La biblioteca, que ocupaba todo un lateral de la casa, contaba con una serie de ventanas que daban tanto al jardín delantero como al trasero. Si su hermano o su tío fueran conscientes del mundo exterior, seguramente se habrían fijado en el visitante que se había acercado por el camino principal. Sin embargo, Leonora asumió que ninguno de los dos se había percatado, y la imagen con la que sus ojos se encontraron cuando abrió la puerta, entró y cerró sin hacer ruido, confirmó su suposición.
Su tío, sir Humphrey Carling, estaba sentado en un sillón colocado en ángulo frente al hogar, con un pesado tomo abierto sobre las rodillas y un monóculo especialmente potente que distorsionaba un ojo azul entornado ante los descoloridos jeroglíficos que se veían en las páginas. En su momento, había tenido una figura imponente y, aunque la edad había hecho que los hombros se le hundieran, había mermado la que había sido una leonina mata de pelo y había agotado su fuerza física, los años no habían tenido ningún efecto apreciable en sus facultades mentales; en los círculos científicos y de anticuarios todavía se lo veneraba como una de las dos autoridades más destacadas en la traducción de lenguas crípticas.
Su cabeza blanca, con aquel pelo ralo que le crecía desordenado y que llevaba más bien largo a pesar de los esfuerzos de Leonora, estaba inclinada sobre el libro y su mente claramente en… ella diría que el tomo que leía era de Mesopotamia.
Su hermano Jeremy, dos años más joven que Leonora y la segunda de las dos autoridades más destacadas en la traducción de lenguas crípticas, estaba sentado ante el escritorio, con la superficie de la mesa inundada de libros, algunos abiertos, otros amontonados. Todas las doncellas de la casa sabían que si tocaban algo de esa mesa, lo hacían por su cuenta y riesgo, pues, a pesar del caos, Jeremy siempre lo descubría al instante.
El joven tenía doce años cuando, junto con su hermana, se fue a vivir con Humphrey tras la muerte de sus padres. Entonces su tío vivía en Kent. Aunque la esposa de Humphrey ya había fallecido, la mayor parte de la familia consideró que el campo era un entorno más adecuado para dos niños que lloraban la pérdida de sus progenitores, en especial, porque todo el mundo aceptaba que Humphrey era el pariente favorito de ambos.
No fue una gran sorpresa que Jeremy, un ratón de biblioteca desde siempre, se contagiara de la pasión de su tío por descifrar palabras de hombres y civilizaciones desaparecidos hacía ya mucho tiempo. A los veinticuatro años, ya se estaba haciendo un hueco por sí mismo en ese campo cada vez más competitivo. Su prestigio aumentó cuando, seis años atrás, se trasladaron a Bloomsbury para poder presentar a Leonora en sociedad bajo la protección de su tía Mildred, lady Warsingham.
Sin embargo, Jeremy aún era su hermano pequeño; los labios de la joven se curvaron cuando contempló los anchos aunque delgados hombros, la mata de pelo castaño que, por más que la cepillaran, siempre se veía despeinada. Leonora estaba convencida de que se debía a que Jeremy se pasaba constantemente los dedos por la cabeza, aunque él le juraba que no lo hacía y ella nunca lo había pillado en falta.
Henrietta avanzó para colocarse frente al hogar. Leonora entró sin sorprenderse de que ninguno de los dos alzara siquiera la vista. Una vez, a una doncella se le había caído una bandeja de plata frente a la puerta de la biblioteca y ninguno de los dos se enteró.
– Tío, Jeremy, tenemos visita.
Ambos levantaron la cabeza y parpadearon del mismo modo inexpresivo.
– Ha venido a vernos el conde Trentham. -Se acercó al sillón de su tío mientras aguardaba con paciencia a que sus cerebros regresaran al mundo real-. Es uno de nuestros nuevos vecinos en el número doce. -Los ojos de ambos la siguieron, aún inexpresivos-. Ya os expliqué que un grupo de caballeros compró la casa. Trentham es uno de ellos. Creo que ha estado supervisando las reformas.
– Ah… comprendo. -Humphrey cerró el libro y lo dejó a un lado, junto al monóculo-. Un detalle por su parte venir a visitarnos.
Leonora se colocó detrás del asiento de su tío y no se le escapó la expresión perpleja de los ojos de Jeremy, que eran totalmente pardos, no de color avellana. Reconfortantes, aunque no tan penetrantes como los del caballero que entró en la estancia detrás de Castor.
– El conde de Trentham.
Una vez hecho el anuncio, el mayordomo se inclinó retirándose y cerrando la puerta tras de sí.
Trentham se había detenido en la entrada, mientras recorría con la mirada a los presentes; cuando se oyó el clic de la puerta, sonrió y, con su encantadora máscara, se acercó al grupo que estaba junto al hogar.
Leonora vaciló, repentinamente insegura.
La mirada del conde se entretuvo en su rostro, a la espera… luego miró a Humphrey, que se agarró a los brazos del sillón y, con un evidente esfuerzo, empezó a levantarse. Rápidamente su sobrina se acercó para echarle una mano.
– Por favor, no se moleste, sir Humphrey. -Con un elegante gesto, Trentham le indicó al anciano que no se moviera-. Agradezco que me hayan recibido. -Se inclinó, respondiendo al saludo formal de lord Carling-. Pasaba por aquí y he pensado que me perdonarían la informalidad, dado que somos vecinos.
