TERCERA PARTE

40

Hayes vio que Orleg y Párpado Gacho salían del zoo por la puerta principal. Khrushchev y él habían esperado pacientemente en el aparcamiento durante diez minutos. El rastreador que le habían colocado a Lord en el coche -un artilugio diminuto, del tamaño de un botón- había funcionado perfectamente. El consulado poseía una buena cantidad de estos aparatos, reminiscencia de la guerra fría, durante la cual San Francisco fue un punto neurálgico de recogida de información dentro de la región de California, tan importante en lo referente a la informática y la defensa.

Había dejado escapar a Lord como medio para localizar a Akilina Petrovna, en cuyas manos, pensaba Hayes, se debía de hallar lo que fuera que hubiese encontrado Lord tanto en la tumba de Kolya Maks como en la caja de seguridad. La capacidad de seguimiento de su presa les había permitido mantenerse a una distancia prudencial, mientras Lord se iba abriendo paso por el tráfico vespertino. A Hayes le pareció extraño el lugar de la cita, pero se dijo que Lord habría preferido un sitio público. Llamar la atención era precisamente lo que menos necesitaba Hayes.

– No me gusta nada la cara que traen -dijo Khrushchev.

Tampoco a Hayes, pero se lo calló. Estaba más o menos tranquilo, porque la pantalla LCD que tenía delante seguía emitiendo pitidos, lo que quería decir que no habían perdido a Lord. Apretó un botón y la ventanilla trasera del Lincoln bajó con un zumbido. Orleg y Párpado Gacho se detuvieron al lado.

– Saltó al foso de los gorilas -dijo Orleg-. Tratamos de seguirle, pero una de esas puñeteras bestias nos cerró el camino. Además, tampoco era cosa de montar el espectáculo. Lo que tenemos que hacer es seguirlo otra vez.

– Muy prudente por vuestra parte -dijo Hayes-. La señal sigue siendo fuerte.

Se volvió hacia Zubarev.

– ¿Procedemos?

Abrió la puerta y los ocupantes se bajaron del coche, en la oscuridad de la noche. Orleg se hizo con la pantalla LCD y todos se le acercaron. En la distancia se oían unas sirenas, cada vez más cerca.

– Alguien ha llamado a la policía. Tenemos que poner fin a todo esto cuanto antes -dijo Hayes-. No estamos en Moscú. Aquí, la policía hace un montón de preguntas.

La entrada principal del zoo estaba sin vigilar, de modo que pudieron entrar en seguida. Había un montón de gente en torno al recinto de los gorilas. El rastreador que llevaba Orleg seguía indicando la presencia de Lord en las cercanías.

– Métete eso debajo de la chaqueta -le dijo Hayes a Orleg, con idea de no despertar la curiosidad de la gente.

Al acercarse al recinto de los gorilas, Hayes preguntó qué estaba ocurriendo. Una mujer le explicó que un hombre negro y una chica blanca habían saltado al foso y que los gorilas salieron en su persecución. Al final lograron refugiarse en un portal abierto en la roca y desaparecieron. Hayes se dirigió a Orleg para confirmar que la señal seguía activa. Pero cuando miró con atención el hábitat iluminado, inmediatamente se dio cuenta de lo que el gran gorila de lomo plateado llevaba bien sujeto en una mano.

Un jersey de color verde oscuro.

El mismo jersey al que habían cosido el rastreador. Movió la cabeza, y recordó de pronto lo que Rasputín le predijo a Alejandra: La inocencia de las bestias servirá de guarda y guía del camino, para ser el árbitro final del éxito.

– El mono ese tiene el jersey en la mano -le dijo a Zubarev, que se acercó al muro de contención y lo vio con sus propios ojos.

La cara que puso el ruso dio a entender que él también estaba acordándose de la predicción del starets.

– Pues ahí está: una bestia ha servido de guarda. Lo que no se es si también habrá servido de guía. -Buena pregunta -dijo Hayes.


*

Lord iba pelando el oro del huevo. Saltaban los diamantes como gotitas de zumo de una naranja recién abierta. Una pequeña pieza de oro cayó en la hierba húmeda. Akilina se inclinó a recogerla.

Una campanita.

El exterior resplandecía a la luz de la lámpara que los iluminaba desde lo alto. Era seguramente la primera vez en muchísimos años que este objeto entraba en contacto con el aire. Akilina lo acercó más a la luz y Lord vio que en la campanita había grabadas unas cuantas palabras.

– Son caracteres cirílicos -dijo ella, acercándosela a los ojos.

– ¿Puedes leerlo?

– «Donde crece el árbol de la Princesa y el Génesis, la Espina [1] espera. Usad las palabras que hasta aquí os trajeron. El éxito vendrá cuando sean pronunciados vuestros nombres y la campana se complete.»

Lord estaba empezando a cansarse de adivinanzas.

– ¿Qué quiere decir?

Cogió la campana y procedió a estudiar sus detalles. No tenía más allá de ocho centímetros de alto por cinco de ancho. Sin badajo. De su peso cabía deducir que estaba hecha de oro macizo. Aparte de las palabras grabadas en el círculo exterior, no había ninguna otra clase de símbolo. Aparentemente, ése era el último mensaje de Yusúpov.

Lord volvió al banco y se sentó.

Lo mismo hizo Akilina.

Lord prosiguió su inspección ocular del Fabergé destrozado. Al parecer, los descendientes de Nicolás II habían logrado sobrevivir durante buena parte del siglo xx y, ya, el principio del siglo xxi.

Mientras los primeros ministros comunistas sojuzgaban al pueblo ruso, los herederos del trono de los Romanov seguían vivos, en la oscuridad, donde crece el árbol de la Princesa, vaya usted a saber dónde. Quería localizar a esos descendientes. Es más: tenía necesidad de localizarlos. Stefan Baklanov no era el justo heredero del trono ruso, y quizá la aparición de un Romanov por la línea directa alcanzara a galvanizar al pueblo ruso en una medida que de ningún otro modo podría alcanzarse. Pero por el momento estaba demasiado cansado para hacer nada más. En principio, había pensado dejar la ciudad aquella misma noche, pero ahora tomó la decisión contraria:

– Volvamos al hotel que encontraste tú y durmamos un poco. Puede que mañana por la mañana veamos todo esto con más claridad.

– Por el camino podríamos comprar algo de comer. Llevo desde el desayuno sin probar bocado.

Lord la miró; luego, alargó el brazo y le acarició levemente la mejilla.

– Hoy lo has hecho todo muy bien -le dijo, en ruso.

– No estaba segura de volver a verte alguna vez.

– Tampoco yo estaba muy seguro, la verdad.

Akilina acercó su mano a la de Lord.

– No me hacía ninguna gracia pensarlo.

A él tampoco.

La besó en los labios, suavemente, y luego la tomó en sus brazos. Permanecieron unos minutos en el banco, paladeando la soledad. Al final, Lord metió en su bolsa de terciopelo lo que quedaba del Fabergé, junto con la campanita. Se echó al hombro la bolsa de viaje y salieron del parque al bulevar contiguo.

Diez minutos más tarde encontraron un taxi, y Lord le dijo al conductor que los llevara al hotel elegido por Akilina. Fueron recorriendo la ciudad. Lord le daba vueltas a la inscripción de la campanita.

Donde crece el árbol de la Princesa y el Génesis, la Espina espera. Usad las palabras que hasta aquí os trajeron. El éxito vendrá cuando sean pronunciados vuestros nombres y la campana se complete.

Otra instrucción críptica. Bastante, quizá, para indicarles el camino, si hubieran sabido qué buscar; pero insuficiente en realidad, porque desde su ignorancia no podían sacarle partido. El problema era que no sabían lo que estaban buscando, pensó de nuevo. Esas palabras se inscribieron en algún momento posterior a 1918, año en que fue asesinada la familia imperial, y anterior a 1924, año en que murió Fabergé. Podía ser que en aquella época su significado estuviese más claro, que el tiempo hubiera oscurecido lo que en principio era un mensaje desprovisto de ambigüedad. A través de las ventanas churretosas del taxi fue contemplando el desfile de cafés y restaurantes que se deslizaban a su lado. Recordó que Akilina había hablado de comer algo, y el caso era que también él tenía hambre, aunque no le pareciera buena idea pasar demasiado tiempo al descubierto.

Se le ocurrió una cosa.

Le dijo al taxista lo que quería, y el hombre asintió con la cabeza. Sólo tardó unos minutos en encontrar el sitio requerido.

Entró con Akilina en una edificación que llevaba el rótulo de CYBERHOUSE, uno de los muchos lugares en que se combinaba el acceso a internet con la posibilidad de comer y beber algo. En aquel preciso momento, ambas cosas le hacían falta: comida e información.

El interior estaba medio lleno. Resplandecían las paredes de acero inoxidable y había una buena cantidad de paneles de cristal ahumado con imágenes estampadas. Una de las esquinas estaba dominada por un gran televisor, frente al cual se apiñaba cierta cantidad de gente. A primera vista, la especialidad parecía ser la cerveza de grifo servida en grandes dosis y cierto tipo de sándwich.

Lord se metió en seguida en el cuarto de baño, se lavó la cara con agua fría y trató de suavizar el aspecto intimidatorio de sus moretones.

Ambos ocuparon luego una cabina con terminal y pidieron algo. La camarera les explicó el funcionamiento del teclado y les proporcionó la contraseña. Mientras esperaban que les sirvieran, Lord encontró un motor de búsqueda y tecleó ÁRBOL PRINCESA. Aparecieron unos tres mil resultados. Muchos eran de una línea de joyería que estaba en lanzamiento y que respondía al nombre de Colección Árbol de la Princesa. Otros eran sobre el bosque pluvial, la silvicultura, la horticultura y las hierbas medicinales. Hubo uno, sin embargo, cuyo sumario le llamó inmediatamente la atención:

Paulownia tomentosa─Árbol de la princesa, Árbol Karri─hojas de color violeta, aromáticas. Agosto/ septiembre.

Hizo clic con el ratón y en la pantalla apareció un texto en que se explicaba que el árbol de la princesa era originario del Extremo Oriente, pero que se importó en Estados Unidos en los años treinta del siglo xix. La especie se había extendido por el este del país, por efecto de las semillas utilizadas como relleno en embalajes procedentes de China. Su madera era ligera y muy resistente al agua, y los japoneses la utilizaban para fabricar cuencos de arroz, utensilios y ataúdes. Su crecimiento era rápido -entre cinco y siete años para alcanzar la madurez- y su floración era espectacular, porque daba unas flores alargadas, del color de la lavanda, suavemente aromáticas. Se mencionaba la utilización de la especie en la industria maderera y de pasta de papel, merced a su rápido crecimiento y su bajo costo. Abundaba sobre todo en las montañas de Carolina del Norte, donde se habían llevado a cabo repetidos intentos de cultivo, a lo largo de los años. Pero fue la explicación del nombre lo que más le llamó la atención. Según se decía, el árbol había sido bautizado así por la princesa Anna Paulownia, hija del Zar Pablo I, que reinó en Rusia entre 1797 y 1801. Pablo I era tatarabuelo de Nicolás II.

Le comunicó a Akilina lo que acababa de leer.

Ella quedó sorprendida:

– Cómo se puede uno enterar de tantas cosas tan de prisa.

Lord recordó que el acceso a internet estaba empezando en el país de Akilina. Varios clientes de Pridgen & Woodworth trabajaban febrilmente en mejorar la conexión entre Rusia y la Red. El problema era que un solo ordenador costaba dos veces el salario medio anual de Rusia.

Bajó por la pantalla y encontró otro par de sitios. No había información de valor en ninguno de los dos. Llegó la camarera con la comida y dos Pepsi-Colas. Por unos minutos, mientras comían, Lord olvidó la espantosa situación en que se hallaban. Estaba capturando la última de sus patatas fritas cuando otra idea lo asaltó. Volvió a abrir el motor de búsqueda. Luego tecleó CAROLINA NORTE y encontró un sitio donde venía un mapa detallado del estado. Seleccionó la región montañosa y amplió.

– ¿Que es eso? -le preguntó Akilina.

– Una corazonada que estoy siguiendo.

En el centro de la pantalla estaba Asheville, en una intersección de líneas de color rojo oscuro procedentes de los cuatro puntos cardinales, es decir las carreteras interestatales 40 y 26. Al norte había localidades como Boone, Green Mountain y Bald Creek. Al sur estaban Hendersonville y la frontera con Carolina del Sur y Georgia. Maggie Valley y Tennessee quedaban al oeste, y Charlotte surgía al este. Estudió la ruta Parkway, que serpenteaba hacia el noreste, de Asheville a la raya de Virginia. Los pueblos tenían nombres interesantes: Sioux, Bay Book, Chimney Rock, Cedar Mountain. Luego, justo al norte de Asheville, al sur de Boone, cerca de Grandfather Mountain, lo vio.

Génesis. En la Carretera Nacional 81.

Donde crece el árbol de la Princesa y el Génesis, la Espina espera.

Miró sonriente a Akilina.

41

Miércoles, 20 de octubre

Akilina y Lord se levantaron pronto y dejaron el hotel. La noche anterior había dormido con una mujer por primera vez en muchos años. No había habido sexo, porque ambos estaban demasiado exhaustos y asustados, pero estuvieron muy juntos, abrazados, con Lord despertándose de vez en cuando ante el temor de que Párpado Gacho se presentara en el momento menos pensado.

Se despertaron un poco antes del amanecer y fueron a una agencia de Avis situada en el barrio financiero, a alquilar un coche. A continuación recorrieron ciento cincuenta kilómetros, dirección noreste, hasta llegar al aeropuerto de Sacramento, en la idea de que allí habría menos posibilidades de que alguien los localizara. Tras devolver el coche, cogieron un vuelo directo a Dallas de la American Airlines. Ya a bordo, Lord echó un vistazo al diario USA Today. En primera página venía la noticia de que la Comisión del Zar estaba a punto de dar por concluidos sus trabajos. Contra todo pronóstico, la comisión, tras cerrar la tanda de entrevistas, había estrechado el campo hasta dejar sólo tres finalistas, uno de los cuales era Stefan Baklanov. La votación final, que en principio estuvo prevista para el día siguiente, se había aplazado al viernes, debido a la muerte de un familiar de un miembro de la comisión. Dado que la votación final tenía que resolverse por unanimidad, no habían tenido más remedio que establecer un retraso de un día. Los entendidos ya predecían la elección de Baklanov, anunciando que a continuación sería proclamado como la mejor solución para Rusia. El USA Today citaba las palabras de un conocido historiador: «Es lo mas cercano a Nicolás II que tenemos. El más Romanov de los Romanov.»

Lord miraba el teléfono empotrado en el respaldo del asiento delantero. ¿Debía ponerse en contacto con el Departamento de Estado, o con Taylor Hayes, para contarles todo lo que sabía? La información de que disponían Akilina y él podía, sin duda alguna, modificar el resultado de la votación. Como mínimo, haría que se aplazase la resolución final mientras se comprobaba la validez de los nuevos datos. Pero, según la profecía, Akilina y él tenían que completar la tarea por sí solos. Tres días atrás él mismo habría restado toda credibilidad a este asunto, considerándolo una mera manifestación de los delirios de poder de un campesino borracho sin más mérito que el de haberse granjeado el favor de la familia imperial. Pero estaba el gorila. La bestia. Era el gorila quien había aplastado el huevo Fabergé. Era el gorila quien había impedido que Párpado Gacho saltara al foso.

La inocencia de las bestias servirá de guarda y guía del camino, para ser el árbitro final del éxito.

¿Cómo podía Rasputín haber sabido que algo así sucedería? ¿Era una coincidencia? Si lo era, el caso llevaba los límites de la probabilidad mucho más allá de lo concebible. ¿Estaba el heredero del trono ruso tranquilamente instalado en Estados Unidos? Génesis. Carolina del Norte, 6.356 habitantes, según el atlas que acababa de comprar en el aeropuerto. Cabeza del condado de Dillsboro. Una población diminuta en un condado diminuto, enclavado en los montes Apalaches. Si el heredero, o heredera, se encontraba allí, ese mero hecho podía modificar el curso de la Historia. Se preguntó qué pensaría el pueblo ruso al enterarse de que dos de los herederos habían sobrevivido a la matanza de Ekaterimburgo y estaban escondidos en Estados Unidos, en un país del que la nación rusa había aprendido a desconfiar, tras decenios de propaganda oficial. También se preguntó cómo sería el heredero, hijo o nieto de Alexis o de Anastasia, quizá de ambos, educado a la norteamericana. ¿Qué relación mantendrían con la Madre Rusia que ahora les haría seña de que regresaran, para ponerse al frente de un país en plena conmoción?

Era increíble. Y él, Lord, era parte del asunto. Una parte esencial. El Cuervo del Águila que representaba Akilina. Su cometido estaba muy claro: poner término a la búsqueda y encontrar una Espina. Pero había alguien mas buscando. Personas que trataban de influir en el resultado de la comisión. Hombres que habían invertido un montón de dinero y de poder en controlar un proceso supuestamente neutral. ¿O también eso era mentira, una más de las ideadas por Filip Vitenko para convencerlo de acudir al consulado ruso? No lo creía así. Maxim Zubarev había dado pruebas de una crueldad que acreditaba sus palabras. Stefan Baklanov estaba totalmente bajo control. No era más que un títere consentidor. Y, como había dicho Zubarev, ellos eran muy buenos titiriteros. ¿Qué más había dicho Zubarev? Lo único que puede evitar su ascensión es la reemergencia de alguien que descienda directamente de Nicolás II. Pero ¿quiénes eran «ellos»? ¿Era cierto que habían logrado amañar la comisión? Si así era, ¿qué más le daba a él? Lord había viajado a Moscú con el fin concreto de promocionar la candidatura de Baklanov hasta obtener su victoria. Ése era el desenlace que sus clientes querían. Eso era lo que Taylor Hayes quería que ocurriese. Y sería lo mejor para todos.

¿O no?

Al parecer, las mismas facciones, la política y la criminal, que antes habían puesto de rodillas a Rusia, controlaban ahora a su futuro monarca absoluto. Y no se trataba de ningún gobernante de esos del siglo xviii, con sus fusiles y sus cañones. Éste tendría acceso a las armas nucleares, en algunos casos lo suficientemente pequeñas como para llevarlas en un maletín. Ningún individuo debería poseer nunca tamaña autoridad, pero los rusos no se conformarían con menos. Para ellos, el Zar era sagrado, era el vínculo entre Dios y el pasado glorioso que llevaba un siglo negándoseles. Querían retroceder a aquellos tiempos, y un retroceso era lo que iban a conseguir. Pero ¿saldrían ganando? ¿O no harían sino pasar de un conjunto de problemas a otro conjunto de problemas? Recordó otra de las frases de Rasputín:

Doce deben morir para que la resurrección sea completa.

Repasó el número de muertos. Cuatro el primer día, incluyendo a Artemy Bely. El guarda de la Plaza Roja. El compañero de Pashenko. Iosif y Vassily Maks. Hasta ahora, todo lo dicho por el starets se había cumplido.

¿Quiénes faltaban por morir?


*

Hayes miraba a Khrushchev retorcerse en su asiento. El antiguo comunista, ministro del gobierno durante muchos años, muy bien situado y mejor relacionado, estaba nervioso. Hayes sabía bien que los rusos llevaban siempre sus emociones a flor de piel. Si se sentían felices, lo manifestaban con una exuberancia que a veces resultaba aterradora. Si estaban tristes, su desesperación alcanzaba las mayores profundidades. Iban, por naturaleza, de un extremo al otro, sin detenerse casi nunca en el punto medio; y Hayes había ya aprendido, tras casi veinte años de trato con ellos, que la franqueza y la lealtad eran muy importantes atributos. Lo malo era que podían pasar años antes de que un ruso empezara a confiar en otro ruso, y muchos más en un extranjero.

En aquel momento, Khrushchev estaba comportándose de un modo especialmente ruso. Veinticuatro horas antes era todo confianza y seguridad y estaba totalmente convencido de que Lord no tardaría en caer en sus manos. Ahora estaba serio y taciturno y llevaba sin decir prácticamente nada desde la noche antes, en el zoo, cuando se percataron de que no había modo de seguir a su presa, y él comprendió que tendría que explicarles todo aquello a los miembros de la Cancillería Secreta, a quienes, además, no les había parecido buena idea, en principio, que dejaran escapar a Lord para luego seguirlo.

Se hallaban en la segunda planta del consulado, solos en el despacho de Vitenko, con la llave echada. Al otro lado del hilo estaban los miembros de la Cancillería, reunidos en el estudio de su local moscovita. Nadie estaba contento con la situación actual, pero nadie criticaba abiertamente las medidas tomadas.

– Qué le vamos a hacer -decía Lenin, por teléfono-. ¿Quién iba a predecir la intervención de un gorila?

– Rasputín -dijo Hayes.

– Ah, señor Lincoln, está usted empezando a hacerse cargo de nuestra preocupación -dijo Brezhnev.

– Estoy empezando a pensar que sí, que definitivamente Lord anda detrás de un descendiente de Alexis o de Anastasia. Un heredero del trono de los Romanov.

– Parece ser -dijo Stalin-que nuestros peores miedos se han hecho realidad.

– ¿Alguien tiene idea de dónde pueden haber ido? -preguntó Lenin.

Hayes llevaba horas haciéndose esa pregunta.

– He contratado a una compañía de investigación de Atlanta para que tenga vigilado su apartamento. Si pasa por allí, lo tendremos localizado. Y esta vez no lo dejaremos escapar.

– Eso está muy bien -dijo Brezhnev-. Pero ¿y si se encamina directamente al sitio en que lo esté esperando el supuesto heredero?

Ésa era otra posibilidad que Hayes había estado sopesando. Tenía contactos en los cuerpos encargados de imponer el cumplimiento de la ley. El FBI. El servicio de aduanas. La DEA. Podían servirle para seguir de modo encubierto los pasos de Lord, sobre todo si utilizaba tarjetas bancarias o de crédito en su viaje. Sus contactos tendrían acceso a datos que él nunca podría conseguir. Pero meterlos en la función lo obligaría a enredarse con personas a quienes prefería mantener a una distancia de respeto. Sus millones estaban seguros bajo la protección de una verdadera montaña de cobertura suiza, y tenía intención de disfrutar de todos esos dólares -y unos cuantos millones más que pensaba conseguir-en los años venideros. Llegado el momento, dejaría el bufete, llevándose la cantidad de siete cifras que le garantizaba el contrato de recompra de acciones. Los demás socios querrían, seguramente, que mantuviera alguna relación con ellos, aunque sólo fuera para no quitar su nombre de la placa y del membrete de las cartas, garantizándose así la fidelidad de los clientes que él había ido consiguiendo a lo largo del tiempo. Y él aceptaría, desde luego, si le pagaban un razonable estipendio anual -lo suficiente, digamos, para vivir modestamente en un palacio de Europa-. Todo iba a ser perfecto. De modo que ni por asomo pensaba darle a nadie la oportunidad de fastidiárselo. Mintió, pues, en su respuesta a Brezhnev:

– Me quedan teclas que tocar. Aquí también hay gente disponible, como la tienen ustedes en Rusia.

