PRIMERA PARTE: Incidente en un pasillo

Del 8 al 12 de abril

Se estima que fueron seiscientas las mujeres que combatieron en la guerra civil norteamericana. Se alistaron disfrazadas de hombres. Ahí Hollywood, por lo que a ellas respecta, ha ignorado todo un episodio de historia cultural. ¿Es acaso un argumento demasiado complicado desde un punto de vista ideológico? A los libros de historia siempre les ha resultado difícil hablar de las mujeres que no respetan la frontera que existe entre los sexos. Y en ningún otro momento esa frontera es tan nítida como cuando se trata de la guerra y del empleo de las armas.

No obstante, desde la Antigüedad hasta la época moderna, la historia ofrece una gran cantidad de casos de mujeres guerreras, esto es, amazonas. Los ejemplos más conocidos ocupan un lugar en los libros de historia porque esas mujeres aparecen como «reinas», es decir, representantes de la clase reinante. Y es que, por desagradable que pueda parecer, el orden sucesorio coloca de vez en cuando a una mujer en el trono. Como la guerra no se deja conmover por el sexo de nadie y tiene lugar aunque se dé la circunstancia de que un país esté gobernado por una mujer, a los libros de historia no les queda más remedio que hablar de toda una serie de reinas guerreras que, en consecuencia, se ven obligadas a aparecer como si fueran Churchill, Stalin o Roosevelt. Tanto Semiramis de Nínive, que fundó el Imperio asirio, como Boudica, que encabezó una de las más sangrientas revueltas británicas realizadas contra el Imperio romano, son buena muestra de ello. A esta última, dicho sea de paso, se le erigió una estatua junto al puente del Támesis, frente al Big Ben. Salúdala amablemente si algún día pasas por allí por casualidad.

Sin embargo, los libros de historia se muestran por lo general muy reservados con respecto a las mujeres guerreras que aparecen bajo la forma de soldados normales y corrientes, esas que se entrenaban en el manejo de las armas, formaban parte de los regimientos y participaban en igualdad de condiciones con los hombres en las batallas que se libraban contra los ejércitos enemigos. Pero lo cierto es que siempre han existido: apenas ha habido una sola guerra que no haya contado con participación femenina.


Capítulo 1 Viernes, 8 de abril

Poco antes de la una y media de la madrugada, la enfermera Hanna Nicander despertó al doctor Anders Jonasson.

– ¿Qué pasa? -preguntó éste, confuso.

– Está entrando un helicóptero. Dos pacientes. Un hombre mayor y una mujer joven. Ella tiene heridas de bala.

– Vale -dijo Anders Jonasson, cansado.

A pesar de que sólo había echado una cabezadita de más o menos media hora, se sentía medio mareado, como si lo hubiesen despertado de un profundo sueño. Le tocaba guardia en el hospital de Sahlgrenska de Gotemburgo y estaba siendo una noche miserable, extenuante como pocas. Desde que empezara su turno, a las seis de la tarde, habían ingresado a cuatro personas debido a una colisión frontal de coche ocurrida en las afueras de Lindome. Una de ellas se encontraba en estado crítico y otra había fallecido poco después de llegar. También atendió a una camarera que había sufrido quemaduras en las piernas a causa de un accidente de cocina ocurrido en un restaurante de Avenyn, y le salvó la vida a un niño de cuatro años que llegó al hospital con parada respiratoria tras haberse tragado la rueda de un coche de juguete. Además de todo eso, pudo curar a una joven que se había caído en una zanja con la bici. Al departamentó de obras públicas del municipio no se le había ocurrido nada mejor que abrir la zanja precisamente en la salida de un carril bici, y, además, alguien había tirado dentro las vallas de advertencia. Le tuvo que dar catorce puntos en la cara y la chica iba a necesitar dos dientes nuevos. Jonasson también cosió el trozo de un pulgar que un entusiasta y aficionado carpintero se había arrancado con el cepillo.

Sobre las once, el número de pacientes de urgencias ya había disminuido. Dio una vuelta para controlar el estado de los que acababan de entrar y luego se retiró a una habitación para intentar relajarse un rato. Tenía guardia hasta las seis de la mañana, pero aunque no entrara ninguna urgencia él no solía dormir. Esa noche, sin embargo, los ojos se le cerraban solos.

La enfermera Hanna Nicander le llevó una taza de té. Aún no había recibido detalles sobre las personas que estaban a punto de ingresar.

Anders Jonasson miró de reojo por la ventana y vio que relampagueaba intensamente sobre el mar. El helicóptero llegó justo a tiempo. De repente, se puso a llover a cántaros. La tormenta acababa de estallar sobre Gotemburgo.

Mientras se hallaba frente a la ventana oyó el ruido del motor y vio cómo el helicóptero, azotado por las ráfagas de la tormenta, se tambaleaba al descender hacia el helipuerto. Se quedó sin aliento cuando, por un instante, el piloto pareció tener dificultades para controlar el aparato. Luego desapareció de su campo de visión y oyó cómo el motor aminoraba sus revoluciones. Tomó un sorbo de té y dejó la taza.


Anders Jonasson salió hasta la entrada de urgencias al encuentro de las camillas. Su compañera de guardia, Katarina Holm, se ocupó del primer paciente que ingresó, un hombre mayor con graves lesiones en la cara. A Jonasson le tocó ocuparse de la segunda paciente, una mujer con heridas de bala. Hizo una rápida inspección ocular y constató que parecía tratarse de una adolescente, en estado muy crítico y cubierta de tierra y de sangre. Levantó la manta con la que el equipo de emergencia de Protección Civil había envuelto el cuerpo y vio que alguien había tapado los impactos de bala de la cadera y el hombro con tiras de una ancha cinta adhesiva plateada, una iniciativa que le pareció insólitamente ingeniosa. La cinta mantenía las bacterias fuera y la sangre dentro. Una bala le había alcanzado la cadera y atravesado los tejidos musculares. Jonasson levantó el hombro de la chica y localizó el agujero de entrada de la espalda. No había orificio de salida, lo que significaba que la munición permanecía en algún lugar del hombro. Albergaba la esperanza de que no hubiera penetrado en el pulmón y, como no le vio sangre en la cavidad bucal, llegó a la conclusión de que probablemente no fuera ése el caso.

– Radiografía -le dijo a la enfermera que lo asistía. No hacían falta más explicaciones.

Acabó cortando la venda con la que el equipo de emergencia le había vendado la cabeza. Se quedó helado cuando, con las yemas de los dedos, palpó el agujero de entrada y se dio cuenta de que le habían disparado en la cabeza. Allí tampoco había orificio de salida.

Anders Jonasson se detuvo un par de segundos y contempló a la chica. De pronto se sintió desmoralizado. A menudo solía decir que el cometido de su profesión era el mismo que el que tenía un portero de fútbol. A diario llegaban a su lugar de trabajo personas con diferentes estados de salud pero con un único objetivo: recibir asistencia. Se trataba de señoras de setenta y cuatro años que se habían desplomado en medio del centro comercial de Nordstan a causa de un paro cardíaco, chavales de catorce años con el pulmón izquierdo perforado por un destornillador, o chicas de dieciséis que habían tomado éxtasis y bailado sin parar dieciocho horas seguidas para luego caerse en redondo con la cara azul. Eran víctimas de accidentes de trabajo y de malos tratos. Eran niños atacados por perros de pelea en Vasaplatsen y unos cuantos manitas que sólo iban a serrar unas tablas con una Black & Decker y que, por accidente, se habían cortado hasta el tuétano.

Anders Jonasson era el portero que estaba entre el paciente y Fonus, la empresa funeraria. Su trabajo consistía en decidir las medidas que había que tomar; si optaba por la errónea, puede que el paciente muriera o se despertara con una minusvalía para el resto de su vida. La mayoría de las veces tomaba la decisión correcta, algo que se debía a que gran parte de los que hasta allí acudían presentaba un problema específico que resultaba obvio: una puñalada en el pulmón o las contusiones sufridas en un accidente de coche eran daños concretos y controlables. Que el paciente sobreviviera dependía de la naturaleza de la lesión y de su saber hacer.

Pero había dos tipos de daños que Anders Jonasson detestaba: uno eran las quemaduras graves, que, independientemente de las medidas que él tomara, casi siempre condenaban al paciente a un sufrimiento de por vida. El otro eran las lesiones en la cabeza.

La chica que ahora tenía ante sí podría vivir con una bala en la cadera y otra en el hombro. Pero una bala alojada en algún rincón de su cerebro constituía un problema de una categoría muy distinta. De repente oyó que Hanna, la enfermera, decía algo.

– ¿Perdón?

– Es ella.

– ¿Qué quieres decir?

– Lisbeth Salander. La chica a la que llevan semanas buscando por el triple asesinato de Estocolmo.

Anders Jonasson miró la cara de la paciente. Hanna tenía toda la razón: se trataba de la chica cuya foto habían visto él y el resto de los suecos en las portadas de todos los periódicos desde las fiestas de Pascua. Y ahora esa misma asesina se hallaba allí, en persona, con un tiro en la cabeza, cosa que, sin duda, podría ser interpretada como algún tipo de justicia poética.

Pero eso no era asunto suyo. Su trabajo consistía en salvar la vida de su paciente, con independencia de que se tratara de una triple asesina o de un premio Nobel. O incluso de las dos cosas.


Luego estalló ese efectivo caos que caracteriza a los servicios de urgencias de un hospital. El personal del turno de Jonasson se puso manos a la obra con gran pericia. Cortaron el resto de la ropa de Lisbeth Salander. Una enfermera informó de la presión arterial -100/70- mientras Jonasson ponía el estetoscopio en el pecho de la paciente y escuchaba los latidos del corazón, que parecían relativamente regulares, y una respiración que no llegaba a ser regular del todo.

El doctor Jonasson no dudó ni un segundo en calificar de crítico el estado de Lisbeth Salander. Las lesiones del hombro y de la cadera podían pasar, de momento, con un par de compresas o, incluso, con esas tiras de cinta que alguna alma inspirada le había aplicado. Lo importante era la cabeza. El doctor Jonasson ordenó que le hicieran un TAC con aquel escáner en el que el hospital había invertido el dinero del contribuyente.

Anders Jonasson era rubio, tenía los ojos azules y había nacido en Umeå. Llevaba veinte años trabajando en el Östra y en el Sahlgrenska, alternando su trabajo de médico de urgencias con el de investigador y patólogo. Tenía una peculiaridad que desconcertaba a sus colegas y que hacía que el personal se sintiera orgulloso de trabajar con él: estaba empeñado en que ningún paciente se muriera en su turno y, de hecho, de alguna milagrosa manera, había conseguido mantener el marcador a cero. Cierto que algunos de sus pacientes habían fallecido, pero eso había ocurrido durante el tratamiento posterior o debido a razones completamente ajenas a su trabajo.

Además, Jonasson presentaba a veces una visión de la medicina poco ortodoxa. Opinaba que, con frecuencia, los médicos tendían a sacar conclusiones que carecían de fundamento y que, por esa razón, o se rendían demasiado pronto o dedicaban demasiado tiempo a intentar averiguar con exactitud lo que le pasaba al paciente para poder prescribir el tratamiento correcto. Ciertamente, este último era el procedimiento que indicaba el manual de instrucciones; el único problema era que el paciente podía morir mientras los médicos seguían reflexionando. En el peor de los supuestos, un médico llegaría a la conclusión de que el caso que tenía entre manos era un caso perdido e interrumpiría el tratamiento.

Sin embargo, a Anders Jonasson nunca le había llegado un paciente con una bala en la cabeza. Lo más probable es que hiciera falta un neurocirujano. Se sentía inseguro pero, de pronto, se dio cuenta de que quizá fuese más afortunado de lo que merecía. Antes de lavarse y ponerse la ropa para entrar en el quirófano le dijo a Hanna Nicander:

– Hay un catedrático americano llamado Frank Ellis que trabaja en el Karolinska de Estocolmo, pero que ahora se encuentra en Gotemburgo. Es un afamado neurólogo, además de un buen amigo mío. Se aloja en el hotel Radisson de Avenyn. ¿Podrías averiguar su número de teléfono?

Mientras Anders Jonasson esperaba las radiografías, Hanna Nicander volvió con el número del hotel Radisson. Anders Jonasson echó un vistazo al reloj -la 1.42- y cogió el teléfono. El conserje del hotel se mostró sumamente reacio a pasar ninguna llamada a esas horas de la noche y el doctor Jonasson tuvo que pronunciar unas palabras bastante duras y explícitas sobre la situación de emergencia en la que se encontraba antes de conseguir contactar con él.

– Buenas noches, Frank -saludó cuando por fin su amigo cogió el teléfono-. Soy Anders. Me dijeron que estabas en Gotemburgo. ¿Te apetece subir a Sahlgrenska para asistirme en una operación de cerebro?

