Moscú, Época Actual
Martes, 12 de octubre
13:24
En quince segundos, la vida de Miles Lord cambió para siempre.
Primero vio el automóvil. Una ranchera Volvo azul oscuro, de un color tan profundo que parecía negro a la resplandeciente luz del mediodía. Luego se fijó en los neumáticos delanteros abriéndose camino en línea recta por entre el tráfico, en la muy transitada Nikolskaya Prospekt. Luego, la ventanilla trasera, reflectante como un espejo, descendió, y el distorsionado reflejo de los edificios circundantes quedó reemplazado por un rectángulo que el cañón de un arma perforaba.
Explotaron las balas en la pistola.
Se lanzó al suelo. Se alzaron alaridos a su alrededor mientras caía de bruces en la acera grasienta. La calle estaba llena de compradores vespertinos, turistas y trabajadores, todos ellos poniéndose a cubierto, ahora, mientras el plomo dibujaba su huella en la gastada piedra de aquellos edificios de la era estalinista.
Se dio la vuelta en el suelo y buscó con la mirada a Artemy Bely, su compañero de almuerzo. Había conocido al ruso dos días antes, tomándolo por un abogado joven y amigable, al servicio del Ministerio de Justicia. Entre compañeros, habían cenado juntos la noche anterior y habían desayunado juntos aquella misma mañana, hablando de la nueva Rusia y de los grandes cambios que se aproximaban, maravillados, uno y otro, de estar participando en la Historia. Abrió la boca para gritar, pero antes de que pudiera emitir sonido entró en erupción el pecho de Bely: su sangre y sus vísceras salpicaron el escaparate que tenía detrás.
El fuego automático llegó con un ra-ta-ta-ta constante que le recordó las antiguas películas de gángsters. El cristal del escaparate se vino abajo y cayó en añicos irregulares sobre la acera. Hecho un ovillo, el cuerpo de Bely quedó encima del suyo. De sus heridas abiertas se desprendía un olor a azufre. Se desembarazó del exánime ruso, disgustándose al comprobar que una marea roja había inundado su traje y goteaba de sus manos. Apenas si conocía a Bely. ¿No sería seropositivo?
El Volvo frenó, haciendo chirriar las ruedas. Lord miró a la izquierda.
Se abrieron las puertas del coche y salieron dos hombres, ambos con armas automáticas en la mano. Llevaban el uniforme azul y gris, con las solapas rojas, de la militsya, la policía. Ninguno de los dos, sin embargo, llevaba puesta la gorra reglamentaria, gris con visera roja. El individuo del asiento delantero tenía la frente muy inclinada, el pelo en pequeños rizos apretados y la nariz abultada de un hombre de Cromañón. El que se bajó de la parte trasera era bajo y fornido, con marcas en la cara y el pelo peinado hacia atrás. A Lord le llamó la atención su ojo derecho. La distancia entre la pupila y la ceja era muy amplia, dando lugar a una notable caída del párpado: era como si llevase un ojo cerrado y el otro abierto, y el detalle ponía una nota de emoción en un rostro, por lo demás, totalmente inexpresivo.
Párpado Gacho le dijo a Cromañón, en ruso:
– El puñetero chornye ha sobrevivido.
¿Había oído bien?
Chornye.
El equivalente ruso de negro asqueroso.
Desde su llegada a Moscú, ocho semanas atrás, no había visto más cara negra que la suya, de modo que se hizo a la idea de que estaba en apuros. Recordó algo que había leído en un libro ruso de viajes, hacía unos meses. Cualquiera que tenga la piel oscura debe dar por sentado que despertará cierto grado de curiosidad. Qué corta se quedaba la frase.
Cromañón recibió el comentario diciendo que si con la cabeza. Ambos hombres se hallaban a unos treinta metros, y Lord no pensaba esperarlos para averiguar qué querían. Se puso en pie y corrió en dirección opuesta. Un rápido vistazo por encima del hombro le permitió ver que ambos individuos se agachaban para adoptar la posición de tiro. Tenía por delante un cruce de calles, y salvó de un brinco la distancia que le faltaba, justo cuando detrás de él empezaban a sonar los disparos.
Las balas desportillaron la piedra, lanzando nubes de polvo al aire helado.
Otras personas se echaron al suelo para ponerse a salvo.
Se bajó de la acera y se encontró frente a un tolkuchki -mercado callejero- que se extendía por aquella calle hasta más allá de donde le alcanzaba la vista.
– ¡Pistoleros! ¡Corran! -vociferó en ruso.
Una bobushka que vendía muñecas lo comprendió inmediatamente y buscó refugio en el portal contiguo, anudándose un pañuelo en torno al curtido rostro. Media docena de niños, vendedores de periódicos y Pepsi-Cola, se metieron corriendo en una tienda de ultramarinos. Los vendedores abandonaron sus puestos y se dispersaron como cucarachas. La aparición de la mafiya no era insólita. Lord sabía que más de cien bandas operaban por todo Moscú. Los tiros, las puñaladas, los bombazos, se habían hecho tan normales y corrientes como un atasco de tráfico, eran un riesgo inherente al hecho de trabajar en la calle.
Se lanzó directamente a la abarrotada prospekt, pasando a centímetros de los coches, que empezaban a detenerse ante la alarma general. Bramó una bocina y un taxi frenó a muy corta distancia de Lord, que hubo de apoyar ambas ensangrentadas manos en el capó, con fuerza. El conductor seguía tocando la bocina. Lord miró hacia atrás y vio que los dos hombres doblaban la esquina. La gente se apartó, lo cual facilitaba la puntería. Se lanzó detrás del taxi, mientras las balas arrasaban la franja escaqueada del lado del conductor.
La bocina dejó de sonar.
Lord se puso en pie y vio la cara del taxista, llena de sangre, aplastada contra la ventanilla de la derecha, con un párpado levantado, el cristal manchado de color carmesí. Los individuos aquellos estaban ya a cincuenta metros, en la acera de enfrente de la congestionada prospekt. Lord observó los escaparates de ambos lados de la calzada y vio que había un salón de modas masculino, una boutique de ropa para niños, y varias tiendas de antigüedades. Tras su búsqueda de un sitio en que desaparecer, eligió el McDonald’s. Por alguna razón, los arcos dorados le transmitían seguridad.
Corrió por la acera y empujó las puertas de cristal. Varios cientos de personas se amontonaban en mesas altas y cabinas. Lord se puso en la cola. Recordó que este restaurante fue tenido, en cierto momento, por el más frecuentado del mundo.
Tenía la respiración acelerada, y un olor a hamburguesa, patatas fritas y tabaco se le metía en los pulmones con cada bocanada. Seguía con la ropa y las manos manchadas de sangre. Varias mujeres pensaron que estaba herido y rompieron a gritar. El pánico se adueñó de la joven concurrencia, y se produjo una enloquecida avalancha hacia la salida. Lord metió el hombro para incorporarse a la turbamulta, y en seguida se dio cuenta de que acababa de cometer un error. Se abrió paso por el comedor, hacia las escaleras de bajada a los servicios. Logró escabullirse de la multitud presa del pánico y bajó las escaleras de tres en tres peldaños: su mano derecha, la ensangrentada, se fue deslizando por el resbaladizo pasamanos de hierro.
– Atrás. Aléjense. Atrás -ordenaban, en ruso, profundas voces de bajo.
Ruido de disparos.
Más griterío, pasos precipitados.
Al llegar al final de la escalera se encontró ante tres puertas cerradas. Una llevaba al servicio de señoras, otra al de hombres. Abrió la tercera. Quedó ante sus ojos un amplio almacén con las paredes cubiertas de azulejos blancos, resplandecientes, similares a los que había en el resto del local. En un rincón se encontraban tres personas, apiñadas en torno a una mesa, fumando. Le llamaron la atención sus camisetas blancas: el rostro de Lenin sobre los arcos dorados de McDonald’s. Sus miradas tropezaron.
– Pistoleros. Quítense de en medio -les dijo Lord, en ruso.
Sin decir palabra, los tres se apartaron de la mesa y echaron a correr hacia el fondo de la muy iluminada habitación. El que llevaba la delantera abrió de golpe una puerta, y todos ellos desaparecieron en el exterior. Lord se detuvo un instante a cerrar la puerta por la que había entrado y echar el cerrojo por dentro; luego, fue en pos de los huidos.
Se encontró de pronto a la fría intemperie de la tarde, en un callejón situado a espaldas del edificio de muchas plantas que albergaba el local. No le habría sorprendido mucho encontrarse, allí instalados, unos cuantos gitanos, o veteranos de guerra, con sus medallas puestas. No había rincón oculto ni escondrijo de Moscú que no sirviera de refugio a algún grupo social en situación de desamparo.
Los edificios del entorno -hechos de piedra groseramente tallada estaban todos sucios, ennegrecidos por décadas de escapes automovilísticos incontrolados. Lord se preguntaba a menudo cuál sería su efecto en los pulmones. Intentó situarse. Se encontraba unos cien metros al norte de la Plaza Roja. ¿Dónde estaba la estación de metro más cercana? Podría ser su mejor medio de fuga. En las estaciones siempre había policías. Pero es que eran precisamente policías quienes le iban detrás. ¿O no lo eran? En algún sitio había leído que la mafiya utilizaba con cierta frecuencia algún uniforme de las fuerzas de seguridad. Durante la mayor parte del tiempo las calles estaban atestadas de policías -demasiados-, todos ellos con porras y con armas automáticas. Pero hoy no había visto ninguno.
Del interior del edificio le llegó un ruido sordo.
Giró la cabeza en todas direcciones.
Estaban forzando la puerta del otro extremo del almacén, la que daba a los cuartos de baño. Echó a correr en dirección a la calle principal, justo cuando empezaron a oírse tiros en el interior.
Al llegar a la acera torció a la derecha, a toda la velocidad que le permitía el traje. Se llevó la mano al cuello de la camisa, se lo desabrochó y se aflojó la corbata. Ahora, al menos, podía respirar. Solo faltaban unos instantes para que sus perseguidores doblasen la esquina. Viró rápidamente a la derecha y saltó por encima de una cerca de tela metálica que le llegaba a la cadera y que rodeaba uno e los innumerables aparcamientos que salpican el anillo interior de Moscú.
Pasó al trote corto y proyectó la mirada a izquierda y derecha. El aparcamiento estaba lleno de Ladas, Chaikas y Volgas. Algún que otro Ford. Varios automóviles de fabricación alemana. Casi todos ellos llenos de porquería y de golpes, por mala conducción propia y ajena. Miró atrás. Los dos hombres habían surgido de detrás de la esquina, a unos doscientos metros, y ahora se acercaban a él a toda prisa.
Corrió sobre la hierba del aparcamiento, hacia el centro. A su derecha, las balas rebotaban en los automóviles. Se metió a toda prisa detrás de un Mitsubishi de color oscuro y se asomó a mirar por la parte del parachoques trasero. Los dos hombres estaban situados al otro lado de la cerca. Cromañón con la pistola al frente, quieto; Párpado Gancho corriendo aún hacia la cerca.
Oyó el acelerón de un motor de coche.
Salía humo por el tubo de escape. Encendidas las luces de freno.
Era un Lada color crema que estaba aparcado en el lado opuesto del carril central. Salió rápidamente de su espacio. Lord vio miedo en el rostro del conductor. Seguramente había oído los disparos y había decidido largarse cuanto antes. Párpado Gacho saltó la valla.
Lord salió corriendo de su escondite y saltó sobre el capó del Lada, agarrándose con ambas manos a los limpiaparabrisas. Menos mal que aquel automóvil los tenía. Muchos conductores los guardaban en la guantera cuando dejaban el coche aparcado, para que no se los robasen. El conductor del Lada lo miró con sorpresa, pero siguió llevando el coche hacia el bullicioso bulevar. Por la ventanilla trasera, Lord vio que Párpado Gacho estaba a unos cincuenta metros, agachándose para disparar, mientras Cromañón franqueaba la valla. Recordando lo ocurrido al taxista, pensó que no era justo meter al conductor del Lada en el lío. En cuanto llegaron a la avenida de seis carriles, se dejó caer rodando del capó a la acera. Las balas llegaron un segundo después.
El Lada giró violentamente a la izquierda y aceleró su huida. Lord siguió rodando hasta llegar a la calzada, en la esperanza de que una ligera depresión que había junto a la acera bastase para ocultarle el ángulo de tiro a Párpado Gacho.
Las balas se clavaban en el cemento y la tierra.
Se disperso una pequeña multitud de gente que esperaba el autobús.
Miró hacia la izquierda. Había, a unos quince metros, un autobús que se le acercaba. Ruido de frenos. Chirrido de neumáticos. La pestilencia de las emanaciones sulfurosas era casi asfixiante. Lord se dio media vuelta para meterse más en la calzada, mientras el autobús se detenía con otro chirrido. El vehículo se interponía ahora entre los pistoleros y él. Gracias a Dios, no venía ningún coche por el carril más exterior de la avenida.
Se puso en pie y emprendió a todo correr el cruce de los seis carriles de la avenida. El tráfico procedía todo de la misma dirección, del norte. Mientras iba dejando atrás los carriles, procuraba mantener una posición perpendicular al autobús. A medio camino tuvo que detenerse para dejar pasar una fila de coches. En pocos instantes, los pistoleros contornearían el autobús. Aprovechó un hueco del tráfico y terminó de cruzar los dos últimos carriles, saltó el bordillo y se plantó en la acera.
Enfrente vio una obra con mucha actividad. Las vigas desnudas, hasta una altura de cuatro pisos, se recortaban contra un cielo que iba encapotándose rápidamente. Lord no había visto aún ni un solo policía, quitados los dos que lo perseguían. Al rumor del tráfico se imponía el rugido de las grúas y las hormigoneras. Aquí no era como en Atlanta, donde Lord vivía; aquí no había ninguna clase de valla que delimitase la zona de peligro.
Entró a trote ligero en el solar y echó la vista atrás: los dos pistoleros emprendían en aquel momento su propia bisección del congestionado bulevar, esquivando coches, levantando bocinazos de protesta. Los obreros se afanaban en sus tareas, prestándole poca atención a Lord, a quien le habría gustado saber cuántos negros con la ropa llena de sangre entraban corriendo en el tajo todos los días. Pero todo ello era parte del nuevo Moscú. Lo más seguro era no meterse en nada.
Detrás, los dos pistoleros alcanzaron la acera. Ya estaban a menos de cincuenta metros.
Frente a él, una hormigonera revolvía mortero gris en su barril de acero, mientras un obrero con casco controlaba la marcha de la operación. El barril estaba sobre una gruesa plataforma de madera encadenada a un cable procedente de cuatro pisos más arriba, de una grúa de techo. El obrero que cuidaba de la mezcla dio un paso atrás y todo el conjunto empezó a separarse del suelo.
Lord decidió que ir hacia arriba era una opción tan buena como cualquier otra y corrió en dirección a la plataforma ascendente, dio un salto hacia delante y se aferró al borde inferior. El cemento cuajado que había en la superficie de la plataforma dificultaba el agarre, pero le bastó con pensar en Párpado Gacho y su compinche para no permitir que se le soltaran los dedos.
Mientras la plataforma seguía elevándose, Lord logró auparse a ella.
El movimiento provocó un balanceo, en tanto que el peso añadido hacía rechinar las cadenas de sujeción, pero consiguió situarse, pegando el cuerpo contra el barril. El peso añadido y el movimiento hicieron que el conjunto se inclinara hacia él, y le cayó cemento encima.
Miró a un lado, hacia abajo.
Los dos pistoleros lo habían visto saltar. Estaba a unos quince metros de altura, y seguía subiendo. Los individuos aquellos dejaron de correr y apuntaron sus armas. Lord tanteó la madera con incrustaciones de cemento que tenía bajo los pies y miró el barril de acero.
No había elección.
Se introdujo rápidamente en el barril, haciendo que el mortero rebosara por los bordes. Se encontró envuelto en lodo frío, que le hizo sentir un estremecimiento más en el ya agitado cuerpo.
Empezaron los disparos.
Las balas atravesaban el suelo de madera y hacían impacto en el barril. Se agachó más en el cemento y oyó el rebote del plomo en el acero.
De pronto, sirenas.
Acercándose.
Cesaron los disparos.
Sacó la cabeza del barril para inspeccionar el bulevar: tres coches de policía venían a toda velocidad en dirección sur, hacia donde él estaba. Aparentemente, los pistoleros también habían oído las sirenas y se retiraban a toda prisa. A continuación, Lord vio aparecer desde el norte, reduciendo la velocidad, el Volvo azul oscuro con el que todo había empezado. Los dos pistoleros recularon hacia el coche, no sin enviarle a Lord unos cuantos balazos de despedida.
Los estuvo observando hasta que se metieron en el coche y éste salió disparado.
Hasta aquel momento no se alzó sobre las rodillas y exhaló un suspiro de alivio.
Lord se apeó del coche de policía. Estaba de nuevo en la Nikolskaya Prospekt, donde empezaron los tiros. Antes, todavía en la obra, lo bajaron al suelo y le limpiaron el mortero y la sangre con una manguera. Había perdido la chaqueta del traje, así como la corbata. La camisa blanca y los pantalones oscuros estaban chorreando y con manchas grises. En aquella tarde helada, le producían la impresión de una compresa fría. Lo envolvieron en una manta churretosa que trajo un obrero y que apestaba a caballo. Estaba tranquilo. Sorprendente, dadas las circunstancias.
La prospekt estaba llena de coches patrulla y ambulancias, con luces destellantes y una multitud de policías de uniforme por todas partes. El tráfico estaba detenido. La policía había cerrado un tramo de la avenida, hasta el McDonald’s.
Lord fue conducido a presencia de un hombre de baja estatura, muy ancho de cuello y pecho, con unas patillas rojizas, poco pobladas, que le brotaban de los mofletes. Tenía la nariz rota, como por alguna fractura mal curada, y poseía la tez de color blanco cetrino tan común entre los rusos. Bajo el abrigo negro llevaba un traje gris, de corte ancho, y una camisa oscura. Llevaba unos zapatos sucios y raídos.
– Soy el inspector Orleg. De la militsya.
Le tendió la mano. Lord observó que tenía manchas de hígado en la muñeca y el antebrazo.
– ¿Tú aquí cuando tiros?
El inspector hablaba inglés con un acento ruso muy fuerte, y Lord se planteó la posibilidad de contestarle en ruso. Ello facilitaría considerablemente la comunicación, desde luego. Casi todos los rusos daban por supuesto que los norteamericanos eran demasiado arrogantes o demasiado perezosos para aprender su lengua. Sobre todo, los negros norteamericanos, que, según había descubierto Lord, les parecían auténticas rarezas de circo. Había visitado Moscú más de diez veces en el último decenio y había aprendido a guardar para sí mismo sus talentos lingüísticos, con lo cual se le brindaba el beneficio añadido de entender los comentarios que hacían entre sí los abogados y los hombres de negocios, convencidos de que la barrera lingüística los protegía. En ese preciso momento, todo el mundo le resultaba sospechoso. Sus anteriores contactos con la policía no habían ido más allá de alguna discusión por cuestiones de aparcamiento y un incidente en que se vio obligado a pagar cincuenta dólares para evitar una multa de tráfico falsamente motivada. No era nada raro que la policía de Moscú abusase de los extranjeros. ¿Qué puede usted esperar de una persona que gana cien rublos al mes?, le preguntó el agente, mientras se metía los cincuenta dólares en el bolsillo.
– Quienes disparaban eran policías -dijo, en inglés.
El ruso negó con la cabeza.
– Iban disfrazados de policías. La militsya no va por ahí pegándole tiros a nadie.
– Estos sí.
Miró los ensangrentados restos de Artemy Bely, que el policía tenía a su espalda. El joven ruso estaba tendido boca arriba en la acera, con los ojos abiertos y cintas de color marrón rojizo saliéndole por los orificios del pecho.
– ¿Cuántos heridos ha habido?
– Pyát.
– ¿Cinco? ¿Y muertos?
– Chetýre.
– No parece usted nada preocupado. Cuatro muertos a la luz del día y en plena calle.
Orleg se encogió de hombros:
– No puede hacerse gran cosa. El Techo es difícil de controlar.
El Techo era lo que generalmente se decía para referirse a la mafiya que infestaba tanto Moscú como la mayor parte de Rusia occidental. No había llegado a enterarse del origen del término. Puede que fuese porque así era como se pagaban las deudas -por el techo-, o quizá fuese una especie de metáfora: el techo, el pináculo de la vida rusa. Los mejores coches, las mayores dachas, la mejor ropa, eran propiedad de los mafiosos. No hacían el menor esfuerzo por ocultar su riqueza. Al contrario: la mafiya tenía propensión a presumir de su prosperidad ante el gobierno y la gente. Era una clase social aparte, surgida con una asombrosa rapidez. Los contactos que Lord tenía en el mundo de los negocios consideraban que pagar por protección no era sino una faceta más de los gastos generales, tan indispensables para la supervivencia como la buena fuerza laboral y la gestión correcta del inventario. Más de un amigo ruso le había dicho que cuando se presentaban los caballeros vestidos de Armani, diciendo Bog zaveshchaet delit’sia -Dios nos enseña a compartir nuestras riquezas-, había que tomárselos muy en serio.
– Lo que me interesa -dijo Orleg- es por qué esos hombres lo perseguían a usted.
Lord señaló a Bely:
– ¿Por qué no lo cubren?
– No creo que a él le moleste.
– A mí sí. Lo conocía.
– ¿De qué?
Localizó su cartera. La placa plastificada de seguridad que le habían dado hacía unas semanas había sobrevivido al baño de cemento. Se la tendió a Orleg.
– ¿Es usted miembro de la Comisión del Zar?
La pregunta llevaba implícita otra: ¿cómo era posible que un norteamericano estuviese envuelto en algo tan ruso? Cada vez le gustaba menos el inspector. Burlarse un poco de él le pareció el mejor modo de evidenciárselo.
– Yo miembro Comisión Zar.
– ¿Actividad?
– Eso confidencial.
– Puede ser importante en este caso.
Su sarcástica intención pasaba inadvertida.
– Arréglelo con la comisión.
Orleg señaló al cadáver:
– ¿Y éste?
Lord le explicó que Artemy Bely era un abogado del Ministerio de Justicia asignado a la comisión, y que le había facilitado el acceso a los archivos soviéticos. En lo personal, era muy poco más lo que sabía: Bely no estaba casado, vivía en un piso comunitario del norte de Moscú y le habría encantado visitar Atlanta alguna vez. Se acercó más y puso la mirada en el cadáver. Hacía mucho tiempo que no veía un cuerpo deformado de ese modo. Pero había visto cosas peores en Afganistán, durante los seis meses de trabajo compensatorio que acabaron convirtiéndose en un año. Estuvo allí como abogado, no en desempeños militares, y lo enviaron por sus conocimientos de lenguas: enlace político agregado a un contingente del Departamento de Estado, con la misión de contribuir a la transición gubernamental tras la expulsión de los talibanes. Su bufete consideró que era importante tener a alguien in situ. Bueno para su imagen. Bueno para su futuro. Pero resultó que le vinieron ganas de hacer algo más que trasladar papeles de un sitio a otro. De modo que ayudó a enterrar a los muertos. Los afganos habían sufrido muchísimas bajas. Más de las que la prensa recogió nunca. Aún recordaba aquel sol abrasador y aquel viento brutal, que contribuían, cada uno por su lado, a acelerar la descomposición de los cadáveres y a hacer aún más difícil su macabra tarea. Sencillamente dicho, la muerte no era plato de gusto. En ningún sitio.
– Balas explosivas -decía Orleg, a su espalda-. Entran pequeñas y salen grandes. Y se llevan por delante todo lo que pillan.
No había piedad alguna en la voz del inspector.
Lord devolvió la mirada inexpresiva de aquellos ojos legañosos. Orleg olía un poco a alcohol y menta. A Lord no le había sentado bien la frívola respuesta a su solicitud de que cubrieran el cadáver. Se quitó la manta que tenía encima y se inclinó para tenderla sobre Bely.
– Nosotros cubrimos a nuestros muertos -le dijo a Orleg.
– Aquí hay demasiados como para ocuparse de ellos.
Era la auténtica efigie del cinismo lo que estaba viendo. Seguramente, aquel policía había visto muchas cosas. Había visto cómo su gobierno iba perdiendo el control, poco a poco; había trabajado, como tantos rusos, a cambio de la mera promesa de cobrar algún día, por el sistema de trueque, o en dólares del mercado negro. Noventa y tantos años de comunismo habían dejado su huella. Bespridel, lo llamaban los rusos. Anarquía. Más indeleble que un tatuaje. Echando abajo un país hasta arruinarlo.
– El Ministerio de Justicia es un objetivo frecuente -dijo Orleg-. Se meten en las cosas sin preocuparse del riesgo. Se les ha advertido -se acercó al cadáver-. No es el primer abogado que pierde la vida, ni será el último.
Lord no dijo nada.
– A lo mejor nuestro nuevo Zar lo resuelve todo -dijo Orleg, en tono de duda.
Lord permaneció frente al inspector: los cuerpos muy cerca, los pies en paralelo.
– Cualquier cosa será mejor que esto.
Orleg lo miró con intención, pero Lord no supo si estaba o no estaba de acuerdo con él.
– Aún no ha contestado usted a ninguna de mis preguntas. ¿Por qué lo perseguían?
Volvió a oír lo que dijo Párpado Gacho al salir del Volvo. El puñetero chornye ha sobrevivido. ¿Debía contárselo a Orleg? Había algo en el inspector que no acababa de gustarle. Pero su paranoia bien podía ser efecto de lo que acababa de ocurrir. Ahora, lo que le hacía falta era volver al hotel y hablar de todo esto con Taylor Hayes.
– No tengo ni idea. Lo único que sé es que los vi muy bien. Mire, ya ha visto usted mi permiso de seguridad, y ya sabe dónde encontrarme. Estoy calado hasta los huesos, tengo un frío del carajo y lo que queda de mi ropa está impregnado de sangre. Me gustaría cambiarme. ¿Hay alguno de sus hombres que pueda llevarme al Voljov?
El inspector no contestó en seguida. Se le quedó mirando con una expresión comedida que Lord consideró intencionada.
Orleg le devolvió la tarjeta de seguridad.
– Por supuesto, señor letrado de la comisión. Lo que usted diga. Dispongo de un coche.
Un coche patrulla condujo a Lord hasta la entrada del Voljov. El portero le dio paso sin decir palabra. Se le había echado a perder la tarjeta del hotel, pero no le hizo falta identificarse. Era el único huésped de raza negra y, por tanto, instantáneamente identificable, aunque no por ello dejaron de observar con cara de extrañeza los destrozos que había sufrido su ropa.
El Voljov es un hotel de antes de la revolución, construido a principios del siglo xx. Está cerca del centro, al noroeste del Kremlin y de la Plaza Roja, con el Teatro Bolshoi enfrente, al otro lado de una concurrida plaza, en diagonal. En tiempos de la Unión Soviética, la maciza mole del Museo Lenin y el monumento a Karl Marx eran plenamente visibles desde las habitaciones que daban a la calle. Ninguno de los dos existía ya. Merced a una coalición de inversores europeos y norteamericanos, durante la última década se ha devuelto el hotel a su antiguo esplendor. El vestíbulo y los opulentos salones, con sus murales y sus arañas de cristal, generan una atmósfera zarista de fausto y privilegios. Pero los cuadros de las paredes -todos de pintores rusos- eran ahora un buen reflejo del capitalismo, porque todos llevaban la indicación de estar a la venta. Asimismo, la adición de un moderno centro de negocios, un gimnasio y una piscina interior, proyectaba aún más hacia el nuevo milenio aquella venerable institución hotelera.
Fue directamente a conserjería y preguntó si Taylor Hayes estaba en su habitación. El conserje puso en su conocimiento que Taylor Hayes estaba en el centro de negocios. No sabía si cambiarse antes de ropa, pero llegó a la conclusión de que no podía esperar. Tras cruzar el vestíbulo, localizó a Hayes al otro lado de una pared de cristal, sentado delante de un terminal de ordenador.
Hayes era uno de los cuatro socios principales de Pridgen & Woodworth. La firma tenía bajo contrato a unos doscientos abogados, lo cual la convertía en una de las mayores factorías legales del sudeste de Estados Unidos. Algunos de los más importantes bancos, compañías de seguros y corporaciones mantenían igualas mensuales con el bufete. Sus oficinas de Atlanta dominaban dos plantas de un elegante rascacielos azulado.
Hayes era licenciado en Derecho y había obtenido un máster en Gestión Comercial, de modo que tenía reputación de ser un excelente practicante de la economía global y del Derecho Internacional. Gozaba de la bendición de poseer un cuerpo atlético y delgado, y su madurez se reflejaba en unas cuantas canas que le añadían toques grises al pelo castaño. Solía participar en programas de la CNN, como comentarista, y proyectaba una fuerte presencia televisiva: sus ojos entre grises y azules destellaban una personalidad que a Lord se le antojaba de showman, de matón y de profesor, todo al mismo tiempo.
Su mentor rara vez hacía aparición en los tribunales, y más infrecuente aún era que participara en las reuniones semanales de las cuatro decenas largas de abogados -Lord incluido- que llevaban la División Internacional del bufete. Lord había trabajado directamente con Hayes varias veces, acompañándolo a Europa y Canadá, ocupándose de las investigaciones necesarias y proponiendo la acción a seguir en las cuestiones que se le encomendaban. Nunca habían estado juntos durante un prolongado espacio de tiempo, salvo en las últimas semanas, en que su relación había pasado del usted al tú.
Hayes andaba siempre de viaje, un mínimo de tres semanas al mes, al servicio de los muchos y diversos clientes internacionales a quienes no les parecía mal pagar 450 dólares la hora para que el abogado los atendiese a domicilio. Lord le cayó bien a Hayes desde el primer momento, cuando se incorporó al bufete, doce años atrás. Según más tarde le contó, él mismo había solicitado específicamente que lo pasaran a Internacional. Desde luego que su licenciatura con honores por la Facultad de Derecho de Virginia, el máster en Historia de Europa por la Universidad de Emory y su dominio de las lenguas eran ya suficiente mérito. Pero Hayes empezó a enviarlo a toda Europa, especialmente al bloque Oriental. Pridgen & Woodworth representaba una considerable cartera de clientes con grandes inversiones en la República Checa, Polonia, Hungría, los estados bálticos y Rusia. Lord, poco a poco, había ido ascendiendo en el bufete, hasta su actual posición de asociado principal, para, a no mucho tardar -eso, al menos, esperaba él-, convertirse en socio principal. Bien podía ser que algún día llegara a Director de Internacional.
Suponiendo, claro, que viviese para verlo.
Abrió la puerta de cristal y entró en el centro de negocios. Hayes levantó la vista del ordenador.
– ¿Qué demonios te ha ocurrido?
– No aquí.
Había una docena de hombres desperdigados por la sala. Su jefe pareció hacerse cargo de la situación, inmediatamente, sin decir más, de modo que se trasladaron a uno de los numerosos salones que había en la planta baja del hotel, el que lucía una impresionante vidriera en el techo y una fuente de mármol rosa. A lo largo de las últimas semanas, sus mesas se habían convertido en lugar de reunión de Hayes y Lord.
Se metieron en un reservado.
Lord atrajo la atención de un camarero y se dio un golpecito en la garganta, para indicarle que le trajera vodka. De hecho, lo necesitaba.
– Cuéntame lo que sea, Miles -dijo Hayes.
Lord le contó lo ocurrido. Todo. Incluido el comentario que hizo uno de los pistoleros, y también la especulación del inspector Orleg en el sentido de que el ataque iba dirigido a Bely y el Ministerio de Justicia. Luego dijo:
– Yo creo que iba a por mí, Taylor.
Hayes negó con la cabeza.
– Eso no lo sabes. Puede que te quisieran eliminar porque les habías visto claramente el rostro y no querían testigos. Dio la casualidad de que tú eras el único negro a la vista.
Había cientos de personas en la calle. ¿Por qué elegirme a mí?
– Porque estabas con Bely. El inspector tiene razón. La cosa puede haber sido contra Bely Quizá llevaran todo el día al acecho, esperando el momento oportuno. Tal como lo cuentas, eso es lo que me parece a mí.
– No lo sabemos.
– Miles, hace un par de días que conociste a Bely. No sabes de qué iba. Anda que no muere gente aquí, y no precisamente de muerte natural.
