– ¿Quién es usted? -preguntó Lord.
El hombre que estaba al lado de Akilina le contestó:
– No hay tiempo para explicaciones, señor Lord. Tenemos que salir de aquí a toda prisa.
No estaba del todo convencido.
– No sabemos cuántos más hay. No somos enemigos suyos, señor Lord. Él, sí -añadió, señalando a Párpado Gacho.
– Resulta difícil creerle, mientras me apunta con una pistola.
El hombre bajó el arma.
– Tiene razón. Ahora hay que irse. Mi colega se ocupará de este hombre mientras nosotros nos las piramos.
Lord miró a Akilina y le preguntó:
– ¿Estás con él?
Ella asintió con la cabeza.
– Tenemos que marcharnos, señor Lord.
Su mirada le cablegrafió: ¿tenemos que marcharnos?
– Creo que sí -dijo ella.
Lord decidió seguir la intuición de Akilina. La suya no había funcionado muy bien últimamente.
– De acuerdo.
El hombre se dirigió a su colega en un dialecto que Lord no supo identificar. Párpado Gacho fue conducido a la fuerza por el pasillo, en dirección a una puerta situada al otro extremo.
– Por aquí -dijo el hombre.
– ¿Por qué tiene ella que venir? -preguntó Lord, señalando a Akilina-. No está relacionada con el asunto.
– Me dijeron que la llevara.
– ¿Quién se lo dijo?
– Ya hablaremos de ello por el camino. Ahora tenemos que marcharnos.
Lord decidió no seguir discutiendo.
Sin detenerse más que a recoger un par de zapatos y un abrigo para Akilina, siguieron al hombre hasta el exterior, donde ya había caído la noche y hacía frío. La salida daba a un callejón de la parte trasera del teatro. Al fondo, Lord vio que estaban introduciendo a Párpado Gacho en la parte trasera de un Ford negro. Su guía los condujo hasta un Mercedes de color claro, abrió la puerta trasera y les indicó que subieran. A continuación entró él delante. Ya había otra persona en el asiento del conductor. Mientras abandonaban la zona empezó a caer una fina lluvia.
– ¿Quién es usted? -volvió a preguntar Lord.
El hombre no contestó. Lo que hizo fue ponerle en la mano una tarjeta de visita.
SEMYON PASHENKO
Profesor de Historia
Universidad Estatal de Moscú
Lord empezaba a comprender.
– De modo que no fue casual mi encuentro con él.
– Ni por asomo. El profesor Pashenko se dio cuenta del enorme riesgo que corrían ustedes y nos indicó que estuviéramos al tanto. Eso era lo que estaba haciendo yo en San Petersburgo. Parece ser que no lo hice muy bien.
– Pensé que estaba usted con los otros.
El hombre asintió con la cabeza.
– Lo comprendo. Pero el profesor me dijo que no entrara en contacto con usted más que si me veía forzado a ello. Lo que estaba a punto de ocurrir en el circo creo que vale, como motivo.
El coche fue sorteando el denso tráfico, con los limpiaparabrisas en funcionamiento, sin mucha eficacia. Iban en dirección sur, dejando atrás el Kremlin, hacia el parque Gorky y el río. Lord observó que el conductor no perdía de vista los coches que tenía alrededor y dio por supuesto que las muchas vueltas que estaban dando eran para despistar a cualquiera que intentara seguirlos.
– ¿Crees que estamos a salvo? -le musitó Akilina.
– Espero.
– ¿Conoces al tal Pashenko?
Lord dijo que sí con la cabeza.
– Pero eso no significa nada. Aquí no es nada fácil conocer de verdad a la gente.
Luego añadió, con una leve sonrisa:
– Mejorando lo presente, claro.
Su derrotero los había apartado de los altos bloques de edificios anónimos y rarezas neoclásicas, los cientos de apartamentos que apenas si aventajaban en algo a los trushchoba -suburbios- y donde la vida, como bien sabía Lord, era un tenso esfuerzo diario, entre el ruido y las aglomeraciones. Pero no todo el mundo vivía así, y observó que habían entrado en una zona de calles discretas, arboladas, que partían todas del concurrido bulevar. Ésta iba hacia el norte, hacia el Kremlin, uniendo dos de las vías de circunvalación.
El Mercedes se metió directamente en un solar asfaltado. Había un vigilante a la puerta, en una cabina de cristal. El edificio de tres pisos que tenían enfrente era algo insólito, porque no estaba hecho de cemento, sino de ladrillos color miel puestos uno encima de otro, una verdadera rareza para los albañiles de Moscú. Los pocos coches que había en los espacios marcados eran extranjeros y caros. El conductor apuntó el mando a distancia e hizo que se levantara la puerta del garaje. Cuando hubo entrado el Mercedes, el cierre volvió a bajarse.
Estaban en uní amplio zaguán, bajo la luz de una araña de cristal. Olía a pino, no a la horrible mezcla de barro y orina que emanaban casi todos los zaguanes -una peste a gato, en palabras de un periodista moscovita-. Una escalera tapizada conducía al apartamento del tercer piso.
Semyon Pashenko respondió a un ligero golpe en la puerta blanca y los invitó a entrar.
Lord tomó nota inmediata del suelo de parqué, las alfombras orientales, la chimenea de ladrillo y los muebles nórdicos. Todos ellos artículos de lujo, tanto en Rusia como en la Unión Soviética. Las paredes eran de un color beis relajante, interrumpido a trechos regulares por pinturas de la fauna y flora siberianas. El aire olía a col hervida con patatas.
– Qué bien vive usted, profesor.
– Regalo de mi padre. Para gran disgusto mío, era un devoto comunista y gozaba de los privilegios inherentes a su cargo. Yo heredé el usufructo, y luego pude comprar el piso cuando el gobierno empezó con las desamortizaciones. Afortunadamente, tenía los rublos necesarios.
Lord se dio la vuelta, en el centro de la habitación, y miró directamente a su huésped.
– Creo que deberíamos darle las gracias.
Pashenko alzó las manos.
– No hace falta. De hecho, somos nosotros quienes debemos estar agradecidos.
Lord se quedó sorprendido, pero no dijo nada. Pashenko se acercó a unos sillones tapizados.
– ¿Por qué no nos sentamos? La cena está calentándose en la cocina. ¿Un poco de vino, quizá?
Lord miró a Akilina, que negó con la cabeza.
– No, gracias.
Pashenko se dio cuenta de cómo iba vestida Akilina y pidió a uno de los hombres que le trajera un albornoz. Se sentaron junto a la chimenea y Lord se quitó la chaqueta.
– Yo mismo corto la leña, en mi dacha del norte de Moscú -dijo Pashenko-. Me encanta la chimenea, aunque este piso tiene calefacción central.
Otra rareza en Rusia, pensó Lord. También observó que el conductor del Mercedes ocupaba posiciones junto a una de las ventanas, para mirar de vez en cuando entre las cortinas cerradas. Al quitarse la chaqueta, dejó al descubierto una sobaquera con su correspondiente pistola en la funda.
– ¿Quién es usted, profesor? -preguntó Lord.
– Soy un ruso que está contento con el futuro.
– ¿Podríamos prescindir de las adivinanzas? Estoy cansado, han sido tres días larguísimos.
Pashenko inclinó la cabeza como pidiendo perdón.
– Por lo que sé, no tengo más remedio que estar de acuerdo. El incidente de la Plaza Roja salió en las noticias. Es curioso que no se le mencionara a usted en los informes oficiales, pero Vitaly -Pashenko se refería al hombre del día anterior en San Petersburgo- lo vio todo. La policía llegó justo a tiempo.
– ¿Estaba allí su hombre?
– Fue a San Petersburgo para asegurarse de que hiciera usted el viaje en tren con toda tranquilidad. Pero esos dos caballeros que tan bien conoce usted, a estas alturas, se metieron por medio.
– ¿Cómo me encontró su hombre?
– Los vio a usted y a la señorita Petrovna, y fue testigo de cómo saltaba usted del vagón. Otro hombre que iba con él le siguió a usted los pasos y los vio en la tienda de comestibles, hablando por teléfono.
– ¿Qué me dice de mi guardaespaldas?
– Pensábamos que podía trabajar para la mafiya. Ahora ya estamos seguros.
– ¿Puedo preguntar qué tengo yo que ver con el asunto? -dijo Akilina.
Pashenko la miró de hito en hito.
– Es usted misma quien se ha inmiscuido, cariño.
– Yo no me he inmiscuido en nada. El señor Lord se metió en mi compartimento anoche. Eso es todo.
Pashenko se incorporó en su asiento.
– A mí también me resultaba curiosa su participación. De modo que me tomé la libertad de informarme acerca de usted, hoy mismo. Tenemos muchos contactos en el gobierno.
El rostro de Akilina se puso tenso.
– No me gusta nada que invadan mi vida privada.
Pashenko lanzó una breve carcajada.
– Ésa es una noción que los rusos a duras penas concebimos, cariño. Vamos a ver. Nació usted aquí en Moscú. Sus padres se divorciaron cuando tenía doce años. Dado que ninguno de los dos cumplía con las condiciones para que le fuese concedido un apartamento nuevo, no tuvieron más remedio que seguir viviendo juntos. Por supuesto, su alojamiento era un poquito mejor de lo habitual, dados los servicios que su padre prestaba al Estado como artista de circo, pero, así y todo, era una situación estresante. Por cierto que he visto actuar varias veces a su padre. Era un acróbata maravilloso.
Ella aceptó el cumplido con un gesto.
– Su padre se relacionó con una rumana que tenía algo que ver con el circo. La mujer quedó preñada, pero regresó a su país con la criatura. Su padre trató de conseguir un visado de salida, pero las autoridades rechazaron su solicitud. Los comunistas no tenían costumbre de dejar marcharse a sus artistas. Cuando trató de fugarse sin permiso, lo detuvieron y lo enviaron a un campo de prisioneros.
»Su madre volvió a casarse, pero el matrimonio terminó rápidamente en divorcio. Como no pudo encontrar sitio para vivir, tras el segundo divorcio, todos recordamos perfectamente lo difícil que era encontrar piso, se vio obligada a volver a compartir alojamiento con su padre. En aquel momento, las autoridades ya habían decidido dejarlo salir del campo de prisioneros. De manera que allí, en un apartamentito, ambos se desesperaban, en habitaciones separadas, hasta que murieron prematuramente. Todo un éxito de nuestra república popular, ¿no le parece?
Akilina no dijo nada, pero Lord percibió el dolor que irradiaban sus ojos.
– Yo vivía con mi abuela en el campo -le dijo a Pashenko-, de modo que no tuve que asistir al tormento de mis padres. Ni siquiera hablé con ellos durante los tres últimos años. Murieron amargados, coléricos y solos.
– ¿Dónde estaba usted cuando los soviéticos se llevaron a su abuela?
Akilina movió la cabeza.
– En aquel momento ya me habían metido en una escuela especial para artistas. Me dijeron que mi abuela había muerto de vieja. Tardé en enterarme de la verdad.
– Usted, en especial, debería ser un factor catalizador del cambio. Todo ha de ser mejor de lo que tuvimos nosotros.
Lord sintió pena de la mujer que tenía al lado. Sintió el impulso de asegurarle que nada de aquello volvería a ocurrir. Pero no sería verdad. Se limitó, pues, a preguntarle al profesor:
– ¿Sabe usted qué es lo que está ocurriendo?
Una arruga de preocupación se dibujó en el rostro del viejo.
– Sí, lo sé.
Lord esperó a que se explicara:
– ¿Ha oído usted hablar alguna vez de la Asamblea Monárquica de Todas las Rusias? -le preguntó Semyon Pashenko.
Lord negó con la cabeza.
– Yo sí -dijo Akilina-. Quieren restaurar el trono de los Zares. Organizaban grandes fiestas, tras la caída de los soviéticos. Leí un artículo sobre ellos, en una revista.
El profesor asintió.
– Daban unas fiestas enormes. Unas cosas monstruosas, con personas disfrazadas de nobles, cosacos con gorra alta, hombres de mediana edad en uniforme del Ejército Blanco. Todo ello pensado para conseguir publicidad, para mantener presente al Zar en los corazones y en la mente del pueblo. Antes se les consideraba unos fanáticos. Ahora no.
– No creo yo que a ese grupo pueda atribuírsele el referéndum nacional sobre la restauración -dijo Akilina.
– No estaría yo muy seguro. En la Asamblea había más de lo que saltaba a la vista.
– ¿Podría usted ir al grano, profesor? -preguntó Lord.
Pashenko había adoptado una postura poco natural, que no comunicaba emoción alguna.
– Señor Lord, ¿se acuerda usted de la Santa Agrupación?
– Un grupo de nobles dispuestos a dar su vida por la seguridad del Zar. Ineptos y cobardes. Ninguno de ellos estaba presente cuando una bomba mató a Alejandro II en 1881.
– Más tarde, otro grupo adoptó el mismo nombre -dijo Pashenko-. Pero les aseguro que no eran ningunos ineptos. La verdad es que sobrevivieron a Lenin, a Stalin y a la segunda guerra mundial. Y el grupo sigue existiendo. Para el público, se denominan Asamblea Monárquica de Todas las Rusias. Pero también hay una sección privada, a cuyo frente estoy yo.
La mirada de Lord se fijó en Pashenko.
– Y ¿qué finalidad tiene esta Santa Agrupación?
– La seguridad del Zar.
– Pero no hay Zar desde 1918…
– Sí que lo ha habido.
– ¿De qué está usted hablando?
Pashenko se colocó ambos dedos índice en los labios.
– En la carta de Alejandra y en la nota de Lenin ha encontrado usted lo que nos faltaba. Debo confesar que hasta el otro día, cuando leí esas palabras, también yo tenía mis dudas. Pero ahora estoy seguro. Un heredero sobrevivió a Ekaterimburgo.
Lord negó con la cabeza.
– No puede usted estar hablando en serio, profesor.
– Hablo en serio. Mi grupo se constituyó poco después de julio de 1918. Un tío y un tío abuelo mío pertenecían a la Santa Agrupación. A mí me reclutaron hace decenas de años, fui ascendiendo, y ahora ocupo la jefatura. Lo que pretendemos es guardar el secreto y cumplir con sus términos en el momento adecuado. Pero las purgas comunistas se llevaron por delante a muchos de nuestros miembros. Por razones de seguridad, el Originador tomó las medidas necesarias para que nadie conociera todos los términos secretos. De modo que una gran parte del mensaje se perdió, incluido su inicio. Usted, ahora, ha vuelto a descubrir ese inicio.
– ¿Qué quiere decir?
– ¿Sigue teniendo las copias?
Lord sacó de su chaqueta los papeles plegados y se los tendió a Pashenko.
Éste los tomó.
– Aquí está, en la nota de Lenin: «En lo que respecta a Yurovsky, la situación es inquietante. No creo que los informes procedentes de Ekaterimburgo sean correctos, y la información procedente de Félix Yusúpov confirma esta impresión mía. Es lamentable que los Guardias Blancos a quienes convenciste de que hablaran no fueran más explícitos. Puede que el exceso de dolor sea contraproducente. La mención de Kolya Maks es interesante. Había oído ese nombre antes. La localidad de Starodub también ha sido traída a colación por otros Guardias Rusos igualmente persuadidos.» Los datos que habíamos perdido eran el nombre, Kolya Maks, y el pueblo, Starodub. Ahí está el punto de partida de nuestra búsqueda.
– ¿Qué búsqueda? -preguntó Lord
– La búsqueda de Alexis y Anastasia.
Lord se echó hacia atrás en su sillón. Estaba muy cansado, pero lo que ese hombre estaba diciendo le ponía el cerebro a cien por hora.
Pashenko prosiguió:
– Cuando los reales cadáveres de los Romanov fueron, por fin, exhumados, en 1991, y luego identificados, supimos con toda certeza que podía haber dos sobrevivientes de la matanza. Los restos de Alexis y Anastasia nunca se han encontrado, hasta la fecha.
– Yurovsky afirmó que los había quemado separadamente -dijo Lord.
– ¿Qué habría usted dicho si le hubieran ordenado matar a la familia imperial y se encontrase de pronto con que le faltaban dos cadáveres? Habría usted mentido, porque, si no, le habrían pegado un par de tiros, por incompetente. Yurovsky le contó a los de Moscú lo que éstos querían oír. Pero no hay suficientes documentos que hayan salido a la luz tras la caída de los soviéticos como para poner en seria duda la declaración de Yurovsky.
Pashenko tenía razón. Las declaraciones juradas que se tomaron a los Guardias Rojos y a otros partícipes confirmaban la posibilidad de que no todos hubieran muerto aquella noche de julio. Los informes iban desde grandes duquesas que morían dando alaridos, con una bayoneta clavada en el cuerpo, hasta víctimas histéricas rematadas a puñaladas o culatazos. Había numerosas contradicciones. Pero Lord recordó también el fragmento de testimonio que él mismo había encontrado y que parecía corresponder a uno de los guardias de Ekaterimburgo, con fecha de tres meses después de los asesinatos.
Pero fui consciente de lo que iba a pasar. Su suerte estaba echada, por lo que oíamos. Yurovsky se ocupó de que todos comprendiéramos bien en qué iba a consistir nuestra tarea. Al cabo de un tiempo, empecé a decirme a mí mismo que algo había que hacer para permitirles escapar.
Lord señaló los papeles.
– Hay otro documento, profesor. De uno de los guardias. No se lo enseñé antes. Puede que le interese leerlo.
Pashenko localizó el papel y lo leyó.
– Es coherente con los demás testimonios -dijo, al terminar-. Brotaron espontáneamente intensos sentimientos de simpatía por los miembros de la familia imperial. Muchos de los guardias los odiaban, les robaron todo lo que pudieron, pero hubo otros que reaccionaron de modo distinto. El Originador supo utilizar esa simpatía.
– ¿Quién es el Originador? -preguntó Akilina.
– Félix Yusúpov.
Lord quedó muy sorprendido.
– ¿El hombre que mató a Rasputín?
– El mismo.
Pashenko cambió de postura.
– Mi padre y mi tío me contaron algo que ocurrió en el Palacio Alejandro, en Tsarskoe Selo. La noticia partió del Originador y llegó a conocimiento de la Santa Agrupación. El acontecimiento tuvo por fecha el 28 de octubre de 1916.
Lord acercó los ojos a la carta que Pashenko sostenía.
– La fecha coincide con la de la carta de Alejandra a Nicolás.
– Exactamente. Alexis acababa de sufrir otro episodio de hemofilia. La emperatriz mandó a buscar a Rasputín, éste acudió y supo aliviar los padecimientos del muchacho. Luego, Alejandra se vino abajo, y el starets le echó en cara su falta de fe en Dios y en él. Fue entonces cuando Rasputín profetizó que quien se sintiera más culpable vería el error de sus propósitos, afirmando que la sangre de la familia imperial resucitaba por sí misma. También dijo que sólo un cuervo y un águila podrían tener éxito donde todo hubiera fracasado antes…
– …Y que la inocencia de las bestias guardaría el camino, señalándolo; y que sería el último arbitro del éxito -dijo Lord.
– La carta confirma lo que a mí me contaron hace tantos años. Una carta que encontró usted oculta en los archivos estatales.
– Muy bien, pero ¿qué tiene que ver todo eso con nosotros? -preguntó Lord.
– Señor Lord: usted es el cuervo.
– ¿Por ser negro?
– En parte. Es usted una rareza en este país. Pero hay algo más. -Pashenko se volvió hacia Akilina-. Esta dama tan bella. Su nombre, señora, significa «águila» en ruso antiguo.
El rostro de Akilina expresó sorpresa.
– Ahora comprenderán ustedes por qué sentimos tanta curiosidad. Sólo un cuervo y un águila pueden tener éxito donde todo haya fracasado antes. El cuervo entra en contacto con el águila. Me temo, señorita Petrovna, que está usted metida en esto, se dé usted cuenta o no. Por esa razón teníamos vigilado el circo. Estaba seguro de que ustedes dos volverían a ponerse en contacto. Que así haya sido no hace sino confirmar la profecía de Rasputín.
Lord estuvo a punto de echarse a reír.
– Rasputín era un oportunista. Un campesino corrupto que manipuló a una Zarina abrumada por el sentido de culpa. Si no hubiera sido por la hemofilia del zarevich, el gusano del starets nunca habría tenido acceso a la casa imperial.
– Lo cierto es que Alexis padecía una gravísima hemofilia y que Rasputín le proporcionaba alivio durante los ataques.
– Sabemos que la disminución del estrés emocional puede tener efecto en la pérdida de sangre. Determinado tipo de hemofilia reacciona bien a la hipnosis. El estrés afecta tanto la circulación de la sangre como la solidez de las paredes vasculares. A juzgar por todo lo que he leído, lo único que hacía Rasputín era calmar al chico. Le hablaba, le contaba cuentos de Siberia, le decía que todo acabaría bien. En esas ocasiones, Alexis solía quedarse dormido, lo cual también contribuía.
– Yo también he leído esas explicaciones. Pero sigue siendo un hecho que Rasputín tenía efecto en el zarevich. Y, al parecer, predijo su propia muerte con semanas de antelación, además de lo que ocurriría si era alguien de sangre real quien lo mataba. También profetizó una resurrección. La que puso en práctica Félix Yusúpov. La que ahora va a alcanzar su culminación, gracias, en parte, a la ayuda de ustedes dos.
Lord miró a Akilina. Su nombre y la relación establecida entre ambos podían ser pura coincidencia. Pero el caso era que esa coincidencia llevaba años gestándose. Sólo un cuervo y un águila pueden tener éxito cuando todo se viene abajo. ¿Qué era lo que estaba pasando?
– Stefan Baklanov no es digno de regir los destinos de este país -dijo Pashenko-. Es un tonto lleno de petulancia, sin capacidad alguna para gobernar. Es elegible sólo por una serie de muertes casuales. Lo manipularán con mucha facilidad, y me temo que la Comisión del Zar piensa investirlo de un poder sin límites, un regalo que la Duma no podrá sino confirmar. El pueblo quiere un Zar, no una figura decorativa.
Pashenko bajó los ojos para ponerlos en Lord.
– Señor Lord, soy consciente de que su tarea consiste en apoyar las aspiraciones de Baklanov. Pero creo firmemente que hay, en alguna parte, un heredero directo de Nicolás II. Dónde exactamente, no tengo ni idea. Sólo usted y la señorita Petrovna pueden averiguarlo.
Lord suspiró:
– Es demasiado, profesor. Esto ya es demasiado.
Una ligera sonrisa se dibujó en los labios del viejo.
– Lo comprendo. Pero antes de contarles nada más a ustedes, voy un momento a la cocina, para ocuparme de la cena. ¿Por qué no lo hablan a solas? Tienen que tomar una decisión.
– ¿Sobre qué?
Pashenko se levantó del sillón:
– Su futuro. Y el de Rusia.
20:40
Hayes se tendió de espaldas y asió la barra de hierro que había más arriba de su cabeza. Alzó las pesas, las separó de su base e hizo diez levantamientos, sudando copiosamente: sus bíceps y sus hombros acusaron dolorosamente el esfuerzo. Le encantaba que el Voljov dispusiera de gimnasio. Andaba ya cerca de los sesenta años, pero no estaba dispuesto a tolerar que el tiempo lo derrotara. Nada le impedía vivir otros cuarenta años. Y necesitaba ese tiempo. Había tanto que hacer, y sólo ahora estaba en condiciones de tener éxito. Tras la coronación de Stefan Baklanov, podría trabajar a gusto y hacer lo que quisiera. Le tenía puesto el ojo a un espléndido chalé en los Alpes austríacos, un sitio donde podía disfrutar del aire libre, la caza y la pesca, y ser dueño de su propia casa solariega. La mera idea lo embriagaba de placer. Motivación más que suficiente para seguir adelante, fuera cual fuera la tarea.
Concluyó otra sesión de levantamientos, cogió una toalla y se enjugó el sudor de la frente. A continuación abandonó la sala de ejercicios y se encaminó hacia los ascensores.
¿Dónde podía estar Lord? ¿Por qué no había llamado? Le había dicho a Orleg, antes, que bien podía ser que Lord ya no confiara en él. Pero no estaba convencido. También era posible que Lord diera por supuesto que los teléfonos del hotel estaban pinchados. Lord conocía lo suficientemente bien la paranoia rusa como para saber lo fácil que le resultaría al gobierno -o a cualquier agrupación privada- aplicar ese control. Ello podría explicar por qué no había tenido noticias de Lord desde su apresurada salida del despacho de Feliks Orleg. Pero podría haber llamado por teléfono a Atlanta, a la compañía, para que alguien concertase desde allí un encuentro entre los dos. Lo había comprobado hacía un par de horas, sin embargo, y nadie había recibido ninguna llamada.
Qué lío.
Miles Lord se estaba convirtiendo en un auténtico problema.
Salió del ascensor a un vestíbulo con las paredes forradas de madera, en el sexto piso. Había uno en cada pasillo, una zona para sentarse a leer periódicos y revistas. Dos de los sillones estaban ocupados por Brezhnev y Stalin. Hayes tenía cita con ellos y con los demás miembros de la Cancillería Secreta dentro de dos horas, en un palacete del sur de la ciudad, de modo que le sorprendió su presencia en aquel momento.
– Caballeros, ¿a qué debo el honor?
Stalin se puso en pie.
– Hay un problema que requiere acción. Tenemos que hablar, y no hemos podido localizarlo por teléfono.
– Como pueden ver, estaba haciendo un poco de ejercicio.
– ¿Podemos ir a su habitación? -preguntó Brezhnev.
Hayes fue delante de ellos y pasaron junto a la dezhurnaya, que ni siquiera apartó la mirada de la revista que estaba leyendo. Una vez dentro de la habitación, con el cierre de la puerta echado, Stalin dijo:
– El señor Lord fue localizado hace unas horas, en el circo. Nuestros hombres trataron de interceptarlo. A uno de ellos lo inutilizó Lord, del otro se ocuparon dos hombres que, aparentemente, también buscaban a Lord. Nuestro hombre tuvo que matar a su captor para escapar.
– ¿Quién interfirió?
– Ahí está el problema. Ha llegado el momento de que sepa usted ciertas cosas. -Brezhnev se inclinó hacia delante en su sillón-. Se ha estado especulando con la posibilidad de que algún miembro de la familia real sobreviviera a la pena de muerte que los soviéticos impusieron a los Romanov en 1918. Su señor Lord ha descubierto material interesante en Documentos Protegidos, pero son papeles a los que no hemos tenido acceso. Al principio pensamos que el asunto era grave, pero controlable. Ahora no es así. El hombre con que Lord se ha puesto en contacto en Moscú es Semyon Pashenko, profesor de Historia de la universidad. Pero también lidera una agrupación consagrada a la restauración del zarismo.
– ¿Qué amenaza puede representar para nuestros propósitos? -preguntó Hayes.
Brezhnev se recostó en su sillón y Hayes se dispuso a escucharlo.
Vladimir Kulikov representaba a una amplia coalición de los nuevos ricos del país, los pocos afortunados que se las habían apañado para obtener tremendas ganancias tras la caída de la Unión Soviética. Un hombre de baja estatura, muy serio, con la cara curtida como un campesino -le parecía a Hayes, que lo había pensado en más de una ocasión-, con la nariz ganchuda y el pelo corto, ralo y gris. De él se desprendía un aire de superioridad que solía poner furiosos a los demás integrantes de la Cancillería Secreta.
Los nuevos ricos no les caían especialmente bien a los militares que ocupaban el gobierno. Casi todos ellos eran antiguos miembros del Partido que disfrutaban de toda una red de relaciones; hombres listos, que habían sabido manipular el caos para sacarle provecho. Ninguno de ellos trabajaba gran cosa. Y contaban con el apoyo de muchos de los hombres de negocios norteamericanos que Hayes representaba.
– Hasta su muerte -dijo Brezhnev-, Lenin estuvo siempre muy interesado por lo ocurrido en Ekaterimburgo. A Stalin también le inquietaba grandemente el asunto. Tanto, que precintó todos los documentos de los archivos estatales en que se mencionaba a los Romanov. Luego hizo matar o encerró en campos de deportación a todo el que sabía algo. Su fanatismo es una de las razones de que resulte tan difícil averiguar algo de primera mano. A Stalin le preocupaba que hubiese un sobreviviente de los Romanov, pero veinte millones de muertes pueden provocar un caos tremendo, y quienes se le oponían nunca lograron organizarse. La agrupación de Pashenko está relacionada, de algún modo, con la posibilidad de que haya uno o más sobrevivientes de los Romanov. Cómo, no lo sabemos. Pero hace decenios que circulan rumores de que hay un Romanov escondido, hasta que llegue el momento adecuado para revelar su paradero.
– Sabemos que sólo dos de los hijos pudieron sobrevivir: Alexis y Anastasia, cuyos cadáveres nunca fueron encontrados. Ni que decir tiene que si cualquiera de los dos hubiera sobrevivido a la matanza, ahora llevaría mucho tiempo muerto, especialmente el chico, por su hemofilia. De modo que estamos hablando de hijos o nietos, si de veras los hay. En tal caso, serían Romanov en línea directa. La candidatura de Baklanov perdería todo sentido.
Hayes vio preocupación en los ojos de Stalin, pero no lograba creer lo que estaba oyendo.
– Es de todo punto imposible que esas personas sobrevivieran. Les dispararon a bocajarro, y luego los remataron a golpe de bayoneta.
Stalin recorrió las tallas del sillón de madera con la mano.
– Ya se lo dije a usted durante nuestra última reunión: a los norteamericanos les cuesta mucho comprender lo sensibles que somos los rusos al destino. Ahí va un ejemplo. Hay documentos soviéticos que yo mismo he visto donde se recogen interrogatorios del KGB sobre el asunto. Rasputín predijo que la sangre de los Romanov resucitaría. Supuestamente, dijo que un águila y un cuervo llevarían a cabo la resurrección. El señor Lord encontró un escrito que confirma esta predicción -se inclinó hacia delante-. ¿Cómo negar que el señor Lord lo tiene todo para ser el cuervo?
– ¿Por ser negro?
Stalin se encogió de hombros.
– Es una razón tan válida como cualquier otra.
No podía creer que un hombre de la reputación de Stalin estuviera tratando de convencerlo de que un labriego bribón de principios del siglo xx había predicho el retorno de la dinastía de los Romanov. Y, lo que era aún peor, que un afroamericano de Carolina del Sur tenía algo que ver con el asunto.
– Puede que no comprenda lo sensibles que son ustedes al destino, pero lo que sí entiendo, sin duda de ninguna clase, es el sentido común. Todo eso es una sarta de sandeces.
– Semyon Pashenko no lo cree así -se dio prisa Brezhnev en contestar-. Si puso hombres en el circo, fue por alguna razón, y además acertó: Lord apareció por allí. Según informaron nuestros hombres, en el tren, anoche, viajaba una artista de circo, una mujer, Akilina Petrovna. Incluso llegaron a hablar con ella y no les llamó especialmente la atención en aquel momento, pero el caso es que salió del circo con Lord y que a ambos se los llevaron los hombres de Pashenko. ¿Por qué, si todo esto no es más que invención?
Buena pregunta, reconoció Hayes, sin decirlo.
Stalin se había puesto muy serio:
– Akilina significa «águila» en ruso antiguo. Usted, que habla nuestra lengua, ¿lo sabía?
Hayes negó con la cabeza.
– Esto es grave -dijo Stalin-. Están pasando cosas que no alcanzamos a comprender. Hasta hace unos meses, antes del referéndum, nadie consideraba posible el retorno de los Zares, y mucho menos que pudiera utilizarse para obtener posiciones políticas ventajosas. Pero ahora ambas cosas son posibles. Tenemos que poner fin a lo que está ocurriendo, sea lo que sea, inmediatamente, antes de que dé origen a algo peor. Utilice el número de teléfono que le hemos proporcionado, reúna a unos cuantos hombres y encuentre al señor Lord.
– Ya está haciéndose.
– Pues haga más.
– ¿Por qué no se ocupa usted mismo?
– Porque usted tiene una libertad de movimientos de que ninguno de nosotros disfruta. Esta tarea le toca a usted. Puede incluso que el asunto rebase las fronteras nacionales.
– Orleg está buscando a Lord en este mismo momento.
– Puede que un boletín policial sobre el tiroteo de la Plaza Roja sirva para que la gente esté más atenta -dijo Brezhnev-. Mataron a un policía. La militsya estará ansiosa por encontrar a quien lo hizo. Incluso puede que resuelvan nuestro problema con un tiro bien dado.
Lord dijo:
– Lamento mucho lo que les ocurrió a tus padres.
Akilina llevaba sentada, sin moverse, con la vista baja, desde que Pashenko salió de la habitación.
– Mi padre quería estar con su hijo. Tenía intención de casarse con la madre, pero para emigrar había que conseguir permiso paterno, del padre y de la madre, una absurda norma soviética que en la práctica hacía imposible que nadie se marchara de aquí. Ni que decir tiene que mi abuela dio su consentimiento, pero mi abuelo llevaba sin aparecer desde la segunda guerra mundial.
– Así y todo, ¿era imprescindible que tu padre obtuviera el consentimiento de su padre?
Ella asintió.
– Nunca llegaron a declararlo muerto. Ninguno de los desaparecidos fue declarado muerto. Y, sin padre, ni permiso ni visado. Las consecuencias no tardaron en verse. Mi padre fue despedido del circo y no se le permitió actuar en ninguna parte, a pesar de que era lo único que sabía hacer.
– ¿Por qué llevas varios años sin ver a tus padres?
– No había forma de soportar a ninguno de los dos. Lo único que mi madre veía era que otra mujer había parido un hijo de su ex marido. Lo único que mi padre veía era una mujer que lo había dejado por otro hombre. El deber de ambos, mi padre y mi madre, consistía en aguantarlo todo, por el bien de la comunidad -ahora estaba claro el rencor de Akilina-. A mí me enviaron con mi abuela. Al principio los detestaba por haberme hecho eso, pero cuando me hice mayor no podía soportarlos cerca, a ninguno de los dos, de modo que me mantuve alejada. Murieron con pocos meses de intervalo. Una mera gripe, que degeneró en neumonía. A veces me pregunto si no sufriré yo el mismo destino. Cuando ya no sea capaz de contentar al público, ¿dónde terminaré?
Lord no supo qué decir.
– A los norteamericanos les cuesta mucho trabajo entender lo que pasaba aquí. Lo que sigue pasando, en cierto modo. No se podía vivir donde uno quería, ni hacer lo que uno quería. Todas nuestras decisiones las tomaba alguien por nosotros, ya desde los primeros pasos en la vida.
Lord sabía lo que Akilina quería decir: la raspredeleniye, la distribución. Una decisión que se tomaba a los dieciséis años sobre lo que una persona habría de hacer durante el resto de su vida. La gente con enchufe podía elegir. Quienes carecían de él habían de conformarse con lo que hubiera. Los que caían en desgracia tenían que hacer lo que se les dijera.
– Los hijos de miembros del Partido siempre eran atendidos -dijo ella-. Les daban los mejores cargos, en Moscú. Porque en Moscú era donde todo el mundo quería estar.
– Pero tú no.
– Yo lo detestaba. Aquí no había más que miseria, para mí. Pero me vi obligada a volver. El Estado necesitaba mi talento artístico.
– ¿No querías actuar?
– ¿Sabías tú a los dieciséis años a qué querías dedicarte durante el resto de tu vida?
Él le dio la razón con el silencio.
– Varios amigos míos optaron por el suicidio. Era preferible, con mucho, a pasar el resto de tu vida en el círculo polar ártico o en algún remoto pueblo de Siberia, dedicado a algo que sólo te inspiraba desprecio. En el colegio tuve una amiga que quería ser médica. Era una magnífica estudiante, pero le faltaba la obligada afiliación al Partido para entrar en la universidad. Otros, con mucho menos talento, fueron seleccionados, pasando por encima de ella. Terminó trabajando en una fábrica -miró a Lord con dureza-. Tienes suerte, tú, Miles Lord. Cuando seas viejo o te quedes incapacitado, la administración pública te ayudará. Aquí no tenemos eso. Los comunistas hablaban del Zar y de sus extravagantes caprichos, pero no tenían nada que echarle en cara.
Lord estaba empezando a comprender aún mejor la inclinación de los rusos a preferir el lejano pasado.
– En el tren te hablé de mi abuela. Era verdad lo que te dije. Se la llevaron una noche y nadie volvió a verla. Trabajaba en una tienda estatal y tenía que ver cómo vaciaban las estanterías los jefes, achacándoles el robo a otros. Al final escribió una carta a Moscú, quejándose. La despidieron, le cancelaron la pensión, le pusieron un sello de informadora en la documentación laboral. Nadie quiso contratarla. De modo que se entregó a la poesía. Su delito era poesía.
Lord ladeó la cabeza.
– ¿Qué significa eso?
– Le gustaba escribir del invierno ruso, del hambre, de los gritos de los niños. De la indiferencia del gobierno hacia la gente. El soviet local decidió que aquello ponía en peligro el orden nacional. Mi abuela se había hecho notar como persona que se alzaba por encima de la comunidad. Ése fue su delito. Podía convertirse en un punto de encuentro para la oposición, en alguien capaz de conseguir algún apoyo. De modo que la hicieron desaparecer. Quizá seamos el único país del mundo donde se ejecuta a los poetas.