En realidad, nunca había necesitado de esa gente, y no tenía idea de dónde podía encontrarla; pero sus compinches rusos no tenían por qué saberlo.

– No creo que sea problema.

Khrushchev lo miró a los ojos. El altavoz permanecía en silencio, mientras, al parecer, sus interlocutores rusos esperaban que se les dijera algo más.

– Estoy convencido de que Lord se pondrá en contacto conmigo -dijo Hayes.

– ¿En qué se basa? -le preguntó Khrushchev.

– No tiene motivo para no confiar en mí. Sigo siendo su jefe, y yo tengo contactos en el gobierno ruso. No le queda más remedio que llamarme, sobre todo si, en efecto, localiza a alguien. Yo seré la primera persona a quien querrá contárselo. Él sabe muy bien lo que se juegan nuestros clientes, y lo que todas estas novedades significarían para ellos. Me llamará.

– Pues hasta ahora no lo ha hecho -dijo Lenin.

– Porque estaba en la línea de fuego y en movimiento. Y también porque hasta ahora no tiene nada que aportar que demuestre la utilidad de sus esfuerzos. Aún sigue buscando. Dejémoslo. Luego se pondrá en contacto conmigo. Estoy seguro.

– Sólo nos quedan dos días para contener esto -dijo Stalin-. Afortunadamente, una vez elegido Baklanov será difícil anular su nombramiento, sobre todo si manejamos con tiento las relaciones públicas. Si algo de esto llega a conocimiento del público, lo único que tenemos que hacer es presentarlo como un nuevo bulo lanzado por los conspiradores. Nadie se lo tomará en serio.

– No necesariamente -dijo Hayes-. Las pruebas de ADN pueden demostrar el nexo con Nicolás y Alejandra, porque el código genético de los Romanov está ya catalogado. También yo opino que la situación puede controlarse, pero necesitamos cadáveres por herederos, no seres humanos vivos, y quiero decir cadáveres que nunca aparezcan. Hay que quemarlos.

– ¿Puede hacerse? -quiso saber Khrushchev.

Hayes no estaba muy seguro de que sí, pero sabía lo que estaba en juego, para él y para los demás, de manera que dio la respuesta correcta:

– Por supuesto.

42

Génesis, Carolina del Norte

16:15


Lord miraba el paisaje desde su puesto de conductor, admirando con renovado interés las densas acumulaciones de árboles que se alzaban a ambos lados de la empinada carretera. Eran de corteza gris claro, con manchas más oscuras, y las largas hojas mostraban un verde muy intenso. Había visitado la zona varias veces con anterioridad, en excursiones de fin de semana, y se había fijado en los sicómoros comunes, las hayas y los robles. Pero siempre había pensado que aquellos otros árboles tan tupidos eran una variedad del álamo. Ahora sabía lo que eran.

– Ahí tienes los árboles de la princesa -dijo, señalando-. Anoche leí que en esta época del año es cuando los grandes sueltan la semilla. Un solo árbol pone en circulación unos veinte millones de semillas. Se comprende que los vea uno por todas partes.

– ¿Has estado aquí antes? -le preguntó Akilina.

– He estado en Asheville, que dejamos atrás hace un rato, y en Boone, que está algo más al norte. Esto es zona de esquí, en invierno, muy importante, y en verano se está de maravilla.

– Me recuerda Siberia. Cerca de donde vivía mi abuela. Había montes bajos y bosques como éste. El aire era limpio y fresco, igual que aquí. Me encantó.

Por todas partes prendía el otoño: los picos y los valles ardían en oros, en naranjas, y una neblina humeante ascendía, rizada, de los valles mas profundos. Solo los pinos y los árboles de la princesa conservaban su viva fachada estival.

Cambiaron de plan en Dallas y cogieron un vuelo a Nashville. Desde allí, un enlace rápido los dejó en Asheville. De esto último hacía una hora. Lord se quedó sin dinero en Nashville y se vio obligado a utilizar la tarjeta de crédito, hecho del que esperaba no tener que arrepentirse, sabiendo, como sabía, que las anotaciones de las tarjetas podían localizarse por terceros. Pero es que también la compra de billetes de avión era susceptible de control. Lo único que cabía esperar era que la afirmación de Maxim Zubarev en el sentido de que contaban con la colaboración del FBI y del servicio de aduanas fuese pura baladronada. No podía afirmarlo con total seguridad, pero Lord estaba convencido de que los rusos actuaban con independencia del gobierno de Estados Unidos. Quizá hubiera alguna colaboración periférica, de poca importancia y encubierta, pero nada parecido a un esfuerzo generalizado por localizar a un abogado norteamericano y una acróbata rusa. Algo así, pensaba Lord, habría requerido una explicación más profunda. Y el riesgo de que él les contara a los norteamericanos lo que estaba ocurriendo, antes de que los rusos pudieran controlar la situación, era demasiado elevado. No, los rusos trabajaban solos, al menos por el momento.

El trayecto en dirección norte, a partir de Asheville, había sido agradable: pasando por la carretera del parque Blue Ridge, llegaron a la estatal 81, que los conducía a través de onduladas colinas y montañas de poca elevación. Génesis era una ciudad de postal, con edificios de ladrillo, madera y piedra local, lleno de extrañas galerías de arte, tiendas de regalos y anticuarios. En la calle central había toda una hilera de bancos, uno detrás del otro, bajo la protección de los frondosos sicómoros. El cruce central estaba dominado por una heladería; los restantes, por dos instituciones bancarias y un drugstore. Establecimientos franquiciados, casas de pisos y alojamientos turísticos empezaban a abundar según se alejaba uno del centro. Cuando cruzaron la ciudad, el sol ya estaba en su ocaso y el cielo iba pasando del azul resplandeciente a un salmón pálido, mientras los árboles y los picos de las montañas viraban al violeta. Era un sitio donde anochecía temprano, al parecer.

– Ya estamos -le dijo Lord a Akilina-. Ahora tenemos que averiguar quién es la Espina. O qué.

Iba a meterse en un almacén de artículos sanitarios para consultar la guía de teléfonos local cuando algo le llamó la atención. Era una placa de hierro forjado que colgaba en un costado de un edificio de ladrillo, de dos plantas. Algo más allá estaban los juzgados, en una plaza muy poblada de árboles. El texto decía, en letras negras: MICHAEL THORN. ABOGADO. Llamó la atención de Akilina sobre la placa y se lo tradujo.

– Igual que en Starodub -dijo ella.

También él lo había pensado.

Aparcó junto a la acera, una bocacalle más allá. Rápidamente desanduvieron el camino y entraron en el bufete, donde una secretaria les dijo que el señor Thorn estaba en el juzgado, buscando unas escrituras, pero que no tardaría en volver. Lord expresó su deseo de hablar con Thorn inmediatamente, y la mujer le indicó dónde podía encontrarlo.

Se acercaron andando a los juzgados del condado de Dillsboro, un edificio de ladrillo y piedra, con el pórtico de columnas y la cúpula elevada que suelen adornar este tipo de instalaciones legales en el sur de Estados Unidos. Una placa de bronce, junto a la puerta principal, señalaba que el edificio se terminó de construir en 1898. Lord no conocía muchos juzgados, porque su práctica legal se limitaba a las salas de juntas y las instituciones financieras de las principales ciudades norteamericanas o de las capitales de Europa del Este. De hecho, nunca había actuado ante los tribunales. Pridgen & Woodworth tenía cientos de abogados que se ocupaban de ello. Él era un negociador de acuerdos. El hombre entre bastidores. Hasta la semana anterior, cuando se vio proyectado al centro del escenario.

Encontraron a Michael Thorn en el sótano donde se guardaban las escrituras, encorvado sobre un volumen de colosal tamaño. A la cruda luz de las lámparas fluorescentes, Lord vio que Thorn era un hombre de mediana edad y ya escaso pelo. Bajo y fornido, pero no grueso. Tenía muy acusado el caballete de la nariz, los pómulos altos, el rostro, sin duda, más juvenil de lo que a su edad correspondía.

– ¿Michael Thorn? -le preguntó Lord.

El hombre levantó la cabeza y sonrió.

– Ése soy yo.

Lord le dijo quién era y luego le presentó a Akilina. No había nadie más en aquel recinto sin ventanas.

– Acabamos de llegar de Atlanta.

Lord le enseñó su tarjeta del colegio de abogados de Georgia y utilizó la misma frase que le había funcionado en el banco de San Francisco.

– Estoy aquí por un asunto sucesorio en que es parte un familiar de la señorita Petrovna.

– Cualquiera diría que la práctica legal no es lo único a que usted se dedica -dijo Thorn, señalando con un gesto las huellas de golpes que Lord aún tenía en la cara.

Reaccionó con rapidez:

– Me gusta practicar el boxeo de vez en cuando, como aficionado, los fines de semana. La última vez me dieron bastante más de lo que di.

Thorn sonrió.

– ¿En qué puedo serle útil, señor Lord?

– ¿Hace muchos años que tiene usted bufete aquí?

– Toda mi vida -dijo Thorn, con un toque de orgullo en la voz.

– Es una ciudad preciosa. No la conocía. Usted, por consiguiente, se ha criado aquí, ¿verdad?

El rostro de Thorn expresó cierta curiosidad.

– ¿A qué vienen tantas preguntas, señor Lord? Creí entender que estaba usted aquí por una herencia. ¿Quién es el fallecido? Seguro que lo conozco.

Lord extrajo del bolsillo la Campana del Infierno. Se la tendió a Thorn y se quedó esperando a que éste reaccionara de algún modo.

Thorn observó la campana por fuera y por dentro, sin fijarse demasiado.

– Impresionante. ¿Es oro macizo?

– Creo que sí. ¿Puede usted leer la inscripción?

Thorn alcanzó sus gafas, que tenía en la repisa de lectura, y miró atentamente el exterior de la campana.

– Unas letras muy pequeñas, ¿no?

Lord no dijo nada. Se limitó a mirar a Akilina, que tenía los ojos clavados en Thorn.

– Lo siento, pero está en algún idioma extranjero. No sé cuál. El caso es que no puedo leerlo. Me temo que el inglés es mi único medio de comunicación, y aún hay quien dice que no se me da especialmente bien.

– Quien resista hasta el fin se salvará -dijo Akilina, en ruso.

Thorn se quedó mirándola un momento. Lord no llegó a ninguna conclusión en cuanto a su modo de reaccionar. Podía ser sorpresa, pero también que no hubiera comprendido ni una palabra. Lo miró a los ojos.

– ¿Qué es lo que acaba de decir? -preguntó Thorn.

– Quien resista hasta el fin se salvará.

– Evangelio según san Mateo -dijo Thorn-. Pero ¿qué tiene eso que ver con lo que sea que estemos tratando aquí?

– ¿Tienen esas palabras algún significado para usted? -le preguntó Lord.

Thorn le devolvió la campana.

– ¿Qué es lo que quiere usted, señor Lord?

– Sé que le puede resultar extraño, pero tengo que hacerle unas pocas preguntas más. ¿Tendrá usted la amabilidad de permitírmelo?

Thorn se quitó las gafas.

– Proceda.

– ¿Hay muchos Thorn aquí en Génesis?

– Tengo dos hermanas, pero no viven aquí. Hay otras familias Thorn, una de ellas muy grande, pero no nos tocamos nada.

– ¿Sería fácil localizarlos?

– No tiene más que buscar en la guía de teléfonos. ¿Tiene algo que ver su cuestión sucesoria con algún Thorn?

– Digámoslo así.

Lord procuraba no mirar a Thorn con demasiado descaro, pero también le interesaba llegar a una conclusión en cuanto a su posible parecido físico con Nicolás II. Lo cual -él mismo se daba cuenta-venía a ser una auténtica chifladura por su parte. A los Romanov sólo los había visto en viejas películas y fotografías en blanco y negro, con demasiado grano. ¿Qué iba a saber él de parecidos familiares? Sólo podía asegurar, sin duda, que Thorn era de baja estatura, igual que Nicolás II, pero todo lo demás eran imaginaciones suyas. ¿Qué había esperado? ¿Que el supuesto heredero, al oír las palabras evangélicas, se metamorfosease de pronto en el Zar de Todas las Rusias? No era un cuento de hadas lo que estaban viviendo. Era un asunto de vida o muerte. Y un supuesto heredero con algo de sentido común preferiría callarse la boca y buscar refugio en el oficio que durante tantos años le había servido de santuario.

Se echó la campana al bolsillo.

– Lamento haberle molestado, señor Thorn. Tenemos que haberle parecido muy raros, y la verdad es que lo comprendo.

Thorn perdió su expresión de dureza y una sonrisa empezó a instalársele en el rostro.

– En modo alguno, señor Lord. Es evidente que, por alguna razón, su trabajo consiste en obtener confidencias de los clientes. Lo comprendo. Está muy bien. Ahora, con su permiso, voy a seguir buscando el título que me hace falta, antes de que los ujieres me pongan de patitas en la calle.

Se estrecharon la mano.

– Ha sido un placer conocerlo -dijo Lord.

– Si necesitan ustedes ayuda para localizar a los otros Thorn, mi bufete está ahí al lado, en esta misma calle. Mañana estaré allí todo el día.

Lord sonrió.

– Gracias. Lo tendré en cuenta. De todas formas, le agradeceríamos que nos indicase un buen sitio donde pasar la noche.

– Puede no ser fácil. Es temporada alta y casi todo va a estar lleno. Pero, bueno, teniendo en cuenta que estamos a miércoles, quizá haya alguna habitación para un par de noches. El verdadero problema son los fines de semana. Déjeme hacer una llamada telefónica.

Thorn extrajo un móvil del bolsillo de su chaqueta y marcó un número. Tras hablar un momento, cortó la comunicación con un bip:

– Conozco al dueño de un hostal que esta mañana misma se me quejaba de andar algo bajo de ocupación en este momento. El sitio se llama Hostal de la Azalea. Voy a dibujarles a ustedes un mapa. No está lejos.

El Hostal de la Azalea estaba en un edificio encantador, estilo Reina Ana, en las afueras de la población. En su entorno predominaban las hayas, y una valla de estacas blancas circundaba la propiedad. En el porche delantero había una fila de mecedoras verdes. El interior estaba decorado a la vieja usanza, con paredes capitonadas, vigas con grietas y chimeneas de leña.

Lord pidió una sola habitación, dando lugar a que lo mirara con extrañeza la señora de cierta edad que atendía la recepción. Recordó entonces la reacción del empleado del hotel de Starodub que le negó habitación al darse cuenta de que era extranjero. Pero comprendió que la actitud de aquella señora respondía a otra razón. Un negro y una blanca. Costaba trabajo creer que el color siguiera teniendo tanta importancia, pero Lord no era tan ingenuo como para no darse cuenta de que así era.

– ¿Qué pasaba en la recepción? -le preguntó Akilina, una vez en la habitación. Ésta, situada en la segunda plata, era espaciosa y tenía muy buena luz. Estaba adornada con flores y cubría la cama, tipo trineo, un mullido edredón. En el cuarto de baño había una bañera con patas y visillos blancos de encaje en la ventana.

– Aquí todavía hay quien piensa que las razas no deben mezclarse.

Arrojó sobre la cama las bolsas de viaje, las mismas que les había suministrado Semyon Pashenko, en lo que parecía ya el más remoto de los pasados. Habían dejado los lingotes de oro en la consigna del aeropuerto de Sacramento. Eran tres piezas de fundición imperial esperando su regreso.

– Las leyes pueden hacer que la gente modifique su comportamiento -dijo Lord-, pero hace falta algo más para conseguir un cambio de actitud. No te ofendas.

Ella se encogió de hombros.

– También tenemos prejuicios en Rusia. Contra los extranjeros, contra cualquiera que tenga la piel oscura, contra los mongoles. El trato que se les da no es bueno.

– Los rusos también tendrán que adaptarse a un Zar nacido y educado en Estados Unidos. No creo que a nadie se le haya pasado nunca por la cabeza semejante posibilidad.

Lord se sentó en el borde de la cama.

– El bueno del abogado parecía sincero. No sabía de qué le estábamos hablando -dijo Akilina.

Lord asintió.

– No le quité ojo mientras examinaba la campana, ni cuando tú le dijiste la frase.

– Dijo que había otros Thorn.

Lord se puso en pie y se acercó al teléfono, bajo el cual estaba la guía telefónica. Lo abrió por la T y encontró seis Thorn y dos Thorne.

– Mañana nos ocuparemos de esta gente. Los visitaremos a todos, uno por uno, si hace falta. Quizá podamos acercarnos al bufete de Thorn y recabar su ayuda. Siempre será mejor contar con alguien de la localidad.

Miró a Akilina.

– Mientras tanto, vamos a cenar algo y luego a descansar.

Comieron en un restaurante tranquilo, a dos calles del Azalea. Su rasgo más característico -único- era que a su lado había un campo de calabazas. Lord puso en contacto a Akilina con el pollo frito, el puré de patatas, las mazorcas de maíz y el té helado. Al principio le pareció muy sorprendente que la chica no conociera nada de aquello, pero luego pensó que tampoco él conocía los panqueques de alforfón, ni la sopa de remolachas, ni las albóndigas siberianas, antes de su primera visita a Rusia.

Hacía una noche perfecta. No había una sola nube en el cielo y la Vía Láctea se desplegaba en las alturas.

Génesis era, sin duda alguna, un sitio diurno: todos los establecimientos, menos unos pocos restaurantes, cerraban con la puesta del sol. Akilina y Lord, tras un corto paseo, volvieron al hostal y entraron en el vestíbulo.

Thorn los esperaba en un sofá, cerca de la escalera.

Iba vestido de modo informal, con un jersey color tabaco y unos pantalones azules. Se puso de pie en cuanto Lord cerró la puerta principal.

– ¿Sigue usted teniendo esa campana? -preguntó con mucha calma.

Lord la sacó del bolsillo y se la tendió a Thorn. Observó que éste introducía un badajo de oro en la campana y, con un leve giro de muñeca, trataba de obtener algún sonido. Sólo se oyó un golpecito apagado, en vez del tilín que habría cabido esperar.

– El oro es demasiado blando -dijo Thorn -. Pero supongo que necesitarán ustedes algo que les confirme quién soy.

Lord no dijo nada. Thorn se le plantó delante.

Donde crece el árbol de la Princesa y el Génesis, la Espina espera. Usad las palabras que hasta aquí os trajeron. El éxito vendrá cuando sean pronunciados vuestros nombres y la campana se complete.

Hizo una pausa.

– Ustedes son el Cuervo y el Águila. Y yo soy la persona a quien ustedes buscan.

Las palabras de Thorn no fueron más que un susurro, pero dicho en un ruso impecable.

43

Lord, incrédulo, se le quedó mirando.

– ¿Podemos pasar a su habitación? -dijo Thorn.

Subieron en silencio. Una vez dentro, con el cierre echado, Thorn dijo en ruso:

– Nunca pensé que llegaría a ver esa campana, ni a oír esas palabras. Llevo años guardando el badajo en lugar seguro, sabiendo lo que tenía que hacer si se presentaba la ocasión. Mi padre me avisó de que llegaría el día. Él se pasó sesenta años esperando en vano. Antes de morir, me dijo que ocurriría durante mi vida. No lo creí.

Lord no salía de su asombro, pero logró decir, señalando la campana:

– ¿Por qué se llama Campana del Infierno?

Thorn se acercó a la ventana y echó un vistazo al exterior.

– Es de Radishchev.

Lord reconoció el nombre.

– También había una cita suya en la hoja de oro del banco de San Francisco.

– Yusúpov lo admiraba mucho. Era un gran amante de la poesía rusa. En uno de los poemas de Radishchev puede leerse: Los ángeles de Dios proclamarán el triunfo de los Cielos con tres repiques de la Campana del Infierno. Uno por el Padre, otro por el Hijo, el tercero por la Santa Virgen. Muy bien traído todo, me atrevo a decir.

Lord, que iba recuperando la compostura, le preguntó tras una breve pausa:

– ¿Está usted al corriente de lo que sucede en Rusia? ¿Por qué no se ha manifestado?

Thorn se acerco de nuevo.

– Mi padre y yo lo discutimos muchas veces. Él era un imperialista vehemente, muy de la vieja escuela. Conoció personalmente a Félix Yusúpov. Habló con él muchas veces. Yo siempre he pensado que el momento de la monarquía ya pasó, hace mucho. No hay lugar en una sociedad moderna para semejante idea. Pero él estaba convencido de que la sangre de los Romanov llegaría a resucitar. Y ahora está ocurriendo. De todas formas, yo no debía manifestarme en tanto no aparecieran el Águila y el Cuervo y se pronunciaran las palabras. Cualquier otra cosa podría ser una trampa de nuestros enemigos.

– El pueblo ruso desea su regreso -dijo Akilina.

– Stefan Baklanov se va a llevar una buena desilusión -dijo Thorn.

Lord creyó captar un toque de humor en la observación. Le contó a Thorn la razón de su interés por la Comisión del Zar y todo lo ocurrido durante la semana anterior.

– Por eso precisamente nos mantuvo ocultos Yusúpov. Lenin pretendía terminar con todos y cada uno de los Romanov. No quería que hubiese ninguna posibilidad de restauración. Pero más tarde, cuando comprendió que Stalin iba a ser peor que todos los Zares juntos, se dio cuenta del error cometido al asesinar a la familia imperial.

– Señor Thorn -empezó Lord.

– Háblame de tú, por favor.

– ¿No sería más adecuado Majestad Imperial?

Thorn frunció el entrecejo.

– Ése es un título al que me costaría muchísimo trabajo adaptarme.

– Su vida está en verdadero peligro. Tendrá usted familia, supongo.

