cielo despejado pudieran cambiar con tanta celeridad. Se negaba a aceptar la evidencia de que la avanzadilla de Lizzie ya estaba atacando el edificio.
– ¡Llame a todos los directores para que acudan a la sala de conferencias inmediatamente! -le ordenó a su secretaria.
Su enojo ante la vacilación de Specter a la hora de ordenar la evacuación de los mil cien huéspedes y los empleados cuando todavía contaban con el tiempo necesario para trasladarlos a un lugar seguro en la República Dominicana, que sólo estaba a unos pocos kilómetros de distancia, rayaba en la cólera. Se enfureció todavía más cuando el sonido de unos motores que se ponían en marcha hizo vibrar los cristales. Se acercó a la ventana en el preciso momento en que Specter y su comitiva subían a bordo del Beriev Be210. No habían acabado de cerrar la escotilla cuando el piloto aceleró los motores y el avión comenzó a ganar velocidad y despegó en medio de una enorme nube de espuma. Apenas había ganado altura, cuando viró para dirigirse a tierra firme.
– ¡Cobarde, canalla! -gritó Morton al ver cómo Specter escapaba para salvar su sucio pellejo sin preocuparse en lo más mínimo por las mil cien almas que dejaba atrás.
Siguió al avión con la mirada hasta que desapareció entre las nubes, y luego se volvió cuando entraron los directores de los servicios y se reunieron alrededor de la mesa. Era evidente por las expresiones de sus rostros que a duras penas se mantenían en la línea entre la calma y el pánico.
– Hemos subestimado la rapidez del huracán -manifestó-. Se nos echará encima con toda su fuerza en menos de una hora. Dado que es demasiado tarde para ordenar la evacuación, debemos trasladar a todos los huéspedes y al personal a las plantas altas, donde estarán más seguros.
– ¿Los remolcadores no podrían apartarnos de la trayectoria de la tormenta? -preguntó la directora de reservas, una mujer alta, de treinta y cinco años de edad, vestida con mucha elegancia.
– Ya les avisamos y no tardarán en llegar, pero con la mar arbolada les será tremendamente difícil sujetar los cabos de arrastre. Si no lo consiguen, no tendremos más alternativa que capear la tormenta.
Morton vio que el director de los recepcionistas levantaba la mano y le cedió la palabra.
– ¿No sería más seguro refugiarnos en los pisos debajo de la superficie?
– Si ocurre lo peor y la fuerza de las olas rompe los amarres, y el hotel queda a la deriva… -Morton sacudió la cabeza y encogió los hombros-. No quiero ni pensar en lo que pasaría si nos viéramos empujados contra el banco de la Natividad, que está a sesenta y cinco kilómetros al este, o contra la rocosa costa de Dominicana, donde se destrozarían todas las ventanas de los pisos inferiores.
– Gracias por la explicación. Si el agua inunda los pisos inferiores, los tanques de lastre no podrían mantener el hotel a flote y las olas lo harían pedazos contra las rocas.
– ¿Qué haremos si eso acaba pasando? -quiso saber el segundo de Morton.
En el rostro de Morton apareció una expresión solemne mientras miraba a todos los reunidos en la sala.
– Entonces abandonaremos el hotel, nos embarcaremos en los botes salvavidas y rogaremos a Dios para que al menos algunos nos salvemos.
Machacados por el despiadado castigo del huracán Lizzie, Barrett y Boozer luchaban a brazo partido para mantener al avión en un vuelo nivelado. Las diabólicas rachas dobles que golpeaban a Galloping Gertie por las dos bandas casi simultáneamente amenazaban con precipitarla al mar. Los pilotos trabajaban en equipo en sus esfuerzos para conseguir que Gertie volara recto. Con el timón averiado, cambiaban de dirección aumentando o reduciendo el número de revoluciones por minuto de los dos motores que les quedaban, al tiempo que accionaban los alerones.
Nunca en todos los años que llevaban persiguiendo las tormentas tropicales se habían encontrado con alguna que se aproximara ni siquiera remotamente a la increíble fuerza del huracán Lizzie. Era como si estuviese empeñado en destrozar el mundo entero.
Por fin, después de lo que parecieron treinta horas -pero que en realidad había sido poco más de media-, el color del cielo comenzó a cambiar del gris a un blanco sucio y luego a un azul brillante, cuando el maltrecho Orion escapó de los bordes de la tormenta y se encontró con el buen tiempo.
– Es imposible que podamos llegar a Miami -opinó Boozer después de mirar la carta de navegación.
– Está muy lejos para un avión con sólo dos motores, el fuselaje que apenas si se aguanta y el timón averiado -manifestó Barrett con tono grave-. Lo mejor será desviarnos a San Juan.
– Pues a San Juan de Puerto Rico y no se hable más.
– Es todo tuyo -dijo Barrett y apartó las manos de los controles-. Voy a ver cómo están los científicos. No quiero ni pensar en lo que encontraré.
Se desabrochó el arnés de seguridad y salió de la cabina.
El compartimiento principal del Orion era una ruina. Los ordenadores, las pantallas y las estanterías con los instrumentos electrónicos estaban desparramados como si los hubiesen volcado de un camión en el patio de un chatarrero. Los equipos, que habían estado sujetos con soportes capaces de aguantar las peores turbulencias, habían sido arrancados de cuajo como si la mano de un gigante se hubiera ensañado con ellos. La mayoría de los científicos estaban tumbados en el suelo, algunos inconscientes y malheridos. Los pocos que aún se mantenían en pie se ocupaban de atender a los demás dentro de sus posibilidades.
Sin embargo, eso no era lo peor. Barrett vio horrorizado que el fuselaje del Orion aparecía rajado en un centenar de lugares, y que habían saltado los remaches que sujetaban las planchas de aluminio a las costillas. A través de algunas de las grietas se veía el azul del cielo. Era evidente que si hubiesen permanecido cinco minutos más en la tormenta, el avión se hubiera deshecho en pleno vuelo y todos habrían acabado engullidos por el mar.
Steve Miller, uno de los meteorólogos, estaba atendiendo a un técnico en electrónica que tenía una fractura múltiple en el antebrazo.
– ¡Es increíble! -le dijo a Barrett, al tiempo que hacía un gesto en derredor-. Primero nos golpeó una ráfaga de trescientos cuarenta kilómetros por estribor y un par de segundos después otra todavía más violenta nos pegó por babor.
– Nunca había visto nada parecido -respondió Barrett, asombrado.
– Te lo juro. No hay registros de que hubiese ocurrido antes nada así. Dos rachas opuestas que chocan en una misma tormenta es una rareza meteorológica, y sin embargo ha ocurrido. En algún lugar en medio de todo este desastre tenemos todo lo necesario para demostrarlo.
– Galloping Gertie no está como para llegar a Miami -le informó Barrett-. Ya ves cómo quedó el fuselaje. Intentaremos llegar a San Juan; pediré que los vehículos de emergencia estén preparados.
– No te olvides de pedirles que tengan más ambulancias y asistentes sanitarios. Todos tenemos cortes y lesiones menores. Sólo las heridas de Delbert y Morris revisten cierta gravedad. Es una suerte que no tengamos a nadie en estado crítico.
– Tengo que volver a la cabina para ayudar a Boozer. Si hay algo…
– Nos la apañaremos -afirmó Miller-. Tú ocúpate de mantenernos en el aire y llevarnos a casa.
– Ten por seguro que lo estamos intentando.
Dos horas más tarde avistaron el aeropuerto de San Juan. Barret pilotó el avión con un toque exquisito apenas por encima de la velocidad de sustentación, para reducir al máximo el esfuerzo en la maltrecha estructura. Bajó los alerones y comenzó a dar una larga vuelta de aproximación a la pista. Podía hacer un único intento. No tendría una segunda oportunidad si no conseguía aterrizar a la primera.
– Ruedas abajo -ordenó en cuanto enfiló hacia la pista.
Boozer activó el tren de aterrizaje. Afortunadamente, las ruedas bajaron sin problemas. Los camiones de incendio y las ambulancias bordeaban la pista, con las dotaciones atentas al desastre después de escuchar por la radio los daños que había sufrido el avión.
El personal de la torre de control, que observaba al avión por prismáticos desde que había aparecido como un punto en el cielo, no daba crédito a sus ojos. Con un motor parado del que salía una columna de humo y un hueco en el ala donde había estado otro, parecía imposible que el Orion se mantuviera en el aire. Habían desviado todos los vuelos comerciales y los aviones daban vueltas alrededor del aeropuerto a la espera de que el drama llegara a su final. Ahora no podían hacer otra cosa que rezar.
El Orion se acercó muy bajo y con una lentitud desesperante. Boozer se ocupaba de los aceleradores para mantener el aparato en el rumbo correcto mientras Barrett accionaba los controles con gran finura. Posó al aparato con toda la suavidad humanamente posible cuando apenas había recorrido doscientos metros de la pista. Solo se notó un ligero rebote cuando los neumáticos chirriaron contra el cemento. No había posibilidad alguna de invertir el sentido de las dos hélices para que actuaran de freno. Boozer cerró los aceleradores y dejó que los motores funcionaran al ralentí mientras el avión continuaba carreteando por la pista.
Barrett pisó con delicadeza los frenos, atento a la verja que se elevaba un poco más allá del final de la pista. Siempre tenía el último recurso de pisar a fondo el freno izquierdo para desviarse bruscamente hacia la zona de hierba. Pero esta vez lo tenía todo a favor, y Gertie fue aminorando la marcha y se detuvo cuando le quedaban menos de sesenta metros para salirse de la pista.
Barrett y Boozer se reclinaron en los asientos y soltaron el aliento en el preciso momento en que el avión volvió a sacudirse y se escuchó un gran estrépito. Se quitaron los arneses y salieron de la cabina en un santiamén. Más allá del lugar donde estaban tumbados los científicos y se amontaban los instrumentos rotos, vieron la pista a través de un enorme boquete en el fuselaje.
Se había desprendido toda la sección de cola.
El viento descargaba toda su furia contra el lateral del Ocean Wanderer que daba al mar. Los ingenieros habían hecho muy bien su trabajo. Lo habían diseñado para resistir vientos de hasta doscientos cuarenta kilómetros, y sin embargo la estructura con los cristales blindados estaba resistiendo rachas de hasta trescientos veinte kilómetros sin roturas. El único daño sufrido en las primeras horas del huracán había tenido lugar en la terraza, donde el centro de deportes -con las pistas de tenis y de baloncesto, las alfombrillas de golf, las mesas y las sillas del bar- había sido barrido sin piedad y ahora solo quedaba la piscina de agua dulce, que había rebalsado con la lluvia, y el agua caía por los costados del edificio hasta el mar.
Morton se sentía orgulloso de sus subordinados, que se estaban comportando de una manera admirable. Su principal preocupación había sido que se dejaran dominar por el pánico. Pero los directores, los recepcionistas y el personal de servicio habían trabajado unidos para trasladar a los huéspedes desde las habitaciones de los pisos inferiores y acomodarlos en la sala de baile, el gimnasio, el cine y los restaurantes de los pisos altos. Se habían distribuido los chalecos salvavidas y les habían comunicado cuáles eran los botes salvavidas a los que debían acudir si se daba la orden de abandonar el hotel.
Lo que nadie sabía, ni siquiera Morton, porque ninguno de los empleados se había arriesgado a salir a la terraza azotada por el viento, era que los botes salvavidas habían sido barridos con todo lo demás veinte minutos después de que el huracán se hubiera abatido sobre el hotel flotante.
Morton se mantenía en contacto permanente con los empleados de mantenimiento, quienes recorrían el hotel para informar de cualquier daño y organizar las reparaciones. De momento, la fuerte estructura resistía bastante bien. Para los huéspedes fue una experiencia horrible ver cómo una gigantesca ola llegaba a la altura del décimo piso y rompía contra una esquina del hotel… y a continuación escuchar el gemido de los cables de amarre sometidos a la máxima tensión y el crujido de la estructura, que se retorcía en las uniones remachadas.
Hasta el momento sólo se había informado de unas pocas filtraciones. Los generadores y los sistemas básicos funcionaban sin problemas. El Ocean Wanderer podría resistir los embates por lo menos durante una hora más, pero Morton tenía claro que la bella estructura sólo estaba demorando lo inevitable.
Los huéspedes y los empleados que no podían desempeñar sus trabajos habituales parecían fascinados por el terrible espectáculo de agua y viento que les ofrecía la naturaleza. Contemplaban indefensos cómo las olas de más de treinta metros de altura y centenares de metros de longitud, e impulsadas por un viento de trescientos veinte kilómetros se abalanzaban sobre el hotel, conscientes de que la única barrera que los separaba de los millones de toneladas de agua eran los cristales blindados de las ventanas. Era como para acabar con el coraje de los más valientes.
La espectacular altura de las olas era lo que más impresionaba. No podían hacer otra cosa que mirar, los hombres abrazando a las mujeres, las mujeres abrazando a los niños, todos como hipnotizados mientras una ola tras otra cubría el hotel y en las ventanas no se veía nada más que una espuma blanquecina. Sus mentes conmocionadas eran incapaces de comprender el fenómeno en su verdadera dimensión. Todos rezaban para que la siguiente ola fuera más pequeña, pero no podía serlo. Al contrario, cada vez eran mayores.
Morton se tomó un pequeño respiro y se sentó delante de su escritorio, de espalda a la ventana, poco dispuesto a dejarse distraer de las responsabilidades que caían como una avalancha sobre sus estrechos hombros. Pero por encima de todo le daba la espalda a la ventana porque no soportaba ver cómo las gigantescas olas verdes se lanzaban contra el hotel indefenso.
Había enviado mensajes solicitando ayuda inmediata para evacuar a los huéspedes y empleados antes de que fuese demasiado tarde. Sus súplicas fueron respondidas, pero nadie acudió en su ayuda. Todos los barcos en un radio de ciento cincuenta kilómetros estaban en peores condiciones que el hotel.
Un buque portacontenedores de ciento ochenta metros de eslora había dejado de transmitir la señal de SOS. Una indicación funesta. Otras dos naves ya no respondían a las llamadas que se les hacían por radio. También se habían dado por perdidos diez pesqueros, que habían tenido la mala fortuna de encontrarse en el camino del huracán Lizzie.
Todos los aviones de rescate de la fuerza aérea dominicana estaban en tierra. Las naves de la Marina estaban amarradas. La respuesta que recibía Morton era siempre la misma: “Lo sentimos mucho, Ocean Wanderer, estáis librados a vuestra suerte. Acudiremos en cuanto amaine la tormenta”.
Se mantenía en contacto con Heidi Lisherness en el Centro de Huracanes de la NUMA para facilitarle informes sobre la magnitud de la tempestad.
– ¿Está usted seguro de la altura de las olas? -preguntó la meteoróloga, que tenía dudas sobre la descripción.
– Créame. Estoy en mi despacho a treinta metros por encima de la línea de flotación del hotel y cada nueva ola pasa por encima de la terraza.
– Es algo increíble.
– Le doy mi palabra.
– ¿Puedo hacer algo por ustedes? -preguntó Lisherness, con tono de profunda preocupación.
– Solo quiero que me diga cuándo cree que comenzarán a amainar el viento y las olas.
– Según los informes del avión cazatormentas y de los satélites, todavía hay para rato.
– Si no vuelve a tener noticias mías -manifestó Morton, que se volvió para mirar las olas-, sabrá que ha ocurrido lo peor.
