– ¡Excelente! -Leonora alzó la vista cuando Tristan entró. Recogió rápidamente el escritorio, lo cerró y se levantó-. Podemos pasear por el parque con Henrietta mientras te explico las nuevas noticias que tengo.
Él arqueó una ceja, pero le sostuvo la puerta, obediente, y la siguió de nuevo al vestíbulo. La noche anterior, Leonora le había explicado que había recibido unas cuantas respuestas de los corresponsales de Cedric y le había pedido que fuera a verla para hablar del tema, aunque no había mencionado lo de pasear a la perra.
Tristan la ayudó a ponerse la pelliza, luego se puso él el abrigo; el viento era muy frío y soplaba con fuerza en las calles. Las nubes ocultaban el sol, pero el día era bastante seco. Un sirviente llegó con Henrietta sujeta a una correa. Tristan dirigió a la perra una mirada de advertencia y luego cogió la correa.
Leonora encabezó la marcha.
– El parque está a unas cuantas calles de distancia.
– Confío -comentó Tristan mientras la seguía por el camino de entrada-, en que hayas estado paseando con tu perra.
Ella lo miró.
– Si con eso quieres preguntarme si he estado paseando por la calle sin ella, no. Pero sólo es algo temporal. Cuanto antes solucionemos el tema de Mountford, mejor.
Leonora se adelantó, abrió la verja y se la sostuvo mientras Tristan y Henrietta salían. Luego la cerró.
Él la cogió de la mano y la miró a los ojos y apoyó el brazo sobre el suyo.
– En resumidas cuentas -mientras la sujetaba a su lado, dejó que Henrietta los llevara hacia el parque-, ¿qué has descubierto?
Ella tomó aire, acomodó el brazo en el de él y miró al frente.
– Tenía puestas grandes esperanzas en A. J. Carruthers, porque Cedric mantuvo una correspondencia muy fluida con él durante los últimos años. Sin embargo, no había recibido ninguna respuesta de Yorkshire, donde Carruthers reside, hasta ayer. No obstante, antes de eso los días anteriores, recibí tres respuestas de otros botánicos, todos repartidos por el país. Los tres me dijeron que creían que Cedric estaba trabajando en una fórmula especial, pero ninguno de ellos conocía los detalles. A pesar de ello, todos sugerían que me comunicara con A. J. Carruthers, porque Cedric había mantenido muy estrecho contacto con él.
– ¿Tres respuestas independientes y todos creían que Carruthers sabría más?
Leonora asintió.
– Exacto. Por desgracia, A. J. Carruthers está muerto.
– ¿Muerto? -Tristan se detuvo y la miró a los ojos. La verde extensión del parque se encontraba al otro lado de la calle-. ¿Cómo murió?
Ella hizo una mueca.
– No lo sé, lo único que sé es que está muerto.
Henrietta tiró impaciente; Tristan miró y luego las guió hacia el otro lado de la calle. La enorme y peluda perra y su mandíbula abierta llena de dientes afilados le dio la excusa perfecta para evitar la zona más frecuentada por las damas y sus hijas. En lugar de eso, guió al explorador animal hacia la región más frondosa y con más maleza, en el extremo occidental de Rotten Row. Aquella zona estaba casi desierta.
Leonora no esperó a que le preguntara.
– La carta que recibí ayer era del abogado en Harrogate que representaba a Carruthers y que supervisaba su patrimonio. Me informó del fallecimiento del hombre, pero dice que no puede ayudarme con mi consulta. Sugiere que me dirija al sobrino de Carruthers, que heredó todos los diarios de su tío, entre otras cosas, que seguramente él podría arrojar algo de luz sobre el asunto. El abogado sabía que Carruthers y Cedric se habían escrito con mucha frecuencia en los meses previos a la muerte de mi primo.
– ¿Menciona ese abogado cuándo murió Carruthers exactamente?
– No. Lo único que dice es que falleció unos meses después que Cedric, pero que estaba enfermo desde antes. -Leonora se detuvo y luego añadió-: En las cartas que le envió a Cedric no mencionó ninguna enfermedad, pero puede que no se tuvieran tanta confianza.
– Sí. Ese sobrino… ¿tenemos su nombre y dirección?
– No. -La mueca de Leonora fue la encarnación de la frustración-. El abogado me comunica que le envió mi carta al sobrino en York, pero eso es todo lo que dice.
– Hum. -Tristan bajó la vista y siguió caminando mientras valoraba, extrapolaba.
Leonora lo miró y dijo:
– Es la información más interesante que hemos obtenido hasta ahora. El vínculo más probable y, de hecho, el único posible con lo que sea que Mountford busca. No hay nada específico en las cartas de Carruthers a Cedric, a excepción de algunas referencias indirectas a algo en lo que estaban trabajando, pero sin ningún detalle. Deberíamos investigar eso, ¿no crees?
Tristan alzó la vista, la miró a los ojos y asintió.
– Haré que alguien se encargue de ello mañana.