– Mujer y dos hijos, ambos en la universidad. Aún no he hablado de esto con ninguno de ellos. Fue una de las condiciones que nos puso Yusúpov. Completo anonimato.

– Pues hay que contárselo, y también a las dos hermanas que antes mencionó.

– Tengo intención de decírselo. Pero no sé muy bien cómo va a reaccionar mi mujer ante un posible ascenso a la condición de Zarina. También mi hijo mayor tendrá que hacer un esfuerzo. Ahora es él el zarevich, y su hermano es gran duque.

A Lord le quedaban muchas preguntas por hacer, pero había una cosa que deseaba saber, por encima de todas las demás:

– ¿Puede decirnos cómo llegaron Alexis y Anastasia a Carolina del Norte?

Thorn se pasó los minutos siguientes hablando, y Lord escuchó sus palabras en un continuo estremecimiento.


*

Todo comenzó la noche del 16 de diciembre de 1916 en que Félix, Yusúpov le dio vino y pasteles rellenos de cianuro a Gregorii Rasputín. Tras comprobar que el veneno no surtía el efecto previsto, Yusúpov le pegó un tiro en la espalda al starets. Luego, en vista de que tampoco bastaba con la bala, otras personas persiguieron al santo varón en su huida por el patio nevado, disparando repetidas veces contra él. Al final arrojaron el cadáver al helado río Neva, con la sensación del deber cumplido.

Tras aquel homicidio, se vio a Yusúpov resplandecer literalmente de orgullo. Según él lo veía, el futuro político podía traer, incluso, un cambio en la dinastía gobernante en Rusia, de los Romanov a los Yusúpov. Cada vez se hablaba más de revolución en todo el país. La caída de Nicolás II parecía sólo cuestión de tiempo. Yusúpov ya era el hombre más rico de Rusia. Su fortuna era vastísima y le acarreaba una considerable influencia política. Pero un hombre llamado Lenin estaba provocando toda una oleada de resentimiento contra el poder tradicional, y no habría noble -fuera cual fuera su apellido- que lograra salvarse.

El efecto de la muerte de Rasputín en la familia imperial fue profundo. Nicolás y Alejandra se retrajeron aún más que antes, y la emperatriz fue adquiriendo cada vez más influencia en su marido. El Zar encabezaba un enorme clan familiar en el que a nadie le importaba un bledo lo que pensara la gente. Hablaban francés mejor que ruso. Pasaban más tiempo fuera que dentro de casa. Eran muy mirados en todo lo tocante a los apellidos y el rango, pero no se ocupaban de sus deberes públicos. Los divorcios y los matrimonios fallidos transmitían una mala imagen a las masas.

Todos los Romanov odiaban a Rasputín. Ninguno de ellos lamentó su muerte, y alguno llevó su osadía hasta el extremo de comunicarle sus sentimientos al Zar. Aquella muerte introdujo una cuña en la casa imperial. Varios grandes duques y duquesas empezaron a hablar abiertamente de cambio. En última instancia, fueron los bolcheviques quienes aprovecharon el cisma imperial, cuando abrogaron el gobierno provisional que sucedió a Nicolás II y ocuparon el poder por la fuerza, matando a todos los Romanov que se les pusieron a tiro.

Yusúpov, sin embargo, siguió afirmando en público que la muerte de Rasputín había sido un acierto. El Zar lo desterró a sus posesiones del centro de Rusia, como castigo por el homicidio, lo cual hizo que estuviera a tranquilizadora distancia durante las revoluciones de febrero y octubre de 1917. Al principio había apoyado el cambio, al menos en parte, llegando incluso a ofrecer su colaboración, pero, cuando los soviéticos confiscaron todos los bienes de su familia y amenazaron con meterlo en la cárcel, comprendió el error que había cometido. La muerte de Rasputín había llegado demasiado tarde para modificar la sucesión de los acontecimientos. En su equivocado intento de salvar el reino, lo que hizo Yusúpov fue asestar un golpe mortal a la monarquía rusa.

Fue poco después de la Revolución de Octubre y de la toma del poder por parte de Lenin cuando Yusúpov decidió lo que debía hacerse. Como era uno de los pocos nobles que aún disponían de recursos económicos, logró reunir un grupo de ex guardias imperiales. Su tarea consistía en procurar la liberación de la familia imperial y la restauración de la monarquía. Yusúpov esperaba que ese giro suyo, aunque llegaba tarde, fuese bien valorado por Nicolás II, y que éste le perdonase la muerte de Rasputín. Yusúpov vio en este empeño un modo de redimir su pecado -que no consistía en haber liberado al mundo de Rasputín, sino en el consiguiente encarcelamiento del Zar.

Cuando trasladaron a la familia imperial de Tsarskoe Selo a Siberia, a principios de 1918, Yusúpov comprendió que había llegado el momento de hacer algo. Hubo tres intentos de rescate, pero ninguno pasó del planteamiento inicial. Los bolcheviques tenían bien vigilados a sus imperiales prisioneros. Hubo un contacto con el rey de Inglaterra, Jorge V, primo de Nicolás II, para que ofreciera asilo a los Romanov; en principio, el monarca inglés estuvo de acuerdo, pero luego cedió a las presiones y negó el permiso de inmigración.

Fue entonces cuando Yusúpov comprendió lo que el destino había decidido.

Recordó la profecía de Rasputín en el sentido de que, si él moría a manos de un noble, Nicolás II y su familia no sobrevivirían más de dos años. Yusúpov era ahora el de mayor rango entre los nobles no pertenecientes a la familia Romanov, y su mujer era sobrina del emperador. Daba la impresión de que el starets había acertado.

Pero Yusúpov estaba dispuesto a llevarle la contraria al destino.

Envió a Kolya Maks y otros a Ekaterimburgo con órdenes de llevar a cabo el rescate a cualquier precio. Lo embargó la emoción cuando Maks consiguió infiltrarse hasta muy cerca de los hombres que vigilaban a la familia imperial. Pero fue prácticamente un milagro que Maks estuviera presente en la ejecución y que consiguiera salvar tanto a Alexis como a Anastasia, sacándolos del camión de transporte y volviendo a recogerlos donde los había dejado con vida, en un bosque. Sorprendentemente, las balas y las bayonetas habían respetado a Alexis. A Anastasia, un golpe en la cabeza, aplicado por el propio Maks, le había fracturado el cráneo, pero, por lo demás, el daño infligido no fue demasiado grande, porque el corpiño de diamantes y joyas la protegió de las balas. Tenía heridas de proyectil en una pierna, pero acabó recuperándose, con el tratamiento adecuado. Le quedó solamente una leve cojera, que la acompañó durante el resto de su vida.

Maks llevó a los dos chicos a una cabaña situada al oeste de Ekaterimburgo. Allí los aguardaban otros tres enviados de Yusúpov. Las órdenes de éste estaban claras: llevar a la familia al este. Pero no había familia: sólo dos adolescentes, muertos de miedo.

En los días posteriores al asesinato, Alexis no dijo una sola palabra. Permaneció sentado en un rincón de la cabaña. Comía y bebía de vez en cuando, pero el resto del tiempo se lo pasaba encerrado en sí mismo. Luego contó que la visión de los padres muertos a tiros, de la madre ahogándose en su propia sangre, de las bayonetas hincándose en el cuerpo de las hermanas, le había hecho perder la cabeza, y que lo único que podía hacer era repetirse mentalmente unas palabras que Rasputín le había dicho.

Tú eres el futuro de Rusia y tienes que sobrevivir.

A Maks lo había reconocido inmediatamente, de sus tiempos en la Corte Imperial. El fornido ruso tenía por misión transportar al zarevich en sus brazos, cuando a éste le fallaban las piernas por culpa de la hemofilia. No había olvidado el cariño con que Maks lo había tratado, y por eso cumplió sus indicaciones cuando le dijo que se estuviera quieto en el suelo.

Casi dos meses costó que los sobrevivientes completaran el trayecto hasta Vladivostok. Las semillas de la revolución iban más de prisa que ellos, pero no había casi nadie que tuviera la menor idea de cuál podía ser el aspecto físico de los jóvenes Romanov. Afortunadamente, el zarevich pasó por una temporada sin ataques de hemofilia, quitado un pequeño acceso cuando ya habían llegado.

Yusúpov ya tenía hombres esperando en la costa oriental rusa. En principio, había pensado mantener a la familia real en Vladivostok, hasta que fuera el momento adecuado, pero la dañina guerra civil iba inclinándose decididamente del lado de los Rojos. Los comunistas no tardarían en ocupar todos los resortes del poder. Y Yusúpov sabía qué era lo que había que hacer.

En la Costa Oeste norteamericana desembarcaban barcos y más barcos de emigrantes rusos. San Francisco era el principal puerto de entrada. Alexis y su hermana, junto con un matrimonio ruso contratado a tal efecto, subieron a bordo de uno de esos barcos en diciembre de 1918.

Yusúpov, por su parte, salió de Rusia en abril del año siguiente, con su mujer y una hija de cuatro años. Se pasó los cuarenta y ocho años siguientes viajando por Europa y América. Escribió un libro y defendió su reputación periódicamente, a fuerza de querellas por difamación e injurias, cada vez que, a su entender, alguna película o alguna publicación lo retrataban de modo inexacto. Cara al público, siguió siendo un rebelde, desafiante y orgulloso de sí mismo, sosteniendo que la muerte de Rasputín había sido una medida correcta, dadas las circunstancias. No aceptó responsabilidad alguna por los hechos posteriores, ni por nada de lo ocurrido en Rusia. En privado, no le ocurría lo mismo. Le daban arrebatos de cólera cada vez que hablaba de Lenin y, luego, de Stalin. Lo que él había pretendido, al matar a Rasputín, era liberar a Nicolás II del yugo germano que representaba su Alejandra, pero también garantizar la supervivencia de la Rusia imperial. Y lo que ocurrió, tal como Rasputín había predicho, fue que las aguas del Neva se enrojecieron con la sangre de los nobles. Los Romanov murieron indiscriminadamente.

Rusia se acabó.

Nació la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.


*

– ¿Qué ocurrió tras la llegada de Alexis y Anastasia a Estados Unidos? -preguntó Lord.

Thorn ocupaba el sofá situado frente a las ventanas. Akilina se había encaramado a la cama. Había escuchado con creciente asombro el relato de Thorn, que iba llenando los huecos en lo que ya ellos sabían. También Lord estaba asombrado.

– Ya había aquí otras dos personas. Yusúpov los había enviado por delante, para que buscasen un refugio seguro. Una de estas personas había visitado el este de Estados Unidos y los Apalaches. Conocía los árboles de la princesa y pensó que su nombre estaba lleno de significado. De modo que los dos chicos fueron trasladados primero a Asheville y luego más al norte, a Génesis. Los instalaron con la misma pareja rusa que había hecho con ellos el viaje en barco. Se eligió el apellido Thorn porque era bastante corriente en la zona. Se convirtieron en Paul y Anna Thorn, hijos de Karel e Ilka Thorn, pareja eslava procedente de Lituania. En aquella época hubo millones de personas que entraron como inmigrantes en Estados Unidos. Nadie se fijó demasiado en aquellos cuatro. Hay una gran comunidad eslava en Boone. Y por aquel entonces no había nadie en este país que supiera nada de la familia imperial.

– ¿Fueron felices? -preguntó Akilina.

– Muy felices. Yusúpov había invertido muchísimo en la bolsa norteamericana, y los dividendos sirvieron para sufragar la adaptación al nuevo modo de vida. Se tomaron todas las medidas para ocultar la riqueza. Los Thorn vivían con sencillez, sin contactar con Yusúpov más que por intermediarios. Tuvieron que pasar décadas para que Yusúpov llegase a hablar con mi padre.

– ¿Cuántos años vivieron?

– Anastasia murió en 1922, de neumonía. Lo peor fue que le faltaban unas semanas para casarse. Yusúpov había por fin encontrado un buen candidato, desde el punto de vista de la monarquía, salvo por el detalle de que su árbol genealógico era más bien un arbusto. Alexis se había casado el año anterior. Tenía dieciocho años, y la preocupación era que su enfermedad acabase por superarlo. En aquella época no había nada que pudiera aliviar la hemofilia. Se concertó su boda con la hija de uno de los colaboradores de Yusúpov. La joven, mi abuela, sólo tenía dieciséis años, pero cumplía con todos los requisitos para ser Zarina. Una vez arreglados los papeles de inmigración, los casó un sacerdote ortodoxo en una cabaña, no lejos de aquí. El sitio sigue siendo de mi propiedad.

– ¿Cuántos años más vivió Alexis? -preguntó Lord.

– Sólo tres. Pero tuvo tiempo de engendrar a mi padre, que nació con buena salud. La hemofilia sólo la transmiten las mujeres a los varones. Más adelante, Yusúpov diría que también en ello había intervenido el destino. Si Anastasia hubiera vivido más que Alexis, y si hubiera tenido un hijo, la maldición podría haberse prolongado. Pero concluyó con su muerte, y mi abuela tuvo un hijo varón.

Lord sintió una extraña punzada de tristeza. El recuerdo de cuando le dijeron que su padre había muerto. Una curiosa mezcla de dolor y alivio, combinada con algo de añoranza. Apartó de sí tal sentimiento y preguntó:

– ¿Dónde están enterrados?

– En un sitio muy bonito, poblado de árboles de la princesa. Mañana os lo enseñaré.

– ¿Por qué nos mintió usted antes? -preguntó Akilina.

Thorn permaneció un momento en silencio.

– Porque estoy muerto de miedo. Voy al Rotary Club los martes y a pescar los sábados. Aquí, la gente me confía sus adopciones, sus compras inmobiliarias, sus divorcios, y yo ayudo a todo el mundo. Pero ahora lo que me piden es que gobierne una nación.

Lord comprendió muy bien lo que le decía aquel hombre desde el otro lado de la habitación. No le envidió la tarea.

– Pero es que usted puede ser el catalizador que dé solidez a esa nación. Ahora, la gente recuerda al Zar con cariño.

– Eso es lo que me preocupa. Mi bisabuelo era un hombre difícil. Lo he estudiado con mucho detalle, y los historiadores no lo tratan demasiado bien. Y menos a mi bisabuela. Me preocupa la lección que se desprende de su fracaso. ¿Está Rusia verdaderamente dispuesta a regresar a la autocracia?

– No me parece a mí que nunca haya salido de ella -dijo Akilina.

Thorn tenía la mirada perdida en la distancia.

– Quizá tengas razón.

Lord captó la solemnidad que había en el tono del abogado. Thorn parecía estar sopesando cada palabra, cada sílaba, expresándose con gran cuidado.

– Estaba pensando en los hombres que os persiguen -dijo-. Por mi mujer. Tengo que asegurarme de que no le pasará nada. Ella no tiene nada que ver con todo esto.

– ¿Fue un matrimonio de conveniencia? -le preguntó Lord.

Thorn asintió.

– Sí, fueron Yusúpov y mi padre quienes me la encontraron. Procede de una devota familia ortodoxa, con vestigio de sangre real. Lo bastante, dadas las circunstancias, para superar cualquier objeción. Su familia llegó aquí en los años cincuenta, procedente de Alemania. Huyeron de Rusia tras la revolución. La quiero mucho. Hemos tenido una buena vida juntos.

Había algo más que Lord deseaba saber:

– ¿Contó alguna vez Yusúpov lo que se hizo con los cadáveres? Iosif Maks nos relató lo sucedido hasta el momento que su padre recogió a Alexis y Anastasia en el bosque, a la mañana siguiente de la ejecución. Pero Kolya salió aquel día…

– Eso no es verdad.

– Fue lo que nos contó su hijo.

– Salió, pero no tras recoger a Alexis y Anastasia. Volvió a la Casa para Usos Especiales. No salió con los dos muchachos hasta pasados tres días.

– ¿Tuvo algo que ver con el modo en que se deshicieron de los cuerpos?

Thorn asintió.

– He leído un montón de especulaciones y de relatos espurios. ¿Llegó a contar Yusúpov lo que verdaderamente ocurrió?

Thorn asintió.

– Sí, sí. Claro que lo contó.

44

Kolya Maks regresó a Ekaterimburgo a eso de las doce del mediodía. Antes había dejado a salvo a Alexis y Anastasia, en una casa de los alrededores, y había conseguido regresar sin que nadie se hubiera percatado de sus idas y venidas. Le dijeron que Yurovsky también había vuelto a Ekaterimburgo, y que había comunicado al Soviet Regional del Ural el cumplimiento de las ejecuciones. El comité recibió con agrado la noticia y la cursó a Moscú, con detalle del éxito.

Pero los hombres a quienes Yurovsky había ahuyentado de la mina de los Cuatro Hermanos, la noche antes, los hombres mandados por Peter Ermakov le estaban contando a todo el mundo dónde se hallaban los cadáveres de la familia real. Se hablaba de los corpiños de joyas y se decía que muchos hombres estaban dispuestos a aventurarse de nuevo en los bosques. Nada de ello era sorprendente: en la ocultación de los cuerpos había participado demasiada gente como para que hubiera la menor posibilidad de secreto.

Maks se presentó a Yurovsky a media tarde. Él y otros tres hombres habían recibido instrucciones de acudir al pueblo y ponerse a las órdenes del comandante.

– Van a volver allí -les dijo Yurovsky-. Ermakov está dispuesto a salirse con la suya.

Se oía en la distancia el cañoneo de la artillería.

– Los Blancos están a unos días de aquí. Puede que sea cuestión de horas, incluso. Tenemos que sacar esos cuerpos de la mina -a Yurovsky se le estrecharon los ojos-. Sobre todo, teniendo en cuenta el problema numérico que tenemos.

Maks y los otros tres comprendieron lo que quería decir. Nueve cadáveres, en lugar de los once previstos.

Yurovsky encargó a dos de los hombres que requisaran queroseno y ácido sulfúrico del primer vendedor que los tuviera disponibles. Maks recibió orden de subirse al coche y Yurovsky y él salieron de la localidad por la carretera de Moscú. La tarde había refrescado y estaba algo lúgubre, oculto el sol, que lució por la mañana, tras una densa nube del mismo color gris de las pistolas.

– Tengo entendido que al oeste de aquí hay minas inundadas de agua -dijo Yurovsky, durante el viaje-. A ellas arrojaremos los cadáveres, con piedras atadas a los pies, para que se hundan. Pero antes los quemaremos y los desfiguraremos con ácido. Aunque los encuentren, nadie podrá identificarlos. En estos parajes, no hay agujero donde no se tropiece uno con un par de cadáveres.

A Maks no le encantaba la idea de extraer nueve cadáveres ensangrentados del fondo de la mina de los Cuatro Hermanos. Recordó que Yurovsky había lanzado granadas de mano por el pozo abajo, y un escalofrío le recorrió la espina dorsal, ante la perspectiva de lo que podían encontrarse allí.

A veintitantos kilómetros al oeste de Ekaterimburgo se les averió el coche. Yurovsky, tras soltar unas cuantas imprecaciones contra el motor, echó a andar el primero. A siete u ocho kilómetros encontraron tres pozos profundos, los tres llenos de agua. Eran las ocho de la tarde cuando regresaron al pueblo, habiendo hecho una parte del viaje a pie y otra a lomos de cabalgaduras proporcionadas por un campesino. A la mina de los Cuatro Hermanos no volvieron hasta poco después de las doce de la noche del 18 de julio, transcurridas veinticuatro horas de la debacle de la noche anterior.

Les llevó varias horas iluminar el profundo pozo y prepararse. Maks permaneció a la escucha mientras cada uno de los tres hombres que habían venido con Yurovsky expresaba su deseo de que no fuera a él a quien le tocara bajar. Cuando todo estuvo en orden, Yurovsky dijo:

– Kolya, baja tú a buscarlos.

A Maks se le pasó por la cabeza objetar algo, pero con ello no haría sino manifestar debilidad, y eso era lo último que debía hacer en presencia de aquellos hombres. Se había ganado su confianza. Y, lo que era aún más importante: se había ganado la confianza de Yurovsky, y eso era algo que le iba a hacer falta en los días venideros. Sin decir palabra, se ató un cabo a la cintura y dos hombres lo fueron bajando por el pozo. La arcilla negra era aceitosa al tacto. El aire estaba impregnado de un olor bituminoso, con mezcla de moho y liquen. Pero también había otro olor, más penetrante y más asqueroso. Una pestilencia que ya antes había percibido. El olor de la carne pudriéndose.

A unos cinco metros de profundidad, el haz de su linterna alumbró una charca. En la temblorosa luz vio un brazo, una pierna, la parte trasera de una cabeza. Pidió a los de arriba que dejasen de bajarlo. Ya estaba muy cerca del fondo.

– Un poco más. ¡Basta! -gritó.

Su bota derecha hizo contacto, luego se sumergió. El agua estaba helada. Le recorrió el cuerpo un escalofrío, cuando se le fueron hundiendo las piernas. Afortunadamente, el agua sólo le llegaba a la cintura. Permaneció de pie, entre escalofrío y escalofrío, y volvió a pedir a sus compañeros que dejaran de bajarlo.

De pronto cayó otra cuerda desde arriba. En seguida comprendió para qué era. Alargó el brazo y la agarró por el extremo. Las granadas de Yurovsky, al parecer, no habían hecho demasiados estragos. Asió el trozo que tenía más cercano y se encontró tirando de carne humana. Era Nicolás. Maks se quedó mirando al mutilado Zar, cuyo rostro apenas resultaba reconocible. Recordó a aquel hombre como era. Esbelto de cuerpo, con la mandíbula cuadrada, con una barba impresionante, con los ojos muy expresivos.

Ató el cuerpo con la cuerda e hizo señal de que lo izaran. Pero la tierra no parecía dispuesta a soltar su presa. Salió agua a borbotones de aquel cascarón vacío. Cedieron los músculos y la carne. Y Nicolás II volvió a caer en la charca.

El agua helada empapaba el rostro y el cabello de Maks.

La otra soga volvió a bajar. Maks acercó el cadáver y esta vez apretó más firmemente la atadura, contra la carne del torso que se desgarraba.

Sólo al tercer intento lograron sacar al Zar del pozo.

Luchando contra las náuseas, Maks repitió la operación otras ocho veces. Les llevó horas terminar, con el frío, la oscuridad y la podredumbre haciéndolo todo más difícil. Hubo de volver tres veces a la superficie, para calentarse un poco junto al fuego, porque estaba helado hasta los huesos. Cuando lo izaron, la última vez, el sol ya estaba alto en el horizonte y había nueve cuerpos mutilados sobre la hierba húmeda.

