23 de agosto de 2006
Banco de la Natividad
Si entre tanto desastre el huracán Lizzie había hecho algo bueno, era que había barrido el légamo marrón que cubría el banco de la Natividad. El agua en el arrecife de coral había recuperado el color verde azulado, y la visibilidad era de casi sesenta metros. Junto con el agua clara, los peces habían vuelto al entorno como si no hubiese pasado nada.
Otro barco de investigación científica reemplazó al Sea Sprite en el estudio de la estructura sumergida. Construido y diseñado específicamente para actuar como base de las exploraciones submarinas en aguas poco profundas, el Sea Yesteryear pocas veces trabajaba fuera de la vista de la costa. Entre los proyectos en los que había participado figuraban las ruinas de la biblioteca de Alejandría en Egipto, la flota china hundida por un tifón frente a la costa japonesa, los pecios de barcos mercantes suecos y rusos en el Báltico y otros muchos de gran importancia histórica.
Disponía de cuatro puntos de amarre y configuraciones de buceo tanto de saturación como de gas en superficie y aire. La piscina en el centro del casco tenía todo lo necesario para las operaciones de buceo, el lanzamiento y recuperación de vehículos no tripulados, y maquinaria para recuperar artefactos del fondo marino. Un laboratorio de grandes dimensiones ocupaba toda la sección de proa y estaba dotado con el más moderno instrumental científico para analizar y conservar los objetos antiguos encontrados.
Con una eslora de cincuenta metros, era un poco corto para lo habitual entre los barcos de investigación oceánica, pero la manga de quince metros le permitía ofrecer mucho espacio y comodidad. Dos potentes motores diesel le daban una velocidad de veinte nudos, y llevaba una tripulación de cuatro hombres y un equipo de diez científicos. Quienes servían a bordo del Sea Yesteryear estaban orgullosos de las muchas veces que habían reescrito la historia marítima, y, a medida que progresaban las exploraciones en el banco de la Natividad aumentaba su convencimiento de que se encontraban muy cerca de hacer un gran descubrimiento.
En un primer momento, los arqueólogos marinos que habían visitado las habitaciones de piedra ni siquiera tenían la seguridad de que las estructuras hubiesen sido construidas por el hombre. Tampoco encontraron muchos objetos. Más allá del contenido del caldero y las cosas que había sobre la cama de piedra, solo encontraron los utensilios de la cocina. Pero, a medida que continuaba la investigación, fueron encontrando nuevos y más increíbles tesoros arqueológicos.
Una de las cosas que los geólogos del equipo descubrieron fue que la estructura había estado una vez al aire libre, en lo alto de una pequeña colina. Esto salió a la luz cuando limpiaron cuidadosamente las incrustaciones en un trozo de poco más de un palmo en la pared del dormitorio y vieron que las habitaciones no habían sido excavadas en la roca sino que las habían levantado colocando piedra sobre piedra cuando el banco de la Natividad era una isla que se elevaba por encima del agua.
Dirk estaba en el laboratorio con su hermana, ocupados en examinar los objetos que se habían transportado cuidadosamente hasta el laboratorio del barco para después sumergirlos en cubetas de agua salada como paso previo al largo proceso de conservación. Recogió delicadamente un hermoso cordón de oro trenzado que habían encontrado en el lecho de piedra.
– Todas las reliquias que hemos.recogido de la cama y el caldero pertenecieron a una mujer.
– Es de una fabricación mucho más complicada que la de las joyas actuales -comentó Summer mientras admiraba el collar, que reflejaba el sol que entraba por los ojos de buey.
– Hasta que pueda hacer una comparación con los registros arqueológicos de los archivos europeos, tendré que datarlo como perteneciente a la era media del bronce.
La voz era suave y pausada, como un chubasco de verano sobre un techo metálico. Pertenecía al doctor Jeffrey Parks, que se movía como un lobo desconfiado, con la cabeza gacha y adelantada. Medía más de dos metros y se agachaba constantemente desde la estratósfera. Estrella del baloncesto universitario, había tenido que abandonar el deporte debido a una grave lesión en la rodilla. Así que había estudiado arqueología marina, y su tesis de doctorado había versado sobre las antiguas ciudades sumergidas. El almirante Sandecker lo había invitado a participar de la expedición precisamente por ser algo que entraba de lleno en su especialidad.
Parks pasó junto a la larga mesa con las cubetas donde estaban las reliquias y se detuvo delante de un tablero de grandes dimensiones colocado en uno de los mamparos, donde se exhibían más de cincuenta fotos del edificio sumergido. Hizo una pausa y con un lápiz señaló un montaje fotográfico de la planta.
– Esto que tenemos aquí no es una ciudad o una fortaleza. No aparece ninguna estructura más allá de las habitaciones que vosotros descubristeis en la primera visita. Podríamos considerar que en aquel entonces fue una mansión o un pequeño palacio, que se convirtió en la tumba de una mujer de clase alta. Quizá una reina o una gran sacerdotisa adinerada que encargaba sus propias joyas.
– Es una pena que no quedara nada de ella -comentó Summer-. Ni la más mínima huella del cráneo. Han desaparecido hasta los dientes.
En el rostro de Parks apareció la sombra de una sonrisa.
– Sus huesos desaparecieron hace muchos siglos, junto con todas las prendas, poco después de que el mar cubriera la estructura.
Pasó a otra foto de gran tamaño, tomada antes de que retiraran los objetos de la cama de piedra; apoyó la goma del lápiz en un primer plano de la coraza de bronce.
– Tuvo que ser una guerrera que lideraba a los hombres en la batalla. La coraza de la foto parece estar hecha de una sola pieza y tenía que ponérsela por la cabeza, como un suéter de metal.
Summer intentó imaginarse cómo le quedaría la coraza. Había leído que los celtas eran personas grandes para la época, pero la coraza parecía demasiado pequeña para su torso.
– ¿Cómo es posible que pudiera llegar hasta aquí?
– No tengo la menor idea -admitió Parks-. Siendo un arqueólogo de la línea tradicional, que supuestamente no cree en la difusión, en los contactos entre el continente americano y otras partes del mundo antes de Colón, estoy obligado a decir que esto es una farsa preparada por los españoles en algún momento posterior al siglo quince.
Summer frunció el entrecejo.
– No es posible que crea en esa explicación.
– La verdad es que no. -Parks sonrió-. Menos todavía después de ver todo esto. Pero hasta que no podamos demostrar fehacientemente cómo llegaron estos objetos al banco de la Natividad, la controversia sacudirá la historia del mundo antiguo.
– No se discute la posibilidad de que los antiguos navegantes cruzaran los mares.
– Nadie dice que sea imposible. Hay quienes han cruzado el Atlántico y el Pacífico en toda clase de embarcaciones: desde botes hechos con pieles a veleros de dos metros de eslora. Es concebible que pescadores de Japón o de Irlanda se vieran sorprendidos por una tormenta y acabaron arrastrados hasta América. Los arqueólogos admiten que hay muchas pistas que sugieren la influencia asiática y europea en el arte y la arquitectura centro y sudamericana. En cambio, no se ha encontrado allí ningún objeto de este lado del charco.
– Nuestro padre encontró pruebas de la presencia de los vikingos en Estados Unidos -señaló Summer.
– Él y Al Giordino descubrieron objetos de la biblioteca de Alejandría en Texas -añadió Dirk.
El arqueólogo se encogió de hombros.
– Así y todo, aún está pendiente que en las excavaciones que se realizan en Europa y África aparezca algún objeto que proceda del continente americano.
– Ah -exclamó Summer, que jugó su carta de triunfo-. ¿Qué me dices de los rastros de nicotina y cocaína que se han encontrado en las momias egipcias? El tabaco y la coca son dos productos exclusivamente americanos.
– Esperaba que lo mencionaras -reconoció Parks. Exhaló un suspiro-. Los egiptólogos todavía están intentando desentrañar el misterio.
– ¿Las respuestas podrían estar en estas habitaciones? -preguntó Summer pensativamente.
– Quizá -dijo Parks-. Los biólogos marinos están realizando pruebas de las incrustaciones encontradas en las paredes, y los fitoquímicos analizan los restos de la vida vegetal para tratar de determinar cuánto tiempo lleva cubierto por el agua el edificio.
Summer se abstrajo en sus pensamientos durante unos instantes.
– ¿Podría haber alguna inscripción debajo de las incrustraciones, algo que los arqueólogos hubieran pasado por alto?
Parks se echó a reír.
– Los primitivos celtas no dejaron ninguna representación artística ni escritos que hablaran de su cultura. Encontrar inscripciones talladas es del todo imposible, a menos que estemos equivocados al datar la construcción de Navinia.
– ¿Navinia?
Parks miró la ilustración que reproducía el edificio sumergido según la representación virtual hecha por el ordenador.
– Es un nombre tan bueno como cualquier otro.
– Un nombre tan bueno como cualquier otro -repitió Dirk. Miró a su hermana-. ¿Qué te parece si tú y yo bajamos mañana a primera hora y buscamos inscripciones en las paredes? Creo que debemos presentarle nuestros últimos respetos a la suma sacerdotisa.
– No os demoréis demasiado -dijo Parks-. El capitán ha ordenado levar anclas al mediodía. Quiere llevar los objetos a Fort Lauderdale lo antes posible.
Cuando salieron del laboratorio, Summer miró a Dirk sin disimular la curiosidad.
– ¿Desde cuándo te dejas llevar por la nostalgia?
– Hay una razón práctica para mi nostalgia.
– ¿Sí? ¿Se puede saber cuál es? -preguntó Summer con tono desabrido.
Dirk le devolvió la mirada con otra donde brillaba la picardía.
– Tengo la impresión de que han pasado por alto algo muy importante.
Sabiendo ya dónde continuar la búsqueda, nadaron directamente a la antesala. Las antiguas habitaciones habían quedado vacías. Hasta el día anterior habían tenido el aspecto de la sala de espera de un aeropuerto. Los científicos del barco habían buscado en todas las grietas y rincones y, tras recoger los objetos y muestras y guardarlos adecuadamente a bordo del Sea Yesteryear, comenzaban a evaluar los hallazgos. Dirk y Summer tenían las habitaciones para ellos solos. Sin la presencia de los arqueólogos que los vigilaran, no tenían ningún motivo para tratar las paredes con guantes de terciopelo.
Tal como habían planeado, iniciaron la búsqueda en la cámara de entrada. Summer se encargó de una pared y Dirk de la otra. Rasparon las incrustaciones con cuchillos hasta dejar la piedra desnuda, conscientes de que estaban cometiendo un sacrilegio a los ojos de los arqueólogos. Fueron recorriendo todas las paredes, en largas franjas horizontales, a una altura entre el metro veinte y el metro cincuenta. Como la estatura media de los seres humanos tres mil años atrás era unos cuantos centímetros menor, el nivel de sus ojos tenía que ser más bajo. Dirk y Summer se basaron en este hecho histórico para delimitar el área de búsqueda.
Era un trabajo lento. Después de una hora de esfuerzos inútiles, volvieron al Sea Yesteryear para cambiar las botellas de aire. Si bien todos los barcos de apoyo a las operaciones submarinas de la NUMA contaban con cámaras hiperbáricas, Dirk comprobaba meticulosamente las tablas de inmersión en el ordenador para evitarse los problemas de la descompresión.
Llevaban ya veinte minutos en la segunda inmersión, y habían pasado de la antecámara al largo pasillo, cuando Summer golpeó en la pared con el mango del cuchillo para llamar la atención de Dirk, que se acercó rápidamente y miró la sección de la pared que había raspado y que ahora le señalaba, presa de la más viva excitación.
Summer había escrito la palabra PICTOGRAMAS en las incrustaciones.
Dirk asintió al tiempo que levantaba el pulgar, entusiasmado. Juntos, se pusieron a limpiar febrilmente las piedras frotándolas con los guantes, aunque con la cautela necesaria para no estropear la preciosa reliquia que comenzaba a aparecer lentamente en la penumbra. Al cabo de unos pocos minutos, las figuras talladas en la piedra quedaron al descubierto. Los hermanos se sentían orgullosos de haber aventajado a los profesionales y saber que estaban mirando lo que nadie había visto en tres mil años.
Los pictogramas ofrecían la tan buscada pista para resolver el enigma de la casa sumergida. Dirk alumbró las figuras desde un lado, para resaltar los detalles. Las investigaciones posteriores revelarían que las imágenes recorrían ambos lados del pasillo en dos franjas de sesenta centímetros de ancho y a un metro cincuenta del suelo. El patrón era similar al tapiz de Bayona, que representaba la batalla de Hastings librada en el año 1066.
Dirk y Summer flotaron en el agua mientras contemplaban con admiración y respeto las figuras, que mostraban hombres a bordo de naves. Eran de apariencia extraña, con grandes ojos redondos y luengas barbas. Sus armas consistían en dagas de hoja larga, espadas cortas y hachas de combate con el filo curvo. Había soldados que conducían carros, pero la mayoría eran infantes.
Las escenas de batalla mostraban grandes carnicerías. Parecían representar diversos combates de una guerra lejana. También había imágenes de mujeres con los pechos desnudos que arrojaban lanzas contra el enemigo.
Summer pasó delicadamente una mano sobre las figuras de las guerreras. Miró a Dirk y le sonrió con una expresión de superioridad femenina.
Las escenas comenzaban con la partida de unas naves que abandonaban una ciudad incendiada. Más allá, aparecían azotadas por una tormenta, y luego una serie de batallas terrestres contra unas criaturas de extraño aspecto. Muy cerca de la parte inferior estaba la única nave de la flota que se había salvado, tras la destrucción de todas las demás. A continuación aparecía la misma nave, que se hundía en mitad de una tempestad. En uno de los últimos cuadros, un hombre y una mujer se abrazaban antes de que él partiera en lo que parecía ser una balsa con una vela.
Habían encontrado una crónica clásica tallada en la piedra por un antiguo artesano, que había permanecido oculta a los ojos de los hombres debajo del mar durante miles de años. Dirk y Summer se miraron a través de las máscaras con profundo entusiasmo, porque nunca habían imaginado que llegarían a descubrir algo tan increíble y extraordinario.
Dirk señaló el portal que daba al arrecife. Apagó la linterna y nadaron hacia la superficie. Atrás quedaba un precioso tesoro para quienes fueran a fotografiarlo y así exhibir al resto del mundo la fabulosa historia que contaban los pictogramas.
El Poco Bonito atravesó la boca del río Colorado a primera hora de la tarde. El agua, libre ya del légamo marrón, mostraba un color verde alga. Unos nubarrones blancos salpicaban el azul del cielo, y dejaban caer algún ligero chubasco cuando tapaban el sol. La tripulación de la NUMA saludaba desde la cubierta a la flotilla de pequeñas embarcaciones pesqueras que pasaban junto a ellos con los motores fuera de borda zumbando como abejorros, y los pescadores exhibían orgullosos los tarpones, los róbalos y las barracudas que habían capturado. Los tripulantes de una de las lanchas los saludaron levantando botellas de cerveza. Dos de ellos levantaron un tarpón que debía de pesar más de cincuenta kilos.
Gunn avanzó a poca velocidad y se mantuvo a un lado del río, fuera del camino de las lanchas de fibra de vidrio, aunque sin alejarse de las boyas que señalaban los límites practicables del canal. Pasada una curva, puso rumbo a un punto más allá del puerto del río Colorado, hacia un embarcadero que daba a una pasarela cubierta con tiestos de flores a ambos lados. La pasarela conducía a una gran casa en medio de un palmar.
– Parece un lugar paradisíaco -comentó Renée, contemplando la exuberante belleza de la selva tropical que rodeaba la casa, construida con roca volcánica y techada con hojas de palma.
– El paraíso del pescador -afirmó Gunn desde la timonera-. La construyó un viejo compañero mío de la academia, Jack McGee. Si os gusta el pescado, aquí encontraréis los más deliciosos y preparados de las maneras más exóticas. Ha acumulado miles de recetas de todo el mundo y ha escrito varios libros de cocina.
Pitt saltó al embarcadero, cogió los cabos que le arrojó Giordino y los amarró a los norayes. Para cumplir con la ley, permanecieron en el embarcadero hasta que se presentó la policía aduanera. Los agentes se sorprendieron al ver el estado del Poco Bonito. Renée utilizó su español para contarles un fantástico relato sobre cómo habían escapado de una flotilla de piratas traficantes de drogas, tan sanguinarios como sus antepasados, que habían saqueado las ciudades costeras.
Dado que el incidente se había producido en aguas territoriales nicaragüenses, los policías no les pidieron una declaración por escrito. Rita Anderson, en cambio, podía plantearles problemas. No tenía documentos, y dado que Pitt y Gunn no deseaban explicar su presencia a bordo, Renée la había atado y amordazado y luego junto a Giordino la había encerrado en un armario de la sala de máquinas. Los agentes hicieron una inspección de compromiso, y no quisieron mancharse sus impecables uniformes en la sala de máquinas después de haber visto a Giordino, que rememoraba a James Dean tras el estallido del pozo de petróleo en Gigante.
Dodge esperó a que se marcharan los agentes para dirigirse a Pitt.
– ¿Por qué tratamos a la señora Anderson como si fuese una criminal y la tenemos prisionera? A su marido lo asesinaron y los piratas se hicieron con su yate.
– Esa mujer no es lo que crees -le respondió Renée escuetamente.
Pitt observó a los agentes mientras subían a un Land Rover y salían del embarcadero para seguir por un camino enfangado por ía lluvia.
– Renée tiene razón. La señora Anderson no es una víctima. Está metida hasta las orejas en asuntos a cuál más turbio. El almirante Sandecker se ha puesto en contacto con las autoridades de Costa Rica, quienes han aceptado ponerla bajo custodia y realizar una investigación. Llegarán en cualquier momento.
Renée se acercó a la escalerilla para ir al camarote.
– Será mejor que prepare a la princesa para que la encarcelen.
No había acabado de desaparecer de la vista cuando un hombre se acercó caminando con paso enérgico. Jack McGee era un hombre de rostro rubicundo a punto de cumplir los cincuenta. No había una sola cana en sus cabellos rubios, ni en su bigote a lo Wyatt Earp. Los ojos color castaño rojizo, muy separados, le daban el aspecto de un animal siempre atento a la presencia de un depredador. Vestía un pantalón corto azul marino, una camisa estampada y una vieja gorra de oficial que parecía de la Segunda Guerra Mundial.
Gunn salió a su encuentro y se dieron la mano antes de abrazarse.
– Jack, muchacho, pareces diez años más viejo cada vez que nos encontramos.
– Eso es porque nos vemos cada diez años -replicó McGee, con voz de bajo.
Gunn se encargó de las presentaciones. Giordino se limitó a saludar desde la escotilla de la sala de máquinas.
– Le queda por conocer a alguien más de la tripulación: Renée Ford. Ahora mismo está ocupada con un pequeño asunto.
McGee sonrió con aire comprensivo.
– ¿La visitante inesperada?
– Así es -dijo Gunn-. Rita Anderson, la mujer que te mencioné cuando hablamos para avisarte de que vendríamos.
– El inspector Gabriel Ortega es un viejo amigo. Os pedirá que vayáis a la comisaría para hacer una declaración, pero creo que será tan cortés y considerado como de costumbre.
– ¿Tenéis piratas en estas aguas? -preguntó Pitt.
McGee se echó a reír al tiempo que sacudía la cabeza vigorosamente.
– No los hay en Costa Rica, pero crecen como la mala hierba hacia el norte, en Nicaragua.
– ¿Por qué allí y no aquí?
– Costa Rica es el país que más destaca en Centroamérica. Su nivel de vida está por encima de la mayoría de las otras naciones hispanoamericanas. Aunque su economía es en gran parte agrícola, el turismo es una industria en constante crecimiento, y además exporta artículos de electrónica y microprocesadores. En cambio, Nicaragua ha pasado por una etapa revolucionaria de treinta años que dejó en ruinas las infraestructuras. Cuando finalmente consiguieron un gobierno estable, la mayoría de los rebeldes, que no tenían más arte y oficio que el de la guerra de guerrillas, se negaron a convertirse en agricultores o a desempeñar otros trabajos de menor categoría. Descubrieron que era mucho más rentable dedicarse al narcotráfico. Eso los llevó a convertirse en piratas, dado que tuvieron que construir una flota de barcos para transportar la cocaína.
– ¿Has escuchado algún rumor referente al légamo marrón?
McGee sacudió la cabeza para expresar su negativa.
– Solo que aparece al norte y al este en el Caribe. Entre los piratas, los barcos desaparecidos y la contaminación, la industria pesquera nicaragüense se ha hundido. -McGee se interrumpió y se quitó la gorra cuando un oficial de policía bajó desde la casa y entró en el embarcadero-. Ah, Gabriel, ya estás aquí.
– Jack, viejo amigo… -respondió Ortega-. ¿En qué nuevo lío te has metido ahora?
– Yo no -replicó McGee alegremente-. Son mis amigos de los Estados Unidos.
Aunque no había dudas de que era un latinoamericano, Ortega se parecía a Hercule Poirot, el detective creado por Agatha Christie: los mismos cabellos negros peinados con gomina, un bigotillo perfectamente recortado, y unos ojos castaños de mirada amable pero que no dejaban escapar detalle. Hablaba inglés con muy leve acento. Cuando sonrió se vieron por un momento sus dientes, de un blanco puro.
– El almirante Sandecker me comunicó su situación. Espero que tengan la bondad de ofrecerme un informe detallado de sus aventuras con los piratas.
– Cuente con ello, inspector.
– ¿Dónde está la mujer que rescataron del barco pirata?
– En uno de los camarotes. -Pitt frunció el entrecejo, preocupado. Miró a Giordino-. Al, ¿por qué no bajas y averiguas qué retiene a Renée y a nuestra invitada?
Giordino se limpió las manos con un trapo roñoso sin hacer comentarios y bajó la escalerilla. Reapareció en menos de un minuto, con el rostro contraído por la ira y los ojos negros que echaban chispas.
– Rita ha desaparecido y Renée está muerta -informó a los demás-. Asesinada.
Durante aquellos primeros instantes de asombro, todos permanecieron inmóviles, incapaces de reaccionar. Miraron a Giordino pasmados, sin comprender lo que había dicho.
Tardaron otros cinco segundos en aceptar la verdad. Entonces Dodge exclamó:
– ¿Qué has dicho?
– Renée está muerta -repitió Giordino sencillamente-. Rita la asesinó.
Pitt se sacudió de cólera.
– ¿Dónde está? -preguntó.
– ¿Rita? -En el rostro de Giordino se reflejaba la expresión de alguien que acaba de despertar de una horrible pesadilla-. Se ha largado.
– Imposible. ¿Cómo ha podido escapar del barco sin ser vista?
– Pues aquí no está -afirmó Giordino.
– ¿Puedo ver el cuerpo? -preguntó Ortega, con el tono calmo del profesional.
Pitt ya estaba bajando la escalerilla, y estuvo a punto de arrollar a Giordino, que se apartó bruscamente.
– Por aquí, inspector. Las mujeres estaban en mi camarote.
A Pitt le remordía la conciencia por no haberse dado cuenta de que Rita era una mujer capaz de cometer un asesinato. Se maldijo por no haber acompañado a Renée, por haberla enviado sola a ocuparse de su asesina.
– Oh, no -exclamó.
Renée, desnuda, estaba tendida en la cama con las piernas juntas y los brazos extendidos para formar una cruz. La imagen del logo de Odyssey, el caballo blanco celta de Uffington, aparecía dibujada en su vientre.
