CAPÍTULO 10

Cuando al día siguiente Trentham se presentó para llevarla a pasear por el parque, Leonora se quedó perpleja. Y cuando intentó negarse, él se limitó a decirle:

– Ya has reconocido que no tienes ningún otro compromiso.

Sólo porque había pensado que querría hablarle de sus investigaciones.

Trentham mantuvo los ojos fijos en los suyos.

– Deberías hablarme de las cartas que enviaste a los corresponsales de Cedric. Me lo puedes explicar igual de bien en el parque que aquí. -Su mirada se volvió más penetrante-. Además, debes de estar deseando salir al aire libre. Hoy es uno de esos días que no se pueden dejar escapar.

Leonora lo estudió con los ojos entornados; aquel hombre era verdaderamente peligroso. Tenía razón, por supuesto; el día era glorioso y ella había estado dándole vueltas a la idea de un paseo rápido, pero después de su última salida, vacilaba en salir sola.

Trentham era demasiado prudente para presionarla más, pero se limitó a esperar… esperar una capitulación, como acostumbraba a hacer.

Leonora le hizo una mueca.

– Muy bien. Voy a coger mi pelliza.

Cuando bajó la escalera, la aguardaba en el vestíbulo. Mientras caminaba a su lado hacia la verja, se dijo a sí misma que no debería permitir que aquella comodidad que sentía con él se desarrollara más. Sin embargo, el paseo en carruaje no hizo nada por romper el hechizo. La brisa era fresca, penetrante con la promesa de la primavera; el cielo se veía azul, con unas tenues nubes que se limitaban a flirtear con el sol. Aquella calidez era un bienvenido alivio tras los fríos vientos que habían soplado hasta hacía poco, y los primeros brotes ya podían verse en las ramas bajo las que Trentham guió a sus caballos.

En un día así, las damas de la buena sociedad estaban todas en el parque, pero aún era pronto y la avenida no se veía demasiado concurrida. Leonora saludaba con la cabeza aquí y allá a los conocidos de sus tías que la reconocían, pero centró la mayor parte de su atención en el hombre sentado a su lado.

Conducía sin apenas tocar las riendas, lo que a Leonora, consciente de la dificultad, le pareció admirable y de una seguridad irreflexiva que aún le decía más. Intentó mantener los ojos alejados de sus manos, de los largos dedos que guiaban los caballos con pericia, pero no lo logró.

Un momento después, sintió que el calor le subía por las mejillas y la obligaba a apartar la vista.

– He enviado las últimas cartas esta mañana. Con suerte, alguien responderá en un plazo mínimo de una semana.

Trentham asintió.

– Cuanto más pienso en ello, más probable me parece que lo que Mountford busca sea algo que tiene que ver con el trabajo de tu primo Cedric.

Leonora lo miró; algunos mechones de pelo se le habían caído hacia adelante y se movían juguetones alrededor de su rostro.

– ¿Por qué?

Tristan clavó la mirada en sus caballos para alejar la vista de su boca y sus suaves y seductores labios.

– Tenía que ser algo que un comprador consiguiera con la casa. Si tu tío hubiera estado dispuesto a venderla, ¿habríais vaciado el taller de Cedric? -La miró y añadió-: Tengo la impresión de que hubiera quedado olvidado, de que nadie habría pensado en él. No creo que eso ocurriera con cualquier cosa de la biblioteca.

– Cierto. -Leonora asintió intentando controlar sus propios rizos-. Yo no me habría molestado en entrar en el taller de no ser por los esfuerzos de Mountford. Sin embargo, creo que estás pasando por alto un punto. Si yo fuera detrás de algo y tuviera una idea razonable de dónde podría encontrarlo, lo habría organizado todo para comprar la casa sin que se completara la venta, ¿entiendes? Y luego pediría verla para medir las habitaciones en vista a posibles reformas o para los muebles. -Se encogió de hombros-. Un modo sencillo de conseguir tiempo para husmear por ahí y quizá coger alguna cosa.

Trentham lo pensó y luego, reacio, hizo una mueca.

– Tienes razón. Eso nos enfrenta a la posibilidad de que, sea lo que sea, podría tratarse de cualquier cosa oculta en la casa. -La observó-. Una casa llena de excéntricos.