Y antes de que Heidi pudiera responderle, cortó la comunicación para atender otra llamada.
– ¿Señor Morton?
– Sí, dígame.
– Señor, le habla el capitán Rick Tappa de la flota de remolcadores de Odyssey.
– Adelante, capitán. Hay algunas interferencias provocadas por la tormenta, pero lo oigo.
– Señor, lamento mucho informarle de que los remolcadores Albatros y Pelican no pueden acudir en su ayuda. Es imposible con este mar. Nadie recuerda haber visto una tormenta de tal magnitud. No podemos llegar hasta usted. Por fuertes que sean nuestros remolcadores, no los construyeron para soportar estas condiciones. Cualquier intento sería un suicidio.
– Lo comprendo -manifestó Morton con resignación-. Venga cuando pueda. No sé por cuánto tiempo más aguantarán los cables de amarre. Ya es un milagro que la estructura del hotel haya soportado el embate de las olas.
– Haremos todo lo humanamente posible para acudir en socorro en cuanto lo peor de la tormenta se haya alejado del puerto.
– ¿Han recibido alguna comunicación de Specter?
– No, señor, no hemos tenido ningún contacto con él o sus directores.
– Gracias, capitán.
¿Podía Specter ser tan absolutamente despiadado como para despreocuparse del Ocean Wanderer y de todas las personas en su interior?, se preguntó Morton. El hombre era un auténtico monstruo, más de lo que creía. No le costó mucho imaginarse al gordo reunido con sus ejecutivos y asesores para discutir la mejor manera de distanciar a la compañía de las consecuencias de la catástrofe.
Se disponía a salir del despacho para hacer otro recorrido por el hotel antes de enfrentarse a los huéspedes e intentar convencerlos de que sobrevivirían -algo que requeriría las dotes de un actor consumado-, cuando escuchó el ruido de algo que se desgarraba y vio cómo el suelo se inclinaba un poco. Al instante una voz sonó en la radio portátil.
– Adelante, ¿qué ha pasado?
– Soy Emlyn Brown, señor Morton -le respondió la voz del jefe de mantenimiento-. Estoy en la sala de máquinas número dos. Se ha cortado el cable de amarre a unos noventa metros.
Los peores temores de Morton se estaban convirtiendo en realidad.
– ¿Los otros aguantarán?
– Con uno menos y los demás sometidos a una tensión extrema, dudo que puedan mantenernos amarrados mucho más.
El hotel se sacudía con cada nueva ola, quedaba sepultado debajo de la montaña de agua y emergía como una fortaleza asediada, firme e inamovible. Poco a poco, la confianza de los huéspedes en la capacidad del Ocean Wanderer iba en aumento al comprobar que salía aparentemente incólume de los embates de las monstruosas olas. La mayoría de los huéspedes eran personas acomodadas que habían decidido pasar sus vacaciones en el lujoso hotel en busca de aventuras. Ya se habían acostumbrado a la amenaza y parecían aceptar las cosas tal como venían. Incluso los niños habían superado el miedo de los primeros momentos y ahora disfrutaban con el espectáculo de las colosales olas.
Los cocineros y sus ayudantes no iban a ser menos y prepararon auténticos manjares, que fueron servidos por los impecables camareros en el teatro, la sala de baile y el gimnasio.
Morton se sentía cada vez más angustiado. No tenía la menor duda de que la catástrofe era inminente y que no había nada que un simple ser humano pudiera hacer para oponerse al monstruo creado por la naturaleza.
Las amarras se fueron rompiendo una tras otra, las dos últimas casi simultáneamente. Suelto, el hotel comenzó su precipitada deriva hacia las rocas a lo largo de la costa de la República Dominicana, empujado implacablemente por un mar de una crueldad sin límites.
En el pasado, el timonel, o en muchos casos el propio capitán, se plantaba delante de la rueda del timón con las piernas separadas para no perder el equilibrio y las manos aferradas a los rayos, dispuesto a enfrentarse a la furia del mar durante el tiempo que hiciera falta.
Ahora ya no era necesario. Barnum sólo tuvo que programar el curso del barco en el ordenador. Después se sentó bien sujeto en su sillón alto en el puente de mando y esperó a que el cerebro electrónico se hiciera cargo del destino del Sea Sprite.
Provisto de la información de la multitud de instrumentos meteorológicos y sistemas instalados a bordo, el ordenador escogió en cuestión de segundos el método más eficaz para enfrentarse a la tormenta. A continuación asumió el mando del sistema de control automático para disponer las maniobras. Medía y preveía las imponentes crestas y los tremendos senos mientras valoraba el tiempo y la distancia para el mejor ángulo y la velocidad más adecuada para avanzar a través del caos.
La visibilidad se medía en centímetros. Empujadas por el viento, el agua pulverizada y la espuma azotaban las ventanas del puente de mando en los escasos momentos en que el barco no estaba sepultado debajo de miles de toneladas de agua. Las olas y el viento absolutamente monstruosos eran más que suficientes para aterrorizar a cualquiera que no se hubiera criado en el mar. Pero Barnum permanecía sentado en su sillón como una roca, con una mirada que parecía atravesar las traicioneras olas para clavarse en algún enloquecido dios de los océanos, centrado en el problema de la supervivencia. Aunque no tenía ninguna duda de la capacidad del sistema informático para dirigir al barco en su lucha contra la tormenta, siempre podía aparecer una emergencia que lo obligara a intervenir.
Observaba las olas mientras pasaban sobre su barco, mirando las crestas que subían muy por encima del puente de mando, atento a la masa de agua hasta que el Sea Sprite llegaba al otro lado y se hundía en el seno.
Transcurrían las horas sin el menor respiro. Unos pocos tripulantes y casi todos los científicos sufrían mareos, aunque ninguno se quejaba. Era impensable salir a las cubiertas, que eran barridas constantemente por las olas. Una mirada al mar arbolado era bastante para enviarlos de nuevo a los camarotes y atarse a las literas con la ilusión de llegar a ver el amanecer de un nuevo día.
El único consuelo entre tanto sufrimiento era la temperatura cálida. Los que miraban a través de los ojos de buey veían olas altas como edificios de diez pisos. Observaban atónitos cómo la furia del viento les cortaba las crestas para convertirlas en enormes nubes de espuma antes de desaparecer en el aguacero.
Para aquellos que se encontraban en los sollados de la tripulación y la sala de máquinas, el vaivén no llegaba a los extremos que soportaban Barnum y los oficiales en el puente de mando. El capitán comenzó a preocuparse por la manera en que el mar zarandeaba al Sea Sprite como si fuese un coche en una montaña rusa. Cuando el barco comenzó a escorar hacia estribor, observó la lectura en el cimómetro digital. Vio que había llegado a un ángulo de treinta y cuatro grados antes de que los números volvieran a marcar poco a poco entre cinco y cero.
Otro más como este, murmuró para sus adentros, y acabaremos viviendo en el fondo del mar para siempre.
Le resultaba imposible comprender cómo el barco conseguía mantenerse a flote en unas condiciones que superaban todo lo conocido. Entonces, como si ya se merecieran un descanso, los instrumentos marcaron una rápida disminución en la velocidad del viento hasta indicar un poco menos de ochenta kilómetros. Sam Maverick sacudió la cabeza, asombrado.
– Al parecer estamos a punto de entrar en el ojo del huracán, y sin embargo el mar parece todavía más agitado.
– ¿Quién dijo aquello de que la noche es más oscura antes del alba? -replicó el capitán.
El oficial de comunicaciones, Mason Jar, un hombre bajo y rechoncho con los cabellos blancos y un gran pendiente en la oreja izquierda, se acercó a Barnum y le entregó un mensaje. El capitán le echó una ojeada.
– ¿Acaba de llegar?
– Hace menos de dos minutos -respondió Jar.
Barnum le pasó el mensaje a Maverick, que lo leyó en voz alta.
– “El hotel Ocean Wanderer gravemente afectado por condiciones meteorológicas extremas. Rotos los cables de amarre. Ahora va a la deriva y la tormenta lo empuja a la costa dominicana. Por favor, responda cualquier barco que esté en la zona. Más de mil personas a bordo”.
El primer oficial le devolvió el mensaje a Barnum.
– A juzgar por las llamadas de socorro, debemos de ser el único barco todavía a flote que puede intentar el rescate.
– No han transmitido la posición -señaló el oficial de comunicaciones.
– No son marinos, son posaderos.
Maverick se acercó a la mesa de cartas y cogió las reglas.
– Estaba a ochenta kilómetros al sur de nuestra posición cuando levamos anclas para capear la tormenta. No será fácil rodear el arrecife de la Natividad para efectuar el rescate.
Jar reapareció con otro mensaje. Este decía así:
PARA EL SEA SPRITE, DEL CUARTEL GENERAL DE LA NUMA, WASHINGTON. SI ES POSIBLE, INTENTEN EL RESCATE DE LAS PERSONAS EN EL OCEAN WANDERER. CONFÍO EN SU JUICIO Y RESPALDARÉ SUS DECISIONES. SANDECKER.
– Bueno, al menos ahora tenemos la autorización oficial -dijo Maverick.
– Sólo tenemos a cuarenta personas a bordo del Sea Sprite -manifestó Barnum-. En el Ocean Wanderer hay más de mil. No puedo largarme sin que me pese en la conciencia.
– ¿Qué pasará con Dirk y Summer en el Pisces?
– Creo que podrán capear la tormenta, protegidos como están por el arrecife.
– ¿Disponen de una buena reserva de aire? -preguntó Maverick.
– Suficiente para seis días -respondió Barnum.
– Si esta maldita tormenta acaba de una buena vez, tendríamos que estar allí en dos.
– Siempre y cuando podamos enganchar al Ocean Wanderer y remolcarlo a una distancia segura de la costa.
Maverick hizo una pausa mientras miraba a través de la ventana del puente de mando.
– En cuanto entremos en el ojo del huracán, podremos avanzar a toda máquina.
– Calcula la última posición del hotel y la deriva -ordenó Barnum-. Después fija el rumbo para el encuentro.
Barnum comenzó a levantarse de la silla para ir a ordenarle al radioperador que transmitiera al almirante Sandecker su decisión de intentar el rescate del Ocean Wanderer, cuando vio horrorizado que una ola monstruosa, mucho más grande que cualquiera de las anteriores, se elevaba casi veinticinco metros por encima del puente de mando, que estaba a quince metros por encima de la línea de flotación, y caía con una fuerza descomunal que golpeó y engulló al barco de proa a popa. El Sea Sprite superó valientemente la montaña de agua, y se hundió en lo que parecía un seno sin fondo antes de comenzar a subir de nuevo.
El capitán y Maverick se miraban el uno al otro absolutamente atónitos, cuando una segunda ola todavía mayor que la anterior cayó sobre el barco y lo empujó hacia las profundidades.
Aplastada por millones de toneladas de agua, la proa del Sea Sprite empezó a hundirse cada vez más profundamente, como si no tuviera la intención de detenerse.
El Ocean Wanderer estaba ahora totalmente indefenso. Libre de las amarras, el hotel flotante se encontraba a merced de la furia del huracán. Los hombres ya no podían hacer nada para salvar a sus familias y al hotel.
La desesperación de Morton crecía por momentos. Se enfrentaba a una decisión crítica tras otra. Ahora tenía que decidir si ordenaba llenar los tanques de lastre para que el hotel se hundiera en el agua y así reducir la deriva impulsada por la galerna, o vaciar los tanques y dejar que las olas sacudieran la estructura y a los huéspedes como una casa pillada por un tornado.
A simple vista, la primera opción parecía la más práctica. Pero significaba permitir que una fuerza irresistible machacara a placer un objeto prácticamente inmóvil. Ya había secciones de la estructura que comenzaban a ceder, y las bombas de achique trabajaban a pleno rendimiento para sacar el agua que inundaba los niveles inferiores. La segunda opción aumentaría todavía más los sufrimientos de todos los que estaban a bordo y aceleraría el inevitable impacto contra la rocosa costa de la República Dominicana.
Ya se disponía a dar la orden de llenar los tanques de lastre al máximo, cuando el viento empezó a amainar bruscamente. Al cabo de media hora casi había desaparecido del todo y el sol iluminó el hotel con toda su fuerza. Las personas que se encontraban en la sala de baile y el cine prorrumpieron en vítores, convencidos de que lo peor ya había pasado.
Morton no se engañaba. Había disminuido el viento pero el mar seguía revuelto. Miró a través de las ventanas manchadas de sal y vio la pared gris del huracán que se elevaba hasta perderse en el cielo. La tormenta pasaba directamente sobre ellos y ahora mismo acababan de entrar en el ojo. Lo peor aún estaba por llegar.
Dispuesto a aprovechar las pocas horas de calma antes de que acabara de pasar el ojo, Morton llamó a todo el personal de mantenimiento y todos los hombres aptos. Los organizó en grupos de trabajo y los envió a reparar los daños y a reforzar las ventanas de los niveles inferiores, que amenazaban con ceder en cualquier momento. Trabajaron heroicamente y muy pronto sus esfuerzos dieron resultado: bajó el nivel del agua y las bombas comenzaron a ganarle la carrera a las filtraciones.
Morton tenía claro que sólo habían conseguido un alivio que se mantendría mientras estuvieran dentro del ojo, pero era vital mantener la moral y asegurarles a todos que tenían una oportunidad de salvar la vida, aunque él mismo no lo creyera.
Regresó a su despacho y se puso a mirar las cartas marinas de la costa de la República Dominicana, en un intento por adivinar dónde podía tocar tierra el Ocean Wanderer. Con un poco de suerte podrían acabar en alguna de las numerosas playas, pero la mayoría eran demasiado pequeñas, e incluso había algunas que las habían hecho volando la roca con dinamita para construir hoteles. Sus cálculos más optimistas señalaban que tenían un noventa por ciento de probabilidades de chocar contra las rocas, formadas a partir de la lava volcánica millones de años atrás.
Tampoco se le ocurría la manera de sacar a más de mil personas de un hotel encallado y transportarlas sanas y salvas hasta tierra firme mientras eran castigados por unas olas gigantescas.
No parecía haber ninguna manera de evitar un terrible destino. Nunca se había sentido tan vulnerable, tan impotente. Se frotaba los ojos inyectados en sangre cuando el encargado de comunicaciones entró como una tromba en el despacho.
– ¡Señor Morton, vienen a ayudarnos! -gritó.
Morton lo miró, desconcertado por la sorpresa.
– ¿Un barco de rescate?
El hombre sacudió la cabeza.
– No, señor, un helicóptero.
El optimismo de Morton se apagó en el acto.
– ¿De qué nos sirve un helicóptero?
– Han avisado por radio que bajarán a dos hombres en la azotea.
– Imposible.
Entonces se dio cuenta de que sería posible mientras estuvieran en el ojo del huracán. Pasó junto al encargado de comunicaciones, entró en su ascensor privado y subió hasta la terraza. En cuanto se abrieron las puertas y salió a la terraza, se quedó boquiabierto al ver que no quedaba nada de todo el complejo deportivo, excepto la piscina. Pero el golpe más duro fue comprobar que habían desaparecido los botes salvavidas.