Rita se comportó dócilmente cuando Renée le quitó las ligaduras de las muñecas. Sin embargo, cuando Renée, sin pensar en absoluto que su vida estaba en peligro con cinco hombres a menos de tres metros de distancia, se agachó para cortar la cinta adhesiva de las piernas y los tobillos de Rita, la arpía unió las manos y las descargó como si fuesen un martillo contra la nuca de la científica. Renée se desplomó sin emitir ni un sonido.
Después le quitó las prendas, la tendió sobre la cama y apretó una almohada contra su rostro. No hubo ningún amago de resistencia. Inconsciente, Renée murió asfixiada sin sufrimiento. A continuación, Rita cogió las tijeras del neceser de Pitt, que estaba en el baño, y trazó la imagen del caballo celta en el vientre de Renée. Desde el principio hasta el final, no tardó más de cuatro minutos.
Sin perder ni un segundo, Rita fue hasta la sección de proa y salió a cubierta por la escotilla de proa, protegida por la timonera. Fuera de la vista de los hombres que conversaban en la cubierta de popa, se descolgó por la borda y se sumergió en el agua silenciosamente. Nadó por debajo del agua hasta el lado opuesto del embarcadero, llegó a la costa y se arrastró entre la densa vegetación que cubría la ribera. En el mismo momento en que Giordino descubrió el cadáver de Renée, Rita desaparecía en la selva.
– La mujer no podrá llegar muy lejos -manifestó Ortega-. No hay carreteras en el río Colorado. No podrá escapar con vida de la selva. Mis hombres la detendrán antes de que pueda conseguir un avión o una lancha.
– Solo va vestida con un biquini -le informó Pitt.
– ¿Se ha ido sin ropa?
– El armario de Renée está cerrado y las prendas que vestía están desparramadas en cubierta -dijo Gunn. Señaló las prendas, que estaban donde Rita las había tirado.
– ¿Lleva dinero? -preguntó el inspector.
– No lo creo -respondió Pitt-. A no ser que Renée llevara algo encima, cosa que dudo.
– Sin dinero ni pasaporte, no tiene más alternativa que la de intentar escapar a través de la selva.
– Un lugar donde una mujer en biquini no tiene muchas posibilidades de sobrevivir -opinó McGee, desde la puerta.
– Por favor, cierren el camarote y no toquen nada-dijo Ortega
– ¿No podemos al menos vestirla? -preguntó Pitt.
– No hasta que llegue el equipo forense y analice la escena del crimen.
– ¿Cuándo podremos repatriar el cadáver?
– Dentro de dos días -contestó Ortega cortésmente-. Mientras tanto, les ruego que permanezcan aquí y disfruten de la hospitalidad del señor McGee hasta que les tomemos declaración y acabemos con el papeleo. -Miró a Renée con una expresión indiferente-. ¿Era norteamericana?
Dodge le dio la espalda a la cama porque no soportaba ver el cadáver de su compañera.
– Vivía en Richmond, Virginia -murmuró con la voz ahogada por la emoción.
Pitt miró a Gunn.
– Creo que lo mejor será informar al almirante.
– No se lo tomará a la ligera. Lo conozco. Es muy capaz de pedirle al Congreso que declare la guerra y envíe a la infantería de marina.
Por primera vez, en el rostro de Ortega apareció una expresión de asombro.
– ¿Es capaz de hacerlo, señor?
– Es una forma de hablar -le explicó Pitt y, sin hacer caso de la orden del inspector, cubrió a Renée con una manta.
Rita avanzó a paso rápido a través de la selva, sin alejarse mucho de la ribera, hasta que llegó al puerto deportivo del río Colorado. Siguió los carteles del sendero que llevaba a la piscina. Vestida con el biquini, no llamó la atención entre las otras mujeres que tomaban el sol alrededor de la piscina mientras sus maridos se divertían pescando tarpones y róbalos en el río.
Sin hacer caso de las miradas de admiración de los salvavidas y los camareros, cogió una toalla de una tumbona desocupada y se la echó al hombro. Luego se alejó por el camino entre las habitaciones del hotel. Entró en la primera que vio con la puerta abierta, donde una de las camareras estaba haciendo la limpieza.
– Tómese su tiempo -le dijo en español a la mujer, como si fuese la verdadera ocupante de la habitación.
– Ya he acabado -respondió la camarera. Se llevó las toallas sucias al carrito que había dejado en el camino y cerró la puerta.
Rita se sentó a la mesa, cogió el teléfono y pidió una línea exterior. En cuanto atendieron la llamada, dijo:
– Aquí Flidais.
– Un momento.
Luego se escuchó otra voz:
– La línea es segura. Ya pueden hablar.
– ¿Flidais?
– Sí, Epona, estoy aquí.
– ¿Por qué me llamas por una línea abierta desde un hotel?
– Ha surgido un problema.
– ¿Sí?
– Un barco de la NUMA que buscaba el origen del légamo marrón no se dejó engañar por el holograma y destruyó nuestro yate.
– Entiendo -declaró la mujer llamada Epona, con la más absoluta frialdad-. ¿Dónde estás?
– Después de hundir el yate, me capturaron los de la NUMA. Conseguí escapar y ahora me encuentro en una habitación del puerto deportivo del río Colorado. No creo que la policía tarde mucho en rastrearme hasta aquí.
– ¿Qué hay de nuestra tripulación?
– Unos cuantos murieron. Los demás escaparon en el helicóptero y me dejaron abandonada.
– Ya nos ocuparemos de ellos. -Hubo una pausa-. ¿Te interrogaron?
– Lo intentaron. Me inventé una historia y les dije que me llamaba Rita Anderson.
– Espera ahí. No cuelgues.
Flidais, alias Rita, fue al armario y encontró un vestido estampado de la talla cuarenta. Ella usaba una treinta y ocho, pero se dijo que era preferible que le fuese grande antes que pequeño. Se lo puso encima del biquini. Luego cogió un pañuelo y se lo ató en la cabeza para ocultar los cabellos rojos. No le preocupaba en lo más mínimo robar las prendas de otra mujer y cargarla con una abultada cuenta de teléfono, después de haber asesinado a Renée. A continuación se calzó unas sandalias que le quedaban un poco apretadas. Unas gafas de sol que estaban en la mesa de noche completaron su atuendo.
Sonrió para sus adentros cuando encontró el bolso de la ocupante en un cajón de la cómoda. La razón de que las mujeres no pensaban en un escondite más adecuado para sus objetos de valor era un misterio para Flidais. Todos los rateros de hotel sabían que las mujeres siempre ocultaban sus bolsos, incluidos los monederos, debajo de las prendas en un cajón. Encontró ochocientos dólares norteamericanos y un puñado de colones. Como el cambio era de 369.000 colones por dólar, los turistas acostumbraban pagar con dólares.
Barbara Hacken era el nombre que aparecía debajo de la foto del carnet de conducir y la foto del pasaporte. Excepto por el color de los cabellos y unos años de diferencia, podrían haber pasado por hermanas. Flidais entreabrió la puerta para ver si aparecía la ocupante, cuando se escuchó la voz de Epona en el teléfono.
– Ya está arreglado, hermana. Mi avión privado irá a recogerte al aeropuerto. Te estará esperando cuando llegues. ¿Tienes algún medio de transporte?
– El hotel seguramente dispone de un coche para llevar y traer a los huéspedes desde el aeropuerto.
– Quizá te pidan algún documento de identidad en los controles.
– Eso ya está solucionado -respondió Flidais. Se colgó el bolso en un hombro-. Te veré a ti y a las hermanas en la ceremonia dentro de tres días.
Colgó el auricular y se dirigió a la recepción. Pasó junto a dos policías que recorrían el lugar. Como buscaban a una mujer en biquini, solo la miraron de pasada, convencidos de que se alojaba en el hotel. Vio a Barbara Hacken que tomaba el sol junto a la piscina. Parecía estar dormida. Cuando Flidais entró en la recepción, el propietario estaba detrás del mostrador y le sonrió cuando ella le pidió un coche.
– Espero que usted y su marido no hayan decidido marcharse.
– No -respondió, mientras se rascaba la nariz para ocultar el rostro-. Está en el río dispuesto a pescar el ejemplar más grande. Voy al aeropuerto para saludar a unos amigos que hacen una escala técnica en su viaje a la ciudad de Panamá.
– ¿Vendrá a cenar?
– Por supuesto -respondió mientras se alejaba-. ¿En qué otro lugar podría cenar?
Cuando el coche llegó a la entrada del aeropuerto, el conductor se detuvo a la espera de que el guardia de seguridad saliera de la garita.
– ¿Se marcha usted de río Colorado? -le preguntó a través de la ventanilla abierta.
– Sí. Voy a Managua.
– Su pasaporte, por favor.
Le dio el pasaporte de Barbara Hacken y miró en la dirección opuesta.
El guardia cumplió con el reglamento. Se tomó su tiempo para comparar la foto del pasaporte con las facciones de Flidias. Llevaba los cabellos cubiertos con un pañuelo, pero unas pocas puntas rojas asomaban por debajo de la seda. No le preocupó; las mujeres cambiaban de color de cabello de una semana para la otra. El rostro se parecía, pero las gafas de sol le impedían ver los ojos.
– Por favor, abra su equipaje.
– Lo siento, no tengo. Mañana es el cumpleaños de mi marido. He olvidado comprarle un regalo, así que voy a Managua para comprarle uno. Regreso mañana por la mañana.
Satisfecho, el guardia le devolvió el pasaporte y le indicó al chófer que podía pasar.
Cinco minutos más tarde, todos los que se encontraban en un radio de un kilómetro del aeropuerto miraron asombrados cómo un avión color lavanda, que parecía demasiado grande para aterrizar en la pista local, pasó casi rozando las copas de los árboles y se posó con toda suavidad. El piloto invirtió los motores y pisó los frenos. El aparato se detuvo cuando faltaban un centenar de metros para el final de la pista. Luego dio la vuelta y carreteó hasta donde Flidais esperaba en el coche. Al cabo de otros cinco minutos, el Beriev Be210 despegaba rumbo a la ciudad de Panamá.
Los dos hombres que parecían dormitar en la cubierta de lo que los lugareños llamaban una panga tenían el mismo aspecto de todos los demás que pescaban en el río San Juan. Vestían unos amplios pantalones cortos blancos, camisetas y gorras de béisbol blancas. Había dos cañas sujetas en la popa de la panga, con los sedales tensos en el agua.
Con la excepción de un pescador experto que se hubiera tomado la molestia de fijarse, nadie más en la orilla habría advertido que los sedales no tenían anzuelo. En un río abarrotado de peces, era imposible que alguno no mordiera el anzuelo a los pocos segundos de entrar en el agua.
La embarcación era propulsada por un motor Mariner fuera de borda de treinta caballos. El timón se accionaba con unos cables que salían de una columna central donde había un volante de coche. La panga, de seis metros de eslora y fondo plano, navegaba por las mansas aguas del río, que atravesaba la selva bajo una suave lluvia. Estaban viajando en mitad de la larga estación lluviosa que comenzaba en mayo y duraba hasta enero. La vegetación en los márgenes era tan espesa que parecía que cada planta luchaba con su vecina para atisbar el sol, que asomaba muy de cuando en cuando entre la gruesa capa de nubes.
Pitt y Giordino habían comprado la panga -que llevaba pintado en la proa el nombre Greek Angel- junto con el combustible y las provisiones, unas pocas horas después de que el avión de la NUMA despegara rumbo a Washington con Rudi Gunn, Patrick Dodge y el cadáver de Renée Ford a bordo. El equipo encargado de la reparación del pesquero había embarrancado al Poco Bonito con la marea baja y ahora trabajaba a toda prisa para dejarlo en condiciones de emprender la travesía de regreso al norte.
Jack McGee los agasajó con una fiesta de despedida e insistió en cargar la lancha con cajones de cerveza y vino más que suficientes para montar un bar. El inspector Ortega fue uno de los invitados. Les agradeció la colaboración en las investigaciones, y manifestó su pesar por el asesinato de Renée. También estaba dolido porque la mujer a la que conocían como Rita Anderson había eludido el cerco policial. En cuanto los hombres de Ortega se enteraron del robo del pasaporte de Barbara Hacken, y después de interrogar al propietario del hotel y al guardia de seguridad del aeropuerto, llegaron a la conclusión de que Rita había escapado de Costa Rica rumbo a los Estados Unidos.
Pitt añadió otro ingrediente al enigma cuando supo que el avión estaba pintado de color lavanda. Este hecho situaba a Rita directamente en el bando de Odyssey. Ortega juró que perseguiría a la asesina por todo el mundo y que solicitaría la cooperación de la policía norteamericana.
Pitt se había instalado cómodamente en un sillón elevado delante del timón, y pilotaba la embarcación con un pie mientras pasaban por unas tranquilas y pintorescas lagunas que se comunicaban con el río. Giordino se había hecho con una tumbona y un cojín de McGee, y ahora estaba tumbado, con los pies colgados por encima de la proa, con un ojo atento a los cocodrilos de seis metros de largo que se calentaban al sol en las orillas.
Buen conocedor de la selva, Giordino se protegía con una mosquitera. Aunque era algo que no se mencionaba en los folletos de viaje, en esa parte del mundo los condenados chupasangres abundaban como las gotas de lluvia. Pitt, que no quería verse impedido en sus movimientos, había optado por rociarse con repelente.
Los primeros treinta kilómetros los habían llevado por el río Colorado hacia el noroeste hasta que llegaron a las fangosas aguas del río San Juan, que servía de sinuosa frontera entre Nicaragua y Costa Rica. A partir de allí habían recorrido otros ochenta kilómetros río arriba hasta la ciudad de San Carlos, situada en el lago Cocibolca, más conocido como lago de Nicaragua.
– Sigo sin ver el menor rastro de que aquí estén construyendo -dijo Giordino, que miraba la costa a través de los prismáticos.
– Ya lo has visto -replicó Pitt, sin apartar la mirada de los centenares de aves multicolores que anidaban en las ramas que se extendían sobre el agua.
Giordino se giró en la tumbona, se bajó las gafas de sol y miró a Pitt por encima de la montura como un apostador que ofrece cien a uno para el favorito en la siguiente carrera.
– ¿Qué quieres decir?
– Tu amiga Micky Levy, ¿la recuerdas?
– El nombre me suena -murmuró Giordino, sin entender a qué se refería su compañero.
– Durante la cena habló de los planes para construir un “puente subterráneo”, un túnel ferroviario que atravesaría Nicaragua de un océano al otro.
– También dijo que el proyecto no llegó a ponerse en marcha porque Specter lo había abandonado.
– Una mentira.
– Una mentira -repitió Giordino, como un loro.
– Después de que los ingenieros y los geólogos, como tu amiga Micky, acabaron los estudios, los ejecutivos de Odyssey insistieron en que firmaran unos acuerdos de confidencialidad por los que se comprometían a no revelar ninguna información sobre el proyecto. Specter amenazó con no pagarles si no firmaban. Luego anunciaron que, tras el estudio de los informes, habían decidido abandonar el proyecto por inviable y por tener un coste prohibitivo.
– ¿Cómo sabes todo esto?
– Llamé a tu amiga Micky poco antes de salir de Washington y después de que me enviaran los planos del lugar -respondió Pitt con toda naturalidad.
– Continúa.
– Le hice unas cuantas preguntas más respecto a Specter y el puente subterráneo. ¿No te lo dijo?
– Se le habrá olvidado -contestó Giordino pensativamente.
– En cualquier caso, tal como hemos comprobado, Specter nunca tuvo la intención de abandonar el proyecto. Los ingenieros de Odyssey llevan cavando furiosamente desde hace dos años. Esto se deduce del puerto que vimos, con los barcos portacontenedores descargando lo que probablemente era maquinaria pesada para las excavaciones.
– ¿No fui yo acaso quien dijo que sería un truco fantástico si consiguieran esconder millones de toneladas de roca y fango?
– Acertaste de lleno: es un truco fantástico.
Una luz se encendió de pronto en la mente de Giordino.
– ¿El légamo marrón?
– Exactamente -manifestó Pitt-. En las fotografías tomadas desde los satélites nunca ha aparecido indicio alguno de las obras porque no los hay. La única manera de esconder millones de toneladas de roca y tierra era construir una cañería submarina, mezclar el material excavado con agua y bombearlo al mar a un par de kilómetros de la costa.
Giordino abrió una lata de cerveza costarricense y se enjugó el sudor de la cara con una toalla debajo de la mosquitera. Se pasó la lata fría por la frente.
– Vale, tío listo, ¿por qué el secreto? ¿Qué motivo puede tener Specter para llegar a semejantes extremos en su deseo de ocultar el proyecto? ¿Cuál es el beneficio que obtiene si se proyectó para el transporte de mercaderías y materiales de un océano a otro y nadie sabe que está allí?
Pitt cogió al vuelo la lata que le arrojó Giordino y la abrió.
– Si lo supiera, no estaríamos ahogándonos en nuestro propio sudor mientras nos dedicamos a contemplar la fauna y la flora tropical.
– ¿Qué esperas encontrar?
– Una entrada. Es imposible que oculten a los hombres y las máquinas que entran y salen de los túneles.
– ¿Crees que la encontraremos atravesando esta selva en la Reina de África?
Pitt se echó a reír.
– No en la superficie, sino debajo. Según los planos de Micky, la excavación pasa por debajo de una ciudad llamada El Castillo, que está a medio camino del río.
– ¿Cuál es el atractivo de El Castillo?
– Los túneles de gran longitud necesitan pozos de ventilación para suministrar aire a los trabajadores, enfriar o calentar el aire según se necesite, y ventilar los humos de los escapes de las máquinas o de algún posible incendio.
Giordino miró inquieto un enorme cocodrilo que se sumergía en el agua. Luego observó la impenetrable vegetación de la ribera norte.
– Espero que no se te ocurra que caminemos por allí dentro. El hijito querido de mamá Giordino no está hecho para esas cosas.
– El Castillo es una comunidad aislada sobre el río, sin caminos. La principal atracción turística es una vieja fortaleza española.
– ¿Tú crees que han sido capaces de perforar un pozo de ventilación en una ciudad, a la vista de todo el mundo? -preguntó Giordino, que no lo veía claro-. A mí me parece que la selva es un lugar mucho más apropiado para los pozos de ventilación. Es tan densa que ninguna fotografía aérea podría distinguirlos.
– No dudo que la mayoría están ocultos en la selva, pero cuento con la posibilidad de que construyeran alguno cerca de un lugar civilizado por si tienen que utilizarlo para una evacuación de emergencia.
El paisaje a lo largo del río era absolutamente espectacular, y los dos hombres guardaron silencio mientras contemplaban la belleza de la vegetación y la fauna. Era como hacer un safari acuático a través del más increíble esplendor tropical. Vieron monos araña de cara blanca, que se burlaban de los jaguares que rugían al pie de los árboles. Osos hormigueros grandes como gorrinos se movían entre la maleza, a una distancia prudente de la orilla para evitar los ataques de los caimanes y los cocodrilos. Los tucanes y los papagayos multicolores volaban entre un arco iris de mariposas y orquídeas. Mark Twain había hecho este mismo viaje y había descrito la selva que atravesaba el río San Juan como un paraíso terrenal, el lugar más encantador del mundo.
Pitt mantuvo al Greek Angel a una velocidad de cinco nudos. Aquellas no eran aguas para navegar a toda velocidad y provocar un oleaje que perturbara la perfección de la costa. Mil trescientas hectáreas de selva virgen formaban la reserva biológica de Indio Maíz, donde vivían trescientas especies de reptiles, doscientas de mamíferos y más de seiscientas de aves.
Eran las cuatro de la tarde cuando dejaron el río San Juan y entraron en el río Bartola. Atracaron en el muelle del Refugio y Centro de Investigación Bartola. El complejo contaba con once habitaciones con baño privado y mosquiteras. Pitt y Giordino cogieron una habitación cada uno.
Después de asearse, fueron al bar y restaurante. Pitt pidió un tequila con hielo, de marca desconocida. Giordino, que afirmaba haber visto una docena de películas de Tarzán donde aparecían ingleses de safari, se decidió por la ginebra. Pitt advirtió la presencia de un hombre muy gordo vestido con un traje blanco, que ocupaba una mesa cerca de la barra. Tenía todo el aspecto de ser un respetado residente local, alguien que podría ser una mina de información. Pitt se le acercó.
– Perdone, señor, ¿aceptaría tomar una copa con nosotros?
El hombre se volvió hacia él y Pitt vio que era muy mayor, rondando los ochenta. Tenía el rostro arrebolado y sudaba copiosamente, aunque no se veía mancha alguna de sudor en el traje blanco. Se pasó un pañuelo por la calva y asintió.
– Por supuesto, por supuesto. Soy Percy Rathbone. Quizá sería más sencillo si comparten mi mesa -respondió, y con un gesto señaló su corpachón, que ocupaba toda la butaca de mimbre.
– Me llamo Dirk Pitt y mi amigo es Al Giordino.
El apretón de manos fue firme pero sudoroso.
– Encantado de conocerlos. Siéntense, siéntense.
A Pitt le pareció divertido el hábito de Rathbone de repetir las palabras.
– Tiene usted el aspecto de un hombre que conoce y disfruta de la selva.
– Se nota, se nota, ¿verdad? -Rathbone se rió-. He vivido en la costa del río en Costa Rica y Nicaragua desde que era muy joven. Mi familia llegó aquí durante la Segunda Guerra Mundial. Mi padre era un agente británico que vigilaba a los alemanes que intentaban montar instalaciones secretas en las lagunas para reabastecer a sus submarinos.
– Si me permite la pregunta, ¿cómo se gana la vida alguien que vive en un río en medio de ninguna parte?
Rathbone miró a Pitt con una expresión astuta.
– ¿Me creería, me creería si le dijera que vivo del turismo?
Pitt no estaba muy seguro de si debía creerle, pero le siguió el juego.
– Entonces tiene usted una empresa.
– Así es, así es. Me gano un buen dinero con los pescadores y amantes de la naturaleza que vienen a visitar el refugio. Tengo una pequeña cadena de hoteles entre Managua y San Juan del Norte. Tendrían que consultar mi página web cuando regresen a casa.
– Sin embargo, este refugio está atendido por empleados de parques naturales.
Rathbone pareció ponerse algo tenso ante la puntualización de Pitt.
– Es verdad, es verdad. Estoy de vacaciones. Prefiero descansar en algún lugar donde no me incordien mis huéspedes. ¿Qué me dicen de ustedes? ¿Han venido a pescar?
– A pescar y a disfrutar de la vida salvaje. Comenzamos nuestro viaje en Barra del Colorado y tenemos la intención de llegar hasta Managua.
– Un viaje fantástico, fantástico -afirmó Rathbone-. Disfrutarán hasta el último minuto. No hay nada como esto en todo el hemisferio.
El camarero sirvió otra ronda y Giordino cargó la cuenta a su habitación.
– Dígame, señor Rathbone, ¿cómo es que un río que va casi desde el Pacífico al Atlántico es tan poco conocido en el extranjero?
– El río San Juan era famoso en todo el mundo hasta que construyeron el canal de Panamá. Entonces cayó en el olvido. Un conquistador español llamado Hernández de Córdoba navegó por el San Juan en 1524. Remontó el curso hasta el lago de Nicaragua y fundó la ciudad de Granada en la orilla opuesta. Los españoles que siguieron a Córdoba construyeron fuertes por toda Centroamérica para mantener apartados a los ingleses y franceses. Uno era El Castillo, que está a unos pocos kilómetros de aquí, río arriba.