Leonora lo miró a los ojos, arqueó las cejas y luego alzó la nariz y apartó la vista.


La fue a ver al día siguiente y venció todas sus reservas con invitaciones para una preinauguración especial de la última exposición en la Royal Academy.

Leonora le lanzó una severa mirada cuando la guió a través de las puertas de la galería.

– ¿Todos los condes cuentan con privilegios especiales como éste?

– Sólo los condes especiales.

Ella sonrió antes de apartar la mirada de la suya.

Tristan no había esperado sacar tanto provecho de aquella salida, que había considerado un ejercicio menor en su estrategia mucho más amplia. En cambio, se descubrió inmerso en una animada discusión sobre el mérito de los paisajes sobre los retratos.

– ¡La gente tiene tanta vida! Al fin y al cabo, ¿de qué trata la vida? De la gente -decía ella.

– Pero las escenas son la esencia del campo, de Inglaterra. Las personas están en función del lugar.

– ¡Tonterías! Mira a este frutero ambulante. -Señaló un excelente boceto de un hombre con una carretilla-. Sólo con una mirada, sabes exactamente de dónde viene, incluso de qué barrio de Londres. La gente personifica el lugar, es también una representación de él.

Se encontraban en una de las salas más pequeñas de la laberíntica galería. Con el rabillo del ojo, Tristan vio que el otro grupo en la estancia salía por la puerta y los dejaba solos.

Leonora, apoyada en su brazo mientras estudiaba una concurrida escena en un río, con un montón de trabajadores portuarios, no se había dado cuenta. Obediente a su leve tirón, caminó hacia la siguiente obra, un sencillo y simple paisaje sin nadie.

Soltó una exclamación, miró de nuevo la escena en el río y luego a él.

– No puedes esperar que crea que preferirías un paisaje vacío a una imagen de gente.

Tristan contempló su rostro. Estaba cerca de él; sus labios, su calidez, lo atraían. Tenía la mano apoyada en su brazo con gesto confiado. El deseo y algo más surgió a la superficie. No intentó ocultarlo, no intentó borrarlo del rostro o de los ojos.

– La gente en general no me interesa. -La miró con intención, dejó que su voz se hiciera más profunda-. Pero hay una imagen de ti que me gustaría ver de nuevo, experimentar de nuevo.

Leonora le sostuvo la mirada. Un suave rubor ascendió despacio hacia sus mejillas, pero no apartó la vista. Sabía exactamente a qué imagen se refería, la de ella desnuda y deseosa debajo de él. Soltó un breve suspiro.

– No deberías decir eso.

– ¿Por qué no? Es la verdad.

Tristan sintió que se estremecía.

– No volverá a pasar, nunca más verás esa imagen.

Él la estudió, sintiéndose avergonzado y asombrado de que no lo viera como lo que era, por el hecho de que creyera, no ingenuamente, pero sí con una sencilla convicción, que si se mantenía firme, él no iría más allá de los límites del honor y no la tomaría.

Se equivocaba, pero Tristan valoraba su confianza, la consideraba un tesoro demasiado preciado como para debilitarla innecesariamente. Así que arqueó una ceja y sonrió.

– En eso, me temo que estamos de acuerdo.

Como él había previsto, Leonora soltó un bufido, levantó la nariz y se volvió hacia la siguiente obra de arte.


Dejó que pasara un día, que dedicó a comprobar cómo les iba a los diversos contactos a los que había encomendado la tarea de localizar a Montgomery Mountford, antes de regresar a Montrose Place y engatusar a Leonora para que lo acompañara de excursión a Richmond. Lo planeó con cuidado; al parecer, el Star and Garter era el sitio de moda, donde la gente iba a ver y a ser vista.

Era la parte de «ser visto» lo que él necesitaba.

Leonora se sentía curiosamente alegre mientras caminaba bajo los árboles, cogida de la mano de Trentham, algo que no era precisamente acorde a las normas, pero cuando ella se lo señaló, él se limitó a arquear una ceja sin soltarla.

Su estado de ánimo se debía a él; Leonora no podía imaginarse sintiéndose así con ningún otro caballero que hubiera conocido. Sabía que eso era peligroso, que cuando finalmente él se rindiera y le dijera adiós, echaría de menos la inesperada cercanía, lo que compartían de un modo totalmente imprevisto, la leve emoción de caminar junto a un lobo.