Ella frunció el cejo.
– ¿Dónde? ¿En Harrogate?
– Y York. En cuanto tengamos el nombre y dirección, haremos una visita al sobrino.
Lo único que lamentaba era no poder hacerlo él personalmente, porque viajar a Yorkshire significaría dejar a Leonora fuera de su alcance y, aunque podría rodearla de guardias, por más protección que le pusiera, no sería suficiente para quedarse tranquilo, no hasta que no atraparan a Mountford, quienquiera que éste fuera. De repente, se dio cuenta de que Leonora lo estaba mirando con una extraña expresión.
– ¿Qué?
Ella apretó los labios con los ojos clavados en él, luego negó con la cabeza y apartó la mirada.
– Tú…
Tristan esperó, luego preguntó:
– ¿Qué ocurre conmigo?
– Sabías lo suficiente como para darte cuenta de que alguien había hecho una copia de la llave. Esperaste a un ladrón y te enfrentaste a él sin inmutarte. Puedes forzar cerraduras. No era la primera vez que examinabas un lugar para valorar si estaba a prueba de intrusos. Accediste a unos informes especiales del Registro, informes que otros no habrían sabido ni que existían. Con un gesto de la mano, puedes hacer que haya hombres vigilando mi calle. Te vistes como un peón y frecuentas los muelles, luego te conviertes en un conde, uno que, no sé cómo, siempre sabe dónde estaré, uno con un conocimiento ejemplar de las casas de nuestras anfitrionas.
»Y ahora, como si tal cosa, lo arreglarás todo para enviar a alguien a buscar información a Harrogate y York. -Leonora le clavó una mirada intensa pero intrigada-. Eres el ex militar conde más extraño que he conocido nunca.
Él le sostuvo la mirada durante un largo momento y luego murmuró:
– No era el militar corriente que tú imaginas.
Ella asintió mientras miraba al frente de nuevo.
– Eso he pensado. Eras un comandante en la Guardia Real, un soldado del tipo de Devil Cynster…
– No. -Tristan esperó hasta que Leonora lo miró a los ojos-. Yo…
Se calló. El momento había llegado más pronto de lo previsto. Una avalancha de pensamientos se le pasaron por la mente, el más destacado era cómo le sentaría a una mujer que había sido plantada por un militar que otro le mintiera. Quizá no sería mentir, pero ¿vería ella la diferencia? Su instinto le decía que la mantuviera al margen, que le ocultara su peligroso pasado y sus propensiones igualmente peligrosas, que la mantuviera en el desconocimiento total de esa parte de su vida, y de todo lo que hablaba de su carácter.
Con los ojos clavados en su rostro, Leonora siguió paseando despacio, con la cabeza ladeada mientras lo estudiaba. Y aguardó.
Tristan tomó aire y dijo en voz baja:
– Tampoco era como Devil Cynster.
Ella lo miró a los ojos, pero no pudo descifrar lo que vio allí.
– ¿Qué clase de militar eras entonces?
Leonora sabía que la respuesta albergaba una clave vital para comprender quién era verdaderamente el hombre que estaba a su lado.
Tristan torció los labios con gesto irónico.
– Si pudieras tener acceso a mi historial, éste diría que me alisté en el ejército a los veinte años y que ascendí al rango de comandante en la Guardia Real. Indicaría un regimiento, pero si lo comprobaras con soldados de ese regimiento, descubrirías que pocos me conocían, que nadie me vio desde poco tiempo después de que me alistara.
– Entonces, ¿en qué compañía estabas? En la caballería no.
– No. Ni en la infantería, ni tampoco en la artillería.
– Dijiste que habías estado en Waterloo.
– Y estuve allí. -Le sostuvo la mirada-. En el campo de batalla, pero no con nuestras tropas. -Vio cómo sus ojos se abrían como platos y luego él añadió-: Estaba tras las líneas enemigas.
Leonora parpadeó antes de quedarse mirándolo intrigada.
– ¿Eras un espía?
Tristan hizo una leve mueca y miró al frente.
– Un agente que trabajaba en un puesto no oficial para el gobierno de su majestad.
Una gran cantidad de emociones la inundaron, observaciones que de repente tenían sentido, otras cosas que ya no eran tan misteriosas. Sin embargo, estaba mucho más interesada en lo que esa revelación significaba, en lo que decía de él.
– Has debido de sentirte muy solo. Además, debió de ser extremadamente peligroso.
Tristan la miró; eso no era lo que esperaba que dijera, que pensara. Su mente volvió atrás, a aquellos años y asintió.
– A menudo.
Esperó más, aguardó sus previsibles preguntas. Pero éstas no llegaron. Habían bajado el ritmo y, en seguida, impaciente, Henrietta ladró y tiró de la correa. Tristan y Leonora intercambiaron una mirada, luego ella sonrió y caminaron más rápido, de vuelta a las calles de Belgravia.