– Comprendo muy bien el odio que les tienes a los comunistas, Akilina. Pero también hay que tener en cuenta la realidad. Hasta 1917, el Zar fue un gobernante inepto a quien le importaba un rábano que su policía matara a la gente. El Sábado Sangriento de 1905 hubo cientos de víctimas, por el mero hecho de protestar contra la política del Zar. Era un régimen brutal, que apelaba a la fuerza para sobrevivir. Igual que los comunistas.
– El Zar representa un vínculo con nuestro legado, algo que se remonta a cientos de años atrás. Él es la encarnación de Rusia.
Lord se echó hacia atrás en el sillón y tomó aire varias veces. Estudió atentamente el fuego de la chimenea y escuchó con la misma atención los crujidos de la leña al convertirse en llama.
– Pashenko quiere que vayamos en busca de ese supuesto heredero, que quizá este vivo, o quizá no, Akilina. Y todo porque un idiota que curaba a la gente por medio de la sugestión, hace ya casi un siglo, predijo que lo haríamos.
– Quiero hacerlo.
Lord la miró.
– ¿Por qué?
– Llevo sintiéndome rara desde que nos conocimos. Como si hubiera estado previsto que nos encontráramos. No me asusté cuando entraste en mi compartimento, y ni por un instante puse en duda mi decisión de permitirte pasar allí la noche. Algo en mi interior me dijo que lo hiciera. También sabía que volvería a verte.
Lord no era tan místico como su guapa rusa parecía serlo.
– Mi padre era predicador. Iba de pueblo en pueblo engañando a la gente. Le gustaba gritar la palabra de Dios, pero lo único que hacía era abusar de la pobreza de la gente y jugar con sus miedos. Era el hombre menos santo que he conocido. Engañaba a su mujer, a sus hijos y a Dios.
– Pero era tu padre.
– Estaba allí cuando mi madre se quedó preñada. Pero no me hizo de padre. Me tuve que educar yo solo.
Ella se llevó la mano al pecho.
– Pero sigue ahí dentro, quieras o no quieras admitirlo.
No, Lord no quería admitir semejante cosa. En cierto momento, incluso consideró la posibilidad de cambiarse el apellido. Lo único que lo detuvo fueron las lamentaciones de su madre.
– ¿Te das cuenta, Akilina, de que todo esto podría ser un montaje?
– ¿Con qué propósito? Tú llevas días preguntándote por qué quieren matarte. El profesor te ha facilitado una respuesta.
– Que busquen ellos mismos a su Romanov sobreviviente. Ya tienen los datos que yo conseguí.
– Rasputín dejó dicho que tú y yo somos los únicos que podemos lograrlo.
Él negó con la cabeza.
– ¿De veras te crees eso?
– No sé qué creer. Mi madre me dijo, cuando era pequeña, que veía muchas cosas buenas en mi futuro. Quizá tuviera razón.
No era exactamente lo que Lord habría querido que le contara, pero también en su interior había algo que lo impulsaba hacia delante. Aunque sólo fuera porque aquella búsqueda podía sacarlo de Moscú, lejos de Párpado Gacho y Cromañón. Y no podía negar que todo aquello lo tenía fascinado. Pashenko tenía razón. En los últimos días se había ido produciendo una tremenda cantidad de coincidencias. Ni por un minuto podía creer que Gregorii Rasputín hubiera sido capaz de predecir el futuro, pero lo tenía intrigado la participación de Félix Yusúpov. El Originador. Así lo llamaba Pashenko, casi con reverencia.
Repasó la historia de aquel hombre. Yusúpov era un travestido homosexual que mató a Rasputín en la falsa creencia de que el destino del país dependía de que así lo hiciera. Estaba orgullosísimo, de un modo casi perverso, de su hazaña y estuvo cincuenta años alimentándose de la luz que sobre él arrojaba aquella acción estúpida. Era otro estúpido charlatán, un fraude, peligroso y mala persona, como Rasputín y como el padre del propio Lord. Y, sin embargo, Yusúpov estuvo involucrado en algo que contradecía su egoísmo.
– Muy bien, Akilina, hagámoslo. ¿Por qué no? ¿Acaso tengo alguna otra cosa de que ocuparme?
Miró hacia la puerta de la cocina cuando notó que Pashenko regresaba al cubil.
– Acabo de recibir una mala noticia -dijo-. Uno de nuestros colegas, el que se ocupó de aquel hombre del circo, no se ha presentado en el punto de encuentro con su prisionero. Lo han encontrado muerto.
Párpado Gacho había logrado huir. Una perspectiva nada halagüeña.
– Lo siento -dijo Akilina-. Nos salvó la vida.
Pashenko no pareció inmutarse.
– Ya conocía los riesgos cuando se unió a nuestra Santa Agrupación. No es el primero que muere por la causa -tomó asiento en un sillón, con cansancio en los ojos-. Y seguramente no será el último.
– Hemos decidido hacerlo -dijo Lord.
– Eso pensé que harían. Pero no olviden que Rasputín también dijo: Ha de haber doce muertos antes de que concluya la búsqueda.
A Lord no le preocupaba gran cosa aquella profecía casi centenaria. Los místicos suelen equivocarse. Párpado Gacho y Cromañón, en cambio, eran de carne y hueso y representaban un peligro inmediato.
– ¿Es consciente, señor Lord -dijo Pashenko-, de que era a usted a quien querían matar, hace cuatro días, en la Nikolskaya Prospekt, y no a Artemy Bely? Van por usted. Personas que, si mis sospechas son ciertas, ya saben algo de lo que nosotros sabemos. Personas que quieren frenarlo a usted.
– ¿Puedo suponer que nadie más que usted sabrá a donde vamos? -dijo Lord.
– Exactamente. Y así será en todo momento. Sólo usted y yo, y la señorita Petrovna, conoceremos los detalles del punto de partida.
– Eso no es enteramente cierto. La persona para quien trabajo conoce los escritos de Alejandra. Pero no creo que logre ordenar todos los datos. Y, suponiendo que lo lograra, tampoco se lo contaría a nadie.
– ¿Tiene usted alguna razón para confiar en su jefe?
– Le enseñé este material hace un par de semanas, y nunca dijo nada. No creo que le interesara mucho, la verdad -cambió de postura-. Vale, muy bien, ahora que hemos aceptado, ¿le importaría explicarnos el más que mencionó antes?
Pashenko se irguió en su asiento. Su rostro había recuperado la expresión.
– El Originador dejó establecido que la búsqueda se efectuara siguiendo una serie de pasos, todo ellos independientes entre sí. Si durante el primer paso se presenta la persona adecuada, y dice las palabras adecuadas, se le suministrará información para el paso siguiente. El único que conocía el plan en su totalidad era Yusúpov, y, si hemos de creerle, no se lo comunicó a nadie.
»Ahora sabemos que en algún lugar de la localidad de Starodub se halla la primera pista. Lo comprobé después de nuestra conversación de hace unos días. Kolya Maks fue uno de los guardias del palacio de Nicolás que se incorporó a los bolcheviques tras la revolución. En los días en que se produjo el asesinato de los Romanov, ya era miembro del Soviet del Ural. Durante la infancia de la revolución, cuando Moscú aún no se había hecho con el control, los soviets locales gobernaban en sus respectivas zonas geográficas. Así que el Soviet del Ural tenía mucho más peso en los destinos del Zar que el propio Kremlin. La región del Ural era radicalmente antizarista. Allí lo que querían era matar a Nicolás, desde que puso el pie en Ekaterimburgo.
– Recuerdo todo eso -dijo Lord, con la mente puesta en el tratado que firmó Lenin en marzo de 1918, sacando a Rusia de la primera guerra mundial-. Lenin creyó que se había librado de los alemanes. Prácticamente mendigó la paz. Las condiciones eran tan humillantes, que uno de los generales rusos se pegó un tiro después de la ceremonia de firma. Luego, el embajador alemán fue asesinado en Moscú, el 6 de julio de 1918, y Lenin se vio obligado a asumir la posibilidad de una nueva invasión alemana. Así que se le ocurrió utilizar a los Romanov como pieza de negociación, pensando que el Káiser tendría suficiente interés en el asunto como para querer rescatarlos, sobre todo a Alejandra, que era una princesa nacida en Alemania.
– Pero los alemanes no quisieron saber nada de los Romanov -dijo Pashenko-. Fue en ese momento cuando la familia se convirtió en una auténtica responsabilidad. Y el Soviet del Ural recibió orden de ejecutarlos. Puede que Kolya Maks interviniera en el asunto. Puede incluso que asistiera a la ejecución.
– Ese hombre tiene que estar muerto, profesor -dijo Akilina-. Han pasado demasiados años.
– Sí, pero estaba en el deber de poner todos los medios para que la información se salvase. Hemos de suponer que Maks fue fiel a su juramento.
Lord se quedó perplejo.
– ¿Por qué no va usted mismo a buscar a Maks? Soy consciente de que hasta ahora no tenía usted el nombre, pero ahora que lo tiene, ¿por qué somos nosotros quienes hemos de ocuparnos?
– El Originador se aseguró de que sólo el Cuervo y el Águila pudieran recibir información. Aunque fuera yo en persona, o enviase a alguien, no se me daría la información. Tenemos que respetar la profecía de Rasputín. El starets afirmó que sólo ustedes podían tener éxito, cuando todos los demás fracasaran. Yo también debo ser fiel a mi juramento y respetar los designios del Originador.
Lord buscó en su memoria más detalles de Félix Yusúpov. Su familia era una de las más acaudaladas de Rusia, pero Félix no pudo tomar las riendas familiares hasta que su hermano murió en un duelo. Ya desde el momento de su nacimiento había defraudado a sus mayores. Su madre habría preferido una niña y, para consolarse, lo tuvo con trenzas y vestiditos hasta la edad de cinco años.
– ¿No estaba Yusúpov fascinado con Rasputín? -preguntó.
Pashenko asintió con la cabeza.
– Hay biógrafos que han llegado a sugerir una relación homosexual, que Rasputín habría rechazado, provocando así el rencor de Yusúpov. Su mujer era la sobrina favorita de Nicolás II, y estaba considerada la joven casadera más cotizada de Rusia. Félix era profundamente leal a Nicolás y se consideraba en el deber de librar al Zar de la amenazadora influencia de Rasputín. Era un convencimiento mal planteado, en el que pesaba la influencia de otros nobles a quienes disgustaba la posición del starets en la corte.
– Nunca me pareció demasiado inteligente Yusúpov. Más servidor que dirigente.
– Quizá disimulara. De hecho, estamos convencidos de que tal fue el caso. -Pashenko hizo una pausa-. Ahora que han aceptado ustedes, puedo proporcionarles más información. Mi tío abuelo y mi tío mantuvieron su parte del secreto hasta la muerte. Son las palabras que han de pronunciarse ante la persona que viene a continuación en la cadena, que, según creo ahora, es Kolya Maks, o algún sucesor suyo. Quien resista hasta el fin se salvará.
Lord pensó inmediatamente en su padre.
– Evangelio según san Mateo.
Pashenko asintió.
– Estas palabras deberían dar acceso a la segunda parte del viaje.
– ¿Es usted consciente de que todo esto puede terminar en una completa pérdida de tiempo? -preguntó Lord.
– Ya he dejado de pensar así. Alejandra y Lenin mencionan los mismos datos. Alejandra redactó su carta en 1916, y en ella describe el incidente con Rasputín que el Originador, por su lado, nos pasó a nosotros. Lenin, seis años más tarde, pone por escrito lo que se supo gracias a un Guardia Blanco sometido a tortura. Da, concretamente, el nombre de Maks. No. Hay algo en Starodub, algo que Lenin no logró desvelar. Tras su ataque cardíaco de 1922, Lenin quedó en situación de retiro, más o menos, y perdió todo su celo. En 1924 estaba muerto. Cuatro años más tarde, Stalin lo puso todo bajo sello y decretó que así continuara hasta 1991. El asunto Romanov, lo llamaba Stalin. Prohibió hasta la simple mención de la familia imperial. Como consecuencia de ello, nadie siguió nunca la ruta marcada por Yusúpov, si es que alguien percibió alguna vez que había una ruta a seguir.
– Si no me falla la memoria -dijo Lord-, Lenin nunca pensó que el Zar fuera necesariamente un elemento que pudiera concitar el acuerdo de toda la oposición. En 1918, los Romanov estaban totalmente desacreditados. «Nicolás el Sanguinario», etcétera. La campaña de desinformación que organizaron los comunistas contra los imperialistas fue bastante eficaz.
Pashenko asintió.
– Algunos escritos del Zar y la Zarina se publicaron en aquel momento. Fue idea de Lenin. Así podía enterarse la gente, de primera mano, de hasta qué punto se había vuelto indiferente a todo la familia real. Ni que decir tiene que el material publicado había sido objeto de una selección previa y, en gran medida, de bastantes retoques. La intención era también enviar un mensaje al extranjero. Lenin tenía la esperanza de que el Káiser quisiera rescatar a Alejandra. Pensó que si dejaba claro que su vida estaba en peligro tal vez Alemania aceptase la firma de un tratado de paz, o la negociación sobre el retorno de los prisioneros de guerra rusos. Pero los alemanes poseían una extensa red de espionaje por toda Rusia, y más en la región del Ural, luego cabe suponer que ya estaban al corriente de que la familia imperial había sido asesinada en julio de 1918. De hecho, Lenin estaba negociando con cadáveres.
– ¿Y eso que decía de que la Zarina y sus hijas se salvaron?
– Más desinformación soviética. Lenin no estaba seguro de cómo se valoraría en el extranjero la matanza de mujeres y niños. Moscú puso gran empeño en pintar lo ocurrido como una ejecución legítima, efectuada, además, con heroísmo. Así que los comunistas se inventaron un cuento en el que las mujeres Romanov se salvan para perecer luego en una batalla del Ejército Blanco. Lenin pensó que mediante la desinformación lograría despistar a los alemanes. Cuando al fin comprendió que a nadie le importaban un bledo los Romanov, fueran del sexo que fuesen, desistió del engaño.
– Pero la desinformación siguió adelante.
Pashenko sonrió.
– Ese mérito debe atribuirse a nuestra Santa Agrupación. Nuestros predecesores llevaron a cabo una excelente labor de cobertura. Parte del plan del Originador consistía en dejar a los soviéticos en la duda, y también a los extranjeros. No estoy seguro, pero creo que lo de Anna Anderson fue creación de Yusúpov. La hizo salir a escena para perpetuar un engaño, y todo el mundo lo aceptó con ganas.
– Hasta que las pruebas de ADN pusieron de manifiesto el fraude.
– Pero eso ha ocurrido hace poco. Yo tengo la intuición de que Yusúpov le enseñó a Anna Anderson todo lo que necesitaba saber. El resto fue producto de su extraordinaria interpretación.
– ¿Así que también hay que incluir lo de Anna Anderson en todo esto?
– Y muchas más cosas, señor Lord. Yusúpov vivió hasta 1967, y puso todo de su parte para que el plan funcionase bien. Las informaciones erróneas no sólo eran para mantener desprevenidos a los soviéticos, sino también para que los demás sobrevivientes de los Romanov no se desmandasen. Nunca pudieron estar seguros de que no se había salvado ningún heredero directo, de modo que ninguna de las facciones logró hacerse con el control de la familia. Anna Anderson interpretó magníficamente su papel, y hubo miembros de los Romanov que llegaron a jurar que ella era Anastasia. Yusúpov era muy brillante concibiendo ideas. Transcurrido un tiempo, empezaron a surgir pretendientes por todas partes. Hubo libros, películas, disputas cortesanas. El engaño adquirió vida propia.
– Todo por guardar el secreto real.
– Exacto. Tras la muerte de Yusúpov, la responsabilidad recayó en otros, yo entre ellos; pero las restricciones que los soviéticos ponían al desplazamiento de personas dificultaron el éxito. Puede que Dios nos esté alumbrando con la aparición de ustedes dos. -Pashenko reforzó a continuación el énfasis-. Me alegra que haya tomado usted la decisión de hacer esto, señor Lord. Este país necesita sus servicios.
– No sé muy bien qué servicios puedo prestar.
El anciano miró a Akilina.
– Y lo mismo te digo, cariño.
Pashenko se echó hacia atrás en su sillón.
– Ahora, unos cuantos detalles más. La profecía de Rasputín nos predice que habrá animales en el asunto. No se me ocurre cómo. También dice que Dios nos facilitará el modo de garantizar que la elección sea justa. Esto último puede ser una referencia a la prueba de ADN, que desde luego puede utilizarse para verificar la autenticidad de cualquier persona que usted localice. Ya no estamos en los tiempos de Lenin o Yusúpov. La ciencia puede ayudarnos.
La serenidad de aquella casa le había calmado los nervios, y Lord sentía que lo iba invadiendo el cansancio, hasta el punto de no dejarlo pensar. También había que tener en cuenta lo apetitoso que resultaba el olor de las coles con patatas.
– Ni que decir tiene que los hombres que los trajeron a ustedes aquí están preparándolo todo. -Pashenko se volvió hacia Akilina-. Mientras comemos, los enviaré a su apartamento para que recojan lo que usted pueda necesitar. Le recomiendo que lleve encima el pasaporte, porque no hay indicación alguna de adonde puede conducirlos su búsqueda. Por otra parte, sepa usted que tenemos contactos dentro de la organización propietaria del circo. Haré que le concedan un permiso, para no poner en peligro su carrera. Si de esto no resulta nada, al menos tendrá usted su trabajo esperándola.
– Gracias.
– ¿Qué hacemos con sus cosas, señor Lord?
– Les daré a sus hombres la llave de mi habitación. Pueden traerme la maleta. También necesito enviarle un mensaje a mi jefe, Taylor Hayes.
– No se lo recomiendo. La profecía aconseja el secreto, y estoy convencido de que debemos respetarla.
– Pero es que Taylor podría sernos de ayuda.
– No necesita usted ninguna ayuda.
Lord estaba demasiado cansado para discutir. Además, era muy posible que Pashenko tuviera razón. Cuantas menos personas conocieran su paradero, mejor. Siempre podía llamar por teléfono a Hayes más adelante.
– Aquí podrán ustedes pasar la noche sin ningún riesgo -dijo Pashenko-, y emprender su búsqueda mañana.
Sábado, 16 de octubre
16:45
Lord conducía un Lada bastante asendereado, por un trozo de carretera de dos carriles. El coche era aportación de Pashenko y vino con el depósito lleno, más cinco mil dólares al contado. Lord había pedido dólares, mejor que rublos, porque era muy cierto lo que les había dicho Pashenko la noche anterior: nadie sabía adonde podía conducirles este viaje. Seguía pensando que la aventura, en su totalidad, era una pérdida de tiempo, pero se sentía mil veces mejor en aquel momento, a seis horas de Moscú, dirección sur, atravesando los bosques del sudoeste ruso.
Llevaba unos pantalones vaqueros y un jersey: los hombres de Pashenko habían podido entrar en el hotel Voljov y recoger su maleta sin problemas. Había echado una cabezada, y la ducha y el afeitado habían hecho milagros. Akilina también tenía mucho mejor aspecto. Los hombres de Pashenko habían recogido su ropa, junto con el pasaporte y el visado de salida. Para facilitar sus muchos viajes, todos los artistas del circo poseían visado sin fecha de expiración.
No había dicho una palabra durante todo el viaje. Llevaba una camiseta de cuello vuelto, vaqueros y una chaqueta de ante color verde hoja (prendas que, según explicó, había comprado en Munich el año anterior). Los colores oscuros y la confección tradicional le sentaban muy bien. Las solapas altas acentuaban la estrechez de los hombros, confiriéndole un aspecto de Annie Hall que a Lord le encantó.
Por la ventanilla pasaban campos y bosques. El terreno era negro, en nada parecido a la arcilla roja del norte de Georgia. La zona era famosa por sus patatas. Lord recordó, divertido, aquella anécdota de Pedro el Grande en que ordenaba por decreto real que los campesinos de aquella área cultivaran tan extraña planta. Manzanas de tierra, las llamaba Pedro. Pero las patatas eran desconocidas en Rusia, y el Zar no cayó en el detalle de explicar qué parte de la planta había que recoger. Cuando, en su desesperación, los campesinos se comieron todo, menos las raíces, cayeron enfermos. Irritados y llenos de frustración, quemaron la cosecha entera. Fue sólo cuando uno de ellos probó el interior de un tubérculo, recién quemado, cuando las patatas se ganaron un sitio en sus campos y en su dieta.
Su ruta los hizo pasar por varios deprimentes emporios de fundición y de fabricación de tractores. El aire olía a una mezcla de carbón y ácido, y todo se veía sucio de hollín. Toda la zona había sido escenario bélico. Paganos tratando de rechazar a los cristianos, príncipes compitiendo por el poder, tártaros a la conquista de algún territorio. Como escribió alguien, era una zona en que la tierra rusa bebía sangre rusa.
Starodub era una localidad mucho más larga que ancha, y de sus arcadas comerciales y sus edificios de madera y ladrillo se desprendía un aire colonial. Las calles estaban flanqueadas de abedules de corteza blanca, y en el centro se alzaba, dominándolo todo, una iglesia de tres torres, todas coronadas por sendas cúpulas de bulbo y estrellas doradas que resplandecían al sol poniente. Una enfermiza sensación de podredumbre corrompía el ambiente, causada por los edificios tambaleantes que nadie reparaba, el pavimento desmigándose y los espacios verdes descuidados.
– ¿Se te ocurre algún modo de encontrar a Kolya Maks? -le preguntó Lord a Akilina, mientras circulaban lentamente por una de las calles.
Ella señaló hacia delante.
– No creo que eso sea problema.
Lord miró por el parabrisas sucio y vio un rótulo que decía KAFE SNEZHINKI. En el cartel de afuera se anunciaban las especialidades de la casa: pastel, tarta de carne y helado. El establecimiento ocupaba la planta baja de un edificio de tres pisos, de ladrillo, con los marcos de las ventanas muy alegremente tallados. En el rótulo también decía: PROPIETARIO, IOSIF MAKS.
– Qué raro -dijo Lord.
Los rusos no eran aficionados a airear sus propiedades. Echó un vistazo en torno y vio otros rótulos de tienda, pero en ninguno se especificaba el nombre del dueño. Pensó en la Nevsky Prospekt de San Petersburgo y en el barrio Arabat de Moscú. Ambas eran zonas de moda, con cientos de tiendas carísimas, dispuestas a lo largo de muchos kilómetros, en una especie de cancán comercial. Pocas de estas tiendas exhibían los precios en el escaparate, por no decir nada del nombre de los dueños.
– Debe de ser una señal de los tiempos -dijo Akilina-: el capitalismo se nos está echando encima. Incluso aquí, en la Rusia rural.
Su sonrisa indicaba que era una broma.
Lord aparcó el Lada y ambos se apearon, a la luz menguante del final del día. Desanduvieron el trayecto recorrido desde que pasaron frente al Kafe Snezhinki. El único ocupante de la calle era un perro que perseguía a una urraca en vuelo. Pocas tiendas estaban iluminadas. Los establecimientos rusos rara vez abrían en fin de semana. Como bien sabía Lord, eran restos del pasado bolchevique.
El café estaba escasamente alumbrado. En el centro había cuatro filas de mesas. Los platos del día estaban en vitrinas de cristal. Llenaba el aire un olor a café amargo. Había cuatro personas, tres en una mesa y una en otra. Nadie pareció fijarse en Akilina y Lord, aunque éste no dejó de preguntarse cuántos negros entrarían al día en ese local, para que a nadie le llamase la atención.
El hombre de detrás del mostrador era bajo y fornido, con el pelo muy abundante y del color del cobre, un bigote muy poblado y una barba a juego. Lucía todo un muestrario de manchas en el delantal y, al acercarse a él, Lord pudo comprobar que desprendía un olor a queso feta. Se secaba las manos con una toalla sucia.
– ¿Es usted Iosif Maks? -le preguntó Lord en ruso.
El hombre le respondió con una mirada de extrañeza.
– ¿De donde es usted? -le pregunto a Lord, en ruso.
Éste decidió que cuanta menos información, mejor.
– ¿Por qué le da usted importancia a eso?
– Porque ha entrado usted en mi local y se ha puesto a hacer preguntas. Hablando como un ruso.
– Entonces, ¿puedo suponer que es usted Iosif Maks?
– Suelte lo que sea.
El tono era áspero, de pocos amigos, y Lord se preguntó si sería por prejuicios o por ignorancia.
– Mire, señor Maks, no estamos aquí para crear problemas. Buscamos a un hombre llamado Kolya Maks. Seguro que lleva años muerto, pero nos gustaría saber si algún familiar suyo sigue viviendo por aquí.
El hombre lo miró con mucha atención.
– ¿Quién es usted?
– Me llamo Miles Lord. Ella es Akilina Petrovna. Venimos de Moscú buscando a Kolya Maks.
El hombre dejó la toalla a un lado y cruzó sus fornidos brazos.
– Hay muchos Maks que viven por aquí. No conozco ningún Kolya.
– Debió de vivir aquí en tiempos de Stalin. Quizá quede algún hijo, o algún nieto suyo.
– Yo soy Maks por parte de madre, y nunca he tenido nada que ver con ninguno de ellos.
– Y ¿por qué lleva usted el apellido Maks? -se apresuró a preguntar Lord.
Una expresión de desconcierto se instaló en el rostro del ruso.
– No tengo tiempo para esto. Debo atender a mis clientes.
Akilina se acercó al mostrador.
– Esto es importante, señor Maks. Necesitamos localizar a los parientes de Kolya Maks. ¿No puede usted decirnos si viven aquí?
– ¿Qué les hace a ustedes pensar que pueden vivir aquí?
Lord oyó pasos a su espalda y se dio media vuelta: había entrado en el café un policía muy alto, con el uniforme de las militsya rurales y un shlapa azul de piel. Se desabrochó la pelliza, se la quitó y tomó asiento a una de las mesas, para a continuación hacerle una seña a Maks. El dueño del local acusó recibo y se puso de inmediato a preparar un cate. Lord se situó más cerca del mostrador. El policía lo ponía nervioso. Bajó la voz para contestarle a Maks:
– Quien resista hasta el fin se salvará.
Maks giró bruscamente la cabeza.
– ¿Qué significa eso?
– Dígamelo usted.
El ruso negó con la cabeza.
– Un americano loco. ¿Están todos ustedes igual de locos?
– ¿Quién ha dicho que yo sea americano?
Maks miró a Akilina.
– ¿Por qué está usted con ese chornye?
Lord no reaccionó ante el calificativo de desprecio. Tenían que salir del café con el menor alboroto posible. Pero había algo en los ojos de Maks que contradecía sus palabras. No estaba seguro, pero quizá aquel hombre estuviera tratando de indicarle que no eran el lugar ni el momento adecuado. Decidió probar suerte.
– Nos vamos, señor Maks. ¿Puede usted sugerirnos dónde pasar la noche?
El propietario terminó de preparar el café y salió por un extremo del mostrador, para llevárselo al policía. Depositó la taza encima de la mesa y regresó.
– Prueben en el hotel Okatyabrsky. Al llegar a la esquina, tuerzan a la izquierda, y es la cuarta bocacalle en dirección al centro.
– Gracias -dijo Lord.
Pero Maks no devolvió la cortesía y se retiró detrás de su vidriera, sin pronunciar una palabra más. Akilina y Lord echaron a andar hacia la salida, pero tuvieron que pasar junto al policía, que degustaba su café humeante. Lord notó que la mirada de aquel hombre se detenía en él más de lo debido, y que luego se dirigía al mostrador, al otro lado del local. Lord vio que Iosif también lo había notado.
Encontraron el Okatyabrsky. El hotel ocupaba un edificio de cuatro plantas y las habitaciones que daban a la calle tenían todas unos balcones destartalados. El suelo del vestíbulo estaba cubierto de negra suciedad y había en el aire el típico olor a sulfuro de las cañerías mal instaladas. El tipo de detrás del mostrador, muy malhumorado, inmediatamente les contestó que no se aceptaban huéspedes extranjeros. Akilina tomó las riendas de la situación y puso en su conocimiento que Lord era su marido y que esperaba que lo tratasen con el debido respeto. Tras un poco de regateo, el hombre les alquiló una habitación a un precio por encima de lo normal, y ellos dos subieron por las escaleras que conducían al tercer piso.
Las habitaciones eran espaciosas, pero muy avejentadas, con una decoración que hacía pensar en las películas de los años cuarenta. La única concesión a la modernidad era el frigorífico que zumbaba intermitentemente en un rincón. El baño no era mucho mejor: ni tabla del váter ni papel higiénico, y Lord, cuando fue a lavarse la cara, descubrió que había agua fría y agua caliente, pero no al mismo tiempo.
– Imagino que no habrá muchos turistas que se aventuren tan al sur -dijo al salir del baño, secándose la cara.
Akilina estaba sentada al borde de la cama.
– Esto era zona prohibida durante el comunismo. Hace poco tiempo que se ha permitido la entrada de extranjeros.
– Te agradezco tu intervención ante el conserje.
– Y yo siento mucho lo que Maks dijo de ti. No tenía derecho.
– No estoy muy seguro de que lo dijese de veras.
Le explicó a continuación lo que había creído captar en los ojos del ruso.
– Creo que el policía lo ponía tan nervioso a él como a nosotros.
– ¿Por qué? Dijo no saber nada de Kolya Maks.
– Creo que nos mintió.
Ella sonrió.
– Eres un optimista, Cuervo.
– Déjate de optimismos. Estoy suponiendo que en todo esto haya una brizna de verdad.
– Espero que sí.
Lord sentía curiosidad.
– Lo que dijiste anoche es verdad. Los rusos sólo quieren acordarse de las cosas buenas del régimen zarista. Pero tenías razón: era una autocracia, represiva y cruel. Aunque… esta vez podría ser distinto -añadió Akilina; una sonrisa se tendió en sus labios-. Lo que estamos haciendo puede ser un modo de chasquear a los soviéticos, una vez más. Con lo listos que se creían. Ambos Romanov pueden haberse salvado. ¿No sería estupendo?
Sí, sería estupendo, pensó Lord.
– ¿Estás enfadado? -le preguntó Akilina.
Lo estaba.
– Creo que no debemos exhibirnos por ahí. Bajaré a comprar algo de comer en la tienda del vestíbulo. El pan y el queso tenían buena pinta. Podemos cenar tranquilamente aquí.
Ella sonrió.
– Estaría muy bien, sí.
Una vez abajo, Lord se acercó a la mujer que llevaba la pequeña tienda y eligió una hogaza de pan moreno, algo de queso, dos salchichas y dos cervezas. Pagó con un billete de cinco dólares, que ella aceptó con mucho gusto. Se dirigía de nuevo a las escaleras cuando oyó ruido de automóviles en el exterior. Por las ventanas del vestíbulo se veían luces rojas y azules girando en la oscuridad. Miró fuera y vio abrirse la puerta de tres coches de policía que acababan de detenerse.
Lord sabía adonde iban.
Subió corriendo las escaleras y se metió en la habitación.
– Coge tus cosas. La policía está abajo.
Akilina se movió de prisa. Se echó la mochila al hombro y se puso el abrigo.
Él agarró su bolsa de viaje y su abrigo.
– No les llevará mucho tiempo averiguar el número de habitación.
– ¿Adonde vamos?
Lord sabía bien que sólo podían ir en una dirección: hacia arriba, al cuarto piso.
– Vamos.
Salieron ambos y Lord cerró la puerta sin ruido.
Treparon por las escaleras de madera de roble, pobremente alumbradas. Giraron en el rellano y subieron de puntillas al último piso. Del tercer piso les llegaban ruidos de pasos. Lord pasó revista a las siete habitaciones, a la débil luz de una lámpara incandescente. Tres de ellas daban a la calle y otras tres a la trasera del edificio. La última se hallaba al final del pasillo. Todas tenían la puerta abierta, lo que quería decir que no estaban ocupadas.
De abajo llegó un ruido de puños golpeando la madera.
Lord, con un gesto, le señaló a Akilina que no hiciera ruido y le indicó que entraran en la última habitación, la del final del pasillo.
Hacia allá fue Akilina.
Según avanzaba, Lord fue cerrando con suavidad las habitaciones de ambos lados del pasillo. Luego se metió con Akilina en el último cuarto y cerró la puerta tras ellos.
De abajo llegaban más golpes.
La habitación estaba a oscuras, y Lord no se atrevió a prender la luz de la mesilla de noche. Se acercó a mirar por la ventana. A unos diez metros en vertical había un callejón con coches aparcados. Levantó la ventana y asomó la cabeza al frío del exterior. No había policías a la vista. Quizá hubieran pensado que con la sorpresa les bastaba para garantizar el éxito de su misión. A la derecha de la ventana había una cañería que les brindaba la oportunidad de bajar hasta el suelo de adoquines.
Metió la cabeza.
– Estamos atrapados.
Akilina pasó junto a él y se subió al alféizar. Lord oyó pesados pasos que subían las, escaleras. Los policías ya debían de haber comprendido que la habitación del tercer piso estaba vacía. Las puertas cerradas los retrasarían algo, pero no mucho.
Akilina se descolgó la bolsa del hombro y la arrojó por la ventana.
– Dame la tuya.
Él obedeció, pero no sin preguntarle:
– ¿Qué estás haciendo?
Ella arrojó también la bolsa de Lord.
– Mira lo que yo hago y sígueme.
Se dejó caer hacia el exterior y se agarró al reborde de la ventana. Lord la vio aferrarse a la cañería y situar el cuerpo en ángulo, con las piernas plantadas en la fachada de ladrillo y las manos en torno al hierro oxidado. Fue bajando con gran habilidad, sirviéndose de las piernas como contrapeso, agarrándose y soltándose según iba la gravedad llevándola hacia el suelo. Unos segundos después se despegó de la pared y aterrizó en el suelo.
Lord oyó que estaban abriendo las puertas del pasillo. No se sentía capaz de imitar a Akilina, pero tampoco tenía mucha elección. Al cabo de unos segundos, la habitación estaría llena de policías.
Colgándose de la ventana, se agarró a la cañería. El metal le heló las manos y la humedad lo hacía perder agarre, pero se mantuvo con todas sus fuerzas. Plantó los pies contra la pared y empezó a bajar.
Oyó golpes en la puerta de la habitación.
Se dejó caer más de prisa y pasó ante la ventana del segundo piso. Vio caer astillas cuando forzaron la puerta, que había cerrado con llave. Siguió hacia abajo, pero perdió el agarre en la primera cincha de la cañería. Empezó a caer justo cuando una cabeza se asomaba por la ventana. Preparó el cuerpo para el impacto mientras sus manos resbalaban por el áspero ladrillo y su cuerpo golpeaba con el cemento, en su caída.
Dio la voltereta en el suelo y fue a chocar con la rueda de un coche.
Al mirar hacia lo alto vio aparecer por la ventana la mano de un policía, empuñando una pistola. Ignorando el dolor que sentía en el muslo, se puso en pie, agarró a Akilina y la llevó al otro lado del coche.
Dos tiros restallaron en la noche.
Una bala rebotó en el capó. La otra hizo añicos el parabrisas.
– Vámonos. Agachada -dijo.
Aferrando las bolsas, echaron a correr por el callejón, protegiéndose tras los coches. Una ráfaga de balas les iba detrás, pero desde una ventana del cuarto piso no era muy bueno el ángulo de tiro. A su paso, las balas hacían saltar los cristales y se estrellaban contra el metal de los coches. El callejón estaba a punto de acabar, y Lord se temió que hubiera más policías aguardándolos.
Salieron del callejón.
Lord volvió la cabeza en ambas direcciones. Los escaparates de ambas aceras estaban apagados. No había alumbrado público. Se echó la bolsa a la espalda, agarró de la mano a Akilina y corrió con ella hacia el otro lado de la calle.
Apareció un coche por la esquina derecha. Los faros los cegaron. El vehículo se dirigía directamente a ellos.
Se quedaron parados en mitad de la calle.
Chirriaron los frenos y los neumáticos se agarraron al suelo húmedo.
El coche patinó por un momento y se detuvo.
Lord se dio cuenta de que no era un vehículo oficial. No llevaba luces, ni marcas de identificación. La cara que se veía detrás del parabrisas era, en cambio, reconocible.
Iosif Maks.
El ruso sacó la cabeza por la ventanilla y les dijo:
– Suban.
Subieron, y Maks aplastó el acelerador contra el suelo del coche.
– Muy oportuno -le dijo Lord, mirando por la ventanilla trasera.
El fornido ruso no apartó los ojos del camino, pero dijo:
– Kolya Maks está muerto. No obstante, su hijo los recibirá mañana.
Moscú
Domingo, 17 de octubre
07:00
Hayes desayunaba en el comedor principal del Voljov. El hotel ofrecía un exquisito buffet mañanero. Le gustaban especialmente los blinys dulces del chef, presentados con azúcar espolvoreada y fruta fresca por encima. El camarero le trajo el Izvestia y él se acomodó en su asiento para leerlo.
En un artículo de primera página se pasaba revista a las actividades de la Comisión del Zar durante la semana anterior. Tras la sesión de apertura, el miércoles, el nombre que surgió en primer lugar fue el de Stefan Baklanov: su candidatura era la que prefería el alcalde de Moscú, hombre de gran popularidad. La Cancillería Secreta consideró que utilizar a una persona respetada por el pueblo otorgaría más credibilidad a Baklanov, y la táctica, al parecer, había funcionado, porque el editorial del Izvestia hablaba de un creciente apoyo a la elección de Baklanov.
