30 de agosto de 2006
Isla Branwen, Guadalupe
Los jet privados y de empresas comenzaron a llegar a la isla Branwen, a veinticinco kilómetros al sur de Basse-Terre, una de las islas principales de Guadalupe, en el mar de las Antillas. Minibuses de exóticos diseños y lujosos interiores, todos pintados de color lavanda, se acercaron a los aviones para recibir a los pasajeros. Después de cargar las maletas, los conductores llevaron a los pasajeros hasta las elegantes suites del palacio subterráneo, que sólo estaba abierto para los invitados personales de Specter. Todas las personas que bajaron de los aviones eran mujeres. No las acompañaban amigos ni socios.
Todas llegaron solas.
El último avión en llegar aterrizó a las seis de la tarde. Se trataba del Beriev Be210 de la Corporación Specter. El propietario, el único varón presente, que después de muchos forcejeos consiguió pasar su corpachón por la puerta, bajó la escalerilla. Luego los tripulantes bajaron una camilla donde había un cuerpo tapado con una manta. Specter, vestido con su habitual traje blanco, se sentó en el asiento trasero de la limusina y se sirvió una copa de beaujolais de la botella que había en el bar.
El chófer, que ya había llevado a Specter en otras ocasiones, siempre se sorprendía de ver a alguien tan obeso moverse con tan extraordinaria agilidad. Antes de sentarse al volante observó con curiosidad cómo dejaban la camilla con el cuerpo en la caja abierta de una camioneta, sin preocuparse del fuerte aguacero que había comenzado a caer.
En el extremo sur de la isla habían cavado entre la roca y el coral una hondonada con la forma de un caldero hundido, de un centenar de metros de diámetro. La cóncava depresión tenía una profundidad de diez metros, lo bastante honda para evitar que desde cualquier embarcación se vieran las actividades en su interior.
Allí se alzaban treinta pilares de piedra de cuatro metros de altura, con una separación de noventa centímetros. Se trataba de una copia de la famosa estructura mística conocida con el nombre de Stonehenge, nombre que significa “círculo de piedra”. Los pilares tenían dos metros de ancho y noventa centímetros de grosor. Las puntas ahusadas soportaban unos dinteles de poco más de tres metros, rebajados para formar la curva del círculo.
El círculo interior, con forma de herradura, contenía cinco imponentes piedras con sus propios dinteles, llamadas trilitones. A diferencia de la estructura original inglesa de piedra caliza, levantada entre el 2250 y el 1600 a.C., estas habían sido cortadas de piedra volcánica negra.
La diferencia principal entre la vieja y la nueva estructura era el enorme bloque de mármol tallado con forma de sarcófago. Se elevaba unos tres metros por encima del suelo dentro de la herradura y se accedía a él por una escalinata hasta una plataforma que rodeaba sus paredes, donde aparecía esculpido el caballo de Uffington.
Por la noche, unos focos disimulados alumbraban el interior del caldero con rayos de color lavanda que se movían entre las columnas, mientras que los rayos láser instalados alrededor del círculo se elevaban en el cielo nocturno. Los encendían unos minutos a primera hora del crepúsculo antes de apagarlos.
La lluvia cesó bruscamente pocos minutos antes de la medianoche. Cuando las luces se encendieron de nuevo, había treinta mujeres en el centro del círculo formado por los trilitones, con vestidos que parecían chales con pliegues. Conocidos como peplos -una antigua palabra griega-, los amplios vestidos multicolores les cubrían las piernas y los pies. Llevaban largas pelucas pelirrojas y purpurina en el rostro, el cuello y los brazos desnudos. El maquillaje plateado producía un efecto de máscara y hacía que todas se parecieran como si fuesen de la misma sangre. Todas guardaban silencio, con la mirada fija en la figura tendida sobre el bloque de mármol.
Se trataba de un hombre. Lo único que se veía de él era la parte superior del rostro. El cuerpo, la barbilla y la boca estaban firmemente envueltos en seda negra. Tenía los cabellos grises y parecía estar cercano a la sesentena. La nariz y la barbilla eran afiladas, con las facciones muy marcadas y bronceadas por el sol. Los ojos parecían salírsele de las órbitas mientras miraban las luces y los dinteles. Estaba como pegado al bloque, imposibilitado de mover el cuerpo o girar la cabeza. Sólo podía ver hacia arriba, y miraba horrorizado los rayos láser que atravesaban la oscuridad de la noche.
Las luces fluctuantes se apagaron y solo quedaron encendidos los láseres alrededor del mármol. Un minuto más tarde, las luces se encendieron de nuevo. Durante un momento pareció como si nada hubiese cambiado, pero una mujer vestida con un peplo dorado había aparecido como por arte de magia. Tenía una cabellera rojo fuego, larga y resplandeciente, que le caía como una cascada hasta las caderas. La piel del rostro, el cuello y los brazos tenía el color y lustre de las perlas. Era delgada, y su cuerpo rayaba en la perfección. Con gracia felina, subió la escalinata hasta el bloque de mármol, que en realidad era un altar.
Levantó los brazos y comenzó a cantar:
– Oh, hijas de Ulises y Circe, que se pueda tomar la vida de aquellos que no son dignos. Embriagaos con la riqueza y los despojos de los hombres que intentan esclavizarnos. No busquéis a hombres sin riqueza y poder. Cuando los encontréis, explotadlos, disipad sus deseos, saquead sus tesoros y entrad en su mundo.
Entonces todas las mujeres levantaron los brazos y entonaron:
– Grande es la hermandad, porque nosotras somos los pilares del mundo. Grandes son las hijas de Ulises y Circe, porque su camino está bendecido.
Repitieron la estrofa en un tono cada vez más alto, para después decirlo casi en un murmullo, mientras bajaban los brazos.
La mujer que estaba delante del aterrorizado hombre sujeto en el altar de mármol metió la mano debajo de los pliegues del peplo, sacó una daga y la levantó por encima de su cabeza. Las demás mujeres subieron la escalinata y rodearon al hombre, que no tardaría en convertirse en la víctima de un sacrificio pagano. Como si fuesen una sola, sacaron sus dagas y las sostuvieron en alto.
La mujer que parecía ser la gran sacerdotisa entonó:
– Aquí yace uno que no debería haber nacido.
Clavó la daga en el pecho de la víctima aterrorizada sujeta al altar. Luego retiró la hoja tinta en sangre y se apartó, para que las demás mujeres pudieran clavar sus dagas una tras otra en el hombre indefenso.
El círculo de mujeres bajó la escalinata y se situó entre las columnas. Todas sostuvieron las dagas ensangrentadas como si hicieran una ofrenda. Un silencio siniestro se prolongó durante unos momentos, hasta que todas cantaron a coro:
– Ante la mirada de nuestros dioses, triunfamos.
Entonces se apagaron las luces fluctuantes y los rayos láser, y el templo pagano donde acababa de cometerse un asesinato quedó a oscuras.
Al día siguiente, el mundo empresarial se asombró al leer la noticia de que el multimillonario Westmoreland Hall había desaparecido mientras nadada más allá del arrecife delante de su lujosa residencia, en una playa de Jamaica. Hall había ido a nadar solo, como hacía todas las mañanas. Tenía la costumbre de nadar más allá del arrecife hasta las aguas más profundas y dejar que la marea lo devolviera a la costa a través de un angosto canal. No se sabía si Hall había muerto ahogado, si lo había atacado un tiburón o si su deceso había obedecido a causas naturales, puesto que no habían podido encontrar su cuerpo, aun después de una intensa búsqueda realizada por los equipos de salvamento jamaicanos.
La nota necrológica decía lo siguiente:
Fundador de un imperio minero propietario de las mayores reservas mundiales de platino y otros cinco metales de su grupo en Nueva Zelanda, Hall era un audaz empresario que había alcanzado el éxito al comprar las minas cuando estaban casi en bancarrota y convertirlas en rentables antes de buscar financiación para nuevas adquisiciones en Canadá e Indonesia. Viudo desde hacía tres años, tras la muerte de su esposa en un accidente automovilístico, Hall deja un hijo, Myron, que es un artista de fama, y una hija, Rowena, quien, como vicepresidenta ejecutiva, pasa a ser presidenta de la Junta y asumirá la dirección de las empresas que forman parte del grupo.
Sorprendentemente, según la opinión de la mayoría de los analistas de Wall Street, las acciones de Hall Enterprises subieron diez puntos al difundirse la noticia de su deceso. La mayoría de las veces, al fallecer el titular de una gran corporación bajan las acciones, pero los agentes informaron de grandes compras por parte de varios especuladores anónimos. Casi todos los expertos en empresas mineras coinciden en señalar que Rowena Westmoreland venderá las acciones de su padre a Odyssey Corporation, porque es del dominio público que el fundador de Odyssey, el señor Specter, ha hecho una oferta de compra por un importe muy superior a todas las demás.
El funeral se oficiará en la catedral de Christchurch, el próximo miércoles a las catorce horas.
Diez días más tarde, en la sección de economía y finanzas de los principales periódicos del mundo, apareció la siguiente noticia:
El señor Specter, de la Odyssey Corporation, ha comprado la Hall Mining Company por una suma no revelada a la familia del difunto Westmoreland Hall. La presidenta y principal accionista, Rowena Westmoreland, continuará al mando de las actividades de la empresa como directora ejecutiva.
No se hacía ninguna mención a que en esos momentos el platino de las minas lo compraba Lingo Ho Ltd. en Pekín y que los barcos de carga chinos lo transportaban a un centro industrial en la costa de la provincia de Fukien.
El viento que soplaba del Pacífico era la causa de la marejadilla en las aguas del lago. A pesar de su gran extensión, la marea era mínima y la temperatura del agua era de unos veintisiete grados. El silencio que reinaba sobre las oscuras aguas lo rompía el áspero zumbido del motor de una moto acuática. Invisible para el ojo humano, corría a través de la noche a una velocidad superior a los cincuenta nudos. Tampoco la detectaba el radar, porque llevaba una cubierta de goma que absorbía las ondas de radio e impedía que la antena captara el eco.
Pitt pilotaba la Polaris Virage TX con Giordino sentado en el asiento trasero y una bolsa con diversos elementos en el cajón de proa. Además del equipo de buceo llevaban los monos que habían robado a los trabajadores de Odyssey, con la diferencia de que esta vez las tarjetas de identificación tenían la foto de su rostro. Había sido necesario retocar la foto de Giordino para que al menos tuviera un cierto parecido con el de una mujer. Mientras esperaban a que les llevaran sus equipos desde Washington, habían ido a una casa de fotografía para que les hicieran las fotos y las colocaran en las tarjetas de identificación plastificadas. El fotógrafo les había cobrado el triple de la tarifa habitual, pero no había hecho preguntas.
Después de rodear la costa por el lado de la isla donde se alzaba el volcán Maderas, continuaron a lo largo del istmo, a una distancia de un kilómetro y medio de la playa de arena que se extendía entre los dos volcanes. Las luces del complejo resplandecían contra el fondo negro de la ladera del volcán Concepción. Allí no regía el oscurecimiento. Los directivos de Odyssey se sentían absolutamente protegidos gracias a su ejército de guardias de seguridad y la multitud de equipos de vigilancia electrónica.
Pitt redujo la velocidad de la moto cuando se acercaron a los muelles, donde un enorme barco portacontenedores de la Cosco estaba iluminado de proa a popa. Se fijó en las gigantescas grúas que levantaban los contenedores y los depositaban en los camiones aparcados en el muelle. No vio ninguna operación de carga. Comenzó a pensar que el complejo era algo más que un centro de investigación y desarrollo. Tenía que tener alguna relación con los túneles que pasaban por debajo de los edificios.
Sandecker había acabado por autorizar la misión. Yaeger y Gunn los habían puesto al corriente del propósito de los túneles. La opinión unánime era que cualquier información que consiguieran en el interior del complejo sería vital para descubrir el propósito del plan de Specter para tapar Europa con un manto de hielo.
La Virage TX estaba pintada de un color gris antracita que se confundía con la oscuridad del agua. Al contrario de lo que se ve en las películas, donde los agentes se mueven vestidos con prendas negras muy ajustadas, el gris oscuro es menos visible a las luz de las estrellas. El motor de tres cilindros había sido modificado por los mecánicos de la NUMA y ahora tenía una potencia de ciento setenta caballos. También habían modificado el tubo de escape hasta reducir el ruido en un noventa por ciento.
Los únicos sonidos audibles mientras surcaban las oscuras aguas a toda velocidad eran los golpes de la proa contra el agua y el zumbido amortiguado del tubo de escape. Habían llegado a la isla de Ometepe a la media hora de salir de un embarcadero desierto al sur de Granada.
Pitt cerró un poco el acelerador para facilitar la tarea a Giordino, que estaba haciendo un barrido con un detector de radar portátil.
– ¿Qué tal va? -le preguntó.
– Sus ondas nos pasan sin detenerse, así que no deben detectarnos.
– Hemos hecho bien al tomar la precaución de acabar el viaje por debajo del agua -dijo Pitt, con una inclinación de cabeza hacia los haces de un par de reflectores que barrían el agua a unos quinientos metros de la playa.
– Calculo que estamos a unos cuatrocientos metros.
– La sonda indica que tenemos una profundidad de menos de siete metros. Debemos de estar fuera del canal principal.
– Es hora de abandonar el barco y mojarnos -dijo Giordino, señalando una patrullera que acababa de aparecer por el extremo de un largo muelle.
Como ya iban vestidos con los trajes de buceo, no tuvieron más que sacar los equipos y las mochilas de los cajones de la moto. La Virage era una embarcación estable y pudieron mantenerse de pie mientras se ayudaban mutuamente a ponerse los respiradores de circuito cerrado, los mismos que utilizaban los militares en las operaciones en aguas poco profundas. Después de cumplir rápidamente con las verificaciones previas a la inmersión, Giordino se zambulló en el agua mientras Pitt sujetaba el volante en una posición recta. Luego apuntó la moto hacia la costa oeste del lago y aceleró el motor al tiempo que se zambullía. Aunque llevaban equipos de comunicación, no estaban dispuestos a correr el riesgo de perderse el uno al otro en la oscuridad de las profundidades, así que engancharon los extremos de una cuerda de tres metros a los cintos de lastre.
Pitt prefería los respiradores de oxígeno de circuito cerrado. Los de circuito semicerrado eran mejores para los trabajos a gran profundidad, pero tenían el problema de las burbujas, que al salir a la superficie delataban la presencia del submarinista. Al suministrar sólo oxígeno puro, el respirador de circuito cerrado era el único que no despedía burbujas, razón por la que los utilizaban los buzos militares en las misiones encubiertas. No se los podía detectar desde la superficie porque el sistema eliminaba las burbujas. Hacía falta un entrenamiento especial para utilizar el sistema sin problemas, pero Pitt y Giordino eran expertos: los usaban desde hacía más de veinte años.
Ninguno de los dos dijo palabra. Giordino iba detrás y seguía los movimientos de su compañero, al que alumbraba con una linterna tipo bolígrafo que proyectaba un rayo muy concentrado y prácticamente imposible de detectar desde la superficie. Pitt vio cómo aumentaba la profundidad a medida que se acercaban al canal principal. Se niveló para verificar el rumbo en la brújula, y luego comenzó a nadar hacia el muelle de Odyssey. Desde muy lejos, amplificado por el agua, les llegaba el ruido de las hélices gemelas de la patrullera.
Confiados en las indicaciones de la brújula y del receptor GPS, se dirigieron hacia el muelle central, allí donde tocaba la costa. Nadaron lenta y rítmicamente, mientras el agua de la superficie se hacía más clara por las luces del muelle. También vieron los haces de luz amarilla de los reflectores que alumbraban la zona por encima de sus cabezas.
El agua se volvió más transparente, y vieron cómo el resplandor amarillo se hacía más brillante en la superficie. Tras avanzar otros cien metros, distinguieron el perfil de los pilotes del muelle. Rodearon el casco del barco portacontenedores de Cosco, con la precaución de mantenerse apartados para evitar que los viera algún tripulante apoyado en la borda.
Había cesado la actividad en el muelle. Las grandes grúas habían apagado los motores y los camiones se habían marchado después de cerrarse las puertas de los depósitos.
Pitt notó repentinamente un cosquilleo en la nuca y percibió un movimiento en el agua cuando una figura enorme apareció en la penumbra y descargó un coletazo contra su hombro antes de desaparecer. Se quedó rígido, y Giordino notó en el acto que la cuerda se aflojaba.
– ¿Qué pasa? -preguntó.
– Creo que nos ronda un jaquetón toro.
– ¿Un tiburón?
– Un tiburón del lago de Nicaragua, con el hocico romo, grande y de color gris, que mide entre dos metros y medio y tres metros.
– ¿Los tiburones de agua dulce muerden?
– Muéstrame alguno que no sea carnívoro.
Pitt trazó un círculo completo con el rayo de la linterna, pero no se veía más allá de tres metros en el agua fangosa.
– Lo mejor será formar un círculo con las carretas.
Giordino comprendió inmediatamente cuál era la intención de su compañero. Nadó hasta situarse a su lado y luego se apoyaron espalda contra espalda para mirar en direcciones opuestas y así tener una visión de trescientos sesenta grados. Como si se hubieran leído el pensamiento, ambos desenfundaron el cuchillo que llevaban en la vaina atada a la pantorrilla y lo sostuvieron a modo de espada.
El tiburón no tardó en reaparecer y comenzó a dar vueltas a su alrededor en círculos cada vez más pequeños. La piel gris hacía juego con el aspecto repulsivo de la enorme bestia, que los miraba con un ojo negro grande como una taza de café; la boca entreabierta permitía ver las hileras de dientes triangulares. Se volvió bruscamente y se acercó todavía más para ver mejor a los buceadores. Nunca había visto unos peces con apéndices, que no se parecían en nada a sus víctimas habituales.
Tenía el aspecto de un monstruo glotón que intentaba decidir si los dos extraños peces colados en sus dominios serían un bocado apetitoso. Le llamaba la atención que sus presas no hicieran el menor intento de escapar.
Pitt sabía que la siniestra máquina asesina aún no estaba del todo preparada para el ataque. Por el momento mantenía la boca entreabierta y los labios no se habían apartado de los dientes como sierras. Decidió que la mejor defensa era el ataque y se lanzó sobre el tiburón. Con un rápido movimiento en diagonal abrió un profundo corte en el hocico del escualo, que era el único punto blando en la piel, recia como el cuero.
El tiburón se apartó en el acto, con un reguero de sangre en su estela, desconcertado y furioso por la inesperada muestra de resistencia de lo que debía haber sido una presa fácil. Después dio la vuelta, permaneció inmóvil durante un par de segundos, para luego mover la cola y lanzarse contra Pitt con la velocidad de un proyectil, dispuesto a destrozarlo.
A Pitt solo le quedaba un truco en la chistera. Enfocó el rayo de luz de la linterna directamente al ojo derecho del tiburón. El destello inesperado cegó temporalmente al asesino lo justo para inducirlo a desviarse hacia la derecha, con la boca abierta preparada para morder la carne y los huesos. Pitt movió las piernas con todas sus fuerzas y se giró de lado cuando el tiburón pasó como un rayo, al tiempo que se valía de su aleta pectoral para apartarlo. Las mandíbulas se cerraron en el agua vacía. A continuación Pitt asestó una puñalada en el ojo negro del monstruo.
Podrían haber pasado dos cosas. El tiburón enfurecido podría haber continuado el ataque sin más vacilaciones, provocado por el dolor y la rabia, u optar por alejarse, medio ciego, para ir en busca de una presa más fácil.
Afortunadamente, se decidió por lo segundo y se alejó para no volver.
– Eso ha sido lo más cerca que hemos estado de convertirnos en el plato del día -comentó Giordino, con un tono que aún denotaba la tensión.
– Probablemente a mí me habría engullido y a ti te habría escupido por incomible -replicó Pitt.
– Nos hemos quedado sin saber si le gustaba la comida italiana.
– Mejor vámonos antes de que aparezca alguno de sus colegas.
Continuaron nadando pero con mayor precaución que antes, y se sintieron mucho más tranquilos cuando las luces del muelle les permitieron ver a una distancia de diez metros. Por fin llegaron a los pilotes debajo del muelle y nadaron entre ellos antes de salir a la superficie y mirar las traviesas de madera mientras aprovechaban para descansar y ver si su presencia había sido detectada por los sensores. Flotaron durante unos minutos, sin escuchar pasos ni voces que delataran la llegada de los guardias.
– Seguiremos el recorrido del muelle hasta la orilla, antes de salir a la superficie.
Esta vez Giordino ocupó la vanguardia y Pitt lo siguió. El fondo ascendió bruscamente y dieron las gracias cuando encontraron una playa de arena libre de rocas. Agachados bajo el muelle, que los protegía de las luces, se quitaron el equipo y los trajes de buceo. Luego sacaron de las mochilas los monos y los cascos de Odyssey. Se pusieron los calcetines y los zapatos, y comprobaron que las tarjetas de identificación estuviesen en la posición correcta antes de salir a campo abierto.
Un único guardia ocupaba la garita junto a la carretera pavimentada, en la entrada del muelle. Estaba viendo una vieja película norteamericana doblada al español que daban por televisión. Pitt miró a un lado y al otro, pero no había más guardias a la vista.
– ¿Ponemos a prueba nuestra presencia? -le preguntó Pitt a Giordino, cara a cara por primera vez desde que se habían zambullido en el agua.
– ¿Quieres observar su reacción cuando pasemos por delante de la garita?
– Esta es nuestra única oportunidad para descubrir si podremos movernos sin tropiezos por las instalaciones.
Pasaron por delante de la garita con toda naturalidad. El guardia, que vestía el mono negro de los hombres, captó el movimiento por el rabillo del ojo y se apresuró a salir a la carretera.
– ¡Alto! -gritó, en español.
– ¿Qué ha dicho? -preguntó Giordino.
– Quiere que nos detengamos.
– ¿Qué hacen aquí? Deberían estar en sus cuartos.
– Aquí tienes la oportunidad para utilizar tu español -dijo Giordino, al tiempo que apoyaba la mano en la culata de la pistola debajo del mono.
– ¿Qué español? -preguntó Pitt risueñamente-. No recuerdo casi nada de lo que me enseñaron en el instituto.
– Inténtalo. ¿Qué ha dicho?
– Quiere saber qué estamos haciendo aquí, y luego dijo que deberíamos estar en nuestros alojamientos.
– No está mal. -Giordino sonrió. Se acercó al guardia con la mayor tranquilidad-. Yo no hablo español -dijo con una voz aguda que pretendía imitar la de una mujer.
– Muy bien -lo felicitó Pitt.
– He estado en Tijuana. -Giordino miró al guardia y se encogió de hombros para recalcar lo dicho antes-. Somos canadienses.
El guardia frunció el entrecejo mientras observaba a Giordino. Si alguien hubiese podido leer sus pensamientos, habría sabido que en su opinión la mujer del mono blanco era un auténtico espanto. Después la expresión ceñuda dio paso a una sonrisa.
– Ah, sí, canadienses. Yo hablo inglés.
– Sé que deberíamos estar en los barracones -dijo Pitt, devolviéndole la sonrisa-. Solo queríamos dar un paseo antes de irnos a dormir.
– No, no, eso no está permitido, amigos -les recordó el guardia-. No se les permite salir de la zona asignada después de las ocho.
Pitt levantó las manos como si quisiera disculparse por la falta.
– Lo siento, amigo, estábamos hablando y no nos dimos cuenta de que habíamos entrado en un sector no autorizado. Ahora nos hemos perdido. ¿Podría indicarnos el camino de regreso a los barracones?
El guardia se acercó para iluminar con la linterna las tarjetas de identidad y comprobar que fuesen correctas.
– ¿Ustedes trabajaban en los túneles?
– Sí, trabajamos en las excavaciones. Nuestro jefe nos ha dado permiso para que descansemos unos días en la superficie.
– De acuerdo, señor, pero deben volver a los barracones. Son las normas. Sigan la carretera y doblen a la izquierda en el depósito de agua. Su barracón está a unos treinta metros a la izquierda.
– Gracias, amigo -respondió Pitt-. Ya nos vamos.
Convencido de que Pitt y Giordino no eran intrusos, el guardia regresó a la garita.
– Bien, hemos superado la primera prueba -manifestó Giordino.
– Lo mejor será ocultarnos en alguna parte hasta que amanezca. No es prudente rondar por aquí en plena noche. Resulta demasiado sospechoso. El próximo guardia que nos dé el alto puede no ser tan amable.
Siguieron las indicaciones del guardia hasta que llegaron a una hilera de edificios. Avanzaron entre las sombras de un palmar, con la mirada puesta en las entradas de los cinco barracones de los empleados de Odyssey.
No había vigilancia en ninguna de ellas excepto la última. En el quinto barracón había dos centinelas apostados junto a la puerta, mientras que otros dos controlaban el perímetro al otro lado de una cerca.
– Las personas alojadas allí no han de ser muy populares -opinó Pitt-. Tiene todo el aspecto de una cárcel.
– Quizá los tengan cautivos.
– Estoy de acuerdo.
– Por lo tanto, lo lógico es que entremos en alguno que no esté vigilado.
Pitt sacudió la cabeza para mostrar su desacuerdo.
– No, entraremos en ése. Quiero hablar con las personas que tienen prisioneras. Son las más indicadas para que nos informen de las actividades de Odyssey.
– No hay manera de entrar sin que nos vean los guardias…
– Hay un pequeño cobertizo junto al barracón. Vamos a ver qué hay adentro. Los árboles nos ocultarán.
– Tienes una verdadera manía por escoger siempre lo más difícil -protestó Giordino al ver la expresión distante y pensativa en el rostro de su compañero, iluminado por el resplandor de las farolas de la calle.
– Si no es difícil uno no se divierte -afirmó Pitt, muy serio.
Como una pareja de ladrones que rondan por un barrio residencial, caminaron entre los árboles, al amparo de los delgados troncos, hasta que llegaron al final del palmar. Cruzaron a la carrera los veinticinco metros que los separaban de la parte trasera del cobertizo, rodearon una de las esquinas y encontraron una puerta lateral. Giordino movió la manija. Estaba abierta y se apresuraron a entrar. A la luz de las linternas vieron que se encontraban en un garaje donde había una máquina barredora. Pitt vio en la penumbra la sonrisa de Giordino.
– Creo que estamos de suerte.
– ¿Estás pensando lo mismo que yo?
– Por supuesto -dijo Pitt-. Pondremos en marcha la barredora y la lanzaremos a la calle, pero con un añadido que llame la atención de los guardias.
– ¿Cuál?
– Le pegaremos fuego.
– Tu mente tortuosa no deja de asombrarme.
– Es un don que tengo.
Tardaron diez minutos en trasvasar quince litros de gasolina a un bidón que encontraron en el garaje. Pitt subió a la cabina de la máquina y giró la llave de arranque, mientras Giordino esperaba la señal para abrir las puertas. Ambos agradecieron que el motor arrancara a la primera y que fuera silencioso. La barredora tenía una caja de cambios de cuatro marchas, y Pitt permaneció junto a la puerta abierta, preparado para poner directamente la segunda y así conseguir que el vehículo tardara menos en ganar velocidad.
Mientras esperaba hasta el último momento para evitar que se produjera una explosión en el interior del garaje, giró el volante del vehículo para apuntarlo hacia una hilera de camiones aparcados a un lado de la carretera. Giordino abrió las puertas y luego volvió para coger el bidón. Roció con gasolina la cabina vacía y a continuación esperó con el dedo apoyado en el encendido automático de un soplete de acetileno.
– Arriba el telón -dijo escuetamente.
Pitt, de pie en el estribo de la cabina, puso la marcha y saltó al suelo, al mismo tiempo que Giordino abría las válvulas de oxígeno y acetileno y apretaba el botón del encendido: una llama de sesenta centímetros de largo surgió por la punta del soplete. Se escuchó un súbito estampido cuando una bola de fuego envolvió la cabina de la máquina antes de que saliera del cobertizo a toda velocidad.
La barredora avanzó por la carretera como un cometa, en medio de una nube de polvo y tierra levantada por los cepillos, y unos cuarenta metros más allá se estrelló contra el primero de los camiones, que salió despedido y acabó contra una de las palmeras. Después impactó de lleno contra el siguiente camión de la fila con un horrible chirrido de metales y cristales rotos, y provocó un choque en cadena hasta que se plantó el motor y se detuvo, mientras las llamas se elevaban hacia el cielo entre una densa columna de humo negro.
Los dos guardias que vigilaban la puerta del quinto barracón contemplaron atónitos el súbito estallido del incendio. En cuanto se recuperaron del asombro y se pusieron en movimiento, la primera deducción fue que el conductor se encontraba atrapado en la cabina. Abandonaron sus puestos y echaron a correr por la carretera, con los guardias que vigilaban la cerca pisándoles los talones.
