23 de agosto de 2006
Washington
El aire era caliente y húmedo y no soplaba la más mínima brisa. El cielo tenía un color azul cobalto donde desfilaban unas nubes blancas como un rebaño de ovejas. Salvo por los turistas, la ciudad se movía a un ritmo lento en pleno verano. Los congresistas se valían de cualquier excusa para ordenar un receso que les permitiera escapar del calor y la humedad, y sólo celebraban sesiones cuando consideraban que era absolutamente necesario o para dar la imagen de que eran unos trabajadores infatigables a los ojos de los votantes.
Cuando Pitt descendió del reactor Citation de la NUNA, pensó que el tiempo que hacía en la capital se diferenciaba muy poco del que reinaba en el trópico. En el aeropuerto gubernamental privado, a unos pocos kilómetros al norte de la ciudad, no se veían otros aviones. Giordino, Dirk y Summer lo seguían por la escalerilla y pisaban el cemento de la pista, tan caliente que se habrían podido freír huevos.
El único vehículo que esperaba en el aparcamiento era un prodigioso Marmon modelo 1931, con motor de dieciséis cilindros en V. Era un coche fantástico, con estilo y clase, noble y elegante, dotado con la mecánica más avanzada de su época. Sólo se habían fabricado trescientos noventa y era mágicamente suave y silencioso, incluso cuando entregaba toda la potencia de sus ciento noventa y dos caballos. Pintada de un color rosa suave, la carrocería respondía perfectamente a los anuncios de Marmon, que lo presentaron como “el coche más avanzado del mundo”.
La mujer que estaba a su lado rivalizaba en belleza y elegancia con el coche. Alta y cautivadora, los cabellos color canela que le llegaban hasta los hombros resplandecían bajo el sol, y enmarcaban un hermoso rostro con los pómulos altos de las modelos y ojos de un suave color violeta. La congresista Loren Smith esperaba tranquila y radiante. Vestía una blusa blanca de encaje, con un corte que resaltaba sus curvas y un pantalón de corte hindú con los bajos acampanados, que caían ligeramente sobre las zapatillas de lona blanca. Saludó al grupo con un gesto, sonrió y se acercó a Pitt y le dio un rápido beso en los labios antes de apartarse.
– Bienvenido a casa, marinero.
– Ojalá tuviera un dólar por cada vez que me lo has dicho.
– Serías un hombre rico -replicó ella, con una risa encantadora. Después abrazó a Giordino, Summer y Dirk-. Me han dicho que habéis vivido una gran aventura.
– Si no fuera por papá y Al -manifestó Dirk-, Summer y yo llevaríamos alas.
– En cuanto estéis instalados, quiero que me lo contéis todo.
Llevaron las maletas y los macutos hasta el coche, guardaron una parte en el maletero y el resto lo acomodaron en el suelo, en la parte de atrás. Loren se sentó al volante, que estaba al aire libre, y Pitt en el asiento del acompañante. Los demás se acomodaron en el compartimiento cerrado.
– ¿Tenemos que llevar a Al a su casa en Alexandria? -preguntó Loren.
– Sí. Después ya podemos ir al hangar y asearnos un poco. El almirante quiere que estemos en su despacho a mediodía.
Loren miró el reloj en el tablero. Eran las 10:25. Frunció el entrecejo mientras cambiaba de marchas como un profesional del volante y preguntó con un tono cáustico:
– ¿Ni un minuto de descanso antes de volver al trabajo? Después de lo que habéis pasado, ¿no crees que abruma un poco?
– Sabes tan bien como yo que detrás de ese aspecto áspero late el corazón de un hombre bondadoso. No nos metería prisa si no fuese una cosa importante.
– Así y todo -dijo la congresista, mientras el coche salía del aeropuerto después de recibir la autorización de un guardia de seguridad armado-, os podría haber dado veinticuatro horas para recuperaros un poco.
– No tardaremos mucho en saber qué se trae entre manos -murmuró Pitt, que hacía todo lo posible para no dormirse.
Quince minutos más tarde, Loren llegó a la verja que rodeaba el edificio donde vivía Giordino. Todavía soltero, no parecía tener prisa por cambiar de estado y, como solía decir, prefería ir “picoteando”. Loren lo había visto muy pocas veces con la misma acompañante. Le había presentado a sus amigas, a las que les había parecido encantador e interesante, pero al cabo de un tiempo siempre buscaba alguna otra mujer. Pitt lo comparaba con un buscador de oro, que recorre un paraíso tropical pero que nunca lo encuentra en la playa a la sombra de las palmeras. Giordino recogió el macuto y se despidió.
– Hasta pronto… demasiado pronto.
No encontraron coches en el camino hasta el hangar-casa de Pitt, en un extremo desierto del aeropuerto nacional Ronald Reagan. Una vez más, el guardia los dejó pasar cuando reconoció a Pitt.
Loren detuvo el coche delante de la entrada del viejo hangar, que había sido utilizado por una compañía aérea desde 1930 hasta casi 1950. Pitt la había comprado para guardar su colección de coches antiguos y había convertido los despachos de la planta alta en un apartamento. Dirk y Summer vivían en la planta baja, que también albergaba su colección de cincuenta coches, un par de viejos aviones y un vagón de ferrocarril Pullman que había encontrado de desguace en Nueva York.
Loren esperó a que Pitt utilizara el mando a distancia para desconectar el complicado sistema de alarma. En cuanto se abrió la puerta, entró con el Marmon y lo aparcó entre una increíble exposición de hermosos automóviles clásicos que iban desde un Cadillac V8 de 1918 a un Rolls Royce Silver Dawn de 1955. Aparcados sobre el piso de resina blanca e iluminados por la luz que entraba por los tragaluces, los viejos coches proyectaban un deslumbrante arco iris.
Dirk y Summer se retiraron a sus apartamentos separados en el vagón Pullman. Pitt y Loren subieron al apartamento, donde Pitt se duchó y afeitó mientras ella preparaba un almuerzo ligero para los cuatro. Pitt salió del baño al cabo de media hora, vestido con pantalón y camisa deportiva. Se sentó a la mesa de la cocina y cogió la copa de Ramos Fizz que le ofreció Loren.
– ¿Has escuchado hablar alguna vez de una gran corporación llamada Odyssey? -le preguntó a Loren, sin que viniera a cuento.
La congresista lo miró un tanto sorprendida.
– Sí, formo parte de un comité que está investigando sus actividades. No es un tema que haya aparecido en los periódicos. ¿Cómo te has enterado de la investigación?
Pitt se encogió de hombros con la mayor despreocupación.
– No sé nada. Ni siquiera sabía que estuvierais interesados en Specter.
– ¿El misterioso fundador de la corporación? Entonces, ¿a qué viene la pregunta?
– Pura curiosidad, nada más. Specter es el propietario del hotel que Al y yo evitamos que acabara estrellado contra las rocas, por culpa del huracán Lizzie.
– Se sabe muy poco del hombre, más allá de que posee un gran centro de investigación científica en Nicaragua y está involucrado en gigantescos proyectos de construcción y explotaciones mineras en todo el mundo. Algunas de sus actividades internacionales son legales; otras en cambio son bastante oscuras.
– ¿Cuáles son los proyectos en el país?
– Canales de riego a través de los desiertos en el sudoeste y algunos diques. Nada más.
– ¿Qué investigan en Odyssey?
– No sabemos gran cosa, y dado que el centro está en Nicaragua, no hay ninguna ley que los obligue a informar de sus experimentos. -Loren se encogió de hombros-. Los rumores dicen que están con celdas de combustible, pero nadie sabe nada concreto. Nuestros servicios de inteligencia no consideran a Odyssey como un objtivo prioritario.
– ¿Qué hay de las construcciones?
– En su mayor parte son cámaras y depósitos subterráneos. La CIA ha escuchado rumores de que ha excavado cavernas para almacenar armas químicas y nucleares fabricadas en países como Corea del Norte, pero no tienen pruebas. Otros tantos trabajos son por cuenta de los chinos, que quieren mantener en secreto los programas de investigación militar y los arsenales. Odyssey parece haberse especializado en la construcción de almacenes subterráneos, que ocultan de los satélites espías las actividades militares y las fábricas de armamento.
– Sin embargo Specter mandó construir y explota un hotel flotante.
– Un juguete que utiliza para agasajar a sus clientes -explicó Loren-. Está en el negocio de la hostelería sólo como diversión.
– ¿Quién es Specter? El director del Ocean Wanderer no le tiene el menor aprecio.
– No le gustará su trabajo.
– No es eso. Me dijo que no piensa seguir trabajando para Specter, porque abandonó el hotel y se marchó en su avión antes de que llegara el huracán. Abandonó a los huéspedes y al personal, sin preocuparse en lo más mínimo de que pudieran morir.
– Specter es una persona muy misteriosa. Probablemente sea el único presidente ejecutivo de una gran corporación que no tiene un agente de relaciones públicas personal. Nunca concede entrevistas y apenas si se lo ve en público. No hay ningún registro de su historial, de su familia o de dónde estudió.
– ¿Ni siquiera la inscripción de su nacimiento?
– No se ha encontrado ningún registro de su nacimiento en Estados Unidos ni en ningún otro país investigado. Su verdadera identidad continúa siendo un misterio, a pesar de los esfuerzos de nuestros servicios de inteligencia. El FBI lo intentó por todos los medios posibles, sin conseguirlo. No hay fotos porque siempre lleva el rostro cubierto con un pañuelo y gafas de sol. Tampoco consiguieron hacerse con sus huellas digitales, porque usa guantes. Ni siquiera sus colaboradores más cercanos han visto su rostro. Lo único que se sabe es que es obeso, que pesa más de ciento ochenta kilos.
– No es posible que nadie pueda mantener en secreto su identidad hasta ese extremo.
La congresista levantó las manos en un gesto de impotencia. Pitt se sirvió otra taza de café.
– ¿Dónde están las oficinas centrales de la corporación?
– En Brasil. También tiene oficinas en Panamá. Dado que ha hecho grandes inversiones en el país, el presidente de la república lo ha hecho ciudadano panameño, y lo ha nombrado director de la Autoridad del Canal.
– ¿Cuál es entonces la justificación para que tu comité lo investigue? -preguntó Pitt.
– Sus tratos con los chinos. Las relaciones de Specter con la República Popular se remontan a quince años atrás. Como director de la Autoridad del Canal, fue una pieza clave a la hora de ayudar a la compañía Whampoa Limited, una empresa radicada en Hong Kong y vinculada al Ejército Popular de Liberación, a conseguir un contrato de explotación de los puertos de Balboa y Cristóbal en los dos extremos del canal, el primero en el Pacífico y el segundo en el Atlántico. Whampoa también se ocupará de la carga y la descarga de los barcos, y del ferrocarril que transporta las cargas entre los puertos, y muy pronto comenzará la construcción de un nuevo puente colgante que utilizarán los camiones de gran tonelaje para cruzar la zona del canal de norte a sur.
– ¿Qué está haciendo nuestro gobierno al respecto?
– Nada, que yo sepa. El presidente Clinton ha dado carta blanca a los chinos para poner a América central dentro de su área de influencia. -Loren sacudió la cabeza y añadió-: Otra cosa sorprendente de la Odyssey es que casi todos los cargos directivos los ocupan mujeres.
– Specter debe de ser un ídolo del movimiento feminista -comentó Pitt con una sonrisa.
Dirk y Summer se reunieron con ellos para almorzar antes de ir al despacho de Sandecker. Esta vez, Pitt condujo uno de los Navigator turquesa que pertenecían a la flota de vehículos de la NUMA. Primero dejó a Loren en su casa.
– ¿Cenarás conmigo esta noche? -le preguntó.
– ¿Vendrán Dirk y Summer?
– Quizá consiga convencer a los chicos -respondió Pitt-, pero solo si tú insistes.
– Insisto.
Loren le apretó la mano y descendió del Navigator con mucha elegancia, cruzó la acera con paso ágil y subió los escalones que conducían hasta la puerta.
El edificio de treinta pisos que albergaba el cuartel general de la NUMA se elevaba en una colina junto al río Potomac, y disfrutaba de una impresionante vista de la ciudad. Sandecker en persona había escogido el solar cuando el Congreso le había dado los fondos para construirlo. Era mucho más lujoso de lo que estaba previsto y se había excedido en varios millones de dólares del presupuesto original. Debido a que estaba en el lado este del río, fuera del distrito de Columbia, el proyecto no se vio afectado por las leyes urbanísticas referentes a la altura y el almirante había podido levantar una imponente estructura tubular de cristal verde que se veía desde kilómetros a la redonda.
Pitt entró en el atestado aparcamiento subterráneo y estacionó el coche en su plaza privada. Subieron en el ascensor hasta el último piso, donde estaba el despacho de Sandecker. Entraron en una antesala con las paredes revestidas con listones de teca que habían pertenecido a la cubierta de viejos barcos naufragados. La secretaria del almirante les preguntó si no les importaría esperar unos minutos, dado que Sandecker se encontraba en una reunión.
No había acabado de decirlo, cuando se abrió la puerta del despacho del almirante y salieron dos de sus viejos amigos: Kurt Austin, con los cabellos prematuramente blancos -que era la contraparte de Pitt como director de proyectos especiales-, y Joe Zavala, el atlético ingeniero que colaboraba a menudo con Giordino en el diseño y construcción de vehículos sumergibles. Ambos se adelantaron para estrecharles la mano.
– ¿Adonde os envía esta vez el viejo carcamal? -preguntó Giordino.
– Al norte de Canadá. Corre el rumor de que han aparecido peces mutantes en algunos de los lagos. El almirante quiere que comprobemos si hay algo de verdad.
– Nos enteramos del rescate del Ocean Wanderer en pleno huracán -dijo Zavala-. No esperaba veros tan pronto enganchados de nuevo al carro.
– La palabra descanso no existe en el vocabulario de Sandecker -replicó Pitt con una sonrisa.
Austin señaló con un gesto a Dirk y Summer.
– Un día de estos te invitaré a ti y a los chicos a una barbacoa en casa.
– Será un placer -manifestó Pitt-. Siempre he querido ver tu colección de armas antiguas.
– Pues yo espero ver tu colección de coches.
– ¿Qué te parece si combinamos las dos cosas? Podemos tomar el aperitivo en mi casa y después ir a la tuya para la barbacoa.
– Hecho.
– El almirante os recibirá ahora -anunció la secretaria.
Se despidieron y, mientras Austin y Zavala iban hacia el ascensor, el grupo de Pitt entró en el despacho de Sandecker, donde el almirante los esperaba sentado detrás de una mesa de grandes dimensiones hecha con la puerta de una escotilla que había pertenecido a una nave confederada hundida durante la guerra de Secesión.
Sandecker, que era un caballero de la vieja escuela, se levantó al ver a Summer y le señaló una de las sillas. Cosa sorprendente, Giordino había llegado temprano. Vestía un pantalón deportivo y una camisa estampada. Rudi Gunn subió desde su despacho en el piso veintiocho para participar en el encuentro.
Sandecker fue directamente al grano.
– Tenemos que ocuparnos de dos asuntos, a cuál más misterioso. El más importante es la aparición del légamo marrón que se está extendiendo por el Caribe. Ya lo discutiremos a fondo. -Observó con una mirada penetrante, primero a Summer y después a Dirk-. Habéis abierto la caja de Pandora con vuestros descubrimientos en el banco de la Natividad.
– No sé nada del resultado de los análisis que le hicieron al ánfora después de que el capitán Barnum la enviara al laboratorio.
– Todavía está en proceso de limpieza -le aclaró Gunn-. Ha sido Hiram Yaeger y su ordenador mágico quienes han fijado una fecha y una cultura.
Sandecker se anticipó a la pregunta de Summer.
– Hiram dató el ánfora en algún momento anterior al mil cien antes de Cristo. También la identificó como fabricada por celtas.
– ¿Celtas? -repitió Summer-. ¿Está seguro?
– Concuerda con la técnica y el material de todas las otras ánforas conocidas fabricadas por los antiguos celtas, tres mil años atrás.
– ¿Qué hay del peine que fotografiamos? -preguntó Summer.
– Sin tener el objeto físico -contestó el almirante-, el ordenador de Hiram solo pudo dar una fecha orientativa. Sin embargo, también corresponde a tres mil años atrás.
– ¿Qué explicación propone Yaeger para que el objeto apareciera donde lo encontraron? -intervino Pitt.
– Dado que los celtas no eran un pueblo marinero y no hay constancia de que cruzaran el Atlántico hasta el Nuevo Mundo, tuvo que ser arrojado desde algún barco que pasaba.
– No hay capitán que decida llevar su barco al banco de la Natividad a menos que desee ver cómo el coral le destroza el casco y presentar una reclamación fraudulenta a la compañía de seguros -señaló Pitt-. La única posibilidad es que el barco se viera arrastrado hacia el banco por una tormenta.
Gunn miró la alfombra como si acabara de recordar alguna cosa.
– Según los registros de naufragios, un viejo vapor llamado Vandalia naufragó en el arrecife.
– Yo visité el pecio -dijo Summer. Miró a su hermano con una expresión expectante.
Dirk asintió al tiempo que sonreía.
– El ánfora no fue la única cosa que encontramos.
– Dirk se refiere a que también encontramos un laberinto de cuevas o habitaciones excavadas en la roca, que ahora están cubiertas por el coral. -Metió la mano en el bolso y sacó la cámara digital-. Sacamos fotos de las habitaciones y de un gran caldero, con imágenes de antiguos guerreros. Estaba lleno de pequeños objetos comunes.
Sandecker la miró con una expresión incrédula.
– ¿Una ciudad sumergida en el hemisferio occidental antes de que aparecieran los olmecas, los mayas y los incas? No parece posible.
– No tendremos respuestas hasta que se realice una exploración a fondo. -Summer levantó la cámara como si fuese una valiosa joya-. La estructura que vimos parecía corresponder a un templo.
El almirante se volvió hacia Gunn.
– Rudi…
Gunn cogió la cámara de la mano de Summer y apretó un interruptor en la pared. Se alzó un panel para dejar a la vista una pantalla de televisión panorámica. Conectó la cámara al televisor y en la pantalla aparecieron las imágenes del templo sumergido filmadas por los dos jóvenes.
Había un total de treinta imágenes, que comenzaban con el arco de la entrada y los escalones que conducían hasta el interior, donde había algo que parecía una cama. El caldero con los objetos de uso cotidiano estaba en otra habitación.
Dirk y Summer hicieron de narradores mientras Gunn pasaba los fotogramas de uno en uno. Tras ver la última imagen, todos permanecieron en silencio durante unos minutos. Pitt fue quien habló primero.
– Creo que deberíamos consultar con Julien Perlmutter.
– Julien no es arqueólogo -puntualizó Gunn, con tono escéptico.
– Es verdad, pero seguramente conocerá o sabrá dónde buscar alguna referencia sobre los primitivos navegantes que pudieron llegar a este lado del océano hace tres mil años.
– Vale la pena probarlo -opinó Sandecker. Miró a Dirk y Summer-. Esa será vuestra investigación durante las próximas dos semanas. Encontrad respuestas. Lo podéis considerar como unas vacaciones del trabajo. -Giró el sillón para mirar a Pitt y Giordino-. Ahora pasemos al tema del légamo marrón.
»Todo lo que sabemos hasta el momento es que no está relacionado con una diatomea ni con ninguna otra especie de alga. Tampoco es una biotoxina vinculada con el fenómeno de la marea roja. En cambio, sabemos a ciencia cierta que está dejando un rastro de destrucción a medida que va hacia mar abierto y vira hacia el norte, empujado por la corriente ecuatorial sur hacia el golfo de México y Florida. Los oceanógrafos creen que el légamo ya está en las aguas territoriales de Estados Unidos. Los informes que envían desde Key West hablan de bancos de esponjas que se están destruyendo por obra de un agente desconocido.
– Lamento que los recipientes con las muestras de agua y los ejemplares muertos se rompieran cuando las olas arrastraron al Pisces al fondo del cañón -dijo Summer.
– No te lamentes. Tenemos muestras y especímenes que nos envían todos los días desde cincuenta lugares diferentes por todo el mar de las Antillas.
– ¿Hay alguna pista del lugar donde se origina el légamo? -preguntó Pitt.
Gunn se quitó las gafas y limpió los cristales con un paño.
– Nada concreto. Los científicos han analizado las muestras de agua, y han intentado calcularlo introduciendo en el ordenador los datos de las corrientes y los vientos, además de las coordenadas suministradas por los satélites y los avistamientos comunicados por los barcos. Dicen que el légamo podría tener su origen en algún lugar frente a las costas de Nicaragua, pero carecen de pruebas.
– ¿Podría tratarse de algún vertido químico en un río? -sugirió Dirk.
Sandecker hizo girar uno de sus grandes puros entre los dedos sin encenderlo.
– Es posible, pero nos falta descubrir un rastro que nos lleve hasta su origen.
– Aquí está pasando algo muy extraño -opinó Gunn-. Esa cosa es letal para la mayor parte de la vida marina y el coral. Tenemos que ponerle remedio antes de que se extienda fuera de control por todo el mar de las Antillas y nos encontremos con un mar absolutamente contaminado sin posibilidades para mantener la vida marina.