– Are you bullshitting me? -oyó decir a una voz incrédula al otro lado de la línea.

A pesar de que Frank Ellis llevaba muchos años en Suecia y de que hablaba sueco con fluidez -aunque con acento americano-, su idioma principal seguía siendo el inglés. Anders Jonasson se dirigía a él en sueco y Ellis le contestaba en su lengua materna.

– Frank, siento haberme perdido tu conferencia, pero he pensado que a lo mejor podrías darme clases particulares. Ha entrado una mujer joven con un tiro en la cabeza. Orificio de entrada un poco por encima de la oreja izquierda. No te llamaría si no fuera porque necesito una second opinion. Y no se me ocurre nadie mejor a quien preguntar.

– ¿Hablas en serio? -preguntó Frank Ellis.

– Es una chica de unos veinticinco años.

– ¿Y le han pegado un tiro en la cabeza?

– Orificio de entrada, ninguno de salida. -Pero ¿está viva?

– Pulso débil pero regular, respiración menos regular, la presión arterial es 100/70. Aparte de eso tiene una bala en el hombro y un disparo en la cadera, dos problemas que puedo controlar.

– Su pronóstico parece esperanzador -dijo el profesor Ellis.

– ¿Esperanzador?

– Si una persona tiene un impacto de bala en la cabeza y sigue viva, hay que considerar la situación como esperanzadora.

– ¿Me puedes asistir?

– Debo reconocer que he pasado la noche en compañía de unos buenos amigos. Me he acostado a la una e imagino que tengo una impresionante tasa de alcohol en la sangre…

– Seré yo quien tome las decisiones y realice las intervenciones. Pero necesito que alguien me asista y me diga si hago algo mal. Y, sinceramente, si se trata de evaluar daños cerebrales, incluso un profesor Ellis borracho me dará, sin duda, mil vueltas.

– De acuerdo. Iré. Pero me debes un favor.

– Hay un taxi esperándote en la puerta del hotel.


El profesor Frank Ellis se subió las gafas hasta la frente y se rascó la nuca. Concentró la mirada en la pantalla del ordenador que mostraba cada recoveco del cerebro de Lisbeth Salander. Ellis tenía cincuenta y tres años, un pelo negro azabache con alguna que otra cana y una oscura sombra de barba; parecía uno de esos personajes secundarios de Urgencias. A juzgar por su físico, pasaba bastantes horas a la semana en el gimnasio.

Frank Ellis se encontraba a gusto en Suecia. Llegó como joven investigador de un programa de intercambio a finales de los setenta y se quedó durante dos años. Luego volvió en numerosas ocasiones hasta que el Karolinska le ofreció una cátedra. A esas alturas ya era un nombre internacionalmente respetado.

Anders Jonasson conocía a Frank Ellis desde hacía catorce años. Se vieron por primera vez en un seminario de Estocolmo y descubrieron que ambos eran entusiastas pescadores con mosca, de modo que Anders lo invitó a Noruega para ir a pescar. Mantuvieron el contacto a lo largo de los años y llegaron a hacer juntos más viajes para dedicarse a su afición. Sin embargo, nunca habían trabajado en equipo.

– El cerebro es un misterio -comentó el profesor Ellis-. Llevo veinte años dedicándome a la investigación cerebral. La verdad es que más.

– Ya lo sé. Perdóname por haberte despertado, pero…

– Bah. -Frank Ellis movió la mano para restarle importancia-. Esto te costará una botella de Cragganmore la próxima vez que vayamos a pescar.

– De acuerdo. Me va a salir barato.

– Hace unos años, cuando trabajaba en Boston, tuve una paciente sobre cuyo caso escribí en el New England Journal of Medicine. Era una chica de la misma edad que ésta. Iba camino de la universidad cuando alguien le disparó con una ballesta. La flecha entró justo por donde termina la ceja, le atravesó la cabeza y le salió por la nuca.

– ¿Y sobrevivió? -preguntó Jonasson asombrado.

– Llegó a urgencias con una pinta horrible. Le cortamos la flecha y la metimos en el escáner. La flecha le atravesaba el cerebro de parte a parte. Según todos los pronósticos, debería haber muerto o, como mínimo, haber sufrido un traumatismo tan grave que la dejara en coma.

– ¿Y cuál era su estado?

– Permaneció consciente en todo momento. Y no sólo eso; como es lógico, tenía un miedo horrible, pero no había perdido ninguna de sus facultades mentales. Su único problema consistía en que una flecha le atravesaba la cabeza.

– ¿Y qué hiciste?

– Bueno, pues cogí unas pinzas, le extraje la flecha y le puse unas tiritas en las heridas. Más o menos.

– ¿Y sobrevivió?

– Permaneció en estado crítico durante mucho tiempo antes de darle el alta, claro, pero, honestamente, podríamos haberla mandado a casa el mismo día en el que entró. Jamás he tenido un paciente tan sano.

Anders Jonasson se preguntó si el profesor Ellis no le estaría tomando el pelo.

– Y sin embargo, en otra ocasión, hace ya algunos años -prosiguió EUis- asistí en Estocolmo a un paciente de cuarenta y dos años que se dio un ligero golpe en la cabeza contra el marco de una ventana. Se mareó y se sintió tan mal que tuvieron que llevarlo a urgencias en ambulancia. Se hallaba inconsciente cuando me lo trajeron. Tenía un pequeño chichón y una hemorragia apenas perceptible. Pero no se despertó nunca y falleció en la UVI nueve días después. Sigo sin saber por qué murió. En el acta de la autopsia pusimos «hemorragia cerebral producida por un accidente», pero ninguno de nosotros quedó satisfecho con ese análisis. La hemorragia era tan pequeña y estaba localizada de tal manera que no debería haber afectado a nada. Aun así, con el tiempo, el hígado, los ríñones, el corazón y los pulmones dejaron de funcionar. Cuanto más viejo me hago, más lo veo todo como una especie de ruleta. Si quieres que te diga la verdad, creo que nunca averiguaremos cómo funciona exactamente el cerebro. ¿Qué piensas hacer?

Golpeó la imagen de la pantalla con un bolígrafo.

– Esperaba que me lo dijeras tú.

– Me gustaría oír tu diagnóstico.

– Bueno, para empezar parece una bala de pequeño calibre. Le ha perforado la sien y le ha entrado unos cuatro centímetros en el cerebro. Descansa sobre el ventrículo lateral, justo donde se le ha producido la hemorragia.

– ¿Medidas?

– Utilizando tu terminología, coger unas pinzas y extraer la bala por el mismo camino por el que ha entrado.

– Excelente idea. Pero yo que tú usaría las pinzas más finas que tuviera.

– ¿Así de sencillo?

– En un caso como éste, ¿qué otra cosa podríamos hacer? Es posible que dejando la bala donde está la paciente viva hasta los cien años, pero eso también sería tentar a la suerte: podría desarrollar epilepsia, migrañas y rollos de ese tipo. Lo que no queremos hacer es taladrarle la cabeza dentro de un año para operarla cuando la herida se haya curado. La bala está algo alejada de las arterias principales. En este caso te recomendaría que se la sacaras, pero…

– Pero ¿qué?

– La bala no me preocupa. Eso es lo fascinante de los daños cerebrales: que haya sobrevivido cuando entró la bala significa que también sobrevivirá cuando se la saquemos. El problema es más bien éste -dijo, señalando la pantalla-: alrededor del orificio de entrada tienes un montón de fragmentos óseos. Puedo ver por lo menos una docena de unos cuantos milímetros de largo. Algunos se han hundido en el tejido cerebral. Ahí está lo que la matará si no actúas con cuidado.

– Esa parte del cerebro es la que se asocia al habla y a la capacidad numérica…

Ellis se encogió de hombros.

– Bah, chorradas. No tengo ni la menor idea de para qué sirven estas células grises de aquí. Haz lo que puedas. Eres tú el que opera. Yo estaré detrás mirando. ¿Puedo ponerme alguna bata y lavarme en algún sitio?


Mikael Blomkvist miró el reloj y constató que eran poco más de las tres de la mañana. Se encontraba esposado. Cerró los ojos un momento. Estaba muerto de cansancio, pero la adrenalina lo mantenía despierto. Abrió los ojos y, cabreado, contempló al comisario Thomas Paulsson, que le devolvió la mirada en estado de shock. Se hallaban sentados junto a la mesa de la cocina de una granja situada en algún lugar cercano a Nossebro llamado Gosseberga, del que Mikael había oído hablar por primera vez en su vida apenas doce horas antes.

La catástrofe ya era un hecho.

– ¡Idiota! -le espetó Mikael.

– Bueno, escucha…

– ¡Idiota! -repitió Mikael-. ¡Joder, ya te dije que el tío era un peligro viviente, que había que manejarlo como si fuese una granada con el seguro quitado! Ha asesinado como mínimo a tres personas; es como un carro de combate y no necesita más que sus manos para matar. Y tú vas y mandas a dos maderos de pueblo para arrestarlo, como si se tratara de uno de esos borrachuzos de sábado por la noche.

Mikael volvió a cerrar los ojos. Se preguntó qué más iba a irse a la mierda esa noche.

Había encontrado a Lisbeth Salander poco después de medianoche, herida de gravedad. Avisó a la policía y logró convencer a los servicios de emergencia de Protección Civil para que enviaran un helicóptero y trasladaran a Lisbeth al hospital de Sahlgrenska. Describió con todo detalle sus lesiones y el agujero de bala de la cabeza, y alguna persona inteligente y sensata se dio cuenta de la gravedad del asunto y comprendió que Lisbeth necesitaba asistencia de inmediato.

Aun así, el helicóptero tardó media hora en llegar. Mikael salió y sacó dos coches del establo, que también hacía las veces de garaje, y, encendiendo los faros, iluminó el campo que había delante de la casa y que sirvió de pista de aterrizaje.

El personal del helicóptero y dos enfermeros acompañantes actuaron con gran pericia y profesionalidad. Uno de los enfermeros le administró los primeros auxilios a Lisbeth Salander mientras el otro se ocupaba de Alexander Zalachenko, también conocido como Karl Axel Bodin. Zalachenko era el padre de Lisbeth Salander y su peor enemigo. Había intentado matarla pero fracasó. Mikael lo encontró gravemente herido en el leñero de esa apartada granja, con un hachazo con muy mala pinta en la cara y contusiones en la pierna.


Mientras Mikael esperaba la llegada del helicóptero hizo lo que pudo por Lisbeth. Buscó una sábana limpia en un armario, la cortó y se la puso como venda. Constató que la sangre se había coagulado y había formado un tapón en el orificio de entrada de la cabeza, así que no sabía muy bien si atreverse a colocarle una venda allí. Al final, sin ejercer mucha presión, le ató la sábana alrededor de la cabeza, más que nada para que la herida no estuviera tan expuesta a las bacterias y la suciedad. En cambio, contuvo la hemorragia de los agujeros de bala de la cadera y del hombro de la manera más sencilla: en un armario había encontrado un rollo de cinta adhesiva plateada y simplemente cubrió las heridas con ella. Le humedeció la cara con una toalla mojada e intentó limpiarle las zonas más sucias.

No se acercó al leñero para socorrer a Zalachenko. Sin inmutarse un ápice reconoció que, para ser sincero, Zalachenko le importaba un comino.

Mientras esperaba a los servicios de emergencia de Protección Civil, llamó también a Erika Berger y le explicó la situación.

– ¿Estás bien? -preguntó Erika.

– Yo sí -contestó Mikael-. Pero Lisbeth está herida.

– Pobre chica -dijo Erika Berger-. Me he pasado la noche leyendo el informe que Björck redactó para la Säpo. ¿Qué vas a hacer?

– Ahora no tengo fuerzas para pensar en eso -respondió Mikael.

Sentado en el suelo junto al banco de la cocina, hablaba con Erika mientras le echaba un ojo a Lisbeth Salander. Le había quitado los zapatos y los pantalones para vendar la herida de la cadera y, de repente, por casualidad, puso la mano encima de la prenda que había tirado al suelo. Sintió un objeto en el bolsillo de la pernera y sacó un Palm Tungsten T3.

Frunció el ceño y, pensativo, contempló el ordenador de mano. Al oír el ruido del helicóptero se lo introdujo en el bolsillo interior de su cazadora. Luego, mientras todavía se encontraba solo, se inclinó hacia delante y examinó todos los bolsillos de Lisbeth Salander. Encontró otro juego de llaves del piso de Mosebacke y un pasaporte a nombre de Irene Nesser. Se apresuró a meter los objetos en un compartimento del maletín de su ordenador.


El primer coche patrulla de la policía de Trollhättan, con los agentes Fredrik Torstensson y Gunnar Andersson a bordo, llegó pocos minutos después de que aterrizara el helicóptero. Fueron seguidos por el comisario Thomas Paulsson, que asumió de inmediato el mando. Mikael se acercó y empezó a explicar lo ocurrido. Paulsson se le antojó un engreído sargento chusquero y un completo zoquete. De hecho, fue nada más llegar Paulsson cuando las cosas empezaron a torcerse.