Un compañero le pasó una manta a Maks. Olía a buey, pero le vino muy bien.

– Vamos a enterrarlos aquí mismo -dijo uno de los soldados.

Yurovsky negó con la cabeza.

– No en este barro. Se descubriría con mucha facilidad el lugar de enterramiento. Tenemos que llevarlos a otro sitio. A estos malditos demonios hay que taparlos para siempre. Estoy harto de verles la puñetera cara. Acercad los carros. Vamos a llevarlos a otro sitio.

Trajeron las endebles carretas de madera desde donde las habían dejado. Las ruedas rebotaban en el suelo de barro endurecido. Maks permaneció envuelto en la manta, junto a Yurovsky, esperando que se acercaran los demás con las carretas.

Yurovsky no movía un músculo, ni apartaba la vista de los hinchados cuerpos.

– ¿Dónde podrán estar los dos que faltan?

– Aquí, desde luego, no -dijo Maks.

La mirada del judío se posó en él con la velocidad y la puntería de un proyectil:

– Esperemos que esto no acabe creándonos algún problema.

Maks sopesó la posibilidad de que aquel hombre de cuello corto, embutido en una chaqueta de cuero negro, pudiera saber más de lo debido. En seguida lo descartó. Esos dos cadáveres desaparecidos bien podían costarle la vida a Yurovsky. No era cosa que pudiera pasar por alto.

– No veo por qué -dijo Maks-. Están muertos, ¿no? Eso es lo que cuenta. Los cadáveres no harían más que confirmarlo.

El comandante se acercó a una de las mujeres muertas.

– Me temo que esto no es lo último que vamos a saber de los Romanov.

Maks no dijo nada. El comentario no requería respuesta.

Los nueve cuerpos fueron arrojados a las carretas. Luego los cubrieron con una manta, que ataron por debajo. Luego, todos descansaron unas horas y comieron pan negro con jamón de ajo. Era ya media tarde cuando salieron con rumbo al nuevo sitio. El camino era una masa de barro informe, con las rodadas desmoronadas. El día antes había corrido la voz de que el Ejército Blanco se escondía en los bosques. Había expedicionarios rojos registrando la zona, con instrucciones de matar a cualquier lugareño con que tropezasen en la zona restringida. La esperanza era que la gente, ante ese peligro, prefiriera quedarse en casa, dejándolos a ellos terminar su trabajo.

No habían recorrido tres kilómetros cuando se le rompió el eje a una de las carretas. Yurovsky, que iba detrás, en coche, dio orden de que se detuviera la procesión.

Las otras dos carretas no estaban en mejor estado.

– Quedaos aquí y vigilad -ordenó Yurovsky-. Voy a ir al pueblo a conseguir una camioneta.

La oscuridad los envolvía ya cuando regresó el comandante. Trasladaron los cadáveres a la camioneta y reanudaron el viaje. El vehículo tenía un faro averiado, y el otro apenas si llegaba a perforar la negrura total de la noche. Las ruedas no lograban evitar ni un solo bache del camino enlodado. En diversas ocasiones tuvieron que situar planchas de madera en el suelo, para poder seguir adelante, y ello hizo aún más lenta la marcha. Cuatro veces se atascaron en el barro, y cuatro veces tuvieron que sacar la camioneta a costa de penosísimos esfuerzos.

Hicieron un alto de una hora para descansar.

El 17 de julio se convirtió en 18 de julio.

Estaban a punto de dar las cinco de la mañana cuando las ruedas volvieron a atascarse en el barro, esta vez sin remedio. No hubo esfuerzo humano que lograra aflojar la presa de la tierra. Tampoco los ayudó mucho el extremado cansancio de que todos eran víctimas, por los esfuerzos de las cuarenta y ocho horas anteriores.

– Esta camioneta ya anduvo todo lo que tenía que andar -dijo al fin uno de los soldados.

Yurovsky miró al cielo. No faltaba mucho para que amaneciera.

– Llevo tres días conviviendo con los cadáveres de sus apestosas majestades. Ya está bien. Los enterraremos aquí mismo.

– ¿En el camino?-preguntó uno de ellos.

– Exactamente. Es el sitio ideal. Con todo este barro, nadie podrá percatarse de los hoyos que hagamos.

Sacaron las palas y cavaron una fosa común de unos tres por tres metros, por dos de profundidad. A ella arrojaron los cuerpos, quemándoles antes las caras con ácido sulfúrico, para evitar toda posterior identificación. Rellenaron la fosa con ramas, cal y planchas de madera. Luego liberaron la camioneta de su atasco y la hicieron pasar varias veces sobre el lugar de enterramiento. Cuando por fin terminaron, había desaparecido toda huella de la fosa.

– Estamos a unos veinte kilómetros al noroeste de Ekaterimburgo -dijo Yurovsky. -Desde el punto en que el ferrocarril cruza el camino, hay unos doscientos metros en dirección a la fábrica de Isetsk. Recordad este sitio. Aquí descansará para siempre nuestro glorioso Zar.


*

Lord captó la emoción en el rostro de Thorn.

– Allí los dejaron. En el barro. Y allí siguieron hasta 1979. Entonces se contó que uno de los miembros de la partida de búsqueda, cuando empezaron a cavar y tropezaron con las planchas de madera, dijo: «Ojalá no encuentre nada aquí.» Pero sí que encontraron algo. Nueve esqueletos. Mi familia.

Thorn tenía los ojos puestos en la alfombra. Se oyó pasar un coche por la calle. Finalmente, el abogado dijo:

– He visto fotos de los huesos colocados en mesas de laboratorio. Me avergüenza que los hayan expuesto como curiosidades de museo.

– No lograron ni ponerse de acuerdo sobre dónde enterrarlos -dijo Akilina.

Lord recordó la polémica que durante años se mantuvo. Ekaterimburgo pretendía que la familia real recibiera sepultura en el mismo sitio donde había sido ejecutada. San Petersburgo aducía que era menester enterrar al Zar y su familia en la Catedral de Pedro y Pablo, con todos los demás Zares. Pero el debate no era sólo cuestión de protocolo. Las autoridades de Ekaterimburgo veían una posible fuente de ingresos en el hecho de que el último Zar estuviera enterrado en sus alrededores. Y lo mismo podía afirmarse de San Petersburgo. Y, como acababa de decir Thorn, la contienda se prolongó durante cerca de ocho años y, mientras, los restos de la familia imperial permanecieron en cajas de metal en un laboratorio siberiano. Fue San Petersburgo quien acabó imponiéndose, cuando una comisión nombrada por el gobierno decidió que los nueve esqueletos tenían que ser enterrados junto a los demás Romanov. Fue uno más de los grandes fracasos de Yeltsin, que tratando de no ofender a nadie, acabó irritando a todo el mundo.

La expresión de Thorn se había vuelto muy seria.

– Stalin vendió muchísimas propiedades de mi abuelo, para obtener fondos. Hace años, mi padre y yo fuimos al Museo de Bellas Artes de Virginia, a ver un icono de san Pantalemion que los monjes regalaron a Alexis, con motivo de una grave enfermedad, y que él guardaba en sus aposentos del Palacio Alejandro. Hace poco leí que subastaban en Nueva York un par de esquís suyos.

Movió la cabeza.

– Esos malditos soviéticos odiaban todo lo relativo a los Zares, pero no les importaba nada utilizarlo para financiar sus malas obras.

– ¿Fue por lo que hizo por lo que Yusúpov confió a Kolya Maks la primera pieza del rompecabezas? -preguntó Lord.

– Era la mejor elección, y aparentemente se llevó el secreto a la tumba. Su hijo y su sobrino también se portaron muy bien. Dios los tenga en su seno.

– El mundo tiene que saber todo esto -dijo Lord.

Thorn exhaló un profundo suspiro.

– ¿Aceptarán los rusos un Zar nacido en Estados Unidos?

– ¿Eso qué importa? -replicó Akilina de inmediato-. Usted es un Romanov. De pura cepa.

– Rusia es un país muy complicado -dijo Thorn.

– El pueblo lo quiere a usted -insistió Akilina.

Thorn sonrió.

– Esperemos que tu confianza sea contagiosa.

– Ya lo verá -dijo ella-. El pueblo lo aceptará. El mundo entero lo aceptará a usted.

Lord fue al teléfono de la mesilla de noche.

– Voy a llamar a mi jefe. Tengo que ponerlo al corriente de todo esto. Hay que impedir que la comisión vote.

Nadie dijo una palabra mientras Lord marcaba el número de Pridgen & Woodworth en Atlanta. Eran casi las siete de la tarde, pero en el bufete siempre había alguien para atender al teléfono. Las secretarias, los pasantes y algunos abogados trabajaban durante toda la noche, para adaptarse a los horarios de sus clientes del mundo entero, con quienes se mantenían en conexión vía satélite.

La centralita desvió la llamada a la secretaria de noche de Hayes, a quien Lord conocía bien, por las muchas horas que habían pasado juntos en el bufete.

– Melinda, tengo que hablar con Taylor. Cuando llame de Rusia…

– Lo tengo en la otra línea, Miles. Me dijo que lo pusiera a la espera en cuanto hubiese una llamada tuya.

– Pásame.

– Ya estoy pulsando los botones.

Unos segundos después, Hayes estaba en línea.

– Miles, ¿por dónde andas?

Lord le explicó todo en unos minutos. Hayes escuchó en silencio.

– ¿Me estás diciendo -preguntó, al final-que tienes al heredero del trono de los Zares ahí sentado a tu lado?

– Eso es exactamente lo que te estoy diciendo.

– ¿Sin duda alguna?

– A mí no me cabe ninguna duda, desde luego. Pero el ADN lo pondrá todo en claro.

– Miles, escúchame con mucha atención. Quiero que te quedes donde estás. No salgas de ese sitio. Dame el nombre de la localidad en que te encuentras.

Lord se lo dio.

– No salgas del hostal. Estaré allí mañana por la tarde. Cogeré el primer vuelo Moscú-Nueva York. Hay que llevar este asunto con cuidado. Cuando llegue, meteré en el asunto al Departamento de Estado y a todo el que sea menester. Me pondré en contacto con las personas adecuadas durante el propio vuelo. A partir de este momento, me hago cargo de la situación. ¿Está claro?

– Está claro.

– Eso espero. Me cabrea mucho que no te hayas tomado la molestia de llamarme hasta ahora.

– Los teléfonos no son seguros. Ni siquiera éste, me temo.

– Éste está limpio, te lo garantizo.

– Lamento no haberte tenido al tanto, Taylor, pero no me quedaba elección. Te lo explicaré todo en cuanto llegues.

– Ardo en deseos de estar allí. Ahora, a ver si puedes echar una cabezada. Mañana nos vemos.

45

Jueves, 21 de octubre

09:40


Lord seguía las indicaciones que Michael Thorn le había dado. El abogado iba en la parte trasera del jeep Cherokee que alquilaron el día antes en el aeropuerto de Asheville. Akilina ocupaba el asiento del pasajero.

Akilina y Lord habían pasado muy mala noche en el Hostal de la Azalea, tanto les había afectado lo que acababan de descubrir. No había en la mente de Lord ninguna duda de que aquel hombre de mediana edad, camino de la calvicie, con los ojos de un suave color gris, era el heredero legítimo del trono de los Romanov. ¿Qué otro habría conocido la respuesta exacta? ¿En qué otras manos podría haber estado el pequeño badajo de la campanita? Había cumplido con todos los requisitos establecidos por Yusúpov para confirmar su identidad. Ahora, a la ciencia correspondía aportar la confirmación indiscutible, mediante las pruebas de ADN, que la Comisión del Zar solicitaría.

– Métete por ahí, Miles -dijo Thorn.

Habían acabado tuteándose todos, tras las dos horas de charla y la llamada a Taylor Hayes. Durante el desayuno, Thorn les preguntó si querían ver las sepulturas. Lord recordó que Hayes le había ordenado que no saliera, pero pensó que un pequeño paseo en coche no supondría problema. De modo que hicieron el pequeño trayecto, unos cuantos kilómetros bajo una hermosísima cúpula de árboles dorados y cobrizos. Hacía un día espléndido, con mucho sol. Era como un anuncio del cielo que todo iría bien a partir de ahora, pensó Lord.

¿De veras?

Aquí, en este pequeño rincón de Estados Unidos, famoso por el sentido común de los lugareños y por sus paisajes de lomas neblinosas, vivía el Zar de Todas las Rusias. Un abogado de provincias, formado en la Universidad de Carolina del Norte, cuya Facultad de Derecho estaba entonces en el cercano Duke. Todo ello pagado mediante un préstamo universitario y a fuerza de trabajos a tiempo parcial que contribuyeron al sostenimiento de su mujer y sus dos hijos.

Thorn se lo había contado todo. Akilina y Lord tenían derecho a saberlo. Regresó a Génesis tras licenciarse y allí había ejercido la carrera durante los últimos veinticuatro años, abriendo un bufete y colocando el correspondiente rótulo a la puerta, para que todo el mundo lo viera. Con ello cumplía una de las instrucciones de Yusúpov. Un modo de dar pistas. Claro está que aquel ruso tan raro y tan bajito nunca pudo imaginar que alguna vez habría ordenadores, comunicaciones vía satélite e internet, o la posibilidad de localizar a alguien sólo con pulsar un botón: un mundo tan pequeño que apenas si quedaba en él algún lugar donde esconderse. Y, sin embargo, Kolya Maks y el padre de Thorn, además del propio Thorn, habían dado cumplimiento a las instrucciones de Yusúpov, y esa decisión había dado sus frutos.

– Puedes aparcar ahí -dijo Thorn.

Lord situó el parachoques delantero todo lo cerca posible del tronco de un roble gigantesco. Una ligera brisa agitaba las ramas de los árboles, imprimiéndoles un movimiento danzarín.

A diferencia del cementerio helado de Starodub, éste se hallaba en perfecto estado. El césped de alrededor de las tumbas estaba muy bien cuidado, y en las lápidas se veía gran cantidad de coronas y de flores recién cortadas. Las inscripciones no presentaban señales de musgo ni de humedad, aunque en muchas de ellas sí que se percibía la acción del tiempo. Un sendero de grava dividía en dos el terreno, y de él partían ramales hacia los rincones más alejados del camposanto.

– La sociedad histórica de nuestra localidad se ocupa del mantenimiento de las tumbas. Lo hacen muy bien. Esto lleva siendo un cementerio desde tiempos de la guerra civil.

Thorn los condujo a una de las zonas más exteriores de la pradera de hierba. A no más de veinte metros se alzaba una hilera de árboles de la princesa, cargados de muy coloridas bayas.

Lord miró las lápidas de piedra, todas ellas marcadas con el signo de la cruz.


ANNA THORN

NACIDA EL 18 DE JUNIO DE 1901

FALLECIDA EL 7 DE OCTUBRE DE 1922

PAUL THORN

NACIDO EL 12 DE AGOSTO DE 1904

FALLECIDO EL 26 DE MAYO DE 1925


– Es curioso que pusieran las verdaderas fechas de nacimiento -dijo-. ¿No les pareció un poco imprudente?

– No, la verdad. Nadie sabía quiénes eran.

En ambas tumbas se podía leer el mismo epitafio: QUIEN RESISTA HASTA EL FIN SE SALVARA.

Lord dijo, refiriéndose a aquella frase:

– ¿Un último mensaje de Yusúpov?

– Siempre me pareció adecuado. A juzgar por lo que me contaron, ambos fueron personas excepcionales. Si hubieran seguido siendo el zarevich y la gran duquesa, quizá hubieran acabado por corromperse. Pero no eran más que Paul y Anna.

– ¿Qué aspecto tenía ella? -preguntó Akilina.

Una sonrisa ocupó el rostro de Thorn.

– Maduró maravillosamente. De adolescente, Anastasia estaba algo gordita y era una arrogante. Pero aquí adelgazó y, según me dicen, era una belleza, como su madre a la misma edad. Cojeaba al caminar y tenía unas cuantas cicatrices, pero ninguna en la cara. Mi padre puso especial interés en contarme todo lo que Yusúpov le había dicho de ella.

Thorn se aproximó a un banco de piedra y tomó asiento. Se oía en la distancia el ronco graznido de los cuervos.

– Ella era nuestra esperanza, aunque siempre existía el riesgo de que transmitiera la hemofilia a algún hijo varón. Nadie creía en serio que Alexis fuera a vivir lo suficiente como para encontrar esposa y tener hijos. Ya fue un verdadero milagro que saliera de Ekaterimburgo sin sufrir ningún ataque. Aquí tuvo muchos. Pero un médico del pueblo obtuvo algún resultado positivo con sus tratamientos. Alexis aprendió a confiar en él, como en Rasputín. Y al final fue una vulgar gripe lo que le costó la vida, no su sangre defectuosa. También en eso acertó Rasputín. Fue él quien predijo que la hemofilia no sería la causa de la muerte del heredero.

Thorn puso los ojos en las lejanas montañas.

– Mi padre tenía un año cuando murió Alexis. Mi abuela vivió hasta los años setenta. Era una persona maravillosa.

– ¿Sabía quién era Alexis?

Thorn asintió.

– Era rusa de nacimiento, y noble por sangre. Su familia escapó del país cuando Lenin consiguió el poder. Lo sabía todo. Los males físicos de Alexis eran imposibles de ocultar. Sólo vivieron tres años juntos, pero oyéndola hablar nadie habría pensado que fueron tan pocos. Amaba a Alexis Nicolaevich.

Akilina se aproximó a la tumba y se arrodilló en la hierba. Lord la miró mientras hacía la señal de la cruz y rezaba una oración. Le había contado su experiencia en la iglesia de San Francisco, y ahora se daba cuenta de que la joven rusa era mucho más religiosa de lo que él había percibido en principio. A él también lo emocionaba aquel tranquilo escenario, sólo alterado por el ruido que hacían las ardillas en los árboles de la princesa.

– Vengo aquí con frecuencia -dijo Thorn. Señaló otras tres sepulturas, que estaban de espaldas a ellos-: Mi padre y mi madre y mi abuela están enterrados aquí.

– ¿Por qué no está aquí tu abuela, con su marido? -preguntó Akilina.

– Se negó. Dijo que hermano y hermana debían estar enterrados juntos. Ellos son divinos, de sangre real, y nadie debe alterar su descanso. Insistió mucho en ello.

No dijeron palabra durante el viaje de regreso a Génesis, y Lord se dirigió directamente al bufete de Thorn. Una vez en el interior, se fijó en las fotos de una mujer con dos hombres jóvenes que había encima de un aparador cubierto de polvo. La mujer era atractiva, con el pelo oscuro y una sonrisa que transmitía cordialidad. Los hijos de Thorn eran ambos guapos, también morenos de piel, con los rasgos muy marcados y con los pómulos altos característicos de los eslavos. Eran Romanov. En una cuarta parte. Descendientes directos de Nicolás II. Se preguntó cómo reaccionarían los hermanos cuando les comunicasen que formaban parte de la nobleza.

Lord se había traído de San Francisco la bolsa de viaje y la había colocado encima de una mesa de madera. Luego, con los nervios del momento, se le había olvidado enseñarle el Fabergé a Thorn. Ahora sacó con mucho cuidado el baqueteado tesoro y le mostró los dos minúsculos retratos de Alexis y Anastasia. Thorn los miró con mucha atención.

– Nunca vi qué aspecto tenían una vez instalados aquí. No se hicieron más fotos. Mi abuelo me habló de éstas. Las tomaron en la cabaña, no lejos de aquí.

La mirada de Lord volvió a posarse en las fotos de la familia Thorn que había encima del aparador.

– ¿Y tu mujer?

– Anoche no le dije nada. Cuando llegue tu jefe y nos pongamos de acuerdo en cuál es el paso siguiente, hablaré con ella. Va a pasar el día fuera. En Asheville, haciéndole una visita a su hermana. Así tendré tiempo de pensar.

– ¿De qué familia es?

– Lo que me estás preguntando es si cumple con los requisitos para ser Zarina.

– Es algo que hay que tener en cuenta. La Ley de Sucesión sigue vigente, la comisión tenía intención de aplicarla con todo el rigor posible.

– Margaret es ortodoxa de origen, con algo de sangre rusa, todo lo que podía encontrarse en Estados Unidos hace veinticinco años. De la búsqueda de candidatas se ocupó personalmente mi padre.

– Lo dices de un modo muy impersonal -dijo Akilina.

– No era ésa mi intención. Pero mi padre era muy consciente del alcance de nuestra responsabilidad. Se hizo todo lo posible por mantener la continuidad con el pasado.

– ¿Es norteamericana? -preguntó Lord.

– De Virginia. Con lo cual ya son dos los norteamericanos que los rusos tendrán que aceptar.

Había otra cosa que Lord deseaba saber:

– El hombre que nos envió aquí nos dijo algo sobre una fortuna zarista que aún podría seguir en los bancos. ¿Estás al corriente de este dato?

Thorn colocó las fotos de sus antepasados junto a los pedazos de lo que una vez fuera un huevo Fabergé.

– Me dieron la llave de una caja de seguridad y me indicaron adonde acudir cuando llegara el momento. Y creo que ha llegado. Doy por supuesto que la información está en la caja. No debía intentar el acceso mientras no aparecierais vosotros. Nuestra primera parada tiene que ser Nueva York.

– ¿Estás seguro de que la caja sigue existiendo?

– Todos los años pago el alquiler.

– ¿Pagaste también el de San Francisco?

Thorn asintió.

– Ambos se pagan mediante giros automáticos contra unas cuentas corrientes abiertas hace muchos años, con nombres ficticios. No necesito decirte que tuvimos problemas cuando cambió la ley y se hizo necesario incluir el número de la Seguridad Social en todas las cuentas corrientes. Pero conseguí utilizar los nombres y números de un par de clientes fallecidos. Temí que investigaran, pero lo cierto es que nunca consideré peligrosa mi situación. Bueno, hasta anoche.

– Te aseguro, Michael, que la amenaza es cierta. Pero Taylor Hayes nos protegerá. No te pasará nada. Sólo él sabe dónde estamos. Eso puedo asegurártelo.


*

Hayes se bajó del coche y le dio las gracias al colaborador de Pridgen & Woodworth que había acudido a recibirlo al aeropuerto de Atlanta. Había llamado antes de salir, pidiéndole a su secretaria que enviara a alguien, y con tres docenas de abogados en su división, sin contar a otros tantos pasantes, no tenía que haber sido muy difícil encontrar algún voluntario.