Lord se miró los oscuros chafarrinones de la ropa y volvió a pensar en el sida. Llegó el camarero con la vodka. Hayes le tendió unos cuantos rublos. Lord tomó aire y echó un largo trago, con intención de que la fuerza del alcohol le calmara los nervios. Siempre le había gustado la vodka rusa. Era, ciertamente, la mejor del mundo.
– Lo que espero de verdad es que el hombre no fuera seropositivo. Aún tengo su sangre encima -depositó el vaso en la mesa-. ¿Crees que debería abandonar el país?
– ¿Tú quieres abandonarlo?
– Mierda, no. Estamos a punto de hacer historia, aquí. No quiero desentenderme y largarme. Esto es algo que les podré contar a mis nietos. Yo estaba allí cuando al Zar de Rusia le devolvieron el trono.
– Pues no te vayas.
Nuevo sorbo de vodka.
– Pero también quiero estar allí para conocer a mis nietos.
– ¿Cómo escapaste?
– Corriendo como alma que lleva el diablo. Fue extraño, pero pensé en mi abuelo y en las cacerías de mapaches para no venirme abajo.
Una extraña expresión se hizo visible en el rostro de Hayes.
– El deporte de los sureños racistas y pobres en los años cuarenta. Soltar a un negro asqueroso en el bosque, hacer que los perros lo huelan bien, y darle media hora de adelanto.
Nuevo trago de vodka.
– Los gilipollas esos jamás agarraron a mi abuelo.
– ¿Quieres que se te ponga protección? -preguntó Hayes-. ¿Un guardaespaldas?
– Pues sí, creo que no sería mala idea.
– Quiero tenerte aquí en Moscú. El asunto podría ponerse feo, y me haces falta.
Y Lord quería quedarse. De modo que trató de convencerse: Párpado Gacho y Cromañón fueron por él porque los había visto matar a Bely Un testigo, nada más. Tenía que ser eso. ¿Qué otra cosa podía ser?
– He dejado todos mis bártulos en los archivos. Salí con idea de comer algo y volver en seguida.
– Haré una llamada para que te traigan todo.
– Déjalo. Creo que voy a darme una ducha y recoger yo mis cosas. De todas formas, aún me queda trabajo por delante.
– ¿Algo en concreto?
– La verdad, no. Trataba de atar unos cuantos cabos, solamente. Ya te contaré, si saco algo en claro. El trabajo me distraerá.
– Y ¿qué pasa con mañana? ¿Podrás hacer el informe?
Volvió el camarero con un nuevo vaso de vodka.
– Por supuesto.
Hayes sonrió:
– Ésa es la actitud correcta. Ya sabía yo que eras un cabronazo duro de pelar.
14:30
Hayes se abría paso entre la multitud de personas que, de vuelta a casa tras la jornada laboral, salían del vagón del metro. En los andenes que un momento antes estaban desiertos aparecían ahora miles de moscovitas, empujándose entre sí para alcanzar alguna de las cuatro escaleras mecánicas que llevaban a la calle, doscientos metros más arriba. Un espectáculo impresionante, pero fue el silencio lo que más le llamó la atención. Como siempre. Nada más que suelas contra la superficie de piedra y frotar de abrigos con abrigos. De vez en cuando se oía hablar a alguien, pero, en conjunto, la procesión de ocho millones de personas, que cada mañana y cada tarde se trasladaban en el metro más frecuentado del mundo, resultaba bastante apagada y triste.
El metro fue el escaparate de Stalin. Un vano intento, en los años treinta, de celebrar abiertamente los logros socialistas con los túneles más largos y más anchos jamás perforados por el hombre. Las estaciones que sembraban la ciudad se convirtieron en obras de arte con floridos adornos de estuco, andenes de mármol neoclásico, muy elaboradas lámparas colgantes, oro, cristal. Nadie preguntó cuánto había costado, ni cuánto costaría mantenerlo. Y el precio de toda esa estupidez era un sistema de transporte del que no se podía prescindir, en el que había que invertir millones de rublos en mantenimiento, todos los años, y que sólo producía unos pocos kópecs por trayecto.
Tanto Yeltsin como sus sucesores internaron subir las tarifas, pero fue tal la cólera de la gente, que hubieron de echarse atrás. Ése ha sido el problema, pensó Hayes. Demasiado populismo para un país tan veleidoso como Rusia. Acierta. Equivócate. Pero no dudes. Hayes estaba firmemente convencido de que los rusos habrían respetado más a sus dirigentes si éstos hubieran subido las tarifas y luego la hubiesen emprendido a tiros con todo el que levantara la voz. Ésa era una lección que muchos Zares rusos y primeros ministros soviéticos no llegaron a aprender; y menos que nadie, Nicolás II y Mijaíl Gorbachov.
Dejó la escalera mecánica y salió, como toda aquella multitud, por las estrechas puertas, a una tarde más bien fresca. Se hallaba en la zona centro norte de Moscú, más allá de la sobrecargada autopista de cuatro carriles que rodeaba la ciudad y que llevaba el curioso nombre de Cinturón Jardín. Esta estación de metro, concretamente -un óvalo de losetas y cristal-, estaba muy deteriorada y no era, desde luego, de las mejores que hizo Stalin. De hecho, nada había en esa zona de la ciudad que pudiera incluirse en una guía turística. En la entrada de la estación se alineaba una cáfila de mendigos, hombres y mujeres, demacrados, con el pelo enmarañado y apelmazado, vestidos de harapos apestosos, pignorándolo todo -desde artículos de tocador a casetes ilegalmente importadas, pasando por pescado seco-, tratando de pillar unos pocos rublos o, mejor aún, dólares norteamericanos. Hayes solía preguntarse si de veras alguien compraría aquellas armazones de pescado reseco y apergaminado, aún más desagradables a la vista que al olfato. La única fuente de pescado que había cerca era el río Moscova, y, sabiendo todo lo que él sabía sobre la gestión de desperdicios en Rusia, como antes en la Unión Soviética, prefería no imaginar qué añadidos vendrían con el pescado.
Se abotonó el abrigo y se abrió paso por una calle atestada, tratando de encajar el cuerpo. En lugar del traje de antes, llevaba unos pantalones de pana verde oliva, una camisa de sarga oscura y unas zapatillas de deporte negras. Cualquier barrunto de moda occidental eran ganas de buscarse un lío.
Encontró el club de que le habían hablado. Estaba en mitad de una manzana venida a menos, entre una panadería, una heladería, una tienda de ultramarinos y otra de discos. No había rótulo que indicase la presencia del club: sólo un cartelito que tentaba a los visitantes, en caracteres cirílicos, con la promesa de excitantes diversiones.
El interior era un rectángulo escasamente iluminado. Un vano intento de crear ambiente irradiaba de los paneles de nogal barato. Una neblina azul trazaba volutas en el aire. Dominaba el centro de la estancia un enorme laberinto de madera contrachapada. Hayes ya había visto antes esta novedad, en la zona centro, en los locales más postineros de los nuevos ricos. Allí eran monstruosidades de neón, creadas a base de losetas y mármol. Ésta era una versión para pobres, hecha a base de placas lisas y con lámparas fluorescentes que arrojaban destellos de un azul muy crudo.
Había mucha gente en torno a aquel montaje. No era el tipo de individuos que se juntan en los sitios más refinados, masticando salmón, arenques y ensalada de remolacha, con vigilantes armados a la puerta, mientras en una sala contigua se jugaban miles de dólares a la ruleta y al blackjack. Podía costar doscientos rublos sólo cruzar la puerta de aquellos locales. Para los aquí presentes -trabajadores manuales de las fábricas y fundiciones localizadas en las cercanías-, doscientos dólares eran seis meses de salario.
– Ya iba siendo hora -dijo Feliks Orleg, en ruso.
Hayes no había visto acercarse al inspector de policía. Tenía la atención puesta en el laberinto. Dio un paso hacia la pifia de gente y preguntó en ruso:
– ¿De qué va la atracción?
– Ya verás.
Se acercó más y pudo ver que lo que en principio le había parecido un laberinto eran en realidad tres distintos, conectados entre sí. Por unas trampillas del fondo salieron tres ratas. Los roedores daban la impresión de saber lo que se esperaba de ellos y se lanzaron hacia delante, mientras el público profería gritos y chillidos. Uno de los espectadores alargó un brazo para golpear el costado de la caja, y un hombre fornido, con brazos de campeón de lucha libre, surgió de no se sabía dónde y lo contuvo.
– La versión moscovita del Derby de Kentucky -dijo Orleg.
– ¿Están así todo el día?
Las ratas tomaban a plena marcha las curvas y las vueltas.
– Todo el puto día. Lo poco que ganan, aquí se lo dejan.
Una de las ratas alcanzó la línea de llegada, y varios de los asistentes prorrumpieron en gritos de alegría. Hayes se preguntó a cuánto pagarían el boleto acertado, pero decidió que era mejor no perderse en divagaciones.
– Quiero saber qué ha pasado hoy.
– El chornye era igual que una rata. Corría que se las pelaba.
– No habría debido dejársele oportunidad de correr.
Orleg echó un trago de un vaso que sostenía en la mano; era un líquido incoloro.
– Parece ser que los tiradores fallaron.
La gente empezaba a tranquilizarse, en espera de la carrera siguiente. Hayes echó a andar hacia una mesa rinconera, llevándose a Orleg en pos.
– No tengo ganas de chorradas, Orleg. La idea era matarlo. ¿Tan difícil era?
Orleg saboreó el trago siguiente, antes de echárselo al coleto.
– Como ya te he dicho, los muy gilipollas fallaron. Cuando intentaron cazarlo, tu señor Lord logró escapar. Con mucha inventiva, según me han dicho. Me costó un trabajo enorme limpiar esa zona de policía durante unos pocos minutos. Tendría que haberles sido fácil. Pero lo que hicieron fue matar a tres ciudadanos rusos.
– Estaba en la idea de que esos tipos eran profesionales.
Orleg se echó a reír.
– Unos perfectos hijos de puta, sí. ¿Profesionales? No creo. Eran gángsters. ¿Qué esperabas? -Vació el vaso-. ¿Quieres que vuelva a intentarse?
– No, joder. De hecho, no quiero que se le toque un pelo de la cabeza a Lord.
Orleg no dijo nada, pero sus ojos expresaban a las claras su disgusto ante el hecho de que un extranjero le estuviese dando órdenes.
– Dejadlo en paz. No era una buena idea, desde el principio. Lord piensa que la cosa iba contra Bely. Que lo piense. No podemos permitirnos llamar tanto la atención.
– Los pistoleros dicen que su abogado se comportó como un auténtico profesional.
– Practicó mucho el deporte en sus tiempos de universidad. Fútbol americano y atletismo. Pero con dos Kaláshnikovs tendría que haber bastado para impedirle que recurriera a sus facultades. Orleg se echó hacia atrás en su silla. -La próxima vez te ocupas tú mismo.
– Quizá. Lo haré. Pero, por ahora, asegúrate de que esos idiotas no intervengan. Ya han tenido su oportunidad. No quiero otro ataque. Y si no acatan esta orden, convéncelos de que no les va a gustar nada la gente que sus jefes les enviarán de visita.
El inspector negó con la cabeza.
– Cuando era un muchacho, perseguíamos a los ricos y los torturábamos. Ahora nos pagan por protegerlos.
Escupió en el suelo y prosiguió:
– Todo esto me pone enfermo.
– ¿Quién ha hablado de ricos?
– ¿Crees que no sé lo que está ocurriendo aquí?
Hayes se inclinó hacia delante, acercándosele.
– Ni puta idea tienes, Orleg. Hazte un favor a ti mismo y no te plantees demasiadas preguntas. Limítate a cumplir las órdenes, que va a ser mucho mejor para tu salud.
– Puñetero americano. El mundo entero está patas para arriba. Aún recuerdo los tiempos en que lo que os preocupaba era saber si os dejaríamos salir del país. Ahora os pertenecemos.
– Atente a lo programado. Los tiempos están cambiando. Es a elegir: o cumples con tu cometido, o te quitas de en medio. ¿Querías participar? Pues participa. Para eso hace falta obedecer.
– No te preocupes por mí, letrado. Pero ¿qué pasa con el problema de Lord?
– No te inquietes por eso. Ya me ocuparé yo.
15:35
Lord estaba de vuelta en los archivos rusos, un lóbrego edificio de granito que en tiempos había sido sede del Instituto Marxista-Leninista. Ahora era el Centro de Conservación y Estudio de Documentos Históricos Contemporáneos -una prueba más de la proclividad rusa a los títulos superfluos.
En el transcurso de su primera visita lo sorprendió encontrar imágenes de Marx, Lenin y Engels todavía en pie sobre sus correspondientes pedestales, frente a la entrada principal, junto con la invocación ADELANTE HACIA LA VICTORIA DEL COMUNISMO. Casi todo lo que pudiera recordar a la Unión Soviética había sido retirado en todas las poblaciones, calles y edificios del país, sustituido por el águila bicéfala que la dinastía Romanov desplegó durante trescientos años. Le habían contado que la estatua de granito rojo de Lenin era una de las pocas que seguían en pie en toda Rusia.
Se había tranquilizado tras la ducha caliente y, luego, más vodka. Llevaba puesto el otro traje que se había traído de Atlanta, gris marengo con una pálida rayita blanca. Iba a tener que visitar pronto algún establecimiento moscovita, para comprarse otro traje, porque con uno no le iba a bastar durante las ajetreadas semanas que le aguardaban.
Antes de la caída del comunismo, se consideraba que los archivos eran demasiado heréticos para el público en general, y sólo eran accesibles a los comunistas más incondicionales. La distinción, en parte, seguía en pie. Lord aún no había logrado entender por qué. Lo que llenaba las estanterías era, en su mayor parte, un montón de documentos personales carentes de sentido -libros, cartas, diarios, documentos oficiales y otros textos sin publicar-: datos inocuos, sin la menor relevancia histórica. Para hacer las cosas aún más difíciles, no había ni barrunto de indexación, clasificación por año, persona o región geográfica. Todo al azar, algo establecido así, sin duda, mucho más para confundir que para aclarar nada a nadie. Como sí nadie quisiera escarbar en el pasado, lo cual era, por otra parte, lo más probable.
Y había muy poca colaboración.
Los empleados del archivo eran sobrevivientes del régimen soviético, de la jerarquía del Partido, y en tiempos habían gozado de privilegios fuera del alcance de los moscovitas de a pie. Ya no estaba el Partido, pero ahí permanecía un cuadro de mujeres de avanzada edad, muchas de las cuales, pensaba Lord, lo que deseaban con todas sus fuerzas era el regreso del totalitarismo. La falta de colaboración fue la razón de que solicitara a Artemy Bely como ayudante: gracias a él, había adelantado más en los últimos días que en todas las semanas previas.
Sólo unos cuantos ociosos remoloneaban por entre las estanterías metálicas. Casi todas las carpetas, en especial si en ellas se hacía mención de Lenin, estuvieron una vez encerradas, tras barrotes de acero, en bóvedas subterráneas. Yeltsin puso fin al secreto, dando orden de que todo saliera a la luz, abriendo el edificio a estudiosos y periodistas.
Pero no por completo.
Una amplia sección seguía cerrada: los denominados Documentos Protegidos, con el mismo resultado que el sello TOP SECRET tiene en la Libertad de Información, en el país de Lord. Pero él tenía credenciales de la Comisión del Zar que le permitían eludir todo secretismo en el acceso a antiguos documentos de Estado. Su pase, que le había conseguido Hayes, suponía una autorización del gobierno para mirar donde quisiera, incluidos los Documentos Protegidos. Tomó asiento ante su mesa reservada y se obligó a concentrarse en las páginas que tenía delante. Su tarea consistía en hallar fundamento a las aspiraciones al trono ruso de Stefan Baklanov.
Éste, Romanov de nacimiento, era el candidato con más posibilidades de salir elegido por la Comisión del Zar, pero también mantenía muy estrechas relaciones con compañías occidentales, muchas de las cuales eran clientes de Pridgen & Woodworth, de modo que Hayes había enviado a Lord a los archivos para asegurarse de que no hubiera nada en ellos que pudiera poner en peligro la candidatura de Baklanov al poder. Lo último que le convenía a nadie era que apareciese allí alguna investigación estatal, o datos que pudieran interpretarse en el sentido de que la familia Baklanov hubiera simpatizado con los alemanes durante la segunda guerra mundial: cualquier cosa que llevara al pueblo a poner en duda su compromiso con los rusos o con Rusia.
El cometido de Lord lo había llevado hasta el último Romanov que ocupara el trono ruso -Nicolás II-, y a lo ocurrido en Siberia el 16 de julio de 1918. En el transcurso de las últimas semanas ya había leído muchos relatos publicados y otros tantos sin publicar. Todos ellos eran, en el mejor de los supuestos, contradictorios. Había que proceder al minucioso estudio de cada relato, eliminando las falsedades más obvias y combinando los hechos, para entresacar alguna información útil. Sus notas, cada vez más voluminosas, eran ya una crónica acumulada de aquella aciaga noche rusa.
Nicolás volvió de un profundo sueño. Un soldado se alzaba sobre él. No le había ocurrido con frecuencia, durante los últimos meses, que llegara a conciliar el sueño, y le molestó la intrusión. Pero tampoco había mucho que pudiera hacer. Hubo un tiempo en que había sido el Zar de Todas las Rusias, Nicolás II, encarnación de Dios Todopoderoso en la Tierra. Pero ya había pasado un año, en marzo, desde el momento en que lo forzaron a algo impensable para un monarca por derecho divino: abdicar ante la violencia. El gobierno provisional que vino tras él estaba integrado, sobre todo, por liberales de la Duma y una coalición de socialistas radicales. Iba a ser un gobierno de transición, mientras se elegía una asamblea constituyente; pero los alemanes habían permitido a Lenin que cruzara su territorio y regresara a Rusia, en la esperanza de que desencadenara el caos político.
Y lo desencadenó
Había derribado el débil gobierno provisional, hacía ya diez meses, mediante lo que los guardias denominaban, con orgullo, la Revolución de Octubre.
¿Por qué le hacía eso su primo el Káiser? ¿Tanto lo detestaba? ¿Era la guerra mundial tan importante como para sacrificarle una monarquía reinante?
Sí, al parecer.
Cuando apenas llevaba dos meses en el poder, y sin sorprender a nadie, Lenin firmó el alto el fuego con los alemanes, y los rusos abandonaron la Gran Guerra, dejando a los aliados sin frente oriental que distrajera en su avance a los alemanes. Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos no podían estar contentos. Nicolás comprendía el peligroso juego en que se había embarcado Lenin. Prometer paz al pueblo, para granjearse su confianza, pero viéndose obligado a aplazar el cumplimiento de su promesa, para tranquilizar a los aliados, mientras trataba, al mismo tiempo, de no ofender a su verdadero aliado, es decir el Káiser. El tratado de Brest-Litovsk, firmado cinco meses atrás, era poco menos que demoledor. Alemania obtenía una cuarta parte del territorio de Rusia y un tercio de su población. La acción, según le habían contado, había generado un gran resentimiento. Lo que se decía entre los guardias era que todos los enemigos de los bolcheviques habían acabado unificándose bajo la bandera Blanca, elegida para mayor contraste con la bandera Roja comunista. Una gran masa de nuevos soldados se había pasado ya a la Rusia Blanca. A ello se vieron impulsados especialmente los campesinos, porque seguía negándoseles la tierra. Hacía estragos, ahora, la guerra civil. Los Blancos contra los Rojos.
Y él no era sino el ciudadano Romanov, cautivo de los bolcheviques rojos.
Soberano de nadie.
Su familia y él se vieron retenidos, al principio, en el Palacio Alejandro de Tsarskoe Selo, no lejos de Petrogrado. Luego los trasladaron a Tobolsk, en Rusia central, una ciudad fluvial llena de iglesias enjalbegadas y de casas de madera. La gente de Tobolsk se comportó lealmente, manifestando un gran respeto por el Zar caído y su familia. Todos los días se congregaban en torno a la casa de confinamiento, con la cabeza descubierta y santiguándose. Casi nunca pasaba un día sin que alguien se presentase con pasteles, velas o algún icono. Los propios guardias, que pertenecían al muy honorable Regimiento de Fusileros, se comportaban amablemente e incluso se tomaban la molestia de hablar con los prisioneros y de jugar a las cartas con ellos. Se les permitía el acceso a libros y periódicos, incluso recibir correspondencia. La comida era excelente y se les ofrecían todas las comodidades.
En conjunto, no era una mala cárcel.
Luego, setenta y ocho días atrás, un nuevo traslado.
Aquí, esta vez, a Ekaterimburgo, en la ladera oriental de los Urales, en lo más profundo del corazón de la Madre Rusia, bajo control de los bolcheviques. Diez mil soldados del Ejército Rojo vagaban por las calles. La población local se oponía amargamente a todo lo zarista. Tras requisarla, convirtieron en prisión provisional la casa de un rico mercader llamado Ipatiev. Casa para Usos Especiales, la había oído llamar Nicolás. Levantaron una cerca alta, de madera, embadurnaron todos los cristales y pusieron barrotes en las ventanas, prohibiendo que se abriera ninguna de ellas, so pena de recibir un tiro. Eliminaron las puertas de todos los dormitorios y lavabos. Nicolás se vio obligado a escuchar mientras cubrían de insultos a su familia, y tuvo que soportar a que clavasen en las paredes unos retratos obscenos de su mujer con Rasputín. Ayer había estado a punto de llegar a las manos con uno de aquellos impertinentes hijos de puta. El guardia que había escrito em la pared del dormitorio de su hija: AL ZAR DE LAS RUSIAS LLAMADO COLÁS / LE QUITARON EL TRONO POR TANTO FOLLAR.
Ya está bien, pensó.
¿Qué hora es? -le preguntó al guardia que esperaba junto a su cama.
Las dos de la madrugada.
– ¿Qué ocurre??
– Tenemos que trasladar a tu familia. El Ejército Blanco se acerca a la ciudad. El ataque es inminente. Sería peligroso permanecer en las habitaciones de arriba si hay tiros en la calle.
Estas palabras exaltaron a Nicolás. Había oído las murmuraciones de los guardias. El Ejército Blanco había cruzado Siberia a toda marcha, tomando una ciudad tras otra, recuperando territorio de los Rojos. Hacía ya varios días que podía oírse el rumor de los cañones en la distancia. Un ruido que le avivaba la esperanza. Podía ser que sus generales acudiesen al rescate, que todo volviera a la normalidad.
– Sal de la cama y vístete -le dijo el guardia.
El individuo se retiró, y Nicolás fue a despertar a su mujer. El hijo de ambos, Alexis, dormía en una cama colocada en el extremo opuesto de la habitación.
Nicolás y Alexis se vistieron en silencio, poniéndose la camisa, los pantalones, las botas y la gorra de campaña, mientras Alejandra se retiraba a la habitación de sus hijas. Desgraciadamente, Alexis no podía andar. Una nueva hemorragia hemofílica, dos días atrás, lo había dejado inválido, de modo que Nicolás hubo de trasladar cariñosamente a aquel chico de trece años, tan flaco, hasta el vestíbulo.
Hicieron aparición las cuatro hijas.
Todas vestían falda negra, lisa, y blusa blanca. En pos de ellas venía la madre, cojeando, apoyándose en un bastón. La preciosísima Rayo de Sol, como le llamaba el Zar, ya casi no podía andar: la ciática de su niñez había ido empeorando progresivamente. La casi constante preocupación que sentía por Alexis le había minado la salud, blanqueando su pelo castaño y velando el resplandor de unos ojos que cautivaron a Nicolás desde el día en que se conocieron, siendo ambos adolescentes. A Alejandra se le aceleraba la respiración con frecuencia, hasta el punto de que a veces se le hacía dolorosa y se le ponían los labios azules. Se quejaba del corazón y de la espalda, pero Nicolás no estaba seguro de que tales dolencias fueran auténticas, y no efectos del dolor psíquico inenarrable que padecía, preguntándose constantemente si había llegado el día en que la muerte se llevaría a su hijo.
– ¿Qué es todo esto, papá? -preguntó Olga.
Tenía veintidós años, era la primogénita. Reflexiva e inteligente, se parecía a su madre en muchas cosas; también en el mal humor y el enfurruñamiento que la dominaban a veces.
– Quizá sea nuestra salvación -le contestó él, articulando para que le leyera los labios.
La excitación recorrió su agraciado rostro. Dos de sus hermanas -Tatiana, un año más joven, y María, dos años más joven- se acercaron con almohadas. Tatiana era alta y de porte majestuoso: era quien mandaba en las chicas -la llamaban la Gobernanta-, y también la preferida de su madre. María era guapa y cariñosa -con unos ojos enormes-, y también coqueta. Quería casarse con un militar ruso y tener veinte hijos. Alejandro se dio cuenta de que sus dos hijas medianas también habían captado el mensaje.
Les hizo seña de que guardaran silencio.
Anastasia, diecisiete años, permanecía junto a su madre, llevando en brazos a Rey Carlos, el cocker spaniel que sus carceleros le habían permitido quedarse. Era bajita y rechoncha y tenía reputación de rebelde -una verdadera payasa contando chistes-, pero también poseía unos ojos azules encantadores, a los que Nicolás nunca había sabido oponer resistencia.
Los otros cuatro cautivos no tardaron en unírseles.
El doctor Botkin, médico de Alexis. Trupp, el ayuda de cámara de Nicolás. Demidova, doncella de Alejandra. Y Jaritonov, el cocinero.
Demidova también llevaba consigo una almohada, pero Nicolás sabía que ésta era especial. Oculta en lo más profundo de sus plumas iba un joyero, y el encargo que tenía Demidova era no perder de vista aquella almohada ni por un segundo. También Alejandra y las hijas llevaban tesoros encima: diamantes, esmeraldas, ristras de perlas y rubíes escondidos en el corsé.
Alejandra se le acercó cojeando y le preguntó:
– ¿Sabes qué es lo que ocurre?
– Los Blancos se acercan.
Se leyó el asombro en su fatigado rostro.
– ¿Es posible?
– Por aquí, por favor -dijo una voz conocida, desde la escalera.
Nicolás se dio la vuelta para mirar de frente a Yurovsky.
Este personaje había llegado doce días atrás, con un escuadrón de la policía secreta bolchevique, en sustitución del comandante anterior y su pandilla de obreros fabriles indisciplinados. Al principio, el cambio pareció positivo, pero Nicolás no tardó en llegar a la conclusión de que estos nuevos hombres eran todos profesionales. Quizá húngaros, incluso, prisioneros de guerra del ejército austrohúngaro, contratados por los bolcheviques para desempeñar tareas que los rusos nativos hallaban detestables. Yurovsky era su jefe. Un hombre de piel cetrina, con la barba negra, de los que jamás se apresuran, ni hablando ni actuando. Emitía sus órdenes con toda calma y esperaba ser obedecido. Le habían puesto el sobrenombre de Comandante Buey, y Nicolás pronto llegó a la conclusión de que aquel endemoniado individuo disfrutaba teniendo a los demás bajo su bota.
– Hay que darse prisa -dijo Yurovsky-. No tenemos mucho tiempo.
Nicolás pidió silencio y su cortejo lo siguió hasta el piso de abajo por una escalera de madera. Alexis dormía profundamente, con la cabeza apoyada en su hombro. Anastasia liberó al perro, que se quitó de en medio.
Los llevaron fuera, cruzando un patio, a un semisótano con ventana en forma de arco. Cubría las cuatro paredes un papel sucio, estampado a rayas. No había muebles.
– Esperad aquí a que lleguen los coches -dijo Yurovsky.
– ¿Dónde vamos? -preguntó Nicolás.
– Nos vamos -fue todo lo que dijo su carcelero.
– ¿Sin sillas? -dijo Alejandra-. ¿No podemos sentarnos?
Yurovsky, tras encogerse de hombros, dio instrucciones a uno de sus subordinados. Aparecieron dos sillas. Alejandra tomó una de ellas. María le colocó entre el asiento y la espalda la almohada que llevaba. Nicolás hizo que Alexis ocupara la otra. Tatiana le puso su almohada debajo, para que el chico estuviera más cómodo. Deminova siguió sujetando su almohada con los brazos cruzados.
Volvió a oírse el cañoneo distante.
– Tenemos que haceros fotos -dijo Yurovsky-. Hay gente convencida de que habéis escapado. Así que poneos aquí.
Yurovsky colocó a todo el mundo. Al final, las hijas estaban detrás de la madre, sentada ésta, y Nicolás permanecía en pie junto a Alexis, con los cuatro miembros de la familia detrás de él. Durante los dieciséis últimos meses habían recibido orden de hacer cosas bastante extrañas. Ésta -verse sacados de la cama en plena noche, para hacerles un retrato, y a continuación decirles que se retiraran- no era una excepción. Nadie dijo una sola palabra cuando Yurovsky salió de la habitación y cerró la puerta.
Un segundo más tarde, la puerta volvió a abrirse.
Pero no entró ningún fotógrafo con su cámara y su trípode.
Quienes entraron, uno por uno, fueron once hombres armados con sendos revólveres. Yurovsky entró el último. Llevaba la mano derecha hundida en el bolsillo del pantalón. En la otra sostenía una hoja de papel.
Comenzó a leer.
«En vista del hecho de que vuestros parientes insisten en su ataque a la Rusia Soviética, el Comité Ejecutivo del Ural ha decidido daros muerte.»
A Nicolás le contaba trabajo oír. Fuera, alguien ponía al máximo de revoluciones el motor de un vehículo, provocando un gran estruendo. Qué extraño. Miró a su familia, luego se situó frente a Yurovsky y le dijo:
– ¿Cómo? ¿Cómo?
La expresión del ruso no se alteró. Se limitó a repetir la lectura en el mismo tono monocorde. Luego, su mano derecha surgió del bolsillo.
Nicolás vio el arma.
Una pistola Colt.
El cañón se acercó a su cabeza.
Lord sentía una especie de flojera en el estómago cada vez que leía algo de aquella noche. Trató de imaginar cómo sería aquello cuando empezaron los tiros. El terror que tenían que haber sentido. Sin escape posible. Sin otra opción que morir de un modo horripilante.
Se había retrotraído a aquellos acontecimientos por culpa de lo que acababa de encontrar entre los Documentos Protegidos. Diez días atrás había tropezado con una nota garrapateada en un papel liso, ya muy quebradizo, en anticuados caracteres rusos, con la negra tinta apenas legible. Se hallaba en el interior de una bolsa de cuero de color morado, con la boca cosida. La etiqueta del exterior decía: ADQUIRIDO A 10 DE JULIO DE 1925. NO ABRIR ANTES DEL 1 DE ENERO DE 1950. Era imposible determinar si esta indicación se había respetado.
Buscó en su cartera de mano y encontró la copia ya cuidadosamente traducida. La fecha era de 10 de abril de 1922.
En lo que respecta a Yurovsky, la situación es inquietante. No creo que los informes procedentes de Ekaterimburgo sean correctos, y la información procedente de Félix Yusúpov confirma esta impresión mía. Es lamentable que los Guardias Blancos a quienes convenciste de que hablaran no fueran más explícitos. Puede que el exceso de dolor sea contraproducente. La mención de Kolya Maks es interesante. Había oído ese nombre antes. La localidad de Starodub también ha sido traída a colación por otros Guardias Blancos igualmente persuadidos. Algo está ocurriendo, de eso estoy seguro, pero me temo que mi cuerpo no soportaría averiguarlo. Me preocupa grandemente el futuro de todos nuestros empeños, cuando yo falte. Stalin es terrorífico. Es tal su inflexibilidad, que elimina todo sentimiento de sus decisiones. Si el liderazgo de nuestra nación recayera en él, temo que el sueño pudiera perecer.
No sé si fue uno o fueron más los imperiales que pudieron salvarse en Ekaterimburgo. Así parece, desde luego. Aparentemente, el camarada Yusúpov es de tal opinión. Quizá piense que puede ofrecerse un indulto a la generación siguiente. Puede que la Zarina no fuese tan tonta como todos creíamos. Puede que las divagaciones del starets tuvieran más sentido del que en principio les atribuimos. A lo largo de las últimas semanas, pensando en los Romanov, he dado en recordar un viejo poema ruso: Los caballeros son polvo, y oxidadas están sus buenas espadas. Sus almas están con los santos en quienes confiamos.