– No pintas un cuadro muy alentador -manifestó Pitt.
– Hay que encontrar la fuente y la forma de contrarrestarlo -declaró Sandecker-. Allí es donde entráis tú y Al. Vuestra misión será investigar las aguas frente a la costa este de Nicaragua. Dispondréis de una nave de exploración de la NUMA, de la clase Neptuno. No es necesario que os diga que es pequeña y solo lleva una tripulación de cinco hombres, pero está provista con lo último en equipos de búsqueda e instrumentos para proyectos especializados como éstos. A diferencia de cualquiera de nuestros otros barcos, es la embarcación más rápida que surca los mares, y le sobra potencia.
– ¿Como el Calliope que nos vimos obligados a destruir en el río Níger hace algunos años? -preguntó Pitt, mientras tomaba notas en una libreta.
– Me arrepiento de no haber descontado de vuestros sueldos lo que valía.
– Si no tiene inconveniente, almirante, Al y yo preferiríamos no llamar tanto la atención esta vez.
– No lo haréis -prometió Sandecker. Se despreocupó de los no fumadores y encendió el puro-. El Poco Bonito es la niña de mis ojos. Mide veinticinco metros de eslora y su apariencia engaña. A nadie le llamará la atención porque el casco, la cubierta y la caseta del timón están basados en el típico pesquero de arrastre escocés.
Pitt siempre se asombraba ante la fascinación de Sandecker por los barcos raros.
– Un barco de exploración oceánica disfrazado como un pesquero. Bueno, siempre tiene que haber una primera vez.
– Un típico pesquero de arrastre escocés destacará en el mar de las Antillas como un vagabundo en un baile de gala -opinó Giordino.
– No te preocupes -lo tranquilizó el almirante-. La superestructura del Poco Bonito está diseñada electrónicamente para cambiar de aspecto de forma automática y encajar en cualquier flota pesquera del mundo.
Pitt miró la alfombra mientras intentaba imaginarse el barco.
– Si no he olvidado el español que aprendí en el Instituto, Poco Bonito significa “feo”.
– Me pareció muy apropiado -admitió Sandecker.
– ¿A qué vienen tantos subterfugios? -preguntó Pitt-. No vamos a entrar en una zona de guerra.
Sandecker le dirigió una mirada precavida que Pitt conocía muy bien.
– Nunca se sabe cuándo te puedes cruzar con una nave fantasma tripulada por espectros piratas.
Pitt y Giordino miraron al almirante como si hubiese acabado de anunciar que había volado ida y vuelta a Marte.
– Una nave fantasma -repitió Pitt con tono burlón.
– ¿Nunca has escuchado hablar de la leyenda del bucanero errante?
– No que yo recuerde.
– Leigh Hunt era un contrabandista y un pirata sin escrúpulos que aterrorizó a las Antillas a finales del siglo XVII. Atacaba a todas las naves que encontraba a su paso, fueran españolas, inglesas o francesas. Era un gigante; Barba Negra a su lado era un pigmeo. Los relatos de sus barbaridades se escuchaban por todo el Caribe. Las tripulaciones de los barcos mercantes que capturaba preferían suicidarse antes que rendirse a Hunt. Su pasatiempo favorito era arrastrar a los desgraciados cautivos detrás de su nave para que se los comieran los tiburones.
– Se parece mucho a otro tipo que conozco -murmuró Giordino.
Sandecker continuó con el relato sin hacer caso del comentario.
– El reinado de terror de Hunt duró quince años, hasta que intentó abordar un navío de guerra inglés disfrazado como una indefensa nave mercante. Engañado, Hunt izó la bandera negra con la calavera y las tibias cruzadas y disparó un cañonazo por delante de la proa de los ingleses. Después, cuando se amuró para el abordaje, los ingleses levantaron las tapas de las troneras y comenzaron a descargar su artillería contra la nave pirata, que se llamaba Scourge. Tras una furiosa batalla, una compañía de infantes abordó el barco y acabó rápidamente con los tripulantes.
– ¿Hunt salió con vida de la batalla?
– Desgraciadamente para él, sí.
– ¿Los británicos le pagaron con la misma moneda y lo arrastraron detrás de su navio? -preguntó el joven.
– No -respondió Sandecker-. Hunt había matado a un hermano del capitán dos años antes, así que estaba dispuesto a vengarse. Ordenó que le amputaran los pies. Luego lo ataron de las muñecas y lo bajaron por la borda hasta que los muñones estuvieron a un palmo del agua. Solo fue una cuestión de tiempo que aparecieran los tiburones, atraídos por el olor de la sangre. Comenzaron a saltar fuera del agua con las mandíbulas abiertas hasta que solo quedaron las manos y los brazos de Hunt atados al cabo.
En el hermoso rostro de Summer apareció una expresión de asco.
– Me parece repugnante.
– Pues a mí me parece que recibió lo que se merecía.
– No acabo de entenderlo, almirante -dijo Giordino, que luchaba para no dormirse-. ¿Qué tiene que ver aquel pirata con lo nuestro?
Sandecker le dedicó una sonrisa retorcida.
– Como el Holandés Errante, Leigh Hunt y su tripulación de piratas sanguinarios todavía rondan por las aguas donde tenéis que trabajar.
– ¿Quién lo dice?
– A lo largo de los últimos tres años, barcos mercantes, yates y pesqueros han informado de avistamientos. Algunos transmitieron que los estaba atacando un barco fantasma tripulado por espectros, antes de desaparecer con todas las personas a bordo.
– Está usted de broma -afirmó Pitt.
– De ninguna manera. -El tono del almirante no podía ser más sincero-. Puesto que tienes dudas, te enviaré los informes.
– Me ocuparé de llevar una buena carga de estacas de madera y balas de plata -manifestó Giordino.
– Un navio fantasma con una tripulación de esqueletos, que navega por un mar de légamo marrón… -Pitt miró pensativamente a través de la ventana el río Potomac. Después se encogió de hombros, resignado-. Esa es una visión que lo puede acompañar a uno hasta la tumba.
Pitt decidió llevarlos a todos al restaurante en el viejo Marmon. La noche era cálida, así que los tres hombres se sentaron en el asiento delantero abierto mientras que las mujeres ocupaban la cabina para proteger sus peinados del viento. Los hombres vestían americanas livianas y pantalones deportivos. Las mujeres habían optado por una variedad de vestidos veraniegos.
Giordino llevó a una amiga, Micky Levy, que trabajaba para una compañía minera con sede en Washington. Morena, de facciones agraciadas y grandes ojos castaños, llevaba un pimpollo de hibisco detrás de la oreja izquierda. Hablaba con voz suave, con un muy ligero acento israelí.
– ¡Qué coche tan bonito! -comentó, después de que Giordino hiciera las presentaciones. Subió a la cabina y se sentó junto a Summer.
– Tendrás que tener paciencia con mi amigo -manifestó Giordino antes de cerrar la puerta-. Es incapaz de ir a ninguna parte sin pompa y ceremonia.
– Lo siento, hoy no hay trompetas ni redoble de tambores -replicó Pitt-. Les ha dado la noche libre a los músicos.
Con la ventanilla que separaba los asientos levantada para evitar la brisa, las mujeres mantuvieron una animada conversación mientras iban hacia el restaurante. Loren y Summer se enteraron de que Micky había nacido y crecido en Jerusalén y que se había licenciado en la Colorado School of Mines.
– Así que eres geóloga -dijo Summer.
– Soy geóloga estructural -puntualizó Micky-. Mi especialidad es hacer análisis para los ingenieros que preparan excavaciones. Investigo las filtraciones de agua y los canales subterráneos en lugares profundos y los acuíferos, para que puedan prevenir las inundaciones que podrían producirse mientras perforan los túneles.
– No parece un trabajo divertido -comentó Loren, sin el menor ánimo de crítica-. Asistí a un curso de geología para completar el programa de la licenciatura de economía social. Me pareció que sería interesante… Menudo error; la geología es tan aburrida como la contabilidad.
Micky se echó a reír.
– Afortunadamente, el trabajo de campo no tiene nada de banal.
– ¿Papá dijo algo del restaurante donde vamos a cenar? -preguntó Summer.
– A mí no me ha dicho ni una palabra -contestó Loren.
Veinticinco minutos más tarde, Pitt cruzó la verja de entrada de L'Auberge Chez Frangois en Great Falls, Virginia. La arquitectura alsaciana y la decoración interior creaban una atmósfera muy acogedora. Aparcó el coche y entraron por la puerta principal. En la recepción, uno de los miembros de la familia propietaria del restaurante buscó el nombre de Pitt en la lista de reservas y los acompañó a una mesa para seis en un reservado.
Pitt vio a unos viejos amigos -Clyde Smith y su encantadora esposa, Paula- y se detuvo a saludarlos. Smith llevaba en la NUMA casi tanto tiempo como Pitt, pero en la sección financiera de la agencia. Cuando todos estuvieron sentados, se presentó el camarero y les informó de las especialidades del día. Pitt descartó los cócteles y pasó directamente al vino. Pidió un Sparr Pinot Noir, y como entrada un surtido de carnes de caza donde había ciervo, antílope, pechuga de faisán, conejo y codornices, con un acompañamiento de setas y nueces.
Mientras saboreaban el vino y la magnífica variedad de carnes, Loren les habló de los últimos rumores políticos. Todos la escuchaban como embobados, por tener la oportunidad de enterarse de los cotilleos de boca de un miembro del Congreso. Luego Dirk y Summer relataron el descubrimiento del antiguo templo y los objetos que contenía, y acabaron con la terrible experiencia que casi les había costado la vida en el banco de la Natividad. Pitt les dijo que había llamado a Julien Perlmutter para avisarle que sus hijos irían a hacerle una visita porque necesitaban de sus vastos conocimientos de la historia de la navegación y el mar.
Los segundos platos eran de lo mejor de la cocina francesa. Pitt pidió riñones y setas, con una salsa de jerez y mostaza. En el menú también había sesos de ternera y un exótico plato de lengua, pero a las mujeres no les apeteció. Giordino y Micky compartieron una corona de costillas de cordero mientras que Dirk y Summer probaron la choucroute garnie, consistente en col fermentada en salmuera, salchichas, faisán, gelatina de pato, pichón y foie gras, que era la especialidad de la casa. Loren se decidió por la petite choucroute, que llevaba col, trucha ahumada, salmón, rape y camarones.
Las tres parejas compartieron los postres seguidos por una copa de oporto. A continuación, votaron por unanimidad que al día siguiente se pondrían a dieta. Mientras se relajaban después de la opípara comida, Summer le preguntó a Micky a qué lugares del mundo la habían llevado sus expediciones geológicas. La joven les describió inmensas cavernas de Brasil y México y lo difícil que resultaba en ocasiones llegar hasta la parte más profunda.
– ¿Alguna vez encontraste oro? -preguntó Summer, en son de broma.
– Sólo una vez. Descubrí un rastro en un río subterráneo que hay en el desierto de baja California y desemboca en el golfo.
En cuanto mencionó el río, Pitt, Giordino y Loren se echaron a reír. Micky se sorprendió mucho cuando le explicaron que Pitt y Giordino habían descubierto el río cuando habían rescatado a Loren de manos de unos saqueadores de yacimientos arqueológicos durante el proyecto “Oro de los Incas”.
– El río Pitt -exclamó Micky, impresionada-. Tendría que haberme dado cuenta. -Continuó describiendo sus viajes alrededor del mundo-. Uno de los proyectos más fascinantes fue investigar los niveles del agua en las cavernas de piedra caliza en Nicaragua.
– Tenía noticias de las cuevas de murciélagos en Nicaragua -dijo Summer-, pero no de que hubiera cavernas de piedra caliza.
– Las descubrieron hará cosa de unos diez años; son muy grandes. Algunas se extienden varios kilómetros. La compañía que me contrató estaba considerando el proyecto de construir un canal seco entre los océanos.
– ¿Un canal seco a través de Nicaragua? -repitió Loren-. Esa sí que es nueva.
– En realidad, los ingenieros lo llaman “puente subterráneo”.
– ¿Un canal subterráneo? -dijo la congresista, con tono escéptico-. No me lo imagino.
– Los puertos y las zonas de libre comercio en el mar de las Antillas y el Pacífico, que están por construirse, estarían unidos por un ferrocarril de alta velocidad y levitación magnética que pasaría por los túneles excavados debajo de las montañas y el lago de Nicaragua, con trenes capaces de alcanzar una velocidad de quinientos sesenta kilómetros por hora.
– La idea no está mal -opinó Pitt-. Si se puede llevar a la práctica, reduciría los costes marítimos casi a la mitad.
– Estás hablando de una inversión descomunal -señaló Giordino.
– El presupuesto estimado era de siete mil millones de dólares -dijo Micky.
Loren seguía mostrándose escéptica.
– Encuentro extraño que el Departamento de Transporte no enviara ningún informe referente a un proyecto de tal envergadura.
– O que no lo mencionara la prensa -añadió Dirk.
– Eso es porque nunca se puso en marcha -explicó Micky-. Me dijeron que la empresa constructora había decidido abandonar el proyecto. Nunca descubrí el motivo. Me hicieron firmar un documento de confidencialidad que me prohibía hablar de mi trabajo o revelar cualquier información del proyecto, pero desde entonces han pasado cuatro años. A la vista de que aparentemente está muerto y enterrado, no me importa saltarme el compromiso y comentarlo con mis amigos en la sobremesa.
– Un relato fascinante -admitió Loren-. Me pregunto quién estaría dispuesto a financiar el proyecto.
– Según tengo entendido, una parte de la financiación la aportaba la República Popular China. -Micky bebió un sorbo de oporto-. Están invirtiendo mucho dinero en América Central. Si hubiesen seguido adelante con el proyecto de un sistema de transporte subterráneo, ahora tendrían un gran poder económico en Norte y Sudamérica.
Pitt y Loren intercambiaron una mirada llena de significado. Después Loren le preguntó a Micky:
– ¿Cómo se llama la empresa constructora que te contrató?
– Es una corporación multinacional llamada Odyssey.
– Sí -dijo Pitt en voz baja, al tiempo que apretaba la rodilla de Loren por debajo de la mesa-. Sí, creo que la he oído mencionar…
– Para que después hablen de coincidencias -comentó Loren-. Dirk y yo estuvimos hablando de Odyssey esta misma mañana.
– Un nombre curioso para una empresa constructora -señaló Summer.
Loren esbozó una sonrisa y parafraseó a Winston Churchill:
– “Un rompecabezas envuelto en un laberinto de negociaciones secretas dentro de un enigma”. El fundador y presidente, que se llama a sí mismo Specter, es tan desconocido como la fórmula para viajar en el tiempo.
– ¿Por qué crees que descartó el proyecto? -intervino Dirk con una expresión pensativa-. ¿Falta de dinero?
– Todo menos eso -respondió Loren-. Los periodistas económicos británicos calculan que su fortuna personal ronda los cincuenta mil millones de dólares.
– Uno no puede dejar de preguntarse porqué no siguió adelante con la construcción de los túneles, cuando había tanto en juego -murmuró Pitt.
Loren vaciló, pero Giordino le dio una réplica.
– ¿Cómo sabes que tiró la toalla? ¿Cómo sabes que no está cavando en secreto debajo de Nicaragua, mientras nosotros disfrutamos del oporto?
– Eso es imposible -afirmó la congresista-. Las fotos tomadas por los satélites descubrirían los trabajos. No hay manera de esconder unas excavaciones de tanta magnitud.
Giordino observó su copa vacía.
– Sería el truco perfecto si consiguiera esconder los millones de toneladas de piedra y arcilla procedentes de las excavaciones.
– ¿Podrías facilitarme un mapa de la zona donde estén marcados los dos extremos del túnel? -le preguntó Pitt a Micky.
– Has despertado mi curiosidad -respondió la muchacha, entusiasmada-. Si me das tu número de fax, te enviaré los planos.
– ¿Qué estás pensando, papá? -preguntó Dirk.
– Al y yo navegaremos rumbo a las costas de Nicaragua dentro de unos días -contestó Pitt, con una sonrisa astuta-. Quizá podríamos darnos una vuelta por el lugar para echar una ojeada.
Dirk y Summer fueron a la residencia de Julien en Georgetown en el Meteor modelo 1952 sin capota de Dirk, un coche con la carrocería de fibra de vidrio hecha a medida en California, y equipado con un motor DeSoto FireDome V8 que había sido modificado para tener una potencia de doscientos setenta caballos en lugar de los ciento sesenta de fábrica. La carrocería estaba pintada con los colores de carrera norteamericanos, blanco con una raya azul en el medio del capó. En realidad, el coche nunca había tenido capota. Cuando llovía, Dirk sacaba un trozo de tela plástica de debajo del asiento, lo extendía sobre el habitáculo y sacaba la cabeza por un agujero en la tela.
Circuló por la calle arbolada con pavimento de ladrillos hasta que llegó a la entrada de una gran mansión, de tres pisos y ocho aguilones. Entró en el camino de coches que rodeaba la casa y se detuvo delante de lo que habían sido las caballerizas. De grandes dimensiones, habían albergado en otros tiempos a diez caballos y cinco carruajes, con habitaciones para los mozos y cocheros en la planta superior. Julien Perlmutter lo había adquirido hacía cuarenta años y había reformado el interior para convertirlo en una magnífica biblioteca con kilómetros de estanterías ocupadas por libros y documentos antiguos y modernos, que abarcaban tres mil años de historia de la vida en el mar y todo lo relacionado con ella. Gastrónomo de primera, tenía una despensa refrigerada con manjares de todo el mundo y una bodega de cuatro mil botellas.
No había timbre, sino un gran aldabón en forma de ancla. Summer golpeó tres veces y esperó. Tres minutos más tarde se abrió la puerta y apareció un hombretón que pasaba del metro noventa de estatura y de los ciento ochenta kilos.
Perlmutter era un gigante, pero distaba de ser obeso: tenía la carne firme y unos músculos poderosos. Llevaba los cabellos grises desgreñados y su barba se veía realzada por unos mostachos con las puntas curvadas hacia arriba. Excepto por su tamaño, los niños podían confundirlo con Papá Noel debido a su rostro redondo con las mejillas arreboladas, la nariz de pimiento y los ojos azules. Perlmutter vestía su habitual bata de seda roja y dorada; el cachorro Dachshund que corría alrededor de sus pies ladró alegremente a los visitantes.
– ¡Summer! ¡Dirk! -exclamó.
Apretó a los jóvenes con sus enormes brazos y los levantó en el aire como un oso. Summer tuvo la sensación de que le partían las costillas y Dirk se quedó sin respiración. Para su gran tranquilidad, Perlmutter, que no era consciente de su fuerza, los dejó en el suelo y los invitó a pasar.
– Entrad, entrad. No sabéis la alegría que me produce veros. -Reprendió al cachorro-: ¡Fritz! Deja ya de ladrar o te pondré a dieta.
Summer se masajeó los costados doloridos tras el abrazo.
– Confío en que papá te avisara de nuestra visita.
– Sí, sí, me llamó -respondió Perlmutter alegremente-. ¡Qué placer! -Hizo una pausa y se le nublaron los ojos-. Cuando veo a Dirk, recuerdo a tu padre cuando tenía tu edad, incluso un poco más joven, cuando venía a verme y de paso consultar alguno de mis libros. Es como si no hubiese pasado el tiempo.
Dirk y Summer habían visitado a Perlmutter en varias ocasiones en compañía de su padre y siempre se asombraban de los enormes archivos que combaban los estantes, y los libros que se amontonaban en todos los pasillos y habitaciones de la antigua caballeriza, incluidos los baños. Había sido considerada la mayor colección de historia naval del mundo. Las bibliotecas y archivos de todo el país hacían cola, dispuestas a ofrecer el precio que fuera si Perlmutter tomaba algún día la decisión de vender su inmensa colección.
Otra cosa que asombraba a Summer era la fabulosa memoria del historiador. Cualquiera hubiese esperado que toda aquella ingente cantidad de información estuviera debidamente clasificada e informatizada, pero él repetía que era incapaz de pensar en abstracto para justificar su negativa a comprar un ordenador. Sorprendentemente, sabía dónde estaba cada nota, cada libro, cada documento, y se vanagloriaba de que podía encontrar cualquier volumen dentro de aquel laberinto en menos de sesenta segundos.
Perlmutter los llevó hasta el comedor revestido con madera de sándalo y que era la única habitación de la casa donde no había libros.
– Sentaos, sentaos -tronó, mientras les señalaba una mesa redonda hecha con el timón del famoso barco fantasma Mary Celeste, cuyos restos se hallaron en Haití-. He preparado un almuerzo ligero de langostinos con salsa de papaya. Lo acompañaremos con una botella de chardonnay Martin Ray.
Fritz se instaló junto a la silla de su amo, con la cola barriendo el suelo. Perlmutter le daba cada tanto un trocito de langostino, que el perro engullía sin masticar.
Dirk fue el primero en palmearse el estómago.
– Los langostinos estaban tan buenos que he comido como un cerdo -anunció.
– No has sido el único -murmuró Summer, llena a más no poder.
– Ahora que habéis comido, ¿qué puedo hacer por vosotros? -preguntó Perlmutter-. Vuestro padre me dijo que habíais encontrado unos objetos celtas.