Párpado Gacho y Orleg habían viajado con él desde California, y también ellos salían del coche ahora, en la nublada mañana. Ninguno de los dos rusos había dicho una sola palabra desde el aeropuerto.

La casa de Hayes era una monstruosidad de estilo tudor, edificada con piedra y ladrillo. Estaba en un terreno arbolado de algo más de una hectárea, al norte de Atlanta. Hayes no tenía mujer. Hacía cosa de diez años que se había divorciado. Por fortuna para la pareja, no tenían hijos. Y no habría más matrimonios. Hayes no sentía el menor deseo de compartir nada con nadie, y menos aún con alguna ambiciosa que luego intentaría quedarse con buena parte de sus propiedades, en compensación por el privilegio de haber compartido su vida con él.

Llamó desde el coche para pedirle a la gobernanta que tuviera dispuesto algo de comer. Quería lavarse un poco, comer y ponerse en marcha. Tenía cosas que hacer a pocas horas de distancia, en los montes de Carolina del Norte. Cosas de las que dependía su futuro. Personas de mucha consideración tenían puesta su confianza en él. Y eran personas a las que no podía fallarles. Khrushchev, en principio, tuvo intención de acompañarle, pero Hayes se opuso. Bastante estorbo representaban ya aquellos dos fortachones rusos, a quienes no habrían venido nada mal unas cuantas lecciones de urbanidad.

Párpado Gacho, Orleg y Hayes entraron por una cancela de hierro forjado. Las hojas corrían sobre el suelo de ladrillos, a lomos de la húmeda brisa matinal. Una vez dentro de la casa, Hayes pudo comprobar que la gobernanta había seguido sus instrucciones y preparado un almuerzo frío a base de fiambres, queso y pan.

Mientras sus dos compinches rusos se ponían ciegos en la cocina, Hayes entró en su cuarto de trofeos de caza y abrió uno de los varios estuches de escopeta alineados contra las paredes de madera. Eligió dos rifles de gran potencia y tres pistolas. Los dos rifles llevaban silenciadores -que se solían utilizar en las partidas de caza cuando había mucha nieve, para evitar el riesgo de avalanchas-. Descorrió los cerrojos y miró por el cañón de ambas armas. Comprobó el visor telescópico y el punto de mira. Todo parecía en orden. Las pistolas eran de diez tiros, todas ellas armas de competición, marca Glock 17L. Las había comprado durante una cacería en Austria, hacía unos años. Seguro que Párpado Gacho y Orleg nunca habían alcanzado la categoría suficiente como para empuñar semejantes armas.

Fue a un armario que había al otro lado de la sala, para proveerse de munición, y luego se trasladó a la cocina. Los dos rusos seguían comiendo. Hayes vio que habían abierto unas latas de cerveza.

– Salimos dentro de una hora. Ojo con el alcohol. Beber, aquí, tiene sus límites.

– ¿A qué distancia estamos del sitio ese? -preguntó Orleg, con la boca llena de sándwich.

– A unas cuatro horas de coche. Llegaremos a media tarde. Quiero dejar muy clara una cosa. Esto no es Moscú. Todo se hará a mi modo. ¿Comprendido?

Los rusos no dijeron palabra.

– ¿Tengo que llamar a Moscú? Puede que se os den otras órdenes por teléfono.

Orleg acabó de tragarse lo que tenía en la boca.

– Entendido, abogado. Tú llévanos para allá y dinos lo que quieres que hagamos.

46

Génesis, Carolina Del Norte

16:25


Lord encontró impresionante el sitio en que vivía Michael Thorn. Era un barrio muy bonito, de casas antiguas, con zonas de bosque y praderas de hierba muy mullida. Estilo ranchero, era, según recordó Lord en aquel momento, el modo en que solía describirse este tipo de urbanización. Casi todas las casas eran de una sola planta, con la estructura de ladrillo y los techos a dos aguas, con chimenea.

Se habían acercado para que Thorn pudiera ocuparse de sus perros. En el jardín trasero del abogado, con árboles, había unas cuantas perreras, y Lord de inmediato identificó la raza. Los machos eran de mucho mayor tamaño y todos los animales, aproximadamente una docena, variaban en el color, que iba del rojo muy oscuro al tabaco y negro. Tenían la cabeza larga y estrecha, con la frente ligeramente abombada. Los hombros caídos, el pecho estrecho. Medían aproximadamente un metro de altura y pesaban unos cincuenta kilos. Tenían buenos músculos, y el rabo largo y sedoso.

Pertenecían a la familia de los galgos y su nombre en ruso, borzoi, significaba «veloz». A Lord le provocó una sonrisa que Thorn hubiera elegido esa raza de perros. Eran galgos rusos, que los nobles criaban para la caza del lobo en terreno abierto. Los Zares los empezaron a criar a partir de la sexta década del siglo xvii.

Y este Zar no era la excepción a la regla.

– Hace muchos años que me encantan estos perros -dijo Thorn mientras recorría las perreras, llenando los cuencos de agua con una manguera-. Leí algo sobre ellos hace tiempo, y acabé comprándome uno. Pero son como bombones: nadie se conforma con uno solo. Acabé criándolos yo mismo.

– Son preciosos -dijo Akilina. Estaba cerca de las perreras. Los borzois le devolvían la mirada con sus ojos oblicuos, marrones, con las pestañas negras-. Mi abuela tenía uno. Lo encontró en el bosque. Era un animal estupendo.

Thorn abrió la puerta de una de las perreras y llenó un cuenco de trocitos de comida seca. Los perros no se movieron, pero sí ladraron. Seguían con la vista los movimientos de Thorn, pero no hacían el menor intento de acercarse a la comida. A continuación, el abogado señaló con el dedo el cuenco donde se hallaba la comida.

Los perros se lanzaron hacia delante.

– Muy bien educados -dijo Akilina.

– Carece de sentido tener unos animales como éstos y que luego no te obedezcan. Esta raza es fácil de educar.

Lord observó que la escena se repetía en las demás perreras. No hubo un solo perro que desafiara a su dueño ni que desobedeciera una orden. Thorn se arrodilló frente a uno de los cubiles.

– ¿Los vendes? -le preguntó Lord.

– Cuando llegue la primavera próxima esta camada ya no estará aquí, y volveré a tener crías. Siempre educo a los mejores de cada camada. Los únicos que están aquí siempre son estos dos de allí.

Según pudo ver Lord, había una pareja de perros en la perrera más cercana al porche trasero. Macho y hembra, ambos de color rojo oscuro y con el pelo como la seda. Su cubil era el más grande de todos, y en su interior había una caseta de madera.

– Lo mejor de la camada de hace seis años -dijo Thorn, notándosele el orgullo en la entonación-. Alexis y Anastasia.

Lord sonrió.

– Una interesante elección de nombres.

– Son mis pura raza de exposición. Y amigos míos.

Thorn se acercó a la jaula, quitó el pestillo a la puerta e hizo un gesto. Los dos animales inmediatamente se abalanzaron hacia él, haciéndole toda clase de zalemas.

Lord observaba a su anfitrión. Thorn parecía un hombre equilibrado, muy respetuoso de sus deberes tradicionales. Ni comparación con Stefan Baklanov. Hayes le había hablado de su arrogancia, mencionando la temible posibilidad de que estuviera más interesado en el título que en el ejercicio de su cargo. Michael Thorn parecía completamente distinto.

Entraron de nuevo en la casa y Lord examinó la biblioteca de Thorn. Las estanterías estaban repletas de obras sobre la historia de Rusia. Había biografías de varios Romanov, firmadas, en algún caso, por estudiosos del siglo xix. Muchos de aquellos libros también los había leído él.

– Tienes una buena colección -dijo Lord.

– Te sorprendería comprobar lo que puede encontrarse en las librerías de segunda mano y en los excedentes de bibliotecas.

– ¿A nadie le extrañó nunca ese interés tuyo tan concreto?

Thorn negó con la cabeza.

– Soy miembro de nuestra sociedad de estudios históricos desde hace muchos años. Y todo el mundo conoce mi afición a la historia de Rusia.

Lord vio en un estante un libro que conocía bien. Rasputín: su maligna influencia y su asesinato, de Félix Yusúpov. Se publicó en 1927 y era un despiadado ataque a Rasputín, además de un intento de justificar su asesinato. Junto a este volumen estaban los dos tomos de memorias que Yusúpov publicó en los años cincuenta: El esplendor perdido y En el exilio. Vanos intentos de recaudar fondos, si no recordaba mal Lord lo que había leído en otras biografías. Se acercó al estante.

– Los libros de Yusúpov no trataban nada bien a la familia real, y menos aún a Rasputín. Si no recuerdo mal, con quien se ensañaba especialmente era con Alejandra.

– Todo era parte del engaño. Yusúpov sabía que Stalin no le quitaba ojo, de modo que evitó hacer nada que pudiera levantar sospechas. Fue un camuflaje que mantuvo hasta su muerte.

Lord vio varios libros sobre Anna Anderson, la mujer que murió afirmando ser Anastasia. Los señaló con un gesto y dijo:

– Seguro que con éstos te divertiste mucho.

Thorn sonrió.

– Su verdadero nombre era Franziska Schanzkowska. Nacida en Prusia. Estuvo entrando y saliendo del manicomio hasta que Yusúpov oyó hablar de su parecido con Anastasia. Él le enseñó todo lo que necesitaba saber, y ella fue una alumna muy aplicada. Me parece que murió convencida de ser la verdadera Anastasia.

– He leído algo sobre el asunto -dijo Lord-. Todo el mundo hablaba de ella con mucho cariño. Debió de ser una dama excepcional.

– Un buen doble de luces -dijo Thorn-. Nunca me llamó mucho la atención.

Un apagado ruido de puertas de coche al cerrarse les llegó por las ventanas delanteras. Thorn echó un vistazo por las ranuras de una persiana.

– Ha venido el ayudante del sheriff-dijo, en inglés-. Lo conozco.

Lord se puso en guardia y Thorn pareció comprenderlo. El abogado se encaminó hacia la doble puerta que los separaba del vestíbulo.

– Quedaos aquí. Voy a ver qué pasa.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Akilina en ruso.

– Problemas -dijo Lord.

– ¿Cuándo está previsto que llegue tu jefe? -preguntó Thorn desde la puerta.

Lord miró el reloj.

– De un minuto a otro. Tenemos que volver al hostal.

Thorn abrió la doble puerta, pero Lord cruzó la estancia y volvió a cerrarla en seguida, mientras sonaba el timbre de la calle.

– Buenas tardes, señor Thorn -dijo el policía-. El sheriff me ha pedido que venga a hablar con usted. He pasado primero por su bufete, y su secretaria me ha dicho que estaba usted en casa.

– ¿Qué ocurre, Roscoe?

– ¿Ha recibido usted, ayer u hoy, la visita de un tal Miles Lord y de una ciudadana rusa?

– ¿Quién es ese Miles Lord?

– ¿Qué tal si contesta usted a mi pregunta?

– No, no he tenido ninguna visita. Y mucho menos de Rusia.

– Me extraña que me diga usted eso. Su secretaria me acaba de decir que un abogado de raza negra, llamado Lord, en compañía de una ciudadana rusa, estuvo en su bufete ayer por la tarde, y que ambos han pasado el día con usted.

– Si ya conoce usted la respuesta, Roscoe, ¿para qué me pregunta?

– Cumplo con mi deber. ¿Puede explicarme por qué me ha mentido?

– ¿Por qué les da usted tanta importancia a esas dos personas?

– Tengo una orden de busca y captura por homicidio. Procede de Moscú. Se les busca por la muerte de un policía en la Plaza Roja.

– ¿Cómo lo sabe usted?

– Me lo han dicho los dos señores que vienen conmigo en el coche. Traían la orden en mano.

Lord corrió de la puerta a la ventana del estudio. Llegó a tiempo de ver apearse a Párpado Gacho y Feliks Orleg del coche de policía.

– Mierda -dijo, en voz baja.

Akilina se colocó inmediatamente a su lado y vio lo mismo que él.

Los dos rusos emprendieron su marcha hacia la casa. Ambos sacaron a relucir sus pistolas, que llevaban ocultas bajo la chaqueta. Los tiros sonaron como petardos lejanos. Lord se lanzó hacia la doble puerta y la abrió en el mismo momento en que el cuerpo del ayudante del sheriff caía derrumbado en el interior del vestíbulo. Evidentemente, la primera salva había sido para él.

Lord dio un salto y agarró a Thorn, para en seguida llevárselo consigo y cerrar violentamente la puerta de madera. Puso el cerrojo mientras las balas se estrellaban contra el exterior de la casa.

– ¡Al suelo! -gritó.

Se arrojaron de bruces sobre las baldosas del suelo y se arrastraron hacia el vestíbulo. Lord observó al ayudante del sheriff: había en su cuerpo tres grandes orificios de los que manaba sangre. No tenía sentido perder el tiempo con él.

– Venga -dijo, poniéndose en pie-. La puerta no los detendrá durante mucho tiempo.

Lord recorrió a toda velocidad el vestíbulo, en dirección a la luz del sol del extremo opuesto. Akilina y Thorn fueron tras él. Hubo ruido de golpes en la puerta y luego se oyeron tiros. Lord entró en la cocina y abrió la puerta del jardín trasero, indicando con un gesto a Akilina y Thorn que salieran al porche. Resonaron nuevos disparos. Mientras Lord salía también, oyó el ruido de la puerta principal al astillarse.

Vio que Thorn corría hacia el cubil más cercano, que era el de Alexis y Anastasia. Oyó a Thorn gritarle a Akilina que les abriera las puertas a los demás galgos. Luego señaló la puerta de la cocina y ordenó a los perros:

– Adelante. Ataque.

Akilina sólo había logrado abrir dos de los cubiles, pero los dos perros que había en cada uno de ellos, junto con Alexis y Anastasia, obedecieron la orden de Thorn y se lanzaron al galope contra la puerta trasera. En el momento mismo en que Orleg apareció en el umbral, uno de los borzois se abalanzó contra él y el ruso lanzó un aullido.

Otros tres perros entraron en la cocina.

Hubo una rápida sucesión de disparos.

– No podemos quedarnos a ver quién gana -dijo Lord.

Corrieron a toda velocidad hacia la puerta que daba acceso al garaje, donde habían dejado aparcado el jeep de alquiler. Subieron al vehículo.

Lord tenía la llave de arranque en la mano.

Se oyeron nuevos disparos procedentes del interior de la casa.

– Mis pobres perros -dijo Thorn.

Lord arrancó el motor y metió marcha atrás. El vehículo salió del garaje y dio media vuelta en la propia vereda, hasta quedar junto al coche de policía aparcado en la acera. Lord vio por el rabillo del ojo que uno de los galgos corría por la vereda, siguiéndolos desde el garaje.

– ¡Espera! -gritó Thorn a pleno pulmón.

Lord dudó un momento antes de aplastar el acelerador con el pie. Thorn tuvo tiempo de abrir la puerta trasera. El perro se metió de un salto en el coche, jadeante.

– Vámonos -gritó Thorn.

Quedaron fragmentos de rueda en el asfalto cuando el jeep se proyectó hacia delante.

47

– ¿Por qué diablos habéis tenido que matar al ayudante del sheriff? -Hayes trataba de no perder el control de su voz-. ¿Es que sois idiotas?

Se había quedado esperándolos en la oficina del sheriff, tras haber convencido a las autoridades locales de que las credenciales de Orleg eran válidas, así como la falsa orden de busca y captura enviada por fax desde Moscú. Khrushchev había amañado los documentos en San Francisco, utilizando un procedimiento similar al que le había servido para recabar la ayuda del FBI y de las autoridades aduaneras. Y no hubo muchas preguntas, porque Hayes explicó que su bufete solía representar al gobierno ruso en cuestiones localizadas en Estados Unidos.

Estaban delante del despacho del sheriff, al fresco de la noche incipiente, apartados de una puerta de la que entraban y salían numerosos policías. Había mucho movimiento, tras lo ocurrido hacía una hora. Hayes trataba de mantener la compostura y no llamar la atención de nadie, pero le resultaba bastante difícil.

– ¿Dónde están las armas? -preguntó, en voz baja.

– Debajo de la chaqueta -dijo Orleg.

– ¿Qué les habéis dicho que ha ocurrido?

– Que el ayudante del sheriff entró en la casa y en seguida oímos disparos. Acudimos corriendo y el pobre hombre estaba ya en el suelo. Salimos en persecución de Lord y su amiga, pero nos atacaron los perros. Lo último que vimos fue que Lord huía en un jeep, llevando encañonado a Thorn.

– ¿Se lo han creído?

Párpado Gacho sonrió:

– Totalmente.

Pero Hayes se preguntó durante cuánto tiempo seguirían creyéndoselo.

– ¿Les habéis dicho algo de los perros?

Orleg asintió:

– ¿Que la emprendimos a tiros con ellos? No nos quedó otro remedio.

– ¿Quién de los dos fue el genio que disparó contra el ayudante del sheriff?

– Fui yo -dijo Orleg. El muy estúpido lo decía con orgullo.

– ¿Y a los perros?

Párpado Gacho reconoció que había sido él, porque estaban atacando a Orleg.

– Eran muy agresivos.

Hayes sabía que no le quedaba más remedio que sustituir la pistola de Orleg antes de que les confiscaran las armas como posibles pruebas. No podía tirarla, así, sin más, ni dejarla por ahí, porque los proyectiles encontrados en el cuerpo del policía constituirían un dato definitivo. Buscó bajo la chaqueta de Orleg y encontró la Glock.

– Dámela.

Intercambió su arma con la de Orleg.

– Esperemos que nadie note que el cargador está lleno. Si se dan cuenta, di que lo sacaste para poner uno nuevo y que, con los nervios, perdiste el primero.

El sheriff salió del edificio y se encaminó hacia donde ellos estaban. Hayes lo miró mientras se acercaba.

– Hemos dado aviso sobre el coche. Es un jeep Cherokee, y nos ha sido de mucha ayuda la descripción que nos han facilitado ustedes.

Orleg y Párpado Gacho aceptaron el agradecimiento del sheriff.

Éste miró a Hayes:

– ¿Por qué no nos dijo usted que Lord es peligroso?

– Le dije que lo buscaban por homicidio.

– Mi ayudante tenía mujer y cuatro hijos. Si se me hubiera pasado por la cabeza que ese abogado podía ser capaz de disparar a sangre fría contra un hombre, habría mandado para allá a todos los hombres de que dispongo.

– Soy consciente del estado de consternación en que se hallan ustedes…

– Es la primera vez que matan a un policía en este condado.

Hayes pasó por alto el dato.

– ¿Ha informado usted del caso a las autoridades estatales?

– Por supuesto que sí.

Hayes pensó que si jugaba bien sus cartas esa gente bien podía solucionarle el problema de una vez para siempre.

– Sheriff, la verdad es que no creo que al inspector Orleg le molestara mucho que Lord saliera de aquí en una bolsa para transportar cadáveres.

Llegó corriendo otro policía.

– Sheriff, está aquí la señora Thorn.

Hayes y sus dos colegas entraron con el sheriff. En una de las oficinas aguardaba una mujer de mediana edad, llorando. La atendía otra mujer, más joven, a quien también se veía muy alterada. Hayes prestó atención a lo que ambas decían y pronto llegó a la conclusión de que la mayor de las dos era la mujer de Thorn, y que la otra era su secretaria. La señora Thorn había pasado la mayor parte del día fuera del bufete, en Asheville, y al llegar a casa se había encontrado con un enjambre de coches de policía delante de su casa, y había visto a los forenses sacar un cadáver por la puerta. Distribuidos por el suelo de la cocina vio los cuerpos de varios de los galgos a quienes su marido tanto cariño tenía. Otro de los perros había desaparecido. Sólo cuatro habían escapado de la matanza. Sus jaulas estaban sin abrir. Los cadáveres de los animales habían desconcertado algo a la policía. ¿Quién y para qué los había soltado? era la pregunta que se hacían una y otra vez.

– Evidentemente, para frenar al inspector Orleg -dijo Hayes-. Lord es un tipo listo. Sabe cómo manejarse. A fin de cuentas, llevan un tiempo persiguiéndolo por el mundo entero, con escaso éxito.

La explicación parecía tener sentido, y no hubo más preguntas. El sheriff volvió a poner toda su atención en la señora Thorn, para garantizarle que harían todo lo posible por encontrar cuanto antes a su marido.

– Tengo que llamar a nuestros hijos -dijo ella.

A Hayes no le gustó la idea. Si esa mujer era en realidad la Zarina de Todas las Rusias, en modo alguno sería buena idea complicar aún más las cosas metiendo al zarevich y a un gran duque en el asunto. No se podía permitir que la acción de Lord extendiera sus efectos más allá de Michael Thorn. De modo que dio un paso adelante y se presentó:

– Señora Thorn, creo que sería mejor que dejáramos pasar unas horas, a ver cómo se desarrolla este asunto. Lo más probable es que se resuelva por sí mismo, sin necesidad de preocupar a sus hijos.

– ¿Quién es usted y qué hace aquí? -preguntó ella en tono categórico.

– Colaboro con el gobierno ruso en la localización de un fugitivo.

– Y ¿cómo ha podido meterse en mi casa un fugitivo ruso?

– No tengo la menor idea. Ha sido pura suerte que hayamos podido seguirlo hasta aquí.

– De hecho -dijo el sheriff-, no ha llegado usted a explicarnos cómo se las han apañado para localizar a Lord aquí.

No se percibía sospecha en su tono, pero antes de que Hayes pudiera contestar irrumpió en la habitación una agente de policía.

– Sheriff, tenemos situado el jeep. Los muy puñeteros pasaron junto a Larry por la Carretera 46, a unos cincuenta kilómetros al norte de la ciudad.


*

Lord pasó junto a un puesto ambulante donde vendían manzanas de la tierra y vio el coche patrulla. El automóvil de color marrón y blanco estaba aparcado en el arcén y de él se había apeado un policía, que hablaba con un hombre vestido con ropa de trabajo, ambos de pie junto a una camioneta. Pudo ver, por el retrovisor, que el policía se precipitaba hacia su coche y arrancaba a toda velocidad.

– Tenemos compañía -dijo Lord.

Akilina miró hacia atrás. También Thorn volvió la cabeza, y el perro, que iba en el asiento trasero, no sabía si mirar hacia delante o hacia atrás. Thorn emitió una orden y el animal se quitó de la vista, agazapándose en el suelo del coche.