Ahora que tenía una visión completa del ojo del huracán, contempló impresionado la malévola belleza de aquel monstruo de la naturaleza. Después miró directamente hacia arriba y vio un helicóptero color turquesa con la palabra NUMA pintada en el fuselaje que descendía. El aparato se detuvo a unos seis metros de la terraza para bajar con sendos cables a dos hombres vestidos con monos turquesas y cascos a juego. En cuanto se desengancharon, uno de los tripulantes del helicóptero bajó dos grandes bultos envueltos en plástico naranja. Los hombres desengancharon los bultos y señalaron que estaba todo despejado.
El tripulante recogió los cables y se despidió levantando el pulgar mientras el helicóptero comenzaba a subir. Al ver a Morton, los dos visitantes se le acercaron cargados con los voluminosos bultos, que no parecían pesarles.
El más alto de los dos se quitó el casco. Tenía los cabellos negros, con unas pocas canas en las sienes. Su rostro mostraba las huellas de una vida en los elementos y sus ojos, de un color verde opalino, con las típicas arrugas de la risa en las comisuras, parecieron taladrar el cerebro de Morton.
– Por favor, llévenos con el señor Hobson Morton -dijo, con una voz tranquila que sonó extraña dadas las circunstancias.
– Yo soy Morton. ¿Quién es usted y por qué está aquí?
– Me llamo Dirk Pitt. -Se quitó el guante y le tendió la mano-. Soy el director de proyectos especiales de la National Underwater and Marine Agency. -Señaló al hombre bajo con los cabellos rizados y grandes cejas, que parecía ser un descendiente de un gladiador romano-. Éste es mi segundo, Al Giordino. Hemos venido para preparar el remolque del hotel.
– Me avisaron que los remolcadores de la compañía no podían salir del puerto.
– No se trata de los remolcadores de la Odyssey, sino de un barco de investigación científica de la NUMA capaz de remolcar una nave del tamaño de su hotel.
Dispuesto a cogerse de un clavo ardiente, Morton invitó a Pitt y Giordino a entrar en el ascensor y los escoltó hasta su despacho.
– Les pido disculpas por el recibimiento -dijo. Los invitó a sentarse-. No me avisaron que vendrían.
– No tuvimos mucho tiempo para prepararnos -respondió Pitt, sin darle importancia-. ¿Cuál es la situación actual?
– Bastante mala. -Morton sacudió la cabeza-. Las bombas apenas si consiguen achicar el agua, la estructura amenaza con ceder en cualquier momento, y en cuanto choquemos contra las rocas en la costa dominicana… -hizo una pausa y se estremeció-… morirán unas mil personas, incluidos ustedes dos.
El rostro de Pitt se convirtió en un trozo de granito.
– No vamos a chocar contra las rocas.
– Necesitaremos la ayuda de su personal de mantenimiento para enganchar el hotel a nuestro barco -manifestó Giordino.
– ¿Dónde está ese barco? -preguntó Morton, con un tono que reflejó sus dudas.
– El radar de nuestro helicóptero lo ha situado a menos de cincuenta kilómetros de aquí.
Morton miró a través de la ventana la terrible pared que encerraba el ojo del huracán.
– Su barco no tendrá tiempo de llegar hasta aquí antes de que nos vuelva a pillar la tormenta.
– El Centro de Huracanes de la NUMA dice que el ojo tiene un diámetro de noventa kilómetros y que se mueve a una velocidad de treinta kilómetros por hora. Con un poco de suerte, conseguirá llegar aquí a tiempo.
– Dos horas para encontrarse con nosotros y una para la maniobra de enganche -dijo Giordino, que consultó su reloj.
– Si no me equivoco -manifestó Morton con tono grave-, hay que discutir el tema del salvamento marítimo.
– No hay nada que discutir -replicó Pitt, irritado ante la demora-. La NUMA es un organismo del gobierno norteamericano dedicado a la investigación oceánica. No somos una compañía de salvamento. Aquí no se trata de que, si no paga, no hay servicio. Si tenemos éxito, nuestro jefe, el almirante James Sandecker, no le cobrará a su jefe, el señor Specter, ni un puñetero centavo.
– Si me permite un añadido -dijo Giordino con una amplia sonrisa-, al almirante le encantan los puros.
Morton miró a Giordino. No sabía cómo tratar con estos hombres que habían caído del cielo sin más y le habían informado tranquilamente que iban a salvar el hotel y a todos los ocupantes. No tenían pinta de ser sus salvadores, pero cedió.
– Por favor, caballeros, díganme qué necesitan.
El Sea Sprite se negaba a morir.
Se hundió hasta una profundidad de la que parecía imposible que un barco pudiera volver a emerger. Totalmente cubierto, hundido en el agua de proa a popa, solo un milagro podía hacer que se librara. Durante unos segundos que se hicieron eternos, pareció estar suspendido en un vacío verdegrís. Después, muy poco a poco, laboriosamente, la proa comenzó a subir mientras luchaba desafiante por volver a la superficie. Luego la potencia de los motores consiguió imponerse y lo impulsaron hacia delante. Por fin salió de nuevo para enfrentarse a la furia de la tormenta, con la proa por encima del agua como una marsopa. La quilla golpeó contra la superficie con una fuerza que sacudió hasta la última plancha del casco, aplastado por las toneladas de agua que corrían por las cubiertas para volver al mar.
La demoníaca galerna había descargado el más terrible de sus golpes contra el barco y el Sea Sprite lo había soportado heroicamente, así como había resistido todos los embates anteriores. Parecía como si el Sea Sprite supiera sin ninguna duda que era capaz de enfrentarse a cualquier ataque del mar.
Con el rostro blanco como una sábana, Maverick miró a través de la ventana del puente de mando, que milagrosamente no se había roto.
– Eso ha sido algo macabro -comentó-. No tenía idea de que me había enrolado en un submarino.
Ningún otro barco habría podido enfrentarse a semejante ataque sin acabar en el fondo del mar. Pero el Sea Sprite no era una embarcación cualquiera; lo habían construido para navegar en los tempestuosos mares polares. La plancha de acero del casco era mucho más gruesa de lo normal porque tenía que resistir la presión de los hielos. Así y todo, no escapó sin daños. Sólo le quedaba un bote salvavidas; las olas se habían llevado los demás.
Barnum miró a popa y se sorprendió al ver que las antenas de los equipos de comunicación no se habían roto. Los que soportaban la tormenta bajo cubierta no tenían la menor sospecha de lo cerca que habían estado de acabar para siempre en el fondo del mar.
De pronto, el sol iluminó el puente de mando. El Sea Sprite había entrado en el ojo del huracán Lizzie. Resultaba paradójico ver el cielo despejado y al mismo tiempo el mar embravecido. Barnum se dijo que era una triste jugarreta que una visión absolutamente encantadora fuese tan amenazadora.
Se volvió hacia el oficial de comunicaciones, Mason Jar, que seguía aferrado a la mesa de cartas con todas sus fuerzas y una expresión como si hubiese visto un ejército de fantasmas.
– Si ya se le ha pasado el susto, Mason, llame al Ocean Wanderer y dígale a la persona que esté al mando que llegaremos lo más rápido posible.
Todavía pasmado por la experiencia, Jason se rehízo poco a poco, asintió con un gesto y salió del puente como un hombre en trance para ir a la sala de comunicaciones.
El capitán miró la pantalla de radar, donde un punto luminoso a cuarenta kilómetros al este indicaba la posición del hotel. Introdujo los datos del nuevo rumbo en el ordenador y esperó a que entrara en funcionamiento el sistema de control automático. Cuando acabó, se enjugó el sudor de la frente con un viejo pañuelo rojo.
– Incluso si llegamos antes de que se estrelle contra las rocas, ¿qué haremos? -murmuró-. No disponemos de botes para acercarnos, y si los tuviésemos no nos servirían porque las olas los harían zozobrar. Tampoco tenemos tornos con la potencia necesaria, ni cables lo bastante gruesos para remolcarlos.
– Así y todo, no quiero pensar lo que sería presenciar impotentes cómo se destruye el hotel contra las rocas con todas las mujeres y los niños a bordo -declaró Maverick.
– No, no es un pensamiento agradable -admitió Barnum.
Heidi llevaba tres días sin aparecer por su casa. Dormía a ratos en un catre en su despacho, bebía litros de café y no comía otra cosa que bocadillos de salchichón y queso. Si caminaba por el Centro de Huracanes como una sonámbula, no era por la falta de sueño sino por la tensión y la angustia de trabajar en medio de una catástrofe colosal que iba a provocar una destrucción y un número de muertos a una escala sin precedentes. Si bien había pronosticado correctamente la descomunal potencia del huracán Lizzie desde su nacimiento y había dado la voz de alarma de inmediato, aún se culpaba a sí misma por no haber hecho más.
Observó cada vez más angustiada las imágenes y las proyecciones en los monitores mientras Lizzie se lanzaba hacia la tierra más próxima.
Gracias a sus primeros avisos, más de trescientas mil personas habían sido evacuadas a la zona montañosa de la República Dominicana y de su vecino, Haití. Así y todo, la cifra de muertos y desaparecidos sería tremenda. Heidi también temía que la tormenta pudiera desviarse hacia el norte y atacar Cuba antes de llegar a la parte sur de Florida. Sonó el teléfono y atendió la llamada, con el recelo de recibir otra mala noticia.
– ¿Algún cambio en tu pronóstico respecto a la dirección? -le preguntó su marido desde su despacho en el Servicio Nacional de Meteorología.
– No. Lizzie continúa su marcha hacia el este como si avanzara sobre rieles.
– Es algo muy extraño que recorra miles de kilómetros en línea recta.
– Más que extraño. Es algo nunca visto. Todos los huracanes conocidos han zigzagueado.
– ¿La tormenta perfecta?
– Lizzie dista mucho de ser perfecta -replicó Heidi-. Pero la tengo clasificada como un cataclismo letal de la máxima magnitud. Ha desaparecido toda una flota pesquera. Otros ocho barcos, superpetroleros, mercantes y yates, han dejado de transmitir. Ya no recibimos sus llamadas de socorro. Tememos lo peor.
– ¿Cuál es la última noticia del hotel flotante? -preguntó Harley.
– Según el último informe, rompió las amarras y el viento y las olas lo empujan hacia la costa dominicana. El almirante Sandecker ha enviado a uno de los barcos de exploración científica de la NUMA a su posición, para intentar remolcarlo hasta un lugar seguro.
– Suena como una causa perdida.
– Mucho me temo que nos encontramos ante una catástrofe sin precedentes -afirmó Heidi con tono grave.
– Me voy a casa. ¿Por qué no te tomas un respiro y vienes? Prepararé una buena cena.
– No puedo, Harley. Todavía no. Tengo que calcular la evolución de Lizzie.
– A la vista de su potencia, podrían pasar días, incluso semanas…
– Lo sé -admitió Heidi-. Eso es lo que más me asusta. Si su energía no disminuye después de pasar por Dominicana y Haití, llegará a tierra firme con toda la furia.
Summer sentía una fascinación por el mar. Se había iniciado cuando sólo tenía seis años y su madre había insistido en que aprendiera a bucear. Le fabricaron una botella de aire y un respirador a medida y había tomado lecciones con los mejores profesores, junto con su hermano. Se había convertido en una criatura marina, que estudiaba a los habitantes del mar para conocer sus caprichos y ánimos. Fue consciente de ello después de nadar en las aguas serenas y azules. También había experimentado lo que era un tifón en el Pacífico. Ahora, como la esposa que lleva veinte años de casada y de pronto descubre en su marido una vena sádica, era testigo de primera mano de lo cruel y malicioso que puede ser el mar.
Sentados en la parte delantera del Pisces, los hermanos miraban a través de la gran burbuja transparente el infernal torbellino en que se había convertido el mar. Cuando la primera línea del huracán avanzó a través del banco de la Natividad, su furia parecía distante, pero a medida que aumentaba su fuerza no tardó en quedar claro que su cómodo habitáculo se enfrentaba a un grave peligro y que estaba mal preparado para protegerlos.
Las crestas de las olas pasaban sin problemas por encima de ellos, que se encontraban a quince metros de profundidad; pero muy pronto las olas alcanzaron unas dimensiones gigantescas, y, cuando los senos bajaron hasta el fondo del mar, Dirk y Summer vieron asombrados que la lluvia azotaba al Pisces hasta que la siguiente ola los tapaba de nuevo.
Una y otra vez el Pisces se vio severamente castigado por el interminable desfile de las olas. La estación espacial interior estaba construida para resistir la presión de las profundidades y sus paredes de acero aseguraban su estanqueidad, pero la terrible fuerza ejercida sobre su superficie comenzó a arrastrarla por el fondo. Las cuatro patas de apoyo no estaban sujetas a una base, sino simplemente hundidas unos pocos centímetros en el coral. Solo las sesenta y cinco toneladas del Pisces impedían que se levantara y acabara lanzada por el arrecife como una botella vacía.
Entonces, el mismo par de olas gigantes que había estado a punto de enviar a pique al Sea Sprite a treinta kilómetros de distancia llegaron al banco de la Natividad. Aplastaron sin piedad el coral y destrozaron su delicada infraestructura en millones de fragmentos. La primera ola tumbó al Pisces y lo envió rodando como un tonel por un desierto pedregoso. A pesar de los intentos de sus ocupantes de sujetarse a cualquier cosa fija, se vieron arrojados de un lado a otro como muñecos de peluche en una batidora.
La estación fue dando tumbos durante casi doscientos metros hasta acabar colgada precariamente en el bordo de una angosta grieta de coral. Luego llegó la segunda ola y la arrojó al fondo.
El Pisces cayó cuarenta metros hasta el suelo de la grieta. Durante la caída chocó repetidamente contra las paredes de coral, y cuando golpeó contra el suelo levantó una enorme nube de arena. La estación cayó sobre el lado derecho y quedó encajada entre las paredes de la grieta. En el interior, todo lo que no estaba sujeto salió disparado en una docena de direcciones. Los platos, las provisiones, los equipos de buceo, las camas y los efectos personales acabaron mezclados y dispersos por todas partes.
Sin hacer caso del dolor que le provocaban una docena de magulladuras y un tobillo torcido, Dirk se acercó a gatas a su hermana, que yacía en posición fetal entre las camas tumbadas. Miró sus grandes ojos grises y por primera vez desde que habían empezado a caminar vio el miedo en ellos. Le sujetó la cabeza cariñosamente entre las manos y le sonrió.
– ¿Qué te ha parecido la montaña rusa?
Summer lo miró a la cara, vio la sonrisa y respiró lentamente mientras dominaba el miedo.
– Mientras dábamos vueltas, no dejé de pensar que habíamos nacido juntos y que moriríamos juntos.
– Mi hermana la pesimista. Todavía tenemos otros setenta años por delante para fastidiarnos mutuamente. ¿Estás herida? -le preguntó, preocupado.
– Me metí debajo de la cama, así que los tumbos no me castigaron tanto como a ti. -Miró a través de la burbuja hacia la superficie-. ¿El habitáculo ha sufrido algún daño?
– Absolutamente ninguno, ni siquiera una gotera. No hay ola, por gigante que sea, capaz de romper al Pisces. Tiene una cubierta de acero de diez centímetros de espesor.
– ¿Qué hay de la tormenta?
– Continúa con la misma violencia, pero aquí abajo estamos seguros. Las olas pasan por encima del cañón sin provocar turbulencias.
Summer miró en derredor.
– Dios, qué desorden.
