A la mañana siguiente, Leonora bajó al salón del desayuno un poco más tarde de lo habitual; normalmente, era la primera de la familia en levantarse, pero esa mañana había dormido hasta tarde. Con unos andares llenos de energía y una sonrisa en los labios, atravesó el umbral y se detuvo en seco.
Tristan estaba sentado junto a Humphrey. Lo escuchaba con atención mientras se zampaba con toda calma un plato de jamón y salchichas.
Jeremy estaba sentado frente a ellos; los tres hombres alzaron la vista, y Tristan y Jeremy se levantaron.
Humphrey le dedicó una amplia sonrisa.
– ¡Bueno, querida! ¡Felicidades! Tristan acaba de darnos la noticia. ¡Debo decir que estoy absolutamente encantado!
– Sí, hermanita. Felicidades. -Jeremy se inclinó sobre la mesa, la cogió de la mano y la atrajo hacia el otro lado para darle un beso en la mejilla-. Excelente elección -murmuró.
A ella la sonrisa se le quedó un poco congelada.
– Gracias.
Miró a Tristan, esperando ver cierto grado de disculpa. En cambio, él le devolvió la mirada con una expresión firme, segura, confiada. Tomó debida nota de eso último e inclinó la cabeza.
– Buenos días.
El «milord» se le atascó en la garganta. No olvidaría fácilmente su idea de lo que era un final apropiado para la reconciliación de la noche anterior. Después, la había vestido, la había llevado en brazos hasta el carruaje. Hizo caso omiso de sus protestas, para entonces bastante débiles, y la acompañó a Montrose Place, donde la hizo esperar en la diminuta sala del número 12 mientras recogía a Henrietta y, finalmente, las acompañaba a ambas hasta la puerta de su casa.
Ahora, le cogió la mano con suavidad, se la llevó brevemente a los labios y le ofreció asiento.
– Confío en que hayas dormido bien.
Leonora lo miró mientras se sentaba.
– Muy bien.
Los labios de él se curvaron, pero apenas inclinó la cabeza.
– Hemos estado explicándole a Tristan que los diarios de Cedric, a primera vista, no encajan en los patrones habituales. -Humphrey hizo una pausa para comer un poco de huevo.
Jeremy continuó con el relato.
– No están organizados por temas, que es lo más habitual, y como tú ya habías descubierto -inclinó la cabeza hacia Leonora- las entradas no están en absoluto en orden cronológico.
– Hum. -Humphrey masticó y luego tragó-. Tiene que haber alguna clave, pero es muy posible que Cedric la guardara sólo en su cabeza.
Tristan frunció el cejo.
– ¿Significa eso que no podréis darle sentido a los diarios?
– No -respondió Jeremy-. Sólo significa que nos costará más tiempo hacerlo. -Miró a Leonora-. Recuerdo vagamente que mencionaste unas cartas.
Ella asintió.
– Hay muchas. Sólo he mirado las del último año.
– Será mejor que nos las des -sugirió Humphrey-. Todas. De hecho, cualquier trozo de papel de Cedric que puedas encontrar.
– Los científicos -explicó Jeremy-, sobre todo los botánicos, son famosos por escribir información vital en cualquier trozo de papel que tengan a mano.
Leonora hizo una mueca.
– He hecho que las doncellas recojan todo lo del taller. Tenía intención de revisar el dormitorio de Cedric. Lo haré hoy.
Tristan la miró.
– Yo te ayudaré.
Ella volvió la cabeza para observar su expresión y descubrir qué pretendía realmente…
– ¡Aaaaah! ¡Aaaaah!
Unos aullidos histéricos llegaron desde la distancia. Todos los oyeron. Los gritos continuaron claramente durante un momento, pero luego quedaron apagados por la puerta verde del servicio, según supusieron todos cuando un sirviente, asustado y pálido, se detuvo en la entrada del salón.
– ¡Señor Castor! ¡Tiene que venir, rápido!
El mayordomo, con una bandeja en sus viejas manos, lo miró con los ojos desorbitados.
Humphrey también se lo quedó mirando.
– ¿Qué diablos ocurre, hombre?
El sirviente, totalmente desprovisto de su habitual aplomo, se inclinó e hizo reverencias a todos los presentes.
– Es Daisy, señor. Milord. De la casa de al lado. -Clavó la mirada en Tristan, que se estaba poniendo de pie-. Ha llegado dando aullidos y continúa gritando. Parece ser que la señorita Timmins se ha caído por la escalera… Bueno, Daisy dice que está muerta, milord.
Tristan tiró la servilleta sobre la mesa y avanzó hacia la puerta.
Leonora se levantó con él.
– ¿Dónde está Daisy, Smithers? ¿En la cocina?
– Sí, señorita. Está muy angustiada.