Lord pisó el acelerador, pero el vehículo era sólo de seis cilindros, y el trazado ondulante de la carretera restaba poderío a sus caballos. Aun así, iban a más de ciento diez kilómetros por hora por una carretera estrecha, entre taludes arbolados. La parte trasera del coche que los precedía se les acercaba rápidamente. Lord dio un volantazo a la izquierda y se puso a adelantar al vehículo más lento en el preciso instante en que aparecía otro por el carril contrario, a la salida de una curva. Por un momento tuvo la esperanza de que el trazado no le permitiera al policía hacer lo mismo, pero en seguida vio aparecer en el retrovisor la luz azul del coche patrulla, que persistía en la persecución.

– Es un coche más potente que el nuestro -dijo-. Sólo tardará unos segundos en cogernos. Y además tiene radio.

– ¿Por qué corremos? -preguntó Akilina.

Tenía razón. No había motivo alguno para escapar de la policía. Orleg y Párpado Gacho estaban a sesenta kilómetros al sur, allá en Génesis. Lo que tenían que hacer era detenerse y explicar la situación. La búsqueda había terminado. Ya no hacía falta guardar el secreto. La policía, seguramente, podría serles de ayuda.

Redujo la velocidad, frenó y se metió en el arcén. Un segundo más tarde hizo lo mismo el coche patrulla. Lord abrió la puerta. El policía ya se había bajado y utilizaba la puerta del coche a modo de escudo, mientras los apuntaba con la pistola.

– Al suelo. Ya -gritó el policía.

Otros coches pasaban junto a ellos, como trombas.

– He dicho que al suelo.

– Mire, tengo que hablar con usted.

– Si no se pone usted con el culo mirando al cielo en tres segundos, le pego un tiro.

Akilina se había bajado del coche.

– Al suelo, señora -gritó el policía.

– No entiende lo que usted le dice -gritó Lord-. Necesitamos su ayuda, agente.

– ¿Dónde está Thorn?

Se abrió la puerta trasera y Thorn bajó del coche.

– Venga usted hacia mí, señor Thorn -vociferó el policía, superando el ruido del tráfico, y sin bajar la pistola.

– ¿Qué está pasando? -preguntó Thorn en voz baja.

– No lo sé -dijo Lord-. ¿Conoce usted a ese policía?

– La cara no me resulta familiar.

– Señor Thorn, por favor, acérquese.

Fue Lord quien se acercó un paso. El policía estiró aún más el brazo con la pistola. Thorn se situó delante de Lord.

– ¡Agáchese, señor Thorn, agáchese! Ese hijo de puta ha matado a un compañero mío.

Lord se preguntó si no lo estarían engañando sus oídos: ¿él había matado a un policía?

Lord no se movió. La pistola seguía desplazándose, mientras su dueño buscaba un buen ángulo de tiro.

– ¡Échense al suelo!

– Alexis. Sal del coche -dijo Thorn sin levantar la voz.

El galgo se puso inmediatamente en marcha y salió del Jeep. El policía había abandonado la protección de la puerta y se iba acercando, sin dejar de apuntarles con la pistola.

– Ve -le dijo Thorn al animal-. Adelante. Salta.

El animal asentó las patas y a continuación se lanzó con las manos por delante. Su musculoso cuerpo chocó contra el del policía, y ambos rodaron por el suelo de grava; al policía se le disparó dos veces la pistola. Lord se acercó corriendo y logró que el hombre soltara el arma.

El perro gruñía, tembloroso.

En la distancia se oían sirenas, aproximándose.

– Más vale que nos quitemos de en medio -dijo Thorn-. Aquí hay algo que no funciona. Este agente piensa que has matado a un policía.

Lord no hizo que se lo repitiera.

– De acuerdo. Vámonos.

Thorn condujo al perro hasta el coche. Pudieron subirse todos antes de que el policía lograra incorporarse.

– No le pasará nada -dijo Thorn-. No le ha mordido. No le dije que lo hiciera.

Lord, de un golpe, puso la transmisión en posición de marcha.


*

Hayes seguía esperando en el puesto de policía, con Orleg y Párpado Gacho. Había estado a punto de ir con el sheriff y sus hombres cuando salieron a toda prisa en dirección norte. La llamada por radio había llegado veinte minutos antes. Acababan de localizar un Jeep Cherokee de color gris que iba en dirección norte, por la Carretera 46, la cual, atravesando el condado adyacente, llegaba a Tennessee. Iba en su persecución un coche patrulla, y, según la última comunicación, el Jeep estaba frenando para detenerse. El agente había solicitado apoyo, pero dijo estar preparado para resolver el asunto por sí solo.

Para Hayes, lo mejor que podía suceder era que entre los perseguidores hubiera alguno de gatillo fácil. Él ya había dejado perfectamente claro que los rusos querían un cuerpo, no necesariamente vivo, y bien podía ser que algún agente pusiera fin a la pesadilla con un tiro bien dado. Pero aun en el supuesto de que murieran Lord y la mujer, o sólo Lord, seguía en pie el problema de Michael Thorn. La policía haría todo lo posible por salvarlo, y no sería Lord quien le hiciese daño alguno. Si de veras descendía en línea directa de Nicolás II, como Lord afirmaba con tanta rotundidad, las pruebas de ADN despejarían todas las dudas.

Y eso sí que sería un problema.

Estaba en un despacho, con todo un panel de comunicaciones delante de él. Una agente de policía se ocupaba de su manejo. Del altavoz colocado en lo alto emanaba un ruido de estática.

– Central. Dillsboro Uno. Estamos en el lugar de los hechos.

Era la voz del sheriff. Hayes esperó a que diese su informe. Mientras lo hacía, se acercó a Orleg, que ocupaba el rincón más cercano a la salida. Párpado Gacho se hallaba en el exterior, fumando. Hayes susurró, en ruso:

– Voy a tener que llamar a Moscú. Nuestros amigos no van a estar muy contentos.

Orleg no pareció preocuparse mucho.

– Hemos actuado según las órdenes que se nos dieron.

– ¿Qué se supone que significa eso?

– Se me dijo que hiciera todo lo necesario para que Lord, la mujer y cualquier otra persona a quien Lord considerara importante no volviesen a Rusia.

Hayes se preguntó si esa definición no lo incluiría también a él.

– Te encantaría matarme. ¿No es verdad, Orleg?

– Sería un placer.

– Entonces, ¿por qué no lo has hecho?

El inspector no dijo nada.

– Es porque ellos me siguen necesitando.

Más silencio.

– No me asustáis -dijo, acercando mucho la cara a la cara de Orleg-. Procura no olvidar eso. Yo también lo sé todo. Que se enteren tus superiores. Hay dos hijos con genes de los Romanov. De ellos también habrá que ocuparse. Quien haya enviado a Lord y a la mujer no dejará de enviar a otras personas. Comunica a tus amigos que si yo muero el mundo conocerá la verdad antes de que hayáis tenido tiempo de plantearos siquiera el problema. Lamento privarte del placer de matarme, Orleg.

– No te creas más importante de lo que eres, abogado.

– No me creas tú menos fuerte de lo que soy.

Se apartó de Orleg antes de que éste pudiera replicar. Mientras lo hacía, el altavoz cobró vida con un chasquido eléctrico.

– Central. Dillsboro Uno. El sospechoso ha huido con el prisionero. El agente fue derribado, pero se encuentra bien. Atacado por un perro que el sospechoso tenía en su posesión. Hay coches en persecución. Pero el sospechoso les lleva delantera. Lo más probable es que siga en dirección norte por la Carretera 46. Alerten a todos los efectivos de la zona.

La agente que estaba a cargo de las comunicaciones dio por recibido el informe, y Hayes exhaló un silencioso suspiro de alivio. Antes, durante unos minutos, había tenido la esperanza de que atraparan a Lord, pero ahora se daba cuenta de que ello no habría hecho sino complicar las cosas. Tenía que ser él mismo quien lo encontrara, y daba la impresión de que Lord no confiaba en la policía local. Los tontos esos creían que Lord llevaba un rehén y que estaba huyendo. Hayes era el único que estaba al corriente: no era solamente Lord quien huía, sino también Thorn y la mujer.

Y tendrían que abandonar la carretera lo antes posible.

Lord, seguramente, daría por supuesto que Orleg y Párpado Gacho actuaban en colaboración con el sheriff, de modo que no volvería a ponerse en contacto con la policía local. Buscaría un sitio donde esconderse, con los otros dos, por lo menos hasta que tuviera tiempo de analizar a fondo la situación.

Pero ¿dónde podía esconderse?

Dio por supuesto que Lord no conocía la zona. Michael Thorn, en cambio, tenía que conocerla palmo a palmo. Quizá hubiera modo de averiguar algo.

Salió del despacho y fue a donde se encontraban la señora Thorn y la secretaria del bufete, pero, en vista de que la mujer de Thorn estaba ocupada con otra agente de policía, Hayes se dirigió a la secretaria:

– Perdóneme, señora.

La mujer levantó la cabeza.

– Si no he oído mal lo que dijo usted antes al sheriff, Lord y su acompañante estuvieron hoy en el bufete del señor Thorn.

– Cierto. Vinieron ayer. Y otra vez hoy. De hecho, pasaron el día los tres juntos.

– ¿Sabe usted de qué hablaron?

Ella negó con la cabeza.

– Estuvieron con la puerta cerrada.

– Terrible. El inspector Orleg está molestísimo. Mataron a uno de sus hombres en Moscú. Y ahora, lo del agente de policía de aquí…

– Lord se presentó como abogado. Y no tenía pinta de asesino.

– Nadie tiene pinta de asesino. Lord estaba en Moscú por motivos de trabajo. Nadie sabe por qué mató al policía. Algo raro pasó. E igual de raro es lo que está pasando aquí.

Exhaló un suspiro, se pasó la mano por el cabello, luego se pellizcó el caballete de la nariz.

– Qué bonita es esta zona -prosiguió-. Especialmente en esta época del año. Es una pena que una cosa así lo eche todo a perder.

Se acercó al expendedor de café y se sirvió un café, utilizando una jarra manchada. También le ofreció a la secretaria, pero ésta dijo que no con un gesto de la mano.

– Yo vivo en Atlanta, pero vengo con mucha frecuencia por aquí, de cacería. Suelo alquilar una casa en el bosque. Siempre quise comprarme una, pero no puedo permitirme el lujo. ¿Y el señor Thorn? Aquí da la impresión de que todo el mundo tiene su cabaña.

Se volvió a acercar a la mujer.

– Tiene una cabaña preciosa -dijo ella-. Pertenecía ya a sus padres y a sus abuelos.

– ¿Está cerca? -le preguntó Hayes, fingiendo que preguntaba por preguntar.

– A una hora en dirección norte. Tiene más de ochenta hectáreas, con su montaña y todo. Siempre le tomo el pelo preguntándole qué piensa hacer con la montaña.

– Y ¿qué dice él?

– Pues sentarse a mirarla. Ver crecer los árboles.

A la secretaria se le humedecieron los ojos. Era evidente el cariño que sentía por su jefe. Hayes tomó un sorbo de café.

– ¿Tiene nombre la montaña?

– Windsong Ridge. Me encanta.

Hayes se puso en pie con mucha calma.

– La dejo a usted tranquila. La veo inquieta.

Ella le dio las gracias, y Hayes salió del puesto de policía. Junto a la puerta estaban Orleg y Párpado Gacho, tirando de sus cigarrillos.

– Vamos -dijo Hayes.

– ¿Adonde vamos? -quiso saber Orleg.

– A resolver este problema.

48

Tras dejar por tierra al agente de policía, Lord abandonó rápidamente la carretera principal y tomó hacia el este por un camino comarcal. Unos kilómetros más tarde volvió a girar, ahora hacia el norte, siguiendo las indicaciones de Thorn, que los llevaba a todos a la finca que su familia poseía en aquella zona desde hacía casi un siglo.

Siguieron un camino de kilómetro y medio, entre estribaciones montañosas y atravesando dos corrientes de agua encajonadas entre rocas. La cabaña era una construcción de una sola planta, hecha de troncos de pino unidos con argamasa, al estilo colonial. En el porche delantero había tres mecedoras y una hamaca de cuerda, suspendida de un extremo. Las placas de roble del techo inclinado parecían nuevas, y de ellas asomaba una chimenea de piedra.

Thorn explicó que allí tuvieron su primera residencia Alexis y Anastasia, nada más llegar a Carolina del Norte, a finales de 1919. Yusúpov hizo edificar la casa de campo en una finca de ochenta hectáreas cubiertas de bosque antiguo y con una montaña que un siglo antes había sido bautizada con el nombre de Windsong Ridge. La idea era proporcionar a los herederos un refugio solitario, lejos de cualquiera que pudiese asociarlos con la familia real rusa. Los montes Apalaches eran un paraje ideal, tanto por su localización como por su clima, no muy diferente del que los muchachos habían conocido en su tierra.

Ahora, en el interior de la cabaña, Lord casi percibía la presencia de Alexis y Anastasia. Ya se había puesto el sol y el aire se había enfriado. Thorn había encendido la chimenea, con leña de la que había amontonada contra las paredes exteriores de la casa. El interior tenía unos ciento cuarenta metros cuadrados, con espesos revestimientos, madera barnizada y olor a nogal y a pino. La cocina estaba bien provista de comida en lata, lo que les había permitido cenar un chile con judías, acompañado de Coca-Cola procedente del frigorífico.

Era Thorn quien había propuesto la cabaña. Si la policía pensaba que lo tenían retenido contra su voluntad, nunca irían a buscarlo en su propia finca. Lo más probable era que todos los caminos que llevaban a Tennessee estuvieran siendo vigilados y que hubiera orden de localizar el Jeep Cherokee, lo cual era una buena razón más para abandonar la carretera.

– No vive nadie en kilómetros a la redonda -dijo Thorn-. En los años veinte era un magnífico escondrijo.

Lord observó que nada en la decoración sugería el linaje de los dueños. Era, en cambio, sin duda alguna, la residencia de alguien que amaba la naturaleza: grabados de pájaros en el cielo y ciervos pastando decoraban las paredes. Ningún trofeo de caza, sin embargo.

– Yo no cazo -dijo Thorn-. Sólo con la cámara fotográfica.

Lord señaló un óleo enmarcado que dominaba una de las paredes y que representaba un oso negro.

– Lo pintó mi abuela -dijo Thorn-. Y los demás también. Le encantaba pintar. Vivió aquí hasta el fin de sus días. Alexis murió en ese dormitorio de allí. Mi padre nació en la misma cama.

Estaban congregados junto a la chimenea, a la luz de dos lámparas que iluminaban la amplia estancia. Akilina se había sentado en el suelo, envuelta en un edredón de lana. Thorn y Lord ocupaban sendos sillones de cuero. El perro se acurrucaba en un rincón, lejos del calor de la chimenea.

– Tengo un buen amigo en la Oficina del Fiscal de Carolina del Norte -dijo Thorn-. Lo llamaremos mañana. Seguro que puede echarnos una mano. Confío en él -permaneció un momento en silencio-. Mi mujer debe de estar hecha un manojo de nervios. Ojalá pudiese llamarla por teléfono.

– No te lo aconsejaría -dijo Lord.

– No podría aunque quisiera. Nunca llegamos a instalar un teléfono en esta casa. Tengo un móvil y me lo traigo siempre que venimos con intención de pasar la noche. La electricidad no nos la pusieron hasta la década pasada. La compañía me cobró un ojo de la cara por traer la línea hasta aquí. Decidí que el teléfono podía esperar.

– ¿Venís con frecuencia, tu mujer y tú? -le preguntó Akilina.

– Sí, con mucha frecuencia. Aquí me siento en contacto con mi pasado. Margaret nunca ha acabado de comprenderlo, lo único que sabe es que este sitio me tranquiliza. Mi rincón de soledad, le suele llamar. Si supiera…

– Pronto lo sabrá -dijo Lord.

El borzoi, de pronto, se puso en alerta, y un gruñido ahogado sonó en su garganta.

Lord clavó los ojos en el perro.

Alguien llamó. Lord se levantó de un salto. Ninguno de los tres dijo una sola palabra.

Otra llamada.

– Miles. Soy Taylor. Abre la puerta.

Lord cruzó a toda prisa la habitación y echó un vistazo por la ventana. No se veía nada, por la oscuridad: sólo la silueta de un hombre de pie frente a la puerta. Lord se aproximó a la entrada, que tenía el pestillo echado.

– ¿Taylor?

– No el mudito de Blancanieves, desde luego. Abre la puerta de una puñetera vez.

– ¿Vienes solo?

– ¿Quién va a estar conmigo?

Lord levantó el pestillo y lo corrió. Ante la puerta apareció Taylor Hayes, con unos pantalones de color caqui y una gruesa chaqueta.

– Cuánto me alegro de verte -dijo Lord.

– Ni la mitad que yo de verte a ti.

Hayes entró en la cabaña. Se estrecharon la mano.

– ¿Cómo me has encontrado? -preguntó Lord, tras cerrar la puerta y echar de nuevo el pestillo.

– Cuando llegué al pueblo me contaron lo del tiroteo. Parece ser que hay por ahí dos rusos…

– Dos de los que llevan tiempo persiguiéndome.

– Si, eso fue lo que creí entender.

Lord notó la mirada de extrañeza en los ojos de Akilina.

– Akilina no habla muy bien inglés, Taylor. Hablemos en ruso.

Hayes miró de hito en hito a Akilina.

– ¿Cómo estás? -le preguntó, en ruso.

Akilina se presentó.

– Es un placer conocerte. Tengo entendido que mi socio te ha estado llevando a rastras por el mundo entero.

– Sí, ha sido todo un viaje -dijo ella.

Hayes miró a Thorn.

– Y usted debe de ser el objeto de tanto viaje.

– Aparentemente, sí.

Lord presentó a Hayes y Thorn. Luego dijo:

– Quizá podamos hacer algo, Taylor. La policía local piensa que he matado a uno de sus agentes.

– Sí, de eso están muy convencidos.

– ¿Hablaste con el sheriff?

– Pensé que era mejor localizarte antes.

Se pasaron los tres cuartos de hora siguientes hablando. Lord le contó con todo detalle lo sucedido hasta ese momento. Incluso le enseñó a Hayes el baqueteado Fabergé y los dos mensajes escritos en hoja de oro, que fue a buscar al Jeep. Habló también de los lingotes, indicando dónde se encontraban. Y contó lo de Semyon Pashenko y la Santa Agrupación que había mantenido a salvo el secreto de Yusúpov.

– ¿De modo que es usted un Romanov? -le preguntó Hayes a Thorn.

– Aún no nos ha explicado usted cómo nos ha encontrado -dijo Thorn.

Lord percibió la sospecha en la voz del abogado. Hayes no dio señales de alterarse ante lo abrupto de la pregunta.

– Su secretaria me dio la idea. Estaba con la señora Thorn en la oficina del sheriff. Yo sabía que Miles no podía haberlo secuestrado a usted, de modo que imaginé que necesitarían un lugar donde esconderse. Y ¿quién iba a buscarlos aquí? Ningún secuestrador utilizaría la casa de la persona a quien ha secuestrado. Así que decidí arriesgarme y me vine en coche hasta aquí.

– ¿Cómo está mi mujer?

– Muy preocupada.

– ¿Por qué no le dijo usted la verdad al sheriff? -insistió Thorn en sus preguntas.

– Esta situación es muy delicada. Es un asunto de alcance internacional. Está comprometido, literalmente, el futuro de Rusia. Si de veras es usted descendiente directo de Nicolás II, el trono de Rusia le pertenece. No hará falta decir que su salida a la luz pública causará una gran conmoción. No quiero poner todo eso en manos del sheriff del condado de Dillsboro, Carolina del Norte. Sin que ello implique ningún desprecio por mi parte.

– No se lo tomo por desprecio -dijo Thorn, en cuya voz seguían percibiéndose las reservas-. ¿Qué sugiere usted que hagamos?

Hayes se puso en pie y se aproximó a las ventanas delanteras de la casa.

– Muy buena pregunta.

Miró por entre las cortinas.

El borzoi volvió a alertarse.

Hayes abrió la puerta delantera.

Orleg y Párpado Gacho hicieron su entrada. Ambos llevaban rifles. El perro se puso sobre las cuatro patas y empezó a gruñir.

A Akilina se le escapó un grito.

– Tiene usted un perro precioso, señor Thorn -dijo Hayes-. Siempre he sentido debilidad por los borzois. Me llevaría un gran disgusto si tuviera que ordenar a estos caballeros que le pegaran un par de tiros. ¿Quiere usted indicarle al perro que salga por la puerta delantera, por favor?

– Ya había yo notado algo raro en usted -dijo Thorn.

– Me di cuenta.

Hayes se acercó al perro, que seguía gruñendo.

– ¿Lo mato?

– Alexis. Fuera.

Thorn señaló la puerta y el perro desapareció rápidamente en la oscuridad.

Hayes cerró la puerta.

– Alexis. Qué nombre tan sugerente.

Lord estaba conmocionado por la sorpresa.

– ¿Era cosa tuya desde el primer momento? -le preguntó a Hayes.

Hayes hizo seña a sus dos colaboradores, que se acercaron a través de la habitación, cada uno a un lado. Orleg se situó junto a la puerta de la cocina. Párpado Gacho, junto a la del dormitorio.

– Tengo socios en Moscú a quienes has proporcionado grandes quebraderos de cabeza, Miles. Diablos, te mandé a los archivos por si encontrabas algo que pudiera perjudicar a Baklanov, y me sales con un heredero del trono ruso. ¿Qué esperabas?

– Hijo de puta. Confiaba en ti.

Lord se abalanzó contra Hayes. Orleg detuvo su avance encañonándolo con el rifle.

– Tener confianza es algo tan relativo, Miles. Y más en Rusia. Eso sí, te reconozco el mérito. Eres un tipo difícil de matar. Y con una suerte tremenda.

Hayes sacó una pistola que llevaba bajo la chaqueta.

– Siéntate, Miles.

– Que te den por el culo, Taylor.

Hayes disparó. La bala atravesó el hombro derecho de Lord. Akilina profirió un grito y se precipitó hacia Lord, mientras éste se derrumbaba en el sillón.

– Te dije que te sentaras -dijo Hayes-. No me gusta nada tener que repetir las cosas.

– ¿Estás bien? -le preguntó Akilina a Lord.

Lord leyó la preocupación en su rostro. Estaba bien. Era una herida muy superficial, suficiente para que brotara sangre y para causarle un dolor de mil diablos.