Pitt y Giordino aprovecharon inmediatamente la ventaja que les daba la distracción provocada por la barredora en llamas. Pitt cruzó la cerca, se zambulló a través de la puerta abierta del barracón y rodó por el suelo. Un segundo más tarde, Giordino, que no alcanzó a detenerse a tiempo, cayó sobre él.
– Tienes que perder peso -protestó Pitt.
Giordino lo ayudó a levantarse.
– ¿Ahora qué, genio?
Pitt no respondió sino que, al ver que el camino estaba despejado, echó a correr por el pasillo. Las puertas a ambos lados estaban cerradas con cerrojos. Se detuvo delante de la tercera puerta y se volvió hacia Giordino.
– Esta es tu especialidad -dijo, y se apartó.
Giordino le reprochó el comentario con una mirada, y luego descargó un tremendo puntapié contra la puerta que casi la arrancó de las bisagras. Un segundo golpe con el hombro remató la faena. Incapaz de resistir el ataque del musculoso italiano, la puerta cayó al suelo con gran estrépito.
Pitt entró en la habitación y se encontró con un hombre y una mujer sentados en la cama, pasmados ante la aparición de unos extraños. El terror se reflejaba en los rostros de la pareja.
– Perdonen la intrusión -dijo Pitt en voz baja-, pero necesitamos un lugar donde ocultarnos. -Mientras daba las explicaciones, Giordino se ocupó de poner la puerta en su lugar.
– ¿Adonde nos llevarán? -preguntó la mujer, con fuerte acento alemán.
Asustada a más no poder, se envolvió con la manta. El rostro redondo y arrebolado, con grandes ojos castaños y los cabellos canosos recogidos en un moño, le daba el aspecto de la bondadosa abuela que probablemente era. A pesar de estar tapada con la sábana y una manta liviana, Pitt vio que su cuerpo nunca entraría en un vestido de talla pequeña.
– A ninguna parte. No somos lo que cree.
– Usted es uno de ellos.
– No, señora -respondió Pitt, que procuraba calmar su terror-. No somos empleados de Odyssey.
– En ese caso, ¿quiénes son ustedes? -preguntó el hombre, que había tardado un poco más en reaccionar. Se levantó de la cama y se puso un viejo albornoz sobre la anticuada camisa de dormir. Si Pitt había sospechado a la mujer baja y regordeta, él era muy alto y esquelético. Su abundante cabellera gris estaba por lo menos diez centímetros por encima de la cabeza de Pitt. La tez blanca, la nariz como pirámide y los labios finos decorados con un bigotillo definían su rostro.
– Me llamo Dirk Pitt. Mi amigo es Al Giordino. Trabajamos para el gobierno de los Estados Unidos y estamos aquí para averiguar por qué se mantienen estas instalaciones en secreto.
– ¿Cómo llegaron a la isla? -preguntó la mujer.
– Por el agua -contestó Pitt, sin dar detalles-. Entramos en este edificio después de crear una diversión que alejó a los guardias. -Mientras hablaba, el aullido de las sirenas que se acercaban resonó en el pasillo-. Nunca he conocido a nadie que se resista a presenciar un buen incendio.
– ¿Por qué escogieron nuestra habitación?
– Fue por puro azar, se lo aseguro.
– Si fueran ustedes tan amables -intervino Giordino-, quisiéramos pasar la noche aquí. Nos iremos con el alba.
La mujer observó con una expresión de profunda sospecha a Giordino, vestido con el mono blanco.
– Usted no es una mujer -señaló.
Giordino le respondió con una gran sonrisa.
– A Dios gracias no lo soy. Explicarle cómo es que visto un mono del personal femenino de Odyssey sería una historia larga y aburrida.
– Deben disculparnos -manifestó la mujer, más tranquila-. Mi marido y yo estamos terriblemente confusos. El es el doctor Claus Lowenhardt, y yo soy su esposa, la doctora Hilda Lowenhardt. Sólo nos encierran por la noche. Durante el día trabajamos en los laboratorios.
A Pitt le pareció divertida la formalidad de las presentaciones.
– ¿Cómo es que están aquí?
– Trabajábamos en la Technical Research Institution en Aachen, Alemania, cuando recibimos la visita de los agentes de la Corporación Odyssey con la oferta de que viniéramos a trabajar aquí como consultores. Mi esposa y yo somos parte de un grupo de cuarenta científicos de primer orden en nuestra especialidad que renunciamos a nuestros empleos, atraídos por la cuantía de los salarios y las promesas de financiar nuestros proyectos después de acabar nuestros contratos aquí y estar de nuevo en casa. Nos dijeron que íbamos a Canadá, pero sólo fue una burda mentira. Cuando el avión aterrizó, nos encontramos en esta isla en medio de ninguna parte. Desde entonces, nos tienen trabajando aquí casi como esclavos.
– ¿Desde hace cuánto tiempo?
– Cinco años.
– ¿Qué clase de investigaciones los han obligado a realizar?
– Nuestra disciplina académica es la ciencia de las celdas de combustible.
– ¿Este es el motivo para la construcción del complejo, experimentar con celdas de combustible?
– Odyssey comenzó la construcción hace casi seis años -contestó Lowenhardt.
– ¿Qué hay de los contactos con el exterior?
– No nos permiten hablar por teléfono con nuestros familiares y amigos -respondió Hilda-. Solo nos autorizan a escribir cartas que luego pasan por su censura.
– Cinco años son muchos para estar lejos de los seres queridos. ¿Cómo es que no intentaron sabotear la investigación?
– Porque nos amenazaron a todos con una muerte horrible si hacíamos algo que pudiera perjudicar el progreso de las investigaciones -declaró la mujer con voz solemne.
– También amenazaron con matar a nuestras familias -añadió Claus-. No tuvimos más alternativa que dedicar al trabajo nuestros mejores esfuerzos. Por otro lado, deseábamos continuar con el trabajo de toda una vida: queríamos crear una fuente de energía limpia y barata para todos los pueblos del mundo.
– Para que viéramos qué pasaría si no colaborábamos, cogieron como ejemplo a un pobre hombre que no tenía familia -puntualizó Hilda-. Lo torturaban durante la noche y lo obligaban a trabajar durante el día. Un día lo encontraron colgado de la lámpara de su habitación. Todos comprendimos que lo habían asesinado.
– ¿Ustedes creen que los ejecutivos de Odyssey ordenaron su asesinato?
– Ejecución -lo corrigió Lowenhardt. Señaló el techo con una sonrisa amarga-. Fíjese, señor Pitt, ¿cree que esa instalación, que sólo es un cable y una bombilla, soportaría el peso de un hombre?
– Ya entiendo -dijo Pitt.
– Hacemos lo que nos dicen -añadió Hilda, con voz queda-, para evitar cualquier daño a nuestro hijo, a nuestras dos hijas y a nuestros cinco nietos. Los demás están en la misma situación.
– ¿Ustedes y los otros científicos han avanzado en el desarrollo de la tecnología de las celdas de combustible? -preguntó Pitt.
Hilda y Claus se volvieron para mirarse el uno al otro con la misma expresión de extrañeza. Luego Claus replicó:
– ¿El mundo no se ha enterado de nuestro éxito?
– ¿Éxito?
– Junto con nuestros colegas científicos hemos desarrollado una fuente generadora de energía que combina el amoníaco productor de nitrógeno y el oxígeno tomado de la atmósfera para crear sustanciales cantidades de electricidad a un coste muy bajo por unidad, con el agua pura como único residuo.
– Creía que aún faltaban décadas para desarrollar unas celdas de combustible que fuesen prácticas y eficientes.
– Eso es verdad para las celdas de combustible que utilizan hidrógeno y oxígeno para producir electricidad. El oxígeno se saca del aire. En cambio, el hidrógeno no se obtiene con la misma facilidad y hay que almacenarlo como un combustible cualquiera. Sin embargo, gracias a nuestro afortunado y casi milagroso descubrimiento, hemos abierto el camino a una energía no contaminante que ahora mismo está disponible para millones de personas.
– Habla usted como si ya se estuviera produciendo -señaló Giordino.
– Fue perfeccionado y probado con un éxito total hace más de un año. -Lowenhardt lo miró como si Giordino fuese el tonto del pueblo-. La producción comenzó inmediatamente después de ser perfeccionada. Sin duda ustedes la conocen…
Los científicos vieron que las expresiones de asombro y desconcierto en los rostros de Pitt y Giordino eran sinceras.
– Es algo absolutamente nuevo para nosotros -manifestó Pitt-. No sé nada de que un producto milagroso que genera energía esté en las estanterías de las tiendas o que mueva automóviles.
– Yo tampoco -añadió Giordino.
– No lo entiendo. Nos dijeron que ya se habían fabricado millones de unidades en fábricas chinas.
– Lamento desilusionarlos, pero su gran descubrimiento continúa siendo un secreto para el mundo -dijo Pitt, compadecido-. Sólo se me ocurre que los chinos están acumulándolos por alguna razón inexplicable.
– ¿Qué tiene todo esto que ver con los túneles? -murmuró Giordino, que intentaba encontrar una explicación.
Pitt se sentó en una silla y miró con expresión pensativa el dibujo de la alfombra. Luego miró a su compañero.
– El almirante dijo que el ordenador de Yaeger había sacado la conclusión de que el propósito de los túneles era bajar la temperatura de la corriente del Golfo y así conseguir que el este de los Estados Unidos y el continente europeo padecieran de ocho meses al año de inviernos gélidos. -Se volvió hacia los Lowenhardt-. ¿Su tecnología está diseñada para ser utilizada en los automóviles?
– Todavía no. Claro que más adelante, con nuevos estudios y perfeccionamiento, generará una energía limpia que se podrá utilizar en toda clase de vehículos, incluidos aviones y trenes. Hemos superado la fase del diseño. Ahora mismo estamos trabajando en la fase final de ingeniería antes de realizar las pruebas.
– ¿Para qué sirve el artilugio? -preguntó Pitt.
Claus pareció encogerse al escuchar la palabra “artilugio”.
– El Macha es un generador autosostenible que puede proporcionar energía eléctrica a un coste muy bajo a todos los hogares, oficinas, lugares de trabajo y escuelas en todo el mundo. Convierte la contaminación del aire en una pesadilla del pasado. Ahora cualquier hogar, sea grande o pequeño, ya esté en la ciudad o en el rincón más remoto del país, puede tener su propia fuente de energía…
– ¿Ustedes le dieron el nombre de Macha?
– Fue el nombre que le dio el propio Specter cuando vio la primera unidad fabricada. Nos informó que Macha era el nombre de la diosa celta de la astucia, también conocida como reina de los fantasmas.
– Otra vez los celtas -musitó Giordino.
– La trama se complica -declaró Pitt enfáticamente.
– Se acercan los guardias -avisó Giordino desde su puesto junto a la puerta-. Me parece que son dos. -Se apoyó con todo el peso contra la hoja de madera.
En la habitación se hizo el silencio absoluto y todos escucharon las voces de los guardias que se acercaban por el pasillo. Al parecer estaban comprobando los cerrojos. Las pisadas se detuvieron delante de la puerta.
En los ojos de la pareja alemana apareció la expresión de pánico cerval del conejo al escuchar los aullidos de los coyotes, pero se esfumó cuando las pistolas automáticas de Pitt y Giordino aparecieron como por arte de magia, y comprendieron que estaban en compañía de unos hombres que dominaban la situación.
– Esta puerta está dañada -dijo uno en español.
Pitt susurró la traducción al inglés.
Uno de los guardias movió el picaporte y empujó, pero la puerta no se movió porque soportaba el peso de Giordino.
– Parece segura -comentó otra voz.
Pitt volvió a traducir.
– La repararemos por la mañana.
Pitt no había acabado de traducir cuando las voces y los pasos de los guardias se alejaron por el pasillo.
Pitt se volvió para mirar a los Lowenhardt con mucha atención.
– Tendremos que marcharnos de la isla. Ustedes vendrán con nosotros.
– ¿Crees que es sensato? -preguntó Giordino.
– Al menos es expeditivo. Estas personas son la clave del misterio. A la vista de lo que saben, no hay motivos para continuar rondando por aquí y correr el riesgo de que nos atrapen. Además, no conseguiríamos averiguar ni una décima parte de lo que saben.
– ¡No, no! -exclamó Hilda-. ¡No podemos marcharnos! En cuanto los guardias descubran que nos hemos fugado, los monstruos de Odyssey querrán vengarse y asesinarán a nuestros hijos.
Pitt cogió las manos de la mujer y se las apretó con ternura.
– Su familia estará protegida. Se lo prometo. Ninguno de ellos sufrirá el menor daño.
– No acaba de gustarme -dijo Giordino, que analizaba las circunstancias y las posibles consecuencias-. Cuando abandonamos la moto de agua, el único plan para escapar de la isla era hacernos con una embarcación o un avión, puesto que los guardias impedirían cualquier intento de rescate desde un helicóptero. No será fácil ejecutar ese plan si tenemos que hacernos cargo de un par de personas mayores.
Pitt se dirigió de nuevo a los científicos.
– Han pasado algo por alto y es que, cuando dejen de serles útiles, tendrán que eliminarlos a ustedes y a los demás científicos que tienen secuestrados. Specter no puede correr el riesgo de que divulguen lo que se ha hecho aquí.
La expresión en el rostro de Claus demostró claramente que por fin había comprendido el dilema en que se encontraban, aunque aún le costaba aceptar la realidad de las palabras de Pitt.
– No a todos. Es diabólico… No se atreverían a matarnos a todos. El mundo acabaría por descubrir la verdad.
– No si el avión que los lleva de regreso a casa se estrella misteriosamente en el mar. Más allá de la investigación para determinar las causas del accidente, nadie sabrá lo que ocurrió en realidad.
Claus miró a su esposa y apoyó un brazo sobre sus hombros.
– Mucho me temo que el señor Pitt tenga razón. Specter no puede permitir que ninguno de nosotros regrese vivo.
– En cuanto ustedes se lo cuenten todo a los reporteros, Specter no se atreverá a matar a los demás miembros de su equipo científico. Todos los organismos policiales de sus respectivos países se unirán para acabar con Specter y su imperio con todos los medios legales a su alcance. Créanme, marcharse ahora con nosotros es el único camino que tienen.
– ¿Puede garantizarnos que nos sacará de la isla sanos y salvos? -preguntó Hilda con voz vacilante.
Pitt parecía muy preocupado por la pregunta.
– No puedo prometerle algo que no puedo prever a ciencia cierta. Pero está claro que morirá si permanece aquí.
Claus apretó afectuosamente el hombro de su mujer.
– Bien, mamá, esta parece ser la oportunidad para ver de nuevo a nuestros seres queridos.
La mujer levantó la cabeza y le dio un beso en la mejilla.
– Entonces nos iremos juntos.
– Ya vuelven -anunció Giordino, con la oreja apoyada en la puerta.
– Si tienen ustedes la bondad de vestirse -le dijo Pitt a la pareja-, mi amigo y yo nos ocuparemos de los guardias. -Dio la espalda a los científicos, que comenzaron a vestirse, y se unió a Giordino, con la Colt.45 en la mano.
Pasaron los segundos mientras los guardias se acercaban por el pasillo. Pitt y Giordino esperaron pacientemente hasta que el sonido de los pasos les indicó que los guardias estaban al otro lado de la puerta. Giordino tiró violentamente del pomo y dejó que se estrellara contra el suelo. La sorpresa paralizó a los guardias, que se vieron arrastrados al interior de la habitación. Miraron con asombro las pistolas que les apuntaban a la cabeza.
– Al piso, rápido -les ordenó Pitt, mientras Giordino comenzaba a rasgar una sábana. En cuestión de segundos los desarmaron, ataron y amordazaron.
Cinco minutos más tarde, Pitt, escoltado por Claus y Hilda, y Giordino en la retaguardia, salieron del recinto, cruzaron la calle donde una multitud de guardias y bomberos rodeaban la barredora que continuaba ardiendo, y desaparecieron al amparo de las sombras.
Tenían un largo camino por delante. Los hangares, situados en el istmo al final de la pista, estaban a casi dos kilómetros del barracón donde habían estado prisioneros los Lowenhardt. Además de la fotografía aérea de las instalaciones para guiarse, en esos momentos contaban con la ayuda de los científicos, que conocían el trazado de las calles. Claus Lowenhardt acortó un poco el paso para hablar en voz baja con Giordino.
– ¿Su amigo tiene realmente el control de la situación?
– Digamos que Dirk es un hombre de infinitos recursos, capaz de salir con bien de las situaciones más complicadas.
– Usted confía en él. -Era una declaración más que una pregunta.
– Completamente. Lo conozco desde hace casi cuarenta años y jamás me ha dejado en la estacada.
– ¿Es un agente de inteligencia?
– Qué va. -Giordino no pudo contener la risa-. Dirk es ingeniero naval. Es el director de proyectos especiales de la National Underwater and Marine Agency. Yo soy su segundo.
– ¡Dios nos proteja! -murmuró Lowenhardt-. Si hubiese sabido que ustedes no eran agentes de la CIA, especializados en misiones secretas, no habría venido con ustedes ni arriesgado la vida de mi esposa.
– Sus vidas no podrían estar en mejores manos -le aseguró Giordino, en voz baja y dura como el cemento.
Pitt iba de un edificio a otro, siempre al amparo de las sombras y lejos de las farolas y los focos instalados en los techos. No era algo sencillo. El complejo estaba iluminado de un extremo a otro. Habían instalado focos en todos los edificios que bordeaban las calles para disuadir a cualquiera que intentase escapar. Debido a la iluminación, Pitt utilizaba los prismáticos en lugar de las gafas de visión nocturna para observar la zona y detectar la presencia de los guardias que pudieran estar agazapados en las sombras.
– Es curioso que no veamos a ningún guardia recorriendo las calles -murmuró.
– Eso es porque los guardias sueltan a los perros hasta la mañana -dijo Hilda.
Giordino se detuvo bruscamente.
– Usted no mencionó a los perros en ningún momento.
– No me lo preguntaron -respondió la mujer.
– Estoy seguro de que son dobermann -gimió Giordino-. Detesto a los dobermann.
– Hemos tenido mucha suerte de llegar hasta aquí -dijo Pitt con toda sinceridad-. A partir de ahora tendremos que redoblar las precauciones.
– Para colmo se nos han acabado los filetes -se lamentó Giordino.
Pitt estaba a punto de bajar los prismáticos cuando vio una cerca metálica coronada con alambre de espino. La verja en la carretera que conducía al aeropuerto estaba vigilada por dos guardias, claramente iluminados por las luces de la entrada. Pitt ajustó el enfoque de los prismáticos y miró de nuevo. No eran hombres, sino mujeres vestidas con monos azules. Dos perros sueltos olisqueaban el suelo delante de la verja. Eran dobermann, y sonrió para sus adentros al pensar en lo mucho que asustaban a su compañero.
– Hay una cerca que cierra el paso a la carretera de la pista. -Le pasó los prismáticos a Giordino.
– ¿Te has fijado en que hay una cerca más baja, a un par de metros de la primera? -preguntó Giordino mientras miraba la entrada a través de los prismáticos.
– ¿Crees que es para proteger a los perros?
– Es para evitar que acaben asados. -Giordino hizo una pausa y miró hasta unos cien metros a cada lado de la entrada-. Es probable que la carga eléctrica de la cerca baste para asar a un búfalo. -Miró de nuevo en derredor-. Esta vez no hay ninguna máquina barredora a mano.
De pronto comenzó a temblar el suelo y un sordo retumbo se extendió por todo el complejo. Los árboles se bambolearon y se sacudieron los cristales de las ventanas de los edificios. Era un temblor similar al que habían sentido en el interior del faro y en el río. Este duró poco más de un minuto. Los dobermann comenzaron a ladrar con desesperación mientras las guardias se movían inquietas. No había manera de cruzar la entrada sin ser vistos mientras los perros continuaran excitados.
– No hace mucho hubo otro temblor de tierra -le comentó Pitt a Claus-. ¿Los provoca el volcán?
– Indirectamente -respondió el científico sin alterarse-. Uno de los miembros de nuestro equipo, el doctor Alfred Honoma, un geofísico que trabajaba en la Universidad de Hawai, es experto en volcanes. En su opinión, los temblores no tienen nada que ver con la piedra fundida que asciende por las fisuras del volcán. Afirma que el peligro inminente es un súbito deslizamiento de la ladera del volcán, que podría tener consecuencias catastróficas.
– ¿Cuándo comenzaron los temblores? -preguntó Pitt.
– Hace cosa de un año -contestó Hilda-. Han aumentado en frecuencia y se produce uno cada hora.
– También son cada vez más fuertes -añadió Claus-. Según el doctor Honoma, algún fenómeno inexplicable ocurrido debajo del volcán está provocando un cambio en la superficie.
– El cuarto túnel pasa directamente por la base del volcán -le dijo Pitt a Giordino.
Su compañero se limitó a asentir con un gesto.
– ¿El doctor Honoma ha hecho alguna proyección referente a cuándo se produciría el deslizamiento? -preguntó Pitt.
– Cree que será en cualquier momento.
– ¿Cuáles serían las consecuencias? -quiso saber Giordino.
– Si el doctor Honoma está en lo cierto -declaró Claus-, el deslizamiento enviaría más de cuatro kilómetros cúbicos de roca ladera abajo hacia el lago, a una velocidad cercana a los ciento treinta kilómetros por hora.
– Eso provocaría unas olas gigantescas -señaló Pitt.
– Efectivamente. Las olas barrerían todas las ciudades y pueblos alrededor del lago.
– ¿Qué pasaría con las instalaciones de Odyssey?
– Dado que cubren buena parte de la ladera, todos los edificios quedarían sepultados bajo las piedras. -Claus hizo una pausa y luego añadió con un tono lúgubre-: Junto con todos los que están aquí.
– ¿Los ejecutivos de Odyssey son conscientes de la amenaza?
– Llamaron a sus propios geólogos, quienes afirmaron que los deslizamientos son poco frecuentes y que sólo se producen una vez cada diez mil años. Tengo entendido que el señor Specter manifestó que no había ningún peligro, que no debíamos preocuparnos.
– Specter no destaca especialmente por su interés en el bienestar de sus empleados -manifestó Pitt, al recordar los incidentes vividos a bordo del Ocean Wanderer.
De pronto, todos se quedaron inmóviles y miraron el cielo tachonado de estrellas hacia el sonido inconfundible de un helicóptero que se acercaba a la terminal aérea. Gracias a la luz de los focos instalados en tierra se veía con toda claridad el fuselaje color lavanda. Todos permanecieron inmóviles, pegados a la pared del edificio, mientras las paletas de los rotores empujaban el aire nocturno hacia ellos.
– Nos están buscando -murmuró asustado Claus Lowenhardt, al tiempo que abrazaba a su esposa.
– No es probable -lo tranquilizó Pitt-. El piloto no está volando en una cuadrícula de búsqueda. Todavía no saben nada de la fuga.
El helicóptero voló directamente sobre ellos, a poco más de sesenta metros de altura. Giordino tuvo el presentimiento de que podría alcanzarlo con una pedrada. Las luces de aterrizaje se encenderían en cualquier momento y ellos se verían en la misma situación que unos ratones encerrados en un granero y alumbrados por una docena de linternas. Pero entonces, la diosa Fortuna se apiadó de ellos. El piloto no encendió las luces de aterrizaje hasta que el helicóptero ya los había dejado bien atrás. Viró en ángulo cerrado hacia la azotea de lo que parecía ser un edificio de oficinas con las paredes de cristal y se posó.
Pitt le quitó los prismáticos a Giordino y enfocó al helicóptero mientras aterrizaba y los rotores giraban cada vez más lentamente hasta detenerse del todo. Se abrió la puerta y varias mujeres con monos color lavanda se apresuraron a rodear la escalerilla para recibir a una mujer ataviada con un mono dorado. Movió poco a poco la ruedecilla de ajuste para conseguir una imagen más nítida. No estaba del todo seguro, pero hubiera apostado la paga de un año a que la persona que había bajado del helicóptero era la mujer que dijo llamarse Rita Anderson.
En su rostro había una expresión de furia cuando le devolvió los prismáticos a Giordino.
– Mira a ver si descubres quién es la reina del mono dorado.
Giordino observó a la mujer atentamente y siguió sus movimientos mientras ella y su comitiva caminaban hacia el ascensor.
– Nuestra amiguita del yate -dijo con una voz colérica-. La que asesinó a Renée. Mi reino por un fusil de francotirador.
– No podemos hacer nada al respecto -se lamentó Pitt-. Nuestro objetivo prioritario es llevar a Washington sanos y salvos a los Lowenhardt.
– Ya que has sacado el tema, ¿cómo haremos para cruzar una cerca electrificada y vigilada por tres dobermann y dos guardias fuertemente armadas?
– No la cruzaremos -respondió Pitt en voz baja, mientras su mente analizaba las opciones posibles-. Pasaremos por encima.
Los Lowenhardt permanecían en silencio, sin tener claro el sentido de la conversación. Giordino imitó a Pitt, que no apartaba la mirada del helicóptero posado en la azotea del edificio de oficinas. Sin decir ni una palabra, ambos comenzaron a urdir el mismo plan. Pitt miró el edificio a través de los prismáticos.
– Allí están las oficinas centrales -dijo-. No veo que esté vigilado.
– No tienen ningún motivo para convertirlo en una cárcel. Todos son leales empleados de Odyssey.
– Tampoco tienen motivos para creer que unos visitantes inesperados se presenten en la puerta principal. -Pitt enfocó de nuevo la azotea. Los pilotos acababan de entrar en el ascensor detrás de Rita, sin preocuparse por la vigilancia del helicóptero-. No volveremos a tener otra oportunidad como ésta.
– No me parece que sea una oportunidad única entrar en un edificio de oficinas, pasar inadvertidos entre doscientos empleados, y subir hasta un décimo piso para robar un helicóptero sin que nadie sospeche que se ha metido un zorro en el gallinero.
– Quizá tendríamos menos problemas si pudiera conseguirte un mono color lavanda.
Giordino le dirigió una mirada capaz de fundir la piedra.
– Ya he ido más allá de lo que impone el deber. Tendrás que pensar en alguna otra cosa.
Pitt se acercó a los Lowenhardt, que permanecían abrazados. Parecían aprensivos, pero no asustados.
– Vamos a entrar en el edificio de las oficinas centrales y subiremos a la azotea, donde nos apropiaremos del helicóptero. No se aparten de mí. Si nos topamos con problemas, tírense al suelo. No queremos tenerlos en nuestra línea de fuego. Nuestra única posibilidad es actuar con audacia. Al y yo fingiremos que los llevamos a una reunión, a un interrogatorio o lo que sea que cuele. En cuanto lleguemos a la azotea, suban inmediatamente al helicóptero y abróchense los cinturones. El despegue puede que sea bastante brusco.
Claus y Hilda le aseguraron solemnemente que harían lo que dijera. Estaban metidos en ello hasta las orejas y ya no podían volverse atrás. Pitt no dudaba de que seguirían sus indicaciones al pie de la letra. No tenían otra alternativa.
Caminaron por la acera hasta que llegaron a la escalinata en la entrada del edificio. Los faros de un camión los iluminaron por un momento, pero el conductor no se fijó en ellos. Dos mujeres, una con un mono lavanda y la otra con un mono blanco, estaban fumándose un cigarrillo junto a la entrada. Esta vez con Giordino en cabeza, que sonrió a las mujeres cortésmente, cruzaron las puertas de cristal automáticas y entraron en el vestíbulo. Vieron a unas cuantas mujeres y a un hombre, que conversaban animadamente. Unos pocos miraron en su dirección cuando Pitt y los otros pasaron junto a ellos, y lo hicieron sin la menor sospecha.
Como si fuese la cosa más normal del mundo, Giordino hizo que el grupo entrara rápidamente en unos de los ascensores vacíos antes de que se cerrara. Pero no habían acabado de hacerlo cuando, antes de que pudiera apretar el botón correspondiente a la azotea, entró también una atractiva rubia vestida con un mono lavanda que se inclinó por delante de Giordino para apretar el botón del octavo piso.
La mujer se volvió y, al ver a los Lowenhardt, los observó detenidamente. En su rostro apareció una expresión alerta.
– ¿Adonde llevan a estas personas? -preguntó en inglés.
Giordino vaciló, sin saber qué responder. Sin arredrarse, Pitt se colocó junto a su compañero y contestó en un pésimo castellano:
– Perdónenos por inglés no parlante.
La cólera brilló en los ojos de la mujer.
– ¡No hablaba con usted! -replicó vivamente-. Hablaba con la dama.
Pillado en mitad de la discusión, Giordino tenía miedo de hablar, porque su voz delataría que no era una mujer. Cuando lo hizo, su voz de falsete resonó de una manera extraña en el interior del ascensor.
– Hablo poco inglés.
