11 de septiembre de 2006
Washington
A las nueve de la mañana, tres días después de que él y sus hijos regresaran al hangar, Pitt se anudó la corbata para completar su atuendo. Se había vestido con lo que llamaba “su traje de domingo”: el único que tenía hecho a medida, negro a rayas y con chaleco. Luego se abotonó el chaleco y metió en uno de los bolsillos su viejo reloj de oro, pasó la cadena por uno de los ojales y metió el otro extremo de la cadena con la trabilla en el bolsillo opuesto. No era algo frecuente que se vistiera con este traje, pero aquel era un día muy especial.
Specter había sido detenido por los alguaciles federales cuando su piloto había cometido el error de aterrizar en San Juan, Puerto Rico, para hacer una escala técnica en su viaje a Montreal. Le entregaron una citación para presentarse y declarar ante un comité de la cámara que investigaba sus turbias operaciones mineras en el territorio norteamericano. Los alguaciles lo pusieron bajo custodia y lo llevaron a Washington, así que no tenía ninguna posibilidad de escapar a otro país. Como su frustrada operación para congelar Norteamérica y Europa había tenido lugar en un país extranjero fuera de la jurisdicción nacional, se había librado de una acusación federal.
En realidad, el comité tenía las manos atadas. Había muy pocas posibilidades de conseguir una victoria legal. Podían aspirar como máximo a sacar a la luz las actividades ilegales de Specter e impedirle cualquier nueva operación en Estados Unidos. Epona, sin embargo, había conseguido escapar de la red y no se sabía nada de su actual paradero. Era otro de los temas que el comité plantearía a Specter.
Pitt se miró por última vez en un espejo de cuerpo entero que había sido parte del mobiliario de un camarote de primera clase en un viejo barco de vapor. Lo único en su atuendo que lo diferenciaba del rebaño de Washington era la corbata gris y blanca. Se había peinado cuidadosamente los cabellos negros rizados y sus ojos verdes brillaban con la animación habitual, a pesar de la escasez de descanso por pasar la noche con Loren. Se acercó a la mesa y recogió la daga que le había quitado a Epona en la isla Branwen. La empuñadura estaba recamada con rubíes y esmeraldas, y la hoja era delgada y de doble filo. La guardó en el bolsillo interior de la chaqueta.
Bajó por la escalera de caracol de hierro forjado a la planta baja, donde tenía la colección de coches y aviones antiguos. Delante de la puerta principal estaba aparcado un todo terreno Navigator de la NUMA. Era un vehículo demasiado grande para circular por las calles de la capital, pero lo consideraba un coche con una excelente respuesta y muy cómodo. Además el nombre de la NUMA y el color señalaban que era un vehículo oficial, cosa que le permitía aparcar en lugares prohibidos para los coches particulares.
Cruzó el puente para ir al centro de la ciudad y aparcó en la zona reservada exclusivamente a vehículos oficiales, a dos manzanas del edificio del Capitolio. Subió la escalinata y, una vez en el vestíbulo debajo de la cúpula, siguió las instrucciones de Loren para ir a la sala donde tenían lugar las sesiones del comité. Como no quería entrar por la puerta del público y los periodistas, siguió por el pasillo hasta donde un guardia de seguridad del Capitolio vigilaba la puerta reservada a los miembros de la cámara de representantes que formaban el comité, sus ayudantes y los abogados.
Pitt le entregó una tarjeta al guardia y le pidió que se la hiciera llegar a la congresista Loren Smith.
– No puedo hacerlo -protestó el guardia, que vestía un uniforme gris.
– Se trata de un asunto extremadamente urgente -replicó Pitt con voz autoritaria-. Tengo una prueba fundamental para ella y el comité.
Pitt exhibió sus credenciales para demostrarle al guardia que no era un cualquiera que hubiese entrado en el edificio sin ningún motivo. El guardia comparó la foto de la tarjeta de identidad con su rostro, asintió, cogió la tarjeta y entró en la sala del comité.
Diez minutos más tarde, cuando hubo una pausa en el interrogatorio, Loren salió al pasillo.
– ¿Qué ocurre? -preguntó.
– Tengo que entrar en la sala.
