CAPÍTULO 09

Ella se había sosegado; él no. Tristan dudaba mucho que Leonora tuviera la más mínima idea de lo que le hacía, de hasta qué punto lo atraía, sobre todo así, los dos desnudos en la penumbra, solos en una casa prácticamente vacía.

Le era imposible deshacerse de ese halo de peligro ilícito; era una parte tan íntima de él que ni siquiera lo intentó. Ella deseaba aquello, a sabiendas. Cuando se acostó a su lado, se apoyó en un codo y alargó los brazos hacia ella, no intentó ocultarle nada, ninguna parte de él. Y mucho menos el oscuro y primitivo deseo que le provocaba.

Sus ojos se habían adaptado a la oscuridad hacía rato, así que podían verse la cara y la expresión. Tan cerca, incluso podían distinguir las emociones en los ojos del otro. Tristan percibió el estremecimiento de temor que la atravesó cuando la atrajo hacia su cuerpo, pero, al mismo tiempo, vio la determinación en su rostro y no se detuvo.

La besó, no como antes lo había hecho, sino como un amante a quien se le hubiera dado carta blanca. Como un conquistador, reclamó a su antojo y arrasó sus sentidos.

Leonora, que al principio se mostró pasiva, a la espera, aceptó su desafío instintivamente. Su cuerpo se agitó, cobró vida una vez más; levantó una mano, volvió a hundir los dedos en su pelo y se aferró allí, de nuevo, cuando las llamas surgieron entre los dos. Esa vez, Tristan no hizo ningún esfuerzo por contenerlas; en lugar de eso, las dejó arder. Las alimentó con cada posesiva caricia de sus duras manos mientras recorría su cuerpo, mientras reclamaba cada milímetro de suavidad y exploraba a su antojo, incluso más íntimamente aún.

Ella se estremeció y se lo permitió. Le permitió que la arrastrara a aquel ardiente mar, a la conflagración de deseo, pasión y simple e inevitable necesidad.

La tocó de modos que nunca habría imaginado, hasta que se aferró con fuerza y gimoteó; hasta que se vio inundada por el calor y el anhelo, con el deseo ardiendo tan ferozmente que se sintió literalmente en llamas. Tristan se movió sobre ella, le hizo abrir las piernas y se acomodó allí. En la creciente oscuridad, parecía verdaderamente un dios, poderoso e intenso, cuando, incorporado, apoyándose en las manos, la miró. Luego bajó la cabeza y volvió a tomar posesión de su boca, y su pura vitalidad, el hecho de que todo él fuera puro músculo y hueso, caliente y encendida sangre, la atrapó.

La aspereza de su cuerpo cubierto de vello le escocía, le recordaba lo suave que era su propia piel, lo sensible que era. Le recordaba lo vulnerable e indefensa que estaba ante su fuerza.

Tristan se movió, alargó un brazo, le cogió una rodilla y le levantó la pierna hasta apoyarla sobre su cadera, luego la recorrió con la palma hasta que la encontró resbaladiza e inflamada, caliente y lista.

Y, de inmediato, Leonora lo sintió empujando en su interior, duro, ardiente y mucho más grande de lo que había pensado. Se quedó sin aliento. Sintió que su cuerpo le cedía paso, pero él seguía empujando inexorablemente. Ella jadeó, intentó zafarse del beso, pero él no la dejó. En vez de eso, la mantuvo allí sujeta, atrapada, mientras despacio, muy despacio, la llenaba.

El cuerpo de Leonora se arqueó, se dobló, tenso, rígido ante su invasión. Sintió la restricción, cómo aumentaba la presión, pero él no se detuvo; se hundió más y más profundamente hasta que la barrera simplemente cedió y él la atravesó para seguir avanzando en su interior hasta que estuvo tan llena que apenas podía respirar, hasta que lo sintió palpitar en lo más profundo de su ser. De repente, notó que su cuerpo cedía, se rendía, lo aceptaba. Sólo entonces, Tristan se detuvo, se quedó quieto y sintió la sólida realidad de él sumergido totalmente en ella.

Trentham se echó hacia atrás e interrumpió el beso, abrió los ojos y contempló los de Leonora a escasos milímetros de los suyos. Sus respiraciones, irregulares y entrecortadas, ardientes y encendidas, se entremezclaron.

– ¿Estás bien?

Las palabras la alcanzaron, profundas y ásperas. Se detuvo a pensar cómo se sentía con aquel cálido peso inmovilizándola, su musculosa dureza atrapándola con las piernas abiertas, tan vulnerable bajo su cuerpo y su erección hundida íntimamente en su interior.

Asintió. Sus labios estaban hambrientos de los de él; se los rozó con los suyos, lo saboreó, luego envió su lengua a explorar, a degustar aquel sabor único. Lo sintió más que lo oyó gruñir, antes de moverse de nuevo en su interior. Al principio sólo un poco, balanceando las caderas contra las suyas. Pero en seguida eso no fue suficiente para ninguno de los dos. Lo que siguió fue un viaje de descubrimiento. No había imaginado que aquella intimidad pudiera ser tan arrolladora, tan exigente, tan satisfactoria. Tan caliente, sudorosa, envolvente. Tristan no dijo nada más, no le preguntó qué opinaba, no le pidió permiso cuando la tomó, cuando la llenó, cuando se sumergió en su cuerpo, cuando se enfundó en su calor.