– Iré a verla. -Leonora salió al vestíbulo, consciente de que Tristan la seguía. Se volvió para mirarlo y vio su expresión adusta-. ¿Irás a la casa de al lado?
– En un minuto. -Le tocó la espalda con la mano, un gesto curiosamente reconfortante-. Quiero oír lo que tiene que decir Daisy primero. No es una estúpida, si dice que la señorita Timmins está muerta, probablemente lo esté, así que no se irá a ninguna parte.
Leonora hizo una mueca para sus adentros y empujó la puerta que daba al pasillo del servicio. Se recordó a sí misma que Tristan estaba mucho más acostumbrado a enfrentarse a la muerte que ella. No era un pensamiento agradable, pero en aquellas circunstancias en cierto modo la tranquilizó.
– ¡Oh, señorita! ¡Oh, señorita! -Daisy la llamó en cuanto la vio-. No sé qué hacer. ¡No he podido hacer nada! -Sorbió por la nariz y se enjugó los ojos con el trapo que la cocinera le había puesto en la mano.
– Tranquila, Daisy. -Leonora fue a coger una de las sillas de la cocina, pero Tristan se le adelantó, cogió una y la colocó de modo que pudiera sentarse frente a Daisy. Ella lo hizo y sintió que él apoyaba las manos en el respaldo-. Lo que debes hacer ahora, Daisy, lo que más podría ayudar a la señorita Timmins ahora es que te recompongas. Respira profundamente. Eso es, buena chica. Debes decirnos a su señoría el conde y a mí qué ha sucedido.
La doncella asintió, tomó aire obediente y luego lo expulsó precipitadamente.
– Esta mañana todo era normal. He bajado de mi habitación por la escalera trasera, he encendido el fuego en la cocina, luego he preparado la bandeja para la señorita Timmins y he ido a subírsela… -Los grandes ojos de Daisy se llenaron de lágrimas-. He salido por la puerta, como siempre, y he dejado la bandeja en la mesa del vestíbulo para arreglarme el pelo y la ropa antes de subir… y allí estaba.
La voz le tembló y se le quebró. Empezó a llorar y se secó las lágrimas furiosamente.
– Estaba allí tumbada. Me he acercado corriendo, por supuesto, para ver cómo estaba, pero ha sido inútil. Se había ido.
Durante un momento, nadie dijo nada; todos conocían a la señorita Timmins.
– ¿La has tocado? -preguntó Tristan. Su tono era calmado, casi tranquilizador.
Daisy asintió.
– Sí, le he dado unas palmaditas en la mano y en la mejilla.
– ¿Tenía la mejilla fría? ¿Lo recuerdas?
Daisy alzó la vista hacia él con el cejo fruncido mientras pensaba. Después asintió.
– Sí, tiene razón. Tenía la mejilla fría. Lo de sus manos no me ha extrañado, porque siempre las tiene frías. Pero su mejilla… sí, estaba fría. -Miró a Tristan parpadeando-. ¿Significa eso que llevaba tiempo muerta?
Él se irguió.
– Significa que es probable que muriera unas cuantas horas antes. En algún momento de la noche. -Vaciló y luego preguntó-: ¿Se paseaba por la casa de madrugada? ¿Lo sabes?
Daisy negó con la cabeza. Había dejado de llorar.
– No que yo sepa. Nunca comentó nada al respecto.
Tristan asintió y retrocedió.
– Nosotros nos encargaremos de la señorita Timmins.
Su mirada incluyó a Leonora, que se puso de pie también, pero en el último momento se volvió para mirar a Daisy.
– Será mejor que te quedes aquí. No sólo hoy, sino también esta noche. -Vio a Neeps, el ayuda de cámara de su tío, que merodeaba por allí, preocupado-. Neeps, ayuda a Daisy a recoger sus cosas después del almuerzo.
El hombre se inclinó.
– Por supuesto, señorita.
Tristan le indicó a Leonora que pasara delante de él. En el vestíbulo principal se encontraron a Jeremy, esperando. Estaba muy pálido.
– ¿Es cierto?
– Me temo que sí. -Leonora se acercó al perchero y cogió su capa. Tristan la había seguido y le cogió la prenda de las manos. La miró.
– Supongo que no podré convencerte de que esperes con tu tío en la biblioteca.
Ella lo miró a los ojos.
– No.
Él suspiró.
– Lo suponía. -Le colocó la capa sobre los hombros y abrió la puerta principal.
– Os acompaño. -Jeremy los siguió.
Llegaron a la puerta del número 16; Daisy no la había cerrado con llave.