Loren lo miró con las cejas enarcadas como una muestra de su desconcierto.
– Tendrías que haber entrado por la puerta reservada al público.
– Tengo un objeto que demostrará quién es Specter.
– Dámelo, y yo se lo presentaré al comité.
Pitt sacudió la cabeza.
– No puedo hacerlo. Tengo que presentarlo yo mismo -manifestó Pitt con vehemencia.
– No te lo puedo permitir -insistió ella-. No estás en la lista de testigos.
– Haz una excepción -le rogó Pitt-. Pregúntaselo al presidente.
Loren lo miró a los ojos, que conocía muy bien. Buscó algo que no encontró.
– Dirk, sencillamente no puedo hacerlo. Tienes que explicarme lo que quieres hacer.
El guardia sólo estaba a un par de pasos más allá, sin perderse ni una palabra de la conversación. La puerta, normalmente cerrada, había quedado entreabierta. Pitt sujetó a Loren por los hombros, la hizo girar en un rápido movimiento y la empujó hacia el guardia. Antes de que pudieran impedírselo, ya había cruzado la puerta y caminaba a paso rápido por el pasillo entre los representantes y sus colaboradores sentados. Nadie hizo el menor intento de protesta o de detenerlo cuando subió el par de peldaños hasta el estrado de los testigos. Se detuvo delante de la mesa que ocupaban Specter y sus muy cotizados asesores legales.
El congresista Christopher Dunn de Montana golpeó con su mazo al tiempo que decía:
– Señor, está usted interrumpiendo una investigación muy importante. Debo pedirle que se retire inmediatamente, o mandaré a los guardias que lo saquen de la sala.
– Con su permiso, señor congresista, pondré a su investigación en una vía completamente nueva.
Dunn le hizo un gesto al guardia, que había seguido a Pitt al interior de la sala.
– ¡Sáquelo de aquí!
Pitt cogió la daga que llevaba en el bolsillo interior de la chaqueta y apuntó con ella al guardia, que se detuvo en seco. El hombre amagó desenfundar el arma, pero titubeó cuando Pitt acercó la daga a su pecho.
– Con su permiso, señor -repitió-. Créame, señor congresista, que valdrá la pena escucharme.
– ¿Quién es usted, señor? -preguntó Dunn.
– Me llamo Dirk Pitt. Soy el hijo del senador George Pitt.
Dunn reflexionó un momento, y después le hizo un gesto al guardia.
– Espere. Quiero escuchar lo que el señor Pitt tenga que decir. -Luego miró a Pitt-. Deje esa daga. Dispone exactamente de un minuto para explicarme lo que sea. Será mejor que valga la pena, o se encontrará entre rejas dentro de una hora.
– ¿Arrestaría al hijo de un estimado senador? -preguntó Pitt con un tono insolente.
– Es republicano -replicó Dunn con una sonrisa astuta-. Yo soy demócrata.
– Gracias, señor.
Pitt dejó la daga sobre la mesa y fue a situarse delante mismo de Specter, que continuaba sentado tan tranquilo. Como siempre, vestía un traje blanco y llevaba gafas oscuras y un pañuelo que le tapaba la boca y la barbilla, además del sombrero que le ocultaba los cabellos.
– ¿Querría tener la bondad de ponerse de pie, señor Specter?
Uno de los abogados de Specter se inclinó para hablar por uno de los micrófonos que había sobre la mesa.
– Debo protestar muy enérgicamente, congresista Dunn. Este hombre no tiene nada que hacer en esta sala. El señor Specter no tiene ninguna obligación legal de responderle.
– ¿Es que Specter tiene miedo? -manifestó Pitt-. ¿Es un cobarde? -Pitt hizo una pausa y miró a Specter con una mirada retadora.
Specter mordió el anzuelo. Era demasiado arrogante para pasar por alto los insultos de Pitt. Apoyó una mano sobre el brazo de su abogado para contenerlo y lentamente levantó su corpachón de la silla, hasta ponerse de pie, con el rostro oculto, el consumado acertijo de un enigma.
Pitt sonrió al tiempo que se inclinaba un poco como si agradeciera que Specter se hubiera levantado.