Summer abrió el maletín que había llevado y sacó el informe que ella y Dirk habían escrito en el avión en el viaje a Washington y fotos de los viejos objetos.
– Aquí está prácticamente todo lo que encontramos. También incluye las conclusiones de Hiram Yaeger sobre el ánfora, el peine y el broche, además de copias de las fotos de los objetos y las habitaciones.
Perlmutter se sirvió otra copa de vino, se acomodó las gafas y comenzó a leer.
– Servíos más langostinos. Que no queden.
– No creo que ninguno de los dos pueda ingerir ni un solo bocado más -dijo Dirk.
Perlmutter se limpió los labios y la barba con la servilleta. De vez en cuando interrumpía la lectura para mirar el techo, sumido en sus reflexiones. Cuando acabó la lectura, dejó el informe sobre la mesa y miró fijamente a los Pitt.
– ¿Os dais cuenta de lo que habéis hecho?
Summer se encogió de hombros, sin saber muy bien a qué venía la pregunta.
– Creemos que es un hallazgo arqueológico que podría tener cierta importancia.
– ¡Cierta importancia! -repitió Perlmutter, con un ligero tono sarcástico-. Si lo que habéis descubierto es verdad, habéis echado a la basura un millar de teorías arqueológicas que nadie discutía.
– Vaya, por Dios -exclamó Summer. Miró a su hermano, que apenas si conseguía contener la risa-. ¿Tan malo es?
– Depende del punto de vista -contestó el historiador, entre sorbo y sorbo de vino. Si el informe era una revelación que sacudiría los cimientos de la arqueología, la verdad era que parecía tomárselo con mucha calma-. Se sabe muy poco de la cultura celta antes del siglo V antes de Cristo, pues no llevaron registros escritos hasta la Edad Media. Lo único que se concluye entre las brumas del tiempo es que los celtas, que eran originarios de la zona del mar Caspio, comenzaron a desplegarse por la Europa oriental alrededor de dos mil años antes de Cristo. Algunos historiadores sostienen la teoría de que los celtas y los hindúes comparten un antepasado común, dado que sus lenguas eran similares.
– ¿Hasta dónde se expandieron? -preguntó Dirk.
– Llegaron al norte de Italia y Suiza, luego a Francia, Alemania, Gran Bretaña e Irlanda. Por el norte llegaron hasta Dinamarca en la región escandinava y por el sur hasta España y Grecia. Los arqueólogos han encontrado objetos celtas incluso en Marruecos, al otro lado del Mediterráneo. También se han descubierto tumbas con momias muy bien conservadas en el norte de la China, pertenecientes a un pueblo llamado urumchi. Desde luego eran celtas, dado que tenían la piel y las facciones celtas, los cabellos rubios y rojos, y vestían telas tejidas a cuadros o listas.
Dirk se echó hacia atrás y se balanceó en la silla.
– He leído algunas cosas de los urumchi. Sin embargo, no tenía idea de que los celtas habían migrado a Grecia. Siempre creí que los griegos eran nativos.
– Si bien algunos de ellos se originaron en la región, está aceptado que la mayoría llegaron al sur desde el centro de Europa. -Perlmutter acomodó su corpachón antes de continuar-. Los celtas llegaron a dominar una extensión tan grande como la del imperio romano. Desplazaron a los pueblos del neolítico, que habían construido monumentos megalíticos como el de Stonehenge por toda Europa, y continuaron con las tradiciones místicas de los druidas. Por cierto que la palabra druida significa “el muy sabio”.
– Es extraño que nos llegaran tan pocas cosas sobre ellos en el transcurso de los siglos -opinó Summer.
– A diferencia de los egipcios, los griegos y los romanos -prosiguió Perlmutter después de asentir al comentario de la muchacha-, nunca fundaron un imperio ni formaron una unidad nacional. Constituían una confederación de tribus un tanto aleatoria; a menudo luchaban entre ellas, pero se unían a la hora de enfrentarse con un enemigo común. Después de mil quinientos años los campamentos dieron paso a los fuertes en las colinas, construidos con terraplenes y empalizadas de troncos, que evolucionaron hasta convertirse en ciudades. Son muchas las ciudades modernas que están edificadas sobre los restos de las viejas fortalezas celtas. Zurich, París, Munich y Copenhague son algunas de ellas, y la mitad de las ciudades a través de Europa se levantan sobre lo que en tiempos pasados fueron poblados celtas.
– Resulta difícil creer que un pueblo que no construía palacios ni ciudadelas pudiera convertirse en la cultura dominante de la Europa occidental.
– La sociedad celta era sobre todo pastoril. Su objetivo primario era la cría de ganado. Cultivaban la tierra pero las cosechas eran escasas; apenas si alcanzaban para el sostenimiento de una familia. No eran nómadas, pero la vida de las tribus era muy parecida a la de los indios americanos. A menudo atacaban a las otras aldeas para robarles las mujeres y el ganado.
»No fue hasta el trescientos antes de Cristo cuando iniciaron la explotación agrícola a gran escala, para disponer de forraje para los animales durante el invierno. Aquellos que vivían en la costa se convirtieron en comerciantes que vendían armas de bronce y estaño a los otros pueblos. La mayor parte del oro que utilizaban en la fabricación de exóticos adornos para los jefes y las clases superiores era importado.
– No deja de ser curioso que una cultura tan básica pudiera llegar a dominar tanto territorio.
– No puedes decir eso de los celtas -le reprochó el historiador a Dirk-. Fueron ellos quienes abrieron el camino a la edad del Bronce cuando fundieron el cobre con el estaño de las minas de Inglaterra. Más tarde también se les atribuyó el mérito de fundir el hierro, cosa que nos llevó a la edad del Hierro. Eran unos jinetes extraordinarios y llevaron a Europa el conocimiento de la rueda, construyeron carros de guerra y fueron los primeros en utilizar las carretas de cuatro ruedas y las herramientas de metal para arar y cosechar. Inventaron herramientas que todavía se utilizan en la actualidad, como los alicates y las tenazas. Fueron los primeros en herrar sus caballos con herraduras de bronce y en hacer flejes de hierro para las ruedas de los carros.
»Los celtas enseñaron al mundo antiguo el uso del jabón. No había quien los superara en el uso de los metales, y como orfebres producían joyas y adornos de un diseño exquisito para los cascos, las espadas y las hachas. La cerámica celta también era soberbia, y fueron maestros en la fabricación del vidrio. Asimismo les enseñaron el arte del esmaltado a los griegos y romanos. Los celtas destacaron en la poesía y la música; tenían en mayor estima a los poetas que a los sacerdotes. Otra cosa interesante es que su práctica de comenzar el día a medianoche se ha transmitido hasta nosotros.
– ¿Cuáles fueron las causas que motivaron su decadencia? -preguntó Summer.
– En primer lugar, las derrotas sufridas a manos de los invasores romanos. El mundo de los galos, el nombre que les daban los romanos, empezó a desmoronarse a medida que otros pueblos como los germanos, los godos y los sajones comenzaron su expansión a través de Europa. Hasta cierto punto, los celtas eran los peores enemigos de ellos mismos. Eran unas personas salvajes, indómitas, amantes de las aventuras y la libertad individual. Eran impetuosos y absolutamente indisciplinados, factores que aceleraron su decadencia. Cuando cayó el imperio romano, los celtas ya habían sido obligados a cruzar el mar del Norte y estaban instalados en Gran Bretaña e Irlanda, donde todavía hoy se nota su influencia.
– ¿Qué aspecto tenían y cómo trataban a sus mujeres? -quiso saber Summer, con una sonrisita.
– Me preguntaba cuándo sacarías el tema. -Perlmutter exhaló un suspiro. Les sirvió lo que quedaba de vino-. Los celtas eran una raza fuerte, gente alta y de piel blanca. El color de sus cabellos iba desde el rubio al rojo y el castaño. Se los describía como unas gentes revoltosas, con voces muy sonoras y ásperas. Te encantará saber, Summer, que a las mujeres las tenían en un pedestal en la sociedad celta. Eran libres de casarse con quien quisieran y podían heredar propiedades. A diferencia de la mayoría de las culturas que les sucedieron, las mujeres podían reclamar una indemnización si se las molestaba. Eran altas y fornidas como los hombres, y luchaban junto a ellos en las batallas. -El historiador vaciló un momento y después sonrió antes de añadir-: Un ejército de hombres y mujeres celtas debió de ser todo un espectáculo.
– ¿Por qué lo dices? -preguntó Summer, que cayó en la trampa con la mayor inocencia.
– Porque la mayoría de las veces combatían desnudos.
Summer era demasiado intrépida para llegar al extremo de ruborizarse, pero miró al suelo.
– Todo esto nos lleva de nuevo a los objetos celtas que encontramos en el banco de la Natividad -manifestó Dirk, con un tono grave-. Si no fueron transportados en un barco tres mil años más tarde, ¿de dónde vinieron?
– Efectivamente. ¿Y qué me dices de la habitación y las cámaras que encontramos excavadas en la roca? -añadió Summer.
– ¿Estáis seguros de que estaban excavadas en la roca, y que no eran piedras colocadas unas encima de las otras? -replicó Perlmutter.
– Supongo que es posible -respondió Dirk, después de mirar a su hermana-. Puede que las inscrustaciones cubrieran las grietas entre las piedras.
– No es típico de los celtas excavar la roca para construir habitaciones. Casi nunca levantaban edificaciones de piedra. Quizá se debió a que no había árboles útiles para la construcción cuando el banco de la Natividad estaba por encima de la superficie del mar. Las palmeras, con sus troncos curvos y madera fibrosa, no sirven para construir estructuras duraderas.
– En cualquier caso, ¿cómo pudieron navegar casi diez mil kilómetros a través del océano en el mil cien antes de Cristo?
– Una pregunta de difícil respuesta -admitió Perlmutter-. Aquellos que vivían en la costa atlántica eran gente marinera, a menudo conocidos como “la gente de los remos”. Se sabe que llegaron al Mediterráneo desde los puertos del mar del Norte. Sin embargo, no hay ninguna leyenda referente a que los celtas cruzaran el Atlántico, aparte del viaje de San Brandán, el monje irlandés, que en su travesía de siete años bien pudo llegar hasta la costa oriental americana y no son pocos quienes lo afirman.
– ¿Cuándo realizó el viaje? -preguntó Dirk.
– Entre el quinientos treinta y el quinientos veinte antes de Cristo.
– Mil quinientos años más tarde de la fecha estimada para nuestro hallazgo -señaló Summer.
Dirk se inclinó hacia un costado para acariciar a Fritz, que se sentó en el acto y le lamió la mano.
– Al parecer, no acertamos mucho con nuestras preguntas.
– ¿Cuál es el próximo paso que debemos dar a partir de aquí? -preguntó Summer.
– El primero de los enigmas que hay que resolver -les aconsejó Perlmutter- es descubrir si hace tres mil años el banco de la Natividad estuvo por encima del nivel de las aguas.
– Un geomorfologista, de los que estudian los orígenes y la edad de la superficie terrestre, podría ofrecernos algunas teorías -apuntó Summer.
Perlmutter contempló la maqueta del famoso submarino Hunley de la marina confederada.
– Podríais comenzar con Hiram Yaeger y su magia informática. Tiene archivado todo lo que hay sobre ciencias marinas. Si alguna vez se realizó un estudio geológico del banco de la Natividad, él lo tendrá guardado.
– ¿Aunque lo hiciera un equipo de científicos alemanes o rusos?
– Puedes estar segura de que Yaeger tendrá una traducción.
– Nuestra próxima tarea en cuanto regresemos al cuartel general de la NUMA será ir a ver a Hiram y pedirle que busque en sus archivos.
– ¿Cuál será el segundo paso? -preguntó Summer.
– Ir al despacho del almirante Sandecker -respondió Dirk sin titubeos-. Si queremos llegar al fondo de este asunto, debemos convencerlo de que nos facilite una tripulación, un barco y todo el equipo necesario para realizar una investigación a fondo de las habitaciones sumergidas y recuperar los objetos.
– ¿Quieres que volvamos allí?
– ¿Se te ocurre alguna otra manera?
– Creo que no -admitió Summer con voz pausada. Por alguna razón que no acababa de entender, sintió miedo-. Sin embargo, no sé si tendré el valor de mirar de nuevo al Pisces.
– Conozco a Sandecker -señaló Perlmutter-, y sé que para ahorrar los fondos de la NUMA combinará vuestra exploración con algún otro proyecto.
– Coincidirás conmigo en que parece lo más razonable -dijo Dirk antes de levantarse-. ¿Nos vamos? Creo que ya hemos abusado demasiado del tiempo de Julien.
Summer se despidió del historiador con un abrazo cauteloso.
– Gracias por el magnífico almuerzo.
– Siempre es un placer para un viejo solterón disfrutar de la compañía de una joven hermosa.
Dirk estrechó la mano de Perlmutter.
– Adiós, y muchas gracias.
– Dadle mis recuerdos a vuestro padre y decidle que me venga a visitar.
– Lo haremos.
Después de que se marcharon los jóvenes, Perlmutter permaneció sumido en sus pensamientos hasta que sonó el teléfono. Era Pitt.
– Dirk, tus hijos acaban de marcharse.
– ¿Los has encaminado en la dirección correcta? -preguntó Pitt.
– Sólo pude responder en parte a su interés. No pude ofrecerles gran cosa. Casi no existen registros de los viajes marinos de los celtas.
– Tengo una pregunta para ti.
– Dime.
– ¿Has oído mencionar en alguna ocasión a un pirata llamado Hunt?
– Sí, alcanzó cierta fama a finales del siglo XVII. ¿Por qué lo preguntas?
– Me han dicho que su espectro vaga por el mar de las Antillas y que lo conocen como el Bucanero Errante.
– He leído los informes -manifestó Perlmutter con un tono de resignación-. Otra fábula del Holandés Errante. Claro que varios de los barcos y yates que comunicaron haber visto su navío desaparecieron sin dejar rastro.
– ¿Hay motivos para preocuparse cuando se navega por las aguas nicaragüenses?
– Diría que sí. ¿A qué viene el interés?
– Pura curiosidad.
– ¿Quieres lo que tengo sobre Hunt?
– Te estaré muy agradecido si lo envías por mensajero al hangar. Tengo que coger un avión a primera hora de mañana.
– Ahora mismo te lo preparo.
– Gracias, Julien.
– Ofreceré una pequeña fiesta dentro de dos semanas. ¿Podrás venir?
– Nunca me pierdo una de tus famosas fiestas.
Se despidieron. Perlmutter reunió los documentos que tenía sobre el pirata, llamó a la mensajería. Luego fue a su dormitorio, y se acercó a una estantería donde no cabía ni un libro más. Sin titubear, cogió uno y caminó con paso lento hasta su despacho, donde reclinó su corpachón en un sofá Recamier tapizado en cuero, que había sido hecho en Filadelfia en 1840. El cachorro saltó ágilmente sobre el sofá y se apoyó en el vientre de Perlmutter, para después mirarlo con sus grandes ojos castaños.
Abrió el libro titulado Where Troy Once Stood, de Imán Wilkens, y comenzó a leer. Al cabo de una hora, cerró el libro y miró a Fritz.
– ¿Podrá ser? -le preguntó al perro-. ¿Podrá ser?
Sin poder resistirse más a la plácida somnolencia que le había provocado el chardonnay añejo, se quedó dormido.
Pitt y Giordino salieron para Nicaragua al día siguiente, en un reactor Citation de la NUMA. En el aeropuerto de Managua hicieron transbordo y subieron a un avión turbohélice CASA 212 de fabricación española, para el vuelo de setenta minutos sobre las montañas y a través de las marismas hasta una zona conocida como Costa Mosquito. Podrían haber llegado antes con el reactor, pero Sandecker había considerado conveniente que llegaran como vulgares turistas, para así confundirse con la multitud.
El sol poniente pintaba de oro los picos de las montañas antes de que los rayos se perdieran en las sombras de las laderas orientales. A Pitt le resultaba difícil imaginar un canal que atravesara un territorio lleno de dificultades, y sin embargo a través de la historia Nicaragua siempre había sido considerada como la mejor ruta para un canal interoceánico en lugar de Panamá. Disponía de un clima más saludable, el trazado previsto habría sido más fácil de excavar, y el canal habría estado cuatrocientos ochenta kilómetros más cerca de Estados Unidos; novecientos sesenta, si se contaba el trayecto de ida y vuelta.
Poco antes del inicio del siglo XX, como ha ocurrido con muchos otros proyectos de importancia histórica, los políticos habían salido de sus madrigueras para dar un veredicto equivocado. Panamá había contado con un poderoso grupo de presión que había hecho todo lo posible en favor de sus intereses y por enturbiar las relaciones entre Nicaragua y Estados Unidos. Durante un tiempo, ninguno de los bandos se situó por delante, si bien Teddy Roosevelt manejaba los hilos en la sombra para firmar un tratado lo más ventajoso posible para los norteamericanos.
Así estaban las cosas cuando la balanza se inclinó en favor de Nicaragua tras la erupción del Mont Pelée, un volcán en la isla caribeña de la Martinica, que mató a más de treinta mil personas. Por entonces, en el momento menos oportuno, los nicaragüenses emitieron una serie de sellos de correos donde presentaban a su país como la tierra de los volcanes. Uno de los sellos mostraba un volcán en erupción detrás de un muelle y un ferrocarril.
Allí acabó todo. El senado votó por Panamá como el lugar donde se construiría el canal.
Pitt comenzó a leer el informe sobre Costa Mosquito poco después del despegue. Las marismas de la costa caribeña de Nicaragua estaban aisladas de la zona occidental del país, que era la más poblada, por una cordillera y la selva tropical. Los habitantes y la región nunca habían formado parte del imperio español sino que habían estado dentro de la esfera de la influencia británica hasta 1905, cuando toda la costa quedó bajo la jurisdicción del gobierno nicaragüense.
Su punto de destino, Bluefields, era el principal puerto de Nicaragua en el mar de las Antillas y rememoraba el nombre de Blewfeldt, el infame pirata holandés que tenía su refugio en la laguna costera cerca de la ciudad. Los pobladores de la zona eran mayoritariamente mosquitos, el grupo dominante cuyos diversos antepasados provenían de América central, Europa y África; también había criollos, descendientes de los esclavos de la era colonial, y mestizos, hijos de indias y españoles.
La actividad económica se basaba casi exclusivamente en la pesca; los barcos salían para capturar camarones, langostas y tortugas. Una factoría instalada en la ciudad procesaba el pescado para la exportación, y había todo tipo de servicios para atender las necesidades de las flotas pesqueras internacionales.
Cuando acabó de leer el informe, ya era de noche. El monótono rumor de las hélices se coló en su mente y lo llevó al país de la nostalgia. El rostro que veía cada mañana en el espejo ya no mostraba el cutis terso de veinticinco años antes. El tiempo, la vida aventurera y el rigor de los elementos se habían cobrado su precio.
Mientras miraba a través de la ventanilla con la vista perdida, su mente viajó allí donde había empezado todo, en un solitario trozo de playa en Kaena Point, en la isla Oahu del archipiélago de Hawai. Había estado tendido en la arena tomando el sol, entretenido en mirar el mar más allá de la rompiente, cuando había visto un cilindro amarillo que flotaba en el agua. Había nadado por las traicioneras corrientes para recogerlo y había regresado a la playa. En el interior había un mensaje del capitán de un submarino nuclear desaparecido. A partir de aquel momento, su vida había dado un vuelco. Había encontrado a la mujer que había sido el amor de su vida desde el instante en que la vio. Había llevado su visión guardada en la memoria, convencido de que estaba muerta, sin descubrir nunca que había sobrevivido, hasta el momento en que Dirk y Summer habían llamado a su puerta.
Su cuerpo había resistido bien el paso del tiempo; quizá los músculos ya no eran tan fuertes como antes, pero las articulaciones aún no presentaban las molestias y los dolores que aparecen con la edad. Continuaba teniendo el cabello negro y abundante, y sólo habían aparecido unas pocas canas en las sienes. Sus ojos, de un color verde opalino, continuaban brillando con intensidad. Los recuerdos de sus hazañas -algunas agradables, otras terribles- y unas cuantas cicatrices todavía no se habían borrado con el paso de los años.
Revivió las muchas veces en que había dejado a la Parca con un palmo de narices. El terrible viaje por el río subterráneo en busca del oro de los incas, el combate en el Sahara frente a fuerzas muy superiores en un viejo fuerte de la Legión Extranjera francesa, la batalla en la Antártida contra la gigantesca moto de nieve y el reflotamiento del Titanic. El contento y la gratificación personal que acompañaban a dos décadas de triunfos le hacían creer que su vida había valido la pena.
Lo que ya no tenía era el viejo impulso, el ansia de desafiar lo desconocido. Ahora tenía una familia, y por ello responsabilidades. Los días de aventuras estaban llegando a su fin. Se volvió para mirar a Giordino, que era capaz de dormir con toda tranquilidad en las condiciones más adversas, como si estuviese en el colchón de plumas de su apartamento en Washington. Las hazañas que habían protagonizado juntos eran casi legendarias, y aunque en sus vidas personales no estaban muy unidos, en cuanto se enfrentaban a lo que parecía ser la más terrible adversidad se acoplaban como si fueran un solo ente, y cada uno aprovechaba las virtudes físicas y mentales del otro hasta que ganaban o perdían, esto último algo que no era frecuente.