La escena era exactamente como Leonora la había imaginado por las palabras de la doncella. A diferencia de su casa, que tenía un amplio vestíbulo con la escalera al fondo, frente a la puerta principal, allí, el vestíbulo era estrecho y la parte más alta de la escalera se encontraba sobre la puerta, mientras que el pie de ésta quedaba al fondo del vestíbulo, donde yacía la señorita Timmins, tirada como una muñeca de trapo. Tal como Daisy había dicho, era casi indudable que estaba muerta, pero, aun así, Leonora avanzó. Tristan se había detenido delante de ella, bloqueándole el paso. Sin embargo, cuando le apoyó las manos en la espalda y lo empujó suavemente, se apartó y la dejó pasar tras un instante de vacilación.
Leonora se agachó junto a la señorita Timmins. Llevaba un grueso camisón de algodón con una bata de encaje encima. Sus extremidades se veían retorcidas en una postura incómoda, pero decentemente tapadas. Llevaba puestas unas zapatillas rosas y tenía los ojos cerrados. Le apartó los delicados rizos blancos de la cara y se fijó en la extrema fragilidad de aquella piel fina como el papel. Tomó una diminuta mano huesuda entre las suyas y alzó la vista hacia Tristan cuando éste se detuvo a su lado.
– ¿Podemos moverla? No parece que haya ningún motivo para dejarla así.
Él estudió el cuerpo un momento; a Leonora le dio la impresión de que estaba memorizando la postura. Luego miró hacia lo alto de la escalera y finalmente asintió.
– Yo la cogeré. ¿El salón principal?
Ella asintió, soltó la mano de la mujer, se levantó y fue a abrir la puerta de la estancia.
– ¡Oh!
Jeremy, que había pasado junto al cuerpo y se había dirigido hacia la escalera de la cocina, apareció de nuevo por la puerta batiente.
– ¿Qué ocurre?
Leonora se limitó a quedarse mirándolo, sin habla.
Con la señorita Timmins en brazos, Tristan llegó por detrás, miró por encima de su cabeza y la hizo avanzar con un leve empujón.
Leonora volvió en sí, sobresaltada, y se apresuró a colocar bien los cojines del diván.
– Ponla aquí. -Miró a su alrededor, hacia los restos de lo que una vez fue una estancia meticulosamente arreglada. Los cajones estaban sacados y vaciados sobre las alfombras, que también habían sido levantadas y echadas a un lado. Algunos de los adornos los habían lanzado contra la rejilla de la chimenea. Los cuadros de las paredes, los que aún seguían en su sitio, colgaban torcidos.
– Deben de haber sido ladrones. Debió de oírlos.
Tristan se incorporó después de dejar con delicadeza a la señorita Timmins. Con las extremidades bien colocadas y la cabeza sobre un cojín, parecía profundamente dormida. Luego se volvió hacia Jeremy, que se encontraba en la entrada, mirando perplejo a su alrededor.
– Ve al número doce y dile a Gasthorpe que necesitamos a Pringle de nuevo. Inmediatamente.
El joven alzó la vista hacia su rostro, asintió y se fue.
Leonora, que estaba ocupada colocándole bien el camisón y la bata a la difunta anciana, como sabía que a ella le habría gustado, lo miró.
– ¿Por qué Pringle?
Tristan vaciló y luego dijo:
– Porque quiero saber si se cayó o la empujaron.
– Se cayó. -Pringle volvió a guardarlo todo con cuidado en su maletín negro-. No tiene ninguna marca que no pueda achacarse a la caída. Ninguna que parezca un moretón por el que la hubiesen agarrado. A su edad, los habría.
Miró por encima del hombro el diminuto cuerpo tendido sobre el diván.
– Era frágil y mayor, en cualquier caso no le quedaba mucho tiempo en este mundo, pero aun así… Un hombre podría haberla cogido y lanzado por la escalera sin problemas, aunque no podría haberlo hecho sin dejarle alguna marca.
Con la mirada fija en Leonora, que arreglaba un florero sobre una mesa, junto al diván, Tristan asintió.
– Eso es un pequeño alivio.
Pringle cerró el maletín y lo miró mientras se erguía.
– Posiblemente. Pero aún queda la cuestión de por qué estaba fuera de la cama a esa hora, en algún momento de la madrugada, entre la una y las tres, y qué la asustó. Casi seguro que fue un sobresalto lo suficiente fuerte como para hacer que se desmayara.
Tristan miró al médico.
– ¿Cree que se desmayó?
– No puedo demostrarlo, pero si tuviera que imaginar qué pasó… -Señaló con la mano el caos de la estancia-. Oyó ruidos que provenían de aquí y vino a ver qué pasaba. Se quedó en lo alto de la escalera y miró hacia abajo. Vio a un hombre. Se asustó, se desmayó y cayó. Y aquí estamos.
Tristan, que miraba hacia el diván y hacia Leonora tras él, no dijo nada durante un momento, luego asintió, miró a Pringle y le tendió la mano.