No le importaba. Cuando llegara el momento ya se deprimiría, pero entretanto estaba decidida a disfrutar de aquel fugaz paréntesis mientras la primavera florecía. Ni en sus sueños más locos había imaginado que pudiera sentirse tan cómoda con otra persona por el hecho de compartir algo tan íntimo como un acto físico.

No se repetiría. Para empezar, a pesar de lo que ella había creído, Trentham no había pretendido que sucediera, y daba igual lo que le dijera, seguro que no propiciaría otro encuentro como aquél contra sus deseos. Ahora que sabía que se sentía obligado por honor a casarse con ella, Leonora tenía muy claro que no debían acostarse de nuevo. No era tan estúpida como para tentar más a la suerte. Daba igual lo que sintiera cuando estaba a su lado. Daba igual cuánto la sedujera ese destino. Le lanzó una mirada de soslayo, que él captó.

– Daría lo que fuera por saber qué estás pensando.

Ella se rió y negó con la cabeza.

– Mis pensamientos son demasiado valiosos. -Demasiado peligrosos.

– ¿Cuánto?

– Más de lo que tú podrías pagar.

Cuando no le respondió inmediatamente, Leonora lo miró y él le devolvió la mirada.

– ¿Estás segura?

Estaba a punto de responder a la pregunta con una mera risa cuando vio su verdadero significado en los ojos de Trentham. Con una oleada de comprensión, se dio cuenta de que, como parecía suceder tan a menudo, sus pensamientos y los de ella estaban muy en sintonía. Él sabía lo que había estado pensando y prácticamente de un modo literal le estaba diciendo que pagaría con cualquier cosa que le pidiera…

Todo estaba allí en su mirada, grabado en aquellos iris intensos y claros. Ya rara vez se ponía su máscara cuando estaban juntos en privado.

Habían bajado el ritmo hasta que se detuvieron. Leonora tomó aire.

– Sí. -Por muy alto que fuera el precio que Trentham estaba dispuesto a pagar, ella no podía aceptarlo. No lo haría.

Se quedaron mirándose el uno al otro durante un largo momento. La situación debería haberse vuelto incómoda, pero una comprensión más profunda, una aceptación mutua lo impedía.

Al final, simplemente dijo:

– Ya veremos.

Leonora sonrió con naturalidad, de un modo amigable, y luego siguieron con el paseo.

Tras contemplar a los ciervos y pasear bajo los robles y las hayas, regresaron a su carruaje y se dirigieron al Star and Garter.

– Hace años que no venía por aquí -comentó ella cuando tomó asiento a una mesa junto a la ventana-. Desde el año en que me presentaron en sociedad.

Esperó mientras Trentham pedía el té y unos bollos y luego dijo:

– Tengo que reconocer que me cuesta verte como un joven en la ciudad.

– Probablemente porque nunca lo fui. -Se recostó en la silla y la miró a los ojos-. Entré en la Guardia Real a los veinte años, prácticamente directo desde Oxford. -Se encogió de hombros-. Era el futuro aceptado en mi parte de la familia, éramos el brazo militar.

– ¿Y adónde te destinaron? Debiste de asistir a bailes en la ciudad más próxima.

La mantuvo entretenida con relatos sobre sus hazañas y las de sus amigos, luego le dio la vuelta a la tortilla y le sonsacó recuerdos de su primera Temporada. Leonora podría decir que tenía suficientes para no quedar mal. Si Trentham se dio cuenta de que no todo era como lo había contado, no dio ninguna muestra de ello.

Leonora estaba hablando de la buena sociedad y de sus actuales miembros cuando alguien en una mesa próxima, con todo el grupo ya de pie para irse, volcó una silla. Ella se volvió y por las miradas fijas de las tres chicas y de su madre, se dio cuenta de que el motivo de la torpeza había sido que tenían toda su atención centrada en ellos.

La madre, una dama de alcurnia vestida con excesiva elegancia, les lanzó una mirada desdeñosa con los labios apretados y luego se movió para reunir a sus polluelas.

– ¡Vamos, chicas!

Dos la obedecieron y se movieron, pero la tercera se quedó observándolos un poco más; finalmente, se volvió y preguntó en un susurro claramente audible:

– ¿Dijo lady Mott cuándo sería la boda?