Mucho más tranquilo al saber que su hermana no había sufrido rasguños, Dirk se ocupó de revisar los sistemas de soporte vital mientras Summer comenzaba a recoger cosas. No había ninguna posibilidad de ponerlo todo donde correspondía, dado que el habitáculo estaba caído de lado. Así que lo acomodó todo en pilas y tapó con mantas todas las partes sobresalientes de los instrumentos, las válvulas y los soportes. Al no tener un suelo, tenían que pasar por encima de las cosas para moverse. Le producía una sensación extraña encontrarse en un entorno donde todo había dado un giro de noventa grados.
Se sentía más segura al saber que habían sobrevivido hasta el momento. La tormenta ya no podía amenazarlos en el cañón de coral, con las paredes cortadas a pico. Allí abajo no se escuchaba el aullido del viento ni la lluvia golpeaba contra las paredes cuando el seno de una ola dejaba el habitáculo al descubierto. El miedo y la angustia de lo que podría ocurrir comenzaron a disiparse. Podían esperar tranquilos a que el Sea Sprite capeara el temporal y regresara. Además contaba con el cariño y el apoyo de su hermano, que había heredado el coraje y la fuerza de su legendario padre.
Pero cuando acudió a sentarse a su lado, con mucho cuidado para no aumentar el dolor de las magulladuras, no vio en su rostro la expresión de confianza que había esperado.
– No pareces muy contento. ¿Qué pasa?
– La caída ha roto las tuberías que conectan las botellas de aire con el sistema de soporte vital. Las lecturas de las válvulas de presión indican que las cuatro botellas intactas sólo contienen aire para las próximas catorce horas antes de agotarse.
– ¿No tenemos las botellas que dejamos en la esclusa de entrada?
– Sólo entramos una que tenía la válvula averiada. La carga de aire nos permitirá respirar a los dos un máximo de cuarenta y cinco minutos.
– Podemos utilizarla para salir a recoger las demás -manifestó Summer, ilusionada-. Aguardaremos uno o dos días a que la tormenta amaine antes de abandonar la estación, y luego subiremos a la superficie con la balsa neumática a esperar que nos rescaten.
Dirk sacudió la cabeza con una expresión lúgubre.
– La peor noticia es que estamos atrapados. La escotilla de la esclusa de entrada está encajada contra el coral. Nada excepto una carga de dinamita podría abrirla lo suficiente para que podamos salir.
Summer exhaló un profundo suspiro.
– Por lo que se ve, nuestro destino está en las manos del capitán Barnum.
– Estoy seguro de que nos tiene presentes. No se olvidará de nosotros.
– Tendremos que informarle de nuestra posición…
Dirk se volvió hacia ella para apoyar las manos en sus hombros.
– La radio se destrozó cuando caímos en el cañón.
– Podemos soltar la radioboya, para que sepan que estamos vivos -respondió Summer, sin darse por vencida.
– Estaba montada en el lado del habitáculo que está contra el fondo -dijo Dirk, con mucha calma-. Seguramente acabó aplastada. Y aunque no hubiese sufrido daños, no tenemos manera de soltarla.
– Pues cuando vengan a buscarnos, tendrán que recorrer toda la zona para encontrarnos metidos en este cañón.
– Puedes contar con que Barnum enviará todas las lanchas y buceadores a bordo del Sea Sprite a que recorran el arrecife.
– Hablas como si tuviésemos aire para días en lugar de unas horas.
– No te preocupes, hermanita -declaró Dirk, muy seguro-. Por el momento estamos bien protegidos de la tormenta. Cuando el mar se calme un poco, la tripulación del Sea Sprite vendrá a buscarnos como un borracho que corre a recoger una caja de whisky que se cayó del camión. Después de todo, somos su prioridad número uno.
En aquel momento el Pisces y sus dos tripulantes ni siquiera existían en la mente de Barnum. Impaciente, se movía en el sillón alto mientras su mirada pasaba alternativa y constantemente de la pantalla del radar a la ventana del puente de mando. Las olas gigantescas habían disminuido hasta ser las habituales de la mar gruesa. Se lanzaban en formación contra el Sea Sprite con regularidad cronométrica, y el rítmico cabeceo se hizo monótono. En esos momentos ya no superaban los treinta metros, y la distancia entre la cresta y el seno apenas era de una docena de metros. Aunque seguía embravecido, parecía un lago comparado con las titánicas olas anteriores. Era como si el mar supiera que había descargado su mejor golpe contra el barco sin conseguir hundirlo. Frustrado, había reconocido su derrota y se había convertido en una simple molestia.
Pasaban las horas y el Sea Sprite continuaba navegando a la máxima velocidad posible que Barnum se atrevía a darle. El capitán, un hombre que se caracterizaba por su buen humor y campechanía, se había vuelto frío y distante mientras reflexionaba en la tarea imposible que tenía por delante. No veía la manera de enganchar un cable de arrastre en el Ocean Wanderer. Había quitado el cabrestante y el cable de arrastre hacía años, cuando el Sea Sprite había dejado de ser un remolcador para convertirse en un barco de exploración oceánica para la NUMA.
Ahora disponían de un torno y un cable que se utilizaban para bajar y subir a los sumergibles. Colocado en la cubierta de popa detrás de la grúa, de poco serviría para arrastrar un hotel flotante con un tonelaje superior al de un crucero. La mirada de Barnum intentaba traspasar la cortina de lluvia.
– Tendríamos que verlo si no fuese por este condenado aguacero -protestó.
– Según marca el radar, está a menos de tres kilómetros y medio -dijo Maverick.
Barnum fue a la sala de comunicaciones para hablar con Mason Jar.
– ¿Tienes alguna noticia del hotel?
– Nada, señor. Permanece en el más absoluto silencio.
– Dios, espero que no hayamos llegado tarde…
– Prefiero no pensarlo, señor.
– Prueba a ver si consigues que te respondan. Inténtalo vía satélite. Casi con toda seguridad, los huéspedes y el personal se comunican con las estaciones de tierra con los móviles más que con la radio.
– Déjeme intentarlo primero con la radio, capitán. A esta distancia no habrá mucha interferencia. El hotel seguramente tiene los mejores equipos para comunicarse con los remolcadores cuando lo arrastran a través del mar como a una barcaza.
– Conecta el micrófono y los altavoces del puente para que pueda hablar con ellos cuando respondan.
– Sí, señor.
Barnum volvió al puente en el momento en que se escuchaba la voz de Jar por los altavoces.
– Aquí el Sea Sprite llamando al Ocean Wanderer. Estamos a tres kilómetros al sudeste de ustedes y acercándonos. Por favor, respondan.
Durante medio minuto solo se escucharon descargas estáticas. Después una voz tronó a través de los altavoces.
– Paul, ¿estás preparado para trabajar?
Debido a las interferencias, Barnum no reconoció la voz a la primera, así que cogió el micrófono y replicó:
– ¿Quién habla?
– Tu viejo camarada, Dirk Pitt. Estoy en el hotel con Al Giordino.
Barnum se quedó boquiabierto al relacionar la voz con el rostro.
– ¿Cómo es posible que precisamente vosotros dos estéis en un hotel flotante en medio de un huracán?
– Nos dijeron que era una juerga, y no nos la quisimos perder.
– Te aviso de que no disponemos del equipo necesario para remolcar al Wanderer.
– Todo lo que necesitamos son vuestros poderosos motores.
Durante los años que llevaba en la NUMA, Barnum había aprendido que Pitt y Giordino no estarían donde estaban sin un plan.
– ¿Qué se le ha ocurrido a tu mente retorcida?
– Ya tenemos formados los equipos para que nos ayuden a utilizar los cables de amarre del hotel como cables para el remolque. Una vez que los tengas a bordo del Sea Sprite, podrás unirlos para tener una brida y luego sujetarlos al cabrestante de popa para remolcarnos.
– Tu plan es una locura -afirmó Barnum, incrédulo-. ¿Cómo piensas arrastrar hasta mi barco, en medio de un mar embravecido, toneladas de cable que se arrastran por el fondo?
Hubo una pausa, y después, cuando llegó la respuesta, Barnum se imaginó la sonrisa diabólica en el rostro de Pitt.
– Tenemos grandes ilusiones.
Disminuyó el aguacero y la visibilidad pasó de los doscientos metros a casi un kilómetro y medio. El Ocean Wanderer apareció de pronto delante mismo de la proa.
– Dios, mira qué belleza -dijo Maverick-. Parece un castillo de cristal de un cuento de hadas.
El hotel presentaba un aspecto magnífico e imponente en medio del oleaje. La tripulación y los científicos se amontonaron en las bordas y el puente para contemplar el espectáculo de un edificio en un lugar donde no podía haber ninguno. La noticia de que iban a intentar remolcarlo había encendido el entusiasmo de todos.
– Es tan hermoso… -murmuró una rubia muy menuda, que era química marina-. Nunca habría imaginado una arquitectura creativa hasta ese extremo.
– Yo tampoco -afirmó el químico que estaba a su lado-. Cubierto con tanta espuma salada, podría pasar por un iceberg.
Barnum miró a través de los prismáticos el hotel, que se balanceaba con el embate de las olas.
– Por lo que se ve, no ha quedado nada en la terraza.
– Es un milagro que esté a flote -opinó Maverick, asombrado-. Desde luego, supera todas las expectativas.
El capitán bajó los prismáticos y se dirigió a su segundo.
– Ordena la maniobra para que nuestra popa quede a barvolento del hotel.
– Cuando acabemos de soportar otra paliza para ponernos en posición de remolcarlos, capitán, ¿qué haremos?
Barnum observó al Ocean Wanderer con expresión pensativa.
– Esperaremos -respondió-. Esperaremos a ver qué saca Pitt de la manga después de usar su varita mágica.
Pitt estudió los detallados planos de los cables de amarre que le había facilitado Morton. Ambos, con Giordino y Emlyn Brown, el jefe de mantenimiento del hotel, estaban de pie alrededor de una mesa en el despacho de Morton.
– Tendremos que recoger los cables para saber qué longitud tienen después de romperse.
Brown, que tenía el físico de un corredor, se pasó la mano por los cabellos negro azabache.
– Hemos recogido lo que quedaba de ellos inmediatamente después de que se partieran. Me preocupaba que si los cabos se enganchaban en las rocas, el hotel se girara con el impacto de las endemoniadas olas.
– ¿A qué distancia se cortaron de sus amarres los cables tres y cuatro?
– Diría, aunque no sea muy fiable, que a unos doscientos o quizá doscientos veinte metros.
Pitt y Giordino intercambiaron una mirada.
– Eso no le deja a Barnum mucho espacio para maniobras. Además, si el Ocean Wanderer se hunde, la tripulación de Barnum no tendrá tiempo para cortar el cable. El Sea Sprite acabaría en el fondo junto con el hotel.
– Si conozco bien a Paul -manifestó Giordino-, no vacilará en correr el riesgo con tantas vidas en juego.
– ¿Debo entender que pretende utilizar los cables de amarre para remolcar el hotel? -preguntó Morton, desde el lado opuesto de la mesa-. Me han dicho que su barco es un remolcador oceánico.
– Lo era -replicó Pitt-. Pero fue reconvertido de un remolcador rompehielos a nave de investigación oceánica. Quitaron el cabrestante y el cable de remolque como parte de la reforma. Ahora solo tiene una grúa para bajar y subir los sumergibles. Tendremos que improvisar y arreglarnos con lo que tenemos.
– En ese caso, ¿de qué nos sirve? -preguntó Morton, airado.
– Confíe en mí. -Pitt lo miró a los ojos-. Si conseguimos engancharlo, los motores del Sea Sprite tienen toda la potencia necesaria para remolcar a este hotel.
– ¿Cómo hará para llevar los extremos de los cables hasta el buque? -preguntó Brown-. En cuanto los soltemos, se hundirán hasta el fondo.
– Los llevaremos flotando -respondió Pitt.
– ¿Flotando?
– Tendrá bidones de doscientos litros a bordo, ¿no es así?
– Muy astuto, señor Pitt. Ya veo lo que pretende. -Brown hizo una pausa-. Tenemos en el almacén bidones de aceite lubricante, aceite de cocina y detergentes.
– Nos harán falta todos los bidones que tenga.
Brown se volvió hacia los cuatro hombres que formaban su grupo de mantenimiento.
– Id a buscar todos los bidones vacíos y vaciad el resto lo más rápido que podáis.
– A medida que usted y sus hombres vayan desenrollando los cables -explicó Pitt-, quiero que aten un bidón cada seis metros. Si conseguimos mantener a flote los cables, entonces los podremos arrastrar hasta el Sea Sprite.
– Eso está hecho -afirmó Brown.
– Si antes se partieron cuatro cables de amarre -interrumpió Morton-, ¿qué le hace pensar que dos bastarán para soportar el esfuerzo?
– Para empezar -respondió Pitt con gran paciencia-, la tormenta ha amainado mucho. En segundo lugar, los cables son más cortos, así que la tensión será menor. Por último, remolcaremos al hotel por la manga más angosta. Cuando estaba amarrado, fue la fachada la que recibió todo el embate de la tormenta. -Sin darle tiempo a Morton para una réplica, se volvió hacia Brown-. Necesito que un buen mecánico se encargue de colocar ojetes en los extremos de los cables, para poder sujetarlos en los norayes del Sea Sprite.
– Yo mismo me encargaré de hacerlo -dijo Brown-. Espero que tenga un plan para transportar los cables hasta el barco. No irán flotando solos, y mucho menos con este mar.
– Ésa es la parte más divertida -contestó Pitt-. Necesitaremos dos o tres centenares de metros de soga de poco diámetro, pero con la resistencia de un cable de acero.
– Tengo dos carretes de ciento cincuenta metros de soga Falcron en el almacén. Es delgada, ligera y con la resistencia suficiente para levantar un tanque Patton.
– Ate un carrete en el extremo de cada cable.
– Me parece lógico utilizar la soga Falcron para llevar los cables hasta el barco, pero… ¿cómo pretenden llegar hasta allí?
Pitt y Giordino intercambiaron una mirada.
– Esa será nuestra tarea -declaró Pitt, con una sonrisa severa.
– Espero que no tarden mucho más -manifestó Morton con un tono lúgubre, al tiempo que señalaba a través de la ventana-. El tiempo es un bien escaso para nosotros.
Como si fuesen espectadores en un partido de tenis, todos se volvieron al mismo tiempo. La línea de la costa estaba a poco más de tres kilómetros, y hasta donde alcanzaban a ver en ambas direcciones, las olas rompían con una fuerza tremenda contra lo que parecía ser una interminable pared de roca.
En la sala de los equipos de aire acondicionado, ubicada en una de las esquinas del edificio, Pitt distribuyó en el suelo el contenido del bulto que había llevado. Primero se vistió con el traje de neopreno, de pantalón y manga corta. Prefería ese traje más sencillo para la tarea que tenía por delante porque la temperatura del agua era alta y no veía la necesidad de un traje más pesado. También disfrutaba con la libertad de movimientos que le daba tener los brazos y las piernas en contacto directo con el agua por debajo de los codos y las rodillas. A continuación se sujetó a la espalda el compensador de flotación, y se colocó la máscara Scuba Pro. Se abrochó el cinto de lastre y verificó el funcionamiento del cierre.