– Como usted dice, aquí estamos. Gracias por venir.
El hombre le estrechó la mano, sonriendo levemente a pesar de todo.
– Pensé que dejar el ejército supondría sumirme en la monotonía. Con usted y sus amigos por aquí, al menos no me aburriré.
Intercambiaron sonrisas y se despidieron. Pringle se marchó y cerró la puerta principal tras él.
Tristan rodeó el diván hacia donde se encontraba Leonora mirando a la señorita Timmins. La rodeó con el brazo y la abrazó levemente.
Ella se lo permitió. Se apoyó en él durante un momento. Se estrujaba con fuerza las manos.
– Parece tan tranquila.
Pasó un momento, finalmente Leonora se irguió y soltó un gran suspiro. Se alisó la falda y miró a su alrededor.
– Entonces, un ladrón entró en la casa y registró esta estancia. La señorita Timmins lo oyó y se levantó para investigar. Cuando el ladrón regresó al vestíbulo, ella lo vio, se desmayó, cayó… y murió.
Cuando él no dijo nada, ella se volvió y lo miró. Estudió sus ojos y frunció el cejo.
– ¿Qué problema hay con esa deducción? Es perfectamente lógica.
– Desde luego. -Le cogió la mano y se volvió hacia la puerta-. Sospecho que eso es precisamente lo que se supone que debemos creer.
– ¿Debemos creer?
– No has tenido en cuenta unos cuantos hechos que guardan relación. Uno, no hay ni una sola cerradura forzada o que se haya quedado abierta de improviso en la casa. Tanto Jeremy como yo lo hemos comprobado. Dos -salió al vestíbulo, haciéndola pasar delante de él, y volvió la mirada hacia el salón-, ningún ladrón que se precie dejaría una estancia así. No tiene sentido, y sobre todo de noche, ¿por qué arriesgarse a hacer ruido?
Leonora frunció el cejo.
– ¿Hay un tercer punto?
– No se ha registrado ninguna otra habitación, nada más en toda la casa parece haberse movido. Excepto… -Le sostuvo la puerta principal para que saliera; Leonora salió al porche y esperó impaciente a que cerrara la puerta y se guardara la llave en el bolsillo.
– ¿Y bien? -preguntó, mientras le cogía el brazo-. ¿Excepto qué?
Empezaron a bajar la escalera. El tono de Tristan se había vuelto mucho más duro, mucho más frío, mucho más distante cuando le respondió:
– Excepto por unos cuantos arañazos y grietas muy recientes en la pared del sótano.
Ella abrió los ojos como platos.
– ¿La pared que comparte con el número catorce?
Él asintió.
Leonora se volvió hacia las ventanas del salón.
– Entonces, ¿esto ha sido obra de Mountford?
– Eso creo. Y no quiere que lo sepamos.
– ¿Qué estamos buscando?
Leonora siguió a Tristan al interior del dormitorio de la señorita Timmins. Habían regresado al número 14 y le habían dado la noticia a Humphrey, luego fueron a la cocina para confirmarle a Daisy que su señora estaba muerta. Tristan le preguntó por algún pariente de su señora pero la doncella no conocía a ninguno. Nadie había ido a verla en los seis años en que ella había trabajado en Montrose Place.
Jeremy había asumido la responsabilidad de hacer las gestiones necesarias, así que regresó junto con Tristan y Leonora al número 16 para intentar buscar cómo localizar a algún pariente.
– Cartas, un testamento, facturas de un abogado, cualquier cosa que pueda llevarnos a algún contacto -contestó Tristan a la pregunta de Leonora. Abrió el pequeño cajón de la mesita que había junto a la cama-. Sería de lo más extraño que no tuviera ningún pariente en absoluto.
– Nunca mencionó a ninguno.
– Así y todo.
Se pusieron a buscar. Leonora se dio cuenta de que Tristan hacía cosas, miraba en lugares en los que ella nunca habría pensado, como en la parte de atrás y los laterales de los cajones, la superficie inferior de los muebles, detrás de las pinturas.
Al cabo de un rato, Leonora se sentó en una silla frente al escritorio y se dedicó a revisar todas las facturas y cartas que había en su interior. No encontró ninguna correspondencia reciente o prometedora. Cuando Tristan la miró, Leonora le indicó con la mano que continuara.
– Eres mucho mejor que yo en esto.
Pero fue ella la que encontró lo que buscaban en una vieja carta muy arrugada y desgastada, en la parte posterior del cajón más pequeño.
– El reverendo Henry Timmins, de Shacklegate Lane, Strawberry Hills. -Triunfal, le leyó la dirección a Tristan, que se había detenido en su búsqueda.
Él frunció el cejo.