Leonora estaba pensativa, lejana y distante, pero no molesta, irritada, ni preocupada. Cuando sintió que la miraba, alzó la vista, lo miró a los ojos, sonrió y volvió a mirar al frente.
Cruzaron la calle y siguieron hacia Montrose Place. Cuando llegaron a la verja de su casa, ella seguía absorta en sus pensamientos.
Tristan se detuvo ante la escalera de la entrada principal.
– Te dejo aquí.
Leonora alzó la vista, inclinó la cabeza y cogió la correa de Henrietta. Lo miró a los ojos; los suyos se veían de un asombroso azul.
– Gracias.
Aquellos ojos azules le indicaron que se refería a mucho más que a su ayuda con Henrietta.
Él asintió y se metió las manos en los bolsillos.
– Haré que alguien salga hacia York esta noche. Tengo entendido que irás a casa de lady Manivers.
Ella sonrió.
– Sí.
– Te veré allí.
Buscó su mirada un momento y luego inclinó la cabeza.
– Hasta entonces.
Leonora se volvió. Tristan la observó entrar y esperó a que cerrara la puerta para darse la vuelta y marcharse.
A la mañana siguiente, Leonora decidió que tratar con Tristan se había convertido en algo increíblemente complicado. Estaba acostada en la cama y contemplaba los dibujos que los rayos del sol formaban en el techo, mientras intentaba averiguar qué estaba pasando exactamente entre ellos, entre Tristan Wemyss, ex espía, ex agente no oficial del gobierno de su majestad, y ella.
Creía que lo sabía, pero día tras día, noche tras noche, él no dejaba… no tanto de cambiar como de desvelarle detalles más profundos y enigmáticos de sí mismo, facetas de su carácter que ella nunca había imaginado que poseyera y que le parecían muy atractivas.
La noche anterior todo había ido como de costumbre. Ella había intentado -sin esforzarse demasiado, eso sí- mantenerse firme. Mientras que Tristan se había mostrado más decidido, más implacable de lo normal, en acabar con su resistencia y tomarla.
La había llevado a una estancia aislada, una sumida en sombras. Allí, en un canapé, le había enseñado a cabalgarlo. Incluso entonces, al pensar en esos momentos se ruborizaba y la inundaba una oleada de calor. Los músculos de los muslos aún le dolían. Sin embargo, en esa postura había sido más capaz de apreciar cuánto placer le daba ella a él, cuánto disfrutaba Tristan de su cuerpo. Por primera vez, Leonora había tomado la iniciativa, había experimentado y disfrutado de su capacidad de complacerlo. Fue algo adictivo, fascinante, profundamente satisfactorio. No obstante, había sido la menor de las sorpresas que esa velada le había deparado.
Cuando, finalmente, se dejó caer en sus brazos, acalorada y plena, le mordió el hombro y le dijo que le gustaba el tipo de militar que había sido. Tristan le acarició la espalda con su dura palma, despacio, pensativo y le dijo:
– Yo no soy como Whorton, te lo prometo.
Ella parpadeó, luego se incorporó sobre los codos para poder mirarle a la cara con el cejo fruncido.
– No tienes nada que ver con Mark. -Se sentía un poco aturdida; el cuerpo duro como una roca, bronceado y lleno de cicatrices bajo el de ella no se parecía en nada a como había imaginado que sería Mark, y en cuanto al hombre que había en su interior…
Los ojos de Tristan eran dos oscuros estanques, imposibles de interpretar. Había continuado acariciándola despacio, de un modo tranquilizador. Debió de ver la confusión en su rostro, porque añadió:
– Quiero casarme contigo, no cambiaré de opinión. No tienes que preocuparte de si te haré daño, como él te lo hizo.
Entonces lo entendió. Se incorporó y se quedó mirándolo.
– Mark no me hizo daño.
Tristan frunció el cejo.
– Te dejó plantada.
– Bueno, sí. Pero… yo me alegré de que lo hiciera.
Por supuesto, tuvo que explicarse. Lo hizo con candor, afirmando que la realidad les había hecho descubrir la verdad tanto a ella como a él.
– Así que, como ves -concluyó-, no fue de ningún modo un desaire profundo y duradero. No siento ninguna animadversión por los militares debido a eso.
Tristan la observó y estudió su rostro.
– Entonces, ¿no me guardas rencor por mi antigua ocupación?
– ¿Por lo que pasó con Whorton? No.
Él frunció aún más el cejo.
– Si no fue Whorton y su desplante lo que hizo que sintieras aversión por los hombres y el matrimonio, ¿qué fue? -Su mirada se agudizó. Incluso entre las sombras, Leonora pudo darse cuenta de ello-. ¿Por qué no te has casado?
Ella no estaba preparada para responder a esa pregunta. Así que no lo hizo y se aferró a un asunto más inmediato.
– ¿Por eso me has explicado a qué te dedicabas? ¿Para que viera que no eras como Whorton?
Tristan pareció contrariado.
– Si no me lo hubieras preguntado, no te lo habría dicho.