Paulsson parecía no comprender nada de lo que le contaba Mikael. Dio muestras de un extraño nerviosismo y el único hecho que asimiló fue que la maltrecha chica que se hallaba tumbada en el suelo frente al banco de la cocina era la triple y buscada asesina Lisbeth Salander, algo que constituía una interesantísima captura. Paulsson le preguntó tres veces al extremadamente ocupado enfermero de Protección Civil si podía arrestar a la chica in situ. Hasta que el enfermero agotó su paciencia, se levantó y le gritó que se mantuviera alejado.

Luego Paulsson se centró en el malherido Alexander Zalachenko, que estaba en el leñero. Mikael oyó a Paulsson comentar por radio que, al parecer, Lisbeth Salander había intentado matar a otra persona más.

A esas alturas, Mikael estaba ya tan cabreado con Paulsson -quien, como se podía ver, no había escuchado ni una palabra de lo que él le había intentado decir- que alzó la voz y lo instó a llamar, en ese mismo instante, al inspector Jan Bublanski a Estocolmo. Sacó su móvil y se ofreció a marcarle el número. Paulsson no mostró ni el menor interés.

Luego Mikael cometió dos errores.

Absolutamente resuelto, explicó que el verdadero triple asesino era un hombre llamado Ronald Niedermann, que tenía una constitución física similar a la de un robot anticarros, que sufría de analgesia congenita y que, en ese momento, se encontraba atado, hecho un fardo, en una cuneta de la carretera de Nossebro. Mikael describió el lugar en el que podrían hallar a Niedermann y les recomendó que enviaran a un pelotón de infantería con armas de refuerzo. Paulsson preguntó cómo había ido Niedermann a parar a la cuneta y Mikael reconoció, con toda sinceridad, que fue él quien, apuntándolo con un arma, consiguió llevarlo hasta allí.

– ¿Un arma? -preguntó el comisario Paulsson.

A esas alturas, Mikael ya debería haberse dado cuenta de que Paulsson era tonto de remate. Debería haber cogido el móvil y llamado a Bublanski para pedirle que interviniese y disipara aquella niebla en la que parecía estar envuelto Paulsson. En lugar de eso, Mikael cometió el error número dos intentando entregarle el arma que llevaba en el bolsillo de la cazadora: la Cok 1911 Government que ese mismo día había encontrado en el piso de Lisbeth Salander y que le sirvió para dominar a Ronald Niedermann.

Fue eso, sin embargo, lo que llevó a Paulsson a arrestar en el acto a Mikael Blomkvist por tenencia ilícita de armas. Luego, Paulsson ordenó a los policías Torstensson y Andersson que se dirigieran a ese lugar de la carretera de Nossebro que Mikael les había indicado para que averiguaran si era verdad la historia de que, en una cuneta, se encontraba una persona inmovilizada y atada al poste de una señal de tráfico que advertía de la presencia de alces. Si así fuera, los policías deberían esposar a la persona en cuestión y traerla hasta la granja de Gosseberga.

Mikael protestó de inmediato explicando que Ronald Niedermann no era de esos que podían ser arrestados y esposados con facilidad: se trataba de un asesino tremendamente peligroso, un auténtico peligro viviente. Paulsson ignoró las protestas y, de pronto, un enorme cansancio se apoderó de Mikael. Éste lo llamó «incompetente cabrón» y le gritó que ni se les ocurriese a Torstensson y Andersson soltar a Ronald Niedermann sin pedir antes refuerzos.

Ese pronto tuvo como resultado que Mikael fuera esposado y conducido hasta el asiento trasero del coche del comisario Paulsson, desde donde, profiriendo todo tipo de improperios, fue testigo de cómo Torstensson y Andersson se alejaban del lugar en su coche patrulla. El único rayo de luz existente en esa oscuridad era que Lisbeth Salander había sido conducida hasta el helicóptero y que había desaparecido por encima de las copas de los árboles con destino al Sahlgrenska. Apartado de toda información, sin posibilidad alguna de recibir noticias, Mikael se sintió impotente; lo único que le quedaba era esperar que Lisbeth fuera a parar a unas manos competentes.


El doctor Anders Jonasson efectuó dos profundas incisiones hasta tocar el cráneo, retiró la piel que había alrededor del orificio de entrada y usó unas pinzas para mantenerla sujeta. Con gran esmero, una enfermera utilizó un aspirador para quitar la sangre. Después llegó el desagradable momento en el que Jonasson empleó un taladro para agrandar el agujero del hueso. El procedimiento fue irritantemente lento.

Logró, por fin, hacer un orificio lo bastante amplio como para tener acceso al cerebro de Lisbeth Salander. Con mucho cuidado, le introdujo una sonda y ensanchó unos milímetros el canal de la herida. Luego se sirvió de una sonda algo más fina para localizar la bala. Gracias a la radiografía pudo constatar que el proyectil se había girado y que se alojaba en un ángulo de cuarenta y cinco grados en relación con el canal de la herida. Usó la sonda para tocar con suma cautela el borde de la bala y, tras una serie de fracasados intentos, consiguió levantarla un poco y rotarla hasta ponerla en ángulo recto.

Por último, introdujo unas finas pinzas de punta estriada. Apretó con fuerza la base de la bala y consiguió atraparla. Tiró de las pinzas hacia él. La bala salió sin apenas oponer resistencia. La contempló al trasluz durante un segundo, vio que parecía estar intacta y la depositó en un cuenco.

– Limpia -dijo, y la orden fue cumplida en el acto.

Le echó un vistazo al electrocardiograma que daba fe de que su paciente seguía teniendo una actividad cardíaca regular.

– Pinzas.

Bajó una potente lupa que colgaba del techo y enfocó con ella la zona que quedaba al descubierto.

– Con cuidado -dijo el profesor Frank Ellis.

Durante los siguientes cuarenta y cinco minutos, Anders Jonasson sacó no menos de treinta y dos pequeñas astillas de hueso de alrededor del orificio de entrada. La más pequeña de ellas apenas resultaba perceptible para el ojo humano.


Mientras Mikael Blomkvist, frustrado, se afanaba en sacar su móvil del bolsillo de la pechera de la americana -algo que resultó imposible con las manos esposadas-, llegaron a Gosseberga más coches con policías y técnicos forenses. Bajo las órdenes del comisario Paulsson, se les encomendó que recogieran pruebas forenses en el leñero y que realizaran un meticuloso registro de la casa principal donde se habían confiscado ya varias armas. Resignado, Mikael contempló las actividades desde su puesto de observación en el asiento trasero del coche de Paulsson.

Hasta que no pasó más de una hora, Paulsson no pareció ser consciente de que los policías Torstensson y Andersson aún no habían regresado de la misión de buscar a Ronald Niedermann. De repente, la preocupación asomó a su rostro. El comisario se llevó a Mikael a la cocina y le pidió que le describiera nuevamente el lugar.

Mikael cerró los ojos.

Seguía sentado en la cocina cuando regresó el furgón con los policías que habían ido en auxilio de Torstensson y Andersson. Habían encontrado muerto, con el cuello roto, al agente Gunnar Andersson. Su colega Fredrik Torstensson aún vivía, pero había sido gravemente malherido. Los hallaron a ambos en la cuneta, junto al poste de la señal de advertencia de alces. Tanto sus armas reglamentarias como el coche patrulla habían desaparecido.

De hallarse en una situación bastante controlable, el comisario Thomas Paulsson había pasado de pronto a tener que hacer frente al asesinato de un policía y a un desesperado que iba armado y que se había dado a la fuga.

– Idiota -repitió Mikael Blomkvist.

– No sirve de nada insultar a la policía.

– En ese punto coincidimos. Pero se te va a caer el pelo por negligencia en el ejercicio de tus funciones. Antes de que yo termine contigo, las portadas de todos los periódicos del país te aclamarán como el policía más estúpido de Suecia.

Al parecer, la amenaza de ser expuesto al escarnio público era lo único que tenía algún efecto en Thomas Paulsson. Se le veía preocupado.

– ¿Y qué propones?

– Exijo que llames al inspector Jan Bublanski de Estocolmo. Ahora mismo.


La inspectora de la policía criminal Sonja Modig se despertó sobresaltada cuando su teléfono móvil, que se estaba cargando, empezó a sonar al otro lado del dormitorio. Le echó un vistazo al reloj de la mesilla y constató para su desesperación que eran poco más de las cuatro de la mañana. Luego contempló a su marido, que seguía roncando tranquilamente; ni un ataque de artillería podría despertarlo. Se levantó de la cama y se acercó tambaleándose hasta el móvil; tras conseguir dar con la tecla exacta contestó.

«Jan Bublanski -pensó-. ¿Quién si no?»

– Se ha armado una de mil demonios por la zona de Trollhättan -dijo su jefe sin más preámbulos-. El X2000 para Gotemburgo sale a las cinco y diez.

– ¿Qué ha pasado?

– Blomkvist ha encontrado a Salander, Niedermann y Zalachenko. Y ha sido arrestado por insultar a un agente de policía, por oponer resistencia al arresto y por tenencia ilícita de armas. Salander ha sido trasladada a Sahlgrenska con una bala en la cabeza. Zalachenko también se encuentra allí, con un hacha en la cabeza. Niedermann anda suelto. Ha matado a un policía durante la noche.

Sonja Modig parpadeó dos veces y acusó el cansancio. No deseaba otra cosa que volver a la cama y coger un mes de vacaciones.

– El X2000 de las cinco y diez. De acuerdo. ¿Qué hago?

– Cógete un taxi hasta la estación. Te acompañará Jerker Holmberg. Debéis poneros en contacto con el comisario de la policía de Trolhättan, un tal Thomas Paulsson, que, al parecer, es el responsable de gran parte del jaleo que se ha montado esta noche y que, según Blomkvist, es, cito literalmente, «un tonto de remate de enormes dimensiones».

– ¿Has hablado con Blomkvist?

– Por lo visto está detenido y esposado. Conseguí convencer a Paulsson para que me lo pusiera un momento al teléfono. Ahora mismo me dirijo a Kungsholmen y voy a intentar aclarar qué es lo que está pasando. Mantendremos el contacto a través del móvil.

Sonja Modig volvió a mirar el reloj una vez más. Luego llamó al taxi y se metió bajo la ducha durante un minuto. Se lavó los dientes, se pasó un peine por el pelo, se puso unos pantalones negros, una camiseta negra y una americana gris. Metió el arma reglamentaria en su bandolera y eligió abrigarse con un chaquetón rojo de piel. Luego, zarandeando a su marido, lo despertó, le comunicó adónde iba y le dijo que esa mañana se ocupara él de los niños. Salió del portal en el mismo instante en que el taxi se detenía.

No hacía falta que buscara a su colega, el inspector Jerker Holmberg; daba por descontado que estaría en el vagón restaurante y pudo constatar que así era. Él ya le había cogido un café y un sándwich. Desayunaron en silencio en tan sólo cinco minutos. Al final, Holmberg apartó la taza de café.

– Deberíamos cambiar de profesión.


A las cuatro de la mañana, un tal Marcus Erlander, inspector de la brigada de delitos violentos de Gotemburgo, llegó por fin a Gosseberga y asumió el mando de la investigación de Thomas Paulsson, que estaba hasta arriba de trabajo. Erlander era un hombre canoso y rechoncho de unos cincuenta años. Una de sus primeras medidas fue liberar a Mikael Blomkvist de las esposas y servirle bollos y café de un termo. Se sentaron en el salón para charlar.

– Acabo de hablar con Estocolmo, con Bublanski -le comunicó Erlander-. Nos conocemos desde hace muchos años. Tanto él como yo lamentamos el trato que te ha dispensado Paulsson.

– Ha conseguido que esta noche maten a un policía -dijo Mikael.

Erlander asintió con la cabeza.

– Yo conocía personalmente al agente Gunnar Andersson: estuvo trabajando en Gotemburgo antes de trasladarse a Trolhättan. Es padre de una niña de tres años.

– Lo siento. Intenté advertírselo…

Erlander asintió con la cabeza.

– Eso tengo entendido. Hablaste muy clarito y por eso te esposaron. Fuiste tú el que acabó con Wennerström. Bublanski dice que eres un puto y descarado periodista y un loco detective aficionado, pero que tal vez sepas de lo que hablas. ¿Me puedes poner al día de una forma comprensible?

– Bueno, todo esto empezó en Enskede con el asesinato de mis amigos Dag Svensson y Mia Bergman, y del de una persona que no era amigo mío: el abogado Nils Bjurman, el administrador de Lisbeth Salander.

Erlander asintió.