Dos clanes de Romanov sobrevivientes se apresuraron a nombrar a sus respectivos miembros de más edad, afirmando que su parentesco con Nicolás II, por matrimonio y por sangre, era más cercano. Se propusieron otros tres nombres, pero el redactor no les concedía la menor posibilidad, porque estaban demasiado alejados de los Romanov. En un recuadro de la derecha de la página se comentaba que de hecho bien podía haber muchísima gente con sangre de los Romanov en Rusia. Había laboratorios en San Petersburgo, Novosibirsk y Moscú que ofrecían por cincuenta rublos la posibilidad de analizar la sangre de los clientes y comparar sus indicadores genéticos con los de la familia imperial. Al parecer, muchas personas habían pagado el precio estipulado y se habían hecho el análisis.
El debate inicial entre los comisionados de los diferentes candidatos había sido intenso, pero a Hayes le constaba que fue sólo por dar espectáculo, porque, según sus últimas noticias, catorce de los diecisiete miembros estaban comprados. Más valía dejar que manifestasen sus desavenencias en público y que fueran poco a poco cambiando de opinión, en vez de tomar una decisión demasiado rápida.
El Izvestia finalizaba la información diciendo que el proceso de designación de candidatos se cerraría al día siguiente: para el martes estaba prevista una votación inicial que reduciría a tres su número, y luego, tras otros dos días de debate, la votación definitiva tendría lugar el jueves.
Todo quedaría resuelto el próximo viernes.
Stefan Baklanov se convertiría en Stefan I, Zar de Todas las Rusias. Los clientes de Hayes estarían felices, la Cancillería Secreta estaría satisfecha y él sería unos cuantos millones de dólares más rico.
Terminó el artículo, no sin asombrarse, una vez más, ante la inclinación de los rusos a los espectáculos públicos. Hasta tenían palabra para designarlos: pokazukha. El mejor, que él recordase, fue el de la visita de Gerald Ford en 1970, cuando añadieron pintoresquismo a la carretera del aeropuerto a base de abetos recién cortados de un bosque cercano y clavados directamente en la nieve.
El camarero le trajo los blinys humeantes y el café. Hojeó los demás periódicos, deteniéndose momentáneamente en alguna noticia suelta. Una le llamó la atención especialmente: ANASTASIA ESTA VIVA Y RESIDE CON SU HERMANO EL ZAR. Un escalofrío le recorrió la espina dorsal, hasta que se dio cuenta de que era la reseña de una obra recién estrenada en Moscú:
Inspirándose en una conspiración de tres al cuarto que encontró en una librería de segunda mano, la comediógrafa inglesa Lorna Gant llegó a interesarse en los relatos existentes en torno a la supuesta ejecución incompleta de la familia real. «Me fascinó aquella historia de Anastasia y Anna Anderson», nos dice Gant, refiriéndose a la más famosa de las supuestas Anastasias.
La obra da a entender que Anastasia y su hermano Alexis lograron eludir la muerte en Ekaterimburgo, en 1918. Sus cadáveres nunca se han encontrado, y durante décadas se ha estado especulando sobre lo que realmente pudo ocurrir. Algo muy útil para nutrir la imaginación de un autor teatral.
«La cosa hace pensar en lo de “Elvis no ha muerto y se ha ido a vivir a Alaska con Marilyn Monroe”», nos dice Gant. «Hay humor negro e ironía en el mensaje.»
Siguió leyendo y pudo comprobar que la obra era más bien una farsa, no una elaboración seria sobre la posibilidad de que hubiera Romanov supervivientes; para el crítico, aquello era una especie de cruce entre «Chéjov y Carol Burnett». El crítico, al final, no se la recomendaba a nadie.
El ruido de una silla que alguien apartaba de la mesa le hizo interrumpir la lectura.
Levantó la vista del periódico mientras Feliks Orleg tomaba asiento.
– Qué buena pinta tiene su desayuno -dijo el ruso.
– Con mucho gusto pediría lo mismo para usted, pero éste es un sitio demasiado público para que nos vean juntos.
No hacía el menor intento de ocultar su desdén.
Orleg se acercó un plato y agarró un tenedor. Hayes decidió dejarlo hacer, al muy cabrón. Orleg cubrió de sirope las finas tortitas y se las comió con buen apetito.
Hayes cerró el periódico y lo dejó encima de la mesa.
– ¿Café? -dijo, dejando muy claro su sarcasmo.
– Con un zumo me vale -masculló el ruso, con la boca llena.
Hayes dudó un momento, pero acabó llamando al camarero para pedirle un vaso de zumo de naranja. Orleg se terminó los blinys y se limpió la boca con una servilleta.
– Sabía que en este hotel sirven un desayuno estupendo, pero es que yo no puedo pagarme ni un triste aperitivo.
– Con suerte, pronto nadará usted en la abundancia.
Una sonrisa se instalo en los agrietados labios del inspector.
– De lo que puede usted estar seguro es de que no hago todo esto por disfrutar de su compañía.
– Y ¿a qué viene esta encantadora visita dominguera?
– El boletín policial sobre Lord que pusimos en circulación ha tenido éxito. Lo tenemos localizado.
A Hayes se le avivó el interés.
– Está en Starodub. Unas cinco horas al sur de aquí.
Hayes recordó inmediatamente de qué población se trataba, porque se hablaba de ella en los documentos que Lord había encontrado. Lenin la mencionaba junto con un nombre de persona: Kolya Maks. ¿Qué era lo que decía el líder soviético? La localidad de Starodub también ha sido traída a colación por otros Guardias Rusos igualmente persuadidos. Algo está ocurriendo, de eso estoy seguro…
Ahora, también él estaba seguro. Demasiadas coincidencias.
Lord, evidentemente, se había metido en algo.
En algún momento de la noche del viernes había quedado vacía la habitación de Lord en el Voljov, por misteriosas razones. Los miembros de la Cancillería Secreta estaban preocupados al respecto, sin duda alguna, y si ellos estaban preocupados, Hayes tenía buenas razones para preocuparse también. Les dijo que se haría cargo de la situación, y eso era lo que tenía intención de hacer.
– ¿Qué pasó? -preguntó.
– Lord y una mujer fueron localizados en un hotel.
Esperó más. Orleg daba la impresión de estar disfrutando del momento.
– La militsya local compensa su ignorancia a fuerza de estupidez. Registraron el hotel, pero se olvidaron de cubrir la retaguardia. Lord y la mujer huyeron por una ventana. Trataron de detenerlos a tiros, pero los perdieron.
– ¿La policía llegó a enterarse de por qué estaban allí esos dos?
– Preguntaron por un tal Kolya Maks en una fonda del pueblo.
Confirmado.
– ¿Qué órdenes ha dado usted a la policía local?
– Les he dicho que no hagan nada hasta que yo se lo diga.
– Hay que salir inmediatamente.
– Eso mismo pensé yo. Por eso estoy aquí. Y ya, de paso, he podido desayunar.
El camarero trajo el zumo de naranja.
Hayes se puso en pie.
– Bébaselo. Tengo que hacer una llamada antes de marcharnos.
Starodub, 10:00
Akilina permaneció atenta mientras Lord reducía la velocidad del coche. Una fría lluvia golpeaba el parabrisas. La noche anterior, Iosif Maks los había escondido en una casa de la zona oeste de Starodub, propiedad de otro miembro de la familia Maks, que les suministró un par de camastros para que durmieran junto a la chimenea.
Dos horas antes había venido Maks a explicarles que la policía había estado en su casa preguntando por un hombre negro y una mujer rusa vistos en su fonda hacía unas horas. Maks les dijo exactamente lo que había sucedido, casi todo ello ante los ojos del oficial de la militsya, además. Dieron la impresión de creer lo que les decía, y no habían vuelto. Afortunadamente, nadie había sido testigo de la fuga del Okatyabrsky.
Maks también les dejó un vehículo, un Mercedes cupé de color crema, lleno de golpes y recubierto de barro negro, con los asientos de cuero resquebrajados por la exposición a la intemperie. Y les indicó dónde podían encontrar al hijo de Kolya Maks.
La casa de labranza era de un solo piso, con el techo cubierto de trozos de corteza, y se alzaba sobre dobles planchas que una espesa capa de estopa aislaba del suelo. La chimenea de piedra expulsaba una espesa columna de humo gris al aire frío. En la distancia se extendía el campo abierto, y en un cobertizo se veían arados y rastrillos.
Todo aquello le recordaba a Akilina la casa que en otro tiempo ocupó su abuela, con los mismos abedules alzándose a un lado. Siempre le había parecido tristísimo el otoño. Era una estación que llegaba sin avisar, para trocarse luego, de la noche a la mañana, en invierno. Su presencia anunciaba el final de los bosques verdes y de los prados cubiertos de hierba, que también le recordaban su niñez, el pueblo de cerca de los Urales donde se había criado y la escuela donde todas iban vestidas a juego, con mandiles y cintas rojas. Entre lección y lección les hablaban de la opresión a que estuvo sometida la clase obrera durante el zarismo, de cómo Lenin lo había cambiado todo, de por qué el capitalismo era malo, y de qué esperaba la colectividad de todos y cada uno de sus miembros. El retrato de Lenin colgaba en todas las aulas, en todas las casas. Era muy malo incurrir en cualquier tipo de enfrentamiento con él. La tranquilidad consistía en saber que todo el mundo compartía las mismas ideas.
El individuo no existía.
Pero su padre fue un individualista.
Su única pretensión fue irse a vivir a Rumania con su nueva esposa y su hija. Pero el kollektiv no se lo toleró. Todo buen padre tenía que ser miembro del Partido. Obligatoriamente. Quienes no poseyeran «ideas revolucionarias» tenían que ser denunciados. Era famosa la historia de un hijo que denunciaba a su padre por vender documentos a los agricultores rebeldes. Sobre él se escribieron luego canciones y poemas, y a todos los niños se les enseñó a idealizar tal ejemplo de dedicación a la Madre Patria.
Pero ¿por qué?
¿Qué había de admirable en traicionar a la propia familia?
– Sólo había estado dos veces en la Rusia rural -dijo Lord, interrumpiendo el curso de sus pensamientos-. Ambas en circunstancias controladas. Pero esto es muy distinto. Es otro mundo.
– En tiempos del Zar, el pueblo se llamaba mir. Paz. Una buena descripción, porque eran pocos los que llegaban a salir del pueblo alguna vez. Era su mundo. El sitio donde estaba la paz.
Fuera, el humo de la fábrica de Starodub se había desvanecido; en su lugar había árboles verdes, montañas verdes, campos de heno que Akilina imaginó, en verano, con la alegría de las alondras.
Lord aparcó el coche delante de la casa.
El hombre que salió a abrir era bajo y corpulento, con el pelo rojizo y la cara redonda, sofocada como una remolacha. Akilina le echó unos setenta años, pero se movía con una agilidad sorprendente. Los escruto a ambos con unos ojos que a ella le parecieron dignos de un aduanero, pero en seguida los invitó a entrar.
Era una vivienda espaciosa, de un solo dormitorio, cocina y zona de estar muy confortable. Los muebles eran una mezcolanza de azar y necesidad. El suelo era de madera pulida y casi había perdido por completo el barniz. No había alumbrado eléctrico. En todas las habitaciones lucían lámparas de petróleo, y tenía chimenea.
– Soy Vassily Maks. Hijo de Kolya.
Habían tomado asiento en torno a una mesa de cocina. En la cocina de leña se calentaba una cacerola de lapsha -fideos caseros que a Akilina siempre le habían encantado. También había un fuerte olor a carne asada, cordero, si su olfato no la engañaba, atemperado por el rancio olor del tabaco barato. Un rincón de la habitación estaba consagrado a un icono, con sus velas alrededor. La abuela de Akilina mantuvo un rincón santo hasta el día mismo en que desapareció.
– He preparado algo de comer -dijo Maks-. Espero que tengan hambre.
– Le quedaremos muy agradecidos -dijo Lord-. Huele muy bien.
– Cocinar es uno de los pocos placeres de que aún puedo disfrutar.
Maks se puso en pie y se acercó al fogón. Revolvió la cacerola de fideos, dándoles la espalda a Akilina y Lord.
– Mi sobrino me dijo que tenían ustedes algo que contar.
Lord pareció entender:
– Quien resista hasta el fin se salvará.
El anciano dejó la cuchara en la mesa y volvió a tomar asiento.
– Nunca pensé que llegaría a oír esas palabras. Creí que eran parte de la imaginación de mi padre. ¡Y en boca de un hombre de raza negra!
Maks se dirigió a Akilina:
– Tu nombre significa águila, muchacha.
– Eso me dicen.
– Eres una criatura encantadora.
Ella sonrió.
– Espero que esta búsqueda no ponga en peligro semejante belleza.
– ¿A que peligro se refiere? -pregunto ella.
El anciano se frotó la protuberante nariz.
– Mi padre, cuando me habló de mis futuras obligaciones, también me dijo que podían costarme la vida. Nunca me lo tomé demasiado en serio… hasta el momento.
– ¿Qué es lo que sabe usted? -le preguntó Lord.
El anciano exhaló un suspiro.
– A veces pienso en lo ocurrido. Mi padre me dijo que así sería, pero no lo creí. Los estoy viendo ahora, cuando los despertaron en mitad de la noche y se los llevaron escaleras abajo. Creyeron que el Ejército Blanco estaba a punto de ocupar la ciudad y que iban a liberarlos. Yurovsky, el judío loco, les cuenta que tienen que evacuarlos, pero que primero hay que hacerles una foto para enviarla a Moscú y que se convenzan de que siguen vivos y en buena salud. Les dice a todos dónde tienen que ponerse. Pero no hay foto. Unos cuantos hombres armados invaden la habitación y alguien le dice al Zar que él y su familia van a ser ejecutados. A continuación, Yurovsky apunta con su arma.
El anciano hizo una pausa y negó con la cabeza.
– Más vale que prepare la comida. Luego les contaré a ustedes lo que ocurrió en Ekaterimburgo aquella noche de julio.
Yurovsky accionó su revólver Colt y la cabeza de Nicolás II, Zar de Todas las Rusias, se trocó en un estallido de sangre. El Zar cayó de espaldas, hacia su hijo. Alejandra empezaba a persignarse cuando los demás ejecutores abrieron fuego. Varios proyectiles hicieron impacto en la Zarina, derribándola de su asiento. Yurovsky había asignado una víctima para cada verdugo, ordenando a éstos que apuntaran al corazón, para reducir al mínimo el derramamiento de sangre. Pero una furiosa sucesión de impactos hizo saltar el cuerpo de Nicolás, cuando los otros once ejecutores decidieron tomar por blanco a quien una vez había sido su gobernante por la gracia de Dios.
Los integrantes del pelotón fueron dispuestos enfilas de tres. Los de segunda y tercera fila disparaban por encima del hombro de los de primera, tan cerca, que muchos de los situados delante sufrieron quemaduras por el calor de los cañones. Kolya Maks estaba en primera fila, y le quemaron el cuello por dos veces. Le habían ordenado que disparase contra Olga, la hija mayor, pero no pudo obligarse a hacerlo. Lo habían enviado a Ekaterimburgo a organizar la fuga de la familia imperial y llevaba allí tres días, pero los acontecimientos se habían precipitado de un modo incontrolable.
Los guardias fueron convocados al despacho de Yurovsky a primera hora de la mañana. El jefe les dijo:
– Hoy vamos a ejecutar a toda la familia real, junto con el médico y los criados que tienen a su servicio. Adviertan al destacamento, no sea que se alarmen cuando oigan tiros.
Eligieron a once hombres, Maks entre ellos. Fue un golpe de suerte que lo eligieran, pero venía fuertemente recomendado por el Soviet del Ural, como persona en quien se podía confiar plenamente a la hora de ejecutar una orden, y Yurovsky, al parecer, andaba necesitado de lealtad.
A renglón seguido, dos letones dijeron con rotundidad que ellos no abrirían fuego contra mujeres. A Maks le sorprendió que unos individuos tan brutales pudieran tener algún tipo de conciencia. Yurovsky no les puso ninguna objeción y los sustituyó por dos voluntarios que dieron un paso al frente y que, lejos de poner pegas, parecían encantados. Al final, integraban el pelotón seis lituanos y cinco rusos, más Yurovsky. Hombres muy endurecidos, con nombres como Nikulin, Ermakov, Medvedev (dos) y Pavel. Nombres que Kolya Maks nunca olvidaría.
Aparcaron un camión en el exterior y pusieron el motor al máximo, para que el ruido no dejase oír los disparos, que en seguida se convirtieron en una verdadera descarga de fusilería. El humo de las pistolas envolvía la escena en una niebla espesa, sobrecogedora. Cada vez resultaba más difícil ver algo, saber quién disparaba a quién. Maks pensó que todo el mundo había estado horas bebiendo a destajo y que allí el único que no estaba borracho era él, y quizá Yurovsky. En general, sólo recordarían haber disparado a diestro y siniestro. Él había tenido mucho cuidado con el alcohol, porque sabía que iba a necesitar la cabeza.
Maks vio que el cuerpo de Olga se encogía tras recibir otro balazo en la cabeza. Los ejecutores apuntaban al corazón de sus víctimas, pero algo raro ocurría. Los proyectiles rebotaban en el pecho de las mujeres y recorrían la habitación como exhalaciones. Uno de los lituanos masculló que Dios las protegía. Otro preguntó en voz alta si todo aquello no sería una insensatez.
Maks vio que las grandes duquesas Tatiana y María trataban de hacerse pequeñas en un rincón y ponían las manos por delante, en un intento de protegerse. Las balas impactaban en sus jóvenes cuerpos, unas rebotaban, otras penetraban. Dos hombres rompieron la formación y se aproximaron a ellas, para a continuación asestarle un tiro en la cabeza a cada una.
El ayuda de cámara, el cocinero y el médico fueron ejecutados en el sitio. Sus cuerpos cayeron como blancos en un puesto de feria. La doncella era la loca. Echó a correr como una fiera enjaulada por toda la habitación, aullando, tratando de escudarse tras una almohada. Varios de los ejecutores ajustaron el tiro y dispararon directamente contra la almohada. Las balas se acumularon en ella. Era algo espantoso. ¿Qué protección tenía aquella pobre gente? La cabeza de la doncella cedió al fin ante una bala y cesaron sus gritos.
– ¡Alto el fuego! -vociferó Yurovsky.
La habitación quedó en silencio.
– Los tiros se oirán desde la calle. Rematadlos a la bayoneta.
Los ejecutores enfundaron los revólveres y echaron mano de sus Winchester norteamericanos, avanzando todos a la vez hacia el centro de la habitación.
La doncella, sabe Dios cómo, había sobrevivido al tiro en la cabeza. Se puso en pie y echó a andar sobre los cuerpos ensangrentados, gimiendo débilmente. Se le acercaron dos de los lituanos y hundieron sus armas en la almohada que la chica seguía aferrando. Las hojas no tenían punta y no se clavaron. Ella agarró una de las bayonetas y se puso a chillar. Ambos hombres se le acercaron. Uno de ellos le dio un culatazo en la cabeza. El lastimero grito que siguió hizo pensar a Maks en un animal herido. Hubo a continuación más culatazos y los gritos cesaron. Maks perdió la cuenta de las veces que aquellos hombres le hincaron las bayonetas en el cuerpo, como tratando de expulsarse los demonios de dentro.
Maks se aproximó al Zar. La sangre le fluía, espesa, por los faldones de la camisa y por el pantalón. Los demás concentraban sus bayonetas en la doncella y en una de las grandes duquesas. Un humo acre llenaba la estancia y le dificultaba la respiración. Yurovsky examinaba a la Zarina.
Maks se agachó y dio la vuelta al cuerpo del Zar. Debajo estaba el zarevich, con el mismo uniforme militar de su padre, camisa, pantalón, botas y gorra que muchas veces les había visto puestos. Sabía que a ambos les gustaba vestirse igual.
El chico abrió los ojos. La mirada era de terror. Maks le tapó inmediatamente la boca con una mano. Luego se llevó un dedo a los labios.
– Quieto. Haceos el muerto.
Los ojos del chico se cerraron.
Maks se incorporó y luego hizo fuego con su pistola, apuntando a escasos centímetros de la cabeza del zarevich. La bala se incrustó en el suelo y el cuerpo de Alexis sufrió una sacudida. Maks volvió a disparar, esta vez al otro lado, esperando que nadie observara el sobresalto del chico, pero todos parecían absorbidos en sus respectivas carnicerías. Once víctimas, doce verdugos, muy poco espacio, muy poco tiempo.
– ¿Seguía vivo el zarevich? -le preguntó Yurovsky, entre el humo.
– Ya no -respondió Maks.
La respuesta pareció satisfacer al jefe.
Maks volvió a situar el ensangrentado cuerpo de Nicolás II encima de su hijo. Pudo ver que uno de los lituanos se aproximaba a la hija más joven, Anastasia, que había caído en la tanda inicial y estaba postrada en el suelo, en un charco de sangre que iba adensándose. La muchacha gemía y Maks se preguntó si alguna de las balas habría dado en el blanco. El lituano estaba levantando su fusil para rematarla, cuando Maks lo detuvo.
– Déjame a mí-dijo-. No he tenido el placer.
El hombre, sonriendo, se apartó. Maks miró a la chica. El pecho se le hinchaba en el penoso esfuerzo de respirar y de su ropa manaba sangre, pero resultaba difícil saber si era de ella o del cuerpo de su hermana, que estaba al lado.
Que Dios lo perdonara.
Acercó la culata del fusil a la cabeza de la muchacha y la situó en un ángulo que bastase para hacerla perder el sentido, sin quitarle la vida.
– Yo la remato -dijo Maks, dando vuelta al fusil para utilizar la bayoneta.
Afortunadamente, el lituano pasó a ocuparse de otro cuerpo, sin discutir nada.
– ¡Alto! - vociferó Yurovsky.
La habitación quedó en una extraña quietud. Cesó el destrozo de carne humana. Cesaron los disparos. Cesaron los ayes. Quedaron doce siluetas de hombre en el humo denso, y la lámpara eléctrica que colgaba del techo parecía el sol en una tempestad.
– Abrid las ventanas para que se disperse el humo - dijo Yurovsky -. No se ve ni puñetas. Luego tenéis que comprobarles el pulso a todos e informarme.
Maks se dirigió directamente a Anastasia. Tenía pulso, ligero y débil.
– ¡Gran duquesa Anastasia! -gritó -. ¡Muerta!
Otros guardias informaron de otras muertes. Maks se acercó al zarevich y apartó a Nicolás. Le encontró el pulso al muchacho. Latía con fuerza. Puso en duda que le hubiera acertado algún disparo.
– ¡Zarevich! ¡Muerto!
– ¡Hasta nunca, hijoputa! -dijo uno de los lituanos.
– Tenemos que deshacernos rápidamente de los cadáveres -dijo Yurovsky-. La habitación tiene que estar limpia antes de que amanezca.
El jefe se plantó ante uno de los rusos.
– Ve al piso de arriba y tráete unas sábanas -le dijo; y, tras darle la espalda, prosiguió-: Empezad a sacar los cuerpos.
Maks vio que un lituano agarraba a una de las grandes duquesas. No supo bien cuál de ellas.
– Mirad - dijo aquel hombre.
La atención de todos se concentró en el cuerpo ensangrentado de la muchacha. Maks se acercó, como hicieron los demás. Acudió Yurovsky. Un diamante resplandecía por entre los jirones del corsé. El jefe se inclinó y llevó los dedos a la joya. Luego, agarró una bayoneta e hizo una incisión en el corsé, para luego apartar la prenda del torso. Cayeron más joyas, que quedaron varadas en la sangre del suelo.
– Las joyas las protegían de las balas -dijo Yurovsky-. Estas hijas de puta se las habían cosido a la ropa.
Varios de los hombres, percatándose de que una verdadera fortuna yacía a sus pies, hicieron amago de acercarse a las mujeres.
– ¡No! -gritó Yurovsky-. Luego. Pero tenéis que hacerme entrega de todo lo que se encuentre. Es propiedad del Estado. Al que se quede con un solo botón le pego un tiro. ¿Está claro?
Nadie dijo una palabra.
Llegó el ruso con las sábanas. Maks sabía que Yurovsky tenía prisa en extraer los cadáveres de la casa. Acababa de dejarlo muy claro. Sólo faltaban unas horas para que amaneciese, y el Ejército Blanco estaba en las afueras de la ciudad, acercándose a toda prisa.
El primer cadáver que envolvieron fue el del Zar. Lo llevaron al camión que aguardaba fuera.
Una de las grandes duquesas fue arrojada a una camilla. De pronto, la chica se incorporó y se puso a gritar. El horror se apoderó de todos. Se habría dicho que el cielo se les enfrentaba. Ahora estaban abiertas las puertas y las ventanas de la casa, de modo que no cabía utilizar las armas de fuego. Yurovsky cogió uno de los rifles, se apoyó la culata en la palma de la mano y hundió la bayoneta en el cuerpo de la chica. La hoja apenas penetró. Yurovsky le dio la vuelta al fusil y lo utilizó por la culata. Maks oyó el ruido del cráneo al quebrarse. A continuación, el jefe hundió la bayoneta en el cuello de la chica y hurgó en la herida. Hubo un gorgoteo y por el desgarrón manó la sangre. Luego cesó todo movimiento.
– Sacad a estas brujas de aquí -masculló Yurovsky-. Están poseídas.
Maks se acercó a Anastasia y la envolvió en una de las sábanas. Un estrépito llegó del zaguán. Había vuelto a la vida otra de las grandes duquesas, y Maks vio con el rabillo del ojo que varios hombres se ensañaban con ella, a culatazos y cuchilladas. Aprovechó la distracción para trasladar al zarevich, que aún yacía sobre la sangre de sus padres.
Se agachó para acercarle los labios:
– Pequeño.
El chico abrió los ojos.
– No hagáis ruido alguno. Tengo que llevaros al camión. ¿Comprendido?
Una leve seña de asentimiento.
– No hagáis ningún ruido, no os mováis, si no queréis que os hagan pedazos.
Envolvió al chico en la sábana y los sacó a ambos, Anastasia y él, a la calle, llevando a cada uno en un hombro. Tenía la esperanza de que la gran duquesa no despertara de su desmayo. También de que nadie le tomara el pulso. Una vez fuera, pudo comprobar que a los guardas les interesaba mucho más lo que iban encontrando en los cadáveres. Relojes, anillos, brazaletes, pitilleras y joyas.
– Repito -dijo Yurovsky-. O lo devolvéis todo, u os pego un tiro. Abajo había un reloj que ha desaparecido. Voy a buscar el último cuerpo. Cuando vuelva, el reloj tiene que haber aparecido.
Nadie puso en duda lo que ocurriría, en caso contrario, y uno de los lituanos se sacó el reloj del bolsillo y lo arrojó a la pila que formaba el resto del botín.
Yurovsky volvió con el último cadáver. Lo arrojaron a la trasera del camión. El jefe traía una gorra militar en la mano.
– Es la del Zar -dijo, encasquetándosela a uno de los ejecutores-. Te queda estupendamente.
Los demás se echaron a reír.
– Les costó trabajo morirse -dijo uno de los lituanos.
– No es fácil matar a la gente -contestó Yurovsky, con la mirada puesta en el camión.
Tendieron una lona sobre la trasera del camión, ocultando los cuerpos, tras haberles colocado debajo unas cuantas sábanas que empaparan la sangre. Yurovsky designó a cuatro de sus hombres para que fueran con el camión; luego se acercó él a la cabina y se subió. Los restantes miembros del pelotón de ejecución se fueron dispersando, cada uno a su puesto asignado. Maks no estuvo entre los elegidos para subir a la trasera del camión, de manera que se acercó a la ventanilla del lado del pasajero.
– Camarada Yurovsky, ¿puedo ir también? Me gustaría contribuir a que todo esto terminara.
Yurovsky giró el corto cuello. De noche parecía aún más oscuro. Barba negra. Pelo negro. Chaqueta negra de cuero. Lo único que Maks alcanzaba a verle era el blanco de los ojos, tras una mirada escalofriante.
– ¿Por qué no? Sube con los otros.
El camión salió de la casa de Ipatiev por la puerta del patio delantero. Uno de los otros hombres cantó la hora: las tres de la madrugada. Tendrían que darse prisa. Alguien sacó dos botellas de vodka y las puso en circulación entre los hombres que iban en la trasera del camión, con los cadáveres. Maks sólo tomó unos pequeños tragos.
Lo habían enviado a Ekaterimburgo a organizar la fuga. Entre los generales del Estado Mayor del Zar los había que se tomaban en serio su juramento de fidelidad a la Corona. Llevaban meses circulando rumores de que la suerte de la familia imperial estaba echada. Pero hasta el último día no había comprendido Maks la frase en todo su alcance.
Puso la mirada en el montón de cadáveres que había bajo la lona. Había colocado al chico y a su hermana casi en lo alto del todo, debajo de su madre. Se preguntó si el zarevich lo habría reconocido. Quizá fuera por eso por lo que se había quedado quieto.
El camión pasó junto al hipódromo de las afueras de la ciudad. Dejó atrás ciénagas, pozos, minas abandonadas. Más allá de la fábrica del Alto Isetsk, una vez cruzada la vía del tren, la carretera se adentraba en un espeso bosque. Tres kilómetros más tarde volvió a verse la vía del tren. Las únicas construcciones a la vista eran las casetas atendidas por los ferroviarios, que a aquella hora dormían todos.
Maks se dio cuenta de que la carretera se convertía en barro. El camión patinó un poco cuando las ruedas entraron en contacto con la tierra resbaladiza. Las ruedas traseras se atascaron en un hoyo, girando libremente, y el conductor intentó, en vano, seguir adelante. Nubes de vapor empezaron a salir del capó. El conductor apagó el motor, antes de que se recalentara, y Yurovsky se bajó de la cabina, señaló la caseta ferroviaria que acabábamos de dejar atrás y le dijo al conductor:
– Ve a despertar al encargado y que nos traiga agua.
Se dirigió a la trasera del camión.
– Buscad madera para sacar las ruedas de esta mierda. Yo seguiré andando, para encontrarme con Ermakov y su gente.
Dos de los soldados estaban ya fuera de juego, por la borrachera. Otros dos saltaron de la trasera del camión y desaparecieron en la oscuridad. Maks se hizo el borracho y se quedó quieto donde estaba.
Vio que el conductor deshacía lo andado hasta llegar a la caseta, cuya puerta aporreó. Se vio parpadear una luz y la puerta se abrió. Maks oyó que el conductor le explicaba al ferroviario que necesitaban agua. Hubo discusión, y Maks oyó a los dos guardas gritar que habían encontrado madera.
Tenía que ser en ese mismo momento.
Se arrastró hasta la lona y la fue levantando lentamente. El olor le revolvió el estómago. Apartó el cuerpo de la Zarina y agarró el bulto en cuyo interior estaba el zarevich.
– Soy yo, Pequeño. Estaos callado y quieto. El chico dijo algo que Maks no logró entender.
Bajó el cuerpo de la trasera del camión y lo depositó en el bosque, a unos metros del camino.
– No os mováis - repitió.
Regresó a toda prisa y cogió en brazos el bulto que contenía a Anastasia. La puso en el suelo del camión para volver a colocar la lona en su sitio. Luego la llevó al bosque y la depositó junto a su hermano. Tras haber aflojado las sábanas que los amortajaban, les tomó el pulso a ambos. Débil, pero ahí estaba.
Alexis lo miró.
– Sé que es horrible, pero tenéis que permanecer aquí. Cuidad de vuestra hermana. No os mováis. Yo volveré, pero no sé cuándo. ¿Comprendéis?
El chico dijo que sí con la cabeza.
– ¿Os acordáis de mí, verdad?
El chico volvió a asentir.
– Pues tened confianza en mí, Pequeño.
El joven se aferró a él en un abrazo desesperado, que le desgarró el corazón.
– Dormid ahora. Volveré cuanto antes.
Maks volvió al camión y subió a la trasera. En seguida volvió a situarse como estaba antes, boca abajo junto a los dos guardas borrachos. Oyó pisadas acercándose en la oscuridad. Lanzando un quejido, empezó a incorporarse.
– Levántate, Kolya. Tienes que ayudarnos -dijo uno de los hombres, al acercarse. -Hemos encontrado leña en la caseta.
Se bajó del camión y ayudó a los otros dos a transportar los troncos por el embarrado camino. El conductor regreso con un cubo de agua para el motor.
Yurovsky apareció unos minutos más tarde.
– Ermakov y su gente están ahí cerca.
El motor volvió a ponerse en marcha, no sin esfuerzo, y las cuñas de madera hicieron posible que las ruedas saliesen del agujero de lodo. A bastante menos de un kilómetro más adelante se encontraron con un grupo que los aguardaba, con antorchas en la mano. A juzgar por sus gritos, era evidente que casi todos estaban borrachos. A la luz de los faros, Maks reconoció a Piotr Ermakov. Yurovsky sólo había recibido orden de cumplir la sentencia. Deshacerse de los cadáveres era responsabilidad del camarada Ermakov. Era un obrero de la planta del Alto Isetsk a quien le gustaba tanto matar que lo llamaban camarada Máuser.
– ¿Por qué no nos los trajisteis vivos? -gritó alguien.
Maks sabía lo que seguramente les habría prometido Ermakov a sus hombres. Sed buenos soviéticos y haced lo que se os diga y os dejaremos hacer lo que queráis con las mujeres, con el papá Zar mirando. La probabilidad de ejercer la lujuria con cuatro vírgenes tenía que haber sido suficiente incentivo para que hiciesen los preparativos necesarios.
Un numeroso grupo se congregó junto a la trasera del camión, mirando la lona, con las antorchas crepitando en la oscuridad. Uno de ellos apartó la cubierta.
– Mierda. Qué peste -exclamó alguno.
– El hedor de la monarquía -añadió otro.
– Trasladad los cadáveres a las carretas -ordenó Yurovsky.
Uno de ellos, en tono de protesta, dijo que se negaba a tocar semejantes porquerías, y Ermakov se subió a la trasera del camión.
– Sacad esos jodidos cadáveres del camión. Sólo queda un par de horas para que amanezca, y hay mucho que hacer.
Maks comprendió que Ermakov no era hombre a quien fuese prudente desafiar. Los hombres empezaron a trasladar los ensangrentados bultos de los cadáveres, dejándolos en droshkis. Sólo había cuatro carretas de madera, y Maks esperaba que nadie contase los cuerpos. El único que conocía su número exacto era Yurovsky, pero el jefe fue a situarse, junto a Ermakov, delante del camión. Los demás hombres que habían participado en la matanza de casa de Ipatiev estaban demasiado borrachos o demasiado cansados para ocuparse de si había nueve o había once cadáveres.
Fueron quitándoles las sábanas según arrojaban los cuerpos a una droshki. Maks vio que varios hombres se ponían a registrar los bolsillos de la ensangrentada ropa. Uno de los componentes del pelotón de ejecución les habló a los demás de lo que antes habían descubierto.
Hizo aparición Yurovsky y se pudo oír un tiro.
– Nada de eso. Los desnudaremos en donde vayamos a enterrarlos. Tendréis que entregar todo lo que aparezca, si no queréis que os deje secos en el sitio.
Nadie le plantó cara.
Como sólo había cuatro carretas, se tomó la decisión de que el camión seguiría adelante todo lo que fuera posible, con los demás cuerpos, y que los carros lo seguirían. Maks se encaramó al borde de la trasera y observó el lento desplazamiento de los carros siguiendo al camión. Le constaba que en un momento determinado tendrían que parar, salir de la carretera y circular por el bosque. Poco antes había oído que el lugar de enterramiento elegido eran los pozos de una mina abandonada. Alguien dijo que el sitio se llamaba Los Cuatro Hermanos.
Veinte minutos habían pasado cuando el camión se inclinó hacia delante. Luego resbalaron las ruedas hasta detenerse, y Yurovsky saltó de la cabina. Caminó hacia donde se hallaba Ermakov, delante de uno de los carros. El jefe agarró a Ermakov y le puso una pistola en el cuello.
– ¡Esto es una puta mierda! -dijo Yurovsky-. El tipo del camión me dice que no localiza el camino de la mina. Todos estuvisteis aquí ayer. ¿De veras que no te acuerdas? ¿Acaso esperas que me canse y os deje aquí con todos los cuerpos, para saquearlos? Pues no va a ser así. O encuentras el camino, o te mato. Y te aseguro que el Comité del Ural apoyará mi decisión.
Dos de los miembros del pelotón de ejecución se pusieron en pie de un salto y se les oyó amartillar los fusiles. Maks los imitó.
– De acuerdo, camarada -dijo Ermakov, muy tranquilo-. No hace falta ponerse así. Yo mismo os guiaré.
Lord vio lágrimas en los ojos de Vassily Maks. Le habría gustado saber cuántas veces se había desarrollado aquel relato en la memoria del anciano.
– Mi padre sirvió en la guardia personal de Nicolás. Estaba destinado en Tsarskoe Selo, el Palacio Alejandro, donde vivía la familia imperial entera. Los niños conocían su cara. Especialmente Alexis.
– ¿Cómo fue que estuviera en Ekaterimburgo? -preguntó Akilina.