La respuesta fue una mirada incisiva. La mujer le miró el rostro y abrió mucho los ojos al ver la sombra de la barba. Levantó una mano y le tocó la mejilla.
– ¡Usted es un hombre! -exclamó. Se volvió rápidamente en un intento por detener al ascensor en el siguiente piso, pero Pitt le apartó la mano de un golpe.
La empleada de Odyssey lo miró, atónita.
– ¿Cómo se atreve a pegarme?
Pitt sonrió como un niño travieso.
– Me ha impresionado tanto, que voy a raptarla para que me acompañe a un mundo mejor.
– ¿Está loco?
– Como una chota.
El ascensor se detuvo en el octavo piso, pero Pitt apretó el botón que cerraba la puerta. La puerta permaneció cerrada, el motor se puso en marcha y el ascensor continuó subiendo hasta su última parada en la azotea, encima del décimo piso.
– ¿Qué está pasando aquí? -Por primera vez miró a fondo a la pareja de científicos, que parecían disfrutar de la situación. Frunció el entrecejo-. Conozco a estas personas. Durante la noche tienen que estar confinados en sus habitaciones. ¿Adonde los llevan?
– Al lavabo más cercano -respondió Pitt sin inmutarse.
La mujer pareció vacilar entre detener el ascensor o gritar. En la duda, se dejó llevar por el instinto y abrió la boca para gritar. Pitt no vaciló ni un instante en darle un tremendo puñetazo en la barbilla. La mujer se desplomó como una muñeca de trapo. Giordino la sujetó por debajo de los brazos antes de tocar el suelo y la apoyó de pie contra un rincón de la cabina, de forma que quedara oculta cuando se abrieran las puertas.
– ¿Por qué no le tapó la boca, simplemente? -preguntó Hilda, sorprendida por la violencia de Pitt.
– Porque me hubiese mordido la mano, y hoy no estoy de humor para actuar como un caballero y permitirle que lo hiciera.
Con lo que a todos les pareció la velocidad de un caracol, el ascensor acabó de subir los últimos metros y se detuvo en el décimo piso, desde donde se accedía a la azotea. Después de frenar suavemente, la puerta se abrió y salieron.
Y antes de que pudieran reaccionar, se encontraron a bocajarro con un grupo de cuatro guardias que habían estado fuera de la vista, detrás de una torre de aire acondicionado.
La atmósfera en el ático de Sandecker en el edificio Watergate era de una calma tensa. Sandecker se paseaba como fiera enjaulada, rodeado por la nube de humo azul de uno de sus enormes puros hechos por encargo. Otros hombres se comportaban como caballeros cuando había damas presentes, en lugar de intoxicarlas con el humo del tabaco, pero no el almirante. Si no estaban dispuestas a aceptar su pernicioso hábito, no salía con ellas. A pesar de este riesgo, eran muchas las damas solteras de Washington que cruzaban el umbral de su casa.
Considerado un magnífico partido -era viudo, con una hija y tres nietos que vivían en Hong Kong-, Sandecker recibía multitud de invitaciones a cenas y fiestas. Ya fuera afortunada o desafortunadamente, según se mirara, no dejaban de presentarle mujeres solteras que buscaban marido o una relación. Para colmo, el almirante era un galán capaz de liarse con cinco damas a la vez, una de las razones por las que era un fanático del fitness.
Su acompañante de esa noche, la congresista Bertha García, que había sucedido en el cargo a su difunto esposo, Marcus, estaba sentada en la terraza y disfrutaba de una copa de excelente oporto mientras contemplaba el magnífico espectáculo de la ciudad iluminada. Elegantemente ataviada con un corto vestido negro de cóctel, después de asistir a una fiesta con el almirante, miraba con expresión divertida el furibundo paso de Sandecker.
– ¿Por qué no te sientas, Jim, antes de que dejes un surco en la alfombra?
Sandecker se detuvo. Se acercó a ella y apoyó afectuosamente una mano en su mejilla.
– Perdona que no te haga mucho caso, pero estoy pendiente de saber algo de dos de mis hombres, que están en Nicaragua. -Se sentó pesadamente junto a la congresista-. ¿Qué pensarías si te dijera que la costa oriental de nuestro país y toda Europa pueden sufrir unos inviernos propios de la era glacial?
– Siempre se puede sobrevivir a un invierno duro.
– Estoy hablando de siglos.
Bertha dejó la copa en la mesa de centro.
– No es posible con el efecto invernadero.
– Con el efecto invernadero y lo que tú quieras.
Sonó el teléfono y Sandecker fue a atender la llamada a su despacho.
– ¿Sí?
– Soy Rudi, almirante -dijo Gunn-. Seguimos sin tener noticias.
– ¿Han conseguido entrar?
– No sabemos nada desde que salieron de Granada en una moto de agua.
– Esto no me gusta -murmuró Sandecker-. A estas horas deberíamos saber algo de ellos.
– Tendríamos que dejar estos trabajos a las agencias de inteligencia -afirmó Gunn.
– Estoy de acuerdo, pero no hay quien detenga a Dirk y Al cuando se les mete algo entre ceja y ceja.
– Lo conseguirán -manifestó Gunn animosamente-. Siempre lo hacen.
– Sí -admitió Sandecker-, aunque llegará el día en que se les acabará la suerte.
La sorpresa de los guardias al ver al grupo que salía del ascensor fue un calco de la de Pitt al verles a ellos. Tres vestían los monos azules de los guardias de seguridad; el cuarto integrante era una mujer vestida de verde. Pitt adivinó que ella tenía el mando: a diferencia de los hombres, no llevaba un fusil de asalto. Su única arma era una pequeña pistola automática, en una cartuchera que le colgaba sobre la cadera.
Pitt se apresuró a tomar la iniciativa. Se acercó a la mujer.
– ¿Es usted quien está al mando? -preguntó con voz calma y autoritaria.
La mujer, pillada por sorpresa, respondió sin vacilar:
– Yo estoy al mando. ¿Qué están haciendo aquí?
Más tranquilo al ver que hablaba inglés, Pitt señaló al matrimonio Lowenhardt.
– Encontramos a estos dos rondando por el cuarto piso. Nadie parecía saber cómo es que habían llegado allí. Nos dijeron que los entregáramos a los guardias en la azotea. Esos son ustedes.
La mujer miró a los Lowenhardt, que a su vez miraban a Pitt con una expresión de asombro y miedo.
– Conozco a estas personas. Son científicos que trabajan en el proyecto. Tendrían que estar encerrados en sus habitaciones.
– Hubo un incidente, un vehículo incendiado. Debieron de escapar en medio de la confusión.
La mujer, que vacilaba, no preguntó cómo era que los Lowenhardt habían acabado en el edificio de oficinas.
– ¿Quién le dijo que los trajera a la azotea?
Pitt se encogió de hombros.
– Una señora con un mono lavanda.
Los tres guardias que empuñaban los fusiles de asalto parecieron relajarse. Al parecer se habían tragado el cuento, aunque su superior dudaba.
– ¿Cuáles son sus puestos de trabajo? -preguntó la mujer.
Giordino dio unos cuantos pasos hacia el helicóptero y lo miró como si lo estuviese admirando. Pitt miró a la mujer directamente a los ojos.
– Trabajamos en los túneles. Nuestro supervisor nos mandó a la superficie para que disfrutáramos de dos días de descanso.
Por el rabillo del ojo vio que Giordino se situaba detrás de los guardias con mucho disimulo. La historia había funcionado antes; rezó para que lo hiciera de nuevo. Funcionó. La mujer asintió.
– Pero eso no explica por qué están ustedes en las oficinas centrales a estas horas de la noche.
– Nos han ordenado que bajemos mañana y nos dijeron que viniéramos aquí para recoger nuestros pases. -Esto último fue un error.
– ¿Qué pases? A los trabajadores de los túneles no les dan pases. Basta con la tarjeta de identificación.
– Oiga, sólo hago lo que me dicen -replicó Pitt, con tono enojado-. ¿Se hará cargo de los prisioneros o no?
Antes de que ella pudiera responder, Giordino ya tenía el pistolón en la mano. Con un movimiento velocísimo, descargó un golpe tremendo con el cañón en la cabeza de uno de los guardias, y sin solución de continuidad golpeó al segundo. El tercero dejó caer el fusil cuando vio que la pistola calibre.50 de Giordino le apuntaba entre los ojos.
– Esto pinta mucho mejor -comentó Pitt en tono bajo. Le sonrió a Giordino-. Un buen trabajo.
– Gracias. -Giordino le devolvió la sonrisa.
– Quítales las armas.
La mano de la mujer amagó un gesto hacia la cartuchera.
– Yo en su lugar no lo haría -le advirtió Pitt.
El rostro de la mujer estaba desfigurado por la cólera, pero era lo bastante lista como para saber que no tenía posibilidades. Levantó las manos mientras Giordino le quitaba la pistola.
– ¿Quién es usted? -preguntó, furiosa.
– Me gustaría que dejaran de preguntármelo. -Pitt señaló al único guardia que seguía en pie-. Quítese el uniforme. ¡Deprisa!
El guardia se apresuró a abrir la cremallera del mono y se lo quitó. Pitt hizo lo mismo con su mono negro, y se vistió con el azul.
– Pónganse boca abajo en el suelo, junto a sus compañeros -ordenó a la mujer y al guardia en calzoncillos.
– ¿Qué te propones? -preguntó Giordino tranquilamente.
– Al igual que las compañías aéreas, detesto despegar con un avión con la mitad del pasaje.
Giordino no necesitó hacer más preguntas. Se situó delante de los prisioneros para que vieran el arma que les apuntaba a la cabeza. Miró a los Lowenhardt.
– Es hora de abordar -dijo con voz firme.
La pareja mayor obedeció sin rechistar. Subieron al helicóptero, mientras Pitt entraba en el ascensor. Un par de segundos más tarde, se cerró la puerta y desapareció.
En el décimo piso había habitaciones, a cuál más lujosa. La suite lavanda, como bien indicaba su nombre, estaba decorada como si la hubiese barrido una oleada del mismo color. Los altos techos, con guardas color lavanda, eran cúpulas pintadas con escenas de extraños rituales religiosos y danzas interpretadas por mujeres con largas túnicas, sobre un fondo de árboles, junto a lagos y montañas míticas. La mullida alfombra que cubría todo el suelo era de color lavanda con reflejos dorados. Las sillas de mármol blanco tenían la forma de los tronos que a menudo aparecen reproducidos en las piezas de cerámica griega, con gruesos cojines color lavanda en los asientos. Los candelabros tenían un revestimiento de un color lavanda iridiscente, con los caireles que rodeaban las bombillas teñidos a juego. Las paredes estaban tapizadas en terciopelo del mismo color. Las cortinas también eran de terciopelo. Sensual, exótico, decadente, una auténtica fantasía onírica, el efecto sorprendía al ojo del observador mucho más de lo que cualquiera habría podido imaginar.
Dos mujeres ocupaban un gran diván de mármol, reclinadas cómodamente sobre los cojines. En la mesa de cristal tallado junto al diván había un cubo y una botella de champán, con la etiqueta lavanda. Una de las mujeres vestía una túnica dorada, y la otra la misma prenda pero de color rojo. Sus largas cabelleras rojas tenían exactamente el mismo tono y peinado, como si hubiesen compartido el frasco de tinte y el peluquero. Si no se estuvieran moviendo, un espectador habría creído que formaban parte del extravagante decorado.
La dama de rojo bebió un sorbo de champán y después dijo, con voz carente de inflexión:
– Estamos cumpliendo los plazos. Tendremos acabadas diez millones de unidades Macha para la venta al detalle cuando se produzca la primera nevada. Luego, nuestros amigos chinos tendrán las líneas de montaje a pleno rendimiento. Sus nuevas fábricas estarán listas para finales del verano y la producción subirá a dos millones de unidades mensuales.
– ¿Ya están preparados los canales de distribución? -preguntó su compañera, que era una belleza despampanante.
– Los almacenes que se han construido o alquilado en toda Europa y el nordeste de los Estados Unidos ya están recibiendo el producto transportado por la flota de carga china.
– Nos ha favorecido mucho que Druantia ocupara el lugar de su padre. Ha garantizado el abastecimiento de platino que nos era imprescindible.
– De no haber sido por eso, nunca habríamos podido atender la demanda.
– ¿Ya han calculado cuál será el mejor momento para abrir los túneles?
La dama de rojo asintió.
– Nuestros científicos han calculado que el diez de septiembre. De acuerdo con sus estimaciones, tardarán sesenta días en bajar la temperatura de la corriente del Golfo a un valor que origine un frío extremo en las latitudes boreales.
La dama de dorado sonrió, al tiempo que llenaba las copas.
– Entonces todo está a punto.
La otra levantó la copa para ofrecer un brindis.
– A tu salud, Epona, que no tardarás en convertirte en la mujer más poderosa en la historia del mundo.
– Por ti, Flidais, que lo has hecho posible.
Pitt dedujo correctamente que las oficinas principales estarían en el último piso, debajo de la azotea. Las secretarias y oficinistas se habían marchado hacía horas y los pasillos se veían desiertos cuando salió del ascensor. Vestido con el mono azul de los guardias, no tuvo ningún problema con los dos hombres encargados de la vigilancia, que apenas si le dedicaron una ojeada cuando entró en la antesala de la suite principal. No vio a nadie más, de modo que abrió la puerta sigilosamente y entró. La cerró con el mismo cuidado y al volverse se quedó boquiabierto ante la decoración.
Escuchó voces en la otra habitación y se deslizó entre la pared y las cortinas de la arcada, de color lavanda y sujetas con cordones dorados. Vio a dos mujeres cómodamente reclinadas en un diván y observó la ostentosa habitación que, a su juicio, convertía al más lujoso prostíbulo en una chabola junto a un vertedero. No había nadie más. Salió de detrás de las cortinas y permaneció en el centro de la arcada, dedicado a admirar la extraordinaria belleza de las dos mujeres, que continuaban conversando sin advertir la presencia de un intruso.
– ¿Te marcharás pronto? -le preguntó Flidais a Epona.
– En unos días. Tengo que ocuparme del control de daños en Washington. Un comité del Congreso está investigando nuestras actividades en las minas que compramos en Montana. Los políticos están inquietos porque utilizamos todo el iridio extraído y no abastecemos a la industria privada norteamericana. -Epona se reclinó en los cojines-. ¿Qué me dices de ti, mi querida amiga? ¿Qué tienes en tu agenda?
– He contratado una agencia internacional de detectives para que sigan la pista de los dos hombres que consiguieron saltarse nuestros sistemas de vigilancia y recorrieron los túneles antes de escapar por el pozo de ventilación del faro.
– ¿Tienes alguna idea de su identidad?
– Sospecho que eran miembros de la National Underwater and Marine Agency. Los mismos de los que conseguí escapar luego de que destruyeran nuestro yate.
– ¿Crees que puede estar en peligro el secreto de nuestras actividades?
– No lo creo. -Flidais sacudió la cabeza para reforzar la negativa-. Al menos, no todavía. Nuestros agentes no han mencionado que las agencias de inteligencia norteamericanas hayan demostrado interés por investigar los túneles. De momento hay un silencio absoluto. Es como si aquellos demonios de la NUMA hubiesen desaparecido de la faz de la tierra.
– No es necesario preocuparnos antes de hora. Ya es demasiado tarde para que los norteamericanos detengan nuestra operación. Además, dudo que hayan descubierto la verdadera finalidad de los túneles. Además, sólo faltan ocho días para abrirlos y que las bombas comiencen a desviar la corriente ecuatorial sur hacia el Pacífico.
– Espero que la razón de su silencio sea que no han conseguido atar cabos y descubrir la amenaza.
– Eso explicaría que no hayan emprendido ninguna acción.
– Por otro lado -señaló Epona con tono pensativo-, no deja de ser curioso que no busquen vengar el asesinato de un miembro de su tripulación.
– Una ejecución que fue necesaria -afirmó Flidais.
– No estoy de acuerdo -intervino Pitt-. El asesinato a sangre fría nunca es una cuestión de necesidad.
Fue como si se hubiese detenido el tiempo. La copa de champán cayó de la mano de Epona y rodó silenciosamente por la mullida alfombra. Ambas cabezas giraron a la vez, y las largas cabelleras imitaron el movimiento de un latigazo. En los ojos de largas pestañas la sorpresa fue reemplazada por la furia al verse interrumpidas por la intrusión no autorizada de uno de sus propios guardias. Luego reapareció el asombro al verse encañonadas por una pistola.
Pitt advirtió la fugaz mirada de Epona hacia un pequeño mando a distancia dorado que estaba en la alfombra debajo de la mesa de cristal, y vio que movía un pie con mucho disimulo.
– Más te vale que no lo intentes, querida -dijo tranquilamente.
El pie se detuvo, con los dedos muy cerca de uno de los botones. Luego Epona apartó el pie con un movimiento lento.
En aquel instante Flidais reconoció a Pitt.
– ¡Tú! -exclamó con voz aguda.
– Hola, Rita, o como te llames. -Echó una ojeada a la habitación-. Por lo que parece, has progresado.
Los ojos de color ámbar castaño lo miraron con una expresión furibunda.
– ¿Cómo has entrado aquí?
– ¿Es que no te agrada mi mono de diseño? -replicó Pitt, que se movió como si estuviese exhibiendo un modelo en una pasarela-. Es sorprendente cómo abre todas las puertas.
– Flidais, ¿quién es este hombre? -preguntó Epona, que observaba a Pitt como si fuese un animal en el zoológico.
– Mi nombre es Dirk Pitt. Su amiga y yo nos conocimos en la costa oriental de Nicaragua. Si no recuerdo mal, vestía un biquini amarillo y era propietaria de un precioso yate.
– Que echaste a pique. -Flidais parecía una cobra rabiosa.
– No recuerdo que nos ofrecieras alternativa.
– ¿Qué quiere? -preguntó Epona, que miraba fijamente al intruso con sus ojos color jade con reflejos dorados.
– Creo que es justo que Flidais… ¿es así como la llama?… responda por sus crímenes.
– ¿Puedo saber cómo se propone hacerlo? -replicó Epona, con una mirada enigmática.
Esta mujer es una actriz de primera, pensó Pitt. Nada la asustaba, ni siquiera el arma que la apuntaba.
– Me la llevaré en un viaje al norte.
– Así de sencillo.
– Así de sencillo -confirmó Pitt.
– ¿Qué pasa si me niego? -exclamó Flidais, desafiante.
– Digamos que no te gustarían las consecuencias.
– Si no hago lo que quieres, me matarás. ¿Es eso?
Pitt le apoyó el cañón de la Colt.45 contra la sien, junto al ojo izquierdo.
– No, lo que haré será destrozarte los ojos. Vivirás los años que te queden, ciega y convertida en un adefesio.
– Eres grosero y vulgar, como la mayoría de los hombres -le espetó Epona, indignada-. No esperaba menos.
– Es agradable saber que no he desilusionado a una mujer tan bella como astuta.
– No necesita ser paternalista conmigo, señor Pitt.
– No soy paternalista. Solo tolerante. -Sonrió para sus adentros al ver que la pulla la había molestado-. Quizá volvamos a encontrarnos otro día, en circunstancias más agradables.
– No se haga ilusiones, señor Pitt. No creo que le espere un futuro placentero.
– Es curioso, no tiene usted aspecto de gitana.
Tocó suavemente el hombro de Flidais con el cañón del arma y la siguió fuera de la habitación. Se detuvo un momento en la arcada y miró a Epona.
– Antes de que se me olvide: no creo que sea aconsejable abrir los túneles y desviar la corriente ecuatorial sur para provocar un invierno glacial en Europa. Sé de muchas personas que se enfadarían.
Cogió a Flidais de un brazo y la llevó a buen paso pero sin prisas por el pasillo hasta el ascensor. Una vez dentro de la cabina, Flidais se arregló la túnica.
– No solo eres un plasta, Pitt, sino también un estúpido.
– ¿Ah, sí?
– No conseguirás salir del edificio. Hay guardias en todos los pisos. No tienes la menor oportunidad de cruzar el vestíbulo sin que te detengan.
– ¿Quién ha dicho que saldremos por el vestíbulo?
Flidais abrió los ojos como platos cuando el ascensor subió y se detuvo en la azotea. Pitt le indicó que saliera en cuanto se abrió la puerta.
– No quiero darte prisa, pero en cualquier momento las cosas comenzarán a animarse por aquí arriba.
La mujer vio a los guardias tumbados en el suelo y a Giordino que los apuntaba con un fusil de asalto. Entonces se fijó en el helicóptero y comprendió que cualquier esperanza de que los guardias interceptaran a Pitt y su compañero se había esfumado en el aire nocturno. En su desesperación por encontrar una salida, se volvió hacia Pitt y exclamó:
– ¡No puedes pilotar un helicóptero!
– Lamento desilusionarte -respondió Pitt pacientemente-. Al y yo sabemos pilotar estos cacharros.
Giordino miró a Flidais, se fijó en la elegancia de su atuendo y sonrió con una expresión vengativa.
– Veo que has encontrado a Rita. ¿La has sacado de una fiesta?
– Estaba con una amiga suya, bebiéndose una botella del mejor champán. Resulta que se llama Flidais; vendrá con nosotros. No le quites el ojo de encima.
– Utilizaré los dos -afirmó Giordino con voz helada.
Pitt miró a Flidais durante un segundo mientras subía al helicóptero. El brillo había desaparecido de los ojos de la mujer. La tranquilidad y el coraje de antes habían dado paso a la inquietud.
Pitt echó una ojeada al interior antes de ir rápidamente a la cabina y sentarse en el asiento del piloto. Se trataba de un McDonell Douglas Explorer, con dos motores turbo gemelos Pratt amp; Whitney construido por MD Helicopters en Mesa, Arizona. No ocultó su satisfacción al ver que se trataba de un aparato con sistema antitorque, lo que hacía innecesario el rotor trasero.
Comprobó que la válvula de combustible estuviese abierta y desconectó el cíclico y el colectivo. Luego probó los pedales, los aceleradores y los interruptores de circuito, y movió el cebador para ajustar la mezcla. Después de apretar el interruptor general, puso en marcha los motores. Las turbinas comenzaron a girar y en cuestión de segundos llegaron a la temperatura y el número de revoluciones apropiado. Por último, Pitt verificó que todas las luces de alerta estuviesen apagadas. Asomó la cabeza por la ventanilla lateral y le gritó a Giordino por encima del aullido de las turbinas:
– ¡Arriba!
Giordino no tuvo tantos miramientos como Pitt. Sujetó a Flidais por el cuello y la arrojó al interior de la cabina. Luego subió de un salto y cerró la puerta.
El interior era elegante y lujoso, con cuatro grandes butacas de cuero y consolas de madera noble. Una de ellas disponía de ordenador, fax y videoteléfono satelital. También había un bar con botellones y vasos de cristal. Los Lowenhardt, instalados en sus asientos y con los cinturones abrochados, miraron en silencio a Flidais, que continuaba tumbada en el mismo lugar donde había caído. Giordino la sujetó por debajo de los brazos, la arrastró hasta una de las butacas y le abrochó el cinturón. Le entregó el fusil de asalto a Claus Lowenhardt.
– Si se mueve, mátela.
Claus, que detestaba a las mujeres que lo habían tenido prisionero, aceptó el encargo con una sonrisa.
– Nuestros agentes os estarán esperando cuando aterricéis en Managua -dijo Flidais despectivamente.
– Ah. Es algo que me consuela.
Giordino se volvió rápidamente para ir a la carlinga y sentarse en el asiento del copiloto. Pitt vio que se cerraban las puertas del ascensor. Alertados por la mujer de la suite, los guardias habían llamado al ascensor que les permitiría llegar a la azotea. Movió la palanca del colectivo hacia atrás y el helicóptero se elevó en el aire. Luego empujó el cíclico hacia delante. El morro bajó un poco y el MD Explorer saltó de la azotea del edificio. De inmediato aceleró hasta alcanzar la velocidad máxima de trescientos kilómetros por hora, y voló por encima de las instalaciones de Odyssey en dirección a la pista de aterrizaje que se extendía entre los dos volcanes.
En cuanto llegó a la falda del Maderas, rodeó el pico y descendió hasta que el Explorer estuvo a menos de diez metros por encima de las copas de los árboles, para después cruzar la costa y adentrarse en las aguas del lago.
– Espero que no se te ocurra ir a Managua -dijo Giordino, mientras se ponía los auriculares-. Su alteza real dice que unos gorilas nos estarán esperando.
– No me sorprendería -afirmó Pitt con una gran sonrisa-. Por eso mismo ahora volaremos en dirección oeste por encima del Pacífico antes de virar al sur para ir a San José, en Costa Rica.
– ¿Nos alcanzará el combustible?
– Dentro de unos minutos volaré a velocidad de crucero. Si no me falla el cálculo, nos sobrarán unos diez litros.
Pitt continuó volando a ras de las olas para escapar a los radares de Odyssey, antes de cruzar la angosta franja de tierra en el lado oeste del lago. Quince kilómetros mar adentro, viró hacia el sur y subió poco a poco mientras Giordino fijaba el rumbo a San José. Durante el resto del vuelo, Giordino no dejó de vigilar atentamente los indicadores del combustible.
El cielo estaba encapotado. No amenazaba lluvia, pero no se veían las estrellas. Pitt nunca se había sentido más agitado. Le pasó los controles a Giordino, se arrellanó en el asiento, cerró los ojos y respiró lenta y profundamente. Aún le quedaba una cosa por hacer antes de permitirse el lujo de dormir. Sacó el móvil de su mochila impermeable y marcó el número privado de Sandecker.
El almirante atendió la llamada en el acto.
– Sandecker.
– Estamos fuera -dijo Pitt, cansado.
– Ya era hora.
– No fue necesario prolongar la visita.
– ¿Dónde estáis?
– Volamos en un helicóptero robado con rumbo a San José, en Costa Rica.
Sandecker hizo una breve pausa mientras asimilaba la información.
– ¿No fue necesario espiar las instalaciones durante el día?
– Nos sonrió la suerte -respondió Pitt, que hacía esfuerzos para no dormirse.
– ¿Has recogido toda la información que necesitamos? -preguntó Sandecker, con su típica impaciencia.
– Lo tenemos todo -dijo Pitt-. Gracias a los científicos que tiene cautivos, Specter ha perfeccionado la tecnología de las celdas de combustible. Utilizan nitrógeno en lugar de hidrógeno. Los chinos comunistas están fabricando millones de estufas alimentadas por la electricidad de esas celdas, que distribuirán y pondrán a la venta cuando abran los túneles y el frío polar haga sentir sus efectos en la costa de Norteamérica y Europa.
– ¿Me estás diciendo que toda esta locura es para vender estufas? -preguntó Sandecker, atónito.
– Ganarán miles de millones de dólares, por no hablar del poder que tendrán gracias al monopolio. Lo mire por donde lo mire, la economía mundial dependerá de Specter en cuanto caiga la primera nevada.
– Pareces estar convencido de que ha perfeccionado la tecnología, cosa que aún no han conseguido las mejores mentes científicas del mundo -opinó Sandecker.
– Las mejores mentes científicas del mundo trabajan para Specter -afirmó Pitt-. Escuchará toda la historia de boca de dos de los científicos que han trabajado en el proyecto.
– ¿Están contigo? -preguntó el almirante, entusiasmado.
– Los tengo en la cabina, junto con la mujer que asesinó a Renée Ford.
En el rostro de Sandecker apareció la expresión del bateador que acaba de lograr un jonrón con los ojos cerrados.
– ¿También la tienes a ella?
– Envíe un avión a San José para recogernos, y mañana a esta misma hora la tendrá sentada en sus rodillas.
– Le diré a Rudi que se encargue -dijo Sandecker, con una voz que reflejaba alegría y excitación-. Os quiero en mi oficina en cuanto aterricéis.
No hubo respuesta.
– Dirk, ¿me escuchas?
Pitt se había dormido, sin darse cuenta de que había cortado la comunicación.
El reactor de Air Canada entró en una espesa nube, cuyas suaves curvas blancas mostraban los primeros toques naranja del sol poniente. Mientras el avión comenzaba el lento descenso hacia Guadalupe, Summer contempló a través de la ventanilla cómo el agua, de un color azul morado hasta entonces, se volvía azul claro y después turquesa a medida que el aparato volaba por encima de los arrecifes y las lagunas. Sentado junto a ella, Dirk estudiaba la carta de las Santas, un grupo de islas al sur de Guadalupe.
Summer miró con creciente curiosidad cómo las dos islas principales, Basse-Terre y Grande-Terre, se unían para adoptar la forma de una mariposa. Basse-Terre era el ala que daba a occidente, y sus colinas y montañas estaban cubiertas de una densa vegetación. Rodeado por exuberantes helechos, el bosque encerraba algunas de las cataratas más altas del Caribe, que caían del pico más elevado de la isla, La Soufriére, un humeante volcán de casi mil quinientos metros de altura. Las islas, con una superficie total equivalente a Luxemburgo, estaban separadas por un angosto canal tapiado de manglares, llamado la Riviére Salée.