– ¿Dónde está eso?
– Creo que pasado Twickenham.
Tristan atravesó la estancia, cogió la carta y la examinó. Soltó un bufido.
– Es de hace ocho años. Bueno, podemos intentarlo. -Miró hacia la ventana, sacó el reloj y lo consultó-. Si cogemos mi coche de dos caballos…
Leonora se levantó, sonrió y lo cogió del brazo. Le gustaba que la hubiera incluido en sus planes.
– Tendré que coger mi pelliza. Vamos.
El reverendo Henry Timmins era un hombre relativamente joven, con esposa, cuatro hijas y una concurrida parroquia.
– ¡Oh, vaya! -Se sentó de golpe en una silla, en el pequeño salón al que los había hecho pasar. Entonces se dio cuenta e hizo ademán de levantarse, pero Tristan le indicó con la mano que no lo hiciera, acompañó a Leonora al diván y tomó asiento a su lado.
– ¿Así que era pariente de la señorita Timmins?
– Oh, sí… era mi tía abuela. -Pálido, miró a uno y a otra-. No teníamos relación. De hecho, siempre parecía ponerse muy nerviosa cuando la visitaba. Le escribí unas cuantas veces, pero nunca me respondió… -Se ruborizó-. Y entonces, recibí mi ascenso… y me casé… Sé que suena muy insensible. Sin embargo, no es que ella se mostrara muy alentadora.
Tristan le apretó la mano a Leonora, advirtiéndole que guardara silencio e inclinó la cabeza con gesto comprensivo.
– La señorita Timmins falleció anoche, pero me temo que no de un modo apacible. Se cayó por la escalera de madrugada. Aunque no tenemos pruebas de que la atacaran, creemos que se topó con un ladrón en su casa. El salón principal estaba revuelto y, debido a la conmoción, se desmayó y se cayó.
El rostro del reverendo Timmins reflejaba el horror.
– ¡Válgame Dios! ¡Qué espanto!
– Desde luego. Tenemos motivos para pensar que el ladrón responsable es un hombre que está decidido a acceder al número catorce. -Tristan miró a Leonora-. Los Carling viven allí, y la señorita Carling ha sido víctima de varios ataques que suponemos que tienen como fin asustarlos para que se marchen. También se han producido varios intentos de allanamiento en el propio número catorce y en el número doce, casa de la cual soy uno de los dueños.
El reverendo Timmins parpadeó. Él continuó su explicación con calma. Le contó que el ladrón al que conocían como Mountford estaba intentando buscar algo en el número 14, y que sus incursiones en el número 12, y la noche anterior en el 16, eran sin duda para hallar un modo de entrar a través de las paredes del sótano.
– Entiendo. -Henry Timmins asintió con el cejo fruncido-. He vivido en casas adosadas como ésa y tiene razón: las paredes del sótano a menudo son simplemente una serie de arcos rellenados. Es bastante fácil agujerearlas.
– Exacto. -Tristan hizo una pausa y luego continuó con el mismo tono-. Por esa razón nos hemos empeñado en encontrarle y le hemos hablado con tanta sinceridad. -Se inclinó hacia adelante y unió las manos entre las rodillas mientras atrapaba la clara mirada azul de Henry Timmins-. La muerte de su tía abuela es un hecho profundamente lamentable, y si Mountford es responsable, merece que lo atrapen y que rinda cuentas de sus actos. En estas circunstancias, creo que sería de justicia aprovechar la situación actual, la que ha surgido a raíz del fallecimiento de la señorita Timmins, para tenderle una trampa.
– ¿Una trampa?
Leonora no necesitó oír su tono de voz para saber que Henry Timmins estaba atrapado, entusiasmado. Ella también lo estaba. Se echó a su vez hacia adelante para poder observar la cara de Tristan.
– No hay motivo para que nadie, aparte de los que ya lo sabemos, se enteren de que la señorita Timmins no murió por causas naturales. Los que la conocían le guardarán luto, luego… si me permite sugerírselo, usted, como heredero, debería poner el número dieciséis de Montrose Place en alquiler. -Con un gesto, señaló la casa en la que se encontraban-. Está claro que no tiene necesidad de una vivienda en la ciudad ahora mismo. Por otro lado, si es usted un hombre prudente, no deseará venderla con precipitación, así que alquilar la propiedad es la alternativa más sensata y a nadie le extrañará.
Henry asentía.
– Cierto, cierto.
– Si está de acuerdo, lo arreglaré todo para que un amigo se haga pasar por agente inmobiliario y se encargue de organizar el asunto del alquiler por usted. Por supuesto, no se la alquilaremos a cualquiera.
– ¿Cree que Mountford aparecerá y la querrá alquilar?