– Pero te lo he preguntado. ¿Por eso me has respondido?
Él vaciló, su renuencia fue evidente, pero al final reconoció:
– En parte. Habría tenido que explicártelo en algún momento…
– Pero me lo has contado esta tarde porque querías que te considerara diferente a Whorton, diferente a como creías que lo veía a él…
Tristan la hizo inclinarse hacia él y la besó, la distrajo. Y lo hizo con eficacia.
La noche anterior, Leonora no había sabido qué conclusión sacar de su razonamiento, de sus motivos y reacciones. Aún no lo sabía. Sin embargo… era evidente que se había sentido lo bastante amenazado por su experiencia con Whorton y el modo en que pensaba que la afectaba a ella su visión de los militares, como para decirle la verdad, para romper con lo que Leonora sospechaba que era un hábito y no ocultar ni esconder su pasado. Un pasado del que estaba segura que su familia no sabía nada, que pocos conocían.
Era un hombre con sombras. Sin embargo, las circunstancias habían exigido que saliera a la luz y necesitaba a alguien que comprendiera, que lo comprendiera a él, alguien en quien pudiera confiar a su lado.
Leonora podía ver eso, reconocerlo.
Se estiró despacio bajo las mantas y soltó un profundo suspiro. Se había permitido imaginar cómo sería estar casada con él y su reacción a esa visión había sido completamente diferente a lo que ella había esperado, a la reacción que había tenido en el pasado ante todos aquellos pensamientos sobre el matrimonio.
En ese momento… en el que imaginaba que era su esposa, la perspectiva era cautivadora. Con la edad y la experiencia, con la madurez quizá, había llegado a valorar cosas como la amable rutina de la vida en el campo mucho más de lo que lo había valorado anteriormente; poco a poco, se había dado cuenta de que esos elementos eran importantes para ella. Proporcionaban una salida a sus habilidades naturales, a sus talentos organizativos y directivos; sin esa salida se sentiría reprimida, ahogada… Como de hecho se sentía cada vez más en casa de su tío.
Ese descubrimiento no era tanto una conmoción como una sacudida, una que hizo tambalearse los conceptos que durante tanto tiempo había considerado los pilares de su vida. Y no era una tontería fácil de asimilar.
Los rayos del sol bailaron sobre el techo; la casa se había despertado, el día la llamaba. Sin embargo, se quedó en el caparazón de su cama y abrió su mente. Dejó libres sus pensamientos. Los siguió a donde la llevaran. Los sueños de niña que había sepultado hacía tiempo revivieron, volvieron a surgir discretamente, alterados para que en esa ocasión fueran atractivos para la mujer que ahora era y esa vez encajaban con ella. Podía ver, imaginar, empezar a desear, si se lo permitía a sí misma, un futuro como esposa de Tristan. Su condesa. Su compañera.
Girando a través de esos sueños, otorgándoles más fascinación y poder, estaba el incentivo de ser la única, la única según él, que podía darle todo lo que deseaba, lo que muy posiblemente necesitaba. Cuando estaban juntos, podía percibir la fuerza de lo que había surgido entre los dos, aquella desbordante emoción más profunda que la pasión, más fuerte que el deseo. La emoción que en aquellos tranquilos, intensos y privados momentos los envolvía. La emoción que compartían. Se trataba de algo efímero, más fácil de ver en los ardientes momentos en que bajaban la guardia por completo y, no obstante, también estaba ahí, asomándose, como algo captado con el rabillo del ojo en sus momentos más públicos.
Tristan le había preguntado por qué no se había casado; la verdad era que nunca había analizado verdaderamente la razón. La creencia profunda e instintiva, la que había hecho que dejara ir tan fácilmente a Whorton, era algo tan sepultado en su mente, que formaba parte de ella hasta tal punto que nunca la había examinado ni analizado, nunca antes se había preocupado por meditarlo. Simplemente había estado allí, era una seguridad.
Hasta que Tristan había aparecido y había depositado a sus pies todo lo que era.
Ahora, él tenía derecho a preguntar, a pedirle que le explicara sus motivos, a exigir que éstos fueran sólidos.
Era el momento de mirar más profundamente en su corazón, en su alma, y descubrir si su viejo instinto aún era relevante, si seguía siendo relevante para el nuevo mundo en cuyo umbral Tristan y ella se encontraban.
Él la había cogido de la mano, la habían arrastrado hasta ese umbral, la había obligado a abrir los ojos y a ver de verdad… y Tristan no iba a marcharse, no se limitaría a retirarse y dejarla.
Estaba en lo cierto: la atracción entre ellos no desaparecería. No lo había hecho. Al contrario, había aumentado.
Apretó los labios, apartó las mantas, se levantó de la cama y se acercó decidida a la cuerda de la campanilla del servicio.