– Se lo propuso Félix Yusúpov. Hacía falta gente que pudiera infiltrarse en Ekaterimburgo. Los guardas de palacio eran los preferidos de los bolcheviques. Eran buena propaganda para legitimar la revolución: los hombres en quienes más confiaba Nicolás II se volvían contra él. Muchos lo hicieron, personas de carácter débil, que temían por su propio pellejo; pero se pudo reclutar a unos cuantos para hacer de espías, como mi padre. Él conocía a muchos de los líderes revolucionarios, y a éstos les encantaba que formara parte del movimiento. Fue mera suerte que llegara a Ekaterimburgo a tiempo. Y más suerte aún que Yurovsky lo designara para formar parte del pelotón de ejecución.
Estaban en torno a la mesa de la cocina, con el almuerzo ya terminado.
– Da la impresión de que tu padre era un hombre muy valiente -dijo Lord.
– Valientísimo. Hizo un juramento que lo ligaba al Zar, y lo cumplió hasta el final.
Lord quería saber más de Alexis y Anastasia.
– ¿Se salvaron? -preguntó-. ¿Qué ocurrió?
Una fina sonrisa se formó en los labios del anciano.
– Algo maravilloso. Pero, antes, algo espantoso.
La caravana se adentró en el bosque. El camino no era más que una rodera trazada en el barro, la marcha era muy lenta. Cuando el camión se quedó atascado entre dos árboles, Yurovsky decidió abandonarlo y seguir hasta la mina con los droshkis. Los cuerpos que quedaban en la trasera del camión fueron cargados en parihuelas hechas con la lona. La mina de los Cuatro Hermanos sólo estaba ya a unos cien pasos, y Maks ayudó a transportar la parihuela en que iba el cuerpo del Zar.
– Dejadlos en el suelo -ordenó Yurovsky cuando llegaron al claro del bosque.
– Creí que era yo el encargado -dijo Ermakov.
– En efecto: eras -le aclaró el jefe.
Prendieron una hoguera. Desnudaron todos los cuerpos y quemaron la ropa. Con unos treinta hombres borrachos, la escena era caótica. Pero Maks dio gracias a Dios por la confusión, porque así no se notó la falta de dos de las víctimas.
– ¡Diamantes! -gritó uno de los hombres.
La palabra atrajo a los demás.
– Kolya. Ven conmigo -dijo Yurovsky, abriéndose paso a codazos entre los congregados.
Había dos hombres agachados sobre un cadáver de mujer. Uno de los hombres de Ermakov había descubierto otro corsé lleno de joyas. Yurovsky, sin soltar el Colt, le arrancó de la mano el diamante.
– No habrá saqueo. Al primero que se atreva le pego un tiro. Si me matáis a mí, el comité se ocupará de vosotros. Ahora haced lo que os digo y desnudad los cuerpos. Dadme a mí todo lo que encontréis.
– ¿Para que te lo quedes tú? -preguntó una voz.
– Estas cosas no nos pertenecen, ni a vosotros ni a mí, sino al Estado. Se hará entrega de todas ellas al Comité del Ural. Ésa es la orden que tengo.
Que te den por el culo, judío de mierda -dijo una voz.
A la luz vacilante de la hoguera, Maks vio cólera en los ojos de Yurovsky. Conocía lo suficiente a aquel hosco individuo como para saber que no le gustaba nada que le recordasen el origen. Su padre era vidriero, su madre costurera, y tuvieron dos hijos. Yurovsky se crió en la pobreza, con todas las dificultades, y pasó a ser un fiel miembro del Partido tras el fallido intento de revolución de 1905. Fue desterrado a Ekaterimburgo por sus actividades revolucionarias, pero, tras la revuelta de febrero del año anterior, lo eligieron para el Comité del Ural, y desde entonces no había dejado pasar un solo día sin dar muestras de su entrega al Partido. Había dejado de ser judío. Ahora era un leal comunista. Un hombre que obedecía órdenes y en quien se podía confiar para que las ejecutara.
El amanecer iba extendiéndose sobre los álamos del entorno.
– Largaos todos -dijo Yurovsky en voz muy alta-, menos los que vinieron conmigo.
– No puedes hacer eso -vociferó Ermakov.
– Si no os marcháis, haré que os maten a tiros.
A un lado se oyó el ruido seco de los fusiles, cuando los cuatro hombres de Yurovsky se los echaron a la cara, obedeciendo una vez más a su jefe. Los demás hombres parecieron comprender que habría sido una estupidez resistirse. No era imposible que lograran imponerse a esos pocos leales a Yurovsky, pero el Comité del Ural no permitiría que semejante transgresión quedara impune. Maks no se sorprendió al ver que todos ellos desaparecían por el camino abajo.
Cuando se hubieron marchado, Yurovsky se encajó el revólver en el cinturón.
– Terminad de desnudar los cadáveres.
Maks y dos hombres dieron conclusión a la tarea, mientras otros dos se mantenían alerta. Resultaba ya muy difícil saber quién era quién, excepción hecha de la Zarina, que, por su tamaño y por su edad, se distinguía hasta en la muerte. Maks sintió náuseas por aquellas personas a quienes una vez había servido.
Aparecieron otros dos corsés llenos de joyas. El descubrimiento más curioso vino de la Zarina: todo un cinturón de perlas cosido a su ropa interior.
– No hay más que nueve cuerpos -dijo de pronto Yurovsky-. Falta el zarevich y una de las mujeres.
Nadie dijo una palabra.
– Hijos de la gran puta -dijo el jefe-. Deben de haber escondido sus cadáveres por el camino, a ver si luego les encuentran algo de valor. Seguro que los están registrando en este momento.
Maks lanzó un silencioso suspiro de alivio.
– ¿Qué hacemos? -preguntó uno de los guardias.
Yurovsky no dudó:
– Nada. Diremos que la mina se hundió y que a dos de ellos los quemamos. Trataremos de encontrarlos a la vuelta. ¿Lo habéis entendido bien todos?
Maks comprendió que ninguno de los allí presentes, y, menos que nadie, Yurovsky, querían poner en conocimiento de sus superiores que faltaban dos cadáveres. No habría explicación que les pudiera evitar la cólera del comité. Un silencio colectivo vino a confirmar que todos habían entendido muy bien.
Siguieron arrojando ropa ensangrentada al fuego. Luego, los nueve cuerpos desnudos fueron colocados boca abajo junto a un negro pozo. Maks observó que los corsés habían dejado una hilera de marcas en la carne muerta. Las grandes duquesas también llevaban amuletos al cuello, con el retrato de Rasputín y, cosida a él, una oración. Arrancaron todo de los cuerpos y lo añadieron a la pila de pertenencias. Maks recordó la belleza que cada una de aquellas mujeres había irradiado en vida y le entristeció que ninguna de ellas la conservara tras la muerte.
Uno de los hombres se inclinó a toquetear los pechos de Alejandra.
Un par de ellos más imitaron su comportamiento.
– Ahora que le he tocado las tetas a la emperatriz, puedo descansar en paz -proclamó uno de ellos, y los demás le hicieron un coro de carcajadas.
Maks se dio media vuelta y miró el crepitar de las llamas, mientras ardían los últimos restos de ropa.
– Tirad los cuerpos al pozo -dijo Yurovsky.
Cada hombre arrastro uno de los cuerpos hasta el borde y lo dejó caer. Pasaron varios segundos de silencio hasta que se oyó el ruido del agua, a mucha profundidad.
En menos de un minuto los habían despachado a todos.
Vassily Maks hizo una pausa, tomó aliento repetidas veces y bebió un sorbo de vodka.
– Yurovsky, luego, se sentó en el tocón de un árbol y desayunó huevos cocidos. Los habían traído el día anterior las monjitas del monasterio, para el zarevich, y Yurovsky les había dado instrucciones de que los envolvieran bien. Sabía exactamente lo que iba a suceder. Tras llenar el estómago, arrojó unas granadas al pozo, para que la mina se derrumbara.
– Dijo usted que también sucedió algo maravilloso.
El anciano saboreó otro trago de vodka.
– Sí que lo dije.
Maks abandonó el lugar de enterramiento, con los demás hombres, a eso de las diez de la mañana. Quedó un guarda a cargo de la vigilancia y Yurovsky se fue a presentar su informe sobre las actividades de la noche previa ante el Comité del Ural. Afortunadamente, el jefe no dio orden de que se buscaran los otros dos cuerpos, tras haberles dicho a sus hombres lo que había que decir, que los habían quemado por separado.
Las órdenes eran volver andando a la población y no llamar la atención de nadie. A Maks le pareció extraña semejante orden, con la cantidad de personas que habían tomado parte en los hechos. No cabía pensar que el lugar de enterramiento permaneciese en secreto, sobre todo teniendo en cuenta los rencores existentes y, también, la posibilidad de encontrar objetos de valor. Yurovsky había dicho, concretamente, que no hablasen con nadie de lo ocurrido y que se presentaran por la tarde en la casa de Ipatiev, para ponerse a las órdenes de sus jefes.
Maks dejó que los otros cuatro fueran por delante, diciéndoles que pensaba volver al pueblo por otro camino, para aclararse la cabeza en soledad. Se oían cañones en la distancia. Sus compañeros le advirtieron que el Ejército Blanco estaba a pocos kilómetros de Ekaterimburgo, pero respondió que más les valía a los Blancos no tropezarse con él.
Apartándose de sus compañeros, anduvo dando vueltas durante media hora antes de tomar por el camino que había seguido el camión la noche anterior. Ahora, a la luz del día, observó que el bosque era muy espeso y que había mucha maleza. Encontró la caseta de ferrocarril, pero no se acercó a ella. Lo que hizo fue orientarse bien y localizar el sitio en que se quedó atascado el camión en el barro.
Miró en derredor. Nadie a la vista.
Se adentró en el bosque.
– Pequeño, ¿estáis ahí?
Hablaba en susurros.
– Soy yo, Pequeño. Soy Kolya. Ya he vuelto.
Nada.
Prosiguió en su avance, apartando la espesa maleza.
– He vuelto, Alexis. No te escondas. No tenemos mucho tiempo.
Sólo los pájaros le contestaron.
Se detuvo en un claro. Los pinos de alrededor eran muy viejos, con unos troncos que evidenciaban decenios de vida. Uno de ellos había sucumbido a la edad y yacía en el suelo, con las raíces al aire, trayéndole a las mientes aquellos miembros descoyuntados que jamás lograría olvidar. Qué desgracia tan grande. ¿Esos demonios pretendían representar al pueblo? ¿Acaso lo que proponían para Rusia era mejor que el supuesto mal contra el que se rebelaban? Era imposible que así fuese, viendo cómo habían empezado.
Los bolcheviques solían matar a sus prisioneros de un tiro en la nuca. ¿Por qué habían alcanzado tal grado de barbarie en este caso? Bien podía ser que esa matanza indiscriminada de inocentes fuera un anticipo de lo que estaba por llegar. Y ¿a qué venía tanto secreto? Si Nicolás II era un enemigo del Estado, ¿por qué no hacer pública su ejecución? Era fácil responder a eso: nadie estaría de acuerdo con esa matanza de niños y mujeres.
Era espantoso.
Oyó un crujido a su espalda.
Su mano requirió la pistola que llevaba al cinto. Con ella empuñada, se dio media vuelta.
Más allá del punto de mira vio el rostro casi angelical de Alexis Romanov.
Su madre lo llamaba Pequeñín y Rayito de Sol. Era el foco de toda la atención familiar. Un chico despierto y cariñoso, con un ramalazo de cabezonería. En el palacio se hablaba de su falta de aplicación, su desdén de los estudios, lo mucho que le gustaba vestir al modo de los campesinos rusos. Era un chico mimado y caprichoso. En cierta ocasión ordenó a una banda de música que se adentrara en el mar marcando el paso, y su padre decía muchas veces, de broma, que no sabía si Rusia lograría sobrevivir a Alexis el Terrible.
Pero ahora era el Zar. Alexis II. El ungido, el divino sucesor a quien Maks había jurado proteger.
Junto a Alexis estaba su hermana, tan parecida a él en muchos aspectos. También era legendaria por su cabezonería, y su arrogancia iba más allá de lo tolerable. Tenía sangre en la frente y la ropa hecha jirones. Una rasgadura dejaba ver el corsé. Los dos chicos iban cubiertos de sangre, con la cara sucia, y olían a muerto.
Pero estaban vivos.
Lord no podía creer lo que estaba oyendo, pero el anciano se expresaba con tanta convicción, que no cabía ponerlo en duda. Dos Romanov sobrevivieron a la masacre de Ekaterimburgo, y todo gracias al coraje de un solo hombre. Mucho se ha especulado con esta posibilidad, basándose en pruebas insuficientes y simples conjeturas.
Pero ahí estaba la verdad.
– Mi padre los sacó de Ekaterimburgo en cuanto cayó la noche. En los alrededores había otras personas, a la espera de poder ayudar, y todos juntos se llevaron a los muchachos hacia el este. Cuanto más lejos de Moscú, mejor.
– ¿Por qué no acudieron al Ejército Blanco? -preguntó Lord.
– ¿Para qué? Los Blancos no eran zaristas. Odiaban a los Romanov tanto como los Rojos. Nicolás estaba convencido de que su salvación dependía de ellos, pero lo más probable es que hubiesen matado a toda la familia. Nadie tenía en especial aprecio a los Romanov, en 1918, quitados unos cuantos, de valor inestimable.
– ¿Las personas para quienes trabajaba su padre?
Maks asintió con la cabeza.
– ¿Quiénes eran?
– No tengo idea. Esa información nunca se me proporcionó.
– ¿Qué fue de los chicos? -quiso saber Akilina.
– Mi padre los sacó de una guerra civil que se prolongó otros dos años. Más allá de los Urales, al corazón de Siberia. Fue fácil lograr que pasaran inadvertidos. Dejando aparte a los cortesanos de San Petersburgo, que en su mayor parte estaban muertos, nadie conocía sus rostros. Mal vestidos y con la cara sucia, era como si fuesen disfrazados. -Maks hizo una nueva pausa para beber un trago de vodka-. Vivieron en Siberia, con gente que estaba al corriente del proyecto, y finalmente llegaron a Vladivostok, ya en la costa del Pacífico. De allí también los sacaron de contrabando. ¿Adonde? Ni idea. Ésa es otra rama de la investigación que tienen ustedes en marcha, y yo no estoy al corriente.
– ¿En qué condición estaban cuando su padre los encontró? -preguntó Lord.
– Alexis no había recibido ningún disparo. Lo había protegido el cuerpo del Zar. Anastasia estaba herida, pero curó. Ambos llevaban corsés rellenos de joyas. La familia había cosido las piedras al tejido, para salvaguardarlas de los ladrones. Eran valores que podrían resultarles útiles con posterioridad, pensaban. Gracias a esa medida salvaron la piel ambos muchachos.
– Y gracias también a lo que hizo su padre.
Maks asintió.
– Era un buen hombre -dijo.
– ¿Qué fue de él? -preguntó Akilina.
– Se volvió a esta tierra y murió de vejez. Las purgas no le afectaron. Hace ya treinta años que falleció.
Lord pensó en Yakov Yurovsky. El destino no había sido tan benevolente con el cabecilla de los verdugos. Recordó que a Yurovsky lo mató una úlcera sangrante, veinte años después de Ekaterimburgo, también en julio. Pero no antes de que Stalin enviara a su hija a un campo de trabajo. El viejo guerrero del Partido trató de salvarla, pero no pudo. A nadie le importaba un pimiento que fuera él quien había matado al Zar. En su lecho de muerte, Yurovsky se lamentó de lo mal que se había portado el destino con él. Pero a Lord le parecía muy clara la razón. De nuevo la Biblia. Romanos 12:19. Mía es la venganza, yo pagaré.
– ¿Qué hacemos ahora? -preguntó Lord.
Maks se encogió de hombros.
– La respuesta tendrá que venir de mi padre.
– ¿Cómo será eso posible?
– Está en una caja metálica, con sello. A mí nunca me permitieron ver siquiera lo que había dentro. Tan sólo se me indicó que transmitiera este mensaje a quien acudiese a mí con las palabras.
Lord no acababa de comprender.
– ¿Dónde está esa caja?
– El día de su muerte, le puse el uniforme imperial y enterré la caja con él. Lleva treinta años sobre su pecho.
No le gustó a Lord lo que tales palabras implicaban.
– Sí, Cuervo. Mi padre te espera en su tumba.
Starodub, 16:30
Hayes permaneció atento mientras el fornido Orleg violentaba la puerta de madera, llenando el aire de vapor con su respiración. Más arriba, el rótulo adosado a los ladrillos decía: KAFE SNEZHINKI – PROPIETARIO: IOSIF MAKS.
El cerco se astilló al desprenderse la puerta y caer hacia adentro. Orleg desapareció en el interior de la fonda.
La calle estaba vacía, y cerradas todas las tiendas de los alrededores. Stalin entró en pos de Hayes. Habían viajado durante cinco horas en la oscuridad, de Moscú a Starodub. La Cancillería Secreta consideró importante que Stalin también fuese, dado que la mafiya podía considerarse el mejor y más eficaz recurso para resolver el problema planteado. Su representante gozaba ahora de autorización para tomar libremente las medidas que creyera oportunas.
Fueron en primer lugar a casa de Iosif Maks, en las afueras de la ciudad. La policía local llevaba vigilando discretamente la situación desde por la mañana, y pensaba que Iosif estaba en casa, pero la mujer de Maks les dijo que ya hacía un rato que se había ido a trabajar. Se les avivó la esperanza al ver luz en la trastienda de la fonda de Maks, y Stalin se puso en acción.
Párpado Gacho y Cromañón fueron dirigidos a la trasera del edificio. Hayes recordó los nombres que les había puesto Lord, cuando lo atacaron por primera vez, y le parecieron atinados. Le habían contado cómo sacaron a Párpado Gacho del Circo de Moscú, a punta de pistola, y como halló la muerte su secuestrador, un hombre aún no identificado y sin relación alguna con ninguna Santa Agrupación dirigida o no dirigida por Semyon Pashenko. Todo aquello resultaba cada vez más raro, pero la seriedad con que los rusos lo veían todo estaba empezando a preocupar a Hayes. No era frecuente que unos tipos así se enfadaran tanto.
Orleg apareció por un callejón que conducía a la parte trasera del edificio y rodeó una columna de cajas. Llevaba a rastras a un hombre de enmarañado pelo rojo y bigote poblado. Tras él venían Párpado Gacho y Cromañón.
– Estaba escapándose por la puerta trasera -dijo Orleg.
Stalin señaló una silla de roble.
– Siéntalo ahí.
Hayes advirtió que Stalin le hacía una discreta seña a Párpado Gacho y Cromañón, y que éstos parecieron comprender de inmediato lo que les indicaba. Habían vuelto a colocar en su sitio la puerta y tomaron posiciones junto a la vidriera, con las pistolas desenfundadas. La policía local había sido advertida una hora antes por Orleg, y una orden procedente de un inspector de Moscú no era cosa que la militsya local tendiese a ignorar. Ya antes, Khrushchev había utilizado sus contactos en el gobierno para poner en conocimiento de las autoridades locales que habría una operación policial en su zona, algo relacionado con la matanza de la Plaza Roja, y que nadie debía interferir.
– Señor Maks -dijo Stalin-, el asunto es serio. Quiero que lo comprenda.
Hayes miró a Maks mientras éste asimilaba lo que acababan de decirle. No había miedo en su rostro.
Stalin se acercó a la silla.
– Ayer estuvieron aquí un hombre y una mujer. ¿Se acuerda usted?
– Aquí viene mucha gente.
Su voz estaba impregnada de desprecio.
– Seguro que sí. Pero supongo que no serán muchos los chornyes que vienen a comer aquí.
El corpulento ruso echó la barbilla hacia delante.
– Anda y que te den por el culo.
Había confianza en su tono, pero Stalin no reaccionó ante el desafío. Se limitó a acercarse, mientras Párpado Gacho y Cromañón lo hacían al mismo tiempo para agarrar a Maks y ponerlo con la cara contra el suelo de madera.
– Más vale que se te ocurra algo para entretenernos.
Párpado Gacho desapareció en la trastienda, mientras Cromañón mantenía sujeto a Maks. Orleg estaba de vigilancia en la puerta trasera. El inspector consideraba importante no tomar parte activa en lo que sucediera. Hayes también pensó que eso era lo más prudente. Podían necesitar algo de la militsya en las semanas siguientes, y Orleg era el mejor contacto que tenían en la policía de Moscú.
Párpado Gacho regresó con un rollo de cinta aislante que utilizó para trabarle fuertemente las muñecas a Maks. Cromañón lo levantó del suelo y lo tiró contra la desvencijada silla de roble, para en seguida atarle el pecho y las piernas con cinta aislante. Al final le pegó un trozo a la boca.
Stalin dijo:
– Ahora, señor Maks, voy a decirle lo que nosotros sabemos. Un norteamericano llamado Miles Lord y una rusa llamada Akilina Petrovna se presentaron aquí ayer. Venían preguntando por Kolya Maks, persona a quien afirmó usted no conocer de nada. Quiero saber quién es Kolya Maks y por qué lo están buscando Lord y la mujer. Usted conoce bien la respuesta a la primera pregunta, y estoy seguro de que también puede contestar a la segunda.
Maks negó con la cabeza.
– Una decisión muy estúpida, señor Maks.
Párpado Gacho arrancó un trozo de la cinta y se lo tendió a Stalin. Ambos parecían haber hecho aquello antes. Stalin se apartó el pelo de la tostada frente y se inclinó. Colocó el trozo de cinta en la nariz de Maks, sin hacer presión.
– Cuando apriete la cinta, señor Maks, le quedará sellada la nariz. Algo de aire le resta a usted en los pulmones, pero sólo para un rato. Se asfixiará usted en cuestión de segundos. ¿Quiere que se lo demuestre?
Stalin apretó la cinta hasta cerrar la nariz de Maks.
Hayes vio cómo se le hinchaba el pecho. Sabía que ese tipo de cinta se utilizaba en los conductos de ventilación, precisamente por su condición hermética. Al ruso empezaron a salírsele los ojos de las órbitas, mientras sus glóbulos buscaban oxígeno y su piel pasaba por toda una variedad de colores, hasta llegar al blanco ceniciento. El hombre, en su desamparo, se agitaba en la silla, pero Cromañón lo sujetaba fuertemente por detrás.
Stalin, como sin querer, alargó la mano y le arrancó la cinta de la boca. Grandes bocanadas de aire le entraron inmediatamente en el pecho.
El color volvió a su rostro.
– Conteste a mis dos preguntas, por favor -dijo Stalin.
Maks se limitó a seguir respirando.
– Sin duda que es usted muy valiente, señor Maks. Lo que no sé es para qué. Pero su coraje es digno de admiración.
Stalin hizo una pausa, seguramente para dar lugar a que Maks se recuperara.
– Ha de saber que cuando estuvimos en su casa su encantadora esposa nos invitó a entrar. Qué mujer tan estupenda. Ella nos dijo dónde estaba usted.
Una mirada salvaje ocupó los ojos de Maks. Por fin. Miedo.
– No se preocupe -dijo Stalin-. Está bien. Cree que trabajamos para el gobierno y que estamos aquí en misión oficial. Nada más. Pero le aseguro a usted que este procedimiento funciona igual de bien con las mujeres.
– Maldita mafiya.
– Esto no tiene nada que ver con la mafiya. Es mucho más grande que todo eso, y creo que usted lo sabe muy bien.
– Me va a matar igual, diga lo que diga.
– Pero le doy mi palabra de que su mujer no se verá afectada, si me dice usted lo que quiero saber, sin más.
El ruso de pelo rojo dio la impresión de estar sopesando la oferta.
– ¿Cree usted lo que le estoy diciendo? -le preguntó Stalin, con toda calma.
Maks no dijo nada.
– Si sigue usted callado, no le quepa la menor duda de que enviaré a estos dos hombres a buscar a su mujer. La ataré a una silla, cerca de usted, podrá ver como se asfixia. Luego, seguramente lo dejaré vivo a usted, para que pueda recordar con todo detalle lo sucedido.
Stalin se expresaba con tranquila reserva, como negociando un acuerdo comercial. Hayes estaba impresionado ante la facilidad con que este hombre tan apuesto, con sus vaqueros de Armani y su jersey de cachemira, provocaba el sufrimiento de otra persona.
– Kolya Maks está muerto -dijo al fin Maks-. Su hijo, Vassily, vive a unos diez kilómetros al sur de esta localidad, yendo por la carretera principal. En cuanto a por qué lo busca Lord, no lo sé. Vassily es tío abuelo mío. Desde hace mucho tiempo ha habido miembros de mi familia con establecimiento abierto en este pueblo. Es lo que nos dijo Vassily que hiciéramos, y lo hicimos.
– Está usted mintiendo, señor Maks. ¿Es usted miembro de la Santa Agrupación?
Maks no dijo nada. Aparentemente, su ánimo de cooperar tenía límites.
– No. Nunca admitiría usted semejante cosa, ¿verdad? Es parte de su juramento al Zar.
Maks lo miró con dureza.
– Pregúntele a Vassily.
– Eso haré -dijo Lenin, apartándose ya.
Párpado Gacho volvió a colocar un trozo de cinta aislante en la boca a Maks.
El ruso se agitó en la silla, tratando de respirar. El intento lo hizo caer al suelo, con silla y todo.
Su lucha cesó al cabo de un minuto.
– Un buen hombre, deseoso de proteger a su mujer -dijo Stalin, mirando el cadáver. -Digno de admiración.
– ¿Cumplirá usted su palabra? -le preguntó Hayes. Stalin lo miró con expresión de sincera ofensa.
– Por supuesto. ¿Qué clase de persona cree usted que soy?
18:40
Lord aparcó en el bosque, al borde de un camino embarrado. La heladora puesta de sol acababa de trocarse en una noche sin luna. No lo volvía loco de alegría la idea de exhumar un ataúd que llevaba treinta años bajo tierra, pero no podía decirse que tuviera muchas opciones. Ahora ya estaba convencido de que dos de los Romanov habían escapado de Ekaterimburgo. Otra cosa era que hubieran logrado llegar a lugar seguro y que vivieran luego lo suficiente como para tener descendencia; pero sólo parecía haber un modo de averiguarlo.
Vassily Maks les había proporcionado dos palas y una linterna con las pilas muy gastadas. Les advirtió que el cementerio se hallaba en lo más profundo del bosque, a unos treinta kilómetros de Starodub, y que en los alrededores no había más que álamos y una vieja iglesuca de piedra, que se utilizaba a veces en los entierros.
– El cementerio debería estar allá abajo, siguiendo el camino -dijo, mientras se bajaban del coche.
Seguían utilizando el vehículo que Iosif Maks les había proporcionado aquella misma mañana. Maks había dicho que les traería el coche al caer el sol. Pero, en vista de que no llegaba, y ya eran las seis de la tarde, Vassily les había dicho que se fueran, que él se lo explicaría a Iosif y que ambos estarían esperándolos a su regreso. El anciano parecía tan anhelante como ellos de descubrir el secreto que su padre había guardado. También señaló que tenía otro dato que transmitirles, pero sólo cuando supieran lo que su padre había sabido. Era otra cláusula de seguridad, que Vassily tenía intención de pasar a su sobrino Iosif, el hombre a quien estaba educando para que heredase las tareas inherentes a la custodia, cuando él muriera.
Lord llevaba una chaqueta y un par de guantes de cuero traídos de Atlanta, junto con unos buenos calcetines de lana espesa. Los vaqueros eran la única vestimenta informal que había metido en la maleta antes de salir con destino a Rusia. El jersey lo había comprado en Moscú hacía un par de semanas. Él pertenecía a un mundo de chaqueta y corbata, en el que la ropa informal sólo se utilizaba los domingos por la tarde; pero los acontecimientos habían experimentado un giro inesperado durante los últimos días.
Maks también les había proporcionado un poco de protección: un fusil de cerrojo que fácilmente habría podido incluirse en un catálogo de antigüedades. Pero el arma parecía bien cuidada, y Maks le había enseñado cómo cargarla y hacer fuego con ella. Les advirtió que por la noche merodeaban los osos, especialmente ahora que se preparaban para la hibernación. Lord sabía muy poco de fusiles, porque sólo había llegado a utilizar un arma en Afganistán, un par de veces. No lo entusiasmaba la idea de ir armado, pero menos aún le gustaba la perspectiva de toparse con un oso hambriento. Akilina, por su parte, lo había sorprendido. Se había echado el fusil al hombro, sin tardanza alguna, y le había acertado tres veces a un árbol situado a cincuenta metros. Otra lección de su abuela, explicó. Y Lord se alegró mucho. Uno de ellos, al menos, sabía lo que estaba haciendo.
Cogió las palas y la linterna del asiento trasero. Allí estaban también las bolsas de viaje de ambos. Pensaban marcharse en cuanto terminaran, haciéndole antes una breve visita a Vassily Maks. No sabían aún adonde irían, pero Lord ya había decidido que sí este viaje no conducía a ninguna parte, pondría rumbo a Kiev y se subiría al primer avión que saliese con rumbo a Estados Unidos. Ya llamaría a Taylor Hayes por teléfono, desde el seguro refugio de su apartamento de Atlanta.
– Vamos allá -dijo-. Cuanto antes empecemos, antes acabamos.
A su alrededor se alzaban negras columnas de árboles, cuyas ramas agitaba un viento helado, capaz de agrietarle la piel a cualquiera. Lord utilizaba la linterna con moderación, ahorrando pilas para cuando llegara el momento de cavar.
Una débil visión de lápidas surgió en un claro del bosque que tenían delante. Eran verticales, al estilo europeo, y la oscuridad no impedía advertir que los sepulcros estaban bastante descuidados. Una capa de escarcha lo helaba todo. En lo alto, la negrura del cielo presagiaba nuevas lluvias. No había ninguna clase de valla que marcase los límites, ni puerta que indicase la entrada: el camino, sencillamente, desaparecía al alcanzar las primeras lápidas. Lord imaginó un cortejo fúnebre en pos de un sacerdote solemnemente vestido de negro, avanzando por el camino, llevando un sencillo ataúd de madera, mientras una fosa abierta en la tierra negra los aguardaba.
Una pasada de la linterna puso de manifiesto que todas las tumbas estaban prácticamente cubiertas de matorrales. Había de trecho en trecho algún mojón de piedras apiladas, y de casi todos los túmulos brotaban malas hierbas y plantas espinosas. Alumbró las lápidas con la linterna. Había fechas que se remontaban a más de dos siglos antes.
– Maks dijo que la tumba era la más alejada a la izquierda, mirando desde el camino -dijo, adentrándose en el cementerio; Akilina le seguía los pasos.
El suelo estaba esponjoso, por la lluvia que no había cesado hasta primeras horas de la tarde. Lord pensó que así resultaría más fácil el trabajo de exhumación.
Encontraron la tumba.
Lord leyó las palabras cinceladas bajo el nombre KOLYA MAKS.
QUIEN RESISTA HASTA EL FIN SE SALVARÁ.
Akilina se descolgó el fusil del hombro.
– Parece que estamos en el buen camino -dijo.
Lord le tendió una de las palas:
– Vamos a comprobarlo.
La tierra se aterronaba, blanda, y de ella se desprendía un fuerte olor a turba. Vassily les había advertido que el ataúd no estaría muy profundo. Los rusos tendían a enterrar así a sus muertos, de modo que a Lord sólo le cabía esperar que el anciano no se hubiese equivocado.
Akilina trabajaba junto a la lapida, mientras el cavaba a los pies de la tumba. Decidió cavar directamente hacia abajo, para comprobar cuánto tendrían que profundizar. Había ahondado un metro cuando su pala tropezó con algo duro. Apartó la tierra húmeda, dejando al descubierto madera podrida y astillada.
– El estado en que se encuentra el ataúd no nos va a permitir sacarlo -dijo.
– Pues a ver cómo está el cuerpo.
Siguieron cavando. Tras veinte minutos de apartar capas de barro, quedó trazado un rectángulo negro.
Lord lo alumbró con la linterna.
La tapa del ataúd, rota, permitía ver el cuerpo. Lord, con la pala, limpió lo que quedaba de madera y Kolya Maks quedó al descubierto.
Llevaba uniforme de guardia palaciego. El recorrido de la linterna levantaba esporádicos toques de color. Rojos apagados, azules oscuros y lo que alguna vez debió de ser blanco y ahora era del color del carbón, como la tierra. Habían sobrevivido unos cuantos botones de latón, y también la hebilla del cinturón, pero de la guerrera y los pantalones apenas quedaba nada, salvo unos cuantos harapos y las correas de cuero.
El tiempo no había sido clemente con el cadáver, tampoco. La carne había desaparecido de la cara y las manos. No quedaba ningún rasgo, aparte de las órbitas y la fosa nasal; los dientes y la mandíbula, apretados, trazaban un gesto mortal. Tal como su hijo les había dicho, en lo que quedaba del pecho de Kolya Maks había depositada una caja de metal, entre las costillas que sobresalían en extraños ángulos y los restos de los brazos cruzados.
Lord había dado por supuesto que del cadáver se desprendería alguna pestilencia, pero sólo le llegó un olor a liquen y moho. Utilizó la pala para apartar lo que quedaba de los brazos. Un pequeño fragmento de manga se vino abajo. Un par de gusanos recorrieron la tapa de la caja. Akilina la sacó y la puso en el suelo con toda delicadeza. Estaba sucia, pero intacta. Lord pensó que sería de bronce, seguramente, para preservar el contenido de la humedad. Observó que en la parte anterior había un candado. -Pesa mucho -dijo Akilina.
Lord se arrodilló para sopesar la caja. Akilina tenía razón. La sacudió un par de veces. Algo denso se deslizó en su interior. Lord volvió a depositar la caja en el suelo y asió la pala.
– Apártate.
Golpeó el cierre con la punta de la pala. Tuvo que hacerlo tres veces para que saltara el candado. Estaba a punto de agacharse y levantar la tapa cuando una serie de destellos recorrió los troncos de los árboles. Lord volvió la cabeza y vio cuatro puntos de luz en la distancia: los faros de dos coches que se acercaban por el camino abajo. Las luces se apagaron cerca del sitio donde Akilina y él habían aparcado.
– Apaga la linterna -dijo-. Y vámonos.
Dejó la pala para recoger la caja. Akilina se colocó el fusil en posición de disparo.
Se adentró en los árboles y, esquivando matorrales, se alejó suficientemente de la tumba como para no correr riesgos. La humedad de la vegetación no tardó en mojarle la ropa, y puso especial cuidado en que no se le cayera la caja al suelo, porque no sabía hasta qué punto podía ser frágil el contenido. Empezó a desplazarse lentamente en dirección al coche, siguiendo una trayectoria sinuosa a través del cementerio, para regresar al sitio en que habían dejado el vehículo. El viento se hizo más frío, adaptándose ahora al sonoro ritmo de las ramas.
Dos linternas se encendieron en la distancia.
Agachado, Lord se fue desplazando hacia el claro del bosque y se detuvo de pronto, antes de salir de los árboles. Cuatro siluetas oscuras aparecieron al final del camino y se adentraron en el cementerio. Tres de ellas eran de buena estatura y caminaban con decisión. La cuarta iba inclinada hacia delante y se movía más despacio. A la luz de una de las linternas reconoció la jeta de Párpado Gacho. La otra alumbró los abultados rasgos del inspector Feliks Orleg. Cuando se acercaron un poco más, Lord pudo darse cuenta de que el otro hombre era Cromañón. La silueta que venía detrás era la de Vassily Maks.
– Señor Lord -gritó Orleg en ruso-, sabemos que está usted aquí. Vamos a hacer las cosas fáciles, por favor.
– ¿Quién es? -le susurró Akilina al oído.
– Un problema -le contesto el.
– Uno de ellos venía en el tren -volvió a susurrar ella.
– Los dos de las linternas venían en el tren. -Lord puso los ojos en el fusil que ella llevaba-. Menos mal que vamos armados.
Miró por entre las hojas del matorral que tenía delante y las cortezas veteadas de los árboles: las cuatro siluetas se aproximaban a la tumba abierta, con la luz de las linternas por delante.
– ¿Es aquí donde está enterrado su padre? -oyó preguntar a Orleg.
Vassily Maks se acercó a la lápida que alumbraba una de las linternas. El viento sofocó momentáneamente las voces y Lord no pudo oír lo que decía el anciano. Pero sí que oyó a Orleg vociferar en ruso:
– ¡Lord! ¡O sale usted, o mato a este hombre! ¡Lo dejo a su elección!
Le vinieron ganas de quitarle el fusil a Akilina y lanzarse al ataque, pero los otros tres hombres debían de ir armados, y no cabía esperar que no supieran manejar sus armas. Y él estaba muerto de miedo, allí, jugándose la vida por la profecía de un charlatán muerto hacía un siglo. Pero antes de que pudiera tomar ninguna decisión, Vassily Maks la tomó por él.
– No se preocupe por mí, Cuervo. Estoy preparado.
Maks, apartándose de la tumba de su padre, echó a correr en dirección a los coches. Los otros tres permanecieron inmóviles, pero Lord pudo ver que Párpado Gacho levantaba el brazo y que en su mano se perfilaba una pistola.
– ¡Por si me oyes, Cuervo! -gritó Maks-. ¡La Montaña de los Rusos!
Un disparo restalló en la noche, y el anciano se desplomó.