Luego, en un movimiento súbito que pilló a todos por sorpresa, empuñó la daga y la hundió hasta la empuñadura en el vientre de Specter para después cortarle el traje en diagonal.
Los gritos de los hombres y los chillidos de las mujeres resonaron en la sala. El guardia se lanzó sobre Pitt, que se esperaba el ataque. Dio un paso a un costado al tiempo que le hacía una zancadilla que lo hizo rodar por el suelo. Después clavó la daga en la mesa delante de Specter y se apartó, visiblemente complacido consigo mismo.
Loren, que se había levantado de un salto para gritarle a Pitt, enmudeció de pronto. Fue una de las primeras en ver que Specter no sangraba.
La sangre y los intestinos tendrían que haberse volcado sobre la mesa, pero en el traje blanco no se veía ninguna mancha. Muy pronto el centenar de personas que se habían puesto de pie horrorizadas comenzaron a advertir el mismo fenómeno.
Con el rostro pálido, el presidente del comité miraba a Specter mientras golpeaba con el mazo en un intento por restablecer el orden.
– ¿Qué está pasando aquí? -gritó.
Nadie se interpuso cuando Pitt rodeó la mesa, le quitó las gafas de sol a Specter y las arrojó al suelo. Luego le quitó el sombrero y el pañuelo y los dejó sobre la mesa.
Todos los presentes se quedaron boquiabiertos al ver la larga cabellera roja que caía sobre los hombros de Specter.
Pitt se acercó al congresista Dunn.
– Señor, permítame que le presente a Epona Eliades, también conocida como Specter, la fundadora del imperio Odyssey.
– ¿Es verdad? -preguntó Dunn, absolutamente desconcertado mientras se ponía de pie-. ¿Esta mujer es Specter y no un doble disfrazado?
– Es el producto original -le confirmó Pitt. Se volvió hacia Epona-. Por extraño que parezca, la eché de menos -dijo, con una voz que rezumaba sarcasmo.
Epona tendría que haber temblado como un ratón aterrorizado por la visión de una serpiente. En cambio, permaneció muy erguida y no respondió. No necesitaba hacerlo. Sus ojos centelleaban y apretaba los labios, mientras su rostro reflejaba un odio y un desprecio más que suficientes para provocar una revolución. Entonces, algo del todo inconcebible ocurrió en el siguiente momento macabro. La cólera se esfumó de los ojos y los labios apretados con la misma brusquedad con que había aparecido. Lenta, muy lentamente, Epona comenzó a quitarse el traje rasgado hasta que se quedó increíblemente serena y hermosa, con un ajustado vestido de seda blanco que dejaba descubiertos los hombros y le llegaba hasta justo por debajo de las nalgas, con la cabellera roja suelta más abajo de los hombros desnudos.
Era una visión que la sala y el público atónito no volverían a presenciar nunca más.
– Ha ganado, señor Pitt -dijo, con voz suave y ligeramente ronca-. ¿Se siente triunfante? ¿Cree que ha obrado un milagro?
Pitt sacudió la cabeza lentamente al escuchar las preguntas.
– Triunfante no, y desde luego no es un milagro. Me siento gratificado. Su vergonzoso intento de convertir en un infierno la vida de millones de personas era despreciable. Podría haber contribuido al bienestar del mundo con la tecnología de la celda de combustible, y sus túneles que cruzaban Nicaragua podrían haber significado una considerable reducción de costes y tiempo en el transporte de cargas que ahora se hace por el canal de Panamá. En cambio, prefirió aliarse con una nación extranjera con el único propósito de conseguir más dinero y poder.
Vio que ella tenía el control absoluto de sus emociones y que no estaba dispuesta a discutir. Sonrió de una manera que quería transmitir algo. Ninguno de los presentes aquel día en la sala olvidaría a la exótica y hermosa criatura que rezumaba un magnetismo femenino que era imposible de describir.
– Bonitas palabras, señor Pitt, aunque no signifiquen nada. De no haber sido por usted, podría haber cambiado el curso de la historia del mundo. Esa era la meta, el objetivo final.
– Pocos lamentarán su fracaso -replicó Pitt con un tono cortante.