– Como ya sabes, la policía lleva persiguiendo a Lisbeth Salander desde Pascua por ser sospechosa de un triple asesinato. Para empezar, debes tener claro que es inocente de esos crímenes. Si a ella le corresponde algún papel en toda esta historia no es más que el de víctima.

– No he tenido nada que ver con el asunto Salander, pero después de todo lo que se ha escrito en los medios de comunicación me cuesta creer que sea inocente del todo.

– No obstante, así es. Ella es inocente. Y punto. El verdadero asesino es Ronald Niedermann, el mismo que ha matado a tu colega Gunnar Andersson esta noche. Trabaja para Karl Axel Bodin.

– El Bodin que está en Sahlgrenska con un hacha en la cabeza.

– Técnicamente hablando, ya no tiene el hacha en la cabeza. Doy por descontado que es Lisbeth la que le ha dado el hachazo. Su verdadero nombre es Alexander Zalachenko. Es el padre de Lisbeth y un ex asesino profesional del servicio ruso de inteligencia militar. Desertó en los años setenta y luego trabajó para la Säpo hasta la caída de la Unión Soviética. Desde entonces va por libre como gánster.

Erlander examinó pensativo al tipo que ahora se hallaba frente a él sentado en el banco. Mikael Blomkvist brillaba de sudor y parecía estar no sólo congelado sino también muerto de cansancio. Hasta ese momento había presentado argumentos coherentes y lógicos, pero el comisario Thomas Paulsson -de cuyas palabras Erlander no se fiaba mucho- le había advertido de que Blomkvist fantaseaba acerca de agentes rusos y sicarios alemanes, algo que no pertenecía precisamente a los asuntos más rutinarios de la policía sueca. Al parecer, Blomkvist había llegado a ese punto de la historia que Paulsson rechazó. Pero había un policía muerto y otro gravemente herido en la cuneta de la carretera de Nossebro, y Erlander estaba dispuesto a escucharlo. Aunque no pudo impedir que se apreciara un asomo de desconfianza en su voz.

– De acuerdo. Un agente ruso.

Blomkvist mostró una pálida sonrisa, consciente de lo absurda que sonaba su historia.

– Un ex agente ruso. Puedo documentar todas mis afirmaciones.

– Sigue.

– En los años setenta, Zalachenko era un espía muy importante. Desertó y la Säpo le dio asilo. Según tengo entendido, no se trata de una situación del todo única en el comienzo de la decadencia de la Unión Soviética.

– Entiendo.

– Como ya te he dicho, no sé exactamente qué ha pasado aquí esta noche, pero Lisbeth ha dado con su padre, al que no veía desde hacía quince años. Él maltrató a la madre de Lisbeth hasta tal punto que tuvieron que ingresarla en una residencia, donde, al cabo de los años, acabó falleciendo. Intentó también matar a Lisbeth y, a través de Ronald Niedermann, ha estado detrás de los asesinatos de Dag Svensson y Mia Bergman. Además, fue el responsable del secuestro de la amiga de Lisbeth, Miriam Wu; el famoso combate de Paolo Roberto en Nykvarn…

– Pues si Lisbeth Salander le ha dado a su padre un hachazo en la cabeza, no es precisamente inocente.

– Tiene tres impactos de bala en el cuerpo. Creo que se puede alegar algo de defensa propia. Me pregunto…

– ¿Sí?

– Lisbeth estaba tan sucia de tierra y lodo que su pelo daba la sensación de ser un casco de barro. Tenía tierra hasta por dentro de la ropa. Era como si la hubiesen enterrado. Y, al parecer, Niedermann cuenta con cierta experiencia enterrando gente. La policía de Södertälje ha descubierto dos tumbas en aquel almacén de las afueras de Nykvarn propiedad de Svavelsjö MC.

– La verdad es que son tres: anoche encontraron otra más. Pero si le pegaron tres tiros a Lisbeth Salander y luego la enterraron, ¿qué hacía ella de pie con un hacha en la mano?

– Bueno, no sé lo que pasaría, pero Lisbeth es una mujer de muchos recursos. Intenté convencer a Paulsson para que trajera una jauría de perros…

– Están en camino.

– Bien.

– Paulsson te ha arrestado por haberlo insultado.

– Protesto. Lo llamé idiota, idiota incompetente y tonto de remate. A la vista de los hechos, ninguno de esos calificativos son insultos.

– Mmm. Pero también estás detenido por tenencia ilícita de armas.

– Cometí el error de intentar entregarle un arma. Pero no quiero hacer más declaraciones sobre ello sin consultarlo antes con mi abogado.

– De acuerdo. Dejemos eso de lado por el momento; tenemos cosas más importantes de las que hablar. ¿Qué sabes de ese tal Niedermann?

– Es un asesino. Le pasa algo, no es un tío normal. Mide más de dos metros y tiene una constitución física similar a la de un robot a prueba de bombas. Pregúntale a Paolo Roberto, que ha boxeado con él. Sufre analgesia congenita. Es una enfermedad que provoca que la sustancia transmisora de las fibras no funcione como debiera y, por consiguiente, el que la tiene no puede sentir dolor. Es alemán, nació en Hamburgo y durante sus años de adolescencia fue un cabeza rapada. Es extremadamente peligroso y anda suelto.

– ¿Tienes alguna idea de adonde podría huir?

– No. Sólo sé que lo tenía todo preparado para que os lo llevarais cuando ese tonto de remate de Trolhättan asumió el mando.


Poco antes de las cinco de la mañana, el doctor Anders Jonasson se quitó sus embadurnados guantes de látex y los tiró a la basura. Una enfermera aplicó compresas sobre la herida de la cadera de la paciente. La operación había durado tres horas. Se quedó observando la rapada y maltrecha cabeza de Lisbeth Salander, hecha ya un paquete de vendas.

Experimentó una repentina ternura como la que a menudo sentía por los pacientes que operaba. Según la prensa, Lisbeth Salander era una psicópata asesina en masa, pero a sus ojos parecía más bien un gorrión malherido. Movió la cabeza de un lado a otro y luego miró a Frank Ellis, que lo contemplaba entretenido.

– Eres un cirujano excelente -dijo éste.

– ¿Te puedo invitar a desayunar?

– ¿Hay algún sitio por aquí donde sirvan tortitas con mermelada?

– Gofres -sentenció Anders Jonasson-. En mi casa. Cogeremos un taxi, pero antes déjame que haga una llamada para avisar a mi mujer. -Se detuvo y miró el reloj-. Pensándolo bien, creo que es mejor que no llamemos.


La abogada Annika Giannini se despertó sobresaltada. Volvió la cabeza a la derecha y constató que eran las seis menos dos minutos. La primera reunión del día la tenía a las ocho con un cliente. Volvió la cabeza a la izquierda y miró a su marido, Enrico Giannini, que dormía plácidamente y que, en el mejor de los casos, se despertaría sobre las ocho. Parpadeó con fuerza un par de veces, se levantó y puso la cafetera antes de meterse bajo la ducha. Se tomó su tiempo en el cuarto de baño y se vistió con unos pantalones negros, un jersey blanco de cuello alto y una americana roja. Tostó dos rebanadas de pan, les puso queso, mermelada de naranja y un aguacate cortado en rodajas y se llevó el desayuno al salón, justo a tiempo para ver en la tele las noticias de las seis y media. Tomó un sorbo de café y apenas acababa de abrir la boca para pegarle un bocado a una tostada cuando oyó el titular de la principal noticia de la mañana:

«Un policía muerto y otro gravemente herido. Noche de dramáticos acontecimientos en la detención de la triple asesina Lisbeth Salander.»

Al principio le costó entender la situación, ya que su primera impresión fue que era Lisbeth Salander la que había matado al policía. La información resultaba escasa, pero unos instantes después se dio cuenta de que se buscaba a un hombre por el asesinato del policía. Se había dictado una orden nacional de busca y captura de un hombre de treinta y siete años cuyo nombre aún no había sido facilitado. Al parecer, Lisbeth Salander se hallaba ingresada en el hospital Sahlgrenska de Gotemburgo con heridas de gravedad.

Annika cambió de cadena pero no le aclararon la situación mucho más. Fue a por su móvil y marcó el número de su hermano, Mikael Blomkvist. Le saltó el mensaje de que en ese momento el abonado no se encontraba disponible. Sintió una punzada de miedo. Mikael la había llamado la noche anterior de camino a Gotemburgo; iba en busca de Lisbeth Salander. Y de un asesino llamado Ronald Niedermann.


Cuando se hizo de día, un observador de la policía halló restos de sangre en el terreno que quedaba tras el leñero. Un perro policía siguió el rastro hasta una fosa cavada en un claro del bosque, a unos cuatrocientos metros al noreste de la granja de Gosseberga.

Mikael acompañó al inspector Erlander. Meditabundos, estudiaron el lugar. No tardaron nada en descubrir una gran cantidad de sangre en la fosa y alrededores.

También encontraron una deteriorada pitillera que, al parecer, había sido usada como pala. Erlander la metió en una bolsa de pruebas y etiquetó el hallazgo. Asimismo recogió muestras de terrones manchados de sangre. Un policía uniformado le llamó la atención sobre una colilla sin filtro de la marca Pall Mall que se hallaba a unos metros de la fosa. La colilla fue igualmente introducida en una bolsa y etiquetada. Mikael recordó que había visto un paquete de Pall Mall en el fregadero de la casa de Zalachenko.

Erlander elevó la vista al cielo y vio unas oscuras nubes que amenazaban lluvia. Según parecía, la tormenta que la noche anterior había azotado Gotemburgo se desplazaba por el sur de la región de Nossebro y sólo era cuestión de tiempo que empezara a llover. Se volvió a un agente uniformado y le pidió que buscara una lona para cubrir la fosa.

– Creo que tienes razón -dijo finalmente Erlander a Mikael-. Es probable que el análisis de la sangre determine que Lisbeth Salander ha estado aquí, y supongo que encontraremos sus huellas dactilares en la pitillera. Le pegaron un tiro y la enterraron pero, Dios sabe cómo, sobrevivió, consiguió salir y…

– … y volvió a la granja y le estampó el hacha a Zalachenko en toda la cabeza -concluyó Mikael-. Es una tía con bastante mala leche.

– Pero ¿qué diablos haría con Niedermann?

Mikael se encogió de hombros. Respecto a eso, él estaba tan desconcertado como Erlander.

Capítulo 2 Viernes, 8 de abril

Sonja Modig y Jerker Holmberg llegaron a la estación central de Gotemburgo poco después de las ocho de la mañana. Bublanski los había llamado para darles nuevas instrucciones: que pasaran de ir a Gosseberga y que, en su lugar, cogieran un taxi y se dirigieran a la jefatura de policía de Ernst Fontells Plats, junto al estadio de Nya Ullevi, sede central de la policía criminal de la región de Västra Götaland. Esperaron durante casi una hora a que el inspector Erlander llegara de Gosseberga acompañado de Mikael Blomkvist. Mikael saludó a Sonja Modig, a la que ya conocía, y le dio la mano a Jerker Holmberg. Luego, un colega de Erlander se unió al grupo con las últimas noticias sobre la persecución de Ronald Niedermann. El informe resultó extremadamente breve:

– Tenemos un grupo de búsqueda al mando de la policía criminal de la región. Por supuesto, hemos emitido una orden de busca y captura a nivel nacional. A las seis de la mañana encontramos el coche patrulla en Alingsås. Ahí terminan las pistas de momento. Sospechamos que ha cambiado de vehículo, pero no se ha recibido ninguna denuncia por robo de coche.

– ¿Y los medios de comunicación? -preguntó Modig para, acto seguido, pedirle perdón con la mirada a Mikael Blomkvist.

– Se trata del asesinato de un policía, así que la movilización es total. Daremos una rueda de prensa a las diez.

– ¿Alguien sabe algo sobre el estado de Lisbeth Salander? -preguntó Mikael.

Sentía un extraño desinterés por todo lo que tuviera que ver con la persecución de Niedermann.

– La han estado operando durante la noche. Le han sacado una bala de la cabeza. Aún no se ha despertado.

– ¿Y su pronóstico?

– Según tengo entendido, no podremos saber nada hasta que no se despierte. Pero el médico que la ha operado dice que alberga esperanzas y que, si no surgen complicaciones, sobrevivirá.

– ¿Y Zalachenko? -preguntó Mikael.

– ¿Quién? -inquirió el colega de Erlander, que aún no estaba al tanto de todos ios intrincados detalles de la historia.

– Karl Axel Bodin.

– Ah, vale. A él también lo han operado durante la noche. Presentaba un horrible corte en la cara y otro justo por debajo de la rodilla. Está bastante maltrecho, pero no hay lesiones que hagan temer por su vida.

Mikael asintió.

– Pareces cansado -dijo Sonja Modig.

– Lo estoy. Apenas he dormido en los últimos tres días.

– Lo cierto es que se durmió en el coche bajando desde Nossebro -apostilló Erlander.