Lord se quedó sin respiración y notó que Akilina se ponía rígida. Vieron a Cromañón acercarse tranquilamente y arrastrar el cuerpo del anciano hasta la tumba, para luego arrojarlo a la fosa.
– Hay que irse de aquí -susurró Lord al oído de Akilina. Ella no le llevó la contraria.
Atravesaron el bosque arrastrándose de árbol en árbol, hasta llegar al espacio abierto en que estaban aparcados los tres coches.
Un ruido de pasos a la carrera se iba acercando desde el cementerio.
Sólo de una persona.
Akilina y Lord se agazaparon detrás de un matorral, justo al borde del embarrado camino.
Llegó Párpado Gacho con una linterna en la mano. Sonaron las llaves en la oscuridad y se abrió el maletero de uno de los dos coches. Lord salió de su escondite a toda velocidad. Párpado Gacho debió de oír sus pasos, porque sacó la cabeza del maletero. Lord bajó éste con todas sus fuerzas, aplicándole un tremendo golpe en el cráneo.
Párpado Gacho se derrumbó.
Lord miró al suelo, contento de que el hombre hubiera perdido el conocimiento. Luego puso la mirada en el interior del maletero. La débil luz iluminó los ojos sin vida de Iosif Maks.
¿Qué era lo que había dicho Rasputín? Doce deben morir para que la resurrección sea completa. Madre de Dios. Acababan de caer otros dos.
Akilina acudió corriendo y vio el cuerpo.
– ¡Oh, no! -murmuró-. ¿Los dos?
– No tenemos tiempo para esto. Sube al coche.
Lord le dio las llaves.
– Pero no hagas ruido al cerrar la puerta. No pongas en marcha el motor hasta que yo te lo diga.
Le pasó la caja y se hizo cargo del fusil.
El cementerio estaba a sus buenos cincuenta metros de la carretera, por un camino blando y lleno de barro. Un recorrido nada fácil de hacer, sobre todo en la oscuridad. Cromañón y Orleg estarían, seguramente, buscando por el bosque, tras haber enviado a Párpado Gacho a recoger el otro cadáver y arrojarlo al sitio ideal a tal efecto, es decir la fosa. Incluso disponían de las dos palas que Lord había dejado allí. Pero no pasaría mucho tiempo antes de que echaran en falta a su compinche.
Cargó el fusil y apuntó a la rueda trasera derecha de uno de los coches. Volvió a cargar y reventó la rueda delantera izquierda del otro. Luego corrió hacia su coche y se subió.
– Ya. Vámonos.
Akilina hizo girar la llave y metió primera de un golpe. Las ruedas derraparon cuando viró violentamente a la derecha para tomar el angosto camino.
Pisó a fondo el acelerador y salieron disparados en la oscuridad.
Al llegar a la carretera principal siguieron hacia el sur. Transcurrió una hora sin que ninguno de los dos dijera nada: la excitación del momento se les había pasado al darse cuenta de que habían muerto dos hombres.
Empezó a llover. El propio cielo parecía compartir su dolor.
– No puedo creer que esté pasando esto -dijo Lord, más para sus adentros que para Akilina.
– Debe de ser cierto lo que dijo el profesor Pashenko.
No era exactamente lo que Lord quería oír.
– Para. Ahí.
Alrededor sólo tenían campos oscuros y bosques densos. Lord llevaba kilómetros sin ver una casa. Tampoco había hecho aparición ningún coche que les fuera en pos, y sólo tres habían pasado en la dirección contraria.
Akilina giró el volante a la izquierda.
– ¿Qué estamos haciendo?
Lord recogió la caja metálica del asiento trasero.
– Comprobar que todo esto ha valido la pena.
Se colocó la caja en el regazo. El cierre estaba roto, por efecto de la pala, y en el fondo se veía la marca del golpe aplicado a Párpado Gacho. Lord acabó de soltar el candado, levantó lentamente la tapa y alumbró el interior con la linterna.
Lo primero que vio fue el resplandor del oro.
Sacó el lingote, del tamaño de una barra de chocolate Hershey. Los treinta años bajo tierra no le habían mermado el brillo. En la cara anterior llevaba estampado un número, así como las letras NR, con el águila bicéfala de los Romanov en medio. El sello de Nicolás II. Lord lo había visto muchas veces en fotografía. El lingote pesaba bastante, quizá dos kilos y medio. Unos treinta mil dólares, en números redondos, si no recordaba mal la cotización.
– Es del tesoro real -dijo.
– ¿Cómo lo sabes?
– Lo se.
Debajo había una bolsa de paño, deteriorada por el paso del tiempo. Lord la rozó con el dedo y llegó a la conclusión de que en origen había sido de terciopelo. A la débil luz de la linterna le pareció azul oscuro, o quizá púrpura. Dentro había un objeto duro, y otro más pequeño. Le pasó la linterna a Akilina y utilizó ambas manos para rasgar la bolsa podrida.
Apareció una hoja de oro con un texto grabado en ella, y también una llave de latón. Ésta llevaba la inscripción C.M.B. 716. El texto de la hoja iba en caracteres cirílicos. Lo leyó en voz alta:
El oro es para vuestro uso. Pueden hacer falta fondos, y vuestro Zar comprendió cuál era su deber. Esta hoja también debe fundirse, para convertirla en dinero. Utilizad la llave para acceder a la próxima puerta. Su localización ya debería estar clara. Si no, vuestro camino termina aquí, necesariamente. Sólo la Campana del Infierno puede mostrar la vía a seguir. Si sois Cuervo y Águila, mucha suerte, y que Dios os acompañe. Si sois intrusos, sea el demonio vuestro compañero eterno.
– Pero no sabemos cuál es la próxima puerta -dijo Akilina.
– Puede que, sí.
Ella lo miró.
Resonaban aún en los oídos de Lord las palabras que Vassily Maks había gritado antes de morir.
La Montaña de los Rusos.
Su mente pasó rápida revista a todo lo leído en los últimos años. Durante la guerra civil rusa que asoló el país entre 1918 y 1920, las fuerzas del Ejército Blanco estuvieron financiadas en gran parte por intereses norteamericanos, británicos y japoneses. Los bolcheviques rojos eran considerados un grave peligro, de modo que grandes cantidades de oro, municiones y otros bastimentos llegaron al continente ruso por la frontera de Vladivostok, a orillas del Pacífico. Maks les había dicho antes que los dos jóvenes Romanov fueron conducidos al este, lejos del Ejército Rojo. El punto más oriental de Rusia es Vladivostok. Miles de refugiados rusos habían seguido el mismo camino, unos huyendo de los soviéticos, otros con la esperanza de empezar de nuevo, otros en pura y simple huida. La Costa Oeste de Estados Unidos se convirtió en un imán no sólo para los refugiados, sino también para los fondos destinados al Ejército Blanco, que pasaba por momentos muy difíciles y que al final fue derrotado por Lenin y los Rojos.
Lord oyó de nuevo el grito de Vassily Maks.
North Beach quedaba al este. Nob Hill, al sur. Viejas mansiones, muy bellas, cafés y tiendas nada convencionales cubrían su cima y sus laderas. Era la zona de moda de una ciudad de moda. Pero a principios del siglo xix fue allí donde recibió sepultura un grupo de rusos comerciantes de pieles. Por aquel entonces, los únicos pobladores de aquella costa rocosa y aquel territorio abrupto eran los indios Miwok y los Ohlone. Tuvieron que pasar decenios para que el hombre blanco impusiera su dominio. La leyenda de los rusos sepultados allí dio nombre al territorio.
La Montaña de los Rusos.
San Francisco, California.
Estados Unidos.
Allí era adonde habían llevado a los dos Romanov.
Le comunicó a Akilina sus conclusiones.
– Todo encaja. Estados Unidos es muy grande. Allí es fácil que dos adolescentes lleguen a escamotearse, sin que nadie tenga idea de quiénes pueden ser. Los norteamericanos no sabían gran cosa de la familia imperial. Ni les importaba un pimiento. Si Yusúpov era tan listo como está pareciéndome, la jugada era ésa.
Se acercó la llave y observó las iniciales que llevaba grabadas: C.M.B. 716.
– ¿Sabes lo que pienso? Que esta llave es de una caja privada de un banco de San Francisco. Tendremos que descubrir qué banco, y esperar que siga existiendo.
– ¿Podría ser?
Lord se encogió de hombros.
– San Francisco tiene antigüedad en el campo de las finanzas. Hay posibilidades. Puede, incluso, que el banco haya desaparecido, pero que las cajas estén aún depositadas en otra institución. Es práctica común -hizo una pausa-. Vassily nos dijo que pensaba comunicarnos otra cosa cuando regresáramos del cementerio. Apuesto lo que sea a que San Francisco es la próxima rama del viaje.
– Dijo que no sabían adonde habían llevado a los chicos.
– No podemos dar por supuesto que eso sea verdad. Podía ser un engaño más, para distraernos hasta que encontráramos la caja. Nuestra labor, ahora, consiste en encontrar la Campana del Infierno, sea lo que sea.
Sopesó el lingote de oro.
– Desgraciadamente, esto no nos sirve de nada. Nunca conseguiríamos pasarlo por las aduanas. No habrá mucha gente hoy en día que tenga oro imperial en su posesión. Creo que tienes razón, Akilina. Debe de ser verdad lo que nos dijo Pashenko. Un campesino ruso nunca habría tenido un lingote de oro en su poder sin fundirlo en seguida, a no ser que lo tuviera en tanto aprecio como para mantenerlo en su forma original. Parece que Kolya Maks se lo tomó muy en serio. Igual que Vassily, luego, y el propio Iosif. Ambos dieron la vida por ello.
Quedó con la vista perdida en la oscuridad del parabrisas. Le recorrió el cuerpo entero una oleada de decisión.
– ¿Tienes idea de dónde estamos?
Ella asintió.
– Cerca de la frontera con Ucrania, casi fuera de Rusia. Esa carretera lleva a Kiev.
– ¿A qué distancia está?
– Unos cuatrocientos kilómetros. Quizá menos.
Lord recordó haber leído, antes de su partida con destino a Moscú, unos informes del Departamento de Estado en que se señalaba la total ausencia de controles fronterizos entre Rusia y Ucrania. Resultaba demasiado caro mantenerlos, y, dada la gran cantidad de rusos que vivían en Ucrania, tampoco parecía muy necesario tomarse la molestia.
Miró por la ventanilla trasera. Por detrás, a una hora de distancia estaban Párpado Gacho, Cromañón y Feliks Orleg. Por delante no había nada.
– Vámonos. Podemos coger un avión en Kiev.
Moscú
Lunes, 18 de octubre
02:00
Hayes pasó revista a los cinco rostros reunidos en la sala con las paredes revestidas de madera. Era la misma que habían utilizado cinco semanas antes. Allí estaban Lenin, Stalin, Brezhnev y Khrushchev, además del pope que el Patriarca Adriano había nombrado representante personal suyo. Era un individuo de baja estatura, con una barba rizada que parecía lana de acero y con unos ojos verdes legañosos. El representante había tenido la sensatez suficiente como para vestirse de chaqueta y corbata, sin ningún signo exterior que pudiera asociarlo con la Iglesia. Sin andarse con ceremonias, los demás lo habían bautizado Rasputín, un nombre que no le gustaba nada en absoluto.
A todos los habían sacado del más profundo de los sueños para conminarlos a que se presentaran dentro de una hora. Demasiadas cosas en juego como para esperar a la mañana siguiente. Hayes se llevó una alegría al ver que habían preparado cosas de comer y de beber. Había fuentes de pescado y de salami en lonchas, caviar rojo y negro sobre huevos duros, coñac, vodka y café.
Llevaba varios minutos explicando lo ocurrido el día antes en Starodub. Dos Maks muertos, pero ninguna información. Ambos se habían negado tenazmente a decir nada. Iosif Maks se había limitado a ponerlos en la pista de Vassily, y el anciano los había conducido hasta la sepultura. Pero nada dijo, salvo un grito dirigido a Cuervo.
– La tumba pertenecía a Kolya Maks. Vassily Maks era su hijo -dijo Stalin-. Kolya perteneció a la guardia real en tiempos de Nicolás. Cambió de chaqueta al llegar la revolución y estaba en Ekaterimburgo coincidiendo con la ejecución imperial. No figura en la lista de quienes integraron el pelotón de fusilamiento, pero esto último no significa nada, habida cuenta del escaso detalle con que se levantaba acta de los hechos en aquella época. Nunca se le tomó declaración. Lo enterraron con un uniforme que no era soviético. Supongo que sería imperial.
Brezhnev se volvió en dirección a Hayes.
– Es evidente que su señor Lord necesitaba algo de esa tumba. Algo que a estas alturas ya está en sus manos.
Hayes y Stalin habían estado en la tumba a última hora de la noche, aquel mismo día, cuando sus hombres regresaron con noticias de lo ocurrido. No encontraron nada, y los dos Maks quedaron allí mismo, haciendo compañía a su antepasado.
– Vassily Maks nos llevó a la tumba para poder pasarle ese mensaje a Lord -dijo Hayes-. Ésa es la única razón de que aceptara ir.
– ¿Por qué dice usted eso? -le preguntó Lenin.
– El hombre, al parecer, se tomaba muy en serio el cumplimiento de su deber. No habría revelado el emplazamiento de la tumba si no hubiera considerado imprescindible que Lord supiera algún dato más. Le constaba que iba a morir. Lo único que le quedaba era cumplir con su deber antes de que ello ocurriera.
A Hayes se le estaba agotando la paciencia con sus asociados rusos.
– ¿Harían el favor de decirme de una vez qué está pasando? Me tienen ustedes por todo el país, matando gente, y no tengo ni idea de por qué. ¿Qué es lo que Lord y esa mujer andan buscando? ¿Se trata de los Romanov que sobrevivieron a la matanza de Ekaterimburgo?
– Estoy de acuerdo -dijo Rasputín-. Yo también quiero saber lo que pasa. Se me dijo que la situación estaba totalmente bajo control. Que no había problemas. Y ahora vienen ustedes con estas urgencias.
Brezhnev depositó violentamente su vaso de vodka en la mesita que tenía al lado.
– El rumor de que algún miembro de la familia imperial no murió en Ekaterimburgo lleva muchísimos años circulando. Por todas partes han aparecido grandes duquesas y zareviches. Al terminar nuestra guerra civil, en 1920, Lenin estaba convencido de que había un sobreviviente de los Romanov. Le llegó noticia de que Félix Yusúpov había escamoteado por lo menos a uno de ellos. Pero nunca pudo confirmarlo, y le falló la salud sin haber podido profundizar en la investigación.
Hayes seguía escéptico.
– Yusúpov mató a Rasputín. Nicolás y Alejandra lo odiaban por ello. ¿Por qué iba a jugarse nada por la familia imperial?
Le contestó Khrushchev:
– Yusúpov era un tipo único. Padecía la enfermedad de las ideas repentinas. Mató al starets en un impulso, pensando que así liberaba a la familia imperial de las garras del demonio. Es interesante anotar que su único castigo fue que lo desterraron a sus posesiones de Rusia central. Ese traslado le salvó la vida, porque no estuvo a tiro cuando se produjeron las revoluciones de febrero y octubre. Muchos nobles y muchos Romanov murieron en aquellos momentos.
Hayes había estudiado algo de historia de Rusia, y el destino de la familia imperial le había servido de lectura apasionante durante largos trayectos en avión. Le vino a la memoria el gran duque Miguel, el hermano pequeño de Nicolás, a quien mataron a tiros seis días antes de Ekaterimburgo. La hermana de Alejandra, un primo de Nicolás -Sergio – y otros cuatro grandes duques fueron ejecutados el día después, y los arrojaron a un pozo minero de los Urales. Hacia 1919, la familia Romanov estaba casi aniquilada. Sólo unos cuantos privilegiados lograron huir a Occidente.
– Rasputín profetizó que si lo mataban los boyardos -dijo Khrushchev- las manos de éstos quedarían manchadas de sangre. También dijo que si era un miembro de la familia imperial quien lo mataba, nadie de la familia viviría más de dos años, y que sería el propio pueblo ruso quien les daría muerte. A Rasputín lo mataron en diciembre de 1916, y lo hizo el marido de una sobrina del Zar. La familia imperial fue borrada de la faz de la tierra en agosto de 1918.
Hayes no se dejó impresionar.
– No hay prueba alguna de que verdaderamente hiciera tales predicciones.
Brezhnev lo miró con fijeza.
– Ahora sí la hay. El escrito que encontró su señor Lord, de puño y letra de la propia Alejandra, confirma que Rasputín hizo esta predicción a la Zarina en octubre de 1916, dos meses antes de morir. El gran fundador de este país -era claro el sarcasmo de Brezhnev-, nuestro amado Lenin, se tomó la cosa muy en serio, evidentemente. Y Stalin se quedó lo suficientemente aterrorizado como para poner todo bajo sello y matar a todo el que podía saber algo.
Hasta ese momento no se había hecho idea Hayes de lo importante que era el hallazgo de Lord.
Lenin dijo:
– El gobierno provisional ofreció el trono a Yusúpov en marzo de 1917, tras la abdicación de Nicolás y de su hermano Miguel. La familia Romanov estaba terminada, de modo que el gobierno provisional consideró que los Yusúpov podían sustituirla. Félix gozaba del general respeto por haber matado a Rasputín. El pueblo lo tenía por un salvador. Pero él rechazó la oferta. Cuando los soviéticos se hicieron por completo con el control, Yusúpov huyó del país.
– Yusúpov era, por encima de cualquier otra consideración, un patriota -dijo Khrushchev-. Hitler le ofreció el gobierno de Rusia, cuando la hubiera conquistado Alemania, y él se negó en redondo. Los comunistas le ofrecieron el puesto de conservador de varios museos, y él dijo que no. Amaba con todo su corazón a la Madre Rusia y, al parecer, nunca llegó a comprender, o lo comprendió demasiado tarde, que matar a Rasputín había sido un error. Nunca se le pasó por la cabeza que la familia imperial llegara a perecer. Parece ser que se sentía enormemente culpable de la muerte del Zar. De modo que formuló un plan.
– ¿Cómo sabe usted todo eso? -le preguntó Hayes.
Stalin sonrió.
– Tras la caída del comunismo, los archivos han revelado sus secretos. Es como una matryoshky: cada estrato que descubrimos lleva dentro otro. Nadie quería que sucediera esto, pero todos creíamos que había llegado el momento de la revelación.
– ¿Siempre han sospechado ustedes que había un sobreviviente de los Romanov?
– No sospechábamos nada -dijo Brezhnev-. Temíamos que lo previsto hace decenios diera sus frutos con la reemergencia del gobierno imperial. Teníamos razón, al parecer. No cabía esperar que su señor Lord se entrometiera en el asunto, pero quizá sea una suerte que la situación haya evolucionado así.
Stalin dijo:
– Nuestros archivos estatales se hallan repletos de informes de personas que participaron en las ejecuciones de Ekaterimburgo. Pero Yusúpov era listo: comprometió en su plan a la menor cantidad de gente posible. La policía secreta de Lenin y Stalin sólo logró averiguar detalles de poca importancia. Nada llegó a confirmarse nunca.
Hayes bebió un sorbo de su café. Luego preguntó:
– Si la memoria no me engaña, Yusúpov vivió muy modestamente tras su huida de Rusia.
– Siguiendo el ejemplo del Zar, repatrió la mayor parte de las inversiones que tenía en el extranjero cuando estalló la primera guerra mundial -dijo Brezhnev-. Lo que quiere decir que su dinero y sus acciones estaban aquí. Los rusos incautaron todas sus propiedades en Rusia, incluidas las obras de arte y las joyas que la familia Yusúpov había amasado. Pero Yusúpov era más listo de lo que parecía. Había invertido en Europa, sobre todo en Suiza y Francia. Daba la impresión de vivir modestamente, pero siempre tuvo dinero. La documentación de que se dispone indica que negoció con acciones de los ferrocarriles norteamericanos en los años veinte y que convirtió sus inversiones en oro antes de la Gran Depresión. Los soviéticos buscaron una cámara acorazada en que pudiera estar el oro, pero no encontraron nada.
Lenin se acomodó en su asiento.
– También cabe la posibilidad de que manejara inversiones zaristas que no cayeran en manos de los bolcheviques. No faltaban quienes creían que Nicolás II tenía millones de rublos en bancos del extranjero, y Yusúpov hizo muchos viajes a Estados Unidos hasta que le sobrevino la muerte, a finales de los años sesenta.
Hayes estaba cansado, pero la adrenalina fluía ya por sus venas.
– ¿Qué hacemos ahora, pues? -preguntó.
– Tenemos que encontrar a Lord y a esa mujer -dijo Khrushchev-. He puesto sobre aviso todas las estaciones fronterizas, pero me temo que ya es demasiado tarde. Ya no tenemos controles en la frontera con Ucrania, y ésa era la salida más próxima de que disponían. Señor Hayes, en todo momento puede usted desplazarse a donde haga falta. Tiene que estar disponible. Lo más probable es que Lord se ponga en contacto con usted. No tiene motivo alguno para desconfiar de usted. Cuando lo llame, actúe con rapidez. Creo que ya comprende usted la gravedad de la situación.
– Desde luego que sí -dijo Hayes-. Lo veo todo muy claramente.
Atlanta, Georgia
07:15
Akilina permaneció a la espera mientras Lord abría la puerta de su apartamento. Luego entró con él.
Habían pasado la noche del sábado en el aeropuerto de Kiev y luego, el domingo por la mañana, cogieron un vuelo de Aeroflot con destino a Frankfurt, Alemania. Todos los vuelos de la tarde y de primera hora de la noche estaban completos, de modo que tuvieron que esperar en la terminal un vuelo de la compañía Delta que salía de madrugada y que iba directamente a Atlanta. Dos asientos en clase coach por los que Lord tuvo que pagar la mitad del dinero que Semyon Pashenko le había entregado.
Antes guardaron el lingote de oro en la consigna del aeropuerto de Kiev, a pesar de que no las tenían todas consigo en cuanto a la confianza que podía ponerse en el sistema. Akilina fue de la misma opinión que Lord: no había modo de llevar encima aquel lingote.
Ambos durmieron en el avión, pero la diferencia horaria no dejó de afectarles, y aún no habían terminado de desplazarse en la dirección del sol. Una vez en Atlanta, Lord reservó dos plazas en un vuelo a San Francisco que salía a las doce. Necesitaban una buena ducha y un cambio de ropa, de manera que tomaron un taxi y éste, en veinte minutos, los llevó a donde vivía Lord.
Akilina quedó impresionada con el apartamento. Dijo que era mucho mejor que el de Pashenko, pero que seguramente no tendría nada de particular para un norteamericano. Las alfombras eran suaves y estaban limpias; los muebles, a sus ojos, eran elegantes y caros. Hacía un poco de frío, al menos hasta que Lord ajustó el termostato de la pared y la calefacción central calentó las habitaciones. Nada que ver con los radiadores del apartamento de Akilina en Moscú, que funcionaban a todo o nada. La chica tomó nota de lo limpio que estaba todo y se dijo que no había de qué sorprenderse. Miles Lord le había parecido, desde el principio, una persona con un buen control de sí mismo.
– Hay toallas en el cuarto de baño de la entrada. Coge lo que quieras -le dijo Lord, en ruso-. Puedes usar ese cuarto de baño para darte una ducha.
Akilina no hablaba mal el inglés, pero tampoco podía afirmarse que lo dominara. Durante el viaje, tuvo dificultades para entender a la gente del aeropuerto, y sobre todo para contestar las preguntas del aduanero. Afortunadamente, su visado de artista le permitía el acceso al país sin problemas.
– Yo utilizaré mi cuarto de baño. Te veo en seguida.
Lord le indicó dónde estaba la ducha y ella se tomó su tiempo, dejando que el agua caliente le acariciara los fatigados músculos. Para su cuerpo era plena noche. Sobre la cama del dormitorio encontró un albornoz esperándola, y se envolvió en él. Lord le había dicho que disponían de una hora antes de salir con destino al aeropuerto, para tomar su vuelo hacia el oeste. Se secó el pelo con una toalla y dejó que los ensortijados rizos le cubrieran los hombros. El ruido del agua corriendo en el cuarto de baño de detrás era clara indicación de que Lord seguía bajo la ducha.
Se metió en el cuarto de estar y se detuvo un momento a admirar las fotografías enmarcadas que había en la pared y en dos mesas esquineras. Era evidente que Lord procedía de una familia numerosa. Había varias instantáneas en que se le veía con varios chicos y chicas de diversas edades. Él era, al parecer, el mayor. En una foto de toda la familia se le veía a los dieciocho o diecinueve años, con cuatro hermanos y hermanas no mucho más pequeños.
En dos fotografías estaba vestido de deportista, con el rostro medio tapado por el casco y el protector facial, y con una camisola con número y con los hombros almohadillados. Había también un retrato de su padre, solo, apartado de las demás fotografías. Era un hombre de unos cuarenta años, con los ojos castaños, muy serios y profundos, y el pelo corto, oscuro y pegado al cráneo, muy a juego con su piel. Le brillaba la frente por el sudor y se le veía delante de un pulpito, con la boca abierta, con los dientes de marfil destellantes, con el dedo índice señalando hacia lo alto. Llevaba un traje que parecía sentarle bien, y Akilina captó un barrunto de oro en el gemelo del brazo que tenía levantado. En el ángulo inferior izquierdo había algo escrito con rotulador. Cogió el retrato e intentó leer lo que ponía, pero no se las apañaba demasiado bien con el alfabeto occidental.
– Lo que dice es: «Hijo, únete a mí» -dijo Lord en ruso. Ella se dio la vuelta.
Lord estaba en el umbral de la habitación. Una bata marrón le ocultaba el cuerpo, dejando al descubierto los tobillos y los pies desnudos. En la V del escote Akilina observó que una ligera capa de vello entre castaño y negro le cubría el musculoso pecho.
– Ese retrato era para convencerme de que me dedicara a lo mismo que él.
– ¿Por qué no lo hiciste?
Lord se acercó a Akilina. Olía a jabón y a champú. Akilina observó que acababa de afeitarse, que ya no le cubría las mejillas y el cuello una barba de dos días. En su piel morena, de chocolate, no se percibían los estragos del tiempo y de los sinsabores, tan comunes en los habitantes de Rusia.
– Mi padre engañó a mi madre y nos dejó sin un centavo. No me apetecía absolutamente nada seguir su camino.
A Akilina se le vino a la memoria la amargura que había expresado Lord en casa de Semyon Pashenko, el viernes pasado. – ¿Y tu madre?
– Estaba enamorada de él. Y sigue estándolo. No tolera que se hable mal de él en su presencia. Lo mismo les pasaba a sus seguidores. Todos lo consideraban un santo.
– ¿Nadie sabía nada?
– Nadie se lo creía. Y él se habría puesto a gritar desde el pulpito, diciendo que era un caso claro de discriminación y que ningún negro podía tener éxito sin que le hicieran la vida imposible.
– En el colegio nos hablaron de los prejuicios que hay en este país. Que los negros no tienen ninguna posibilidad en una sociedad blanca. ¿Es cierto?
– Lo era, y hay quien dice que sigue siéndolo. Pero yo no lo creo. No digo que este país sea perfecto. Ni con mucho. Pero es la tierra de las oportunidades, si sabes aprovecharlas.
– ¿Supiste tú aprovecharlas, señor Lord?
Él sonrió.
– ¿Por qué haces eso?
Una curiosa expresión se mostró en el rostro de Akilina.
– No me llames señor Lord -explicó él.
– Es una costumbre. No lo hago con mala intención.
– Llámame Miles. Y, por contestar a tu pregunta, me gustaría creer que sí, que he aprovechado bien mis oportunidades. Estudié mucho, no me regalaron nada.
– ¿Y ese interés tuyo por mi país? ¿Te empezó ya de joven?
Lord señaló una biblioteca que había al otro lado de la soleada habitación.
– Siempre me fascinó Rusia. Tenéis una historia estupenda de leer. Es un país de extremos, tanto por sus dimensiones como por su política, o incluso el clima. Las actitudes.
Akilina no apartaba la vista de él mientras hablaba, calibrando la emoción que había en su voz, mirándole los ojos.
– Lo ocurrido en 1917 fue tristísimo. El país estaba al borde del renacimiento social. Había una tremenda floración de poetas, escritores, pintores, dramaturgos. La prensa era libre. Y todo ello desapareció, de la noche a la mañana.
– Y tú quieres participar en nuestra resurrección, ¿verdad?
Él sonrió.
– ¿Quién habría pensado nunca que un chico de Carolina del Norte podría verse en semejante posición?
– ¿Estás muy unido a tus hermanos?
Lord se encogió de hombros.
– Estamos diseminados por todo el país. Demasiado ocupados para hacernos visitas.
– Y ¿cómo les va?
– Uno de ellos es médico, dos se dedican a la enseñanza, otro es contable.
– No parece que tu padre lo haya hecho tan mal.
– No hizo absolutamente nada. Fue mi madre quien nos impulsó a todos.
Akilina no sabía gran cosa de Grover Lord, pero creyó comprender.
– Puede que la vida de tu padre fuera el ejemplo que todos necesitabais.
– Un ejemplo del que habríamos podido pasarnos la mar de bien -dijo él, en tono de burla.
– ¿Es ésa la razón de que no te hayas casado nunca?
Lord se acercó a una de las ventanas y miró la soleada mañana.
– Pues no, no es ésa la razón. La razón es que nunca he tenido tiempo para ocuparme del asunto.
Se oía el rumor del tráfico en la distancia.
– Yo tampoco me he casado -dijo ella-. Quería seguir trabajando en el circo. El matrimonio, en Rusia, puede resultar muy difícil. Nosotros no somos el país de las oportunidades.
– ¿No ha habido nadie importante en tu vida?
Por un momento, Akilina pensó contarle algo de Tusya, pero se abstuvo.
– Nadie verdaderamente importante -dijo.
– ¿Estás convencida de que la restauración del Zar será la solución de todos vuestros problemas?
Akilina se alegró de que no insistiera en la pregunta anterior. Quizá hubiera percibido su vacilación.
– Los rusos siempre han sido conducidos por alguien. Si no un Zar, un secretario general. ¿Qué más da quién nos lleve, si nos lleva bien?
– Da toda la impresión de que alguien quiere impedir que hagamos lo que estamos haciendo, sea ello lo que sea. Puede que tras la restauración de la monarquía haya un intento de hacerse con las riendas del poder.
– Ahora están a miles de kilómetros.
– Gracias a Dios.
– No se me quitan de la cabeza los Maks -dijo ella-. El anciano y su sobrino murieron por sus creencias. ¿Tan importantes son?
Lord tomó un libro de la biblioteca. Akilina observó que en la cubierta iba una foto de Rasputín, la imagen amenazadora de un rostro barbado y unos ojos penetrantes.
– La clave de vuestro futuro como nación puede tenerla este oportunista. Siempre pensé que era un embaucador, que tuvo la suerte de encontrarse en el sitio adecuado, en el momento adecuado. Esta estantería está llena de libros que tratan de él. Llevo años leyendo cosas sobre Rasputín, sin creer en ningún momento que fuera una persona de más talla que mi padre.
– ¿Y ahora qué piensas?
Lord suspiró profundamente.
– No sé qué pensar. Todo esto es increíble. Félix Yusúpov se las compuso de algún modo para traerse dos hijos de los Romanov a Estados Unidos.
Se situó junto a otra estantería.
– Tengo varias; biografías de Yusúpov. La imagen que trazan de él no es la de un tipo manipulador y listo. Más bien de un entrometido, que no era capaz ni de matar a un enemigo como es debido.
Ella se acercó y le quitó el libro de las manos, para mirar luego fijamente los ojos de Rasputín en la portada.
– Siguen siendo impresionantes, aun ahora.
– Mi padre decía que los designios de Dios son inescrutables. Siempre pensé que con ello sólo pretendía ganarse la lealtad de sus seguidores, que no pudieran apartarse de él si querían seguir escuchando la palabra de Dios. Ahora, lo que espero es que estuviera equivocado.
Los ojos de ella tropezaron con los de él.
– No es bueno odiar al padre.
– Nunca he dicho que lo odiara.
– No hace falta que lo digas.
– Le guardo rencor por lo que nos hizo. El lío en que nos dejó. Su hipocresía.
– Pero podría ser que le pasara igual que a Rasputín, que su herencia sea más importante de lo que tú crees. Puede que tú seas esa herencia. El Cuervo.
Te crees de veras toda esa historia, ¿no?
En la tranquilidad del cálido apartamento, Akilina empezaba a relajarse.
– Lo único que sé es que desde el momento en que entraste en mi compartimento del tren me vengo sintiendo distinta. Es difícil de explicar. Soy una mujer de familia humilde. Mataron a mi abuela, destruyeron la vida de mis padres. Llevo toda la vida viendo sufrir a la gente y preguntándome si podía hacer algo al respecto. Ahora quizá pueda cambiarlo todo.
Lord se metió la mano en el bolsillo y sacó la llave de latón procedente de la caja metálica. Las iniciales C.M.B. y el número 716 se leían con toda claridad.
– Antes tendremos que localizar la Campana del Infierno y averiguar qué es lo que abre esta llave.
– Confío en que lo haremos entre los dos.
– Menos mal que uno de los dos confía -dijo, meneando la cabeza.
Moscú, 16:20
Hayes estudiaba a Stefan Baklanov. El Presumible Heredero se alzaba frente a los diecisiete miembros de la Comisión del Zar, encaramado a una mesa cubierta con un paño de seda. El Gran Salón del Palacio de las Facetas estaba lleno de espectadores y periodistas, y el ambiente era una especie de neblina azulada, procedente de los comisionados, que parecían disfrutar continuamente del tabaco en cualquiera de sus manifestaciones.
Baklanov llevaba un traje oscuro y no daba la impresión de inmutarse ante las preguntas de los comisionados, por largas o complicadas que fueran. Ésta era su última aparición en público antes de la votación de la mañana siguiente en que se elegiría entre los tres candidatos finales. En principio fueron nueve. Tres de ellos quedaron descartados de entrada. Otros dos eran cuestionables. Cuatro eran fuertes aspirantes, por su parentesco de sangre y por su cumplimiento de los requisitos establecidos en la Ley de Sucesión de 1797. La ronda inicial de los debates se centró en los matrimonios posteriores a 1918 y la disolución de linajes que en algún momento fueron muy dignos de tenerse en cuenta. Cada uno de los nueve candidatos pudo defender su caso ante la comisión y contestar a las preguntas que se le hicieran. Hayes había tomado las medidas necesarias para que Baklanov fuera en último lugar.
– Pienso muy a menudo en mi antecesor -dijo Baklanov ante el micrófono, en tono bajo, pero muy potente-. En este mismo salón del Palacio de las Facetas se reunieron los boyardos en enero de 1613 para elegir nuevo Zar. El país se hallaba en estado de gran agitación, porque el trono llevaba doce años vacío. Este grupo estableció unos requisitos muy concretos, como ustedes han hecho ahora. Tras largos debates y tras haber rechazado a diversos pretendientes, los boyardos escogieron por unanimidad a un muchacho de dieciséis años: Miguel Romanov. Es importante señalar que lo encontraron en el monasterio de Ipatiev. Allí empezó la dinastía de los Romanov, y en otra casa de los Ipatiev, la de Usos Especiales, trescientos años más tarde, vio su final.
Tras una pausa, añadió:
– Al menos, por el momento.
– Pero ¿no es verdad que Miguel fue elegido porque se comprometió a no tomar ninguna decisión sin consultarla antes con los boyardos, convirtiendo así la Duma en una asamblea nacional de facto? ¿Piensa usted hacer algo parecido? -preguntó uno de los comisionados.
Baklanov se removió en su asiento, pero su rostro conservó la expresión de afabilidad y franqueza.
– Ésa no fue la única razón de que eligieran a mi antecesor. Antes de proceder a la votación, la asamblea hizo una especie de encuesta y confirmó que Miguel Romanov gozaba de amplio apoyo popular. Lo mismo es cierto ahora, Comisionado. Todas las encuestas de ámbito nacional indican que la gente apoya mi restauración. Pero, respondiendo directamente a su pregunta, le recordaré que los tiempos de Miguel Romanov eran muy distintos a los nuestros.
»Rusia ha intentado antes la democracia, y ya ven ustedes los resultados. Somos un país acostumbrado a no confiar en el gobierno. La democracia implica un constante desafío, y nuestra historia no nos ha preparado para ello. Aquí, la gente espera que el gobierno se involucre en sus vidas. Las sociedades occidentales preconizan lo contrario.
»No ha habido grandeza alguna en nuestro país desde 1917. Nuestro imperio fue una vez el mayor de la Tierra y ahora, por el contrario, nuestra existencia depende de la generosidad de las naciones extranjeras. Es algo que me pone enfermo. Nos hemos pasado casi ochenta años fabricando bombas y equipando ejércitos, mientras la nación se venía abajo. Ha llegado la hora de invertir el proceso.
Hayes era consciente de que Baklanov actuaba para las cámaras. Las sesiones estaban retransmitiéndose en directo para Rusia y el mundo entero: la CNN, la CNBC, la BBC y la Fox se ocupaban de la cobertura occidental. Su respuesta podía considerarse casi perfecta. Baklanov había eludido la verdadera pregunta, pero había aprovechado la ocasión para dejar sentado un principio global de actuación. Quizá no fuera capaz de gobernar, pero, desde luego, sabía cómo halagar los oídos del público.