Acabada esta parte, se sentó en el suelo para que uno de los hombres de mantenimiento lo ayudara a colocar en posición el respirador de circuito cerrado. Giordino y él habían decidido que los respiradores de circuito cerrado les darían más libertad de movimiento que las voluminosas botellas de aire. Lo mismo que en los equipos normales, el buceador respira el aire de la botella a través de un regulador, pero el aire exhalado va a un recipiente donde se elimina el dióxido de carbono y se añade oxígeno. La unidad SIVA55 que utilizaban había sido diseñada para las operaciones submarinas secretas de la inteligencia naval.
El último paso fue comprobar el funcionamiento del equipo de comunicación submarina de Ocean Technology Systems. El receptor estaba sujeto a la correa de la máscara.
– Al, ¿me escuchas?
Giordino, que en esos momentos realizaba el mismo procedimiento en la esquina opuesta del hotel, respondió con una voz que parecía estar envuelta en algodones.
– Todas las palabras.
– Vaya, suenas muy coherente.
– Si vas a criticarme, renuncio ahora mismo y me voy al bar.
Pitt sonrió ante el imbatible sentido del humor de su amigo. Si había alguien en quien podía confiar con los ojos cerrados, era Giordino.
– Listo cuando tú digas.
– Di cuándo.
– Señor Brown…
– Emlyn.
– De acuerdo. Emlyn, que sus hombres estén junto a los cabrestantes hasta que les demos la señal de que suelten los cables y los bidones.
Brown le contestó desde la sala donde estaban los enormes cabrestantes con los cables de amarre.
– No tiene más que decirlo.
– Mantenga los dedos cruzados -dijo Pitt, mientras se calzaba las aletas.
– Que Dios los bendiga, y buena suerte -manifestó Brown.
Pitt le hizo un gesto a uno de los hombres de Brown, que estaba junto a uno de los carretes con la soga de Falcron. Era bajo y fornido e insistía en que lo llamaran Critter.
– Suéltela poco a poco. Si nota la más mínima tensión, suelte un poco más rápido o frenará mi avance.
– La soltaré con suavidad -le aseguró Critter.
Luego Pitt llamó al Sea Sprite.
– Paul, ¿estás preparado para recoger las sogas?
– En el momento en que me las entregues.
La voz firme de Barnum sonó con toda claridad en el receptor de Pitt. Sus palabras eran transmitidas por un transductor que había mandado sumergir en la popa de la nave.
– Al y yo sólo podemos arrastrar unos sesenta metros de soga por debajo del agua. Tendrás que acercarte para llegar hasta nosotros.
Barnum y Pitt sabían que cualquiera de las gigantescas olas podía empujar al Sea Sprite contra el hotel y enviarlos a pique. Sin embargo, Barnum no vaciló en jugárselo todo a una carta.
– De acuerdo, allá vamos.
Pitt hizo un lazo con la soga y se lo enganchó como un arnés. Se puso de pie e intentó abrir la puerta que daba a un pequeño balcón a unos seis metros del agua, pero la fuerza del viento la empujaba desde el otro lado. Antes de que pudiera pedir ayuda, Critter apareció a su lado.
Empujaron con todas sus fuerzas. En cuanto consiguieron abrirla un poco, el viento se coló por la grieta y lanzó la puerta contra las bisagras como si la hubiese coceado una mula. El hombre del hotel recibió el embate del viento y acabó lanzado hacia atrás como el proyectil de una catapulta.
Pitt consiguió mantenerse de pie, bien sujeto al marco. Pero en cuanto vio que una enorme ola venía hacia él, saltó por encima de la barandilla y se arrojó al agua.
Lo peor de la furia había pasado. El ojo del huracán estaba muy lejos y el Ocean Wanderer había sobrevivido a los coletazos finales de Lizzie. El viento había amainado hasta los setenta kilómetros y la altura de las olas rondaba los diez metros. Aunque la superficie del mar distaba mucho de estar calmada, al menos ya no mostraba la cólera anterior. El huracán Lizzie se movía hacia el oeste para continuar con su macabra obra de destrucción y muerte en la República Dominicana y Haití antes de entrar en el mar Caribe. En veinticuatro horas el mar recuperaría la calma después de soportar la tormenta más terrible de la historia.
El choque de las olas contra la costa parecía cada vez más cercano con el paso de los minutos. El hotel había derivado hacia la orilla hasta una distancia desde la cual los centenares de huéspedes y empleados veían las enormes nubes de espuma que se levantaban cuando las olas rompían en los rocosos acantilados. Se estrellaban con la misma fuerza de una avalancha. Las nubes de espuma giraban en el aire cuando se encontraban con el reflujo de la ola anterior. La muerte estaba a menos de un kilómetro y medio de distancia, y la velocidad de deriva del Ocean Wanderer era de aproximadamente un kilómetro y medio por hora.
Las miradas de todos iban alternativamente de la costa al Sea Sprite, que cabalgaba las olas como un pato cebado a unos pocos centenares de metros.
Cubierto de pies a cabeza con un chubasquero amarillo, Barnum soportaba el aguacero y el viento junto a la grúa instalada en popa. Miraba el lugar de la cubierta donde había estado el gran cabrestante y pensó en lo útil que habría sido en esos momentos. Pero tendría que apañarse con lo que había. No podían hacer otra cosa que sujetar los cables manualmente.
Protegido parcialmente por el armazón de la grúa, Barnum hizo caso omiso del viento y miró a través de los prismáticos la base del Ocean Wanderer. Él y cuatro miembros de la tripulación habían enganchado los arneses de seguridad a la barandilla, para evitar que alguna ola los arrojara por encima de la borda. Vio a Pitt y Giordino en el momento en que saltaban al agua y desaparecían debajo de la superficie. Apenas si veía a los hombres que permanecían junto a las puertas, azotadas por las olas, y se encargaban de soltar la soga Falcron roja que arrastraban los buceadores por debajo de las olas.
– Lanzad un par de boyas -ordenó, sin apartar los prismáticos- y preparad los bicheros.
El capitán rogó para sus adentros no tener que llegar al extremo de emplear los bicheros si se daba el caso de que los buceadores perdieran el conocimiento. Habían acoplado unos tubos de aluminio suplementarios para que los ástiles alcanzaran una longitud de diez metros.
Permanecieron expectantes aunque sin mucha fe, sin poder ver a Pitt o Giordino bajo el mar revuelto ni seguir el rastro de las burbujas, dado que el respirador de circuito cerrado no expulsaba al exterior la respiración del submarinista.
– Paren máquinas -ordenó.
– ¿Ha dicho paren máquinas, capitán? -replicó el jefe de máquinas desde las entrañas de la nave.
– Sí, hay unos buceadores que traen las sogas. Tenemos que dejar que el mar nos lleve hacia la orilla y acortar la distancia para que ellos puedan llegar con las sogas.
Volvió a mirar a través de los prismáticos la costa asesina, que parecía estar acercándose con una tremenda rapidez.
Después de nadar unos treinta metros desde el hotel, Pitt emergió durante unos segundos para orientarse. La mole del Ocean Wanderer, empujada inexorablemente por el viento y las olas hacia la costa, se levantaba en la superficie como un rascacielos en Manhattan. Alcanzó a ver al Sea Sprite cuando lo levantó una ola. Se balanceaba en el mar a lo que parecía una distancia de más de un kilómetro, pero en realidad estaba a menos de cien metros. Fijó la posición en la brújula antes de sumergirse a una profundidad donde las olas no lo afectaran.
Cada vez le resultaba más difícil avanzar con la soga, porque la resistencia aumentaba con cada palmo que soltaban. Agradeció que la soga de Falcron no fuera pesada o voluminosa, cosa que la habría hecho imposible de manejar. Para moverse con la menor resistencia aerodinámica posible, mantenía la cabeza gacha y las manos unidas detrás de la espalda por debajo del aparato respirador.
Intentaba mantenerse a la profundidad justa para evitar que los senos de las olas perturbaran su avance. Se desorientó en más de una ocasión, pero una rápida mirada a la brújula lo volvió a situar en el rumbo correcto. Movía las aletas con toda la fuerza de las piernas para arrastrar la soga que se le clavaba en el hombro, pero por cada par de metros que avanzaba perdía uno por culpa de la corriente.
Comenzaron a dolerle los músculos de las piernas y su avance perdió impulso. Notaba una cierta confusión mental provocada por el elevado consumo de oxígeno. El corazón le latía cada vez más rápido debido al esfuerzo y se le hacía difícil respirar. No se atrevía a hacer una pausa ante el riesgo de que la corriente le hiciera perder todo lo ganado. No había tiempo para un descanso. Todos los minutos contaban mientras el Ocean Wanderer se veía arrastrado hacia el desastre por un mar implacable.
Tras otros diez minutos de esfuerzo máximo, sus fuerzas empezaron a disminuir. Notó que su cuerpo estaba a punto de rendirse. La mente lo urgía a echar el resto, pero había un límite al esfuerzo de los músculos. Impulsado por la desesperación comenzó a bracear en un intento por aliviar la tarea de las piernas, que notaba cada vez más entumecidas.
Se preguntó si Giordino estaría pasando por el mismo trance, pero sabía que Al preferiría morir antes que renunciar, cuando estaban en juego las vidas de tantas mujeres y niños. Además, su amigo era fuerte como un toro. Si había alguien capaz de nadar a través de un mar arbolado con una mano atada a la espalda, ese era Al.
Pitt no desperdició el aliento en comunicarse con su amigo para saber cómo estaba. Hubo momentos en que lo dominó la angustia al pensar que no lo conseguiría, pero fue capaz de apartar el derrotismo y apeló a sus reservas interiores para seguir adelante.
Casi no podía respirar. El peso cada vez mayor de la soga semejaba una manada de elefantes que intentara arrastrarlo en la dirección opuesta. Comenzó a recordar los viejos anuncios de Charles Atlas, el hombre más fuerte del mundo, que arrastraba una locomotora. Ante la posibilidad de que se estuviera desviando de su objetivo, miró de nuevo la brújula. Milagrosamente, había conseguido nadar en línea recta hacia el Sea Sprite.
La nube negra del agotamiento total comenzaba a asomar en su visión periférica, cuando escuchó una voz que decía su nombre.
– Sigue, Dirk -gritó Barnum en su auricular-. Te vemos debajo del agua. ¡Sube!
Pitt obedeció la orden y salió a la superficie.
– ¡Mira a tu izquierda!
Pitt se volvió. A menos de tres metros había una boya sujeta a un cabo que llevaba hasta el Sea Sprite. No se molestó en responder. Le quedaban fuerzas para cinco brazadas, y las entregó a la causa. Con un alivio físico que nunca había experimentado antes, cogió el cabo, se lo pasó por debajo del brazo y tiró para que la boya quedara bien sujeta contra la espalda.
Se relajó mientras Barnum y sus hombres lo subían por la popa. Cuando estaba a media altura, engancharon el cabo con el bichero a un metro por detrás de Pitt y acabaron de subirlo con mucho cuidado hasta la cubierta.
Pitt levantó las manos y Barnum le quitó rápidamente el lazo del hombro y lo enganchó en el cabrestrante, junto con la soga que había llevado Giordino. Dos tripulantes se encargaron de quitarle la máscara y el respirador. Absorbió afanosamente el aire salobre con los ojos cerrados y cuando los abrió se encontró mirando el rostro sonriente de Al.
– Lentorro -murmuró Giordino, que también estaba al límite del agotamiento-. He subido a bordo casi dos minutos antes que tú.
– Tengo suerte de estar aquí -respondió Pitt entre jadeos.
Ahora que eran simples espectadores, se sentaron en la cubierta con la espalda contra la borda, que los protegía del agua que barría la cubierta, y esperaron a que les disminuyeran los latidos y la respiración volviera al ritmo normal. Observaron mientras Barnum le daba la señal a Brown, y los bidones que sostenían los cables de amarre invisibles debajo de la superficie comenzaban a asomar. El cabrestante se puso en marcha, se tensó la delgada soga de Falcron y los bidones se movieron. Los cables colgados de los flotadores de acero se agitaban al impulso de la corriente como serpientes rabiosas. Al cabo de diez minutos, los primeros bidones golpearon contra el casco.
La grúa los levantó hasta la cubierta de popa junto con los extremos de los cables. La tripulación se apresuró a unirlos con los grilletes, que pasaron por los ojetes colocados por Brown. Luego, con la ayuda de Pitt y Giordino, que ya se habían recuperado del esfuerzo, los engancharon en la gran bita montada delante de la grúa.
– ¿Preparado para el remolque, Ocean Wanderer? -preguntó Barnum, con la respiración agitada.
– Todo lo que se puede estar -respondió Brown.
Barnum llamó al jefe de máquinas.
– ¿Todo preparado en la sala de máquinas?
– Sí, capitán -contestó una voz con un fuerte acento escocés.
A continuación llamó al primer oficial en el puente:
– Señor Maverick, controlaré la maniobra desde aquí.
– Recibido, capitán. Es todo suyo.
Barnum se acercó a la consola de control montada delante de la grúa. Separó las piernas para mantener el equilibro, sujetó las palancas cromadas de los aceleradores y los movió suavemente hacia delante, al tiempo que giraba un poco la cabeza para mirar el hotel, que con su tamaño hacía que el Sea Sprite pareciera un barco de juguete.
Pitt y Giordino permanecían uno a cada lado de Barnum. Todos los miembros de la tripulación y el equipo de científicos estaban en una de las alas del puente sin preocuparse de la lluvia, en el más absoluto silencio y con las miradas fijas en el Ocean Wanderer. Los dos grandes motores magnetohidrodinámicos no transmitían su potencia a unos ejes conectados a las hélices; generaban una energía que bombeaba el agua a través de unas turbinas para propulsar el barco. En lugar de la típica masa de agua verde batida por las palas de las hélices a popa, en la superficie solo se veían dos chorros que parecían tornados horizontales.
La popa del Sea Sprite se hundió un poco y todo el barco se sacudió por el esfuerzo del remolque, la fuerza del viento y el embate de las olas. Comenzó a colear, pero Barnum ajustó rápidamente el ángulo de los propulsores, y el barco se enderezó. Durante unos minutos que se hicieron eternos no se apreció ningún cambio. El hotel parecía empeñado en continuar su viaje hacia una muerte segura.
Bajo cubierta, las máquinas no sonaban como motores diesel: las bombas que suministraban la potencia para las turbinas aullaban como endemoniadas. Barnum observó con preocupación los instrumentos que registraban el funcionamiento de los motores.
Pitt se acercó a Barnum, que tenía las manos blancas por la fuerza que hacía en las palancas mientras las empujaba hasta los topes, como si quisiera llevarlas todavía más allá.
– No sé hasta cuándo aguantarán los motores -gritó Barnum para hacerse escuchar por encima del ruido del viento y el aullido que llegaba desde la sala de máquinas.
– Exprímelos al máximo -dijo Pitt con un tono glacial-. Si revientan, asumo la responsabilidad.
Barnum era el capitán del barco, pero Pitt estaba muy por encima de él en la jerarquía de la NUMA.
– Vaya consuelo que me das -replicó Barnun-. Si revientan, acabaremos destrozados contra las rocas.
Pitt lo miró con una sonrisa que era dura como el granito.
– Ya nos preocuparemos cuando llegue el momento.
Para aquellos que estaban a bordo del Sea Sprite, el empeño parecía cada vez inútil con el paso de los minutos. Parecía como si una mano lo tuviese inmovilizado en el agua.
– ¡Vamos, hazlo! -le suplicó Pitt al Sprite-. ¡Tú puedes hacerlo!