– Por supuesto, por supuesto. Encantado de conocerle. Tengo entendido que está haciendo algunos cambios en el número doce antes de instalarse.
– Puramente estéticos, para hacer el lugar más habitable.
El anciano señaló a Jeremy.
– Permítame que le presente a mi sobrino, Jeremy Carling.
Éste, que se había levantado, rodeó la mesa y le estrechó la mano. En un principio, se mostró educado y correcto, pero cuando su mirada se encontró con la de Trentham, sus ojos se abrieron como platos y el interés resplandeció en su rostro.
– Pues ¡claro! Es usted militar, ¿verdad?
Leonora miró al conde, lo estudió. ¿Cómo podría habérsele pasado? Sólo su postura debería haberla alertado, pero eso combinado con el leve bronceado y las manos callosas…
Su instinto de conservación se despertó y la hizo retroceder mentalmente.
– Ex militar. -Con Jeremy claramente a la espera e interesado por saber más, Trentham añadió-: Era comandante en el regimiento de la Guardia Real.
– ¿Se ha retirado? -Jeremy sentía lo que Leonora consideraba un insano interés por las recientes campañas.
– Después de Waterloo, muchos de nosotros lo hemos hecho.
– ¿Sus amigos también pertenecían a la Guardia Real?
– Sí. -Trentham miró a Humphrey y continuó-: Por eso hemos comprado el número doce. Deseábamos un lugar para reunirnos más privado y tranquilo que nuestros clubes. Ya no estamos acostumbrados al ajetreo de la vida en la ciudad.
– Sí, bueno, eso puedo comprenderlo. -Humphrey, a quien nunca le había gustado el ambiente de la alta sociedad, asintió con profunda emoción-. Si buscan paz y tranquilidad, han venido al rincón perfecto de Londres.
Entonces, el anciano se volvió, alzó la mirada hacia Leonora y sonrió.
– Casi me había olvidado de ti, querida mía. -Volvió a mirar al conde-. Mi sobrina, Leonora.
Ella le hizo una reverencia.
La mirada de Trentham se mantuvo clavada en la suya mientras se inclinaba.
– La verdad es que antes me he encontrado a la señorita Carling en la calle.
¿Que se había encontrado? Leonora saltó antes de que Humphrey o Jeremy pudieran preguntar.
– Lord Trentham se marchaba cuando yo salía y ha tenido la amabilidad de presentarse.
Sus miradas se encontraron de nuevo, directa, brevemente. La joven la desvió hacia su tío.
Éste estaba evaluando a Trentham y fue evidente que aprobaba lo que vio. Le señaló el diván, al otro lado del hogar.
– Siéntese, por favor.
Trentham miró a Leonora y le señaló el diván.
– ¿Señorita Carling?
Era de dos plazas y no había otro lugar donde sentarse, así que tendría que hacerlo a su lado. Lo miró a los ojos.
– ¿Quizá debería pedir que prepararan algo de té?
La sonrisa de él adquirió cierto toque de impaciencia.
– Por mí, no. Se lo ruego.
– Ni por mí.
Jeremy apenas negó con la cabeza mientras regresaba a su silla.
Leonora tomó aire con la cabeza alta, en un gesto disuasorio, y salió de detrás del sillón para dirigirse al extremo del diván más cercano al fuego y a Henrietta, que estaba tumbada como un peludo ovillo. Muy correctamente, el conde aguardó a que ella se sentara y luego hizo lo propio a su lado.
No se le acercó a propósito; no tuvo que hacerlo. Debido a la estrechez del diván, le rozaba el hombro con el suyo. Leonora notó que le faltaba el aire; la calidez que manaba del punto de contacto se extendió, deslizándose bajo su piel.
– Tengo entendido -comentó Trentham en cuanto acomodó con elegancia las largas piernas- que alguien ha tenido un considerable interés por comprar esta casa.
Humphrey inclinó la cabeza y su mirada se desvió hacia su sobrina.
Ella esbozó una inocente sonrisa e hizo un gesto con la mano para quitarle importancia.
– Lord Trentham iba a reunirse con Stolemore y yo le he mencionado que nos conocíamos.
El anciano bufó.
– ¡Por supuesto! Ese sinvergüenza cabeza de chorlito. No había forma de meterle en su dura mollera que no estábamos interesados en vender. Por fortuna, Leonora lo convenció.
Eso último fue expresado con gran vaguedad, por lo que Tristan llegó a la conclusión de que sir Humphrey no tenía una verdadera idea de lo insistente que había sido Stolemore, o de hasta qué punto se había visto obligada a llegar su sobrina para disuadirlo.
Miró de nuevo los libros apilados sobre la mesa, los montones similares junto al asiento de Humphrey, los documentos y el desorden que hablaban elocuentemente de una vida erudita. Y de una abstracción erudita también.
Jeremy se inclinó hacia adelante, con los brazos cruzados sobre un libro abierto.
– Entonces, ¿estuvo usted en Waterloo? -preguntó.
– Sólo en la retaguardia. -La lejana retaguardia. En pleno campo enemigo-. Fue una extensa batalla.