– ¿Los españoles tuvieron éxito? -preguntó Pitt.
– Desde luego que sí, desde luego. -Rathbone agitó las manos-. Aunque no del todo. Henry Morgan y sir Francis Drake remontaron el río, pero no consiguieron pasar El Castillo para llegar hasta el lago. Unos cien años más tarde, los siguió Horatio Nelson, cuando no era más que un capitán. Navegó río arriba con una flotilla y atacó El Castillo, que todavía se alzaba. El asalto fracasó. Fue la única vez en su carrera que perdió una batalla. Recordó la vergüenza por todo el resto de su vida.
– ¿Por qué? -preguntó Giordino.
– Porque perdió un ojo durante el ataque.
– ¿El derecho o el izquierdo?
Rathbone pensó durante un momento, al no captar la broma, y luego se encogió de hombros.
– No lo recuerdo.
Pitt bebió un sorbo de tequila.
– ¿Durante cuánto tiempo controlaron el río los españoles?
– Más o menos hasta 1850 y el comienzo de la fiebre del oro en California. El comodoro Vanderbilt, un magnate ferroviario y naviero, aprovechó la ocasión. Llegó a un acuerdo con los españoles para ofrecer un servicio de transporte a los buscadores que habían sacado pasaje en sus barcos en Nueva York y Boston para el largo viaje hasta California. Los pasajeros llegaban a San Juan del Norte, donde hacían transbordo a los barcos fluviales. Luego remontaban el San Juan y cruzaban el lago hasta La Virgen. Desde allí, solo tenían que recorrer unos veinte kilómetros en diligencia hasta el pequeño puerto de San Juan del Sur, en el Pacífico, donde una vez más subían a bordo de los vapores de Vanderbilt, que los llevaban hasta San Francisco.
»Los buscadores no sólo se ahorraban centenares de kilómetros al no tener que dar la vuelta al cabo de Hornos, sino que también se evitaban otros mil porque no pasaban por el itsmo de Panamá al sur.
– ¿Cuándo acabó el tráfico fluvial? -preguntó Pitt.
– La Accesory Transit Company, como la llamó Vanderbilt, cesó en sus actividades con la construcción del canal de Panamá. El comodoro construyó una enorme mansión en San Juan del Norte, que todavía existe, aunque está abandonada. El río cayó en el olvido durante ochenta años, hasta que a partir de 1990 se convirtió en una atracción turística.
– Parece un trazado mucho más lógico para un canal que el de Panamá.
Rathbone sacudió la cabeza con una expresión apenada.
– Efectivamente, efectivamente, pero las jugarretas políticas de su presidente Roosevelt hicieron que lo llevaran centenares de kilómetros más al sur.
– Aun así, se podría cavar un canal en esta zona -opinó Giordino pensativamente.
– Es demasiado tarde. Hay poderosos intereses comerciales que defienden la exclusividad del canal. Por otra parte, los movimientos ecologistas se opondrían con uñas y dientes. Aun en el caso de que el gobierno nicaragüense diera el visto bueno, no encontrarían a nadie dispuesto a financiarlo.
– Alguien me comentó que una empresa estaba interesada en construir un túnel ferroviario que atravesaría el país de un océano al otro.
Rathbone contempló el río durante unos instantes.
– Durante algunos meses circularon rumores al respecto, pero nada concreto. Vinieron unos cuantos equipos de prospección que recorrieron la selva. Los helicópteros iban y venían incesantemente. Los geólogos y los ingenieros llenaron mis hoteles y bebieron mi whisky, pero después de casi un año hicieron las maletas, regresaron a sus casas y allí acabó todo.
Giordino se acabó la ginebra y pidió otra.
– ¿Ninguno volvió por aquí?
– No que yo sepa. -Rathbone sacudió la cabeza.
– ¿Dieron alguna razón para abandonar el proyecto? -preguntó Pitt.
El viejo volvió a sacudir la cabeza.
– No encontré a nadie que supiera más que yo. Rescindieron los contratos y les pagaron. Al parecer, todo se llevó a cabo muy en secreto. La noche anterior a la partida, uno de los ingenieros que estaba borracho me dijo que a él y a sus compañeros les habían hecho jurar que guardarían el secreto.
– ¿La empresa contratista se llamaba Odyssey?
Rathbone pareció un tanto sorprendido al escuchar el nombre.
– Sí, ese era el nombre, ese era. Odyssey. El dueño incluso se alojó en mi hotel, en El Castillo. Un tipo enorme. Debía de pesar cerca de los doscientos kilos. Dijo llamarse Specter. Muy extraño. Nunca le vi el rostro. Siempre iba rodeado por una comitiva, la mayoría mujeres.
– ¿Mujeres? -Giordino se animó.
– Muy atractivas, pero también muy profesionales. Distantes, muy eficaces. Nunca hablaban ni se mostraban dispuestas a tratar mucho con la gente del lugar.
– ¿Cómo llegaron hasta aquí? -quiso saber Pitt.
– Vinieron y se fueron en un enorme hidroavión, pintado como una orquídea.
– ¿Lavanda?
– Sí, quizá era lavanda.
Giordino agitó la ginebra que tenía en la copa.
– ¿Llegó a saber por qué abandonaron el proyecto?
– Los rumores mencionaron cincuenta razones, pero ninguna tenía el menor sentido. Mis amigos en el gobierno en Managua se mostraron tan sorprendidos como todos los demás que vivimos a lo largo del río. Afirmaron que ellos no tenían culpa alguna. Le habían ofrecido a Odyssey todos los beneficios y ventajas posibles, dado que el proyecto habría sido un gran paso en favor de la economía nicaragüense. En mi opinión, Specter encontró otros proyectos más rentables para su empresa y se largó.
En aquel momento notaron como la tierra se sacudía, y los cubitos de hielo tintinearon en las copas al tiempo que el contenido se agitó como si cayeran las gotas de una lluvia invisible. Las copas de los árboles oscilaron y las aves remontaron el vuelo espantadas. También se escucharon los lamentos de los animales.
– Un terremoto -comentó Giordino con tono indiferente.
– Un temblor de tierra de poca monta -dijo Pitt. Bebió otro sorbo de tequila.
– No parecen ustedes muy preocupados por los temblores de tierra -manifestó Rathbone, sorprendido.
– Crecimos en California -le explicó Giordino.
Pitt intercambió una mirada con su compañero.
– Me pregunto si se producirán más temblores mientras continuemos nuestro viaje río arriba.
– Lo dudo -respondió Rathbone, que parecía inquieto-. Van y vienen como los truenos, pero muy de cuando en cuando y no provocan ningún daño. Los nativos son muy supersticiosos. Creen que han regresado los antiguos dioses y que ahora viven en la selva. -Calló mientras se levantaba lentamente con gran esfuerzo. No parecía tener mucho equilibrio-. Caballeros, gracias por la copa. Ha sido un placer hablar con ustedes. Pero con la edad llega el deseo de retirarse temprano. ¿Nos volveremos a ver mañana?
Pitt se levantó para estrecharle la mano.
– Quizá. Es probable que por la mañana salgamos a dar un paseo para disfrutar del panorama y continuemos el viaje a última hora de la tarde.
– Nos gustaría pasar un día en El Castillo y ver las ruinas de la fortaleza antes de seguir viaje hasta el lago de Nicaragua -añadió Giordino.
– Mucho me temo que sólo podrán ver la fortaleza desde lejos -dijo Rathbone-. La policía ha cerrado todo el recinto y no se admiten visitas. Afirman que está en malas condiciones y que las multitudes empeoran la situación. Para mí no son más que excusas; la lluvia provoca mucho más daño que las pisadas de unos pocos turistas.
– ¿La policía nicaragüense vigila la fortaleza?
– Hay más vigilancia que en una fábrica de bombas atómicas. Cámaras, perros y una cerca de alambre de espino de tres metros de altura. Uno de los habitantes de El Castillo, un tipo llamado Jesús Diego, se dejó llevar por la curiosidad e intentó saltarse los controles. Al pobre hombre lo encontraron colgado en un árbol de la ribera.
– ¿Muerto?
– Así es. -Rathbone se apresuró a cambiar de tema-. Yo en su lugar no me acercaría por allí.
– Tendremos en cuenta su consejo -dijo Pitt.
– Bien, caballeros, ha sido un placer. Buenas noches.
Mientras miraban al anciano que se alejaba con paso cansino, Giordino le preguntó a Pitt:
– ¿Qué te parece?
– No es lo que aparenta -respondió Pitt escuetamente-. No hizo ninguna mención del puerto.
– Supongo que te habrás fijado en sus manos.
– La piel se veía demasiado elástica y libre de manchas para ser un hombre que ronda los ochenta.
Giordino llamó al camarero con un gesto.
– ¿Qué te pareció la voz? Tenía un tono artificial, como si fuese una grabación.
– Aparentemente, el señor Rathbone intentaba engañarnos.
– Sería interesante saber a qué juega.
Cuando el camarero les sirvió otra ronda y les preguntó si ya querían cenar, ambos asintieron y lo siguieron al comedor. Mientras se sentaban, Pitt le preguntó al camarero:
– ¿Cómo se llama usted?
– Marcos.
– Marcos, ¿es habitual que se produzcan temblores de tierra en la selva?
– Oh, sí, señor. Aunque sólo ocurren desde hace tres o cuatro años, cuando comenzaron a remontar el río.
– ¿Los temblores remontan el río? -preguntó Giordino, intrigado.
– Sí, muy lentamente.
– ¿En qué dirección?
– Comenzaron en la desembocadura del río en San Juan del Norte. Ahora sacuden la tierra más allá de El Castillo.
– Está claro que no es un extraño fenómeno causado por la Madre Naturaleza.
Giordino exhaló un suspiro.
– Quisiera saber dónde se oculta Sheena, la reina de la selva, cuando uno la necesita.
– Los dioses nunca permitirán que el hombre descubra sus secretos, y menos en la selva -declaró Marcos, que miró en derredor como si esperara ver a un asesino dispuesto a lanzarse sobre él-. Ningún hombre que entra en la selva sale con vida.
– ¿Cuándo comenzaron a desaparecer los hombres en la selva? -preguntó Pitt.
– Hace cosa de un año, una expedición universitaria entró para estudiar la flora y la fauna, y desapareció. Nunca encontraron ni el más mínimo rastro. La selva guarda muy bien sus secretos.
Por segunda vez, Pitt miró a Giordino y ambos esbozaron una sonrisa.
– No sé qué decir -manifestó Pitt con voz pausada-. Los secretos tienen el curioso hábito de acabar por descubrirse.
La fortaleza se alzaba en la cumbre de una colina aislada, que se parecía más a un gran montículo cubierto de hierba y rodeado por diversas variedades de árboles. El castillo de la Inmaculada Concepción había sido diseñado con los criterios de las fortificaciones construidas por el ingeniero militar Vauban, con bastiones en las cuatro esquinas. Se conservaba en muy buen estado a pesar de que llevaba cuatrocientos años soportando el castigo de las lluvias torrenciales.
– Supongo que ya sabes -comentó Giordino- que el allanamiento está fuera de nuestra línea de trabajo.
Tendido de espaldas, contemplaba las estrellas. Pitt estaba recostado a su lado, muy ocupado en observar la cerca que rodeaba la fortaleza a través de las gafas de visión nocturna.
– No sólo eso, sino que la NUMA no paga el plus de peligrosidad.
– Creo que lo mejor sería llamar al almirante y a Rudi Gunn para ponerlos al corriente de nuestras aventuras. En cuanto nos metamos bajo tierra, no podremos utilizar el teléfono.
Pitt sacó el teléfono de la mochila y comenzó a marcar un número.
– Sandecker es muy madrugador, así que se acuesta temprano. Llamaré a Rudi. Sólo hay una hora de diferencia con Washington.
La conversación duró cinco minutos.
– Rudi enviará un helicóptero a San Carlos por si surge la necesidad de salir pitando.
Giordino volvió a fijar la atención en la fortaleza.
– No veo escaleras, sólo rampas.
– Las rampas de piedra eran mucho más prácticas a la hora de subir y bajar la artillería desde las almenas -afirmó Pitt-. Los constructores de la época sabían tanto de edificar fortalezas como los de hoy cuando levantan un rascacielos.
– ¿Ves alguna cosa que se parezca a la salida de un pozo de ventilación?
– Seguramente sale a través de la almena central.
Giordino agradeció que fuese una noche sin luna.
– ¿Cómo haremos para cruzar la cerca y conseguir que no nos descubran las cámaras, las alarmas, los guardias y los perros?
– Vamos por orden. Antes de preocuparnos por todo lo demás hemos de cruzar la cerca -respondió Pitt, que estudiaba el terreno alrededor de la fortaleza.
– ¿Se te ocurre cómo hacerlo? Tiene una altura de tres metros.
– Podríamos probar de saltarla con una pértiga.
Giordino miró a Pitt como si hubiese perdido el juicio.
– Lo dirás en broma.
– Sí. -Pitt sacó un rollo de cuerda de la mochila-. ¿Todavía puedes trepar a los árboles o la artritis te impide cualquier actividad física?
– Mis viejas articulaciones no están ni la mitad de endurecidas que las tuyas.
Pitt le dio una palmada en el hombro.
– En ese caso, veamos si dos viejos achacosos todavía pueden revivir antiguas proezas.
Después de desayunar en el refugio, y fieles a la palabra dada a Rathbone, Pitt y Giordino se unieron a un grupo de turistas para una visita a la reserva. Se mantuvieron en la retaguardia, y conversaron entre ellos, sin hacer caso de las aves multicolores ni de los extraños animales.
Cuando regresaron, Pitt hizo algunas discretas averiguaciones sobre el anciano y, tal como sospechaba, los empleados del refugio sólo sabían que Rathbone era un huésped más, que había presentado un pasaporte panameño a la hora de registrarse. No tenían noticia de que fuese el propietario de una cadena de hoteles ribereños.
A mediodía, después de pedir que les prepararan unos bocadillos, cargaron las maletas en el Greek Angel y reanudaron el viaje. El motor arrancó a la primera y salieron de la laguna para meterse en el río. Las riberas se veían más despejadas, con suaves y ondulantes colinas donde los árboles parecían haber sido plantados ordenadamente por un jardinero paisajista.
El Castillo se encontraba a sólo seis kilómetros río arriba; avanzaron a velocidad de tortuga. Una hora más tarde rodearon la última curva y pasaron por delante de la fortaleza colonial, que dominaba la ciudad. El musgo cubría las antiguas ruinas de piedra volcánica y les daba una apariencia que afeaba el maravilloso paisaje. En cambio, la pintoresca ciudad a orillas del río, con los tejados rojos y las pangas multicolores que llenaban la playa, era como un oasis que invitaba al descanso.
Excepto por el tráfico fluvial, El Castillo estaba completamente aislado del resto del mundo. No había carreteras, ni coches ni una pista de aterrizaje. La mayoría de los lugareños vivían de los cultivos en las colinas y de la pesca, mientras que los demás trabajaban en un aserradero y en una fábrica de aceite de palma que se encontraban a veinte kilómetros río arriba.
Pitt y Giordino querían que los vieran llegar y marcharse de la pequeña comunidad pesquera mientras continuaban su viaje por el río hasta el lago de Nicaragua, así que amarraron la panga en un pequeño muelle y caminaron unos cincuenta metros por una calle sin asfaltar hasta un modesto hotel con bar y restaurante. Pasaron por delante de casas de madera pintadas con colores brillantes y saludaron a tres niñas con vestidos amarillos que jugaban descalzas en una galería.
Se reservaron para la excursión nocturna los bocadillos que les habían preparado en el refugio Bartola y pidieron pescado fresco y cerveza nacional.
Los atendió el propietario, que se llamaba Aragón.
– Les recomiendo el gaspar. No abunda y, preparado con mi salsa especial, es delicioso.
– Gaspar -repitió Giordino-. Nunca lo he oído mencionar.
– Es una reliquia viviente, de hace millones de años. Tiene unas escamas enormes, hocico y colmillos. Le juro que no podrá comerlo en ninguna otra parte.
– Siempre estoy dispuesto a probar cosas nuevas -afirmó Pitt-. Me apunto al gaspar.
– Yo también, aunque tengo mis dudas -murmuró Giordino.
– Es una pena que no se pueda visitar la fortaleza -le comentó Pitt al patrón-. Me habían dicho que tiene un museo muy interesante.
Aragón se puso un poco tenso y miró furtivamente a través de la ventana hacia El Castillo.
– Sí, señor, es una lástima que se lo pierdan. El gobierno ha ordenado cerrarlo porque es peligroso para los turistas.
– Pues a mí me parece muy sólido -apuntó Giordino.
El dueño del hotel se encogió de hombros.
– Todo lo que sé es lo que me han dicho los policías de Managua.
– ¿Los guardias se alojan en la ciudad? -preguntó Pitt.
– Se alojan en un barracón dentro de la fortaleza y casi nunca se los ve, excepto cuando los relevan y los recoge un helicóptero que viene desde Managua.
– ¿Ninguno sale de la fortaleza, ni siquiera para tomar una copa o alternar?
– No, señor. No tratan con nosotros. Tampoco permiten que nadie se acerque a menos de diez metros de la cerca.
Giordino se sirvió la cerveza en un vaso.
– Es la primera vez que me entero de que un gobierno impide el acceso a los turistas a un museo porque amenaza ruina.
– ¿Los caballeros se alojarán en el hotel esta noche? -preguntó Aragón.
– No, muchas gracias -contestó Pitt-. Me han dicho que hay unos rápidos río arriba y queremos atravesarlos cuando todavía hay luz.
– No tendrán ningún problema si se mantienen en el centro del canal. Si se va con cuidado es prácticamente imposible volcar en los rápidos. El problema para cualquiera que caiga por la borda en las aguas calmas son los cocodrilos.
– ¿Aquí sirven filetes? -preguntó Pitt.
– Sí, señor. ¿Desea comer algo más?
– No, quisiéramos llevarnos algo de carne para la cena. Después de cruzar los rápidos, mi amigo y yo tenemos la intención de acampar en la orilla y comérnosla hecha a las brasas.
– Ni se les ocurra acampar en la orilla. Busquen un lugar más alejado o correrán el riesgo de que se los coma un cocodrilo.
– Caramba. Saciar el apetito de un cocodrilo no es algo que me seduzca -afirmó Pitt con una gran sonrisa.
Salieron tarde, y atravesaron los rápidos río arriba de El Castillo sin problemas. Continuaron navegando hasta que estuvieron fuera de la vista de la ciudad. Al ver que no había más pangas que la propia entre los meandros, llevaron al Greek Angel a la costa, levantaron el motor fuera de borda y arrastraron la embarcación para meterla en la maleza hasta que quedó oculta a la vista de cualquier otra panga que pasara por allí.
Aún había algo de luz cuando encontraron un angosto sendero que llevaba hacia la ciudad. Se comieron los bocadillos y se echaron a dormir hasta la medianoche. Luego avanzaron cautelosamente por el sendero, con las gafas de visión nocturna puestas. Cuando llegaron a la ciudad rodearon las casas y se ocultaron entre unos arbustos, desde donde veían la fortaleza sin obstáculos. Ubicaron las cámaras de vigilancia y memorizaron sus posiciones.
Había comenzado a caer una lluvia fina que no tardó en empaparlos. Una lluvia fina en el trópico era como estar bajo la ducha abierta al máximo en el baño de casa. La temperatura del agua era cálida.
En cuanto estuvieron preparados, Pitt, seguido por Giordino, trepó a un jatobá que tenía más de treinta metros de altura y un tronco de metro veinte de diámetro. El árbol se alzaba a unos pasos de la cerca que rodeaba la fortaleza -que estaba coronada con una espiral de acero afilada como una navaja-, y sus ramas bajas se extendían por sobre ella. Giordino enlazó una gruesa rama que estaba a unos tres metros por encima de su cabeza y subió hasta otra más alta antes de arrastrarse por las ramas más pequeñas hasta pasar la verja, a poco más de tres metros del suelo. Hizo una pausa y observó el terreno a través de las gafas de visión nocturna.
Pitt cogió la cuerda y comenzó a subir caminando por el tronco. Llegó a la rama y avanzó cautelosamente hasta casi tocar las botas de Giordino.
– ¿Alguna señal de guardias y perros? -susurró.
– Los guardias son unos vagos -respondió Giordino-. Han soltado a los perros para que campeen a su aire.
– Es un milagro que no nos hayan olido.
– No hables antes de hora. Veo a tres que miran en nuestra dirección. Ay, ay, ya vienen…
Antes de que los perros comenzaran a ladrar, Pitt metió la mano en la mochila, cogió los filetes que había comprado en el restaurante y los arrojó a una rampa que llevaba al bastión más cercano. Golpearon contra el suelo con un ruido característico que los perros captaron de inmediato.
– ¿Estás seguro de que funcionará? -murmuró Giordino.
– En las películas siempre da resultado.
– No sabes cuánto me tranquiliza -gimió Giordino.
Pitt se descolgó de la rama y permaneció de pie. Giordino lo siguió, sin perder de vista a los perros, que devoraban la carne cruda con gran placer sin prestar la menor atención a los dos intrusos.
– Nunca más volveré a dudar de ti -prometió Giordino.
– No olvidaré que lo has dicho.
Pitt encabezó la marcha hacia una de las rampas de piedra. Utilizó las gafas de visión nocturna para ver cuándo la cámara de vigilancia más cercana llegaba al extremo de su recorrido. Silbó para avisarle a Giordino y su compañero corrió por el lado ciego de la cámara y roció el objetivo con pintura negra.
Continuaron avanzando, hicieron una pausa delante del edificio del museo -que estaba cerrado y a oscuras- y permanecieron atentos a cualquier ruido sospechoso. Escucharon el rumor de unas voces al otro lado de las almenas, en el patio de armas, donde habían instalado los barracones de los guardias. Entraron en lo que había sido una vez un almacén. Los muros de piedra se mantenían en pie; en cambio, el tejado y las vigas habían desaparecido.
Pitt señaló una torre que se alzaba por encima del resto de la fortaleza. Tenía la forma de una pirámide truncada.
– Si aquí sale uno de los pozos de ventilación, tiene que estar allí -dijo con voz queda.
– Es el único lugar lógico -asintió Giordino. Entonces escuchó con atención-. ¿Qué es ese ruido?
Pitt escuchó, con todos los sentidos alertas, mientras miraba hacia el lugar del que parecía proceder. Luego señaló de nuevo hacia la torre.
– Ese sonido parece ser el de unos extractores.
Sin apartarse de la zona de sombra, subieron por una angosta rampa de piedra construida en la pared de la torre, que acababa en una puerta. La corriente de aire fresco que salía por la pequeña abertura los golpeó con la fuerza de un vendaval. Pitt se agachó para protegerse del viento y, en cuanto entró en la torre, se encontró sobre la base de una gran jaula de tela metálica. El sonido de las paletas de los extractores al batir el aire era ensordecedor hasta el punto de hacerles doler los oídos.
– Menudo ruido -gritó Giordino.
– Eso es porque estamos directamente encima -respondió Pitt-. Sería mucho peor si no tuviesen instalados los silenciadores. Tal como suena, el nivel de ruido en el exterior es muy reducido.
– Pues a mí no me hace ninguna gracia encontrarme en medio de un huracán -manifestó Giordino, que ya se ocupaba de observar el grosor del alambre.
– Los ventiladores están diseñados para producir un volumen de aire calculado por ordenador a una presión adecuada.
– Ya te ha salido de nuevo el maestrillo. No me digas que has hecho un curso básico de construcción de túneles de viento.