Artemy Bely y él pensaron que el documento era de puño y letra de Lenin. No habría sido nada del otro jueves. Los comunistas habían conservado miles de escritos de Lenin. Pero, en concreto, este documento no había aparecido donde tendría que haber aparecido. Lord lo había encontrado entre los papeles en poder de los nazis que los aliados devolvieron a Rusia después de la segunda guerra mundial. Los ejércitos invasores de Hitler no se habían apoderado solamente de obras de arte rusas, sino de verdaderas toneladas de documentos. Los archivos de Leningrado, Stalingrado, Kiev y Moscú fueron minuciosamente despojados. Sólo después de la guerra, cuando Stalin envió una Comisión Extraordinaria a reclamar el legado de su país, hallaron el camino de regreso a casa muchos de estos papeles.
Había, sin embargo, otra pieza de interés en la bolsa morada de cuero. Una sola hoja de pergamino, con borde de hojas y flores, muy recargado. El texto estaba redactado en inglés y la escritura era claramente de mujer:
28 de octubre de 1916
Querida Alma de mi Alma, Pequeñita mía, mi Dulce Ángel, yo quererte de qué modo, así que siempre juntos, noche y día. Comprendo lo que estás pasando y tu pobre corazón. Apiádese Dios, concédate fuerza y sabiduría. Él no te abandonará. Él te ayudará, recompensará tu demencial sufrimiento y pondrá fin a esta separación en el momento en que más falta nos hacía estar juntos.
Nuestro Amigo acaba de marcharse. Volvió a salvar a Bebé. Oh Jesucristo Señor Nuestro, agradezcamos a Dios poder contar con él. Él dolor era inmenso, el corazón se me desgarraba viéndolo, pero Bebé duerme ahora pacíficamente. Seguro que mañana estará bien.
Qué día de sol, sin nubes. Quiere decir que tengamos confianza y esperemos, aunque a nuestro alrededor se espese la oscuridad, porque Dios está por encima de todas las cosas: no conocemos sus caminos, ni cómo va a ayudarnos, pero Él escuchará nuestras plegarías. Nuestro Amigo insiste mucho en ello.
Tengo que contarte que justo antes de marcharse nuestro Amigo entró en un extraño trance. Me asusté muchísimo pensando que podía estar enfermo. ¿Qué sería de Bebé sin él? Cayó al suelo y empezó a decir cosas sobre abandonar este mundo antes de fin de año y ver montones de cadáveres, varios grandes duques y cientos de condes. El Neva bajará rojo de sangre, dijo. Sus palabras me aterrorizaron.
Con los ojos puestos en lo alto, me dijo que si le daban muerte los boyardos sus manos quedarían manchadas de sangre durante veinticinco años. Que abandonarían Rusia. Que el hermano se levantaría contra el hermano, que se matarían entre sí por odio. Que no quedaría ningún noble en el país. Y lo más inquiétame: dijo que si es algún pariente nuestro quien lo mata, nadie de nuestra familia sobrevivirá más de dos años. A todos nos dará muerte el pueblo ruso.
Hizo que me levantara y que escribiese todo ello inmediatamente. Luego me dijo que no perdiera la esperanza. Que habría solución. El más lleno de culpa comprendería el error. Él proveería a que la sangre de nuestro cuerpo resucite. Su perorata rozaba lo disparatado, y yo me pregunté, por primera vez, si el olor a alcohol que de él emana le habría afectado la cabeza. Dijo una y otra vez que sólo un cuervo y un águila pueden tener éxito cuando todo se viene abajo, y que la inocencia de las bestias servirá de guarda y guía del camino, para ser el árbitro final del éxito. Dijo que Dios proveerá el modo de asegurarnos la justicia. Fue muy intranquilizador lo que dijo de que doce deben morir para que la resurrección sea completa.
Intenté que contestara a mis preguntas, pero se quedó callado, insistiéndome en que pusiera por escrito la profecía, con total exactitud, y que te la enviara a ti. Hablaba como si algo fuera a ocurrimos, pero yo le aseguré que Papá tenía el país bien controlado. Él no se calmó, y sus palabras me tuvieron alterada toda la noche. Ay, mi preciado bien, te tomo en mis brazos y jamás permitiré que nadie toque mi alma resplandeciente. Te beso, te beso y te bendigo y tú siempre lo comprendes todo. Espero que regreses pronto a mí.
Tu mujercita
Lord supo que quien escribía aquello era Alejandra, la última Zarina. Estuvo llevando un diario durante decenios. También su marido, Nicolás; y ambos diarios, más adelante, suministraron a quienes los estudiaron una visión sin precedentes de la corte real. Casi setecientas cartas suyas se encontraron en Ekaterimburgo tras la ejecución. Lord había leído pasajes del diario y casi todas las cartas. Varios libros recientes las habían publicado al pie de la letra. Lord sabía que por «nuestro Amigo» había que entender Rasputín, porque ambos, Alejandra y Nicolás, estaban convencidos de que alguien les inspeccionaba las cartas. Desgraciadamente, nadie más compartía la ilimitada confianza que ellos tenían en Rasputín.
– Que concentración -dijo una voz en ruso.
Lord levantó la mirada.
Al otro lado de la mesa había un hombre, de pie. Tenía la piel clara, los ojos azul pálido, el pecho hundido y las muñecas pecosas. Estaba medio calvo y una pelusa grisácea cubría la cetrina piel de su sotabarba, de oreja a oreja. Llevaba gafas de montura metálica y corbata de pajarita. Lord inmediatamente recordó haberlo visto rebuscando en los archivos: uno de los pocos individuos que parecían empeñarse en su trabajo tanto como él.
La verdad es que por un instante me retrotraje a 1916. Leer esto es como una especie de viaje por el tiempo -dijo Lord, en ruso.
El hombre sonrió. Lord calculó que tenía que estar a punto de cumplir los sesenta, si no los había cumplido ya.
– Completamente de acuerdo. Es uno de los motivos por los que me gusta venir aquí. Un recordatorio de lo que una vez fue.
Instantáneamente animado por la afabilidad del otro, Lord se puso en pie:
– Me llamo Miles Lord.
– Ya sé quién es usted.
Lord sospechó algo y automáticamente miró en derredor.
El visitante pareció percibir su temor.
– Le aseguro, señor Lord, que no represento ninguna amenaza para usted. No soy más que un pobre historiador que está muy cansado y que busca un poco de conversación con alguien cuyos intereses se parecen a los suyos.
Lord se tranquilizó:
– ¿Cómo es que me conoce?
El hombre sonrió.
– No es usted el favorito de las mujeres que trabajan en este archivo. Les molesta que un americano les dé órdenes.
– Americano y negro.
El hombre sonrió.
– Desgraciadamente, en este país no rige una mentalidad muy progresista en lo tocante a la raza. Somos una nación de piel blanca. Pero sus credenciales de la comisión no pueden ignorarse.
– Y ¿quién es usted?
– Semyon Pashenko, catedrático de Historia. Universidad de Moscú.
El hombre le tendió la mano y Lord se la estrechó.
– ¿Por dónde anda el caballero que lo acompañaba a usted últimamente? Abogado, creo. Cambiamos unas palabras entre estantería y estantería.
Se planteó la posibilidad de mentir, pero decidió que era preferible decir la verdad.
– Lo mataron esta mañana en la Nikolskaya Prospekt. A tiros.
El rostro del hombre expresó consternación.
– Algo vi esta mañana en la televisión. Qué horror.
Meneó la cabeza.
– Este país será su propia ruina, si alguien no hace algo, y pronto.
Lord tomó asiento e indicó al otro que hiciera lo mismo.
– ¿Se vio usted implicado? -preguntó Pashenko, mientras se sentaba en una silla.
– Estaba allí -decidió guardarse todo lo demás.
Pashenko volvió a menear la cabeza.
– Estos espectáculos dicen muy poco a nuestro favor. Los occidentales, incluido usted, deben de pensar que somos unos bárbaros.
– En modo alguno. Todos los países pasan por períodos así. A nosotros nos ocurrió durante la expansión hacia el oeste, en el siglo xix, y en los años treinta del xx.
– Pero me parece a mí que nuestra situación es algo más que dificultades iniciales.
– Los últimos años han sido muy duros para Rusia. Bastante difícil era ya cuando había gobierno. Yeltsin y Putin trataron de mantener el orden. Pero ahora que no hay nada parecido a la autoridad, la situación no está muy lejos de la mera anarquía.
Pashenko dijo que sí con la cabeza.
– Nada nuevo para nuestra nación, desgraciadamente.
– ¿Es usted investigador?
– En el campo de la Historia. He consagrado mi vida al estudio de nuestra amada Madre Rusia.
Lord sonrió al oír aquella expresión vetusta.
– Imagino que su especialidad no ha gozado de mucho crédito últimamente.
– Lo cual es muy de lamentar. Los comunistas tenían su propia versión de la Historia.
Lord recordó algo que había leído en algún sitio: Rusia es un país con un pasado impredecible.
– ¿Enseñaba usted en aquella época?
– Durante treinta años. Pasé por todos ellos. Stalin, Khrushchev, Brezhnev. Cada uno de ellos hizo su propio daño, a su manera. Es un pecado lo que ocurrió. Pero incluso ahora sigue siendo difícil superarlo. La gente sigue haciendo cola todos los días para desfilar junto al cadáver de Lenin. -Pashenko bajó la voz-. Un carnicero al que se reverencia como si hubiera sido un santo. ¿Se fijó usted en las flores que hay en su estatua, delante de este mismo edificio? – Meneó la cabeza-. Un asco.
Lord decidió medir muy bien sus palabras. Estábamos en pleno poscomunismo, de acuerdo, pero pronto estaríamos en la nueva época de los Zares, y, por ahora, él seguía siendo un norteamericano trabajando con credenciales de un gobierno ruso tambaleante.
– Algo me dice que si los carros de combate circularan mañana por la Plaza Roja todas las personas que trabajan en este archivo se echarían a la calle a vitorearlos.
– Son peores que mendigos callejeros -dijo Pashenko-. Disfrutaron de sus privilegios. No divulgaron los secretos de los jefes y, a cambio, recibieron una vivienda selecta, mayor ración de pan y unos pocos días más de vacaciones de verano. Hay que trabajar para ganarse lo que se recibe. ¿No es eso lo que predica Estados Unidos?
Lord no contestó. Al contrario, le hizo una pregunta:
– ¿Qué piensa usted de la Comisión del Zar?
– Voté sí. Peor no va a ser, con un Zar.
Lord había podido comprobar que ésa era la actitud predominante.
– Es raro encontrar un americano que hable tan bien el ruso.
Lord se encogió de hombros:
– Tienen ustedes un país fascinante.
– ¿Siempre le interesó a usted?
– Desde pequeño. Empecé leyendo cosas sobre Pedro el Grande e Iván el Terrible.
– Y ahora forma usted parte de la Comisión del Zar. Dispuesto a hacer historia.
Pashenko se aproximo a los documentos que había encima de la mesa.
– Son muy antiguos. ¿Proceden de los Documentos Protegidos?
– Los localicé hace un par de semanas.
– Reconozco la letra. Ése lo escribió la propia Alejandra. Escribía en inglés todas sus cartas y sus diarios. Los rusos la odiaban, porque era una princesa alemana, por nacimiento. Algo que siempre me ha parecido injusto. Alejandra fue una mujer a quien casi nadie supo comprender.
Lord le tendió el documento, con idea de escarbar un poco en aquella cabeza rusa. Pashenko, una vez leída la carta, dijo:
– Tenía una prosa pintoresca, pero aquí se contiene un poco. Nicolás y ella escribieron muchas cartas románticas.
– Se entristece uno trabajando con ellas. Me siento como una especie de intruso. Hace un rato leí algo sobre la ejecución. Ese Yurovsky tiene que haber sido un bicho malo.
– El hijo de Yurovsky siempre dijo que su padre lamentaba haberse visto envuelto en aquello. Pero ¿quién sabe? Se pasó los veinte años siguientes dando conferencias a los bolcheviques, contándoles las ejecuciones y expresando su orgullo al respecto.
Lord le tendió a Pashenko la nota manuscrita de Lenin.
– Échele un vistazo a esto.
El ruso leyó la página muy despacio. Luego dijo:
– Lenin, sin asomo de duda. Estoy muy familiarizado con su forma de escribir. Curioso.
– Eso mismo pensé yo.
Los ojos de Pashenko se iluminaron:
– ¿No se habrá usted creído eso de que dos miembros de la familia real se salvaron en Ekaterimburgo?
– Hasta la fecha, los cadáveres de Alexis y de Anastasia siguen sin aparecer. Y ahora esto.
Pashenko sonrió:
– Son ustedes unos conspiracionistas, los americanos. De veras. Ven confabulaciones por todas partes.
– Por el momento, ése es mi trabajo.
– Estará usted a favor de la candidatura de Stefan Baklanov, claro.
Lord se sorprendió un poco, al comprobar lo transparente que podía resultar.
Pashenko señaló el entorno.
– De nuevo las mujeres, señor Lord. Ellas lo saben todo. Queda registro de los documentos que usted utiliza, y, créame, a estas señoras no se les escapa nada. ¿Conoce usted en persona al llamado Presumible Heredero?
Lord dijo que no con la cabeza.
– Pero mi jefe sí.
– Baklanov no está más capacitado para gobernar de lo que estaba Mijaíl Romanov hace cuatrocientos años. Demasiado blando. Y, a diferencia del pobre Mijaíl, que tuvo a su padre para que tomara las decisiones por él, Baklanov no tendrá a quién acudir, y no faltarán quienes se regodeen en su fracaso.
Aquel profesor ruso tenía su punto de razón. Por todo lo que Lord había leído sobre Baklanov, el tipo estaba más interesado en la recuperación del prestigio zarista que en gobernar verdaderamente el país.
– ¿Puedo hacerle una sugerencia, señor Lord?
– Por supuesto.
– ¿Ha estado usted en el archivo de San Petersburgo?
Dijo que no con la cabeza.
– Echarle un vistazo podría resultarle productivo. Allí tienen muchos de los escritos de Lenin. Y también casi todos los diarios y cartas del Zar y la Zarina. Zarina -señaló los papeles-. Podría contribuir a aclarar el significado de lo que ha descubierto usted.
Parecía una buena sugerencia.
– Muchas gracias. Quizá lo haga -miró el reloj-. Ahora voy a pedirle que me perdone, pero tengo que seguir buscando un poco en los archivos, antes de que me cierren. Ha sido un placer hablar con usted. Estaré por aquí unos cuantos días más. Puede que surja la posibilidad de que charlemos otro poco.
– Yo también andaré por aquí. Si no le molesta, voy a sentarme un rato. ¿Me permite leer de nuevo esos dos documentos?
– Sí, claro.
Al regresar, diez minutos más tarde, encontró ambos papeles encima de la mesa, pero Semyon Pashenko había desaparecido.
17:25
Un BMW oscuro recogió a Hayes delante del Voljov. Tras un cuarto de hora de recorrido, con tráfico sorprendentemente ligero, el conductor metió el coche en un patio con puerta. La casa que había al fondo era de estilo neoclásico, databa de principios del siglo xix y era -sigue siéndolo- una de las joyas de Moscú. Bajo el mandato de los comunistas fue Centro Estatal de la Literatura y de las Artes, pero, tras la caída, como casi todo, el edificio salió a subasta y, finalmente, cayó en manos de uno de los nuevos ricos del país.
Hayes se bajó del coche y le dijo al chofer que esperara.
Como de costumbre, dos individuos armados de Kaláshnikovs hacían la centinela en el patio. La fachada de la casa, de estuco azul, parecía gris a la tenue luz de la tarde. Hayes respiró a fondo -un aire amargo por culpa de las emanaciones de carbono- y entró decididamente, por un camino de ladrillos, en un hermoso jardín otoñal. Accedió a la casa por una puerta de madera de pino, que no estaba cerrada con llave.
El interior era típico de una vivienda edificada casi doscientos años atrás. La planta baja era una mezcolanza irregular, con las zonas de recepción orientadas hacia la fachada exterior, y con varias habitaciones privadas en la trasera. La decoración era de época, y Hayes la tenía por original, aunque nunca le había preguntado al propietario. Se orientó por un dédalo de pasillos estrechos y llegó al salón revestido donde se celebraban siempre las reuniones.
Allí aguardaban cuatro hombres, cada uno con su vaso y su puro habano.
Había estado con ellos por primera vez ya hacía un año, y todos los contactos posteriores se habían efectuado mediante nombres clave. Hayes era Lincoln, los otros cuatro utilizaban los nombres que cada uno había escogido: Stalin, Lenin, Khrushchev y Brezhnev. Habían tomado la idea de un grabado que se vendía en las tiendas de regalo de Moscú. En él se veía a varios Zares rusos, emperatrices y gerifaltes soviéticos reunidos en torno a una mesa, bebiendo y fumando y no hablando de nada que no fuese la Madre Rusia. Ni que decir tiene que semejante reunión nunca existió, pero el dibujante apelaba a su fantasía para imaginar cómo habrían reaccionado tales personajes en semejante eventualidad. Cada uno de los cuatro hombres había escogido cuidadosamente su alias, poniendo de manifiesto, así, que sus reuniones no eran muy distintas de las que representaba el grabado, y que el destino de la Patria estaba ahora en sus manos.
Los cuatro le dieron la bienvenida a Hayes, y Lenin le sirvió vodka de una botella puesta a enfriar en un cubo de plata. Le ofrecieron también una bandeja de salmón ahumado y setas maceradas. Hayes no aceptó.
– Me temo que tengo malas noticias -dijo en ruso, y a continuación les contó que Lord había salido ileso del atentado.
– Hay otra cosa -dijo Brezhnev-: hasta ahora no hemos sabido que el abogado ese es africano.
A Hayes le pareció curiosa la observación:
– No es africano. Es americano. Si a lo que se refiere usted es al color, ¿qué importancia tiene?
Stalin se inclinó hacia delante. A diferencia de su tocayo, siempre se convertía en portavoz de la razón.
– Qué trabajo les cuesta a los americanos entender hasta qué punto somos sensibles al destino, los rusos.
– Y ¿qué pinta el destino en este asunto?
– Háblenos del señor Lord -le pidió Brezhnev.
A Hayes no le gustaba nada aquel asunto. Ya le había parecido extraño que se diera la orden de matar a Lord de un modo tan despreocupado, y sin saber nada de él. En el transcurso de la última reunión, Lenin le había dado el teléfono de Orleg y le había dicho que organizara el atentado con él. Aquello le molesto en principio -no le iba a ser fácil encontrar otro ayudante tan valioso-, pero era tanto lo que había en juego que no iba a preocuparse por un abogado de más o de menos. Así que hizo lo que le habían pedido. No más preguntas. No tenían sentido.
– Lord llegó a mí directamente de la Facultad de Derecho. Alumno muy destacado de la Universidad de Virginia. Interesado desde siempre en las cosas de Rusia, hizo un máster en estudios de Europa Oriental. Se le dan muy bien los idiomas. Es dificilísimo encontrar un abogado que hable ruso. Desde el principio pensé que sería una buena inversión, y no me equivoqué. Hay muchos clientes nuestros que confían exclusivamente en él.
– ¿Información personal? -preguntó Khrushchev.
– Nació en Carolina del Sur, donde se crió. Con algo de dinero. Su padre era predicador. Un evangelista de esos que van de pueblo en pueblo con su tienda de campaña, sanando gente. Según me cuenta Lord, su padre y él no se entendían bien. Miles tiene treinta y ocho o treinta y nueve años, no se ha casado nunca. Lleva una existencia bastante frugal, por lo que yo veo. Trabaja mucho. Es una de las personas con mayor índice de producción que tenemos en el bufete. Nunca me ha creado ningún problema.
Lenin se echó hacia atrás en su asiento.
– ¿Por qué le interesa Rusia?
– Ni puta idea. Hablando con él, se nota que está verdaderamente fascinado. Siempre lo ha estado. Es un fanático de la Historia, tiene el despacho lleno de libros y tratados. Incluso ha dado un par de conferencias en la universidad y en reuniones del colegio de abogados. Pero ahora me toca a mí preguntar: ¿Qué importancia tiene todo esto?
Stalin se acomodó.
– Ninguna, dado lo ocurrido hoy. El problema que representa el señor Lord tendrá que esperar. Lo que debe preocuparnos ahora es qué va a ocurrir mañana.
Hayes no estaba dispuesto a cambiar de tema:
– Que conste que yo no estaba a favor de matar a Lord. Les dije a ustedes que podía manejarlo, fuese lo que fuese lo que temían de él.
– Como quiera -dijo Brezhnev -. Hemos decidido que el señor Lord es asunto suyo.
– Me alegra que estemos de acuerdo. No será problema. Pero aún no me ha explicado nadie por qué era problema.
Khrushchev dijo:
– Su ayudante está hurgando demasiado en los archivos.
– Para eso lo envié aquí. Siguiendo las instrucciones que ustedes me dieron, debo añadir.
La tarea asignada era simple. Descubrir cualquier cosa que pudiera afectar la candidatura de Baklanov al trono. Y Lord se había pasado diez horas diarias investigando, durante las últimas seis semanas, y había dado parte de todos sus hallazgos. Hayes sospechaba que algo de lo que él había trasladado al grupo había despertado la atención de Khrushchev, Brezhnev, Lenin y Stalin.
– No es necesario que lo sepa usted todo -dijo Stalin-. Ni creo que quiera usted saberlo. Baste decir que la eliminación del señor Lord nos pareció el modo más económico de tratar el asunto. El intento falló, de modo que seguiremos su criterio. Por ahora.
Esta afirmación vino acompañada de una sonrisa. A Hayes no le gustaba especialmente la condescendencia con que lo trataban. No era el chico de los recados. Era el quinto miembro de lo que en privado se denominaba Cancillería Secreta. Pero decidió no exteriorizar su enfado y cambió de tema:
– Doy por supuesto que se ha tomado la decisión de que el nuevo Zar gobierne en calidad de monarca absoluto.
– La cuestión del poder que haya de tener el Zar aún está discutiéndose -dijo Lenin.
Hayes comprendió que ciertos aspectos de lo que hacían eran únicamente rusos, y sólo los rusos podían decidir al respecto. Y mientras tales decisiones no pusieran en peligro la gigantesca contribución financiera de sus clientes, ni el considerable rendimiento que esperaba sacarle, a él qué más le daba.
– ¿Hasta qué punto podemos influir en la comisión?
– Tenemos nueve que votarán lo que les digamos, sea lo que sea -dijo Lenin -. Con los otros ocho estamos en contacto.
– Según las normas, tendrá que haber unanimidad -dijo Brezhnev.
Lenin suspiro:
– La verdad es que no entiendo cómo dejamos pasar eso.
La unanimidad fue, desde el principio, parte integral de la resolución fundacional de la Comisión del Zar. Se aprobaron ambas cosas, la idea del Zar y la comisión, pero con el control que implicaba que los diecisiete comisionados tenían que votar sí. Un voto bastaba para hacer fracasar cualquier intento de marcar las cartas.
A los otros ocho también los tendremos seguros cuando llegue el momento de votar -aclaró Stalin.
– ¿Están ustedes mismos trabajando en ese sentido? -preguntó Hayes.
– Ciertamente -dijo Stalin, echando un trago de su vaso-. Pero vamos a necesitar más fondos, señor Hayes. Estos individuos están resultando bastante caros de comprar.
El dinero occidental estaba financiando prácticamente todo lo que hacía la Cancillería Secreta, algo que Hayes no veía con buenos ojos. Era él quien sufragaba todos los gastos, pero sólo tenía voz hasta cierto punto.
– ¿Cuánto? -preguntó.
– Veinte millones de dólares.
Controló su reacción. Eso era además de los diez millones ya aportados treinta días atrás. Le habría gustado saber cuánta parte de ese dinero estaba yendo a los miembros de la comisión y cuánta a los hombres que ahora estaban con él, pero no se atrevió a preguntar.
Stalin le tendió dos tarjetas plastificadas.
– Ahí tiene usted sus credenciales de la comisión. Con ellas podrán entrar, usted y su señor Lord, en el Kremlin. También dan acceso al Palacio de las Facetas. Gozan ustedes de los mismos privilegios que los miembros de la comisión.
Se quedó impresionado. No había contado con estar presente en las sesiones de la comisión.
Khrushchev sonrió:
– Pensamos que sería mejor que asistiese usted en persona. Habrá un montón de periodistas americanos. Usted lo que tiene que hacer es pasar inadvertido e irnos informando. Ninguno de los miembros de la comisión lo conoce, ni sabe hasta dónde llegan sus relaciones. Lo que usted observe será de utilidad en nuestras discusiones venideras.
– También hemos decidido ampliar su participación -dijo Stalin.
– ¿De qué modo? -preguntó Hayes.
– Es importante que la comisión no tenga motivos de distracción durante las deliberaciones. Pondremos los medios para que la sesión sea corta, pero hay riesgo de influencias exteriores.
Ya había percibido, durante la reunión, que algo estaba incomodando a aquellos cuatro hombres. Algo que Stalin había dicho antes cuando le hizo preguntas sobre Lord. Qué trabajo les cuesta a los americanos entender hasta qué punto somos sensibles al destino, los rusos.
– ¿Qué quieren ustedes que haga?
– Lo que sea necesario, cuando lo sea. Por supuesto que cualquiera de nosotros podría echar mano de la gente a quienes representamos para solventar un problema, pero necesitamos cierto componente de desmentido. Desgraciadamente, a diferencia de lo que ocurría en la vieja Unión Soviética, los nuevos rusos no son muy buenos guardando secretos. Nuestros archivos están abiertos, la prensa es agresiva, hay una gran influencia extranjera. Usted, por otra parte, goza de credibilidad internacional. Y, además, ¿quién va a sospechar que esté metido en alguna actividad nefanda?
Stalin puso en sus labios una áspera sonrisa.
– Y ¿cómo he de manejar las situaciones que se presenten?
Stalin se sacó una tarjeta del bolsillo de la chaqueta. En ella había escrito un número de teléfono.
– Hay personas al otro lado del hilo. Si les dice usted que se tiren de cabeza al río Moscova y que se hundan para siempre, lo harán. Le sugiero que utilice tan gran lealtad con prudencia.
Miércoles, 13 de octubre
Lord miró las murallas púrpura del Kremlin a través de los cristales tintados del Mercedes. El reloj de la torre, desde muy alto, dio las ocho de la mañana. Taylor Hayes y él estaban siendo conducidos por la Plaza Roja adelante. El chofer era un ruso con una buena mata de pelo. A Lord le habría parecido inquietante, de no ser porque el propio Hayes se había ocupado del transporte.
La Plaza Roja estaba vacía de gente. Por respeto a los comunistas, muchos de los cuales aún merodeaban por la Duma, la plaza empedrada permanecía acordonada todos los días hasta la una de la tarde, que era cuando cerraban la tumba de Lenin a los visitantes. El gesto se le antojaba ridículo; no obstante, parecía suficiente para satisfacer el ego de quienes en un tiempo dominaron aquel país de 150 millones de habitantes.
Un centinela de uniforme, al ver la brillante pegatina naranja colocada en el parabrisas del coche, les indicó que entraran por la Puerta del Salvador. Lo emocionó entrar en el Kremlin por esa puerta. La Torre Spasskaya, allá en lo alto, había sido levantada en 1491 por Iván III, dentro de su masiva reconstrucción del Kremlin, y por esa puerta había accedido a la sede del poder cada uno de los nuevos Zares y Zarinas. Hoy en día era la entrada oficial a la Comisión del Zar.
Seguía temblando. Las imágenes de su persecución de ayer, no lejos de donde ahora estaba, desfilaron por su mente. Durante el desayuno, Hayes le había asegurado que no correrían riesgos y que se tomarían las medidas necesarias para garantizar su seguridad, y Lord daba por hecho que su jefe cumpliría en ese sentido. Confiaba en Hayes. Lo respetaba. Deseaba ansiosamente participar en lo que ocurría, pero no podía dejar de preguntarse si no estaría haciendo el tonto.
¿Qué diría su padre si lo viese ahora?
El reverendo Grover Lord no era lo que se dice un entusiasta de los abogados. Se complacía en llamarlos plaga de langostas en los campos de la sociedad. El padre de Lord visitó en cierta ocasión la Casa Blanca, con un grupo de clérigos sureños invitados a salir en la foto mientras el presidente firmaba un vano intento de restaurar el rezo en las escuelas públicas. No había transcurrido un año cuando el Tribunal Supremo ya había anulado la ley por inconstitucionalidad. Plaga sin Dios, clamó el reverendo desde su pulpito.
A Grover Lord no le hizo ninguna gracia que su hijo se metiera a abogado y expresó su disgusto no contribuyendo ni con un centavo al coste de los estudios de Miles, aunque podría haberlos sufragado íntegros sin esfuerzo. Ello obligó a Lord a autofinanciarse mediante préstamos estudiantiles y trabajos nocturnos. Obtuvo buenas notas y se licenció con todos los honores. Consiguió un buen empleo y fue ascendiendo en el organigrama.
O sea: que le den mucho por donde le quepa, a Grover Lord, pensó.
El automóvil se adentró en el patio del Kremlin.
Miró con admiración lo que antaño fue el Presidium del Soviet Supremo, un compacto rectángulo neoclásico. En lo alto ya no ondeaba la bandera Roja de los bolcheviques. En su lugar, la brisa mañanera agitaba el águila bicéfala del imperio. También observó la ausencia del monumento a Lenin que en otros tiempos estuvo situado a la derecha, y recordó el alboroto que suscitó su retirada. Por una vez, Yeltsin hizo oídos sordos al desacuerdo popular y dio orden de que fundieran la efigie, para aprovechar el hierro.
Le pareció maravillosa la construcción que tenía en torno. El Kremlin era una perfecta ilustración de la inclinación rusa a los grandes tamaños. A los rusos siempre les habían encantado las plazas con capacidad para una plataforma lanzamisiles, las campanas tan enormes que luego nadie lograba subirlas al campanario, los cohetes tan poderosos que resultaban incontrolables. Cuanto más grande, mejor. No sólo mejor: espléndido.
El coche aminoró la marcha y viró a la derecha.
A la izquierda quedaban las catedrales del Arcángel San Miguel y la Anunciación; a la derecha, las de la Dormición y los Doce Apóstoles. Más edificios innecesariamente obesos. Todos se levantaron por orden de Iván III, una extravagancia que le granjeó el sobrenombre de el Grande. Lord sabía que muchos capítulos de la historia de Rusia se habían iniciado, o cerrado, en aquellas antiguas edificaciones, todas ellas rematadas en cúpulas doradas, de bulbo, y con trabajadas cruces bizantinas. Las había visitado todas, pero jamás había soñado que alguna vez penetraría en la Plaza de las Catedrales a bordo de una limosina oficial, participando en un intento de restaurar la monarquía rusa. No estaba nada mal, para el hijo de un predicador de Carolina del Sur.
– Vaya mierda -dijo Hayes.
Lord sonrió:
– Y tú que lo digas.
El automóvil se detuvo con suavidad.
Salieron al aire libre: una mañana helada de cielo azul resplandeciente y sin una nube, algo poco frecuente en el otoño ruso. Señal de buena suerte, quizá, pensó Lord, esperanzado.
Nunca había estado en el Palacio de las Facetas. No se permitía el paso a los turistas. Era uno de los pocos edificios del Kremlin que conservaba su forma original. Iván el Grande lo hizo construir en 1491, inspirándose, para dar nombre a su obra maestra, en los bloques de piedra caliza tallados en forma de diamante que cubrían el exterior.
Se abotonó el abrigo y subió en pos de Hayes la Escalera Roja ceremonial. Stalin mandó demoler la escalera original, y esta reencarnación se había hecho unos años atrás, a partir de cuadros antiguos. Por ella habían bajado los Zares para dirigirse a la Catedral de la Dormición, donde eran coronados. Y fue exactamente desde este punto desde donde contempló Napoleón el incendio que destruyó Moscú en 1812.
Se encaminaron hacia la Sala Grande.
Esa antigua estancia sólo la había visto en reproducciones graficas. Y, siempre tras los pasos de Hayes, rápidamente llegó a la conclusión de que las imágenes en modo alguno hacían justicia a aquella sala. Sabía que sus dimensiones eran de más de quinientos metros cuadrados, lo que hacía de ella la estancia más grande del siglo xv, pensada exclusivamente para impresionar a los dignatarios extranjeros. En el día de hoy las arañas daban una luz muy brillante, poniendo destellos de oro en la maciza columna central y en los ricos murales con escenas de la Biblia y de la sabia prudencia de los Zares.