El ala oriental de la mariposa, Grande-Terre, era todo lo contrario a Basse-Terre. La isla era llana en su mayor parte, con excepción de algunas colinas bajas, y casi todo el terreno lo ocupaban las plantaciones de caña de azúcar que abastecían las tres destilerías productoras del famoso ron de Guadalupe.
Summer esperaba con ilusión disfrutar de algunas de las muchas playas de arena blanca y negra, bordeadas de ondulantes palmeras, pero en su interior era consciente de que difícilmente lo conseguiría. En cuanto acabaran la búsqueda de los pecios de la flota de Ulises, el almirante Sandecker seguramente les ordenaría emprender el regreso sin dejarle disfrutar de unos pocos días de descanso. Decidió que se quedaría, sin hacer caso de las consecuencias de provocar la cólera del almirante.
El avión trazó un amplio círculo que lo llevó sobre Pointe-á-Pitre, la capital económica de Guadalupe. Miró los tejados rojos mezclados con los de chapa de cinc. La plácida ciudad contaba con una pintoresca plaza rodeada de tiendas y cafés. Las callejuelas se veían muy concurridas y animadas. La gente volvía a sus casas a cenar. Eran pocos los que conducían coches. Muchos caminaban y la mayoría iba en motos o ciclomotores. Comenzaban a encenderse las primeras luces en las casas cercanas al puerto. Los barcos estaban amarrados en los muelles, y las pequeñas embarcaciones de pesca entraban con las capturas del día.
El piloto enfiló la pista del aeropuerto Pole Caraibes. Se escuchó el ruido del tren de aterrizaje al desplegarse, y el zumbido del motor de los alerones al bajar. Durante un momento, los últimos rayos de sol refulgieron en las ventanas antes de que el avión se posara en la pista con el habitual rebote, el chirrido de los neumáticos y el aullido de las turbinas al invertir la marcha mientras frenaba antes de rodar hacia la terminal.
A Summer le encantaban los atardeceres en los trópicos. Es el momento en que se alza la brisa marina, llevándose lo peor del calor y la humedad del día. Le gustaba el olor de la vegetación después de la lluvia y el penetrante aroma de las flores.
– ¿Qué tal tu francés? -le preguntó Dirk mientras bajaban la escalerilla y pisaban la pista del aeropuerto de Guadalupe.
– Pues igual de bueno que tu swahili -respondió Summer, que estaba encantadora con su falda estampada y la blusa a tono-. ¿Por qué lo preguntas?
– Sólo los turistas hablan inglés. Los lugareños hablan francés o el dialecto créole.
– Dado que ninguno de los dos estudió lenguas en el Instituto, tendremos que hacernos entender por señas.
Dirk miró a su hermana con una expresión de duda y luego se echó a reír. Le entregó un librito.
– Aquí tienes un diccionario inglés-francés. Te nombro mi traductora.
Caminaron hasta la terminal y siguieron a los otros pasajeros hasta el mostrador de Inmigración. El funcionario los miró antes de sellarles los pasaportes.
– ¿Vienen a Guadalupe en viaje de negocios o de placer? -preguntó en perfecto inglés.
Summer miró a Dirk y arrugó su nariz respingona.
– Placer -respondió, al tiempo que movía la mano como si quisiera exhibir el anillo con un gran diamante que llevaba en el dedo anular-. Estamos en luna de miel.
El funcionario le miró los pechos con toda frescura, y sonrió amigablemente mientras ponía el sello en una de las páginas en blanco de los pasaportes.
– Que disfruten de la estancia -dijo con un tono que rozaba lo libidinoso.
En cuanto se alejaron del mostrador, Dirk preguntó:
– ¿Qué historia es ésa de que estamos en luna de miel? ¿Dónde has conseguido el anillo?
– Me pareció que hacernos pasar por recién casados era una buena tapadera. El diamante es un trozo de vidrio. Me costó ocho dólares.
– Espero que nadie quiera mirarlo de cerca, o creerán que soy el más miserable de los maridos.
Fueron hasta la sala de equipajes, donde tuvieron que esperar veinte minutos a que aparecieran sus maletas. Las cargaron en un carrito, pasaron por la aduana y salieron al vestíbulo de la terminal. Un grupo de unas treinta personas esperaban a parientes y amigos. Un hombre bajo con traje blanco y la tez morena oscura de los criollos sostenía un pequeño cartel donde se leía: PITT.
– Somos nosotros -dijo Dirk-. Ella es Summer y yo Dirk Pitt.
– Charles Moreau. -El hombre le tendió la mano. Sus ojos eran de color negro azabache y su nariz parecía lo bastante afilada para librar un duelo. Le llegaba al hombro a Summer, y su cuerpo era delgado y flexible como una caña de bambú-. El avión ha llegado con sólo diez minutos de retraso. Habrán querido establecer una marca. -Luego se inclinó, cogió la mano de Summer y rozó con los labios sus nudillos en un gesto lleno de galantería-. El almirante Sandecker dijo que erais una pareja muy apuesta.
– Supongo que también mencionó que somos hermanos.
– Lo hizo. ¿Hay algún problema?
Dirk miró a Summer, que sonrió con burlona inocencia.
– Sólo quería dejarlo claro.
Summer y Moreau salieron del edificio escoltados por Dirk, que empujaba el carrito con las maletas. Una atractiva mujer de cabellos negros con el típico vestido lugareño -una falda plisada de tela de Madrás a rayas naranjas y amarillas, con un tocado haciendo juego, una blusa de encaje blanca y un chai sobre un hombro- chocó contra Dirk. Como buen conocedor de los trucos de los carteristas, el joven se palpó inmediatamente el bolsillo donde llevaba el billetero. Se tranquilizó al comprobar que no había desaparecido.
La mujer se apartó un paso mientras se masajeaba el hombro.
– Lo siento mucho. Ha sido culpa mía.
– ¿Se ha hecho daño? -preguntó Dirk amablemente.
– Ahora sé lo que es chocar contra una pared. -La mujer lo miró a los ojos y sonrió-. Soy Simone Raizet. Quizá nos volvamos a ver en la ciudad.
– Quizá -respondió Pitt, sin darle su nombre.
– Tiene usted un hombre muy guapo y encantador -le comentó Simone a Summer.
– Puede serlo cuando quiere -manifestó Summer, con un leve tono de sarcasmo.
La mujer se despidió con un gesto y entró en la terminal.
– ¿Alguien sabe a qué ha venido eso? -preguntó Pitt, divertido.
– Yo diría que es una fresca -murmuró Summer.
– Es muy extraño -opinó Moreau-. Ha dado toda la impresión de que vive aquí. Yo he nacido en esta isla, y nunca la había visto antes.
Summer frunció el entrecejo.
– Yo creo que el choque fue intencionado.
– Estoy de acuerdo -dijo Dirk-. Pretendía alguna cosa. No sé qué, pero el encuentro no ha sido casual.
Cruzaron la calle y fueron hasta el aparcamiento, donde estaba el BMW 525 de Moreau. El hombre abrió el maletero. Dirk cargó el equipaje y luego subieron al coche. Moreau salió del aparcamiento y tomó la carretera que llevaba a Pointe-á-Pitre.
– Les he reservado una pequeña suite de dos habitaciones en el Canella Beach, uno de nuestros hoteles más populares, y el más adecuado para una pareja joven con un presupuesto reducido. De acuerdo con las instrucciones del almirante Sandecker, deberán comportarse con la máxima discreción mientras buscan el tesoro.
– Es un tesoro histórico, no valioso -lo corrigió Summer.
– El almirante tiene razón -dijo Dirk-. Si se corre la voz de que la NUMA está buscando un tesoro, aparecerán centenares de buscadores.
– El problema principal es que los expulsarían de las islas -señaló Moreau-. Nuestro gobierno tiene leyes muy estrictas en cuanto a la protección del patrimonio histórico.
– Si tenemos éxito -declaró Summer-, su gente se beneficiará de un descubrimiento que hará época.
– Razón de más para mantener en secreto la expedición.
– ¿Es usted un viejo amigo del almirante?
– Conocí a James hace muchos años, cuando yo era cónsul de Guadalupe en Nueva York. Desde mi retiro, a veces me llama para que colabore con la NUMA en sus asuntos en esta zona del Caribe.
Moreau condujo a través de las verdes colinas en dirección al puerto y alrededor de la ciudad, a lo largo de la costa sudeste de Grande-Terre, hasta los suburbios de Gosier. Allí siguió por un camino de tierra que desembocaba en la carretera principal.
Summer admiró las mansiones, que se alzaban en medio de bellos jardines.
– ¿Nos está agasajando con un recorrido turístico? -preguntó.
– Hay un taxi que nos ha venido siguiendo de cerca desde que salimos del aeropuerto -respondió Moreau-. Quise comprobar que efectivamente nos sigue a nosotros.
Dirk se volvió en su asiento para mirar a través de la ventanilla trasera.
– ¿El Ford verde?
– El mismo.
Moreau salió de la zona residencial para sumarse a los autobuses, turistas en ciclomotores y taxis que circulaban por una de las calles principales. El conductor del Ford verde hacía todo lo posible para no perderlos, pero se veía en figurillas por la lentitud del tráfico. Moreau se coló entre dos autobuses que ocupaban ambos lados de la calle y a continuación dobló bruscamente a la derecha para meterse por unas callejuelas flanqueadas por casas de estilo colonial francés. Luego dobló a la izquierda y giró de nuevo en la siguiente esquina para volver a la calle principal. Pero el taxi se metió por un camino lateral para evitar los autobuses, recuperó la distancia perdida y se pegó como una lapa al coche de Moreau.
– Es evidente que está interesado en nosotros -afirmó Dirk.
– A ver si podemos perderlo… -dijo Moreau.
Esperó a que se abriera un hueco en el tráfico. Entonces, en lugar de girar, siguió recto y cruzó entre los demás coches para meterse en una calle transversal. El taxista, encajonado por los ciclomotores, los coches y los autobuses tardó más de medio minuto en abrirse paso y reanudar la persecución.
Después de girar una vez más y perder de vista al taxi, Moreau entró en el camino privado de una casa y aparcó tras de unas adelfas. Al cabo de pocos minutos el taxi verde pasó por delante de la entrada a toda velocidad y se alejó en medio de una nube de polvo. Esperaron unos minutos y Moreau puso el coche en marcha para volver a sumarse al tráfico en la carretera principal.
– Lo hemos perdido, pero mucho me temo que sólo sea temporalmente.
– Quizá se le ocurra utilizar el mismo truco y esperarnos -apuntó Dirk.
– Lo dudo -opinó Summer, muy confiada-. Me juego lo que quieras a que nos hemos deshecho de él.
– Pues has perdido -replicó Dirk con una carcajada. Le señaló a través del parabrisas el Ford verde aparcado en el arcén y a su conductor que hablaba por el móvil-. Aparque a su lado, Charles.
Moreau se acercó lentamente por detrás y luego aceleró para colocarse a la par y frenar. Dirk se asomó por la ventanilla y golpeó con los nudillos la puerta del taxi.
– ¿Nos busca a nosotros?
El atónito conductor miró el rostro sonriente de Dirk, dejó caer el móvil, pisó a fondo el acelerador y, con un gran chirrido de neumáticos, que patinaron en la grava del arcén hasta alcanzar el asfalto, salió disparado por la carretera bordeada de palmeras en dirección a la ciudad de Sainte-Annes.
Moreau aparcó el coche y observó al taxi hasta que se perdió entre el tráfico.
– La mujer del aeropuerto, y ahora esto -comentó en voz baja-. ¿Quién puede estar interesado en una pareja de la NUMA que ha venido a bucear?
– La palabra tesoro es un potente afrodisíaco y se propaga como la peste -dijo Summer-. Es evidente que la noticia de nuestros propósitos nos ha precedido.
Dirk miró con expresión pensativa el lugar en la carretera donde había desaparecido el taxi.
– Mañana, cuando vayamos a la isla Branwen, sabremos a ciencia cierta quién nos sigue.
– ¿Usted conoce la isla Branwen? -le preguntó Summer a Moreau.
– Lo suficiente para saber que es peligroso acercarse -contestó Moreau-. Antes se llamaba Isle de Rouge, debido al color rojo de la tierra volcánica. El nuevo propietario le cambió el nombre. Me han comentado que Branwen era la diosa celta del amor y la belleza, conocida también como la Venus del mar del Norte. Por su parte, los nativos más supersticiosos consideran que hace honor a su fama de isla de la muerte.
Dirk disfrutaba de la brisa cálida cargada con el aroma de las flores.
– ¿Debido al peligro de los arrecifes o a las traicioneras corrientes?
– No -respondió Moreau, que frenó para permitir que dos chiquillos vestidos con atuendos nativos cruzaran la carretera-. Al propietario de la isla no le gustan los intrusos.
– Nuestra sección de informática nos comunicó que la propietaria es una mujer llama Epona Eliade.
– Una mujer muy misteriosa. Hasta donde sabemos nunca ha pisado Basse-Terre o Grande-Terre.
Summer se arregló el peinado, que estaba sufriendo las consecuencias de la elevada humedad.
– La señora Eliade seguramente tendrá personal de servicio si mantiene una mansión en la isla Branwen.
– Las fotos tomadas desde los satélites muestran un aeródromo, unos pocos edificios, un extraño círculo de columnas y una mansión -le informó Moreau-. Corre el rumor de que a todos los pescadores y turistas que intentaron desembarcar en la isla los han encontrado muertos. Las corrientes arrastran los cadáveres hasta una playa de Basse-Terre, a muchos kilómetros de aquí.
– ¿Qué han descubierto las investigaciones de la policía?
Moreau sacudió la cabeza, mientras encendía los faros porque ya caía la noche.
– No encontraron ninguna prueba de que se hubiera cometido crimen, ni tampoco de que las víctimas hubiesen desembarcado en la isla.
– ¿Los médicos forenses no han podido determinar las causas de las muertes?
Moreau se rió al escuchar la pregunta.
– La mayoría de los cuerpos los examinó un médico general de la isla, y creo que a los demás los vio un dentista que andaba por la zona. Por lo tanto, no se les practicó la autopsia. En los certificados de defunción consta que murieron ahogados. -Hizo una pausa-. Pero si hemos de creer en los rumores, a todas las víctimas les habían arrancado el corazón.
– Algo bastante siniestro -murmuró Summer.
– Lo más probable es que sea una invención -replicó su hermano.
– En cualquier caso, lo mejor será que se mantengan a una distancia prudencial.
– No será posible si pretendemos explorar el fondo de la rada.
– Entonces estén siempre alerta -les recomendó Moreau-. Les daré el número de mi móvil. Si surge algún problema, no tengan reparo en llamarme inmediatamente. Les enviaré una lancha de la policía en menos de diez minutos.
Recorrieron otros tres kilómetros antes de que Moreau diera la vuelta en un camino privado que llevaba hasta el hotel. Aparcó delante de la entrada y un conserje se apresuró a abrirle la puerta a Summer. Dirk se apeó del coche y abrió el maletero para que un botones sacara las maletas y las bolsas con el equipo de buceo y las llevara a sus habitaciones.
– Están a un paso de los restaurantes, tiendas y bares -dijo Moreau-. Vendré a buscarlos mañana a las nueve y los llevaré al puerto. He alquilado una lancha. El perfilador de sustrato, el detector de metales submarino y la sonda de chorro que el comandante Rudi Gunn envió por vía aérea desde Florida ya están a bordo y listos para usar. También hice instalar un pequeño compresor en cubierta para la draga y la sonda.
– Es usted muy concienzudo -lo felicitó Dirk.
– Le estamos muy agradecidos por su ayuda y amabilidad -dijo Summer mientras Moreau volvía a besarle la mano con mucha galantería.
– Gracias también por el muy entretenido paseo desde el aeropuerto -añadió Dirk, estrechándole la mano.
– El mérito no ha sido todo mío -afirmó Moreau con una sonrisa. Luego su rostro se ensombreció-. Por favor, tengan mucho cuidado. Aquí está pasando algo que está fuera de nuestro alcance. No quiero que acaben ustedes como todos los demás.
Dirk y Summer esperaron en la entrada del vestíbulo del hotel hasta que el BMW de Moreau desapareció de la vista.
– ¿Qué opinas de todo esto? -preguntó Summer.
– No tengo ni la más remota idea -contestó Dirk con voz pausada-. Pero daría mi brazo derecho por que papá y Al estuviesen aquí.
Esta vez el comité de recepción no se parecía en nada al anterior cuando Pitt y Giordino bajaron del avión. Ni coche clásico, ni una hermosa senadora al volante. El avión estaba rodeado por un pelotón de soldados de un cuartel cercano del ejército. Los coches presentes eran un Lincoln Town Car negro, un Navigator turquesa de la flota de la NUMA y una furgoneta blanca sin distintivos.
Rudi Gunn permaneció junto al Navigator mientras Pitt y Giordino bajaban la escalerilla.
– Me pregunto si alguna vez volveré a ver una ducha y a cenar un solomillo -se quejó Giordino, convencido de que Sandecker había enviado a Gunn para llevarlos al cuartel general de la NUMA.
– No podemos culpar a nadie más que a nosotros mismos por meternos en este lío -afirmó Pitt, con cara de pena.
– Ahorraos los lloriqueos -dijo Gunn, con una gran sonrisa-. Os alegrará saber que el almirante no os quiere ver hasta mañana por la tarde. A las dos habrá una reunión en la Casa Blanca. Tendréis que informar a los asesores del presidente.
Los Lowenhardt bajaron del avión y se reunieron con Pitt y Giordino. Hilda se puso de puntillas para besar a Pitt en las mejillas, mientras Claus estrechaba la mano de Giordino efusivamente.
– ¿Cómo podremos agradecérselo? -preguntó la mujer, con la voz ahogada por la emoción.
– Nunca podremos devolverles lo que han hecho por nosotros -manifestó Claus, feliz a más no poder al contemplar a lo lejos los edificios de Washington.
Pitt apoyó un brazo sobre los hombros de Claus.
– Serán atendidos como se merecen, y me han asegurado que se encargarán de la protección de sus hijos. Los traerán tan pronto como sea posible.
– Le prometo que su gente recibirá toda nuestra colaboración. Compartiremos todos nuestros conocimientos respecto a la tecnología de las celdas de combustible con sus científicos. -Miró a su esposa-. ¿No es así, Hilda?
– Sí, Claus -respondió ella con una sonrisa de felicidad-. Nuestro descubrimiento será un regalo para todo el mundo.
Se despidieron y los Lowenhardt fueron escoltados hasta el Lincoln por un agente del FBI que los llevaría a una casa segura en la capital.
Luego Pitt, Giordino y Gunn contemplaron cómo dos fornidos agentes del FBI sacaban a Flidais del avión, esposada a una camilla, y la metían en la furgoneta. La mujer miró a Pitt con una expresión de odio. Él le sonrió y agitó una mano en señal de despedida antes de que cerraran las puertas.
– Te enviaré galletitas a la celda.
Gunn se sentó al volante del Navigator de la NUMA. Pitt ocupó el asiento del acompañante y Giordino se sentó atrás. Cruzaron la pista, y en la salida Gunn le mostró su pase al guardia. Dobló a la izquierda por una calle arbolada para dirigirse al puente más cercano sobre el Potomac.
– Ahora quizá podamos ponernos cómodos y conseguir que nos dejen en paz por algún tiempo -comentó Giordino, espatarrado en el asiento trasero y con los ojos entrecerrados, sin hacer el menor caso del panorama-. Pensar que podría haber estado en casa hace cuatro días, disfrutando de la compañía de alguna bella dama… pero no, tuviste que insistir en que nos quedáramos para colarnos en el sactasanctórum de Specter.
– No recuerdo haber tenido que rogártelo -replicó Pitt sin el menor asomo de arrepentimiento.
– Fue porque me pillaste en un momento de locura.
– No te engañes. Si deciden actuar de inmediato después de escuchar nuestro informe, habremos ayudado a salvar a los Estados Unidos y Europa de un tiempo de perros.
– ¿Quién se encargará de impedir que Odyssey abra los túneles? -preguntó Giordino-. ¿El gobierno nicaragüense, un equipo de las fuerzas especiales norteamericanas, o las Naciones Unidas harán otra de sus inútiles peticiones? Los diplomáticos europeos se pasarán meses reunidos mientras sus países se convierten en cubitos. Ninguno tiene los arrestos que hacen falta para pararle los pies a Odyssey antes de que sea demasiado tarde.
Pitt sabía que Giordino no estaba errado en sus opiniones.
– Es probable que tengas razón, pero ahora el asunto está fuera de nuestras manos. Hemos dado el alerta. No podemos hacer nada más.
Gunn cruzó el puente para ir a Alexandria, donde estaba el edificio de apartamentos en que vivía Giordino.
– Desde luego, habéis hecho feliz al almirante -comentó-. Es el hombre del día en la Casa Blanca. Nadie ha dicho nada todavía de vuestro descubrimiento por razones obvias, pero en cuanto los consejeros de seguridad del presidente tengan preparado un plan para acabar con Specter y su diabólico intento, se montará una muy gorda. La prensa y la televisión se volverán locos y la NUMA será la más beneficiada.
– Lo que tú digas -murmuró Giordino, sin hacerle mucho caso-. ¿Me llevas a casa a mí primero?
– Tú eres el que está más cerca -dijo Gunn-. Después cogeré la autopista de Mount Vernon y dejaré a Pitt en su hangar.
Unos pocos minutos más tarde, Giordino, que apenas si conseguía mantener los ojos abiertos, sacó sus maletas del Navigator y subió la escalera de su casa, que era un almacén construido durante la guerra civil y posteriormente remodelado como un edificio de apartamentos de lujo. Levantó una mano en señal de despedida y entró en la casa.
Gunn continuó por la carretera paralela al Potomac, cruzó la entrada del aeropuerto Ronald Reagan y después siguió por un camino de tierra hasta el viejo hangar de Pitt, que estaba a unos centenares de metros del final de las pistas. Lo habían construido a principios de 1930 para los aviones de una compañía que había desaparecido hacía años. Pitt se las había apañado para que lo declararan de interés histórico después de comprarlo y rehabilitarlo como local para guardar su colección de coches y aviones antiguos.
– ¿Pasarás a recogerme para la reunión? -preguntó Pitt mientras se apeaba.
Gunn sacudió la cabeza y esbozó una sonrisa.
– No estoy en la lista de invitados. Vendrá a buscarte un coche del servicio secreto.
Pitt se despidió de Gunn y marcó una serie de códigos en su exótico sistema de seguridad mientras el Navigator se alejaba en medio de una nube de polvo. Abrió la puerta agrietada y con la pintura desconchada por efectos del sol y el viento.
La visión que tuvo al entrar nunca dejaba de entusiasmarlo. Era algo sacado del elegante salón de un vendedor de coches de lujo. Todas las paredes, el techo curvo y el suelo estaban pintados de un color blanco brillante, que realzaba la deslumbrante muestra de vivos colores de una flota de treinta automóviles clásicos. A un lado del Marmon V16 había un Duesenberg 1929, un Stutz 1932, un L29 Cord 1929 y un Pierce-Arrow 1936 con un remolque de fábrica. Aparcados en una hilera había un Ford 1936 trucado, el Meteor de Dirk y un Allard J2X 1953 rojo fuego. En el fondo del hangar había dos aviones: un Ford trimotor de los años treinta y un reactor Messerschmitt 262 de la Segunda Guerra Mundial. Junto a una de las paredes había un vagón Pullman con un cartel pintado a todo lo largo que decía: MANHATTAN LIMITED. Los únicos objetos que parecían fuera de lugar eran la cabina de un velero montada en una lancha neumática y una bañera con un motor fuera de borda.
Subió la escalera de caracol hasta su apartamento en el extremo norte del hangar, con la maleta y la bolsa del equipo al hombro. El interior de su apartamento parecía una tienda de antigüedades navales. Muebles de viejos veleros, marinas y maquetas de barcos llenaban la sala de estar. El suelo estaba hecho con la madera de teca de la cubierta de un vapor que había embarrancado en la isla de Kauai en Hawai.
Deshizo la maleta y metió toda la ropa sucia en un cesto junto a la lavadora/secadora, se quitó la ropa que vestía y también la puso en el cesto. Fue al baño, abrió el grifo de agua caliente de la ducha todo lo que pudo soportar y se jabonó enérgicamente hasta que le ardió la piel. Cuando acabó, se secó con el mismo vigor y fue hasta su cama, se acostó sobre la colcha y se quedó dormido al instante.
Ya era de noche cuando Loren Smith entró en el hangar con su propia llave. Subió la escalera y caminó por el apartamento para buscar a Pitt, porque Rudi Gunn le había avisado de su regreso. Lo encontró acostado desnudo en la cama, profundamente dormido. En su rostro apareció una sonrisa sensual mientras se inclinaba para taparlo con una manta.
Cuando Pitt se despertó al cabo de seis horas, vio las estrellas a través de los tragaluces. También olió el aroma del bistec a la plancha. Al ver que estaba tapado con una manta, sonrió para sus adentros al saber que había sido Loren quien lo había tapado. Se levantó y se puso unos pantalones cortos color caqui, una camisa de seda estampada y unas sandalias.
Loren estaba encantadora con unos ajustados pantalones cortos blancos y una blusa de seda a rayas, los brazos y las piernas bronceados por el sol que tomaba en la terraza de su apartamento. Loren exhaló un leve suspiro cuando Pitt le rodeó la cintura con los brazos y le frotó el cuello con la nariz.
– Ahora no -dijo ella, con fingida irritación-. Estoy ocupada.
– ¿Cómo has sabido que llevo soñando con un bistec desde hace cinco días?
– No hace falta ser adivina para saber que es lo único que comes. Ahora siéntate y haz un puré de patatas.
Pitt obedeció sin rechistar y se sentó a la mesa, que estaba hecha con la tapa de la bodega de un viejo carguero. Hizo el puré y lo repartió a partes iguales en sendos platos mientras Loren servía un grueso bistec dividido en dos. Luego puso un bol con ensalada César y se sentó a comer mientras Pitt descorchaba una botella de chardonnay Martin Ray bien frío.
– Me han comentado que tú y Al no lo habéis pasado muy bien. -Loren cortó un trozo del bistec poco hecho.
– Algunos rasguños, nada que reclamara atención médica.
Loren lo miró a los ojos; el violeta se encontró con el verde. Su expresión era suave pero intensa.
– Ya comienzas a no tener edad para meterte en líos. Es hora de que te tomes las cosas con un poco más de calma.
– ¿Quieres que me retire y juegue al golf cinco días a la semana? No es para mí.
– No tienes por qué retirarte. Podrías ocuparte de dirigir expediciones científicas, que no serían ni de lejos lo peligrosas que han sido tus últimas misiones.
Pitt le sirvió el vino, se reclinó en la silla y la observó mientras ella lo probaba. Miró con atención sus hermosas facciones y sus cabellos, las delicadas orejas, la nariz perfectamente modelada, la barbilla firme y los pómulos altos. Podría haber tenido a cualquier hombre de Washington, desde los miembros del gabinete del presidente, a los senadores, los congresistas, los ricos miembros de los grupos de presión, los abogados, los grandes empresarios y los dignatarios extranjeros, pero durante veinte años, a pesar de algunas relaciones esporádicas, nunca había amado a nadie más que a Pitt. Se había apartado en algunas ocasiones y siempre había vuelto a él.
Ahora era mayor; había algunas arrugas muy pequeñas alrededor de los ojos, y su figura, a pesar del ejercicio, era más llena. Sin embargo, si la hubiesen puesto en una habitación con un grupo de jóvenes bellezas, todas las miradas masculinas se hubieran centrado en Loren. Nunca había tenido que preocuparse por la competencia.
– Sí, podría quedarme más tiempo en casa -admitió con voz pausada, sin apartar la mirada de su rostro-. Pero para eso necesitaría tener una razón.
Loren hizo como si no lo hubiese oído.
– Dentro de poco acabaré con mi mandato, y ya sabes que he informado de que no me presentaré a la reelección.
– ¿Has pensado en lo que harás cuando tengas libre todo el tiempo del mundo?
La congresista sacudió la cabeza.
– He recibido varias ofertas para dirigir diversas organizaciones, y al menos cuatro grupos de presión y tres firmas de abogados me han pedido que me una a sus filas. Pero prefiero retirarme. Viajaré un poco, comenzaré el libro sobre los entresijos del Congreso que siempre he querido escribir, y dedicaré un poco más de tiempo a la pintura.
– Has errado tu vocación -señaló Pitt, que le tocó la mano-. Tus paisajes son muy profesionales.
– ¿Y qué me dices de ti? -replicó ella, segura de la respuesta-. ¿Tú y Al continuaréis yendo de un lado a otro, coqueteando con la muerte para salvar los mares del mundo?