– Estoy bien.

– Señorita Petrovna, siéntese -dijo Hayes.

– Siéntate -pidió Lord.

Akilina se retiró a una silla.

Hayes se acercó a la chimenea.

– Si quisiera matarte, Miles, ya estarías muerto. Es una suerte para ti que yo sea tan buen tirador.

Lord se apretó la herida con la mano y utilizó su propia camisa para restañar la sangre. Su mirada se posó en Michael Thorn. El abogado permanecía perfectamente inmóvil en su sillón. No había manifestado ninguna reacción ante el disparo de Hayes.

– Ya lo creo que sí, es usted ruso -le dijo Hayes-. Se le nota en los ojos. He visto muchas veces esa mirada. Ninguno de ustedes conoce la piedad.

– No soy ningún Stefan Baklanov.

Las palabras de Thorn fueron casi un susurro.

Hayes se rió.

– No, desde luego que no. De hecho, creo que sería usted capaz de gobernar a esa panda de idiotas. Para eso hace falta alguien con mucho temple. El que tuvieron los mejores Zares. Estoy seguro, por tanto, de que comprenderá usted bien la razón por la que no puede salir vivo de aquí.

– Mi padre me anunció que habría hombres como usted. Me lo advirtió. Y yo lo tomé por un paranoico.

– ¿Quién iba a pensar que el imperio soviético fuera tan frágil? -dijo Hayes-. Y ¿a quién iba a pasársele por la cabeza que los rusos quisieran volver al zarismo?

– A Félix Yusúpov -dijo Thorn.

– Y usted que lo diga. Pero nada de esto tiene sentido ya. Orleg. -Hayes se dirigió al inspector, indicándole la puerta delantera-. Llévate fuera a nuestro querido heredero y a esta mujer y haz lo que mejor sabes hacer.

Orleg, sonriente, dio un paso adelante para agarrar a Akilina. Lord inició el movimiento de incorporarse, pero Hayes le clavó el cañón de la pistola en el cuello.

– Siéntate -dijo.

Párpado Gacho levantó a Lord de su asiento, de un solo tirón, y le colocó el cañón de su rifle en la cabeza. Akilina ofrecía resistencia. Orleg la agarró por el cuello, pasándole el brazo, y apretó con mucha fuerza, hasta levantarla del suelo. Ella luchó por un segundo, pero en seguida se le pusieron los ojos en blanco, al quedarse sin aire.

– ¡Alto! -gritó Lord.

Hayes le hundió más aún la pistola en el cuello.

– ¡Diles que paren, Hayes!

– Dile tú a ella que sea buena chica -dijo Hayes.

Lord se preguntó cómo podía decirle a la chica que se lo tomase con calma, que sólo iban a llevarla al exterior y pegarle un tiro.

– Tranquila -le dijo.

Akilina dejó de forcejear.

– No aquí, Orleg -dijo Hayes.

El ruso aflojó su presa. A Akilina le fallaron las piernas y cayó al suelo. Lord tuvo el impulso de acudir a su lado, pero no le fue posible. Orleg, agarrándola del pelo, la obligó a ponerse en pie otra vez. El dolor pareció devolverle las fuerzas.

– Levántate -dijo Orleg en ruso.

Tambaleándose, Akilina permitió que Orleg la llevara hasta la puerta. Thorn, que ya estaba allí, salió el primero, seguido de Párpado Gacho.

La puerta se cerró tras ellos.

– Me parece a mí que esa mujer te gusta mucho -dijo Hayes, pasando al inglés.

Seguía apretando el cañón de su pistola contra el cuello de Lord.

– ¿A ti qué te importa? -le contestó Lord.

– Nada.

Hayes apartó la pistola y dio un paso atrás. Lord se dejó caer en una silla. El dolor de su hombro iba en aumento, pero la rabia que lo inundaba le permitía mantener los reflejos a punto.

– ¿Mataste a los Maks en Starodub?

– No nos dejaste elección. Ya sabes: no dejar cabos sueltos, y todo eso.

– ¿Y Baklanov no es más que un títere, en realidad?

– Rusia es como una virgen, Miles. Hay en ella tantos placeres que nadie ha gozado nunca… Pero nadie puede sobrevivir sin respetar sus reglas, que son de las más duras que hay en el mundo. Yo me he adaptado. El homicidio, para ellos, es un modo aceptado de conseguir el fin. El medio que más les gusta.

– ¿Qué ha podido pasarte, Taylor?

Hayes tomó asiento, sin dejar de apuntar a Lord.

– No me vengas ahora con chorradas. He hecho lo que había que hacer. En el bufete no ha habido nunca nadie que se quejara de las ganancias. A veces hay que correr grandes riesgos para conseguir grandes cosas. Tener bajo control al Zar de Todas las Rusias era una de esas grandes cosas. Todo era perfecto, de arriba abajo. ¿Quién iba a pensar que podía haber un heredero vivo?

Lord sentía impulsos de saltar sobre él, y Hayes pareció captar el odio.

– No va a ser posible, Miles, le dejare seco de un tiro antes de que puedas levantarte de esa silla.

– Espero que merezca la pena.

– Muchísimo más que la práctica de la abogacía.

Lord pensó que quizá pudiera ganar algo de tiempo.

– ¿Cómo piensas controlar todo esto? Thorn tiene hijos. Más herederos. Todos ellos están al corriente.

Hayes sonrió.

– Buen intento. La mujer y los hijos no saben un pimiento. Mi único problema de control está aquí.

Hayes señaló a Lord con la pistola.

– Mira, no puedes echarle la culpa a nadie, es toda tuya. Si no te hubieras metido donde no te llamaban, si te hubieras limitado a hacer lo que te dije que hicieras, ahora no tendríamos ningún problema. Pero tuviste que largarte de San Petersburgo a California y meterte en un montón de cosas que, sencillamente dicho, no son de tu incumbencia.

Lord preguntó lo que verdaderamente quería saber:

– ¿Vas a matarme, Taylor?

No hubo ni el menor atisbo de miedo en su entonación. Fue él el primero en sorprenderse.

– No. Lo harán esos dos de ahí afuera. Me hicieron prometer que no te tocaría un pelo. No les caes nada bien, Miles. Y yo, desde luego, no puedo permitirme el lujo de no darles satisfacción.

– No eres el hombre que yo conocí.

– Una mierda me has conocido tú. Eres un mero socio. No somos hermanos de sangre. No llegamos ni a amigos. Pero, si quieres saberlo, tengo clientes que confían en mí, y no me queda más remedio que cumplir. Sacándome, de paso, un buen pellizco para la vejez.

Lord miró más allá de Hayes, hacia fuera.

– ¿Te preocupa tu queridísima rusa?

No dijo nada. ¿Qué podía decir?

– Seguro que Orleg está disfrutando de ella… en este mismo momento.

49

Akilina iba tras el hombre a quien Lord llamaba Párpado Gacho, mientras se adentraban en el bosque. Un lecho de hojas amortiguaba el ruido de sus pasos, y la luz de la luna se filtraba entre las ramas, bañando el bosque en un resplandor lechoso. Un aire helado le congelaba el cuerpo, dada la poca protección que le ofrecían los vaqueros y el jersey. Thorn iba el primero, con el cañón del rifle apuntándole a la espalda. Orleg iba tras Akilina, pistola en mano.

Prosiguieron durante unos diez minutos, hasta llegar a un claro. Allí había dos palas clavadas en la tierra. Era evidente que antes de la aparición de Hayes en la casa ya habían planeado las cosas.

– Ponte a cavar -le dijo Orleg a Thorn-. Vas a ser como tus antepasados, vas a morir en el bosque y vas a ser sepultado en tierra fría. Puede que dentro de otros cien años alguien encuentre vuestros huesos.

– ¿Y si me niego? -preguntó Thorn con calma.

– Primero te pego un tiro a ti y luego disfruto de ella.

Thorn miró a Akilina. Al abogado no se le había alterado el pulso y mantenía el control de la respiración.

– Puedes verlo así -dijo Orleg-: unos pocos minutos más de preciosa vida. Cada segundo cuenta. Más de lo que tuvo tu bisabuelo, de todas formas. Afortunadamente para ti, yo no soy bolchevique.

Thorn, manteniéndose erguido, no hizo el menor ademán de ir a coger la pala. Orleg soltó el rifle y agarró del jersey a Akilina. Se acercó a la chica y ella empezó a gritar, pero él le tapaba la boca con la mano.

– ¡Ya basta! -gritó Thorn.

Orleg puso fin a su agresión, pero le colocó la mano derecha en el cuello a Akilina, sin apretar lo suficiente como para hacerle daño, pero sí como para que no se olvidara de su presencia. Thorn agarró la pala y se puso a cavar.

Orleg manoseó el pecho de Akilina con la mano libre.

– Firme y bonito -dijo. Le apestaba el aliento.

Ella levantó la mano y le clavó los dedos en el ojo izquierdo. Orleg se apartó de un salto, para en seguida recuperarse y abofetearla con todas sus fuerzas. Luego la tiró al suelo húmedo.

El inspector recuperó su rifle. Tras haberlo cargado, puso un pie en el cuello de Akilina, violentamente, aplastándole la cara contra el suelo. Luego le encajó la punta del cañón entre los labios.

Ella miró hacia donde estaba Thorn.

Tenía en la boca un sabor a óxido y arenilla. Orleg le hundió aún más el cañón, y le vinieron náuseas. El terror se adueñó de ella.

– ¿Te gusta, perra?

Del bosque surgió una sombra negra que se abalanzó contra Orleg. El policía se tambaleó ante el impacto y hubo de soltar el rifle. En cuanto notó que le apartaba el cañón de la boca, Akilina comprendió lo que acababa de suceder.

Había vuelto el borzoi.

Giró sobre sí misma mientras la culata del fusil tocaba el suelo.

– Ataca. Mata -gritó Thorn con todas sus fuerzas.

El perro movía de un lado a otro la cabeza, con los colmillos hincados en la carne.

Orleg aullaba de dolor.

Thorn blandió la pala y golpeó con ella a Párpado Gacho, que parecía momentáneamente aturdido ante la llegada del animal. El ruso exhaló un quejido cuando Thorn volvió a utilizar la pala contra él, clavándole la punta en el estómago. Tras un tercer golpe en el cráneo, Párpado Gacho se vino a tierra. Su cuerpo se agitó dos o tres veces y luego quedó inmóvil.

Orleg seguía aullando, mientras el perro lo atacaba con incesante furia.

Akilina fue a coger el rifle.

Thorn acudió corriendo.

– ¡Alto!

El perro soltó presa y se sentó sobre las patas traseras. El aliento de su jadeo formaba una especie de nube en torno a su boca. Orleg rodó sobre sí mismo, agarrándose la garganta. Inició la maniobra de levantarse, pero Akilina le disparó un tiro en la cara.

El cuerpo de Orleg se quedó inmóvil.

– ¿Te sientes mejor? -le preguntó Thorn, con toda calma.

Ella escupió de su boca el sabor a metal.

– Mucho mejor.

Thorn se acercó a Párpado Gacho y le buscó el pulso.

– Éste también ha muerto.

Akilina miró al perro. El animal acababa de salvarle la vida. Las palabras que había oído decir a Lord y a Semyon Pashenko le recorrieron la mente como un fogonazo. Algo que un supuesto hombre santo había dicho cien años antes: la inocencia de las bestias servirá de guarda y guía del camino, para ser el árbitro final del éxito.

Thorn se acercó al perro y le acarició la sedosa melena.

– Buen chico, Alexis. Buen chico.

El borzoi acogió las muestras de cariño de su amo, devolviéndole las caricias con sus aceradas garras. Tenía sangre alrededor de la boca.

– Hay que ver qué pasa con Miles -dijo Akilina.


*

Se oyó el eco de un tiro en la distancia, y Lord aprovechó el momento en que Hayes apartó la vista de él para agarrar una lámpara con su mano sana y blandir la pesada base de madera. Se dejó caer del sillón mientras Hayes se recuperaba y disparaba una vez.

El salón estaba ahora iluminado por una sola lámpara y el resplandor mortecino de la chimenea. Lord se arrastró rápidamente por el suelo e hizo caer la lámpara en dirección a Hayes, lanzándose luego hacia el sofá situado enfrente del hogar, para en seguida saltar por encima. El esfuerzo hizo que se le acrecentara el dolor del hombro derecho. Otros dos proyectiles trataron de alcanzarlo, atravesando el sofá. Se desplazó a cuatro patas, buscando la cocina, y logró refugiarse en ésta al mismo tiempo que una nueva bala se incrustaba en el cerco de la puerta. Se le volvió a abrir la herida y empezó a sangrar. Trató de contener la hemorragia con la otra mano, esperando que la transición de luz a sombra afectara la puntería de Hayes -no era cosa de recibir otro balazo-, pero sabía que los ojos de su oponente no tardarían más allá de unos segundos en adaptarse.

Una vez en la cocina, logró recuperar la vertical, pero perdió el equilibrio durante un momento, por culpa del dolor. La habitación le daba vueltas alrededor, mientras él trataba de recobrar el control de sus sensaciones. Antes de saltar al exterior, cogió un paño a cuadros de la encimera y se lo arrolló al hombro herido. Al salir cerró de un golpe la puerta, con la mano ensangrentada, y tropezó con un cubo de la basura.

Luego corrió hacia el bosque.


*

Hayes no estaba seguro de haberle dado a Lord. Trató de calcular el número de disparos que había hecho. Cuatro, si no se equivocaba, tal vez cinco. Ello quería decir que le quedaban cinco o seis balas. Sus ojos se adaptaban rápidamente a la oscuridad. Las débiles ascuas de la chimenea aportaban un mínimo de luz. Oyó un portazo y dio por supuesto que Lord había logrado salir de la casa. Con la Glock por delante, fue avanzando y entró con mucha precaución en la cocina. Su pie derecho resbaló en algo húmedo. Se inclinó y mojó los dedos en el líquido. Por el olor a cobre, era sangre. Se incorporó para acercarse a la puerta. Un cubo de la basura le cerraba el camino. Era de plástico. Lo apartó de una patada y salió al frío de la noche.

– Muy bien, Miles -gritó-. Parece que ahora me toca a mí cazar un mapache. Espero que no tengas tanta suerte como tu abuelo.

Extrajo el cargador de la Glock y lo sustituyó por uno nuevo. Disponía ahora de diez proyectiles para terminar lo que había empezado.


*

Akilina oyó los disparos y Thorn y ella echaron a correr hacia la cabaña. Llevaba consigo el rifle de Orleg. Al llegar al exterior de la cabaña, Thorn indicó que se detuvieran.

– Vamos a no hacer tonterías -dijo.

Akilina estaba impresionada por el control de sí mismo que ejercía el abogado. Estaba manejando la situación con una tranquilidad reconfortante para ella.

Thorn subió al porche y se acercó a la puerta cerrada. Desde detrás de la cabaña le llegó la voz de alguien que gritaba: «Muy bien, Miles. Parece que ahora me toca a mí cazar un mapache. Espero que no tengas tanta suerte como tu abuelo.»

Akilina se agachó junto a Thorn, con el perro al lado.

Thorn hizo girar el pomo de la puerta y abrió ésta de golpe. El interior estaba en la oscuridad. Sólo se veían las brasas de la chimenea. Thorn entró en la casa y fue directamente a un armario, de uno de cuyos cajones extrajo una pistola.

– Vamos -dijo.

Akilina lo siguió a la cocina. La puerta al exterior estaba abierta de par en par. Observó que Alexis olfateaba el suelo. Al agacharse, vio un reguero de manchas oscuras procedente del salón.

El perro estaba concentrado en ellas.

Thorn se inclinó.

– Hay alguien herido -dijo en voz muy baja-. Alexis. Huele. Adelante.

El perro olisqueó intensamente una de las manchas. Luego levantó la cabeza, como para indicar que ya estaba listo.

– Busca -le dijo Thorn.

El perro salió a la carrera, por la puerta.

50

Lord oyó las palabras de Hayes y recordó la conversación que ambos habían tenido en el hotel Voljov nueve días antes.

Parecía haber pasado mucho más tiempo.

Su abuelo le había contado lo que sucedía cuando los blancos de clase baja descargaban su cólera en los negros. Al tío abuelo de un amigo suyo lo sacaron a rastras de su casa y lo colgaron, sólo porque alguien había sospechado de él en un caso de robo. Sin arresto legal, sin imputarle nada, sin juicio. Lord se preguntaba a veces cómo era posible tanto odio. Una cosa que su padre siempre había hecho era procurar que ni los blancos ni los negros olvidaran nunca el pasado. Había quien lo consideraba populismo. Otros pensaban que con ello no hacía más que reafirmar los prejuicios. Grover Lord solía decir que era un amistoso recordatorio del Hombre de Ahí Arriba, a través de su representante. Ahora era él, Lord, quien corría por los montes de Carolina, con un hombre siguiéndolo, dispuesto a impedir que viese la luz del nuevo día.

El paño de cocina que se había atado al hombro le servía de alguna ayuda, pero el continuo roce con ramas y arbustos le estaba haciendo daño. No tenía la menor idea de adonde iba. Según recordaba, Thorn había dicho que el vecino más próximo estaba a varios kilómetros. Con Hayes, Párpado Gacho y Orleg persiguiéndolo, no cabía suponer que tuviese muchas posibilidades. Seguía resonándole en la cabeza el disparo que Hayes había hecho antes de acercarse a él. Se le ocurrió dar media vuelta y acudir en busca de Akilina y Thorn, pero comprendió la futilidad de tal esfuerzo. Lo más probable era que ambos estuviesen muertos. Más le valía perderse en la noche, salvarse para contarle al mundo lo que sabía. Era lo menos que les debía a Semyon Pashenko y la Santa Agrupación, sobre todo a quienes habían perdido sus vidas en el empeño. Como Iosif y Vassily Maks.

Detuvo su avance. Cada vez que respiraba, era una corta entrada de aire que, luego, al exhalarla se evaporaba ante sus ojos. Tenía la garganta seca y no lograba orientarse. El sudor le cubría el rostro y el pecho. Le vinieron ganas de quitarse el jersey, pero no era pensable que su hombro pudiera tolerar semejante esfuerzo. Estaba mareado. La pérdida de sangre estaba empezando a afectarle, y la altitud tampoco contribuía a que se encontrase mejor.

Oyó ruidos a su espalda.

Apartó una rama abajera y se metió en una zona de espesos arbustos. El suelo iba endureciéndose bajo sus pies. Vio afloramientos de roca. La elevación estaba acentuándose, y tuvo que emprender una subida fuerte. El suelo pedregoso emitía crujidos al ser pisado, y el silencio los amplificaba.

Ahora tenía delante un vasto panorama.

Se detuvo al final de un precipicio que dominaba una negra garganta. Al fondo se oía un arroyo de curso rápido. Lord podía ir a la izquierda o a la derecha, y regresar al bosque, pero decidió sacar provecho de aquel sitio. Si lo encontraban, podía ser que el factor sorpresa le otorgase alguna ventaja. No podía seguir corriendo. No con tres hombres armados detrás. No quería que lo matasen como a una bestia. Les plantaría cara y lucharía. De modo que se encaramó a las rocas, hasta un saliente que dominaba el precipicio. El cielo abierto se extendía sin límites, eterno. Ahora, Lord poseía un punto de observación desde el que vería llegar a cualquiera que se acercase.

Tanteó en la oscuridad y encontró tres piedras de buen tamaño. Tensó los músculos de la mano derecha y se dio cuenta de que podría lanzarlas, pero no demasiado lejos. Sopesó las piedras y se dispuso a recibir al primero que llegase.


*

Hayes había rastreado muchos animales en su vida, y sabia cómo seguir unas huellas. Y Lord había recorrido el bosque sin preocuparse de las ramas rotas que iba dejando atrás. Había incluso huellas, en las zonas de terreno húmedo. A la brillante luz de la luna, el camino seguido por Lord era fácil de descifrar. Por no mencionar las manchas de sangre, que venían con predecible regularidad.

De pronto, las huellas desaparecieron.

Hayes se detuvo.

Su mirada se desplazó rápidamente a izquierda y derecha. Nada. Ni una sola rama que le indicase el camino a seguir. Examinó el follaje y tampoco encontró manchas de sangre. Extraño. Aprestó el arma para disparar, por si aquélla fuera la ocasión que Lord hubiese elegido para el enfrentamiento definitivo. Hayes estaba convencido de que el muy tonto acabaría optando por la pelea, en algún momento.

Bien podía haber elegido aquel lugar.

Avanzó un palmo. El instinto no le indicaba que lo estuviesen observando. Iba a cambiar de dirección cuando notó una mancha oscura en un helecho situado delante de él. Fue adelantando la posición, paso a paso, con la pistola por delante. El suelo pasó a ser de piedra y la vegetación quedó sustituida por afloramientos graníticos irregulares que se levantaban en torno a él, por todas partes, trazando mil sombras deformes. No le gustaba nada el cariz que tomaba la situación, pero prosiguió hacia delante.

Sus ojos buscaban pistas -acaso una huella de sangre en alguna roca-, pero resultaba difícil distinguir las manchas de las sombras. Redujo su marcha a un paso cada varios segundos, tratando de reducir al mínimo el crujido de las piedras bajo sus pies.

Se detuvo al borde del precipicio: agua en el fondo, árboles a izquierda y derecha. Más allá se expandía un vasto cielo que mil millones de estrellas tachonaban. No era el momento de entregarse a consideraciones estéticas. Se dio la vuelta y estaba a punto de entrar de nuevo en el bosque cuando oyó el silbido de algo que rasgaba el aire.


*

Akilina salió de la cocina en pos de Thorn. Vio la huella de una mano ensangrentada y pensó en Lord. El borzoi ya había desaparecido, pero un leve silbido de Thorn hizo que el animal regresara de entre los árboles.

– No se aventurará muy lejos. Sólo lo suficiente para encontrar el rastro -susurró Thorn.

El perro se sentó sobre los cuartos traseros, a sus pies, y Thorn lo acarició.

– Busca. Alexis. Adelante.

El animal se perdió entre, los árboles.

Thorn siguió en la misma dirección.