– Mountford en persona no, pues la señorita Carling y yo lo hemos visto. Usará un intermediario. Una vez la tenga y entre… -Tristan se recostó en su asiento y una sonrisa que no era realmente una sonrisa le curvó los labios-. Baste con decir que tengo los contactos adecuados para garantizar que no escapará.
Henry Timmins, con los ojos exageradamente abiertos, continuó asintiendo.
Sin embargo, Leonora no fue tan fácil de impresionar.
– ¿Realmente crees que después de todo esto, Mountford se atreverá a aparecer?
Tristan se volvió hacia ella. Su mirada era fría y dura.
– En vista de hasta dónde ha llegado ya, estoy dispuesto a apostar que no será capaz de resistirse.
Regresaron a Montrose Place esa misma noche, con la bendición del reverendo Henry Timmins y, lo que era más importante, una carta para el abogado de la familia, escrita por Henry, en la que le daba instrucciones para que se pusiera a las órdenes de Tristan en lo referente a la casa de la señorita Timmins.
Había luces encendidas en las habitaciones del primer piso del club. Tristan las vio mientras ayudaba a bajar a Leonora…
Ella se sacudió la falda y luego deslizó la mano sobre su brazo.
Él la miró y se abstuvo de mencionar cuánto le gustaba aquel pequeño gesto de aceptación. Estaba descubriendo que a menudo hacía pequeñas cosas reveladoras instintivamente, sin darse cuenta, así que no vio ningún motivo para informarla de semejante transparencia.
Avanzaron por el camino de entrada del número 14.
– ¿A quién le pedirás que haga de agente inmobiliario? -preguntó Leonora-. Tú no puedes hacerlo, él sabe qué aspecto tienes. -Recorrió sus rasgos con la vista-. Incluso con uno de tus disfraces… es imposible estar seguro de que no te descubrirá.
– Cierto. -Tristan miró hacia el club mientras subían la escalera del porche-. Entraré contigo, quisiera hablar con Humphrey y Jeremy, y luego iré ahí al lado. -La miró a los ojos cuando la puerta principal se abrió-. Es posible que alguno de mis socios esté en la ciudad. Si es así…
Leonora arqueó una ceja.
– ¿Tus ex colegas?
Tristan asintió mientras la seguía hacia el vestíbulo.
– No puedo pensar en ningún caballero más adecuado para ayudarnos en esto.
Como era de esperar, Charles estuvo encantado.
– ¡Excelente! Siempre supe que esto del club era una idea brillante.
Eran casi las diez; tras disfrutar de una magnífica cena en el elegante comedor, Tristan, Charles y Deverell se encontraban en ese momento sentados cómodamente en la biblioteca. Cada uno sostenía una copa con una generosa cantidad de buen brandy.
– Cierto. -A pesar de sus modales más reservados, Deverell parecía igual de interesado. Miró a Charles-. Pero creo que yo debería ser el agente inmobiliario, porque tú ya has interpretado un papel en este drama.
El otro pareció ofendido.
– Aun así, podría interpretar otro.
– Creo que Deverell tiene razón. -Tristan tomó el mando con firmeza-. Él puede ser el agente inmobiliario. Ésta es sólo su segunda visita a Montrose Place, así que lo más probable es que Mountford y sus compinches no lo hayan visto. Y, aunque así hubiera sido, no hay motivo para que no pueda fingir que no sabe nada y diga que lleva el asunto en nombre de un amigo. -Tristan miró a Charles-. Entretanto, hay algo más de lo que creo que tú y yo deberíamos encargarnos.
Al instante, Charles se mostró esperanzado.
– ¿Qué?
– Os he hablado ya del joven que heredó de Carruthers. -Les había explicado toda la historia, todos los hechos que guardaban relación, durante la cena.
– ¿El que vino a Londres y desapareció entre la multitud?
– Exacto. Creo que he mencionado que ya tenía previsto venir a la ciudad antes de la muerte de su tía. Mientras buscaba información en York, mi agente descubrió que ese tal Martinbury tenía previsto encontrarse con un amigo, otro secretario de su oficina, aquí, en la ciudad, y, antes de marcharse de improviso, confirmó la cita.
Charles arqueó las cejas.
– ¿Cuándo y dónde?
– Mañana a mediodía, en el Red Lion de Gracechurch Street.
Charles asintió.
– Entonces, le echaremos el guante después de la cita. Supongo que tienes descripciones.
– Sí, pero el amigo ha aceptado presentarme, así que lo único que tenemos que hacer es estar allí y luego ya veremos qué podemos descubrir del señor Martinbury.
– No podría ser Mountford, ¿verdad? -preguntó Deverell.
Tristan negó con la cabeza.
– Martinbury ha estado en York la mayor parte del tiempo en el que Mountford ha estado por aquí.