Sin embargo, durante todo el tiempo, una y otra vez sus ojos miraron brevemente los de ella, comprobando cómo estaba, tranquilizándola, animándola. Se comunicaron sin palabras y Leonora lo siguió con entusiasmo, con ganas, a un paisaje de pasión que se extendió, desplegándose, escena tras escena, y se dio cuenta de lo mucho que podía llegar a ser ese simple acto de unión. Lo cautivador. Lo fascinante. Lo exigente. Lo adictivo. Lo satisfactorio, justo al final, cuando se dejaron llevar por completo y lo sintió con ella.

Dada su mucha experiencia, Leonora pensó que Tristan se retiraría de su interior antes de derramar su simiente, pero ella no lo deseaba y el instinto la impulsó a clavarle las uñas en el trasero y mantenerlo pegado a su cuerpo.

Él la miró. Casi a ciegas, sus ojos se encontraron. Luego, los cerró con un gruñido y dejó que sucediera, dejó que la última oleada poderosa lo arrastrara incluso más profundamente, uniéndolos mientras se vaciaba en su interior.

Leonora sintió cómo su calidez la inundaba, sus labios se curvaron en una sonrisa satisfecha y finalmente se dejó llevar y permitió que la inconsciencia la venciera.


Tumbado en la cama, Tristan intentó encontrarle sentido a lo que había sucedido.

Leonora estaba tumbada con él, aún íntimamente unidos, pero no sintió ningún deseo de separarse. Estaba medio dormida y Tristan albergó la esperanza de que siguiera así hasta que pudiera recuperarse mentalmente.

Se había desplomado sobre ella, saciado y literalmente fuera de sí. Algo nuevo para él. Logró incorporarse lo suficiente para rodar sobre un costado arrastrándola consigo y los cubrió con la colcha para protegerla del frío que invadía la estancia.

Era ya de noche, pero no muy tarde. Nadie se sentiría demasiado preocupado por la ausencia de la joven, aún no. La experiencia le decía que, a pesar de que les había parecido un viaje hacia las estrellas, no debían de ser ni las seis, así que tenía tiempo de pensar dónde se encontraban en ese momento y el mejor modo de seguir adelante.

Tenía demasiada experiencia como para no comprender que hacerlo significaba descubrir primero dónde había estado uno. Y ése era su problema. No estaba en absoluto seguro de que entendiera lo que había sucedido.

Habían atacado a Leonora, él había llegado a tiempo para rescatarla y habían ido allí. Todo parecía claro hasta ese punto. Luego, ella había querido darle las gracias y él no había visto ningún problema en permitírselo. Sin embargo, a partir de ahí era cuando las cosas se habían complicado. Recordaba vagamente que había pensado que satisfacerla era un modo sensato de lograr que olvidara el ataque. Cierto, pero su agradecimiento, ofrecido del modo en que ella había elegido demostrárselo, había satisfecho e invocado al mismo tiempo una necesidad más oscura en Tristan, una reacción al incidente, una compulsión por poner su marca en ella, por hacerla irrevocablemente suya.

Visto así, parecía una respuesta primitiva y poco civilizada, pero no podía negar que eso había sido lo que lo había impulsado a desnudarla, a acariciarla, a conocerla íntimamente. No había sido lo bastante consciente de lo que estaba sucediendo como para resistirse, no había visto el peligro.

Bajó la mirada hacia la oscura cabeza de Leonora, hacia su pelo, despeinado y revuelto, cálido contra su hombro.

Él no había pretendido aquello. Y, ahora se daba cuenta, cada vez más a medida que su cerebro captaba las repercusiones, el alcance de lo que significaba para él todo el asunto, era una importante complicación en un plan que, ya para empezar, no estaba yendo muy bien.

Sintió que el rostro se le endurecía y apretaba los labios. De no ser porque no deseaba despertarla, habría soltado una maldición.

No había que pensar mucho para saber que sólo había un modo de continuar. Daban igual las opciones que su mente de estratega ideara, su reacción instintiva y profundamente arraigada no vaciló ni un segundo. Ella era suya. Absolutamente suya. Ése era un hecho irrefutable. Y estaba en peligro, amenazada.

Sólo tenía una salida.

«Por favor… no me dejes.»

Había sido incapaz de resistirse a esa súplica e, incluso en ese momento, sabía que tampoco lo sería si volvía a hacérsela. Había habido una necesidad tan profunda, tan vulnerable en sus ojos… que le había sido imposible negarse. A pesar del trastorno que le iba a causar, no podía, no lamentaba nada de lo sucedido.

En realidad, nada había cambiado, sólo la programación en el tiempo. Era necesaria una reestructuración de su plan. A una escala importante, eso era cierto. Pero era demasiado buen estratega como para perder el tiempo quejándose.


La realidad se filtró despacio en la mente de Leonora. Se movió, suspiró mientras se deleitaba con la calidez que la rodeaba, que la envolvía, que la llenaba. Agitó las pestañas, abrió los ojos y parpadeó. De repente, se dio cuenta de cuál era la fuente de toda aquella reconfortante calidez, y un rubor, rogó que fuera un rubor, la inundó. Se movió lo suficiente como para alzar la vista.

Trentham la miró. Tenía el cejo levemente fruncido.

– No te muevas.

Bajo las mantas, una gran mano se cerró sobre su trasero y la movió, acomodándola mejor sobre él, alrededor de él.

– Te sentirás dolorida. Relájate y déjame que piense.

Leonora se quedó mirándolo, luego bajó la vista hacia su propia mano, que mantenía apoyada y abierta sobre aquel torso moreno.