– ¿Tienes fuerzas para contarnos toda la historia desde el principio? -preguntó Holmberg-. Me da la impresión de que los detectives aficionados van ganando tres a cero a la policía.

Mikael mostró una pálida sonrisa.

– Me encantaría oír esas palabras de boca de Bublanski -dijo.

Se sentaron en la cafetería de la jefatura para desayunar. Mikael dedicó media hora a explicar, paso a paso, cómo había ido ensamblando las piezas del puzle de Zalachenko. Cuando terminó, los policías se quedaron en silencio, pensativos.

– Hay algunas lagunas en tu historia -sentenció finalmente Jerker Holmberg.

– Sin duda -respondió Mikael.

– No explicas cómo te hiciste con aquel informe clasificado de la Säpo sobre Zalachenko.

Mikael asintió.

– Lo encontré ayer en casa de Lisbeth Salander, cuando por fin averigüé dónde se había estado ocultando. Supongo que ella lo hallaría a su vez en la casa de campo de Nils Bjurman.

– O sea, que diste con el escondite de Salander -dijo Sonja Modig.

Mikael movió afirmativamente la cabeza.

– Eso lo tenéis que averiguar vosotros. Lisbeth ha dedicado mucho esfuerzo a encontrar una dirección secreta y no voy a ser yo quien se vaya de la lengua.

Las caras de Modig y Holmberg se ensombrecieron ligeramente.

– Mikael… estamos investigando un asesinato -le recordó Sonja Modig.

– Y tú sigues sin entender que, en realidad, Lisbeth Salander es inocente y que la policía ha violado su integridad como no se había hecho nunca con nadie. Banda satánica de lesbianas… ¿Cómo se os ocurren esas cosas? Si ella quiere contaros dónde se encuentra su domicilio, estoy convencido de que lo hará.

– Pero hay algo que no entiendo muy bien -insistió Holmberg-. ¿Cómo entra Bjurman en esta historia? Dices que fue él quien lo puso en marcha todo contactando con Zalachenko y pidiéndole que matara a Salander… pero ¿por qué iba a hacer una cosa así?

Mikael dudó un largo rato.

– Mi teoría es que contrató a Zalachenko para quitar de en medio a Lisbeth Salander. La intención era que ella acabara en ese almacén de Nykvarn.

– Él era su administrador. ¿Qué motivos tendría para quitarla de en medio?

– Es complicado.

– Intenta explicarlo.

– Tenía un motivo de la hostia. Había hecho algo de lo que Lisbeth estaba al corriente. Ella representaba una amenaza contra su futuro y su bienestar.

– ¿Qué hizo?

– Eso creo que es mejor que lo cuente la propia Lisbeth.

Su mirada se cruzó con la de Holmberg.

– Déjame adivinarlo -dijo Sonja Modig-. Bjurman hizo algo contra su protegida.

Mikael asintió.

– Me atrevería a pensar que él la sometió a algún tipo de agresión sexual.

Mikael se encogió de hombros y renunció a realizar comentario alguno.

– ¿No has visto el tatuaje del estómago de Bjurman?

– ¿Tatuaje?

– Un tatuaje de aficionado con una frase que le cruza todo el estómago…: Soy un sádico cerdo, un hijo de puta y un violador. Nos hemos devanado los sesos intentando saber de qué va todo esto.

De repente Mikael se rió a carcajadas.

– ¿Qué?

– Llevaba mucho tiempo preguntándome qué es lo que habría hecho Lisbeth para vengarse. Pero, bueno… no quiero tratar ese tema con vosotros; por las mismas razones que antes. Se trata de su integridad personal. Es Lisbeth la que ha sido objeto de un delito. Ella es la víctima. Es ella quien debe decidir qué quiere contaros y qué no. Sorry.

Puso un gesto casi de disculpa.

– Las violaciones deben denunciarse a la policía -dijo Sonja Modig.

– De acuerdo. Pero esta violación se cometió hace dos años y Lisbeth sigue sin hablar de ello con la policía, lo cual da a entender que no tiene intención de hacerlo. Por mucho que esté en desacuerdo con ella en lo que a sus principios se refiere, es Lisbeth quien debe decidirlo. Además…

– ¿Sí?

– No tiene demasiados motivos para confiar en la policía. La última vez que intentó explicar la clase de cerdo que era Zalachenko acabó encerrada en el psiquiátrico.


El fiscal instructor del sumario, Richard Ekström, sintió mariposas en el estómago cuando, poco antes de las nueve de la mañana del viernes, le pidió al jefe del equipo de investigación, Jan Bublanski, que se sentara al otro lado de su escritorio. Ekström se ajustó las gafas y se mesó la barba, cuidadosamente recortada. Vivía esa nueva situación como caótica y amenazadora. Durante un mes había sido el instructor del sumario, el hombre que iba a la caza de Lisbeth Salander. La describió, sin cortarse un pelo, como una loca y peligrosa psicópata. Y filtró información que, personalmente, le favorecería en un futuro juicio. Todo tenía una pinta estupenda.

En su fuero interno, no le cabía la menor duda de que Lisbeth Salander era en realidad culpable de un triple asesinato y de que el juicio sería pan comido, una simple representación de autopropaganda con él mismo en el papel protagonista. Luego todo se torció y, de buenas a primeras, se encontró con otro asesino completamente distinto y un caos que no parecía tener fin. Maldita Salander.

– Bueno, ¡en menudo follón nos hemos metido! -dijo-. ¿Qué has logrado averiguar esta mañana?

– Se ha lanzado una orden nacional de busca y captura de Ronald Niedermann, pero todavía anda suelto. Por ahora sólo se le busca por el asesinato del agente Gunnar Andersson, aunque supongo que también deberíamos buscarlo por los tres asesinatos cometidos aquí, en Estocolmo. Tal vez debas convocar una rueda de prensa.

Bublanski añadió lo de la rueda de prensa sólo para fastidiarle: Ekström odiaba las ruedas de prensa.

– Creo que, por el momento, la rueda de prensa puede esperar -se apresuró a decir Ekström.

Bublanski se cuidó muy mucho de que no se le escapara una sonrisa.

– Esto es más bien un asunto que concierne a la policía de Gotemburgo -aclaró Ekström.

– Bueno, en Gotemburgo tenemos in situ a Sonja Modig y Jerker Holmberg y ya hemos empezado a colaborar con ellos…

– La rueda de prensa esperará hasta que tengamos más información -zanjó Ekström con voz autoritaria-. Lo que quiero saber es hasta qué punto estás seguro de que Niedermann se encuentra realmente involucrado en los asesinatos de Estocolmo.

– Como policía estoy convencido. Sin embargo, no contamos con demasiadas pruebas. No tenemos testigos de los asesinatos y no disponemos de ninguna prueba forense verdaderamente buena. Magge Lundin y Sonny Nieminen, de Svavelsjö MC, se niegan a hacer declaraciones y pretenden hacernos creer que nunca han oído hablar de Niedermann. No obstante, lo tenemos pillado por el asesinato del agente Gunnar Andersson.

– Eso es -dijo Ekström-. Lo que interesa ahora mismo es el asesinato del policía. Pero dime… ¿hay al menos algo que indique que Salander está implicada de algún modo? ¿Se podría pensar que ella y Niedermann cometieron juntos los asesinatos?

– Lo dudo. Y yo que tú me guardaría de ir pregonando esa teoría.

– Pero entonces, ¿cuál es su papel en todo esto?

– Es una historia tremendamente complicada. Como Mikael Blomkvist te anticipaba, se trata de ese personaje llamado Zala… Alexander Zalachenko.

Al oír el nombre de Mikael Blomkvist, al fiscal Ekström le recorrió un visible escalofrío.

– Zala es un sicario ruso que desertó durante la guerra fría y que, a todas luces, carece por completo de escrúpulos -prosiguió Bublanski-. Llegó aquí en los años setenta y es el padre de Lisbeth Salander. Fue protegido por una facción de la Säpo, que silenciaba todos los delitos que cometía. Un policía de la Säpo también se encargó de que, con trece años, Lisbeth Salander fuese encerrada en una clínica psiquiátrica infantil cuando amenazaba con hacer saltar por los aires el secreto de Zalachenko.

– Comprenderás que todo esto resulte un poco difícil de digerir; no es una historia que se pueda hacer pública con facilidad. Si lo he entendido bien, toda esta información sobre Zalachenko es altamente secreta.

– Y sin embargo, es la pura verdad. Tengo documentos que lo prueban.

– ¿Puedo verlos?

Bublanski le pasó la carpeta con el informe policial de 1991. Ekström contempló pensativo el sello, que indicaba que el documento constituía una información de alto secreto, así como el número de registro, que identificó enseguida como perteneciente a la Säpo. Hojeó deprisa y corriendo el legajo de casi cien páginas y leyó unas partes al azar para acabar dejándolo de lado.

– Tenemos que intentar suavizar todo esto un poco para que la situación no se nos vaya de las manos. O sea, que encerraron a Lisbeth Salander en el manicomio porque intentó matar a su padre… ese tal Zalachenko. Y ahora le ha dado un hachazo en la cabeza. Eso, en cualquier caso, debe ser considerado intento de homicidio. Y habrá que detenerla por haberle pegado un tiro a Magge Lundin en Stallarholmen.

– Puedes detener a quien te dé la gana, pero yo, en tu lugar, me andaría con cuidado.

– Como esta historia de la Säpo se filtre se va a montar un escándalo enorme.

Bublanski se encogió de hombros. Su trabajo consistía en investigar delitos, no en controlar escándalos.

– Ese tipo de la Säpo, Gunnar Björck. ¿Qué sabemos del papel que representa en todo esto?

– Es uno de los protagonistas. Está de baja por una hernia discal y en la actualidad vive en Smådalarö.

– Muy bien… De momento nos callaremos lo de la Säpo. Ahora se trata del asesinato de un agente de policía y de nada más. Nuestra misión no es la de crear confusión.

– Creo que será difícil callarlo.

– ¿Qué quieres decir?

– He enviado a Curt Svensson para que me traiga a Björck porque quiero interrogarlo. -Bublanski miró su reloj-. Supongo que ya estará allí.

– ¿Cómo?

– En realidad había previsto darme a mí mismo el gustazo de ir a Smådalarö, pero luego surgió lo del asesinato del policía.

– No he emitido ninguna orden para que se detenga a Björck.

– Es verdad. Pero no se trata de ninguna detención. Lo traigo aquí para tomarle declaración.

– Esto no me gusta nada.

Bublanski se inclinó hacia delante con un gesto casi confidencial.

– Richard… las cosas son de la siguiente manera: desde su más tierna infancia, Lisbeth Salander ha sido víctima de una serie de abusos contra sus derechos constitucionales. Yo no pienso dejar que esto siga. Si quieres, me puedes relegar de mi cargo de jefe de la investigación, pero en ese caso me veré obligado a redactar una memoria de tono bastante duro sobre el asunto.

Richard Ekström pareció haberse tragado un limón.


Gunnar Björck, de baja de su cargo como jefe adjunto del departamento de extranjería de la policía de seguridad de Suecia, abrió la puerta de la casa de campo de Smådalarö y al levantar la vista se topó frente a frente con un hombre fuerte, con el pelo rubio y rapado y una cazadora de cuero negro.

– Busco a Gunnar Björck.

– Soy yo.

– Curt Svensson, de la policía criminal de Estocolmo.

El hombre enseñó su placa. -Usted dirá…

– Le rogamos que tenga la bondad de acompañarnos a Kungsholmen para colaborar con la policía en la investigación sobre Lisbeth Salander.

– Eh… debe de tratarse de un error.

– No, no hay ningún error -dijo Curt Svensson.

– No lo entiende. Yo también soy policía. Creo que debería comprobarlo con su jefe.

– Precisamente es mi jefe el que quiere hablar con usted.

– Tengo que hacer una llamada y…

– Puede llamar desde Kungsholmen.

De pronto, Gunnar Björck se resignó.

Ya está. Me van a implicar. Maldito Blomkvist de mierda. Maldita Salander.

– ¿Estoy detenido? -preguntó.

– De momento, no. Pero si lo desea, lo podemos arreglar.

– No… no, le acompaño, por supuesto; faltaría más. Claro que quiero colaborar con mis colegas de la policía abierta.

– Muy bien -dijo Curt Svensson mientras acompañaba a Björck hacia el interior de la casa. Le echó un ojo cuando éste fue a buscar ropa de abrigo y apagó la cafetera eléctrica.


A las once de la mañana, Mikael Blomkvist se acordó de que el coche que había alquilado seguía aparcado detrás de un granero en la entrada de Gosseberga, pero estaba tan agotado que no tenía ni fuerzas para a ir a buscarlo; y, menos aún, para conducir una larga distancia sin resultar un peligro para la circulación. Pidió consejo al inspector Marcus Erlander, quien, generosamente, se encargó de que un técnico forense de Gotemburgo trajera el vehículo cuando volviese a casa.