Lord imaginó cómo habría sido la escena en 1613.
La casa de Ruirik, tras reinar durante setecientos años -sus figuras más notables fueron Iván el Grande e Iván el Terrible-, se había extinguido. A continuación, tres hombres intentaron ser Zares, y ninguno de ellos lo consiguió. Luego vino el Período Difícil, doce años de angustia durante los cuales hubo muchos que intentaron crear una nueva dinastía. Al final, los boyardos, hartos del caos, se plantaron en Moscú -dentro de las murallas que ahora rodeaban a Lord- y eligieron una nueva familia gobernante. Los Romanov. Pero Mijaíl, primer Zar Romanov, halló el país en un tremendo estado de agitación. Bandidos y ladrones merodeaban por los bosques. La hambruna casi general y la enfermedad hacían estragos en el país. Había cesado casi toda la actividad económica y comercial. Nadie recaudaba los impuestos, las arcas del Tesoro estaban prácticamente vacías.
Más o menos como ahora, pensó Lord, en conclusión.
Setenta años de comunismo habían dejado las mismas secuelas que doce años sin Zar.
Por el momento, imaginó que era uno de los boyardos que habían participado en la elección, luciendo finas prendas de terciopelo y brocado, con un gorro de marta cibelina, sentado en uno de los bancos de roble que se alineaban contra las paredes doradas.
Qué gran momento tenía que haber sido ése.
– Qué cosa -susurró Hayes-. Esta gente se ha tirado siglos y más siglos sin conseguir que un terreno diera dos cosechas seguidas, pero mira lo que eran capaces de construir.
Lord participaba de aquella opinión.
Una hilera de mesas colocadas en U y cubiertas de terciopelo rojo ocupaba un extremo de la sala. Lord contó diecisiete sillas de respaldo alto y vio cómo las iban ocupando los delegados, todos varones. Ninguna mujer había llegado a los diecisiete primeros puestos. No había habido elecciones regionales. Sólo un período de calificación de treinta días, pasado el cual los diecisiete que consiguieron mayoría relativa fueron nombrados miembros de la comisión. En esencia, un gigantesco concurso de popularidad, pero quizá el modo más sencillo de garantizar que ninguna facción dominara el voto.
Siguió a Hayes hasta una fila de sillas y tomó asiento con los demás dirigentes y la prensa. Había cámaras de televisión para retransmitir las reuniones en directo.
Abrió la sesión un delegado a quien el día anterior se había nombrado presidente. El hombre se aclaró la garganta y se puso a leer en ruso una declaración preparada de antemano.
– «El 16 de julio de 1918, nuestro nobilísimo Zar, Nicolás II, junto con todos los herederos de su sangre, fueron apartados de esta vida. Nuestro mandato consiste en rectificar lo ocurrido en los años subsiguientes y devolver a esta nación su Zar. El pueblo ha designado a esta comisión para que designe la persona que ha de regir el país. Esta decisión no carece de precedentes. Otro grupo de hombres se dio cita aquí, en esta misma sala, en 1613, y proclamó al primer gobernante de la estirpe Romanov, Mijaíl. Su progenie gobernó este país hasta la segunda década del siglo xx. Nos hemos reunido aquí para enmendar el yerro en que incurrimos entonces.
»Anoche nos juntamos a rezar con Adriano, Patriarca de Todas las Rusias. Él rogó a Dios que nos guiara en este empeño. Quede claro a todos los presentes que esta comisión se llevará adelante de un modo civilizado, franco e imparcial. Buscaremos el debate, porque sólo del contraste de pareceres puede salir la verdad. A partir de este momento, que todo el que desee expresar algo se acerque a la mesa para ser escuchado.»
Lord siguió con impaciencia la sesión matinal entera. El tiempo fue pasando en observaciones introductorias, asuntos parlamentarios y fijación de procedimientos. Los delegados acordaron que al día siguiente se presentara una lista de candidatos y que cada uno de los comisionados sometiera personalmente un candidato a consideración. A continuación se abriría un período de tres días para el debate de nuevas candidaturas. En la cuarta jornada se procedería a votación para reducir la lista a tres. Vendría a continuación otra ronda de intenso debate, y la elección final se efectuaría dos días después, siempre que se alcanzara la unanimidad, exigencia incluida en el referendo popular. Todas las demás votaciones serían por mayoría simple. Si, transcurrido este primer proceso de seis días, ningún candidato resultaba elegido, habría que volver a empezar desde el principio. No obstante, parecía haber acuerdo en el sentido de que, por el bien de la nación, todos pondrían lo mejor de sí mismos para que una persona aceptable saliese elegida al primer intento.
Poco antes de la pausa para comer, Lord y Hayes se retiraron de la Sala Grande al Vestíbulo Sacro, en uno de cuyos accesos más apartados los esperaba el chofer de la mata de pelo que los había traído aquella mañana.
– Miles, te presento a Ilya Zinov. Será tu guardaespaldas cuando estés fuera del Kremlin.
Lord observó a aquel ruso parecido a una esfinge, cuyo rostro sin expresión irradiaba un resplandor helado. El hombre tenía el cuello tan ancho como las quijadas, y a Lord le alegró ver que poseía un físico duro y atlético.
– Ilya cuidará de ti. Viene muy recomendado. Procede del ejército y conoce muy bien esta ciudad.
– Te agradezco mucho esto, Taylor. De veras.
Hayes, sonriendo, miró el reloj.
– Son casi las doce, y tienes que asistir a la reunión. Yo me ocuparé de todo aquí. Pero estaré en el hotel antes de que empecéis.
Miró a Zinov:
– Esté usted pendiente de él, tal como hemos dicho.
12:30
Lord entró en el salón de conferencias del Voljov: un rectángulo sin ventanas que ocupaban tres docenas de hombres y mujeres, todos con ropa de estilo conservador. En aquel momento, los camareros acababan de servir la bebida. El aire, caliente, contenía un aroma de cenicero, como en el resto del hotel. Ilya Zinov se quedó fuera esperando, junto a la puerta de doble batiente que daba al vestíbulo. Lord se sentía mucho más tranquilo sabiendo que el corpulento ruso estaba ahí.
Había preocupación grabada en los rostros que tenía alrededor. Eran personas a quienes las ansiosas incitaciones de Washington y la eventualidad de grandes beneficios en el nuevo mercado habían impulsado a invertir en la Rusia reemergente. Pero la casi constante inestabilidad política, la amenaza diaria de la mafia y los pagos por protección estaban minando los beneficios y convirtiendo aquella oportunidad de inversión en una pesadilla. Los presentes en aquel salón eran los principales colaboradores norteamericanos en la nueva Rusia: transporte, construcción, bebidas refrescantes, minería, petróleo, comunicaciones, informática, comida rápida, maquinaria pesada y banca. Tenían contratado a Pridgen & Woodworth para que defendiera sus intereses colectivos, porque todos ellos, individualmente, confiaban en la capacidad negociadora y en los buenos contactos de Taylor Hayes dentro de la Rusia reemergente. Ésta era la primera vez que Lord se reunía con el grupo entero, aunque a muchos de sus integrantes sí los conocía de antemano.
Hayes entro tras él y le dio un golpéalo en el hombro.
– De acuerdo, Miles, haz lo que tienes que hacer.
Lord se situó a la vista de todos en la muy iluminada habitación.
– Buenas tardes. Soy Miles Lord.
En el grupo se hizo la calma.
– Algunos de ustedes ya me conocen. Quienes no, reciban mi más cordial bienvenida. Taylor Hayes piensa que una reunión informativa servirá para responder a todas sus preguntas. Aquí van a empezar a ocurrir cosas, muy pronto, y puede que en los próximos días no tengamos ocasión de hablar…
– Joder que si tenemos preguntas -gritó una rubia corpulenta, con acento de Nueva Inglaterra. Lord la reconoció: era la directora de operaciones para Europa del Este de Pepsico-. Quiero saber qué está pasando -prosiguió la mujer-. Tengo al consejo de administración con un nerviosismo del carajo, por culpa de todo esto.
Y con toda la razón, pensó Lord. Pero se mantuvo impasible y dijo:
– ¿Ni siquiera va usted a darme la oportunidad de empezar?
– No nos hace falta ningún discurso. Queremos datos.
– Puedo describirles la cruda situación. El producto industrial ha bajado el cuarenta por ciento. La tasa de inflación se acerca al ciento cincuenta por ciento. El desempleo es bajo, en torno al dos por ciento, pero el verdadero problema está en el subempleo…
– Todo eso ya lo sabemos -dijo otro alto ejecutivo, uno de los que Lord no conocía-. Los químicos cuecen pan, los ingenieros trabajan en líneas de producción. Los periódicos rusos vienen llenos de toda esa basura.
– Pero las cosas no están tan mal como para que no sea posible que empeoren -dijo Lord-. Circula por ahí un chiste: Yeltsin y los gobiernos que le siguieron han logrado en dos décadas lo que los soviéticos no consiguieron en setenta y cinco años: hacer que la gente añore el comunismo.
Conatos de risas.
– Los comunistas siguen poseyendo una sólida organización de bases. Todos los años, cuando llega noviembre, el Día de la Revolución viene acompañado de impresionantes manifestaciones. Predican la nostalgia. Cero criminalidad, pobreza reducida al mínimo, garantías sociales. Son mensajes con cierto atractivo para un país sumido en la desesperación.
Hizo una pausa.
Pero si surge un líder fascista, un fanático… No un comunista, no un demócrata. Un demagogo… Ése es el peor escenario posible. Y ello es especialmente cierto dada la considerable capacidad nuclear rusa.
Varias cabezas dijeron que sí. Por lo menos estaban escuchando.
– ¿Cómo ha podido ocurrir todo eso? -preguntó un hombrecito enjuto. Lord recordó vagamente que su dedicación era la informática-. Nunca he sido capaz de comprender cómo se ha llegado a esta situación.
Lord retrocedió un paso, acercándose a la pared frontal.
– Los rusos siempre han concedido una enorme importancia a la idea de nación. El carácter nacional ruso nunca se ha basado en el individualismo ni en la actividad mercantil. Es algo mucho más espiritual, mucho más profundo.
– Pero resultaría mucho más fácil si lográramos occidentalizarlos de arriba abajo -dijo uno de los asistentes.
Siempre le ponía los pelos de punta la idea de occidentalizar Rusia. La nación nunca se vincularía por completo a Occidente, ni tampoco en exclusiva a Oriente. Era lo que siempre había sido, una mezcla única. Lord estaba convencido de que el inversor, si quería ser listo, tenía que comprender el orgullo ruso. Explicó lo que pensaba y luego volvió a la respuesta de la pregunta:
– El gobierno ruso ha terminado por comprender que necesita algo situado por encima de la política. Algo con capacidad para congregar al pueblo. Quizá, incluso, un concepto que pueda utilizarse en la gobernación del país. Hace dieciocho meses, cuando la Duma hizo un llamamiento a una idea nacional en esa línea, se quedó muy sorprendida ante los resultados que le presentó el Instituto de Opinión Pública e Investigación de Mercado. Dios, Zar y Patria. En otras palabras: volvamos a la monarquía. ¿Radical? Por supuesto. Pero cuando la opción se sometió a plebiscito, la gente votó sí por abrumadora mayoría.
– ¿Cómo lo explica usted? -preguntó uno de los asistentes.
– Solo puedo darles a ustedes mi opinión. En primer lugar, hay verdadero miedo al posible resurgir del comunismo. Lo vimos hace años, cuando Zyuganov desafió a Yeltsin y estuvo a punto de salirse con la suya. Pero la mayoría de los rusos no desea volver al totalitarismo, y eso lo dicen todas las encuestas. Lo cual no quita que surja un populista y aproveche los malos tiempos para acceder al gobierno con falsas promesas.
»La segunda razón es más profunda y fiable. Sencillamente dicho, la gente ya no cree que el gobierno pueda resolver los problemas del país. Y, con toda franqueza, creo que la gente tiene razón. Fíjense en la delincuencia. Estoy seguro de que todos y cada uno de ustedes pagan protección a una o más mafias. No les queda otra elección. O eso, o volver a casa en un ataúd.
Recordó en aquel momento lo ocurrido el día anterior, pero no dijo nada. Hayes le había aconsejado que se lo guardase. Suficientemente nerviosos estaban ya los asistentes a esta charla como para hacerles pensar que los abogados también podían estar en el punto de mira.
– Existe la creencia generalizada de que si alguien no está robando es que se engaña a sí mismo. Menos del veinte por ciento de la población se toma la molestia de pagar impuestos. Hay un derrumbamiento interno casi total. No cuesta mucho trabajo comprender que cualquier cosa le parezca mejor a la gente que la situación actual. Pero también hay cierta nostalgia en lo tocante al Zar.
– Es de locos -gritó uno de los asistentes -. ¡Un puñetero rey!
Comprendía muy bien el punto de vista de los norteamericanos sobre la autocracia. Pero la combinación de tártaros y eslavos que constituía la Rusia moderna parecía añorar un líder autócrata, y era esa batalla por la supremacía la que había mantenido viva y alerta a la sociedad rusa durante siglos.
– La nostalgia es fácil de comprender -dijo-. La verdadera historia de Nicolás II y su familia sólo ha llegado a contarse en las últimas décadas. En toda Rusia se considera que lo ocurrido en julio de 1918 estuvo mal. Los rusos se sienten engañados por la ideología soviética, que hizo del Zar la encarnación del mal.
– Vale. Vuelve el Zar -empezó a decir uno de los asistentes.
– No exactamente -dijo Lord-. Ése es un error muy generalizado, que la prensa no acaba de captar. Por eso pensó Taylor que esta charla nos vendría muy bien a todos -se dio cuenta de que por fin había conseguido fijar la atención de la concurrencia-. Lo que vuelve es la idea del Zar, pero hay dos preguntas a las que será necesario dar respuesta. ¿Qué significa ser Zar? Y ¿hasta dónde llega su poder?
– Zar o Zarina. -dijo una de las mujeres.
Lord negó con la cabeza:
– No. Sólo Zar. De eso estamos seguros. A partir de 1797 la ley rusa establece que la sucesión sólo se produciría por la línea masculina. Damos por sentado que este precepto seguirá en pie.
– Vale -dijo otro hombre-. Veamos la respuesta a las dos preguntas.
– La primera es fácil. Será Zar quienquiera que designen los diecisiete representantes que la comisión eligió. Los rusos son unos verdaderos fanáticos de las comisiones. Hasta ahora, para lo único que valieron, casi todas, fue para añadir una nueva estampilla a los usos del Comité Central Soviético; pero éste funcionará totalmente aparte del gobierno, lo cual no es tan difícil, en este momento, porque apenas si queda gobierno alguno.
»Se presentarán los candidatos y se valorarán los méritos que cada uno aduce. Por el momento, el aspirante más cualificado es el nuestro, Stefan Baklanov. Su filosofía es claramente occidental, pero desciende directamente de los Romanov. Ustedes nos están pagando para que nos aseguremos de que sea su candidatura la que prospere al final ante la comisión. Taylor está cabildeando al máximo para que así sea. Y yo me he pasado las últimas semanas en los archivos rusos, asegurándome de que no hay en ellos nada que pueda perjudicar a nuestro candidato.
– Es sorprendente que lo dejen a usted meter mano en los archivos -dijo una voz.
– La verdad es que no -dijo Lord-. Nosotros, de hecho, no tenemos nada que ver con la Comisión del Zar, aunque nuestras credenciales digan lo contrario. Nosotros estamos aquí para velar por sus intereses, los de ustedes, y para garantizar que Stefan Baklanov salga elegido. Aquí pasa lo mismo que en Estados Unidos: el cabildeo es una forma de arte.
Un hombre de las últimas tilas se puso en pie:
– Señor Lord, todos los aquí presentes ponemos nuestras carreras en juego. ¿Se hace usted cargo de la gravedad del asunto? Estamos hablando de un posible retroceso de la semidemocracia a la autocracia. Ello no dejará de tener un efecto indirecto en nuestras inversiones.
Tenía una respuesta preparada:
– En este punto y hora, no sabemos hasta dónde llegará la autoridad del nuevo Zar. En este punto y hora, no sabemos si el Zar será una figura decorativa o el verdadero regidor de Todas las Rusias.
Sea realista, Lord -dijo uno de los asistentes -. Esos idiotas no van a poner todo el poder verdadero en manos de un solo hombre.
– Falso. Lo pactado es que hagan exactamente eso, poner todo el poder en manos de un solo hombre.
– No es posible lo que está pasando -dijo otro.
– Puede no ser tan malo -se apresuró a decir Lord-. Rusia está en la bancarrota. Necesita inversión extranjera. Puede que sea más fácil tratar con un autócrata que con las mafias.
Unos cuantos emitieron murmullos de aprobación, pero uno de ellos preguntó:
– ¿Y ese problema va a desaparecer?
– Esperemos que así sea.
– ¿Usted qué piensa, Taylor? -preguntó otro de los asistentes.
Hayes, que ocupaba una de las mesas del fondo, se puso en pie y se situó frente a la concurrencia.
– En mi opinión, lo que acaba de decirles Miles es totalmente correcto. Vamos a ser testigos del regreso al trono del Zar de Todas las Rusias. La nueva creación de una monarquía absoluta. Sorprendentísimo, qué quieren que les diga.
– Y terrorífico, también -dijo uno de los asistentes.
Hayes sonrió.
– No se preocupen. Nos están ustedes dando un buen montón de dólares por salvaguardar sus intereses. La comisión se ha puesto en marcha, y es en serio. Allí estaremos nosotros, cumpliendo con lo que estipula el contrato firmado con ustedes. Lo único que tienen que hacer es confiar en nosotros.
14:30
Hayes entró en la diminuta sala de conferencias del decimoséptimo piso. Aquel inmueble de oficinas se alzaba en el centro de Moscú: un rectángulo con la fachada de cristal tintado de gris. Siempre le parecía muy bien la elección de local para las reuniones. Sus benefactores daban la impresión de nadar en la abundancia y el lujo.
Stalin ocupaba un asiento de la mesa de conferencias en forma de ataúd.
Dmitry Yakolev era el representante de las mafias en la Cancillería Secreta. Tenía unos cuarenta y cinco años, una mecha de pelo color trigo le caía sobre la morena frente, irradiaba encanto y control de la situación. Por una vez, las aproximadamente trescientas bandas que ocupaban la Rusia occidental se habían puesto de acuerdo en que un solo delegado representara sus intereses respectivos. Había demasiadas cosas en juego como para ponerse a discutir por cuestiones protocolarias. El elemento criminal, al parecer, comprendía lo que era sobrevivir, y era perfectamente consciente de lo que un monarca absoluto con pleno apoyo popular podía hacer por ellos. O contra ellos.
Hayes se daba cuenta de que, en muchos aspectos, Stalin era el centro de todo. En Rusia, la influencia del hampa llegaba hasta los más profundos estamentos del gobierno, del comercio y del ejército. Los rusos incluso tenían su propio nombre para designarla: Vori v Zacone, Ladrones en Derecho. Era una descripción que a Hayes le gustaba. Pero la amenaza que representaba su violencia era muy real. Un contrato para matar a alguien era más barato y más rápido, para resolver una disputa, que los tribunales.
– ¿Cómo fue la sesión de apertura? -preguntó Stalin, en perfecto inglés.
– Los comisionados consiguieron organizarse, como era de esperar. Mañana entrarán en el fondo del asunto. Lo previsto es que tengamos una primera votación a los seis días.
El ruso pareció impresionado.
– Eso fue lo que usted predijo: menos de una semana.
– Ya se lo dije: sé muy bien lo que estoy haciendo. ¿Se hizo la transferencia?
No hubo ningún titubeo que indicara irritación.
– No estoy acostumbrado a ir tan directamente al grano.
Lo que no dijo, pero quedó muy claro, fue que no estaba acostumbrado a que un extranjero fuese tan directamente al grano. Hayes decidió andarse con tiento, aunque también él estaba irritado.
– No he pretendido faltarle a usted al respeto. Es sólo que los pagos no se han hecho según lo acordado, y no estoy acostumbrado a que los pactos se ignoren.
Encima de la mesa había una hoja de papel. Stalin se la pasó, haciéndola deslizarse sobre la superficie.
– Ahí verá usted la nueva cuenta en Suiza que solicitó. El mismo banco de antes. Cinco millones de dólares. Se ingresó esta mañana. Cubre todos los pagos debidos hasta la fecha.
Hayes quedó satisfecho. Llevaba diez años representando a la mafiya en sus ramificaciones estadounidenses. Millones de dólares se habían lavado por medio de instituciones financieras de Norteamérica, que encaminaban el dinero a actividades necesitadas de capital, casi siempre legales, más acostumbradas a comprar acciones, valores, oro y obras de arte. Pridgen & Woodworth había ganado millones de dólares en minutas por su gestión, siempre legítima, merced a una combinación de leyes norteamericanas favorables y de burócratas aún más favorables. Nadie conocía el origen del dinero, y, hasta la fecha, estas actividades no habían llamado la atención de los estamentos oficiales. Hayes había utilizado su trabajo de representación para ganar influencia en el bufete y atraerse una enorme cantidad de clientes extranjeros que acudían a él sencillamente porque sabía el modo en que había que hacer las cosas en la nueva Rusia: cómo servirse del miedo y de la angustia, cómo hacer que la incertidumbre se tornara en una buena amiga, si uno sabía cómo aliviarla. Y lo sabía.
Stalin sonrió con suficiencia.
– Este asunto se está haciendo de lo más rentable para usted, Taylor.
– Ya le dije que si me arriesgaba no era por hacer un poco de ejercicio saludable.
– No parece, no.
– ¿Qué quiso decir ayer? Lo de ampliar mi papel en todo este asunto.
– Quise decir lo que dije. Necesitamos que determinadas cosas se solucionen, y usted puede negarlo todo, llegado el momento.
– Quiero saber qué es lo que no me está contando.
– Créame: no tiene importancia, por el momento. No hay motivo de preocupación. Estamos siendo cautelosos, eso es todo.
Hayes se sacó del bolsillo del pantalón la tarjeta que Stalin le había dado el día antes.
– ¿Voy a tener que hacer la llamada?
Stalin se rió entre dientes.
– ¿Le resulta a usted atractivo ese concepto de la lealtad, que baste una orden suya para que unos hombres se tiren de cabeza al río?
– Lo que quiero saber es para qué pueden hacerme falta.
– Esperemos que no suceda. Hábleme ahora de la concentración de poder. ¿Qué se dijo hoy al respecto, en la sesión?
Hayes decidió dejar el asunto.
– El poder se concentrará en manos del Zar. Pero aún tenemos que ocuparnos del consejo de ministros y de la Duma.
Stalin sopesó la información.
– Parece formar parte de nuestra naturaleza, ser volubles. Monarquía, república, democracia, comunismo… Nada de eso funciona aquí.
Hizo una pausa. Luego, con una sonrisa, añadió:
– Gracias a Dios.
Hayes preguntó lo que verdaderamente quería saber:
– ¿Qué me dice de Stefan Baklanov? ¿Cooperará?
Stalin miró su reloj.
– Supongo que no tardará usted en obtener respuesta a esa pregunta.
Finca Calvero Verde
16:30
Hayes miró la escopeta con admiración: una Fox de dos cañones con culata turca de nogal, pulida a mano hasta darle brillantez. La empuñadura en forma de culata de pistola era fina y recta, con la parte delantera en forma de cola de castor y la base de caucho duro. Probó la báscula, de caja, con expulsores automáticos. Sabía que el precio oscilaba entre los siete mil dólares del modelo básico y los veinticinco mil de una pieza de exhibición. Un arma impresionante, en verdad.
– Le toca a usted -dijo Lenin.
Hayes se echó la escopeta al hombro y apuntó al cielo nubloso de la tarde. Estabilizó el cañón con un toque ligerísimo.
– ¡Pichón! -gritó con todas sus fuerzas.
De la torreta salió volando un pichón gris. Siguió el punto negro, adelantó la mirilla a su trayectoria, y disparó.
El blanco se desintegró en mil fragmentos.
– Es usted un buen tirador -dijo Khrushchev.
– La caza es mi pasión.
Pasaba como mínimo nueve semanas al año viajando por el mundo, de partida de caza en partida de caza. Caribúes y gansos en Canadá. Faisanes y cabras salvajes en Asia. Ciervos y zorros rojos en Europa. Antílopes y búfalos de El Cabo en África. Por no decir nada de los patos, venados, urogallos y pavos salvajes que perseguía normalmente por los Bosques del norte de Georgia y por los montes del oeste de Carolina del Norte. Su despacho de Atlanta estaba atestado de trofeos. Los dos últimos meses habían sido tan intensos que no había tenido tiempo ni de pegar unos tiros, de modo que esta excursión de ahora la había agradecido mucho.
Salió de Moscú nada más terminar su reunión con Stalin, y un coche, con su correspondiente chofer, lo llevó a una finca situada a algo menos de cincuenta kilómetros de la capital, en dirección sur. El edificio principal era verdaderamente encantador, con sus paredes de ladrillo rojo cubiertas de hiedra. Era propiedad de otro de los miembros de la Cancillería Secreta, George Ostanovich, que Hayes conocía mejor bajo el sobrenombre de Lenin.
Ostanovich procedía del ejército. Era un hombre flaco, cadavérico, con los ojos grises como el acero detrás de unas gruesas gafas. Nunca iba de uniforme, pero era general con experiencia en combate: había participado al mando de su batallón en el asalto de Grozny, al principio de la guerra chechena. Aquel acto de guerra le había costado un pulmón, de ahí que ahora el mero hecho de respirar le resultase muy penoso. Después de la guerra adoptó una postura pública muy crítica con respecto a Yeltsin y su débil política militar, y si no hubiera sido porque Yeltsin se vio apartado del poder, Ostanovich no habría logrado mantenerse en su empleo y cargo. A los militares de más graduación les preocupaba cuál podía ser su futuro bajo un nuevo Zar, de modo que la presencia del ejército en toda conspiración se consideraba de fundamental importancia, y Ostanovich había sido elegido para representar los intereses militares en la comisión.
Lenin se situó en la marca y se aprestó a disparar.
– Pichón -aulló.
Un segundo después hizo blanco a la primera.
– Excelente -dijo Hayes -. Ahora que el sol está cayendo, el tiro se hace cada vez más difícil.
El Presumible Heredero, Stefan Baklanov, se mantenía aparte, con su escopeta de un solo tiro en posición de carga. Baklanov era un hombre de baja estatura, con los ojos de color verde claro y una espesa barba al estilo Hemingway; se estaba quedando calvo y tenía barriga. Andaba cerca de los cincuenta y poseía un rostro desprovisto de toda expresión, al menos en apariencia, y eso era algo que preocupaba a Hayes. En el ámbito de lo político, que un candidato fuera o no capaz de gobernar era, las más de las veces, irrelevante. Lo importante era que diese la impresión de poder gobernar. Hayes no ponía en duda que, al final, los diecisiete miembros de la Comisión del Zar acabarían vendiéndose, con lo cual quedaban asegurados sus votos; pero, así y todo, había que presentarles un candidato adecuado y, lo que era aún más importante, ese tonto del bote tenía que ser capaz de llevar la cosa adelante, o, por lo menos, de dar eficaz cumplimiento a las órdenes que recibiera de los hombres que lo alzaron al trono.
Baklanov dio un paso adelante hasta situarse en la marca. Lenin y Khrushchev se apartaron.
– Por curiosidad -dijo Baklanov, con su voz de barítono-: ¿estamos hablando de monarquía absoluta?
– No hay otro modo de que pueda funcionar.
Hayes abrió la escopeta y extrajo el cartucho usado. Los cuatro hombres estaban solos en la terraza de ladrillo. En el hayedo que tenían a la vista empezaban a percibirse los primeros toques cobrizos del otoño. Más allá del pabellón, en la distancia, una manada de bisontes correteaba por campo abierto.
– ¿Tendré plenos poderes en lo militar? -preguntó Baklanov.
– Dentro de los límites de lo razonable -dijo Lenin-. Los tiempos de Nicolás ya pasaron. Ahora hay que tener en cuenta otros factores… más modernos.
– Y ¿seré comandante en jefe del ejército?
– ¿Cuál sería su política militar? -le preguntó Lenin.
– No tenía idea de que se me fuesen a tolerar políticas propias.
El sarcasmo era claro, y Hayes se dio cuenta de que a Lenin no le había gustado nada. También Baklanov pareció notarlo.
– Soy consciente, General, de que las fuerzas armadas están muy escasas de fondos y nuestra capacidad defensiva se ha visto muy mermada por la inestabilidad política. Pero no creo que nuestro destino dependa de ser una gran potencia militar. Los soviéticos arruinaron este país a base de fabricar bombas mientras las carreteras se deshacían en pedazos y la gente se moría de hambre. Nuestra misión estriba en satisfacer las necesidades básicas.
Hayes sabía que no era eso lo que Lenin quería oír. Los mandos del ejército ruso ganaban menos, a fin de mes, que un mercachifle callejero. Las viviendas militares se habían convertido poco menos que en chabolas. La maquinaria llevaba años sin el mantenimiento adecuado, y los equipos más sofisticados estaban ya casi obsoletos.
– Ni que decir tiene, General, que habrá partidas presupuestarias que corrijan las deficiencias del pasado. Nos hace falta un ejército fuerte, que cubra las necesidades de defensa.
Era clara señal de que Baklanov estaba dispuesto a transigir.
– Lo que me gustaría saber es si serán restituidas al Zar sus antiguas propiedades.
A Hayes estuvo a punto de escapársele una sonrisa. El Presumible Heredero parecía estar disfrutando con los aprietos de su huésped. La palabra rusa «zar» era corrupción de la latina «cæsar», y la analogía le pareció muy adecuada. Este hombre podría ser un César excelente. Poseía una arrogancia ilimitada, rayana en la estupidez. Baklanov quizá hubiera olvidado que, en la antigua Roma, los partidarios de César acabaron perdiendo la paciencia.
– ¿Qué tenía usted en mente? -preguntó Khrushchev.
Khrushchev -Maxim Zubarev- procedía del gobierno. Actuaba sin miramientos, con fanfarronería. Quizá, pensaba a menudo Hayes, lo hacía para compensar su cara de caballo y sus ojos arrugados, nada favorecedores. Representaba a un considerable número de funcionarios de la Administración Central moscovita que también estaban preocupados por su posible pérdida de influencia tras la restauración de la monarquía. Zubarev era consciente, y así lo había expresado muchas veces, de que el orden nacional existía sólo porque el pueblo admitía la autoridad del gobierno mientras la Comisión del Zar terminaba su tarea. Los altos cargos que quisieran sobrevivir a la mutación tendrían que adaptarse a toda prisa. De ahí su necesidad de tener voz en la manipulación subrepticia del sistema.
Baklanov miró de hito en hito a Khrushchev.
– Debo solicitar que se me restituya la propiedad de los palacios que pertenecían a mi familia en el momento de la revolución. Eran propiedad de los Romanov, y fueron ladrones quienes no la respetaron.
Lenin suspiro:
– ¿Cómo piensa usted mantenerlos, los palacios?
– No lo haré. De eso se ocupará el Estado, por supuesto. Pero quizá pudiéramos llegar a un acuerdo similar al que tiene la monarquía británica. Casi todos los palacios permanecerán abiertos al público, y el importe de las entradas irá a gastos de mantenimiento. Pero todas las propiedades e imágenes de la Corona pertenecerán a la Corona, que podrá conceder licencias de utilización al extranjero, previo pago de los correspondientes derechos. Así obtiene millones, todos los años, la corona británica.
Lenin se encogió de hombros:
– No veo problema. El pueblo, desde luego, no puede permitirse las monstruosidades esas.
– Ni que decir tiene -prosiguió Baklanov- que volveré a convertir el Palacio Catalina de Tsarskoe Selo en residencia de verano. En Moscú, quiero el control completo de los palacios del Kremlin, y las Facetas será el centro de mi corte.
– ¿Es usted consciente de lo que pueden costar semejantes extravagancias? -dijo Lenin.
Baklanov se quedó mirándolo.
– El pueblo no querrá que su Zar viva en una choza. Los costes son problema de ustedes, caballeros. La pompa y la solemnidad son consustanciales a la capacidad de gobierno.