En el hotel, la angustia de los pasajeros comenzó a dar paso al pánico a medida que contemplaban horrorizados la furia de las olas contra las rocas más cercanas, en una catastrófica exhibición de surtidores de agua y espuma. El terror se multiplicó cuando un súbito temblor indicó que la parte más baja del edificio había golpeado contra el fondo. Nadie corrió hacia las salidas, como en el caso de un incendio o un terremoto. No había lugar alguno al que huir. Saltar al agua era algo más que un simple acto de suicidio: significaba una muerte lenta y dolorosa, ya fuera por ahogamiento o descuartizado contra las afiladas piedras de lava volcánica.
Morton recorría las salas, en un intento por calmar y dar ánimos a los huéspedes y el personal, pero eran muy pocos quienes le prestaban atención. Se sentía dominado por un profundo sentimiento de frustración. Una mirada a través de las ventanas era más que suficiente para acabar con el coraje de cualquiera. Los niños lloraban al ver el miedo reflejado en los rostros de los padres. Algunas mujeres lloraban, otras gemían y había quienes mantenían una expresión pétrea. La mayoría de los hombres se tragaban el miedo y abrazaban a sus seres queridos, al tiempo que procuraban mostrarse valientes.
El batir de las olas contra las rocas sonaba como una descarga de artillería, pero para muchos era el redoble de los tambores en un desfile fúnebre.
En el puente de mando del Sprite, Maverick vigilaba el indicador de velocidad digital. Los números rojos marcaban cero. Vio los cables fueran del agua con los bidones colgados como las escamas de un monstruo marino. No era el único que rezaba para sus adentros que el barco se moviera. Miró las lecturas del GPS, que marcaban la posición exacta de la unidad con un margen de error mínimo. Los números permanecían estáticos.
Luego miró a través de la ventana hacia popa, donde Barnum estaba rígido como una estatua con las manos en los mandos de la consola, y después al Ocean Wanderer, castigado por las olas. Echó una ojeada al anemómetro digital y vio que la velocidad del viento se había reducido considerablemente en la última media hora. Ya es algo, murmuró para sí. Entonces, cuando miró de nuevo el GPS, vio que los números habían cambiado.
Se frotó los ojos para asegurarse de que no se había imaginado el cambio. No había ninguna duda con respecto al mismo. A continuación miró el indicador de velocidad. El último dígito de la derecha oscilaba entre cero y un nudo.
Permaneció como aturdido, dominado por el deseo de creer lo que estaba viendo sin tener muy claro que aquello no era el producto del deseo de que ocurriera un milagro. Pero el indicador de velocidad no mentía. Había un movimiento hacia delante, por minúsculo que fuese. Maverick cogió un megáfono y salió al exterior del puente.
– ¡Se mueve! -gritó, con entusiasmo rabioso-. ¡Se mueve!
Nadie respondió a su anuncio; era demasiado pronto para cantar victoria. El movimiento a través de las grandes olas era inapreciable para el ojo desnudo, tan mínimo que no se podía apreciar. Solo tenían la palabra de Maverick. Transcurrieron unos minutos de angustia mientras se esperaba la confirmación. Entonces Maverick volvió a gritar:
– ¡Un nudo! ¡Nos estamos moviendo a un nudo!
No era una ilusión. Con la lentitud de un caracol, se hizo evidente que la distancia entre el Ocean Wanderer y las rompientes se iba ampliando poco a poco.
Ese día no habría desastre ni muerte en las rocas.
El Sea Sprite tiraba de los cables de amarre y avanzaba con los motores funcionando a una velocidad de rotación que superaba todos los límites imaginados por sus diseñadores. Ninguno de los que se encontraban en la cubierta de popa miraba la costa asesina o el hotel. Todas las miradas estaban fijas en la bita y en los grandes cables que crujían, sometidos a la máxima tensión. Si se partían, se habría acabado el espectáculo. No habría manera de salvar al Ocean Wanderer y todos aquellos que estaban detrás de las paredes de cristal.
Pero, por inconcebible que resultara para todos, los grandes cables aguantaban, tal como había calculado Pitt.
Muy lentamente, de forma casi inapreciable, el barco de la NUMA alcanzó una velocidad de dos nudos, con las cubiertas barridas de proa a popa por grandes nubes de espuma. Solo después de remolcar el hotel a algo más de tres kilómetros de distancia de la costa, Barnum redujo la aceleración para dar un respiro a los recalentados motores. El peligro fue disminuyendo con cada palmo que ganaban, hasta que los escollos y el mar se quedaron sin la catástrofe que hasta entonces parecía inevitable.
Los tripulantes del Sea Sprite agitaban los brazos en respuesta a los huéspedes del Ocean Wanderer, que saludaban y vitoreaban detrás de los cristales. Desaparecido el peligro, el pánico dio paso a una alegría desbordante. Morton ordenó abrir las bodegas y el champán corrió a raudales por todo el hotel. Para los huéspedes y el personal, él era el héroe del día. Todos lo rodeaban y le agradecían sus esfuerzos por salvarlos de una muerte horrible, aunque no fuera exactamente la verdad.
Se escabulló discretamente del jolgorio para volver a su despacho y sentarse a su mesa, agotado y feliz. Mientras se relajaba, su mente se centró en su futuro. Aunque detestaba abandonar su posición como director general del Ocean Wanderer, sabía que cualquier relación con Specter era cosa del pasado. No podía volver a trabajar para un misterioso personaje que había abandonado a su suerte a tantas personas que eran fundamentalmente su responsabilidad.
Morton pensó a fondo en los pasos que daría. No habría ninguna cadena de hoteles de lujo en todo el mundo que no quisiera contratarlo en cuanto se conociera su papel a la hora de evitar la tragedia. El problema radicaba en cómo dar a conocer sus logros.
No hacía falta ser un Nostradamus para saber que, en cuanto Specter se enterara de que el hotel se había salvado, ordenaría a sus departamentos de publicidad y relaciones públicas que prepararan comunicados para los medios, organizaran conferencias de prensa y entrevistas en la televisión para narrar cómo él, Specter, había dirigido el rescate convirtiéndose en el salvador del hotel y de todos sus ocupantes.
Decidió que debía aprovechar la ventaja y atacar primero. Llamó a un viejo compañero de la universidad que tenía una empresa de relaciones públicas en Washington, y le ofreció su versión de la aventura, sin ocultar los méritos de la NUMA y los hombres que habían realizado el remolque, ni olvidarse tampoco de mencionar el heroísmo de Emlyn Brown y el personal de mantenimiento. Así y todo, la descripción que hizo de cómo había manejado la crisis no fue precisamente modesta.
Cuarenta y cinco minutos más tarde, colgó el teléfono, entrelazó las manos detrás de la nuca y sonrió como el famoso gato de Cheshire. Estaba seguro de que Specter intentaría rebatir su versión, pero en cuanto los medios publicaran la historia junto con las entrevistas a los huéspedes, cualquier réplica serviría de muy poco.
Se bebió otra copa de champán y no tardó en dormirse.
– Dios, nos hemos librado por los pelos -dijo Barnum en voz baja.
– Buen trabajo, Paul -lo felicitó Pitt, que acompañó sus palabras con una palmada en la espalda.
– La velocidad es de dos nudos -gritó Maverick desde la galería del puente a la multitud que vitoreaba en la cubierta.
Había dejado de llover y las olas no llegaban a una altura de tres metros. El huracán Lizzie, al parecer aburrido de amenazar y hundir a las embarcaciones que había encontrado a su paso, descargaba en ese momento su furia en las ciudades y pueblos de la República Dominicana y la vecina Haití. La mayor parte de la población dominicana había sobrevivido a los terribles vientos huyendo al interior del país, y refugiándose en los bosques. El número de muertos no llegaba a los trescientos.
Pero los haitianos, cuyo país es el más pobre de todo el hemisferio occidental, habían talado los árboles para construir sus míseras viviendas y tener leña. Las endebles casuchas no podían protegerlos, y la consecuencia fue que habían muerto casi tres mil antes de que el huracán Lizzie acabara de cruzar la isla y volviera a mar abierto.
– Tendría que darte vergüenza, capitán -dijo Pitt, burlón.
Barnum lo miró desconcertado. Estaba tan agotado física y mentalmente que a duras penas consiguió replicar:
– ¿A qué te refieres?
– Eres el único de la tripulación que no lleva el chaleco salvavidas.
El capitán se miró el chubasquero amarillo y sonrió.
– Tenía tantas cosas en la cabeza que se me olvidó. -Se volvió hacia el puente y habló a través del micrófono-: Señor Maverick…
– ¿Señor?
– El barco es suyo. Tiene el mando.
– Sí, capitán, el puente tiene el mando.
– Bien, caballeros, hoy habéis salvado unas cuantas vidas -dijo Barnum a Pitt y Giordino-. Ha sido un acto de auténtico heroísmo traer los cables hasta el Sea Sprite.
Las expresiones de Pitt y Giordino reflejaron el embarazo que les producía la alabanza. Pitt fue el primero en reaccionar.
– En realidad, no fue nada extraordinario -replicó con un tono divertido-. Otra más de nuestras muchas hazañas.
Barnum no se dejó engañar por la réplica. Conocía a los dos hombres lo bastante bien como para saber que preferirían morir antes que vanagloriarse de lo que habían hecho.
– Allá vosotros si queréis quitaros méritos, pero insisto en que habéis hecho un trabajo de primera. Bueno, basta de charla. Vayamos al puente. No me vendría mal una taza de café.
– ¿No tienes algo más fuerte? -preguntó Giordino.
– Creo que te podré complacer. Me hice con una botella de ron de mi cuñado la última vez que estuvimos en puerto.
– ¿Se puede saber cuándo te casaste? -dijo Pitt.
Barnum se limitó a sonreír como única respuesta y caminó hacia la escalerilla que conducía al puente.
Antes de tomarse su bien merecido descanso, Pitt entró en la sala de comunicaciones y le pidió a Jar que llamara a Dirk y Summer. Después de intentarlo varias veces, Jar sacudió la cabeza.
– Lo siento, señor Pitt. No responden.
– Eso no me hace ninguna gracia -dijo Pitt pensativamente.
– Será consecuencia de algún problema de menor importancia -comentó Jar, sin perder el optimismo-. Es probable que la tormenta estropeara las antenas.
– Confiemos en que eso sea todo.
Pitt fue hasta el camarote del capitán. Barnum y Giordino estaban bebiendo una copa de ron Gosling.
– No hay comunicación con el Pisces -les dijo.
Barnum y Giordino intercambiaron una mirada de preocupación. El tono festivo desapareció en el acto. Después Giordino procuró tranquilizar a Pitt.
– El habitáculo está construido como un tanque. Joe Zavala y yo lo diseñamos. Tiene todos los sistemas de seguridad posibles. Es imposible perforar el casco, y mucho menos a una profundidad de quince metros. Lo construimos para que resistiera a una profundidad de ciento cincuenta.
– Te olvidas de las olas de treinta metros -señaló Pitt-. El Pisces quizá quedó al aire con el paso de un seno, y luego pudo verse arrancado de sus pilotes por la siguiente ola y acabar lanzado contra las rocas. Un impacto de esas características podría romper fácilmente la ventana.
– Es posible -admitió Giordino-, pero no probable. Mandé que hicieran la ventana con un plástico reforzado capaz de resistir el impacto directo de un proyectil de mortero.
Sonó el teléfono de Barnum; era Jar, desde la sala de comunicaciones. El capitán escuchó el mensaje y colgó.
– Hemos recibido un mensaje del capitán de uno de los remolcadores del Ocean Wanderer. Acaban de salir del puerto y esperan estar aquí dentro de hora y media.
Pitt se acercó a la mesa de cartas y cogió las reglas. Midió la distancia entre su actual posición y la equis que marcaba en la carta la posición del Pisces.
– Una hora y media para la llegada de los remolcadores -manifestó con un tono pensativo-. Otra media hora para soltar los cables y ponernos en marcha. Después otras dos horas hasta el habitáculo, quizá menos si navegamos a toda máquina. En total poco más de cuatro horas para llegar al sitio. Rezo a Dios por que los chicos estén bien.
– Hablas como el padre de una hija quinceañera que no ha vuelto a casa pasada la medianoche -comentó Giordino, en un intento por aliviar los temores de Pitt.
– Estoy de acuerdo -dijo Barnum-. El arrecife de coral tuvo que protegerlos de lo peor de la tormenta.
Pitt no acababa de convencerse. Comenzó a pasearse por el camarote.
– Espero que estéis en lo cierto -opinó en voz baja-, pero las próximas horas serán las más largas de mi vida.
Summer se tendió en la colchoneta de la litera que había colocado en la pared del habitáculo ahora convertida en suelo. Respiraba lentamente, procurando no hacer ningún esfuerzo para ahorrar el máximo de aire. Miraba a través de la ventana los brillantes peces de colores que habían reaparecido después de la tormenta y que ahora nadaban alrededor del habitáculo y observaban con curiosidad a las criaturas que se encontraban en el interior. Por mucho que lo intentara, no podía evitar preguntarse si aquella sería su última visión antes de morir por asfixia.
Dirk se estrujaba el cerebro intentando encontrar una vía de escape. No la había. Utilizar la botella de aire que les quedaba para llegar a la superficie no era una idea práctica. Aun cuando encontrara la manera de abrir la salida principal, algo dudoso aunque hubiese tenido un martillo neumático, la presión del agua a una profundidad de cuarenta metros era de cuatro kilos por centímetro cuadrado. Entraría en el habitáculo con la fuerza de un cañonazo y los aplastaría contra la pared.
– ¿Cuánto aire nos queda? -preguntó Summer en voz baja.
Dirk echó una ojeada a los indicadores.
– Dos horas, quizá algunos minutos más.
– ¿Qué ha pasado con el Sea Sprite? ¿Por qué Paul no ha venido a buscarnos?
– Es probable que el barco ya esté aquí -respondió Dirk, sin mucha convicción-. Nos estarán buscando, solo que todavía no saben que estamos metidos en el fondo de un cañón.
– ¿Crees que el huracán lo envió a pique?
– No hay huracán capaz de hundir al Sea Sprite -afirmó Dirk.
Permanecieron en silencio mientras Dirk intentaba de nuevo reparar el equipo de radio averiado, en un inútil intento de conseguir que funcionara. No había nada que reflejara su inquietud mientras reparaba las conexiones. Lo hacía con una concentración absoluta. Los hermanos no hablaban porque así economizaban el aire.
Las dos horas siguientes les parecieron eternas. En la superficie, el sol iluminaba de nuevo el banco de la Natividad. A pesar de su obstinación, Dirk no conseguía reparar el equipo de radio y acabó por renunciar a sus intentos.
Notó que cada vez le costaba más respirar. Por enésima vez rniró los indicadores que señalaban la cantidad de aire que quedaba en los tanques. Todas las agujas estaban a cero. Dirk se acercó para sacudir suavemente a Summer, que se había quedado dormida debido a la escasez de oxígeno en el interior del Pisces.
– Despierta, hermanita.
Summer abrió sus ojos grises y lo miró con una serenidad que despertó en Dirk el amor fraternal que es típico entre los hermanos mellizos.
– Despierta, dormilona. Tenemos que respirar de la botella. -Colocó la botella entre los dos y le pasó la boquilla del regulador-. Las damas primero.
Summer comprendió con todo el dolor del alma que se enfrentaban a una situación que no podía modificar. La sensación de impotencia era algo desconocido para ella. Siempre había tenido el control de su vida. En esos momentos, en cambio, no había nada que pudiera hacer, y eso la desmoralizaba.