Reexaminar y posiblemente reestructurar los principios básicos de la vida de una no era empresa que pudiera lograrse apresuradamente en unos cuantos minutos. Pero, por desgracia, a lo largo de ese día y de los siguientes, esos minutos fueron todo de lo que Leonora pudo disponer. Sin embargo, a medida que los acontecimientos reforzaban y profundizaban la conexión entre Tristan y ella, la necesidad de volver a considerar la razón subyacente de su aversión al matrimonio aumentó.
Su lento progreso en el asunto de Mountford, tanto para localizar al hombre que se ocultaba tras ese nombre, como para identificar lo que fuera que perseguía, sólo le añadía presión a través de la creciente actitud protectora de Tristan, que se desbordaba en una posesividad más primitiva.
Aunque se esforzaba por ocultarla, Leonora veía esa actitud. Y la comprendía. Intentó que no la enfureciera, porque, al parecer, él no podía evitarlo.
Febrero había dado paso a marzo; la primera insinuación de la primavera llegó para mitigar la desolación del invierno. La buena sociedad empezó a regresar de verdad a la capital para prepararse para la Temporada que llegaba. Mientras que antes las fiestas habían sido pequeñas y muy informales, el calendario social estaba volviéndose más intenso y los eventos mucho más concurridos.
El baile de lady Hammond fue un buen intento de ser la primera gran reunión reconocida del año. Leonora llegó con Mildred y Gertie y esperó pacientemente en la escalera que daba al salón de baile, junto con medio centenar de personas, todas a la espera de saludar a la anfitriona. Al mirar a su alrededor, vio caras conocidas, saludó con la cabeza, intercambió sonrisas. Aún faltaban semanas para que la Temporada propiamente dicha empezara y Leonora estaba segura de que años atrás la ciudad no había estado tan concurrida por esas fechas.
– Querida, por supuesto que hemos venido pronto.
La dama que aguardaba detrás de Leonora acababa de encontrarse con una vieja amiga.
– Todo el mundo lo hará, recuerda bien mis palabras. O, al menos, todas las familias que tengan una hija que colocar. Es bastante vergonzosa la cantidad de caballeros que se han perdido en todas esas guerras…
La dama continuó, pero Leonora dejó de escuchar… Había visto la luz. Ay de aquellos caballeros solteros aún sin casar.
Finalmente, junto con Mildred y Gertie llegó a la puerta del salón. Tras saludar a lady Hammond, una vieja conocida de sus tías, siguió a éstas a una de las estancias provistas con sillas y divanes para acomodar a las carabinas y a las damas de más edad.
Sus tías se sentaron entre sus amigas y, tras esquivar una serie de pícaras preguntas, Leonora se retiró.
Entre aquella multitud, Tristan tendría ciertas dificultades para localizarla. Aún no estaba en la cola de entrada al salón de baile cuando ella llegó a lo alto de la escalera, lo cual significaba que pasaría un rato antes de que pudieran reunirse.
Esa noche, la multitud era demasiado densa como para poder atravesarla sólo con asentimientos de cabeza y sonrisas, así que tuvo que detenerse y charlar, intercambiar saludos y opiniones y entablar cierta conversación social. Eso nunca le había resultado difícil, aunque sí aburrido a veces, pero esa noche había tantos recién llegados a la ciudad que tenía que ponerse al día con muchos, oír sus novedades, reír sus bromas y mostrarse divertida. No obstante, consciente de que estaba atrayendo cierto grado de atención por parte de los caballeros que habían vuelto hacía demasiado poco a los salones de baile como para ser conscientes del interés de Tristan, no permaneció durante mucho tiempo con ningún grupo, aunque continuó paseándose.
Enfrentarse a los galanes de uno en uno parecía lo más sensato.
– ¡Leonora!
Se volvió y sonrió a Crissy Wainwright, una rubia rechoncha, y actualmente de pechos más que generosos, que había sido presentada en sociedad el mismo año que ella. Crissy había cazado rápidamente a un lord y se había casado; los sucesivos partos la habían mantenido alejada de Londres durante algunos años. La observó avanzar casi abriéndose paso a codazos entre la multitud.
– ¡Uf! -Cuando llegó a su lado, abrió el abanico-. Esto es una locura. Y yo que pensaba que había sido un acierto regresar a la ciudad pronto…
– Parece ser que muchos han pensado lo mismo. -Leonora le cogió la mano a Crissy y se dieron dos besos.
– Mamá se va a disgustar -dijo su amiga, y miró a Leonora-. Quería adelantarse a todos los demás que tuvieran hijas que colocar esta Temporada. Tiene que quitarse de encima a mi hermana pequeña y ha puesto los ojos en ese conde que por fuerza tiene que casarse.
Leonora parpadeó.
– ¿Un conde que por fuerza tiene que casarse?
Crissy se acercó más y bajó la voz:
– Parece ser que el pobre acaba de heredar y tiene que casarse antes de julio o perderá su fortuna. Conservará las casas y a los familiares a su cargo, pero ninguna de las dos cosas sería fácil de mantener con un presupuesto limitado.
A ella un escalofrío le recorrió la espalda.
– No sabía nada. ¿De qué conde se trata?