«Relájate», le había dicho. Estaban completamente desnudos, con los brazos y las piernas entrelazados y él todavía en su interior. No llenándola como lo había hecho antes, pero sin ninguna duda aún allí…

Sabía que, por regla general, a los hombres no los afectaba su propia desnudez. Sin embargo, parecía…

Tomó aire y dejó de pensar en ello. Si lo hacía, si se permitía pensar en todo lo que había descubierto, todo lo que había experimentado, un aturdido asombro la mantendría allí durante horas. Y sus tías iban a ir a cenar a casa, así que ya pensaría en toda aquella magia más tarde.

Levantó la cabeza y contempló a Trentham, que aún fruncía el cejo levemente.

– ¿En qué estás pensando?

Él la miró.

– ¿Conoces a algún obispo?

– ¿Obispo?

– Mmm… necesitamos una licencia especial. Yo podría solicitar…

Leonora apoyó las manos en su pecho, se incorporó y se quedó mirándolo con los ojos abiertos como platos.

– ¿Para qué necesitamos una licencia especial?

– ¿Para qué…? -Él se la quedó mirando perplejo. Al final dijo-: Eso es lo último que esperaba que dijeras.

Leonora frunció el cejo, se incorporó y se sentó a un lado de la cama.

– Deja de bromear. -Buscó a su alrededor-. ¿Dónde está mi ropa?

El silencio reinó durante un segundo, luego él dijo:

– No estoy bromeando.

Su tono hizo que se diera la vuelta rápidamente. Se miraron a los ojos y lo que Leonora vio hizo que el corazón le latiera con fuerza.

– Eso no es… divertido.

– No creo que nada de esto sea divertido.

Ella lo miró y su ataque de pánico cedió. El cerebro empezó a funcionarle de nuevo.

– No espero que te cases conmigo.

Trentham arqueó las cejas y Leonora tomó aire.

– Tengo veintiséis años. He pasado ya la edad de casarme. No tienes que sentir que por esto… -con un movimiento de la mano abarcó la cama y todo lo que contenía- debes hacer un sacrificio honorable. No tienes que sentir que me has seducido y que por eso debes subsanar el error.

– Que yo recuerde, eres tú la que me ha seducido a mí.

Ella se sonrojó.

– Exacto. Así que no hay ningún motivo para que debas buscar un obispo.

Sin duda, era hora de vestirse. Localizó su camisola en el suelo y se volvió para salir a gatas del revoltijo de mantas, pero unos dedos de acero le rodearon la muñeca. No tiró ni la retuvo, no tuvo que hacerlo, porque Leonora sabía que no podría liberarse hasta que él consintiera en soltarla, así que se dejó caer de nuevo sobre la colcha. Trentham miraba fijamente al techo, por lo que no pudo verle los ojos.

– Veamos si lo he entendido bien.

Su voz era firme, pero había cierto deje de disgusto que la puso en alerta.

– Eres una virgen de veintiséis años, disculpa, ex virgen. No tienes ninguna otra aventura, ni romántica ni de cualquier otro tipo. ¿Correcto?

A ella le habría encantado decirle que todo aquello era inútil, pero sabía por experiencia que seguir la corriente a los varones difíciles era el modo más rápido de lidiar con ellos.

– Sí.

– ¿Estoy también en lo correcto si afirmo que te habías propuesto seducirme?

Leonora apretó los labios, luego lo reconoció:

– No inmediatamente.

– Pero lo de hoy. Esto… -había empezado a trazar pequeños círculos con el pulgar en la parte interna de su muñeca- ha sido intencionado. Deliberado. Estabas decidida a hacer que yo… ¿qué? ¿Te iniciara?

Volvió la cabeza y la observó. Ella se sonrojó, pero se obligó a sí misma a asentir.

– Sí. Eso.

– Hum. -Volvió a clavar la mirada en el techo-. Y ahora que has logrado tu objetivo, esperas decir «Gracias, Tristan, esto ha sido muy amable por tu parte», y continuar como si nada.

Leonora no había ido tan lejos en sus reflexiones. Frunció el cejo.

– Supuse que, al final, cada uno seguiría su camino. -Estudió su perfil-. Esto no tendrá ninguna repercusión, por lo que no hay motivo para hacer nada al respecto.

Y elevó la comisura del labio, pero ella no sabría decir qué estado de ánimo reflejaba ese gesto.

– Excepto -afirmó con voz firme, pero cada vez más tensa- si no has calculado bien tu estrategia.

Leonora realmente no deseaba hacer la pregunta, sobre todo por el tono que él había usado, pero Trentham se limitó a esperar, así que tuvo que hacerlo.

– ¿En qué sentido?

– Puede que tú no esperaras que yo me casara contigo. Sin embargo, yo, como la persona seducida, sí espero que tú te cases conmigo.

Volvió la cabeza de nuevo, se encontró con sus ojos y dejó que leyera en ellos que hablaba absolutamente en serio.

Leonora se quedó mirándolo y leyó el mensaje no una sino dos veces. Se quedó boquiabierta hasta que logró cerrar la mandíbula bruscamente.

– ¡Eso es absurdo! Tú no quieres casarte conmigo, sabes que no. Simplemente estás siendo testarudo. -Con un giro y un tirón, se liberó la muñeca, consciente de que lo había logrado porque él se lo había permitido. Salió a gatas de la cama. La furia, el miedo, la irritación y la inquietud eran una turbadora mezcla. Se fue a buscar la camisola.

Tristan se incorporó cuando ella abandonó la cama, se fijó en los moretones que le rodeaban los antebrazos. Entonces recordó el ataque y volvió a respirar. Mountford la había marcado así, no él. Cuando ella se agachó y cogió la camisola, vio las manchas oscuras sobre las caderas, las leves marcas azuladas que sus dedos habían dejado en la piel de alabastro de su trasero. Cuando se dio la vuelta batallando con la camisola hasta que logró ponérsela, vio unas marcas similares en sus pechos.