Hayes admiró la osadía de aquel hombre. Le recordó al alcalde Jimmy Walker rebelándose contra los gerifaltes de Tammany Hall en el Nueva York de los años veinte. Pero tal actitud tenía sus riesgos. Walker terminó dimitiendo de su cargo, la gente quedó convencida de que era un rufián, y el Hall lo dejó caer, porque no obedecía las órdenes.
Baklanov asentó la culata de la escopeta en su resplandeciente bota derecha. Hayes admiró el traje de lana -de Savile Row, si no se equivocaba-, la camisa Charvet de algodón, la corbata Canali y el sombrero de fieltro con penacho de gamuza. Por lo menos, aquel ruso sabía presentarse.
– Los soviéticos invirtieron años y más años en hacernos aprender las maldades de los Romanov. Todo mentira, desde la primera hasta la última palabra -dijo Baklanov-. La gente quiere una monarquía con todo su boato. Que se entere el resto del mundo. Eso sólo puede lograrse con mucho espectáculo y mucha solemnidad. Empezaremos con una coronación muy bien montada, luego con un gesto de lealtad hacia su nuevo jefe de Estado por parte del pueblo… Digamos un millón de almas en la Plaza Roja. A continuación, los palacios serán una consecuencia lógica.
– Y ¿qué me dice de la corte? -le preguntó Lenin -. ¿Pondrá usted la capital en San Petersburgo?
– Sin duda alguna. Los comunistas eligieron Moscú. La vuelta a lo anterior será símbolo del cambio.
– Y ¿tendrá usted su propio surtido de grandes duques y duquesas? -preguntó Lenin, sin ocultar su disgusto.
– Por supuesto. Hay que preservar la sucesión.
– Pero usted desprecia a su familia -dijo Lenin.
– Mis hijos recibirán lo que por nacimiento les corresponde. Además de eso, crearé una nueva clase dirigente. ¿Qué mejor modo de recompensar a los patriotas que hicieron posible todo esto?
Khrushchev levantó la voz:
– Hay entre nosotros quienes desean un estamento de boyardos creado a partir de los nuevos ricos y las bandas organizadas. El pueblo espera que el Zar acabe con la mafiya, no que la premie.
Hayes se preguntó si Khrushchev habría sido tan osado si Stalin hubiera estado presente. Stalin y Brezhnev habían sido excluidos de la reunión, intencionadamente. La división había sido idea de Hayes, una variante del truco policía bueno-policía malo.
– Estoy de acuerdo -dijo Baklanov-. Una evolución lenta será buena para todos los implicados. Me interesa más que los herederos de mi sangre me hereden y que la dinastía Romanov siga adelante.
Los hijos de Baklanov, todos varones, estaban entre los veinticinco y los treinta y tres años. Odiaban a su padre como un solo hombre, pero la perspectiva de que el mayor fuera Zar y los otros dos, grandes duques, había aconsejado una tregua familiar. La mujer de Baklanov era una alcohólica sin remisión posible, pero era ortodoxa de nacimiento, rusa, con algo de sangre real. Se había pasado los últimos treinta años en un balneario austríaco, tratando de aplicarse la ley seca, y había asegurado en varias ocasiones a todo el que quería oiría que con mucho gusto abandonaría la botella a cambio de convertirse en Zarina de Todas las Rusias.
– La continuidad de la monarquía es algo que a todos nos interesa -dijo Lenin-. Su primogénito parece una persona razonable. Ha dado promesa de que seguirá aplicando los principios políticos que usted establezca.
– Y ¿cuáles serán mis principios políticos?
Hayes había estado esperando la oportunidad de intervenir:
– Hacer exactamente lo que nosotros digamos.
Estaba hasta las narices de andarse con miramientos ante aquel hijo de puta.
Baklanov no ocultó el enfado que le provocaba semejante salida de tono. Muy bien, pensó Hayes. Más le vale acostumbrarse.
– No era yo consciente de que fuéramos a tener a un norteamericano desempeñando un papel en esta transición.
Hayes ajustó la dureza de su mirada:
– Este norteamericano es quien está financiando su modo de vida.
Baklanov miró a Lenin.
– ¿Es eso cierto?
– Nosotros no tenemos ningún deseo de gastar nuestros rublos en usted. Los extranjeros se ofrecieron. Nosotros aceptamos. Ellos tienen mucho que ganar o que perder en los próximos años.
Hayes prosiguió:
– Nos aseguraremos de que sea usted el próximo Zar. Tendrá usted poder absoluto. Habrá una Duma, pero tendrá menos importancia que un toro castrado. Toda propuesta de ley tendrá que ser aprobada por usted y por el Consejo de Estado.
Baklanov asintió con un gesto de la cabeza.
– La filosofía de Stolypin: que la Duma sea un apéndice del Estado y que esté ahí para respaldar la política del gobierno, no para controlarla ni administrarla. Toda la soberanía para el monarca.
Petr Stolypin fue uno de los últimos cancilleres de Nicolás II. Tan cruel en su defensa del orden zarista, que el nudo de la horca utilizada para colgar a los campesinos rebeldes llegó a denominarse «corbata de Stolypin», y los vagones de tren con destino a Siberia, repletos de desterrados políticos, se llamaban «coches de Stolypin». Pero un revolucionario le pegó un tiro y lo mató, ante los ojos del propio Nicolás II, en la ópera de Kiev.
– Quizá quepa deducir alguna conclusión del modo en que terminó sus días Stolypin -dijo Hayes.
Baklanov no respondió, pero su barbado rostro dejó percibir que había comprendido la amenaza.
– ¿Cómo se elegirá el Consejo de Estado?
Lenin dijo:
– La mitad por elección, la mitad por designación directa suya.
– Es un intento -dijo Hayes- de añadir una pizca de democracia al proceso, en atención a las relaciones públicas. Pero nos aseguraremos de que el consejo sea controlable. En asuntos políticos, sólo nos escuchará usted a nosotros, exclusivamente. Ha hecho falta una enorme cantidad de esfuerzos para juntar a todo el mundo en este proyecto. Usted es la piedra angular. Lo comprendemos. La discreción será ventajosa para todos, de modo que no seremos nosotros quienes le critiquemos en público. Pero su obediencia no puede estar en duda, ni lo estará.
– ¿Y si me niego, una vez investido de la púrpura del poder?
– En ese caso -dijo Lenin-, tendrá usted el mismo destino que sus predecesores. Veamos. Iván V vivió toda su vida encerrado, sin comunicación con el mundo. Pedro II murió de una paliza. Pablo I fue estrangulado. Con Alejandro II acabó una bomba. A Nicolás II le pegaron un tiro. Ustedes, los Romanov, no parecen muy buenos evitando que los asesinen. No sería muy difícil organizarle una buena muerte. Luego, ya nos ocuparemos de que el siguiente Romanov sea más cooperativo.
Baklanov no dijo nada. Se limitó a volverse hacia los bosques que viraban al gris y cerrar su escopeta de un solo golpe. Dio un paso hacia el encargado de cancha.
Un disco surcó el aire.
Baklanov falló el tiro.
– Ay, ay, ay -dijo Khrushchev-. Va a haber que trabajar mucho para mejorarle la puntería.
Moscú, 20:30
A Lord le inquietaba que Hayes hubiera salido de la ciudad tan súbitamente. Se sentía más a gusto teniendo a su jefe cerca. Seguía muy nervioso por lo del día anterior, y resultaba que Ilya Zinov se había ido a dormir a casa, prometiéndole, eso sí, que estaría esperándolo en el vestíbulo del Voljov a las siete en punto de la mañana siguiente. Lord se había hecho a la idea de permanecer en su habitación, pero estaba muy inquieto y acabó bajando al bar a tomarse una copa.
Como de costumbre, había una mujer de edad sentada tras un mostrador de madera falsa, al final del pasillo del tercer piso: era imposible entrar o salir del ascensor sin pasar junto a ella. Era una dezhurnaya. Otra reliquia de tiempos de la Unión Soviética, cuando en cada planta de cada hotel había una mujer, perteneciente a la plantilla del KGB, que se ocupaba de facilitar el control de los huéspedes extranjeros. Ahora no pasaban de camareras complicadas.
– ¿Sale usted, señor Lord?
– Sólo voy al bar.
– ¿Asistió hoy a la reunión de la comisión?
Lord no había hecho ningún secreto de sus actividades en la comisión: todos los días salía y entraba con la credencial prendida de la solapa.
Dijo que sí con la cabeza.
– ¿Van a conseguirnos un nuevo Zar?
– ¿Es eso lo que usted quiere?
– Con todas mis ganas. Este país necesita un retorno a sus raíces. Ahí está el problema.
Había despertado la curiosidad de Lord.
– Estamos en un sitio enorme, con una facilidad extraordinaria para olvidar su pasado. El Zar, un Romanov, nos devolverá a nuestras raíces.
Por sus palabras, parecía orgullosa de sí misma.
– ¿Y si el que eligen no es un Romanov?
– No saldrá bien -declaró ella-. Dígales que ni se les pase por la cabeza. El pueblo quiere un Romanov. Lo más cerca posible de Nicolás II.
Charlaron un rato más, y Lord, antes de meterse en el ascensor, prometió a la mujer que transmitiría su punto de vista a la comisión.
Una vez abajo, se encaminó hacia el mismo salón en que se habían refugiado Hayes y él la tarde anterior, después de la agresión. Pasaba frente a uno de los restaurantes cuando vio un rostro conocido. Era el hombre de los archivos, con otras tres personas.
– Buenas noches, profesor Pashenko -dijo Lord en ruso, atrayéndose la atención del viejo.
– ¡Señor Lord! ¡Qué coincidencia! ¿Viene usted a cenar?
– Vivo en este hotel.
– Estoy con unos amigos. Cenamos aquí con frecuencia. El restaurante es muy bueno.
Pashenko presentó a sus acompañantes. Tras una breve charla, Lord se excusó:
– Me ha alegrado mucho volverlo a ver, profesor -dio un paso adelante, como para seguir su camino-. Iba a tomar una copa rápida antes de irme a dormir.
– ¿Puedo acompañarlo? -preguntó Pashenko-. Lo pasé tan bien charlando con usted…
Lord dudó un momento y luego dijo:
– Si le apetece… Siempre es de agradecer un poco de compañía.
Pashenko dio las buenas noches a sus amigos y entró con Lord en el salón. Un ligero popurrí de piezas de piano flotaba en el ambiente. Sólo la mitad de las mesas estaban ocupadas. Tomaron asiento, y Lord pidió al camarero que les trajese una jarrita de vodka.
– Desapareció usted de pronto, ayer -dijo Lord.
– Vi que estaba usted ocupado. Y ya le había hecho perder bastante tiempo.
Llegó el camarero con la vodka, y Pashenko se adelantó a pagar, sin darle tiempo a Lord de sacar la cartera. El norteamericano, recordando las palabras de la mujer del pasillo, dijo:
– ¿Puedo preguntarle una cosa, profesor?
– Por supuesto.
– Si a la comisión le diese por elegir a alguien que no fuera un Romanov, ¿cuál sería el efecto?
Pashenko sirvió vodka en ambos vasos.
– Sería un error. El trono pertenecía a la familia Romanov cuando llegó la revolución.
– Hay quien podría decir que Nicolás renunció al trono con su abdicación de marzo de 1917.
Pashenko se rió.
– Con una pistola en la sien. A nadie se le ocurriría alegar en serio que renunció libremente al trono y a la sucesión.
– ¿Quién cree usted que está más legitimado?
El ruso levantó una ceja.
– Difícil pregunta. ¿Conoce usted la ley sucesoria rusa?
Lord asintió con la cabeza.
– La instituyó el emperador Pablo, en 1797. Se establecieron cinco criterios. El sucesor ha de ser varón, siempre que haya alguno entre los posibles, herederos. Será de religión ortodoxa. Su madre y su mujer han de ser ortodoxas. Sólo podrá contraer matrimonio con una mujer de igual rango, perteneciente a una familia reinante. Y necesitará permiso del Zar para casarse. Si no cumples cualquiera de estos requisitos, puedes darte por eliminado.
Pashenko sonrió.
– Conoce usted bien nuestra historia. ¿Y qué pasa con el divorcio?
– Eso es algo que nunca preocupó a los rusos. No es extraordinario que una divorciada pase a formar parte de la familia real. Siempre me pareció interesante esa actitud. Devoción casi fanática por la religión ortodoxa, pero, al mismo tiempo, aceptación de las razones prácticas, en nombre de la política.
– ¿Es usted consciente de que no puede garantizarse que la Comisión del Zar cumpla la Ley de Sucesión?
– Estoy en el convencimiento de que no les queda otro remedio. La ley nunca fue derogada, salvo por decretos comunistas a los que nadie otorga validez en este momento.
Pashenko ladeó la cabeza.
– Pero la aplicación de los cinco requisitos excluiría literalmente a todos los pretendientes.
Ése era el punto que habían estado discutiendo Lord y Hayes. Aquel hombre tenía razón, la ley sucesoria planteaba un problema. Y los pocos Romanov que sobrevivieron a la revolución no estaban facilitando las cosas. Se habían escindido en cinco clanes bien diferenciados, sólo dos de los cuales -los Mijailovichi y los Vladimirovichi- poseían los vínculos genéticos suficientes como para competir por el trono.
– Es un verdadero dilema -dijo el profesor-. Pero la situación que se da aquí es muy insólita. Toda una familia reinante fue eliminada. Es fácil comprender que haya confusión en lo tocante a la sucesión. La comisión tendrá que resolver el rompecabezas y elegir un Zar válido que el pueblo pueda aceptar.
– Me preocupa el proceso. Baklanov asegura que varios de los Vladimirovichi son unos traidores. Me han dicho que se propone presentar pruebas que demuestren esta acusación, si alguno de sus nombres aparece entre los candidatos.
– Y ¿le preocupa a usted Baklanov?
– Mucho.
– ¿Ha descubierto usted algo que pueda poner en peligro su candidatura?
Lord negó con la cabeza.
– Nada que guarde relación con él. Es un Mijailovichi, el más cercano, por linaje, a Nicolás II. Es nieto de Xenia, hermana de Nicolás. Huyeron de Rusia a Dinamarca en 1917, cuando los bolcheviques se hicieron con el poder. Los siete hijos se criaron en Occidente, y acabaron dispersándose. Los padres de Baklanov vivieron en Alemania y en Francia. Él fue a los mejores colegios, pero no entro en la línea directa hasta las prematuras muertes de sus primos. Ahora es el varón de más edad. Aún no he encontrado nada que pueda perjudicarle.
Si quitamos, pensó, la posibilidad de que un descendiente directo de Nicolás y Alejandra ande por ahí dando vueltas. Pero ésa era una idea demasiado fantástica como para tenerla en consideración.
O, al menos, hasta ayer, eso parecía.
Pashenko se acercó el vaso de vodka al curtido rostro.
– Conozco bien a Baklanov. Su único problema puede ser su mujer. Es ortodoxa, con un toque de sangre real. Pero, por supuesto, no pertenece a ninguna casa reinante. ¿Cómo iba a pertenecer? Quedan tan pocas. Seguramente, los Vladimirovichi dirán que eso la descalifica, pero, a mi modo de ver, la comisión no tendrá más remedio que obviar ese requisito. Me temo que nadie lo cumple. Y, desde luego, ninguno de los descendientes que aún viven puede aducir que el Zar autorizó su matrimonio, porque llevamos decenios sin Zar.
Lord ya había llegado, él también, a esa conclusión.
– No creo que el pueblo ruso tenga en cuenta la cuestión del matrimonio -prosiguió Pashenko-. Tendrá muchísima más importancia lo que el nuevo Zar y la Zarina hagan después. Estos sobrevivientes de los Romanov pueden ser bastante mezquinos. Tienen antecedentes de conflictos internos. Algo que no puede tolerarse, y menos en público, en la comisión.
Recordando de nuevo la nota de Lenin y el mensaje de Alejandra, Lord decidió comprobar hasta dónde sabía Pashenko.
– ¿Ha vuelto usted a pensar en lo que le enseñé el otro día, en los archivos?
El profesor sonrió.
– Entiendo su preocupación. ¿Qué pasa si hay un descendiente directo de Nicolás II que aún esté con vida? Con ello quedarían invalidadas las aspiraciones de todos los Romanov, excepto el descendiente directo. ¿No irá usted a creer, señor Lord, que alguien sobrevivió a la matanza de Ekaterimburgo?
– No sé qué creer. Pero no, si los relatos en que se describe la matanza son correctos, no hubo sobrevivientes. El caso, no obstante, es que Lenin parece poner en duda los informes. Y, bueno, el tal Yurovsky en ningún caso habría informado a Moscú, si le hubieran faltado dos cadáveres.
– Estoy de acuerdo. Aunque ahora hay pruebas evidentes de que así ocurrió. Los huesos de Alexis y Anastasia se han esfumado.
Lord recordó que habían sido Alexander Audonin, geólogo retirado, y Geli Ryabov, cineasta, quienes en 1979 localizaron el sitio en que Yurovsky y sus esbirros habían enterrado a la familia imperial. Se pasaron meses entrevistando a familiares de los guardias y de miembros del Soviet del Ural y recuperando documentos y libros desaparecidos: uno de ellos era un manuscrito del propio Yurovsky, y lo consiguieron por mediación del primogénito del ejecutor; este texto llenó muchas lagunas y aportó detalles exactos de dónde estaban enterrados los cuerpos. Pero el clima político soviético hizo entonces que nadie se atreviera a revelar lo descubierto, y mucho menos a buscar los cuerpos. Audonin y Ryabov no siguieron sus propias pistas y exhumaron los esqueletos hasta 1991 -caído ya el régimen comunista-. Luego se procedió a su identificación positiva mediante análisis del ADN. Pashenko tenía razón: de la tierra sólo se extrajeron nueve esqueletos. En años posteriores hubo rigurosas búsquedas en la tumba, pero los restos de los dos hijos menores de Nicolás II nunca aparecieron.
– Puede que los enterraran en otro sitio, sencillamente -señaló Pashenko.
– Pero ¿a qué se refiere Lenin cuando dice que los informes sobre lo sucedido en Ekaterimburgo no son enteramente ciertos?
– Es difícil saberlo. Lenin era un tipo muy complicado. No cabe dudar de que fue él quien ordenó la ejecución de toda la familia. Los documentos demuestran fehacientemente que las órdenes llegaron de Moscú y que llevaban la aprobación personal de Lenin. Lo que menos le convenía en este mundo era que el Ejército Blanco liberara al Zar. Los Blancos no eran monárquicos, pero aquella acción podría haber ofrecido un punto de unión a partir del cual se produjera el fin de la revolución.
– ¿A qué cree usted que se refería al escribir: la información relativa a Félix Yusúpov corrobora la aparente falsedad de los informes sobre Ekaterimburgo?
– Eso, desde luego, es interesante. He estado dándole vueltas, junto a lo que cuenta Alejandra que le dijo Rasputín. Son datos nuevos, señor Lord. Me considero bastante informado en lo tocante a la historia de los Zares, pero nunca había leído nada que relacionase a Yusúpov con la familia real después de 1918.
Se llenó de nuevo el vaso.
– Yusúpov mató a Rasputín. No faltan quienes dicen que ello aceleró la caída de la monarquía. Ambos, Nicolás y Alejandra, odiaban a Yusúpov por lo que había hecho.
– Lo cual contribuye al misterio. ¿Por qué iba la familia real a querer relacionarse con él?
– Si no me engaña la memoria, los duques y las duquesas, en su mayor parte, aplaudieron la decisión de matar al starets.
– Muy cierto. Y ése fue, quizá, el peor daño que hizo Rasputín: dividir a la familia real en dos facciones, Nicolás y Alejandra contra todos los demás.
– Rasputín es un enigma -dijo Lord-. Un campesino de Siberia capaz de influir directamente en el Zar de Todas las Rusias. Un charlatán dotado de poder imperial.
– Muchos pondrían en duda que fuese un charlatán. Gran cantidad de sus profecías se ha cumplido. Dijo que el zarevich no moriría de hemofilia, y no fue de eso de lo que murió. Predijo que la emperatriz Alejandra vería el sitio en que él nació, en Siberia, y lo vio, camino de Tobolsk, prisionera. También dijo que si un miembro de la familia real le daba muerte la familia real no sobreviviría dos años. Yusúpov se casó con una sobrina de los Zares, mató al starets en diciembre de 1916, y la familia Romanov fue ejecutada diecinueve meses después. No está nada mal para un charlatán.
A Lord no le impresionaban los santos varones en conexión directa con Dios. Su padre pretendió ser uno de ellos. Miles de personas se amontonaban en los servicios que dirigía, para oírlo predicar a gritos la palabra y verlo curar a los enfermos. Ni que decir tiene que todo ello quedaba olvidado unas horas después, cuando una de las mujeres del coro llegaba a su habitación. Había leído mucho sobre Rasputín y cómo seducía a las mujeres por el mismo método.
Se desprendió de todo pensamiento relativo a su padre y dijo:
– No se ha demostrado que ninguna de las predicciones de Rasputín se pusiera por escrito estando él en vida. Casi todas ellas proceden de una época posterior, de su hija, que parecía convencida de que su destino en la vida consistía en limpiar la memoria de su padre. He leído el libro que escribió.
– Eso puede haber sido cierto hasta ahora.
– ¿Qué quiere usted decir?
– Alejandra menciona lo de que la familia real moriría antes de transcurrir dos años. La fecha que hay en el papel es de su propia mano: 28 de octubre de 1916. Eso es dos meses antes de que mataran a Rasputín. Algo le dijo éste, al parecer. Según ella, una profecía. Y la recogió por escrito. De modo que tiene en su posesión un importante documento histórico, señor Lord.
Lord no había valorado en toda su importancia las consecuencias de su descubrimiento, pero el profesor tenía razón.
– ¿Piensa usted ir a San Petersburgo? -le preguntó Pashenko.
– No lo había pensado hasta ahora, pero creo que sí, que iré.
– Buena decisión. Sus credenciales pueden darle acceso a partes del archivo que ninguno de nosotros ha logrado ver. Puede que haya más cosas que descubrir, sobre todo porque ahora ya sabe usted qué buscar.
– Ése es el auténtico problema, profesor: la verdad es que no sé qué estoy buscando.
El catedrático no dio la impresión de inquietarse al respecto:
– No se preocupe. Tengo la sensación de que se las apañará usted muy bien.
San Petersburgo
Jueves, 14 de octubre
12:30
Lord se fue instalando en el archivo, situado en el cuarto piso de un edificio posrevolucionario al que se entraba por la muy transitada Nevsky Prospekt. Había conseguido dos plazas en el vuelo Moscú-San Petersburgo de Aeroflot de las nueve de la mañana. El vuelo fue tranquilo, pero le puso los nervios de punta, porque los cortes presupuestarios y la falta de personal bien adiestrado estaban causando serios problemas a la compañía nacional rusa. Pero iba con prisa y no tenía tiempo para hacerse los mil trescientos kilómetros, ida y vuelta, en coche o en tren.
Ilya Zinov lo estaba esperando en el vestíbulo del Voljov a las siete de la mañana, tal como había prometido, listo para una nueva jornada de labores de escolta. El ruso se sorprendió cuando Lord le dijo que lo llevase al aeropuerto y quiso llamar a Taylor Hayes en solicitud de instrucciones al respecto, pero Lord puso en su conocimiento que Hayes no estaba en Moscú y que no había dejado ningún número de teléfono donde localizarlo. Desgraciadamente, el vuelo de vuelta de por la tarde estaba completo, de modo que Lord había reservado dos billetes para el tren nocturno de San Petersburgo a Moscú.
Moscú proyectaba una atmósfera de realidad, con sus calles sucias y sus estructuras sin imaginación, pero San Petersburgo era una ciudad encantada, de palacios barrocos, catedrales y canales. Mientras el resto del país dormitaba bajo un manto de gris monotonía, aquí, la vista se emocionaba ante el granito rosa y amarillo y ante el estuco verde. Recordó la descripción que de la ciudad hacía el novelista ruso Nikolai Gógol: Todo en ella respiraba falsedad. Entonces, como ahora, la ciudad daba la impresión de estar muy ocupada consigo misma, eran italianos sus grandes arquitectos, su trazado poseía un toque europeo claramente perceptible. Fue capital de Rusia hasta que los comunistas ocuparon el poder, en 1917, y ahora se estudiaba seriamente la posibilidad de volver a situar en ella el centro del poder, una vez coronado el nuevo Zar.
A Lord le pareció bastante escaso el tráfico desde el aeropuerto hacia el sur de San Petersburgo, sobre todo para un día laborable en una ciudad de cinco millones de habitantes. Al principio manifestaron algún recelo ante sus credenciales, pero una llamada a Moscú confirmó su identidad, lo que bastó para que le dieran acceso a la totalidad de los archivos, incluidos los Documentos Protegidos.
Entre los papeles depositados en San Petersburgo había un verdadero tesoro de textos escritos a mano por Nicolás, Alejandra y Lenin. Y, como había afirmado Semyon Pashenko, allí estaban los diarios del Zar y la Zarina, así como sus cartas personales, todo ello traído de Tsarskoe Selo y Ekaterimburgo, tras el asesinato de la familia real.
Lo que brotaba de las páginas era un retrato de dos personas claramente enamoradas. Alejandra escribía con el estilo de un poeta romántico, y sus textos estaban salpicados de manifestaciones de pasión carnal. Lord se pasó dos horas revisando las cajas que contenían su correspondencia, más que para encontrar nada, para hacerse una idea de cómo componía sus pensamientos esa mujer tan compleja y tan intensa.
Fue a media tarde cuando dio con un conjunto de diarios de 1916. Los tomos, encuadernados, estaban metidos con calzador en una mohosa caja de cartón con la etiqueta N & A. Nunca dejaba de sorprenderle el modo en que los rusos ordenaban los archivos. Muchísimo cuidado en la creación, pero muy poco en la conservación. Los diarios estaban en orden cronológico; las anotaciones de portada de cada uno de los tomos encuadernados en tela indicaban que casi todos eran regalo de las hijas de Alejandra. Algunos de ellos llevaban una esvástica bordada en la tapa. Resultaba raro verlo, pero Lord sabía que antes de que Hitler lo adoptara aquel signo significaba bienestar, de ahí que Alejandra lo utilizase abundantemente.
Hojeó varios tomos y no encontró nada que se saliera de las alharacas expresivas habituales entre dos prisioneros del amor. Luego tropezó con dos rimeros de correspondencia. Extrajo de su maletín la fotocopia que había hecho de la carta dirigida por Alejandra a Nicolás con fecha de 28 de octubre de 1916. Tras comparar la copia con el original, llegó a la conclusión de que la caligrafía y el muy recargado borde de hojas y florecillas eran idénticos.
¿Por qué habían puesto aparte precisamente esta carta, en Moscú?
Otra más de las purgas efectuadas por los soviéticos en la historia de los Zares, supuso. O pura y simple paranoia. Pero ¿qué era lo que otorgaba tanta importancia a esta carta como para conservarla en una bolsa con instrucción de no abrirla hasta pasados veinticinco años? Una cosa era cierta. Semyon Pashenko tenía razón. Lord tenía en las manos un documento de gran importancia histórica.
Pasó el resto de la tarde revisando todo lo que pudo encontrar sobre Lenin. Eran ya casi las cuatro cuando se fijó en aquel hombre. Era bajo y delgado, tenía los ojos acuosos. Por alguna razón, llevaba un traje beis con bolsas en las rodillas y en los codos. En varias ocasiones, Lord pensó que la mirada del extraño se demoraba en él más de lo debido. Pero cerca vigilaba Zinov, y Lord atribuyó sus sospechas a la paranoia, y se dijo que debía mantener la calma.
A eso de las cinco volvió a encontrar otro documento de puño y letra de Lenin. En principio, no le pareció muy relevante, pero luego le llamó la atención el nombre de Yusúpov, llevándolo a tender un puente mental con la nota de Moscú:
Félix Yusúpov vive en la rué Gutenberg, cerca del Bosque de Bolonia. Mantiene abundantes contactos con la población de aristócratas rusos que ha invadido París. Los muy tontos creen que la revolución perecerá y que pronto recuperaran su posición y sus riquezas. Me cuentan que la viuda de un antiguo noble vive con las maletas hechas, convencida de que no tardará en partir con destino a su casa. Mis agentes me han pasado información sobre la correspondencia entre Yusúpov y Kolya Maks. Tres cartas, por lo menos. Hay en ello motivo de preocupación. Me doy cuenta ahora del error que cometimos al confiar en el Soviet del Ural para que se ocupara de las ejecuciones. Los informes en marcha se hacen cada vez más inquietantes. Ya tenemos arrestada a una mujer que dice ser Anastasia. Nos llamó la atención por sus constantes cartas a Jorge V de Inglaterra, solicitándole ayuda para escapar. El Comité del Ural informa de que dos de las hijas del Zar están escondidas en un pueblo remoto. Según ellos las identifican, son María y Anastasia. He enviado agentes a que lo comprueben. En Berlín ha hecho aparición otra mujer que afirma, con mucha rotundidad, ser Anastasia. Los informadores dicen que su parecido con la hija del Zar es sorprendente.
Todo ello resulta inquietante. Si no fuera por el temor que me suscita lo sucedido en Ekaterimburgo, no dudaría en negar toda verosimilitud a estos informes. Pero me temo que haya bastante más. Tendríamos que haber dado muerte a Yusúpov con los demás burgueses. Algo se centra en ese estúpido asno. No oculta su odio a nuestro gobierno. Su mujer lleva sangre Romanov en las venas, y no falta quien ha hablado de restauración con él en el trono de los Zares. Son sueños tontos que los tontos sueñan. La Patria está perdida para ellos. Eso, al menos, deberían comprenderlo.
Siguió leyendo hasta el final de la página, pero no encontró ninguna otra referencia a Félix Yusúpov. A Lenin, sin duda, le preocupaba que Yurovsky, el encargado de ejecutar a los Romanov en Ekaterimburgo, hubiera falseado el informe sobre lo ocurrido.
¿Murieron once personas en aquel sótano, o sólo nueve?
¿O quizá ocho?
¿Cómo saberlo?
Lord se acordó de los pretendientes al trono surgidos en los años veinte. Lenin aludía a la mujer aparecida en Berlín. Llegó a ser conocida por el nombre de Anna Anderson, y fue la más celebrada de las sucesivas pretendientes. Su historia se narró con todo detalle en películas y libros, y se pasó decenios bajo la luz de los focos, manteniendo tercamente, hasta su fallecimiento en 1984, que era la hija menor de los Zares. Pero las pruebas de ADN que se practicaron post mortem en sus restos demostraron sin atisbo de duda que aquella mujer no tenía ninguna relación, de ningún tipo, con los Romanov.
Había también un relato muy convincente que circuló por Europa en los años veinte. Según se contaba en él, Alejandra y sus hijas no fueron ejecutadas en Ekaterimburgo, sino que las habían hecho desaparecer, como por arte de magia, antes de que mataran a Nicolás y Alexis. Se suponía que las mujeres estaban retenidas en Perm, una ciudad de provincias no lejos de Ekaterimburgo. Lord recordaba un libro, El expediente del Zar, que daba toda clase de detalles en su intento de demostrar esas afirmaciones. Pero hubo documentos posteriores -a los que no había tenido acceso el autor del libro- que demostraban sin duda alguna que Alejandra y, por lo menos, tres de sus hijas murieron en Ekaterimburgo.
Todo era muy confuso, resultaba dificilísimo distinguir lo verdadero de lo fingido. Qué razón tenía Churchill cuando dijo: Rusia es un acertijo envuelto en un misterio, en el interior de un enigma.
Extrajo de su cartera de mano otra fotocopia que había hecho en el archivo de Moscú. Iba unida a una nota escrita a mano por Lenin. Este documento no se lo había enseñado ni a Hayes ni a Semyon Pashenko, porque, de hecho, carecía de relevancia. Hasta ahora.
Era copia mecanografiada de una declaración hecha bajo juramento por uno de los guardias de Ekaterimburgo; llevaba fecha de 18 de octubre, tres meses después de la muerte de los Romanov.