Otro comisionado preguntó:
– El padre de Miguel, Filaret, si recuerdo bien la Historia, fue quien de hecho llevó el país durante gran parte del reinado de su hijo. Miguel era un mero títere. ¿Es ésa una preocupación que el país debe sentir en su caso? ¿Serán otros quienes controlen sus decisiones?
Baklanov negó con la cabeza.
– Tenga usted por seguro, Comisionado, que no me hará falta nadie para tomar mis decisiones. Pero con ello no quiero decir que no acudiré a mi Consejo de Estado en requerimiento de opinión y sabio asesoramiento. Soy plenamente consciente de que todo autócrata debe contar con el apoyo de su gobierno y de su pueblo para salir adelante.
Otra excelente respuesta, pensó Hayes.
– ¿Qué nos dice de sus hijos? ¿Están preparados para asumir la responsabilidad? -preguntó el mismo comisionado.
El hombre estaba acuciándolo. Era uno de los otros tres candidatos, el que no estaba aún completamente comprado, porque no se había llegado a un acuerdo con él en lo tocante al precio. Pero a Hayes le habían garantizado unas horas antes que mañana por la mañana habría unanimidad.
– Mis hijos están dispuestos. El mayor ha comprendido su responsabilidad y está preparado para ser zarevich. Lo llevo educando desde que nació.
– ¿Tan seguro estaba usted de que se produciría la restauración?
– Mi corazón siempre me dijo que llegaría el día en que el pueblo ruso desearía el regreso de su Zar. La separación entre el Zar y el pueblo se produjo por medio de la violencia. Al Zar le arrebataron el trono a punta de fusil. Y ningún honor puede derivarse de una mala acción. Esta nación anda en busca de su pasado, y nos cabe esperar que la acción conjunta de la esperanza y las plegarias nos muestre el camino de la prosperidad. No nos debemos sólo a nosotros mismos. Ello es especialmente cierto de quienes nacen bendecidos por la sangre imperial. El trono de esta nación es el trono de los Romanov, y yo soy, entre los vivos, el varón Romanov de más cercano parentesco con Nicolás II. Cuanto mayor es el honor, mayor es la carga. Estoy preparado para llevarla sobre los hombros, por el bien de mi pueblo.
Baklanov bebió un sorbo de agua del vaso que tenía delante. Ningún comisionado interrumpió aquel momento. Volvió a dejar el vaso sobre la mesa y dijo:
– Miguel Romanov aceptó el trono a regañadientes, en 1613. Yo no voy a poner ninguna clase de pretexto para justificar mi deseo de ser el Zar. Rusia es mi Patria. Estoy convencido de que las naciones tienen sexo, y el nuestro es claramente femenino. Es esta acusada feminidad lo que explica nuestra fertilidad. Un biógrafo de Fabergé, a pesar de ser inglés, lo explica mejor: Dadle el punto de partida, la semilla, y ella, a su modo, tan peculiar, obtendrá los resultados más sorprendentes. Mi destino consiste en proveer a que estos resultados alcancen la madurez. Toda semilla sabe cuando ha llegado su momento. Yo sé cuando llega el mío. Al pueblo puede imponérsele el miedo, pero no el amor. Lo comprendo perfectamente. No quiero que Rusia me tema. No anhelo ninguna conquista imperial, ni la dominación del mundo. Nuestra grandeza, en los años venideros, consistirá en proveer a nuestro pueblo de un modo de vida que le garantice la salud y la prosperidad. Lo que cuenta no es que podamos aniquilar mil veces el mundo. Lo que cuenta es que podamos dar de comer a nuestro pueblo, curar sus enfermedades, proporcionarle acomodo y garantizar su prosperidad durante generaciones.
Pronunció estas palabras con una emoción fácilmente reproducible en audio y vídeo. Hayes quedó aún más impresionado.
– No voy a decir que Nicolás II fuera irreprochable. Fue un autócrata muy terco, que perdió de vista su objetivo. Ahora sabemos que su mujer le nublaba el entendimiento y que la tragedia de su hijo los hizo a ambos vulnerables. Alejandra era, desde muchos puntos de vista, un alma bendita, pero también era una insensata. Se dejó influir por Rasputín, un hombre a quien casi todo el mundo despreciaba por oportunista. La Historia es buena maestra. Yo no incurriré en estos mismos errores. Esta nación no puede permitirse gobernantes débiles. Tiene que haber seguridad en nuestras calles, nuestras instituciones legales y gubernamentales han de hallar sólida base en la verdad y la confianza. Sólo así podrá salir adelante este país.
– Cualquiera diría -exclamó uno de los comisionados- que ya se ha nombrado usted Zar por propia decisión.
Volvía a intervenir el comisionado a medio comprar.
– Mi cuna eligió por mí, Comisionado. Yo no tengo ni voz ni voto en este asunto. El trono de Rusia es el trono de los Romanov. Eso es un hecho indiscutible.
– ¿No renunció Nicolás al trono, en su propio nombre y en el de su hijo Alexis? -preguntó otro miembro del grupo.
– Lo hizo en su nombre. Dudo que haya un solo jurisconsulto que le reconozca el derecho a renunciar también por Alexis. En el momento mismo en que abdicó Nicolás II, en marzo de 1917, Alexis se convirtió en Alexis II. Nicolás no tenía derecho a quitarle el trono a Alexis. El trono es de los Romanov, del linaje de Nicolás II, y yo soy el varón vivo más cercano a él por parentesco.
A Hayes le gustó mucho la actuación. Baklanov sabía exactamente lo que tenía que decir. Y había hecho sus declaraciones con la entonación adecuada para transmitir el mensaje sin ofender a nadie.
Stefan I sería un Zar excelente.
Con tal que se aviniera a acatar las órdenes en tanta medida como pretendía darlas.
13:10
Lord miró a Akilina. Iban en el costado de babor del vuelo de United Airlines L1011, a doce mil metros por encima del desierto de Arizona. Habían despegado de Atlanta a las doce y cinco del mediodía y, por la diferencia horaria, tras cinco horas de vuelo llegarían a San Francisco un poco antes de las dos de la tarde. Habían dado tres cuartos de vuelta al mundo en las últimas veinticuatro horas, pero Lord se alegraba de hallarse de nuevo en suelo -o aire- norteamericano, y no sabía muy bien qué era lo que iban a hacer en California.
– ¿Siempre estás igual de inquieto? -le preguntó Akilina en ruso, sin levantar la voz.
– No siempre. Pero esto no es lo de siempre.
– Quiero decirte una cosa.
Lord percibió la entonación especial de su voz.
– No te dije toda la verdad, antes, en el apartamento.
Él se quedó perplejo.
– Me preguntaste si había habido alguien de especial importancia en mi vida, y yo te dije que no. La verdad es que sí lo hubo.
La zozobra le nubló el rostro, y Lord se consideró obligado a decir:
– No tienes por qué darme ninguna explicación.
– Quiero dártela.
Él se echó hacia atrás en el asiento.
– Se llamaba Tusya. Lo conocí en la escuela de artistas a la que me enviaron al terminar la segunda enseñanza. Nunca entró en los planes de nadie que yo fuera a la universidad. Mi padre era artista y, por consiguiente, yo también tenía que serlo. Tusya era acróbata. Era bueno, pero no lo suficiente. No pasó de la escuela. Así y todo, quería que nos casáramos.
– ¿Qué ocurrió?
– La familia de Tusya vivía en el norte, cerca de las llanuras heladas. Como no era de Moscú, no nos habría quedado más remedio que vivir con mis padres hasta que a él le dieran permiso para tener apartamento propio. Lo cual implicaba el permiso para casarse y para que Tusya viviera en Moscú. Mi madre se negó.
Lord manifestó sorpresa:
– ¿Por qué?
– En aquella época era una mujer amargada. Mi padre seguía en el campo de trabajo. Ella le guardaba rencor, por eso y por su deseo de abandonar el país. Vio la felicidad en mis ojos, y procuró apagarla por todos los medios, para dar satisfacción a su propio dolor.
– ¿Por qué no os fuisteis a vivir a algún otro sitio?
– Tusya no consintió. Quería ser moscovita. Todo el que no lo era quería serlo. Sin hablarlo antes conmigo, se alistó en el ejército. Era eso o verse relegado a una fábrica, cualquiera sabe dónde. Me dijo que volvería en cuanto obtuviese el derecho a vivir donde quisiera.
– ¿Qué fue de él?
Ella dudó antes de decir:
– Murió en Chechenia. Para nada, porque, al final, todo quedó como estaba antes. Nunca perdoné a mi madre lo que había hecho.
Lord captó la amargura:
– ¿Lo querías mucho?
– Todo lo que se puede querer siendo tan joven. Pero ¿qué es el amor? Para mí, era un alivio temporal de la realidad. Antes me preguntaste si, en mi opinión, todo iría mejor con el Zar. Pero ¿cómo podría ir peor?
Lord no le discutió nada.
– Tú y yo somos distintos -dijo ella.
Lord no comprendió.
– En muchos aspectos, mi padre y yo éramos iguales. A ambos se nos negó el amor, por la dureza de nuestra Patria. Tú, por tu lado, odias a tu padre, pero supiste aprovechar las oportunidades que te brindaba tu país. No deja de ser interesante el modo en que la vida provoca tales extremos.
Él pensó que sí, que no dejaba de ser interesante.
El Aeropuerto Internacional de San Francisco estaba abarrotado de gente. Lord y Akilina llevaban muy poco equipaje: sólo las mochilas que les había proporcionado Semyon Pashenko. Si no averiguaban nada en un par de días, Lord tenía intención de regresar a Atlanta y ponerse en contacto con Taylor Hayes, y que les dieran por saco a Pashenko y a Rasputín. Estuvo a punto de llamar a la oficina antes de salir de Georgia, pero lo pensó mejor. Quería respetar los deseos de Pashenko todo el tiempo que fuera posible, dando crédito, al menos en parte, a una profecía que hasta entonces se le había antojado una chifladura total.
Dejaron atrás la recogida de equipajes y salieron al exterior con una verdadera multitud de pasajeros. Tras un muro de cristal, el atardecer de la Costa Oeste resplandecía al sol.
– ¿Y ahora qué? -le preguntó Akilina en ruso. Lord no le contestó, porque tenía la atención puesta en algo que había captado en el otro extremo de la terminal.
– Vamos -dijo, agarrando de la mano a Akilina y llevándola por entre la falange de gente.
A lo lejos, en la pared, más allá de la recogida de equipajes de American Airlines, había un letrero luminoso, uno más entre los cientos de ellos que abigarraban las paredes de la terminal, con toda clase de anuncios, desde pisos en propiedad hasta planes especiales para las llamadas de larga distancia. Lord se quedó mirando las palabras superpuestas a un edificio que parecía un templo:
CREDIT & MERCANTILE BANK OF SAN FRANCISCO
TRADICIÓN LOCAL DESDE 1884
– ¿Qué dice? -le preguntó Akilina en ruso.
Él se lo dijo, luego buscó la llave que tenía en el bolsillo, para mirar de nuevo las iniciales grabadas:
C.M.B.
– Creo que esta llave es de una caja del Credit & Mercantile Bank. Ya existía en tiempos de Nicolás II.
– ¿Cómo puedes estar seguro de que éste es el sitio?
– No lo estoy.
– Y ¿cómo lo averiguamos?
– Buena pregunta. Habrá que contarles una buena historia para que nos permitan el acceso. No creo que el banco nos deje entrar tan tranquilos y abrir una caja con una llave que tiene decenas de años encima. Nos harán preguntas.
Su mente de abogado se puso en marcha.
– Pero creo que conozco el modo de solucionarlo.
El taxi tardó media hora en llevarlos al centro. Lord había elegido un hotel de la cadena Marriott situado en las cercanías del barrio financiero. El edificio acristalado, gigantesco, parecía una especie de jukebox. Su elección no se debía sólo a la proximidad con el barrio financiero, sino también a que era un centro de negocios bien equipado.
Tras haber dejado las mochilas en la habitación, bajaron al vestíbulo. En uno de los procesadores de texto Lord escribió el epígrafe OFICINA DE AUTENTICACIÓN DEL CONDADO DE FULTON. Habiendo trabajado en la sección de autenticaciones de un bufete durante su último año de facultad, conocía bien la legislación testamentaria: un tribunal podía legitimar de oficio la actuación de un albacea en representación de un fallecido que lo hubiera nombrado por testamento epistolar. Él mismo había escrito unos cuantos oficios así, pero prefirió asegurarse, y entró en internet. La Red estaba repleta de bufetes ofreciendo de todo, desde la última jurisprudencia en materia de sucesiones, hasta plantillas válidas para los más intrincados documentos. Había un sitio, en el servidor de la Emory University de Atlanta, que Lord solía utilizar por costumbre. Allí encontró el modo adecuado de redactar un falso testamento epistolar.
Cuando la impresora terminó de imprimir, le enseñó el documento a Akilina.
– Eres hija de una tal Zaneta Ludmilla. Tu madre acaba de morir y te ha dejado la llave de su caja de seguridad. La Oficina de Autenticación del Condado de Fulton, Georgia, ha confirmado que tú eres la albacea testamentaria. Y yo soy tu abogado. Como no hablas bien inglés, estoy aquí para facilitarte las cosas. Como albacea, tienes la obligación de levantar inventario de todos los bienes de tu madre, incluido lo que sea que haya en esa caja.
Akilina sonrió.
– Igual que en Rusia: papeles falsificados. El único modo de conseguir las cosas.
En contra de lo que hacía suponer su publicidad, el Credit & Mercantile Bank no tenía su sede en un edificio neoclásico de granito, sino en una de las más modernas estructuras metálicas del barrio financiero. Lord conocía el nombre de las elevadas construcciones que había alrededor. El Embarcadero Center, el edificio Russ y la fácilmente identificable Torre de Transamérica. Conocía bien la historia del barrio. Predominaban los bancos y las compañías de seguros, haciendo honor a la denominación de la Wall Street del Oeste. Pero también abundaban las petroleras, los gigantes de la comunicación, las compañías de ingeniería y los conglomerados del sector de la confección. El barrio tuvo origen en el oro de California, pero ahora mantenía su puesto en el mundo financiero norteamericano gracias a la plata de Nevada.
El interior del Credit & Mercantile Bank era una moderna combinación de madera contrachapada, terrazo y cristal. Las cajas personales de seguridad estaban en la tercera planta, y allí, detrás del mostrador, les aguardaba una mujer con el pelo dorado. Lord le mostró la llave, los documentos oficiales falsos y su tarjeta de identificación del colegio de abogados de Georgia. Lo hizo a fuerza de sonrisas y simpatía, esperando que no hubiera demasiadas preguntas. Pero la expresión de curiosidad que pudo percibir en el rostro de la mujer no era precisamente alentadora.
– No tenemos ninguna caja con ese número -puso en conocimiento de Akilina y Lord, con toda frialdad, sosteniendo la llave en una mano.
Lord hizo un gesto para que se fijara en las letras grabadas:
– C.M.B. Es su banco, ¿no?
– Son nuestras iniciales -concedió ella, como haciendo un esfuerzo.
Lord decidió probar con un tono más firme.
– Mire usted, señora: la señorita Ludmilla, aquí presente, está deseando organizar la herencia de su madre, cuya muerte le ha resultado especialmente dolorosa. Tenemos razones para creer que esta caja tiene que ser muy antigua. ¿No mantiene el banco las cajas durante un largo período de tiempo? Según consta en su publicidad, esta institución bancaria lleva en funcionamiento desde 1884.
– Quizá si se lo digo más despacio me entenderá usted mejor, señor Lord.
El tono era cada vez más preocupante.
– En este banco no hay ninguna caja con el número 716. No coincide con nuestro sistema de numeración. Siempre hemos utilizado una combinación de letras y números.
Lord, dirigiéndose a Akilina, le dijo en ruso:
– No va a decirnos nada. Asegura que el banco no tiene el número 716.
– ¿Qué está usted diciendo? -le preguntó la mujer.
Lord volvió a dirigirse a ella.
– Le estoy diciendo que tendrá que sobrellevar su dolor durante algo más de tiempo, porque aquí no podremos aclarar nada.
Lord miró de nuevo a Akilina:
– Pon cara de mucha tristeza. A ver si puedes llorar un poco.
– Soy acróbata, no actriz.
Él la asió de las manos y la miró con aire muy comprensivo. Luego le dijo, en ruso:
– Inténtalo, que puede servirnos.
Akilina miró a la mujer y, por un momento, logró expresar una gran preocupación.
– Mire -dijo la mujer, devolviéndole la llave a Lord-, ¿por qué no lo intentan en el Commerce & Merchants Bank? Está en esta misma calle, a tres manzanas de aquí.
– ¿Ha funcionado? -pregunto AKilina.
– ¿Qué dice? -quiso saber la mujer.
– Que le traduzca lo que usted acaba de decir.
Dirigiéndose a Akilina, le dijo, en ruso:
– Puede que esta hija de perra tenga su corazoncito, después de todo.
Pasó al inglés para decirle a la mujer:
– ¿Sabe usted desde cuándo lleva en funcionamiento ese otro banco?
– Igual que nosotros. Desde el principio de los tiempos. Mil ochocientos noventa y tantos, creo.
El Commerce & Merchants Bank era un monolito ancho con la base de granito, el exterior de mármol y la fachada de columnas corintias. Contrastaba fuertemente con el Credit & Mercantile Bank y con los demás rascacielos que lo rodeaban, cuyos acristalamientos plateados y cuadrículas de metal evidenciaban un origen más reciente.
Lord quedó impresionado nada más entrar. El vestíbulo tenía todas las características de los viejos tiempos bancarios, con columnas de falso mármol, suelo de mármol y ventanillas de caja -reliquias de una época en que las rejas de hierro decorativas desempeñaban la función que ahora corresponde a las medidas de seguridad de alta tecnología.
Los dirigieron al despacho en que se llevaba el control del acceso a la cámara de cajas de seguridad, situada, según les dijo un vigilante de uniforme, un piso más abajo, en el sótano.
Los recibió un hombre negro de cabello canoso. Llevaba chaqueta y corbata, con un reloj de oro cuya cadena le cruzaba el pecho, justo por encima de la incipiente barriga. Dijo llamarse Randall Maddox James y parecía muy orgulloso de que su nombre tuviera tres componentes.
Lord le mostró los documentos de autenticación y la llave. No hubo comentarios negativos ni más allá de unas cuantas preguntas superficiales. James no tardó en conducirlos al intrincado sótano, pasando antes por el vestíbulo. Las cajas de seguridad se repartían en varias salas, todas ellas con las paredes cubiertas de puertecillas de acero inoxidable. Al final llegaron a una fila de cajas antiguas, con el exterior de un color verde sin lustre y las cerraduras negras.
– Éstas son las más antiguas que conservamos -dijo James-. Ya estaban aquí cuando el terremoto de 1906. Quedan muy pocos dinosaurios como éstos. Muchas veces nos preguntamos si alguna vez reclamará alguien su contenido.
– ¿No lo comprueban ustedes, transcurrido un tiempo? -preguntó Lord.
– No lo permite la ley. Mientras sigan pagando el alquiler de la caja…
Mantuvo la llave en alto.
– ¿Me está usted diciendo que el alquiler de esta caja viene pagándose desde los años veinte?
– Exactamente. De no ser así, la habríamos declarado inactiva y habríamos perforado la cerradura. Es evidente que su difunta tomó las medidas necesarias para que no fuera ése el caso.
Lord se corrigió de inmediato.
– Por supuesto, claro que sí.
James señaló la caja 716. Estaba a media altura de la pared y la puerta de acceso tenía unos treinta centímetros en diagonal y veinticinco de alto.
– Si necesitan ustedes algo, señor Lord, estoy en mi despacho.
Lord esperó a que James los dejara solos, cerrando la reja al salir. Luego introdujo la llave en la cerradura y abrió.
Dentro había otra caja de metal. Le llamó la atención, al extraerla, lo mucho que pesaba. Depositó el receptáculo en una mesa de madera de nogal que había al lado.
Contenía tres bolsas de terciopelo, en mucho mejor estado de conservación que la custodiada por Kolya Maks hasta la muerte. También había un periódico de Berna, doblado por la mitad. Era del 25 de septiembre de 1920. El papel se había vuelto quebradizo, pero seguía entero. Lord sacó con mucho cuidado la bolsa de encima y notó, al palparla, que dentro había varios objetos. La abrió rápidamente y vio que contenía dos barras de oro, idénticas a la que habían dejado en el aeropuerto de Kiev. Ambas llevaban estampadas en la cara anterior las letras NR y el águila bicéfala. A continuación alcanzo la otra bolsa, que era mucho más gruesa, casi redonda. Aflojó las cintas de cuero.
Lo que había dentro lo dejó muy sorprendido.
Era un huevo esmaltado de color rosa translúcido sobre campo de guillochis, sujeto sobre unas patas verdes con torcedura que, vistas de cerca, eran de hecho una serie de hojas imbricadas y con adornos que parecían diamantes de color rosa. En lo alto lucía una diminuta corona imperial con dos lazos y adornada también de diamantes de color rosa. El conjunto del óvalo presentaba cuatro partes, señaladas por cuatro hileras de diamantes y lirios blancos, más lo que parecía ser un exquisito rubí, también con hojas de esmalte translúcido, verdes sobre oro. El huevo tenía unos quince centímetros de altura, contando desde la base.
Y Lord lo había visto antes.
– Es un Fabergé -dijo-. Es un huevo de pascua imperial.
– Lo sé -dijo Akilina-. Los he visto en la Armería del Kremlin.
– Éste se llamaba Lirios del Valle. Se lo regalaron a la Emperatriz Viuda, María Feodorovna, madre de Nicolás II, en 1898. Pero hay un problema. Este huevo pertenecía a una colección privada, la del millonario norteamericano Malcolm Forbes, que adquirió doce de los cincuenta y cuatro huevos cuya existencia se conocía. Su colección era más amplia que la de la Armería del Kremlin. Este huevo, exactamente, lo he visto yo expuesto en Nueva York…
Se oyó el ruido de la reja metálica al otro extremo de la sala. Lord miró en esa dirección y vio a James acercarse entre cajas plateadas. Rápidamente volvió a meter el huevo en la bolsa y tiró de las cintas de cuero para cerrarla. Las barras de oro seguían dentro de su bolsa.
– ¿Va todo bien? -preguntó el hombre mientras se aproximaba.
– Muy bien -dijo Lord-. ¿Tendría usted por casualidad una caja de cartón o una bolsa de papel en que podamos llevarnos estos objetos?
El hombre echó un vistazo a la mesa.
– Por supuesto, señor Lord. El banco está a su disposición.
Lord deseaba examinar el resto del contenido de la caja, pero pensó que sería más prudente salir antes del banco. Randall Maddox James era un poquitín demasiado curioso, al menos para su nivel actual de paranoia. Una paranoia perfectamente comprensible, teniendo en cuenta las pruebas por las que acababa de pasar en los últimos días.
Metieron sus nuevas posesiones en una bolsa de papel del Commerce & Merchants Bank, con asas de cordel y salieron a la calle. Una vez allí, tomaron un taxi que los llevara a la Biblioteca Pública. Lord recordaba el edificio, de una visita anterior: un majestuoso edificio de tres pisos, que había sobrevivido a los dos terremotos, el de 1906 y el de 1989. A un lado se alzaba el nuevo edificio, y allí los encaminó la señorita de información. Antes de volver a pensar en los objetos que contenía la bolsa, Lord localizó varios libros sobre Fabergé y, entre ellos, un catálogo de todos los huevos imperiales de pascua conocidos.
En un salón de lectura, con la llave echada, Lord distribuyó el contenido de la caja de seguridad encima de la mesa. Abrió entonces uno de los libros y leyó que en 1885 Carl Fabergé fabricó cincuenta y seis huevos por encargo del Zar Alejandro III. Un regalo de Pascua para su mujer. Tan santo día era la fiesta más importante de la Iglesia Ortodoxa Rusa. Tradicionalmente se celebraba con un intercambio de huevos y tres besos. Las alhajas fueron tan bien recibidas, que el Zar continuó encargando una todos los años, por Pascua. Nicolás II, el hijo de Alejandro que heredó el trono en 1894, siguió la tradición, pero modificándola en el sentido de encargar dos, para su madre y para su mujer, en vez de un solo huevo.
Todas estas joyas únicas eran de oro esmaltado y piedras preciosas, y llevaban en su interior una sorpresa: un diminuto carruaje de coronación, una réplica del yate real, un tren, animalitos de cuerda, o alguna otra intrincada miniatura mecánica. Se conocían cuarenta y siete de los cincuenta y seis huevos originales, y en los pies de las fotos se especificaba la situación de cada uno de ellos. Los otros nueve no se habían vuelto a localizar desde la revolución bolchevique.
Encontró una foto a toda página del huevo llamado Lirios del Valle. El texto de acompañamiento decía:
El maestro Michael Perchin, del taller de Fabergé, creó esta maravilla. Su sorpresa consistía en tres pequeños marcos ovalados con los retratos del Zar, las grandes duquesas Olga y Tatiana, las dos hijas mayores de la casa imperial. Ahora pertenece a una colección privada. Nueva York.
El libro mostraba una foto a color, tamaño natural, o casi, de la pieza. En la parte de arriba se desplegaba un trébol de miniaturas, rematadas por la corona real de diamante, con el rubí. Los óvalos tenían el respaldo de oro y el marco de diamantes rosa. En la foto del centro se veía a Nicolás II de uniforme, con barba y con las hombreras y la parte superior del pecho claramente visibles. A su izquierda estaba Olga, la primogénita, con su angelical carita de tres años nimbada de rizos rubios. A la derecha, la infanta Tatiana, que aún no había cumplido un año en aquella fecha. Todos los retratos llevaban al dorso la inscripción 5 de abril de 1898.
Lord colocó el huevo de la caja al lado de la foto.
– Son idénticos -dijo.
– Pero el nuestro no lleva fotos -dijo Akilina.
Lord volvió a mirar el libro y leyó que un mecanismo de resortes permitía desplegar los retratos. Haciendo girar una perla montada en oro que había a un lado de la pieza se activaba el resorte.
Miró con atención el huevo de la caja de seguridad y vio una perla montada en oro. Colocó la pieza sobre las patas, encima de la mesa, e hizo girar la perla. Poco a poco, la corona tachonada de diamantes rosa se fue alzando. Debajo surgió el retrato de Nicolás II, idéntico al del Lirios del Valle. Y luego otros dos retratos más pequeños, el de un varón joven a la izquierda, el de una chica a la derecha.
Lord llegó al tope del mecanismo y dejó de hacer girar la perla.
Miró los retratos e identificó ambos rostros. Uno era el de Alexis, el otro el de Anastasia. Se acercó uno de los libros y estuvo buscando entre sus páginas hasta localizar una foto de los hijos del Zar tomada en 1916, antes del cautiverio. No se había equivocado en la identificación, pero las fotos del Fabergé eran, sin duda alguna, más recientes. Ambos llevaban ropa occidental. El zarevich, lo que parecía ser un traje de franela. Anastasia, una blusa de color ligero. Al dorso de ambos marcos ovalados de oro y diamantes había una inscripción: 5 de abril de 1920.
– Aquí están con más años -dijo Lord-. Sí que sobrevivieron.
Cogió el periódico amarillento y lo desplegó. Leía razonablemente bien el alemán de Suiza, de modo que no tardó en localizar una noticia de la parte inferior de la página y que, seguramente, era el motivo de que aquel ejemplar del diario estuviese en la caja de seguridad. El titular era HA FALLECIDO EL JOYERO FABERGÉ. En el texto se daba noticia de la muerte de Carl Fabergé, el día anterior, en el hotel Bellevue de Lausana. Acababa de llegar de Alemania, donde había buscado refugio tras la revolución bolchevique de 1917. Luego se contaba que la Casa Fabergé, que Carl Fabergé presidió durante cuarenta y siete años, vio su fin tras la caída de los Romanov. Los soviéticos se habían apoderado de todo para en seguida cerrar el negocio, tras un vano intento de mantener la empresa en funcionamiento bajo el nombre, más políticamente correcto, de «Comité de Empleados de la Compañía Fabergé». El redactor señalaba que la falta de patrocinio de la Casa Imperial no había sido la única causa del fracaso. La primera guerra mundial había vaciado los recursos de la rica clientela a que Fabergé servía. El artículo terminaba diciendo que los privilegios de un sector de la sociedad rusa parecían erradicados para siempre. La foto que acompañaba el artículo era de Fabergé en sus tiempos de ruina.
– Han metido el periódico en la caja como prueba de autenticidad -dijo Lord.
Dio la vuelta al huevo y encontró la marca del artesano que lo hizo: HW. Hojeó uno de los libros hasta encontrar la sección en que se enumeraban los diferentes artesanos que trabajaron para Fabergé. Le constaba que de las manos del propio Fabergé no había salido ninguno de los huevos. Él no era sino el genial presidente de un conglomerado empresarial que, en su apogeo, fabricó algunas de las joyas más hermosas jamás creadas, pero quienes de hecho concebían y creaban las piezas eran sus artesanos. El libro decía que Michael Perchin, el artesano jefe que creó el Lirios del Valle, murió en 1903. Su sucesor fue Henrik Wigström, que llevó las riendas de la casa hasta que se produjo la bancarrota. Wigström murió en 1923, un año antes que Fabergé. El libro traía también una reproducción fotográfica de la marca de Wigström -HW-, y Lord la comparó con la del huevo.
Eran idénticas.
Vio que Akilina tenía en las manos el contenido de la tercera bolsa de terciopelo: otra hoja de oro con un texto en caracteres cirílicos. Se acercó a leerlo. Le costó trabajo, pero lo consiguió:
Al Cuervo y el Águila. Este país resultó ser el remanso de paz que dice ser. La sangre del cuerpo imperial está a salvo, esperando vuestra llegada. El Zar reina, pero no gobierna. Tenéis que poner remedio a tal situación. Los herederos legítimos permanecerán en silencio para siempre, hasta que vosotros reavivéis su espíritu. Lo que les deseo a los déspotas que destruyeron nuestra nación quedó mejor expresado en las palabras que Radishchev pronunció hace ya más de cien años: «No, no seréis perdonados. Malditos seáis por todos los tiempos. La sangre inunde vuestras cunas, entre himnos y gritos de batalla. Que os desploméis en vuestras tumbas empapados de sangre.» Poned los medios.
F. Y.
– ¿Eso es todo? -dijo Lord-. Pues estamos como al principio. ¿Qué pasa con la Campana del Infierno? El último grabado de la tumba de Maks sólo decía que la Campana del Infierno puede indicarnos el camino hacia la próxima puerta. Aquí no dice nada de la Campana del Infierno.
Asió el huevo y lo sacudió. Macizo. No se oyó nada en el interior. Escudriñó cuidadosamente el exterior, sin hallar líneas de separación ni aperturas de ninguna clase.
– Evidentemente, en este momento tendríamos que saber más de lo que sabemos. Pashenko dijo que parte del secreto se había perdido con el paso del tiempo. Quizá nos hayamos saltado algún paso, el que nos podría haber indicado la localización de la Campana del Infierno.
Se acercó más el huevo y examinó las tres pequeñas fotos que se desplegaban en la parte superior.
– Alexis y Anastasia se salvaron. Estuvieron aquí, en este país.
Ambos hace mucho que murieron, aunque tal vez haya aún descendientes suyos. Estamos muy cerca de encontrarlos, pero lo único que en realidad tenemos es un poco de oro y un Fabergé que vale una fortuna.
Hizo un gesto de negación con la cabeza.
– Yusúpov se esforzó considerablemente. Incluso metió a Fabergé en el asunto, a él o al último de sus artesanos, para que fabricara esta pieza.
– ¿Qué sabemos? -preguntó Akilina.
Lord volvió a sentarse y ponderó la pregunta. Quería ofrecer alguna esperanza, o una respuesta, pero acabó diciendo la verdad:
– No tengo la menor idea.
Moscú
Martes, 19 de octubre
07:00
Hayes acudió corriendo al teléfono que sonaba en su mesilla de noche. Acababa de ducharse y afeitarse, en preparación para una nueva sesión diaria de la comisión. Un día de crucial importancia, porque iba a decidirse la terna de candidatos que participarían en la votación final. No cabía la menor duda de que uno de los tres sería Baklanov: la Cancillería Secreta había confirmado la noche antes que los diecisiete miembros de la comisión estaban comprados. Incluido el hijoputa que le había estado dando la lata a Baklanov durante su última comparecencia. Ya habían acordado un precio.
Contestó el teléfono al cuarto timbrazo y reconoció inmediatamente la voz de Khrushchev.
– Hace un cuarto de hora que han llamado del consulado ruso en San Francisco. Su señor Lord y la señorita Petrovna están allí.
Hayes se sorprendió muchísimo.
– ¿Qué están haciendo allí?
– Se presentaron en un banco con la llave de una caja de seguridad. Parece ser que eso es lo que recogieron de la tumba de Kolya Maks. El Commerce & Merchants Bank es una de las varias instituciones del mundo entero que los soviéticos se pasaron años controlando. El KGB estaba obsesionado con la idea de localizar la fortuna zarista. Estaban convencidos de que había un montón de lingotes de oro en algún sótano bancario, escondido desde antes de la revolución. Algo de cierto había en ello, porque a partir de 1917 se localizaron varios millones en diversas cuentas.
– ¿Me está usted diciendo que siguen controlando bancos con la esperanza de localizar un dinero que lleva ahí más de cien años? No me extraña que su gobierno esté en la bancarrota. Tienen ustedes que pasar página y seguir adelante.
– ¿Usted cree? Mire lo que está pasando. Puede que no seamos tan tontos como usted cree. Pero tiene usted razón, en parte. Tras la caída del comunismo, los objetivos de este tipo se consideraron imposibles de cumplir. Pero yo tuve la previsión de volver a cultivar antiguos contactos cuando se constituyó nuestra asociación secreta. Nuestro consulado de San Francisco viene manteniendo discretas relaciones con ambos bancos desde hace decenios. Ambos funcionaron como depositarios de los bienes manejados por los agentes del Zar antes ya de la revolución. Afortunadamente, uno de nuestros informadores nos ha comunicado que alguien ha accedido a una caja de seguridad de cuya relación con los Zares sospechábamos hacía tiempo.
– ¿Qué pasó?
– Lord y la señorita Petrovna presentaron documentos por los que estaban autorizados a actuar en nombre de una difunta. El empleado del banco no le dio importancia al asunto hasta que le enseñaron la llave de una de las cajas más antiguas que mantiene el banco. Una de las que veníamos vigilando. Lord salió del banco con tres bolsas de terciopelo. Contenido desconocido.
– ¿Sabemos dónde están ahora?
– Lord dejó la dirección de un hotel en la solicitud de acceso a las cajas de seguridad. Ya hemos confirmado que la señorita Petrovna y él están, en efecto, alojados allí. Da la impresión de que el hombre se siente seguro, una vez en Estados Unidos.
El cerebro de Hayes se puso en marcha. Miró el reloj. Las siete de la mañana de un martes, en Moscú, quería decir que en California seguían estando a las ocho de la tarde del lunes.
Doce horas antes de que Lord comenzara un nuevo día.
– Tengo una idea -le dijo a Khrushchev.
– Eso pensé, que se le ocurriría a usted algo.
Lord y Akilina salieron del ascensor al vestíbulo del hotel Marriott. Habían dejado sus recientes hallazgos en la caja fuerte de la habitación. La Biblioteca Pública de San Francisco abría a las nueve de la mañana, y Lord quería estar allí cuanto antes, para seguir investigando y así averiguar qué era lo que les faltaba, o al menos abrir una vía por la que obtener alguna respuesta a sus preguntas.
La búsqueda, que al principio sólo se le antojaba un buen motivo para salir de Moscú, estaba resultando interesante. En sus planes iniciales sólo entraba comprobar qué era lo que había en Starodub y en coger luego el primer avión de regreso a Georgia. Pero tras lo ocurrido a los Maks y lo que había encontrado en Starodub y en el banco, no había tenido más remedio que llegar a la conclusión de que había en este asunto mucho más de lo que él había previsto. Ahora estaba dispuesto a llegar hasta el final, estuviera éste donde estuviera, que por el momento no había modo de saberlo. Pero la búsqueda resultaba aún más interesante gracias a lo que estaba ocurriendo entre Akilina y él.
Había alquilado una sola habitación en el Marriott. Hasta entonces había dormido cada uno por su lado, pero la conversación de la noche anterior había sido exponente de una intimidad entre ellos que Lord llevaba mucho tiempo sin sentir con nadie. Vieron una película, una comedia de amor, y Lord le fue traduciendo los diálogos. Así, Akilina pudo disfrutar de la película, y él de compartirla con ella.
Sólo había vivido un gran amor en su vida, una compañera de la Facultad de Derecho de la Universidad de Virginia, que, al final, resultó mucho más interesada en llevar adelante su carrera profesional que en establecer relaciones sentimentales. Lo dejó sin previo aviso, cuando ambos obtuvieron la licenciatura, para aceptar una oferta de un bufete de Washington. Allí imaginaba Lord que seguiría, trabajándose palmo a palmo los ascensos, hasta que la hicieran socia. Él, por su parte, se trasladó a Georgia, donde lo contrato Pridgen & Woodworth. Desde entonces había salido con algunas chicas, pero ninguna tan interesante como Akilina Petrovna. Nunca había sido de los que creen en el destino -concepto que siempre le pareció más apropiado para los fieles que adoraban a su padre-, pero lo que estaba sucediendo no podía negarse: la búsqueda aceptada por ambos y la atracción que sentían el uno por el otro.