– ¿Te has olvidado de que en una de las vacaciones de verano en la academia de la Fuerza Aérea trabajé en una mina de plata en Leadville, Colorado? -replicó Pitt.
– Lo recuerdo. -Giordino sonrió-. Yo pasé aquel verano como salvavidas en Malibú.
Miró entre los huecos de la tela metálica. Había un resplandor que llegaba desde abajo. Caminó alrededor de la jaula hasta que encontró el cerrojo.
– Está asegurado por dentro -comentó-. Tendremos que cortar los alambres.
Pitt sacó un cortaalambres pequeño de la mochila.
– Me pareció oportuno traerlo por si teníamos que cortar el alambre de espino.
Giordino cogió la herramienta y le echó una ojeada a la luz del resplandor.
– Tiene buen apecto. Servirá. Ahora apártate un poco mientras el maestro crea una entrada.
Parecía sencillo, pero no lo fue. Giordino sudaba a mares cuando al cabo de veinticinco minutos consiguió practicar un agujero lo bastante grande para abrirse paso. Le devolvió el cortaalambres a Pitt, retiró el trozo cortado y espió al interior del pozo de sección cuadrada, de unos cinco metros de lado, que servía como paso para el aire extraído de un túnel que estaba mucho más abajo. Un tubo circular de metal ocupaba una de las esquinas. Se trataba del túnel de acceso, con una escalerilla que parecía desaparecer en un pozo sin fondo.
– Es para las tareas de mantenimiento, por si hay que hacer alguna reparación en los extractores -gritó Pitt, para hacerse escuchar por encima del estruendo-. También sirve como salida de emergencia para los trabajadores si se produce algún incendio o derrumbe en el túnel principal.
Giordino entró en el tubo con los pies por delante para apoyarse en los escalones. Hizo una pausa para mirar a Pitt con una expresión agria.
– ¡Espero no tener que lamentarlo! -gritó por encima del ruido de los extractores, y comenzó a descender.
Pitt agradeció que el tubo estuviese iluminado. Después de bajar unos quince metros, se detuvo y miró hacia abajo. Todo lo que vio fueron los peldaños que se perdían en el infinito, como las vías de un ferrocarril. No se veía el fondo.
Sacó un pañuelo de papel del bolsillo, cortó dos trozos pequeños, los hizo una bolita y se los metió en los oídos a modo de tapones, para protegerse del ruido. Además de los extractores principales, habían instalado otros secundarios cada treinta metros a fin de mantener la presión necesaria para sacar el aire viciado a la superficie.
Después de lo que pareció una eternidad, y que Giordino calculó había sido un descenso de ciento cincuenta metros, se detuvo y agitó una mano. Se veía el final de la escalerilla. Lenta, cuidadosamente, invirtió su posición hasta quedar cabeza abajo. Luego continuó bajando hasta ver lo que parecía ser el techo de un pequeño centro de control que dirigía los gases, la temperatura y el funcionamiento de los extractores.
Pitt y Giordino estaban mucho más abajo de los extractores principales y ahora podían conversar en voz baja. Giordino había vuelto a la posición normal y se dirigió a Pitt, que había bajado hasta situarse a su lado.
– ¿Cuál es la situación? -preguntó Pitt.
– La escalera pasa a través de un centro de control de los sistemas de ventilación, que está a unos cinco metros por encima del suelo del túnel. Hay un hombre y una mujer sentados delante de las consolas. Afortunadamente, están de espaldas a la escalera. Creo que podremos dejarlos fuera de combate antes de que se den cuenta de nuestra presencia.
Pitt miró los oscuros ojos de Giordino, que estaban a solo un palmo de los suyos.
– ¿Cómo quieres hacerlo?
En el rostro de Giordino apareció una sonrisa burlona.
– Yo me encargaré del hombre. Tú eres mucho mejor que yo cuando se trata de dejar incapacitada a una mujer.
– Menudo gallina -replicó Pitt.
No perdieron más tiempo y continuaron bajando hasta la sala de control, en el más absoluto silencio. Los encargados del sistema -el hombre vestido con un mono negro y la mujer con otro blanco- vigilaban atentamente los aparatos y no vieron el reflejo de sus asaltantes en las pantallas hasta que fue demasiado tarde.
Giordino atacó por un costado y descargó un tremendo gancho de derecha contra la mandíbula del hombre. Pitt optó por golpear a la mujer en la nuca. Ambos se desplomaron con un leve gemido.
Agachado para que no lo vieran a través de la ventana, Pitt sacó un rollo de cinta adhesiva de la mochila y se lo arrojó a Giordino.
– Átalos mientras yo les quito los monos.
Tardaron menos de tres minutos en desnudar, atar y amordazar a los dos encargados inconscientes, tras lo cual los empujaron debajo de las mesas para que no los vieran desde el exterior. Pitt se vistió con el mono negro, que le iba holgado, mientras que Giordino reventó las costuras del mono blanco de la mujer. Encontraron dos cascos a juego en un estante y se los pusieron. Pitt se echó la mochila al hombro, y Giordino se hizo con una tablilla y un lápiz para completar el disfraz. Luego, bajaron la escalera hasta el túnel.
En cuanto se orientaron y miraron en derredor, Pitt y Giordino se quedaron boquiabiertos ante el increíble espectáculo, con los ojos entrecerrados para protegerlos del brillo de las luces.
Aquel no era un túnel ferroviario cualquiera. No era un túnel ferroviario en absoluto.
El túnel con forma de herradura era mucho más inmenso de lo que él o Giordino podían haberse imaginado. Pitt tuvo la sensación de encontrarse en una fantasía de Julio Verne. Calculó que el diámetro del túnel sería de unos quince metros, mucho más ancho que cualquier otro túnel existente. El diámetro del túnel del canal de la Mancha, que une Inglaterra y Francia, es de poco más de siete metros y el de Seikan, que conecta Honshu con Hokkaido, no llega a diez.
El batir de los extractores fue reemplazado por un zumbido que resonaba por todo el túnel. Encima de ellos, montada en una hilera de vigas de acero, una enorme cinta transportadora se movía en dirección al este. En lugar de verse piedras de un tamaño entre treinta y cuarenta centímetros, las rocas habían sido desmenuzadas hasta convertirlas en arena.
– Ahí tienes el origen del légamo marrón -dijo Pitt-. Muelen las piedras hasta convertirlas en polvo, para poder enviarlo a través de una cañería hasta el mar.
Debajo de la cinta transportadora estaban las vías de ferrocarril y un camino pavimentado. Pitt se arrodilló para mirar de cerca los rieles y las uniones.
– Es un tren eléctrico, como el Metro de Nueva York.
– Ten cuidado con el tercer riel -le advirtió Giordino-. No sabemos cuál es el voltaje.
– Seguramente han instalado subestaciones generadoras cada pocos kilómetros para disponer de electricidad.
– ¿Vas a poner un penique en el riel? -preguntó Giordino, con tono burlón.
Pitt se levantó para mirar a lo lejos.
– Es imposible que esta vía permita la circulación de trenes de carga a una velocidad de trescientos ochenta kilómetros por hora. Los rieles son de baja calidad y las uniones metálicas están demasiado separadas. Por si fuera poco, la trocha normal es de un metro cuarenta y tres centímetros. Estos están separados unos noventa centímetros, o sea que es un ferrocarril de vía angosta.
– Lo han construido para transportar equipos y como apoyo de las tuneladoras.
– ¿Cómo lo has sabido? -preguntó Pitt, que miró a su compañero con una expresión de sorpresa.
– Recuerdo haber leído algo sobre las tuneladoras.
– Eso te convierte en el primero de la clase. Efectivamente, este túnel fue excavado por una tuneladora, una muy grande.
– Quizá su intención es reemplazar los rieles más tarde -apuntó Giordino.
– ¿Por qué esperar a que todo el túnel esté acabado? Lo lógico sería que, para ahorrar tiempo, fueran colocando los rieles en cuanto acabara de pasar la tuneladora. -Pitt sacudió la cabeza pensativamente-. No han construido un túnel de estas dimensiones para destinarlo al servicio ferroviario. Tiene que tener algún otro propósito.
Se volvieron cuando un autobús de dos pisos pintado de color lavanda pasó silenciosamente por el camino, y el conductor los saludó con un gesto. Ambos aparentaron estar discutiendo algo apuntado en la tablilla que sujetaba Giordino, mientras pasaba el vehículo donde viajaban los trabajadores, vestidos con monos de diferentes colores. Todos llevaban cascos y gafas de sol. Pitt y Giordino no pasaron por alto el logo y el nombre de Odyssey pintados en el lateral del autobús. El conductor disminuyó la marcha ante la posibilidad de que ellos quisieran subir, pero Pitt le indicó con un ademán que no parara.
– Un autobús con motor eléctrico -comentó Giordino.
– Es para no contaminar el aire con el monóxido de carbono del escape.
Giordino se acercó a un par de cochecitos de golf eléctricos, que parecían deportivos en miniatura.
– Es muy amable de su parte facilitarnos un medio de transporte. -Se sentó al volante-. ¿Hacia dónde vamos?
– Sigamos el sentido de la marcha de la cinta transportadora -respondió Pitt, después de pensarlo unos segundos-. Ésta podría ser nuestra única oportunidad para confirmar si es la fuente del légamo marrón.
El gigantesco túnel parecía extenderse hasta el infinito. Al parecer el tráfico estaba restringido al transporte de los trabajadores, mientras que las vagonetas del ferrocarril de vía angosta transportaban materiales y rocas. En el panel del cochecito había un velocímetro, y Pitt lo aprovechó para medir la velocidad de la cinta transportadora. Se movía a casi veinte kilómetros por hora.
Pitt observó con atención las obras de acabado del túnel. Tras el paso de la tuneladora, los trabajadores habían instalado unos sistemas de soporte para reforzar la tendencia natural de la piedra a consolidarse. Luego habían rociado las paredes con una gruesa capa de cemento, aplicada neumáticamente a gran velocidad. El transporte del cemento hasta esa distancia seguramente lo habían hecho con bombas impulsoras instaladas desde la entrada hasta donde se encontraba la tuneladora. Después de la capa de cemento habían procedido a cubrirlo todo con una capa impermeabilizante para sellar cualquier posible filtración. Además de garantizar la estanquidad, el cemento y el aislante también mejorarían la circulación de líquidos a través del túnel, un fenómeno que Pitt comenzaba a juzgar como muy posible.
Los focos instalados en el techo iluminaban el túnel de tal manera que el resplandor hacía daño en los ojos. Ambos comprendieron la razón por la que los trabajadores que viajaban en el autobús llevaran gafas de sol. Como si se hubieran puesto de acuerdo, Pitt y Giordino se pusieron las suyas al mismo tiempo.
Una locomotora eléctrica que arrastraba varias bateas cargadas con vigas pasó en dirección opuesta, hacia donde continuaban perforando el túnel. Los maquinistas saludaron a los dos hombres sentados en el cochecito, que respondieron al saludo.
– Todo el mundo parece de lo más amable -comentó Giordino.
– ¿Te has fijado en que los hombres visten monos negros y las mujeres los llevan blancos o verdes?
– Seguramente Specter fue interiorista en una vida anterior.
– Yo diría que es algún tipo de sistema de identificación por grupos -manifestó Pitt.
– Me cortaría una oreja antes de vestirme de color lavanda -refunfuñó Giordino, al recordar súbitamente que vestía un mono blanco-. Creo que me he equivocado de uniforme.
– Ponte un poco de relleno en el pecho.
Giordino no abrió la boca, pero su mirada asesina fue más que suficiente. Una expresión sobria apareció en el rostro de Pitt.
– Me pregunto si estos trabajadores tienen alguna idea del contenido tóxico de la piedra molida que arrojan al mar.
– La tendrán -afirmó Giordino- cuando se queden sin la cabellera y se les disuelvan los órganos internos.
Continuaron avanzando, conscientes de la atmósfera artificial a esa profundidad debajo de la tierra y el mar. Pasaron por delante de las bocas de varios túneles transversales más pequeños, situados a la izquierda, que despertaron su curiosidad. Por lo visto había otro túnel paralelo que estaba comunicado por los transversales cada mil metros. Pitt consideró que debía de tratarse de un túnel de servicio, por donde pasarían las conducciones eléctricas.
– Aquí tenemos la explicación para los temblores de tierra en la superficie -dijo-. No utilizaron la tuneladora para estos túneles más pequeños. Los excavaron con el sistema clásico de las explosiones y los martillos neumáticos.
– ¿Quieres que entremos en alguno?
– Más tarde -respondió Pitt-. Sigamos para ver hasta dónde nos lleva la cinta transportadora.
Giordino estaba asombrado ante la potencia del motor del cochecito. Aceleró hasta alcanzar una velocidad de ochenta kilómetros por hora y no tardó mucho en adelantar a los otros vehículos que circulaban por la carretera.
– Será mejor que bajes la velocidad. No nos conviene llamar la atención.
– ¿Crees que aquí abajo tendrán agentes de tráfico?
– No, pero el Gran Hermano nos vigila -replicó Pitt al tiempo que le señalaba discretamente una cámara instalada entre el enrejado que sostenía los focos.
Giordino redujo la velocidad muy a su pesar y se situó detrás de un autobús que circulaba en la misma dirección. Pitt comenzó a medir el horario de los autobuses y calculó rápidamente que pasaba uno cada veinte minutos y se detenían en las paradas cada vez que algún trabajador necesitaba apearse o subir.
Sólo era cuestión de tiempo antes de que los técnicos del cambio de turno entraran en la sala de control del sistema de ventilación y encontraran a sus compañeros atados y amordazados en el suelo. Hasta el momento no había sonado ninguna alarma, ni tampoco habían visto a los guardias de seguridad recorrer los túneles como si buscaran a alguien en concreto.
– Nos estamos acercando a algo importante -avisó Giordino.
El golpeteo sonó cada vez más fuerte a medida que se acercaban a lo que Pitt identificó enseguida como una enorme estación de bombeo. La piedra molida que llegaba por la cinta transportadora caía al interior de una inmensa cuba. A partir de allí, las bombas -que tenían el tamaño de un edificio de tres pisos- la enviaban a través de unos tubos de gran diámetro. Tal como Pitt había deducido, era en ese punto donde se impulsaban la roca y la tierra contaminadas hasta el mar donde el Poco Bonito había embarrancado. Más allá de la estación de bombeo había unas enormes puertas de acero.
– El enigma es cada vez mayor -comentó Pitt pensativamente-. Estas bombas son monumentales, con una capacidad suficiente para bombear diez veces el material que bombean ahora. Tienen que utilizarse para algún otro propósito.
– Es probable que las desmantelen una vez acabado el túnel.
– No lo creo. Esto tiene todo el aspecto de ser una estación permanente.
– Me pregunto qué habrá al otro lado de esas puertas -dijo Giordino.
– El mar de las Antillas -respondió Pitt-. Debemos de estar a kilómetros de la costa y muy por debajo de la superficie del mar.
La mirada de Giordino no se apartaba de las puertas.
– ¿Cómo demonios habrán conseguido excavar todo esto?
– Comenzaron con una excavación de un portal a cielo abierto en la costa. A continuación, abrieron un túnel de inicio con otro tipo de máquina, que se llama excavadora de cabecera. Cuando llegaron a la profundidad deseada, trajeron la tuneladora y la montaron en el túnel. Perforó hacia el este debajo del mar, y luego la desmontaron para volver a montarla esta vez en dirección opuesta, hacia el este.
– ¿Cómo es posible mantener en secreto una operación de tal envergadura?
– Seguramente están pagando una fortuna a los trabajadores y técnicos para que mantengan la boca cerrada, o quizá se valen de las amenazas y el chantaje.
– Si creemos en lo que nos dijo Rathbone, no vacilan en matar a los intrusos. ¿Por qué no también a los trabajadores que se vayan de la lengua?
– No me hables de intrusos. En cualquier caso, nuestras sospechas han quedado confirmadas -manifestó Pitt lentamente-. Están vertiendo el légamo marrón en el mar sin preocuparse en absoluto de las terribles consecuencias.
Giordino sacudió la cabeza, asombrado ante tanta irresponsabilidad.
– Un vertido contaminante que no tiene parangón.
Pitt metió la mano en la mochila. Sacó una cámara digital de pequeñas dimensiones y comenzó a sacar fotos de la estación de bombeo.
– Por casualidad, ¿no llevarás en tu bolsa mágica algo de comer y beber? -preguntó Giordino.
Pitt metió de nuevo la mano en la mochila y esta vez sacó un par de barritas de caramelo con frutos secos.
– Lo siento, esto es todo lo que hay.
– ¿Qué más llevas?
– Mi fiel Colt.45.
– Bueno, siempre nos podemos pegar un tiro antes de que nos cuelguen -opinó Giordino con un tono lúgubre.
– Hemos encontrado lo que vinimos a buscar. Es hora de regresar a casa.
Giordino apretó el acelerador antes de que Pitt acabara la frase.
– Lo mejor será largarnos de aquí cuanto antes. No quiero abusar de nuestra buena fortuna.
Pitt continuó sacando fotos mientras avanzaban.
– Un desvío más antes de irnos: quiero ver qué hay en los túneles transversales.
Mientras conducía a toda velocidad, Giordino tuvo el presentimiento de que meterse por uno de los túneles transversales sólo era una parte del plan de su compañero. Estaba seguro de que Pitt quería ver el otro extremo del túnel y a la gigantesca tuneladora en funcionamiento.
Pitt sacó fotos de todos los equipos que encontraron a su paso. No dejaron ni un solo detalle de la construcción del túnel sin fotografiar.
Giordino giró a la derecha en el primer túnel transversal que encontró sin disminuir la velocidad, y el vehículo tomó la curva en dos ruedas. Pitt se sujetó como pudo al tiempo que miraba furioso a su compañero, aunque no dijo nada. No habían recorrido más de sesenta metros cuando el cochecito entró en otro túnel. Giordino frenó bruscamente y ambos miraron a uno y otro lado, boquiabiertos.
– Esto es alucinante -murmuró Giordino.
– No te detengas. Sigue -le ordenó Pitt.
Giordino apretó el acelerador y pasaron a toda velocidad por otro túnel. Esta vez no esperó a que Pitt le dijera que continuara. No levantó el pie del acelerador mientras seguían por el túnel transversal hasta un cuarto túnel. Ya no podían seguir adelante, y Giordino frenó el cochecito antes de golpear contra la pared más lejana. Permanecieron sentados en silencio mientras miraban a izquierda y derecha durante lo que pareció una eternidad, mientras intentaban hacerse una idea de la inmensidad de lo que estaban viendo.
La enormidad de la red de túneles se hizo todavía más espectacular cuando Pitt y Giordino superaron el asombro y se obligaron a aceptar la realidad de que no se trataba de un único túnel sino de cuatro túneles gigantescos interconectados. Giordino, que no era hombre de asombrarse fácilmente, estaba abrumado por lo que veía.
– Esto no puede ser real -opinó, con una voz apenas audible.
Pitt se concentró para proteger su mente del impacto y evitar que se ofuscara su capacidad de análisis. Tenía que haber una explicación para una empresa que parecía obra de titanes. ¿Cómo era posible que Specter hubiese construido cuatro túneles gigantescos por debajo de las montañas de Nicaragua sin que lo descubrieran las agencias de inteligencia internacionales ni la prensa? ¿Cómo podía ser que un proyecto de estas dimensiones pasara inadvertido durante más de cuatro años?
– ¿Cuántos trenes pretende Specter poner en funcionamiento? -preguntó Giordino, que aún no se había repuesto del asombro.
– Estos túneles no los construyeron para el transporte de cargas por ferrocarril de un mar a otro -replicó Pitt.
– ¿Quieres decir que podría tratarse de un río subterráneo por el que navegarían las barcazas?
– No sería rentable. Detrás de todo esto tiene que haber algún otro objetivo.
– Lo que tiene que haber es un inmenso caldero lleno de oro al final del arco iris, para justificar una inversión de estas proporciones.
– El coste sin duda supera de largo el presupuesto inicial de siete mil millones de dólares.
Sus voces resonaban por el inmenso túnel, donde no se veían otros hombres ni vehículos. Si no hubiese sido por la perfección de la curva de las paredes y el techo y la lisura del suelo, podrían haber imaginado que se encontraban en una enorme caverna natural. Pitt inclinó la cabeza hacia el suelo.
– Aquí tienes la prueba de que no tienen la intención de instalar un ferrocarril para el transporte de cargas. Han quitado los rieles.
Giordino indicó discretamente una cámara de vigilancia montada en un poste, que los enfocaba de lleno.
– Será mejor que volvamos cuanto antes al túnel principal y busquemos otro medio de transporte. El cochecito es demasiado visible.
– Una excelente idea -aprobó Pitt-. Si todavía no han descubierto que tienen aquí dentro una pareja de intrusos es que son unos descerebrados.
Volvieron a recorrer el túnel transversal en sentido inverso y después de cruzar los tres túneles desiertos se detuvieron antes de entrar en el cuarto, desde donde habían salido. Aparcaron el cochecito en el túnel, más allá de una cámara de vigilancia, y caminaron con toda naturalidad por la carretera hasta que llegaron a una parada donde ocho trabajadores esperaban la llegada del autobús. A esa distancia y a pesar de las gafas de sol, Pitt vio sus ojos. Todos eran asiáticos. Pitt tocó a Giordino con el codo, y su compañero captó el mensaje.
– Te apuesto lo que quieras a que son de la China Roja -susurró Pitt.
– No acepto la apuesta.
El autobús de dos pisos no había acabado de detenerse en la parada cuando un grupo de cochecitos con las luces rojas y amarillas encendidas pasaron a gran velocidad y entraron en el túnel transversal del que ellos acababan de salir.
– En cuanto descubran el cochecito aparcado, tardarán diez segundos en saber que estamos en este autobús -dijo Giordino.
Pitt miraba el tren que se acercaba desde la sección este del túnel.
– Comparto tu opinión.
Levantó una mano para indicarle al conductor del autobús que podía continuar su recorrido después de que subieran los trabajadores. La puerta se cerró con un siseo y el vehículo se alejó.
– ¿Cuándo fue la última vez que te colaste en un tren de carga? -le preguntó Pitt a Giordino, mientras cruzaban la carretera a paso ligero y luego continuaban conversando tranquilamente como si no hicieran caso del paso de la locomotora. El maquinista, entretenido en la lectura de una revista, no se fijó en ellos.
– Hace algunos años, en el desierto del Sahara. Era un tren que transportaba productos químicos tóxicos al fuerte Foureau.
– Creo recordar que casi te caíste.
– Te detesto cuando te diviertes a mi costa -afirmó Giordino, con un mohín.
En cuanto pasó la locomotora, corrieron a lo largo de la vía. Pitt ya había calculado la velocidad del tren en unos treinta kilómetros por hora, y ajustaron su carrera a esa velocidad. Giordino era rápido para su corpulencia. Agachó la cabeza y corrió junto a una batea como un delantero que corre sin obstáculos hacia la meta contraria. Se cogió del pasamanos de la escalerilla, y dejó que el arrastre del tren lo lanzara sobre la plataforma. Pitt utilizó la misma técnica para subir al tren.
En la batea había dos camionetas de fabricación desconocida, equipadas con motores eléctricos. Flamantes, parecían recién descargadas del barco. Sin decir ni una palabra, Pitt abrió la puerta de una de las cabinas y ambos se colaron en el interior, bien acurrucados en el suelo. No podían haberlo hecho más a tiempo, porque en aquel momento aparecieron dos de los vehículos de los guardias de seguridad, que se lanzaron en persecución del autobús. Pitt no disimuló su complacencia.