Sólo entonces Pitt vio un muy débil reflejo de desilusión en su cautivadora mirada. Epona se irguió en toda su estatura y miró a los miembros del comité.
– Hagan conmigo lo que quieran, pero pueden darse por avisados. No será sencillo que logren condenarme por algún delito.
Dunn señaló con el mazo a dos hombres que estaban sentados en el fondo de la sala.
– ¿Los alguaciles federales podrían tener la bondad de acercarse y poner a esta mujer bajo custodia?
Los abogados de Epona se levantaron como un solo hombre y comenzaron a pregonar que no estaba dentro de las atribuciones de Dunn como congresista ordenar el arresto. Él los hizo callar con una mirada furibunda.
– Esta persona ha cometido un delito al presentarse ante este comité fingiendo ser otra persona. Será retenida hasta que la oficina del fiscal general tenga la oportunidad de estudiar sus acciones delictivas y adoptar las pertinentes acciones legales.
Los alguaciles sujetaron a Epona para llevársela de la sala. La mujer se detuvo cuando pasó por delante de Pitt. Lo miró con una expresión irónica pero sin el menor rastro de enojo.
– Mis amigos al otro lado del mar nunca permitirán que me juzguen. Volveremos a encontrarnos, señor Pitt. Aquí no se acaba. La próxima vez que se crucen nuestros caminos, caerá en mi red. No se engañe.
Pitt controló la cólera y la miró con una sonrisa tranquila y enigmática.
– ¿La próxima vez? -replicó-. No lo creo, Epona. Usted no es mi tipo.
La rabia hizo que se le tensaran los labios una vez más. Su tez palideció visiblemente y sus ojos perdieron el brillo, cuando los alguaciles la sacaron por una puerta lateral. Pitt no pudo menos que admirar su belleza. Pocas mujeres habrían podido comportarse con tanta gracia y estilo y hacer una salida espectacular después de semejante caída. Sintió como si una mano helada le oprimiera la boca del estómago al pensar que algún día podría volver a cruzarse en su camino.
Loren se acercó al estrado de los testigos y lo abrazó sin avergonzarse.
– Eres un loco. Te podrían haber disparado.
– Perdona la teatralidad, pero tenía claro que éste era el momento y el lugar para desenmascarar a esa bruja.
– ¿Por qué no me lo dijiste?
– Porque, si estaba en un error, no quería que te vieras mezclada.
– ¿No estabas seguro? -preguntó Loren, sorprendida.
– Sabía que pisaba terreno firme, pero no tenía una seguridad absoluta.
– ¿Qué te hizo sospechar de ella?
– Al principio no tenía más que una corazonada. Cuando llegué aquí, sólo estaba seguro a medias. Pero cuando me vi cara a cara con Specter me pareció obvio que, incluso sentado en la silla, su peso no estaba distribuido como el de un hombre de doscientos kilos. -Pitt levantó la mano y le mostró la cicatriz en la palma-. Luego vi que en el índice de la mano derecha llevaba el mismo anillo que Epona utilizó para hacerme este tajo en la isla Branwen. Ahí tuve la prueba definitiva.
Dunn continuaba gritando para poner orden en la sesión. Sin importarle lo que pudieran pensar los presentes, Loren besó a Pitt en la mejilla.
– Tengo que volver al trabajo. Has abierto una lata de gusanos que cambiará todo el rumbo de la investigación.
Pitt amagó volverse como si fuera a marcharse, pero luego cogió la mano de Loren.
– ¿Te va bien dentro de una semana, a contar desde el domingo?
– ¿Qué pasará dentro de una semana a contar desde el domingo?
En el rostro de Pitt apareció la sonrisa de diablo que ella conocía muy bien.
– Es el día de nuestro casamiento. He reservado la catedral de Washington.
Dio media vuelta y salió de la sala mientras la congresista de Colorado lo miraba irse con una expresión de asombro en sus ojos grises.
11 de octubre de 2006
Washington
Loren no estaba dispuesta a casarse en un plazo de diez días. Insistió en que la boda se realizara un mes más tarde, un plazo que apenas si le daba tiempo para organizar el acontecimiento, reservar un lugar para la ceremonia, encontrar a una modista que le arreglara el traje de novia de su madre y disponer todo lo referente a la recepción que tendría lugar entre la colección de coches antiguos en el hangar de Pitt.