Leonora se quedó con la vista fija en sus espaldas. Sus sentidos eran un caos, disparándose en todas direcciones; cuando repasó mentalmente una escena tras otra, se quedó helada y luego sintió furia; una erupción más potente que cualquiera que hubiera conocido antes, la dominó. Despacio, volvió la cabeza y miró a Trentham a los ojos. No vio en ellos ni una pizca de arrepentimiento, ni un leve rastro de disculpa, sólo una simple, clara e inequívoca confirmación.

– Tú… desalmado. -Siseó las palabras mientras sus dedos se tensaban sobre el asa de la taza de té.

Él no parpadeó siquiera.

– Yo que tú no lo haría.

No se había movido de su relajada postura, pero Leonora sabía lo rápido que podía ser. De repente, se sintió mareada, aturdida; no podía respirar. Se levantó, arrastrando la silla.

– Sácame de aquí.

La voz le tembló, pero Trentham la obedeció. Ella era levemente consciente de que la observaba con atención. Salieron del local sin más dilación; Leonora estaba demasiado alterada para mantener el orgullo y aprovechó la vía de escape que se le ofrecía. Pero en cuanto sus pies pisaron la hierba del parque, apartó la mano de su brazo y continuó andando. Lejos de él. Lejos de la tentación de golpearlo, de intentar golpearlo, porque sabía que Trentham no se lo permitiría. La hiel le ardía en la garganta; había pensado que él no entendía cómo funcionaba la buena sociedad, pero era ella quien había estado ciega. ¡Embaucada por un lobo que ni siquiera se había molestado en ponerse la piel de cordero! Apretó los dientes para contener un grito, uno de rabia dirigido a sí misma. Sabía cómo era él desde el principio, un hombre increíblemente despiadado.

De repente, se detuvo. El pánico no la llevaría a ningún sitio, sobre todo con alguien como él. Tenía que pensar, tenía que actuar del modo correcto. Así pues, ¿qué era lo que le había hecho? ¿Qué había conseguido realmente? Y ¿cómo podía negarlo o invertirlo? Se quedó inmóvil mientras recuperaba lentamente la compostura. Sintió que la inundaba la calma. No podía ser tan malvado como ella había creído.

Cuando se dio la vuelta, no se sorprendió en absoluto al descubrirlo a medio metro, observándola con atención. Lo miró a los ojos.

– ¿Le has dicho algo a alguien sobre nosotros?

Su mirada no se inmutó.

– No.

– Entonces, esa chica estaba simplemente… -Él hizo un gesto con ambas manos.

– Deduciendo.

Leonora entornó los ojos.

– Tal como sabías que todo el mundo haría.

Trentham no respondió.

Ella siguió fulminándolo con la mirada mientras iba dándose cuenta de que no todo estaba perdido, que él no había extendido un rumor del que no pudiera escabullirse. La furia cedió, aunque no el disgusto.

– Esto no es un juego.

Pasó un momento antes de que Trentham dijera:

– Toda la vida es un juego.

– ¿Y tú juegas para ganar? -Infundió a sus palabras algo cercano al desprecio.

Él se movió, alargó un brazo y la cogió de la mano. Para su sorpresa, la pegó a su cuerpo de un tirón. Leonora jadeó al chocar contra su pecho. Sintió que la rodeaba con el brazo. Sintió cómo las ardientes brasas se convertían en llamas. Entonces, bajó la mirada hacia ella y se llevó la mano que le sujetaba a los labios. Le acarició los dedos con ellos, luego la palma, finalmente la besó en la muñeca. No dejó de mirarla ni un segundo, manteniéndola cautiva con sus ojos ardientes que reflejaban todo lo que Leonora podía sentir que manaba entre los dos.

– Lo que hay entre tú y yo queda entre tú y yo, pero no ha desaparecido. -Le sostuvo la mirada-. Y no desaparecerá.

Bajó la cabeza. Ella inspiró hondo.

– Pero yo no quiero.

La miró con los ojos entrecerrados y murmuró:

– Demasiado tarde.

Y la besó.


Lo había llamado desalmado y había estado en lo cierto.

A mediodía del día siguiente, Leonora supo lo que era estar sitiado.

Cuando Trentham, maldito arrogante, finalmente consintió en soltarla, a ella no le cabía ninguna duda de que estaban enzarzados en una batalla.