– No puedo hablar por Al, pero para mí se han terminado las guerras. Me dejaré crecer la barba y jugaré con mis coches antiguos hasta que tengan que llevarme al asilo en silla de ruedas.
– Eso es algo que soy incapaz de imaginarme. -Se echó a reír.
– Confiaba en que tú quisieras venir conmigo.
Loren se puso tensa y lo miró con los ojos como platos.
– ¿Se puede saber de qué estás hablando?
Pitt le cogió la mano y se la apretó con fuerza.
– Hablo, Loren Smith, de que creo que ha llegado el momento de pedir tu mano en matrimonio.
Ella lo miró con una expresión de la más absoluta incredulidad.
– ¿No… no estarás…? No será una broma, ¿no? -La emoción la hizo tartamudear.
– Hablo muy en serio -afirmó Pitt, que veía las lágrimas en sus ojos violeta-. Te quiero, te quiero desde hace mil años, y quiero que seas mi esposa.
Loren temblaba como un flan. La dama de hierro de la Cámara de Representantes, la mujer que nunca se echaba atrás por muy fuertes que fueran las presiones políticas, la que era igual o más fuerte que cualquier hombre en Washington. Apartó la mano y se la llevó a los ojos mientras lloraba a moco tendido.
Pitt se levantó y fue al otro lado para abrazarla.
– Perdóname, no pretendía inquietarte.
Loren lo miró con el rostro bañado en lágrimas.
– Tonto. ¿Tienes idea de cuánto tiempo llevo esperando escuchar estas palabras?
Esta vez fue Pitt quien la miró sorprendido.
– Cada vez que ha salido el tema, siempre has dicho que el matrimonio quedaba descartado porque ambos estábamos casados con nuestros trabajos.
– ¿Siempre crees todo lo que dicen las mujeres?
Pitt la levantó de la silla y la besó en los labios.
– Perdóname por haber tardado tanto y haber sido un tonto redomado. Pero la pregunta es válida. ¿Te casarás conmigo?
Loren le echó los brazos al cuello y le cubrió el rostro con sus besos.
– Sí, tonto -dijo como una colegiala-. ¡Sí, sí, sí!
Cuando Pitt despertó por la mañana, Loren ya se había marchado a su apartamento para ducharse y vestirse para otro día de lucha en el Congreso. Experimentó una sensación de placer al recordar el calor de sus brazos durante la noche. Aunque tenía que asistir a una reunión en la Casa Blanca, no estaba de humor para vestirse de traje y hacer el papel de un burócrata. Además, ya estaba decidido a retirarse así que no le pareció que fuese necesario impresionar a los consejeros presidenciales. Por lo tanto, se vistió con un pantalón, un polo y una americana.
Otro Lincoln negro, conducido por un agente del servicio secreto, lo estaba esperando cuando salió del hangar. El conductor, un tipo de hombros anchos pero con una barriga considerable, no se molestó en bajarse para abrirle la puerta ni lo saludó. El viaje hasta el apartamento de Al lo hicieron en silencio.
Después de recoger a Giordino, que se sentó junto a Pitt, no tardó en quedar claro que el conductor no seguía el trayecto habitual hacia la Casa Blanca. Giordino se inclinó sobre el respaldo del asiento delantero.
– Perdona, tío, pero ¿no nos estás llevando por el camino más largo?
El conductor no apartó la mirada de la calle ni le respondió.
Al se volvió hacia Pitt con una expresión muy circunspecta.
– Este tipo es un charlatán de cuidado.
– Pregúntale dónde nos lleva.
– ¿Qué respondes, tío? -Giordino habló con la boca muy cerca de la oreja del agente-. Si no vamos a la Casa Blanca, ¿cuál es nuestro destino?
No obtuvo ninguna respuesta. El conductor no le hizo el menor caso y continuó conduciendo como un autómata.
– ¿Tú qué opinas? -murmuró Giordino-. ¿Qué tal si le clavamos un piolet en la oreja en el próximo semáforo y nos hacemos con el coche?
– ¿Cómo sabemos que el tipo es realmente un agente secreto?
El rostro del conductor permaneció impasible. Pasó una mano por encima del hombro para mostrarles la credencial del servicio secreto. Giordino le echó una ojeada.
– Es un agente. No podría ser otra cosa llamándose Otis McGonigle.
– Me alegra que no vayamos a la Casa Blanca -dijo Pitt, y bostezó como si estuviese aburrido-. Está lleno de auténticos plastas, que para colmo creen que el país se hundiría sin ellos.
– Sobre todo los gorilas que protegen al presidente -apuntó Giordino.
– ¿Te refieres a esos cabezas cuadradas que lo rodean con auriculares en las orejas y unas gafas de sol que pasaron de moda hace treinta años?
– Los mismos.
El conductor siguió en silencio, sin mostrar ni siquiera un gesto de irritación.
Pitt y Giordino desistieron de su intento de arrancarle palabra y permanecieron callados el resto del trayecto. McGonigle detuvo el coche delante de una pesada verja de hierro. El guardia con el uniforme de la policía de la Casa Blanca reconoció al conductor, entró en la garita y apretó un botón. Se abrió la verja y el coche bajó por una rampa hasta un túnel. Pitt conocía la red de túneles debajo de las calles de Washington, que unían los edificios gubernamentales alrededor del Capitolio. El ex presidente Clinton los había utilizado con frecuencia para irse de juerga a sus locales favoritos.
Tras recorrer unos dos kilómetros, McGonigle detuvo el Lincoln delante de un ascensor, salió del coche y abrió la puerta trasera.
– Muy bien, caballeros, hemos llegado.
– ¡Habla! -exclamó Giordino. Miró en derredor-. Pero ¿cómo? No veo al ventrílocuo.
– Tíos, hay algo que tengo claro y es que nunca os contratarán para el Club de la Comedia -murmuró McGonigle, sin entrar en el juego. Se hizo a un lado cuando se abrió la puerta-. Esperaré impaciente vuestro regreso.
– No sé por qué, pero me caes bien.
Giordino le dio una palmadita en la espalda y entró en el ascensor. La puerta se cerró antes de que pudiera ver la reacción del agente.
El ascensor no subió, sino que descendió unos cuatrocientos metros antes de disminuir la velocidad hasta detenerse. Se abrió la puerta y se encontraron con un infante de marina armado y vestido con uniforme de gala junto a una puerta de acero. Comprobó cuidadosamente las credenciales de Pitt y Giordino. Satisfecho, marcó un código en el teclado que había en el marco y se apartó mientras se abría la puerta. Sin decir palabra, los invitó a pasar con un gesto.
Entraron en una gran sala donde había equipos de comunicación más que suficientes para mantener una guerra. Los monitores de televisión y las pantallas con mapas y fotografías cubrían tres de las paredes. Sandecker se levantó de su silla para saludarlos.
– Esta vez habéis abierto la caja de Pandora.
– Espero que los resultados de nuestra investigación sean útiles -comentó Pitt discretamente.
– No seas modesto. -El almirante se volvió cuando se acercó un hombre alto, de cabellos canosos, vestido con un traje negro a rayas y una corbata roja-. Creo que ya conoces al consejero de seguridad del presidente, Max Seymour.
Pitt estrechó la mano del consejero.
– Hemos coincidido en algunas de las barbacoas de mi padre, los sábados.
– El senador Pitt y yo somos viejos amigos -dijo Seymour, amablemente-. ¿Cómo está su encantadora madre?
– Muy bien, excepto por la artritis -respondió Pitt.
Sandecker se encargó de presentarle a los otros tres hombres que estaban de pie en un extremo de la mesa: Jack Martin, asesor científico de la Casa Blanca; Jim Heckt, subdirector de la CIA; y el general Arnold Stack, cuyo trabajo en el Pentágono era algo indefinido. Todos se sentaron mientras Sandecker le pedía a Pitt que informara de todo lo que él y Giordino habían encontrado en los túneles y en el complejo de Odyssey en la isla Ometepe.
Pitt esperó a que una secretaria avisara que el magnetófono estaba en marcha, y luego comenzó su relato. A menudo consultaba con Giordino para no saltarse alguna cosa. Describieron los acontecimientos y escenas que habían presenciado y sus conclusiones. Nadie los interrumpió con preguntas, hasta que acabaron el informe con el relato de cómo habían escapado de la isla con los Lowenhardt y la asesina de Odyssey.
Los hombres del presidente tardaron unos segundos en comprender la enormidad del desastre en ciernes. Max Seymour miró a Jim Heckt, de la CIA, con una expresión glacial.
– Por lo que se ve, Jim, esta vez tu gente no se olió la tostada.
Heckt se encogió de hombros, incómodo por el reproche.
– No recibimos ninguna orden de la Casa Blanca para que investigáramos. No había ninguna razón para enviar a nuestros agentes, porque las fotos de satélite no mostraban que se estuviera construyendo algo que pudiera poner en peligro la seguridad de los Estados Unidos.
– ¿Qué me dice del complejo en Ometepe?
– Lo comprobamos -respondió Heckt, cada vez más molesto por las preguntas de Seymour-. No había motivos para creer que se dedicaran a alguna otra cosa que no fuera la investigación de energías alternativas. Nuestros analistas no encontraron ningún indicio de que Odyssey estuviera investigando y desarrollando armas de destrucción masiva. Por lo tanto, continuamos ocupados con nuestro objetivo principal de vigilar la penetración de la República Popular China en Centroamérica y, en particular, en la zona del Canal.
– A mí me preocupa que nuestros mejores esfuerzos científicos estén todavía muy lejos de producir una celda de combustible que funcione -dijo Jack Martin-. No solo se trata de que Odyssey ha conseguido un extraordinario avance tecnológico, sino que los chinos comunistas ya están fabricando millones de unidades.
– No siempre podemos liderar al mundo en todo lo que se hace -manifestó el general Stack. Miró a Pitt y Giordino-. Por lo que nos han dicho, Odyssey captó a varios de los principales científicos del mundo en el tema, se los llevó a sus instalaciones en Nicaragua y una vez allí los obligó a desarrollar un producto que funciona.
– Así es -asintió Pitt.
– Si quiere, puedo darle el nombre de por lo menos cuatro de nuestros científicos que dejaron sus puestos en los laboratorios donde trabajaban y desaparecieron discretamente -dijo Martin.
El subdirector de la CIA se dirigió a Pitt.
– ¿Está seguro de que los Lowenhardt colaborarán y pondrán a nuestra disposición toda la información técnica que necesitamos para reproducir las celdas de combustible a base de nitrógeno?
– Manifestaron su más sincera voluntad de cooperar después de que les prometí que sus hijos y nietos vendrían a reunirse con ellos y que nuestro gobierno los protegería.
– Bien hecho -aprobó Sandecker, complacido-, aunque no tenías autoridad para ofrecerles protección.
– Me pareció algo honorable por nuestra parte -replicó Pitt, con una sonrisa astuta.
– En cuanto se recuperen de sus sufrimientos y estén descansados -señaló Jack Martin mientras escribía en la libreta que tenía delante-, comenzaremos a interrogarlos. -Miró a Pitt por encima de la mesa-. ¿Qué le dijeron sobre el funcionamiento de la celda?
– Mencionaron que después de comprobar que el hidrógeno no era práctico como combustible, comenzaron a experimentar con el nitrógeno porque forma el setenta y ocho por ciento de la atmósfera del planeta. Al extraerlo del aire junto con el oxígeno, crearon una celda de combustible autosostenible y alimentada por gases naturales, cuyo único residuo es agua pura. Según Claus se trata de una unidad muy sencilla, con menos de ocho partes. Es precisamente la sencillez lo que ha permitido a los chinos producir tantas unidades en poco tiempo.
La expresión en el rostro del general Stack era severa.
– Una producción de tanta magnitud en un plazo tan corto es algo realmente asombroso.
– Fabricar centenares de miles de unidades requiere una enorme cantidad de platino para revestir los ánodos que convierten el gas en protones y electrones -apuntó Martin.
– Durante los últimos diez años -explicó Heckt-, Odyssey se ha apoderado del ochenta por ciento de las minas de platino en todo el mundo. Un fenómeno que le ha costado muy caro a la industria del automóvil, porque necesitan el platino para fabricar varios componentes de los motores.
– Una vez que tengamos los planos de los Lowenhardt -manifestó Seymour-, nos encontraremos con el mismo problema. Necesitaremos el platino para igualar la producción china.
– Mencionaron que todavía les queda pendiente el diseño de una celda de combustible para los automóviles -dijo Giordino.
– Con la información de los Lowenhardt y si dedicamos todos nuestros esfuerzos -declaró Martin-, quizá consigamos adelantarnos a Odyssey y a los chinos en ese campo.
– Desde luego, vale la pena intentarlo ahora que ya se ha hecho todo el trabajo previo y nos han dado la tecnología -opinó el general Stack-. Esto nos lleva al tema de elaborar un plan para resolver el asunto de los túneles de Odyssey. -El militar miró a Seymour.
– Enviar a las fuerzas especiales para destruir unos túneles no es lo mismo que enviar tropas para acabar con un dictador que tiene un arsenal de armas nucleares, químicas y biológicas, como se decía de Saddam en Irak -puntualizó Seymour-. Si he de ser sincero, no puedo aconsejar al presidente el uso de la fuerza.
– Sin embargo, las consecuencias de una terrible ola de frío por encima del paralelo treinta podrían causar la misma mortandad.
– Max tiene razón -afirmó Martin-. Convencer al resto del mundo del peligro será una tarea rayana en lo imposible.
– Con independencia de cómo enfoquen ustedes el problema -intervino Sandecker-, está claro que debemos destruir los túneles. En cuanto los abran y millones de litros de agua comiencen a pasar del Atlántico al Pacífico, serán mucho más difíciles de destruir.
– ¿Qué les parece enviar un pequeño grupo con explosivos para que hagan el trabajo?
– No conseguiría esquivar la vigilancia de Odyssey -respondió Giordino.
– Tú y Dirk lo lograsteis -dijo el almirante.
– No íbamos cargados con cien toneladas de explosivos, que es la cantidad necesaria para volarlos.
Pitt se había levantado para ir a mirar los monitores, los mapas y las fotografías que aparecían en las pantallas. Centró su atención en la ampliación de una foto de las instalaciones de Odyssey en la isla de Ometepe, tomada por un satélite espía. Se acercó para mirar las laderas del volcán Concepción. Un plan comenzó a formarse en su mente mientras volvía a sentarse.
– Podríamos enviar un B52 para que bombardeara el lugar con bombas de demolición de mil kilos -sugirió Stack.
– No podemos bombardear un país amigo, por muy grave que sea la amenaza -replicó Seymour.
– Entonces admite usted que la posibilidad de un invierno gélido es una amenaza para la seguridad nacional. -Stack lo había pillado.
– Eso es algo redundante -se defendió Seymour, con tono fatigado-. Lo que digo es que debe haber una solución lógica que no haga aparecer al presidente y al gobierno de Estados Unidos como unos monstruos inhumanos ante el resto de las naciones.
– Tampoco podemos olvidar -señaló Heckt con una sonrisa astuta- las implicaciones políticas y las consecuencias que podría tener en las próximas elecciones presidenciales, si tomamos las decisiones equivocadas.
– Quizá haya otra manera de abordar todo este asunto -dijo Pitt, con voz pausada y la mirada puesta en la foto del volcán-. Una manera que satisfaría a todas las partes implicadas.
– Muy bien, señor Pitt -dijo el general Stack, sin disimular su escepticismo-. ¿Cómo hacemos para destruir los túneles sin enviar a las fuerzas especiales o a una escuadrilla de bombarderos?
Pitt se convirtió en el blanco de todas las miradas.
– Propongo que le encarguemos el trabajo a la Madre Naturaleza.
Todos esperaron, mientras comenzaban a creer que había perdido la chaveta. Martin, el asesor científico, rompió el silencio.
– ¿Podría darnos una explicación?
– Según los geólogos, puede producirse un deslizamiento en una de las laderas del volcán Concepción, en Ometepe. Sin duda es una consecuencia de la excavación del túnel que pasa por las estribaciones del volcán. Cuando Al y yo estuvimos en el túnel más próximo al núcleo, notamos un considerable aumento de la temperatura.
– Estábamos a cuarenta grados -precisó Giordino.
– Los Lowenhardt mencionaron que uno de los científicos que tenían prisionero, un tal doctor Honoma de la Universidad de Hawai…
– Es uno de los de nuestra lista de desaparecidos -lo interrumpió Martin.
– El doctor Honoma les habló de la posibilidad de que se produjera un deslizamiento en cualquier momento, que provocaría el hundimiento de la ladera del volcán, con resultados catastróficos.
– Cuando habla de resultados catastróficos, ¿a qué magnitud se refiere? -insistió el general, poco convencido por el argumento.
– Todo el complejo de Odyssey y las personas que trabajan allí quedarían sepultadas bajo millones de toneladas de roca, y la ola que provocaría en el lago barrería todas las ciudades y pueblos de la costa.
– Desde luego, no contábamos con eso -dijo Heckt.
Seymour miró a Pitt con expresión pensativa.
– Si lo que dice es cierto, la montaña haría el trabajo por nosotros y destruiría los túneles…
– Es una de las alternativas posibles.
– Entonces sólo tenemos que sentarnos y esperar.
– Los geólogos no han sido testigos de tantos deslizamientos volcánicos como para establecer una cronología. La espera podría ser de unos pocos días a unos cuantos años. Entonces sería demasiado tarde para evitar el frío extremo.
– No podemos quedarnos de brazos cruzados -protestó Stack con aspereza-, y ver sin hacer nada cómo los túneles entran en funcionamiento.
– Podríamos quedarnos de brazos cruzados -replicó Pitt-, pero hay otra manera.
– ¿Podrías tener la bondad de decirnos qué se te ha ocurrido? -preguntó Sandecker, impaciente.
– Informen al gobierno nicaragüense que nuestros científicos han observado al volcán Concepción a través de los satélites, y que según ellos la ladera podría desplomarse en cualquier momento. Métanles el miedo en el cuerpo. Díganles que podría haber miles de muertos, y luego ofrézcanles el cebo.
– ¿El cebo? -repitió Seymour, desconcertado.
– Ofrecerles toda la ayuda necesaria para evacuar a zonas seguras a las personas del complejo y a los habitantes de las ciudades y pueblos costeros del lago de Nicaragua. Acabado el traslado y con la zona despejada, lanzaremos una bomba contra la ladera del volcán desde una altura de quince mil metros sin que nadie se dé cuenta, provocaremos el deslizamiento y destruiremos los túneles.
Sandecker se reclinó en la silla y contempló pensativamente la superficie de la mesa como si fuese una bola de cristal.
– Me parece algo demasiado sencillo, demasiado elemental para un acontecimiento de tanta magnitud.
– Por lo que sé de la región -intervino Martin-, el Concepción es un volcán activo. La bomba podría provocar una erupción.
– Lanzar la bomba en el cráter del volcán podría provocar una erupción -aceptó Pitt-. Sin embargo, no tendría que haber ningún problema si la guiamos para que estalle en la base de la ladera del volcán.
Por primera vez, apareció una sonrisa en el rostro del general Stack.
– Creo que el señor Pitt ha dado en el clavo. La simplicidad del plan lo hace lógico. Propongo que investiguemos las posibilidades.
– ¿Qué pasaría con los trabajadores en el interior de los túneles? -preguntó Seymour-. No tendrían posibilidades de escapar con vida.
– No lo creo -replicó Giordino-. Los habrán evacuado a todos por lo menos veinticuatro horas antes de abrir los túneles.
– No podemos perder ni un minuto -les advirtió Pitt-. Escuché la conversación de dos mujeres en las oficinas centrales de Odyssey. Dijeron que abrirían los túneles dentro de ocho días. Ya han pasado tres. Solo disponemos de cinco.
Heckt miró a Seymour por encima de sus gafas de lectura.
– Te toca a ti, Max, poner las cosas en marcha. Necesitamos la aprobación del presidente para proceder.
– La conseguiré en menos de una hora -respondió Seymour, muy seguro de sí mismo-. Ahora tendré que convencer a Hampton, el secretario de Estado, para que inicie las negociaciones con las autoridades nicaragüenses con miras a conseguir el permiso de entrada al país de la fuerza de rescate. -Miró a Stack-. En cuanto a usted, general, confío en que organice y dirija la evacuación. -Después le tocó el turno a Jack Martin-. Jack, usted se encargará de asustar al gobierno de Nicaragua hasta hacerles creer que la catástrofe es absolutamente verosímil e inminente.
– En eso puedo echarle una mano -ofreció Sandecker-. Soy amigo personal de dos de los mejores científicos oceánicos del país.
Por último, Seymour miró a Pitt y Giordino.
– Caballeros, tenemos una enorme deuda de gratitud con ustedes. Solo desearía saber cómo retribuirles.
– Hay algo que puede hacer -contestó Pitt, que cambió una mirada de complicidad con Giordino-. Hay un agente del servicio secreto que se llama Otis McGonigle. A mi compañero y a mí nos gustaría que lo ascendieran.
Seymour se encogió de hombros.
– No creo que sea difícil de hacer. ¿Algún motivo en particular para su elección?
– Tenemos una gran afinidad -dijo Giordino-. Es un crédito para el servicio.
– Quiero pedir otro favor -añadió Pitt, y miró a Heckt-. Me gustaría leer el expediente que tienen de Specter y su organización.
– Mandaré a uno de mis correos que se lo lleve al cuartel general de la NUMA. ¿Cree que puede haber algo que nos ayude en la presente situación?
– No lo sé -admitió Pitt sinceramente-. Pero desde luego lo leeré a fondo.
– Mis analistas ya lo han hecho, sin encontrar nada especial.
– Quizá, solo quizá -insistió Pitt-, puede que encuentre algo que se pasara por alto.
Vestido con un pantalón corto blanco, camisa blanca y calcetines largos, Moreau estaba puntualmente a las nueve de la mañana cuando Dirk y Summer salieron del vestíbulo del hotel con las bolsas del equipo de buceo. El conserje cargó las bolsas en el maletero y todos subieron al BMW 525 bajo una suave lluvia que caía de la única nube a la vista en el cielo azul. La brisa era suave y apenas si movía las largas hojas de las palmeras.
El muelle donde Moreau había pedido que amarraran la embarcación alquilada estaba a poco más de tres kilómetros y tardaron muy poco en llegar hasta el agua por un pintoresco camino de tierra. Moreau entró el coche en el angosto espigón de piedra que se adentraba en el agua, cuyo color cambiaba de un amarillo verdoso junto a la orilla hasta un azul oscuro a medida que aumentaba la profundidad. Aparcó donde estaba la embarcación, apoyada contra el muelle como un patito contra su madre. Los protectores, con aspecto de plumas, golpeaban alternativamente contra la piedra y el casco de fibra de vidrio, mientras la nave cabeceaba en las suaves olas que llegaban de la laguna. El nombre escrito con letras doradas en el espejo de proa era: DEAR HEART.
Era un velero muy bonito, un balandro con la mayor y el foque hasta lo alto del mástil. Medía ocho metros de eslora, tres de manga, y un calado de poco más de metro veinte, y contaba con un pequeño motor diesel auxiliar de diez caballos. En la cabina, equipada con baño, ducha y una pequeña cocina, podían dormir cómodamente dos tripulantes. Tal como les había dicho Moreau, el detector de metales Fisher y el perfilador de fondos Klein estaban en la bañera, preparados y listos para funcionar. Dirk dejó caer una escalerilla hasta la cubierta y cogió las bolsas que le tiró Moreau, antes de llevarlas a la cabina.
– Buen viaje -le deseó Moreau a Summer-. Llevaré el móvil conmigo, encendido a todas horas. Por favor, llámenme si surge cualquier problema.
– Lo haremos -prometió Summer.
Bajó la escalerilla ágilmente y se reunió con su hermano, que estaba poniendo en marcha el motor auxiliar. A una señal de Dirk, Moreau soltó las amarras y permaneció en el muelle con una expresión preocupada mientras el motor impulsaba al balandro a través de la laguna hasta el mar.
Después de dejar atrás la última boya, Dirk izó la mayor y el foque, con Summer al timón. La tela roja brillaba contra el cielo azul. Las velas aletearon durante unos momentos hasta que cogieron el viento y el balandro comenzó a hendir las olas a buena velocidad. Dirk miró a lo largo de la cubierta. Todo se veía limpio y brillante. El Dear Heart parecía tener menos de un año: las piezas de latón y cromo resplandecían con el sol, y la cubierta estaba fregada a fondo.
Era una embarcación muy marinera, que se deslizaba por el agua y cabalgaba la marejada como corre un gato por un jardín. Las gotas de un chubasco pasajero salpicaron el agua azul y adornaron con espuma las crestas de las olas. Lo dejaron atrás y volvieron a encontrarse con el mar suave y el aire seco. Por delante del bauprés el mar se extendía como una inmensa alfombra.
– ¿A qué distancia está Branwen? -preguntó Summer, que escorzaba con mano experta al Dear Heart para ganar otro nudo mientras el agua rozaba la borda de sotavento.
– A unos cuarenta kilómetros -respondió Dirk-. Pon rumbo al sur. No hace falta nada más. La isla tiene una torre en el extremo oriental.
El joven se quitó la camisa y orientó la vela. Summer se había quitado el vestido y ahora llevaba un biquini verde estampado. Sus manos sujetaban el timón con firmeza y pilotaba el velero por las crestas y los senos de las olas con maestría, un ojo atento a las islas que asomaban en el horizonte y el otro en la brújula.
Su larga cabellera roja se agitaba con el viento y tenía todo el aspecto de un marinero que sale a disfrutar de un día de navegación desde la playa de Newport a la isla Catalina. Al cabo de una hora, cogió los prismáticos con una sola mano para mirar hacia el horizonte.
– Creo que veo la torre -anunció, al tiempo que la señalaba.
Dirk miró en la dirección que le indicaba. No alcanzaba a ver la torre, pero una mancha sobre la línea del horizonte no tardó en convertirse en la silueta de una isla.
– Aquella tiene que ser Branwen. Navega en línea recta. La rada está en la costa sur.
Un cardumen de peces voladores saltó repentinamente del agua delante mismo de la proa y se dispersó en todas las direcciones con un reflejo multicolor. Unos cuantos saltaron junto a la embarcación, como si esperaran que les arrojaran comida. Luego fueron reemplazados por cinco delfines, que se dedicaron a jugar alrededor del balandro como unos payasos que esperan el aplauso del público.
La isla ya estaba a poco menos de cinco kilómetros y se veía claramente. Divisaron sin problemas la torre y una casa de tres pisos en la playa más cercana. Dirk cogió los prismáticos para mirar la casa. No vio a nadie; las ventanas estaban cerradas. Había un embarcadero que salía de una playa de arena, pero no había ningún casco amarrado.
Cambiaron lugares. Dirk se hizo cargo del timón y Summer fue a proa, donde se sujetó al aparejo para mirar el entorno. Carecía de los atributos habituales en las islas: no había una vegetación exuberante con flores tropicales, ni palmeras que se inclinaran sobre la playa. La mayoría de las islas tienen su propio olor. El de la vegetación que se pudre, de las plantas tropicales y los olores de los habitantes y sus comidas, el olor acre del humo de los campos quemados junto con el aroma del aceite de copra y coco. Pero esta isla parecía ser la esencia de la muerte, como si hediera a maldad.
Escuchó el lejano retumbar de las olas contra el arrecife que rodeaba la laguna delante de la casa. Al final de una pista de aviación divisó un edificio bajo que debía de ser un hangar. Como le había sucedido a su hermano, no vio ninguna señal de vida. Branwen tenía el aspecto de un cementerio abandonado.
Dirk se mantuvo bien apartado del arrecife mientras miraba con ojo avizor el agua, transparente como la de una bañera. El fondo era visible: suave, arenoso, libre de corales. Controlaba frecuentemente la pantalla de la ecosonda para asegurarse de que un brusco ascenso del suelo no pusiera en riesgo la quilla. Con el timón bien sujeto, fue costeando la isla hasta que llegó al extremo sur. Consultó la carta y efectuó una pequeña corrección en el rumbo antes de meterse en el canal que le marcaba la ecosonda. El oleaje era un poco más fuerte cuando cruzó la brecha de unos cien metros en el arrecife.
No se trataba de una maniobra sencilla, pues la corriente lo empujaba a babor. Pensó en Ulises y sus tripulantes y se dijo que para ellos, que venían de cruzar el Atlántico, habría sido una maniobra muy simple. La ventaja que habían tenido al navegar por aguas turbulentas era que podían emplear los remos. Dirk podría haber puesto en marcha el motor, pero al igual que los pilotos, que prefieren ser ellos quienes aterricen sus aviones en lugar de dejar que lo hagan los instrumentos, quería utilizar sus conocimientos y pericia en el gobierno del balandro.