Dirk, por su parte, se sentía más frustrado que impotente. Lo dominaba la sensación de que los hados desbarataban todos sus intentos por escapar del habitáculo, que se había convertido en una cámara de ejecución. No dejaba de pensar en que encontraría una salida antes de dar la última bocanada, pero todos los planes que se le ocurrían lo llevaban a una vía muerta.
La posibilidad de que murieran allí adentro se estaba convirtiendo rápidamente en una realidad indiscutible.
El sol se ocultaba detrás del horizonte y solo faltaban unos minutos para el crepúsculo. La velocidad del viento había amainado hasta convertirse en una brisa fuerte del este que ondulaba y oscurecía el mar. La tensión había ido en aumento entre los tripulantes cuando corrió la noticia de que se había perdido toda comunicación con el Pisces, y ahora se cernía sobre el Sea Sprite como una nube negra.
El temor de que Dirk y Summer hubiesen sido víctimas del huracán crecía por momentos. Solo una de las lanchas neumáticas con fondo rígido había resistido la furia del huracán, aunque con averías. Las otras tres lanchas que completaban la flotilla que llevaba el Sea Sprite habían sido engullidas por las olas. Mientras navegaban a toda velocidad al fondeadero anterior en el banco de la Natividad, habían reparado la lancha para que pudiera transportar a tres buceadores. Pitt, Giordino y Cristiano Lelasi, un buceador e ingeniero italiano que se encontraba a bordo del barco de la NUMA para dirigir las pruebas de un nuevo sumergible automático, se encargarían de la operación de búsqueda y rescate.
Los tres hombres estaban reunidos con la mayor parte de la tripulación y los científicos en la sala de conferencias de la nave. Escuchaban con atención mientras Barnum les explicaba las características del fondo marino a Pitt y Giordino. Hizo una pausa para mirar al gran reloj instalado en uno de los mamparos.
– Tardaremos otra hora en llegar a la posición anterior.
– Dado que no hemos tenido contacto radiofónico -comentó Giordino-, partiremos del supuesto de que el Pisces resultó averiado por el huracán. Si la teoría de Dirk es correcta, todo apunta a que las olas pudieron apartar el habitáculo de su última posición conocida.
– Si cuando lleguemos a la posición anterior el habitáculo no está allí -manifestó Pitt-, comenzaremos la búsqueda siguiendo la cuadrícula hecha por el ordenador GPS. Nos desplegaremos. Yo iré en el centro, con Al a mi derecha y Cristiano a la izquierda. Recorreremos el banco en dirección este.
– ¿Por qué hacia el este? -preguntó Lelasi.
– Era la dirección que seguía la tormenta cuando pasó por el banco de la Natividad -respondió Pitt.
– Acercaré el Sea Sprite al arrecife el máximo posible -manifestó Barnum-. No echaré el ancla, de forma que podamos movernos sin demora si es necesario. El primero que vea el habitáculo, que informe de la posición y el estado.
– ¿Alguna cosa más? -le preguntó Pitt a Lelasi.
El fornido italiano sacudió la cabeza.
Todos miraron a Pitt con una expresión de profunda solidaridad. No buscaban a unos desconocidos. Dirk y Summer habían sido sus compañeros durante los últimos dos meses y eran mucho más que unos simples conocidos. Eran aliados en el estudio y la protección del mar. Nadie estaba dispuesto a aceptar que los hermanos se habían perdido para siempre.
– Pues entonces, adelante -dijo Pitt-. Dios os bendiga por vuestra ayuda.
Pitt solo deseaba una cosa: encontrar a sus hijos sanos y salvos. Aunque no había sabido de su existencia durante los primeros veintidós años de sus vidas, los quería con locura desde el momento en que habían aparecido en la puerta de su casa. La única pena que lo atormentaba era no haber estado con ellos durante su infancia. También lo apenaba profundamente no haber sabido que la madre había estado viva durante todos aquellos años.
La otra persona en el mundo que había llegado a querer a Dirk y Summer tanto como Pitt era Giordino. Se había convertido en su tío adoptivo, y era para los muchachos un refugio al que acudir cuando el padre se mostraba empecinado o sobreprotector.
Los tres buceadores salieron de la sala y se dirigieron a la rampa sujeta a la borda que llegaba hasta el agua. Un tripulante se había encargado de bajar la maltrecha lancha y había puesto en marcha los motores fuera de borda.
Pitt y Giordino se vistieron esta vez con trajes enteros, reforzados en las rodillas, los codos y los hombros para protegerlos del filo del coral. También habían decidido utilizar botellas en lugar del respirador de circuito cerrado. Antes de colocarse las máscaras verificaron el funcionamiento de los equipos de comunicación. Luego, con las aletas en una mano, descendieron por la rampa y subieron a la lancha con sus equipos. Mientras se acomodaban, el marinero se encargó de mantener la lancha contra la rampa. Pitt se sentó en el puesto de mando y aceleró los motores en cuanto el marinero soltó las amarras.
Pitt había introducido en el aparato GPS las últimas coordenadas conocidas del Pisces y se dirigió directamente al lugar, que estaba a menos de cuatrocientos metros. Ansioso por llegar hasta allí y asustado por lo que pudiera encontrar, Pitt aceleró al máximo y la embarcación comenzó a planear sobre las olas a una velocidad de casi setenta kilómetros. Cuando los números en la pantalla del GPS le indicaron que estaba cerca, redujo la velocidad al mínimo y dejó que el impulso los llevara hasta el lugar exacto.
– Tendríamos que estar en la vertical -anunció.
No había acabado de decirlo cuando Lelasi se dejó caer por la borda con un suave chapoteo y desapareció en las profundidades. Al cabo de tres minutos salió a la superficie. Se sujetó con una mano del cabo que rodeaba la borda y de un solo envión se subió a la lancha, sin quitarse las botellas de aire.
Giordino observó la hazaña con una expresión divertida.
– Me pregunto si aún podría hacerlo.
– Yo seguro que no -afirmó Pitt.
Se arrodilló junto a Lelasi, que sacudió la cabeza y le respondió a través de la radio.
– Lo siento, signore -dijo con un fuerte acento italiano-. El habitáculo no está. Solo he visto unos pocos bidones y objetos pequeños.
– No hay manera de saber cuál es la posición exacta -comentó Giordino con tono sobrio-. Las olas han podido arrastrarlo más de un kilómetro.
– Entonces lo seguiremos -afirmó Cristiano animosamente-. Tenía razón, señor Pitt. El coral se ve aplastado en un rastro que va hacia el este.
– Para ahorrar tiempo, buscaremos desde la superficie. Asomad la cabeza por encima de la borda. Al, tú a estribor. Cristiano, a babor. Guiadme oralmente y señalad el rastro del coral roto. Yo pilotaré de acuerdo con vuestras indicaciones.
Colgados por encima de las bordas de la neumática, Giordino y Lelasi miraron a través del cristal de sus máscaras y siguieron el camino del habitáculo arrastrado por la tormenta. Pitt pilotaba como un hombre en trance. Mantenía mecánicamente la proa en el rumbo que le indicaban Giordino y Lelasi, mientras su mente repasaba los últimos dos años, cuando sus hijos habían entrado en su aventurera existencia, algunas veces solitaria.
Recordó el momento en que había conocido a la mujer que sería su madre en el viejo hotel Ala Moana en la playa de Waikiki. Estaba sentado en el bar del hotel en compañía del almirante Sandecker cuando ella apareció como una visión, con los largos cabellos rojos que le caían sobre los hombros. Cubría su cuerpo escultural con un ajustado vestido chino de seda verde, con un corte a cada lado que llegaba hasta los muslos. El contraste cortaba el hipo. A pesar de ser un solterón recalcitrante que nunca había creído en el amor a primera vista, comprendió en el acto que se había enamorado perdidamente. Por desgracia, creyó que ella se había ahogado cuando la vivienda submarina de su padre en la costa norte de Hawai se había desmoronado como consecuencia de un terremoto. Había nadado con él hasta la superficie, pero después, antes de que pudiera detenerla, había vuelto a sumergirse en un intento por rescatar a su padre.
No la había vuelto a ver nunca más.
– El rastro en el coral se acaba dentro de quince metros -gritó Giordino, que sacó la cabeza fuera del agua.
– ¿Has visto el habitáculo? -preguntó Pitt.
– No se ve por ninguna parte.
Pitt se negó a creerlo.
– No puede haber desaparecido. Tiene que estar allí.
Un minuto más tarde, fue Lelasi quien levantó la cabeza.
– ¡Lo tengo! ¡Lo tengo!
– Ahora lo veo yo también -dijo Giordino-. Está metido en un cañón. Calculo que está a una profundidad de aproximadamente cuarenta metros.
Pitt apagó los motores. Le hizo un gesto a Lelasi.
– Lanza una boya para marcar la posición, y ocúpate de la lancha. Al y yo bajaremos.
Solo tenía que ponerse las aletas. Se las calzó y se dejó caer por la borda sin perder un segundo. Con un poderoso impulso atravesó la nube de burbujas provocada por su entrada en el agua.
Las paredes del cañón estaban tan próximas que le sorprendió que el habitáculo hubiese caído hasta el fondo sin quedarse encajonado. Notó un cosquilleo en la boca del estómago y se detuvo durante un momento para respirar profundamente. Se preparaba para aquello que esperaba no encontrar, pero fue incapaz de alejar de su mente el pensamiento de que quizá llegaría demasiado tarde para salvarlos.
Visto desde arriba, el habitáculo parecía intacto. Era lógico, a la vista de la solidez de su construcción. Giordino se le adelantó y le señaló la escotilla, aplastada contra la pared de coral. Pitt le respondió con un gesto. Luego contuvo el aliento y el corazón aceleró los latidos cuando vio que estaban rotos los tanques que suministraban aire al interior.
Oh no, Dios mío, pensó mientras nadaba para acercarse a la ventana. Que no se hayan quedado sin aire…
Con la espantosa sensación de que era demasiado tarde, apretó el cristal de la máscara contra el plástico de la ventana, en un esfuerzo por ver en la penumbra interior. Había una extraña media luz que se filtraba en el cañón desde la superficie y era como mirar en una caverna llena de niebla.
Vio la silueta de Summer tendida sobre unas mantas en lo que ahora era el suelo del habitáculo. Le pareció que Dirk estaba a su lado, pero apoyado en los codos e inclinado sobre su hermana. Pitt casi gritó de alegría al ver que Dirk se movía. Le pasaba la boquilla del regulador. Feliz a más no poder al comprobar que sus hijos estaban vivos, golpeó la ventana con el mango de su cuchillo.
El medidor de presión marcaba la zona roja. Solo quedaban unos minutos para el final.
Dirk y Summer respiraban metódicamente para alargar al máximo la reserva de aire. El agua en el exterior del habitáculo había pasado de un color azul verdoso a un gris verdoso a medida que se apagaba la luz del sol. Dirk miró su reloj sumergible SUB 300T Doxa de esfera naranja que le había regalado su padre. Macaba las 19:45. Llevaban casi dieciséis horas encerrados en el habitáculo, sin comunicación con el mundo exterior.
Summer yacía medio dormida. Soló abría los ojos cuando era su turno para respirar un par de bocanadas del aire de la botella a través del regulador, mientras Dirk contenía la respiración para aprovechar hasta la última molécula de oxígeno. Le pareció ver un movimiento en la ventana. En un primer momento la confusa mente de Summer creyó que solo se trataba de un pez de gran tamaño, pero después escuchó unos golpes en la superficie de plástico transparente. Se sentó bruscamente para mirar por encima del hombro de su hermano.
Se trataba de un buceador, que apretaba la máscara contra la ventana al tiempo que agitaba los brazos. Unos segundos más tarde, apareció otro buceador que también comenzó a gesticular animadamente al ver que los ocupantes del habitáculo seguían con vida.
Summer creyó que estaba experimentando la borrachera típica de las profundidades, pero después tomó conciencia de que los buceadores eran reales.
– ¡Dirk! -gritó-. ¡Están aquí, nos han encontrado!
El muchacho se volvió hacia la ventana, sin acabar de creer el anuncio de su hermana. Su incredulidad desapareció en cuanto identificó a los buceadores.
– Oh, Dios mío, son papá y el tío Al…
Summer y Dirk apoyaron las manos en el plástico de la ventana y se echaron a reír mientras su padre apoyaba las manos contra las de ellos desde el otro lado. Luego cogió una tablilla que llevaba sujeta al cinto de lastre y escribió una pregunta antes de levantarla.
¿AIRE?
Dirk buscó apresuradamente entre los objetos tumbados en el interior de Pisces hasta que encontró una hoja de papel y un rotulador. Escribió la respuesta en letras mayúsculas y apretó el papel contra la ventana.
PARA 10-15 MIN
– Eso es apurar mucho las cosas -comentó Giordino.
– Muchísimo -admitió Pitt.
– No hay manera de cortar el plástico antes de que se les acabe el aire. -Giordino detestaba decirlo, pero tenía que hacerlo-. Sólo un misil podría romper la ventana y, aunque eso fuese posible, la presión del agua a estas profundidades entraría en el habitáculo con la fuerza de una carga de dinamita en el interior de un tubo. Los aplastaría.
Giordino nunca dejaba de asombrarse ante la frialdad y la capacidad analítica de la mente de Pitt. Cualquier otro hombre se hubiera dejado dominar por el pánico al saber que a sus hijos les quedaban apenas unos pocos minutos antes de sufrir una muerte horrible. Pero no era ese el caso de Pitt. Permaneció quieto en el agua como si estuviese contemplando los lánguidos movimientos de un pez tropical. Durante varios segundos pareció como si fuese ajeno al drama. Cuando habló, lo hizo con toda naturalidad.
– Paul, ¿me recibes?
– Te recibo y comprendo tu dilema. ¿Qué puedo hacer desde aquí?
– En tu taller tienes que tener un taladro submarino Morton, ¿no es así?
– Efectivamente. Tenemos uno a bordo.
– Tenlo preparado en la rampa para cuando lleguemos y asegúrate de que tenga colocada la sierra de copa más grande.
– ¿Alguna cosa más?
– Otro par de botellas de aire con reguladores.
– Lo tendrás todo en la rampa cuando llegues.
Pitt escribió de nuevo en la pizarra y la apoyó contra la ventana.
VUELVO EN 10 MIN
Giordino y Pitt se apartaron de la ventana para volver a la superficie.
Para Summer y Dirk, ver que Pitt y Giordino desaparecían de la vista para dirigirse a la superficie, fue como si un aguacero cayera sobre una fiesta sorpresa de cumpleaños organizada en un jardín. Habían recuperado el ánimo al verlos, pero tras su marcha todo volvía a ser desesperante.
– Hubiera preferido que no se marcharan -declaró Summer en voz baja.
– No te preocupes. Saben cuánto aire nos queda. Estarán de regreso antes de que te des cuenta.
– ¿Cómo crees que harán para sacarnos de aquí? -preguntó Summer.
– Si hay quien pueda obrar milagros, esos son papá y Al.
Summer miró de nuevo la aguja en el medidor de la botella. Oscilaba cada vez más cerca del cero.
– Será mejor que se den prisa.
Barnum tenía las botellas y el taladro submarino Morton preparados para que Pitt los recogiera. Pitt viró con la neumática en una vuelta muy cerrada y la detuvo al pie de la rampa.