Tristan maldijo en voz baja.

– ¿Qué? -Leonora tiró de la camisola hacia abajo y le lanzó una furibunda mirada.

Con los labios apretados, él negó con la cabeza.

– Nada. -Se levantó y cogió sus pantalones.

Algo oscuro, algo potente y peligroso bullía en su interior. Y crecía rápido, luchando por liberarse.

No podía pensar.

Cogió el vestido de la cama y lo sacudió; sólo había una leve mancha, un pequeño punto rojo. Esa imagen sacudió su control, pero Tristan la bloqueó y le acercó el vestido.

Leonora lo cogió mientras le daba las gracias con una altiva inclinación de cabeza. Él estuvo a punto de reírse. Pensaba que la estaba dejando ir.

Se puso la camisa, se la abrochó, se la metió por dentro del pantalón y luego, rápidamente y con habilidad, se anudó el pañuelo sin dejar de observarla en ningún momento. Estaba acostumbrada a tener una doncella y no podía abrocharse el vestido sola.

Cuando acabó de vestirse, Tristan cogió su capa.

– Toma. Déjame que te ayude. -Le dio la capa. Leonora lo miró, luego cogió la prenda y se volvió para darle la espalda.

Él le abrochó rápidamente el vestido. Mientras le ataba los lazos, los movimientos de sus dedos se volvieron más lentos y metió uno bajo las cintas para acercarla a él. Se inclinó entonces y le habló en voz baja al oído.

– No he cambiado de opinión. Tengo la intención de casarme contigo.

Leonora se mostró impasible, erguida, mirando al frente, luego volvió la cabeza y lo miró a los ojos.

– Yo tampoco he cambiado de opinión. No quiero casarme. -Le sostuvo la mirada y añadió-: En realidad, nunca he querido hacerlo.


No había sido capaz de hacerla cambiar de opinión.

La discusión había continuado durante todo el trayecto por la escalera, se redujo a susurros cuando atravesaron la planta baja, para que Biggs no los oyera, y volvió a animarse cuando llegaron a la relativa seguridad del jardín.

Nada de lo que había dicho la había convencido.

Cuando, dominado por la más completa y total exasperación ante la idea de que una dama de veintiséis años a la que había iniciado de un modo tan placentero en los goces de la pasión se negara a casarse con él, con su título, riqueza, casas y demás, la había amenazado con ir directo a su casa y pedirles su mano a su tío y a su hermano, revelándoselo todo si ella hacía que eso fuera necesario, Leonora soltó un grito ahogado, se detuvo, se volvió hacia él y casi lo fulminó con una mirada de horrorizada vulnerabilidad.

– Dijiste que lo que había entre nosotros quedaba entre nosotros.

Había verdadero miedo en sus ojos.

Tristan cedió. Y, disgustado, se oyó a sí mismo asegurarle con brusquedad que por supuesto que no haría una cosa así.

Le había salido el tiro por la culata, y todo por mantener su honor.

Más tarde, esa noche, ante el fuego en su biblioteca, intentó encontrar un modo de atravesar la ciénaga en la que, sin previo aviso, se veía hundido hasta las rodillas.

Bebiendo despacio su brandy francés, volvió a repasar todas sus conversaciones, intentó leer los pensamientos, las emociones, tras las palabras. De algunas podía estar seguro pero otras no podía definirlas; sin embargo, se sentía razonablemente convencido de una cosa. Leonora realmente creía que ella, una solterona de veintiséis años, ésas habían sido sus palabras, no era capaz de atraer y mantener la atención honesta y honorable de un hombre como él.

Levantó la copa con los ojos fijos en las llamas y dejó que el fino licor se deslizara por su garganta. En voz baja para sí mismo, reconoció que le daba igual lo que ella pensara. Tenía que tenerla, en su casa, entre sus paredes, en su cama. A salvo. Tenía que hacerlo; ya no había elección para él. La oscura y peligrosa emoción que Leonora le había despertado y ahora estaba desatada no permitiría ninguna otra opción.

No sabía que guardaba en su interior esos sentimientos. Sin embargo, esa noche, cuando se había visto obligado a quedarse allí de pie, en el camino de entrada y observarla, dejar que se alejara de él, finalmente se había dado cuenta de lo que era aquella molesta emoción: posesividad.

Y había estado a punto de darle rienda suelta.

De hecho, siempre había sido un hombre protector, buena prueba de ello era su anterior ocupación y ahora su tribu de ancianas. Siempre había comprendido esa parte de sí mismo, pero con Leonora sus sentimientos iban más allá de cualquier instinto protector.

No disponía de mucho tiempo, porque su paciencia tenía un límite muy definido; siempre lo había tenido.

Rápidamente, repasó todos los planes que había puesto en marcha para la búsqueda de Montgomery Mountford, incluidos los que había iniciado esa noche, tras regresar de Montrose Place. Por el momento, ese asunto podía esperar. Podría dirigir su atención al otro frente que tenía abierto. Debía convencer a Leonora Carling de que se casara con él; tenía que hacerla cambiar de opinión.

¿Cómo?

Diez minutos más tarde, se levantó y fue a buscar a sus ancianas. Él siempre había mantenido que la información era la clave para el éxito de cualquier campaña.