– La cámara no captó nuestra maniobra. De lo contrario no estarían ahora persiguiendo el autobús.
– Ya era hora de que nos sonriera la fortuna.
– No te muevas -le dijo Pitt-. Ahora mismo vuelvo.
Abrió la puerta que daba al lado de la batea opuesto a la carretera, salió de la cabina y luego se arrodilló en el suelo. Avanzó a gatas hasta la parte trasera del vehículo y quitó las calzas y las cadenas que sujetaban la camioneta. Después volvió a la cabina sin perder ni un segundo.
Giordino lo miró con una expresión de curiosidad.
– Te leo el pensamiento, pero no veo cómo haremos para bajar esta camioneta de un tren en marcha para circular por un túnel cerrado por los dos extremos.
– Ya nos preocuparemos de eso cuando llegue el momento -respondió Pitt tranquilamente.
No hay nada en la tierra que se parezca siquiera remotamente a una tuneladora.
La máquina que excavaba los túneles debajo del suelo nicaragüense desde la costa atlántica a la del Pacífico tenía una longitud de ciento diez metros, más otros noventa del tren con los equipos.
Se trataba de un monstruo increíblemente complicado, que se parecía a la primera etapa de un cohete Saturno, movido por un impulsor eléctrico de velocidad variable, lo que eliminaba cualquier goteo de fluidos hidráulicos y la contaminación resultante. La tuneladora de Specter cortaba la roca por medio de la rotación continua de una serie de cuchillas de carbono montadas en un enorme plato de acero, y era capaz de perforar una galería circular en la roca de un diámetro de dieciséis metros a una velocidad de cincuenta metros por día. La carcasa que encerraba el plato también albergaba los motores que suministraban la enorme potencia necesaria para empujar las cuchillas en la roca, y las prensas hidráulicas que ejercían la inmensa presión que hacía falta para mover la tuneladora y romper la roca.
La enorme máquina era articulada, y el conductor, que ocupaba su lugar en la parte de delante, podía guiarla automáticamente con el uso de un láser mientras controlaba el proceso. La roca excavada pasaba a la sección trasera de la tuneladora y luego a una trituradora que la convertía en arena. A partir de allí, la cinta transportadora llevaba el residuo hasta el extremo opuesto del túnel, donde era bombeada al mar.
El tren se detuvo a unos doscientos metros de la tuneladora y debajo de la cinta transportadora para descargar las camionetas en una terminal y depósito de suministros. Varios montacargas de gran tamaño se perdían de vista a través del techo. Un grupo de mujeres vestidas con monos blancos salieron de uno de los montacargas y subieron a un autobús. Pitt se acercó disimuladamente y escuchó decir a una de las mujeres que debían terminar la inspección en un plazo de ocho horas para poder enviar un informe a las oficinas centrales que estaban arriba.
Pitt no le encontró sentido. ¿Oficinas centrales? ¿En qué lugar?
Nadie le prestó la menor atención mientras bajaba la camioneta de la batea al andén y descendía por una rampa hasta la carretera. Aparcó el vehículo detrás de otras tres camionetas eléctricas.
Giordino echó una ojeada a la zona, donde al menos treinta trabajadores se ocupaban de manejar las máquinas.
– Ha sido demasiado fácil -comentó.
– Todavía no estamos en casa -replicó Pitt-. Tenemos que encontrar la manera de salir de aquí.
– Siempre podemos salir por algún otro pozo de ventilación.
– No si estamos bajo el lago de Nicaragua.
– ¿Por qué no utilizamos de nuevo el mismo por donde bajamos?
– No creo que sea lo más aconsejable.
Giordino observaba con atención el funcionamiento de la gigantesca tuneladora.
– Muy bien, genio, ¿qué propones?
– No podemos escapar por este túnel, porque todavía no lo han acabado. Nuestra única posibilidad es salir por el lado del Pacífico, por alguno de los pozos de ventilación de cualquiera de los otros tres túneles.
– ¿Qué pasará si resulta que es imposible?
– Entonces tendré que pensar en algún otro plan.
Giordino le señaló el andén de carga, donde los guardias controlaban las tarjetas de identificación de los trabajadores.
– Es hora de largarnos. No encajamos con la descripción.
Pitt cogió la tarjeta de identificación que llevaba colgada en el bolsillo del mono. En su rostro apareció una sonrisa.
– Tengo un problema. El tipo mide un metro sesenta. Yo mido un metro noventa.
– Pues si tú tienes un problema, yo ni te cuento -dijo Giordino con una sonrisa ladina-. ¿Cómo haré para que me crezcan una larga cabellera y tetas?
Pitt entreabrió la puerta y miró hacia el extremo más alejado del andén. Estaba desierto.
– Por aquí.
Giordino siguió a Pitt y se deslizó por el asiento delantero de la camioneta. Bajaron al andén y echaron a correr. Entraron en uno de los almacenes y continuaron por los pasillos entre unos grandes cajones, que contenían recambios para las diversas máquinas y la tuneladora.
Al cabo de unos minutos encontraron una salida que daba a la línea férrea. Hicieron una pausa detrás de una fila de lavabos portátiles y evaluaron la situación.
– Sería de gran ayuda contar con algún medio de transporte -señaló Giordino, que frunció la nariz ante el olor que provenía de los lavabos.
– Pide y se te concederá -respondió Pitt con una gran sonrisa.
Sin esperar a Giordino, se incorporó y sin la menor vacilación abandonó la protección de los lavabos para caminar con toda naturalidad hacia uno de los vehículos de los guardias, que estaba sin vigilancia. Se sentó al volante, giró la llave de contacto del motor eléctrico y apretó el acelerador, mientras Giordino saltaba al asiento del acompañante. La corriente eléctrica de las baterías se transmitió al motor y el coche de tracción delantera se puso en marcha silenciosamente.
La suerte no abandonó a los hombres de la NUMA. Los guardias estaban tan ocupados con el control de las tarjetas de identificación de los trabajadores que no se dieron cuenta del robo del vehículo. Además de ser un coche silencioso, el tremendo estrépito de la tuneladora impidió que los guardias escucharan los gritos de los trabajadores que les avisaban del robo.
Para hacer que pareciera legal, Giordino apretó el interruptor del tablero y encendió las luces de emergencia instaladas en el techo. En cuanto llegaron al primer túnel transversal, Pitt viró bruscamente a la izquierda y repitió la maniobra para volver al túnel central y dirigirse al portal oeste.
Pitt daba por hecho que los cuatro túneles excavados debajo del lago de Nicaragua tenían que ascender en algún punto en la estrecha franja de tierra que separaba el lago del océano, en el viejo puerto de San Juan del Sur. Allí tendrían que estar los pozos de ventilación antes de que los túneles continuaran su camino mar adentro.
Estaba en un error.
Después de recorrer varios kilómetros, llegaron a otra gigantesca estación de bombeo idéntica a la que habían encontrado en el extremo oriental. Allí el túnel se acababa bruscamente en otro par de enormes puertas de acero. El agua que rezumaba por los bordes y formaba charcos en el suelo era prueba de que no estaban acercándose a la superficie en las proximidades de San Juan del Sur. Habían llegado a un callejón sin salida debajo del océano Pacífico.
Después de su habitual carrera desde su apartamento en el edificio Watergate hasta el cuartel general de la NUMA, el almirante Sandecker fue directamente a su despacho sin pasar primero por el gimnasio de la agencia para ducharse y cambiarse de ropa. Rudi Gunn lo esperaba, con una expresión grave en su afilado rostro. Miró a su jefe por encima de las gafas con montura de concha mientras Sandecker se sentaba y se secaba el sudor del rostro y el cuello con una toalla.
– ¿Cuáles son las últimas noticias de Pitt y Giordino?
– No hemos sabido nada de ellos en las últimas ocho horas -respondió Gunn, sin disimular la inquietud-. Nada desde que entraron en lo que describieron como un pozo de ventilación de un túnel. Pitt dijo que atravesaba Nicaragua por debajo de la selva desde el Pacífico hasta el mar de las Antillas.
– ¿No hemos tenido más contactos?
– Sólo silencio -dijo Gunn-. Es imposible comunicarse por teléfono mientras estén bajo tierra.
– Un túnel que une los dos océanos -murmuró Sandecker con un tono de duda.
– Fue lo que aseguró Pitt -declaró Gunn-. También informó de que la constructora pertenece a Odyssey.
– ¿Odyssey? -Sandecker miró a su segundo, desconcertado-. ¿Otra vez?
Gunn asintió con un gesto.
– Parecen surgir por todas partes.
Sandecker se levantó para acercarse a la ventana que daba al río Potomac. Desde allí alcanzaba a ver las velas rojas recogidas de su pequeño balandro amarrado en el puerto deportivo río abajo.
– No tengo ninguna noticia de que se esté excavando un túnel a través del territorio nicaragüense. Se habló durante un tiempo de construir un ferrocarril subterráneo de alta velocidad para el transporte de cargas entre los dos mares… Pero eso fue hace varios años, y hasta donde sé el proyecto nunca se puso en marcha.
Gunn abrió una carpeta, sacó varias fotos y las dejó sobre la mesa del almirante.
– Aquí están las fotos tomadas durante varios años desde los satélites de una pequeña ciudad portuaria llamada San Juan del Norte.
– ¿De dónde las has sacado? -preguntó Sandecker, con evidente interés.
– Hiram Yaeger hizo un recorrido por los archivos de fotografías tomadas por los satélites de diversas agencias de inteligencia y los copió en nuestro banco de datos.
Sandecker se puso las gafas y comenzó a mirar las fotos. Se fijó primero en las fechas en que habían sido tomadas, que aparecían impresas en la parte inferior de cada una. Tardó unos minutos en mirarlas todas.
– Hace cinco años, el puerto parecía desierto. Luego descargaron maquinaria pesada y construyeron instalaciones para la descarga de barcos portacontenedores.
– Por lo que se ve en las fotos, todo el material lo guardaron en depósitos prefabricados y nunca más salieron.
– Parece increíble que algo de tanta magnitud pasara desapercibido durante tanto tiempo.
Gunn dejó una carpeta sobre la mesa junto a las fotos.
– Yaeger también consiguió una copia del informe sobre los programas y operaciones de Odyssey. Solo hay un bosquejo de sus actividades financieras. Como tiene sede en Brasil, no está obligada a presentar balances ni cuentas de resultados.
– ¿Qué pasa con los accionistas? Sin duda reciben el informe anual.
– No aparecen en los listados de las bolsas internacionales, porque la compañía es de propiedad exclusiva de Specter.
– ¿Es posible que pueda financiar por sí sola un proyecto de esta envergadura? -preguntó el almirante.
– Hasta donde sabemos, cuenta con los medios. Así y todo, Yaeger cree que en este proyecto realmente descomunal es probable que reciban fondos de la República Popular China, que ya ha financiado otros proyectos de Specter en Centroamérica.
– Parece lógico. Los chinos están invirtiendo mucho en esa región y tienen cada vez más influencia.
– Otra razón para mantener el secreto -explicó Gunn- es evitar las críticas por el impacto ecológico, social y económico. Mientras los trabajos se realicen en forma encubierta, el gobierno hace caso omiso de la oposición de los activistas nicaragüenses y elude cualquier problema referente a los derechos de paso.
– ¿Specter y la China Roja tienen otros proyectos conjuntos?
– El año que viene comenzarán a construir instalaciones portuarias en el canal de Panamá y un puente que lo atravesará.
– ¿Qué necesidad hay de tanto secretismo? -murmuró Sandecker, mientras volvía a sentarse-. ¿Qué pretenden ocultar?
Gunn levantó las manos en un gesto de impotencia.
– Hasta que consigamos nueva información, estamos completamente a oscuras.
– Es obvio que no podemos quedarnos callados.
– ¿Llamamos a la CIA y al Pentágono, para comunicarles nuestras sospechas? -preguntó Gunn.
Sandecker pensó unos segundos antes de responder.
– No, hablaremos con el consejero de seguridad nacional del presidente.
– Estoy de acuerdo -manifestó Gunn-. Pero esto podría derivar en una situación muy grave.
– ¡Maldita sea! -exclamó el almirante, lleno de frustración-. Si supiéramos algo de Pitt y Giordino… Entonces tendríamos una pista de lo que está sucediendo allá abajo.
Después de llegar a un punto muerto, a Pitt y Giordino no les quedó otra alternativa que regresar por donde habían venido. El cuarto túnel se veía desierto y carecía de cualquier clase de equipamiento. Sólo las estaciones de bombeo en ambos extremos, siniestramente silenciosas, indicaban un oscuro propósito que Pitt era incapaz de adivinar.
También resultaba curioso que no hubiese aparecido una docena de coches patrulla con las luces de emergencia y las sirenas en marcha, lanzados en su persecución en la penumbra del túnel. Tampoco había cámaras de vigilancia. Lo habían quitado todo después de acabar la construcción del túnel.
La respuesta no tardó en hacerse obvia.
– Ahora comprendo porqué los guardias no llevaban ninguna prisa en perseguirnos -comentó Giordino.
– No tenemos dónde ir -señaló Pitt, como punto final a la solución del enigma-. Nuestra pequeña aventura ha llegado a su fin. Los guardias de Specter esperarán a que el hambre y la sed nos obliguen a regresar al túnel principal, con la ilusión de que si nos entregamos quizá nos agasajen con una última cena antes de colgarnos.
– Quizá prefieran dejar que nos muramos aquí.
– También es una posibilidad.
Pitt se enjugó con la manga de la camisa el sudor que de pronto le chorreaba por la frente y se le metía en los ojos.
– ¿Te has dado cuenta de que la temperatura en este túnel es mucho más alta que en los demás?
– Esto comienza a parecer una sauna -afirmó Giordino, con el rostro empapado en sudor.
– El aire huele a azufre.
– Ahora que has mencionado la cena, ¿qué hay de tu provisión de barritas de caramelo?
– Se han acabado.
Repentinamente, ambos pensaron lo mismo en el mismo instante, y se volvieron el uno al otro para decir las mismas tres palabras al unísono.
– Pozo de ventilación.
Giordino fue el primero en recuperar la seriedad.
– Quizá no. No veo las cabinas de control elevadas que hay en los otros túneles.
– Lo más probable es que las desmontaran junto con los rieles y los focos, dado que ya no eran necesarias para controlar la ventilación una vez acabada la construcción.
– Sí, pero los peldaños estaban empotrados en la pared. Te juego la paga del mes que viene, si es que vivo para cobrarla, que no se molestaron en quitarlos.
– No tardaremos en averiguarlo -dijo Pitt, mientras Giordino pisaba el acelerador y el coche salía disparado.
Después de recorrer casi treinta kilómetros, la luz de los faros mostró los peldaños en una de las paredes. Giordino aparcó unos diez metros antes, para que los faros iluminaran un sector lo más amplio posible.
– Los peldaños suben hasta donde estaba la cabina de control -comentó. Se rascó la sombra de barba que le había crecido en las mejillas y la barbilla.
Pitt se apeó del coche y comenzó a subir. Debía de haber pasado un año o más desde que habían acabado el túnel y retirado todos los equipos, pues los peldaños estaban mohosos y con manchas de óxido. Subió hasta el último y se encontró con una tapa de hierro con cerrojo que sellaba la entrada al pozo de ventilación.
Pasó un brazo por detrás del peldaño para mantener el equilibrio y utilizó las dos manos para sujetar el cerrojo y tirar. El cerrojo se deslizó sin resistencia. Luego Pitt se puso de lado hasta tener el hombro apoyado contra la tapa y empujó.
Se movió un milímetro como mucho.
– Tendremos que hacerlo entre los dos -gritó.
Giordino subió hasta ponerse un peldaño por encima de Pitt, para compensar la diferencia de estatura. Era el lobo que equiparaba fuerzas con el oso. Apoyaron los hombros contra la pesada tapa de hierro, y empujaron con todas sus fuerzas.
La tapa se resistió, se movió un par de centímetros y luego se atascó.
– Maldita tapa -masculló Giordino.
– Vamos a intentarlo de nuevo con ganas -propuso Pitt.
– A la de tres.
Se miraron el uno al otro por un segundo y asintieron.
– A la una, a las dos y a las tres -contó Pitt.
Empujaron con toda la fuerza de que eran capaces. La tapa aguantó durante unos segundos. Luego comenzó a levantarse poco a poco, y con un agudo rechinar se abrió bruscamente del todo y golpeó contra una de las paredes del pozo de ventilación. Miraron hacia arriba y, aunque reinaba en él la oscuridad más absoluta, el hueco les pareció una escalera al paraíso.
– Me pregunto dónde saldrá -murmuró Giordino, entre jadeos.
– No tengo idea, pero vamos a descubrirlo.
Giordino apretó el brazo de Pitt.
– Espera. Por si acaso los gorilas de Specter vienen a buscarnos, vamos a dejarles una pista falsa.
Bajó la escalerilla y subió al coche de los guardias. Con el cinturón de los pantalones cortos, ató el volante para que las ruedas delanteras quedaran fijas en línea recta. Después desmontó el asiento del conductor y le dio la vuelta para hacer que el borde superior del respaldo mantuviera apretado a fondo el acelerador. Por último, se bajó del coche y dio el contacto.
El coche se alejó como un proyectil por el túnel, con los faros trazando extrañas trayectorias en la oscuridad. Cien metros más allá golpeó contra una de las paredes del túnel, se desvió hacia el otro lado, donde chocó de nuevo, y siguió su marcha en zigzag, golpeando con una pared y la otra hasta que desapareció en la distancia acompañado por el estrépito de los golpes.
– Me preguntó qué le dirá Specter al perito de la compañía de seguros -dijo Giordino.
Se volvió para mirar a su compañero, pero Pitt ya había comenzado a subir.
Pitt no había advertido hasta entonces cómo la tensión y los esfuerzos de las últimas horas habían afectado a sus músculos. Subió poco a poco, dispuesto a conservar las fuerzas. Experimentó un amago de claustrofobia mientras subía en la más total oscuridad. Comenzó a contar los peldaños y se detuvo cada vez que llegaba al número cincuenta, para recuperar el aliento. Había una separación de treinta centímetros entre cada uno, así que era una simple operación aritmética calcular la distancia que habían subido.
Cuando habían bajado por el pozo de ventilación de El Castillo hasta la cabina de control, la gravedad los había ayudado; ahora se habían convertido en una desventaja.
Pitt se detuvo en el peldaño trescientos cincuenta y esperó a Giordino.
– ¿Crees que esta escalera tiene un final? -jadeó Giordino.
– Perdona el tópico -replicó Pitt entre jadeos-, pero hay una luz al final del túnel.
Giordino miró hacia arriba y vio un débil resplandor a lo lejos. Le pareció que estaba como a diez kilómetros.
– ¿Hay alguna posibilidad de que se acerque?
– Sólo ruega para que no se aleje.
Continuaron subiendo, en un silencio cada vez más siniestro. El resplandor se hacía más intenso y grande con una lentitud desesperante. El agua chorreaba por las paredes y los escalones. Tenían las manos desolladas y sangrantes por el roce con los escalones.
Por fin, el resplandor se convirtió en una luz brillante y la proximidad les dio nuevos bríos. Pitt comenzó a subir los peldaños de dos en dos, sin preocuparse de ahorrar fuerzas. Ahora solo les quedaban un par de metros.
Con un esfuerzo final que lo llevó al borde del agotamiento, llegó a la tela metálica que tapaba la salida del pozo. Se sujetó con las manos llagadas y sangrantes, mientras recuperaba el aliento.
– Hemos llegado -anunció.
Giordino no tardó en llegar a su lado.
– No me veo con fuerzas para cortar los alambres -jadeó.
En cuanto se le normalizó la respiración y se aliviaron los calambres, Pitt metió la mano en la mochila, sacó el corta alambres y atacó la tela metálica.
– Lo haremos por turnos.
Había cortado apenas unos veinte centímetros cuando tuvo que parar porque ya no podía con los brazos. Se hizo a un lado y le pasó la herramienta a Giordino. Debido a la sangre en las manos, casi se le resbaló de los dedos. Pitt contuvo el aliento, pero Giordino alcanzó a sujetarla antes de que se perdieran de vista en la oscuridad del pozo.
– Sujétala bien -dijo Pitt, con una sonrisa severa-. No creo que te agrade tener que bajar a buscarla y subir de nuevo.
– Antes me suicido -murmuró Giordino.
Trabajó durante diez minutos antes de permitir que su compañero lo relevara.
Tardaron casi una hora en abrir un hueco lo bastante amplio para colarse. Una vez pasada la tela metálica que ocultaba la luz exterior, Pitt se quedó ciego, por unos momentos, ante la fuerza del sol. Se puso las gafas para protegerse los ojos hasta que se habituaran al cambio, después del tiempo pasado en la oscuridad.
Cuando miró en derredor comprobó que se encontraba en una habitación redonda con las paredes de cristal. Mientras Giordino pasaba por el agujero, Pitt caminó alrededor de la habitación de cristal y disfrutó de la magnífica visión panorámica de un enorme lago salpicado de islas.
– ¿Dónde hemos salido? -preguntó Giordino.
Pitt se volvió y lo miró con una expresión risueña.
– No vas a creerlo, pero estamos en lo alto de un faro.
– ¡Un faro! -exclamó Sandecker cuando escuchó la descripción que le ofrecía Pitt a través del teléfono. Su voz revelaba el entusiasmo que experimentaba al saber que ambos estaban sanos y salvos.
– Sí, señor. -Un eco acompañaba la voz de Pitt-. Specter lo construyó como decorado.
– ¿Decorado?
– Una estructura construida para que parecieran las ruinas de un viejo castillo, o algún otro edificio antiguo -le explicó Gunn. Se inclinó sobre el teléfono-. ¿Nos estás diciendo que construyeron el faro para ocultar un pozo de ventilación que llega hasta el túnel?
– Exactamente -asintió Pitt.
Sandecker cogió uno de sus puros y lo hizo rodar entre los dedos.
– Tu historia suena a cuento de hadas.
– Es verdad hasta la última palabra -replicó Pitt.
– ¿Una tuneladora capaz de perforar un kilómetro y medio de roca al día?
– Solo así se explica que pudieran excavar cuatro túneles, cada uno de casi doscientos cincuenta kilómetros de largo, en el tiempo en que lo hicieron.
– Si no es para un ferrocarril, ¿para qué son? -preguntó Gunn.
– A nosotros no nos lo preguntes. No tenemos idea. Las estaciones de bombeo en cada extremo de los túneles sugieren que la intención es llenarlos con agua, pero eso no tiene mucho sentido.
– He grabado tu informe -dijo Sandecker-, y se lo pasaré a Yaeger para que busque algunas posibles respuestas hasta que llegues y nos des una explicación más detallada.
– También tengo las fotos tomadas con una cámara digital.
– Perfecto. Necesitaremos hasta la última prueba que hayáis recogido.
– Dirk -llamó Gunn.
– Dime, Rudi.
– Tengo calculada vuestra posición. Estáis a solo cincuenta kilómetros de San Carlos. Contrataré un helicóptero. Tardará unas dos horas en llegar al faro.
– Bien. No vemos la hora de meternos en la ducha y disfrutar de una buena comida.
– No hay tiempo para lujos -exclamó Sandecker, con un tono que no admitía réplicas-. El helicóptero os llevará directamente al aeropuerto de Managua, donde os estará esperando un avión de la NUMA. Podréis lavaros y comer más tarde.
– Eres un hombre muy duro, almirante.
– Que te sirva de lección -manifestó Sandecker, con una sonrisa astuta-. Quizá algún día estarás tú sentado en mi silla.