– Considéralo una compensación por cómo te trataron anoche.

Mikael asintió y cogió un taxi hasta el City Hotel de Lorensbergsgatan, cerca de Avenyn. Pidió una habitación individual para una noche que le costó ochocientas coronas y subió directamente. Nada más entrar, se quitó la ropa. Se sentó desnudo sobre la colcha de la cama, sacó el Palm Tungsten T3 de Lisbeth Salander del bolsillo interior de la americana y lo sopesó con la mano. Seguía perplejo por el hecho de que no se lo hubiesen confiscado cuando el comisario Thomas Paulsson lo cacheó, pero éste dio por descontado que se trataba del ordenador de Mikael, y al final no llegaron a meterlo en el calabozo ni le quitaron sus pertenencias. Reflexionó un instante y luego lo introdujo en el compartimento del maletín de su ordenador, donde guardaba el disco de Lisbeth en el que ponía «Bjurman» y que Paulsson también había pasado por alto. Era consciente de que, desde un punto de vista estrictamente legal, estaba ocultando pruebas, pero se trataba de cosas que, sin duda, Lisbeth Salander no desearía que fueran a parar a manos inadecuadas.

Encendió su móvil, vio que la batería estaba en las últimas y enchufó el cargador. Llamó a su hermana, la abogada Annika Giannini.

– Hola, hermanita.

– ¿Qué tienes tú que ver con el asesinato del policía de anoche? -le preguntó ésta de inmediato.

Mikael explicó brevemente lo sucedido.

– De acuerdo. De modo que Salander está en la UVI…

– Así es. Hasta que no se despierte no podremos saber la gravedad de sus lesiones, pero va a necesitar un abogado.

Annika Giannini reflexionó un instante.

– ¿Crees que me aceptará?

– Lo más probable es que no quiera que nadie la represente. No es de esas personas que van pidiendo favores por ahí.

– Me da la impresión de que necesitará un abogado penal. Déjame echarle un vistazo a la documentación que tienes.

– Habla con Erika Berger y dile que te mande una copia.

En cuanto Mikael terminó la conversación con Annika Giannini llamó a Erika Berger. Como no le contestaba en el móvil, marcó el número de la redacción de Millennium. Se puso Henry Cortez.

– Erika ha salido un momento -dijo Henry.

Mikael le explicó rápidamente lo que había pasado y le pidió a Henry Cortez que se lo comunicara a la redactora jefa de Millennium.

– De acuerdo. ¿Y qué podemos hacer? -preguntó Henry.

– Por hoy nada -respondió Mikael-. Necesito dormir. Si no surge ningún imprevisto, volveré a Estocolmo mañana. Millennium dará su versión en el próximo número, y para eso falta casi un mes.

Colgó, se metió bajo las sábanas y apenas tardó treinta segundos en dormirse.


La jefa adjunta de la policía regional, Monica Spångberg, golpeó con un bolígrafo el borde de su vaso de Ramlösa y pidió silencio. Alrededor de la mesa de su despacho de jefatura había diez personas congregadas: tres mujeres y siete hombres. El grupo estaba compuesto por el jefe de la brigada de delitos violentos, su jefe adjunto, tres inspectores, incluido Marcus Erlander, y el responsable de prensa de la policía de Gotemburgo. A la reunión también se convocó a la instructora del sumario, Agneta Jervas, del Ministerio Fiscal, así como a los inspectores Sonja Modig y Jerker Holmberg, de la policía de Estocolmo. Estos dos últimos habían sido invitados como muestra de su buena voluntad de cooperación con la policía de la capital y, posiblemente, también para enseñarles cómo se realiza una investigación policial de verdad.

Spångberg, que ya estaba acostumbrada a ser la única mujer en un entorno masculino, no tenía precisamente fama de perder el tiempo en formalidades y frases de cortesía. Explicó que el jefe de la policía regional se encontraba en Madrid en una conferencia de la Europol, que había interrumpido su viaje cuando se le avisó del asesinato del policía y que no lo esperaban hasta la noche. Luego se dirigió directamente al jefe de la brigada de delitos violentos, Anders Pehrzon, y le pidió que resumiera la situación.

– Hace ya más de diez horas que nuestro colega Gunnar Andersson fue asesinado en la carretera de Nossebro. Conocemos el nombre del asesino, Ronald Niedermann, pero aún no disponemos de ninguna fotografía de dicha persona.

– En Estocolmo tenemos una foto suya de hace más de veinte años. Nos la dio Paolo Roberto, pero no sirve de mucho -dijo Jerker Holmberg.

– Vale. Como ya sabéis, el coche patrulla que robó ha sido encontrado esta mañana en Alingsås. Se hallaba aparcado en una bocacalle, a unos trescientos cincuenta metros de la estación de trenes. No nos consta que nadie haya denunciado el robo de un coche en la zona.

– ¿Cómo está la situación?

– Tenemos vigilados los trenes que llegan a Estocolmo y Malmö. Hemos emitido una orden nacional de busca y captura e informado a la policía de Noruega y Dinamarca. Ahora mismo habrá unos treinta policías trabajando en la investigación y, naturalmente, todo el cuerpo mantiene los ojos bien abiertos.

– ¿Pistas?

– De momento ninguna. Pero una persona con un aspecto tan llamativo como el de Niedermann no debe de ser imposible de localizar.

– ¿Alguien conoce el estado de Fredrik Torstensson? -preguntó uno de los inspectores de delitos violentos.

– Está en Sahlgrenska. Se encuentra herido de gravedad, más o menos como si hubiese sufrido un accidente de tráfico. Resulta difícil creer que una persona sea capaz de causar esas lesiones tan sólo con sus manos. Aparte de alguna que otra fractura en las piernas y unas cuantas costillas rotas, tiene una vértebra del cuello dañada y corre el riesgo de quedarse parcialmente paralizado.

Todos se quedaron reflexionando un instante sobre el estado de su colega hasta que Spångberg volvió a tomar la palabra. Se dirigió a Erlander:

– ¿Qué es lo que en realidad ocurrió en Gosseberga?

– Lo que ocurrió en Gosseberga se llama Thomas Paulsson.

Varios de los que participaban en la reunión emitieron un quejido al unísono.

– ¿No hay nadie que pueda jubilar a ese tío? Es una puta catástrofe andante.

– Conozco muy bien a Paulsson -dijo Monica Spångberg con un tono de voz grave-. Pero no he oído ninguna queja sobre él durante el último… bueno, durante los últimos dos años.

– El jefe de policía de allí arriba es un viejo amigo de Paulsson y lo habrá estado protegiendo. Con las mejores intenciones, dicho sea de paso; esto no es ninguna crítica contra él. Pero anoche Paulsson se comportó de una forma muy rara y varios compañeros me informaron de ello.

– ¿Qué es lo que hizo?

Marcus Erlander miró de reojo a Sonja Modig y a Jerker Holmberg. Se sentía manifiestamente avergonzado de tener que sacar a relucir ante sus colegas de Estocolmo las carencias de la organización.

– Creo que lo más raro que hizo fue poner a un técnico forense a hacer un inventario de todo lo que había en el leñero donde encontramos a ese Zalachenko.

– ¿Un inventario del leñero? -preguntó Spångberg.

– Sí… bueno… que quería saber el número exacto de leños que había. Para que el informe fuese correcto.

Un elocuente silencio se apoderó del despacho antes de que Erlander se apresurara a seguir.

– Y esta mañana ha salido a la luz que Paulsson está tomando al menos dos psicofármacos que se llaman Xanor y Efexor. Se supone que debería estar de baja, pero ha ocultado su estado a sus colegas.

– ¿Qué estado? -preguntó Spångberg con un tono incisivo.

– No lo sé con certeza; el médico se acoge al secreto profesional, ya sabéis, pero los psicofármacos son, por una parte, un potente ansiolítico y, por otra, un estimulante. Anoche, simple y llanamente, estaba como una moto.

– ¡Dios mío! -exclamó con énfasis Spångberg. La expresión de su rostro fue como la tormenta que acababa de pasar por Gotemburgo esa misma madrugada-. Quiero hablar con Paulsson. Ahora mismo.

– Creo que va a ser un poco difícil. Esta mañana se ha caído en redondo y se lo han llevado al hospital por agotamiento. Hemos tenido la terrible mala suerte de que se diera la casualidad de que él tenía guardia.

– Una pregunta -dijo el jefe de la brigada de delitos violentos-: ¿Es verdad que anoche Paulsson detuvo a Mikael Blomkvist?

– Ha entregado un informe y lo ha denunciado por insultos, tenencia ilícita de armas y oponer resistencia a un funcionario público.

– ¿Y Blomkvist qué dice?

– Reconoce los insultos, pero afirma que lo hizo en legítima defensa. Vamos, que quiso impedir a toda costa que Torstensson y Andersson fueran a detener a Niedermann sin más refuerzos.

– ¿Testigos?

– Pues… los agentes Torstensson y Andersson. Pero, si te soy sincero, no me creo ni un pelo lo que alega Paulsson en su denuncia; me extraña que Blomkvist se resistiera violentamente a la detención. No es más que una estrategia para defenderse de futuras denuncias por parte de Blomkvist.

– ¿Quieres decir que Blomkvist, sin ayuda de nadie, pudo con Niedermann? -preguntó la fiscal Agneta Jervas.

– Amenazándolo con un arma.

– De modo que Blomkvist tenía un arma… Entonces la detención, a pesar de todo, estaba justificada. ¿Y de dónde la sacó?

– No quiere hacer declaraciones al respecto sin hablar antes con un abogado. Pero Paulsson detuvo a Blomkvist cuando intentó entregar el arma a la policía.

– ¿Puedo presentar una propuesta informal? -terció Sonja Modig prudentemente.

Todos la miraron.

– En el transcurso de la investigación he visto a Mikael Blomkvist en varias ocasiones y mi evaluación es que, para ser periodista, se trata de una persona bastante sensata. Supongo que eres tú la que debe tomar la decisión de procesarlo o no… -comentó, mirando a Agneta Jervas, quien asintió con la cabeza-. En ese caso: lo de los insultos y la resistencia no son más que tonterías, así que supongo que eso lo desestimarás automáticamente.

– Es muy probable. Pero lo de la tenencia ilícita de armas es algo más serio.

– Yo propondría que esperaras un poco antes de apretar el gatillo. Blomkvist ha ensamblado sólito todas las piezas de este puzle y nos saca mucha ventaja. Nos resulta de mucha más utilidad llevarnos bien y colaborar con él que incitarlo a que ejecute a todo el cuerpo de policía en los medios de comunicación.

Se calló. Unos segundos después, Marcus Erlander carraspeó. Si Sonja Modig podía dar la cara, él no quería ser menos.

– La verdad es que estoy de acuerdo. Yo también veo a Blomkvist como una persona que tiene la cabeza en su sitio. Y le he pedido perdón por cómo lo trataron anoche. Parece dispuesto a hacer borrón y cuenta nueva.

– Además, es un hombre con principios: ha dado con la vivienda de Lisbeth Salander, pero se niega a decir dónde está. No le da miedo entrar en un debate abierto con la policía… y se encuentra en una posición en la que lo que él diga tendrá el mismo peso en los medios de comunicación que cualquier denuncia de Paulsson.

– Pero ¿se niega a dar información sobre Salander a la policía?

– Dice que le preguntemos directamente a Lisbeth.

– ¿Qué arma es? -inquirió Jervas.

– Una Colt 1911 Government. El número de serie es desconocido. Se la he enviado a los forenses y aún no sabemos si se ha cometido algún crimen con ella en Suecia. En ese caso, evidentemente, el asunto adquiriría un cariz distinto.

Monica Spångberg levantó el bolígrafo.

– Agneta, tú decides si quieres instruir un sumario contra Blomkvist. Te sugiero que esperes al informe forense. Sigamos. Ese tipo, Zalachenko… Vosotros, que venís de Estocolmo: ¿qué nos podéis contar sobre él?

– La verdad es que hasta ayer por la tarde nunca habíamos oído hablar ni de Zalachenko ni de Niedermann -contestó Sonja Modig.

– Yo pensaba que en Estocolmo estabais persiguiendo a una banda satánica de lesbianas -dijo uno de los policías de Gotemburgo.

Algunos de los otros sonrieron. Jerker Holmberg se examinó las uñas. Fue Sonja Modig la que tuvo que hacerse cargo de la pregunta.

– Que esto no salga de aquí, pero supongo que puedo revelar que también nosotros tenemos a nuestro propio «Thomas Paulsson» en la brigada; lo de la banda satánica de lesbianas es más bien una pista paralela que salió de él.

Acto seguido, Sonja Modig y Jerker Holmberg dedicaron más de media hora a dar cuenta de todo lo que había ido surgiendo en la investigación.

Cuando terminaron, un prolongado silencio invadió la mesa.

