Palacio Alejandro
Tsarskoe Selo, Rusia
28 de octubre de 1916
Alejandra, Emperatriz de Todas las Rusias, salió de su vigilia junto a la cabecera de la cama cuando se abrió una puerta: era la primera vez en muchas horas que algo la hacía apartar los ojos del pobre niño que yacía boca abajo entre las sábanas.
Su Amigo entró presuroso en el dormitorio y ella se echó a llorar.
– Por fin, Padre Gregorii. Doy gracias a Dios bendito. Alexis te necesita terriblemente.
Rasputín se acercó a la cama e hizo la señal de la cruz. Su blusa de seda azul y sus calzones de terciopelo apestaban a alcohol, lo cual atemperaba su fetidez habitual, que a ciertas damas de la corte, según contaban, les hacía pensar en un auténtico macho cabrío. Pero a Alejandra nunca le había importado el olor. No el del Padre Gregorii.
Horas antes, había dado orden a los guardias de que fueran a buscarlo, conociendo, como conocía, lo que se contaba de su amor por los gitanos del extrarradio de la capital. Allí agotaba muchas veces la noche, bebiendo en compañía de prostitutas. Uno de los guardias llegó a decir que el amado Padre había ido pasando de mesa en mesa, con los pantalones en los tobillos, exhibiendo las delicias que su amplio órgano otorgaba a las damas de la Corte Imperial. Alejandra se negó a creer semejante habladuría sobre su Amigo, y no tardó en hacer que el guardia fuera trasladado a un destino muy alejado de la capital.
– Llevo buscándote desde el anochecer -dijo, tratando de atraer su atención.
Pero Rasputín estaba concentrado en el niño. Cayó de rodillas. Alexis estaba inconsciente, y así llevaba casi una hora. A última hora de la tarde, jugando en el jardín, sufrió una caída. Dos horas después se puso en marcha el ciclo del dolor.
Alejandra se quedó mirando mientras Rasputín, tras levantar cuidadosamente la manta, estudiaba la pierna derecha del chico, cárdena e hinchada hasta incidir en lo grotesco. La sangre palpitaba, fuera de todo control, bajo la piel, el hematoma tenía ya el tamaño de un melón pequeño, la pierna se plegaba hacia arriba, hasta tocar el pecho. El demacrado rostro de su hijo había perdido por completo el color, quitadas las dos manchas oscuras de las ojeras. Rasputín acarició suavemente el ligero pelo castaño del muchacho.
Los gritos habían cesado, gracias a Dios. Antes, había padecido espasmos cada cuarto de hora, con patológica regularidad. Una fiebre muy alta lo había hecho delirar, pero no por ello cesó en ese alarido constante que desgarraba el corazón de su madre.
En una ocasión recuperó la lucidez e imploró: «Señor, ten piedad de mí», y rogó: «Mamá, ¿por qué no me ayudas?» Luego quiso saber si el dolor desaparecería cuando muriera. Alejandra no consiguió forzarse a decirle la verdad.
¿Qué había hecho ella? Todo era culpa suya. Todo el mundo sabía que las mujeres transmiten la hemofilia, aunque no la sufran. Su tío, su hermano y sus sobrinos, todos habían muerto de esa enfermedad. Pero ella nunca se consideró portadora. Nada le enseñaron al respecto sus cuatro hijas. Sólo cuando por fin llegó el bendito niño, doce años atrás, conoció Alejandra la dolorosa realidad. Antes, ningún médico la había advertido de tal posibilidad. Pero ¿preguntó ella alguna vez? Nadie parecía dispuesto a hablar. Incluso las preguntas más directas se eludían a veces mediante disparatadas respuestas. Por eso era tan especial el Padre Gregorii. El starets nunca se echaba atrás.
Rasputín cerró los ojos y se acurrucó junto al muchacho herido. Restos de comida seca le manchaban la hirsuta barba. Llevaba al cuello la cruz de oro que ella le había regalado. La aferraba con fuerza. Sólo unas velas alumbraban la estancia. Alejandra lo oyó decir algo entre dientes, pero no pudo entender sus palabras. Y no osó decir nada. Era la Emperatriz de Todas las Rusias, la Zarina, pero nunca le había plantado cara al Padre Gregorii.