Akilina estaba muy preocupada por Lord. Era casi seguro que estuviese herido. La voz que antes había oído era la de Taylor Hayes. Lord, seguramente, pensaría que ella y Thorn estaban muertos, porque sus posibilidades de salir con vida frente a dos asesinos profesionales eran muy reducidas. Pero el borzoi había marcado la diferencia. Era un animal portentoso, dotado de una admirable lealtad. También había que tener en cuenta a Thorn. Por las venas de ese hombre corría sangre de reyes. Quizá fuera eso lo que le otorgaba tanta presencia de ánimo. Akilina había oído a su madre hablar de los tiempos imperiales. La gente veneraba al Zar por el vigor de su carácter y por su fuerza de voluntad, viendo en él la encarnación de Dios en la Tierra, y requiriendo su protección en los momentos de necesidad.

El Zar era Rusia.

Tal vez Michael Thorn comprendiera el alcance de su responsabilidad. Quizá se sintiera suficientemente relacionado con el pasado como para no amedrentarse ante lo que se le venía encima.

Así y todo, Akilina tenía miedo. Y no sólo por ella, sino también por Miles Lord.

Thorn se detuvo y lanzó un ligero silbido. Alexis apareció unos momentos después, jadeando fuertemente. Su dueño se puso de rodillas y lo miró a los ojos.

– Ya has encontrado la pista, ¿verdad?

A Akilina no le hubiera sorprendido que el animal contestara, pero el borzoi se limitó a sentarse sobre los cuartos traseros y recuperar el aliento.

– Busca. Adelante.

El perro salió corriendo.

Ellos dos le fueron detrás.

Un disparo restalló en la distancia.


*

Lord lanzó la piedra al aire, en parábola, en el preciso momento en que Hayes empezaba a darse la vuelta. Sintió que algo se le desgarraba en el hombro y, en seguida, un dolor terrible, que le bajaba por la espina dorsal. Había vuelto a abrírsele la herida.

Vio la piedra chocar en el pecho de Hayes y oyó el disparo. Saltó desde su posición, yendo a estrellarse contra su jefe. Ambos hombres cayeron al suelo. Lord seguía sintiendo un dolor electrizante en el hombro derecho.

Tuvo que ignorarlo. Su puño hizo impacto en el rostro de Hayes, pero éste, sirviéndose de muslos y piernas, logró alzar en el aire a Lord, que cayó de espaldas. Las duras piedras del suelo se le clavaron en la columna vertebral, haciendo más intenso su dolor.

Un instante después, tenía a Hayes encima.


*

Akilina echó a correr. Thorn también. Ambos en dirección al disparo. El terreno que pisaban fue haciéndose más duro. Había rocas por todas partes. Enfrente, a cierta distancia, Akilina oyó jadeos y el ruido que hacen dos cuerpos al debatirse.

Acabó el bosque.

Ante ellos, Taylor Hayes y Miles Lord combatían cuerpo a cuerpo.

Akilina se detuvo junto a Thorn. También el borzoi se detuvo a mirar a la pelea desde unos diez metros de distancia.

– Acaba con esto -le dijo Akilina a Thorn.

Pero el abogado no utilizó su arma.


*

Lord pudo ver que Hayes saltaba sobre sus pies y se disponía a lanzarse contra él. Sorprendentemente, aún le quedaron fuerzas para proyectar el puño izquierdo y cazar a Hayes en plena mandíbula. El golpe dejó atontado a su oponente, al menos por un segundo. Lord pensó que debía encontrar la pistola. Se le había caído de la mano a Hayes cuando la piedra hizo impacto en él.

Golpeó con la rodilla derecha, forzando a Hayes a que se irguiera. Luego recuperó el equilibrio y se plantó de rodillas. Estaba harto de esas pequeñas rocas que le laceraban el cuerpo. El hombro le sangraba abundantemente. No iba a echarse atrás precisamente ahora, sin embargo. Había que acabar con ese hijo de puta, ya mismo.

Buscó la pistola por el suelo oscuro, pero no pudo localizarla. Creyó ver dos formas más allá de las rocas, hacia los árboles, aunque le costaba trabajo enfocar. Serían Orleg y Párpado Gacho, seguramente, asistiendo divertidos a la pelea, con capacidad para decidir el ganador con un solo tiro.

Placó a Hayes por la cintura. Fueron a caer contra un saliente de granito y notó que algo cedía en su rival, quizá una costilla. Hayes lanzó un grito, pero logró hundir ambos pulgares en el cuello de Lord y retorcerlo, presionándole la tráquea. Lord trató con todas sus fuerzas de tomar aire y tan pronto como aflojó el placaje de Hayes éste le clavó la rodilla en el torso y a continuación empujó con fuerza, haciéndolo tambalearse hacia el precipicio.

Lord se preparó para la segunda carga, mientras Hayes saltaba hacia delante. Giró sobre sí mismo y lanzó el golpe con todas sus fuerzas, pero Hayes dio la impresión de haber previsto ese movimiento, y detuvo su avance.

Los pies de Lord sólo encontraron aire.


*

Akilina vio que Lord rodaba por el suelo tras haber fallado un golpe, pero que en seguida se plantaba sobre las rodillas y se volvía en dirección a Hayes.

Thorn se arrodilló frente al borzoi. Akilina hizo lo mismo. El animal emitía un profundo gruñido continuo, sin apartar los ojos de la confusa escena que tenía delante. Abrió y cerró las mandíbulas un par de veces, dejando ver los afilados colmillos.

– Está pensándoselo -dijo Thorn-. Ve cosas que nosotros no vemos.

– Usa la pistola -dijo ella.

Thorn la miró a los ojos.

– La profecía ha de cumplirse hasta el final.

– No digas tonterías. Pon fin a esto, ya.

El borzoi dio un paso adelante.

– Si no usas la pistola, usaré yo el rifle -dijo Akilina.

El abogado, con suavidad, le puso una mano en el brazo.

– Ten fe.

De su voz y su actitud emanaba algo difícil de explicar.

Akilina no dijo nada.

Thorn volvió a dirigirse al perro.

– Tranquilo. Alexis. Tranquilo.


*

Lord logró a duras penas levantarse y se apartó del borde del precipicio. Hayes hacía una pausa en su ataque, tratando, seguramente, de recuperar el aliento.

Lord miró a su jefe.

– Adelante, Miles -dijo Hayes-. Hay que acabar esto. Solos tú y yo. De ésta no puedes salir sin acabar conmigo.

Giraron sin perderse de vista, como los gatos. Lord se desplazaba hacia la derecha, en dirección a los árboles. Hayes, hacia la izquierda, en dirección al precipicio.

Luego, Lord la vio. La pistola. En el suelo de roca, a dos metros de él. Pero Hayes la localizó también y, de un salto, logró agarrarla por la culata, antes de que Lord pudiera reunir las fuerzas necesarias para intentarlo.

Un instante después el arma estaba montada y el dedo de Hayes en el gatillo. El cañón apuntaba directamente a Lord.


*

Akilina vio lanzarse hacia delante al borzoi. Thorn no le había dado ninguna orden. El animal se movió por decisión propia, sabiendo, de algún modo, que ése era el momento, y sabiendo también el sitio exacto donde debía golpear. Podía ser que el perro distinguiera los olores y que conociese bien el de Lord, por la sangre. Pero también podía ser que actuara bajo la influencia del espíritu de Rasputín. ¿Cómo saberlo? Hayes no vio al animal hasta el momento mismo en que entró en contacto con él: el peso del borzoi, a toda carrera, lo lanzó hacia atrás.

Lord aprovechó el momento y se proyectó hacia delante, empujando a Hayes y al perro hasta hacerlos caer por el precipicio. Un aullido rasgó el silencio de la noche, apagándose paulatinamente mientras ambos cuerpos se disolvían en la oscuridad. Un segundo después se oyó el impacto de la carne al chocar con la roca, acompañado de un gañido que le rompió el corazón a Lord. No se veía el fondo del abismo.

Pero tampoco hacía falta.

Se oyeron pasos acercándose.

Lord se dio la vuelta, temiendo encontrarse con Orleg y con Párpado Gacho, pero fue Akilina quien apareció, seguida de Thorn.

Akilina se abrazó a Lord con todas sus fuerzas.

– Cuidado -dijo él, por el dolor en el hombro.

Ella aflojó el abrazo.

Thorn se situó al borde del precipicio y miró hacia abajo.

– Pobre perro -dijo Lord.

– Le tenía muchísimo cariño -dijo Thorn, volviéndose hacia él-. Pero ya se acabó. La elección está hecha.

Y en aquel momento, bajo el resplandor de la luna creciente, dura la expresión y sin vacilación en la mirada, Lord vio al futuro Zar de Rusia.

51

Moscú

Domingo, 10 de abril

11:00


El interior de la Catedral de la Dormición resplandecía a la luz de cientos de velas y candelabros. Era una iluminación especial, adaptada a las necesidades de las cadenas de televisión que retransmitían la ceremonia en directo para el resto del mundo. Lord ocupaba un lugar de privilegio cerca del altar, con Akilina al lado. Por encima de ellos, cuatro hileras de iconos salpicados de joyas titilaban a la luz, como proclamando que todo estaba en orden.

Al frente de la catedral había dos tronos de consagración. Uno era el del segundo Zar Romanov, Alexis. Llevaba incrustados casi nueve mil diamantes, con rubíes y con perlas. Tenía trescientos cincuenta años de antigüedad y había sido una curiosidad de museo durante los cien últimos. Lo habían traído el día antes de la Armería del Kremlin. Y era Michael Thorn quien lo ocupaba ahora.

Junto a él estaba su esposa Margaret, en un trono de marfil traído a Rusia en 1472, para Sofía, la novia bizantina de Iván el Grande. Fue Iván quien proclamó Dos Romas han caído, pero la tercera prevalecerá, y la cuarta no será. Y, sin embargo, hoy, en una espléndida mañana de abril, la cuarta Roma estaba a punto de nacer. Lo secular y lo sagrado se unían en una sola entidad: el Zar.

Rusia, de nuevo, gobernada por los Romanov.

Lord pensaba de vez en cuando en Taylor Hayes. Aún ahora, transcurridos seis meses de la muerte de Hayes, el pleno alcance de la conspiración seguía sin conocerse. Se decía que el propio Patriarca de la Iglesia Ortodoxa Rusa, Adriano, había participado en ella. Pero él se había apresurado a negar toda colaboración en el asunto, y, por el momento, nadie había podido demostrar lo contrario. El único cómplice seguro era Maxim Zubarev, el hombre que torturó a Lord en San Francisco. Pero antes de que las autoridades pudieran someterlo a interrogatorio, su cuerpo apareció en una fosa poco profunda, en los alrededores de Moscú, con dos tiros en la cabeza. El gobierno sospechaba que la conspiración había sido muy extensa, hasta incluir a la mafiya, pero aún no había surgido ningún testigo que permitiera demostrar nada.

La amenaza que estas personas desconocidas representaban para la monarquía emergente era muy real, y Lord estaba bastante preocupado por Michael Thorn. Pero el abogado de Carolina del Norte había dado muestras de un coraje notable. Había fascinado al pueblo ruso con una sinceridad que a todos encantó, hasta el punto de que incluso llegaron a considerar positivo su origen norteamericano. Los líderes del mundo entero hallaron reconfortante que una potencia con capacidad nuclear fuese gobernada por alguien con perspectiva internacional. Pero Thorn había dejado muy claro que él era un Romanov -la sangre rusa corría por sus venas- y que iba a reafirmar el control de los Romanov sobre una nación que su familia había gobernado durante trescientos años.

Thorn había anunciado con anterioridad que nombraría un gabinete ministerial. Tras otorgar el cargo de asesor a Semyon Pashenko, encargó al jefe de la Santa Agrupación que formara gobierno. También habría una Duma por elección, con el suficiente poder como para garantizar que ningún monarca incurriese en el absolutismo. Se cumpliría la ley. Rusia tenía que entrar, aunque fuera por la fuerza, en el nuevo siglo. El aislacionismo se había hecho imposible.

Ahora, este hombre sencillo ocupaba el Trono de Diamantes, con su esposa al lado. Ambos daban la impresión de haberse hecho cargo de sus responsabilidades.

El templo estaba lleno de dignatarios de todo el mundo. Allí estaba Su Majestad Británica, con el Presidente de Estados Unidos y los Presidentes y Primeros Ministros de todas las principales naciones del mundo.

Había habido un fuerte debate sobre si el nuevo Zar debía designarse II o III. El hermano de Nicolás II se llamaba Mijaíl y, supuestamente, gobernó por un día, antes de abdicar. Pero la Comisión del Zar acalló todas las disputas al resolver que la renuncia al trono de Nicolás II sólo tenía validez para el propio Nicolás, no para su hijo Alexis. Tras su abdicación, el trono del Zar había pasado a Alexis, no a su hermano Mijaíl. Lo cual significaba que los únicos herederos legítimos del trono eran los descendientes directos de Nicolás. Michael Thorn, primer varón en la línea dinástica, sería llamado Mijaíl II.

Fue el amigo que Thorn tenía en la Oficina del Fiscal de Carolina del Norte quien hizo lo necesario para que al día siguiente de la muerte de Taylor Hayes acudiese a Génesis un enviado del Departamento de Estado. También fue convocado el embajador de Estados Unidos en Rusia, que se presentó inmediatamente ante la Comisión del Zar para revelar a sus miembros lo ocurrido a once mil kilómetros de distancia. La votación final fue objeto de aplazamiento, para dar tiempo a que el heredero compareciese ante la comisión, lo cual ocurrió tres días después, con gran aparato y acaparando la atención del mundo entero.

Las pruebas de ADN confirmaron que Michael Thorn era descendiente directo de Nicolás y Alejandra. Su estructura genética mitocondrial concordaba exactamente con la de Nicolás, incluidas las mismas mutaciones que los científicos detectaron al identificar los huesos del Zar en 1994. La probabilidad de error era menor de una milésima de uno por ciento.

Una vez más, Rasputín había acertado: Dios proveerá el modo de asegurarnos la justicia.

Rasputín también había acertado en otra predicción: Doce deben morir para que la resurrección sea completa. Los cuatro primeros en Moscú, incluyendo a Artemy Bely; luego el guardia de la Plaza Roja, el colega de Pashenko de la Santa Agrupación y Iosif y Vassily Maks; y, por último, Feliks Orleg, Párpado Gacho y Taylor Hayes. Una procesión de once cadáveres, de Rusia a Estados Unidos.

Pero faltaba uno en la lista de bajas para alcanzar los doce.

Alexis, un borzoi de seis anos.

Lo enterraron en el cementerio, a sólo unos pasos de su tocayo imperial. Thorn consideró que el perro se había ganado el derecho a descansar eternamente con los Romanov.

Lord fijó su atención en el altar cuando Thorn se alzó del trono. Todos los demás asistentes estaban ya en pie. Thorn llevaba una túnica de seda que le habían colocado en los hombros dos horas antes, en el primer acto de la ceremonia de coronación. Ajustó los pliegues y se puso de rodillas, lentamente, mientras todos los demás seguían en pie.

El Patriarca Adriano se acercó a él.

En el silencio que siguió, Thorn rezaba.

Adriano, luego, le ungió la frente con el santo óleo y pronunció un juramento. En una edificación levantada por los Romanov, protegida por los Romanov y, en última instancia, perdida por los Romanov, un nuevo Romanov recogía el manto del poder, usurpado por la muerte y la ambición.

El patriarca, lentamente, colocó una corona de oro en la cabeza de Thorn. Tras un momento de plegaria, el nuevo Zar se puso en pie y se acercó a su mujer, que también llevaba una hermosa túnica de seda y que se postró de rodillas ante él. Thorn le colocó la misma corona y a continuación volvió a colocársela él. Luego acompañó a su esposa hasta su trono de marfil, la ayudó a sentarse y tomó asiento junto a ella.

Los dignatarios rusos, en ininterrumpida procesión, se acercaron a jurar su lealtad al nuevo Zar: generales, ministros del gobierno, los dos hijos de Thorn, muchos sobrevivientes de la familia Romanov, incluido Stefan Baklanov.

El aspirante al trono se había librado del escándalo negando toda implicación suya y desafiando al mundo entero a demostrar lo contrario. Afirmó solemnemente no conocer la existencia de conspiración alguna y proclamó que habría sido un buen gobernante, si lo hubiesen elegido. A Lord le pareció inteligente su actitud. ¿Quién iba a dar el primer paso para acusar a Baklanov de traición? Sólo sus cómplices, que jamás abrirían la boca. El pueblo ruso valoró positivamente su franqueza, y Baklanov no perdió popularidad. Lord sabía muy bien que el aspirante había participado a fondo en la conspiración, se lo había dicho Maxim Zubarev, con estas palabras: un títere consentidor. Se planteó la posibilidad de ir contra Baklanov, pero Thorn vetó la idea. Bastantes disensiones se habían producido ya. Dejémoslo estar. Lord, al final, estuvo de acuerdo. Pero no podía dejar de preguntarse si no se habrían equivocado.

Miró a Akilina. Seguía la ceremonia con los ojos húmedos. Lord la asió de la mano, con ternura. Estaba radiante, con su vestido azul perla bordado en oro. El propio Thorn se había ocupado de que llevara este ornamento, y ella le había agradecido el detalle.

Se miraron. Ella también le apretó la mano, con la misma suavidad. Lord vio el afecto y la admiración reflejados en los ojos de una mujer de quien quizá se había enamorado. Ninguno de los dos estaba seguro de lo que sucedería luego. Lord no había abandonado Rusia porque Thorn quería tenerlos cerca a Akilina y a él. De hecho, Lord había sido invitado a quedarse en calidad de asesor personal. Era norteamericano, pero llevaba puesto el sello del pasado. Era el Cuervo. Era quien había contribuido a la resurrección de la sangre de los Romanov. Teniendo en cuenta esa circunstancia, su presencia en un escenario que no podía ser sino radicalmente ruso tenía justificación.

Pero Lord no estaba decidido a permanecer en Rusia. Pridgen & Woodworth le había propuesto un ascenso: Director de la División Internacional, en sustitución de Taylor Hayes. Con ello daría un buen salto en el escalafón, adelantándose a otros más antiguos que él, pero se había ganado con creces el privilegio y, además, su nombre era conocido en el mundo entero. Estaba pensándose la oferta, pero era Akilina quien lo detenía. No tenía el menor interés en dejarla atrás, y ella había manifestado un fuerte deseo de quedarse con Thorn y trabajar con él.

Concluida la ceremonia, los monarcas recién coronados salieron de la catedral, llevando -como Nicolás y Alejandra en 1896- sendos mantos de brocado con el águila bicéfala de los Romanov bordada.

Lord y Akilina fueron tras ellos y salieron a la fresca mañana.

Las cúpulas de oro de las cuatro iglesias circundantes resplandecían al sol. Había una fila de coches esperando al Zar y la Zarina, pero Thorn no los aceptó. Se recogió el manto y la túnica y condujo a su esposa, sobre el empedrado, hacía la muralla nororiental del Kremlin. Lord y Akilina, que los seguían, observaron la expresión que vibraba en el rostro de Thorn. También Lord respiró el aire fresco y se sintió rejuvenecer, junto a un país que rejuvenecía entero. El Kremlin volvía a ser la fortaleza del Zar, la ciudadela del pueblo, como Thorn había dado en llamarla.

Al pie de la muralla nororiental, una escalera de veinte metros llevaba a las fortificaciones. El Zar y la Zarina la subieron lentamente, y tras ellos fueron Lord y Akilina. Al otro lado de la muralla estaba la Plaza Roja. Simples adoquines cubrían ahora el lugar en que antes se alzaron la tumba de Lenin y las Tribunas de Honor. Thorn había ordenado que derribasen el mausoleo. Los inmensos abetos plateados seguían en su sitio, pero no así las tumbas soviéticas. Sverdlov, Brezhnev, Kalinin, fueron exhumados y vueltos a enterrar en algún otro sitio. El único a quien se permitió quedarse fue Yuri Gagarin. El primer hombre del espacio merecía un lugar de privilegio. Otros seguirían. Gente buena y honrada, gente cuyas vidas fueran dignas de aquel honor.

Lord vio a Thorn y su esposa acercarse a otra plataforma, justo debajo de las almenas, suficientemente alta como para situarlos a ambos por encima del muro. Thorn se alisó la vestimenta y dio media vuelta.

– Mi padre me habló de este momento. Me explicó cómo me sentiría. Espero estar a la altura.

– Lo estás -dijo Lord.

Akilina se acercó y le dio un abrazo a Thorn. Él devolvió el gesto.

– Gracias, cariño. En los viejos tiempos, a continuación serías ejecutada. ¡Mira que tocar así al Zar, en público!

Una sonrisa se instaló en su rostro. Dirigiéndose a su esposa, le preguntó:

– ¿Estás preparada?

Ella asintió, pero Lord no dejó de percibir el recelo en los ojos de aquella mujer. ¿Cómo echárselo en cara? Una felonía cometida hacía muchísimos años iba a ser reparada, haciendo las paces con la Historia. Lord también había decidido hacer las paces con su propia conciencia. Al volver a casa, iría a ver la tumba de su padre. Había llegado el momento de decirle adiós a Grover Lord. Akilina tenía razón cuando le dijo que el legado de su padre era mayor de lo que él percibía. Grover Lord había hecho de él el hombre que ahora era. No por su ejemplo, sino por sus errores. Pero su madre había querido enormemente a aquel hombre, y siempre lo querría. Podía ser que hubiera llegado el momento de cesar en su odio.

Thorn y su esposa subieron a la plataforma de madera utilizando una corta escalinata.

Lord y Akilina se situaron en un hueco entre almena y almena.

Ante la muralla del Kremlin, hasta donde alcanzaba la vista, se extendía la multitud. Las agencias de prensa acababan de calcular su número en dos millones. Habían ido llegando a Moscú durante los días previos. En tiempos de Nicolás, una coronación se habría celebrado con fiestas y bailes. Thorn no quiso nada de eso. Su país, arruinado, no podía permitirse tales lujos. Había ordenado que se levantase aquella plataforma y que se hiciera saber que a las doce en punto se mostraría en ella. Lord tomó nota de la puntualidad del Zar: en ese mismo momento, el reloj de la torre empezó a dar las doce.

Los altavoces distribuidos por toda la Plaza Roja hacían llegar a todos unas palabras que, seguramente, resonarían en el país entero. También Lord fue presa del entusiasmo. Lo emocionó aquella proclama que, durante siglos, había sido el grito al que se congregaban todos los rusos en busca de caudillo. Cuatro sencillas palabras que brotaban una y otra vez de los altavoces. También él se puso a gritarlas, con los ojos húmedos por lo que querían decir.

Larga vida al Zar.

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