En cuanto cruzó la entrada el agua se calmó y Dirk observó cómo el fondo pasaba lentamente por debajo de la quilla. Le cedió el timón a Summer y arrió las velas. A continuación puso en marcha el motor para navegar por el interior de la rada.
Era pequeña, de unos ochocientos metros de largo y otros tantos de ancho. Summer se inclinó sobre la borda, atenta a la presencia de cualquier anomalía en el fondo mientras Pitt iba y venía de un extremo a otro de la laguna. Intentaba hacerse una idea de las corrientes al tiempo que se imaginaba a sí mismo en la cubierta de una de las naves de Ulises, como ayuda a la hora de decidir en qué lugar de la rada habrían anclado los antiguos marineros, tantos siglos atrás.
Acabó decidiéndose por una zona que estaba protegida de los vientos por una elevación en la isla, un montículo arenoso que se alzaba una treintena de metros por encima de la costa. Apagó el motor y apretó un interruptor en el tablero de mando para echar el ancla.
– Este parece ser un lugar tan bueno como cualquier otro para zambullirnos e inspeccionar el fondo.
– Es tan plano como el comedor de casa -opinó Summer-. No veo montículos ni perfiles. Es lógico, dado que la madera de un pecio celta ha tenido que desaparecer después de miles de años. Si encontramos algún resto tiene que estar enterrado.
– Vamos a zambullirnos. Probaré la consistencia de la arena y el sedimento. Tú ocúpate de hacer una inspección visual.
Cuando acabaron de colocarse los equipos de buceo, Dirk comprobó que el ancla estuviese bien sujeta para evitar el riesgo de que el balandro acabara a la deriva. Claro que tampoco podía irse muy lejos en la rada. Como no necesitaban los trajes para protegerse del frío del agua o de los afilados corales, saltaron por la borda sólo con los bañadores. La profundidad era de unos tres metros y el agua transparente como el cristal. La visibilidad rondaba los sesenta metros y la temperatura era de unos veintisiete grados, condiciones ideales para el buceo.
Cuarenta minutos más tarde, Dirk subió a bordo por la escalerilla y dejó la botella de aire y el cinturón de lastre en la cubierta. Había pasado el detector de metales por la arena del fondo para descubrir la presencia de una primera capa de arcilla, pero comprobó que el fondo de piedra estaba por debajo de cinco metros de arena.
Contempló durante unos minutos la aparición de las burbujas que señalaban los movimientos de Summer alrededor del balandro. Su hermana no tardó mucho más en aparecer en la superficie. Subió un par de peldaños y se detuvo para dejar con mucho cuidado sobre la cubierta un objeto cubierto con incrustaciones de coral. Luego acabó de subir y las gotas de agua que se escurrían de su cuerpo mojaron la cubierta de teca mientras se quitaba el equipo de buceo.
– ¿Qué has encontrado? -preguntó Dirk.
– No lo sé. Pesa mucho para ser una piedra. Lo encontré a unos cien metros de la orilla, semienterrado en la arena.
Dirk echó una ojeada a la costa, que continuaba desierta. Tenía una sensación molesta en la boca del estómago, como si los estuviesen espiando. Recogió el objeto y comenzó a limpiarlo cuidadosamente con su cuchillo. Este resultó ser un ave con las alas desplegadas.
– Tiene el aspecto de ser un águila o un cisne -opinó. Con la punta del cuchillo hizo un pequeño corte en la superficie que dejó a la vista un color plateado-. Pesa tanto porque está hecho de plomo.
Summer lo cogió para mirar atentamente las alas y la cabeza, vuelta hacia la derecha.
– ¿Crees que podría ser celta?
– El hecho de que esté fundido en plomo es una buena señal. El doctor Chisholm me dijo que, además del estaño, en Cornualles abundan las minas de plomo. ¿Has marcado el lugar donde lo encontraste?
– Dejé la sonda y una banderita naranja.
– ¿A qué distancia?
– A unos quince metros en aquella dirección. -La señaló.
– Muy bien. Antes de pasar la draga o la sonda de agua, haremos un rastreo con el detector de metales. El sonar escáner lateral no nos servirá de gran cosa si los pecios están enterrados.
– Quizá tendríamos que llamar a Rudi y pedirle que nos envíe un magnetómetro.
– El magnetómetro solo sirve para detectar el campo magnético del hierro o el acero -replicó Dirk con una sonrisa-. Ulises realizó su viaje mucho antes de la era del hierro. El detector de metales, en cambio, nos informará de la presencia del hierro y de casi todos los demás metales, incluidos el oro y el bronce.
Summer encendió el detector Fisher Pulse 10 mientras Dirk conectaba el cable de telemetría y audio a la cápsula del sensor. A continuación pasó la cápsula por encima de la borda con la precaución de dejar la longitud de cable precisa para evitar que arrastrara contra el fondo durante la navegación a baja velocidad. Cuando acabó, levó el ancla.
– ¿Preparada? -preguntó.
– Todo a punto -contestó Summer.
Dirk puso el motor en marcha y comenzó a navegar con una pauta de búsqueda de idas y venidas paralelas y muy cercanas entre sí, como quien siega el césped. Después de tan solo quince minutos, la aguja telemétrica comenzó a zigzaguear a la vez que sonaba un fuerte pitido en los auriculares de Summer.
– Nos acercamos a algo -anunció.
Luego se escuchó un pitido suave y la aguja apenas si se movió cuando pasaron por encima de la sonda metálica de Summer clavada en el fondo.
– ¿Tienes una buena lectura? -preguntó Dirk.
Summer ya iba a responderle que no, cuando la aguja comenzó a oscilar velozmente para indicar la presencia de uno o varios objetos metálicos debajo de la quilla.
– Tenemos una buena masa abajo. ¿Qué rumbo seguimos?
– De este a oeste -dijo Dirk, que marcó las coordenadas del objetivo en su aparato GPS.
– Vuelve a pasar por el mismo lugar, pero esta vez de norte a sur.
Dirk hizo lo que le había pedido su hermana. Se alejó un centenar de metros del objetivo antes de virar en un ángulo de noventa grados que situó al Dear Heart en el rumbo norte-sur. Una vez más, los instrumentos enloquecieron. Summer tomó nota de las lecturas en una libreta y miró a Dirk, que llevaba el timón.
– El objetivo es lineal, de unos quince metros de largo y una ancha marca bipolar. Parece tener una masa mínima y dispersa, como cabría esperar de una nave destrozada en un naufragio.
– Entra en los parámetros de un pecio. Será mejor que lo comprobemos. ¿Cuál es la profundidad?
– Unos tres metros.
Dirk viró de nuevo, apagó el motor y dejó que el balandro derivara con la corriente. En el momento en que los números en la pantalla del aparato GPS se acercaron a las coordenadas del pecio, largó el ancla. Después puso en marcha el compresor.
Volvieron a ponerse el equipo de buceo y saltaron al agua uno por cada banda. Dirk abrió la válvula del chorro de agua y clavó la boquilla de la manguera en la arena, tal como los chicos meten la boquilla de la manguera en la tierra del jardín para hacer un agujero. Después de cinco intentos sin encontrar nada sólido, notó de pronto que la punta de la boquilla golpeaba contra un objeto duro a poco menos de un metro por debajo del fondo. Continuó perforando hasta formar una cuadrícula, con la sonda de metal de Summer en una de las esquinas.
– Sí que hay algo ahí abajo -comentó en cuanto salieron a la superficie y se quitó la boquilla del respirador de la boca-. Tiene el tamaño aproximado de una nave antigua.
– Podría ser cualquier cosa -opinó Summer, muy sensatamente-. Desde los restos de un viejo pesquero a basura arrojada desde una barcaza.
– Lo sabremos en cuanto cavemos un agujero con la draga de inducción.
Nadaron de regreso al velero, conectaron la manguera a la draga y la dejaron caer al agua. Dirk se ofreció voluntario para la lenta y pesada tarea de manejar la draga. Summer se quedó a bordo para vigilar el compresor.
Dirk arrastró la manguera, que estaba acoplada a un tubo de metal que chupaba la arena del fondo y la sacaba por una segunda manguera, que dejó unos metros más allá para impedir que la arena en suspensión enturbiara el agua. La draga funcionaba como una aspiradora doméstica. La arena era blanda, y en menos de veinte minutos había abierto un agujero cuadrado de metro veinte de ancho y noventa centímetros de profundidad. Luego, unos treinta centímetros más abajo, encontró un objeto redondo que identificó como un antiguo recipiente de cerámica para el aceite, como los que aparecían en las fotos que les había mostrado el doctor Boyd durante la conferencia en la NUMA. Retiró con mucho cuidado la arena que lo rodeaba hasta que pudo levantarlo. Lo dejó junto al agujero y continuó con su trabajo.
El próximo hallazgo fue una taza de cerámica. Luego otras dos. A éstas las siguieron la empuñadura y la hoja corroída de una espada. Estaba a punto de abandonar y llevar su botín a la superficie, cuando quitó la arena de un objeto con la forma de una cúpula con dos protuberancias laterales. Había destapado casi la mitad, cuando los latidos de su corazón se aceleraron. Acababa de identificar aquello que Homero había descrito en sus obras como un casco con cuernos de la Edad del Bronce.
Dirk acabó de sacar el antiquísimo casco del lugar donde reposaba desde hacía más de tres mil años y lo depositó suavemente en la arena dorada junto a los demás hallazgos. Estar de pie dentro del agujero entre los remolinos de arena y manejar la draga resultó un trabajo agotador. Llevaba casi cincuenta minutos de inmersión y había encontrado lo que había ido a buscar: las pruebas de que la flota de Ulises se había hundido en el mar de las Antillas y no en el Mediterráneo.
El aire de la botella estaba a punto de acabarse y, por más que habría podido agotarlo y luego subir a la superficie con una simple exhalación, había llegado el momento de tomarse un descanso, una vez que llevara los objetos a bordo del Dear Heart.
Subió a la superficie con el casco entre los brazos como si fuese un recién nacido. Summer lo esperaba junto a la escalerilla para recoger la botella de aire y el cinturón de lastre. Dirk sacó el casco fuera del agua y se lo alcanzó con mucho cuidado.
– Cógelo -le dijo-, pero trátalo con mucha suavidad. Está en muy mal estado.
Antes de que su hermana pudiera hacer un comentario, se sumergió de nuevo para ir a buscar los demás objetos.
Cuando al fin subió al balandro, Summer ya había vaciado el recipiente del hielo y estaba sumergiendo los objetos en agua salada para preservarlos.
– ¡Fantástico! -exclamó y lo repitió tres veces-. No puedo creer lo que veo. Un casco, un maravilloso casco de la Edad del Bronce.
– Hemos tenido muchísima suerte al encontrarlos en la primera inmersión.
– ¿Crees que pertenecen a la flota de Ulises?
– No lo sabremos a ciencia cierta hasta que los expertos como el doctor Boyd y el doctor Chisholm los examinen. Afortunadamente, estaban enterrados en el sedimento que los ha preservado durante tantos años.
Después de una comida ligera y otra hora de descanso, mientras Summer se dedicada a limpiar las primeras capas de las incrustraciones sin dañar los objetos, Dirk se sumergió de nuevo para continuar trabajando con la draga.
Esta vez encontró cuatro lingotes de cobre y uno de estaño. Tenían una forma curiosa con los bordes cóncavos, una clara indicación de que procedían de la Edad del Bronce. Luego descubrió un martillo de piedra. A una profundidad de un metro cincuenta, dio con fragmentos de tablas y vigas de madera. Había un trozo de viga que medía sesenta centímetros de largo por doce de ancho. Quizá, solo quizá, pensó Dirk, un laboratorio de dendrocronología podría obtener una fecha a partir de los anillos de crecimiento del árbol que habían utilizado. Cuando acabó de llevar los objetos a la superficie y desmontó la draga, era la última hora de la tarde.
Encontró a Summer entretenida en la contemplación de una magnífica puesta de sol con las nubes pintadas de rojo naranja por los rayos de la enorme bola que era el sol en el momento de ocultarse debajo del horizonte. Su hermana lo ayudó a quitarse el equipo.
– Prepararé la cena. Tú encargarte de abrir una botella de vino.
– ¿Qué tal un cóctel para celebrarlo? -propuso Dirk con una sonrisa-. Compré una botella del mejor ron de Guadalupe antes de salir del hotel, y tenemos ginger ale. Prepararé un Collins de ron.
– Tendremos que beberlos a temperatura ambiente. Tiré el hielo de la nevera cuando trajiste a bordo los primeros objetos, para utilizarlo como tanque de conservación.
– Ahora que tenemos un yacimiento productivo -comentó Dirk-, creo que mañana podríamos comenzar la búsqueda y exploración de las otras naves de la flota de Ulises.
Summer miró con añoranza el agua, que comenzaba a adquirir un color azul oscuro a medida que el sol se hundía en el mar.
– Me pregunto cuántos tesoros encontraremos ahí abajo.
– Quizá no haya ninguno.
Summer vio la duda reflejada en los ojos de su hermano.
– ¿Por qué lo dices?
– No puedo afirmarlo, pero creo que alguien se nos ha adelantado.
– ¿Adelantado? -repitió Summer, con un tono escéptico-. ¿Quién puede haber estado aquí?
Dirk miró los edificios de la isla con cierta aprensión mientras respondía:
– Tengo la sensación de que los objetos han sido movidos de lugar por manos humanas, y no por las mareas y los corrimientos de arena. Pareciera como si los hubiesen amontonado en una pila que no es obra de la naturaleza.
– Ya nos preocuparemos por eso mañana -afirmó Summer, hechizada por la puesta de sol-. Tengo hambre y sed. Ocúpate de preparar los cócteles.
Era noche cerrada cuando Summer acabó de preparar una sopa de chirlas y el par de langostas que había pescado durante la inmersión. De postre sirvió plátanos Foster. Luego se tumbaron en la cubierta, y miraron las estrellas mientras conversaban animadamente, con el fondo del suave chapoteo de las olas contra el casco del balandro.
Como todos los hermanos mellizos, Dirk y Summer estaban muy unidos aunque, a diferencia de los mellizos idénticos, cada uno tenía su vida independiente cuando no trabajan juntos. Summer salía con un joven diplomático del Departamento de Estado que le había presentado su abuelo senador. Dirk prefería no tener ninguna relación estable y salía con chicas muy distintas en aspecto y personalidad.
Si bien estaba cortado por el mismo patrón que su padre, Dirk no compartía los mismos intereses. Era cierto que a los dos les gustaban los coches y los aviones antiguos y sentían verdadera pasión por el mar, pero aquí acababan las similitudes. A Dirk le encantaba participar en las carreras de motos de cross y lanchas. Era un entusiasta de la competición individual. Su padre, en cambio, casi nunca competía individualmente, y se inclinaba decididamente por los deportes en equipo. Dirk había descollado en las pruebas de atletismo en la Universidad de Hawai, y Dirk padre lo había hecho en el equipo de fútbol americano de la Academia de la Fuerza Aérea.
Por fin, agotada la conversación sobre Ulises y sus viajes, decidieron que era hora de irse a dormir. Summer bajó a la cabina y se acostó en una de las literas. Dirk optó por dormir en cubierta y se improvisó una cama con los cojines de la bañera.
A las cuatro de la mañana, el mar se veía negro como la obsidiana. Las nubes habían ocultado las estrellas. Cualquiera hubiese podido caminar por la cubierta y caer en el agua sin darse cuenta hasta sentir el chapoteo. Dirk se tapó con una tela impermeable para protegerse de las cuatro gotas que caían y continuó durmiendo como un tronco.
No se despertó con el ruido del motor de una lancha, porque no había ni motor ni lancha. Llegaron desde el agua, silenciosamente, como espectros volando alrededor de las tumbas en la noche de Halloween. Eran cuatro: tres hombres y una mujer. Dirk no escuchó el suave roce de las pisadas en la escalerilla que se había olvidado de recoger. Sin darse cuenta, les había facilitado el acceso a bordo.
Las personas que se despiertan en mitad de la noche por la presencia de intrusos reaccionan de diversas maneras. Dirk no tuvo tiempo de reaccionar. A diferencia de su padre, aún debía aprender a no confiar en la fortuna o el destino y seguir fielmente el lema de los niños exploradores: “siempre listos”. Antes de que se apercibiera de que había unos extraños a bordo del Dear Heart, le envolvieron la cabeza con la tela impermeable, y una porra o un bate de béisbol -nunca supo cuál de los dos- lo golpeó en la nuca y lo sumergió en un pozo negro sin fondo.
Los preparativos para la evacuación de la isla de Ometepe se pusieron en marcha. George Hampton, el secretario de Estado, necesitó cuatro días para convencer al presidente de Nicaragua, Raúl Ortiz, de que las intenciones norteamericanas eran exclusivamente humanitarias. Prometió que, una vez completada la evacuación, todas las fuerzas estadounidenses abandonarían el país. Jack Martin y el almirante Sandecker hablaron con los científicos nicaragüenses que, no bien enterados de la inminente catástrofe, dieron todo su apoyo a la operación.
Tal como se esperaba, los funcionarios locales que estaban comprados por Specter hicieron lo imposible por oponerse. Aquellos que servían a los intereses de la China Roja también protestaron a grito pelado. Sin embargo, tal como Martin había afirmado en la conferencia, él y Sandecker se ocuparon de espantar a los líderes del país con sus descripciones del alcance de la catástrofe y del número de muertos entre los pobladores dentro de un radio de dos kilómetros del lago. La oposición fue silenciada por la oleada de pánico.
El general Stack, que trabajaba en estrecha colaboración con el general Juan Morega, comandante en jefe de las fuerzas armadas nicaragüenses, desplegó rápidamente las tropas encargadas de la operación de rescate. En cuanto recibió la autorización, actuó sin demora. Todas las embarcaciones que había en el lago recibieron la orden de evacuar a los habitantes de las ciudades y pueblos que carecían de carreteras disponibles para el traslado. Los camiones y helicópteros del ejército norteamericano se ocuparon de llevar a los demás a las zonas altas. Al mismo tiempo, se reunió una fuerza de ataque especial para el asalto de las instalaciones de Odyssey.
Nadie dudaba de que los agentes de seguridad de Odyssey ofrecerían resistencia para mantener el secreto de las instalaciones y del grupo de científicos que tenían cautivos. Se temía asimismo que Specter mandara asesinar y ocultar los cadáveres de los científicos para que no quedara ningún rastro de su existencia. Al general Stack le preocupaba su suerte, pero la posibilidad de que se produjeran miles de muertos y pérdidas económicas millonarias pesaba más que la vida de veinte o treinta personas. Dio la orden de que se evacuara a los trabajadores del complejo lo más rápido posible, incluidos los científicos si aún estaban en la isla.
Puso a Pitt y Giordino a las órdenes del teniente coronel Bonaparte Nash, Bony para los amigos. Nash, que era miembro de un equipo de reconocimiento de la infantería, recibió a Pitt y Giordino en la base de helicópteros que el grupo de rescate había montado en la pequeña ciudad de San Jorge, en la costa occidental del lago. Alto, con el cuerpo muy musculoso gracias a las muchas horas de ejercicio, y el cabello rubio cortado muy corto, tenía el rostro redondo y unos ojos azules de mirada amable que no lograban ocultar la dureza del personaje.
– Es un placer conocerles, señores. Me han informado de sus antecedentes como miembros de la NUMA. Muy impresionantes. Confío en que podrán guiarme a mí y a mis hombres hasta el edificio donde tienen prisioneros a los científicos.
– Podemos -afirmó Pitt.
– Tengo entendido que ustedes han estado allí solo una vez.
– Si lo encontramos de noche -replicó Giordino con un tono incisivo-, también lo encontraremos a plena luz del día.
Nash puso una fotografía ampliada de las instalaciones tomadas desde un satélite sobre la mesa de campaña.
– Dispongo de cinco helicópteros Chinook CH-47. En cada uno viajarán treinta hombres. Mi plan es que uno aterrice en la terminal aérea, el segundo en los muelles, el tercero junto al edificio que ustedes describieron como el cuartel general de los guardias de seguridad, y el cuarto en el aparcamiento que hay en la hilera de almacenes. Ustedes dos viajarán conmigo en el quinto aparato, para guiarnos hacia el edificio donde retienen a los científicos.
– Si me lo permite, haré una sugerencia -dijo Pitt. Sacó un bolígrafo del bolsillo de su camisa estampada y señaló un edificio en la calle bordeada de palmeras-. Éste es el cuartel general. Puede aterrizar en la azotea y apresar a los principales ejecutivos de Odyssey antes de que tengan tiempo de escapar en su propio helicóptero.
– ¿Cómo lo sabe? -preguntó Nash, intrigado.
– Al y yo robamos un helicóptero que estaba en la azotea cuando nos escapamos hace seis días.
– En el edificio hay por lo menos diez guardias. Sus hombres tendrán que encargarse de ellos -añadió Giordino.
Nash los miró con un respeto que crecía por momentos, pero aún dudaba si podía creerles.
– ¿Había guardias de seguridad cuando escaparon?
Pitt se dio cuenta de las reservas de Nash.
– Sí, había cuatro.
– Desarmarlos fue como robarle un caramelo un niño de pecho -afirmó Giordino.
– Me dijeron que ustedes era ingenieros navales -manifestó Nash, desconcertado.
– También hacemos eso -dijo Giordino con un tono divertido.
– De acuerdo, si ustedes lo dicen. -Nash sacudió la cabeza-. Otra cosa: no puedo darles armas. Vendrán como guías. Mis hombres y yo nos encargaremos de combatir si es necesario.
Pitt y Giordino intercambiaron una mirada traviesa. Ambos llevaban sus armas en la cintura debajo de las holgadas camisas tropicales, Pitt la Colt.45 y Giordino la automática calibre.50.
– Si nos vemos en un apuro -comentó Giordino-, les tiraremos piedras hasta que sus hombres vengan a rescatarnos.
Nash no tenía muy claro si esa pareja de graciosos le caía bien. Consultó su reloj.
– Despegaremos dentro de diez minutos. Ustedes vendrán conmigo. En cuanto aterricemos, asegúrense de que vamos al edificio correcto. No podemos perder ni un segundo dando vueltas, si queremos salvar a los rehenes antes de que los guardias de Odyssey los ejecuten.
– Me parece bien -asintió Pitt.
Exactamente diez minutos más tarde, él y Giordino se abrochaban los cinturones en el interior del enorme helicóptero de transporte Chinook, al costado del teniente coronel Nash. Los acompañaban treinta hombres a cuál más corpulento, vestidos con uniformes de camuflaje y chalecos antibalas, unas armas enormes que parecían sacadas de una película de ciencia ficción, y todo un surtido de lanzacohetes.
– Una pandilla de tipos duros -comentó Giordino con admiración.
– No sabes lo feliz que me hace saber que están de nuestro lado -dijo Pitt.
Despegaron y en un par de minutos estaban sobre el lago. Solo había veinticuatro kilómetros hasta las instalaciones de Odyssey. Toda la operación se basaba en la sorpresa. El plan del teniente coronel Nash era reducir a los guardias, rescatar a los rehenes y después evacuar a los centenares de trabajadores en las embarcaciones que ya habían zarpado desde las ciudades y pueblos costeros hacia Ometepe. En cuanto sacaran a la última persona de la isla, Nash transmitiría la orden al piloto del bombardero B52 -que volaba en círculos sobre la isla, a una altura de veinte mil metros- para que dejara caer una bomba de demolición en la base del volcán y provocar una avalancha que hundiría los túneles y arrastraría las instalaciones al fondo del lago.
Pitt tuvo la sensación de que el helicóptero no había acabado de despegar cuando se detuvo en el aire y aterrizó. Nash y sus hombres saltaron a tierra sin perder un segundo e instaron a dejar las armas a los guardias que vigilaban la cerca electrificada que rodeaba el edificio donde estaban los rehenes.
Los otros cuatro helicópteros también estaban en tierra. Un puñado de guardias abrieron fuego sin tener idea de que se enfrentaban a una fuerza de élite. Al ver que era inútil cualquier resistencia, se apresuraron a arrojar las armas y levantaron las manos. No los habían contratado para luchar contra soldados profesionales. Su misión se limitaba a vigilar las instalaciones y no estaban dispuestos a perder la vida en el intento.
Pitt, con Giordino pisándole los talones, cruzó la verja y entró en el edificio antes que Nash y sus hombres. Los guardias apostados en el interior, aunque habían escuchado los disparos, se quedaron de una pieza al verse encañonados por sendas pistolas automáticas antes de tener la oportunidad de comprender lo que estaba pasando. El miedo, más que la sorpresa, los convirtió en estatuas.
Nash se enfureció al ver que Pitt y Giordino iban armados.
– ¡Entréguenme esas armas! -gritó.
Pitt y Giordino no le hicieron caso y comenzaron a abrir a puntapiés las puertas de las habitaciones. La primera, la segunda, la tercera y la cuarta. Todas estaban vacías. Pitt corrió detrás de los guardias que los hombres de Nash se llevaban prisioneros. Cogió al más cercano y le puso la pistola contra la nariz, con tanta fuerza que se la aplastó.
– ¿Hablas inglés?
– No, señor.
– ¿Dónde están los científicos? -le preguntó en español.
El guardia abrió mucho los ojos, que se le pusieron bizcos en su intento por mirar el cañón del arma que le aplastaba la nariz.
– Los llevaron a la dársena y los subieron al transbordador.
– ¿Qué pasa? -preguntó Nash-. ¿Dónde están los rehenes?
– Se lo acabo de preguntar -respondió Pitt-. Dice que se los llevaron al muelle para embarcarlos en un transbordador.
– Yo diría que se los llevan al lago para hundir la embarcación con todos los que están a bordo -opinó Giordino, con un tono grave.
Pitt miró al teniente coronel.
– Necesitaremos a sus hombres y a un helicóptero para detenerlos antes de que los guardias de Odyssey echen a pique el transbordador.
Nash sacudió la cabeza al escuchar la petición.
– Lo siento, no puede ser. Mis órdenes son asegurar la base y evacuar a todo el personal. No puede prescindir de ninguno de mis hombres ni de un helicóptero.
– Esas personas son vitales para el interés nacional -protestó Pitt-. Tienen la clave de la tecnología de las celdas de combustible.
El rostro del militar era una máscara de granito.
– Mis órdenes están por encima de todo lo demás.
– En ese caso, facilítenos un fusil lanzagranadas y nosotros nos apoderaremos del transbordador.
– Ya sabe que no puedo darles armas a los civiles.
– Es usted de una gran ayuda -se mofó Giordino-. No podemos perder el tiempo con un cabeza cuadrada. -Señaló un cochecito de golf idéntico al que había conducido en los túneles-. Si no podemos detenerlos en el muelle, quizá consigamos apoderarnos de una de las lanchas patrulleras de Odyssey.
Pitt miró a Nash sin disimular su enojo y luego él y Giordino corrieron a montarse en el cochecito.
Ocho minutos más tarde, con Giordino al volante, llegaron al muelle. Una expresión desesperada apareció en el rostro de Pitt al comprobar que el viejo transbordador se alejaba, seguido por una lancha patrullera.
– Demasiado tarde -exclamó Giordino-. Los acompaña la patrullera para recoger a los guardias después de que vuelen el fondo del transbordador.
Pitt corrió al lado opuesto del muelle. Vio una pequeña embarcación con motor fuera de borda amarrada a un noray a unos veinte metros más allá.
– Vamos, el Good Ship Lollipop nos espera -dijo, y echó a correr.
Era un Boston Whaler de seis metros de eslora y un motor Mercury de ciento cincuenta caballos. Pitt lo puso en marcha mientras Giordino soltaba la amarra. Giordino apenas si tuvo tiempo de apartar el cabo, cuando Pitt movió la palanca del acelerador hasta el tope y la pequeña embarcación salió disparada como si le hubiesen propinado un puntapié en la popa tras la estela del transbordador y la patrullera.
– ¿Qué haremos cuando le demos alcance? -gritó Giordino por encima del estrépito del motor.
– Ya se me ocurrirá algo cuando llegue el momento -respondió Pitt a voz en cuello.
Giordino observó cómo se acortaba rápidamente la distancia entre las embarcaciones.
– Pues más te vale que se te ocurra algo ya mismo. Tienen fusiles de asalto contra nuestras pistolas de aire comprimido, y la patrullera lleva un cañón a proa que no me hace ninguna gracia.
– A ver qué te parece esto -dijo Pitt-. Voy a virar y me meteré entre el transbordador y la patrullera. Así neutralizaremos su campo de tiro. Luego nos acercamos al transbordador y saltamos a bordo.
– Recuerdo haber escuchado planes peores -manifestó Giordino con un tono lúgubre-, pero de eso hace más de diez años.
– Creo que hay dos o tres guardias en el puente junto a la timonera. Coge mi Colt y haz de pistolero desesperado. Si los asustas, quizá levanten las manos y se rindan.