Sonrió para sus adentros al recordar lo que un reportero había escrito de él, en unas de las pocas ocasiones en que sus hazañas habían tenido una repercusión pública: “Hay algo de Dirk Pitt en todos los hombres cuyas almas anhelan la aventura, y como él es Dirk Pitt, la anhela más que todos los demás”.
El ruido producido cuando el CASA bajó el tren de aterrizaje sacó a Pitt de su ensimismamiento. Cuando se inclinó para mirar por la ventanilla, las luces de aterrizaje se reflejaban en el agua de los ríos y las lagunas que rodeaban el aeropuerto de la ciudad.
Llovía cuando el avión se posó en la pista y carreteó hacia la terminal. Un viento fresco de diez kilómetros por hora empujaba la lluvia en ángulo oblicuo, y el aire tenía un olor fresco. Pitt bajó la escalerilla detrás de Giordino y se sorprendió al comprobar que la temperatura apenas superaba los veinte grados; había creído que rondaría los treinta.
Cruzaron la pista a paso ligero y entraron en la terminal. Tuvieron que esperar veinte minutos a que aparecieran sus maletas. Sandecker sólo les había dicho que habría un coche esperándolos a la salida. Pitt cargó con las dos maletas y Giordino se echó al hombro la pesada bolsa con los equipos de buceo. Caminaron cincuenta metros por un sendero pavimentado hasta la carretera. Vieron una fila de diez taxis y cinco coches que esperaban a los viajeros. No hicieron caso de los taxistas, y permanecieron atentos hasta que el último coche de la fila, un destartalado Ford Escort, hizo una ráfaga con los faros. Pitt se acercó a la ventanilla del pasajero, se inclinó y preguntó:
– ¿Está esperando a…?
Eso fue todo lo que pudo decir antes de que la sorpresa lo obligara a callar. Rudi Gunn se apeó por el lado del conductor y rodeó el coche para estrecharle la mano. Sonrió.
– No podemos seguir viéndonos de esta manera.
– El almirante en ningún momento mencionó que participarías del proyecto -replicó Pitt, desconcertado.
– Harto de estar atado a una mesa, convencí a Sandecker para que me dejara participar. Salí para Nicaragua poco después de la reunión. Supongo que no se molestó en avisarte.
– Seguramente se le pasó por alto -señaló Pitt, con tono cínico. Apoyó un brazo sobre los hombros de su amigo-. Hemos pasado juntos algunos momentos inolvidables, Rudi. Siempre es un placer trabajar a tu lado.
– ¿Como aquella vez en Mali, cuando me arrojaste de la lancha al río Níger?
– Si no recuerdo mal, aquello fue una necesidad.
Pitt y Giordino tenían en gran estima al director delegado de la NUMA. Podía parecer y comportarse como un académico, pero Gunn no tenía reparos en arremangarse y hacer lo que hiciera falta para concluir con éxito un proyecto de la Agencia. Sus compañeros lo admiraban sobre todo porque, por muchas diabluras que hicieran, nunca se chivaba con el almirante.
Metieron el equipaje en el maletero y se acomodaron en el viejo Escort. Gunn se apartó de la fila de coches aparcados delante de la terminal y tomó la carretera que llevaba a los muelles. Condujo a lo largo de la gran bahía de Bluefields con sus extensas playas. El delta del río Escondido se dividía en varios canales alrededor de la ciudad para desaguar en el estrecho de Bluffs. Las embarcaciones pesqueras llenaban la laguna, las calas y la rada.
– Pareciera como si toda la flota pesquera hubiese decidido pasar la noche en la ciudad -comentó Pitt.
– Debido al légamo marrón, la actividad pesquera ha sufrido un paro -respondió Gunn-. El camarón y la langosta prácticamente han desaparecido y los peces han emigrado a aguas más seguras. Las flotas pesqueras internacionales, como los barcos de Texas, faenan ahora en otros caladeros.
– La economía local ha de estar en la ruina -opinó Giordino, cómodamente instalado en el asiento trasero.
– Es un desastre. Todos los que viven en esta zona dependen del mar para ganarse el sustento. Si no hay pesca, no hay dinero. Para colmo, eso es sólo una parte del problema. Con la regularidad de un reloj, Bluefields y todo el resto de la costa se ven azotados por un huracán de los grandes. El huracán Joan destruyó el puerto en 1988, y todo lo que habían reconstruido lo ha arrasado el Lizzie.
»Pero si no consiguen eliminar, o por lo menos neutralizar los efectos del légamo marrón, hay mucha gente que morirá de hambre. Las cosas ya estaban bastante mal antes de la tormenta; la tasa de desempleo rondaba el sesenta por ciento. Ahora está casi en el noventa. Después de Haití, la costa oriental de Nicaragua es la región más pobre del hemisferio occidental. Antes de que me olvide, ¿habéis cenado?
– Estamos bien -respondió Giordino-. Tomamos una comida ligera en el aeropuerto de Managua.
– Te olvidas de las dos copas de tequila -apuntó Pitt con una sonrisa.
– No las olvido.
El Escort circuló por las calles de la primitiva ciudad, llenas de baches tan profundos que casi afloraba el agua. La arquitectura de los edificios, que eran poco más que ruinas, era una mezcla de estilos inglés y francés. En otros tiempos habían estado pintados con colores brillantes, pero ninguno había recibido una mano de pintura por décadas.
– No bromeabas cuando dijiste que la economía era un desastre -afirmó Pitt.
– Gran parte de la pobreza se debe a la absoluta carencia de infraestructura, y los gobernantes locales no están por la labor -manifestó Gunn-. Las adolescentes se prostituyen cuando sólo tienen catorce años y los chicos venden cocaína. Nadie puede permitirse pagar la electricidad, así que conectan cables a las farolas para disponer de luz en sus chabolas. No hay cloacas, y sin embargo la gobernadora se ha gastado todo el presupuesto de un año en la construcción de un palacio porque considera que es importante recibir con todos los honores a los dignatarios visitantes. Aquí el comercio de la droga es la actividad principal, pero ninguno de los lugareños se beneficia del contrabando que se realiza en alta mar o en sitios aislados.
Gunn entró en la zona comercial portuaria de El Bluff, situada en la entrada de la laguna y al otro lado de Bluefields. El hedor en la bahía era tremendo. El aceite de los barcos y toda clase de residuos se mezclaban con el agua infecta. Pasaron por delante de barcos en tal estado que parecía que en cualquier momento se hundirían a trozos. La mayoría de los tinglados donde almacenaban las cargas carecía de techo.
Pitt se fijó en un barco portacontenedores del que estaban descargando grandes cajas, con un rótulo que decía MAQUINARIA AGRÍCOLA. Los grandes camiones en impecable estado que recibían la carga parecían fuera de lugar en un entorno absolutamente mísero. El nombre del barco, que apenas se veía por el resplandor de los focos, era Dong He. En el centro del casco aparecía la palabra COSCO. Eran las siglas correspondientes a China Ocean Shipping Company. Se preguntó cuál sería el contenido de las cajas.
– ¿Éstas son las instalaciones portuarias? -preguntó Giordino, incrédulo.
– Es todo lo que queda, tras el paso de Lizzie -respondió Gunn.
Cuatrocientos metros más adelante, el Escort entró en un viejo muelle de madera donde estaban amarrados varios barcos pesqueros, aparentemente abandonados. Gunn aparcó el coche delante del único que tenía encendidas las luces de cubierta. Alumbrada de amarillo, la pintura negra se veía desteñida. Había chorretes de óxido por todas partes, y las redes y enseres de pesca estaban desparramados por la cubierta. Ofrecía a la mirada de cualquier curioso un aspecto exclusivamente utilitario, otro pesquero con las mismas características de todos los demás que estaban amarrados a uno y otro lado. Mientras Pitt miraba el barco de proa a popa, donde la bandera nicaragüense azul y blanca colgaba como un trapo, metió la mano debajo de la camisa y se aseguró de que el pequeño paquete de seda plegada seguía allí.
Se volvió ligeramente y miró de reojo durante unos segundos hacia una camioneta aparcada en las sombras de un depósito cercano. No estaba vacía. Vio una silueta oscura sentada al volante y el resplandor rojo de un cigarrillo detrás del parabrisas batido por la lluvia. Después miró de nuevo la embarcación.
– Así que éste es el Poco Bonito.
– No parece gran cosa, ¿verdad? -dijo Gunn, mientras abría el maletero y ayudaba a sacar el equipaje-. Sin embargo, está equipado con dos motores diesel de mil caballos y lleva un instrumental científico por tener el cual la mayoría de los laboratorios estarían dispuestos a matar.
– Aquí hay algo que no encaja -señaló Pitt.
– ¿A qué te refieres? -preguntó Gunn.
– Éste debe ser el único barco de la flota de la NUMA que no está pintado color turquesa.
– Conozco la clase Neptuno. Son los barcos de exploración científica más pequeños de la NUMA -manifestó Giordino-. Están construidos como un furgón blindado y tienen una estabilidad notable cuando hay mala mar. -Hizo una pausa para mirar a los otros pesqueros amarrados al muelle-. Buen trabajo de camuflaje. Excepto por la timonera, que es más grande de lo habitual y es algo que no se puede disimular, encaja perfectamente con todos los demás.
– ¿Cuándo lo construyeron? -preguntó Pitt.
– Hace seis meses -le informó Gunn.
– ¿Cómo se las han apañado nuestros ingenieros para conseguir que parezca tan usado?
– Efectos especiales. -Gunn se echó a reír-. La pintura desconchada y el óxido son unos productos con una fórmula especial que da ese aspecto.
Pitt saltó ágilmente a la nave y cogió las maletas y el macuto que le alcanzó Giordino. El ruido de las pisadas y las voces en cubierta alertaron a un hombre y una mujer, que salieron por la escotilla trasera de la cabina. El hombre, de cincuenta y tantos años, con una barba gris muy cuidada y las cejas muy gruesas, entró en el círculo de luz. Llevaba la cabeza afeitada y el sudor le brillaba en la calva. No era mucho más alto que Giordino y se encorvaba un poco.
La mujer medía casi un metro ochenta y tenía la figura anoréxica de las modelos. Su resplandeciente cabellera rubia le rozaba los hombros. Tenía la tez bronceada y los pómulos altos, y cuando sonrió al saludarlos dejó a la vista unos dientes perfectos. Como la mayoría de las mujeres que trabajan al aire libre, llevaba el pelo recogido en una cola de caballo y poco maquillaje, dos cosas que no disminuían su atractivo, al menos en la opinión de Pitt. Observó que sí seguía fiel a algunas características del arreglo femenino: llevaba pintadas las uñas de los pies.
Ambos vestían las típicas camisas de algodón a rayas de los nativos y pantalones cortos de loneta. El hombre calzaba unas zapatillas rotas, mientras que la mujer usaba unas sandalias de tiras anchas.
Gunn se encargó de las presentaciones.
– La doctora Renée Ford, nuestra experta ictícola residente, y el doctor Patrick Dodge, geoquímico marino. Creo que ya conocen a Dirk Pitt, director de proyectos especiales, y Al Giordino, ingeniero naval.
– Nunca hemos trabajado juntos en un mismo proyecto -manifestó Renée con una voz ronca que estaba pocos decibeles por encima del susurro-. Pero hemos estado sentados juntos en conferencias en varias ocasiones.
– Yo también -dijo Dodge, mientras le estrechaba la mano.
Pitt se sintió tentado de preguntar si Ford y Dodge compartían el mismo garaje, pero prefirió ahorrarse el mal chiste.
– Es un placer volver a verlos.
– Espero que podamos disfrutar de una feliz travesía -comentó Giordino con su mejor sonrisa.
– ¿Qué nos lo podría impedir? -replicó Renée dulcemente.
Giordino no le respondió. Fue una de aquellas contadas ocasiones en que no supo qué decir.
Pitt permaneció en cubierta durante unos minutos. Sólo se escuchaba el chapoteo del agua contra los pilares del muelle. No se veía un alma. El muelle parecía desierto. Casi lo estaba, pero no del todo.
Fue a su camarote de popa, sacó una pequeña caja negra de la maleta y subió de nuevo la escalerilla, pero esta vez salió a cubierta por el lado opuesto al muelle. Se ocultó detrás de la timonera, abrió la caja y sacó lo que parecía una videocámara; al encender el transformador se escuchó un débil y agudo sonido. Después se echó una manta sobre la cabeza y se asomó poco a poco hasta que sus ojos quedaron por encima de un rollo de soga en el techo de la timonera. Miró a través del visor monocular de visión nocturna. El aparato ajustó automáticamente la amplificación, el brillo y el haz de infrarrojos. Luego miró a lo largo del muelle. La imagen que veía tenía un tono verdoso.
La camioneta Chevrolet que había visto cuando se disponía a subir a bordo del Poco Bonito continuaba aparcada en la oscuridad. El equipo aumentaba veinte mil veces la luz de las estrellas y de las dos farolas situadas a casi cien metros en un extremo del muelle, y eso le permitió ver al conductor de la camioneta como si estuviese en una habitación con todas las luces encendidas. Descubrió que se trataba de una mujer. Por la manera en que la observadora movía sus gafas de visión nocturna para ver a través de los ojos de buey del casco, comprendió que no sabía que la habían descubierto. Incluso vio que tenía los cabellos mojados.
Pitt bajó un poco el visor hasta enfocarlo en la puerta de la camioneta. Era obvio que la espía no era una profesional, pensó. Tampoco era precavida. Probablemente era una trabajadora de la construcción que hacía de espía para ganarse un sobresueldo, dado que el nombre de la empresa aparecía pintado en la carrocería con letras doradas: ODYSSEY. El nombre no llevaba ningún acompañamiento. Nada de Ltd., Corp. o Co.
Debajo del nombre había un logo: la estilizada imagen de un caballo a todo galope. A Pitt le resultó conocido, aunque no conseguía recordar dónde lo había visto antes.
¿Por qué se interesaba Odyssey por una expedición científica de la NUMA? ¿Cómo podían considerar una amenaza a un grupo de científicos oceánicos? No le encontró ningún sentido a que una gigantesca organización enviase a alguien a espiarlos cuando aparentemente no tenía nada que ganar.
No pudo contenerse y se levantó para ir hasta la borda que daba al muelle. Agitó una mano en el aire para llamar la atención de la mujer en la camioneta, que de inmediato lo miró a través de las gafas de visión nocturna. Pitt se llevó la suya al ojo y le devolvió la mirada. Quedó fehacientemente demostrado que no era una profesional cuando se llevó tal susto que dejó caer las gafas sobre el asiento, puso en marcha el motor y salió disparada por el muelle con un fuerte chirrido de las ruedas traseras.
Renée levantó la cabeza, sorprendida por el estruendo, y lo mismo hicieron Giordino y Dodge.
– ¿Qué ha sido eso? -preguntó Renée.
– Alguien que tenía prisa -respondió Pitt con tono risueño.
Renée se encargó de soltar las amarras mientras los hombres miraban la maniobra. Gunn se puso al timón. Encendió los motores, y la cubierta vibró con la potencia de los diesel. Luego el Poco Bonito se apartó del muelle y avanzó por el canal del estrecho de los Bluffs, que era la salida al mar. El rumbo, programado en el navegador, orientó la proa hacia el nordeste. Pero Gunn -como la mayoría de los pilotos de las líneas aéreas, que prefieren despegar y aterrizar manualmente en lugar de permitir que lo haga el ordenador- se hizo con el timón y guió la embarcación hacia el mar.
Pitt bajó a su camarote, guardó el visor nocturno en la maleta y cogió su móvil Globalstar. Después regresó a cubierta y se sentó cómodamente en una tumbona un tanto destartalada. Se volvió con una sonrisa cuando Renée sacó una mano con una taza por el ojo de buey de la cocina.
– ¿Quieres un café? -preguntó.
– Eres un ángel -contestó Pitt-. Muchas gracias.
Bebió un sorbo y después marcó un número en el móvil. Sandecker atendió al cuarto timbrazo.
– Sandecker -dijo el almirante, con un tono enérgico.
– ¿No se le olvidó decirme alguna cosa, almirante?
– No sé a qué te refieres.
– A Odyssey.
Hubo un silencio.
– ¿Por qué lo preguntas?
– Uno de sus empleados nos estuvo espiando cuando subimos al barco. Me interesaría saber por qué.
– Será mejor que te enteres más tarde -respondió Sandecker crípticamente.
– ¿Tiene algo que ver con los trabajos que está realizando Odyssey en Nicaragua? -replicó Pitt, fingiendo la mayor inocencia.
De nuevo se produjo una larga pausa.
– ¿Por qué lo preguntas?
– Pura curiosidad.
– ¿Dónde obtuviste la información?
Pitt no lo pudo resistir.
– Será mejor que se entere más tarde -dijo, y cortó la comunicación.
Gunn llevó al Poco Bonito por el canal entre los acantilados del estrecho. No había ni una sola embarcación a la vista mientras mantenía la proa en el centro mismo del canal. Las luces de las boyas que marcaban la entrada al puerto se balanceaban a lo lejos con el movimiento de las olas. Una era de color verde, y la opuesta de color rojo.
Mientras Pitt disfrutaba de la noche tropical sentado en la tumbona y entretenido en contemplar cómo el resplandor de las luces de Bluefields se perdía a popa, el recuerdo de la espía en el muelle permaneció en su mente y se extendió como las raíces de una planta.
Había un pensamiento indefinido que parecía distante y desenfocado. No le preocupaba que los hubiesen observado mientras soltaban las amarras; aquella parte de la intriga parecía carecer de importancia: la presencia de una camioneta con el logo de Odyssey pintado en la puerta no merecía más de dos puntos en su escala de alerta. Era la prisa de la conductora cuando huyó del muelle lo que le preocupaba. No tenía el menor sentido que hubiese salido pitando. ¿Había sido porque la tripulación de la NUMA la había descubierto? Pero, ¿qué más le daba? No habían hecho el menor intento de acercarse a la camioneta. La respuesta tenía que estar en otra parte.
Entonces, todo encajó cuando recordó los cabellos mojados de la mujer.
Gunn tenía la mano derecha posada sobre la palanca de los aceleradores, dispuesto a moverlos hacia delante y lanzar la embarcación a toda velocidad a través del suave oleaje que llegaba del mar de las Antillas. Con un movimiento súbito, Pitt se sentó en la tumbona y gritó:
– ¡Rudi, apaga los motores!
Gunn se volvió a medias al escuchar el grito.
– ¿Qué has dicho?
– ¡Apaga los motores! ¡Deten la embarcación ahora mismo!
La voz de Pitt era tan afilada como un sable de esgrima, y Gunn se apresuró a obedecer la orden, poniendo los aceleradores en punto muerto. Luego Pitt le gritó a Giordino, que se encontraba en la cocina con Ford y Dodge, tomando café y un trozo de tarta:
– ¡Al, trae mi equipo de buceo!
– ¿Se puede saber qué pasa? -preguntó Gunn, al tiempo que salía de la timonera.
Renée y Dodge también aparecieron en la cubierta, desconcertados por los gritos de Pitt.
– No estoy muy seguro, pero sospecho que podemos tener una bomba a bordo.
– ¿Cómo has llegado a semejante conclusión? -lo interrogó Dodge con una expresión escéptica.
– El conductor de la camioneta no veía la hora de largarse. ¿A qué venía tanta prisa? Tiene que haber una razón.
– Si estás en lo cierto -dijo Dodge-, será mejor que comencemos a buscarla.
– Soy de la misma opinión -afirmó Pitt, sin vacilar-. Rudi: tú, Renée y Patrick buscad hasta en el último rincón de los camarotes. Al, encárgate de la sala de máquinas. Yo me sumergiré, porque quizá esté colocada debajo del casco.
– Manos a la obra -exclamó Al-. Los explosivos pueden estar conectados a un temporizador para que detonen en cuanto salgamos del puerto y entremos en aguas profundas.
– No lo creo. -Pitt sacudió la cabeza-. Existía la posibilidad de que nos hubiésemos quedado en el muelle hasta el amanecer. Es imposible que alguien pudiera saber el momento en que decidiríamos zarpar y salir a mar abierto. Creo que cuando pasemos la bocana, un transmisor colocado en alguna de las boyas del canal activará el receptor conectado a los explosivos.
– Creo que tienes el cerebro un tanto pasado de vueltas -comentó Renée con tono de duda-. Por mucho que lo intente, soy incapaz de imaginar que haya motivo para matarnos a todos y hundir la embarcación.
– Alguien tiene miedo de lo que podamos encontrar -respondió Pitt-. Hasta que se demuestre lo contrario, los tipos de Odyssey son nuestros principales sospechosos. Su servicio de inteligencia debe de ser muy bueno si han conseguido descubrir la maniobra del almirante para meternos a nosotros cinco y al barco en Bluefields.
Giordino salió a cubierta con el equipo de buceo de Pitt. No necesitaba explicaciones para aceptar la teoría de su compañero. Gracias a los muchos años que llevaban juntos desde la escuela primaria, sabía que Pitt muy pocas veces malinterpretaba las situaciones. La mutua confianza en la visión del otro era más que un simple vínculo; en numerosas ocasiones sus mentes habían actuado como una sola.