El Zar ya no era joven, se le estaba poniendo blanca la barba. Llevaba a diario una camisa de soldado, sujeta por la cintura por un cinturón con hebilla. Su mirada era bondadosa, y me dio la impresión de ser una persona sencilla, abierta y habladora. Hubo veces en que pensé que iba a dirigirme la palabra. Parecía que le gustaba hablar. La Zarina no se le asemejaba en nada. Parecía bastante estricta y tenía el porte y las maneras de una gran dama. De vez en cuando, los guardias, en nuestras charlas, decíamos que tenía toda la pinta que cabía esperar de una Zarina. Parecía mayor que el Zar. Se le veían claramente las canas de las sienes, y su rostro no era el de una mujer joven. Todos mis malos sentimientos con respecto al Zar se esfumaron cuando llevaba ya cierto tiempo formando parte de la guardia. Tras haberlos visto varias veces, empecé a considerarlos de un modo completamente distinto. Empezaron a darme pena. Me daban pena como seres humanos. Estaba deseando que terminaran sus padecimientos. Pero fui consciente de lo que iba a pasar. Su suerte estaba echada, por lo que oíamos. Yurovsky se ocupó de que todos comprendiéramos bien en qué iba a consistir nuestra tarea. Al cabo de un tiempo, empecé a decirme a mí mismo que algo había que hacer para permitirles escapar.
¿Qué era lo que había encontrado? Y ¿cómo podía ser que nadie lo hubiera encontrado antes? Pero había que tener en cuenta que los archivos llevaban pocos años abiertos al público. En su mayor parte, los Documentos Protegidos seguían vedados a casi todos los investigadores, y el puro caos del sistema de clasificación ruso convertía el hallazgo de algún papel en una mera cuestión de suerte.
Tenía que regresar a Moscú y poner el asunto en conocimiento de Taylor Hayes. Era posible que la candidatura de Stefan Baklanov fuera puesta en tela de juicio. Podía haber por ahí un pretendiente cuya línea de sangre estuviera más cerca de Nicolás II que la de Baklanov. La prensa sensacionalista y las novelas populares siempre habían proclamado la existencia de un pretendiente. Una productora cinematográfica había llegado incluso a distribuir una película de dibujos animados en que se postulaba la supervivencia de Anastasia ante millones de niños. Pero lo mismo se decía de Elvis y de Jimmy Hoffa: las conjeturas nunca faltaban, pero las pruebas sí.
¿O no?
Hayes colgó el teléfono y trató de controlar su mal humor. Se había desplazado de Moscú a Calvero Verde tanto por trabajo como por placer. Había dejado recado a Lord, en el hotel, de que había tenido que salir de la ciudad y de que siguiera con su trabajo en los archivos, asegurándole que se pondría en contacto a media tarde. Intencionadamente, no facilitó ningún modo de localizarle. Pero Ilya Zinov recibió instrucciones de estar muy atento a lo que hacía Lord e informar de todo.
– Era Zinov -dijo-. Lord ha pasado el día en San Petersburgo, buscando en el archivo.
– ¿No estaba usted al corriente? -le preguntó Lenin.
– No, en absoluto. Lo suponía en Moscú, trabajando. Zinov acaba de decirme que Lord le pidió que lo llevara al aeropuerto esta mañana. Vuelven esta noche a Moscú, en el Flecha Roja.
Khrushchev no ocultó su inquietud. Cosa rara en él, pensó Hayes. El más tranquilo de los cinco era precisamente el representante del gobierno: rara vez levantaba la voz. Se controlaba con la vodka, observando aparentemente a los demás, quizá convencido de que estar sobrio le otorgaba ventaja.
Stefan Baklanov se había marchado de Calvero Verde, para ser conducido, al día siguiente, a otra finca no muy lejana, donde podía mantenérsele encerrado hasta que hiciera su primera aparición ante la comisión, dentro de dos días. Eran un poco más de las siete de la tarde y Hayes ya tenía que haber emprendido su regreso a Moscú. Estaba a punto de salir cuando le llegó la llamada de San Petersburgo.
– Zinov se escabulló un momento y llamó a sus superiores, que le dieron este teléfono -dijo Hayes-. También dijo que Lord habló ayer, en Moscú, con un tal Semyon Pashenko. El conserje del hotel dijo a Zinov, esta mañana, que Lord estuvo tomando unas copas con ese mismo individuo ayer por la noche.
– ¿Qué descripción ha dado? -preguntó Khrushchev.
– Rondando los sesenta años. Delgado. Ojos azul claro. Calvo. Un comienzo de barba completa.
Hayes tomó nota de la mirada que intercambiaron Lenin y Khrushchev. Llevaba toda la semana notando que le ocultaban algo, y cada vez le gustaba menos la situación.
– ¿De quién se trata? Porque está claro que ustedes lo saben.
Lenin suspiró:
– Un problema.
– Hasta ahí llego. Entremos en detalles.
Khrushchev dijo:
– ¿Ha oído usted hablar de la Santa Agrupación?
Hayes negó con la cabeza.
– En el siglo xix, el hermano del Zar Alejandro II puso en marcha un grupo que respondía a tal nombre. En aquella época era tremendo el miedo a ser asesinado. Alejandro acababa de liberar a los siervos y no era muy querido. La Santa Agrupación era una especie de broma. Nada más que unos aristócratas comprometidos, bajo palabra, a defender la vida del Zar. En realidad apenas si alcanzaban a defenderse ellos y, al final, a Alejandro lo mató la bomba de un asesino. Pashenko lidera en la actualidad un grupo que no puede considerarse de aficionados. Su Santa Agrupación se formó en algún momento de los años veinte, por lo que hemos podido averiguar, y ha sobrevivido hasta ahora.
– Eso es ya después del asesinato de Nicolás II y su familia -dijo Hayes-. No había ningún Zar a quien proteger.
– Ahí está el problema -dijo Lenin-. Corre persistentemente el rumor, desde hace decenios, de que algún descendiente de Nicolás sobrevivió a la matanza.
– Tonterías -dijo Hayes-. Me he leído todo lo que hay sobre los pretendientes. Son una panda de majaretas. Todos y cada uno de ellos.
– Quizá. Pero la Santa Agrupación sigue existiendo.
– ¿Tiene esto algo que ver con lo que Lord encontró en los archivos?
– Todo, tiene que ver todo -dijo Lenin-. Y ahora que Pashenko ha establecido contacto por dos veces, hay que ocuparse de Lord cuanto antes.
– ¿Otro golpe de mano?
– Sin duda alguna. Y esta misma noche.
Hayes decidió no discutir los pros y los contras.
– ¿Cómo se supone que voy a enviar a alguien a San Petersburgo antes de medianoche?
– Puede arreglarse el transporte por vía aérea.
– ¿Pueden explicarme a qué viene la urgencia?
– Francamente -dijo Khrushchev-, los detalles carecen de importancia. Baste decir que este problema puede poner en peligro todo lo que estamos intentando conseguir. Ese Lord es, al parecer, un espíritu libre. Alguien a quien no se puede controlar. No podemos correr más riesgos. Utilice usted el número de teléfono que le dimos y que vayan unos cuantos hombres. A ese chornye no se le puede permitir que regrese vivo a Moscú.
San Petersburgo, 23:30
Lord y su guardaespaldas llegaron a la estación de ferrocarril. Por los andenes de cemento había un intenso tráfico de personas, todas ellas muy abrigadas, algunas con cuello de astracán, casi todas llevando a cuestas grandes maletas o bolsas de la compra. Nadie parecía fijarse en Lord. Y, quitado el hombre que le pareció sospechoso, en el archivo, llevaba todo el día sin haber experimentado la menor sensación de peligro.
Zinov y él habían cenado estupendamente en el Gran Hotel Europa, y luego habían hecho tiempo escuchando un cuarteto de cuerda en uno de los salones. Lord quiso ir andando por la Nevsky Prospekt, pero a Zinov no lo convencía semejante paseo nocturno por las calles. De modo que permanecieron en el hotel hasta que llegó la hora de coger un taxi y trasladarse directamente a la estación, con el tiempo justo para abordar el tren.
Era una noche fría, y la Plaza de Levantamiento presentaba un tráfico muy cargado. Lord imaginó los sangrientos enfrentamientos entre la policía zarista y los manifestantes que pusieron en marcha la revolución de 1917; la batalla por el control de la plaza se prolongó por espacio de dos días. La estación de ferrocarril, en cambio, era de creación estalinista, y su grandiosa fachada verde y blanca era más propia de un palacio que de una terminal de tren. Al lado se prolongaban las obras de la terminal de una línea de alta velocidad que llegaría hasta Moscú. El proyecto, con un presupuesto de miles de millones de dólares, era de una compañía de obras públicas de Illinois que actuaba por mediación de una empresa británica de ingeniería; y el arquitecto principal había asistido el día antes a la reunión del Voljov, donde manifestó una comprensible preocupación por el futuro.
Lord había reservado un compartimento de dos cuchetas. Conocía el Flecha Roja de otros varios viajes anteriores y recordaba los días en que las sábanas y los colchones estaban sucios y los compartimentos algo menos que limpios. Pero las cosas habían cambiado: este tren, ahora, estaba considerado como uno de los más lujosos de Europa.
El tren salió con puntualidad, a las 23:55, lo cual suponía que llegarían a Moscú a las 7:55 de la mañana siguiente. Seiscientos cincuenta kilómetros en ocho horas.
– No tengo mucho sueño -le dijo a Zinov-. Creo que voy a irme al bar a tomar una copa. Quédate aquí, si quieres.
Zinov asintió y dijo que se echaría en seguida a dormir. Lord salió de su compartimento y recorrió otros dos coches cama por un pasillo estrecho, con anchura para una sola persona. Le irritó los ojos el humo de carbón de los samovares que había al final de cada coche.
En el bar había unos sillones de cuero muy confortables y adornos decorativos de caoba. Ocupó una mesa de ventanilla y estuvo viendo pasar el paisaje, gracias a la escasa iluminación del local.
Pidió una Pepsi, porque no tenía el estómago para vodka, y abrió su cartera de mano para revisar sus primeras notas sobre los documentos que había descubierto. Estaba convencido de haber hecho un hallazgo, y le habría gustado saber qué efecto iba a tener el asunto en los pretendidos derechos de Stefan Baklanov a acceder al trono.
Era mucho lo que estaba en juego, no sólo para Rusia, sino también para las compañías representadas por Pridgen & Woodworth. Lord no quería hacer nada que comprometiese el futuro de éstas, ni el de Rusia, ni el suyo propio dentro del bufete.
Pero no le cabía negar que sus dudas iban en aumento.
Se frotó los ojos. Estaba cansado, puñeta. Estaba bastante acostumbrado a trasnochar, pero la tensión de las últimas semanas estaba empezando a pesar en él.
Se recostó en el mullido sillón de cuero y bebió un sorbo de su vaso. Desde luego que sobre estas cosas no se enseñaba nada en la Facultad de Derecho. Y diez años de abrirse paso en el bufete tampoco le habían preparado. Se suponía que los abogados como él trabajaban en sus despachos, en los juzgados, en las bibliotecas jurídicas, desempeñando una actividad cuyo único punto de intriga era cómo minutar el número de horas suficiente para que el esfuerzo resultara rentable, y cómo granjearse el reconocimiento de los socios más veteranos, como Taylor Hayes -es decir: de las personas que, a la larga, decidirían su futuro.
Las personas a quienes deseaba causar buena impresión.
Como su padre.
Aún veía a Grover Lord en su ataúd, de ceniza los labios y el rostro, cerrada por la muerte la boca que tanto había cantado las alabanzas de Dios. Llevaba puesto uno de sus mejores trajes y lucía en la corbata el nudo que siempre le había gustado al reverendo. Tampoco faltaban los gemelos de oro, ni el reloj. Lord recordó haber pensado que esas tres joyas podrían haber subvencionado buena parte de sus estudios. Unos miles de fieles acudieron al funeral: desmayos, gritos, cánticos. Su madre habría querido que Lord pronunciara unas palabras, pero ¿qué decir? Aquel tipo había sido un charlatán, un hipócrita, un pésimo padre; pero tampoco era cosa de proclamarlo en público. Se negó a hablar, y su madre nunca se lo perdonó. Las relaciones entre ambos seguían siendo muy frías, aún ahora. Ella estaba muy orgullosa de haber sido la mujer de Grover Lord.
Se volvió a frotar los ojos, porque el sueño empezaba a apoderarse de él.
Su mirada se desplazó a lo largo del vagón, hasta los rostros de quienes acababan de levantarse para un refrigerio de última hora. Un hombre le llamó la atención. Joven, rubio, bajo y fornido. Estaba ahí sentado, solo, bebiendo algo de color claro; y la presencia de este hombre le provocó un escalofrío a todo lo largo de la espina dorsal. ¿Representaba una amenaza? Su pregunta halló respuesta al llegar una joven con un niño pequeño. Se sentaron ambos con aquel hombre y todos emprendieron la charla.
Lord se dijo que debía tomarse las cosas con más tranquilidad.
Pero entonces vio al otro extremo del vagón a un hombre de mediana edad, con una botella de cerveza en el regazo, el rostro delgado y adusto, los labios finos, los mismos ojos húmedos y angustiados que Lord había visto aquella tarde.
El hombre del archivo, que seguía con el mismo traje beis con bolsas en las rodillas y en los codos.
Lord se puso en guardia.
Demasiada coincidencia.
Tendría que haber vuelto junto a Zinov, pero no lo hizo, para que no se le notara tanto la inquietud. De modo que se echó al coleto el resto de la Pepsi y, a continuación, cerró con lentitud su cartera de mano. Se puso en pie y arrojó unos rublos sobre la mesa. Todo ello lo hacía con la esperanza de dar una imagen de tranquilidad, pero luego, al salir por la puerta de cristal, vio que el reflejo de aquel hombre se abalanzaba sobre él.
Abrió de par en par la puerta corredera y salió a toda prisa de la sala, no sin haber vuelto a cerrar con violencia. Cuando se volvía hacia el último coche vio que el hombre continuaba avanzando.
Mierda.
Siguió adelante y entró en el coche en que estaba su compartimento. Un rápido vistazo atrás le permitió ver que el hombre entraba también en el coche, sin detenerse.
Abrió la puerta de su compartimento.
Zinov se había marchado.
Volvió a cerrar la puerta. Podía ser que su guardaespaldas hubiera ido al servicio. Echó a correr por el pasillo adelante y tomó una ligera curva que conducía a la salida más alejada. La puerta del servicio estaba cerrada, sin el cartel de OCUPADO puesto.
Abrió.
Vacío.
¿Dónde demonios estaba Zinov?
Se metió en el servicio, pero antes abrió la puerta de acceso al vagón siguiente, para que pareciese que alguien la acababa de franquear. Cerró la puerta del servicio, sin poner la señal de OCUPADO, para que no se viese desde fuera.
Se quedó muy quieto, apoyado contra la puerta de acero inoxidable, respirando pesadamente. Le latía con mucha fuerza el corazón. Oyó pasos acercándose y cruzó los brazos a la altura del pecho, dispuesto a utilizar su cartera de mano a guisa de arma. A través de la puerta le llegó el ruido rasposo del paso entre vagón y vagón al abrirse.
Un segundo después se cerró.
Dejó transcurrir todo un minuto, sin oír nada. Abrió una rendija para mirar: no había nadie a la vista. Cerró la puerta de golpe y echó el pestillo. Era la segunda vez en dos días que se salvaba por piernas de una muerte cierta. Colocó la cartera de mano encima de la tapa del váter y se tomó un tiempo para limpiarse el sudor ante el lavabo, en cuyo borde alguien había olvidado un envase de desinfectante. Utilizó el spray para limpiar la pastilla de jabón y luego se lavó la cara y las manos, poniendo especial cuidado en no tragar agua, porque acababa de ver un pequeño rótulo en caracteres cirílicos advirtiendo de que nada allí era potable. Utilizó su pañuelo para secarse la cara. No había toallitas de papel.
Se miró al espejo.
Se le notaba el cansancio en los ojos y en la cara; y, además, necesitaba un corte de pelo. ¿Qué estaba pasando? ¿Dónde se había metido Zinov? Menudo guardaespaldas. Volvió a lavarse la cara y se enjuagó la boca, siempre con cuidado de no tragar agua. Qué extraña ironía, pensó. He aquí una superpotencia mundial con mil veces la capacidad de hacer estallar el planeta, pero incapaz de ofrecer agua limpia en los trenes.
Trató de recuperar la calma. La noche desfilaba a toda prisa tras la ventana ovalada. Cruzó a toda velocidad un tren, en la dirección opuesta: le dio la impresión de que fueron varios minutos.
Tomó aire, agarró el maletín y abrió la puerta corredera.
Le cerraba el camino un individuo alto, fornido, con marcas de viruela en la cara, con el pelo reluciente peinado hacia atrás, en cola de caballo. Lord lo miró a los ojos e inmediatamente observó la excesiva distancia que había entre la pupila derecha y la ceja del mismo lado.
Párpado Gacho.
Un puño se hundió en el estómago de Lord.
Se dobló en dos, con el aire estrangulándole la garganta. Sintió nauseas. La fuerza del golpe lo arrojó contra la pared opuesta, naciendo que su cabeza chocara con fuerza contra el cristal de la ventana y que se le fuera un momento la visión.
Quedó sentado en la tapa del váter.
Párpado Gacho se metió en el servicio y cerró la puerta.
– Vamos a terminar de una vez, señor Lord.
Lord consiguió asir el maletín y, por un momento, pensó en utilizarlo para asestarle un golpe ascendente a su enemigo, pero el margen de maniobra que tenía era tan corto, que el golpe no habría surtido ningún efecto. Empezaba a faltarle aire en los pulmones. La conmoción inicial se vio reemplazada por el miedo. Un terror helado, escalofriante.
En la mano de Párpado Gacho se abrió una navaja.
Sólo sería un momento.
La mirada de Lord se trasladó al desinfectante. Hinchó el pecho, agarró el envase y utilizó el spray contra el rostro de su asaltante. El vapor cáustico le entró en los ojos a Párpado Gacho, que profirió un alarido. Lord le propinó un rodillazo en la entrepierna. Párpado Gacho se dobló en dos y se le cayó la navaja de la mano, al suelo de losetas. Lord aferró el maletín con ambas manos y le aplicó a su rival un tremendo golpe descendente. Párpado Gacho cayó hacia delante.
Lord repitió el golpe. Y volvió a repetirlo.
Luego saltó por encima del cuerpo de Párpado Gacho y abrió la puerta corredera para salir al pasillo. Esperándolo estaba Cromañón, con la misma frente huidiza y la misma nariz abultada del día antes.
– ¿Tiene usted mucha prisa, señor Lord?
Aplicó un puntapié en la rodilla del ruso, haciéndolo caer. A su derecha había un samovar de plata que desprendía vapor y un escanciador de cristal, listo para atender a los clientes que quisieran café. Le arrojó el agua hirviendo a Cromañón.
El hombre gritó de dolor.
Lord echó a correr en la dirección opuesta, hacia la salida que había junto al servicio. Oyó que Párpado Gacho se levantaba del suelo, llamando a voces a Cromañón.
Abandonó el coche cama y siguió su carrera por el vagón siguiente, a toda la velocidad que le permitía la estrechez del pasillo. Iba con la esperanza de que apareciese algún empleado. Nadie. Sin soltar el maletín de mano, alcanzó la puerta de comunicación con el vagón contiguo. A sus espaldas, oyó el ruido de la puerta del otro extremo, al abrirse, y vio que sus dos perseguidores porfiaban en su empeño.
Siguió adelante, pero en seguida pensó que no valía la pena. Tarde o temprano tendría que saltar del tren.
Echó una mirada atrás.
El hecho de no hallarse en línea recta con el pasillo, sino en el pequeño distribuidor de la salida, le otorgaba un instante de privacidad. Enfrente tenía otra hilera de compartimentos de coche cama. Dio por supuesto que aún no había salido de primera clase. Tenía que esconderse en uno de los compartimentos, aunque sólo fuera un segundo, para dar tiempo a que sus perseguidores pasaran de largo. No era imposible que ello le permitiera retroceder, para localizar a Zinov.
Probó con la primera puerta.
Tenía el cierre echado.
La siguiente también.
Sólo disponía de un instante más.
Agarró una manecilla y miró hacia atrás. En el coche delantero se veían sombras aproximándose. En cuanto llegó a distinguir el hombro de uno de los individuos, se puso a dar golpes en la puerta.
Ésta se abrió.
Lord se metió en el compartimento y cerró a toda prisa.
– ¿Quién es usted? -preguntó una voz de mujer, en ruso.
Él se dio media vuelta.
Encaramada en su cama, a un metro, había una mujer. Era más delgada que una patinadora artística y el pelo rubio le llegaba a los hombros. Lord paró mientes en su rostro oval, en la blancura lechosa de su piel, en la punta sin punta de su nariz levantada. Era una extraña mezcla de marimacho y feminidad extrema. Y en sus ojos azules no había el menor barrunto de sobresalto.
– No se asuste, por favor -dijo Lord, en ruso-. Me llamo Miles Lord y tengo un problema tremendo.
– Lo cual no explica por que se ha metido usted en mi compartimento.
– Me persiguen dos individuos.
Ella se bajó de la cama y se acercó a Lord. Era de escasa estatura -sólo le llegaba al hombro- y llevaba unos vaqueros que parecían hechos a medida, para ella sola, y un jersey de cuello vuelto bajo una chaqueta ceñida, de hombreras reforzadas. Emanaba de ella un leve perfume dulce.
– ¿Es usted de la mafiya? -preguntó.
Lord negó con la cabeza.
– Pero puede que lo sean quienes me persiguen. Anteayer mataron a otro hombre, y también intentaron matarme a mí.
– Hágase a un lado -dijo ella.
Pasó, rozándolo, en su camino hacia la puerta del compartimento. Abrió, echó un vistazo, como si nada, y volvió a cerrar.
– Hay tres hombres al final del pasillo.
– ¿Tres?
– Tres. Uno es moreno y lleva cola de caballo. El otro es un tipo duro, con la nariz aplastada, como de tártaro.
Párpado Gacho y Cromañón.
– El tercero es atlético. No tiene cuello. Rubio.
Podía tratarse de Zinov. Se le aceleró la mente, ante el cúmulo de posibilidades que ello abría.
– ¿Hablaban entre ellos?
La mujer afirmó con la cabeza.
– También van llamando a la puerta de los compartimentos, en esta dirección.
La inquietud que de inmediato llenó sus ojos era, al parecer, auténtica. Indicó con un gesto el receptáculo que había sobre el dintel de la puerta.
– Métase ahí y estése quieto.
En el hueco habrían cabido dos maletas de buen tamaño, espacio más que suficiente para que Lord se escondiera allí, en posición fetal. Sirviéndose de una de las cuchetas como apoyo, se aupó a su escondite. Ella le alargó la cartera de mano. Apenas había acabado de encajarse cuando se oyó un golpe en la puerta.
La mujer abrió.
– Estamos buscando a un negro vestido de traje y con un maletín -la voz era de Zinov.
– No he visto a nadie así -dijo ella.
– No nos mienta -dijo Cromañón-. No va a engañarnos. ¿Lo ha visto o no lo ha visto?
El tono era brutal.
– No he visto a nadie así. No quiero problemas con ustedes.
– Su cara me resulta familiar -dijo Párpado Gacho.
– Soy Akilina Petrovna, del Circo de Moscú.
Pasó un instante.
– Eso es. La he visto actuar.
– Qué estupendo. A lo mejor así se deciden a seguir buscando en algún otro sitio. Necesito dormir. Tengo función esta noche.
Cerró la puerta con decisión.
Lord oyó que echaba el pestillo.
Y, por tercera vez en dos días, exhaló un profundo suspiro de alivio.
Dejó pasar un minuto entero antes de descender del hueco en que se había ocultado. Un sudor frío le empapaba el pecho. Su anfitriona había tomado asiento en la cucheta de enfrente.
– ¿Por qué razón te quieren matar esos hombres?
El tono de su voz era suave. Seguía sin percibirse en ella la menor inquietud.
– No tengo ni idea. Vengo de Estados Unidos, soy abogado y trabajo aquí en la Comisión del Zar. Hasta hace dos días, no era consciente de que nadie conociese siquiera mi existencia, dejando aparte a mi jefe.
Se sentó en la cucheta de su lado. La adrenalina iba bajándole de nivel, sustituida por una serie de punzadas en todos los músculos del cuerpo. Le ganaba la fatiga. No por ello dejaba de tener un problema de grandes dimensiones.
– Uno de esos tipos, el que primero se dirigió a ti, se supone que es mi guardaespaldas. O sea que me queda muchísimo que aprender sobre él.
A la mujer se le amusgaron los rasgos de la cara:
– No te aconsejaría yo que fueras a pedirle ayuda, desde luego. Daba toda la impresión de que iban juntos los tres.
Lord le preguntó:
– ¿Pasa algo así todos los días, en Rusia? ¿Es de lo más corriente eso de que se te metan tres individuos en el compartimento? Gángsters puerta a puerta. No pareces asustada.
– ¿Por qué iba a estarlo?
– No digo que tengas por qué estarlo. Yo, bien lo sabe Dios, soy inofensivo. Pero en Estados Unidos esto lo consideraríamos una situación peligrosa.
Ella se encogió de hombros.
– No tienes ninguna pinta de ser peligroso. De hecho, me recordaste a mi abuela nada más verte.
Lord quedó a la espera de una explicación.
– Mi abuela se crió en tiempos de Khrushchev y Brezhnev. Los norteamericanos enviaban de vez en cuando espías para medir la radiactividad del terreno, en un intento de localizar los silos de misiles. Todo el mundo estaba advertido de su posible presencia, a todo el mundo se le decía que eran peligrosos, que anduvieran con cuidado. Mi madre estaba una vez en el bosque y se topó con un buscador de setas la mar de raro. Iba vestido de campesino y llevaba una cesta de mimbre, como es habitual en los bosques. Mi abuela, lejos de asustarse, fue derecha a él y le dijo: «Hola, espía.» Él se quedó mirándola, muy sorprendido, pero no negó la imputación. Le contestó, en cambio: «Con lo bien que me adiestraron. He aprendido todo lo que se puede aprender de Rusia. ¿Cómo ha sabido usted que soy espía?» «Muy fácil», le contestó mi abuela: «Llevo aquí toda mi vida y es la primera vez que veo a un negro por este bosque.» Lo mismo puede decirse de ti, Miles Lord. Eres el primer negro que veo en este tren.
Él sonrió.
– Tu abuela debe de ser una mujer muy realista.
– Lo era. Hasta que una noche se la llevaron los comunistas. No se sabe cómo, pero sin duda, a sus setenta años, era una amenaza para el imperio.
Lord sabía, por sus lecturas, que Stalin había matado a veinte millones de campesinos en nombre de la Madre Patria, y que no fueron mucho mejor que Stalin los secretarios del Partido y los presidentes del Soviet Supremo que le sucedieron en el tiempo. ¿Cómo decía Lenin? Más vale encarcelar a cien inocentes que dejar en libertad a un solo enemigo del régimen.
– Lo siento -dijo.
– ¿Por qué vas tú a sentirlo?
– No sé. Es lo que se dice, en estas circunstancias. ¿Qué quieres que te diga? Muy mal, eso de que a tu abuela la descuartizara una horda de fanáticos.
– Pues eso fue lo que pasó.
– ¿Ése es el motivo de que me hayas ayudado?
Ella se encogió de hombros:
– Odio tanto al gobierno como a la mafiya. El mismo perro con distinto collar.
– ¿Crees tú que esos individuos pertenecen a la mafiya?
– Sin duda alguna.
– Tengo que hablar con el conductor.
Ella sonrió.
– Sería una estupidez. En este país no hay nadie que no se venda por dinero. Esos individuos te están buscando y, por consiguiente, ya habrán untado a todo el tren.
Tenía razón. La policía no tenía nada que echarle en cara a la mafiya. Se acordó del inspector Orleg. Un mazacote de ruso que le había caído mal desde el primer momento.
– ¿Qué sugieres?
– Yo no tengo nada que sugerir. Tú eres el abogado de la Comisión del Zar. A ver si se te ocurre algo.
Lord observó la bolsa de viaje que tenía ella al lado, encima de la cucheta, con el rótulo CIRCO DE MOSCÚ estampado en un costado.
– Les dijiste que trabajabas en un circo. ¿Es verdad?
– Pues claro.
– ¿Cuál es tu especialidad?
– Adivínalo. ¿Cuál crees tú que pueda ser?
– Con lo pequeñita que eres, serías una acróbata ideal -miró sus zapatillas de deporte, de color oscuro-. Tienes los pies firmes y compactos. Seguro que con los dedos largos. Tienes los brazos cortos, pero musculosos. Apostaría a que eres acróbata, quizá en la barra de equilibrio.
– Se te da bien. ¿Me has visto actuar alguna vez?
– Llevo años y años sin ir al circo.
¿Qué tendría? Veintitantos, quizá treinta y pocos.
– ¿Cómo es que hablas tan bien el ruso? -le preguntó ella.
– Me he pasado años estudiándolo.
La mente se le detuvo en otro problema, más acuciante:
– Tengo que salir de aquí y dejarte en paz. Ya has hecho mucho más de lo que podía pedírsete.
– ¿Dónde piensas ir?
– Ya encontraré algún compartimento vacío. Mañana trataré de bajarme del tren sin que nadie me vea.
– No seas tonto. Esos individuos van a pasarse la noche registrando el tren de arriba abajo. Éste es el único lugar seguro para ti.
Puso en el suelo, entre los dos, su bolsa de viaje y se tendió en la cucheta. En seguida buscó el interruptor con la mano y apagó la luz de cabecera.
– Ponte a dormir, Miles Lord. Aquí estás a salvo. Ésos no volverán.
Lord estaba demasiado cansado para discutir. Y carecía de sentido hacerlo, porque la chica tenía razón. De modo que se aflojó la corbata, se quitó la chaqueta, se tendió en su litera e hizo lo que ella le aconsejaba.
Lord abrió los ojos. Aún rechinaban las ruedas sobre los raíles de acero. Miró la esfera luminosa de su reloj. Las cinco y veinte de la madrugada. Cinco horas durmiendo.
Había soñado con su padre. El sermón del Hijo Incomprendido que tantas veces había tenido que escuchar. A Grover Lord le encantaba mezclar la política con la religión, y su principal objetivo eran los comunistas y los ateos; le encantaba, además, utilizar la parábola de su hijo primogénito ante sus fieles. La idea funcionaba bien en las congregaciones sureñas, y el reverendo era un artista metiendo miedo a gritos, pasando luego el plato y embolsándose el ochenta por ciento antes de pasar al pueblo siguiente.
Su mujer, la madre de Lord, lo defendió hasta el final, al muy hijo de puta, negándose a aceptar la evidencia. A Lord hijo le tocó, por su condición de primogénito, recoger su cadáver de un motel de Alabama. A la mujer con quien su padre acababa de pasar la noche se la llevaron, presa de la histeria, tras haberse despertado desnuda y con el cadáver del reverendo Grover Lord a su lado. Sólo entonces se confirmaron las ya viejas sospechas de Miles: que tenía dos medio hermanos y que su padre los había mantenido, todos estos años, con el dinero de las colectas. Sólo Dios podía saber por qué no le bastó a aquel hombre con los cinco hijos que ya tenía en casa. No daba la impresión de haber hecho mucho caso de su propio sermón sobre el Adulterio y el Mal.
Trató de ver algo en la oscuridad del compartimento. Akilina Petrovna dormía tranquilamente bajo un cobertor de color blanco. Apenas si alcanzaba a percibir su rítmica respiración por encima del monótono traqueteo del tren. Pensó que se había metido en un buen lío y que tenía que salir pitando de Rusia, por mucha historia que estuviera fraguándose en aquel momento. Menos mal que llevaba encima el pasaporte. Mañana saldría con destino a Atlanta en el primer vuelo que pudiera agarrar. Pero ahora mismo, con el vaivén del compartimento y el chasquear de las ruedas, junto con la oscuridad que lo rodeaba, lo único que podía hacer era seguir durmiendo. Eso hizo.
Viernes, 15 de octubre
– Miles Lord.
Al abrir los ojos, vio a Akilina Petrovna mirándolo desde lo alto.
– Estamos llegando a Moscú.
– ¿Qué hora es?
– Las siete y poco.
Apartó la manta y se incorporó. Akilina volvió a sentarse en el borde de su cucheta, a medio metro. Lord tenía la boca como si se hubiera enjuagado los dientes con cola de carpintero. Le hacía falta una buena ducha y un afeitado, pero no había tiempo. También era indispensable que se pusiera en contacto con Taylor Hayes, pero había un problema. Un problema enorme. Y su anfitriona parecía saberlo.