La ceremonia tuvo lugar en la catedral nacional de Washington, que se alza en la cima del monte Saint Alban, una colina desde la que se domina toda la ciudad. Su nombre es Iglesia Catedral de San Pedro y San Pablo, y se construyó en el período que va desde 1907 a 1990. La primera piedra fue colocada en presencia del presidente Theodore Rossevelt. Tiene la forma de una T, con sendas torres en la entrada al pie de la T. La tercera torre, la del campanario, tiene una altura de más de cien metros. La catedral fue construida de acuerdo con el mismo diseño arquitectónico de las catedrales de Europa, ochocientos años atrás. Está considerada como el último ejemplo del más puro estilo gótico en el mundo entero.
En el interior, hay doscientas quince ventanas, muchas de las cuales tienen vitrales que filtran la luz del sol y proyectan sus dibujos en el suelo. Algunos representan motivos florales, otros tienen imágenes religiosas o escenas de la historia norteamericana. La más sorprendente de todas es la denominada Ventana Espacial, un notable trabajo artístico que incluye una piedra lunar.
Cerca de quinientos amigos y familiares asistieron a la ceremonia. Los padres de Loren acudieron desde su rancho en el oeste de Colorado, junto con los dos hermanos y las dos hermanas. El padre de Pitt, el senador George Pitt, y su madre, Barbara, estaban allí, felices al ver que su revoltoso hijo había decidido sentar cabeza y se casaba con una mujer a la que ambos querían y respetaban.
Se presentó todo el grupo de la NUMA: el almirante Sandecker, que parecía pasarlo muy bien; Hiram Yaeger, con su esposa e hijas; Rudi Gunn; Zerri Pochinsky, la secretaria de Pitt, y otros muchos con quienes Pitt había trabajado en los muchos años que llevaba en la Agencia. Julien Perlmutter era otro de los invitados, y él solo ocupaba tres lugares en uno de los bancos.
Un gran número de personas de la flor y nata de Washington figuraban entre el público: senadores, congresistas, funcionarios, hombres de estado e incluso el presidente y su esposa, que estaban en la ciudad y pudieron asistir.
Las damas de honor de Loren eran sus hermanas. La matrona de honor era su secretaria, Marilyn Trask, que trabajaba a su lado desde el inicio de su carrera política. Summer Pitt, que sería su hijastra, era otra de las damas de honor. El padrino no era otro que su compañero de aventuras, Al Giordino, y sus testigos eran su hijo Dirk, Rudi Gunn y los hermanos de Loren.
Loren vestía el traje de novia de su madre, un modelo de los años cincuenta; encaje y satén blanco con un gran escote en uve, el corpiño bordado, mangas largas de encaje blanco, y una falda de tres capas de satén con un miriñaque para abombarla y hacer que fuera más impresionante. Dirk y su equipo estaban elegantísimos con sus corbatas y chaqués blancos.
El coro de la catedral cantaba mientras los invitados ocupaban sus asientos. Luego callaron, cuando el órgano comenzó a interpretar la marcha nupcial. Todos volvieron la cabeza para mirar hacia la entrada. En el altar, Pitt y sus amigos formados en fila miraban hacia el fondo de la iglesia mientras las damas de honor, encabezadas por Summer, avanzaron por el pasillo.
Loren, del brazo de su padre, no dejaba de sonreír sin apartar la mirada ni por un momento de los ojos de Pitt.
Cuando llegaron al altar, el señor Smith se hizo a un lado y Pitt cogió el brazo de Loren. La ceremonia la ofició el reverendo Willard Shelton, un amigo de la familia de Loren. El rito fue tradicional, sin que el novio y la novia recitaran odas de amor eterno.
Después, mientras la pareja caminaba hacia la salida del templo, Giordino salió a la carrera por una puerta lateral, buscó el coche y lo aparcó delante de la escalera de entrada en el mismo momento en que Pitt y Loren salían de la catedral. La tarde era hermosa, con unas nubes blancas que cruzaban majestuosamente el cielo azul. Loren se volvió para lanzar su ramo de novia. La afortunada en cogerlo fue la hija mayor de Hiram Yaeger, que se puso roja como un tomate y se echó a reír.