– Es mejor que actuemos rápidamente -insistió Pitt-. Cuanto más nos demoremos, antes sabrán nuestros amigos que les hemos descubierto las intenciones. Están esperando ver la exhibición de fuegos de artificio en los próximos diez minutos.
Todos comprendieron el mensaje. No necesitaban de más estímulos. Coordinaron rápidamente sus esfuerzos y cada uno escogió una sección del barco mientras Pitt se quitaba la camisa y se sujetaba las botellas de aire a la espalda. Luego se colocó la máscara. No se preocupó por vestirse con el traje de buceo, ni tenía tiempo para eso. Tampoco necesitaba el cinto de lastre, dado que no tenía que compensar la flotabilidad del traje. Sujetó la boquilla del respirador con los dientes, se ató una pequeña bolsa de herramientas en la pierna izquierda y, tras coger una linterna con la mano derecha, saltó al agua desde la popa.
El agua estaba más caliente que el aire. La visibilidad era casi perfecta. Alumbró con la linterna hacia abajo y vio el fondo llano y arenoso a una profundidad de veinticinco metros. Pitt se sintió muy cómodo en el agua casi tibia. El casco debajo de la línea de flotación estaba limpio de incrustaciones y algas, dado que lo habían limpiado en el astillero antes de que Sandecker ordenara que llevaran al Poco Bonito al sur.
Avanzó desde el timón y las hélices hacia proa, al tiempo que alumbraba el casco con un movimiento de vaivén, yendo de babor a estribor. Siempre existía el peligro de que algún tiburón curioso se acercara a la luz; pero en los muchos años de buceo Pitt se había encontrado pocas veces con los asesinos de las profundidades.
Se concentró en cambio en el objeto que acababa de alumbrar, que sobresalía como un tumor en medio del casco. Confirmadas sus sospechas, movió las aletas para acercarse lentamente a lo que sabía sin el menor asomo de duda que se trataba de un artefacto explosivo.
No era una chapuza. Un recipiente ovalado de casi un metro de largo y unos veinte centímetros de ancho estaba sujeto al casco de aluminio allí donde se unía con la quilla. La persona que había colocado la bomba la había sujetado con una cinta adhesiva impermeable y lo bastante fuerte como para no despegarse por efecto de la fricción contra el agua mientras el barco navegaba por el canal.
No tenía manera de saber el tipo de explosivo que habían utilizado, pero a él le pareció que era el clásico caso de exageración. Habría explosivos más que suficientes para reducir el Poco Bonito a astillas y no dejar el mínimo fragmento de su tripulación. No era un pensamiento muy agradable.
Sujetó la linterna debajo del brazo y apoyó las dos manos con mucha suavidad en el recipiente. Inspiró a fondo e intentó arrancar la bomba del casco. No lo consiguió. Aumentó la fuerza, pero fue en vano. Sin una base firme que le sirviera de apoyo, no podía ejercer la fuerza suficiente para despegar la cinta adhesiva. Se apartó un poco, metió la mano en la bolsa de herramientas que llevaba atada en la pierna y sacó un pequeño cuchillo de pescador con la hoja curva.
Echó una ojeada a la esfera naranja de su viejo reloj de buceo Doxa: llevaba sumergido cuatro minutos. Tenía que apurarse antes de que la agente de Specter en la costa se diera cuenta de que algo no iba de acuerdo con el plan. Deslizó cautelosamente hasta donde se atrevió la hoja del cuchillo entre el recipiente y el casco. Luego, como si estuviese aserrando un leño, comenzó a cortar la cinta adhesiva. La persona que había colocado la bomba había utilizado suficiente cantidad como para atar a una ballena. A pesar de que había cortado la cinta en cuatro puntos, el recipiente continuaba pegado al casco.
Pitt guardó el cuchillo en la bolsa, sujetó los extremos del recipiente y a continuación ejecutó una voltereta para quedar con los pies apoyados en el casco. Rogó para sus adentros que solo una señal eléctrica la hiciera estallar. El recipiente se desprendió cuando menos lo esperaba y Pitt se vio lanzado hacia el fondo. Consiguió frenar cuando ya había bajado casi dos metros. Fue entonces, mientras sujetaba la bomba, cuando fue consciente de que respiraba agitadamente y se le habían disparado los latidos del corazón.
Sin esperar a que se normalizaran los latidos y la respiración, nadó a lo largo de la quilla y salió a la superficie junto al timón en la popa. No había nadie a la vista; todos estaban muy ocupados en la búsqueda en el interior de la embarcación. Escupió la boquilla.
– ¡Que alguien venga a echarme una mano! -gritó.
No se sorprendió cuando Giordino fue el primero en responder. El pequeño italiano salió por la escotilla de la sala de máquinas y se asomó por la borda.
– ¿Qué has encontrado?
– Explosivos más que suficientes para desintegrar un acorazado.
– ¿Quieres que suba la bomba a bordo?
– No -jadeó Pitt, cuando una ola pasó por encima de su cabeza-. Ata un cabo bien largo a una de las balsas salvavidas y arrójala por la popa.
Giordino no hizo más preguntas mientras subía por la escalerilla hasta el techo de la timonera. Comenzó a forcejear febrilmente para arrastrar una de las dos balsas montadas en los soportes, donde estaban sin atar para que pudieran flotar libremente en el caso de que la embarcación se fuera a pique. Renée y Dodge aparecieron en cubierta justo a tiempo para sujetar la balsa mientras Giordino la deslizaba por el techo de la timonera.
– ¿Qué está pasando? -preguntó Renée.
Giordino le señaló con un gesto la cabeza de Pitt, que asomaba en el agua a popa.
– Dirk encontró un artefacto sujeto al casco.
Renée miró por encima de la borda la bomba iluminada por la linterna de Pitt.
– ¿Por qué no la deja caer al fondo? -murmuró, con un tono donde se reflejaba el miedo.
– Porque tiene un plan -le explicó Giordino pacientemente-. Ahora echadme una mano para lanzar la balsa al agua.
Dodge no hizo ningún comentario mientras entre los tres levantaban la pesada balsa por encima de la borda y la lanzaban al agua con un chapoteo que cubrió la cabeza de Pitt. Movió enérgicamente las aletas para elevarse hasta que el agua le quedó a la altura del pecho, levantó el pesado recipiente por encima de la cabeza y lo depositó cuidadosamente en el fondo de la balsa, consciente de que estaba abusando de su suerte. El único consuelo era que nunca se hubiera dado cuenta de que había sido enviado al más allá hasta después de que se hubiera acabado todo.
En cuanto el recipiente quedó depositado en el interior de la balsa, exhaló un largo suspiro.
Giordino bajó la escalerilla y ayudó a Pitt a subir a bordo. Mientras lo ayudaba a quitarse las botellas de aire, éste le dijo:
– Vacía unos cuantos litros de combustible en la balsa y después suelta todo el cabo.
– ¿Quieres que remolquemos una balsa llena de explosivos rociados con gasolina? -preguntó Dodge, que no las tenía todas consigo.
– Ésa es la idea.
– ¿Qué pasará cuando pase por delante de la boya con el transmisor?
Pitt miró a Dodge y lo obsequió con una sonrisa retorcida.
– Entonces explotará.
Cuando se llega a puerto desde el mar, las boyas a babor que señalan el canal de entrada suelen estar pintadas de verde con una luz del mismo color, y tienen un número impar. Las boyas de estribor directamente opuestas están pintadas de rojo, con una luz roja y un número par. Al salir del puerto de Bluefields, el Poco Bonito tenía las boyas rojas a babor y las verdes a estribor.
Salvo Giordino, que llevaba el timón, todos los demás estaban acurrucados a popa y miraban expectantes por encima de la borda mientras la proa del Poco Bonito llegaba a la altura de las boyas que marcaban la salida.
Pese a estar seguros de que Pitt había encontrado la bomba y después de haber visto cómo la depositaba en la balsa y dejaba que la pequeña embarcación se alejara, Ford y Dodge aún temían que la fuerza de la explosión destruyera el barco. Mientras vigilaban atentamente los movimientos de la balsa -cuya silueta naranja destacaba contra el agua negra a ciento cincuenta metros de popa-, la tensión no disminuyó ni un ápice hasta que el Poco Bonito dejó atrás las boyas sin desintegrarse.
Entonces la tensión volvió a crecer, esta vez más que antes a medida que la balsa se acercaba más y más a las boyas. Cincuenta metros, luego veinticinco. Renée se agachó instintivamente y se cubrió las orejas con las manos. Dodge se agachó de espaldas a la popa mientras Pitt y Giordino miraban tranquilamente atrás, como si esperaran que un meteorito apareciera en el firmamento.
– En cuanto estalle -le dijo Pitt a Dodge-, apaga las luces de navegación para hacerles creer que nos hemos hundido.
No había acabado de dar la orden cuando la balsa salvavidas se desintegró.
El sonido de la explosión fue como un trueno y el eco se extendió a lo largo del estrecho entre los acantilados, mientras la onda expansiva sacudía la embarcación como si fuese una hoja en medio de una tempestad. La oscuridad se convirtió en una pesadilla de llamas y restos incendiados, al tiempo que un enorme surtidor de seis metros de altura se elevaba del cráter de agua abierto en el centro del canal. El combustible que Pitt había derramado en el interior de la balsa se incendió y formó una columna de fuego. La tripulación del Poco Bonito contempló el espectáculo mientras los restos de la balsa comenzaban a caer del cielo como una lluvia de meteoritos. Los pequeños trozos cayeron sobre el barco sin herir a nadie ni causar ningún daño.
Entonces, con la misma rapidez, volvió a reinar el silencio: el agua llenó el cráter y no quedó rastro de lo sucedido.
La mujer sentada al volante de la camioneta no había dejado de mirar su reloj desde el momento en que había zarpado el barco, y exhaló un largo suspiro de satisfacción cuando finalmente escuchó un trueno lejano y vio un fugaz resplandor en la oscuridad, a unos tres kilómetros del muelle. Había tardado más de lo que había estimado. Unos ocho minutos más, de acuerdo con sus cálculos. Quizá el timonel había preferido actuar con cautela y había llevado al barco a poca velocidad por el angosto canal. También podía ser que hubiesen tenido un problema mecánico y que la tripulación hubiera detenido el barco para hacer una reparación de emergencia.
Ahora ya no valía la pena buscar explicaciones. Informaría a sus colegas de que la misión se había cumplido con éxito. Decidió que antes de ir al aeropuerto, donde la esperaba un avión de Odyssey, se tomaría una copa de ron en alguno de los bares del centro de Bluefields. Después del trabajo de esa noche, se sentía con derecho a tomarse un descanso y divertirse un poco.
Volvía a llover, así que puso en marcha los limpiaparabrisas mientras salía del muelle y se dirigía hacia la ciudad.
El canal estaba despejado y ellos navegaban hacia mar abierto. Pusieron rumbo a Punta Perla y a las islas de Cayo Perlas, que estaban más allá. La lluvia había cesado y las estrellas aparecieron entre las nubes, que eran barridas por una ligera brisa que soplaba del sur.
Pitt se ofreció voluntario para hacer la guardia desde la medianoche a las tres de la mañana. Se instaló en la timonera y dejó vagar sus pensamientos mientras el piloto automático seguía el rumbo fijado.
Durante la primera hora de la guardia tuvo que apelar a toda su fuerza de voluntad para no quedarse dormido. Su mente comenzó a crear una visión de Loren Smith. Mantenían una relación intermitemente desde hacía casi veinte años. Al menos en dos ocasiones habían estado a punto de casarse, pero ambos ya estaban casados con sus respectivos trabajos: Pitt con la NUMA, Loren con el Congreso. Ahora que Loren había manifestado que no tenía la intención de presentarse por quinta vez, quizá había llegado el momento para que él buscara un puesto que no le exigiera ir a los más remotos confines del mundo.
Había tenido demasiados roces con la muerte, y le habían dejado cicatrices físicas y mentales. Se podía decir que estaba viviendo de prestado. La buena fortuna no duraría para siempre. Si no hubiese sospechado de la mujer que los vigilaba en la camioneta de Odyssey y no hubiese tenido el súbito presentimiento de que podía haber una bomba, él, su amigo Giordino y los demás estarían todos muertos. Tal vez había llegado el momento de retirarse. Después de todo, en la actualidad era un jefe de familia, con dos hijos mayores y responsabilidades que nunca habría imaginado un par de años atrás.
El único problema era que amaba el mar. De ninguna manera podía volverle la espalda sin más. Tenía que haber una solución de compromiso.
Volvió a centrarse en el problema del légamo marrón. Los instrumentos de detección química, cuyos delicados sensores estaban montados bajo el casco, sólo indicaban unos rastros ínfimos. A pesar de que no se veían en el horizonte las luces de navegación de ningún otro barco, cogió los prismáticos y miró a un lado y a otro.
A una cómoda velocidad de veinte nudos, el Poco Bonito había dejado atrás las islas de Cayo Perlas hacía poco más de una hora. Dejó los prismáticos y estudió la carta. Calculó que se hallaban a unos cuarenta y cinco kilómetros de la ciudad de Tasbapauni, en la costa nicaragüense. Miró de nuevo los instrumentos. Las agujas y los marcadores digitales continuaban marcando cero, y comenzó a preguntarse si no estarían buscando una quimera.
Giordino entró en la timonera con una taza de café.
– Me dije que quizá te gustaría beber algo que te mantuviera despierto.
– Muchas gracias. Todavía falta una hora para tu guardia.
Giordino se encogió de hombros.
– Me desperté y no pude volver a conciliar el sueño.
Después de beber un par de sorbos del café bien cargado, Pitt le preguntó:
– Al, ¿cómo es que nunca te has casado?
En los oscuros ojos de Giordino brilló la curiosidad.
– ¿A qué viene la pregunta?
– Ya sabes. Dejas divagar la mente y te preguntas las cosas más extrañas.
– Como se dice en estos casos… -Giordino volvió a encogerse de hombros-, nunca encontré a la chica adecuada.
– Estuviste muy cerca de encontrarla en una ocasión.
– Ah, Pat O'Connell. En el último minuto ambos fuimos incapaces de desvanecer las dudas.
– ¿Qué pensarías si te dijera que estoy pensando en retirarme de la NUMA y casarme con Loren?
Giordino se volvió para mirar a su amigo como si acabaran de atravesarle un pulmón con una flecha.
– ¿Me lo puedes repetir?
– Creo que has captado la idea.
– Te creeré cuando el sol salga por el oeste.
– ¿Nunca te has planteado la posibilidad de liar el petate y tomarte las cosas con calma?
– La verdad es que no -respondió Giordino, pensativamente-. Nunca he tenido grandes ambiciones. Soy feliz con lo que hago. Eso de ser marido y padre nunca me ha entusiasmado. Además, estoy fuera de casa ocho meses al año… ¿Qué mujer estaría dispuesta a soportarlo? No, supongo que seguiré tal como estoy ahora hasta que me lleven en una silla de ruedas a una residencia para la tercera edad.
– No te imagino muriéndote en una residencia.
– Pues el pistolero Doc Holliday murió en una. Sus últimas palabras fueron: “Que me aspen”, cuando se miró los pies descalzos y comprendió que no moriría con las botas puestas.
– ¿Qué quieres que escriban en tu lápida? -preguntó Pitt, con tono risueño.
– “Fue una gran fiesta mientras duró. Espero que continúe en alguna otra parte”.
– Lo tendré presente cuando llegue tu…
Pitt se interrumpió bruscamente al ver que los indicadores de los instrumentos señalaban la presencia de polución química en el agua.
– Creo que hemos encontrado algo.
– Despertaré a Dodge -dijo Giordino, y se dirigió a la escalerilla que conducía a los camarotes de la tripulación.
Al cabo de pocos minutos, Dodge entró en la timonera con cara de sueño y estudió los monitores y los registros de los instrumentos. Cuando acabó, miró a los demás con una expresión de perplejidad.
– No se parece a ninguna contaminación producida por el hombre que yo conozca.
– ¿Qué crees que puede ser? -preguntó Pitt.
– No podré saberlo hasta que haga algunos análisis, pero a primera vista parece un cóctel de minerales escapados de la tabla de elementos químicos.
La excitación fue en aumento cuando Gunn y Renée, que se habían despertado al escuchar los ruidos de una súbita actividad en la timonera, se unían a ellos y se ofrecían a preparar el desayuno. Había una corriente de expectativa y optimismo mientras Dodge se ocupaba de reunir la información recibida y analizaba los resultados.
Faltaban tres horas para que el sol asomara por el este cuando Pitt salió a cubierta y observó el agua oscura que pasaba junto al casco. Se sentó en la cubierta, se inclinó sobre la borda y metió la mano en el agua. Cuando la sacó y la sostuvo ante los ojos, vio que tenía la palma y los dedos cubiertos con una sustancia de color marrón, parecida al fango. Volvió a la timonera, levantó la mano para que la vieran los demás y anunció:
– Estamos navegando en medio del légamo. El agua tiene un color marrón, como si hubiesen removido el fango del fondo.
– Estás mucho más cerca de la diana de lo que crees -dijo Dodge, que no había abierto la boca en la última media hora-. Esta es la mezcla más curiosa que he visto en toda mi vida.
– ¿Alguna pista sobre la receta? -preguntó Giordino, que esperaba pacientemente a que Renée le llenara el plato con una abundante ración de tocino y huevos revueltos.
– Los ingredientes son los que menos se podrían imaginar.
– ¿De qué clase de polución química estamos hablando? -quiso saber Renée, intrigada.
Dodge la miró con una expresión solemne.
– El légamo no está compuesto de productos químicos fabricados por el hombre.
– ¿Estás diciendo que el hombre no es culpable? -preguntó Gunn, que empujó al químico a un rincón.
– Así es -contestó Dodge lentamente-. En este caso, la culpable es la Madre Naturaleza.
– Si no son residuos químicos, ¿qué es? -insistió Renée.
– Un cóctel -declaró Dodge. Se sirvió una taza de café-. Un cóctel que contiene algunos de los minerales más tóxicos que se encuentran en la tierra. Elementos que incluyen el bario, el antimonio, el cobalto, el molibdeno y el vanadio, que se obtienen de minerales tóxicos como la estibinita, la barita, la patronita y el mispíquel.
Renée encarcó las cejas perfectamente delineadas.
– ¿Mispíquel?
– El mineral de donde se obtiene el arsénico.
Pitt miró a Dodge con una expresión reflexiva.
– ¿Cómo es posible que un cóctel de minerales tóxicos, como lo llamas, con una concentración tan alta, pueda multiplicarse, dado que es imposible que se reproduzca a sí mismo?
– La acumulación proviene de una reposición continua -explicó Dodge-. También hay abundantes rastros de magnesio, una señal de limo dolomítico que se ha disuelto en una concentración sin precedentes.
– ¿Eso qué sugiere? -preguntó Gunn.
– Para empezar, la presencia de piedra caliza -respondió Dodge sin vacilar. Hizo una pausa para leer nuevos datos-. Otro factor es la fuerza de la gravedad, que empuja los minerales o los productos químicos presentes en el agua alcalina hacia el norte magnético verdadero. Los minerales atraen otros minerales para formar óxidos. Los productos químicos en el agua alcalina atraen otros productos químicos hacia su superficie para formar un residuo o gas tóxico. Esta es la razón por la que la mayor parte del légamo marrón va hacia el norte, hacia Key West.
– Pero no explica cómo Dirk y Summer pudieron recoger muestras del légamo en el banco de la Natividad, al otro lado de la República Dominicana -manifestó Gunn.
– Una parte pudo ser arrastrada por el viento y las corrientes a través del canal de la Mona, entre Puerto Rico y la República Dominicana, y de allí llegar al banco de la Natividad -explicó Dodge.
– Me da igual de qué esté hecho el cóctel -declaró Renée, que enarboló la bandera ecologista-. Ha convertido el agua en algo dañino y peligroso para todos los seres vivos que la utilizan: seres humanos, animales, reptiles, peces e incluso los pájaros que se posan en ella, por no hablar del mundo microbiano.
– Lo que me intriga -prosiguió Dodge, como si no hubiese escuchado a Renée- es cómo algo con la consistencia del fango puede unirse para formar una masa cohesionada que flota a una profundidad que no supera los cuarenta metros y recorre una gran distancia. -Escribió varias anotaciones en un cuaderno-. Sospecho que la salinidad tiene algo que ver con la dispersión. Eso explicaría por qué el légamo no se hunde hasta el fondo.
– Esa no es la única cosa extraña -dijo Giordino.
– ¿A qué te refieres? -preguntó Pitt.
– La temperatura del agua es de unos veinticinco grados, casi cinco menos de lo que es normal en esta zona del Caribe.
– Otro problema por resolver -comentó Dodge, con voz cansada-. Un descenso tan pronunciado es un fenómeno que no se ajusta a las reglas.
– Has hecho un gran trabajo -lo animó Gunn-. Recuerda que Roma no se construyó en un día. Recogeremos muestras y dejaremos que el laboratorio de la NUMA en Washington busque las respuestas al resto del enigma. Ahora nuestra tarea es seguir el rastro hasta dar con la fuente.