– Hum. -Deverell se recostó en el sillón y dio vueltas al brandy en su copa-. Si no se me acerca Mountford, y estoy de acuerdo en que es improbable, entonces, ¿quién crees que intentará alquilar la casa?
– Yo creo que será un tipo escuálido, con cara de comadreja, de altura media o baja -respondió Tristan-. Leonora… la señorita Carling lo ha visto dos veces. Al parecer es un socio de Mountford.
Charles abrió los ojos como platos.
– Leonora, ¿eh? -Se volvió en su asiento y clavó en Tristan su oscura mirada-. Y cuéntanos, ¿cómo sopla el viento por aquí, eh?
Imperturbable, él estudió el diabólico rostro de su amigo y se preguntó qué demoníaca travesura podría tramar éste si no se lo contaba…
– Da la casualidad de que mañana por la mañana aparecerá en la Gazette el anuncio de nuestro compromiso.
– ¡Oh! ¡Oh!
– ¡Ya veo!
– ¡Bueno, a eso lo llamo yo un trabajo rápido! -Charles se levantó, cogió la licorera y rellenó las copas-. Tenemos que brindar por esto. Veamos. -Se colocó ante la chimenea con la suya en alto-. Por ti y por tu dama, la encantadora señorita Carling. ¡Bebamos en reconocimiento de tu éxito a la hora de decidir tu propio destino! ¡Por tu victoria sobre los entrometidos, y por la inspiración y el ánimo que esta victoria proporcionará a tus compañeros miembros del club Bastion!
– ¡Salud! ¡Salud!
Charles y Deverell bebieron. Tristan los saludó con la copa y luego bebió también.
– Entonces, ¿cuándo es la boda? -preguntó Deverell.
Él estudió el líquido ámbar que giraba en su copa.
– En cuanto metamos a Mountford entre rejas.
Charles se mordió el labio.
– ¿Y si eso nos cuesta más tiempo del previsto?
Tristan alzó la vista, miró a Charles a los ojos y sonrió.
– Confía en mí. No será así.
A la mañana siguiente, temprano, Tristan visitó el número 14 de Montrose Place y se marchó antes de que Leonora o cualquiera de la familia bajara de sus habitaciones, seguro de que había resuelto el enigma sobre cómo Mountford había entrado en el número 16.
Como Jeremy, siguiendo órdenes de Tristan, había hecho que se cambiaran las cerraduras del número 16, Mountford debía de haberse llevado otra decepción. Eso les iría bien para hacerlo caer en su trampa. Ahora no le quedaba más remedio que alquilar la casa.
Cuando salió del número 14 por la puerta principal, vio a un trabajador colocando un cartel en la casa de al lado. Éste anunciaba que la vivienda estaba en alquiler y daba la información de contacto del agente. Deverell no había perdido el tiempo.
Tristan regresó a Green Street para el desayuno. Valiente, aguardó hasta que las seis ancianas estuvieran presentes para hacer su anuncio. Se mostraron más que encantadas.
– Es justo la clase de esposa que deseábamos para ti -le dijo Millicent.
– Cierto -confirmó Ethelreda-. Es una joven tan sensata. Nos aterraba la posibilidad de que nos trajeras a una cabeza hueca. Unas de esas chicas sin cerebro que no dejan de soltar risitas. Únicamente el buen Dios sabe cómo nos las habríamos arreglado entonces.
Totalmente de acuerdo, Tristan se excusó y se refugió en su estudio, donde se pasó una hora encargándose de los asuntos más urgentes que requerían su atención, sin olvidarse de escribir una breve carta a sus tías abuelas informándolas de su inminente boda. Cuando el reloj dio las once, soltó la pluma, se levantó y se marchó sin hacer ruido.
Se encontró con Charles en la esquina de Grosvenor Square. Alquilaron un coche y, cuando faltaban diez minutos para las doce, entraron por la puerta del Red Lion. El local era una popular taberna que atendía a una gran diversidad de gremios: comerciantes, representantes, exportadores y oficinistas de todo tipo. La sala principal estaba atestada. Sin embargo, tras dirigirles sólo una mirada, la mayoría cedía paso a Tristan y Charles. Se acercaron a la barra, donde les sirvieron de inmediato, luego, con las jarras de cerveza en la mano, se dieron la vuelta y examinaron el lugar.
Al cabo de un momento, Tristan bebió.
– Está allí, en la mesa del rincón. Es el que no deja de mirar a su alrededor como un cachorrillo ansioso.
– ¿Ése es el amigo?
– Encaja perfectamente con la descripción. Es difícil pasar la gorra por alto. -Había una gorra de tweed sobre la mesa en la que el joven en cuestión esperaba.
Tristan reflexionó y luego añadió:
– Él no nos conoce. ¿Por qué no nos sentamos a la mesa de al lado y esperamos el momento oportuno para presentarnos?