– No voy a casarme contigo. -Pronunció esa afirmación con toda la fuerza que pudo, aunque no en las circunstancias que le habría gustado.

Él la miró, gruñó, lo hizo literalmente, y luego la cogió de la mano y la llevó hasta el carruaje.

De regreso a casa, ella mantuvo un gélido silencio, no porque no le quemaran en la lengua varias frases jugosas, sino por el lacayo que iba detrás de ellos. Esperó a que Trentham la ayudara a bajar ante el número 14 y, furibunda, le preguntó:

– ¿Por qué? ¿Por qué yo? Dame una buena razón por la que desees casarte conmigo.

Él la miró con ojos brillantes y luego se inclinó más cerca y murmuró:

– ¿Recuerdas esa imagen de la que hablamos?

Leonora reprimió el repentino impulso de retroceder y estudió su semblante antes de preguntar:

– ¿Qué tiene eso que ver?

– La perspectiva de verla cada mañana y cada noche constituye una razón eminentemente buena para mí.

Ella parpadeó y se ruborizó. Por un instante, se quedó mirándolo, se le encogió el estómago y retrocedió.

– Estás loco.

Se dio media vuelta, abrió la verja y avanzó por el camino de entrada a su casa.

Las invitaciones habían empezado a llegar con el primer correo de la mañana. Una o dos podía haberlas ignorado, pero quince a la hora del almuerzo, y todas de las más destacadas anfitrionas, eran imposibles de desechar. Cómo lo había logrado Trentham era algo que desconocía, pero su mensaje era claro: no podría eludirlo. O se encontraba con él en terreno neutral, es decir, dentro del círculo social de la buena sociedad, o…

Esa supuesta alternativa era verdaderamente preocupante. El conde no era un hombre fácilmente predecible; ya, para empezar, su incapacidad de intuir cuáles habían sido sus objetivos hasta la fecha era lo que la había metido en ese lío.

La alternativa sonaba demasiado peligrosa, y la verdad era que daba igual lo que él hiciera, siempre que ella se aferrara a la simple palabra «No», estaría a salvo, totalmente segura.

Mildred, acompañada de Gertie, llegó a las cuatro.

– ¡Querida mía! -Su tía atravesó el salón como un galeón blanco y negro-. Lady Holland vino a verme e insistió en que te llevara a su casa esta noche. -Se sentó entre susurros de seda y la miró con unos ojos llenos de entusiasmo-. No tenía ni idea de que Trentham tuviera tantos contactos.

Ella reprimió un gruñido.

– Ni yo. -¡Lady Holland, por Dios santo!-. ¡Ese hombre es un desalmado!

Mildred parpadeó.

– ¿Desalmado?

Leonora empezó a pasearse de nuevo ante el hogar.

– ¡Está haciendo todo esto… -gesticuló frenéticamente- para forzarme a salir!

– Forzarte a salir… -Mildred parecía preocupada-. Querida, ¿eres consciente de lo que esto supone?

Ella se dio la vuelta, miró a su tía, luego a Gertie, que se había parado ante un sillón.

Ésta observó a Leonora y luego asintió:

– Seguramente. -Se sentó-. Es implacable. Dictatorial. Alguien que no deja que nada se interponga en su camino.

– ¡Exacto! -El alivio de haber encontrado a alguien que la comprendiera fue increíble.

– Pero -continuó Gertie- en realidad tienes una salida.

– ¿Salida? -Mildred miró a una y a otra-. De verdad, espero que no vayas a animarla a huir ante este inesperado suceso.

– Respecto a eso -respondió Gertie, totalmente impasible- hará lo que le plazca, siempre lo ha hecho. Pero la verdadera cuestión aquí es, ¿va a dejar que le dé órdenes o va a oponer resistencia?

– ¿Resistencia? -Leonora frunció el cejo-. ¿Te refieres a que ignore todas esas invitaciones? -Incluso a ella misma ese pensamiento le parecía una pizca extremo.

Su tía bufó.

– ¡Por supuesto que no! Haz eso y cavarás tu propia tumba. Pero no hay motivo para dejar que se salga con la suya pensando que puede obligarte a hacer cualquier cosa. Tal como yo lo veo, la respuesta más contundente sería aceptar encantada las mejores invitaciones y asistir a los eventos con el claro objetivo de divertirte. Ve y coincide con él en los salones de baile y si se atreve a presionarte allí, puedes enviarlo a tomar viento fresco delante de la mayoría de los miembros de la buena sociedad.