– Eso sólo lo podremos hacer si seguimos el rastro de las concentraciones más altas -señaló Renée.
– Para eso hemos venido aquí… -comenzó a decir Pitt y se interrumpió bruscamente mientras miraba a través de la ventana-. Para eso… -añadió con un tono tranquilo- y para hacer una visita a Disneylandia.
– Será mejor que te vayas a dormir -dijo Giordino-. Comienzas a desvariar.
– Esto no es Disneylandia -afirmó Renée, que a duras penas consiguió reprimir un bostezo.
Pitt se volvió y con un gesto señaló hacia el mar por delante de proa.
– En ese caso, ¿cómo es que estamos a punto de entrar en el sector de los Piratas del Caribe?
Todas las cabezas se volvieron a una, y todas las miradas se centraron en el lugar donde acababa el agua oscura y comenzaban las estrellas. Vieron un débil resplandor amarillo que se volvía cada vez más brillante a medida que el Poco Bonito avanzaba en su dirección. Nadie abrió la boca mientras el resplandor se convertía en la nebulosa silueta de un viejo navio de vela, cuyos detalles se hacían más precisos con el paso de los minutos.
Durante unos momentos creyeron que estaban perdiendo el juicio, hasta que Pitt comentó muy tranquilo:
– Me preguntaba cuándo aparecería el viejo Leigh Hunt.
El ánimo a bordo había cambiado bruscamente. Nadie se movió durante casi un minuto. Nadie dijo palabra mientras miraban la estrafalaria aparición. Fue Gunn quien rompió el silencio.
– ¿El mismo pirata Hunt del que nos advirtió el almirante?
– No, Hunt el bucanero.
– No puede ser real -exclamó Renée, que se negaba a aceptar la información que los ojos le transmitían al cerebro-. ¿De verdad estamos viendo un barco fantasma?
En el rostro de Pitt apareció el esbozo de una sonrisa.
– Solo en el ojo del que lo mira. -Luego parafraseó una estrofa de The Rime of the Ancient Mariner-: Sin un susurro en el mar, a menudo aparece la nave de Odyssey.
– ¿Quién era Hunt? -La voz de Dodge tembló al formular la pregunta.
– Un bucanero que asoló el Caribe desde mil seiscientos sesenta y cinco hasta el ochenta, cuando fue capturado por un navío de la armada inglesa y acabó siendo pasto de los tiburones.
Poco dispuesto a mirar la aparición, Dodge se volvió, con la mente paralizada.
– ¿Cuál es la diferencia entre un pirata y un bucanero? -murmuró.
– No mucha -contestó Pitt-. “Pirata” es un término general que abarca a los aventureros británicos, holandeses y franceses que capturaban naves mercantes por el dinero de la recompensa y el botín. El término bucanero viene de una palabra francesa que significa “ahumador”. Los primeros bucaneros cazaban animales salvajes y ahumaban su carne. A diferencia de los corsarios, que tenían un reconocimiento legal de sus gobiernos, los bucaneros atacaban cualquier navio, sobre todo españoles, sin estar autorizados. También se los conocía con el nombre de filibusteros.
La nave fantasma estaba ahora a menos de un kilómetro y la distancia se acortaba por momentos. El siniestro resplandor amarillo otorgaba a la aparición un aspecto surrealista. A medida que se acercaba y los detalles de la embarcación se definían, comenzaron a escucharse los gritos de la tripulación fantasma.
Se trataba de un bergantín de velas de cruz con tres mástiles y poco calado, el tipo de embarcación favorita de los piratas antes del siglo XVII. Los trinquetes y las gavias se hinchaban con una brisa inexistente. Llevaba diez cañones, cinco por banda, en la cubierta principal. En el alcázar había hombres con pañuelos en la cabeza, agitando las espadas. En lo más alto del palo mayor, una gran bandera negra -con la espantosa calavera sonriente, de la que chorreaba sangre- permanecía tiesa en el aire como si navegara contra el viento de proa.
Las expresiones de la tripulación del Poco Bonito iban desde el horror a la observación especulativa. Giordino la miraba como si fuese una pizza fría, mientras que Pitt observaba el fantasma a través de los prismáticos con la expresión de un espectador que disfrutaba al máximo con una película de ciencia ficción. Bajó los prismáticos y se echó a reír.
– ¿Te has vuelto loco? -le preguntó Renée.
Pitt le pasó los prismáticos.
– Mira al hombre del traje rojo y la faja dorada que está en el alcázar y dime qué ves.
La joven miró a través de los prismáticos.
– Un hombre… tiene un sombrero con una larga pluma…
– ¿Qué otras cosas lo distinguen de los demás?
– Tiene una pata de palo y un garfio en el brazo derecho.
– No te olvides del parche en el ojo.
– Sí. También tiene un parche.
– Sólo le falta el loro en el hombro.
Renée bajó los prismáticos.
– No lo entiendo.
– Un poco estereotipado, ¿no te parece?
Gunn, que era un viejo lobo de mar por haber servido quince años en la marina de guerra, intuyó el cambio de rumbo de la nave fantasma casi antes de que ésta iniciara la maniobra.
– Se dispone a cruzarnos por la proa.
– Espero que no esté dispuesta a descargarnos una andanada -dijo Giordino, con un tono entre serio y risueño.
– Acelera al máximo y embístela por el medio -le ordenó Pitt a Gunn.
– ¡No! -gritó Renée, convencida de que Pitt había perdido el juicio-. ¡Es un suicidio!
– Yo estoy con Dirk -manifestó Giordino, leal a su amigo-. Partamos en dos la nave de esos tipejos.
Una sonrisa asomó lentamente en el rostro de Gunn cuando comprendió lo que Pitt implicaba en silencio. Empuñó el timón y movió la palanca de los aceleradores hasta el tope. La respuesta de los motores fue inmediata, y la proa se levantó casi un metro por encima del agua. El Poco Bonito salió disparado como un caballo de carreras al que hubiesen pinchado en la grupa con una pica. No había recorrido ni cien metros cuando ya volaba sobre las olas a una velocidad de cincuenta nudos, yendo en línea recta hacia la banda de babor de la nave pirata. Los cañones que asomaban por las troneras abrieron fuego. Los fogonazos de la salva fueron acompañados por un estruendo ensordecedor.
Pitt echó una rápida ojeada a la pantalla del radar y luego corrió a su camarote para coger su visor nocturno. Reapareció en cubierta en menos de un minuto y le hizo una seña a Giordino para que subiera con él al techo de la timonera. Su compañero lo siguió sin vacilar. Se tendieron en el techo, con los codos bien apoyados para que no se moviera el visor nocturno cuando miraban a uno y otro lado. Aunque no parecía lógico, ninguno de los dos miraba directamente al navio fantasma, sino que miraban hacia la oscuridad, a popa y a proa.
Casi convencidos de que los hombres de la NUMA habían perdido el juicio, Dodge y Renée se acurrucaron detrás de la timonera. Por encima de ellos, Pitt y Giordino se mostraban indiferentes ante lo que podía acabar siendo una catástrofe.
– Tengo al mío -anunció Giordino-. Tiene todo el aspecto de ser una barcaza. Está a unos trescientos metros al oeste.
– Yo también tengo mi objetivo -dijo Pitt-. Un yate de los grandes, con más de treinta metros de eslora, que está a la misma distancia por el este.
Cien metros, cincuenta, en un rumbo de colisión contra lo desconocido. Luego el Poco Bonito embistió y atravesó al bergantín fantasma. Durante unos segundos el resplandor amarillo estalló como una batería de rayos láser color naranja en un concierto de rock y envolvió a la pequeña embarcación. Renée y Dodge vieron a los piratas que se movían en la cubierta principal, disparando sus armas a diestro y siniestro. Curiosamente, ninguno de ellos pareció advertir que una embarcación acababa de atravesar su nave como si fuese mantequilla.
El Poco Bonito continuó su carrera por el mar, que era como un terciopelo negro. En su estela, el resplandor amarillo se apagó sin más y desapareció, y el sonido de los cañonazos se perdió en la noche. Fue como si la fantasmagórica visión nunca hubiese existido.
– No disminuyas la velocidad -le advirtió Pitt a Gunn-. No es bueno para la salud quedarse por aquí.
– ¿Ha sido una alucinación, o es verdad que acabamos de atravesar una nave fantasma? -murmuró Renée, con el rostro blanco como el papel.
Pitt apoyó un brazo sobre los hombros de la mujer.
– Lo que has visto, cariño, ha sido una imagen cuatridimensional: altura, profundidad, ancho y movimiento, todo grabado y proyectado en un holograma.
Renée mantuvo la expresión de desconcierto mientras miraba a la distancia.
– Me pareció absolutamente real, muy convincente.
– Tan convincente como su falso capitán con la pata de palo, como Long John Silver de La isla del Tesoro, el garfio de Peter Pan y el parche de Horatio Nelson, por no hablar de la bandera con la sangre que chorreaba en todos los lugares equivocados.
– ¿Por qué? -preguntó Renée, sin dirigirse a nadie en particular-. ¿A qué ha venido semejante montaje en medio del mar?
La mirada de Pitt estaba fija en la pantalla del radar, que se veía a través de la escotilla abierta de la timonera.
– Es lo que yo llamaría un acto de piratería contemporánea.
– ¿Tienes idea de quiénes proyectaron la imagen holográfica?
– Buena pregunta -señaló Dodge-. No vi ningún otro barco en la zona.
– Porque no tenías ojos más que para la aparición -manifestó Giordino-. Dirk y yo vimos un yate a babor y una barcaza a estribor, a una distancia de trescientos metros de la nave fantasma. Ninguna llevaba encendidas las luces de navegación.
Renée comprendió finalmente lo sucedido.
– ¿Fueron ellos los que proyectaron el holograma?
– Así es -declaró Pitt-. Crearon la ilusión de un bergantín fantasma y una tripulación de espectros condenados a surcar los mares por toda la eternidad. Pero el holograma era de lo más remanido. Seguramente crearon la nave y la tripulación de Hunt después de ver demasiadas películas de Errol Flynn.
– El radar indica que el yate nos persigue -avisó Giordino.
Gunn, que pilotaba la nave, miró los dos puntos luminosos en la pantalla.
– El estacionario ha de ser la barcaza. El yate que sigue nuestra estela está a menos de un kilómetro, pero pierde terreno. Seguramente estarán cabreados como una mona al ver que un viejo barco pesquero les hace morder el polvo.
Giordino hizo un comentario que acabó con la alegría de los demás.
– Más nos valdrá rezar para que no lleven morteros o misiles.
– A estas alturas ya habría comenzado a dispararnos -opinó Gunn… en el preciso momento en que un misil pasó como una exhalación junto a la cúpula de la antena del radar y estalló en el agua a unos cincuenta metros por delante de la proa.
– Ahí tienes las consecuencias de darles ideas -le reprochó Pitt a Giordino.
Gunn no hizo el menor comentario. Giró el timón hasta el tope, y el Poco Bonito viró bruscamente a babor y luego a estribor en una trayectoria errática para evitar los misiles, que aparecían cada treinta segundos.
– ¡Apaga las luces de navegación! -gritó Pitt.
Gunn obedeció en el acto. La embarcación quedó sumida en la oscuridad en cuanto el director adjunto de la NUMA apretó el interruptor principal. Las olas ya tenían una altura de un metro y el ancho casco del Poco Bonito golpeaba contra las crestas a una velocidad de casi cuarenta y cinco nudos.
– ¿Qué tal estamos de armas? -le preguntó Giordino a Gunn con toda calma.
– Hay dos carabinas M4, con lanzagranadas de cuarenta milímetros.
– ¿Nada más pesado?
– Armas livianas fáciles de ocultar fue todo lo que el almirante autorizó que lleváramos a bordo, por si se daba el caso de que nos diera el alto algún guardacostas nicaragüense.
– ¿Tenemos pinta de ser narcotraficantes? -preguntó Renée.
Dodge miró a su compañera con una sonrisa irónica.
– ¿Qué aspecto tienen los narcotraficantes?
– Tengo mi vieja Colt.45 -dijo Pitt-. ¿Tú qué tienes, Al?
– Una automática Desert Eagle de calibre.50.
– Quizá no podamos hundirlos -opinó Pitt-, pero al menos evitaremos que nos aborden.
– Si antes no nos hacen volar por los aires -replicó Giordino, cuando otro misil estalló en la estela del Poco Bonito, a escasos quince metros de la popa.
– Mientras nos disparen con misiles carentes de aparatos de dirección, no acertarán con lo que no ven.
Los fogonazos de los disparos de las armas automáticas aparecieron como puntos a popa, mientras los piratas modernos se valían del radar para apuntarles. Las balas trazadoras dibujaron un arco sobre la superficie del mar unos cincuenta metros a estribor. Gunn viró a babor durante unos segundos y luego viró bruscamente a estribor. Las trazadoras, que parecían moverse lentamente en la oscuridad en busca de su presa, impactaron en el punto donde supuestamente debía estar el Poco Bonito pero ya no estaba.
Otros dos misiles trazaron un arco en el cielo. Los piratas habían optado por el método de disparar casi en paralelo al punto que veían en la pantalla del radar. La idea era buena, pero disparaban cuando Gunn mantenía un rumbo recto durante un par de minutos antes de hacer una maniobra en zigzag. Los proyectiles cayeron a ambas bandas de la embarcación a una distancia de quince metros, y las olas provocadas por las explosiones barrieron la cubierta.
Entonces cesaron los disparos y fue como si un manto de quietud se hubiera extendido sobre el barco. Solo se escuchaba el rumor de los poderosos motores -que trabajaban a máxima potencia-, el ruido de los tubos de escape y el chapoteo del agua cuando la proa hendía las olas.
– ¿Han dejado de atacarnos? -murmuró Renée anhelante.
Gunn anunció con un tono alegre desde el interior de la timonera después de mirar la pantalla del radar:
– Ahora mismo están dando media vuelta.
– ¿Quiénes son?
– Los piratas locales no utilizan hologramas ni disparan misiles desde un yate -respondió Giordino.
Pitt miró con expresión pensativa hacia popa.
– Nuestros amigos de Odyssey son los principales sospechosos. Sin embargo, no podían saber que nuestros cuerpos no reposaban en el fondo del mar. Sencillamente hemos caído en una emboscada preparada para cualquier barco o embarcación menor que penetre en esta zona.
– No les hará ninguna gracia -comentó Dodge- cuando se enteren de que somos nosotros los que escapamos, no una vez sino dos.
– ¿Por qué nosotros? -preguntó Renée, que no entendía nada-. ¿Qué hemos hecho para que quieran asesinarnos?
– Sospecho que somos intrusos en su coto de caza -manifestó Pitt, con una lógica impecable-. Tiene que haber algo en esta parte del Caribe que no quieren que nosotros ni nadie más vea.
– ¿Una operación de contrabando de drogas? -propuso Dodge-. ¿Es posible que Specter este metido en el narcotráfico?
– Quizá -admitió Pitt-. Aunque, por lo poco que sé, su empresa obtiene grandes beneficios con la construcción. El contrabando de drogas no les compensaría el tiempo ni los esfuerzos, ni siquiera como una actividad secundaria. No, lo que tenemos aquí es algo que va mucho más allá del contrabando de drogas o la piratería.
Gunn conectó el piloto automático, salió de la timonera y se dejó caer en la tumbona con un gesto de cansancio.
– ¿Qué rumbo introducimos en el ordenador?
Un largo silencio siguió a la pregunta. A Pitt no le agradaba la idea de arriesgar las vidas de los demás, pero estaban allí y tenían una misión.
– Sandecker nos envió para que descubriéramos la verdad detrás del légamo marrón. Continuaremos buscando donde la concentración sea mayor, a ver si así damos con el origen.
– ¿Qué pasará si vuelven a perseguirnos? -preguntó Dodge.
Esta vez Pitt le dedicó la más grande de sus sonrisas.
– Daremos media vuelta y saldremos pitando. Está visto que se nos da muy bien.
El mar estaba desierto cuando amaneció. El radar indicaba que no había ningún otro barco en cincuenta kilómetros a la redonda, y excepto por las luces de navegación de un helicóptero que habían visto una hora antes, nada ni nadie los perturbó en su búsqueda del origen del légamo marrón. Como una medida de sana prudencia, habían navegado el resto de la noche con las luces apagadas.
Habían virado al sur poco después del encuentro con el falso bergantín fantasma y ahora navegaban en la bahía de Punta Gorda, adonde los había llevado el rastro de una concentración cada vez más tóxica. Hasta el momento habían disfrutado de buen tiempo, con el mar en calma y apenas un asomo de brisa.
La costa nicaragüense estaba a sólo tres kilómetros. Las marismas eran como un fino trazo a través del horizonte, como si una mano gigante lo hubiese dibujado utilizando una regla y un tiralíneas cargado con tinta china. La bruma cubría la costa y avanzaba muy lentamente sobre las estribaciones de las montañas bajas en el oeste.
– Es curioso -dijo Gunn, que miraba hacia tierra firme con los prismáticos.
– ¿Qué? -preguntó Pitt.
– Según la carta de la bahía de Punta Gorda, el único lugar habitado es una pequeña aldea de pescadores que se llama Barra del Río Maíz.
– ¿Y qué?
Gunn le pasó los prismáticos a su compañero.
– Echa una ojeada y dime lo que ves.
Pitt hizo lo que le pedía y miró la costa de un extremo a otro.
– Eso no es una pequeña aldea de pescadores, sino que tiene todo el aspecto de ser un puerto de gran calado. Veo dos barcos portacontenedores que están descargando en un muelle equipado con grúas y otros dos barcos fondeados que esperan su turno.
– También hay almacenes y tinglados para almacenar la carga.
– Por lo que se ve, reina una actividad tremenda.
– ¿A ti qué te parece? -preguntó Gunn.
– Creo que están descargando equipos y suministros destinados a construir un ferrocarril de alta velocidad que una los dos océanos.
– Pues, si es así, se lo han tenido muy callado -comentó Gunn-. No he leído ningún informe de que el proyecto tuviese la financiación necesaria y que ya estuviera en marcha.
– Dos de aquellos barcos llevan la bandera roja de la República Popular China -dijo Pitt-. Ahí tienes la respuesta respecto a la financiación.
El agua de la gran bahía de Punta Gorda en la que estaban entrando adquirió de pronto un color marrón sucio. La atención de todos se volvió hacia el agua. Nadie habló. Nadie se movió mientras el légamo marrón aparecía en la bruma matinal, espesa como un bol de gachas.
Permanecieron inmóviles y observaron en silencio mientras la proa hendía un agua que parecía atacada por una plaga, con la superficie de un color siena tostado. El efecto era el de la piel leprosa.
Giordino, que estaba al timón, con un puro apagado entre los dientes, redujo la velocidad mientras Dodge se afanaba en recoger muestras y analizar la composición química.
Durante la larga noche, Pitt había aprovechado para conocer más a fondo a Renée y Dodge. La mujer se había criado en Florida y se había convertido en una experta buceadora antes de llegar a la adolescencia. Apasionada por la vida submarina, se había licenciado en biología marina. Unos pocos meses antes de que la enviaran al Poco Bonito había pasado por un divorcio que le había dejado cicatrices. Lejos de su casa durante meses por razones de trabajo, un día había regresado de las islas Salomón y se había encontrado con que el amor de su vida se había marchado para irse a vivir con otra mujer. Los hombres, afirmaba, habían dejado de ser una prioridad para ella.
Pitt inició una campaña para hacerla reír y aprovechó todas las oportunidades para tirar algún comentario divertido.
Pero su esfuerzo era completamente inútil cuando se trataba de Dodge. Hombre taciturno, con treinta años de feliz matrimonio, cinco hijos y cuatro nietos, llevaba trabajando en la NUMA desde su fundación. Licenciado en química, se había especializado en la polución del agua. Tras la muerte de su esposa un año antes, había solicitado dejar el laboratorio de la NUMA para realizar trabajo de campo. De vez en cuando esbozaba una débil sonrisa al escuchar las ocurrencias de Pitt, pero nunca se reía.
A su alrededor, el sol naciente alumbraba la superficie del mar cubierta por una gruesa capa de légamo marrón. Tenía la consistencia del aceite, pero era mucho más denso, y aplanaba el agua. No se veía ni una sola ondulación mientras Giordino pilotaba el Poco Bonito a una velocidad de diez nudos.
Después de librarse del atentado en Bluefields y escapar por los pelos del ataque del yate pirata, la tensión a bordo había ido aumentando en el transcurso de la noche hasta convertirse en algo casi palpable. Pitt y Renée habían recogido varios cubos de légamo y lo habían trasvasado a recipientes herméticos para futuros análisis en los laboratorios de la NUMA en Washington. También recogieron ejemplares muertos de diversas criaturas marinas que flotaban en la superficie, para que Renée los analizara.
Entonces se escuchó el grito de Giordino desde la timonera, acompañado por los animados gestos típicos de su sangre italiana.
– ¡Mirad a proa por el lado de babor! ¡Algo está ocurriendo en el agua!
Todos miraron en aquella dirección. Había un movimiento en el agua como si fuesen los coletazos de una gigantesca ballena agonizante. Permanecieron inmóviles como estatuas mientras Giordino viraba doce grados para dirigirse hacia la turbulencia.