La cena con sus tías, un acontecimiento no infrecuente en las semanas previas al inicio de la Temporada, época en la que su tía Mildred, lady Warsingham, la visitaba para intentar convencerla de que se lanzara a la batalla de buscar marido, fue casi un desastre. Un hecho directamente atribuible a Trentham, incluso en su ausencia.

A la mañana siguiente, Leonora aún tenía problemas para contener los rubores, esforzándose aún por evitar que su mente se perdiera en aquellos momentos cuando, jadeando y encendida, se había tumbado bajo él y lo había observado, moviéndose con aquel profundo y compulsivo ritmo sobre ella mientras su propio cuerpo aceptaba las embestidas del suyo, la implacable y ondulante fusión física.

Había contemplado su rostro, había visto cómo la pasión borraba todo su encanto y dejaba los duros ángulos y facciones marcados por algo mucho más primitivo. Fascinante. Cautivador. Y que la descentraba por completo.

Se concentró en clasificar y organizar hasta el último trozo de papel de su escritorio.

A las doce, sonó la campanilla de la puerta. Oyó a Castor atravesar el vestíbulo e ir abrir. Un instante después, se oyó la voz de Mildred.

– ¿Está en el salón? No te preocupes, no hace falta que me acompañes.

Leonora empujó las pilas de papeles hacia el interior del escritorio, lo cerró y se levantó. Mientras se preguntaba qué habría traído de vuelta a su tía a Montrose Place tan pronto, se volvió hacia la puerta y esperó a descubrirlo pacientemente.

Mildred entró elegantemente vestida en blanco y negro.

– ¡Bueno, querida mía! -Se acercó a Leonora-. Aquí estás, sola. Ojalá aceptaras acompañarme en mis visitas, pero sé que no lo harás, así que no me molestaré en lamentarlo más.

Ella besó la perfumada mejilla de su tía diligentemente y le murmuró su gratitud.

– No tienes remedio. -Mildred se dejó caer en el diván y se arregló la falda-. ¡Aunque he venido para darte una noticia sencillamente maravillosa! Tengo entradas para la nueva obra del señor Kean para esta noche. Está todo vendido para las próximas semanas, va a ser la obra de la Temporada. Pero por un fabuloso golpe del magnánimo destino, una querida amiga me ha dado sus entradas y tengo una de sobra. Gertie vendrá, por supuesto. Y tú también, ¿verdad? -La miró suplicante-. Sabes que si no vienes, Gertie se pasará toda la representación refunfuñando, pero cuando tú nos acompañas, siempre se comporta.

Gertie era su otra tía, la hermana mayor soltera de Mildred, que tenía unas opiniones bastante firmes sobre los caballeros y, aunque evitaba exponerlas en presencia de Leonora porque consideraba a su sobrina aún demasiado joven e impresionable para oír unas verdades tan cáusticas, con su hermana nunca se callaba sus devastadoras observaciones. La única suerte era que las expresaba en voz baja.

Leonora se sentó en el sillón frente a Mildred y vaciló. Ir al teatro con su tía generalmente siempre suponía conocer como mínimo a dos caballeros que, según Mildred, eran buenos partidos para ella. Pero si aceptaba su invitación, también vería una obra de teatro durante la cual nadie se atrevería a hablar. Sería libre de perderse en la representación y, con suerte, incluso la ayudaría a olvidar a Trentham momentáneamente.

Además, una oportunidad de ver al inimitable Edmund Kean no era algo que pudiera dejarse pasar así como así.

– Muy bien. -Volvió a concentrarse en Mildred justo a tiempo para ver cómo el triunfo iluminaba fugazmente los ojos de su tía.

»Pero me niego a que me hagas desfilar como una yegua bien educada durante el intermedio.

Mildred desechó la objeción con un movimiento de la mano.

– Si lo deseas, puedes quedarte en tu asiento durante todo el descanso. Pero te pondrás el vestido de seda azul oscuro, ¿lo harás? Sé que te da igual tu aspecto, así que ¿podrías hacerlo para complacerme?

La mirada esperanzada en los ojos de la mujer hizo imposible que se negara; Leonora notó que sonreía.

– Como esta codiciada oportunidad viene a través de ti, no puedo negarme. -Aquel vestido era uno de sus favoritos, así que no le costaría nada complacer a su tía-. Pero te lo advierto, no soportaré a ningún pretendiente de Bond Street susurrándome palabras de amor al oído durante la representación.

Mildred suspiró y negó con la cabeza mientras se levantaba.

– Cuando éramos niñas, tener a caballeros solteros susurrándonos al oído era el acontecimiento de la noche. -Miró a Leonora-. Me esperan en casa de lady Henry, luego en la de la señora Arbuthnot, así que debo irme. Pasaré a buscarte en el carruaje a las ocho.

Ella asintió y luego la acompañó a la puerta.

Regresó al salón más pensativa. Quizá sería prudente salir y relacionarse con la buena sociedad, al menos durante las semanas previas al inicio propiamente dicho de la Temporada. Eso podría distraerla de los efectos de la seducción, que aún perduraban. La ayudaría a recuperarse de la conmoción que le había causado la proposición de matrimonio de Trentham. Y la conmoción aún mayor por la insistencia de él en que debería aceptarla.

Leonora no comprendía su razonamiento, pero él parecía muy decidido. Unas cuantas semanas en sociedad exponiéndose a otros hombres le recordarían sin duda por qué no se había casado nunca.


Leonora no sospechaba nada. Hasta que el carruaje no se detuvo ante la escalera del teatro y un apresurado mozo de cuadra abrió la puerta, ni el más leve atisbo de sospecha cruzó su mente. Y entonces ya fue demasiado tarde.