Giordino esperaba al volante del Marmon V16 color rosa, mientras Pitt le abría la puerta a Loren y la ayudaba a subir para que no se estropeara el vestido. El alpiste, que había reemplazado al arroz que ya no era aceptable, llovió sobre ellos cuando se despidieron de la multitud. Giordino puso la primera y el gran coche se alejó de la escalinata de la catedral. Condujo a través de los jardines hasta Wisconsin Avenue y giró hacia el río Potomac y el hangar de Pitt, donde se celebraría la recepción. El cristal que separaba la cabina de los pasajeros del asiento del conductor estaba subido, así que Giordino no escuchaba la conversación que mantenían Pitt y Loren.
– Bueno, la mala obra ya está hecha -comentó Pitt, con una carcajada.
Loren le pegó en el brazo con el puño.
– ¡Mala obra! ¿Es así como llamas a nuestra preciosa boda?
Él le cogió la mano y contempló la alianza que le había puesto en el anular. Tenía un rubí de tres quilates, rodeado de esmeraldas pequeñas. Después de las hazañas de Shockwave, sabía que los rubíes y las esmeraldas eran cincuenta veces más escasos que los diamantes, que en realidad inundaban el mercado.
– Primero me encuentro con dos hijos mayores que ni siquiera sabía que tenía, y ahora tengo a una esposa a la que mimar.
– Me gusta la palabra mimar -afirmó Loren. Le echó los brazos al cuello y lo besó en los labios.
Cuando por fin él consiguió apartarla, susurró:
– Esperemos a comenzar la luna de miel.
Loren se echó a reír y volvió a besarlo.
– Todavía no me has dicho a qué lugar me llevarás. Te lo tienes muy callado.
– He alquilado un pequeño velero en Grecia. Navegaremos por el Mediterráneo.
– Suena fantástico.
– ¿Crees que una chica de Colorado podrá aprender a izar velas y a pilotar?
– Tú espera y ya me dirás.
No tardaron en llegar al hangar de Pitt. Giordino utilizó el control remoto para desconectar las alarmas y abrir la puerta. Luego entró con el coche en el piso principal. Pitt y Loren se apearon del coche y subieron la escalera hasta el apartamento, donde se vistieron con prendas más cómodas para la recepción.
Julien entró en el hangar como un elefante en una cacharrería y comenzó a dar órdenes a los camareros. Se secó el sudor de la frente porque hacía un día caluroso y húmedo -muy típico del veranillo de San Martín- y reprendió al jefe de comedor de Le Curcel, el restaurante con tres estrellas Michelin que había contratado para que sirvieran la comida.
– Estas ostras que ha traído tienen el tamaño de cacahuetes. Sencillamente son impresentables.
– Las mandaré retirar y traeré otras ahora mismo -prometió el hombre antes de salir a la carrera.
Los invitados no tardaron en llegar y les sirvieron champán californiano mientras ocupaban las mesas distribuidas por el hangar. En las mesas del bufé dispuestas alrededor de la vieja bañera con motor fuera de borda que Pitt había utilizado para escapar de Cuba años atrás, había comidas exquisitas. En las fuentes de plata y en los boles con hielo estaban todas las variedades que ofrecía el mar, incluidos abulones y erizos. Perlmutter estaba orgulloso de sí mismo por haber preparado un menú irrepetible.
El almirante Sandecker fue de los últimos en llegar, y cuando lo hizo le dijo a Pitt que quería hablar con él a solas. Pitt lo llevó a uno de los camarotes del vagón del Manhattan Limited Pullman que utilizaba como despacho. Sandecker esperó a que Dirk cerrara la puerta y se sentara para encender uno de sus enormes puros y soltar una bocanada de humo azul hacia el techo.
– Ya sabrás que el vicepresidente Holden está delicado de salud -comenzó el almirante.
– He escuchado rumores.
– La situación es mucho peor. No creen que pase del mes.
– Lo siento mucho -dijo Pitt-. Mi padre lo conoce desde hace treinta años. Es un buen hombre.
Sandecker miró a Pitt y esperó atento su reacción.