Sólo él podía detener la hemorragia. Por su mediación, Dios protegía a su amadísimo Alexis. El zarevich. Único heredero del trono. Próximo Zar de Rusia.
Pero solamente si vivía.
El chico abrió los ojos.
– No tengas miedo, Alexis, todo va bien -le susurró Rasputín. Su voz era tranquila y melodiosa, pero firme en la conclusión. Fue aplicando golpecitos por todo el sudoroso cuerpo de Alexis, desde la cabeza hasta los pies-. He ahuyentado tus horribles dolores. Nada seguirá doliéndote. Mañana estarás bien y volveremos a jugar nuestros divertidos juegos.
Rasputín siguió acariciando al chico.
– Recuerda lo que te conté de Siberia. Está llena de enormes bosques e interminables estepas, tan grandes, que nadie les ha visto el final. Y todo ello pertenece a tu mamá y a tu papá, y, un día, cuando estés bueno, cuando seas fuerte y grande, será tuyo -apretó la mano del chico con la suya-. Un día te llevaré a Siberia y te lo enseñaré todo. Ya verás qué gente tan distinta. Y lo majestuosa que es, Alexis. Tienes que verla.
La voz permanecía en calma.
Los ojos del chico se iluminaron. Volvía a la vida, tan de prisa como la había abandonado, horas antes. Hizo gesto de levantar la cabeza de la almohada.
Alejandra, preocupada, temerosa de que se infligiera una nueva herida, le dijo:
– Ten cuidado, Alexis. Ten mucho cuidado.
– Déjame ahora, mamá. Tengo que atender. -Se volvió hacia Rasputín-. Cuéntame otra historia, Padre.
Rasputín, sonriendo, le habló de caballos con joroba, de soldados sin piernas y jinetes sin ojos, y de una Zarina infiel que quedó convertida en un pato de color blanco. Le habló de las flores silvestres de las vastas estepas siberianas, donde las plantas tienen alma y charlan entre sí; le dijo que los animales también hablan y que él, de niño, había aprendido a entender lo que susurraban entre sí los caballos de la cuadra.
– Ves, mamá. Siempre te he dicho que los caballos hablan.
A Alejandra se le llenaron los ojos de lágrimas, ante el milagro que contemplaba.
– Cuánta razón tienes. Cuánta razón.
– Y me contarás todo lo que les oíste decir a los caballos, ¿verdad? -preguntó Alexis.
Rasputín aceptó con una sonrisa.
– Mañana. Mañana te contaré más cosas. Ahora tienes que descansar.
Estuvo dándole golpecitos al niño hasta que éste se durmió.
Rasputín se puso en pie.
– El Pequeño sobrevivirá.
– ¿Cómo puedes estar tan seguro?
– ¿Cómo puedes tú no estarlo?
Su tono era de indignación, y ella inmediatamente lamentó su duda. Muchas veces había pensado que su falta de fe era la causa del dolor de Alexis. Podía ser que Dios la estuviera poniendo a prueba con la hemofilia, para verificar el vigor de sus creencias.
Rasputín rodeó la cama. Se arrodilló ante el asiento de Alejandra y la asió de la mano.
– Mamá, no debes abandonar al Señor. No pongas en duda Su poder.
Sólo al starets le estaba permitido hablarle con tanta confianza. Alejandra era la Matushka, la madrecita; su marido, Nicolás II, el Batiushka, el padrecito. Así era como el campesinado los veía: como unos padres severos. Todos, en el entorno de Alejandra, afirmaban que Rasputín era también un simple campesino. Quizá lo fuese. Pero sólo él era capaz de aliviar los padecimientos de Alexis. Este campesino de Siberia, con su barba enmarañada, con su cuerpo apestoso, con su pelo largo y grasiento, era un enviado del cielo.
– Dios se ha negado a escuchar mis plegarias, Padre. Dios me ha abandonado.
Rasputín se puso en pie de un salto.
¿Por qué hablas así?
Le agarró la cara, forzándole la postura, y la llevó junto a la cama.
– Mira al Pequeño. Está sufriendo horriblemente por tu falta de fe.