Con los ojos brillándole de entusiasmo, el joven le preguntó más y sondeó; hacía mucho tiempo que Tristan dominaba el arte de satisfacer las preguntas habituales sin atrancarse, de dar la impresión que había sido un oficial de regimiento normal cuando, en realidad, nada estaba más lejos de la realidad.
– Al final, los aliados merecieron ganar y los franceses perder. La estrategia superior y el compromiso superior prevalecieron.
Aunque se perdieron demasiadas vidas en el proceso. Miró a Leonora; ésta tenía los ojos clavados en el fuego. Era evidente que se estaba abstrayendo de la conversación. Tristan era muy consciente de que las madres prudentes advertían a sus hijas que se alejaran de los militares. Dada su edad, sin duda había oído todas las historias, así que no debería haberlo sorprendido que se pusiera a atizar el fuego, ignorándolos decidida.
Sin embargo…
– Por lo que sé… -Volvió a dirigir la atención hacia sir Humphrey- ha habido una serie de incidentes en el vecindario. -Los dos hombres lo miraron. Eran incuestionablemente inteligentes, pero no entendían a qué se refería, así que se vio obligado a concretar-. Robos frustrados, creo.
– Oh. -Jeremy sonrió desdeñoso-. Eso. Sólo un aspirante a ladrón probando suerte, en mi opinión. La primera vez, el personal aún estaba por aquí. Lo oyeron y lo vieron, pero huelga decir que no se detuvo para decirles su nombre.
– La segunda vez… -sir Humphrey retomó el relato de los hechos-, Henrietta montó un escándalo. Aunque no estaba del todo segura de que hubiera alguien ahí, ¿eh, vieja amiga? -Acarició la cabeza de la soñolienta perra con el zapato-. Se asustó, podría haber sido cualquier cosa, pero, desde luego, nos despertó a todos.
Tristan desvió la mirada de la plácida perra al rostro de Leonora. Interpretó sus labios tensos, la expresión hermética y evasiva. Mantenía las manos apretadas en el regazo, pero no hizo ademán de intervenir.
Estaba demasiado bien educada para discutir con su tío y su hermano delante de él, un extraño. Seguramente, había renunciado ya a la batalla de minar su indiferente y distraída confianza.
– Sea como fuere -concluyó Jeremy alegremente-, el ladrón hace tiempo que ha desaparecido. Ahora, por aquí, de noche, reina un silencio sepulcral.
Tristan miró al joven a los ojos y decidió que estaba de acuerdo con Leonora. Necesitaría más que sospechas para convencer a sir Humphrey o a Jeremy de que prestaran atención a cualquier advertencia; por consiguiente, no dijo nada de Stolemore en los minutos restantes de su visita, que llegó a su fin de un modo natural. Se levantó, se despidió y luego miró a la joven. Tanto ella como Jeremy se pusieron de pie también, pero era con Leonora con quien él deseaba hablar. A solas.
Mantuvo la mirada fija en ella y dejó que el silencio se prolongara; su testaruda resistencia fue evidente para él, pero la capitulación llegó lo bastante rápido como para que tanto su tío como su hermano permanecieran totalmente ajenos a la batalla que se había librado ante sus propias narices.
– Acompañaré a lord Trentham a la puerta. -La mirada que le dirigió era gélida como el hielo y sus palabras cortantes.
Ni sir Humphrey ni Jeremy se dieron cuenta. Cuando, con una elegante inclinación de cabeza, Tristan les dio la espalda, pudo ver en sus ojos que ya estaban sumergiéndose en el mundo en el que vivían habitualmente.
Cada vez estaba más claro quién llevaba las riendas en aquella casa.
Leonora abrió la puerta de la biblioteca para acompañarlo al vestíbulo de la entrada. Henrietta levantó la cabeza, pero, por una vez, no la siguió, sino que volvió a acomodarse ante el fuego. La deserción sorprendió a Leonora por lo inusual, pero no tenía tiempo de reflexionar sobre aquello, porque debía despedir a un conde dictatorial.
Envuelta en una glacial calma, se dirigió a la puerta principal y se detuvo; Castor pasó junto a ella y se dispuso a abrir la puerta. Con la cabeza alta, Leonora miró a los ojos color avellana de Trentham.
– Gracias por su visita. Le deseo que tenga un buen día, milord.
Él sonrió, pero había algo más que encanto en su expresión y le tendió la mano.
Ella vaciló, pero él aguardó hasta que las buenas maneras la obligaron a ofrecerle la suya.
La sonrisa tan poco de fiar del conde se amplió cuando se la apretó con fuerza.
– ¿Podría dedicarme unos pocos minutos de su tiempo?
Bajo sus pesados párpados, su mirada era dura y clara. No tenía intención de soltarla hasta que cediera a sus deseos. Leonora intentó liberar sus dedos, Trentham apretó con un poco más de fuerza, lo suficiente para garantizarle que no lo conseguiría. No lo haría hasta que él se lo permitiera.
Leonora se indignó. Dejó que el reproche se reflejara en sus ojos. ¿Cómo se atrevía?
Las comisuras de los labios del conde se curvaron.
– Tengo información que le parecerá interesante.
Ella vaciló dos segundos. Luego, siguiendo el principio de no tirar piedras sobre su propio tejado, se volvió hacia Castor.
– Acompañaré a lord Trentham hasta la verja del jardín. No cierres con llave.