Trentham dio un paso adelante y, con calma, le ofreció la mano para ayudarla a bajar del coche.

Leonora se lo quedó mirando boquiabierta. Cuando Mildred le clavó el codo en las costillas, reaccionó y, tras lanzar una rápida y fulminante mirada a su tía, alargó el brazo altiva y apoyó los dedos en la palma de Tristan.

No tenía opción. Los carruajes se iban acumulando y la escalera del teatro en el que se representaba la obra más comentada no era el lugar idóneo para montar una escena, para decirle a un caballero lo que una pensaba de él y de sus maquinaciones ni para informar a su tía de que esa vez había ido demasiado lejos.

Con un aire de fría superioridad, le permitió que la ayudara a bajar, luego se quedó allí, fingiendo una gélida indiferencia, mientras examinaba a la elegante multitud que subía la escalera del teatro y atravesaba las puertas abiertas. Entretanto, Trentham saludaba a sus tías y las ayudaba también a bajar.

Mildred, resplandeciente con su combinación favorita, el blanco y el negro, cogió a Gertie del brazo con energía y se abrió paso por la escalera.

Con calma, Trentham se volvió hacia Leonora y le ofreció el brazo. Ella lo miró a los ojos y, para su sorpresa, no vio triunfo en ellos, sino más bien una cuidadosa cautela. Ese detalle la aplacó un poco y consintió en apoyar las puntas de los dedos en su manga para que la guiara.

Tristan consideró el ángulo de la barbilla de Leonora y se mantuvo en silencio. Se reunieron con sus tías en el vestíbulo, donde la aglomeración las había hecho detenerse. Él las adelantó, entonces, y sin grandes dificultades logró abrirles paso hasta la escalera, donde la presión de los cuerpos disminuyó. Cubrió la mano de Leonora con la suya, guió al grupo hasta el pasillo semicircular que llevaba a los palcos y la miró mientras se acercaban a la puerta del que había reservado.

– He oído decir que el señor Kean es el mejor actor del momento y que la obra de esta noche es una encomiable oportunidad de lucir sus talentos. Pensé que te gustaría.

Leonora lo miró brevemente a los ojos, luego inclinó la cabeza, aún altiva y distante. Cuando llegaron al palco, Tristan apartó la pesada cortina que cubría la entrada y ella entró con la cabeza alta. Lady Warsingham y su hermana se apresuraron a sentarse en la parte de delante y se acomodaron en dos de los tres asientos. Leonora se había detenido entre las sombras junto al muro. Mantenía la mirada fija en su tía Mildred, que estaba ocupada observando a todas las personas importantes que había en los otros palcos e intercambiando saludos con la cabeza, decidida a no mirar a su sobrina.

Tristan vaciló. Cuando finalmente se acercó, Leonora dirigió su atención hacia él. Los ojos le centelleaban.

– ¿Cómo te las has arreglado para organizar esto? -Hablaba en susurros-. Nunca te dije que ella fuera mi tía.

Tristan arqueó una ceja.

– Tengo mis propias fuentes.

– Y las entradas. -Contempló los palcos, que se estaban llenando rápidamente con quienes habían tenido la suerte de asegurarse un sitio-. Tus tías me dijeron que nunca te relacionabas en sociedad.

– Como puedes ver, eso no es estrictamente cierto.

Leonora se volvió hacia él, esperando más. Tristan la miró a los ojos.

– Tengo poco interés por la buena sociedad en general, pero no estoy aquí para pasar la velada con ellos.

Ella frunció el cejo y preguntó un poco recelosa:

– ¿Por qué estás aquí entonces?

Él le sostuvo la mirada un segundo y luego murmuró:

– Para pasar la velada contigo.

Sonó una campana en el pasillo. Tristan la cogió del brazo y la guió hasta el asiento vacío de la parte delantera del palco. Leonora le lanzó una mirada escéptica, luego se sentó. Él cogió la otra silla, la colocó a su izquierda, levemente vuelta hacia ella, y se acomodó para ver la representación.

Cada penique de la pequeña fortuna que había pagado valió la pena. Sus ojos rara vez se desviaron hacia el escenario, manteniendo la mirada fija en el rostro de Leonora, observando las emociones que sobrevolaban sus rasgos, delicadas, puras y, en aquella situación, desprotegidas. Aunque al principio ella había sido consciente de su escrutinio, la magia de Edmund Kean en seguida captó toda su atención mientras Tristan la contemplaba, feliz, perspicaz, intrigado.

No tenía ni idea de por qué lo había rechazado, de por qué, según ella, no tenía ningún interés en el matrimonio. Sus tías, sometidas al más sutil de los interrogatorios, habían sido incapaces de arrojar alguna luz al tema, lo que significaba que entraba en aquella batalla a ciegas. No era que eso afectara de un modo considerable a su estrategia, ya que, por lo que había oído, sólo había un modo de ganarse a una dama reticente.

Cuando se bajó el telón al final del primer acto, Leonora suspiró, luego recordó dónde se encontraba y con quién. Miró a Trentham y no la sorprendió encontrárselo con sus ojos fijos en su rostro. Sonrió con frialdad.

– Me iría muy bien algo para beber.

Él la miró a los ojos un momento, luego, sonrió, inclinó la cabeza aceptando el encargo y se levantó.

Leonora se volvió y vio a Gertie y a Mildred de pie. Estaban recogiendo sus retículos y chales.

Su tía Mildred les dedicó una amplia sonrisa a ella y a Trentham.

– Vamos a pasear por el pasillo y a saludar a todo el mundo. Leonora odia las aglomeraciones, pero estoy segura de que podemos confiar en usted para entretenerla.