Golpeó el suelo con su bastón.

– Tienes que enseñarle que no es omnipotente, que no puede salirse con la suya con semejantes maquinaciones. -Los viejos ojos de la anciana centellearon-. El mejor modo para hacer eso es darle lo que cree que desea y luego mostrarle que no es lo que realmente quiere en absoluto.

La mirada en el rostro de Gertie era descaradamente perversa y la idea que evocó en la mente de Leonora era muy atractiva.

– Ya te entiendo… -Se quedó ensimismada mientras su mente barajaba posibilidades-. Darle lo que anda buscando, pero… -Volvió a centrar la mirada en Gertie y sonrió-. ¡Por supuesto!

El número de invitaciones había aumentado hasta diecinueve; se sintió casi embriagada por el desafío. Se volvió hacia Mildred, que había estado observando a su hermana con una expresión más bien perpleja en el rostro.

– Antes de ir a la de lady Holland, quizá deberíamos asistir a la fiesta de los Carstairs.


Así lo hicieron; Leonora utilizó aquel evento como entrenamiento para desempolvar y pulir sus dotes sociales. Para cuando entró en la elegante casa de lady Holland, se sentía muy segura. Sabía que tenía muy buen aspecto con su vestido de seda color amarillo, el pelo en un recogido alto y unos pendientes de topacio y perlas alrededor de la garganta.

Tras Mildred y Gertie, hizo una reverencia a lady Holland, que le estrechó la mano y pronunció las habituales palabras de cortesía mientras la observaba con sus ojos sagaces e inteligentes.

– Tengo entendido que ha hecho una conquista -comentó la dama.

Leonora arqueó las cejas levemente y dejó que sus labios se curvaran en una sonrisa.

– De un modo totalmente involuntario, se lo aseguro.

Lady Holland abrió los ojos como platos y pareció intrigada.

Ella dejó que su sonrisa se ampliara y, con la cabeza alta, siguió avanzando.

Desde donde se encontraba, apoyado en la pared del salón, Trentham observó el intercambio, vio la sorpresa de lady Holland y captó la divertida mirada que ésta le lanzó cuando Leonora avanzó hacia la multitud.

Tristan ignoró a la mujer y fijó la mirada en su presa mientras se alejaba de la pared. Había llegado demasiado pronto, algo que contravenía las normas, sin importarle que su anfitriona, que siempre había mostrado interés por su carrera, dedujera correctamente sus motivos. Las últimas dos horas habían sido de inactividad total, de indecible aburrimiento, y le habían recordado por qué nunca había sentido que se hubiera perdido nada al alistarse en el ejército a los veinte años. Sin embargo, ahora que Leonora se había dignado aparecer, podría tomar la iniciativa.

Las invitaciones que había conseguido a través de su propia posición y de sus ancianas parientes le garantizarían que a lo largo de la próxima semana podría encontrarse con Leonora cada noche en algún acontecimiento y en algún lugar propicio para lograr su objetivo.

Después de eso, aunque la condenada mujer aún se mantuviera firme, siendo como era la sociedad, las invitaciones continuarían llegando motu proprio, creando oportunidades que él podría aprovechar hasta que ella se rindiera.

La tenía en el punto de mira y no escaparía.

Cubrió la distancia que los separaba y se colocó a su lado en el momento en que sus tías se sentaban en un diván en un rincón de la sala. Con ese movimiento se había adelantado a unos cuantos caballeros que se habían fijado en Leonora y parecían dispuestos a tantear el terreno.

Tristan había descubierto que lady Warsingham no era en absoluto desconocida entre la buena sociedad; ni tampoco su sobrina. La opinión general sobre Leonora era que se trataba de una obstinada dama incurablemente contraria al matrimonio. Aunque su edad la colocaba más allá de la categoría de señoritas casaderas, su belleza, su seguridad y su comportamiento la convertían en un desafío, al menos a ojos de hombres que veían con interés a las damas rebeldes. Y esos caballeros sin duda tomarían nota del interés de Tristan y mirarían hacia otro lado. Si eran inteligentes.