– Esos individuos van a estar esperando en la estación.
Se pasó la lengua por la película que le cubría los dientes.
– Ya.
– Hay un modo de evitarlos.
– ¿Cuál?
– Dentro de unos minutos vamos a pasar por el Anillo Ajardinado, y el tren aminorará la marcha. Velocidad limitada. Cuando era pequeña, nos subíamos y nos bajábamos del expreso de San Petersburgo. Era un modo fácil de ir al centro y luego volver.
A Lord no le pareció especialmente atractiva la idea de tirarse en marcha de un tren, pero no podía correr el riesgo de encontrarse con Párpado Gacho y Cromañón.
– ¿Lo ves? -dijo ella.
– ¿Sabes dónde estamos?
La chica miró por la ventana.
– A unos veinte kilómetros de la estación. Deberías marcharte cuanto antes.
Lord cogió su maletín y abrió los cierres. No llevaba gran cosa: unas cuantas copias de lo que había descubierto en los archivos de Moscú y San Petersburgo y otros papeles sin importancia. Los dobló todos y se los metió en un bolsillo de la chaqueta, comprobando que también tenía el pasaporte y la cartera.
– El maletín sería un estorbo.
Se hizo cargo ella del maletín de cuero.
– Yo te lo guardo. Si quieres recuperarlo, pásate por el circo.
Él sonrió.
– Gracias. Lo mismo me paso, sí.
Pero en otro viaje, en otro momento, pensó.
Se puso en pie y se colocó la chaqueta.
Ella se acercó a la puerta.
– Voy a echar un vistazo al pasillo, a ver si todo está en orden.
Él le tocó ligeramente el brazo:
– Gracias. Por todo.
– De nada, Miles Lord. Me has hecho pasarlo bien en un viaje aburrido.
Estaban muy cerca el uno del otro, y Lord volvió a percibir el perfume floral de la noche anterior. Akilina Petrovna era atractiva, aunque su rostro mostraba ya un atisbo de los duros efectos de la vida. La propaganda soviética llegó a proclamar que las mujeres comunistas eran las más liberadas del mundo. No había fábrica que pudiera funcionar sin ellas. El sector de servicios se derrumbaría sin su contribución. Pero el tiempo nunca las trató bien. Lord había admirado siempre la belleza de las mujeres rusas, pero le daban pena los inevitables efectos en su físico de la sociedad en que vivían. Y se preguntó qué aspecto tendría esa chica tan encantadora dentro de veinte años.
Lord se echó atrás para dejarle paso y ella abrió la puerta para salir al pasillo.
Un minuto después entró de nuevo.
– Ven -dijo.
El pasillo estaba vacío en ambas direcciones. Estaban más o menos a un cuarto de la trasera del vagón. A la izquierda, detrás de un samovar humeante, había una salida. Más allá del cristal, iba deslizándose la cruda realidad urbana de Moscú. A diferencia de lo que ocurre en los, trenes norteamericanos o europeos, la puerta no estaba bloqueada, ni había alarma.
Akilina bajó el tirador y tiró de la puerta. El traqueteo del tren aumentó de volumen.
– Buena suerte, Miles Lord -le dijo al pasar.
Él miró por última vez sus ojos azules y se lanzó a la dura realidad. Cayó en tierra fría y echó a rodar.
Pasó el último coche y la mañana fue virando hacia una calma irreal, según se alejaba hacia el sur el estrépito del convoy.
Se hallaba en un solar lleno de hierbajos, entre dos bloques de mugrientas casas de vecinos. Se alegró de haber saltado en el momento en que lo hizo, porque si hubiera esperado un poco se habría encontrado solo en una extensión de cemento. Los ruidos del tráfico mañanero llegaban de detrás de los edificios. Un penetrante olor a dióxido de carbono le saturó el olfato.
Se puso en pie y se sacudió la ropa. Otro traje echado a perder. Pero qué más daba. Mañana mismo abandonaría Rusia.
Necesitaba un teléfono, de modo que se adentró en una avenida comercial, cuyas tiendas levantaban el cierre en ese momento. Los autobuses soltaban viajeros y se marchaban, dejando una estela de humo negro detrás. Se fijó atentamente en lo que podían estar haciendo dos militares, en la acera de enfrente, con sus uniformes de color azul y gris. A diferencia de Párpado Gacho y Cromañón, éstos sí llevaban la gorra de reglamento, gris con visera roja. Decidió evitarlos.
Siguiendo por la misma acera en que se hallaba, a los pocos metros vio una tienda de comestibles y se metió en ella. El encargado era flaco y viejo.
– ¿Tiene usted un teléfono que yo pueda utilizar? -le preguntó Lord en ruso.
El hombre lo miró muy serio y no contestó. Lord se echó mano al bolsillo y saco un billete de diez rublos. El nombre acepto el dinero y señaló el mostrador. Lord pasó al otro lado, marcó el número del Voljov y le pidió a la operadora que lo pusiese con la habitación de Taylor Hayes. El teléfono sonó más de diez veces. Cuando volvió a ponerse la operadora, le pidió que lo intentase con el restaurante. Dos minutos después tenía en línea a Hayes.
– ¡Miles! ¿Dónde diablos estás?
– Taylor, tenemos un problema enorme.
Le contó a Hayes lo ocurrido. De vez en cuando le echaba un vistazo al encargado, mientras éste ponía orden en las estanterías, preguntándose si podría entender algo, pero el ruido del tráfico que se metía en la tienda por la puerta contribuía a enmascarar la conversación.
– Me persiguen, Taylor. No a Bely, ni a nadie. A mí.
– De acuerdo. Tranquilízate.
– ¿Que me tranquilice? El guardaespaldas que me pusiste está con ellos.
– ¿Qué quieres decir?
– Que estaba con los otros dos, cuando andaban buscándome.
– Comprendo…
– No, no comprendes, Taylor. Tendría que haberte perseguido la mafia rusa alguna vez, para que comprendieras.
– Escúchame, Miles. El pánico no va a ayudarte a salir de ésta. Mira a ver si encuentras un policía cerca.
– Que no, mierda. No me fío de nadie en este nido de ratas. El país entero está comprado. Tienes que ayudarme, Taylor. Eres la única persona en quien confío.
– ¿Para qué fuiste a San Petersburgo? Te dije que no te hicieras notar.
Lord le habló de Semyon Pashenko y lo que éste le había comunicado.
– Y tenía razón, Taylor. Había mucha tela que cortar en los archivos de San Petersburgo.
– ¿Puede afectar en algo a la aspiración de Baklanov de acceder al trono?
– Sí que podría.
– ¿Qué me estás diciendo, que Lenin estaba en la idea de que algún miembro de la familia del Zar había sobrevivido a la matanza de Ekaterimburgo?
– La cuestión le interesaba, desde luego. Hay suficientes referencias escritas como para que le entre a uno la duda.
– Joder. Justo lo que nos hacía falta.
– Mira, lo más probable es que no sea nada. Ha pasado casi un siglo desde el día en que mataron a Nicolás II. Algo seguro tendría que saberse, a estas alturas.
Al oír el nombre del Zar, el encargado de la tienda levantó la cabeza. Lord bajó la voz.
– Pero no es eso lo que más me preocupa, en este momento. Lo que me interesa es salir vivo de aquí.
– ¿Dónde están los papeles?
– Los llevo encima.
– Vale. Coge el metro y ve a la Plaza Roja. La tumba de Lenin…
– ¿Por qué no el hotel?
– Puede estar vigilado. Mantengámonos a la vista del público. La tumba abrirá dentro de un rato. La plaza está llena de guardias armados. Allí estarás seguro. Todos no pueden estar comprados.
La paranoia estaba apoderándose de él. Pero Hayes tenía razón. Tenía que hacerle caso.
– Espera en el exterior de la tumba. Yo llegaré en seguida con el séptimo de caballería. ¿Comprendido?
– Date prisa.
08:30
La estación de metro que utilizó Lord estaba en la parte norte de la ciudad. El vagón iba lleno, y tuvo que padecer la sofocante proximidad de unos pasajeros apestosos. Se agarró a una de las barras metálicas y sintió el traqueteo del tren. Menos mal que nadie tenía pinta de ser peligroso. Todo el mundo parecía igual de cansado que él.
Salió del metro en el Museo Histórico y cruzó una calle con mucho tráfico, pasando por la Puerta de la Resurrección. A partir de ahí empezaba la Plaza Roja. Miró, maravillado, la puerta recién reconstruida, cuyo original del siglo xvii -dos torres blancas con sendos arcos de ladrillo rojo- se derribó por orden de Stalin.
Siempre le había asombrado lo compacta que era la Plaza Roja. Los espectáculos de la televisión comunista la presentaban siempre como un espacio empedrado, pero infinito. De hecho, sólo era un tercio más larga que un campo de fútbol americano, y su anchura no llegaba a la mitad. Las imponentes murallas de ladrillo del Kremlin ocupaban el lado sudoeste. Al norte se alzaban los grandes almacenes GUM, cuyo macizo edificio barroco más hacía pensar en una estación de ferrocarril del siglo xix que un auténtico bastión del capitalismo. El norte lo dominaba el Museo Histórico, con su techo de tejas blancas. Ahora, una vez desaparecida la estrella roja del comunismo, el águila bicéfala de los Romanov decoraba la parte más alta del edificio. Al sur se levantaba la Catedral de San Basilio, un estallido de pináculos, cúpulas en forma de bulbo y gabletes puntiagudos. Su mezcolanza de colores, bañada por la luz de los focos y con el cielo negro de la noche moscovita como fondo, era el símbolo más identificable de la capital.
A cada extremo de la plaza había sendas barricadas metálicas, para impedir el paso de peatones. Lord sabía que la zona permanecía acordonada todos los días, hasta la una de la tarde, que era cuando cerraba la tumba de Lenin.
Y se dio cuenta de que Hayes tenía razón.
Había veintitantos militsya uniformados en el interior y los alrededores de la tumba rectangular. Ya se había formado una pequeña cola de visitantes a la puerta del mausoleo de granito. La edificación se alzaba en la cota más alta de la plaza, muy cerca del muro del Kremlin, y a cada lado, recortándose contra las murallas, había una hilera de altísimos abetos plateados, como montando guardia.
Bordeó la barrera y se unió a un grupo de turistas que se dirigían a la tumba. Se abrochó la chaqueta, porque hacía mucho frío, y pensó que ojalá se hubiese traído el abrigo de lana; pero había quedado en el compartimento del Flecha Roja que Ilya Zinov y él compartieron durante breve espacio de tiempo. Repicaron las campanas de la torre del reloj, más alta que las murallas. Los turistas, con sus cámaras y su ropa de abrigo sobredimensionada, se iban arremolinando. Los colores chillones servían para identificarlos con claridad. A los rusos, en general, parecían gustarles más el negro, el gris, el marrón y el azul marino. Los guantes también eran una pista. Los rusos de verdad nunca los llevaban, ni siquiera en pleno invierno.
Siguió con el grupo hasta llegar a la fachada del mausoleo. Uno de los militsya se acercó a él: un chico pálido, con abrigo verde oliva y shlapa azul de piel. Lord observó que no iba armado, de lo cual cabía deducir que sus deberes eran de mera ceremonia. Mala cosa.
– ¿Viene usted a visitar la tumba? -le preguntó el centinela, en ruso.
Lord lo comprendió perfectamente, pero optó por fingir ignorancia. Dijo que no con la cabeza.
– Nada ruso. ¿Inglés?
Al centinela no se le movió un músculo de la cara.
– Pasaporte -dijo, en ingles.
Lo último que le apetecía a Lord era llamar la atención. Echó un rápido vistazo en derredor, tratando de localizar a Taylor Hayes o a cualquier otra persona que caminara en su dirección.
– Pasaporte -repitió el centinela.
Otro centinela empezó a acercárseles.
Lord echó mano a su bolsillo posterior y encontró el pasaporte. La tapa azul lo identificaría inmediatamente como estadounidense. Se lo tendió al centinela, pero los nervios hicieron que se le cayese al suelo de guijarros. Se agachó a recogerlo y algo le pasó zumbando junto al oído derecho antes de hincarse en el pecho del centinela. Al levantar la vista, vio que un hilo de sangre brotaba de un orificio en el abrigo verde del soldado. El centinela hizo un esfuerzo por coger aire, se le pusieron los ojos en blanco y su cuerpo cayó al suelo.
Lord se dio media vuelta y vio a alguien con un fusil en la parte de arriba de los almacenes GUM, a unos cien metros de distancia.
Vio que levantaba de nuevo el fusil y se lo echaba a la cara.
Lord volvió a meterse el pasaporte en el bolsillo y echó a correr, atravesando la multitud antes de bajar por las escaleras de granito, derribando gente a su paso y gritando a pleno pulmón, en ruso y en inglés:
– ¡Hay un francotirador! ¡Huyan!
Los turistas se dispersaron.
Lord se tiró de bruces al suelo, en el mismo momento en que una nueva bala rebotaba en la piedra vidriada, muy cerca. Aterrizó con violencia en la labradorita negra del vestíbulo de la tumba y se dejó rodar hacia delante en el preciso momento en que otra bala echaba a perder otro trozo de granito de la entrada.
Otros dos centinelas acudían corriendo desde el interior.
– Hay un francotirador fuera -gritó en ruso-. En lo alto de los GUM.
Ninguno de los dos centinelas iba armado, pero uno de ellos se metió en un cubículo y marcó un número de teléfono. Lord se aproximó un poco a la puerta. La gente corría en todas direcciones. Pero no había peligro para nadie. El blanco era él. El del fusil seguía en el techo, encajado en una hilera de focos. De pronto, una ranchera Volvo surgió a toda velocidad de una calle lateral situada al sur de los GUM y enfrente de la fachada de San Basilio. El coche se detuvo de un frenazo y las puertas de ambos lados se abrieron a la vez.
Párpado Gacho y Cromañón se bajaron del vehículo y se lanzaron en dirección al mausoleo.
A Lord sólo le quedaba un camino, de modo que echó a correr escaleras abajo, hacia las profundidades del monumento. La gente se arremolinaba al pie de la escalera, con el miedo en los ojos. Se abrió paso a empujones, viró dos veces y entró en la cámara principal. Recorrió a toda velocidad la pasarela que rodeaba el sarcófago de cristal en que yacía Lenin, echando sólo una rápida mirada al cadáver. Había otros dos centinelas en el lado opuesto. Ninguno de ellos dijo una sola palabra. Lord se lanzó hacia arriba, por una elegante escalera de mármol, y abrió una puerta lateral de salida. En lugar de volver hacia la izquierda, en dirección a la Plaza Roja, torció a la derecha.
Un rápido vistazo le confirmó que el del fusil lo había localizado. Pero no tenía buen ángulo: no le quedaba más remedio que desplazarse, y Lord vio que eso era precisamente lo que estaba haciendo.
Se encontraba ahora en el espacio verde de detrás de la superficie descendente del mausoleo. Vio que a su izquierda había una escalera cuyo acceso cerraba una cadena. Sabía que por ella se llegaba a la terraza del edificio. No tenía sentido subir. Tenía que permanecer a baja altura.
Corrió hacia la muralla del Kremlin. Cuando miró hacia atrás, vio que el hombre del fusil estaba situándose en una nueva posición, hacia el final de la hilera de focos. Lord estaba ahora en la zona de detrás de la tumba. Bustos de piedra remataban las sepulturas de hombres como Sverdlov, Brezhnev, Kalinin y Stalin.
Se oyeron dos disparos.
Se agachó hasta casi tocar el suelo de cemento, guarneciéndose tras uno de los abetos plateados. Una bala sacudió las ramas del árbol, deslizándose después por el muro del Kremlin, a su espalda, mientras otra rebotaba en uno de los monumentos de piedra. No podía ir hacia la derecha, hacia el Museo Histórico. Yendo hacia la izquierda, el mausoleo le haría las veces de parapeto. Pero, claro, el hombre del fusil no era un problema tan inmediato como los individuos a quienes había visto bajarse del Volvo.
Viró a la izquierda y corrió hacia delante, por el sendero que había entre las tumbas de los líderes del Partido. Iba encogido y se desplazaba tan de prisa como le era posible, cubriéndose con los troncos de los árboles.
Cuando llegó al otro lado de la tumba, los disparos desde el techo de los GUM volvieron a empezar. Las balas desconchaban el muro del Kremlin. Aquel hombre no podía ser tan mal tirador, de modo que Lord llegó a la conclusión de que lo estaba llevando en una dirección determinada, hacia donde seguramente lo esperarían Párpado Gacho y Cromañón.
Miró a la izquierda, más allá de las plataformas de granito, hacia la Plaza Roja. Párpado Gacho y Cromañón lo localizaron en ese mismo momento y echaron a correr a su encuentro.
Tres coches de policía entraban en la plaza desde el sur, con las señales luminosas y las sirenas funcionando. La aparición hizo que Párpado Gacho y Cromañón detuvieran su rápido avance. Lord se detuvo también, acurrucándose junto a un monolito en busca de protección.
Párpado Gacho y Cromañón miraron hacia el techo de los GUM. El del fusil hizo una seña desde lo alto y desapareció. Los otros dos dio la impresión de que le hacían caso y se retiraron al Volvo.
Los coches de policía estaban ya en la plaza. Uno de ellos había derribado una barrera al entrar. De los vehículos salieron varios militsya de uniforme, empuñando sus armas. Lord miró a la izquierda, de donde venía. Otros varios militsya corrían hacia él, por el estrecho camino que discurre junto al muro, con los abrigos desabrochados y dejando en pos, en el aire frío y seco, las nubéculas de vapor condensado que creaba su aliento.
E iban armados.
Lord no podía ir a ninguna parte.
Levantó las manos por encima de la cabeza y se incorporó.
El primer policía que llegó junto a él lo tiró al suelo de un golpe y le colocó el cañón de una pistola en la nuca.
11:00
Lord, con las esposas puestas, fue sacado de la Plaza Roja en un coche de policía. Los militsya fueron de todo menos amables, haciéndole recordar que no se encontraba en Estados Unidos. De modo que se mantuvo en silencio y, cuando tuvo que hablar, para confirmarles su nombre y su nacionalidad norteamericana, lo hizo en inglés. A Taylor Hayes no se le veía por ninguna parte.
A juzgar por el fragmento de conversación que pudo oír, un centinela había muerto. Los otros dos estaban heridos, uno de ellos de gravedad. El tirador había huido por el tejado. No habían encontrado rastro de él. Al parecer, ninguno de los policías y guardias militares había parado mientes en el Volvo de color oscuro, ni en sus ocupantes. Lord decidió no decir nada hasta encontrarse en presencia de Hayes. No cabía poner en duda, ya, que los teléfonos del hotel Voljov estaban pinchados. ¿Cómo podían haber sabido dónde estaba, si no? Ello tal vez quisiera decir que alguien del gobierno se hallaba implicado en lo que quiera que fuese que ocurría.
Pero Párpado Gacho y Cromañón se habían esfumado ante la presencia de la policía.
Tenía que ponerse en contacto con Hayes. Su jefe sabría qué hacer. ¿Podría echar una mano algún integrante de la policía? Lo dudaba. No le quedaba ya mucha confianza en los rusos.
Lo llevaron como una exhalación por las calles de Moscú, en un coche patrulla con la sirena puesta, hasta la comisaría central. El edificio, moderno, de varios pisos, estaba situado junto al río Moscova, con el antiguo edificio gubernamental ruso en la orilla de enfrente. Lo llevaron al tercer piso y lo condujeron por un lóbrego pasillo flanqueado de sillas vacías, hasta llegar a un despacho en que fue el inspector Feliks Orleg quien lo recibió. El ruso iba embutido en el mismo traje oscuro que llevaba tres días antes, cuando él y Lord se encontraron por primera vez en la Nikolskaya Prospekt, junto al cadáver ensangrentado de Artemy Bely.
– Adelante, señor Lord, por favor. Siéntese -le dijo Orleg en inglés.
El despacho era un cubículo claustrofóbico de paredes mugrientas. Había en él una mesa negra de metal, un archivador y dos sillas con ruedas. El suelo era de baldosas y en el techo se veían manchas de nicotina -no sin razón, según pudo observar en seguida Lord: Orleg tiraba con ansia de un cigarrillo negro-. Había una intensa niebla azulada, que servía, al menos, para atemperar el mal olor que desprendía el inspector.
Orleg dio orden de que le quitaran las esposas. Cerraron la puerta y quedaron a solas.
– Vamos a hablar libremente. ¿De acuerdo, señor Lord?
– ¿Por qué me están tratando como si fuera un criminal?
Orleg tomó asiento tras la mesa, en una silla de roble, desvencijada y rechinante. Llevaba la corbata floja y el cuello de la camisa, amarillenta, desabrochado.
– Es la segunda vez que se encuentra usted en el sitio en que una persona ha muerto. Un policía, esta vez.
– Yo no he matado a nadie.
– Pero la violencia va con usted. ¿Por qué razón?
El obstinado inspector le estaba cayendo aún peor que durante su primer encuentro. El ruso tenía unos ojos líquidos que amusgaba al hablar. Su expresión era de desprecio, y Lord se preguntó qué estaría de veras pasando por su cabeza mientras mantenía aquel rostro impasible. No le gustaban tampoco las palpitaciones que sentía en el pecho. ¿Qué eran? ¿Miedo? ¿O aprensión?
– Quiero hacer una llamada telefónica -dijo.
Orleg fumó antes de hablar.
– ¿A quién?
– Eso no es asunto suyo.
Una leve sonrisa reforzó esta vez la mirada vacía del inspector.
– Esto no es Estados Unidos, señor Lord. Aquí, los detenidos no tienen ningún derecho.
– Quiero llamar a la embajada norteamericana.
– ¿Es usted diplomático?
– Estoy en la Comisión del Zar. Lo sabe usted muy bien.
Otra intrigante sonrisa.
– ¿Le confiere ello algún privilegio?
– Yo no he dicho eso. Pero estoy en este país con salvoconducto del gobierno.
Orleg se rió.
– ¿Del gobierno, señor Lord? No hay gobierno. Estamos a la espera del regreso del Zar.
No hizo esfuerzo alguno por ocultar el sarcasmo.
– ¿Debo suponer que usted votó no?
Orleg se puso serio.
– No dé nada por supuesto. Estará usted más seguro si no lo hace.
A Lord no le gustó lo que sugerían tales palabras. Pero antes de que pudiera responder sonó el teléfono que había encima de la mesa. El ruido lo sobresaltó. Orleg levantó el auricular sin soltar el cigarrillo que tenía entre los dedos de la otra mano. Contestó en ruso y ordenó a la otra persona que pasara la llamada.
– ¿Qué puedo hacer por usted? -dijo Orleg al auricular, todavía en ruso.
Hubo una pausa mientras Orleg escuchaba.
– Tengo aquí al chornye -dijo el inspector.
El interés de Lord aumentó, pero evitó hacer nada que revelase su comprensión del ruso. El policía, al parecer, se encontraba a gusto tras la barrera idiomática.
– Ha muerto un centinela. Los hombres que envió usted no tuvieron éxito. Ya le dije que la situación podía manejarse de un modo mejor. Estoy de acuerdo. Sí. El tipo tiene mucha suerte.
Quien llamaba era, evidentemente, el origen de todos sus problemas. Y había acertado en lo tocante a Orleg. El muy hijo de puta no era digno de confianza.
– Lo mantendré aquí hasta que llegue su gente. Esta vez se hará como es debido. Ya está bien de gángsters. Lo mataré yo mismo.
Unos dedos helados recorrieron la espina dorsal de Lord.
– No se preocupe. Está bajo mi vigilancia personal. Lo tengo sentado aquí delante -se formó una sonrisa en los labios del ruso-. No entiende una sola palabra de lo que digo.
Hubo una pausa. Luego, Orleg se incorporó en su sillón. Su mirada se encontró con la de Lord.
– ¿Qué? -dijo Orleg-. ¿Habla…?
Lord empujó la pesada mesa metálica con ambas piernas y la proyectó contra Orleg, sobre el suelo de baldosas. La silla del inspector rodó hacia atrás, giró sobre su eje y fue a dar contra la pared, dejándolo a él atrapado. Lord arrancó de la pared el cable del teléfono y salió rápidamente de la habitación, dando un portazo. Luego recorrió el pasillo vacío y bajó por las escaleras saltando los escalones de tres en tres, haciendo de nuevo el camino que lo había llevado al despacho de Orleg, hasta llegar al piso bajo y luego a la calle.
Una vez pudo respirar el aire del frío mediodía, se incorporó a la multitud que ocupaba la acera.
12:30
Hayes se bajó del taxi en las Colinas de los Gorriones y pagó al conductor. Era mediodía y el cielo parecía hecho de platino pulido, mientras el sol ponía todo de su parte -como atravesando un cristal helado- para compensar el ligero aire gélido que soplaba. Abajo, el río Moscova trazaba una marcada curva, formando la península en que se alzaba el estadio Luzhniki. En la distancia, hacia el noreste, las cúpulas de las catedrales del Kremlin, de plata y de oro, asomaban por encima de la niebla fría, como tumbas en la niebla. En estas colinas empezaron a desmoronarse los planes de Napoleón y de Hitler. En 1917, entre sus árboles, resguardados de la policía secreta, se reunían los grupos clandestinos de la revolución, conspirando para terminar con el régimen zarista. Ahora, una nueva generación parecía decidida a hacer lo contrario.
A la derecha de Hayes asomaba, por encima de los árboles, la Universidad de Moscú, con sus imponentes agujas caprichosas, sus laterales ornamentados y sus complicadas florituras. Otro de los grandiosos pasteles de boda en forma de rascacielos que Stalin hizo levantar para asombro del mundo entero. Éste es uno de los mayores, y en su construcción participaron prisioneros de guerra alemanes. Hayes recordó lo que se contaba de un prisionero: que se fabricó un par de alas con madera de desecho y se lanzó al aire desde lo alto, en su ansia por volver a Alemania. Como ésta cayó, igual que su Führer.
Feliks Orleg lo esperaba en un banco, bajo un dosel de hayas. Hayes aún estaba fuera de sus casillas por lo ocurrido dos horas antes, pero se dijo que más le valía medir sus palabras. No estaban en Atlanta. Ni siquiera en Estados Unidos. En Rusia no era sino un miembro más de un amplio equipo. Desgraciadamente, por el momento, el hombre clave.
Tomó asiento en el banco y dijo, en ruso:
– ¿Han localizado a Lord?
– Todavía no. ¿Ha llamado?
– ¿Lo harías tú, si fueras él? Evidentemente, ya no se fía de mí. Le dije que estaría allí para ayudarle y se encontró con dos asesinos. Ahora, gracias a ti, ya no se fiará de nadie. De lo que se trataba era de eliminar el problema. Ahora, el problema anda por ahí, paseándose por Moscú.
– ¿Por qué es tan importante matar a ese hombre? Estamos despilfarrando energía.
– Eso no es cosa que tú o yo tengamos que preguntarnos, Orleg. Lo único que nos salva es que no escapó de nuestros asesinos, sino de los que ellos enviaron.
Hubo una ligera ráfaga de viento y se oyó un movimiento de hojas en los árboles. Hayes llevaba un grueso abrigo de lana y un buen par de guantes, pero, así y todo, el frío se le estaba metiendo en el cuerpo.
– ¿Has informado de lo sucedido? -le preguntó Orleg.
No se le escapó a Hayes lo que implicaba el tono de voz de su interlocutor.
– Aún no. Haré lo que pueda. Pero no les va a gustar nada. Cometiste una estupidez poniéndote a hablar por teléfono delante de él.
– ¿Cómo iba yo a saber que habla ruso?
Hayes estaba haciendo un gran esfuerzo por no perder el control, pero ese policía arrogante lo había puesto en una situación muy difícil. Miró cara a cara a Orleg:
– Escúchame: tienes que encontrarlo, ya. ¿Comprendes? Encuéntralo y mátalo. Y hazlo cuanto antes. Sin errores. Sin excusas. Hazlo y punto.
Orleg se puso tenso.
– Ya he recibido suficientes órdenes de ti.
Hayes se puso en pie:
– Eso se lo vas a contar a las personas para quienes trabajamos. Con mucho gusto enviaré un representante, para que puedas depositar tu queja.
El ruso captó el mensaje. Su jefe inmediato era un norteamericano, pero eran rusos quienes llevaban la operación. Rusos muy peligrosos. Gente que había matado a hombres de negocios, ministros del gobierno, mandos del ejército, extranjeros. A todo el que les había creado algún problema.
A cualquier inspector de policía incompetente, por ejemplo.
Orleg se levantó también.
– Encontraré al chornye y lo mataré. Luego, a lo mejor te mato a ti también.
Hayes no se dejó impresionar por la bravata del ruso:
– Coge número, Orleg. Tienes un montón de gente por delante.
Lord se refugió en un café. Tras su fuga de la comisaría central se había metido en la primera estación de metro que encontró en su camino, se había montado en un tren y había cambiado varias veces de trayecto. Luego salió del metro, subió a la superficie y se mezcló con la multitud vespertina que poblaba las calles. Estuvo una hora andando antes de convencerse de que nadie lo seguía.
El café estaba muy animado, lleno de jóvenes con vaqueros desteñidos y chaquetas de cuero. El fuerte olor del café expreso suavizaba la nube de nicotina. Lord ocupó una mesa pegada a la pared y trató de comer algo, porque estaba sin comer ni desayunar. Pero el stroganoff que le pusieron no hizo sino acabar de revolverle el estómago.
Había acertado en lo tocante al inspector Orleg. Tenía sentido que las autoridades estuviesen implicadas de algún modo. Lo más probable era que los teléfonos del hotel Voljov estuviesen pinchados. Pero ¿con quién había sostenido Orleg aquella conversación telefónica? Y ¿tenía todo aquello algo que ver con la Comisión del Zar? Casi seguro. Pero ¿cómo? Podía ser que el respaldo que daba el consorcio de inversores occidentales a la candidatura de Stefan Baklanov se considerara una amenaza. Pero ¿no se suponía que sus actividades eran secretas? Y ¿no había una buena cantidad de comunistas que veían en Baklanov al más próximo sucesor del Zar? Un reciente sondeo de opinión le daba más del cincuenta por ciento del apoyo popular. Eso bien podía considerarse una amenaza. La mafiya tenía que estar involucrada. Párpado Gacho y Cromañón eran, sin duda alguna, miembros de la mafia. ¿Qué era lo que había dicho Orleg? Ya está bien de gángsters. Lo mataré yo mismo.
Había unas relaciones muy profundas entre la mafia y el gobierno. La política rusa tenía más esquinas que la fachada del Palacio de las Facetas. A cada rato se creaban nuevas alianzas. La única verdadera alianza era el rublo. O, para ser más exactos, el dólar. Ya estaba bien. Tenía que salir del país lo antes posible.
Pero ¿cómo?
Menos mal que aún llevaba encima el pasaporte, las tarjetas de crédito y cierta cantidad de dinero. También seguía en su poder la información que había podido localizar en los archivos, aunque no fuera ésa su principal preocupación, ahora. Su prioridad era mantenerse con vida -y obtener ayuda.
Pero ¿qué hacer?
No podía acudir a la policía.
¿La embajada norteamericana, quizá? Sería el primer sitio que tendrían vigilado. Ciertamente. Hasta ahora, los muy hijos de puta se habían presentado en un tren procedente de San Petersburgo y luego en la Plaza Roja, dos sitios donde nadie más que él mismo podía saber que se encontraba.
Y Hayes.
¿Qué pensar de él? Tenía que estar preocupado por lo ocurrido. ¿Podía Hayes echarle una mano? Conocía a un montón de gente en el gobierno ruso, pero quizá no hubiera caído en la cuenta de que los teléfonos del Voljov estaban controlados. O quizá sí, a estas alturas.
El té caliente le calmó el estómago. Se preguntó qué habría hecho el reverendo en una situación así. Era raro que pensase en su padre, pero es que Grover Lord era un maestro en situaciones apuradas. Su verbo ardiente siempre le trajo problemas, pero él se limitaba a entrelazar todas las palabras a fuerza de Dios y de Jesús y a no retroceder. No, sin embargo. La labia no le iba a servir de nada aquí.
Pero ¿había algo que pudiera servirle?