Por segunda vez esa noche, Leonora se quedó boquiabierta. Asombrada, observó cómo sus tías salían y Trentham les sostenía la pesada cortina para que pudieran hacerlo. Dada su previa insistencia en evitar el ritual de los saludos, no pudo quejarse, y no había nada inapropiado en que ella y Trentham se quedaran solos en el palco; estaban en público, bajo la mirada de un gran número de damas de la buena sociedad.

Trentham dejó caer la cortina y se volvió hacia ella.

Leonora carraspeó.

– Tengo la boca verdaderamente seca… -Había bebidas disponibles junto a la escalera; llegar hasta allí y volver lo mantendría ocupado una buena parte del intermedio.

Sin embargo, él siguió con los ojos fijos en su rostro, con una leve sonrisa. Cuando se oyó un golpe en la puerta, se dio la vuelta y apartó la cortina. Entró un acomodador con una bandeja en la que llevaba cuatro copas y una botella de champán fría. La dejó en la mesita que había junto a la pared del fondo.

– Yo lo serviré.

El hombre les hizo una reverencia y desapareció por la cortina.

Leonora observó a Trentham abrir la botella y luego servir el delicado líquido en dos de las copas. De repente, se sintió muy feliz de haberse puesto el vestido azul oscuro, una coraza adecuada para aquel tipo de situación.

Él le entregó una copa y a ella la sorprendió un poco que no aprovechara el momento para rozarle los dedos. Cuando levantó la copa, Trentham le sostuvo la mirada.

– Relájate. No muerdo.

Leonora arqueó una ceja, bebió y luego preguntó:

– ¿Estás seguro?

Sus labios se curvaron y observó a los demás asistentes que pululaban por los otros palcos.

– Este entorno no es muy propicio.

Volvió a mirarla, luego cogió la silla de Gertie, le dio la vuelta para sentarse de espaldas a la multitud y estiró las piernas en una pose elegante pero cómoda.

Él bebió también, con la mirada fija en el rostro de ella, luego le preguntó:

– Entonces, dime, ¿es el señor Kean tan bueno como dicen?

Leonora se dio cuenta de que él no tenía ni idea de eso, porque había estado lejos, sirviendo en el ejército durante los últimos años.

– Es un artista sin parangón, al menos ahora mismo. -Considerando que el tema era seguro, le explicó lo más destacado de la carrera del actor.

Trentham le hizo alguna pregunta que otra. Cuando el tema quedó agotado, él dejó pasar un momento y luego comentó en voz baja:

– Hablando de representaciones…

Leonora lo observó y casi se atragantó con el champán. Sintió que un lento rubor le ascendía por las mejillas, pero lo ignoró y levantó la barbilla para mirarlo directamente a los ojos. Ella era ahora, se recordó a sí misma, una dama con experiencia.

– ¿Sí?

Trentham hizo una pausa, como si estuviera considerando no qué decir sino cómo decirlo.

– Me preguntaba… -alzó la copa, bebió y ocultó los ojos tras las pestañas- si tú eres muy buena actriz.

Leonora parpadeó, frunció el cejo y dejó que su expresión transmitiera su incomprensión.

Trentham volvió a mirarla a los ojos.

– Si dijera que disfrutaste de nuestro… último encuentro, ¿estaría equivocado?

Ella se ruborizó aún más, pero se negó a apartar la vista.

– No. -El recuerdo del placer que sintió la inundó, le dio fuerza para afirmar con mordacidad-. Sabes perfectamente que disfruté de él… por completo.

– Entonces, ¿eso no contribuyó a tu aversión a casarte conmigo?

De repente, entendió qué le estaba preguntando.

– Por supuesto que no. -La idea de que pudiera pensar una cosa así… Frunció el cejo-. Ya te dije que tomé esa decisión hace mucho tiempo. Mi postura no tiene nada que ver contigo.

¿Podía un hombre como él necesitar que le confirmaran semejante cosa? No pudo descubrir nada en sus ojos, en su expresión.

De repente, Trentham sonrió con dulzura. Sin embargo, el gesto fue más el de un depredador que algo encantador.

– Sólo quería estar seguro.

No había renunciado a la batalla de lograr que lo aceptara, ese mensaje Leonora pudo leerlo sin problemas. Ignorando con determinación el efecto de toda aquella relajada masculinidad a escasos centímetros de ella, le dirigió una educada mirada y le preguntó por sus tías. Él le respondió, permitiendo que cambiara de tema.

El público empezó a regresar a los asientos; Mildred y Gertie se reunieron con ellos. Leonora fue consciente de la aguda mirada que sus dos tías le lanzaron, pero mantuvo la expresión calmada y serena, y dirigió su atención a escena. Se subió el telón y la obra continuó.

En su favor, tuvo que reconocer que Trentham no hizo nada para distraerla. Aunque fue consciente de nuevo de que sus ojos se centraban principalmente en ella, se negó a darse por enterada de su atención. No podía obligarla a casarse con él; si se mantenía firme en su negativa, él acabaría desistiendo. Como Leonora había imaginado que haría.

Aun así, la idea de que se demostrara que estaba en lo cierto, por una vez no la alegró. Frunciendo el cejo para sus adentros por semejante atisbo de vulnerabilidad, se obligó a con centrarse en Edmund Kean.

Cuando se bajó el telón, un tumultuoso aplauso llenó el teatro. Después de que el señor Kean hubiera salido en innumerables ocasiones a recibir los aplausos, el público, finalmente satisfecho, se dispuso a marcharse. Arrebatada por el drama, Leonora sonrió sin problemas y le dio la mano a Trentham, se detuvo a su lado mientras levantaba la cortina para que Mildred y Gertie salieran, y luego dejó que la guiara tras ellas.