– Si lo de Gunnar Björck es cierto, menuda le espera a la Säpo -acabó sentenciando el jefe adjunto de la brigada de delitos violentos.

Todos asintieron. Agneta Jervas levantó la mano.

– Si lo he entendido bien, vuestras sospechas se basan, en gran medida, en suposiciones e indicios. Como fiscal, me preocupa un poco la ausencia de pruebas concretas.

– Somos conscientes de eso -respondió Jerker Holmberg-. En líneas generales creemos saber qué ocurrió, pero nos quedan bastantes dudas por aclarar.

– Tengo entendido que andáis ocupados excavando en las afueras de Södertälje -dijo Spångberg-. En realidad, ¿de cuántos asesinatos estamos hablando en toda esta historia?

Jerker Holmberg parpadeó dando muestras de cansancio.

– Empezamos con tres asesinatos en Estocolmo; son los crímenes por los que buscábamos a Lisbeth Salander: el abogado Bjurman, el periodista Dag Svensson y la doctoranda Mia Bergman. Por lo que respecta a las inmediaciones del almacén de Nykvarn, ya hemos encontrado tres tumbas. Hemos identificado a un conocido camello y ladrón que apareció descuartizado en una de ellas. En otra hemos hallado a una mujer que aún no ha sido identificada. Y todavía no nos ha dado tiempo a excavar la tercera. Al parecer, es la más antigua. Además, Mikael Blomkvist ha vinculado todo esto con el crimen de una prostituta cometido en Södertälje hace ya algunos meses.

– Así que con el del agente Gunnar Andersson en Gosseberga ya van, por lo menos, ocho asesinatos… Es una cifra aterradora. ¿Hemos de creer que ese Niedermann es el autor de todos ellos? Quiero decir: ¿estaríamos hablando de un auténtico loco y asesino en masa?

Sonja Modig y Jerker Holmberg se intercambiaron las miradas. Ahora la cuestión era saber hasta dónde estaban dispuestos a llegar en sus afirmaciones. Al final, Sonja Modig tomó la palabra:

– Aunque carecemos de pruebas reales y concretas, la verdad es que mi jefe (o sea, el inspector Jan Bublanski) y yo nos inclinamos a creer que Blomkvist tiene razón al afirmar que los tres primeros asesinatos fueron perpetrados por Niedermann. Eso significaría que Salander es inocente. En cuanto a las tumbas de Nykvarn, Niedermann está relacionado con el lugar a consecuencia del secuestro de la amiga de Salander, Miriam Wu. No cabe duda de que ella estaba en la lista y de que había una cuarta tumba esperándola. Pero el almacén en cuestión es propiedad de un familiar del líder de Svavelsjö MC, y mientras ni siquiera hayamos podido identificar los restos las conclusiones tendrán que esperar.

– Ese ladrón al que habéis identificado…

– Kenneth Gustafsson, cuarenta y cuatro años, un conocido camello y una persona ya conflictiva desde su adolescencia. A bote pronto, yo diría que se trata de algún tipo de ajuste de cuentas interno. Svavelsjö MC está relacionado con toda clase de actividades delictivas, entre otras, la distribución de metanfetamina. Vamos, que bien podría ser un cementerio en medio del bosque para todo aquel que haya acabado mal con Svavelsjö MC. Pero…

– ¿Qué?

– La prostituta que fue asesinada en Södertälje… se llamaba Irina Petrova y tenía veintidós años.

– Ya.

– La autopsia reveló que la sometieron a un maltrato sumamente brutal, y los daños que presentaba eran similares a los que tendría alguien que hubiera sido golpeado con un bate de béisbol o algo parecido. Pero las lesiones resultaban ambiguas y el forense no pudo determinar qué tipo de herramienta es el que se podría haber usado. La verdad es que Blomkvist hizo una observación bastante aguda: los daños sufridos por Irina Petrova se podrían haber infligido perfectamente con las manos…

– ¿Niedermann?

– Es una suposición razonable. Pero seguimos sin tener pruebas.

– ¿Y por dónde vamos a continuar? -preguntó Spångberg.

– Debo hablar con Bublanski, pero el siguiente paso lógico sería interrogar a Zalachenko. Por lo que a nosotros respecta, nos interesa averiguar qué sabe él sobre los asesinatos de Estocolmo, aunque imagino que, en vuestro caso, se trata de coger a Niedermann.

Uno de los inspectores de delitos violentos de Gotemburgo levantó un dedo.

– ¿Puedo preguntar… qué es lo que se ha encontrado en esa granja de Gosseberga?

– Muy poca cosa. Hemos dado con cuatro armas de fuego: una Sig Sauer que estaba desmontada y a medio engrasar en la mesa de la cocina; una P-83 Wanad polaca en el suelo, junto al banco de la cocina; una Colt 1911 Government, la pistola que Blomkvist le intentó entregar a Paulsson, y, por último, una Browning del calibre 22, un arma que, dentro de ese conjunto, habrá que considerar más bien como una pistola de juguete. Sospechamos que se trata del arma con la que dispararon a Lisbeth Salander, ya que ella sigue viva con una bala en el cerebro.

– ¿Algo más?

– Hemos confiscado una bolsa con unas doscientas mil coronas. Estaba en la planta superior, en una habitación utilizada por Niedermann.

– ¿Y estáis seguros de que se trata de su cuarto?

– Bueno, la ropa que había era de la talla XXL. La de Zalachenko será la M, como mucho.

– ¿Hay algo que vincule a Zalachenko con alguna actividad delictiva? -preguntó Jerker Holmberg.

Erlander negó con la cabeza.

– Eso depende, claro está, de cómo interpretemos la ley de armas de fuego. Pero aparte de las armas y del hecho de que Zalachenko tuviera instalado un sofisticadísimo sistema de vigilancia con cámaras por toda la zona, no hemos encontrado nada que diferenciase a la granja de Gosseberga de la casa de cualquier campesino de los alrededores. Es una casa decorada de modo muy espartano.

Poco antes de las doce, un policía uniformado llamó a la puerta y le entregó un papel a la jefa adjunta de la policía de la región, Monica Spångberg. Ella levantó un dedo.

– Me comunican que una persona ha desaparecido en Alingsås: Anita Kaspersson, veintisiete años de edad y auxiliar dental. Salió de su domicilio a las 7.30 horas de la mañana. Dejó a su hijo en una guardería y se supone que tenía que haber llegado a su lugar de trabajo antes de las ocho. Pero no lo ha hecho. Trabaja en la consulta de un dentista particular, a unos ciento cincuenta metros del lugar donde se encontró el coche patrulla robado.

Erlander y Sonja Modig consultaron sus relojes al mismo tiempo.

– Pues nos lleva cuatro horas de ventaja. ¿Qué coche es?

– Un Renault azul oscuro de 1991. Aquí está la matrícula.

– Lanza inmediatamente una orden nacional de búsqueda del coche. A estas alturas puede encontrarse en cualquier lugar situado entre Oslo, Malmö y Estocolmo.

Tras unos cuantos comentarios más, dieron por concluida la reunión con la decisión de que Sonja Modig y Marcus Erlander fueran juntos a interrogar a Zalachenko.


Henry Cortez frunció el ceño y siguió a Erika Berger con la mirada cuando ésta salió de su despacho y desapareció rumbo a la cocina. Apareció al cabo de un rato con un mug de café y se metió de nuevo en el despacho. Cerró la puerta.

Henry Cortez no acababa de ver claro qué era lo que le pasaba a Erika. Millennium era un pequeño lugar de trabajo de esos donde los colaboradores llegan a establecer una relación bastante estrecha. Llevaba cuatro años trabajando a tiempo parcial en la revista y durante ese tiempo había sido testigo de unas tremendas tormentas, en particular durante ese período en el que Mikael Blomkvist cumplió tres meses de cárcel por difamación y la revista estuvo a punto de irse a pique. También vivió los asesinatos del colaborador Dag Svensson y de su novia, Mia Bergman.

Durante todas esas tormentas, Erika Berger había sido una roca a la que nada parecía poder alterar. No le extrañaba lo más mínimo que esa misma mañana ella lo hubiera llamado y despertado muy temprano -al igual que a Lottie Karim- para que se pusiera a trabajar. El asunto Salander había estallado y Mikael Blomkvist se había visto envuelto de repente en el asesinato de un policía en Gotemburgo. Hasta ahí todo estaba claro. Lottie Karim se había instalado en la jefatura de policía para intentar conseguir alguna información que mereciera la pena. Henry se había pasado la mañana haciendo llamadas telefónicas para ver si podía ensamblar las piezas del puzle de lo acaecido esa noche. Blomkvist no contestó al móvil, pero gracias a toda una serie de diversas fuentes, ahora Henry tenía una imagen bastante clara de lo sucedido.

Erika Berger, sin embargo, había estado ausente en espíritu durante toda la mañana. Era muy raro que ella cerrara la puerta de su despacho; eso sólo ocurría, casi exclusivamente, cuando recibía visitas o cuando se ponía a trabajar de lleno en algún tema. Esa mañana no había tenido ninguna visita y no se encontraba trabajando en nada. Las veces que Henry llamó a su puerta para ponerla al corriente de las novedades la halló sentada en una silla, junto a la ventana, sumida en sus pensamientos y contemplando, aparentemente sin ganas, el río de gente que pasaba por Götgatan. No prestaba atención a lo que Henry le decía. Le pasaba algo.

El timbre de la puerta interrumpió sus reflexiones. Fue a abrir y se topó con Annika Giannini. Henry Cortez había visto a la hermana de Mikael Blomkvist en varias ocasiones, pero no la conocía muy bien.

– Hola, Annika -dijo-. Mikael no está aquí hoy.

– Ya lo sé. Venía a ver a Erika.

Desde su silla, situada junto a la ventana, Erika Berger levantó la vista y volvió en sí en cuanto Henry dejó pasar a Annika.

– Hola -dijo-. Mikael no está aquí hoy.

Annika sonrió.

– Ya lo sé. Me he acercado para ver el informe de Björck. Micke me ha pedido que le eche un vistazo por si represento a Salander.

Erika asintió. Se levantó y cogió una carpeta de su mesa de trabajo.

Cuando ya estaba a punto de irse, Annika dudó un instante. Luego cambió de opinión y se sentó frente a Erika.

– Bueno, ¿y a ti qué te pasa?

– Voy a dejar Millennium. Y no he sido capaz de contárselo a Mikael. Él ha estado tan liado con toda esa historia de Salander que nunca he visto el momento, y no puedo contárselo a los demás hasta que no se lo haya dicho a él. Y me siento fatal.

Annika Giannini se mordió el labio inferior.

– Y ahora me lo estás contando a mí. ¿Qué vas a hacer?

– Voy a ser redactora jefe del Svenska Morgon-Posten.

– ¡Vaya! Pues en ese caso, creo que lo mejor es que te felicite y que nos olvidemos de las lágrimas y las lamentaciones.

– Ya, pero no pensaba terminar mis días en Millennium de esta manera, en medio de este maldito caos. La oferta apareció como un relámpago en medio de un cielo claro y no puedo decir que no. Es una oportunidad única. Me lo propusieron justo antes de que mataran a Dag y a Mia, pero con el jaleo que ha habido aquí desde entonces se lo he ocultado a todo el mundo. Y ahora tengo unos remordimientos que no veas.

– Entiendo. Y además te da miedo contárselo a Micke.

– Todavía no se lo he dicho a nadie. Creía que no iba a empezar en el SMP hasta después del verano y que ya habría tiempo de contarlo. Pero ahora quieren que empiece cuanto antes.

Se calló y, al mirar a Annika, casi se puso a llorar.

– En la práctica, ésta será mi última semana en Millennium. La próxima estaré de viaje y luego… necesitaré una semana de vacaciones para recargar las pilas. Y el uno de mayo empezaré en el SMP.

– ¿Y qué habría pasado si te hubiese atropellado un coche? De la noche a la mañana se habrían quedado sin redactora jefe.

Erika levantó la mirada.

– Pero no me ha atropellado ningún coche. Lo he ocultado conscientemente durante varias semanas.

– Entiendo que estés pasando por unos momentos difíciles, aunque me da la sensación de que Micke, Christer y los demás sabrán hacer frente a la situación. Pero creo que deberías contárselo enseguida.

– Sí, pero hoy tu maldito hermano está en Gotemburgo. Estará durmiendo y por eso no contesta al teléfono.

– Ya lo sé. Pocas personas son tan expertas en no coger el teléfono como Mikael. Pero ahora no se trata de ti y de Micke. Sé que lleváis unos veinte años trabajando juntos y que os habéis enrollado y todo eso, pero tienes que pensar en Christer y el resto de la redacción.

– Pero Mikael va a…

– Micke va a poner el grito en el cielo. Seguro. Pero si después de veinte años no es capaz de entender que te hayas metido en este lío, no se merece todo ese tiempo que le has dedicado.