Pitt apagó el teléfono, mientras trataba de encontrar una explicación a las palabras finales de Sandecker. Se sentó junto a Giordino, que dormitaba, y no le hizo ninguna gracia tener que decirle a su amigo que todavía faltaba bastante para la hora de comer.
Después de la conversación telefónica con Pitt, Sandecker esperó pacientemente a que Gunn hiciera los arreglos para que un helicóptero fuese a recoger a su director de proyectos especiales en un falso faro. Luego salieron del despacho y bajaron un piso para ir a la sala de conferencias, donde Sandecker había convocado una reunión para hablar del descubrimiento de objetos celtas en el banco de la Natividad.
Sentados alrededor de la gran mesa de teca oval que parecía la cubierta de una nave se encontraban Hiram Yaeger, Dirk y Summer, Pitt y Julien Perlmutter. Junto a Summer estaba el doctor John Wesley Chisholm, profesor de historia antigua de la universidad de Pensilvania. Todo en el aspecto de Chisholm correspondía a la media. La altura y el peso eran medios; los cabellos, de un color castaño medio que hacía juego con el color de sus ojos. Pero no había nada en su personalidad que respondiera a la media. Sonreía constantemente y era muy atento y cortés. Su capacidad intelectual superaba con creces la media.
Todos escuchaban embobados las palabras del doctor Elsworth Boyd, que estaba junto a una gran pantalla donde aparecía un montaje fotográfico, del que se servía para explicar los objetos y las imágenes talladas en la piedra encontradas en el banco de la Natividad. El relato que hilvanaba era tan sorprendente, tan fabuloso, que todas las personas sentadas alrededor de la mesa lo miraban en silenciosa expectación mientras Boyd describía los objetos, la fecha aproximada de su fabricación y la procedencia original. Todo esto antes de pasar a las imágenes.
Elsworth Boyd era un hombre con los músculos de un acróbata: nervudo, ágil y vivaz, en la plenitud de sus fuerzas. Recién entrado en la cuarentena, permanecía erguido, y de vez en cuando se apartaba de la frente un mechón rebelde rubio rojizo mientras miraba a sus embobados oyentes con sus ojos grises como las alas de una paloma. Profesor emérito en el Trinity College, en Dublín, se había dedicado a la historia primitiva de los celtas y había publicado numerosos libros sobre los más diversos aspectos de su compleja sociedad. No había vacilado en tomar el primer avión a Washington cuando el almirante Sandecker lo había invitado a ver los objetos recuperados. Se había quedado pasmado al verlos y contemplar el fotomontaje de las imágenes esculpidas.
En un primer momento Boyd se había negado a creer que todo aquello no fuera más que una muy hábil falsificación; pero, después de dedicar veinte horas ininterrumpidas a su estudio, se convenció de su autenticidad.
Summer no ocultaba su entusiasmo mientras anotaba cada palabra de la disertación de Boyd, en una magnífica demostración de su habilidad en el perdido arte de la taquigrafía.
– A diferencia de egipcios, griegos y romanos -explicó Boyd-, los celtas han sido dejados de lado por la mayoría de los historiadores, a pesar de que fueron la piedra fundamental de la civilización occidental. Gran parte de nuestra herencia religiosa, política, social y literaria proviene de la cultura celta. También la industria, dado que fueron los primeros en producir el bronce y luego el hierro.
– ¿Por qué no somos más conscientes de la influencia celta? -preguntó Sandecker.
El erudito se echó a reír.
– Ha puesto el dedo en la llaga. Hace tres mil años, los celtas transmitían todos sus conocimientos por vía oral. Las costumbres, los ritos y la ética pasaban así de generación en generación. No fue hasta el siglo ocho antes de Cristo cuando comenzaron a utilizar la escritura. Mucho más tarde, cuando los romanos se extendieron por Europa, consideraron a los celtas como bárbaros. Lo poco que los autores romanos escribieron sobre los celtas dista mucho de ser halagador.
– Así y todo, era un pueblo de gran inventiva -añadió Perlmutter.
– En contra de lo que mucha gente cree, los celtas estaban mucho más avanzados que los primitivos griegos en multitud de cosas. Solo carecían de un lenguaje escrito y de una arquitectura compleja. En realidad, su cultura y civilización se adelanta a la griega en varios centenares de años.
Yaeger se echó hacia delante en la silla.
– ¿Su datación de los objetos coincide con los cálculos de mi ordenador?
– Básicamente sí -respondió Boyd-, si se considera que un error de cien años más o menos es una aproximación cronológica muy precisa. También creo que los pictogramas nos facilitan un excelente marco temporal para Navinia.
– Ese nombre me encanta -afirmó Summer, con una sonrisa.
Boyd apretó un botón del mando a distancia, y apareció una imagen en una pantalla de grandes dimensiones instalada en una de las paredes de la sala. Llenó la pantalla una perspectiva tridimensional de cómo podría haber sido la estructura sumergida.
– Lo más interesante -prosiguió Boyd- es que la estructura no sólo era la vivienda de una mujer muy importante, comparable a la reina de una tribu o una suma sacerdotisa, sino que también acabó siendo su tumba.
– Cuando se refiere a una suma sacerdotisa, ¿sería el equivalente a un druida?
– Una druidesa -respondió Boyd-. Las intrincadas tallas y los ornamentos de oro indican que muy probablemente ocupaba una posición elevada dentro del mundo sagrado del druidismo celta. La coraza de bronce es una pista especialmente importante. Sólo se conoce una perteneciente a una mujer, que está fechada entre los siglos once y ocho antes de Cristo. En algún momento tuvo que participar en alguna batalla. Es probable que en vida fuera reverenciada como diosa.
– Una diosa viviente -murmuró Summer-. Debió de disfrutar de una vida muy interesante.
– También esto me pareció interesante. -Boyd puso en pantalla una foto del pie de la cama de piedra, con la imagen estilizada de un caballo-. Aquí tenemos un sofisticado y muy moderno pictograma de un caballo al galope. Se lo conoce como el Caballo Blanco de Uffington, y fue tallado en la ladera de una colina de creta en Berkshire, Inglaterra, en el siglo I. Representa a Epona, la diosa celta de los caballos. Era adorada en todo el mundo celta y en lo que después se convertiría en la Galia.
Summer observó el dibujo del caballo con mucha atención.
– ¿Cree que nuestra diosa era Epona?
– No, no lo creo. -Boyd sacudió la cabeza-. Epona era adorada como la diosa de los caballos, las mulas y los bueyes durante la época romana. Se cree que mil años antes pudo haber sido la diosa de la belleza y la fertilidad, con poder de hechizar a los hombres.
– Me gustaría poder decir lo mismo -afirmó Summer, con una carcajada.
– ¿Qué provocó la decadencia de los druidas? -preguntó Dirk.
– A medida que el cristianismo se afirmaba y se extendía por Europa, ridiculizó la religión celta como una práctica pagana. A las mujeres se les retiró el respeto de que habían gozado con los druidas. Los dirigentes de la iglesia no podían tolerar ninguna irreverencia ni oposición a la autoridad masculina. Los romanos se dedicaron a erradicar la religión druida. Las druidesas se vieron reducidas a la categoría de brujas. A las mujeres con poder las convirtieron en seres malignos, aliados del demonio. Se cebaron en ellas hasta excluirlas, y las sometieron a la dominación masculina.
La erudita mente de Gunn absorbía como una esponja todas y cada una de las palabras de Boyd.
– Los romanos adoraban a dioses y diosas paganos. ¿Qué los impulsó a eliminar a los druidas?
– Lo hicieron porque veían a los druidas como un foco de rebelión contra Roma. También estaban en contra de los ritos salvajes practicados por ellos.
– ¿Cuáles eran esos ritos? -preguntó Sandecker.
– Los primitivos druidas realizaban sacrificios humanos. Se dice que su culto pagano no tenía límites. Los sacrificios eran una práctica habitual. Otra siniestra leyenda es la del Hombre de Paja. Los romanos narraron episodios donde a los hombres y mujeres condenados los metían dentro de grandes efigies de paja y los quemaban vivos.
Summer no parecía estar muy de acuerdo.
– ¿Se sabe a ciencia cierta que las druidesas participaban en esos sacrificios?
Boyd se encogió de hombros.
– Es de suponer que eran tan responsables como los hombres.
– Todo esto nos lleva de nuevo a la pregunta que nos hemos formulado mil veces -intervino Dirk-. ¿Cómo es posible que una druidesa, o una mujer celta de alto rango, acabara sepultada en lo que fue una vez una isla en el mar de las Antillas, a ocho mil kilómetros de su hogar en Europa?
El catedrático se volvió para mirar a Chisholm.
– Creo que mi colega John Wesley tiene algunas respuestas extraordinarias a su pregunta.
– Un momento -interrumpió Sandecker. Se dirigió a Yaeger-. Tú y Max, ¿habéis podido descubrir cómo es que la estructura acabó a quince metros de profundidad?
– Casi no hay información geológica sobre el Caribe -respondió Yaeger, mientras desparramaba un montón de hojas sueltas sobre la mesa-. Sabemos más sobre la caída de meteoritos en los tiempos prehistóricos y de los movimientos de tierras ocurridos hace millones de años que sobre los movimientos geológicos de tres mil años atrás. Las mejores proyecciones que hemos obtenido de los geólogos consultados es que el banco de la Natividad, que era una isla, se hundió como consecuencia de un terremoto submarino entre el mil cien y el mil antes de Cristo.
– ¿Cómo has llegado a esa fecha? -preguntó Perlmutter, que acomodó una vez más su corpachón en una silla demasiado pequeña.
– A través de diversos estudios químicos y biológicos, los científicos han podido determinar aproximadamente la antigüedad de las incrustaciones y cuánto tardaron en formarse en las paredes de piedra, la corrosión y el deterioro de los objetos, y la edad del coral que rodea la estructura.
Sandecker buscó uno de sus puros en el bolsillo y, al no encontrarlo, comenzó a tamborilear en la superficie de la mesa con un bolígrafo.
– Los charlatanes lo pasarán de maravilla declarando que se ha encontrado la Atlántida.
– Nada que ver. -Chisholm sacudió la cabeza-. Es un tema que he analizado a fondo. Estoy convencido de que Platón se inventó un relato del desastre a partir de la erupción ocurrida en Santorini en el 1650 antes de Cristo.
– ¿No cree que la Atlántida estaba en el Caribe? -preguntó Summer con un tono un tanto jocoso-. Son muchos los que hablan del hallazgo de carreteras y ciudades hundidas.
A Chisholm no pareció que el comentario le hiciera gracia.
– Solo son formaciones geológicas. Si la Atlántida se encontraba en el Caribe -hizo una pausa de efecto-, ¿cómo es que no se ha encontrado ni un solo objeto que le perteneciera? Lo siento, la Atlántida no estaba a este lado del océano.
– Según los registros paleontológicos en mi biblioteca -señaló Yaeger-, los indios arahuacos que se encontraron los españoles cuando llegaron al Nuevo Mundo eran los primeros pobladores de las Antillas. Emigraron de Sudamérica alrededor del dos mil quinientos antes de Cristo, o sea unos mil cuatrocientos años antes de que la mujer fuera depositada en su tumba.
– Siempre hay alguien que llega primero -comentó Perlmutter-. Colón mencionó que había visto los restos de grandes naves europeas en la playa de una isla.
– No sé cómo llegó allí la mujer -admitió Chisholm-, pero quizá pueda arrojar alguna luz sobre quién era.
Apretó la tecla del mando a distancia, y la primera imagen del friso fotografiado por Dirk y Summer apareció en la pantalla. La escena mostraba lo que parecía ser una flota que se disponía a atracar en la costa. Su aspecto era parecido al de las embarcaciones vikingas, pero eran más rechonchas, con el fondo plano apropiado para navegar por los bajíos costeros y los ríos. Tenían un único mástil con velas cuadradas que parecían hechas de cuero, para que pudieran soportar la fuerza de las galernas atlánticas. La proa y la popa eran muy altas, útiles para navegar por aguas turbulentas. Los remos estaban sujetos en los toletes colocados en las bordas.
– La primera escena del friso muestra una flota que desembarca guerreros, caballos y carros. -Apretó de nuevo la tecla-. Segunda escena: el ejército rival aparece saliendo de una trinchera que rodea una ciudadela que se alza en una colina, de laderas muy empinadas. En la siguiente los tenemos cargando a través de una llanura para atacar al enemigo antes de que consiga desembarcar. La cuarta escena corresponde a la batalla para rechazar a la flota invasora.
– Si no fuese por los terraplenes y la ciudadela, que parece estar hecha de madera -apuntó Perlmutter-, diría que estamos viendo la guerra de Troya.
En el rostro de Chisholm apareció una expresión que podía compararse a la de un lobo que ve cómo un rebaño se acerca a su guarida.
– Está usted mirando la guerra de Troya, precisamente.
Sandecker cayó en la trampa.
– Unos griegos y troyanos de aspecto extraño. Siempre he creído que llevaban barba y no mostachos.
– Eso es porque no eran griegos ni troyanos.
– En ese caso, ¿qué eran?
– Celtas.
Perlmutter no disimuló su satisfacción al escuchar la respuesta.
– Yo también he leído a Imán Wilkens.
– Entonces ya conoce sus extraordinarias revelaciones sobre el más grande error de la historia antigua.
– ¿Podría sacarnos a los demás de la ignorancia? -preguntó el almirante, impaciente.
– Será un placer -contestó Chisholm-. La guerra de Troya…
– ¿Sí?
– No se libró en la costa occidental de Turquía, sobre el mar Mediterráneo.
Yaeger lo miró con una expresión de asombro.
– Si no se libró en Turquía, ¿dónde tuvo lugar?
– En Cambridge, Inglaterra -respondió Chisholm tranquilamente-. En el mar del Norte.
Todos excepto Perlmutter miraron a Chisholm, dominados por el asombro y la incredulidad.
– Es obvio el escepticismo en sus miradas -declaró el historiador-. El mundo ha sido víctima de un engaño desde hace ciento veintiséis años, cuando un comerciante alemán llamado Heinrich Schliemann manifestó con bombos y platillos que había encontrado la antigua Troya gracias a las indicaciones contenidas en la Ilíada de Homero. Afirmó que la colina llamada Hisarlik era el lugar perfecto para la ciudad fortificada de Troya.
– ¿No fueron respaldados por la mayoría de los arqueólogos e historiadores los hallazgos de Schliemann?
– Es un debate que sigue muy vivo -replicó Boyd-. Homero era un hombre misterioso; no hay ninguna prueba de su existencia real. La leyenda sólo nos cuenta de un hombre llamado Omerós, que recogió los poemas épicos de una gran guerra que se habían transmitido oralmente durante centenares de años, y los transcribió en una serie de relatos de aventuras que se convirtieron en la primera obra escrita de la literatura antigua. Ahora bien, el que fue elaborando los poemas en el transcurso de los siglos, hasta que la Ilíada y la Odisea se convirtieron en los más grandes clásicos de la historia, ¿fue un hombre… o un grupo de hombres? Nunca sabremos la verdad.
»Además del enigma de su identidad, el gran misterio que nos legó fue descubrir si la guerra de Troya fue un hecho real o una fábula. Si ocurrió de verdad a principios de la Edad del Bronce, ¿fueron los griegos los auténticos enemigos de los troyanos, u Homero escribió sobre un episodio que había ocurrido a más de mil quinientos kilómetros de allí?
Perlmutter mostró una amplia sonrisa. Boyd y Chisholm reafirmaban algo en lo que él siempre había creído.
– Sin embargo, hasta que llegó Wilkens nadie se planteó que Homero, en lugar de griego, pudiera ser un poeta celta que escribió sobre una batalla legendaria ocurrida cuatrocientos años antes, y no en el Mediterráneo sino en el mar del Norte.
– Entonces, el épico viaje de Ulises… -comenzó a decir Gunn, que parecía desconcertado.
– Tuvo lugar en el océano Atlántico.
A Summer le daba vueltas la cabeza ante tantas revelaciones.
– ¿Está diciendo que la belleza de Helena no fue el motivo para que zarpararan mil naves?
– Me disponía a mencionar -dijo Boyd con una sonrisa- que la verdad detrás del mito no fue una guerra librada por el ansia de venganza de un rey ante el rapto de su esposa por su amante. No parece muy lógico que miles de hombres pelearan y murieran por una mujer promiscua, ¿verdad? El viejo y sabio Príamo, rey de Troya, nunca habría arriesgado su reino ni las vidas de su pueblo sólo para que un hijo tarambana viviera con una mujer que, en honor a la verdad, había abandonado voluntariamente a su marido para irse con otro hombre. Tampoco se trató de una empresa para hacerse con los tesoros de Troya. La realidad, mucho más prosaica, es que la guerra se libró para hacerse con un metal blando y cristalino llamado estaño.
– Julien nos dio a Summer y a mí una clase sobre cómo los celtas dieron paso a la Edad del Bronce y del Hierro -manifestó Dirk, que no dejaba de tomar notas.
– Efectivamente -afirmó Chisholm-. No hay duda de que pusieron en marcha la industria, pero nadie sabe con certeza quién descubrió que mezclando un diez por ciento de estaño al cobre se conseguía un metal el doble de duro que cualquier otro conocido hasta entonces. Incluso la fecha exacta es incierta. El cálculo más preciso habla de unos dos mil años antes de Cristo.
– El cobre ya se fundía unos cinco mil años antes de Cristo en la región central de Turquía -añadió Boyd-, y abundaba en el mundo antiguo. La minería se practicaba a gran escala en Europa y Oriente Medio. Pero cuando comenzó la producción del bronce, surgió el problema.
»El estaño es un metal que no abunda en la naturaleza. Como sucedería más tarde con el oro, los buscadores y mercaderes recorrieron todo el mundo antiguo para descubrir minas de estaño. Encontraron grandes yacimientos en el sudeste de Inglaterra. Las tribus celtas británicas no tardaron en aprovecharse y crearon un mercado internacional para comerciar con el estaño que extraían. Lo fundían en lingotes y lo vendían.
– Debido a la gran demanda, los antiguos bretones se hicieron con el monopolio y conseguían grandes ganancias con la venta a los mercaderes extranjeros -manifestó Chisholm-. A diferencia de los mercaderes de imperios ricos como el egipcio, que disponían de bienes caros para el intercambio, los celtas de la Europa central solo podían ofrecer objetos artesanales y una abundancia de ámbar. Sin la industria del bronce, no tenían muchas posibilidades de ir más allá de una sociedad agrícola.
– Así que decidieron unirse y apoderarse de las minas de estaño de los bretones -comentó Yaeger.
– Efectivamente -confirmó Boyd-. Las tribus celtas del continente formaron una alianza para invadir el sur de Inglaterra y apoderarse de las minas ubicadas en un territorio conocido entonces con el nombre de Troad, y más tarde Troya. La ciudad capital se llamaba Ilión.
– Por lo tanto, los aqueos no eran griegos -señaló Perlmutter.
Boyd asintió con un leve movimiento de cabeza.
– La palabra aqueo es un término genérico para referirse a los aliados. Los habitantes de Troya se llamaban a sí mismos dárdanos. Lo mismo que Egipto no era el nombre del país de los faraones.
– Un momento -exclamó Gunn-. ¿De dónde proviene entonces el nombre de Egipto?
– Antes de Homero, se lo conocía como Al Jem, Mist o Kemi. No fue hasta centenares de años más tarde cuando el historiador griego Herodoto vio las pirámides y el templo de Luxor, y decidió llamar Egipto al imperio en decadencia, que era el nombre de un país descrito en la Ilíada. El nombre quedó.
– ¿Qué pruebas aportó Wilkens para su teoría? -preguntó Sandecker.
Boyd dirigió a Chisholm una mirada expectante.
– ¿Quiere usted responder a la pregunta, doctor?
– Usted ha de saber tanto como yo -contestó Chisholm, con una sonrisa complacida.
– ¿Me permiten que lo haga yo? -preguntó Perlmutter-. He leído a fondo el libro de Wilkens, Where Troy Once Stood.
– Será un placer -manifestó Boyd.
– Hay muchísimas pruebas -comenzó Perlmutter-. En primer lugar, no hay prácticamente nada en las descripciones que hace Homero en sus obras que resista el menor análisis. En ninguna parte llama “griegos” a la flota invasora. En el siglo once antes de Cristo, Grecia estaba muy poco poblada. No había ninguna gran ciudad capaz de mantener una flota de naves de guerra y sus tripulaciones. Los primitivos griegos no eran gente marinera. Las descripciones homéricas de las naves y los hombres que las guiaban a través de los mares a fuerza de remos se ajustan mucho más a los vikingos, que aparecieron dos mil años más tarde. Asimismo, las descripciones marítimas se corresponden con la costa atlántica de Europa, no con la mediterránea.
– ¿Qué me dice de la vegetación? -lo animó Boyd.
– Otra prueba importante -dijo Perlmutter, con un gesto de asentimiento-. Casi todos los árboles descritos por Homero son típicos de los climas húmedos de Europa y no de las tierras áridas de Grecia y Turquía. Habla de árboles de hojas verdes caducas, cuando lo habitual para los griegos eran las coníferas de hoja perenne. Después tenemos los caballos. Los celtas eran un pueblo ecuestre, pero no se sabe que los antiguos griegos emplearan caballos en las batallas. Mientras que los egipcios y los celtas empleaban los carros como máquinas de guerra, los griegos y los romanos preferían combatir a pie, y sólo utilizaban los carros para el transporte y las carreras.
– ¿Alguna diferencia en el tema de la comida? -preguntó Gunn.
– Homero menciona las anguilas y las ostras. Las anguilas nacen en el mar de los Sargazos y se trasladan a las aguas frías alrededor de Europa. Dice que “buceaban para coger ostras”, las que son mucho más abundantes en los océanos, fuera del Mediterráneo. Si un griego buceaba, lo hacía para pescar esponjas, que eran muy comunes en Grecia en aquellos tiempos.
– ¿Qué hay de los dioses? -quiso saber Sandecker-. En la Ilíada y la Odisea los dioses no dejan de intervenir tanto en el ejército griego como en el troyano.
– Primero fueron dioses celtas. Los eruditos clásicos han llegado a la conclusión de que los dioses presentados por Homero eran originalmente celtas y que los griegos los heredaron de los poemas homéricos. -Perlmutter hizo una pausa y después añadió-: Otro punto interesante es que Homero señala que griegos y troyanos cremaban a sus muertos. Esta era una costumbre celta. Los pueblos mediterráneos solían enterrarlos, más bien.
– Es una hipótesis muy interesante -opinó Sandecker-, aunque no deja de ser una conjetura.
– Bien, ahora llegamos a lo mejor. -Perlmutter sonrió muy ufano-. Las extraordinarias revelaciones de Wilkens demuestran fuera de toda duda que las ciudades, islas y naciones sobre las que escribió Homero no existieron, o se llamaban con otro nombre del todo diferente. Las descripciones geográficas y topográficas de la Ilíada sencillamente no concuerdan con las tierras y costas del Mediterráneo. Wilkens descubrió que los nombres que Homero dio a las ciudades, las regiones y los ríos tienen su origen en el continente europeo e Inglaterra. Los nombres griegos no encajan con el entorno de Troya y de los reinos de los héroes griegos, ni tampoco la descripción de los escenarios concuerda con la realidad geofísica.
– La lista continúa -dijo Chisholm-. Homero describe a Menelao como pelirrojo, a Ulises con el cabello castaño rojizo y a Aquiles como rubio. También habla de guerreros de piel blanca. Nada de todo esto es característico de los pueblos mediterráneos. Es como si vinieran de otro tiempo y dimensión.