Echó un vistazo a la mesa contigua. Dos jóvenes, muy juntos, leían el periódico. Lord vio el artículo sobre la Comisión del Zar que venía en primera, y leyó todo lo que pudo.
Durante el tercer día de la sesión inicial habían surgido los nombres de cinco candidatos posibles. Mencionaban a Baklanov como principal candidato, pero había miembros de las otras dos ramas de la familia Romanov que trataban de demostrar por todos los medios que su vínculo de sangre con Nicolás II era más próximo. Aún tenían que transcurrir dos días para que se pusiera en marcha el proceso de nombramiento formal, a lo cual se anticipaban los pretendientes y sus abogados aportando sus mejores argumentos al debate.
Durante las dos horas que llevaba en el café había oído a la gente de su alrededor emitir diversos comentarios sobre la elección pendiente. Había un buen seguimiento de los hechos, y, sorprendentemente, los jóvenes rusos apoyaban la creación de una monarquía moderna. Quizá sus bisabuelos les hubieran hablado del Zar. Los rusos, en general, lo que querían era que su país tuviera muy grandes miras. Pero Lord no dejaba de preguntarse si una autocracia podía funcionar bien en el siglo xxi. El único consuelo, se dijo, estaba en que Rusia quizá fuera uno de los últimos lugares de la Tierra en que una monarquía aún podía tener alguna posibilidad de funcionar.
Pero su problema era más inmediato.
No podía meterse en un hotel: los establecimientos hoteleros autorizados seguían teniendo la obligación de enviar todas las noches a la policía una relación de huéspedes. Tampoco podía coger un avión, ni un tren, porque todos los puntos de embarque estarían vigilados. Ni podía alquilar un coche, sin permiso de conducir ruso. Tampoco podía volver tranquilamente al Voljov. Dicho en pocas palabras, estaba atrapado: el país entero era una cárcel para él. Tenía que ponerse en contacto con la embajada norteamericana. Allí encontraría a alguien que le hiciera caso. Pero no era cosa de coger el teléfono y llamar. Con seguridad, quien tenía pinchados los teléfonos del Voljov también controlaría las líneas de la embajada. Le hacía falta alguien que estableciese el contacto, y algún sitio en que ocultarse mientras.
Echó un nuevo vistazo al periódico y se fijó en un anuncio. Era del circo: función todas las tardes, a las seis. El anuncio intentaba atraer a los visitantes con promesas de estupendo esparcimiento para todos los públicos.
Miró el reloj: las cinco y cuarto de la tarde.
Akilina Petrovna. Recordó su pelo rubio alborotado y su carita de duende. Lo habían impresionado su valor y su paciencia. De hecho, a ella le debía la vida. Y ella era quien tenía su maletín y quien le había dicho que fuera a recogerlo.
¿Por qué no, pues?
Se levantó de la mesa y echó a andar hacia la salida. Se le ocurrió una idea estimulante: iba a acudir a una mujer para que lo sacara de un aprieto.
Igual que su padre.
Monasterio Trinitario de San Sergio
Sergiev Posad
17:00
Hayes se hallaba a ochenta kilómetros de Moscú, en dirección noreste, cerca ya del lugar más santo de toda Rusia. Conocía su historia. Cuando primero se alzó la irregular fortaleza por encima del bosque que la rodea fue en el siglo xiv. Cien años después, los tártaros pusieron sitio a la ciudadela y acabaron saqueándola. En el siglo xvii, los polacos intentaron, sin éxito, echar abajo las murallas del monasterio. Pedro el Grande se refugió en San Sergio durante una revuelta popular, al principio de su reinado. Y en la actualidad es centro de peregrinación de millones de rusos ortodoxos, un lugar tan sagrado como el Vaticano lo es para los católicos. Aquí, en un féretro de plata, yace san Sergio, y los fieles acuden de todo el país sólo para besar su tumba.
Llegó cuando el sitio cerraba. Se bajó del coche y se abrochó en seguida el cinturón del abrigo, para ponerse a continuación un par de guantes negros de cuero. El sol se había ocultado ya y se tendía la noche de otoño: a la luz cenital, las centelleantes cúpulas en forma de bulbo, azules con estrellas doradas, perdían esplendor. El fuerte viento hacía un ruido sordo que hizo pensar a Hayes en un lejano fuego de artillería.
Con él venía Lenin. Los otros tres miembros de la Cancillería Secreta habían tomado la unánime decisión de que fueran Lenin y Hayes quienes se ocuparan del primer contacto. El patriarca tal vez valorase mejor los riesgos si oía decir a un alto cargo del ejército ruso, de sus propios labios, que estaba dispuesto a jugarse su reputación en la inminente aventura.
Hayes miró al cadavérico Lenin mientras se alisaba el abrigo de lana y se ponía al cuello una bufanda marrón. Apenas si habían hablado durante el trayecto. Pero ambos sabían lo que había que hacer. Ante la puerta principal los aguardaba un pope vestido de negro, con la barba como de musgo, mientras por su izquierda y por su derecha fluía una ininterrumpida sucesión de peregrinos, abandonando el lugar. El pope los hizo entrar en las densas murallas de piedra, llevándolos directamente a la Catedral de la Dormición. El interior del templo estaba iluminado con velas, bailaban sombras en el iconostasio dorado que se alzaba tras el altar principal, y los acólitos se concentraban en las tareas de cierre.
Fueron en pos del pope hasta un recinto subterráneo. Les habían dicho que la reunión se celebraría en la cripta de Todos los Santos, donde estaban enterrados los patriarcas de la Iglesia Ortodoxa Rusa. Era una cámara nada espaciosa, con el techo y las paredes cubiertos de mármol gris claro. Una araña de hierro lanzaba su pálida luz contra el techo abovedado. Las tumbas, muy trabajadas, tenían cruces doradas, candelabros de hierro e iconos pintados.
El hombre arrodillado ante la tumba más apartada no tenía menos de setenta años. Le brotaban mechones grises y dispersos del estrecho cráneo. Una barba apelmazada y un espeso bigote le cubrían el rostro rubicundo. Por una oreja le asomaba un audífono, y la piel de sus manos, unidas en oración, estaba salpicada de manchas. Hayes había visto fotografías de aquel hombre, pero era la primera vez que ponía los ojos en Su Santidad el Patriarca Adriano, cabeza visible de la milenaria Iglesia Ortodoxa Rusa, en carne y hueso.
Quien los había escoltado hizo mutis, y sus pasos se fueron perdiendo en la subida hacia la catedral.
Llegó de lo alto el ruido de una puerta al cerrarse.
El patriarca se santiguó antes de ponerse en pie.
– Caballeros, agradezco su venida.
Tenía una voz bronca y profunda.
Lenin hizo las presentaciones.
– Sé bien quién es usted, general Ostanovich. Mis fuentes me aconsejan que preste oídos a lo que tenga que proponerme y que proceda luego a valorarlo.
– Agradecemos la audiencia -dijo Lenin.
– Pensé que esta cripta era el lugar más seguro para nuestra conversación. No puede objetársele nada, en cuanto a privacidad. La Madre Tierra nos protegerá de los oídos indiscretos. Y puede que las almas de los grandes hombres aquí enterrados, predecesores míos, me indiquen el camino a seguir.
Hayes no se dejó engañar por esa explicación. La propuesta que iban a hacerle no era de las que un hombre en la posición de Adriano podía permitir que trascendiera. Una cosa era sacar provecho del asunto, cuando procediese, y otra participar de modo activo en una conspiración traicionera -sobre todo tratándose de una persona que teóricamente se hallaba por encima de los asuntos políticos.
– Lo que me pregunto, caballeros, es por qué habría yo de considerar lo que ustedes me proponen. Desde que terminó el Gran Intervalo, mi Iglesia viene experimentando un resurgimiento sin parangón. Ahora que ya no están los soviéticos, se acabaron las persecuciones y las restricciones. Hemos bautizado decenas de miles de nuevos miembros, y las iglesias abren a diario. Pronto estaremos donde nos encontrábamos antes de que llegaran los comunistas.
– Pero podría ser mucho más -dijo Lenin.
Los ojos del anciano resplandecieron como ascuas en un fuego que se extingue.
– Y ésa es la posibilidad que me tiene intrigado. Explíquese, por favor.
– Una alianza con nosotros le asegurará a usted un sitio cerca del nuevo Zar.
– Pero es que ningún Zar tendrá otra opción que la de colaborar con la Iglesia. Será lo menos que exija el pueblo.
– Vivimos en una nueva época, Patriarca. Una campaña de relaciones públicas puede hacer más daño del que jamás hizo la represión policial. Piénselo. Mientras la gente se muere de hambre, la Iglesia sigue erigiendo monumentos costosísimos. Andan ustedes por ahí con vestimentas bordadas en oro, pero en seguida empiezan a lamentarse, cuando la contribución de los fieles no basta al adecuado mantenimiento de sus popes. Todo el apoyo de que ahora gozan ustedes podría desvanecerse en el aire con unos cuantos escándalos públicos. En nuestra organización hay personas que controlan los medios: periódicos, emisoras de radio, televisión. Y con semejante poder se consiguen muchas cosas.
– Me sorprende muy desagradablemente que un hombre de su talla incurra en semejantes amenazas, General.
El patriarca habló con firmeza, aunque también con gran calma en la voz.
Lenin ni se inmutó ante la respuesta del patriarca. -Son tiempos difíciles, Patriarca. Hay muchas cosas en juego. A los militares no les alcanza el sueldo ni para comer ellos, y menos aún para alimentar a sus familias. Hay mutilados y veteranos que no perciben pensión alguna. Sólo el año pasado, quinientos oficiales de alta graduación se quitaron la vida. Nuestro ejército, que en otros tiempos era el asombro del mundo entero, está reduciéndose a la nada. El gobierno lleva un tiempo paralizándolo. Dudo, Santidad, que nos quede un solo misil capaz de despegar y salir de su silo. La nación está indefensa. Lo único que nos salva es que, por ahora, nadie lo sabe.
El patriarca se pensó la diatriba.
– ¿En qué podría nuestra Iglesia contribuir a un próximo cambio?
– El Zar necesitará el pleno apoyo de la Iglesia -dijo Lenin.
– Eso lo tendrá, de todas formas.
– Por pleno apoyo entiendo todo lo necesario para garantizarnos que la opinión pública esté controlada. La prensa tiene que ser libre, al menos en principio. Dentro de lo razonable, hay que tolerar que los disidentes expresen sus ideas. En conjunto, la idea de regresar al zarismo es una ruptura con nuestro pasado represivo. La Iglesia podría ser de gran ayuda en el sostenimiento de un gobierno estable y duradero.
– Lo que está usted diciéndome, en realidad, es que los demás miembros de la colación no quieren correr el riesgo de que la Iglesia se les ponga enfrente. No estoy en la ignorancia, General. Sé que la mafiya forma parte de su grupo. Por no decir nada de las sanguijuelas del gobierno, que son aún peores. Usted, General, es una cosa. Ellos son otra.
A Hayes le constaba que el anciano tenía razón. Los miembros del gobierno estaban todos al servicio remunerado de la mafiya o de los nuevos ricos. El soborno era la forma normal de sacar adelante los asuntos públicos. De modo que preguntó:
– ¿Preferiría usted a los comunistas?
El patriarca se volvió hacia él:
– ¿Qué pueden saber los norteamericanos de todo esto?
– Llevo treinta años tratando de comprender lo que ocurre en este país. Represento a un enorme conglomerado de inversores estadounidenses. Compañías con miles de millones de dólares en juego. Compañías que también podrían hacer sabrosas contribuciones a las diversas diócesis que usted tiene.
Brotó en el rostro del anciano una sonrisa alborozada:
– Los norteamericanos se creen que todo puede comprarse con dinero.
– Y ¿no se puede?
Adriano se aproximó a una de las adornadas sepulturas, con las manos fuertemente trabadas, de espaldas a sus dos interlocutores:
– La cuarta Roma.
– ¿Perdón? -le preguntó Lenin.
– La cuarta Roma. Es lo que están ustedes proponiéndome. En tiempos de Iván el Grande, Roma, sede del primer Papa, ya había caído. Más tarde sucumbió Constantinopla, sede del Papa de Oriente. Tras ello, Iván proclamó a Moscú tercera Roma. Era el único lugar del mundo en que la Iglesia y el Estado se fundían en un solo ente político, con él, Iván, a la cabeza, por supuesto. Y predijo que nunca habría una cuarta Roma.
El patriarca se dio la vuelta para mirar de frente a los otros dos.
– Iván el Grande casó con la última princesa bizantina, poniendo así de manifiesto que su Rusia se constituía en heredera de Bizancio, por mediación de su mujer. Tras la toma de Constantinopla por los turcos, en 1453, Iván proclamó a Moscú como centro secular del mundo cristiano. Una medida inteligente, de hecho. Le permitía, de paso, proclamarse cabeza de la eterna unión entre la Iglesia y el Estado, adjudicándose la santa majestad de un rey-sacerdote universal que ejercía su potestad en nombre de Dios. De Iván en adelante, todos los Zares se consideraron directamente nombrados por Dios, y los cristianos les debían obediencia. Una autocracia de Derecho Divino, en que se concertaba la Iglesia y la Dinastía para convertirse en legado imperial. Todo funcionó perfectamente durante cuatrocientos cincuenta años, hasta Nicolás II, cuando los comunistas asesinaron al Zar y deshicieron la unión de Iglesia y Estado. ¿Cabe suponer, quizá, que ahora volveremos a lo anterior?
Lenin sonrió.
– Pero esta vez, Santidad, la unión será de grandísimo alcance. Lo que nosotros proponemos es la fusión de todas las facciones, incluida la Iglesia. Un esfuerzo unificado que asegure la supervivencia de todos. Como usted dice: la cuarta Roma.
– ¿Incluida la mafiya?
Lenin asintió con la cabeza.
– No tenemos elección. Tienen demasiada implantación. Puede que, con el tiempo, se les pueda aclimatar a la corriente dominante de la sociedad.
– Mucho esperar es eso. Están dejando seco al pueblo. Su codicia es, en gran parte, responsable de la nefasta situación en que nos hallamos.
– Lo comprendo, Santidad. Pero no tenemos elección. Afortunadamente, las diversas facciones de la mafiya están colaborando, por el momento.
Hayes decidió aprovechar la oportunidad:
– También podemos resolver el problema de relaciones públicas que tienen ustedes.
El patriarca arqueó las cejas.
– No era yo consciente de que mi Iglesia tuviese tal problema.
– Seamos francos, Santidad. Si no tuvieran ustedes un problema, no estaríamos aquí, bajo la catedral más santa de la Iglesia Ortodoxa Rusa, planeando la manipulación de la monarquía, una vez la restauremos.
– Prosiga, señor Hayes.
Estaba empezando a gustarle el patriarca Adriano. Parecía un hombre práctico, de pies a cabeza.
– La gente va cada vez menos a la iglesia. No hay muchos rusos que deseen ver a sus hijos convertidos en sacerdotes, y son menos aún quienes hacen donativos a sus parroquias. Su flujo de caja debe de estar bajo mínimos. También tienen ustedes encima la posibilidad de una guerra civil. Por lo que me dicen, un buen número de sacerdotes y obispos están a favor de convertir la Ortodoxia en religión nacional, excluyendo todas las restantes religiones. Yeltsin se negó a hacerlo, vetando la ley que así lo establecía y volviéndola a promulgar luego, pero en versión diluida. Pero no tenía elección. Estados Unidos habría cortado las subvenciones si se hubiera puesto en marcha la persecución religiosa, y Rusia necesita la ayuda exterior. Sin el respaldo gubernamental, su Iglesia bien podría venirse abajo.
– No negaré que hay un creciente cisma entre ultra tradicionalistas y modernistas.
Hayes no perdió comba:
– Los misioneros de otras religiones están erosionando sus bases. Tienen ustedes clérigos de todos los rincones de Estados Unidos, haciendo proselitismo entre los rusos. La variedad, en teología, es siempre un problema, ¿verdad? Resulta difícil que la grey no se desmande, habiendo otros que predican opciones distintas.
– Desgraciadamente, los rusos no nos manejamos bien cuando nos dan a elegir.
– ¿Cuál fue la primera elección democrática? -dijo Lenin-. Dios creó a Adán y Eva y luego le dijo a Adán: «Puedes elegir esposa.»
El patriarca sonrió.
Hayes siguió hablando:
– Lo que usted quiere, Santidad, es la protección del Estado, sí, pero sin represión. Quiere la Ortodoxia, pero no quiere perder el control. Ése es el lujo que le ofrecemos nosotros.
– Concrete, por favor.
– Usted, en su calidad de patriarca -dijo Lenin- será la autoridad suprema de la Iglesia. El nuevo Zar se atribuirá esa posición, pero no interferirá en la administración de la Iglesia. De hecho, el Zar animará al pueblo a que practique el culto ortodoxo. Los Romanov siempre se entregaron a esa tarea con gran dedicación. Sobre todo Nicolás II. Esta dedicación, además, en modo alguno excluye la propugnación por parte del nuevo Zar de una filosofía nacionalista rusa. Usted, en compensación, hará pública su postura favorable al Zar y dará su apoyo a todo lo que haga el nuevo gobierno. Sus sacerdotes deben ser aliados nuestros. Así quedarán unidos la Iglesia y el Estado, aunque las masas no tienen por qué saberlo. La cuarta Roma, adaptada a la nueva realidad.
El anciano quedó en silencio, ponderando, sin duda, la propuesta.
– Muy bien, caballeros. Consideren la Iglesia a su disposición.
– Ha sido rápido -dijo Hayes.
– En absoluto. Llevo pensándomelo desde el día en que me hicieron ustedes la propuesta. Eso sí: quería ver con mis propios ojos y evaluar a las personas con quienes estaré en alianza. Me han gustado ustedes.
Lenin y Hayes agradecieron el cumplido con una inclinación de cabeza.
– He de preguntarles si sólo quieren tratar conmigo en este asunto.
Lenin comprendió:
– ¿Le gustaría que un representante suyo asistiera a las reuniones? Es una cortesía que podemos tener con usted.
Adriano asintió:
– Nombraré a un pope. Sólo él y yo estaremos al corriente de este acuerdo. Ya les comunicaré el nombre.
Moscú, 17:40
Dejó de llover en el preciso momento en que Lord salía de la estación del metro. El bulevar Tsventnoy rezumaba agua, el aire se había enfriado perceptiblemente, una niebla glacial envolvía la ciudad. Seguía sin más abrigo que la chaqueta de su traje, entre aquella densa multitud de personas envueltas en lanas y en pieles. Le venía muy bien que hubiera caído la noche. La oscuridad y la niebla le harían más fácil ocultarse.
Se incorporó a un grupo de gente que caminaba hacia el teatro de la acera opuesta. Sabía que el Circo de Moscú, uno de los grandes espectáculos del mundo, era parte del circuito turístico. Él mismo había asistido hacía años, y lo habían dejado atónito los osos danzarines y los perros amaestrados.
Tenía veinte minutos hasta el inicio de la función. Cabía la posibilidad de que durante el descanso lograse hacerle llegar un mensaje a Akilina Petrovna. Si no, la buscaría al final. Quizá pudiera ella ponerse en contacto con la embajada norteamericana. Quizá pudiera entrar y salir del Voljov y hablar con Taylor Hayes. Era probable que tuviese un apartamento donde pudiera él esperar sin peligro.
El teatro se alzaba a unos cincuenta metros, al otro lado de la calle. Estaba a punto de cruzar, para dirigirse a una taquilla, cuando una voz, a su espalda, gritó: «Stoi.» Alto.
Siguió hacia delante, abriéndose paso entre la gente.
Volvió la cabeza y vio a un policía. El hombre avanzaba por entre la multitud, con un brazo levantado, mirando al frente. Lord apretó el paso y cruzó rápidamente la congestionada calle, para en seguida mezclarse con la apretada marea de gente del lado opuesto. Un autobús turístico descargaba sus pasajeros, y Lord se incorporó a una fila de japoneses que se iban metiendo en el local brillantemente iluminado. Miró de nuevo hacia atrás y no vio al policía.
Podían haber sido imaginaciones suyas.
Mirando al suelo, fue en pos de la bulliciosa muchedumbre. Pagó sus diez rublos en taquilla y entró a toda prisa, en la esperanza de encontrarse con Akilina Petrovna.
Akilina se puso el vestido. En el camerino común reinaba el habitual bullicio, con los artistas entrando y saliendo todo el tiempo. A nadie se le concedía el lujo de un vestidor privado. Eso era algo que Akilina sólo había visto en las películas norteamericanas, que pintaban un retrato romántico de la vida circense.
Estaba cansada, porque había dormido poco la noche anterior. El viaje de San Petersburgo a Moscú había sido interesante, por no decir otra cosa, y Akilina se había pasado el día pensando en Miles Lord. Le había dicho la verdad. Era el primer hombre de raza negra a quien había visto en aquel tren. Y no, nunca se había asustado ante él. Podía ser que el miedo de Lord la hubiese desarmado a ella.
Lord no se ajustaba a ninguna de las descripciones estereotipadas que Akilina recordaba de su niñez, cuando los profesores de los colegios estatales deploraban la espantosa maldad de la raza negroide. Recordaba comentarios sobre su inferioridad mental, sus débiles sistemas inmunológicos y su completa incapacidad para gobernarse. En Norteamérica fueron esclavos, circunstancia que los propagandistas martilleaban una y otra vez, para dar énfasis al fracaso del capitalismo. Akilina incluso había visto fotos de linchamientos, donde los blancos vestían de fantasmas con capirotes y se regocijaban en el espectáculo.
Miles, sin embargo, no hacía pensar en nada parecido. Su piel era de color óxido, como la del río Voina, que Akilina recordaba de las visitas al pueblo de su abuela. El pelo, que era castaño oscuro, lo llevaba corto y limpio. Tenía un cuerpo compacto y vigoroso. Tenía pinta de ser serio, pero también afable, y su voz gutural era de las que no se olvidan. Dio la impresión de sorprenderle de veras la propuesta que ella le hizo de pasar la noche en su compartimento, quizá porque no estuviera acostumbrado a tanta desenvoltura en una mujer. Akilina pensó que ojalá fuera todavía más profundo su refinamiento, porque le parecía un hombre interesante.
Al bajarse del tren vio salir de la estación, y subirse a un Volvo de color oscuro que esperaba en la calle, a los tres hombres que perseguían a Lord. Antes había metido el maletín de Lord en su valija, y ahora seguía custodiándolo, en espera de que él acudiese a reclamarlo.
Se había pasado el día preguntándose cómo estaría Lord. Los hombres no habían desempeñado papeles importantes en su vida de los últimos años. El circo daba función casi todas las noches, doble en verano. Si no estaban en Moscú, la compañía se desplazaba muchísimo. Akilina había estado en casi toda Rusia y en la mayor parte de Europa, e incluso en Nueva York, en el Madison Square Garden. No le quedaba mucho tiempo libre para dedicarlo a los hombres, si no contamos alguna cena ocasional y alguna que otra conversación en los trayectos largos de tren o ferrocarril.
Le faltaba un año para cumplir los treinta y se preguntaba si alguna vez se le presentaría la opción del matrimonio. Su padre siempre había querido que se estableciera en algún sitio, que abandonase el circo y se casara. Pero Akilina había sido testigo de lo que les había ocurrido a muchas amigas suyas. Todo el día trabajando, en una fábrica o en una tienda, para luego volver a casa y ocuparse de las labores del hogar, un día tras otro, sin conclusión posible. No había igualdad entre los hombres y las mujeres, por más que el régimen soviético hubiera proclamado en su momento, y con mucho orgullo, que las mujeres soviéticas eran las más liberadas del mundo. El matrimonio aportaba muy pocas ventajas. Maridos y mujeres, por lo general, trabajaban cada uno en lo suyo, con horarios distintos, incluso con vacaciones separadas, porque rara vez les coincidían los períodos de asueto. Akilina comprendía perfectamente que uno de cada tres matrimonios terminase en divorcio, y que las parejas, en su mayor parte, sólo tuvieran un hijo. No tenían ni tiempo ni dinero para más. Nunca le había parecido atractivo ese modo de vivir. Como decía su abuela, para conocer a una persona hay que compartir la sal con ella.
Se situó frente al espejo y se roció el pelo con agua, para luego hacerse un moño con las trenzas húmedas. No se ponía mucho maquillaje para salir a escena, lo justo para resistir los duros focos azules y blancos. Era de tez pálida -porque había heredado una casi total carencia de pigmentación-, rubia, con los ojos azules, como su madre eslava. El oficio le venía de su padre, que había sido acróbata durante decenios. Afortunadamente, su buen hacer les valió un apartamento más grande, más raciones alimenticias y mejor presupuesto para vestir. Gracias a Dios, el arte siempre fue un componente importante de la propaganda comunista. El circo, junto con el ballet y la ópera, había estado años exportándose, en un intento por mostrar al mundo que Hollywood no poseía el monopolio del espectáculo.
Ahora, toda la troupe estaba ahí para hacer dinero. El circo pertenecía a un conglomerado de empresas moscovitas que seguía paseando el espectáculo por todo el planeta, con la diferencia de que ahora no se hacía con fines propagandísticos, sino por obtener dinero. De hecho, Akilina ganaba un buen sueldo, para vivir en la Rusia postsoviética. Pero en el momento mismo en que ya no fuera capaz de fascinar al público desde la barra de equilibrio pasaría a incorporarse al número de los desempleados, que eran millones. De ahí que se mantuviera en excelente forma física, vigilando atentamente la dieta y regulando con precisión sus hábitos de sueño. Anoche había sido la primera vez en mucho tiempo en que no había dormido sus ocho horas.
Volvió a pensar en Miles Lord.
Antes, en su apartamento, había abierto el maletín. Recordaba que Lord se había quedado algunos papeles, pero tenía la esperanza de que los restantes arrojarían alguna luz sobre aquel hombre que tan fascinante le parecía. Pero sólo encontró un cuaderno de notas, en blanco, tres bolígrafos, unas cuantas tarjetas del hotel Voljov y un billete de Aeroflot para el vuelo Moscú-San Petersburgo del día antes.
Miles Lord. Abogado norteamericano en la Comisión del Zar.
Quizá volviese a verlo alguna vez.
Lord asistió pacientemente a toda la primera parte del espectáculo. Ningún militsya lo había seguido -no de uniforme, al menos, y esperaba que no hubiese policías de paisano entre el público-. El circo era impresionante: un anfiteatro interior que se alzaba en semicírculo en torno a un escenario multicolor. Calculó que en los mullidos asientos debían de acomodarse unas mil personas, casi todas ellas turistas y niños sintiendo la misma emoción que irradiaban los rostros de los artistas. El entorno rayaba en lo surrealista, y los funambulistas, los perros amaestrados, los trapecistas y los malabaristas habían conseguido, por el momento, que Lord apartase la mente de la situación en que se encontraba.
Vino el descanso y decidió quedarse en su sitio. Cuanto menos se moviera, mejor. Estaba a pocas filas de la pista principal, en línea directa de visión, y esperaba que Akilina lo viese al salir a escena.
Sonó un timbre y el director de pista anunció que la segunda parte del espectáculo comenzaría en cinco minutos. Lord recorrió una vez más con la mirada la amplia extensión del circo.
Se fijó en un rostro.
El hombre estaba encaramado en el lado opuesto al suyo y llevaba una chaqueta de cuero negro y unos vaqueros. Era el individuo del traje beis con bolsas en las rodillas y en los codos que había visto en los archivos de San Petersburgo, ayer, y también, luego, en el tren. Estaba situado entre un grupo de turistas, muy ocupados todos en sacarse las últimas fotos, antes de que el espectáculo se reanudara.
A Lord se le aceleró el corazón. Se le hizo un hueco en el estómago.
Luego vio a Párpado Gacho.
Aquel demonio de hombre entró por la izquierda, entre Lord y su otro problema. El pelo oscuro, recogido en cola de caballo, le resplandecía por la brillantina. Llevaba un jersey color tabaco y pantalones oscuros.
Cuando se apagaron las luces y volvió a sonar la música de acompañamiento, Lord se puso en pie para marcharse. Pero en lo alto de su grada, a no más de quince metros, vio a Cromañón, con una sonrisa en el rostro marcado de viruela.
Lord se volvió a sentar. No tenía a donde ir.
El primer turno de actuación correspondía a Akilina Petrovna, que saltó a escena con los pies descalzos, con unos leotardos azules cubiertos de lentejuelas. Al rápido ritmo de la música, fue dando saltitos hasta la barra y, tras auparse a ella, inició su número entre los aplausos del público.
Una oleada de pánico lo invadió. Miró hacia atrás y vio que Cromañón seguía en la parte superior de la grada, pero en seguida localizó también el rostro grisáceo y sin expresión de Párpado Gacho, que ahora estaba sentado entre Lord y Cromañón. Ojos negros como el carbón -ojos de gitano, se dijo Lord- en los que se leía con claridad un mensaje: la caza ha terminado. Tenía la mano derecha hundida en la chaqueta, separando ésta lo suficiente como para exhibir la culata de una pistola.
Lord volvió a poner la mirada en la pista.
Akilina Petrovna, sentada de través en la barra, adoptaba una postura sorprendente. La música se hizo más suave, y ella seguía el ritmo con movimientos ágiles. Lord enfocó la vista en ella, deseando que lo localizase.
Y Akilina lo localizó.
Sus ojos se encontraron por un instante, y Lord captó que Akilina lo había reconocido. En seguida captó otra cosa. ¿Miedo? ¿También ella habría identificado a los hombres que había detrás de él? ¿O acaso había leído el terror en la mirada de Lord? Fuera como fuera, Akilina no se permitió desconcentrarse. Siguió impresionando a la multitud con una lenta danza atlética, en lo alto de una barra de madera de roble de diez centímetros escasos.
Hizo una pirueta con una sola mano y a continuación saltó de la barra. El público rompió en aplausos, mientras los payasos hacían su entrada en la pista a lomos de diminutas bicicletas. En el tiempo que tardaron los subalternos en llevarse la pesada barra de equilibrio, Lord llegó a la conclusión de que no tenía elección. Se alzó de su asiento y, de un salto, se metió en la pista, en el preciso momento en que pasaba uno de los payasos de las bicicletas, tocando la bocina. El público se echó a reír estrepitosamente, convencido de que aquello era parte del espectáculo. Lord miró hacia la izquierda y vio que Párpado Gacho y el individuo de San Petersburgo se estaban incorporando. Se introdujo detrás del telón y corrió directamente hacia Akilina Petrovna.
– Tengo que salir de aquí -le dijo, en ruso.
Ella lo cogió de la mano y lo llevó más hacia el fondo del escenario, detrás de un par de jaulas de caniches blancos.
– He visto a esos hombres. Parece que sigues en apuros, Miles Lord.
– A mí me lo vas a contar.
Pasaron junto a otros artistas, ocupados en sus preparativos para actuar. Nadie pareció fijarse en ellos.
– Tengo que ocultarme en algún sitio -dijo Lord-. Corriendo así no vamos a ninguna parte.
Akilina lo condujo por un pasillo lleno de carteles antiguos pegados a las sucias paredes. Un acre olor a orines y pellejo mojado enrarecía el aire. Había varias puertas a ambos lados del estrecho corredor.
Ella accionó uno de los tiradores.
– Entra.
Era un armario que contenía fregonas y escobas, pero quedaba suficiente sitio libre como para que Lord se encajara dentro.
– Quédate aquí hasta que vuelva -dijo ella.
La puerta se cerró.
En la oscuridad, trató de recuperar el aliento. Oyó pasos fuera, en ambas direcciones. No podía creer lo que estaba sucediendo. El policía del exterior del circo tenía que haber avisado a Feliks Orleg. Párpado Gacho, Cromañón y Orleg tenían que estar relacionados. Sin duda alguna. ¿Qué iba a hacer? La tarea de un buen abogado, en su cincuenta por ciento, consiste en explicarle al cliente lo tonto que es. Debería escuchar sus propios consejos. Tenía que largarse de Rusia lo antes posible.
La puerta se abrió.
A la luz del pasillo, percibió el rostro de tres hombres.
Al primero no lo identificó, pero tenía en la mano un largo cuchillo plateado, contra el cuello de Párpado Gacho. El otro rostro pertenecía al hombre del día anterior en San Petersburgo. Sostenía un revólver que apuntaba directamente a Lord.
En seguida, Lord vio a Akilina Petrovna.
Estaba, muy tranquila, junto al individuo del revólver.