Saludó con la cabeza a las damas sentadas en el diván, que le dirigieron una amplia sonrisa. A continuación, se volvió hacia Leonora y se encontró con una mirada claramente gélida.

– Señorita Carling.

Ella le ofreció la mano y le hizo una reverencia. Tristan se inclinó, le besó la mano, la hizo erguirse y le colocó los dedos sobre su manga; Leonora los apartó de inmediato y se volvió para saludar a una pareja que se les había acercado.

– ¡Leonora! ¡Hace muchísimo que no te veíamos!

– Buenas noches, Daphne. Señor Merryweather. -Leonora dio dos besos a Daphne, una dama morena de generosos encantos, luego estrechó la mano al caballero, cuyo color de piel y rasgos lo proclamaban hermano de Daphne.

Leonora lanzó una mirada a Trentham y lo incluyó en la conversación, presentándolo como el conde de Trentham.

– ¡Qué me dices! -Los ojos de Merryweather se iluminaron-. He oído que estuvo con la Guardia Real en Waterloo.

– Exacto. -Pronunció la palabra lo más secamente que pudo, pero el joven no lo captó. Siguió parloteando y haciéndole las preguntas habituales que Tristan, mientras suspiraba para sus adentros, respondió con las contestaciones ya ensayadas.

Leonora, más familiarizada con sus tonos, le lanzó una curiosa mirada, pero entonces Daphne reclamó su atención.

Con su agudo oído, Tristan en seguida se dio cuenta del tenor de las preguntas de la dama. Ésta había supuesto que Leonora no tenía ningún interés por él. Sin embargo, ella, incluso casada, sí lo tenía. Con el rabillo del ojo, vio que Leonora le dirigía una calculadora mirada, y se inclinaba después hacia la dama y bajaba la voz. De repente, Tristan fue consciente del peligro. Alargó el brazo y, muy despacio, le rodeó la muñeca con los dedos. Mientras dirigía una sonrisa encantadora a Merryweather, se movió para incluir también a Daphne en ella y de modo descarado, atrajo a Leonora hacia sí, lejos de la pareja,. Y entrelazó su brazo con el suyo.

– Les ruego que nos disculpen, acabo de ver a mi antiguo comandante y debería presentarle mis respetos.

Tanto Merryweather como Daphne sonrieron y murmuraron una despedida. Antes de que Leonora pudiera reaccionar, Tristan inclinó la cabeza y se la llevó con él a través de la multitud.

Ella movió los pies con la mirada clavada en su rostro. Luego miró al frente.

– Eso ha sido una grosería. Ya no estás en activo, no hay ningún motivo para que debas mostrar tus respetos a tu ex comandante tan precipitadamente.

– Desde luego. Sobre todo porque no está presente.

Leonora lo miró con los ojos entrecerrados.

– No sólo eres un desalmado, sino un desalmado mentiroso.

– Hablando de desalmados, creo que deberíamos establecer algunas reglas para este juego. Sea cuanto sea el tiempo que pasemos lidiando con la buena sociedad, circunstancia que, por cierto, está totalmente en tus manos, te abstendrás de echarme encima a ninguna arpía como la adorable Daphne.

– Pero ¿para qué estás aquí si no es para probar y seleccionar a las jóvenes damas disponibles? -Señaló a su alrededor-. Es lo que todos los caballeros de nuestra clase hacen.

– Dios sabe por qué, desde luego, pero yo no. Yo, como tú muy bien sabes, estoy aquí sólo con un propósito, cazarte a ti.

Se detuvo para coger dos copas de champán de la bandeja de un sirviente. Le entregó una a Leonora, la guió hasta una zona menos concurrida, ante una larga ventana, se colocó de forma que tuviese una amplia vista de la sala, bebió y luego continuó:

– Puedes jugar a este juego como quieras, pero si posees algún instinto de autoconservación, mantendrás el juego entre tú y yo, y no involucrarás a nadie más. -Bajó la vista y la miró a los ojos-. Ya sea hombre o mujer.

Ella lo estudió con las cejas levemente arqueadas.

– ¿Es eso una amenaza? -Bebió con calma y aparentemente sin inmutarse.

Tristan contempló sus ojos, serenos y tranquilos. Seguros.

– No. -Levantó la copa y golpeó el borde con la de ella-. Es una promesa.