– El presidente me ha pedido que lo acompañe en las próximas elecciones.
Las hirsutas cejas negras de Pitt se unieron cuando frunció el entrecejo.
– El presidente lleva todas las de ganar. No sé por qué, pero no me lo imagino a usted como vicepresidente.
Sandecker se encogió de hombros.
– Es un trabajo mucho más sencillo que el que tengo ahora.
– Sí, pero la NUMA es su vida.
– Me hago mayor y estoy quemado después de veinticinco años en el mismo empleo. Es hora de un cambio. Además, no pienso ser uno de esos vicepresidentes que no hacen nada. Me conoces desde hace mucho tiempo y sabes que cogeré del cuello a esos tipos del gobierno y les daré una buena sacudida.
Pitt se echó a reír.
– Sé que no se encerrará en un armario de la Casa Blanca ni se quedará callado cuando algo no le guste.
– Sobre todo cuando se trate de cuestiones medioambientales referidas al mar -dijo Sandecker-. Si lo piensas un poco, puedo hacer mucho más por la NUMA desde la Casa Blanca que desde mi lujoso despacho al otro lado del río.
– ¿Quién lo sucederá como cabeza de la NUMA? -preguntó Pitt-. ¿Rudi Gunn?
Sandecker sacudió la cabeza.
– No, Rudi no quiere el trabajo. Se siente mucho más cómodo siendo segundo.
– Entonces, ¿a quién buscará?
Una sonrisa astuta apareció en el rostro del almirante.
– A ti -respondió lacónicamente.
Pitt tardó un segundo en comprender lo que había dicho.
– ¿A mí? No lo dirá en serio.
– No se me ocurre nadie más capacitado que tú para llevar las riendas.
Pitt se levantó de la silla y se paseó por el camarote.
– No, no, yo no tengo pasta de administrador.
– Gunn y su equipo se ocuparán de la rutina -explicó Sandecker-. Con tu historial, eres el candidato perfecto para actuar como el principal portavoz de la NUMA.
Pitt comprendió que era una decisión muy importante.
– Tendré que pensarlo.
Sandecker se levantó y fue hacia la puerta.
– Piénsalo mientras disfrutas de la luna de miel. Ya volveremos a hablar cuando tú y Loren estéis de regreso.
– Tendré que discutirlo con ella primero, ahora que estamos casados…
– Ya hemos hablado. Está a favor.
Pitt clavó al almirante una mirada de acero.
– Es usted el mismísimo diablo.
– Sí, lo soy -admitió Sandecker alegremente.
Pitt volvió a la recepción. Alternó con los invitados, y se sacó fotos con Loren y sus padres. Estaba hablando con su madre cuando se acercó Dirk y lo tocó en el hombro.
– Papá, hay un hombre en la puerta que quiere verte.
Pitt se disculpó y se abrió paso entre la multitud y los coches de su colección. En la puerta se encontró con un hombre mayor, de unos setenta años, con los cabellos y la barba blancos. Tenía casi la misma estatura de Pitt y si bien sus ojos no eran verdes compartían el mismo brillo.
– ¿En qué puedo servirlo? -preguntó Pitt.
– En una ocasión coincidimos en un concurso de coches antiguos y quedamos en que algún día vendría a ver su colección.
– Sí, por supuesto. Yo presenté mi Stutz y usted llevó un Hispano Suiza.
– Eso es. -El hombre vio que estaban celebrando una.fiesta y añadió-: Creo que he venido en mal momento.
– No, no -le aseguró Pitt, con su mejor humor-. Me acabo de casar. Está usted invitado a unirse a la fiesta.
– Es muy amable de su parte.
– Lo siento, pero no recuerdo su nombre.
El hombre lo miró con una sonrisa.
– Cussler, Clive Cussler.
Pitt observó al hombre mayor durante unos momentos.
– Es curioso -dijo con un tono vago-. Tengo la sensación de que nos conocemos desde hace mucho tiempo.
– Quizá en otra dimensión.
Pitt apoyó un brazo sobre los hombros de Cussler.
– Venga, Clive, entremos antes de que mis invitados se beban todo el champán.
Juntos, entraron en el hangar y cerraron la puerta.