Pitt entró en la timonera para leer los valores del indicador de profundidad. El fondo ascendía rápidamente. Parecía como si estuviesen cruzando una empinada ladera que subiera desde el fondo del Gran Cañón. La manifiesta fealdad del légamo le daba al mar el aspecto de un caldero de fango en ebullición.
– Es increíble -murmuró Dodge, estupefacto-. De acuerdo con las profundidades marcadas en la carta, ahora mismo el fondo tendría que estar a doscientos metros.
Pitt no respondió al comentario. Estaba en la proa mirando en derredor a través de los prismáticos.
– Es como si el mar hubiese entrado en ebullición -le dijo a Giordino a través de la ventana abierta de la timonera-. No puede ser de origen volcánico. No se ven vapores ni ondas de calor.
– El fondo está ascendiendo a gran velocidad -le avisó Dodge-. Es como si estuviésemos en medio de la erupción de un volcán pero sin lava.
Se hallaban a menos de tres kilómetros de la costa. La inexplicable erupción era cada vez más violenta y las olas se alzaban en todas las direcciones. El barco se sacudió violentamente, como si lo moviera un vibrador gigante. El légamo marrón se había espesado hasta el punto de parecer fango.
Giordino se acercó a la escotilla de la timonera y llamó a Pitt.
– La temperatura del agua ha subido. Está de nuevo en los valores normales. Veintiocho grados en el último kilómetro.
– ¿Qué explicación le das?
– No se me ocurre ninguna.
A Dodge le resultaba cada vez más difícil aceptar lo que estaba ocurriendo. El súbito aumento de la temperatura del agua, el ascenso inesperado del fondo, la aparición de una cantidad cada vez mayor de légamo marrón, que surgía de una fuente invisible; todo aquello le parecía sencillamente inconcebible.
Pitt tampoco podía creeerlo. Todo lo que habían descubierto iba en contra de las leyes del mar. Había volcanes que ascendían de las profundidades, pero no como una masa de barro y sedimentos. Éste tendría que haber sido un entorno líquido, vivo, donde existieran peces de todas las variedades. Pero allí no había ninguna criatura viviente. Quizá en otro tiempo habían nadado por esas aguas o se habían arrastrado por el fondo; ahora estaban muertos y sepultados debajo de una montaña de légamo o habían emigrado a aguas limpias. Allí no crecía nada, no había vida. Era un cementerio, cubierto con una masa tóxica que parecía haberse materializado de la nada.
A Giordino le costaba cada vez más mantener el rumbo. Las olas no eran altas, no pasaban del metro cincuenta; pero, a diferencia de las olas generadas en una sola dirección por el viento de una tormenta, estas azotaban al pesquero desde todos los puntos de la brújula. Recorrieron otros doscientos metros, y el agua comenzó a agitarse con una violencia descontrolada.
– Una masa de barro descomunal -dijo Renée, como si estuviese viendo un espejismo-. Muy pronto se convertirá en una isla…
– Antes de lo que crees -gritó Giordino, que dio marcha atrás-. Sujetaos. Casi estamos tocando fondo.
Las hélices giraron a la inversa, pero ya era demasiado tarde. La nave golpeó contra el afloramiento de fango, y los tripulantes apenas si consiguieron mantenerse en pie. Pasada la primera sacudida, la proa quedó empotrada mientras las hélices continuaban batiendo el barro, que saltaba convertido en una espuma ocre, en un intento por sacar al Poco Bonito del misterioso afloramiento. Con el barco embarrancado, se sintieron como unos espectadores impotentes.
– Apaga los motores -le ordenó Pitt a Giordino-. Falta una hora para que suba la marea. Entonces lo intentaremos de nuevo. Mientras tanto, trasladaremos a popa todo el equipo pesado y los suministros.
– ¿Crees que bastará con mover unos cuantos cientos de kilos para hacer que la proa se levante lo suficiente para zafarse del fango? -preguntó Renée con tono de duda.
Pitt ya estaba llevando un gran rollo de soga hacia el espejo de popa.
– Si añadimos los más de trescientos kilos que sumamos entre todos, ¿quién sabe? La fortuna podría ponerse de nuestro lado.
Aunque los cinco trabajaron como si les fuera la vida en ello, tardaron casi una hora en amontonar los víveres, el equipaje, los equipos y el mobiliario lo más cerca posible de la popa. Arrojaron por la borda las redes y los cajones que servían para disfrazarlos como un barco pesquero, junto con las anclas. Pitt consultó su reloj Doxa.
– Dentro de trece minutos comenzará a subir la marea y habrá llegado el momento de la verdad.
– El momento ha llegado antes de lo que esperabas -replicó Giordino-. El radar indica la presencia de una embarcación que se acerca desde el norte. Avanza a mucha velocidad.
Pitt cogió los prismáticos y miró hacia allí.
– Parece un yate.
Gunn se protegió los ojos para mirar más allá del légamo marrón.
– ¿Es el mismo que nos atacó anoche?
– No alcancé a verlo con claridad a través del visor nocturno, pero creo que se trata de la misma embarcación. Nuestros amigos nos han seguido el rastro.
– Creo que se impone aprovechar la ocasión para sacarle ventaja a esos tipos -dijo Giordino.
Pitt se llevó a todos hasta el borde del espejo de popa del Poco Bonito. Giordino se puso al timón y miró a popa. Pitt esperó a que sus compañeros estuviesen bien sujetos a la borda antes de dar la señal a Giordino para que empezara la maniobra. Giordino engranó la marcha atrás y aceleró los motores al máximo. La embarcación comenzó a colear como un pez fuera del agua, pero la proa continuó clavada en el fango. El espesor del légamo marrón actuaba como si fuese un adhesivo, que sujetaba la quilla del Poco Bonito. Incluso con toda la tripulación y una tonelada de carga apretujada en el espejo de popa, la proa solo se levantó unos cinco centímetros. No era suficiente para zafarse.
Pitt rogó para que una ola ayudara a levantarlo, pero no las había. La sustancia hacía que la superficie del mar estuviese lisa como una mesa de billar. La embarcación se sacudía con la potencia de los motores mientras las hélices continuaban triturando el barro, sin ningún resultado aparente. Todas las miradas se volvieron hacia el yate que se acercaba a gran velocidad.
Ahora que lo veía a la luz del día, Pitt calculó que tendría unos cincuenta metros de eslora. En lugar del blanco habitual, el yate estaba pintado de color lavanda, idéntico al color de la camioneta de Odyssey que había visto aparcada en el muelle. Obra maestra de la construcción naval, el yate era la quintaesencia del lujo náutico. Llevaba una lancha auxiliar de seis metros de eslora y un helicóptero con capacidad para seis pasajeros.
Ya estaba lo bastante cerca como para leer el nombre escrito con letras doradas: EPONA. Debajo del nombre, pintado a lo largo del mamparo de la segunda cubierta, aparecía el mismo logo de Odyssey, un caballo al galope. La bandera que ondeaba en lo alto de la antena de comunicaciones también mostraba al caballo sobre un fondo color lavanda.
Pitt observó a los dos tripulantes que se afanaban por arriar la lancha auxiliar mientras otros tomaban posiciones en la larga cubierta de proa, con armas en las manos. Ninguno se había puesto a cubierto. Estaban convencidos de que el barco pesquero era una presa fácil y no se preocupaban por tomar precauciones. A Pitt se le erizaron los cabellos de la nuca cuando vio a un par de hombres cargar un lanzagranadas.
– Viene directamente hacia nosotros -murmuró Dodge, inquieto.
– No se parecen en nada a los piratas que aparecen en los libros -gritó Giordino desde la timonera, por encima del estruendo de los motores-. No capturaban barcos desde un yate de lujo. Me jugaría el cuello a que es robado.
– No es robado -replicó Pitt-. Pertenece a Odyssey.
– ¿Soy yo, o es que están en todas partes?
– ¡Renée! -gritó Pitt.
– ¿Qué quieres? -preguntó la mujer, que estaba sentada con la espalda apoyada en el espejo de popa.
– Baja a la cocina, vacía todas las botellas que encuentres y llénalas con el combustible del tanque del generador.
– ¿Por qué no el combustible de los motores? -quiso saber Dodge.
– Porque la gasolina se enciende mucho más rápido que el diesel -le explicó Pitt-. Cuando las tengas llenas, ponles un paño retorcido en el cuello.
– ¿Quieres que prepare cócteles Molotov?
– Esa es la idea.
Renée no había acabado de bajar a la cocina, cuando el Epona comenzó a virar hacia ellos en una amplia curva. Ahora que avanzaba de proa hacia ellos, la distancia se acortó rápidamente. Gracias al cambio de rumbo, Pitt vio que tenía los cascos dobles de un catamarán.
– Si no conseguimos salir de esta montaña de barro -protestó, irritado-, nos veremos metidos en una complicación muy exasperante.
– ¿Una complicación muy exasperante? -repitió Giordino-. ¿Eso es lo mejor que se te ocurre?
Entonces, para el asombro de todos, Giordino salió corriendo de la timonera, subió la escalerilla hasta el techo, permaneció quieto durante un instante como un saltador olímpico en un trampolín y saltó sobre la cubierta de popa entre Pitt y Gunn.
Quizá sólo fue un capricho del destino, pero el peso de Giordino y la fuerza del impacto contra la cubierta de popa fue exactamente lo que faltaba para que se soltara la proa. Como quien saca el pie hundido en el barro poco a poco, el barco se fue separando del légamo hasta que la quilla se soltó totalmente y el Poco Bonito salió disparado marcha atrás como lanzado por una honda. Pitt hizo lo imposible por contener la risa.
– No dejes que te diga nunca más que debes adelgazar.
Giordino le dedicó la mejor de sus sonrisas.
– Tranquilo, no lo haré.
– Ha llegado el momento de llevar a cabo nuestra bien preparada huida -dijo Pitt-. Rudi, ocúpate del timón y agáchate todo lo que puedas. Renée, tú y Patrick poneos a cubierto detrás de toda la chatarra que hemos apilado en la popa. Al y yo nos esconderemos entre las redes.
Pitt no había acabado de dar las instrucciones cuando uno de los tripulantes del lujoso yate disparó el lanzagranadas. El proyectil entró por la escotilla de babor de la timonera y salió por la ventana de estribor para acabar en el agua, donde estalló.
– Es una suerte que no estuviera allí -comentó Gunn, con el comportamiento de alguien que pasea por el parque.
– ¿Entiendes ahora por qué te recomendé agacharte?
Gunn saltó al interior de la timonera e hizo girar el timón para apartar el barco del barro que ascendía de las profundidades. Pero, antes de que pudiera acelerar, otro proyectil atravesó el casco e impactó contra el motor de estribor. Milagrosamente no hubo un gran estallido, pero se provocó un incendio al encender el combustible que se derramaba del motor destrozado. Casi en un acto reflejo, Gunn dejó de acelerar para impedir que el combustible de alguna tubería rota alimentara el fuego.
Dodge tomó la iniciativa, se lanzó por la escotilla a la sala de máquinas y cogió un extintor de su soporte en un mamparo. Quitó el pasador de seguridad, apretó el gatillo y atacó las llamas hasta que solo una gran columna de humo salió por la escotilla abierta.
– ¿Estamos haciendo aguas? -gritó Pitt desde debajo de la red.
– ¡Esto es un desastre, pero la sentina está seca! -respondió Dodge entre toses.
Para los tripulantes del yate pirata parecía como si el pesquero estuviese herido de muerte, mientras observaban la columna de humo que escapaba del interior del casco. Convencidos de que los marineros estaban muertos o gravemente heridos, el capitán del yate ordenó parar los motores, y dejó que la embarcación cruzara por delante de la proa del Poco Bonito.
– ¿Todavía tenemos potencia, Rudi?
– El motor de estribor está destrozado, pero el de babor funciona.
– En ese caso, acaban de cometer una gran equivocación -comentó Pitt con una sonrisa aviesa.
– ¿Puedo saber por qué? -preguntó Rudi.
– ¿Recuerdas el barco pirata?
– Claro que sí.
Gunn cerró el acelerador del motor que funcionaba y dejó que el barco quedara inmóvil. El engaño funcionó. Seguro de que su víctima estaba a punto de irse a pique, el capitán del yate mordió el anzuelo y se acercó tranquilamente.
Pasaron los segundos, hasta que el yate estuvo casi encima de ellos. Al comprobar que no se veía ningún movimiento a bordo y que el humo continuaba saliendo por la escotilla, no dispararon contra el barco aparentemente indefenso. Entonces un hombre barbudo se asomó por la ventana de la timonera del yate, y habló con un fuerte acento sureño a través de un megáfono.
– A todos los que puedan escucharme. Si no abandonáis el barco, lo volaremos. No intentéis utilizar la radio. Repito, no utilicéis la radio. Tenemos a bordo aparatos de detección y sabremos inmediatamente si intentáis comunicaros. Tenéis un minuto para saltar al agua. Os garantizo que os llevaremos sanos y salvos al puerto más cercano.
– ¿Respondemos? -preguntó Gunn.
– Quizá podríamos hacer lo que dice -murmuró Dodge-. Me gustaría ver de nuevo a mis hijos y nietos.
– Si eres capaz de confiar en la palabra de un pirata -replicó Pitt en tono frío-, tengo una mina de oro en Newark, Nueva Jersey, que te vendería barato.
Sin hacer caso de la presencia del yate, Pitt apareció a la vista y se abrió paso entre los objetos amontonados a popa para llegar al mástil sujeto al espejo de popa, donde ondeaba la bandera nicaragüense. Arrió la bandera, desató los cordones y la quitó. Luego sacó el paquete que llevaba debajo de la camisa. Un minuto más tarde, un nuevo pabellón de seda de un metro cincuenta por noventa centímetros ondeaba en el mástil.
– Ahora saben de dónde venimos -dijo Pitt, mientras todos miraban con respeto y amor las barras y estrellas que ondeaban desafiantes con la brisa.
Renée volvió a cubierta, cargada con dos jarras de cristal y una botella de vino llenas de gasolina. Evaluó la situación de una ojeada, y pronto se dio cuenta de lo que iba a suceder.
– No pensarás embestirlo, ¿verdad? -preguntó, espantada.
– Di cuándo -gritó Gunn, con un tono que reflejaba su entusiasmo y el rostro impasible de un jugador de póquer que se echa un farol.
– ¡No! -gimió Renée-. No es un holograma. Es un objeto sólido. Si lo embistes, el barco se plegará como el acordeón de Lawrence Welk.
– Eso es lo que espero -replicó Pitt, con dureza-. Tú y Patrick encended las mechas y preparaos para arrojar los cócteles en cuanto choquemos.
Ya no había tiempo para vacilaciones. El yate estaba pasando lentamente por delante de la proa del Poco Bonito, a poco más de treinta metros.
Giordino le arrojó a Pitt una de las carabinas M4 y comenzaron a disparar contra el yate. Giordino disparó en automático una ráfaga de balas OTAN de calibre 5,56 milímetros contra la timonera, mientras Pitt apuntaba y disparaba tiro a tiro contra el tripulante que empuñaba el lanzagranadas. Lo abatió con el segundo disparo. Otro hombre se agachó para recoger el arma, pero Pitt también lo eliminó.
Atónitos al ver que el Poco Bonito se defendía, la tripulación del yate corrió a ponerse a cubierto sin responder al fuego. Giordino no lo sabía, pero una de sus balas había alcanzado en el hombro al capitán, que ahora estaba tumbado en el suelo de la timonera, fuera de la vista. En el mismo momento, otra ráfaga acabó con la vida del timonel, y el yate comenzó a desviarse sin nadie al timón. Con un único motor en funcionamiento, la velocidad máxima del Poco Bonito se redujo a la mitad, pero así y todo continuó avanzando con fuerza más que suficiente para hacer la tarea.
No hizo falta que nadie avisara que debían sentarse junto al mamparo y protegerse la cabeza con los brazos. Renée y Dodge miraron asustados los chalecos salvavidas de color naranja que les había dado Gunn. En la timonera, Rudi permanecía impasible, con las manos bien sujetas al timón. La única hélice batía el agua, impulsando al pesquero en línea recta hacia el lujoso yate. Los tripulantes miraban al Poco Bonito con una expresión donde se mezclaban el asombro y el espanto al comprender que el inofensivo pesquero no estaba dispuesto a arrojar la toalla sino que se abalanzaba sobre ellos con la intención de embestirlos. La sorpresa era total al encontrarse con un lobo vestido con piel de cordero. Hasta entonces, ninguna otra embarcación había ofrecido resistencia antes de ser capturada. También los había acobardado ver que en el mástil ondeaba la bandera norteamericana.
Pitt y Giordino continuaron barriendo la cubierta con sus disparos hasta que no quedó ni un solo tripulante a la vista, mientras el Poco Bonito acortaba distancias. El Epona parecía más grande que nunca, mientras se lanzaban contra el casco casi en el centro, un poco por detrás de la timonera. Las cubiertas estaban desiertas. Los tripulantes habían escapado como conejos asustados para ir a ocultarse bajo cubierta y protegerse de los certeros disparos que efectuaban desde el pesquero.
El Poco Bonito parecía un barco escapado del infierno, con el humo del tubo de escape que se mezclaba con la columna de humo negro que continuaba saliendo por la escotilla de la sala de máquinas, y que el viento que soplaba de proa arrastraba hacia popa como una estela. Gunn había servido como oficial ejecutivo a bordo de un destructor lanzamisiles que había embestido a un submarino iraquí en él Mediterráneo durante la guerra para derrocar a Saddam Hussein. En aquella acción sólo se había visto la torreta del sumergible. Ahora tenía delante un gigantesco yate que se levantaba como un edificio.
Faltaban diez segundos para el impacto.
Pitt y Giordino dejaron a un lado las carabinas y se prepararon para la colisión. Renée, acurrucada junto al mamparo de la timonera, vio los rostros impasibles de los dos hombres. No mostraban ni la más mínima huella de miedo o tensión. Parecían tan indiferentes como un par de patos en una charca bajo la lluvia.
En la timonera, Gunn preparaba la secuencia de sus movimientos. Apuntó la proa para chocar contra la sala de máquinas del yate, que estaba detrás del salón comedor. Después del impacto, lo importante era dar marcha atrás y rogar que el único motor pudiera arrancar al Poco Bonito del boquete que abriría y mantenerse a flote mientras el enemigo iniciaba un viaje sin retorno hasta el fondo del mar. El afinado casco del Epona se veía tan cerca que Gunn tuvo la sensación de que si sacaba la mano por el agujero donde había estado el parabrisas, podría tocar la estilizada imagen del caballo.
La mole del yate ocultó el sol. Entonces todo comenzó a transcurrir como en cámara lenta, cuando al estruendo de la colisión le siguió un agudo sonido rechinante que parecía interminable. La proa del Poco Bonito se empotró en el casco de estribor de su gigantesco antagonista y abrió un boquete en forma de V, que destrozó la sala de máquinas y acabó con la vida de los que estaban dentro.
Renée y Dodge se levantaron para lanzar los recipientes llenos de gasolina, con las mechas encendidas. Una de las botellas rebotó en la cubierta de teca sin romperse, pero la otra se hizo añicos y de inmediato apareció una gran bola de fuego que se extendió sobre la borda como una catarata ígnea. A continuación lanzaron las jarras, y luego la botella de vino, y todas estallaron en un incendio que abarcó la mitad del yate. La lujosa embarcación se convirtió de pronto en lo que parecía la pesadilla de un psicótico.
Sin esperar a que el pesquero perdiera el impulso, Gunn puso la marcha atrás. Durante unos segundos que parecieron eternos, el Poco Bonito permaneció inmóvil, con la destrozada proa hundida casi dos metros en el casco del Epona, atrapada como un puño en un tornillo de banco, mientras la hélice fustigaba el agua convulsivamente. Diez segundos, quince, después veinte. Por fin, con un agudo chirrido del plástico y los metales al romperse, comenzó a separarse. En cuanto la destrozada proa dejó el espacio libre, el légamo marrón entró por el boquete como un torrente y el yate comenzó a escorar.
Dos de los tripulantes del Epona, que estaban en el casco opuesto, comenzaron a disparar con sus armas automáticas contra el Poco Bonito. Su puntería era bastante incierta y disparaban bajo porque su mirada se veía afectada por la inclinación del casco de estribor. Los proyectiles levantaron surtidores en el agua alrededor del pesquero y unos cuantos atravesaron el casco. El agua penetró inmediatamente por los pequeños orificios.
Pitt y Giordino dispararon a bulto entre el humo y las llamas hasta que cesó toda resistencia a bordo del yate. La superestructura estaba oculta por el humo y el fuego. Se escuchaban claramente los gritos y alaridos en medio de la conflagración. Avivadas por una leve brisa, las llamas asomaron por el enorme boquete en el casco de estribor. El catamarán se hundía cada vez más, al tiempo que el casco de babor se levantaba por encima del agua.
Todos los que estaban a bordo del Poco Bonito se amontonaron en la borda para contemplar fascinados la agonía del yate. La tripulación del Epona subió sin demora al helicóptero, que ya tenía los motores en marcha. El piloto compensó el ángulo de inclinación en el despegue y de inmediato puso rumbo a tierra, sin preocuparse por los heridos a los que acababa de condenar a una muerte segura.