Sólo su marido habría osado tocarla sin permiso. Pero Alejandra no se resistió. De hecho, recibió con gusto aquel modo de tratarla. Él la obligó a echar hacia atrás la cabeza y la miró profundamente a los ojos. Toda la expresión de su personalidad parecía concentrada en el pálido azul de sus ojos. Éstos eran inevitables, como llamaradas fosforescentes, penetrantes y acariciadores, también llenos de resolución. Percibían directamente el alma de la Zarina, que nunca había sido capaz de resistírseles.
– Matushka, no debes hablar así de Dios Nuestro Señor. El Pequeño necesita que tú creas. Necesita que pongas tu fe en Dios.
– Mi fe está puesta en ti.
La soltó.
– Yo no soy nada. Un mero instrumento del Señor. Yo no hago nada -señaló al cielo-. Él lo hace todo.
Lágrimas brotaron de los ojos de Alejandra, que se dejó caer en un sillón, avergonzada. Tenía el pelo descuidado, el rostro -antaño bello- hinchado y abultado por años de pesadumbre. Le dolían los ojos de tanta pena. Deseó que nadie entrase en la habitación. Sólo con el starets podía expresarse abiertamente como mujer y madre. Se echó a llorar y rodeó con sus brazos las piernas de Rasputín, apretando las mejillas contra una ropa que olía a caballo y lodo.
– Tú eres el único que puede ayudar a Alexis -dijo.
Rasputín no movió un músculo. Como un tronco de árbol, pensó ella. Los árboles eran capaces de soportar los más crudos inviernos rusos, para luego retoñar en primavera. Este hombre santo, sin duda enviado por Dios, era su árbol.
– Mamá, así no vas a arreglar nada. Dios quiere tu devoción, no tus lágrimas. A Dios no le impresiona el sentimiento. Lo que quiere es fe. La fe que jamás vacila…
Alejandra notó que Rasputín temblaba. Le soltó las piernas y levantó la mirada. El rostro se le había puesto lívido, tenía los ojos en blanco. Un escalofrío recorrió su cuerpo. Se le aflojaron las piernas y se derrumbó.
– ¿Qué te pasa? -preguntó ella.
Rasputín no contestó.
Alejandra lo asió por la camisa y empezó a sacudirlo.
– Dime algo, starets.
Él, lentamente, fue abriendo los ojos.
– Veo multitud de cadáveres amontonados, varios grandes duques y cientos de condes. El Neva enrojecerá con su sangre.
– ¿Qué quieres decir, Padre?
– Es una visión, Mamá. He vuelto a tenerla. ¿Eres consciente de que dentro de poco moriré, entre horribles padecimientos?
¿Qué estaba diciendo?
La asió de los brazos y la acercó a él. El miedo le llenaba el rostro, pero de hecho no era a Alejandra a quien miraba. Sus ojos la dejaban atrás, muy lejos.
– Habré de dejar este mundo antes del año nuevo. Acuérdate, Mamá: Si me matan vulgares homicidas, el Zar no tendrá nada que temer. Seguirá en su trono y no habréis de preocuparos por vuestros descendientes. Reinarán por muchos siglos. Pero, Mamá, si son los boyardos quienes me matan, mi sangre manchará las manos de vuestros hijos por espacio de veinticinco años. Saldrán de Rusia. El hermano se levantará contra el hermano, y se matarán entre ellos, llevados por el odio. No habrá nobles en todo el país.
Alejandra estaba aterrorizada:
– Padre, ¿por qué hablas así?
Sus ojos regresaron de la lejanía y se concentraron en ella.
– Si es un pariente del Zar quien me mata, ningún miembro de tu familia vivirá más de dos años. A todos ellos les dará muerte el pueblo ruso. Ocúpate de tu propia salvación y explica a tus familiares que yo he pagado por ellos con mi vida.
– Padre, lo que dices carece de sentido.
– Es una visión, y la he tenido más de una vez. Oscurece la noche por el sufrimiento que nos aguarda. Yo no lo veré. Mi hora se acerca, pero, por amarga que sea, no tengo miedo.
Se puso de nuevo a temblar.
– Oh Señor Tan grande es el mal, que el hambre y la enfermedad asolarán la tierra. La Madre Rusia estará perdida.
Ella volvió a sacudirlo.
– Padre, no debes hablar así. Alexis te necesita.
La calma lo invadió.
– No temas, Mamá. Hay otra visión. Salvadora. Es la primera vez que me sobreviene. Oh, qué profecía. La veo con toda claridad.