»Las tribus aqueas invasoras llegaron de las regiones productoras de bronce de Francia, Suecia, Dinamarca, España, Noruega, Holanda, Alemania y Austria. Su flota se reunió probablemente en lo que hoy es Cherburgo y navegaron a través del mar de Helle, que dio su nombre al Helesponto en Turquía y que ahora se conoce como el mar del Norte. Desembarcaron en una gran bahía conocida con el nombre de Tracia, y que ahora aparece en los mapas con el sencillo nombre de Wash, en Cambridgeshire. Las aguas bañaban las costas de la llanura de Anglia oriental.
Boyd aportó otro detalle a la exposición de Perlmutter.
– Homero mencionó catorce ríos en Troya y sus alrededores. Esta es una sorprendente correlación con los catorce ríos cercanos a la llanura de Anglia oriental. Wilkens descubrió que, aun después de treinta siglos, los nombres continúan siendo muy similares en su ortografía y se los puede reconocer sin problemas. En griego, por ejemplo, Homero cita el río Témese, que corresponde al Támesis.
– ¿Qué hay de los troyanos? -preguntó Sandecker, que no acababa de convencerse.
– Su ejército lo formaban hombres llegados de toda Inglaterra, Escocia y Gales -contestó Perlmutter-. También contaron con la ayuda de los aliados de Bretaña y Bélgica en el continente. Ahora que tenemos la bahía y la llanura podemos empezar a centrarnos en el campo de batalla y las defensas. Todavía existen en el nordeste de Cambridge dos inmensas trincheras paralelas. Wilkins cree que fueron construidas por los invasores, al estilo de las de la Primera Guerra Mundial, para impedir que los defensores atacaran su campamento y las naves.
– ¿Y dónde estaba situada la ciudadela de Troya? -insistió el almirante.
Perlmutter aceptó el reto de buen grado.
– El sitio más lógico son las colinas de Gog Magog, donde se han descubierto fortificaciones circulares con grandes trincheras defensivas. Allí hay restos de empalizadas de madera y muchos objetos de bronce. También se hallaron urnas funerarias y un gran número de esqueletos que mostraban huellas de mutilaciones.
– ¿Cuál es el origen de un nombre tan curioso como Gog Magog? -preguntó Summer.
– Hace muchos años, cuando los habitantes de la zona comenzaron a descubrir por accidente gran cantidad de huesos, creyeron que allí se había librado una gran batalla o una guerra donde había muerto una multitud de combatientes. Todo aquello les recordó el relato bíblico de Ezequiel, donde se conjura a los espíritus malignos para participar en una guerra iniciada por el rey Gog de Magog.
La mirada de Sandecker fue de Boyd a Chisholm.
– Muy bien, de acuerdo. Ahora que ya nos hemos enterado de que la guerra de Troya se libró en el sudeste de Inglaterra por el dominio de las minas de estaño, ¿qué tiene eso que ver con los descubrimientos de los objetos y los frisos celtas en el banco de la Natividad?
Los dos eruditos se miraron el uno al otro con una expresión risueña.
– Pues todo, almirante. Ahora que estamos razonablemente seguros de que el verdadero escenario de la guerra de Troya está en Inglaterra, podemos comenzar a ligar el gran periplo de Ulises con el banco de la Natividad.
Se podría haber oído el ruido de la caída de un alfiler en la sala. La afirmación había sido tan inesperada que transcurrió casi medio minuto antes de que atinaran a hacer preguntas.
– ¿Qué están diciendo? -preguntó Gunn, que intentaba asimilar las palabras de los catedráticos.
Sandecker se volvió lentamente hacia Perlmutter.
– Julien, ¿está usted de acuerdo con esta locura?
– No tiene nada de locura -replicó Perlmutter, sonriendo de oreja a oreja-. En los poemas épicos de Homero está escrito que Odiseo, Ulises, era el rey de la isla de Ítaca. Pero esa isla griega nunca tuvo un reino, ni tiene ruinas importantes. Wilkens demuestra, por lo menos para mí, que el reino de Ulises no estaba en Grecia. Un abogado belga de Calais, Francia, Théophile Cailleux, después de exhaustivas investigaciones, afirmó que Cádiz, en España, era la Ítaca de Homero. Aunque aquella zona se rellenó a lo largo de los tres mil años pasados, los geólogos han señalado el perfil de varias islas que ahora forman parte de la tierra firme. Cailleux y Wilkens han identificado la mayoría de los puertos de escala del viaje de Ulises, y ninguno de ellos se encuentra en el Mediterráneo.
– Estoy de acuerdo -manifestó Yaeger-. Con toda la información conocida sobre el viaje de Ulises, las descripciones de Homero, las teorías de Cailleux y Wilkens, los métodos de navegación de la Edad del Bronce, y las mareas y las corrientes, Max y yo hemos establecido una ruta para sus puertos de escala.
Yaeger cogió el mando a distancia y marcó un código. En la pantalla apareció una carta del Atlántico Norte. Una línea roja bajaba desde el sur de Inglaterra hasta la costa africana antes de desviarse hacia las islas de Cabo Verde y de allí hasta las islas del mar de las Antillas. Utilizó un puntero láser para seguir el viaje de Ulises desde Inglaterra.
– El primer lugar donde Ulises recaló después de verse arrastrado mar adentro fue lo que describió como la tierra de los lotófagos. Según Wilkens, este lugar estaba probablemente en la costa occidental africana, en Senegal. Allí el loto es una variedad de la familia de los guisantes y los nativos lo consumen desde hace miles de años, porque tiene efectos narcóticos. A partir de allí, los vientos lo impulsaron rumbo al oeste hacia las islas de Cabo Verde, que es la elección lógica para ser la isla de los cíclopes, porque la descripción de Ulises concuerda casi a la perfección.
– El país de la gente con un solo ojo -apuntó Sandecker, con una sonrisa.
– En ninguna parte Homero manifiesta que todos tuvieran un solo ojo -puntualizó Yaeger-. Tenían dos. Sólo Polifemo tenía uno, y no estaba en el centro de la frente.
– Si no recuerdo mal mi lectura de la Odisea -dijo Gunn-, después de escapar de los cíclopes, Ulises continuó navegando hacia el oeste, hasta las islas Eolias.
– Después de introducir en el ordenador los vientos dominantes y las corrientes, la proyección indicaba que la siguiente escala que realizó Ulises fue en alguna de las numerosas islas al sur de la Martinica y al norte de Trinidad. A partir de allí, su flota fue arrastrada por una tormenta a la tierra de los lestrigones. Una de las islas pequeñas llamada Branwen, cerca de las costas de Guadalupe, encaja con la descripción. Los altos acantilados a ambos lados del angosto canal que recorre la nave cuadran exactamente con las características de la isla.
– Allí fue donde los lestrigones destruyeron la flota de Ulises -añadió Perlmutter.
– Si eso es verídico -declaró Yaeger-, las naves cargadas con los tesoros todavía yacen en el fondo de la bahía.
– ¿El nombre de la isla tiene algún significado?
– Branwen -respondió Yaeger- era una diosa celta y una de las tres matriarcas de Britania.
– ¿A qué país pertenece la isla? -preguntó Dirk.
– Es de propiedad privada.
– ¿Sabe quién es el propietario? -le interrogó Summer-. ¿Alguna estrella del rock, un actor, o quizá un grupo de empresarios?
– No, Branwen es propiedad de una mujer muy rica. -Yaeger hizo una pausa para consultar sus notas-. Se llama Epona Eliade.
– Epona es el nombre de una diosa celta -señaló Summer-. Eso es una coincidencia.
– Quizá sea algo más que una afortunada coincidencia -afirmó Yaeger-. Lo comprobaré.
– ¿Cuál fue el siguiente puerto donde recaló Ulises? -intervino Sandecker.
– Ahora que sólo contaba con una nave de las doce originales -respondió Yaeger-, navegó hacia la isla de Circe, llamada Eea, que corresponde al banco de la Natividad, un lugar que Homero sitúa en el extremo del mundo.
– ¡Circe! -exclamó Summer-. ¿Circe era la mujer que vivió y murió en la estructura que encontramos?
Yaeger se encogió de hombros.
– ¿Qué puedo decir? Todo esto no son más que conjeturas, prácticamente imposibles de demostrar.
– Pero… ¿qué la llevó a atravesar el océano hace tantos siglos? -preguntó Gunn.
Perlmutter entrelazó las manos sobre su considerable barriga.
– Hubo más travesías entre los continentes que lo que nadie imagina.
– Me interesaría saber dónde sitúas el Hades -le dijo Sandecker a Yaeger.
– El lugar más aproximado sería en las cavernas de Santo Tomás, en Cuba.
Perlmutter se sopló la nariz delicadamente, y luego preguntó:
– Después de dejar el Hades, ¿dónde se encontró con las sirenas, el monstruo Escila y Caribdis el remolino?
Yaeger levantó las manos en un gesto muy expresivo.
– He tenido que descartar esos episodios como producto de la descabellada imaginación de Homero. No hay ninguna localización geográfica para ellos a este lado del Atlántico. -Hizo una pausa antes de volver a la carta del viaje de Ulises-. A continuación, Ulises navegó hacia el este hasta la isla de Ogigia, donde vivía Calipso, que Wilkens y yo creemos que es la isla de San Miguel, en las Azores.
– Calipso era la hermosa diosa hermana de Circe -señaló Summer-. Eran mujeres del más alto rango. Ulises vivió con Calipso un episodio romántico, en lo que era un paraíso terrenal, después de su aventura amorosa con Circe en su isla, ¿no?
– Efectivamente -respondió Yaeger-. Después de que Ulises dejara a la llorosa Calipso en la playa, su última recalada en el palacio del rey Alcínoo fue consecuencia de los vientos adversos. El palacio estaba en la isla de Lanzarote, en las Canarias. Luego de relatar sus aventuras al rey y a su familia, le dieron una nave y consiguió finalmente regresar a su casa en Ítaca.
– ¿Dónde sitúas Ítaca? -preguntó Gunn.
– Donde la situó Cailleux: en el puerto de Cádiz, al sudoeste de España.
Todos los sentados a la mesa guardaron unos momentos de silencio mientras pensaban en el relato clásico y la multitud de teorías. ¿Cuánto de todo esto se acercaba aunque solo fuera remotamente a la verdad? Solo Homero lo sabía, y llevaba muerto tres mil años.
– Tienes que otorgarle a Ulises el mérito de tener un gran carisma masculino, a la vista de que vivió sendos romances con las dos mujeres más bellas e influyentes de su época -le comentó Dirk a Summer con una sonrisa-. Antes de que él las sedujera, ambas eran castas e inaccesibles.
– Si hemos de ceñirnos a la verdad -intervino Chisholm-, ninguna de las dos era una diosa, ni tampoco inocente como un bebé. Ambas aparecen descritas como mujeres de una extraordinaria belleza y poseedoras de una personalidad mágica. Circe era bruja y Calipso hechicera. Como simple mortal, Ulises no habría podido nunca satisfacer a ninguna de ellas. Lo más probable es que fuesen druidesas que tomaban parte en toda clase de rituales salvajes y perversos. Como tales, estaban íntimamente relacionadas con los sacrificios humanos que consideraban necesarios para ganar la vida eterna.
– Es algo difícil de creer -protestó Summer, que sacudió la cabeza enérgicamente.
– Pero cierto -replicó Chisholm-. Se sabe que las druidesas atraían a los hombres para que participaran en los sacrificios y las orgías. Por otra parte, como líderes de su culto femenino, tenían el poder de controlar a sus fieles para hacerles realizar los actos que ellas deseaban.
– Es una suerte para nosotros que el druidismo desapareciera hace mil años -declaró Yaeger.
– Ahí está la pega -señaló Chisholm-. El druidismo continúa muy vivo entre nosotros. Hay cultos por toda Europa que siguen los viejos rituales.
– Excepto en lo que se refiere a los sacrificios humanos -dijo Yaeger.
– No -respondió Boyd con un tono grave-. A pesar de que es un asesinato, los sacrificios humanos continúan practicándose entre los cultos druidas clandestinos.
Acabada la reunión, Sandecker llamó a Dirk y Summer a su despacho. Esperó a que se sentaran y fue al grano.
– Quiero que vosotros dos os encarguéis de un proyecto arqueológico.
Dirk y Summer se miraron, desconcertados. No tenían idea de lo que quería el almirante.
– ¿Quiere que volvamos al banco de la Natividad? -preguntó Dirk.
– No, quiero que voléis a Guadalupe y llevéis a cabo una exploración submarina en el puerto de la isla de Branwen.
– Dado que es una isla privada, ¿no necesitaríamos un permiso? -preguntó Summer.
– Mientras no piséis la costa, no se os considerará intrusos.
Dirk miró a Sandecker con una expresión escéptica.
– ¿Quiere que vayamos a buscar el tesoro perdido de la flota de Ulises en el país de los lestrigones?
– No, quiero que encontréis las naves y sus objetos. Si tenéis éxito, serían de lejos los pecios más antiguos encontrados en el hemisferio occidental y alterarían la historia del mundo antiguo. Si se puede hacer, quiero que lo haga la NUMA.
Summer entrelazó las manos sobre la mesa, sin disimular su nerviosismo.
– Sin duda comprende, almirante, que las probabilidades de realizar hallazgo tan extraordinario son de una entre un millón.
– Esa única probabilidad vale todos nuestros esfuerzos. Es mejor intentarlo que quedarnos cruzados de brazos y no saberlo.
– ¿Tiene ya un plan de trabajo?
– Rudi Gunn se encargará del transporte. Partiréis mañana por la mañana en un avión de la NUMA. En el aeropuerto cercano a la ciudad de Pointe-á-Pitre, en Guadalupe, os recibirá un representante de la NUMA que se llama Charles Moreau. Ha alquilado una embarcación para que vayáis a la isla Branwen, que está al sur. Tendréis que llevaros vuestros propios equipos de buceo. Rudi os enviará por vía aérea un perfilador de subsuelos para interpretar cualquier anomalía que podáis encontrar debajo de los sedimentos y la arena.
– ¿A qué se debe la urgencia? -quiso saber Dirk.
– Si se corre la voz, y correrá, todos los buscadores de tesoros del mundo aparecerán en la isla. Quiero que la NUMA sea la primera en llegar, que haga una prospección del fondo y se largue. Si tenéis éxito, nos pondremos en contacto con los franceses que gobiernan Guadalupe para que protejan la zona. ¿Alguna pregunta?
Dirk cogió la mano de su hermana.
– ¿A ti qué te parece?
– Que es apasionante.
– Estaba seguro de que dirías eso -manifestó Dirk, con un tono de cansancio-. ¿A qué hora quiere que estemos en la terminal aérea de la NUMA, almirante?
– Lo mejor es salir temprano. Vuestro avión despegará a las seis.
– ¿De la mañana? -preguntó Summer, con mucho menos entusiasmo.
Sandecker sonrió alegremente.
– Con un poco de suerte, quizá podáis escuchar el canto de los gallos camino del aeropuerto.
Después de la reunión, Yaeger bajó en el ascensor a su despacho en el piso diez. Poco partidario de las comidas en los restaurantes de moda de Washington, se llevaba a la oficina una anticuada fiambrera con frutas y verduras y un termo de zumo de zanahoria.
Le costaba ponerse en marcha por las mañanas y era incapaz de lanzarse al trabajo con todo su ímpetu. Se preparó una tisana y bebió lentamente, antes de reclinarse en la silla y leer el Wall Street Journal para saber cómo iban sus inversiones. Cuando acabó de leer el periódico, leyó el informe que le habían enviado del despacho de Sandecker sobre la enorme red de túneles que Pitt y Giordino habían descubierto en Nicaragua. Después puso en marcha un programa para copiar el texto mecanografiado en un disquete. Bebió otro sorbo de tisana y tecleó la orden para llamar a Max.
La mujer se materializó poco a poco. Ese día vestía una bata corta de seda azul con una faja amarilla, estrellas azules y una leyenda en la espalda que decía: MUJER MARAVILLA.
– ¿Qué opinas de mi atuendo? -preguntó Max con voz melosa.
– ¿Dónde lo has encontrado? -replicó Yaeger-. ¿Has estado revolviendo en la basura?
– Ya sabes que lo compro todo por internet. Por cierto, lo he pagado con la tarjeta de crédito de tu esposa.
– Allá tú.
Yaeger sonrió. Max era un holograma. Era imposible que pudiera comprar, pagar o usar objetos materiales. Sacudió la cabeza en una muestra de asombro ante el vivaz temperamento de Max. Había ocasiones en las que creía que haber programado a Max con el aspecto y la personalidad de su esposa había sido un error.
– Si has acabado de exhibirte, Mujer Maravilla, tengo un trabajito para ti.
– Estoy a tu servicio, amo -respondió Max, en una imitación de Barbara Eden en la vieja serie de televisión Dream of Jeannie.
Yaeger copió el contenido del disquete en la memoria de Max.
– Tómate el tiempo que haga falta y después dime qué has sacado en limpio.
Max lo miró fijamente durante unos segundos antes de preguntarle:
– ¿Qué quieres saber?
– La pregunta es: ¿cuál es el posible motivo para que Odyssey y la China comunista hayan excavado cuatro enormes túneles a través de Nicaragua desde el Atlántico al Pacífico?
– Eso es muy fácil. El enigma ni siquiera entibia mis circuitos.
Yaeger la miró sin disimular la desconfianza.
– ¿Cómo puedes darme una respuesta si todavía no has analizado el problema?
Max se llevó una mano a la boca para tapar el bostezo.
– Es absolutamente elemental. Nunca deja de sorprenderme que los humanos seáis incapaces de ver más allá de vuestra nariz.
Esta vez Yaeger estaba seguro de que había cometido un error en el programa. La respuesta había sido prácticamente instantánea.
– De acuerdo. Estoy ansioso por escuchar tu solución.
– Los túneles se construyeron para trasvasar enormes cantidades de agua.
– No creo que haga falta ser un genio para descubrirlo. -Yaeger comenzó a pensar que Max se había despistado un poco-. Cuatro túneles que van de un océano a otro, y las descomunales estaciones de bombeo, hacen que esa sea una conclusión evidente.
– ¡Ah! -exclamó Max, que levantó un mano con el índice extendido-. Ya que te parece tan obvio, ¿sabes por qué quieren bombear enormes cantidades de agua a través de los túneles?
– ¿Para desalinizar el agua y abastecer a la población? ¿Para el riego de cultivos? Demonios, no lo sé.
– ¿Cómo pueden ser los humanos tan obtusos? -preguntó Max con un tono de frustración-. ¿Estás preparado, amo?
– Si quieres tener la bondad de sacarme de la ignorancia…
– Perforaron los túneles para desviar la corriente ecuatorial sur, que va desde el continente africano al mar de las Antillas.
En el rostro de Yaeger apareció una expresión de desconcierto al escuchar la respuesta.
– ¿Cuál sería la amenaza ecológica que podría provocar?
– ¿No lo ves?
– Hay agua más que suficiente en el océano Atlántico para que no se note el trasvase de unos cuantos millones de litros.
– No te hagas el gracioso.
– Si no es eso, ¿qué es?
Max levantó las manos en un gesto de desesperación.
– Al desviar la corriente ecuatorial sur, la temperatura de la corriente del Golfo será unos ocho grados más baja cuando llegue a Europa.
– ¿Qué más?
– Un descenso de ocho grados en la temperatura del agua que calienta Europa provocaría un cambio climático en el continente que se asemejaría mucho al clima que reina actualmente en el norte siberiano.
Yaeger fue incapaz de captar inmediatamente el significado de las palabras de Max, o sus inimaginables consecuencias.
– ¿Estás segura?
– ¿Es que alguna vez me equivoco? -replicó Max con un mohín encantador.
– A mí me parece que ocho grados es una bajada muy brusca -insistió Yaeger, poco convencido de la solución.
– Sólo estamos hablando de un descenso de unos tres grados en la temperatura del agua cuando la corriente del Golfo pasa frente a las costas de Florida. Pero cuando la corriente fría del Labrador baja desde el Ártico y se encuentra con la del Golfo después de trazar un arco frente a las provincias marítimas canadienses, el descenso de la temperatura se hace mayor. Esto a su vez propicia otro descenso a través de Europa, y la consecuencia es que altera los patrones climáticos y provoca un cambio atmosférico que va desde Escandinavia al Mediterráneo.
El espantoso plan quedó claro ahora en la mente de Yaeger. Con movimientos pausados, cogió el teléfono y marcó el número del despacho de Sandecker. La secretaria del almirante le pasó la llamada inmediatamente.
– ¿Max ya tiene alguna respuesta? -preguntó Sandecker.
– Así es.
– ¿Qué ha dicho?
– Almirante -respondió Yaeger con voz ronca-, mucho me temo que se esté fraguando una catástrofe.
Mientras esperaban la llegada del helicóptero, que llevaba ya una hora de retraso, Giordino se durmió tranquilamente y Pitt se dedicó a mirar el lago de Nicaragua a través de los prismáticos. La costa oeste estaba a unos cuatro kilómetros y vio las casas de una ciudad pequeña.
La buscó en el mapa. Se trataba de la ciudad de Rivas. Luego volvió su atención a una isla muy extensa que tenía la forma de un ocho, situada a unos ocho kilómetros al oeste. Parecía una tierra muy fértil y estaba densamente arbolada. Pitt calculó que la superficie de la isla debía de tener unos cuatrocientos kilómetros cuadrados.
Según el mapa, era la isla de Ometepe. Pitt enfocó dos volcanes unidos por una angosta faja de tierra de tres o cuatro kilómetros de longitud. El volcán del lado norte de la isla tenía más de mil quinientos metros de altura y, a juzgar por la fumarola que escapaba del cráter y se unía con las nubes que pasaban por encima de la cumbre, parecía estar activo.
El volcán del sur tenía la forma de un cono perfecto y estaba inactivo. Pitt estimó que era unos trescientos metros más bajo que su compañero en el norte. También dedujo que los cuatro túneles debían de pasar por debajo de la faja de tierra, cerca de la base del volcán norteño. Eso explicaría, pensó, el inesperado aumento de la temperatura que él y Giordino habían notado en el interior del cuarto túnel.
Una rápida mirada al mapa le informó que el volcán activo se llamaba Concepción, mientras que su compañero se llamaba Maderas. Continuó con la observación y de pronto se encontró con lo que parecían ser los edificios de una gran fábrica, que ocupaban la ladera sur del Concepción un poco más allá del istmo. Estimó que abarcaban una extensión de doscientas hectáreas. Le pareció una ubicación bastante extraña para una fábrica. No era precisamente el lugar más apropiado para invertir millones de dólares en un complejo industrial donde no había medios de transporte adecuados. A menos, se dijo, que fuera algo muy secreto.
De pronto vio aparecer un avión por el norte. El aparato enfiló la pista que cruzaba la faja de tierra hacia la entrada del complejo, dio una vuelta alrededor de la cumbre del volcán Maderas y aterrizó. El piloto carreteó por la pista hasta el edificio de la terminal.
Pitt bajó los prismáticos, con la expresión de haber visto algo que no quería ver y una mirada de profunda concentración. Limpió los cristales de los prismáticos con unas gotas de agua de la cantimplora y los secó con el faldón de la camisa que llevaba debajo del mono de Odyssey. Luego se los llevó a los ojos y, como si quisiera estar seguro, enfocó el aparato.