El mayordomo se inclinó y abrió. Leonora permitió que el conde saliera primero y éste se detuvo en el porche. Cuando la puerta se cerró detrás de ellos, él volvió la vista hacia atrás mientras la soltaba, luego la miró a los ojos y señaló el jardín.
– Sus jardines son asombrosos. ¿Quién los ha plantado y por qué?
Ella supuso que, por alguna razón, deseaba asegurarse de que nadie los oyera. Bajó la escalera a su lado.
– Cedric Carling, un primo lejano. Era un famoso botánico.
– ¿A qué se dedican su tío y su hermano?
Leonora se lo explicó mientras recorrían el serpenteante camino hasta la verja.
Trentham arqueó las cejas y la miró.
– Procede de una familia de autoridades en temas poco comunes. -Sus ojos color avellana la interrogaron-. ¿Cuál es su especialidad?
Leonora alzó la cabeza y se detuvo. Lo miró directamente a los ojos.
– Dijo que disponía de cierta información que pensaba que podía interesarme.
Su tono era frío como el hielo. Él sonrió, por una vez sin ningún encanto ni perspicacia. El gesto, extrañamente reconfortante, la llenó de emoción. La desarmó, pero luchó contra su efecto, mantuvo la mirada fija en la de él y observó cómo toda la frivolidad desaparecía y la seriedad se adueñaba de sus ojos.
– He visto a Stolemore. Había recibido una buena paliza hacía muy poco. Por lo que ha dado a entender, creo que debido a su fracaso en proporcionarle la casa de su tío a su misterioso comprador.
La noticia la conmocionó más de lo que le gustaría reconocer.
– ¿Le ha dado alguna pista de quién…?
Tristan negó con la cabeza.
– Nada. -Sus ojos buscaron los de ella y apretó los labios. Al cabo de un momento, murmuró-: Deseaba advertirla.
Leonora estudió su rostro y se obligó a preguntar:
– ¿De qué?
De nuevo, sus rasgos parecieron tallados en granito.
– A diferencia de su tío y su hermano, no creo que su ladrón haya abandonado el campo de batalla.
Tristan había hecho todo lo posible, ni siquiera pretendía hacer tanto. En realidad, no tenía derecho. Dada la situación de la familia Carling, quizá no hubiera debido involucrarse.
A la mañana siguiente, sentado a la cabecera de la mesa en la sala del desayuno de la mansión Trentham, hojeaba ocioso las páginas de las noticias mientras mantenía el oído puesto en los parloteos de tres de las seis mujeres que vivían con él y que habían decidido acompañarlo en su colación, aunque él mantenía la cabeza gacha.
Era muy consciente de que debería estar reconociendo el terreno social para buscar una esposa adecuada. Sin embargo, no lograba experimentar el menor entusiasmo por la tarea. Por supuesto, todas sus queridas ancianas lo observaban como halcones, a la espera de cualquier señal que les indicara que deseaba ayuda.
Debía reconocer que lo habían sorprendido al mostrarse tan respetuosas y no forzarlo a aceptar su ayuda por el momento y, sinceramente, esperaba que siguieran en esa línea.
– Millie, pásame la mermelada, por favor. ¿Habéis oído que a lady Warrington le han copiado su collar de rubíes?
– ¿Copiado? Santo Dios, ¿estás segura?
– Me lo dijo Cynthia Cunningham. Juró que era cierto.
Sus escandalizados comentarios se apagaron cuando la mente de Tristan regresó a los acontecimientos del día anterior.
No había previsto regresar a Montrose Place después de ver a Stolemore. Había abandonado el local en Motcomb Street totalmente absorto en sus pensamientos, y cuando alzó la vista, se encontraba en Montrose Place, en la puerta del número 14. Cedió a su instinto y entró.
A posteriori, se alegraba de haberlo hecho. El rostro de Leonora Carling cuando le habló de sus sospechas lo acompañó hasta mucho después de haberse marchado.
– ¿Visteis a la señorita Levacombe haciéndole ojitos a lord Mott?
Tristan levantó el periódico y lo sostuvo ante su rostro.
A él mismo lo había sorprendido su buena disposición, incondicional e inmediata, a usar la fuerza para sonsacarle in formación a Stolemore. Tenía que reconocer que lo habían entrenado para ser totalmente despiadado en su búsqueda de información vital. Lo que lo asombraba era que, por algún extraño giro de su mente, la información referente a las amenazas contra Leonora Carling hubiesen adquirido esa categoría para él cuando, antes del día anterior, ese estatus sólo lo habían alcanzado el rey y su país.
Pero había hecho todo lo legítimamente posible. La había advertido. Y quizá su hermano tuviese razón y ya no volvieran a ver al ladrón.
– Milord, el albañil de Montrose Place ha enviado a un muchacho con un mensaje.
Tristan alzó la vista hacia su mayordomo, Havers, que se encontraba a su lado. En la mesa, cesaron todos los parloteos; vaciló y luego se encogió de hombros mentalmente.
– ¿Cuál es el mensaje?
– Cree que alguien ha intentado forzar la cerradura, nada grave, pero le gustaría que usted viera los daños antes de repararlos. -Con la mirada fija en la de su señor, Havers le transmitió sin palabras que el mensaje había sido bastante más preocupante-. El chico está esperando en el vestíbulo, por si desea usted enviar una respuesta.