– Señor Lord.
Fue una sorpresa oír que alguien pronunciaba su nombre, al otro lado del amplio vestíbulo del hotel. Nadie en San Francisco debía saber quién era.
Akilina y él detuvieron la marcha y se volvieron a mirar.
Un gnomo vivaracho, con el pelo negro y bigote a juego, caminaba en dirección a ellos. Llevaba un traje cruzado, de solapas anchas, al estilo europeo. Andaba con paso firme, apoyándose en un bastón, y no aceleró la marcha al acercárseles.
– Soy Filip Vitenko, del consulado ruso -dijo, en inglés.
Lord se puso tenso.
– ¿Cómo me ha encontrado usted?
– ¿Podemos sentarnos en algún sitio? Tengo cosas que discutir con usted.
Lord no tenía la menor intención de ir a ningún otro sitio con ese individuo, de modo que le indicó un tresillo cercano.
Mientras tomaban asiento, Vitenko dijo:
– He sido informado de lo ocurrido en la Plaza Roja el viernes pasado…
– Hable usted en ruso, por favor. Quiero que la señorita Petrovna comprenda lo que decimos. Su inglés no es tan bueno como el de usted.
– Por descontado -dijo Vitenko, dedicando una sonrisa a Akilina-. Como acabo de decirles, estoy al corriente de lo ocurrido en la Plaza Roja el viernes pasado. Murió un policía. La policía de Moscú ha puesto en circulación una petición de arresto a su nombre. Lo que se pretende es someterlo a usted a interrogatorio.
Lord empezó a preocuparse en serio.
– También estoy al corriente de sus contactos con el inspector Feliks Orleg. Comprendo muy bien, señor Lord, que no hay participación suya en el asunto de la Plaza Roja. Es más bien el inspector Orleg quien se halla bajo sospecha. He recibido instrucciones de que me ponga en contacto con usted y obtenga su colaboración.
Lord no quedó convencido.
– Aún no me ha dicho cómo nos ha encontrado.
– Nuestro consulado lleva cierto número de años controlando dos instituciones financieras de esta ciudad. Ambas existían ya en tiempos del Zar y fueron utilizadas como depósito por los agentes imperialistas. En su momento, se dijo que Nicolás II había sacado oro del país antes de la revolución. Cuando se presentaron ustedes ayer en ambas instituciones, pidiendo acceso a una caja de depósito de cuya relación con el Zar nosotros veníamos sospechando desde hace tiempo, recibimos el correspondiente aviso.
– Eso va contra la ley -dijo Lord-. No estamos en Rusia. Aquí está garantizada la confidencialidad bancaria.
El enviado no dio la impresión de inmutarse.
– Conozco sus leyes. Puede que en ellas también se diga algo de la utilización de documentos falsos para acceder a una caja de seguridad perteneciente a otra persona.
Lord dio por recibido el mensaje.
– ¿Qué quiere usted?
– El inspector Orleg lleva algún tiempo siendo investigado. Está en contacto con una organización cuyo propósito es influir en el resultado de la Comisión del Zar. Artemy Bely, el joven abogado a quien mataron a tiros, murió porque estaba haciendo demasiadas preguntas sobre Orleg y sus asociados. Usted tuvo la mala suerte de hallarse allí en ese momento. Los individuos que mataron a Bely consideraron posible que le hubiese contado a usted algo, de ahí que se interesaran también en usted. Estoy al corriente de las persecuciones de que ha sido usted objeto en Moscú y en la Plaza Roja…
– ¿Y también en el tren de San Petersburgo?
– Eso no lo sabía.
– ¿Qué clase de organización está intentando influir en el resultado de la Comisión del Zar?
– Eso esperamos que nos lo diga usted. Lo único que sabe mi gobierno es que hay personas trabajando en ello y que se están gastando considerables sumas de dinero. Orleg tiene algo que ver en el asunto. El objetivo parece ser que Stefan Baklanov salga elegido Zar.
Lo que decía aquel hombre empezaba a tener sentido, pero Lord quiso saber más:
– ¿Cabe sospechar que haya hombres de negocios norteamericanos involucrados en el asunto? Mi bufete representa a gran número de ellos.
– Creemos que sí. De hecho, ahí parece estar la fuente de ingresos. Tenemos la esperanza de que también en este punto pueda usted sernos de ayuda.
– ¿Han hablado ustedes con mi jefe, Taylor Hayes?
Vitenko negó con la cabeza.
– Mi gobierno desea mantener en secreto la investigación, para que no llegue a oídos de los sospechosos, y, por consiguiente, por ahora ha limitado su alcance. Pronto habrá detenciones, pero a mí lo que me han pedido es que obtenga su ayuda, señor Lord, para aclarar algunos extremos. Además, hay un delegado de Moscú a quien le gustaría hablar con usted, si fuera posible.
Lord estaba ahora extremadamente preocupado. No le gustaba nada la idea de que alguien de Moscú conociese su paradero.
Su recelo debió de resultar evidente, porque Vitenko dijo:
– No tiene usted nada que temer, señor Lord. La conversación será por teléfono. Le aseguro que mi gobierno está interesado en todo lo ocurrido estos días. Necesitamos su ayuda. La votación final de la comisión está prevista para dentro de cuarenta y ocho horas. Si hay corrupción del proceso, tenemos que saberlo.
Lord no dijo nada.
– No podemos levantar una nueva Rusia sobre los vestigios de la anterior. Si los miembros de la comisión han sido comprados, puede que el propio Stefan Baklanov tenga que ver en el asunto. Y algo así no puede tolerarse.
Lord puso los ojos en Akilina, que manifestó su inquietud reteniéndole la mirada. Ya que el enviado parecía dispuesto a hablar, más valía sacarle toda la información posible.
– ¿Por qué sigue su gobierno tan interesado en los bienes del Zar? Resulta ridículo. Ha pasado ya demasiado tiempo.
Vitenko se acomodó en su asiento.
– Antes de 1917, Nicolás II tenía millones en oro imperial. Los soviéticos se impusieron el deber de localizar hasta la última brizna de ese tesoro. San Francisco se convirtió en el núcleo central de toda la ayuda al Ejército Blanco. Aquí se depositó gran cantidad de oro zarista, que luego fue a parar a los bancos de Londres y Nueva York que financiaban la compra de armas y municiones. Los emigrados rusos acudieron a San Francisco en pos del oro. Muchos eran puros y simples emigrantes, pero otros vinieron aquí con un propósito determinado. -El enviado se irguió en su sillón, que tenía el respaldo muy recto, a juego con la acartonada personalidad de su ocupante-. El cónsul general de aquella época se declaró abiertamente en contra de los bolcheviques y contribuyó muy activamente a que los norteamericanos intervinieran en la guerra civil rusa. El buen señor sacó su buen beneficio de los trueques de oro por armas que se operaban por medio de los bancos locales. Los soviéticos quedaron totalmente convencidos de que buena parte de aquel oro, que ellos consideraban suyo, se encontraba aquí. Luego está el asunto del coronel Nicolás F. Romanov.
El tono de voz de Vitenko indicaba que el asunto era de importancia. El hombre echó mano al bolsillo interior de la chaqueta y de él extrajo fotocopia de una noticia aparecida en el San Francisco Examiner del 16 de octubre de 1919. En ella se daba cuenta de la llegada de un coronel ruso del mismo apellido que la depuesta familia imperial. Se suponía que iba camino de Washington, en requerimiento de ayuda norteamericana para el Ejército Blanco.
– Su llegada causó bastante agitación. El consulado siguió de cerca sus idas y venidas. Los datos siguen en nuestros archivos, por cierto. Nadie sabe a ciencia cierta si aquel hombre era o no era un Romanov. Lo más probable es que no lo fuera, que hubiera escogido ese nombre para llamar la atención. Se las apañó para burlar la vigilancia, y la verdad es que no tenemos ni idea de lo que hizo, ni de dónde fue a parar. Lo que sí nos consta es que en aquel momento se abrieron varias cuentas, una de ellas en el Commerce & Merchants Bank, junto con cuatro cajas de seguridad, una de las cuales lleva el número 716 y es la que ustedes abrieron ayer.
Lord empezó a comprender el interés de aquel hombre. Demasiadas coincidencias como para que pudieran deberse al azar.
– ¿Puede usted decirme lo que había en la caja, señor Lord?
No confiaba suficientemente en el enviado como para darle más información.
– No en este momento.
– ¿Quizá prefiera comunicárselo al representante de Moscú?
Tampoco estaba muy seguro de lo último, de modo que no dijo nada. Vitenko volvió a dar la impresión de percibir sus dudas.
– Le he hablado con toda sinceridad, señor Lord. No hay razón para dudar de mis intenciones. Supongo que comprenderá usted el interés de mi gobierno por todo lo que ha ido ocurriendo.
– Y yo supongo que usted comprenderá la razón de mi cautela. Me he pasado los últimos días corriendo para que no me maten. Y, por cierto, aún estoy esperando que me explique usted cómo nos ha localizado.
– Ha firmado usted en el libro de registro del hotel, y también en la hoja de entradas del banco.
Buena respuesta, pensó Lord.
Vitenko se sacó del bolsillo una tarjeta de visita.
– Comprendo su renuencia, señor Lord. Aquí puede usted localizarme. Cualquier taxista lo llevará al consulado ruso. El representante de Moscú llamará por teléfono a las dos y media de la tarde, hora de San Francisco. Si quiere usted hablar con él, pásese por mi despacho. Si no quiere, no volverá a tener noticias nuestras.
Lord aceptó la tarjeta y miró fijamente el rostro del enviado, no muy seguro de qué era lo que al final haría.
Akilina miraba a Lord, y Lord se paseaba de arriba abajo por la habitación del hotel. Habían pasado la mañana en la Biblioteca Pública, revisando periódicos antiguos. Así habían localizado un par de notas sobre la estancia del coronel Nicolás F. Romanov en San Francisco durante el otoño de 1919. No gran cosa: cotilleos y notas de sociedad, sobre todo; y Akilina veía que Lord cada vez estaba más frustrado. También había comprobado que el Lirios del Valle seguía formando parte de una colección privada, lo cual contribuía en poco a explicar que ellos tuvieran en sus manos una copia, exacta en todo menos en las fotos.
Habían regresado al hotel, tras haber comido algo en la terraza de un café. Lord aún no había dicho una palabra sobre la aparición de Vitenko ni sobre la posibilidad de acudir al consulado ruso. Akilina había puesto mucha atención en el enviado mientras ambos hombres hablaban, tratando de medir su grado de sinceridad, pero le resultaba difícil llegar a ninguna conclusión.
Miró a Lord. Era un hombre guapo. El hecho de que fuera «de color», como le habían enseñado a pensar, carecía de importancia para ella. Parecía un hombre muy auténtico y muy franco, metido en una situación extraordinaria. Habían pasado ya cinco noches juntas y en ningún momento había hecho o siquiera insinuado nada que la hiciera sentirse incómoda. Lo cual era insólito para ella, porque sus compañeros del circo y los pocos hombres de otro ambiente con quien tenía contacto parecían todos unos obsesos sexuales.
– Akilina.
Miró a Lord.
– ¿Dónde estabas? -le preguntó él.
No quiso contarle lo que de veras estaba pensando, de modo que le dijo:
– Filip Vitenko parecía estar diciendo la verdad.
– Sí. Pero eso no significa gran cosa.
Lord estaba sentado en el borde de la cama, con el Fabergé en las manos.
– Tiene que estársenos escapando algo. Parte del secreto se ha perdido. Estamos claramente en un callejón sin salida.
Akilina comprendió lo que de veras quería decir.
– ¿Piensas ir al consulado?
Él la miró.
– Me parece que no tengo elección. Si alguien está intentando manipular la comisión, tengo que contribuir a impedirlo.
– No puedes dar nada por seguro.
– Tengo curiosidad por averiguar qué puede contarme el representante de Moscú. La información puede serle útil a la persona para quien trabajo. No olvides que mi objetivo primordial consistía en poner todos los medios para que saliera elegido Baklanov. Tengo que hacer mi trabajo.
– Bueno, pues vamos los dos.
– No. Bien está que me arriesgue yo, pero no hagamos tonterías. Quiero que cojas todo esto y te metas en otro hotel. Sal por el aparcamiento, no por la parte delantera, ni por el vestíbulo. Podría haber alguien vigilando. Por si te siguen, da un rodeo antes de entrar en el nuevo hotel. Ve en autobús, en metro, quizá en taxi. Pasa un par de horas dando vueltas por ahí. Yo iré al consulado a las dos y media. Llámame a las tres y media. Utiliza un teléfono público. Si no contesto, o te dicen que no puedo ponerme, o que ya me he ido, quítate de en medio.
– No me gusta nada la cosa.
Lord se puso en pie y se acercó a la mesa de pared sobre la cual habían puesto la bolsa de terciopelo. Metió el huevo en su interior.
– A mí tampoco, Akilina. Pero no tengo elección. Si hay un heredero directo de los Romanov que aún esté con vida, el gobierno ruso tiene que saberlo. No podemos ajustar nuestras vidas a lo que fuera que dijese Rasputín hace un montón de años.
– Pero es que no sabemos ni por dónde empezar.
– La publicidad del caso puede hacer que salgan al descubierto todos los posibles herederos de Anastasia y Alexis que haya por ahí. Y las pruebas de ADN pueden eliminar cualquier intento de fraude.
– Nos dijeron que hiciésemos esto solos.
– Pero nosotros somos el Águila y el Cuervo, ¿verdad? Podemos establecer nuestras propias reglas.
– No lo creo. Creo que tenemos que encontrar a los herederos del Zar respetando las instrucciones del starets.
Lord se apoyó contra la mesa.
– El pueblo ruso necesita la verdad. ¿Por qué será que las nociones de limpieza y honradez no acaban de metérseles en la cabeza? Creo que debemos dejar esto en manos del gobierno ruso y del Departamento de Estado. Voy a contarle todo al representante de Moscú.
Akilina no se sentía nada tranquila con la vía de acción que pensaba emprender Lord. Ella prefería el anonimato, la protección que podía proporcionarles una ciudad de cientos de miles de habitantes. Pero quizá tuviera razón él. Quizá se pudiera alertar a las autoridades competentes que hicieran algo antes de que la Comisión del Zar eligiera a Stefan Baklanov, o a cualquier otro, como próximo Zar de Todas las Rusias.
– Mi tarea consistía en asegurarme de que nada pudiera poner en duda la candidatura de Baklanov. Y esto puede incluirse en ese apartado, sin duda alguna. Mi jefe tiene que saber lo que yo sé. Es mucho lo que está en juego, Akilina.
– ¿Incluida tu carrera profesional?
Lord guardó un segundo de silencio.
– Quizá.
Akilina quería seguir preguntando, pero optó por no hacerlo. Era evidente que él ya había tomado una decisión, y no parecía de los que cambian fácilmente. Tendría que resignarse a esperar que supiera lo que estaba haciendo.
– ¿Cómo nos encontramos cuando salgas del consulado? -le preguntó.
Lord cogió uno de los folletos que había sobre la mesa. En la portada, muy colorida, había un tigre y una cebra.
– El zoo está abierto hasta las siete de la tarde. En la zona de los leones. Allí podemos encontrarnos. Hablas el inglés suficiente como para averiguar cómo ir. Si no estoy allí a las seis, ve a la policía y cuéntalo todo. Exige que convoquen a un representante del Departamento de Estado. Mi jefe es Taylor Hayes. Está en Moscú con la comisión. Que algún representante oficial norteamericano se ponga en contacto con él. Explícalo todo. A las tres y media de la tarde, cuando llames, no creas ni una sola palabra de lo que te cuenten, a no ser que me ponga yo al teléfono. Imagina lo peor y haz lo que acabo de decirte. ¿De acuerdo?
A Akilina no le gustaron nada esas palabras, y se lo dijo a Lord.
– Lo comprendo -dijo éste-, sí, Vitenko parecía un tipo decente. Y estamos en San Francisco, no en Moscú. Pero tenemos que ser realistas. Si en todo esto hay algo más de lo que nos han comunicado, no creo que volvamos a vernos nunca.
14:30
El consulado ruso se hallaba en una calle muy moderna, al oeste del barrio financiero, no lejos de Chinatown y de la opulencia de Nob Hill. Era un edificio de arenisca, de dos plantas y de color rojo oscuro, con una torre. Estaba en un cruce de calles bastante transitadas. El piso de arriba tenía unos balcones de balaustradas metálicas, muy ornamentales. El techo llevaba un remate de hierro colado.
El taxi lo dejó a la entrada. Una neblina fría, procedente del cercano mar, hizo que un escalofrío le recorriera la espalda. Pagó el taxi y echó a andar por un camino de ladrillo que llevaba a una fachada de granito, custodiada por dos leones de mármol. Una placa de bronce incrustada en la piedra anunciaba: CONSULADO DE LA CONFEDERACIÓN RUSA.
Entró en un recibidor forrado de madera, con diversas estatuas y suelo de mosaico. Un ujier uniformado le indicó que se dirigiera al piso de arriba, donde lo esperaba Filip Vitenko.
Vitenko le dio la mano y le pidió que tomara asiento en uno de los dos sillones tapizados.
– Me alegra mucho que haya tomado usted la decisión de colaborar con nosotros, señor Lord. Mi gobierno estará encantado.
– Debo decirle, señor Vitenko, que el mero hecho de estar aquí me hace sentirme a disgusto. Pero he decidido hacer lo que esté en mi mano.
– Le mencioné su renuencia a mis superiores de Moscú, pero me garantizaron que no se le haría objeto de presión alguna. Se hacen cargo de lo que usted ha tenido que pasar y lamentan mucho que le hayan ocurrido tantos infortunios en suelo ruso.
Vitenko echó mano de un paquete de cigarrillos, origen, seguramente, del agrio olor que impregnaba la habitación. Se lo tendió a Lord, pero éste declinó el ofrecimiento.
– Mucho me gustaría que este hábito mío de fumar no estuviese tan arraigado.
Vitenko encajó la parte del filtro en una larga boquilla de plata y encendió el cigarrillo. Se elevó una pequeña columna de humo.
– ¿Con quién voy a hablar? -le preguntó Lord.
– Con un representante autorizado del Ministerio de Justicia, que conoció a Artemy Bely. Están en preparación las correspondientes órdenes de arresto contra Feliks Orleg y otros varios. Él no es más que la punta de lanza. Pero vendrían bien otras pruebas que contribuyesen a informar la acusación en este caso.
– ¿Ha sido advertida la Comisión del Zar?
– El presidente sabe lo que está ocurriendo, pero nada se hará público, como usted no dejará de comprender. No serviría más que para poner en peligro la investigación. Nuestra coyuntura política es extremadamente frágil, y las deliberaciones de la comisión se hallan en un momento crítico.
Lord empezaba a tranquilizarse. La situación no parecía amenazadora, y no observaba nada en las palabras ni en los gestos de Vitenko que pudiera dar lugar a la alarma.
El teléfono de encima de la mesa cobró vida con un timbrazo agudo. Vitenko contestó en ruso y pidió que pasaran la llamada. Volvió a poner el auricular en su sitio y apretó un botón de la consola. Una voz se dejó oír por el altavoz.
– Señor Lord, soy Maxim Zubarev. Trabajo en el Ministerio de Justicia de Moscú. Espero que esté usted pasando un buen día. Lord se extrañó de que su interlocutor estuviera al corriente de que él hablaba ruso, pero dio por supuesto que Vitenko le había pasado el dato.
– Hasta ahora, sí, señor Zubarev. Es muy tarde para usted.
Se oyó una risa en el altavoz.
– Es plena noche aquí en Moscú. Pero este asunto reviste la máxima importancia. Cuando apareció usted en San Francisco, exhalamos un suspiro de alivio. Nos temíamos que pudieran haber tenido éxito quienes iban en su persecución.
– Según tengo entendido, a quien perseguían era a Artemy.
– Artemy trabajaba a mis órdenes, llevando a cabo una discreta investigación. Me siento responsable de lo sucedido, al menos en parte. Pero él quería ayudar. No medí bien hasta dónde podían llegar las personas involucradas en este acto de traición, y lamento muchísimo este fallo mío.
Lord tomó la decisión de enterarse de todo lo que pudiera.
– ¿Hay alguna implicación por parte de la comisión?
– No lo sabemos con certeza. Pero sospechamos que sí. Tenemos la esperanza de que la corrupción no haya calado demasiado hondo y que la hayamos cogido a tiempo. En principio, creímos que el requisito de unanimidad bastaría para evitar estas cosas, pero me temo que sólo ha servido para ampliar el alcance de la corrupción.
– Yo trabajo paira Taylor Hayes. Es un abogado norteamericano muy relacionado con las inversiones financieras en Rusia…
– Sé bien quién es el señor Hayes.
– ¿Podría usted ponerse en contacto con él y decirle dónde estoy?
– Por supuesto. Pero también usted podría contarme qué hace en San Francisco y por qué accedió a la caja de seguridad del Commerce & Merchants Bank.
Lord se recostó en el sillón.
– No me creería usted si se lo contase.
– No valore usted de antemano nuestra credulidad.
– Estoy buscando a Alexis y Anastasia Romanov.
Hubo una larga pausa al otro lado del hilo. Vitenko lo miró con sorpresa.
– ¿Podría usted explicarse, señor Lord? -dijo el hombre del altavoz.
– Resulta que dos de los jóvenes Romanov se salvaron de la matanza de Ekaterimburgo y que Félix Yusúpov se los trajo a este país. Con ello daba cumplimiento a una profecía que hizo Rasputín en 1916. He encontrado confirmación escrita de todo ello en los archivos de Moscú.
– ¿Qué pruebas puede usted aportar?
Antes de que Lord tuviera tiempo de contestar, se coló en la habitación el estrépito de una sirena, mientras un vehículo de urgencias pasaba por la calle. No era un detalle en que soliera fijarse, pero el caso era que el ruido de la sirena también se oía por el altavoz del teléfono.
Inmediatamente se percató de lo que ello quería decir.
Se puso en pie y salió disparado hacia la puerta del despacho.
Vitenko gritó su nombre.
Al abrir la puerta se encontró de frente con el rostro ya familiar de Párpado Gacho, sonriente. Detrás de él estaba Feliks Orleg. Párpado Gacho le aplastó un puño en plena cara. Lord se tambaleó hacia atrás, hacia la mesa de Vitenko. Le manaba sangre de la nariz. La habitación le pestañeó en el cerebro.
Orleg se lanzó hacia delante y le aplicó otro golpe.
Se derrumbó sobre el parqué. Alguien dijo algo, pero Lord ya no pudo percibir sus palabras.
Intentó sobreponerse, pero la oscuridad lo envolvió.
Lord volvió en sí. Estaba atado al mismo sillón que ocupaba durante su conversación con Vitenko, pero ahora tenía las manos y las piernas atadas con cinta aislante, que también le tapaba la boca. Le dolía la nariz y tenía manchas de sangre en el jersey y en los vaqueros. Aún veía algo, pero se le había hinchado el ojo derecho y le resultaba borrosa la imagen de los tres hombres plantados ante él.
– Despierte, señor Lord.
Hizo todo lo posible por enfocar la visión en el hombre que le hablaba. Orleg. En ruso.
– Estoy seguro de que me comprende. Le sugiero que me indique si me oye o no.
Hizo un leve movimiento afirmativo con la cabeza.
– Muy bien. El caso es que volvemos a vernos, aquí en Estados Unidos, la tierra de las oportunidades. Qué sitio tan maravilloso, ¿verdad?
Párpado Gacho se acercó a Lord y le incrustó el puño cerrado entre las piernas. El dolor le electrificó la espina dorsal e hizo que se le saltaran las lágrimas. La cinta adhesiva que le tapaba la boca ahogó su grito. Cada vez que intentaba respirar le dolían los orificios nasales.
– Hijoputa de chornye -dijo Párpado Gacho, echándose hacia atrás como para golpear de nuevo. Orleg le agarró el puño.
– Ya basta. Si sigues así, vas a conseguir que no nos sirva de nada.
Orleg se llevó a Párpado Gacho hasta la mesa de despacho y luego se acercó otra vez a Lord.
– Señor Lord, no le cae usted nada bien a este caballero. En el tren le roció usted los ojos con aerosol. Luego, en el bosque, le pegó usted en la cabeza. Le encantaría matarlo con sus propias manos y a mí, la verdad, me da lo mismo. Lo que pasa es que mis jefes quieren obtener de usted determinada información. Tengo su autorización para comunicarle que lo dejaremos con vida si se aviene a colaborar.
Lord no lo creyó ni por un segundo. Y esta incredulidad, al parecer, se le reflejó en la mirada.
– ¿No me cree? Excelente. Es mentira. Va usted a morir. De eso estamos seguros. Lo que sí le digo es que su comportamiento puede influir en su modo de morir.
Dada la corta distancia a que se hallaba Orleg, Lord captó el olor del alcohol barato, por encima del aroma de su propia sangre.
– Tiene usted dos posibilidades. Un tiro en la cabeza, rápido e indoloro, o esto.
Le enseñó un trozo de cinta aislante que llevaba pegado al dedo índice y que a continuación adhirió a la fracturada nariz de Lord.
El dolor volvió a ponerle lágrimas en los ojos, pero fue la súbita pérdida de aire lo que más requirió su atención. Con la boca y la nariz clausuradas, sus pulmones se quedaron rápidamente sin oxígeno. No era sólo que no pudiera respirar; tampoco podía exhalar el aire, de modo que le subió rapidísimamente el nivel de dióxido de carbono, provocándole pérdidas intermitentes de conciencia. Un instante antes de que cayera en la inconsciencia, Orleg le arrancó la cinta de la nariz.
Respiró aire a bocanadas.
La sangre se le atragantaba en la garganta cada vez que inhalaba aire. Como no podía escupirla, se la tragó. Siguió respirando por la nariz, saboreando una sensación que antes siempre le había parecido corriente y moliente, sin interés.
– La segunda opción no es muy agradable, ¿verdad? -le dijo Orleg.
Si hubiera podido, habría matado a Orleg con sus propias manos. Sin dudarlo un instante, sin sentirse culpable de nada. Sus ojos volvieron a revelar sus pensamientos.
– Cuánto odio. Le encantaría matarme, ¿verdad? Lástima que nunca vaya a tener usted la oportunidad de hacerlo. Ya le he dicho que va a morir. Lo único que nos falta aclarar es si va a ser rápido o lento. Y si Akilina Petrovna va a acompañarlo.
Al oír aquel nombre, Lord fijó la mirada en Orleg.
– Se me ocurrió que esa posibilidad le llamaría la atención.
Filip Vitenko estaba a la espalda de Orleg.
– ¿No está usted yendo demasiado lejos? -dijo-. No me dijeron nada de matar a nadie, cuando informé a Moscú.
Orleg volvió la cara hacia el enviado.
– Siéntese y cierre el pico.
– ¿Con quién se cree que está usted hablando? -ladró Vitenko-. Soy el cónsul general de esta localidad. No acepto órdenes de ningún militsya de Moscú.
– De mí las va usted a aceptar, desde luego.
Orleg se dirigió a Párpado Gacho:
– Aparta a este señor de mi camino.
Vitenko recibió un empujón. El enviado se quitó de encima las manos de Párpado Gacho, con un rápido gesto, y fue alejándose de los otros dos, diciendo:
– Voy a llamar a Moscú. No me parece que esto sea necesario. Hay algo aquí que no encaja.
Se abrió la puerta del despacho y entró un señor mayor con el rostro curtido a golpes y los ojos color cobre pulido. Llevaba un traje oscuro de ejecutivo.
– Cónsul Vitenko, no va usted a hacer ninguna llamada a Moscú. ¿Me he expresado con suficiente claridad?
Vitenko dudó un instante, como sopesando lo que acababa de oír. También Lord reconoció la voz. Era el hombre del teléfono. Vitenko se guareció en un rincón del despacho.
El recién llegado dio un paso adelante.
– Soy Maxim Zubarev. Hemos hablado hace un rato. Parece ser que nuestro pequeño truco no ha funcionado.
Orleg se apartó. Aquel anciano era evidentemente quien estaba al mando.
– El inspector estaba en lo cierto al decirle que va usted a morir. Es una lástima, pero no tengo elección. Lo que sí puedo prometerle es que no tocaremos a Akilina Petrovna. No tenemos motivo para meterla en esto, porque suponemos que no sabe nada importante ni posee ninguna información. Ni que decir tiene que nunca averiguaremos lo que usted sabe. Voy a pedirle al inspector Orleg que le quite la cinta de la boca.
El anciano se acercó a Párpado Gacho, que inmediatamente cerró la puerta del despacho.
– Pero no tiene sentido que desaproveche usted gritando el poco aire que le queda. La habitación está insonorizada. No hay que eliminar la posibilidad de que usted y yo tengamos una conversación inteligente. Si me convence usted de que me está diciendo la verdad, dejaremos en paz a la señorita Petrovna.
Zubarev dio un paso atrás y Orleg arrancó la cinta de la boca de Lord. Éste abrió y cerró la mandíbula para aliviar su rigidez.
– ¿Está mejor así, señor Lord? -le preguntó Zubarev.
Lord no dijo nada.
Zubarev se acercó una silla y se sentó frente a Lord, cara a cara.
– Cuénteme ahora lo que no quiso contarme por teléfono. ¿Qué prueba tiene usted de que Alexis y Anastasia Romanov escaparan vivos de manos de los bolcheviques?
– Tienen ustedes controlado a Baklanov, ¿verdad?
El anciano suspiró largamente.
– No veo qué importancia puede tener eso, pero, en la esperanza de que colabore usted, voy a satisfacer su curiosidad. Sí. Lo único que puede evitar su ascensión es la reemergencia de alguien que descienda directamente de Nicolás II.
– ¿Cuál es el propósito de todo esto?
El viejo se echó a reír.
– El propósito, señor Lord, es la estabilidad. La restauración monárquica puede afectar grandemente no sólo nuestros intereses, sino también los de otras personas. ¿No era ése el motivo de su estancia en Moscú?
– No tenía ni idea de que Baklanov fuese un títere.
– Lo es con mucho gusto por su parte. Y nosotros somos muy buenos titiriteros. Rusia conocerá una gran prosperidad bajo su mando, y nosotros prosperaremos en igual medida.
Zubarev se miró las uñas de la mano derecha y luego puso los ojos en Lord.
– Sabemos que la señorita Petrovna está en san francisco. Ya no se encuentra en el hotel, sin embargo. Tengo gente buscándola. Si la localizan antes de que usted me haya dicho lo que quiero saber, no habrá piedad. Dejaré que mis hombres disfruten de ella y que hagan luego lo que les dé la gana.
– Esto no es Rusia -dijo Lord.
– Cierto. Pero en Rusia estará ella cuando suceda lo que acabo de contarle. En el aeropuerto hay un avión esperando para llevarla a casa. La buscan para someterla a interrogatorio, y ya lo tenemos todo arreglado con las autoridades aduaneras estadounidenses. Su FBI incluso nos ha ofrecido ayuda para localizarlos a ustedes. La cooperación internacional es algo maravilloso, ¿verdad?
Lord sabía lo que tenía que hacer. La única esperanza que le quedaba era que al no encontrarlo en el zoo Akilina saliera de la ciudad. Lo entristecía la idea de no volver a verla.
– No voy a contarle a usted absolutamente nada.
Zubarev se puso en pie.
– Como usted quiera.
Nada más salir el anciano de la habitación, Orleg volvió a pegar un trozo de cinta sobre la boca de Lord.
Párpado Gacho se le acercó, sonriente.
Lord deseó que terminaran pronto, sabiendo que no sería así.
Hayes apartó la mirada del altavoz cuando Zubarev entró en la habitación. Había seguido toda su conversación con Lord desde el fondo del vestíbulo, por mediación de un micrófono colocado en el despacho de Vitenko.
Khrushchev, Párpado Gacho, Orleg y él habían salido de Moscú la noche antes, a las pocas horas de haberse producido la llamada en que los informaron del paradero de Lord. Las once horas de diferencia les habían permitido viajar catorce mil quinientos kilómetros y llegar a San Francisco mientras Lord almorzaba. Los contactos que Khrushchev tenía con el gobierno hicieron posible que a Orleg y Párpado Gacho les concedieran inmediatamente los necesarios visados. Lo que Khrushchev acababa de decirle a Lord era verdad: una llamada había bastado para obtener la colaboración del FBI y de la aduana de San Francisco para localizar a Lord y Akilina, si necesario fuera, pero Hayes no había aceptado la ayuda de sus compatriotas, para que la situación no se le fuera de las manos. Con el Departamento de Estado habían acordado que nadie pondría dificultades para que Lord y Akilina salieran de Estados Unidos con destino a Rusia, sin que el Departamento de Inmigración del aeropuerto de San Francisco se entrometiera: la orden de búsqueda por asesinato había bastado para granjearles la ayuda incondicional de las autoridades norteamericanas. La idea era evitar la publicidad e impedir que Lord siguiera adelante con su búsqueda. El problema estaba en que no sabían verdaderamente lo que buscaba, dejando aparte aquella increíble afirmación de que en algún lugar de Estados Unidos podía haber un descendiente de Nicolás II.
– Su señor Lord es un tipo muy desafiante -dijo Khrushchev, mientras cerraba la puerta.
– Pero ¿por qué?
Khrushchev tomó asiento.
– Ésa es la pregunta del día. Al salir yo, Orleg estaba pelando dos cables de una lámpara. Un poco de tensión eléctrica corriéndole por el cuerpo podría aflojarle la lengua antes de que lo matemos.
Hayes oyó, por el altavoz, que Párpado Gacho le pedía a Orleg que volviera a enchufar la lámpara. Un aullido amplificado, que vino a durar quince segundos, llenó la habitación.
– Quizá prefiera usted pensárselo de nuevo y contarnos lo que queremos saber -dijo la voz de Orleg.
No hubo respuesta.
Otro aullido. Más largo, esta vez.
Khrushchev alargó la mano para coger una bolita de chocolate de una bandeja. Retiró el dorado envoltorio y se metió la golosina en la boca.
– Irán aumentando el tiempo que lo someten al choque eléctrico, hasta que le falle el corazón. Será una muerte muy dolorosa.
El tono era frío, pero Hayes no sintió demasiada compasión por Lord. El muy estúpido lo había colocado en una situación difícil, poniendo en peligro, mediante sus irracionales actos, muchísimos preparativos y muchísimos millones de dolare. Tenía tantas ganas de saberlo todo como los rusos.
Otro aullido sacudió el altavoz.
Sonó el teléfono de encima de la mesa y Hayes levantó el auricular. Una voz puso en su conocimiento que tenían en centralita una llamada para Miles Lord. La telefonista lo había considerado importante y llamaba para preguntar si el señor Lord podía ponerse.
– No -dijo Hayes -. El señor Lord está reunido. Páseme la llamada.
Tapó el receptor con la mano.
– Desconecte usted ese altavoz.
Tras un clic, una voz femenina preguntó:
– ¿Miles? ¿Estás bien?
Lo dijo en ruso.
– El señor Lord no puede ponerse en este momento. Me ha pedido que hable yo con usted -dijo Hayes.
– ¿Dónde está Miles? ¿Quién es usted?
– Usted debe de ser Akilina Petrovna.
– ¿Cómo lo sabe?
– Señorita Petrovna, es importante que hablemos.
– No tengo nada que decir.
Hayes alargó la mano y volvió a conectar el altavoz. Inmediatamente se oyó un desgarrador gemido.
– ¿Lo ha oído usted, señorita Petrovna? Es Miles Lord. En este momento está siendo interrogado por cierto militsya de Moscú. Puede usted poner fin a su sufrimiento sólo con decirnos dónde está y esperarnos allí.
Silencio al otro lado del hilo.
– Lo están sometiendo a descargas eléctricas. No creo que el corazón le aguante mucho más.
La línea estaba muerta.
Hayes se quedó mirando el auricular.
Cesaron los aullidos.
– La muy hija de puta me ha colgado.
Miró a Khrushchev.
– Qué gente tan testaruda, ¿verdad?
– Mucho. Tenemos que averiguar lo que saben. La idea de engañar a Lord era bastante buena, pero falló.
– Me parece a mí que estos dos están más coordinados de lo que pensamos. Lord estuvo listo al no venir con ella. Pero han tenido que acordar algún modo de volver a encontrarse, por si acaso esto era una trampa.
Zubarev lanzó un suspiro.
– Me temo que no va a haber modo de encontrarla.
Hayes sonrió.
– Yo no diría tanto.
16:30
Akilina contenía las lágrimas. Se hallaba en una cabina telefónica, en una acera muy transitada por personas que iban de compras y meros viandantes. Seguía resonándole en los oídos el grito de Lord. ¿Qué iba a hacer? Lord le había prohibido expresamente que llamase a la policía. También le había dejado muy claro que no debía acudir al consulado ruso. Lo que tenía que hacer era encontrar otro hotel, registrarse e ir al parque zoológico a las seis de la tarde. Sólo cuando estuviera segura de que él no se presentaría, podría ponerse en contacto con las autoridades norteamericanas, preferiblemente con alguien del Departamento de Estado.