Crissy agitó una mano.
– Seguramente no se le habrá ocurrido mencionártelo a nadie, al fin y al cabo, tú no estás interesada en un esposo. -Hizo una mueca-. Siempre pensé que eras un poco rara al mostrarte tan contraria al matrimonio, pero ahora… tengo que reconocer que hay veces en que pienso que tenías razón. -Su expresión se veló fugazmente, pero en seguida volvió a animarse-. Bueno, estoy aquí para divertirme y olvidar que estoy casada. Si ese pobre conde está tan buscado como parece, quizá pueda ofrecerle un refugio. He oído que es increíblemente apuesto, algo raro cuando se combina con riqueza y título…
– ¿Qué título? -Leonora la interrumpió sin reparo, pues Crissy podía divagar durante horas.
– Oh, ¿no lo he dicho? Es Trillingwell, Trellham… algo así.
– ¿Trentham?
– Sí, eso es. -Su amiga se volvió hacia ella-. ¡Lo sabías!
– Te aseguro que no, pero te agradezco mucho que me lo hayas contado.
Crissy parpadeó, luego estudió su rostro.
– Vaya, qué pilla… Lo conoces.
Leonora entornó los ojos, no hacia Crissy, sino hacia una oscura cabeza que se acercaba a ella a través de la multitud.
– Sí, sí lo conozco. -Es más, lo conocía también en sentido bíblico-. Si me disculpas… Seguro que nos volvemos a ver si te quedas en la ciudad.
Crissy la cogió de la mano cuando ella hizo ademán de alejarse.
– Sólo dime una cosa, ¿es tan apuesto como dicen?
Leonora arqueó las cejas.
– Es demasiado apuesto para su propio bien. -Se zafó de la mano de su amiga y avanzó entre la multitud para encontrarse con el conde que por fuerza tenía que casarse.
Tristan supo que algo iba mal en cuanto Leonora apareció ante él de repente. Era difícil pasar por alto los puñales que le clavaba con la mirada; la punta del dedo que le hundió en el pecho fue incluso más afilada.
– Quiero hablar contigo. ¡Ahora mismo!
Siseó las palabras mientras su genio bullía claramente.
Él revisó su conciencia; la tenía tranquila.
– ¿Qué ha sucedido?
– Estaría encantada de explicártelo, pero sospecho que preferirás escucharme en privado. -Lo miró fijamente-. ¿Qué nidito de amor has encontrado para nosotros esta noche?
Tristan le sostuvo la mirada y pensó en la diminuta despensa del servicio que le habían asegurado que era el único lugar posible para encuentros totalmente privados en casa de los Hammond. Con la luz apagada, estaría oscuro y cerrado, perfecto para lo que tenía en mente…
– Aquí no hay ningún lugar apropiado para una conversación en privado.
Sobre todo, si ella perdía los estribos y, al parecer, iba a serle difícil mantener el control.
Leonora abrió los ojos como platos.
– Pues ahora es el momento de que estés a la altura de tu reputación. Encuentra uno.
Tristan puso sus talentos en acción; le cogió la mano y se la apoyó en su manga, aliviado por que le permitiera hacerlo.
– ¿Dónde están tus tías?
Ella señaló hacia un lado de la sala.
– En aquellas sillas.
Tristan se dirigió hacia allí con la atención centrada en ella y evitando que ninguna mirada se cruzara con la suya. Se inclinó y le habló en voz baja:
– Tienes dolor de cabeza, una migraña. Diles a tus tías que no te encuentras bien y que debes marcharte inmediatamente. Yo me ofreceré a llevarte a casa en mi carruaje… -Se quedó callado, se detuvo, llamó a un sirviente. Cuando el hombre se acercó, le dio una orden y el otro se alejó a toda velocidad.
Continuaron avanzando.
– Ya he ordenado preparar el carruaje. -La miró-. Si pudieras relajar la espalda y encogerte un poco, quizá tengamos alguna posibilidad de lograrlo. Tenemos que asegurarnos de que tus tías se queden aquí.
Eso último no sería fácil, pero fuera lo que fuese lo que se le había metido entre ceja y ceja, Leonora estaba decidida a tener un momento en privado con él. No fueron sus aptitudes interpretativas lo que prevaleció, sino más bien la impresión que daba de que si alguien no accedía a sus deseos, era muy probable que se pusiera violenta.
Mildred le dirigió a Tristan una preocupada mirada.
– ¿Si está seguro…?
Él asintió.
– Mi carruaje está esperando, tienen mi palabra de que la llevaré directamente a casa.
Leonora lo miró con los ojos entornados; Tristan mantuvo una expresión impasible.
Con el aire de mujeres que se doblegan a una voluntad más fuerte y, de algún modo, incomprensible, Mildred y Gertie se quedaron donde estaban y le permitieron acompañar a su sobrina a casa.
El carruaje los estaba esperando; Tristan ayudó a subir a Leonora y luego la siguió. El lacayo cerró la puerta; se oyó el chasquido de un látigo y el carruaje se puso en marcha.