Tristan tuvo una premonición; su instinto se puso alerta. Tiró la servilleta sobre la mesa y se levantó, al tiempo que inclinaba la cabeza hacia Ethelreda, Millicent y Flora, sus viejas primas muy, muy lejanas.
– Si me disculpan, señoras, tengo asuntos que atender.
Se dio la vuelta y las dejó muertas de curiosidad, con la estancia sumida en un elocuente silencio.
El parloteo estalló cuando él salió al pasillo.
En el vestíbulo, se puso el abrigo y cogió los guantes. Mientras le hacía un gesto con la cabeza al ayudante del albañil, que se encontraba sobrecogido ante el lujo de aquella estancia, se volvió hacia la puerta principal en el momento en que un lacayo se la abría.
Bajó la escalera y salió a Green Street. El chico lo siguió en su camino hacia Montrose Place.
– ¿Ve a qué me refiero?
Tristan asintió. Billings y él se encontraban en el jardín trasero del número 12. Inclinado, examinaba los minúsculos arañazos en la cerradura de la ventana posterior de lo que, en cuestión de días, sería el club Bastion. Aquello formaba parte de los daños por los que Billings lo había hecho llamar.
– Su oficial tiene buena vista.
– Sí. Y había una o dos cosas movidas. Habían apartado a un lado las herramientas, que siempre dejamos en el mismo sitio.
– Oh. -Tristan se irguió-. ¿Dónde?
El hombre señaló el interior de la casa y entraron juntos en la cocina. Billings avanzó decidido por un corto pasillo hacia una oscura puerta lateral, a continuación señaló el suelo delante de la entrada.
– Por la noche dejamos nuestras cosas aquí, lejos de miradas entrometidas.
El equipo del albañil estaba trabajando; se oían golpes sordos y unos constantes chirridos que venían de los pisos de arriba. Quedaban pocas herramientas delante de la puerta, pero las marcas en el fino polvo donde había otras eran claramente visibles junto a una huella de pisada cerca de la pared.
Tristan se agachó. Una única mirada atenta le confirmó que la marca la había dejado la suela de cuero de la bota de un caballero y no las pesadas botas de trabajo que llevaban los trabajadores de la construcción.
Él era el único caballero que había estado en la casa últimamente. Con el tiempo, se había formado una capa de fino serrín y sin duda alguna él no se había acercado a aquella puerta. Además, la huella era demasiado pequeña; no cabía duda de que pertenecía a un hombre, pero no a él. La borró, se dio la vuelta y regresó a la cocina, donde las ventanas dejaban entrar la luz.
Unas evidentes salpicaduras de cera se veían claramente, tanto en el mango de la llave como en parte dentada.
Billings miró por encima del hombro, la desconfianza oscureció su rostro.
– ¿Han hecho una copia?
Tristan gruñó.
– Eso parece.
– Pediré que pongan cerraduras nuevas. -El hombre estaba indignado-. Nunca antes había sucedido una cosa así.
Tristan hizo girar la llave entre los dedos.
– Sí, encargue cerraduras nuevas. Pero no las cambie hasta que yo se lo diga.
El albañil lo miró, luego asintió.
– Sí, milord. Así lo haré. -Se detuvo antes de añadir-: Hemos acabado con el segundo piso, si quiere echarle un vistazo…
Él alzó la vista y asintió.
– Dejaré esto donde estaba.
Colocó con cuidado la llave tal como la había encontrado, para que no impidiera que se insertara otra desde fuera. Le indicó a Billings que se pusiera en marcha y lo siguió por la escalera de la cocina hasta la planta baja. Allí, los trabajadores estaban ocupados preparando lo que sería un confortable salón y un acogedor comedor, dando los toques finales antes de pulir y pintar. Las otras estancias que había en esa planta eran una pequeña salita junto a la puerta principal, que los miembros del club reservarían para entrevistar a las mujeres que se vieran obligados a conocer, un despachito similar a una cabina para el conserje del club y otra oficina más grande en la parte trasera, para el mayordomo.
Cuando subió la escalera detrás de Billings, Tristan se detuvo en el primer piso para dirigir una breve mirada a la pintura y pulido de la biblioteca y de la sala de reuniones, antes de seguir hasta el segundo piso, donde se hallaban los tres dormitorios. El hombre le enseñó todas las habitaciones, mientras señalaba los acabados y los cambios específicos que él había solicitado.
Las estancias olían a nuevo. Frescas y limpias y, a la vez, sólidas y macizas. A pesar del frío del invierno, no había ni rastro de humedad.
– Excelente. -En el dormitorio más grande, que se encontraba sobre la biblioteca, Tristan miró a Billings a los ojos-. Les felicito a usted y a sus hombres.
El albañil inclinó la cabeza y aceptó el cumplido con el orgullo de un artesano.
– Y bien… -Tristan se volvió hacia la ventana. Como las ventanas de la biblioteca en el piso inferior sugerían, contaba con una excelente vista de los jardines posteriores de los Carling-, ¿cuánto falta para que los aposentos del personal estén habitables? En vista de la aparición de nuestro visitante nocturno, quiero tener a alguien aquí lo antes posible.
Billings reflexionó.
– No hay mucho más que tengamos que hacer en los dormitorios de la buhardilla. Podríamos tenerlos acabados mañana por la noche. La cocina y el sótano requerirán un día o dos más.