Bebió mientras observaba cómo le centelleaban los ojos, pero Leonora mantuvo su genio bajo control. Se obligó a beber, a fingir que examinaba a la multitud, luego bajó la copa.

– No puedes llegar y creer que vas a someterme.

– No quiero someterte. Te quiero en mi cama.

Eso le valió una mirada levemente escandalizada, pero no había nadie lo bastante cerca como para oírlo.

Mientras el rubor cedía, ella le sostuvo la mirada.

– Eso es algo que no puedes tener.

Tristan dejó que el silencio se prolongara, luego arqueó una ceja.

– Ya veremos.

Leonora estudió su rostro y levantó la copa mientras dirigía la mirada más allá de donde él estaba.

– ¡Señorita Carling! ¡Diantre! Qué alegría verla. Vaya, deben de haber pasado años.

Ella sonrió y tendió la mano hacia un hombre.

– Lord Montacute. Un placer, y sí, han pasado años. ¿Puedo presentarle a lord Trentham?

– ¡Por supuesto! ¡Por supuesto! -Lord Montacute, siempre cordial, le estrechó la mano-. Conocí a su padre, y a su tío abuelo también, por cierto. Un viejo irascible.

– En efecto.

Recordando su objetivo, Leonora preguntó animada:

– ¿Está lady Montacute aquí esta noche?

El caballero hizo un vago gesto con la mano.

– Por ahí.

Ella mantuvo la conversación animada, frustrando todos los intentos de Trentham por hacer que decayera; desalentar a lord Montacute estaba fuera del alcance incluso de las habilidades de Trentham. Mientras tanto, ella examinó la multitud en busca de más oportunidades.

Era agradable descubrir que no había perdido la capacidad de atraer a un caballero sólo con una sonrisa. Pronto había reunido a un grupo selecto de personas que podían defenderse perfectamente en una conversación. Las fiestas de lady Holland eran famosas por su ingenio y sus tertulias; con una delicada provocación aquí, un golpe verbal allá, Leonora hizo que la pelota empezara a rodar, tras lo cual, los discursos de los presentes tomaron vida propia.

Leonora tuvo que reprimir una sonrisa demasiado reveladora cuando Trentham, a su pesar, se vio atraído y se enzarzó con el señor Hunt en una discusión sobre el secreto de sumario en lo concerniente a la prensa popular. Leonora permaneció a su lado y presidió el grupo asegurándose de que la charla no decayera. En un momento dado, lady Holland se acercó, se detuvo a su lado, la saludó con la cabeza y la miró a los ojos.

– Tienes un gran talento, querida. -Le palmeó el brazo mientras dirigía una fugaz mirada a Trentham, luego arqueó las cejas en dirección a ella y se alejó.

«¿Un gran talento para qué? -se preguntó Leonora-. ¿Para mantener a un lobo a raya?»

El resto de los invitados habían empezado a retirarse antes de que las conversaciones se apagaran. El grupo se dispersó a regañadientes y los caballeros se alejaron para buscar a sus esposas.

Cuando Trentham y ella se quedaron de nuevo solos, él la miró. Apretó los labios despacio y sus ojos se endurecieron y centellearon.

Leonora arqueó una ceja, luego se volvió hacia donde Mildred y Gertie la esperaban.

– No seas hipócrita, lo has pasado bien.

No estaba segura, pero le pareció que Trentham gruñía. No necesitó mirar para saber que la seguía mientras cruzaba la estancia hasta donde se encontraban sus tías. Sin embargo, se comportó, si no con alegre encanto, al menos con una perfecta cortesía. Las acompañó por la escalera hasta el carruaje que las esperaba y ayudó a subir a las dos damas, luego se volvió hacia ella. Se interpuso despacio entre Leonora y el carruaje, le tomó la mano y la miró a los ojos.

– No creas que podrás repetir esta estrategia mañana.

Se movió y la ayudó a subir al coche.

Con un pie en el escalón, Leonora lo miró a los ojos y arqueó una ceja. Incluso en la penumbra, Tristan reconoció el desafío.

– Tú elegiste el campo de batalla, yo elijo las armas.

Inclinó la cabeza con serenidad, se agachó y entró en el carruaje.

Él cerró la puerta con cuidado y una cierta deliberación.

Загрузка...