En la oscuridad, le cogió la mano y se la apretó.
– Aún no -le dijo en voz baja-. Mi cochero no tiene por qué enterarse y Green Street está aquí al lado.
Ella lo miró.
– ¿Green Street?
– He prometido llevarte a casa. A mi casa. ¿En qué otro lugar podríamos encontrar una estancia privada con la luz adecuada para una discusión?
Leonora no tenía nada que decir a eso; de hecho, se alegraba de que reconociera la necesidad de iluminación, porque quería verle la cara. Con la sangre hirviendo esperó de mala gana en silencio.
La mano de él permanecía cerrada sobre la suya. Mientras avanzaban en medio de la noche, la acariciaba con el pulgar, casi distraídamente. Leonora lo observó; estaba mirando por la ventana y no pudo saber si era consciente de lo que estaba haciendo y mucho menos si pretendía que ese gesto la aplacara. La caricia era tranquilizadora, pero no mitigó su furia. Si acaso, la aumentó.
¿Cómo se atrevía a ser tan insufriblemente complaciente, a mostrarse tan confiado y seguro cuando ella acababa de descubrir sus motivos ocultos, unos motivos que debería haber supuesto que tarde o temprano descubriría?
El carruaje giró, no en Green Street, sino en una estrecha callejuela donde se encontraban las caballerizas utilizadas por la hilera de grandes casas. Se detuvo bruscamente. Tristan se movió, abrió la puerta y bajó.
Lo oyó hablar con el cochero, luego se volvió hacia ella. Leonora le tendió la mano y bajó; Tristan la hizo atravesar a toda prisa la verja de un jardín antes de que tuviera ocasión de orientarse.
– ¿Dónde estamos?
Al otro lado del alto muro de piedra, oyó que el carruaje se alejaba.
– En mis jardines. -Le señaló con la cabeza una casa al otro lado de la extensión de césped visible a través de los arbustos-. Si entráramos por la puerta principal, tendríamos que dar explicaciones.
– ¿Y tu cochero?
– ¿Qué ocurre con mi cochero?
Leonora soltó un bufido. Tristan le puso la mano en la espalda y empezó a avanzar por un sendero que había entre los arbustos. Cuando salieron de las sombras, le cogió la mano y caminó a su lado. El estrecho camino seguía los parterres que bordeaban esa ala de la casa; la llevó más allá del invernadero, de lo que parecía un estudio y hacia la larga estancia que reconoció como la salita de estar en la que sus ancianas tías la habían entretenido semanas atrás. Finalmente, se detuvo frente a un par de puertas de cristal.
– Esto no lo has visto. -Apoyó la palma de la mano en el marco de las puertas, justo donde la cerradura las unía, le dio un firme empujón y la cerradura se abrió.
– ¡Cielo santo!
– ¡Chist! -La hizo entrar y luego cerró. La salita estaba a oscuras. A esas horas de la noche, esa parte de la casa estaba desierta. La cogió de la mano y la llevó hacia la escalera que subía hasta el pasillo. Se detuvo entre las sombras y miró a la izquierda, donde el vestíbulo delantero estaba bañado por una luz dorada.
Leonora se asomó detrás de él y no vio ni rastro de ningún sirviente o mayordomo.
Tristan se volvió y la instó a avanzar hacia la derecha, por un corto y oscuro pasillo. La adelantó y abrió la puerta que había al final de éste.
Leonora entró con él detrás, que cerró sin hacer ruido.
– Espera -susurró. Luego pasó por delante de ella.
La leve luz de la luna brillaba sobre un pesado escritorio, iluminaba una gran silla tras él y otras cuatro butacas repartidas por la estancia. Había una serie de armarios y muebles de cajones a lo largo de las paredes. Luego, Tristan cerró las cortinas y se quedaron totalmente a oscuras.
Un instante después, Leonora oyó el roce de la yesca; se encendió una llama que iluminó el rostro de él, perfilando sus severos rasgos mientras ajustaba la mecha de la lámpara y volvía a colocarle el cristal.
El cálido resplandor se extendió y llenó la estancia. Tristan la miró y con la mano le señaló dos sillones que había frente al hogar. Cuando Leonora llegó hasta allí, él se acercó y le retiró la capa de los hombros. La dejó a un lado, luego se inclinó sobre las brasas que aún ardían en la chimenea; ella se sentó y observó cómo avivaba el fuego con eficacia hasta que volvió a ser un fuego aceptable.
Se irguió y bajó la vista, mirándola.
– Voy a tomar un brandy. ¿Quieres algo?
Leonora lo observó acercarse a la licorera. Dudaba que tuviera jerez en su estudio.
– Tomaré también una copa de brandy.
Tristan volvió a mirarla con las cejas arqueadas, pero sirvió brandy en dos copas, luego regresó y le dio una. Leonora tuvo que usar ambas manos para sujetarla.