La luz del sol que se colaba entre un par de nubes iluminaba la isla de Ometepe. Si bien el aeroplano no parecía mucho más grande que una hormiga a través de los prismáticos, el color lavanda que reflejaba el sol en el fuselaje y las alas era inconfundible.
Odyssey, murmuró para sus adentros, mientras su mente corría desbocada. Sólo entonces comprendió que los edificios se encontraban directamente encima de los túneles. Eso explicaba los enormes montacargas que él y Giordino habían visto en la terminal ferroviaria. El complejo estaba conectado con los túneles, aunque el tamaño indicaba que debía de servir a otros propósitos.
Mientras hacía un barrido de las instalaciones al pie del volcán, hizo una pausa al ver lo que parecían ser muelles detrás de una hilera de tinglados. Los techos de los tinglados le impedían la visión directa de los muelles, pero distinguió las siluetas de cuatro grandes grúas contra el fondo azul del cielo y entendió por qué el complejo no necesitaba de un sistema de transporte exterior. Era totalmente autosuficiente.
Entonces ocurrieron tres cosas casi simultáneamente, que le avisaron del peligro.
El faro, sin motivo aparente, comenzó a oscilar como una bailarina de hula hula. Tal como le había dicho a Percy Rathbone, estaba acostumbrado a los terremotos como todos los californianos. En una ocasión había estado en el piso treinta y dos de un edificio de oficinas en Wilshire Boulevard cuando se había producido un temblor y el edificio se había sacudido violentamente. Claro que no había tenido ninguna consecuencia, porque éste contaba con protección antisísmica. Ahora revivió la misma sensación, excepto que el faro se movía como una palmera sacudida por vientos cambiantes.
Pitt se volvió inmediatamente para mirar el volcán Concepción, ante la posibilidad de que hubiese entrado en erupción, pero el cráter parecía tranquilo, sin señales de humo o cenizas. Miró el agua y vio las ondulaciones en la superficie como si en las profundidades se hubiera puesto en marcha una gigantesca batidora. Al cabo de un minuto que se hizo eterno, se acabaron las sacudidas. Como era de suponer, Giordino no se despertó.
El segundo peligro lo encarnó una lancha patrullera de color lavanda que había zarpado de la isla y se dirigía directamente hacia el faro. Los guardias a bordo debían de estar muy convencidos de que sus presas no podían escapar, ya que navegaban como quien da un paseo.
El tercero y último peligro provino de debajo de sus pies. Un ruido prácticamente inaudible -el choque de una pieza metálica contra otra en el interior del pozo de ventilación- fue probablemente el motivo de que salvaran la vida. Pitt tocó a Giordino con la punta del pie.
– Tenemos visitas. Por lo que se aprecia, encontraron nuestro rastro.
Giordino se despertó en el acto y cogió la automática Desert Eagle calibre.50 que llevaba en la cintura debajo del mono. Pitt sacó de la mochila su vieja automática Colt.45 y se agachó junto al agujero del pozo sin mirar por encima del borde.
– ¡Quédense donde están! -gritó.
Lo que pasó a continuación no fue algo completamente inesperado. Por toda respuesta, una ráfaga de ametralladora convirtió en un colador la cúpula metálica del faro. La descarga fue tan violenta que Pitt y Giordino no se animaron a estirar las manos más allá del borde para disparar, ante el riesgo de que se las destrozaran las balas.
Pitt se arrastró hasta una de las ventanas del faro y comenzó a golpear contra el cristal con la culata de la pistola. El cristal era grueso y tuvo que descargar varios golpes hasta conseguir romperlo. Varios trozos cayeron al mar, pero Pitt pasó rápidamente el brazo por el agujero y golpeó el vidrio desde el exterior para que los cristales cayeran al suelo. Luego los empujó con los pies para amontonarlos y llevarlos hasta el agujero, y los lanzó por encima del borde. Los trozos, puntiagudos y afilados como navajas, llovieron sobre los asaltantes. Casi sin solución de continuidad se escucharon gritos de dolor y cesaron los disparos.
Pitt y Giordino aprovecharon la confusión para disparar a ciegas al interior del pozo. Las balas, que rebotaban contra las paredes de cemento, causaron el caos entre los guardias de Odyssey que subían la escalerilla. Los gritos de los heridos se apagaron y unos segundos más tarde se escucharon los golpes de sus cuerpos contra las paredes, mientras caían a plomo hasta el fondo.
– Eso retardará un poco sus malévolas intenciones -comentó Giordino, sin la menor pizca de remordimiento en la voz, mientras ponía un cargador nuevo en el arma.
– Todavía nos quedan otros indeseables por atender -replicó Pitt, señalándole la patrullera que navegaba hacia el faro, con la proa alzada por encima del agua.
– Será un poco duro.
A través del cristal roto, Giordino le indicó a su compañero el helicóptero que cruzaba el lago a baja altura desde el norte. Pitt calculó en un santiamén las distancias que debían recorrer la patrullera y el helicóptero, y se permitió una sonrisa.
– El pájaro es más rápido. Lo tendremos aquí cuando a la lancha le queden todavía cerca de dos kilómetros.
– Reza para que no lleven misiles -dijo Giordino, y sus palabras fueron como un jarro de agua fría para el entusiasmo de Pitt.
– No tardaremos en saberlo. Prepárate para coger el arnés cuando lo bajen.
– Tardaremos demasiado si tienen que subirnos uno a uno -afirmó Giordino-. Propongo que le digamos juntos nuestro lloroso adiós al faro.
– Estoy contigo -asintió Pitt.
Salieron al angosto balcón que rodeaba la parte superior de la torre. Pitt vio que el helicóptero era un Bell 340 con motores gemelos Rolls-Royce. Estaba pintado de colores amarillo y rojo, con las palabras MANAGUA AIRWAYS escritas en los laterales. Observó atentamente cómo el piloto efectuaba una vuelta a la torre, mientras un tripulante comenzaba a bajar el arnés unido al cable que los subiría hasta el aparato.
Pitt era casi treinta centímetros más alto que Giordino, así que saltó para coger el arnés, que se movía en círculos impulsado por el viento generado por las palas en la primera pasada. Se lo puso a Giordino por debajo de los brazos.
– Tú eres más robusto que yo. Soportarás el esfuerzo y yo me sujetaré a ti.
Giordino sujetó el cable con las dos manos mientras Pitt se abrazaba a su cintura. El tripulante, cuyos gritos no se podían oír por encima del estruendo de las turbinas, gesticuló con verdadera desesperación para indicarles que sólo podía levantar a un hombre.
La advertencia llegó demasiado tarde. Pitt y Giordino se vieron arrastrados fuera del balcón del faro y se quedaron colgando a una treintena de metros del agua cuando una súbita racha de viento golpeó al helicóptero. El piloto se encontró con que el aparato se inclinaba bruscamente a estribor por el peso sumado de los dos hombres. Estabilizó el helicóptero y mantuvo la posición mientras el tripulante observaba cómo el motor del torno apenas si conseguía subir a Pitt y Giordino.
La suerte los acompañó y la patrullera no disparó ningún misil. En cambio, disponía de dos ametralladoras pesadas instaladas a proa que comenzaron a disparar. Afortunadamente aún estaban muy lejos, y con la dificultad añadida del cabeceo de la lancha, el artillero no podía apuntar muy bien: los proyectiles pasaron a más de cincuenta metros.
El piloto, horrorizado al ver que le disparaban, se olvidó de los hombres que había ido a rescatar. Viró rápidamente en maniobra de evasión y puso rumbo a la seguridad de la costa. Pitt y Giordino, que estaban a unos seis metros por debajo de la cabina, se bambolearon como un péndulo. Giordino tenía la sensación de que en cualquier momento acabaría con los brazos arrancados. Pitt, que no experimentaba dolor alguno, no podía hacer otra cosa que aferrar a Giordino con todas sus fuerzas y gritarle al tripulante que acelerara la subida.
Pitt veía la agonía en el rostro de Giordino. Durante quizá dos minutos -que le parecieron eternos- el italiano estuvo tentado de soltarse, pero bastó una mirada al agua, que ahora estaba a unos ciento cincuenta metros de sus pies, para que cambiara rápidamente de idea.
Entonces se encontró con la mirada despavorida del tripulante, a metro y medio de distancia. El hombre se volvió para gritarle al piloto, que en una rápida y experta maniobra inclinó de lado el helicóptero lo justo y suficiente para que Pitt y Giordino cayeran en la sección de carga.
El tripulante se apresuró a cerrar la puerta. Atónito, miró a los dos hombres espatarrados en el piso.
– Hombres, tú estar locos -afirmó en un inglés macarrónico y un fuerte acento castellano-. Torno sólo para sacas de cincuenta kilos.
– Habla inglés -comentó Giordino.
– No muy bien -dijo Pitt-. Recuérdame que escriba una carta de agradecimiento a la compañía que fabricó el torno. -Se puso de pie y se apresuró a ir a la carlinga, donde miró a través de una de las ventanillas laterales hasta que vio a la patrullera. Había abandonado la persecución y ahora viraba para poner rumbo a la isla.
– ¿A qué demonios ha venido eso? -preguntó el piloto, que estaba furioso-. Esos payasos nos dispararon.
– Demos gracias de que sean malos tiradores.
– No esperaba tener problemas cuando acepté este viaje -añadió el piloto, que no dejaba de vigilar la patrullera-. ¿Quiénes son ustedes? ¿Por qué los perseguía la patrullera?
– Pertenecemos a la agencia que lo contrató -respondió Pitt-. Mi amigo y yo trabajamos en la National Underwater and Marine Agency. Me llamo Dirk Pitt.
El piloto apartó una mano de los controles y la extendió por encima del hombro.
– Marvin Huey.
– Ah, norteamericano. De Montana, a juzgar por el acento.
– Cerca. Me crié en un rancho de Wyoming. Después de veinte años de pilotar estos cacharros para la fuerza aérea, y de que mi mujer me dejara por un petrolero, me vine aquí para montar una pequeña empresa de vuelos chárter.
Pitt le estrechó la mano mientras le echaba una ojeada superficial. Parecía de baja estatura, con el cabello pelirrojo ralo y grandes entradas. Vestía unos Levi's desteñidos, una camisa estampada y botas vaqueras. Los ojos eran de un color azul claro y parecían haber visto demasiado. Le calculó cincuenta y tantos años.
Huey miró a Pitt sin disimular la curiosidad.
– No me ha dicho a qué ha venido la gran escapada.
– Vimos algo que no debíamos ver -contestó Pitt, sin dar más explicaciones.
– ¿Qué hay que ver en un faro abandonado?
– El faro no es lo que parece.
Huey no le creyó, pero no insistió en el tema.
– Aterrizaremos en nuestro campo en Managua dentro de veinticinco minutos.
– Cuanto antes mejor. -Pitt señaló el asiento vacío del copiloto-. ¿Le importa?
– En absoluto.
– ¿Cree que podría hacer una pasada sobre las instalaciones de Odyssey en la isla?
El piloto se volvió sólo un poco para obsequiar a Pitt con la mirada que se reserva para los locos.
– Bromea, seguramente. Ese lugar está más vigilado que el Área 51 de Groom Lake, en Nevada. No podría acercarme a menos de diez kilómetros sin que un avión de vigilancia me ordenara dar media vuelta.
– ¿Qué pasa allá abajo?
– Nadie lo sabe. Las instalaciones son tan secretas que los nicaragüenses niegan que existan. Lo que comenzó como un muelle y un par de edificios se ha ido convirtiendo en los últimos cinco años en eso que vemos ahora. Las medidas de seguridad son extremas. Construyeron unas naves inmensas, y lo que algunas personas creen que son áreas de montaje. Los rumores hablan de alojamientos con capacidad para tres mil personas. Los nativos cultivaban café y tabaco en las islas. Altagracia y Moyogalpa, las principales ciudades, fueron demolidas e incendiadas después de que el gobierno obligara a los habitantes a abandonar sus tierras y los reinstalara en las montañas del este.
– Al parecer, el gobierno ha invertido mucho en el complejo.
– Eso no lo sé, pero sí que han cooperado al máximo para que Odyssey trabaje sin interferencias.
– ¿No hay nadie que haya conseguido burlar las medidas de seguridad de Odyssey? -preguntó Pitt.
En el rostro de Huey apareció una sonrisa tensa.
– Nadie que haya vivido para contarlo.
– ¿Tan difícil es entrar?
– Vehículos equipados con los más modernos equipos de vigilancia recorren todas las playas. Las patrulleras navegan día y noche alrededor de la isla, con el apoyo de helicópteros. Hay sensores de movimiento en todos los senderos y caminos que conducen al complejo. Se dice que los ingenieros de Odyssey han perfeccionado unos equipos capaces de oler a cualquier ser vivo que se acerque a los edificios, y diferenciar entre humanos y animales.
– Habrá fotografías tomadas por satélites, ¿no? -insistió Pitt.
– Se las puede comprar a los rusos, pero no le servirán para saber lo que ocurre en el interior de los edificios.
– Tiene que haber rumores.
– Oh, claro, todos los que quiera. El único quizá con algo de cierto es el de que se trata de un complejo dedicado a la investigación y el desarrollo. Qué investigan es harina de otro costal.
– Pero tendrá un nombre…
– Sólo el que le ha puesto la gente de aquí.
– ¿Cuál es? -tuvo que preguntar Pitt.
– La casa de los invisibles -acabó por responder el piloto.
– ¿Y por qué?
– Porque a todos los que entran allí no los vuelven a ver nunca más.
– ¿Las autoridades locales nunca investigan las desapariciones? -preguntó Pitt.
Huey sacudió la cabeza.
– Los burócratas nicaragüenses siguen la política de no intromisión. Dicen que la gente de Odyssey ha comprado a todos los políticos, jueces y jefes de policía del país.
– ¿Qué pasa con los chinos comunistas? ¿Están involucrados?
– En estos tiempos están metidos en toda Centroamérica. Contrataron a Odyssey hace cosa de tres años para construir un canal en la costa oeste del lago de Nicaragua, en Peñas Blancas, para permitir que los barcos de ultramar pudieran entrar y salir.
– La economía nacional ha tenido que salir beneficiada.
– La verdad es que no. La mayoría de los barcos que utilizan el canal pertenecen a una flota china.
– ¿Cosco?
– Sí, esa -asintió el piloto-. Siempre atracan en los muelles de Odyssey.
Pitt pasó el resto del viaje en silencio, ocupado en analizar la multitud de contradicciones y misterios de Odyssey, su extraño fundador y sus todavía más extrañas actividades. En cuanto Huey aterrizó delante del hangar de la compañía, a tres kilómetros de Managua, Pitt se bajó de helicóptero y llamó a Sandecker.
Fiel a su estilo, el almirante fue directamente al grano.
– ¿Todavía no has salido para Washington?
– No, y no lo haremos -contestó Pitt.
Sandecker comprendió que Pitt tenía algo en mente y adoptó un tono más neutro.
– Supongo que tendrás una buena razón.
– ¿Sabía que Odyssey es propietaria de un enorme complejo secreto, que construyó en una isla del lago de Nicaragua y está directamente encima de los túneles?
– Todo lo que sé es que Odyssey construyó un canal entre el océano y el lago para permitir el paso de barcos de ultramar -Sandecker hizo una pausa-. Ahora que lo pienso, el informe también hacía vagas referencias a unas instalaciones que los nicaragüenses estaban construyendo en el puerto de Granada, a unos pocos kilómetros al este de Managua.
– El informe era vago porque las instalaciones portuarias las construyeron en el complejo de Odyssey en la isla de Ornetepe, para su uso exclusivo.
– ¿Qué te traes entre manos? -preguntó Sandecker, como si le hubiese leído el pensamiento.
– Propongo que Al y yo entremos en el complejo para investigar qué hacen.
– Después de escapar por los pelos de los túneles, me parece que es abusar de vuestra suerte -comentó Sandecker.
– Nos hemos convertido en unos expertos en intrusiones.
– No me hace ninguna gracia -replicó el almirante con tono desabrido-. Las medidas de seguridad deben de ser espectaculares. ¿Cómo pretendes entrar?
– Desde el agua.
– ¿No crees que deben tener instalados sensores submarinos?
– La verdad es que me sorprendería mucho si no los tuviesen -manifestó Pitt.
Diez minutos después de su conversación con Pitt, el almirante Sandecker miraba estupefacto a Hiram Yaeger.
– ¿Estás seguro de eso? Tiene que haber algún error en los datos.
Yaeger se mantuvo firme en sus palabras:
– Max no es infalible en un ciento por ciento, pero en esto no tengo la menor duda de que ha acertado.
– Supera todo lo creíble -opinó Gunn, mientras releía las proyecciones de Max.
Sandecker movió lentamente la cabeza, como si no pudiera salir de su asombro.
– Estás diciendo que construyeron los túneles para desviar la corriente ecuatorial sur, algo que a su vez produciría un descenso en la temperatura de la corriente del Golfo.
– De acuerdo con el modelo generado por Max, bajaría ocho grados al llegar a las costas de Europa.
Gunn dejó a un lado las páginas.
– Los efectos sobre el clima europeo serían catastróficos. Todo el continente estaría helado por ocho meses al año.
– No olvidemos el efecto de la corriente del Golfo en la costa este de Estados Unidos y las provincias marítimas de Canadá -añadió Sandecker-. Todos los estados al este del Misisipí y a lo largo de la costa atlántica padecerían las consecuencias de un frío tan riguroso como el europeo.
– Un pensamiento la mar de alegre -recalcó Gunn con tono sarcástico.
– La deriva del agua superficial atlántica cálida depende de la temperatura y la salinidad -explicó Yaeger-. En su movimiento hacia el norte, las aguas tropicales se mezclan con el agua fría que baja del Ártico, con lo que se hacen más densas y se hunden al sudeste de Groenlandia. Eso se llama la circulación termohalina. Luego se vuelven a calentar gradualmente y suben a la superficie cuando llegan a Europa. La súbita bajada de la temperatura de la corriente del Golfo también podría provocar el fallo de la circulación termohalina, algo que acentuaría la crisis y duraría varios siglos.
– ¿Cuáles serían los resultados más inmediatos? -preguntó el almirante.
Yaeger distribuyó varias páginas sobre la mesa de Sandecker y comenzó a citar los datos.
– La muerte y el caos se extenderían por doquier. Al principio, morirían miles de personas desamparadas como consecuencia de la congelación y la hipotermia. Otros muchos miles morirían más tarde tras el agotamiento de las fuentes de energía debido a un exceso de demanda. Se paralizaría todo el tráfico fluvial, por el congelamiento de los ríos. Los puertos del Báltico y el mar de Norte cerrarían, cosa que impediría la entrada de los barcos que transportan el petróleo y el gas licuado necesario para la calefacción, por no hablar de los millones de toneladas de alimentos que se importan de otros países.
»Las cosechas se reducirían a la mitad. La escasez de alimentos se acentuaría debido al acortamiento de las estaciones poductivas. También se complicaría la circulación de coches y camiones debido al hielo en las carreteras, las copiosas nevadas y la falta de combustible. Los aeropuertos y ferrocarriles interrumpirían sus servicios durante semanas. Las personas sufrirían resfriados, gripes y neumonías. El turismo desaparecería. La economía europea se hundiría, sin ninguna perspectiva de recuperación. Todo esto no es más que la mitad de la historia.
– Adiós a los vinos de Francia y los tupilanes holandeses -murmuró Gunn.
– ¿Qué me dices del gas transportado por los gasoductos desde Oriente Medio y Rusia? -preguntó Sandecker-. ¿No podrían aumentar el suministro para paliar el sufrimiento de la población?
– Es una gota en el mar, si se calcula la demanda. Hay que tener en cuenta los cortes en el suministro de energía eléctrica provocados por las fuertes tormentas invernales. Max estima que al menos treinta millones de hogares en Europa se quedarían sin calefacción.
Gunn dejó de tomar notas.
– Has dicho que esto es sólo la mitad de la historia.
– Nuevas desgracias y miserias acompañarían el aumento de la temperatura a finales de la primavera -prosiguió Yaeger-. Este terrible panorama se vería reforzado por las trombas de agua y los fuertes vientos. Las consecuencias serían unas inundaciones nunca vistas. Los ríos se desbordarían y anegarían miles de ciudades y pueblos. El agua destrozaría puentes vitales para las comunicaciones y millones de casas. Los aludes y los deslizamientos de tierra sepultarían ciudades enteras y acabarían con gran parte de la red de autopistas. Las pérdidas de vidas después de semejante cataclismo serían incalculables.
Gunn y Sandecker permanecieron en silencio por unos instantes. El almirante fue el primero en romperlo.
– ¿Por qué? -preguntó escuetamente. Gunn manifestó en voz alta el pensamiento que estaba en la mente de todos-: ¿Qué pueden ganar Specter y la China Roja con semejante atrocidad?
Yaeger levantó las manos en un gesto de impotencia.
– Max todavía no ha encontrado una respuesta.
– ¿Podría ser que Specter controlara el suministro de gas que llega a Europa? -propuso Sandecker.
– Nos formulamos la misma pregunta y buscamos informaciones sobre todas las grandes compañías proveedoras de gas al continente -respondió Yaeger-. La respuesta fue negativa. Odyssey no es propietaria de yacimientos de gas natural o petróleo en ningún país del mundo. Specter sólo tiene intereses en la explotación de minas de platino, paladio, iridio y rodio. Es propietario de las mayores reservas y minas de Sudáfrica, Brasil, Rusia y Perú. Tendría el monopolio de las reservas mundiales si se hiciera con el control de la mina Hall de Nueva Zelanda, que produce más que todas las otras reunidas; pero el propietario de la mina, Westmoreland Hall, ha rechazado todas las ofertas de compra.
– Si no recuerdo mal mis clases de química en el Instituto -dijo Sandecker con voz pausada-, el platino se utiliza básicamente para la fabricación de los electrodos de las bujías de automotores y la joyería.
– También existe una gran demanda por parte de los laboratorios químicos, debido a su gran resistencia al calor.
– No consigo ver la relación entre sus explotaciones mineras y el plan de sumir a Europa en otra era glacial.
– Tiene que haber una razón -afirmó Gunn-. Para recuperar la inversión hecha al cavar los túneles y obtener beneficios, necesita conseguir unas ganancias astronómicas. Si no las consigue a través del suministro de energía, ¿cómo podría hacerlo?
Sandecker se volvió para mirar con expresión pensativa el río Potomac a través de la ventana. Luego miró de nuevo a Yaeger.
– Aquellas bombas, accionadas por la presión del agua, ¿se podrían utilizar para generar electricidad? Si es así, podrían producir energía suficiente para abastecer toda Centroamérica.
– El informe de Pitt no menciona para nada la presencia de generadores. Él y Giordino los habrían identificado de inmediato.
La penetrante mirada de los ojos azules de Sandecker se fijó en Gunn.
– ¿Estás al corriente de la nueva travesura que esos dos quieren hacer?
– No sé de qué se trata. -Gunn sostuvo la mirada de su jefe sin intimidarse-. Creía que ahora mismo estaban en un vuelo de regreso a Washington.
– Se ha producido un cambio de planes.
– Vaya.
– Me han dicho que piensan realizar una investigación clandestina en un complejo secreto que Odyssey ha construido en una isla del lago de Nicaragua.
– ¿Les ha dado su permiso? -preguntó Gunn con una sonrisa astuta.
– ¿Desde cuándo crees que esos dos aceptan un no por respuesta?
– Quizá consigan hallar algunas respuestas para nuestro enigma.
– Quizá -admitió Sandecker en tono grave-. Claro que también pueden conseguir que los maten a los dos.