– Yo no me haría muchas ilusiones.
Pitt giró el timón y comenzó a trazar un círculo alrededor del transbordador antes de que los tripulantes de la patrullera pudieran hacer servir el cañón de proa. La lancha saltó una pequeña ola de la estela del transbordador y se hundió en el seno en el momento en que una lluvia de balas pasaba por encima de sus cabezas. Giordino respondió al fuego. Apretaba los gatillos lo más rápido que sus dedos le permitían. Sus disparos pillaron a los guardias por sorpresa. Uno se desplomó en cubierta con una bala en una pierna, y otro giró como una peonza cuando un proyectil lo alcanzó en el hombro. El tercero dejó caer el arma.
– Lo ves, te lo dije -exclamó Pitt.
– Sí, claro, después de tumbar a dos.
Pitt disminuyó la velocidad cuando estaba a unos veinte metros de la embarcación y giró el timón hacia estribor. Con la habilidad de los muchos años de práctica, puso suavemente la Whaler contra la amura del transbordador. Giordino se le adelantó en saltar a bordo y ya estaba desarmando a los guardias cuando Pitt saltó a cubierta.
– Tiene el cargador lleno. ¡Cógela!
Le arrojó a Pitt la pistola calibre.50; Pitt la cogió al vuelo. Sin perder ni un segundo corrió a una escotilla para ir bajo cubierta. Apenas si había pisado el pasillo cuando se escuchó una explosión sorda en la sala de máquinas, que sacudió la embarcación. Uno de los guardias había detonado una bomba y la explosión había abierto un boquete en la sentina. La onda expansiva derribó a Pitt, pero se levantó de un salto y corrió por el pasillo al tiempo que abría las puertas de los camarotes a puntapiés.
– ¡Vamos, fuera, fuera! -gritó a los espantados científicos encerrados-. ¡El barco se hunde! -Comenzó a guiarlos hacia la escalerilla que llevaba a cubierta. Detuvo a un hombre con los cabellos y la barba canosa-. ¿Hay alguno más?
– Encerraron a unos cuantos en el almacén, al final del pasillo.
El científico no había acabado de responderle cuando Pitt ya corría hacia la puerta del almacén. El agua que inundaba el pasillo le llegaba a los tobillos. La puerta era demasiado sólida para derribarla a puntapiés.
– ¡Apártense de la puerta! -gritó.
Luego apuntó a la cerradura con el cañón de mano de Giordino y disparó. El proyectil destrozó la cerradura y Pitt abrió la puerta con un violento empellón. Se encontró con diez personas, seis hombres y cuatro mujeres, que lo miraban horrorizadas.
– ¡Vamos, todo el mundo fuera! ¡Abandonen el barco! ¡Se está hundiendo!
Después de ayudar al último de los científicos a subir la escalerilla y cuando ya se disponía a seguirlo, una segunda explosión mucho más potente lo lanzó de espaldas contra un mamparo. El impacto le vació el aire de los pulmones y comenzó a jadear mientras un chichón del tamaño de un huevo aparecía como por arte de magia en la parte de atrás de su cabeza. Lo vio todo negro.
Cuando recuperó el sentido, al cabo de dos minutos, se encontró sentado con el agua a la altura del pecho. Dolorido de pies a cabeza, se levantó para ir hasta la escalerilla y la subió trabajosamente.
Quedaba menos de un minuto antes de que el transbordador se hundiera hasta el fondo del lago. Escuchó un extraño martilleo por encima del ruido del agua. ¿Qué habría pasado con las personas que había enviado a cubierta? ¿Se habrían ahogado? ¿El cañón de la patrullera los había matado, como si fuesen peces en un barril? ¿Qué sería de Al? ¿Habría ayudado a los supervivientes?
Todavía mareado por el golpe contra el mamparo, apeló a sus últimas reservas de energía y sacó medio cuerpo por encima de la escotilla. La popa del transbordador estaba a punto de sumergirse, el agua barría la cubierta y entraba como una tromba por la escotilla. El martilleo sonaba cada vez más fuerte y al mirar hacia arriba vio a Giordino sujeto a un arnés, que parecía flotar en el aire. Luego vio el helicóptero.
Bendito sea Dios, Nash ha cambiado de opinión, pensó con su mente obnubilada.
Se abrazó a la cintura de Giordino y su compañero lo sujetó por debajo de los hombros. El transbordador desapareció debajo de sus pies y se hundió bajo las olas, en el mismo momento en que a él lo levantaban por los aires.
– ¿Los científicos? -le preguntó a Giordino entre jadeos. No veía a ninguno en el agua.
– Están sanos y salvos, a bordo del helicóptero -gritó Giordino por encima del ruido del viento y el estruendo de los rotores-. Los guardias dieron media vuelta y escaparon en la patrullera en cuanto Nash y su equipo hicieron acto de presencia.
– ¿Han sacado a todos de la isla? -le preguntó a Nash, que estaba en cuclillas a su lado.
– Hemos evacuado hasta los perros y los gatos -afirmó el teniente coronel con una sonrisa de complacencia-. Acabamos la operación antes de la hora prevista y después vinimos a ayudarles. Cuando no apareció en el agua con todos los demás, lo dimos por perdido, pero Al no lo creyó. Antes de que pudiera impedírselo, bajó por el cable del torno hasta la cubierta del transbordador. Fue entonces cuando lo vimos salir por la escotilla.
– Ha sido una suerte para mí que llegaran en el momento oportuno.
– ¿Cuánto falta para el gran final? -preguntó Giordino.
– En cuanto acabamos de sacar a todos de Ometepe y de llevarlos hasta la costa, los trasladaron en camiones y autocares hasta las zonas altas, junto con los que viven en un radio de tres kilómetros del lago. -Nash consultó su reloj-. Calculo que tardarán otros treinta y cinco minutos en llegar a las zonas seguras. En el momento en que me avisen que han terminado, le daré la señal al piloto para que suelte la bomba.
– ¿Sus hombres tuvieron que enfrentarse a un pequeño ejército de mujeres uniformadas? -preguntó Pitt.
Nash lo observó con curiosidad y después sonrió.
– ¿Unas mujeres vestidas con unos monos de colores?
– Lavanda y verde.
– Lucharon como unas amazonas -respondió Nash, con un tono donde se reflejaba un resto de incredulidad-. Tres de mis hombres resultaron heridos cuando vacilaron en responder a los disparos efectuados por las mujeres. No pudimos hacer otra cosa que defendernos.
Giordino miró el edificio del cuartel general cuando el helicóptero pasó a su lado. No quedaba ni un cristal en las ventanas y salía una densa columna de humo por las ventanas del décimo piso.
– ¿Cuántas murieron en la refriega?
– Contamos nueve cadáveres. -Nash parecía desconcertado-. La mayoría eran unas bellezas. A mis hombres les resultó muy duro. Algunos tendrán que recibir asistencia psicológica cuando volvamos a casa. No están entrenados para disparar contra mujeres civiles.
– ¿Una de ellas vestía un mono dorado? -quiso saber Pitt.
Nash hizo memoria y luego sacudió la cabeza.
– No, no vi a ninguna que responda a esa descripción. -Hizo una pausa-. ¿Era pelirroja?
– Sí, tiene los cabellos rojos.
– Como todas las que murieron, el mismo color en todas ellas. Combatieron como fanáticas. Fue algo increíble.
El helicóptero continuó sobrevolando la isla. Nash recibió el aviso de que la evacuación se había completado dentro del plazo. Sin perder ni un segundo, transmitió al piloto del B52 la autorización para que lanzara la bomba.
El avión volaba a tal altura que nadie podía verlo ni tampoco la bomba que caía desde veinte mil metros de altura. Nadie vio tampoco cómo la bomba penetraba profundamente en la ladera del volcán más arriba de las instalaciones de Odyssey. Unos segundos más tarde, se escuchó algo parecido a un trueno desde las profundidades de la ladera del volcán Concepción. El sonido fue muy diferente del de una bomba que estalla en la superficie: fue algo así como si hubieran golpeado el suelo con un martillo gigante. Luego se escuchó otro sonido, similar al trueno que se pierde en la distancia, cuando la ladera del volcán comenzó a desprenderse para después ir aumentando de velocidad a medida que bajaba, hasta alcanzar los ciento treinta kilómetros por hora.
Visto desde el aire parecía como si todos los edificios, los muelles y la pista de aviación se hundieran debajo de la superficie del lago como una moneda enorme arrojada por la mano de un gigante. Nubes de escombros y polvo se elevaron en el aire, al tiempo que se generaba una ola monstruosa de más de sesenta metros de altura. Después la cresta se curvó y comenzó a cruzar el lago a una velocidad de vértigo, para acabar estrellándose contra las costas y arrasando todo lo que encontraba a su paso, hasta que se agotó su energía y comenzar el retroceso de vuelta al lago.
En el tiempo en que se tarda en pasar dos páginas de un libro, el gran centro de investigación y desarrollo creado por Specter, sus ejecutivas y el imperio Odyssey habían desaparecido junto con los túneles desmoronados.
La corriente ecuatorial sur no iría a parar al Pacífico. La corriente del Golfo continuaría teniendo la misma temperatura del último millón de años, y la costa oriental de Estados Unidos y el continente europeo no se cubrirían de hielo hasta la siguiente era glacial.
Un fuerte resplandor blanco empezó a penetrar en la capa de niebla negra. La miríada de estrellas que giraban en el interior de su cabeza se redujeron a unas pocas cuando Dirk recobró lentamente la conciencia. Notó el frío húmedo. Atontado por el dolor de cabeza, se levantó sobre los codos y miró en derredor.
Descubrió que se encontraba en un calabozo de reducidas dimensiones, de un metro y medio por algo menos de un metro. El suelo, el techo y tres paredes eran de cemento. La cuarta la ocupaba una puerta de hierro oxidada. No había manija por dentro. Un ventanuco del tamaño de un plato de postre abierto en el techo permitía que la luz se filtrara para iluminar débilmente su pequeño mundo gris. No había jergón ni mantas, y las instalaciones sanitarias se limitaban a un agujero en el suelo.
Nunca había tenido una resaca comparable con el dolor que notaba. Tenía un chichón encima de la oreja que debía de ser del tamaño del ratón del ordenador. Ponerse de pie fue un notable esfuerzo de voluntad. Aunque sólo fuera por satisfacer la curiosidad, empujó la puerta. Fue como querer talar un roble con el canto de la mano. Cuando se había dormido en la cubierta del balandro vestía un pantalón corto y una camiseta. Ahora comprobó que aquellas prendas habían desaparecido y vestía un albornoz de seda blanco. Le pareció tan fuera de lugar en aquella mazmorra que ni siquiera intentó imaginarse su significado.
Entonces pensó en Summer. ¿Qué habría sido de ella? ¿Dónde estaría? No recordaba nada excepto haber estado mirando la luna salir del mar antes de quedarse dormido. El dolor de cabeza fue disminuyendo poco a poco. Entonces comprendió que le habían propinado un golpe, para después trasladarlo a tierra y encerrarlo en esa celda. Pero ¿qué habían hecho con Summer? La desesperación empezó a apoderarse de él. La situación parecía no tener salida. No podía hacer absolutamente nada encerrado como estaba en esa caja de cemento.
Ya era bien entrada la tarde cuando escuchó unos ruidos fuera de la celda. Luego llegó el chasquido de la llave que giraba en la cerradura y la puerta se abrió hacia el exterior. Vio a una mujer de cabellos rubios, ojos azules y un mono verde que le apuntaba directamente al pecho con una pistola automática de gran calibre.
– Venga conmigo -dijo la mujer con una voz suave, sin el menor asomo de amenaza.
En otra situación Dirk la habría encontrado muy atractiva, pero allí, le resultaba horrible como la más fea de las brujas.
– ¿Adónde vamos? -preguntó.
La mujer lo tocó en la espalda con el cañón del arma, sin responderle. Caminaron por un largo corredor donde había varias puertas de hierro. Dirk se preguntó si Summer estaría tras de alguna de ellas. Al final del pasillo había una escalera y Dirk comenzó a subirla sin que se lo dijeran. Una vez arriba, entraron en una antesala con el suelo de mármol y las paredes cubiertas con millares de cuadritos de azulejos dorados. El tapizado de las sillas era de cuero teñido de color lavanda y las mesas de madera con inscrustaciones del mismo color. Dirk encontró la decoración vulgar y recargada.
Su escolta lo llevó hasta unas grandes puertas doradas, llamó con los nudillos y después se apartó cuando las abrieron desde el interior. Le indicó que entrara con un ademán.
Dirk se quedó asombrado ante la visión de cuatro bellísimas mujeres pelirrojas ataviadas con túnicas color lavanda y dorado, sentadas alrededor de una mesa de grandes dimensiones, que había sido tallada de un bloque de coral rojo. Summer las acompañaba, con la diferencia de que su túnica era blanca.
Corrió hacia su hermana y la sujetó por los hombros.
– ¿Estás bien?
Summer se volvió lentamente y lo miró como si estuviese en trance.
– ¿Bien? Sí, estoy bien.
Dirk se dio cuenta de que había sido drogada.
– ¿Qué te han hecho?
– Por favor siéntese, señor Pitt -le ordenó la mujer que ocupaba la cabecera. Vestía una túnica dorada. Su voz era discreta y musical, aunque con un toque de arrogancia.
Dirk intuyó un movimiento a su espalda. Era su escolta, que había salido de la sala y cerrado la puerta. Por un momento pensó que, a pesar de la inferioridad numérica, podría dejarlas fuera de combate e intentar la huida con Summer. Desistió, consciente de que habían sedado a su hermana hasta tal punto que a duras penas se podría mover. Apartó una silla al otro extremo de la mesa y se sentó.
– ¿Puedo preguntar cuáles son sus intenciones respecto a mi hermana y a mí?
– Puede -respondió la mujer que obviamente tenía el mando. Luego dejó de prestarle atención y se volvió hacia la mujer sentada a su derecha.
– ¿Habéis revisado la embarcación?
– Sí, Epona. Encontramos equipos de buceo y varios aparatos de detección submarina.
– Les pido disculpas si hemos invadido una propiedad particular -manifestó Dirk-. Creíamos que la isla estaba desierta.
Epona lo miró con una expresión helada en los ojos.
– Tenemos nuestra propia manera de tratar a los intrusos.
– Vinimos como parte de una expedición arqueológica para buscar unas naves antiguas. Nada más.
La mujer miró a Summer, y de nuevo a Dirk.
– Sabemos lo que estaban buscando. Su hermana ha sido mucho más amable al darnos un informe completo de sus actividades.
– Después de drogaría hasta las cejas -replicó Dirk.
Se enfureció tanto que estuvo a punto de saltar sobre la mesa para atacarla. Pero fue como si ella le hubiese leído el pensamiento.
– No piense en ofrecer resistencia, señor Pitt. Mis guardias responderán en un instante.
Dirk se obligó a relajarse y actuar con indiferencia.
– En resumen, ¿qué le dijo Summer?
– Que ustedes dos trabajan para la National Underwater and Marine Agency y que vinieron aquí para buscar la flota perdida de Ulises, que Homero dice que fue hundida por los lestrigones.
– Ha leído a Homero.
– Vivo y respiro con Homero el celta, no con el Homero griego.
– En ese caso, conoce la verdadera historia de Troya y del viaje de Ulises a través del océano.
– Es la razón por la que mis hermanas y yo estamos aquí. Hace diez años, después de otros muchos de estudios e investigaciones, llegamos a la conclusión de que habían sido los celtas y no los griegos quienes habían combatido contra los troyanos, y no por el amor de Helena sino por las minas de estaño de Cornualles, las que necesitaban para fabricar el bronce. Como ustedes, seguimos la estela de Ulises a través del Atlántico. Quizá le interese saber que su flota no fue destruida por las piedras lanzadas por los lestrigones, sino que se fue a pique por un huracán.
– ¿Qué pasó con el tesoro que transportaba la flota perdida?
– Fue rescatado hace ocho años y se utilizó para construir el imperio Odyssey.
Dirk permaneció muy quieto, pero sus manos temblaban ocultas debajo de la mesa. Una luz de advertencia parpadeaba en su cabeza. Estas mujeres quizá le perdonarían la vida a Summer, pero dudaba mucho que le dejaran ver el próximo amanecer.
– ¿Puedo preguntar en qué consistía el tesoro?
Epona se encogió de hombros.
– No veo ningún motivo para ocultar los resultados. No hay ningún misterio en nuestro logro. Los equipos de rescate recuperaron más de dos toneladas de objetos de oro, platos, esculturas y otros objetos decorativos celtas. Eran unos consumados maestros de la orfebrería. Todo eso, junto con miles de otras piezas antiguas, se vendieron en el mercado libre por todo el mundo, y recaudamos poco más de setecientos millones de dólares.
– ¿No fue algo arriesgado? -preguntó Dirk-. Los franceses que gobiernan Guadalupe, los griegos y las demás naciones europeas que una vez fueron regidas por los celtas, ¿no se presentaron para reclamar la propiedad del tesoro?
– Fue un secreto muy bien guardado. Todos los compradores de las piezas manifestaron el deseo de permanecer en el anonimato y todas las transacciones se hicieron con la máxima discreción, incluido el oro que está depositado en China.
– Se refiere usted a la República Popular China, por supuesto.
– Desde luego.
– ¿Qué pasa con los hombres que se encargaron del rescate? Seguramente habrán pedido una parte de lo recaudado, y conseguir que mantuvieran la boca cerrada no habrá sido fácil.
– No recibieron nada -respondió Epona, con un claro tono de burla-, y el secreto murió con ellos.
Dirk no pasó por alto el matiz.
– ¿Los asesinaron? -Lo dijo como si fuera un hecho más que una suposición.
– Digamos sencillamente que se unieron a las tripulaciones perdidas de Ulises. -Epona hizo una pausa y en su rostro apareció una sonrisa enigmática-. Ninguno de los que han venido a esta isla ha vivido para contarlo. Ni siquiera los turistas que fondean sus embarcaciones en la bahía o los pescadores que se pasan de curiosos. Ninguno ha podido relatar lo que ha visto.
– Hasta ahora no he visto nada por lo que valga la pena morir.
– Ni lo verá.
– ¿Por qué un comportamiento tan agresivo? -preguntó Dirk, inquieto-. ¿Cuál es la necesidad de asesinar a personas inocentes? Son ustedes unas psicópatas. ¿De dónde han salido, y qué esperan conseguir?
En la voz de Epona apenas si hubo algo de cólera cuando respondió a las preguntas.
– Ha acertado, señor Pitt. Mis hermanas y yo somos unas psicópatas. Dirigimos nuestras vidas y nuestras empresas sin la rémora de las emociones. Ésa es la razón por la que hemos llegado muy lejos y hemos conseguido tantas cosas en estos pocos años. Si nos dejaran librados a nuestros propios recursos, los psicópatas podríamos gobernar el mundo. No sabemos lo que es la moral, ni nos preocupa la ética. La carencia total de sentimientos hace que les sea más fácil lograr sus objetivos. Los psicópatas solemos ser genios y no nos importa nada más. Sí, señor Pitt, soy una psicópata y también lo son todas las que forman nuestra hermandad de diosas.
– La hermandad de diosas -repitió Dirk con voz pausada y acentuando cada palabra-. Así que se han elevado ustedes mismas a tal categoría. No tienen bastante con ser mortales.
– Todos los grandes líderes del pasado eran psicópatas, y algunos estuvieron muy cerca de gobernar el mundo.
– Como Hitler, Atila y Napoleón. Las instituciones psiquiátricas están a rebosar de internos con delirios de grandeza.
– Fracasaron por sobreestimar su poder. Nosotras no cometeremos el mismo error.
Dirk dedicó unos momentos a contemplar a las hermosas mujeres. No pasó por alto el detalle de que a su hermana le habían teñido los cabellos del mismo color rojo.
– A pesar de que comparten el mismo color de cabellos, no es posible que sean hermanas.
– No, en realidad no existen vínculos de sangre entre nosotras.
– Cuando dice nosotras, ¿a quiénes incluye?
– A las mujeres de la hermandad. Nosotras, señor Pitt, pertenecemos al culto druida. Seguimos las enseñanzas de los druidas celtas que se han transmitido a lo largo de los siglos.
– Los antiguos druidas eran más un mito que una realidad.
La irritación provocó un temblor en las comisuras de los labios de Epona.
– Han existido durante cinco mil años.
– Son únicamente personajes de leyenda. No hay ningún registro escrito previo al siglo anterior a Cristo respecto de su culto y ritos.
– No existen registros escritos, pero sus conocimientos y esferas de poder fueron transmitidos oralmente a través de cientos de generaciones. Los druidas tienen su origen en las antiguas tribus celtas. Sentados alrededor de las hogueras, ofrecían a su gente sueños de felicidad que hacían más llevadero el durísimo trabajo del día. Concibieron su misticismo, filosofía y percepción. Tuvieron el genio de crear una religión que inspiraba y alumbraba el mundo celta. Eran sanadores, magos, videntes, místicos, consejeros y, quizá lo más importante de todo, se convirtieron en maestros que estimulaban el deseo de aprender.
»Gracias a ellos, una mayor inteligencia comenzó a extenderse por todo el mundo occidental. Para convertirse en druida o druidesa, hombres y mujeres jóvenes estudiaban durante veinte años hasta convertirse en enciclopedias ambulantes. Diógenes afirmó que los druidas eran los filósofos más sabios del mundo. Las druidesas llegaron a convertirse en diosas y se les rindió culto en la cultura celta.
– El druidismo es una ilusión patética. -Dirk se encogió de hombros-. También era malvado. En aquel entonces celebraban sacrificios humanos, y en la actualidad ustedes cometen asesinatos y siguen con sus asuntos como si los muertos nunca hubiesen existido. El druidismo desapareció hace centenares de años y ustedes no quieren reconocerlo.
– Como la mayoría de los hombres, tiene usted una piedra en lugar de cerebro. El druidismo, aunque es un concepto muy antiguo, sigue hoy tan vivo como cinco mil años atrás. Usted no comprende, señor Pitt, que estamos viviendo un renacimiento. Gracias a que el druidismo es un conocimiento antiquísimo, espiritual y carismático, ha renacido en todo el mundo.
– ¿Eso todavía incluye los sacrificios humanos?
– Siempre que forme parte del ritual.
Dirk se sintió asqueado al pensar que estas mujeres podían creer y participar en el sacrificio religioso como una excusa para el asesinato. Comenzó a entender que si no podía coger a Summer y escapar de la isla, era probable que corrieran el mismo destino. Contempló la pulida superficie de la mesa, controló sus emociones, y advirtió que había una barra de cortina metálica que podía ser un arma estupenda.
– Con nuestra adhesión a los principios del druidismo -prosiguió Epona-, mis hermanas y yo hemos ayudado a crear una empresa formidable que interviene en el mercado inmobiliario, en la construcción y en otras actividades que estaban tradicionalmente en manos de los hombres, pero descubrimos que al actuar de forma colectiva podíamos superarlos todas las veces que fuera necesario. Sí, construimos un imperio, algo tan poderoso que muy pronto controlará la economía de la mayor parte del mundo occidental a través del desarrollo de la tecnología de la celda de combustible.
– La tecnología se puede copiar con el tiempo. Nadie, ni siquiera su imperio, podrá mantener el monopolio. Hay muchísimas y muy grandes mentes científicas y todo el capital necesario para respaldarlas cuando sea el momento de mejorar su modelo.
– Todos se han quedado con un palmo de narices -replicó Epona, sin alterarse-. En cuanto nuestra operación esté en marcha, será demasiado tarde.
– Mucho me temo que no sé de qué me habla. ¿Qué operación?
– Sus amigos de la NUMA lo saben.
Dirk solo la escuchaba a medias. Le intrigaba el hecho de que ninguna de las otras mujeres sentadas a la mesa hablara. Permanecían sentadas como las figuras en un museo de cera. Las observó para saber si estaban drogadas, pero no vio nada anormal. Se dio cuenta de que estaban hechizadas por su líder. Era como si les hubiesen lavado el cerebro.
– Aparentemente, no se tomaron la molestia de informarme. No sé nada de la operación que menciona.
– Bajo mi dirección, el señor Specter… -Hizo una pausa-. ¿Lo conoce?
– Sólo sé lo que he leído en los periódicos -mintió Dirk-. Es algo así como un millonario excéntrico, un poco como Howard Hughes.
– El señor Specter es también el genio detrás del éxito de Odyssey. Todo lo que hemos conseguido se lo debemos a su inteligencia superior.
– Creía que usted era el cerebro del equipo.
– Mis hermanas y yo llevamos a cabo las directivas del señor Specter.
Llamaron a la puerta y la mujer del mono verde entró en la sala, rodeó la mesa y le entregó una nota a Epona antes de retirarse. Epona leyó el mensaje y su expresión pasó de la arrogancia al horror. Pareció como si le hubiesen dado un golpe y se llevó una mano a la boca. Por fin, como si estuviese mareada, anunció con una voz ahogada por la emoción:
– Es un mensaje de nuestra oficina en Managua. Nuestro centro de investigaciones en Ometepe y los túneles han sido destruidos por el deslizamiento de una de las laderas del volcán Concepción.
La noticia fue recibida con grandes muestras de angustia y asombro.
– ¿Ha desaparecido? ¿Desaparecido del todo? -preguntó una de las mujeres, dominada por la más absoluta incredulidad.
– Está confirmado -afirmó Epona-. El centro yace ahora en el fondo del lago de Nicaragua.
– ¿Han muerto todos? -quiso saber otra-. ¿No hay supervivientes?
– Todos los trabajadores fueron salvados por una flota de naves de las ciudades y localidades costeras, y luego los helicópteros de las fuerzas especiales norteamericanas atacaron nuestras oficinas centrales. Nuestras hermanas, que defendieron heroicamente el edificio, han muerto.
Epona abandonó su silla en la cabecera. Se acercó a Summer, la cogió de un brazo y la ayudó a levantarse. Luego caminaron lentamente hacia la puerta como si una de ellas estuviese viviendo un sueño y la otra una pesadilla. Epona se giró, con los labios carmesí desfigurados por una mueca. Inclinó la cabeza hacia Dirk en un movimiento apenas visible.
– Disfrute de sus últimas horas en este mundo, señor Pitt.
Se abrió la puerta y apareció de nuevo la mujer de verde, que no vaciló en apoyar el cañón de su pistola en la sien de Dirk cuando éste se levantó con tanta violencia que tumbó la silla e hizo un amago de lanzarse sobre Epona con la intención de matarla. Dirk se detuvo en seco, lleno de rabia.
– Despídase de su hermana. No volverá a disfrutar de su compañía nunca más.
Rodeó la cintura de Summer con un brazo y salieron de la habitación.
El sol ablandaba el asfalto delante de la terminal de los aviones privados del aeropuerto internacional de Managua mientras Pitt y Giordino esperaban en un patio cubierto a que aterrizara el reactor Citation de la NUMA. El piloto ejecutó un aterrizaje impecable y después carreteó para acercarse a la terminal. En cuanto frenó, se abrió la puerta desde el interior y Rudi Gunn bajó a tierra.
– Oh, no -exclamó Giordino-. Me lo huelo. No regresamos a casa.
Gunn no se acercó sino que los llamó con un gesto. En cuanto se aproximaron a él, les dijo:
– Subid, no podemos perder ni un segundo.
Sin hacer ningún comentario, Pitt y Giordino metieron las maletas en el compartimiento de carga. Apenas si habían tenido tiempo de sentarse y abrocharse los cinturones cuando rugieron las turbinas y el avión carreteó por la pista y despegó.
– No me digas que vamos a pasar el resto de nuestras vidas en Nicaragua -dijo Giordino, con un tono desabrido.
– ¿A qué viene la urgencia? -preguntó Pitt.
– Dirk y Summer han desaparecido -respondió Gunn sin andarse por las ramas.
– ¿Desaparecido? -En los ojos de Pitt apareció un destello de aprensión-. ¿Dónde?
– En Guadalupe. El almirante los envió a una isla para que buscaran los restos de la flota de Ulises que supuestamente se hundió allí durante el viaje desde Troya.
– Continúa.
– El señor Charles Moreau, que es nuestro representante en aquella región del mar de las Antillas, llamó anoche para avisar de que habían cesado todas las comunicaciones con tus hijos. Todos los intentos que se han hecho hasta ahora para restablecer el contacto han sido inútiles.
– ¿Hubo una tormenta?
Gunn sacudió la cabeza.
– El tiempo era perfecto. Moreau alquiló una avioneta y voló sobre la isla Branwen, que era el lugar designado para la exploración. El balandro de Dirk y Summer ha desaparecido y no hay ninguna señal de ellos en los alrededores de la isla.