– ¿Y bien? -Se sentó en el otro sillón, estiró las piernas ante él, cruzó los tobillos, bebió y luego clavó la mirada en ella-. ¿Cuál es el problema?
El brandy era una distracción, así que Leonora dejó la copa con cuidado en la mesita que había junto al sillón.
– El problema -contestó, sin importarle lo mordaz que sonara- eres tú y tu necesidad de casarte.
Él la miró directamente a los ojos; volvió a beber. La gran copa parecía formar parte de su mano.
– ¿Qué problema hay en eso?
– ¿Qué problema hay? Tienes que casarte por algo relacionado con tu herencia. La perderás si no te casas antes de julio, ¿no es cierto?
– Perderé gran parte de los fondos, pero conservaré el título y todo lo que conlleva.
Leonora tomó aire y logró que atravesara la opresión que de repente le atenazó la garganta.
– Así que… tienes que casarte. En realidad tú no deseas hacerlo, ni conmigo ni con ninguna otra, pero tienes que hacerlo y por eso pensaste que yo serviría. Necesitas una esposa y yo te valdría. ¿Lo he entendido bien al fin?
Tristan se quedó muy quieto. En cuestión de un segundo, pasó de ser un elegante caballero sentado en el sillón a parecer un depredador listo para reaccionar. Lo único que verdaderamente cambió fue una repentina tensión, pero el efecto fue profundo.
A Leonora los pulmones se le pararon; apenas podía respirar. No se atrevió a apartar la vista de él.
– No. -Cuando habló, ella notó que su voz sonaba más profunda, más oscura. La copa de brandy se veía frágil en su mano y, como si se hubiera dado cuenta, relajó los dedos.
»Así no es como fue… como es.
Ella tragó saliva y alzó la cabeza. La complació comprobar que su voz se mantenía firme, aún altiva, incrédula. Desafiante.
– ¿Cómo es entonces?
Tristan no apartó la vista de ella. Al cabo de un momento, habló, y en su voz había algo que la advertía de que ni se le ocurriera pensar que no estaba diciendo la verdad absoluta.
– Tengo que casarme, en eso tienes razón. No porque tenga ninguna necesidad especial de los fondos de mi tío abuelo, sino porque, sin ellos, sería imposible mantener a las catorce parientes a mi cargo del modo en que ellas están acostumbradas.
Hizo una pausa y dejó que asimilara las palabras y su significado.
– Por lo tanto, sí, tengo que pasar por el altar antes de julio. Sin embargo, independientemente de eso, no tenía, ni tengo ninguna intención de permitir que mi tío abuelo o las damas de la buena sociedad interfieran en mi vida o decidan a quién debo tomar por esposa. Es evidente que, si yo lo deseara, podría arreglarse una boda con alguna dama idónea, y estaría firmada, sellada y consumada en menos de una semana.
Volvió a hacer otra pausa, bebió con la mirada fija en la suya. A continuación, habló despacio y con claridad.
– Aún faltan varios meses para que llegue julio. No veo ningún motivo para precipitarme. Por consiguiente, no he hecho ningún esfuerzo por considerar a ninguna dama. -Su voz se hizo más profunda, ganó fuerza-. Y entonces, te vi a ti y dichas consideraciones se volvieron superfluas.
Estaban sentados casi a medio metro de distancia. Sin embargo, lo que había surgido entre los dos, lo que ahora existía, cobró vida con sus palabras, una fuerza palpable que llenaba el espacio y casi centelleaba en el aire. La alcanzó, la envolvió, una red de emociones tan inmensamente fuertes que Leonora supo que nunca podría liberarse. Y, muy probablemente, tampoco él.
Su mirada se había mantenido dura, abiertamente posesiva, firme.
– Tengo que casarme. En algún momento, me habría visto forzado a buscar una esposa. Pero entonces te encontré a ti, y toda búsqueda se volvió irrelevante. Tú eres la esposa que deseo. Tú eres la esposa que tendré.
Leonora no dudó, no pudo dudar de lo que le estaba diciendo; la prueba estaba allí, entre ellos.
La tensión aumentó hasta volverse insoportable. Los dos tenían que moverse; Tristan lo hizo primero, se levantó del sillón con un fluido y grácil movimiento y le tendió la mano. Tras un instante, Leonora se la cogió y él la ayudó a levantarse.
La miró con rostro tenso, duro.
– ¿Lo entiendes ahora?
Ella alzó la cabeza para mirarlo… sus ojos, aquellos duros y severos rasgos que transmitían tan poco. Tomó aire y se sintió obligada a preguntar:
– ¿Por qué? Aún no entiendo por qué deseas casarte conmigo. Por qué me quieres a mí y sólo a mí.
Él le sostuvo la mirada largo rato. Cuando Leonora pensó que ya no iba a responderle, lo hizo:
– Adivínalo.
Fue su turno de pensar largo y tendido. Se humedeció los labios y murmuró:
– No puedo. -Tras un instante, añadió con brutal sinceridad-. No me atrevo.