Con la mirada fija en Leonora, que paseaba por el jardín trasero seguida por su perra, Tristan asintió.
– Eso sería fantástico. Enviaré a nuestro mayordomo. Estará aquí mañana, a última hora de la tarde. Su nombre es Gasthorpe.
– ¡Señor Billings!
La voz venía de abajo. El aludido se dio la vuelta.
– Si no hay nada más, milord, debería ocuparme de eso.
– No, gracias. Todo me parece más que satisfactorio. No hace falta que me acompañe a la puerta. -Inclinó la cabeza en un gesto de despedida; con una deferente inclinación, Billings se marchó.
Los minutos pasaron. Tristan se quedó ante la ventana, con las manos en los bolsillos del abrigo, contemplando la grácil figura que se movía por el jardín vecino. Intentó decidir por qué, qué lo impulsaba a actuar como estaba a punto de hacerlo. Podía racionalizar sus actos, sin duda, pero ¿sus motivos lógicos eran toda la verdad? ¿La verdad real?
Observó cómo la perra se pegaba al costado de Leonora, la vio bajar la mirada y levantar una mano para acariciar la enorme cabeza del animal, que la contemplaba con un gesto de adoración canina.
Soltó un bufido y le dio la espalda. Dirigió una última mirada a su alrededor y bajó la escalera.
– Buenos días. -Dedicó su sonrisa más cautivadora al viejo mayordomo, añadiendo sólo un rastro de masculina condescendencia ante el capricho femenino-. Desearía hablar con la señorita Carling. Está paseando por el jardín trasero, me reuniré con ella allí.
Su título, su porte, el excelente corte del abrigo y su descarada audacia lograron el triunfo; tras una leve vacilación, el mayordomo inclinó la cabeza.
– Por supuesto. Si me acompaña…
Siguió al anciano por el vestíbulo hasta una acogedora salita. Un fuego crepitaba en el hogar; había un bordado apenas iniciado en una pequeña mesita auxiliar.
El mayordomo le señaló un par de puertas de cristal que estaban entreabiertas.
– Por ahí.
Con un asentimiento de cabeza, Tristan salió a una pequeña terraza que daba al jardín. Bajó los escalones, dobló la esquina de la casa y vio a Leonora examinando unas flores en el lado opuesto del parterre principal. La joven miraba hacia el otro lado. Tristan avanzó. A medida que se acercaba, la perra lo olió y se volvió, alerta, pero a la espera de confirmar cuáles eran sus intenciones.
Gracias al césped, Leonora no se enteró. Aún se encontraba a unos cuantos metros de distancia cuando él habló:
– Buenos días, señorita Carling.
La joven se volvió, se quedó observándolo y luego dirigió la vista, casi acusadoramente, hacia la casa.
Tristan ocultó una sonrisa.
– Su mayordomo me ha indicado el camino.
– ¿Ah, sí? ¿Y a qué debo este placer?
Antes de responder al frío y claramente quisquilloso saludo, tendió una mano hacia la perra, que lo husmeó, lo aceptó y le colocó la cabeza debajo de la palma, en una invitación para que la acariciara. Él lo hizo y luego se volvió hacia la otra hembra, no tan tratable.
– ¿Estoy en lo cierto al pensar que su tío y su hermano no ven ninguna amenaza en los robos frustrados?
Leonora vaciló. Frunció el cejo.
Tristan se metió las manos en los bolsillos del abrigo, porque ella no le había ofrecido la mano y no era tan estúpido como para tentar a la suerte. Estudió su rostro; cuando vio que seguía en silencio, murmuró:
– Su lealtad la honra pero, en este caso, puede que no sea la decisión más sabia. En mi opinión, los dos intentos de entrar a la fuerza en esta casa forman parte de algo más. No son actos independientes en sí mismos, sino incidentes dentro de un todo que aún no ha terminado.
Esa descripción dio en el blanco, porque vio el destello de conexión en sus ojos.
– Sospecho que a los robos los han seguido otros incidentes y casi con seguridad habrá más. -No había olvidado que había algo más aparte de los robos que ella aún no le había contado. Pero eso era lo máximo que se atrevería a presionarla, pues sabía que no era el tipo de persona a la que pudiera intimidar o amedrentar. Tristan era un experto en ambas cosas, pero con algunas personas no funcionaba ninguna de ellas. Y además él deseaba su cooperación, su confianza.
Sin ambas cosas, no podría averiguar todo lo que necesitaba saber. No lograría eliminar la amenaza que percibía que se cernía sobre ella.
Leonora le sostuvo la mirada y se recordó a sí misma que ya era bastante mayor para saber que no debía fiarse de militares, ni siquiera de ex militares, porque lo más seguro es que fueran iguales a aquéllos. No se podía confiar en ellos, en nada de lo que dijeran y mucho menos en ninguna de sus promesas. Sin embargo, ¿por qué estaba Trentham allí? ¿Qué lo había animado a volver? Ladeó la cabeza mientras lo observaba con atención.
– Últimamente no ha sucedido nada. Quizá ese todo -hizo un gesto con la mano- del que formaban parte los robos ya no esté centrado aquí.
Él dejó pasar un momento y luego murmuró:
– Parece que ése no es el caso.