– Gracias, Paul.
– A mandar -respondió Barnum, con una sonrisa.
Cargaron los equipos en un santiamén y Pitt emprendió a toda velocidad el camino de regreso hacia la boya que marcaba la posición del Pisces.
Lelasi arrojó el ancla mientras Giordino y Pitt se ponían las máscaras y se dejaban caer por la borda. Pitt no utilizó el compensador para conseguir una flotabilidad neta con el taladro Morton, que pesaba diez kilos; en lugar de ello, dejó que el peso lo arrastrara hasta el fondo en menos de un minuto, y solo tragó un par de veces para nivelar la presión en los oídos. En cuanto apoyó las aletas en la arena del fondo, apretó la sierra contra el plástico de la ventana.
Antes de empezar la perforación, miró al interior. Summer parecía inconsciente. Dirk lo saludó con un gesto. Pitt apartó el taladro para escribir en la tablilla.
ABRIREMOS UN AGUJERO PARA LAS BOTELLAS. APARTAOS DEL CHORRO
Consciente de que solo disponía de unos pocos minutos, Pitt apretó la punta de la sierra contra el plástico y puso en marcha el taladro. Rezó para que perforara el plástico transparente, que tenía una dureza similar a la del acero. El ruido del motor del taladro, amplificado debajo del agua, y el de la sierra que cortaba el plástico espantó a todos los peces en cien metros a la redonda, que se alejaron a esconderse en el arrecife.
Pitt se apoyó contra el taladro y empujó con toda la fuerza de que era capaz. Dio gracias cuando Giordino se arrodilló a su lado para sujetar el cuerpo del taladro, y sumar su fuerza al corte.
Pasaron los minutos mientras los dos hombres empujaban el taladro con todas sus fuerzas. No hablaban. No necesitaban hacerlo. Llevaban más de cuarenta años leyéndose el pensamiento. Trabajaban como una yunta de caballos de tiro.
Pitt comenzó a ponerse frenético cuando no vio movimiento alguno en el interior del habitáculo. Cuanto más profundo era el corte, más rápido penetraba la sierra. Por fin Pitt y Giordino notaron cómo la herramienta salía por el otro lado. Tiraron del taladro para sacarlo. En el mismo momento en que salió, Giordino metió una botella de aire y el regulador por el agujero de veinticinco centímetros de diámetro, ayudado por el agua que entraba como un torrente en el habitáculo, donde la presión era menor.
Pitt quería gritarles a sus hijos que reaccionaran, pero era imposible que lo escucharan. Vio que Summer no hacía ningún intento de moverse. Ya se disponía a agrandar el agujero para poder entrar, cuando vio que Dirk cogía el regulador y se llevaba la boquilla a la boca. Dos bocanadas profundas y volvió a la normalidad. Luego, con mucha suavidad, metió la boquilla entre los labios de Summer.
Pitt se sintió el hombre más feliz del mundo cuando vio que Summer abría los ojos y su pecho comenzaba a subir y bajar. Aunque el agua llenaba rápidamente el interior del habitáculo, ahora tenían todo el aire que necesitaban. Giordino y él volvieron a sujetar el taladro y comenzaron a cortar el plástico para ampliar el agujero lo suficiente para poder sacarlos. Esta vez no había prisas. Se turnaron en el trabajo hasta que acabaron de cortar un agujero en forma de trébol de cuatro hojas por el que podía pasar un cuerpo sin problemas.
– Paul -llamó Pitt por la radio.
– Te escucho -respondió Barnum.
– ¿Qué pasa con la cámara hiperbárica?
– Está preparada para recibirlos en cuanto los tengamos a bordo.
– ¿A qué profundidad y durante cuánto tiempo han estado dentro del Pisces?
– Han estado presurizados a veinte metros durante tres días y catorce horas.
– Por lo tanto necesitarán un mínimo de quince horas de descompresión.
– El tiempo que haga falta -replicó Barnum-. Tengo a bordo a un especialista en medicina hiperbárica. Él se encargará de calcular el tiempo.
Giordino le indicó con un gesto que acababa de cortar el último círculo. El agua había llenado casi del todo el interior del habitáculo; solo le faltaba el trozo que ocupaba la cámara de aire. Giordino metió un brazo, cogió a Summer de una mano y la sacó al exterior. Dirk le dio una de las botellas. Summer sujetó la boquilla con los dientes y se abrazó a la botella. Entonces, inesperadamente, movió las manos para indicar que esperaran y entró de nuevo en el habitáculo. No tardó en reaparecer con varias bolsas herméticas que contenían sus cuadernos de notas, los disquetes y la cámara digital. Giordino la cogió del brazo y la llevó a la superficie.
Dirk salió el último, con la segunda botella de aire. Pitt le dio un rápido abrazo antes de subir hacia la única neumática disponible, que los esperaba. En cuanto los hermanos estuvieron a bordo, Cristiano puso en marcha los motores y salió disparado hacia el Sea Sprite.
Pitt y Giordino, para no demorar la marcha, se quedaron en el agua y se apartaron rápidamente para evitar el riesgo de que los pillaran las hélices. Cuando Lelasi acudió a recogerles, les comentó que Summer y Dirk ya estaban en la cámara hiperbárica.
La causa del mal de la descompresión -o de los bends, como lo llaman los buceadores- es que a la presión normal el cuerpo se libera de la mayor parte del exceso de nitrógeno. En cambio, cuando aumenta la presión a medida que el buceador se sumerge, aumenta el nivel de nitrógeno en la sangre. Luego, cuando el buceador asciende y disminuye la presión, se forman burbujas de nitrógeno en el torrente sanguíneo y llega un momento en que son demasiado grandes para atravesar los tejidos. Para que disminuyan de tamaño y puedan pasar por el tejido pulmonar, el buceador debe permanecer en el interior de una cámara donde la presión disminuye muy lentamente mientras el paciente respira oxígeno puro.
Dirk y Summer pasaron las horas que les tocaba estar en la cámara, bajo control médico, dedicados a la lectura y a escribir los informes sobre el estado del coral enfermo y el légamo marrón, y también sobre la caverna con los objetos antiguos.
Las estrellas brillaban como diamantes y las luces resplandecían en los edificios cuando el Sea Sprite entró en Port Everglades, de Fort Lauderdale, uno de los puertos de aguas profundas más activos del mundo. Las luces del barco de exploración oceánica lo alumbraban de proa a popa mientras pasaba lentamente junto a la larga fila de cruceros de lujo que embarcaban pasajeros y provisiones para zarpar con el alba. Avisados por la guardia costera, todos los barcos hicieron sonar las sirenas tres veces en un saludo de honor a la nave que iba hacia los muelles de la NUMA.
El épico rescate del Ocean Wanderer y de sus mil huéspedes efectuado cuarenta y ocho horas antes era una noticia mundial. Pitt no quería ni pensar en los reporteros que estarían esperándolos en el muelle. Se apoyó en la borda de proa y contempló el agua oscura, salpicada por el reflejo de las luces y la espuma que levantaba la proa. Salió de su ensimismamiento al advertir que había alguien a su lado, y al volverse se encontró con el rostro sonriente de su hijo. Nunca dejaba de sorprenderle la sensación de estar viéndose a sí mismo en un espejo veinticinco años atrás.
– ¿Qué crees que harán con él? -preguntó Dirk.
Pitt enarcó las cejas, sin entender la pregunta.
– ¿Harán con qué?
– El Pisces.
– La decisión de rescatarlo o no depende del almirante Sandecker. Llevar una grúa flotante al arrecife de coral puede resultar un imposible. Aunque se pudiera hacer, levantar sesenta y cinco toneladas de peso muerto desde el fondo de un cañón costaría una fortuna. Lo más probable es que el almirante lo dé por perdido.
– Me habría gustado estar presente cuando tú y Al arrastrasteis las sogas atadas a los cables de amarre del hotel hasta el Sea Sprite.
– Dudo mucho que cualquiera de los dos se vuelva a ofrecer voluntario para intentarlo de nuevo -respondió Pitt con una sonrisa.
Esta vez fue Dirk quien sonrió.
– No te creo.
Pitt se volvió para apoyar la espalda contra la borda.
– ¿Tú y Summer estáis recuperados del todo?
– Pasamos con sobresaliente las pruebas de equilibrio y sensibilidad comparativa, y no hay ningún indicio de efectos secundarios.
– A veces aparecen síntomas al cabo de días o semanas. Será mejor que os lo toméis con un poco de calma durante un tiempo. Para que no os aburráis, os encomendaré un trabajo.
Dirk miró a su padre con una expresión desconfiada.
– ¿Qué clase de trabajo?
– Llamaré a Julien Perlmutter y le diré que le haréis una visita. A ver si entre todos podéis encontrar algo referente a esos objetos antiguos que encontrasteis en el banco de la Natividad.
– Lo que debemos hacer es ir allí y continuar investigando en la caverna.
– Eso también se puede arreglar -le aseguró Pitt-. Todo a su tiempo. No hay una fecha límite.
– ¿Qué me dices del légamo marrón que está acabando con la vida marina en el banco? -insistió Dirk-. Es algo que no se puede retrasar.
– Otra expedición de la NUMA, con otra tripulación y otro barco, se encargará de estudiar el tema.
Dirk se volvió para mirar más allá del puerto los edificios iluminados.
– Me gustaría que pudiéramos pasar más tiempo juntos -comentó con tono nostálgico.
– ¿Qué te parece irnos de pesca a los lagos del norte de Canadá? -propuso Pitt.
– Una idea excelente.
– Lo hablaré con Sandecker. Después de lo que hemos hecho en los últimos días, no creo que nos niegue un descanso.
Giordino y Summer se reunieron con ellos junto a la borda. Todos respondían a los saludos que les dedicaban desde los barcos anclados por un trabajo bien hecho. El Sea Sprite pasó por el último recodo del canal, y apareció a la vista el muelle de la NUMA. Tal como temía Pitt, estaba abarrotado de furgonetas de la televisión y reporteros.
Barnum dirigió la maniobra de atraque, lanzaron los cables de amarre y los sujetaron a los norayes. Luego bajaron la pasarela. El almirante James Sandecker subió al barco como un zorro que persigue a una gallina. En realidad tenía algo de zorro con el rostro afilado, los cabellos rojos y la barba estilo van Dyke. Rudi Gunn, director delegado de la NUMA y el genio administrativo de la organización, le pisaba los talones.
Barnum saludó a Sandecker cuando pisó la cubierta.
– Bienvenido a bordo, almirante. No esperaba verlo aquí.
Sandecker abarcó con un gesto el muelle y la multitud de representantes de los medios.
– ¡No me perdería esto ni por todo el oro del mundo! -Estrechó vigorosamente la mano de Barnum-. Un excelente trabajo, capitán. Toda la NUMA está orgullosa de usted y de su tripulación.
– Fue un trabajo en equipo -dijo Barnum, modestamente-. Si no hubiese sido por el heroísmo de Pitt y Giordino, que se ocuparon de llevar los cables de amarre, el Ocean Wanderer se habría estrellado contra las rocas.
Sandecker vio a Pitt y Giordino y se acercó a la pareja.
– Vaya, por lo visto no hay manera de evitar que ustedes dos se metan en problemas -afirmó con fastidio.
Pitt tenía claro que era el mejor elogio que podía hacerle el almirante.
– Digamos que fue una suerte que, cuando llamó Heidi Lisherness desde nuestro Centro de Huracanes en Key West y nos informó de la situación, estuviéramos trabajando en un proyecto frente a las costas de Puerto Rico.
– Doy gracias a Dios de que pudierais volar hasta la zona a tiempo para evitar una terrible catástrofe -manifestó Gunn. Era un hombre bajo, con unas gafas de carey, y de un carácter que le granjeaba el aprecio de todos.
– La fortuna tuvo mucho que ver -señaló Giordino humildemente.
Dirk y Summer se acercaron a saludar a Sandecker.
– Por lo que se ve, están recuperados del todo -comentó el almirante.
– Si papá y Al no nos hubiesen sacado del Pisces -respondió Summer-, ahora no estaríamos aquí para contarlo.
La sonrisa de Sandecker parecía cínica, pero en sus ojos brillaba el orgullo.
– Sí, por lo que parece el trabajo de los bienhechores nunca se acaba.
– Eso me lleva a plantear una petición -dijo Pitt.
– Petición denegada -exclamo Sandecker, que le había adivinado la intención-. Podrán solicitar unas vacaciones en cuanto acaben con el próximo proyecto.
Giordino miró al almirante con una expresión agria.
– Eres un viejo malvado -opinó.
– Recojan sus cosas -añadió Sandecker sin hacer caso del comentario-. Rudi los trasladará hasta el aeropuerto. Hay un avión de la NUMA que os llevará a Washington. Tiene la cabina presurizada, así que Dirk y Summer no tendrán complicaciones con la reciente descompresión. Nos encontraremos en mi despacho mañana al mediodía.
– Espero que el avión tenga camas, porque será nuestra única oportunidad de dormir un poco -manifestó Giordino.
– ¿Volará usted con nosotros, almirante? -preguntó Summer.
– ¿Yo? -En el rostro de Sandecker apareció una sonrisa zorruna-. No, iré en otro avión. -Señaló a los reporteros-. Alguien tiene que sacrificarse en el altar de los medios.
Giordino sacó del bolsillo un puro que se parecía muy sospechosamente a los de Sandecker. Miró al almirante con expresión socarrona mientras lo encendía.
– Asegúrese de que escriban nuestros nombres correctamente.
Heidi Lisherness miraba sin ver los monitores donde aparecían los últimos coletazos del huracán Lizzie. Después de virar hacia el sudeste y castigar a los barcos que navegaban por el mar de las Antillas, había golpeado la costa este de Nicaragua entre Puerto Cabezas y Punta Gorda. Afortunadamente, ya había perdido la mitad de la fuerza y eran pocos los pobladores que vivían en la zona. Lizzie recorrió otros ochenta kilómetros de marismas antes de desaparecer del todo. En su estela había hundido dieciocho barcos con todas sus tripulaciones, había acabado con las vidas de tres mil personas, y otras diez mil habían sufrido heridas o habían perdido sus casas.
Solo podía imaginarse el número de muertos y las pérdidas que se hubieran producido de no haber avisado del peligro en cuanto Lizzie comenzó a formarse. Continuaba sentada allí, inclinada sobre la mesa cubierta de fotos, informes y un sinfín de vasos de café, cuando su marido Harley entró en el despacho, que parecía haber sufrido también las consecuencias del paso del huracán. Al personal de limpieza le esperaba una dura faena.
– Heidi -dijo, mientras apoyaba cariñosamente una mano en el hombro de su esposa.
Heidi lo miró con los ojos enrojecidos.
– Oh, Harley, me alegra que hayas venido.
– Vamos, chica, has hecho un gran trabajo. Ahora es el momento de dejar que te lleve a casa.
Heidi se levantó lentamente y se apoyó en su marido mientras caminaban por los despachos del Centro de Huracanes. Cuando llegó a la puerta se volvió para echar una última mirada. Se fijó en el cartel que alguien había colgado en la pared:
SI CONOCIERAS A LIZZIE COMO NOSOTROS LA CONOCEMOS, OH, OH, OH, VAYA TORMENTA.
Sonrió para sus adentros y apagó las luces, y la enorme sala del Centro de Huracanes quedó a oscuras.