Pitt sintió como si un enorme peso le oprimiera el pecho. La terrible posibilidad de que sus hijos pudieran estar muertos o heridos estaba excluida de su mente. Durante unos momentos fue incapaz de creer que pudieran haber sufrido algún daño. Pero entonces miró el rostro del habitualmente taciturno Giordino y vio su mirada de profunda preocupación.
– Ahora vamos hacia allí… -afirmó Pitt.
– Así es. Aterrizaremos en el aeropuerto de Guadalupe. Moreau ya tiene un helicóptero que nos llevará directamente a Branwen.
– ¿Alguna idea de lo que ha podido pasarles? -preguntó Giordino.
– Sólo sabemos lo que nos dijo Moreau.
– ¿Cómo es la isla? ¿Está poblada? ¿Hay algún pueblo de pescadores?
En el rostro de Gunn apareció una expresión grave.
– La isla es una propiedad privada.
– ¿Quién es el propietario?
– La propietaria es una mujer que responde al nombre de Epona Eliade.
La sorpresa se reflejó en los ojos verde opalino de Pitt.
– Epona… Sí, por supuesto, tenía que ser ella.
– Hiram Yaeger la investigó a fondo. Pertenece a las más altas jerarquías de Odyssey y se dice que es la mano derecha de Specter. -Se interrumpió para mirar a Pitt-. ¿La conoces?
– Nos cruzamos brevemente cuando Al y yo rescatamos a los Lowenhardt y capturamos a Flidais. Me pareció que estaba muy alto en la jerarquía de Odyssey. Creí que había muerto durante el combate en el centro de investigación.
– Al parecer, consiguió escabullirse del cerco antes de que destruyeran el complejo. El almirante Sandecker le ha pedido a la CIA que le sigan la pista. Uno de sus agentes informó que su avión privado aparecía en una foto tomada desde un satélite espía al momento de aterrizar en la pista de la isla Branwen.
A Pitt le costaba controlar el miedo. Con un tono firme que reflejaba claramente su convicción, manifestó:
– Si Epona es la responsable de cualquier daño que puedan sufrir Dirk o Summer, no vivirá lo bastante para cobrar la pensión.
Era casi noche cerrada cuando el reactor de la NUMA aterrizó en Guadalupe y carreteó hasta un hangar privado. Moreau esperaba junto a la tripulación de tierra cuando Pitt, Giordino y Gunn bajaron del avión. Se presentó y los escoltó rápidamente hasta el helicóptero que estaba aparcado treinta metros más allá.
– Un viejo Bell Jet Ranger -exclamó Giordino, entusiasmado ante la belleza del viejo helicóptero restaurado-. Casi no recuerdo cuándo fue la última vez que vi uno de estos.
– Lo utilizan para vuelos turísticos -le explicó Moreau-. Fue lo único que pude conseguir sin demora.
– Nos servirá -afirmó Pitt.
Arrojó el macuto al interior y subió al aparato. Fue a la carlinga, donde conversó brevemente con Gordy Shepard, el piloto, un hombre sesentón con miles de horas de vuelo en dos docenas de aviones diferentes. Después de perder a su esposa víctima de un cáncer y de retirarse como jefe de pilotos de una gran compañía aérea, había ido a Guadalupe y trabajaba a tiempo parcial transportando turistas a las islas. Los cabellos grises impecablemente peinados hacían juego con sus ojos negros.
– Es una maniobra que no he intentado en mucho tiempo -comentó Shepard, después de escuchar las instrucciones de Pitt-. Así y todo, creo que la podré hacer.
– Si no la hace -replicó Pitt con una sonrisa tensa-, mi amigo y yo chocaremos con la fuerza de un cañonazo.
Gunn le dio las gracias a Moreau y cerró la puerta cuando las hojas del rotor comenzaron a girar despacio y fueron aumentando paulatinamente la velocidad hasta que el piloto despegó.
Tardaron menos de quince minutos en recorrer los cuarenta y tres kilómetros que había desde el aeropuerto a la isla. A petición de Pitt, en cuanto pasaron al mar, el piloto voló sin luces. Volar sobre el mar en plena oscuridad es como estar sentado con los ojos vendados en una caja con las juntas selladas. Shepard utilizó el faro de la isla para guiarse y voló en línea recta hacia la costa sur.
En el compartimiento de los pasajeros, Pitt y Giordino abrieron los macutos y se vistieron con los trajes de buceo y nada más, excepto las botas de goma. Prescindieron de las botellas de aire, las aletas y las máscaras. Cargaron con los cinturones de lastre para compensar la flotabilidad de los trajes de neopreno. El único equipo que cogió Pitt fue su teléfono móvil, metido en una pequeña bolsa impermeable sujeta al estómago. Terminados los preparativos pasaron a la parte de atrás del compartimiento y abrieron la escotilla de carga. Pitt le hizo un gesto a Rudi.
– Vale, Rudi, te llamaré si surge la necesidad de salir pitando.
Gunn agitó su móvil y sonrió.
– No lo soltaré hasta que me avises para que venga a evacuarte a ti, a Al y a los chicos de la isla.
Aunque no compartía del todo el optimismo de Gunn, agradeció la muestra de confianza. Cogió el teléfono que estaba en un soporte vertical en un mamparo y llamó al piloto.
– Todo listo aquí atrás.
– Estén preparados -respondió Shepard-. Llegaremos a la bahía en tres minutos. ¿Está seguro de que hay profundidad suficiente para la inmersión?
– Salto -le corrigió Pitt-. Si tiene programadas las coordenadas GPS correctas y se detiene en el punto señalado, tendríamos que encontrar la cantidad necesaria de agua para no chocar contra el fondo.
– Haré todo lo posible -afirmó Shepard-. Después, el señor Gunn y yo haremos ver como si voláramos hacia otra isla cercana antes de dar la vuelta y esperar su llamada para venir a recogerlos.
– Conoce la maniobra.
– Les deseo suerte, muchachos -añadió Shepard, antes de cortar la comunicación con el compartimiento de los pasajeros. Luego se irguió en el asiento con las manos y los pies bien firmes en los controles y se concentró en la maniobra que debía ejecutar.
La isla estaba a oscuras, como si estuviese desierta, y la única luz era la del faro en lo alto de la torre metálica. Pitt apenas si alcanzaba a distinguir vagamente la silueta de los edificios y de la réplica de Stonehenge en el centro de la isla en una pequeña elevación. Sería una aproximación difícil, pero Shepard parecía tan tranquilo como un gángster que, sentado en un palco en el Derby de Kentucky, sabe que el favorito no ganará la carrera porque él ha sobornado al jinete.
Shepard llevó al viejo Bell Jet Ranger directamente desde el mar al centro del canal de la bahía. En la parte de atrás, Pitt y Giordino permanecían junto a la escotilla de carga. La velocidad del aire era de casi ciento noventa kilómetros por hora, cuando las manos y los pies de Shepard bailaron sobre los controles y el helicóptero se levantó sobre la cola y se detuvo bruscamente al tiempo que se inclinaba a estribor para permitir que saltaran por la escotilla sin obstrucciones. A continuación, Shepard niveló el aparato y volvió a ganar velocidad para dar la vuelta y dirigirse a mar abierto. Ejecutó la maniobra a la perfección. Para cualquiera que observara desde la isla, el helicóptero casi no se había detenido.
Pitt y Giordino contuvieron la respiración mientras caían diez metros antes de chocar contra el agua. A pesar de sus intentos por caer con los pies por delante, la súbita inclinación del helicóptero había impedido un salto suave. Se encontraron dando vueltas en el aire y se apresuraron a sujetarse las rodillas con los brazos para formar una bola y evitar golpear de plano contra la sólida pared de agua, algo que podría causarles lesiones graves o por lo menos vaciarles el aire de los pulmones y dejarlos inconscientes. Los trajes de neopreno absorbieron la mayor parte de la dureza del impacto cuando chocaron contra la superficie y se hundieron casi tres metros antes de perder el impulso.
Con la sensación de que una pandilla de sádicos se habían divertido golpeándolos con bastones, salieron a la superficie a tiempo para ver cómo dos reflectores se encendían y barrían el agua hasta encontrar su objetivo e iluminar al helicóptero como si fuera un árbol de Navidad.
Shepard era un piloto veterano que había volado en Vietnam. Se adelantó a lo que vendría después. Bajó bruscamente hacia el mar en un picado casi vertical en el momento en que las ráfagas de armas automáticas rasgaban el aire nocturno y pasaban a más de treinta metros por detrás del rotor de cola. Entonces giró y volvió a subir. Una vez más los proyectiles fallaron el blanco.
Shepard sabía que sus piruetas no mantendrían apartados a los lobos mucho más, y menos con los reflectores que se le pegaban como sanguijuelas. Adivinó de nuevo las intenciones de los tiradores de la isla. Detuvo el Bell y flotó durante una fracción de segundo. Los tiradores, que ya habían aprendido la lección, dispararon esta vez a la supuesta trayectoria, pero Shepard los había vuelto a engañar. Los disparos pasaron a unos cuarenta metros por delante del morro del helicóptero.
Por increíble que pareciera, Shepard se había apartado casi un kilómetro de los agresores y viraba para alejarse, cuando los últimos disparos perforaron el fuselaje, avanzaron hacia la carlinga y destrozaron el parabrisas. Un proyectil alcanzó a Shepard en un brazo y le atravesó el bíceps sin tocar el hueso. Otra bala rozó el cuero cabelludo de Gunn, que se había echado al suelo.
En el agua, Pitt respiró más tranquilo al ver cómo el helicóptero volaba más allá del alcance de tiro y desaparecía en la oscuridad. Aunque no sabía si Gunn o Shepard habían resultado heridos, tenía claro que no podrían regresar mientras los disparos barrieran el espacio aéreo de la isla.
– No podrán buscarnos hasta que eliminemos los reflectores -señaló Giordino, que flotaba de espaldas como si estuviese en la piscina de su casa.
– Nos ocuparemos del problema después de averiguar qué les ha pasado a Dirk y Summer -dijo Pitt mirando hacia la isla, con la confianza de un hombre que ve algo que no ven los demás.
Entonces vieron cómo los reflectores bajaban para comenzar a barrer la superficie de la bahía. Se sumergieron sin desperdiciar el aliento en avisar al otro, conscientes de que sus instintos estaban fuertemente ligados con el paso de los años. Pitt se giró a una profundidad de tres metros y miró hacia arriba. Las potentes luces de los reflectores hacían que la superficie brillara como si la alumbrara el sol. Sólo cuando las luces se alejaron, salieron a la superficie para respirar. Habían estado sumergidos más de un minuto, pero ninguno de los dos jadeó, porque habían aprendido la técnica de contener la respiración para las inmersiones a gran profundidad sin botellas.
En cuanto las luces se alejaron, salieron a la superficie, cogieron aire y se sumergieron de nuevo. Siempre atentos a los movimientos de los reflectores y coordinando sus pasadas para salir a respirar, comenzaron a nadar hacia la costa, que estaba a poco menos de un centenar de metros. Por fin se apagaron los reflectores y pudieron volver a nadar en la superficie. Diez minutos más tarde pisaron arena. Se pusieron de pie, dejaron caer los cinturones de lastre y avanzaron al amparo de las sombras de un saliente rocoso. Descansaron unos momentos mientras evaluaban la situación.
– ¿Hacia dónde vamos? -susurró Giordino.
– Hemos pisado tierra al sur de la casa y a unos doscientos metros al este de la réplica de Stonehenge -respondió Pitt.
– Un decorado -dijo Giordino.
– ¿Qué?
– Los falsos castillos y las copias de antiguas estructuras se llaman decorados. ¿No lo recuerdas?
– Lo tengo grabado en el cerebro -murmuró Pitt-. Vamos. Echemos una ojeada. Tenemos que encontrar esos reflectores y sabotearlos. Sería un estorbo que nos iluminaran como a un par de conejos.
Tardaron ocho minutos en localizar los reflectores gemelos. Casi tropezaron con ellos en la oscuridad. La única cosa que los salvó de ser descubiertos por los guardias que atendían las luces fueron sus trajes de neopreno negro, que los hacían prácticamente invisibles en la oscuridad. Distinguieron la silueta de un hombre que descansaba tumbado en la arena mientras que otro observaba el mar a través de unos prismáticos de visión nocturna. Como no esperaban la aparición de intrusos por la retaguardia, no estaban alerta.
Giordino salió de la oscuridad silenciosamente, pero un crujido de sus botas de goma delató su presencia. El hombre de los prismáticos se volvió a tiempo para ver una sombra que se abalanzaba sobre él. Cogió el fusil automático apoyado en la cureña del reflector y apuntó a Giordino. Nunca llegó a apretar el gatillo. Pitt había llegado por el lado opuesto cinco pasos por delante de su compañero. Arrebató el fusil de las manos del guardia y descargó un culatazo contra su cabeza. Giordino, por su parte, se lanzó sobre el guardia tumbado en la arena y lo dejó inconsciente de un puñetazo en la mandíbula.
– ¿No te hace sentir mejor saber que estamos armados? -preguntó Giordino con un tono alegre, mientras desarmaba a los guardias y le daba a Pitt uno de los fusiles.
Pitt no se molestó en contestar. Quitó las sujeciones de las lentes de los reflectores, las abrió y con mucho cuidado, para no hacer ruido, destrozó los filamentos.
– Iremos primero a la casa. Después a tu decorado.
No había luna, pero no se arriesgaron y avanzaron lenta y cautelosamente, casi sin ver el suelo que pisaban. Las gruesas botas de goma les protegían los pies de los afilados corales que había entre la arena. Encontraron una rama de palmera y la arrastraron detrás de ellos, para borrar las huellas. Si no podían abandonar la isla antes del amanecer, tendrían que encontrar un lugar donde ocultarse hasta que Moreau y Gunn pudieran organizar el rescate.
La casa era un gran edificio colonial, con una amplia galería que la rodeaba por entero. Subieron a la galería y avanzaron silenciosamente gracias a las botas de goma. Un único rayo de luz escapaba entre las tablas que cubrían las ventanas, colocadas para protegerlas de los vientos huracanados.
Pitt se acercó a gatas hasta la ventana para espiar a través de la grieta. Vio un cuarto sin ningún mobiliario. El interior tenía el aspecto de no haber sido habitado en años. A la vista de que no había ninguna necesidad de actuar con sigilo, Pitt se puso de pie y le dijo a Giordino con un tono normal:
– Este lugar está abandonado y lleva así mucho tiempo.
La expresión de extrañeza en el rostro de Giordino era imposible de ver en la oscuridad.
– Eso no tiene sentido. El propietario de una exótica isla en las Antillas nunca se aloja en la única casa. ¿Qué sentido tiene poseer este lugar?
– Moreau mencionó que van y vienen aviones durante algunos meses del año. Tiene que haber algún otro sitio para alojar a los huéspedes.
– Ha de ser subterráneo -opinó Giordino-. Las únicas edificaciones en la superficie son la casa, el decorado y el hangar donde funciona el taller de mantenimiento.
– En ese caso, ¿por qué un comité de recepción armado? -murmuró Pitt-. ¿Qué intenta ocultar Epona?
La respuesta se la dio el repentino sonido de una música extraña, seguido por un despliegue de luces de colores en el decorado que imitaba a Stonehenge.
La puerta del calabozo de Dirk golpeó contra la pared cuando la abrieron violentamente. Las paredes de piedra retenían el calor de la tarde, y el interior de la pequeña celda era como un horno. La guardia movió el cañón del fusil para indicarle que saliera. Dirk sintió un frío súbito, como si hubiese entrado en una cámara frigorífica. Se le puso la carne de gallina en los brazos y la espalda. Comprendió que era inútil hacerle preguntas a la mujer. No le diría nada de interés.
Esta vez no entraron en la sala de la decoración exótica. Pasaron por una puerta que daba a un largo pasillo de cemento que parecía extenderse hasta el infinito. Caminaron por lo que le pareció un par de kilómetros antes de llegar a una escalera de caracol que subía hasta una altura que Dirk calculó de cuatro pisos. En lo alto, el rellano llevaba a través de una arcada de piedra a una silla muy parecida a un trono, pobremente iluminada por una luz dorada. Dos mujeres vestidas con túnicas azules salieron de entre las sombras y lo encadenaron a las argollas atornilladas a la silla. Una de las mujeres lo amordazó con un pañuelo de seda negra. Luego las tres se esfumaron entre las sombras.
Sin solución de continuidad, un despliegue de luces color lavanda se encendieron y comenzaron a ondular en el interior de un anfiteatro de piedra cóncavo, sin asientos para espectadores. Luego una batería de rayos láser atravesaron el cielo nocturno e iluminaron las columnas alrededor del cuenco y otro anillo más grande de columnas de lava negra. Sólo entonces Dirk vio el gran bloque de piedra negra con la forma de un sarcófago. Al comprender que se trataba de un altar de sacrificios, se tensó y se echó hacia delante, pero lo retuvieron las cadenas. El horror apareció en sus ojos por encima de la mordaza cuando vio a Summer vestida con una túnica blanca tendida, con los brazos y las piernas en aspa, como si estuviese pegada en la superficie. Se estremeció de terror mientras forcejeaba como un loco en un inútil intento por romper las cadenas o arrancar las anillas. A pesar de la adrenalina que multiplicaba su fuerza, no consiguió nada. Habría sido necesario tener la fuerza de cuatro Arnold Schwarzenegger para romper los eslabones de las cadenas o arrancar de cuajo las anillas. Así y todo, continuó luchando hasta que se le agotaron las fuerzas.
Las luces se apagaron bruscamente y los extraños sones de la música celta se escucharon entre las columnas. Se encendieron de nuevo diez minutos más tarde y quedaron a la vista treinta mujeres vestidas con largas túnicas de colores. Sus cabellos rojos resplandecían con las luces, y la purpurina plateada en su piel brillaba como las estrellas. Luego las luces ondularon como habían hecho muchas veces antes, mientras Epona aparecía, vestida con su peplo dorado. Se acercó al altar negro, levantó una mano y comenzó a cantar:
– Oh, hijas de Ulises y Circe, que la vida pueda ser arrebatada de aquellos que no son dignos…
La voz de Epona continuó con la letanía, con algunas pausas cuando las demás mujeres levantaban los brazos y cantaban a coro. Como antes, se repitió el canto cada vez más fuerte, hasta descender de pronto hasta un susurro mientras bajaban los brazos.
Dirk vio que Summer permanecía ajena a todo lo que ocurría a su alrededor. Miraba a Epona y las columnas que se levantaban alrededor del altar, sin verlas. No había miedo en sus ojos. Estaba tan drogada que no se daba cuenta de la amenaza contra su vida.
Epona sacó de entre los pliegues de su túnica la daga ceremonial y la alzó por encima de la cabeza. Las otras mujeres subieron los escalones para rodear a su diosa, todas con las dagas por encima de sus cabezas.
Los ojos verdes de Dirk amenazaban con salirse de las órbitas; eran los ojos de alguien que sabe que su mundo no tardará en quedar hundido en la tragedia. Soltó un grito de angustia, pero el sonido de su voz quedó ahogado por la mordaza.
Epona cantó la estrofa mortal:
– Aquí yace alguien que no debería haber nacido.
Su daga y las de todas las demás brillaron con las luces ondulantes.
En la fracción de segundo que transcurrió antes de que ella y las demás pudieran clavar las dagas en el cuerpo indefenso de Summer, dos fantasmas vestidos totalmente de negro aparecieron como por arte de magia delante del altar. El más alto sujetó por la muñeca el brazo alzado de Epona y se lo retorció hasta hacerla caer de rodillas, para el más absoluto asombro de las mujeres que rodeaban a Summer.
– Esta noche no -dijo Pitt-. La función ha terminado.
Giordino se movió como un gato alrededor del altar al tiempo que apuntaba con el fusil a las mujeres, ante la posibilidad de que a alguna de ellas se le ocurriera intervenir.
– ¡Apártense! -ordenó con voz áspera-. Dejen caer las dagas y retrocedan hasta los escalones.
Con la boca del fusil apoyada en el pecho de Epona, Pitt procedió con toda calma a liberar a Summer, que estaba sujeta al altar por una faja alrededor del estómago.
Desconcertadas y temerosas, las mujeres pelirrojas se apartaron lentamente del altar y se agruparon, como impulsadas por un instinto colectivo de protección. Giordino no se dejó engañar ni por un momento. Sus hermanas habían luchado como fieras contra las fuerzas especiales en Ometepe. Tensó los músculos al ver que no hacían el menor amago de soltar las dagas, y comenzaban a moverse en círculo a su alrededor.
Giordino sabía que aquel no era el momento para comportarse como un caballero y repetirles que dejaran caer las armas. Apuntó cuidadosamente, apretó el gatillo y le arrancó de un balazo el pendiente que llevaba en la oreja izquierda la que parecía ser la líder.
Giordino se quedó de piedra al ver que la mujer no daba la menor muestra de dolor o emoción. No levantó la mano para tocarse el lóbulo, que sangraba profusamente. Se limitó a mirar a Giordino con una expresión de cólera. Apenas si volvió la cabeza para dirigirse a Pitt, que estaba muy ocupado desatando la faja que sujetaba a Summer al altar.
– Necesito que me eches una mano. Estas locas se comportan como si se dispusieran a atacar.
– Pues prepárate, porque los guardias aparecerán deprisa y corriendo en cuanto se huelan que algo no va bien.
Pitt miró a las treinta mujeres y vio que de nuevo se movían hacia el altar. Disparar contra una mujer iba en contra de su instinto natural y de todo lo que había aprendido, pero allí había en juego algo más que sus propias vidas. Sus hijos morirían si no conseguían impedir que las treinta aguerridas mujeres de la hermandad se les echaran encima con sus afiladas dagas. Eran como una manada de lobas que tuvieran cercados a un par de leones. Con fusiles contra dagas, una relación de uno a cinco todavía les daba ventaja a los hombres, pero una carga de quince contra uno era demasiada diferencia.
Interrumpió la tarea de desatar a Summer. En el mismo momento, Epona consiguió soltar su muñeca de la presa de Pitt, y le hizo un corte muy profundo en la palma con el anillo, filoso como una navaja. Él la sujetó de nuevo y miró el anillo que le había hecho el tajo. Llevaba una piedra de tanzanita tallada con la forma del caballo de Uffington. Se olvidó del dolor en la mano y la apartó de un empellón. Luego levantó el fusil.
Incapaz de asesinar pero sí dispuesto a herir para salvar a sus hijos y a su íntimo amigo de una muerte segura, efectuó cuatro disparos contra los pies de las cuatro mujeres que tenía más cerca. Las cuatro cayeron al suelo con grandes gritos de dolor y asombro. Las demás vacilaron, pero estimuladas por la cólera y el fanatismo volvieron a avanzar al tiempo que los amenazaban con las dagas.
Con los mismos reparos que Pitt a la hora de tirar a matar contra una mujer, Giordino imitó a su compañero. Lenta y metódicamente comenzó a disparar a los pies de las mujeres. Cinco de ellas cayeron una encima de la otra.
– ¡Alto! -gritó Pitt-. ¡Alto o dispararemos a matar!
Aquellas que estaban ilesas hicieron una pausa y miraron a las compañeras que se retorcían de dolor en el suelo. Una de ellas, vestida con una túnica color plata, levantó la daga bien alto y después la dejó caer. El arma golpeó contra el suelo con un sonido metálico. Con movimientos pausados, una tras otra, las demás siguieron su ejemplo hasta quedarse con las manos vacías.
– ¡Ocupaos de las heridas!
Pitt acabó de desatar a Summer, mientras Giordino vigilaba a las mujeres y permanecía atento a la aparición de los guardias. Se maldijo a sí mismo cuando comprobó que Epona había conseguido escapar al amparo de la confusión. Al ver que Summer no estaba en condiciones de valerse por sí misma, se la cargó al hombro y fue hasta el trono, donde arrancó las argollas que sujetaban las cadenas de Dirk haciendo palanca con el cañón del fusil. En cuanto se quitó la mordaza, Dirk preguntó:
– Por todos los santos, papá, ¿cómo es que tú y Al estáis aquí?
– Digamos que hemos caído del cielo -respondió Pitt, abrazando a su hijo.
– Lo habéis calculado con gran precisión. Unos pocos segundos más y… -Su voz se apagó al pensar en lo que habría ocurrido.
– Ahora tenemos que encontrar la manera de salir de aquí. -Pitt miró los ojos velados de Summer-. ¿Está bien? -le preguntó a su hijo.
– Esas brujas la pusieron hasta las orejas de drogas.
Pitt lamentó no tener a Epona en sus manos. Pero no había ni rastro de ella. Había abandonado a sus hermanas para esfumarse en la oscuridad más allá de las columnas. Sacó el móvil de la bolsa sujeta a la cintura y marcó un número. Después de unos segundos que se le hicieron eternos, escuchó la voz de Gunn.
– ¿Dirk?
– ¿Cuál es vuestra situación? -replicó Pitt-. Me pareció que os habían dado.
– Shepard recibió un balazo en el brazo, pero es una herida limpia. Se la he vendado lo mejor que he sabido.
– ¿Está en condiciones de pilotar?
– Es perro viejo. No hay manera de impedírselo.
– ¿Cómo estás tú?
– Un proyectil me rozó la cabeza -respondió Gunn alegremente-, y sospecho que se llevó la peor parte.
– ¿Estáis en el aire?
– Sí, a unos cinco kilómetros al norte de la isla. -Hubo una muy breve pausa y luego Gunn preguntó con voz preocupada-. ¿Qué hay de Dirk y Summer?
– Están sanos y salvos.
– Bendito sea Dios… ¿Estais preparados para la evacuación?
– Ven a recogernos.
– ¿Puedes decirme qué habéis encontrado?
– Ya habrá tiempo más tarde para responder a las preguntas.
Pitt cortó la comunicación y miró a Summer, que volvía lentamente a la realidad. Giordino y Dirk la ayudaban a caminar de un extremo a otro para que recuperara la circulación. Mientras esperaba la llegada del helicóptero, caminó alrededor del altar, atento a la aparición de los guardias de Epona, pero ninguno hizo acto de presencia. Luego las luces se apagaron y su mundo quedó a oscuras, al tiempo que se extendía el silencio por el anfiteatro pagano.
En el mismo momento en que aparecieron Gunn y Shepard, se escuchó el rugido de las turbinas en la pista de la isla cuando varios aviones despegaron en rápida sucesión. Seguro de que ahora no aparecerían los guardias de entre las sombras, Pitt le avisó a Shepard que podía encender las luces de aterrizaje. Gracias a las luces del helicóptero cuando este inició la maniobra de descenso, Pitt vio que se habían quedado solos. Todas las mujeres habían desaparecido. Miró el cielo nocturno tachonado de estrellas y se preguntó hacia dónde se dirigía Epona. ¿Cuáles serían sus planes ahora que su siniestro intento, que habría provocado terribles sufrimientos a millones de personas, había sido frustrado y que su centro de operaciones estaba sepultado en el fondo del lago de Nicaragua?
Ahora que se conocían los actos delictivos que había cometido por orden de Specter, se convertiría en una fugitiva. Las policías de todo el mundo le seguirían el rastro. Se investigarían todos los detalles de las operaciones de Odyssey. Se presentarían demandas en los juzgados de Europa y los Estados Unidos. Era dudoso que Odyssey pudiese sobrevivir a las indagaciones. ¿Qué pasaría con Specter? Era el jefe de todo, así que él era el responsable. ¿Cómo era la relación entre Specter y Epona? Las preguntas surgían en la mente de Pitt sin encontrar respuesta.
El misterio tendrían que aclararlo otros, pensó. Afortunadamente, él y Giordino habían dado por concluida su participación. Centró sus pensamientos en temas más mundanos, como su propio futuro. Miró a Giordino cuando se le acercó.
– Quizá no sea éste el mejor momento para sacar el tema -manifestó Giordino-, pero he estado pensando a fondo, sobre todo durante los últimos diez días. He llegado a la conclusión de que ya estoy demasiado viejo para andar correteando por los mares y participar en las descabelladas aventuras de Sandecker. Estoy cansado de hazañas inverosímiles, de escapar por los pelos, y de expediciones que han estado a punto de acabar con mi prolífica vida amorosa. Ya no puedo hacer todo lo que hacía antes. Me duelen los huesos, y mis cansados músculos tardan el doble de tiempo en recuperarse.
– En resumen, ¿qué me quieres decir? -preguntó Pitt con una gran sonrisa.
– El almirante puede elegir. Me puede enviar a pastar y buscarme un cómodo empleo en alguna empresa de ingeniería naval o bien podría nombrarme jefe del departamento técnico de la NUMA. Cualquier lugar donde no me disparen ni amenacen con dejarme lisiado.
Pitt se volvió y durante unos segundos contempló el mar encrespado. Luego miró a Dirk y Summer, mientras su hijo ayudaba a su hermana a subir al helicóptero. Ellos eran su futuro.
– ¿Sabes? -respondió finalmente-, me has leído el pensamiento.