Se dio la vuelta hacia la casa y la estudió. Era la más antigua de la calle, construida a una escala más grande que las demás, con paredes colindantes a izquierda y derecha.
– Su casa comparte paredes, y presumiblemente también las paredes del sótano, con las casas de ambos lados.
Ella siguió su mirada hacia la mansión, aunque no necesitaba verificarlo.
– Sí. -Frunció el cejo mientras seguía su razonamiento.
Cuando él no dijo nada más y se limitó a quedarse allí, a su lado, ella apretó los labios y, con los ojos entornados, lo observó.
Tristan estaba esperando esa mirada. Sus ojos se encontraron. No era una batalla de voluntades, sino más bien un reconocimiento de resoluciones y fuerzas.
– ¿Qué ha sucedido? -Sabía que algo había pasado, o que había descubierto alguna nueva pista-. ¿Qué ha averiguado?
A pesar de su aparente expresividad, su rostro era difícil de interpretar. Pasó un segundo, luego el conde sacó una mano del bolsillo del abrigo y la dirigió hacia la de ella. Le rodeó la muñeca con los dedos y deslizó la palma sobre la suya, mucho más pequeña. Acto seguido la cerró, tomando posesión de ella.
Leonora no lo detuvo, no podría haberlo hecho. Todo en su interior se paralizó ante su contacto. Luego se estremeció en respuesta. El calor de su mano la envolvió. Una vez más, no podía respirar. Pero estaba empezando a acostumbrarse a la reacción lo suficiente como para fingir ignorarla, así que levantó la cabeza y arqueó una ceja en un gesto inquisitivo claramente altivo.
Los labios de Trentham se curvaron, pero ella sabía perfectamente que esa expresión no era una sonrisa.
– Vamos, camine conmigo y se lo explicaré.
Un desafío; sus ojos color avellana se clavaron en los suyos, luego la atrajo hacia él y le apoyó la mano en la manga al tiempo que se acercaba más y se colocaba a su lado.
Leonora dejó escapar el aire despacio, inclinó la cabeza y lo siguió. Pasearon por el césped hacia la salita. Sus faldas le rozaban las botas y la mano de Trentham cubría la suya sobre su brazo.
Era extremadamente consciente de su fuerza, de su puro poder masculino, de su proximidad. También había calor allí, la atrayente presencia de una llama. El brazo bajo la mano parecía de acero y, aun así, cálido, vivo. Le hormigueaba la yema de los dedos, le ardía la palma. Con un gran esfuerzo de voluntad, obligó a su cerebro a funcionar.
– ¿Y bien? -Lo miró de soslayo, lo más fría que pudo-. ¿Qué ha descubierto?
Sus ojos color avellana se endurecieron.
– Se ha producido un curioso incidente en el número catorce. Alguien forzó una cerradura, pero con cuidado. Intentaron dejar el mínimo rastro posible para no alertar a nadie y no se llevaron nada. -Hizo una pausa y luego añadió-: Sólo han hecho una copia de la llave de una puerta lateral.
Leonora asimiló sus palabras y sintió cómo los ojos se le abrían como platos.
– Van a volver.
Tristan asintió. Sus labios se habían convertido en una fina línea. Miró al número 12, luego a ella.
– Me mantendré alerta.
Leonora se detuvo.
– ¿Esta noche?
– Esta noche, mañana. Dudo que esperen mucho, porque la casa está casi lista para ser ocupada. Sea lo que sea lo que buscan…
– Lo mejor será actuar ahora, antes de que ustedes instalen a sus sirvientes. -Se volvió hacia él e intentó aprovechar el movimiento para liberar su mano de la suya.
Trentham bajó el brazo, pero cerró los dedos con más firmeza sobre los suyos.
Ella fingió no darse cuenta.
– ¿Me… nos mantendrá informados de lo que suceda?
– Por supuesto. -Su voz sonó un poco más baja, más vibrante, y el sonido la hizo estremecer-. ¿Quién sabe? Puede que incluso descubramos el motivo que hay detrás de todo lo sucedido anteriormente.
Leonora mantuvo los ojos muy abiertos.
– Desde luego. Eso sería una bendición.
Algo, un leve rastro, no de risa pero sí de irónica aceptación, se reflejó en el rostro de Trentham. Luego, con evidente deliberación, movió los dedos y le acarició la fina piel de la parte interna de la muñeca.
Ella se quedó sin aliento. Incluso se sintió mareada.
Nunca habría creído que una simple caricia pudiera afectarla tanto. Tuvo que bajar la vista y observar el fascinante movimiento de los dedos. En ese instante se dio cuenta de que no le serviría de nada, así que se obligó a tragar saliva, ocultar su reacción y desviar la atención para lograrlo.
Con la mirada aún fija en la mano que sostenía la suya, dijo:
– Soy consciente de que hace poco que ha regresado a la sociedad civil, pero esto no se hace.
Había pretendido que su afirmación sonara fría y distante, calmadamente reprobadora; en lugar de eso, su voz sonó tensa, forzada, incluso a sus propios oídos.
– Lo sé.
El tono de sus palabras hizo que volviera a dirigir la vista a su rostro, a sus labios. A sus ojos. Y a la intensidad que había en ellos.
Moviéndose con aquella deliberación que tanto la afectaba, Trentham sostuvo su asombrada mirada y se llevó su mano a los labios. Le rozó los nudillos con ellos, luego, aún con la vista clavada en sus ojos, le dio la vuelta a la mano, ahora flácida, y depositó un beso, cálido y ardiente, en la palma.