Le dolía el corazón. ¿Qué había dicho aquel hombre del teléfono? Lo están sometiendo a descargas eléctricas. No creo que el corazón le aguante mucho más. Había pronunciado esas palabras como si la muerte no significara nada para él. Hablaba bien el ruso, pero Akilina le había notado un deje norteamericano, lo cual le llamaba la atención. ¿También las autoridades norteamericanas estaban involucradas? ¿Trabajaban de acuerdo con los mismos rusos que tanto empeño ponían en averiguar lo que Lord y ella estaban haciendo?
Seguía con el teléfono agarrado, con la vista perdida en la acera, y no se fijó en nadie hasta que una mano le tocó el hombro derecho. Se dio la vuelta y una anciana le dijo algo. Sólo le entendió las palabras «usted» y «acabar». Ahora ya le fluían las lágrimas de los ojos. La mujer vio que estaba llorando y su expresión se suavizó. Akilina se controló y luego se secó rápidamente la humedad de los ojos. Dijo spasibo, en la esperanza de que aquella mujer comprendiera que le estaba dando las gracias en ruso.
Salió de la cabina y se incorporó a la multitud que invadía la acera. Ya había alquilado habitación en otro hotel, utilizando el dinero que le había facilitado Lord. Pero no había guardado el Fabergé, los lingotes y el periódico en la caja fuerte de la habitación, como le había indicado Lord. Llevaba todo en una de las bolsas que Lord había utilizado antes para sus objetos de aseo y la ropa interior. Akilina no deseaba que la seguridad de ambos dependiera de nada ni de nadie.
Deambuló por las calles durante dos horas, entrando y saliendo de algún café y alguna tienda, tratando de convencerse de que nadie la seguía. Pero ¿dónde estaba? Con toda seguridad, al oeste del Commerce & Merchants Bank, más allá del barrio financiero. Abundaban los anticuarios, las galerías de arte, las joyerías, las tiendas de regalos, las librerías y restaurantes. Su deambular no la llevó en ninguna dirección concreta. Lo único importante era encontrar el camino de regreso al nuevo hotel, pero siempre podía coger un taxi y enseñarle al conductor uno de los folletos que llevaba consigo.
Al sitio en que en aquel momento se encontraba la había atraído una torre que vio desde lejos. La arquitectura era rusa, con cruces doradas y la característica cúpula. El aspecto recordaba bastante a las iglesias de su tierra, pero había claras influencias extranjeras en la fachada, los muros de piedra sin pulir y una balaustrada que nunca había visto en una iglesia ortodoxa. La inscripción del pórtico estaba en inglés, pero también en caracteres cirílicos, de modo que Akilina pudo leer CATEDRAL DE LA SANTA TRINIDAD, lo cual la llevó a la conclusión de que se hallaba ante una iglesia ortodoxa rusa. El edificio inspiraba una sensación de seguridad, de manera que cruzó la calle y entró.
El interior era tradicional, pero con planta de cruz y el altar orientado al este. Se le fueron los ojos a la cúpula y el enorme candelabro de latón que de su centro pendía. Reconoció en el olor a cera de los velones cuya llama titilaba en los candeleros una ligera reminiscencia de incienso. Por todas partes había iconos que le devolvían la mirada: en las paredes, en las vidrieras, en el iconostasio que separaba el presbiterio de los fieles. En la iglesia de su adolescencia, la barrera estaba algo más abierta y permitía ver bien a los sacerdotes. Ésta era una pared maciza, repleta de imágenes carmesíes y doradas de Jesucristo y de la Virgen: sólo se podía atisbar algo por la puerta abierta. No había ni bancos ni reclinatorios. Al parecer, aquí, igual que en Rusia, la gente permanecía de pie durante las celebraciones.
Se acercó a un altar lateral, en la esperanza de que quizá Dios la ayudara a resolver su dilema. Se echó a llorar. Nunca había sido una persona que derramase lágrimas con facilidad, pero imaginar la tortura de Miles Lord, quizá hasta la muerte, era más de lo que podía soportar. Necesitaba acudir a la policía, pero algo le decía que podía no ser la mejor opción. El gobierno no era necesariamente un elemento de salvación. Eso era algo que su abuela le había metido a golpes en la cabeza.
Se santiguó y se puso a rezar, musitando las frases que de niña le habían enseñado.
– ¿Te encuentras bien, muchacha? -le preguntó una voz de hombre, en ruso.
Se volvió. Era un sacerdote de mediana edad, con un hábito negro al modo ortodoxo. No llevaba el tocado habitual de los popes rusos, pero de su cuello colgaba una cruz de plata que a Akilina le recordaba vividamente la niñez. Se enjugó rápidamente las lágrimas y trató de recuperar la compostura.
– Habla usted ruso -dijo.
– Nací en Rusia. He oído tu oración. Aquí es raro oír a alguien hablando tan bien el ruso. ¿Estás de visita?
Ella asintió con la cabeza.
– ¿Qué problema tienes, que te entristece tanto?
La tranquila voz de aquel hombre la calmaba.
– Es un amigo que está en peligro.
– ¿Puedes serle de ayuda?
– No sé cómo.
– Has venido al lugar adecuado para obtener consejo.
El sacerdote se acercó a la pared cubierta de iconos.
– No hay mejor consejero que Nuestro Señor.
Su abuela, devota ortodoxa, intentó transmitirle la confianza en el Cielo. Pero nunca, hasta ese momento, había experimentado Akilina la necesidad de Dios. Dándose cuenta de que el sacerdote jamás comprendería lo que estaba ocurriendo, no quiso decirle mucho más, de modo que se limitó a preguntarle:
– ¿Está usted al corriente de la actualidad rusa, padre?
– La sigo con gran interés. Yo habría votado que sí a la restauración. Es lo mejor para Rusia.
– ¿Por qué lo dice?
– Durante largos años, en nuestro país estuvo produciéndose una gran destrucción de almas. La Iglesia estuvo a punto de ver su fin. Quizá, ahora, logren los rusos volver al redil. Los soviéticos padecían de terror a Dios.
Era una extraña observación, pero a Akilina le pareció correcta. Cualquier cosa que pudiera animar la oposición se consideraba una amenaza. La Santa Madre Iglesia. Pura poesía. Una vieja señora.
El sacerdote dijo:
– Llevo viviendo aquí muchos años. Este país no es el espanto que quisieron hacernos ver. Los norteamericanos eligen presidente cada cuatro años, a bombo y platillo. Pero, al mismo tiempo, no le permiten olvidar su condición humana, no le permiten olvidar que puede equivocarse en sus decisiones. He comprendido que cuanto menos se deifique un gobierno, más respeto merece. Nuestro nuevo Zar debería aprender esa lección.
Akilina asintió. ¿Constituían esas palabras un mensaje?
– ¿Te importa mucho ese amigo que está en apuros? -quiso saber el sacerdote.
La pregunta la hizo concentrarse, antes de contestar con la verdad:
– Es una buena persona.
– ¿Lo amas?
– Hace poco que nos conocemos.
El sacerdote señaló la bolsa que colgaba del hombro de Akilina.
– ¿Vas a alguna parte? ¿Huyes de algo?
Era consciente de que el buen sacerdote no comprendería nada y recordaba perfectamente las instrucciones de Lord en el sentido de no hablar con nadie mientras no se hubieran encontrado ambos, a las seis de la tarde. Y estaba totalmente decidida a respetar sus deseos.
– No hay adonde huir, padre. Mi problema está aquí.
– Me temo que no me hago cargo de tu situación. Y, como dice el evangelio, si el ciego conduce al ciego, ambos caerán en la zanja.
Akilina sonrió.
– Tampoco yo la comprendo bien, mi situación. Pero tengo una obligación que cumplir, y esa obligación está atormentándome en este momento.
– ¿Tiene algo que ver con ello ese hombre del que tal vez estés enamorada, tal vez no?
Ella asintió.
– ¿Quieres que recemos por él?
No era algo que pudiera perjudicar a nadie.
– A lo mejor sirve de algo, padre. Luego, ¿podría usted indicarme el mejor camino para llegar al parque zoológico?
Lord abrió los ojos, con miedo a que le aplicasen una nueva descarga eléctrica, o le volvieran a tapar la nariz con cinta aislante. No sabía cuál de las dos cosas era peor. Pero se dio cuenta de que no seguía atado al asiento. Estaba tendido sobre el suelo de madera, boca abajo, con los pies y las piernas abiertos. Habían cortado sus ataduras y éstas colgaban de las patas y los brazos del sillón. No estaba a la vista ninguno de sus torturadores. Sólo tres lámparas iluminaban el despacho, además de la luz crepuscular que filtraban las opacas cortinas de los ventanales.
El dolor que le produjeron las descargas eléctricas al recorrerle el cuerpo había sido tremendo. Orleg se había deleitado en ir cambiando el punto de contacto. Empezó por la frente, luego pasó al pecho, finalmente al escroto, que ahora le dolía tanto por el golpe de Párpado Gacho como por acción de los cables eléctricos. Era una sensación como la del agua fría al entrar en contacto con un diente muy dañado: lo suficientemente fuerte como para hacerle perder el sentido. Pero Lord hizo todo lo posible por aguantar, por no dejarse ir, por mantenerse alerta. No podía desmayarse y dejárselo todo a Akilina. Una cosa era que hubiese por ahí algún mítico heredero de los Romanov, y otra, muy distinta, era Akilina.
Intentó incorporarse, pero tenía entumecida la pierna derecha y no lograba mantenerse en pie. Los números de su reloj tanto le parecían enfocados como desenfocados. Cuando por fin logró verlos, comprobó que eran las cinco y cuarto de la tarde. Faltaban cuarenta y cinco minutos para la cita con Akilina.
Abrigaba la esperanza de que no la hubiesen localizado. El hecho de que él aún estuviera vivo quizá fuera confirmación del fracaso de sus enemigos. Lo más probable era que Akilina hubiera seguido sus instrucciones, tras haber llamado por teléfono a las tres y media, sin conseguir hablar con él.
Había sido una imbecilidad por su parte confiar en Filip Vitenko, creyendo además que los miles de kilómetros que separaban San Francisco de Moscú serían protección suficiente. Al parecer, quienquiera que fuese el interesado en averiguar lo que estaba haciendo Lord poseía los contactos suficientes como para saltarse las fronteras. Lo cual implicaba una relación gubernamental a alto nivel. Decidió que no volvería a cometer ese error. De ahora en adelante sólo confiaría en Akilina y en Taylor Hayes. Su jefe tenía buenos contactos. Quizá bastaran para poner arreglo a lo que sucedía.
Pero había que empezar por el principio. Lo primero que tenía que hacer era salir del consulado.
Lo más probable era que Orleg y Párpado Gacho anduvieran cerca, quizá en el exterior. Trató de recordar lo ocurrido antes de que perdiera el sentido. Lo único que le venía a las mientes era la electricidad recorriéndole el cuerpo, en cantidad suficiente como para acelerar al máximo los latidos de su corazón. Mirándole a los ojos, había captado en ellos todo lo que Orleg estaba disfrutando. Lo último que recordaba, antes de perder el conocimiento, era a Párpado Gacho apartando al inspector y diciendo que ahora le tocaba a él.
Intentó de nuevo incorporarse. Una ola de vértigo le recorrió el cerebro.
Se abrió de golpe la puerta. Entraron Párpado Gacho y Orleg.
– Muy bien, señor Lord. Ya está usted despierto -dijo Orleg, en ruso.
Lo levantaron del suelo de un tirón. De inmediato, la habitación empezó a darle vueltas y las náuseas invadieron su estómago. Los ojos se le pusieron en blanco, y pensó que iba a desmayarse, pero en ese momento le hizo impacto en la cara un golpe de agua fría. Al principio, la sensación era igual que la producida por las descargas eléctricas; pero el voltaje servía para quemar, y el agua le supuso un alivio. Pronto empezó a salir de su aturdimiento.
Enfocó la vista en los dos nombres.
Párpado Gacho lo sostenía en pie. Delante de él se hallaba Orleg, con una jarra vacía en la mano.
– ¿Sigue usted con sed? -le preguntó el inspector, con sarcasmo.
– Que te den por el culo -logró decir Lord.
Orleg le golpeó violentamente el húmedo rostro con el dorso de la mano. El dolor del golpe le avivó los sentidos. Notó el sabor de la sangre en sus labios, y sólo pensó en liberarse y matar al hijo de puta aquel.
– Desgraciadamente -dijo Orleg-, el cónsul general no es partidario de que se mate a nadie en sus oficinas. Así que hemos tenido que prepararle a usted un viajecito. Me dicen que por aquí cerca hay un desierto. El lugar ideal para enterrar un cuerpo. A mí, como vivo en el frío, me vendrá bien un poco de aire seco y caliente.
Orleg se acercó a Lord.
– Tenemos un coche esperando en la parte trasera. No se le ocurra armar lío. No hay nadie que pueda oír sus gritos de socorro, y si hace un solo ruido le rajo la garganta. Si fuera por mi gusto, lo mataría aquí mismo. Ahora mismo. Pero las órdenes están para ser obedecidas, ¿no le parece a usted?
Como si le hubiera brotado de la mano, sacó a relucir un cuchillo largo y curvo, evidentemente recién afilado. El policía se lo pasó a Párpado Gacho, que se lo puso en la garganta a Lord, por el lado opuesto al filo.
– Le sugiero que ande despacito y en línea recta.
La advertencia no impresionó a Lord. Seguía medio grogui por efecto de la tortura y apenas se tenía en pie. Pero estaba tratando de reunir la energía suficiente para estar dispuesto en cuanto se le presentara una ocasión.
Llevado casi en volandas por Párpado Gacho, llegaron a una zona de secretariado en que no había nadie. Tras bajar por una escalera, se dirigieron a la parte de detrás de la planta baja, pasado un rectángulo de despachos, todos ellos vacíos y a oscuras. Lord pudo ver, por las ventanas, que el día estaba ya sometiéndose a la noche.
Era Orleg quien abría la marcha. Se detuvo ante una puerta de madera que tenía un cerco muy trabajado. Orleg descorrió el pestillo y abrió. Fuera se oía el ruido de un motor en marcha, y Lord pudo ver la puerta trasera de una berlina negra, abierta; el humo del escape desplazaba la neblina, elevándola hasta rebasar el techo del edificio. El inspector hizo seña a Párpado Gacho de que procediera a trasladar su carga.
– Stoi -dijo una voz, desde detrás. Alto.
Filip Vitenko se abrió paso hasta Orleg.
– Le he dicho, inspector, que este hombre no volvería a ser objeto de violencia.
– Y yo le he dicho a usted, señor diplomático, que no se meta en lo que no le importa.
– Su señor Zubarev se ha marchado. Aquí, la máxima autoridad soy yo. Acabo de hablar con Moscú y me han dicho que obre según mi parecer.
Orleg empuñó al enviado por las solapas de la chaqueta y lo estampó contra la pared.
– ¡Xaver! -gritó Vitenko.
Lord oyó que alguien corría por el pasillo adelante. Luego, un individuo más fuerte que un roble se lanzó contra Orleg. Aprovechando el segundo de conmoción, Lord pudo meterle el codo en el estómago a Párpado Gacho. El hombre poseía una musculatura lisa y fuerte, pero Lord le localizó el hueco de las costillas y empujó con todas sus fuerzas hacia arriba.
Párpado Gacho perdió todo el aire en un fuoh.
Lord agarró la mano que empuñaba la navaja. El hombretón que debatía con Orleg percibió el ataque y puso su atención en Párpado Gacho, abalanzándose sobre él.
Lord se lanzó hacia la puerta de salida. Vitenko se interpuso entre él y Orleg por un segundo, y ello le permitió situarse de un salto junto al automóvil. Vio que éste estaba vacío y se apresuró a ocupar el asiento del conductor. Metió la marcha y aplastó el acelerador contra el suelo del coche. Los neumáticos se agarraron al pavimento y el coche salió proyectado hacia delante, mientras las puertas traseras se cerraban solas, por la inercia.
Enfrente había una cancela de hierro, abierta.
La atravesó a toda velocidad.
Una vez en la calle, giró a la derecha y pisó a fondo.
– Ya vale -dijo Hayes.
Párpado Gacho, Orleg, Vitenko y el ayudante dejaron de pelearse.
En el pasillo estaban Zubarev y Hayes.
– Muy bueno el número, señores.
– Ahora -dijo Hayes-, vamos a ver si no le perdemos la pista al hijo de puta ese y nos enteramos por fin de qué va todo esto.
Lord tomó una curva más, a toda pastilla, y luego aminoró la marcha. No vio en el retrovisor ningún coche que lo siguiera, y lo que menos le apetecía en el mundo era llamar la atención de la policía. El reloj del salpicadero señalaba las cinco y media. Aún disponía de media hora para acudir a su cita. Estaba tratando de recordar la topografía local. El zoo estaba al sur del centro, junto al océano, cerca de la Universidad Estatal de San Francisco. El lago Merced estaba también por los alrededores. Allí estuvo, pescando truchas, en un viaje anterior.
Le pareció que de ello hacía una eternidad. En los tiempos en que sólo era un asociado más, entre muchos, de un bufete enorme, cuando los únicos que se interesaban en sus idas y venidas eran la secretaria y su supervisor. Resultaba difícil creer que todo aquello había empezado con una simple comida en un restaurante de Moscú. Artemy Bely se empeñó en pagar él, diciendo que la próxima vez le tocaría a Lord. Éste aceptó la cortesía, aun sabiendo que el abogado ruso ganaba menos en un año que él en tres meses. Le había caído bien Bely, que le pareció un joven muy preparado y muy fácil de tratar. Y, sin embargo, lo único que ahora recordaba era el cadáver de Bely, acribillado a balazos, tendido en la acera. Y Orleg diciéndole que había demasiados muertos como para preocuparse de uno en concreto.
Hijo de puta.
Tomó por la bocacalle siguiente, en dirección sur, alejándose del Golden Gate Bridge, hacia el lado oceánico de la península. Le fue útil que no tardaran en aparecer carteles indicadores del zoo, que fue siguiendo entre el tráfico vespertino. Pronto dejó atrás la congestión de la comercialidad para adentrarse en las tranquilas colinas y los árboles del St. Francis Wood, con sus casas alejadas de la carretera, casi todas con cancela de hierro y fuentes.
Le sorprendía ser capaz de conducir, pero el aluvión de adrenalina que acababa de recorrerle el cuerpo le había cambiado los sentidos. Aún le dolían los músculos, por las descargas eléctricas, y respiraba con dificultad como consecuencia de los repetidos estrangulamientos, pero estaba empezando a sentirse vivo otra vez.
– Lo que hace falta es que Akilina esté ahí esperándome.
Llegó al zoológico y se metió en el aparcamiento alumbrado. Dejó las llaves puestas y se acercó a la taquilla, compró un tique y entró. El empleado le advirtió que faltaba algo menos de una hora para el cierre.
Tenía la pechera del jersey empapada de agua, por los remojones de Orleg: era como ir cubierto con una toalla húmeda, en el frescor de la tarde. Le dolía la cara, por los golpes, y pensó que, seguramente, la tendría desfigurada. Daría gusto verlo.
Siguió al trote por el camino de cemento con alumbrado de luces ambarinas. Aún había unos cuantos visitantes paseando, pero casi todos ellos iban en dirección opuesta, buscando la salida. Pasó junto a una zona de primates y un sector de elefantes; siguiendo las señales, continuó su camino hacia la Casa de los Leones.
Su reloj señalaba las seis de la tarde.
La oscuridad había ya iniciado su conquista del cielo. Los ruidos de los animales, amortiguados por los espesos muros, eran lo único que alteraba el tranquilo paraje. El aire olía a pellejo y a comida. Entró en la Casa de los Leones por una doble puerta de cristal.
Akilina estaba delante de un tigre que iba de un lado a otro. Lord sintió simpatía por aquel animal enjaulado, cuyo padecimiento era el mismo que él acababa de experimentar durante una tarde entera.
El rostro de Akilina expresó alivio y alegría. La chica corrió hacia Lord y ambos se abrazaron, ella con desesperada fuerza. Lord la retuvo en sus brazos mientras temblaba.
– Estaba a punto de marcharme -dijo Akilina, tocándole levemente con la mano la mandíbula hinchada y el ojo dañado-. ¿Qué ha pasado?
– Resultó que me estaba esperando Orleg con uno de los que vienen persiguiéndome desde hace tiempo. Están aquí.
– Te oí gritar por el teléfono.
Akilina le contó a Lord su conversación telefónica con el hombre que se había puesto al teléfono cuando llamó.
– El ruso que estaba al mando dijo llamarse Zubarev. En el consulado tiene que haber otros que los ayudan, aparte de Vitenko. Pero no creo que entre ellos se encuentre el propio Vitenko. Si no hubiera sido por él, no estaría aquí ahora -contó lo ocurrido unos minutos antes-. Estuve vigilando durante todo el camino, y no me ha seguido nadie.
Se fijó en la bolsa que ella llevaba en bandolera.
– ¿Qué es eso?
– No quise dejar todo esto en el hotel. Me pareció mejor llevarlo encima.
Lord decidió no decirle que había cometido un error tonto.
– Nos largamos de aquí. En cuanto estemos a salvo llamaré a Taylor Hayes para que nos ayude. La situación está completamente fuera de control.
– Qué alegría que estés bien.
Lord, de pronto, se dio cuenta de que seguían abrazados y se apartó un poco para poder mirarla.
– Está bien -dijo ella.
– ¿Qué quieres decir?
– Puedes besarme.
– ¿Cómo sabes que quiero besarte?
– Lo sé.
Lord le rozó los labios con los labios, y en seguida se separó.
– Esto es muy raro.
Uno de los leones que había en el recinto de exposición al público lanzó un rugido.
– ¿Será que les parece bien? -dijo Lord, con una sonrisa esbozándosele en la cara.
– ¿Y a ti?
– A mí me parece estupendamente. Pero hay que irse de aquí. He utilizado uno de sus automóviles para cruzar la ciudad. No creo que sea buena idea seguir utilizándolo. Lo mismo denuncian el robo y meten a la policía local en el asunto. Vamos a coger un taxi. Al entrar vi que había una parada delante. Volvemos al hotel que has encontrado tú y mañana por la mañana alquilamos un coche. No creo que sea buena idea presentarnos en el aeropuerto, ni en una estación de autobuses.
Lord recogió la bolsa del hombro de Akilina y se la colgó él. Notó el peso de las dos barras de oro. Asió de la mano a la chica y ambos salieron de la Casa de los Leones, pasando junto a un grupo de adolescentes que se dirigían a echar una última mirada a los félidos.
A unos cien metros, bajo una de las luces que alumbraba el camino, vio que Orleg y Párpado Gacho se acercaban a toda marcha.
Madre de Dios. ¿Cómo habían podido localizarlos?
Agarró a Akilina, y echaron a correr en la dirección opuesta, más allá de la Casa de los Leones, hacia un edificio cuyo rótulo decía CENTRO DE OBSERVACIÓN DE PRIMATES. Monos arrancados de su hábitat natural. Se adentraron en el complejo siguiendo un camino pavimentado, luego torcieron en ángulo recto hacia la izquierda. Ante ellos se desplegaba una ambientación natural, con luz artificial, rocas y árboles, además de una fosa de cemento armado que aislaba el conjunto. Había en aquel símil de bosque varios gorilas: una pareja de adultos y tres crías.
Sin dejar de correr, Lord tomó instantánea nota de que el camino se bifurcaba, lo que quería decir, dado el aislamiento del islote, que circundaba éste en su totalidad, hasta volver al punto de partida. A la izquierda había una valla alta, y más lejos, a la derecha, una zona abierta cuyo nombre era BUEY ALMIZCLERO. Había unas diez personas en atenta contemplación de los gorilas, que, mientras, daban buena cuenta de un gigantesco montón de fruta, en el centro de su área.
– No tenemos dónde ir -dijo Lord, con desesperación en la voz.
Tenía que hacer algo.
Luego observó que en una lejana roca del recinto de los gorilas había una puerta. Miró a ver qué hacían los animales. Quizá fuera donde se refugiaban para pasar la noche. Cabía la posibilidad de que Akilina y él lograsen llegar a aquella puerta sin llamar la atención de los gorilas.
Cualquier posibilidad era mejor que la de quedarse allí esperando a Orleg y Párpado Gacho, que corrían hacia ellos. Sabía muy bien de qué eran capaces aquellos dos sádicos, y prefirió correr el riesgo con los monos. Tras la entrada abierta en la roca se veía otra puerta, con luces. Había movimiento en el interior. Algún empleado, tal vez.
Y tal vez una salida al exterior.
Lanzó la bolsa de viaje al recinto de los gorilas. Fue a caer, pesadamente, junto a un montón de fruta. Los animales reaccionaron a la intrusión emitiendo un sonido, y a continuación se pusieron en movimiento, para investigar.
– Vamos allá.
Se plantó de un salto en el muro de circunvalación. Los demás visitantes lo miraron, extrañados. Akilina lo siguió. El foso tenía algo más de tres metros de anchura, y la pared no llegaba a cincuenta centímetros de espesor. Lord tomó carrerilla y saltó, proyectando su fornido cuerpo por el aire y rezando por que la caída fuese en terreno firme, al otro lado.
Al hacer impacto en el suelo sintió los dolores de la tortura en las piernas y en los muslos. Rodó una vez hacia delante y echó la vista atrás en el preciso momento en que Akilina aterrizaba a su lado, de pie.
Párpado Gacho y Orleg aparecieron tras el muro de separación.
Lord había dado por sentado que no los seguirían ni utilizarían sus armas, habiendo gente alrededor. Uno de los espectadores lanzó un grito, y otro empezó a dar voces llamando a la policía.
Párpado Gacho se encaramó al muro. Iba a saltar cuando uno de los gorilas adultos dio una carrera y se situó al borde de la fosa. El animal se levantó sobre las patas y lanzó un bramido. Párpado Gacho se echó atrás.
Lord recuperó la vertical y le hizo seña a Akilina de dirigirse hacia la puerta. El macho avanzaba pesadamente hacia ellos. El imponente animal iba a cuatro patas, apoyándose en el duro suelo con las plantas de los pies y los nudillos de las manos. Por su aspecto y comportamiento, Lord llegó a la conclusión de que se trataba de un macho. Tenía la pelambre entre marrón y gris, satinada, y esos tonos contrastaban fuertemente con la negrura del pecho, de las palmas y del rostro; un abultamiento plateado le coronaba la espalda. El animal se puso en pie, con las ventanas de la nariz muy ensanchadas, agitando los abultados brazos. Cuando lanzó un rugido, Lord permaneció completamente inmóvil.
El gorila más pequeño, que era de color marrón rojizo (una hembra, seguramente) se había aproximado a Akilina y estaba ahora plantada ante ella, desafiándola. A Lord le habría encantado ayudar, pero también él tenía sus problemas. Esperó que fuera cierto todo lo que había aprendido sobre los gorilas en el Discovery Channel. Se suponía que eran más ladradores que mordedores y que sus alardes físicos eran más bien para provocar una reacción en sus oponentes, quizá hasta el punto de meterles el miedo en el cuerpo y provocar su huida o, por lo menos, que se distrajeran.
Por el rabillo del ojo vio que Orleg y Párpado Gacho se mantenían a la expectativa. Luego vio que daban media vuelta y se marchaban por donde habían venido. Quizá estuvieran ya hartos del espectáculo.
Lord en modo alguno quería un nuevo encuentro con sus perseguidores rusos, pero el caso es que tampoco le apetecía mucho dar explicaciones a la policía. Y lo más probable era que ya estuviese avisada.
Tenían que acercarse a la puerta. Pero el macho, plantado ante él, se puso a golpearse el pecho.
La hembra que se ocupaba de Akilina empezó a retroceder, y Akilina aprovechó el momento para acercarse un poco a Lord. Pero la hembra volvió a moverse hacia delante, y Akilina se subió de un brinco a la rama abajera de uno de los álamos salpicados por el recinto. En seguida ganó altura y cambió de rama, dando cumplida muestra de su acrobática agilidad. La gorila pareció asombrarse muchísimo ante semejante acción, y se puso a trepar ella también. Lord observó que la expresión de la hembra se había ablandado, como si de pronto hubiera llegado a la conclusión de que todo era un juego. Los árboles del recinto estaban muy entrelazados, con la probable intención de conferir más naturalidad al hábitat de los gorilas. De lo cual se benefició Akilina para evadirse de su perseguidora.
El macho situado frente a Lord cesó en su tamboreo y se puso sobre las cuatro extremidades.
Lord oyó una voz femenina que le susurraba al oído, desde detrás:
– Óigame usted. Soy la cuidadora. Le sugiero firmemente que permanezca totalmente inmóvil.
– Tenga usted por seguro que no pienso mover un dedo -contestó Lord, también en voz muy baja.
El mono lo miraba de hito en hito, con la cabeza ladeada en un gesto de curiosidad.
– Estoy en el interior del muro de roca. Pasada la puerta -dijo la incorpórea voz-. Aquí es donde pasan la noche. Pero no vendrán hasta que no hayan despachado toda la comida… Le presento a Rey Arturo. No es muy dado a hacer amigos. Voy a distraerlo para que pueda usted meterse aquí.
– Mi amiga también está en apuros.
– Ya lo he visto. Pero vayamos por partes.
Rey Arturo emprendió una lenta retirada, dirigiéndose a la bolsa de viaje. Lord, que en modo alguno podía marcharse sin la bolsa, trató de alcanzarla. El mono se lanzó hacia delante, con un tremendo grito, como ordenando a Lord que se quedara quieto.
Y él obedeció.
– No lo desafíe -dijo la voz.
El gorila enseñó los colmillos. Lord no se vio con ganas de ponerlos a prueba. Se puso a observar la competencia que mantenían Akilina y la hembra, de rama en rama. No daba la impresión de que Akilina estuviera en peligro: manteniéndose fuera del alcance del animal, más arriba o más abajo, acabó utilizando una rama gruesa para dar una voltereta y aterrizar en el suelo. La gorila trató de imitarla, pero su gran tamaño la hizo estamparse contra la tierra, tras haber trazado un arco en el aire con su caída. Akilina aprovechó la ocasión para meterse a toda prisa en el portal.
Ahora le tocaba a él.
Rey Arturo agarró la bolsa de viaje y se puso a manosearla, tratando de averiguar su contenido. Lord se acercó a quitársela, esperando hacerlo con la rapidez suficiente para echársela al hombro y salir corriendo hacia la abertura de la roca. Pero Rey Arturo tampoco era manco, en cuanto a rapidez: alargó el brazo y cogió un buen puñado del jersey de Lord. Éste trató de apartarse, pero el gorila lo tenía bien agarrado. El jersey, poco a poco, fue rompiéndose. Rey Arturo quedó con la bolsa en una mano y un buen trozo de jersey en la otra.
Lord no se movió.
El gorila arrojó el jersey al suelo y prosiguió en su empeño de registrar la bolsa.
– Tiene usted que meterse aquí -dijo la voz femenina.
– No sin la bolsa.
El mono manoseaba la bolsa, tratando de abrirla por las costuras, llegando en un par de ocasiones a hincarle los colmillos. La bolsa era de tela muy gruesa y aguantó. El gorila, evidentemente frustrado, la estampó contra la pared de roca.
Y volvió a estamparla inmediatamente, como con prisa. Lord arrugó el ceño.
El huevo Fabergé no podría soportar esos malos tratos. Sin pensárselo por un segundo, Lord se lanzó hacia delante cuando la bolsa cayó al suelo, tras el tercer golpe. Rey Arturo se le acercó, pero Lord levantó la bolsa del suelo y se la echó inmediatamente al hombro. En ese momento se acercó la hembra y se interpuso entre Lord y el macho, tratando de hacerse ella con la bolsa. No obstante, Rey Arturo agarró fuertemente por el cuello a la hembra, que era más pequeña que él, haciéndola eructar y gruñir. Mientras el macho la alejaba de su lado, Lord aprovechó para buscar el refugio del portal abierto.
Pero Rey Arturo le cerró el camino cuando le faltaban unos pasos para ponerse a salvo.
El primate se hallaba frente a él, a poco más de un metro de distancia, apestándolo con su nauseabundo olor. Tras una intensa mirada vino un gruñido en tono bajo. El gorila tenía el labio superior hinchado y abría la boca para mostrar unos colmillos tan largos como los dedos de Lord. Extendió el brazo lentamente hasta tocar la bolsa, como en una caricia.
Lord se quedó muy quieto.
El gorila le tocó el pecho con el dedo. No llegó a hacerle daño, pero hizo contacto con la piel de Lord. Era un gesto casi humano. Por un momento, Lord perdió un poco el miedo. Clavó la mirada en los brillantes ojos del animal y comprendió que ya no estaba en peligro.
Rey Arturo retiró el dedo y se alejó un poco.
También la hembra se había quitado de en medio, tras la reprimenda que acababa de ganarse.
El gran primate siguió apartándose, hasta dejar libre el camino que llevaba al portal. Lord se metió a rastras y la puerta metálica se cerró tras él.
– Nunca había visto reaccionar así a Rey Arturo -dijo la cuidadora, mientras echaba el cierre-. Es muy agresivo.
Lord, por entre los barrotes de la puerta, observó al gorila, que había vuelto a apoderarse del jersey. Al final, acabó perdiendo el interés y se alejó camino de un montón de fruta.
– Ahora, ¿harán ustedes el favor de explicarme qué hacen aquí?
– ¿Hay salida?
– No tan de prisa. Hay que esperar a que llegue la policía.
Lord pensó que eso no iba a ser posible. No había modo de saber hasta dónde alcanzaba la influencia de sus perseguidores. Vio que había una puerta de salida, cerrada, y más allá un vestíbulo visible a través de un cristal reforzado con alambre. Asió del brazo a Akilina y ambos echaron a andar en esa dirección.
– He dicho que vamos a esperar a la policía.
La mujer de uniforme les cortó el paso.
– Mire, estamos pasándolas muy mal. Unos cuantos hombres intentan matarnos y hace un rato he tenido que mirarle a los ojos a un gorila de ciento cincuenta kilos. Comprenderá que no me apetezca nada discutir.
La cuidadora, aún dubitativa, se apartó.
– Buena elección. Ahora, ¿dónde está la llave de esa puerta?
La empleada se buscó en el bolsillo y le entregó a Lord una arandela con una sola llave colgando. Akilina y Lord salieron de aquella habitación. Lord echó la llave a la puerta.
No tardaron en encontrar una salida que daba más allá de la zona de visita, hacia dos grandes cobertizos llenos de herramientas. Más adelante había un aparcamiento vacío. Según un cartel, todo aquello era zona reservada al personal del zoo. Sabiendo que no podían volver a la entrada principal, Lord se dirigió hacia el océano y la avenida que corría paralela a la costa. Quería salir de aquellos parajes cuanto antes, y se llevó una alegría al ver que se acercaba un taxi. Pararon el vehículo y se subieron. El conductor los dejó en el Golden Gate Park al cabo de diez minutos.
Entraron en el parque.
Frente a ellos se veía un campo de fútbol sin iluminar, con un pequeño estanque a la derecha. El parque se extendía varios kilómetros en todas direcciones. Los árboles y las praderas estaban en la sombra y no se percibían sus detalles. Se sentaron en un banco. Lord tenía los nervios destrozados. No sabía cuánto más podría soportar. Akilina le pasó el brazo por detrás y apoyó la cabeza en su hombro.
– Qué sorprendente, lo que hiciste con el gorila. Eres una trepadora nata.
– No creo que hubiera llegado a hacerme daño.
– Comprendo lo que quieres decir. También el macho podría haber pasado al ataque, pero no lo hizo. Llegó incluso a evitar que la hembra se lanzase.
Lord recordó los golpes de la bolsa contra la pared de piedra. La recogió del suelo húmedo. La farola que había sobre sus cabezas proporcionaba un resplandor naranja. No había nadie a la vista. Soplaba un aire frío, y Lord echó de menos su jersey.
Abrió la cremallera de la bolsa.
– Cuando Rey Arturo se puso a estamparla contra la pared, sólo pensé en el Fabergé.
Sacó el huevo de la bolsa de terciopelo. Se le habían roto tres de sus patas y había muchos diamantes sueltos. Akilina hizo cuenco con las manos y recogió todos aquellos restos preciosos. El huevo estaba rajado por el centro, abierto como una toronja.
– Está hecho polvo -dijo-. Era un objeto de valor incalculable. Por no decir que la rotura puede traer como resultado el fin de nuestra búsqueda.
Se quedó mirando la hendidura abierta en semejante obra de arte. Se le estaba revolviendo el estómago. Dejó la bolsa de terciopelo y, suavemente, acarició el Fabergé con el dedo, en la esperanza de averiguar lo que había dentro. Algo blanco y fibroso, como una especie de material de embalaje. Extrajo una pizca y descubrió que era algodón, tan compactado que resultaba difícil arrancar algo como muestra. Siguió tanteando, con la esperanza de acabar localizando el mecanismo de alzada de los tres diminutos retratos.
Ahondó con la punta del dedo.
Algo duro, sin duda.
Y suave.
Se situó mejor con respecto a la luz de la farola y siguió buscando con el dedo.
Captó un destello de oro con algo grabado en la superficie.
Letras.
Agarró el huevo con ambas manos y partió la corteza de oro, como si hubiera sido una granada.