El pasillo estaba demasiado concurrido para poder mantener una conversación privada. Aunque los constantes empujones de la multitud ofrecían muchas oportunidades a cualquier caballero que deseara despertar los sentidos de una dama, para su sorpresa, Trentham no lo intentó en ningún momento. Sin embargo, Leonora fue extremadamente consciente de su presencia, grande, sólida y fuerte a su lado, protegiéndola de la presión de los cuerpos que se movían. Por las ocasionales miradas que le lanzaba, supo que estaba pendiente de ella, pero mantuvo la atención centrada en conducirlas con eficacia a través del gentío hasta la calle.

Su carruaje llegó en el momento en que alcanzaban la acera. Trentham ayudó a subir a Gertie y a Mildred, y luego se volvió hacia ella. Sosteniéndole la mirada, se llevó sus dedos a los labios y la besó, y la calidez de esa lenta caricia se extendió por todo su cuerpo.

– Espero que hayas disfrutado de la velada.

No podía mentirle.

– Sí, gracias.

Él asintió y la ayudó a subir. Sus dedos se separaron de los suyos con un leve atisbo de reticencia.

Cuando Leonora se sentó, Trentham retrocedió, cerró la puerta y le hizo una señal al cochero. El carruaje se sacudió y se alejó, y el impulso de sentarse hacia adelante y asomarse por la ventana para ver si se quedaba allí observando casi la superó, pero se quedó donde estaba, con la vista al frente y con las manos apretadas en el regazo.

Puede que él se hubiera refrenado y no le hubiera hecho ninguna caricia ilícita, que no hubiera llevado a cabo ningún intento de provocarla, pero ella había visto, y experimentado, lo suficiente para apreciar la realidad tras su máscara. Aún no se había rendido, pero se dijo a sí misma que lo haría, que al final se daría por vencido.

Sentada frente a ella, Mildred comentó:

– Unos modales tan refinados, tan firmes. Tienes que admitir que hay pocos caballeros hoy en día que sean tan… -Sin saber qué decir, hizo un gesto.

– Masculinos -sugirió Gertie.

Tanto Leonora como Mildred la miraron sorprendidas. Ésta fue la primera en recuperarse.

– ¡Exacto! -asintió-. Tienes razón. Se ha comportado como debía hacerlo.

Tras recuperarse de la conmoción de oír a Gertie, aquella mujer que odiaba a los caballeros, aprobar a algún varón, aunque, al fin y al cabo, se trataba de Trentham el Encantador, así que debería haberlo esperado, Leonora preguntó:

– ¿Cómo lo conocisteis?

Mildred se movió para arreglarse la falda.

– Ha venido a vernos esta mañana. Dado que vosotros ya os conocíais, aceptar su invitación parecía algo razonable.

Desde el punto de vista de Mildred.

Leonora se contuvo y no le recordó a su tía que le había dicho que una vieja amiga le había dado las entradas; hacía tiempo que había descubierto hasta dónde podía llegar la mujer para ponerla en presencia de un caballero que fuera un buen partido. Y no cabía duda de que Trentham lo era.

Ese pensamiento lo llevó una vez más a su mente, no como había estado en el teatro, sino como en los dorados momentos que habían compartido en el dormitorio del piso de arriba. Cada instante, cada caricia, estaban grabados en su memoria; sólo pensar en ello era suficiente para evocarlo de nuevo; no sólo las sensaciones, sino todo lo demás, todo lo que había sentido.

Se había esforzado por evitar los recuerdos, por no pensar, no reflexionar sobre la emoción que la había llenado cuando se había dado cuenta de que no pretendía llegar a la consumación, la emoción que la había impulsado a pronunciar aquella súplica.

«Por favor… no me dejes.»

Esas palabras la atormentaban, sólo el recuerdo bastaba para hacerla sentir extremadamente vulnerable. Expuesta.

Sin embargo, su respuesta… A pesar de todo lo que sabía de él, cómo había juzgado su carácter, sus maquinaciones, estaba en deuda con Trentham por ello. Por darle todo lo que deseaba. Por ponerse a su disposición en ese momento, por entregarse a ella cuando Leonora lo había deseado.

Dejó que el recuerdo se alejara; aún era demasiado evocador para recrearse en él. En lugar de eso, se centró en la velada, pensó en todo lo que había pasado y en lo que no. Incluido el modo en que ella había reaccionado a él, a su cercanía. Eso había cambiado. Sus nervios ya no se disparaban. Ahora, cuando lo tenía cerca, cuando se tocaban, sus nervios vibraban. Era la única palabra que podía encontrar para describir la sensación, el cálido consuelo que le daba. Quizá un eco del placer recordado. Lejos de sentirse nerviosa, se había sentido cómoda. Como si rodar desnudos sobre una cama, disfrutando de aquel íntimo acto hubiera cambiado de un modo fundamental sus respuestas hacia él. Para mejor, según su punto de vista. Ya no se sentía tan en desventaja, ya no se sentía físicamente tensa, nerviosa en su presencia. Curioso, pero real. El tiempo que habían pasado solos en el palco había sido un momento cómodo, agradable. Si era sincera, totalmente agradable a pesar del escrutinio de Trentham. Leonora suspiró y se recostó en el asiento. No podía censurar a Mildred. Había disfrutado de la velada mucho más y de un modo bastante diferente a lo que había esperado.

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