Trentham alzó la cabeza y vaciló. Sus fosas nasales se ensancharon levemente, como si estuviera inhalando su aroma. Volvió a mirarla a los ojos, y siguió haciéndolo mientras volvía a bajar la cabeza y le posaba los labios en la muñeca. El pulso se le detuvo un instante, como un asustado cervatillo y luego se le aceleró.
Un calor surgió del contacto, ascendió por su brazo y se deslizó por sus venas. Si hubiera sido una mujer más débil, se habría desplomado a sus pies.
La expresión de su mirada la mantuvo erguida e hizo que la reacción la atravesara y le tensara la espina dorsal. También hizo que alzara la cabeza, pero no se atrevió a apartar los ojos de los de él. Aquella mirada depredadora no vaciló ni un segundo pero, al final, sus pestañas descendieron y ocultaron sus ojos.
Cuando habló, su voz sonó más profunda, un murmurante trueno que llegaba, sutil, pero sin duda amenazante.
– Ocúpese de su jardín. -Volvió a mirarla a los ojos-. Y déjeme a mí a los ladrones.
Le soltó la mano y, con un gesto de la cabeza, se volvió y se alejó en dirección a la verja.
«Ocúpese de su jardín.»
No estaba hablando de plantas. «Ocúpese de su hogar» era la orden más común que indicaba a las mujeres que centraran sus energías en la esfera que la sociedad consideraba adecuada para ellas, en su esposo e hijos, en su hogar.
Leonora no tenía esposo ni hijos, y no le gustaba que se le recordara dicha circunstancia. Sobre todo después de las expertas caricias de Trentham y las reacciones sin precedentes que le habían provocado.
¿Qué creía que estaba haciendo?
Sospechaba que él lo sabía bien, lo cual sólo aumentó aún más su furia.
Se mantuvo ocupada el resto del día para no pararse a pensar en esos momentos en el jardín, para evitar reflexionar sobre lo que había sentido ante las palabras de Trentham, para no dar rienda suelta a su irritación y dejarse guiar por ella.
Ni siquiera cuando el capitán Mark Whorton pidió liberarse de su compromiso cuando ella había estado esperando poder fijar el día de la boda se había permitido Leonora perder el control. Hacía tiempo que había aceptado que era responsable de su propia vida. Si seguía un camino seguro, mantendría las riendas. Y no debía permitir que ningún hombre, sin importar lo experimentado que fuera, la provocara.
Tras el almuerzo con Humphrey y Jeremy, pasó la tarde haciendo visitas, primero a sus tías, que se mostraron encantadas de verla, a pesar de que había ido demasiado temprano, a propósito para evitar encontrarse con cualquiera de las elegantes damas que más tarde honrarían el salón de la tía Mildred, y posteriormente a una serie de parientes mayores a los que tenía por costumbre visitar de vez en cuando. ¿Quién sabía cuándo necesitarían ayuda los ancianos?
Regresó a las cinco para supervisar la cena y asegurarse de que su tío y su hermano se acordaban de comer. Una vez vaciados los platos, los dos hombres se retiraron a la biblioteca mientras ella lo hacía al invernadero para evaluar las revelaciones de Trentham y decidir cuál era el mejor modo de actuar.
Sentada en su butaca favorita, con los codos apoyados en la mesa de hierro forjado, ignoró la orden que él le había dado y centró su pensamiento en los ladrones.
Una cosa era indiscutible: Trentham era un conde. Aunque era febrero y la buena sociedad escaseaba en Londres, seguro que se esperaría su asistencia en alguna cena que otra, o habría sido invitado a alguna velada elegante. Si ése no era el caso, entonces, sin duda, acudiría a sus clubes para jugar y disfrutar de la compañía de sus iguales. Y si tampoco era ése el caso, siempre quedaban los frecuentados lugares de mujeres de vida alegre. Dada el aura de sexualidad depredadora que irradiaba, Leonora no era tan inocente como para creer que no se relacionara con ellas.
¿Que le dejara los ladrones a él? Sofocó un bufido desdeñoso.
Eran las ocho y tras el cristal sólo había oscuridad. Al lado de la mansión, se cernía la casa del número doce, un bloque negro en la penumbra. Sin ninguna luz brillando en ninguna ventana ni parpadeando entre las cortinas era fácil adivinar que estaba deshabitada.
Ella había sido una buena vecina con el viejo señor Morrisey, que a pesar de ser un viejo bribón irascible, había agradecido sus visitas. Lo había echado de menos cuando murió. La casa había pasado entonces a manos de lord March, un pariente lejano a quien, teniendo una mansión en Mayfair, no le servía de nada la casa en Belgravia, así que no la había sorprendido que la vendiera.
Al parecer, Trentham y sus amigos conocían a lord March y, al igual que él, probablemente Trentham se estuviese preparando en ese momento para una noche en la ciudad.
Se recostó en la silla y tiró del pequeño cajón que había a un lado de la mesa circular. Se quedó mirando la grande y pesada llave que había en su interior, medio enterrada bajo viejas listas y notas.
Metió la mano, la sacó y la dejó sobre la mesa.
¿Habría pensado Trentham en cambiar las cerraduras?