– Ponte a su costado -le ordenó Pitt a Gunn.
– ¿Quieres que lo aborde? -preguntó Rudi, inquieto.
– Quiero que te acerques lo suficiente para que pueda saltar a bordo.
Consciente de que no tenía sentido discutir con Pitt, Gunn se encogió de hombros y comenzó a acercar el barco averiado al yate, que ardía desde la timonera hasta la proa. Realizó la maniobra marcha atrás para aliviar la presión del agua que entraba por la proa rota.
Mientras tanto, Giordino trabajaba furiosamente entre los destrozos de la sala de máquinas del Poco Bonito haciendo las reparaciones imprescindibles para mantener el barco a flote y con potencia. Renée se ocupó de despejar la cubierta de todo lo superfluo, por el sencillo procedimiento de arrojarlo por la borda. Dodge, que estaba tiznado de pies a cabeza, bajó a la sentina, arrastró una bomba de achique hasta la sección de proa y comenzó a bombear para achicar el agua que entraba por el agujero que llegaba hasta el mamparo de proa.
Pitt esperó mientras Gunn maniobraba cuidadosamente para situar el Poco Bonito junto al Epona y cuando casi se tocaban se encaramó a la borda y saltó a la cubierta del catamarán detrás del salón comedor. Afortunadamente, la brisa empujaba el fuego hacia proa y la sección de popa aún estaba libre del incendio. Si pretendía encontrar a algún superviviente, tendría que hacerlo a la carrera antes de que el yate se hundiera en las profundidades. El rugido del incendio descontrolado era como el de una locomotora lanzada a toda velocidad.
Entró en el salón comedor y lo encontró vacío. Tampoco encontró a nadie en las otras salas. Intentó subir la escalerilla alfombrada hasta la timonera, pero se encontró con una pared de fuego que lo obligó a retroceder. El humo se le colaba por la nariz hasta los pulmones. Le lloraban y le ardían los ojos. Con los cabellos y las cejas chamuscadas, ya estaba por renunciar a la búsqueda y abandonar el barco cuando tropezó con un cuerpo tendido en el suelo de la cocina. Se agachó y al tocarlo se sorprendió al comprobar que se trataba de una mujer vestida sólo con un biquini. Se la cargó al hombro y regresó tambaleándose a la cubierta de popa, casi ahogado y ciego por el humo.
Gunn evaluó la situación en un santiamén y acercó el pesquero al yate hasta que chocaron las bordas. Luego salió corriendo de la timonera y ayudó a Pitt a pasar el cuerpo inerte de la mujer por encima de la borda. El calor de las llamas comenzó a chamuscar la pintura del casco del Poco Bonito. Después de acostar a la mujer suavemente en la cubierta, y sin tener tiempo para fijarse en otro detalle más allá de la larga cabellera roja, Gunn corrió de regreso a la timonera y se apresuró a apartar al barco del catamarán incendiado.
Pitt, que apenas si podía ver con los ojos irritados por el humo, le buscó el pulso y comprobó que era normal, lo mismo que la respiración. Le apartó los cabellos rojos de la frente, donde tenía un moretón del tamaño de un huevo. Dedujo que al producirse la colisión se había golpeado la cabeza con tanta fuerza que había perdido el conocimiento. La piel del rostro, los brazos y las largas y perfectamente torneadas piernas mostraban un bronceado uniforme. Su rostro era de una gran belleza, con una tez sin mácula y los labios gruesos y sensuales.
La nariz respingona era el complemento perfecto. Como tenía los ojos cerrados, no podía ver su color. Pero todo lo demás mostraba una mujer muy atractiva, con el cuerpo esbelto de una bailarina.
Renée acabó de arrojar por la borda una caja de boyas y se acercó rápidamente a la mujer tendida en la cubierta.
– Ayúdame a llevarla abajo. Yo me ocuparé de atenderla.
Todavía medio ciego, Pitt llevó a la mujer del yate hasta su camarote y la acostó en la litera.
– Solo tiene un buen chichón en la frente -comentó-. Podrías suministrarle aire de una de las botellas para ayudarle a limpiar el humo de los pulmones.
Pitt subió a cubierta a tiempo para presenciar el final del yate.
Se hundía lentamente, con el casco y la superestructura que una vez habían sido de color lavanda ennegrecidos por el fuego y manchados con el légamo marrón. Un patético y triste final para un hermoso barco. Lamentó haber sido el causante de su desaparición. Pero después la lógica reemplazó a la tristeza, cuando se imaginó al Poco Bonito sufriendo el mismo destino, con toda su tripulación muerta. Su pesar fue sustituido por la euforia de que sus compañeros y él estuvieran sanos y salvos.
El casco de estribor del catamarán ya estaba hundido del todo debajo del agua marrón. El casco de babor permaneció un par de minutos en el aire mientras la superestructura se sumergía lentamente, dejando atrás una espiral de humo. Las hélices de bronce pulido brillaron al sol, y luego desaparecieron. Excepto por el siseo cuando el agua apagó las llamas, el yate se hundió en silencio, sin protestas, como si quisiera ocultar cuanto antes en qué mina se había convertido. Lo último que se vio de él fue la bandera con el caballo dorado. Luego, el indiferente mar marrón se la engulló.
Tras la desaparición, el combustible afloró a la superficie y se extendió sobre el légamo para pintarlo de negro con manchas que el sol volvía irisadas. De cuando en cuando aparecían burbujas, junto con restos que salían a la superficie y se quedaban allí, como si esperaran ser arrastrados hasta alguna playa lejana por el viento y las mareas.
Pitt le dio la espalda a la tragedia y entró en la timonera, que tenía el suelo cubierto de cristales rotos.
– ¿Qué te parece, Rudi? ¿Llegaremos a la costa o tendremos que acomodarnos en las balsas?
– Quizá lo consigamos si Al logra que el motor no se pare y Patrick consigue achicar el agua que entra por la proa, cosa que parece poco probable. Entra más de lo que sacamos.
– También entra agua por los agujeros de las balas, por debajo de la línea de flotación.
– Hay una lona en uno de los armarios. Si pudiéramos bajarla sobre la proa como una máscara, quizá lograríamos reducir la entrada de agua lo suficiente para que no supere la capacidad de la bomba.
Pitt miró hacia la proa, que estaba hundida casi medio metro en el agua.
– Yo me encargo.
– No tardes mucho -le advirtió Gunn-. Continuaré marcha atrás para disminuir el ritmo de la inundación.
Pitt se asomó a la escotilla de la sala de máquinas.
– Al, ¿qué tal pinta la fiesta?
Giordino se acercó a la escotilla. Estaba hundido hasta las rodillas en el agua mezclada con légamo marrón, tenía las ropas empapadas, y las manos, los brazos y el rostro cubiertos de aceite.
– Apenas si consigo mantenerme por delante, y créeme, esto no es una fiesta.
– ¿Puedes echarme una mano en cubierta?
– Dame cinco minutos para limpiar la bomba. El légamo la tapona si no limpio los filtros.
Pitt bajó la escalerilla y fue hasta el armario ubicado más allá de los camarotes, para sacar la lona encerada. Pesaba mucho, pero consiguió arrastrarla hasta la escotilla de proa y sacarla a cubierta. Giordino no tardó en reunirse con él; por el aspecto, parecía haberse caído en un pozo de alquitrán. Entre los dos desplegaron la lona y ataron las cuatro puntas con cabos de nailon. En dos de las puntas ataron partes del motor destrozado por la granada, para que se hundieran. En cuanto estuvieron preparados, Pitt le hizo una seña a Gunn para que redujera la velocidad.
Lanzaron la lona por encima de la proa aplastada, con los cabos bien sujetos. Esperaron a que el lado de la lona con los pesos se sumergiera en la mezcla de agua y légamo. Luego Pitt le gritó a Gunn.
– ¡Muy bien, ahora adelante muy despacio!
Se situaron uno a cada banda y tiraron de los cabos hasta que el extremo sumergido quedó por debajo de la proa. A continuación ataron los dos cabos y luego recogieron los otros dos cabos para que la lona cubriera toda la sección dañada, cosa que redujo considerablemente la entrada de agua. En cuanto acabaron de atar los dos cabos restantes, Pitt se asomó a la escotilla de proa.
– ¿Qué tal ahora, Patrick?
– Funciona -respondió Dodge, cansado pero contento-. Habéis conseguido reducir la entrada de agua en un ochenta por ciento. La bomba podrá achicar el resto sin problemas.
– Tengo que volver a la sala de máquinas -dijo Giordino-. Tiene un aspecto horrible.
– Como tú -afirmó Pitt con una sonrisa. Apoyó un brazo en los hombros de su compañero-. Avísame si necesitas que te eche una mano.
– No harás más que incordiarme. Tendré las cosas controladas dentro de un par de horas.
Pitt entró en la timonera.
– Ya podemos ponernos en camino, Rudi. El parche parece que funciona.
– Es una suerte que los controles del navegador estén intactos. He programado el rumbo a Barra del Colorado, en Costa Rica. Allí tengo un viejo amigo de la Armada que está retirado y que vive junto a un club náutico. Atracaremos en su muelle y haremos las reparaciones necesarias para poder llegar luego al astillero de la NUMA en Fort Lauderdale.
– Una sabia decisión. -Pitt señaló hacia el enorme y misterioso buque portacontenedores que se veía fondeado frente a Barra del Río Maíz-. Podríamos tener problemas si vamos allí. Más vale prevenir que curar.
– Tienes razón. En cuanto las autoridades nicaragüenses se enteren de que hemos hundido un yate en sus aguas, nos detendrán. -Se enjugó con un trapo la sangre que le manaba de un corte en la mejilla-. ¿Cuál es la historia de la mujer que rescataste?
– La averiguaré en cuanto recobre el conocimiento.
– ¿Has llamado al almirante para informarle de lo ocurrido, o quieres que lo haga yo?
– Ya lo llamo yo.
Pitt fue a la cocina y se sentó delante del ordenador que la tripulación usaba para entretenerse con los juegos, enviar correos electrónicos y buscar alguna cosa en internet. Escribió el nombre del yate, Epona, y esperó los resultados del buscador. En menos de un minuto, apareció en la pantalla el bajorrelieve de una mujer con dos caballos y una breve descripción de la diosa celta de los caballos y la fertilidad. Leyó la información, apagó el ordenador y salió de la cocina. Se cruzó con Renée en el pasillo que separaba los camarotes.
– ¿Qué tal está? -le preguntó.
– Si por mi fuera, ya hubiera arrojado por la borda a esa estúpida arrogante.
– ¿Insoportable?
– Ni te lo imaginas. En cuanto abrió los ojos, comenzó a meterse conmigo. No solo es una mandona, sino que no habla más que español. -Renée hizo una pausa y sonrió con picardía-. Es una farsante.
– ¿Cómo lo sabes?
– Mi madre se apellidaba Ybarra. Yo hablo el español mucho mejor que nuestra invitada.
– ¿Se niega a responder en inglés?
– Así es, pero es pura farsa. Quiere hacernos creer que sólo es una pobre mujer mexicana que trabajaba de cocinera. El maquillaje y el biquini de diseño la traicionan. La tía tiene clase. No es una criada.
Pitt desenfundó su vieja Colt.45.
– Déjame que juegue al tipo duro con ella.
Entró en el camarote donde estaba la mujer, se acercó a ella y apoyó suavemente el cañón del arma en la nariz respingona.
– Siento tener que matarte, preciosa, pero no queremos dejar testigos. Lo comprendes, ¿verdad?
Los ojos color ámbar se desorbitaron y bizquearon al mirar la pistola. Le temblaron los labios al sentir el frío del acero. Miró los inescrutables ojos verdes de Pitt.
– ¡No, no, por favor! -gritó en inglés-. ¡No me mate! Tengo dinero. Déjeme vivir y le haré un hombre rico.
Pitt miró a Renée, que lo miraba boquiabierta, sin tener muy claro si acabaría disparándole a la mujer.
– ¿Quieres ser rica, Renée?
Renée comprendió el juego y lo siguió.
– Ya tenemos una tonelada de oro escondida en la bodega.
– No te olvides de los rubíes, las esmeraldas y los diamantes -añadió Pitt.
– Quizá decidamos no arrojarla a los tiburones durante un par de días si nos dice todo lo que sabe del falso barco pirata, y por qué nos persiguieron durante toda la noche con la intención de matarnos a todos y hundir nuestro barco.
– ¡Sí, sí, por favor! -balbuceó la mujer-. ¡Puedo decirles lo que sé!
Pitt advirtió un extraño reflejo en los ojos, que no invitaba precisamente a la confianza.
– Te escuchamos.
– El yate era de mi esposo y mío -comenzó-. Estábamos haciendo un crucero desde Savannah a través del canal de Panamá hasta San Diego, cuando se nos acercó lo que parecía un inofensivo barco pesquero cuyo capitán nos pidió un botiquín de emergencia para tratar a un marinero herido. Por desgracia mi marido cayó en la trampa y, antes de que pudiéramos reaccionar, los piratas habían abordado nuestro yate.
– Antes de continuar -dijo Pitt-, será mejor que nos presentemos. Soy Dirk Pitt y ella es Renée Ford.
– Ha sido una descortesía por mi parte no haberles dado las gracias por salvarme. Me llamo Rita Anderson.
– ¿Qué le pasó a su marido y a la tripulación?
– Los asesinaron a todos y arrojaron los cadáveres al mar. A mí me perdonaron porque creyeron que les serviría como cebo para atrapar a otros barcos.
– ¿A qué se refiere? -preguntó Renée.
– Creían que ver a una mujer en biquini en la cubierta los haría acercarse lo bastante para abordarlo.
– ¿Ese fue el único motivo para perdonarle la vida? -preguntó Pitt con un tono de duda.
La mujer asintió con un gesto.
– ¿Tiene alguna idea de quiénes eran o de dónde venían?
– Eran bandidos nicaragüenses convertidos en piratas. A mi marido y a mí nos habían advertido que no navegáramos por estas aguas, pero creímos que al navegar cerca de la costa no correríamos ningún peligro.
– No deja de ser curioso que unos vulgares piratas supieran pilotar un helicóptero -murmuró Renée.
– ¿Cuántos barcos capturaron y hundieron desde que se hicieron con el yate? -quiso saber Pitt.
– Tres, que yo sepa. Después de asesinar a las tripulaciones y apoderarse del botín, los hundieron a todos.
– ¿Dónde estaba usted cuando chocamos con el yate? -preguntó Renée.
– ¿Eso fue lo que pasó? -replicó la mujer, con una expresión inocente-. Estaba encerrada en mi camarote. Escuché el ruido de unas explosiones y disparos. Después el yate se sacudió violentamente y estalló un incendio. Lo último que recuerdo antes de perder el conocimiento fue ver cómo se destrozaba el mamparo del camarote. Cuando volví a abrir los ojos, me encontré aquí.
– ¿Recuerda alguna otra cosa anterior a la colisión y el incendio?
Rita sacudió la cabeza lentamente.
– Nada. Me tenían prisionera en el camarote y sólo me dejaban salir cuando se estaban preparando para capturar algún otro barco.
– ¿A qué venía utilizar el holograma del bergantín pirata? -preguntó Renée-. Aquello parecía un truco destinado a mantener a los barcos alejados de la zona, más que un acto de piratería.
– ¿Holograma? -Rita puso cara de despistada-. Ni siquiera sé qué es eso.
Pitt sonrió para sus adentros. Tenía muy claro que Rita Anderson se estaba inventando una historia sobre la marcha. Renée tenía razón. El maquillaje de Rita no era precisamente el de una mujer cuyo marido había sido asesinado y que hubiese sido maltratada por los piratas. Los labios impecablemente pintados de un luminoso color rosa beige, los ojos delineados con un perfilador de color avellana oscuro y el resplandor de su tez, eran señales claras de una vida elegante. Decidió atacarla a fondo para ver cómo reaccionaba.
– ¿Cuál es su relación con Odyssey? -le preguntó bruscamente.
En un primer momento, la mujer no entendió el cambio. Luego comenzó a darse cuenta de que esas personas no eran unos simples pescadores.
– No sé de qué me habla -respondió.
– ¿Su esposo no era un empleado de la corporación Odyssey?
– ¿Por qué lo pregunta? -replicó Rita, como una manera de ganar tiempo y recuperarse de la sorpresa.
– El yate llevaba la imagen de un caballo, que es el logo de Odyssey.
Las cejas perfectamente depiladas se enarcaron un milímetro. Era buena, pensó Pitt, muy buena. No se asustaba fácilmente. Se dio cuenta de que Rita no era la ociosa consorte de un millonario. Le gustaba estar al mando, dar las órdenes. Le pareció divertido cuando la mujer intentó un contraataque.
– ¿Quiénes son ustedes? -le espetó con un tono desabrido-. No son pescadores.
– No -respondió Pitt-. Pertenecemos a la National Underwater and Marine Agency estadounidense y estamos realizando una exploración científica para encontrar el origen del légamo marrón.
La respuesta de Pitt fue como si le hubiese dado una bofetada. La aparente compostura se derrumbó en el acto. Antes de que pudiera contenerse, exclamó:
– No puede ser. Ustedes… -No acabó la frase.
– Tendríamos que estar muertos como consecuencia de la explosión en el canal de Bluefields. -Pitt acabó la frase por ella.
– ¿Lo sabía? -dijo Renée, que se acercó a la litera como si tuviese la intención de estrangular a Rita.
– Lo sabía -afirmó Pitt. Sujetó a Renée de un brazo para evitar que las cosas pasaran a mayores.
– ¿Por qué? -preguntó la científica-. ¿Qué hicimos para merecer una muerte horrible?
Rita no abrió la boca. La expresión de su rostro había pasado de la sorpresa a la cólera mezclada con odio. A Renée le habría encantado borrársela de un puñetazo.
– ¿Qué haremos con ella?
– Nada. -Pitt se encogió de hombros. Tenía claro que se había acabado el juego. Rita no les diría nada más-. La tendremos encerrada en el camarote hasta que lleguemos a Costa Rica. Le diré a Rudi que llame a la policía para que nos esperen en el muelle y se la lleven en custodia.
Pitt estaba muerto de cansancio, pero también lo estaban los demás. Aún le quedaba una tarea antes de poder echar una cabezada. Miró en derredor en busca de la tumbona, pero entonces recordó que Renée la había arrojado por la borda. Se sentó en la cubierta, donde ya no quedaba nada de los aparejos pesqueros de utilería, apoyó la espalda en el mamparo y marcó un número en su móvil Globalstar.
– ¿Por qué no he tenido noticias vuestras hasta ahora? -preguntó Sandecker, enfadado, en cuanto atendió la llamada.
– Hemos tenido mucho trabajo -replicó Pitt.
Dedicó los siguientes veinte minutos a ponerlo al corriente de todo lo sucedido. Sandecker escuchó sin interrumpirlo hasta que Pitt acabó de relatarle su conversación con Rita Anderson.
– ¿Qué relación puede tener Specter con todo este asunto? -El tono del almirante reflejó su desconcierto.
– Ahora mismo diría que tiene un secreto que ocultar y está dispuesto a asesinar a la tripulación de cualquier barco que entre en su territorio.
– He escuchado que tienen contratos de construcción con la China Roja en Nicaragua y Panamá.
– Loren mencionó la misma relación durante la cena de la otra noche.
– Ordenaré que investiguen las actividades de Odyssey -manifestó Sandecker.
– Ya puestos en ello, también podríamos investigar a Rita y su marido, así como un yate llamado Epona.
– Le diré a Yaeger que se ocupe del tema.
– Será interesante saber cómo encaja esta mujer en todo este asunto.
– ¿Has descubierto el origen del légamo marrón?
– Tenemos localizada la posición donde surge del fondo marino.
– ¿Tú crees que es un fenómeno natural?
– Patrick Dodge opina lo contrario. -Pitt contuvo un bostezo-. Afirma que no es posible de ninguna manera que los ingredientes minerales del légamo puedan salir del fondo con la fuerza de un cañonazo. Dice que es un afloramiento artificial. Aquí está ocurriendo alguna cosa muy extraña, que parece sacada de La dimensión desconocida.
– Entonces estamos otra vez en la línea de salida -opinó Sandecker.
– No del todo -declaró Pitt-. Hay algo que me gustaría investigar.
– He enviado un avión de la NUMA con el personal necesario para realizar las reparaciones del Poco Bonito antes de emprender el viaje de regreso. Aterrizará en el aeropuerto cercano al puerto deportivo del río Colorado. Gunn, Dodge y Ford volverán a Washington en ese avión. Me gustaría que tú y Al regresarais con ellos.
– Todavía no hemos acabado el trabajo.
Sandecker no discutió. Sabía desde hacía mucho que Pitt no se equivocaba en sus juicios.
– ¿Cuál es tu plan?
Pitt contempló las montañas cubiertas de bosque que se levantaban más allá de las playas de arena blanca de la costa nicaragüense.
– Creo que se impone hacer un recorrido por el río San Juan hasta el lago de Nicaragua.
– ¿Qué esperas encontrar en un sitio tan alejado del mar y el légamo marrón?
– Respuestas -contestó Pitt, que ya pensaba en el viaje río arriba-. Respuestas a todo este embrollo.