– Buena idea.
Una vez más, la gente se abrió a su paso como si se tratara del mar Rojo. Se instalaron en una pequeña mesa en un rincón sin atraer nada más que una rápida mirada y una educada sonrisa del chico.
A Tristan le pareció muy joven.
Él siguió esperando y ellos también. Charles y Tristan estuvieron comentando diversos temas y dificultades a las que se habían enfrentado al tomar el control de sus propiedades. Tenían material más que suficiente para que les proporcionara una tapadera creíble si el chico hubiera estado escuchándolos, aunque no era así, porque, como un perrillo faldero, mantenía los ojos fijos en la puerta, preparado para ponerse en pie de un salto y saludar a su amigo en cuanto éste entrara.
Sin embargo, poco a poco, a medida que los minutos pasaban, su impaciencia cedió. Se bebió despacio la cerveza; ellos también. Pero cuando sonó el sonido metálico de un campanario cercano anunciando las doce y media, pareció evidente que el hombre al que todos esperaban no iba a aparecer.
Aun así, esperaron un poco más, cada vez más preocupados hasta que, finalmente, Tristan intercambió una mirada con Charles y se volvió hacia el joven.
– ¿Señor Carter?
El chico parpadeó, y lo miró con atención por primera vez.
– ¿S… sí?
– No nos conocemos -Tristan sacó una tarjeta y se la entregó-, pero creo que un socio mío le dijo que estábamos interesados en conocer al señor Martinbury por un asunto en beneficio mutuo.
Carter leyó la tarjeta y su juvenil rostro se iluminó.
– ¡Oh, sí! ¡Por supuesto! -Luego miró a Tristan e hizo una mueca-. Pero como puede ver, Jonathon no ha venido. -Miró a su alrededor como si deseara asegurarse de que Martinbury no hubiera aparecido por arte de magia en el último minuto, luego frunció el cejo-. La verdad es que no lo entiendo. -Volvió a mirar a Tristan-. Jonathon es muy puntual y somos muy buenos amigos.
La preocupación le nubló el rostro.
– ¿Ha sabido algo de él desde que llegó a la ciudad?
Fue Charles quien preguntó. Cuando Carter lo miró sorprendido, Tristan añadió:
– Otro socio.
El joven negó con la cabeza.
– No. Nadie en casa, en York me refiero, sabe nada de él. A su casera la sorprendió; me hizo prometerle que le diría que le escribiera cuando lo viera. Es extraño, Jonathon es una persona muy responsable y le tiene mucho aprecio a la mujer. Es como una madre para él.
Tristan intercambió una mirada con Charles.
– Creo que es hora de que empecemos a buscar al señor Martinbury con más empeño. -Se volvió hacia Carter y le señaló la tarjeta con la cabeza. El joven aún la sostenía en la mano-. Si tiene noticias de su amigo, cualquier información, le agradecería que me lo hiciera saber inmediatamente a esa dirección. Asimismo, si me da la suya, me aseguraré de informarle si lo localizamos.
– Oh, sí. Gracias. -Carter sacó un bloc del bolsillo y un lápiz y rápidamente le anotó la dirección de su pensión. Le entregó la hoja a Tristan, que la leyó, asintió y se la metió en el bolsillo.
Carter frunció el cejo.
– Me pregunto si ha llegado a Londres siquiera.
Tristan se levantó.
– Sí llegó. -Se acabó su jarra y la dejó sobre la mesa-. Se apeó del coche postal al llegar a la ciudad. Por desgracia, seguirle la pista a un hombre en las calles de Londres no es nada fácil.
Dijo eso con una sonrisa tranquilizadora. Luego se despidió de Carter con un gesto de la cabeza y se marchó junto con Charles.
Se detuvieron en la acera.
– Seguirle la pista a un hombre por las calles de Londres puede que no sea fácil -dijo Charles-, pero seguirle la pista a un muerto no es tan difícil.
– No, la verdad. -La expresión de Tristan se endureció-. Yo me encargo de las comisarías.
– Y yo de los hospitales. ¿Nos vemos en el club esta noche?
Tristan asintió. Luego hizo una mueca.
– Acabo de recordar…
Charles lo miró y soltó una carcajada.
– Acabas de recordar que has anunciado tu compromiso. ¡Por supuesto! Se acabó la tranquilidad para ti, al menos hasta que te cases.
– Lo que hace que esté aún más decidido a encontrar a Martinbury lo antes posible. Informaré a Gasthorpe si descubro algo.
– Yo haré lo mismo. -Con un asentimiento de cabeza, Charles se alejó.
Tristan lo vio marcharse, luego maldijo, dio media vuelta y se alejó en dirección contraria.