Erika suspiró.

– ¡Venga, anímate! Llama a Christer y al resto de la redacción. Ahora mismo.


Christer Malm se quedó algo aturdido durante unos segundos después de que Erika Berger hubiera informado a los colaboradores de Millennium en la pequeña sala de reuniones. Los convocó con unos cuantos minutos de antelación, justo cuando -como era habitual los viernes- él ya se disponía a salir un poco antes. Miró por el rabillo del ojo a Henry Cortez y Lottie Karim, que estaban tan asombrados como él. La secretaria de redacción, Malin Eriksson, tampoco sabía nada, al igual que la reportera Monica Nilsson y el jefe de marketing, Sonny Magnusson. El único que faltaba era Mikael Blomkvist, que se encontraba en Gotemburgo.

«¡Dios mío! Mikael no sabe nada -pensó Christer Malm-. Me pregunto cómo va a reaccionar.»

Luego se percató de que Erika Berger había dejado de hablar y de que un profundo silencio se había apoderado de la sala. Se sacudió la cabeza, se levantó y le dio un abrazo y un beso en la mejilla.

– ¡Felicidades, Ricky! -le dijo-. ¡Redactora jefa del SMP! No está nada mal dar un salto así desde esta pequeña embarcación.

Henry Cortez volvió en sí e inició un aplauso espontáneo. Erika levantó las manos.

– Para -dijo-. Hoy no me merezco ningún aplauso.

Hizo una breve pausa y miró uno por uno a todos los colaboradores de la pequeña redacción.

– Veréis… Siento muchísimo el giro que han tomado las cosas. Hace ya varias semanas que os lo quería contar, pero con todo el caos que se formó a raíz de los asesinatos quedó eclipsado. Mikael y Malin han trabajado como posesos y… bueno, simplemente no se ha presentado la ocasión. Y por eso hemos llegado a esto.

Malin Eriksson se dio cuenta con una clarividencia aterradora de las pocas personas que en realidad componían la redacción y del terrible vacío que dejaría Erika. Pasara lo que pasase, o estallara el caos que estallase, ella había sido el pilar en el que Malin se había podido apoyar, siempre firme e inalterable ante el temporal. Bueno, pues… no era de extrañar que el Dragón Matutino la hubiera contratado. Pero ¿qué iba a ocurrir ahora? Erika siempre había sido una persona clave en Millennium.

– Hay algunos temas que debemos aclarar. Entiendo perfectamente que todo esto os cree cierta inquietud. No ha sido ésa mi intención. En absoluto. Pero ahora las cosas son como son. En primer lugar: no abandonaré Millennium del todo; seguiré siendo copropietaria y participaré en las reuniones de la junta directiva. Aunque, como es lógico, no tendré nada que ver con el trabajo de redacción: eso podría crear un conflicto de intereses.

Christer Malm asintió pensativo.

– Segundo: oficialmente acabo el último día de abril. Pero en la práctica hoy es mi último día de trabajo; como ya sabéis, la próxima semana estaré de viaje, algo ya previsto desde hace mucho tiempo. Y he decidido que no voy a regresar para retomar el mando tan sólo unos cuantos días.

Guardó silencio durante un breve instante.

– El próximo número está en el ordenador, terminado. Quedan algunas cosillas por arreglar. Será mi último número. Luego otro redactor jefe tendrá que tomar el relevo. Esta misma noche dejaré libre mi mesa de trabajo.

Se hizo un denso silencio.

– Todavía hemos de tratar y decidir en la junta quién me sustituirá como redactor jefe. Pero también es algo que debéis hablar vosotros en la redacción.

– Mikael -dijo Christer Malm.

– No. Cualquier otro menos Mikael. Sería la peor elección posible. Como editor responsable resulta perfecto, y es cojonudo deshaciendo y recomponiendo textos imposibles para publicarlos. Su papel es el de frenarlo todo. El redactor jefe tiene que ser alguien que se lance al ataque de manera ofensiva. Además, Mikael tiende a enterrarse en sus propias historias y a ausentarse durante semanas. Rinde más cuando la cosa está que arde, pero por lo que respecta al día a día es un desastre. Ya lo sabéis.

Christer Malm asintió.

– Si Millennium ha funcionado hasta ahora es porque tú y Mikael os complementáis.

– No sólo por eso -añadió Erika-. Supongo que os acordáis de cuando Mikael se pasó casi un maldito año entero de morros allí arriba, en Hedestad. Millennium funcionó sin él, al igual que la revista tendrá que hacerlo ahora sin mí.

– De acuerdo. ¿Y qué propones?

– Mi idea era que tú ocuparas mi puesto, Christer…

– Ni hablar -contestó Christer Malm, haciendo un gesto de rechazo con las manos.

– … pero como ya sabía que ibas a decir que no, se me ha ocurrido otra solución: Malin, a partir de hoy empezarás como redactora jefa en funciones.

– ¿Yo? -preguntó Malin, asombrada.

– Sí, tú. Como secretaria de redacción has sido cojonuda.

– Pero yo…

– Inténtalo. Esta noche dejaré libre mi mesa; podrías trasladarte el lunes por la mañana. El número de mayo está casi terminado: nos lo hemos currado mucho. En junio saldrá un número doble y luego viene el mes de vacaciones. Si no funciona, la junta tendrá que buscar a otra persona en agosto. Henry, tú pasarás a jornada completa y sustituirás a Malin como secretario de redacción. Aparte de eso deberéis reclutar a algún que otro colaborador. Pero ésa es ya una elección vuestra y de la junta.

Se calló un instante y contempló pensativa a todo el grupo.

– Otra cosa: yo voy a trabajar en otro periódico. Puede que en la práctica el SMP y Millennium no sean competidores, pero yo no quiero saber nada más de lo que ya sé sobre el contenido del próximo número. A partir de ahora todo eso lo deberéis tratar con Malin.

– ¿Y qué hacemos con la historia de Salander? -preguntó Henry Cortez.

– Pregúntaselo a Mikael. Yo sé cosas de Salander, pero las meteré en un saco. No me llevaré la historia al SMP.

De repente, Erika sintió un enorme alivio.

– Eso es todo -dijo. Terminó la reunión, se levantó y, sin más comentarios, regresó a su despacho.

La redacción permaneció en silencio. Hasta pasada una hora Malin Eriksson no llamó a su puerta.

– Hola.

– ¿Sí?

– La redacción quiere decirte algo.

– ¿Qué?

– Aquí fuera.

Erika se levantó y se acercó a la puerta. Habían montado una mesa con tarta y café.-Más adelante haremos una fiesta en condiciones para celebrarlo -dijo Christer Malm-. Pero, de momento, tendremos que contentarnos con café y tarta.

Erika Berger sonrió por primera vez en el día.

Capítulo 3 Viernes, 8 de abril – Sábado, 9 de abril

Alexander Zalachenko llevaba ocho horas despierto cuando Sonja Modig y Marcus Erlander lo visitaron alrededor de las siete de la tarde. Había sido una operación bastante importante, en la cual una parte considerable del hueso de la mejilla se había ajustado y fijado con tornillos de titanio. Tenía la cabeza tan vendada que sólo se le veía el ojo izquierdo. Un médico les explicó que el hachazo no sólo le había destrozado el malar y dañado el hueso frontal, sino que también le había arrancado un buen trozo de carne del lado derecho de la cara y desplazado la cuenca ocular. Las lesiones le causaron un enorme dolor. Tuvieron que suministrarle grandes dosis de analgésicos, pero, aun así, Zalachenko estaba relativamente lúcido y podía hablar. No obstante, la policía no debía cansarle.

– Buenas tardes, señor Zalachenko -saludó Sonja Modig para, acto seguido, identificarse y presentar a su colega Erlander.

– Me llamo Karl Axel Bodin -consiguió decir Zalachenko entre dientes y con no poco esfuerzo. Su voz parecía tranquila.

– Sé perfectamente quién es usted. He leído el expediente de la Säpo.

Algo que no era del todo cierto, ya que la Säpo seguía sin entregar ni un solo papel sobre Zalachenko.

– De eso hace ya mucho tiempo -respondió Zalachenko-. Ahora soy Karl Axel Bodin.

– ¿Cómo se encuentra? -continuó Modig-. ¿Está en condiciones de mantener una conversación?

– Quiero denunciar un delito. He sido víctima de un intento de asesinato por parte de mi propia hija.

– Ya lo sabemos. Ese tema se investigará en su debido momento -precisó Erlander-, pero ahora tenemos cosas más importantes de las que hablar.

– ¿Qué puede ser más importante que un intento de asesinato?

– Queremos tomarle declaración con respecto a tres asesinatos cometidos en Estocolmo, al menos otros tres en Nykvarn, y también acerca de un secuestro.

– No sé nada de eso. ¿Quién ha sido asesinado?

– Señor Bodin, tenemos argumentos muy sólidos para sospechar que su socio, Ronald Niedermann, de treinta y siete años de edad, es culpable de todos esos actos -dijo Erlander-. Y además, anoche asesinó a un agente de policía de Trolhättan.

A Sonja Modig le sorprendió un poco que Erlander complaciera a Zalachenko utilizando el apellido Bodin para dirigirse a él. Zalachenko volvió ligeramente la cabeza, de modo que pudo ver a Erlander. Su voz se suavizó:

– Lo… lo siento. No sé nada de Niedermann. Yo no he matado a ningún policía. Anoche yo mismo fui víctima de un intento de asesinato.

– De momento estamos buscando a Ronald Niedermann. ¿Tiene alguna idea de dónde podría esconderse?

– No sé en qué círculos se mueve. Yo…

Zalachenko dudó unos segundos. Su voz adquirió un tono más confidencial.

– Debo reconocer… entre nosotros… que en más de una ocasión he estado preocupado por Niedermann.

Erlander se inclinó un poco hacia delante.

– ¿Qué quiere decir?

– Me he dado cuenta de que puede ser una persona violenta. De hecho me da miedo.

– ¿Quiere decir que se ha sentido amenazado por Niedermann? -preguntó Erlander.

– Eso es. Soy un hombre mayor. No puedo defenderme.

– ¿Podría explicarme cómo es su relación con Niedermann?

– Soy un minusválido -comentó Zalachenko, señalando su pie-. Esta es la segunda vez que mi hija intenta matarme. Contraté a Niedermann como ayudante hace ya muchos años. Creí que me podría defender… pero en realidad se ha apoderado de mi vida. Va y viene como le da la gana; a mí no me hace caso.

– ¿Y cómo le ayuda? -intervino Sonja Modig-. ¿Haciendo las cosas que usted no puede hacer?

Con el único ojo que le quedaba visible, Zalachenko le lanzó una prolongada mirada a Sonja Modig.

– Tengo entendido que hace diez años Lisbeth Salander le arrojó una bomba incendiaria en el coche -dijo Sonja Modig-. ¿Podría explicar qué la impulsó a hacer eso?

– Eso se lo tendrá que preguntar a mi hija. Está mal de la cabeza.

Su voz volvió a adquirir un tono hostil.

– ¿Quiere decir que no se le ocurre ninguna razón por la que Lisbeth Salander le atacara en 1991?

– Mi hija es una enferma mental. Hay documentos que lo demuestran.

Sonja Modig ladeó la cabeza. Se dio cuenta de que cuando ella hacía las preguntas Zalachenko contestaba de un modo considerablemente más agresivo y adverso. Se percató de que Erlander también lo había notado. De acuerdo… Good cop, bad cop. Sonja Modig alzó la voz.

– ¿No cree que su comportamiento podría tener algo que ver con el hecho de que usted sometiera a su madre a un maltrato tan brutal que le llegó a ocasionar daños cerebrales irreparables?

Zalachenko contempló sin inmutarse a Sonja Modig.

– Eso son chorradas. Su madre era una puta. Lo más seguro es que fuera uno de sus clientes quien la golpeó. Yo sólo pasaba por allí por casualidad.

Sonja Modig arqueó las cejas.

– ¿Así que es usted completamente inocente?

– Por supuesto.

– Señor Zalachenko… A ver si lo he entendido bien: ¿me está diciendo que niega haber maltratado a su pareja de entonces, Agneta Sofia Salander, la madre de Lisbeth Salander, a pesar de que eso fuera objeto de un extenso informe, resultado de una investigación clasificada que realizó Gunnar Björck, su mentor en la Säpo por aquel entonces?

– A mí nunca me han condenado por nada. Ni siquiera me han procesado. Yo no puedo responder de lo que un loco de la Säpo se haya inventado en sus informes. Si yo fuera sospechoso, al menos deberían haberme interrogado.

Sonja Modig se quedó sin palabras. La verdad era que Zalachenko parecía sonreír bajo el vendaje.

– Así que quiero poner una denuncia contra mi hija. Ha intentado matarme.

Sonja Modig suspiró.

– Ahora empiezo a entender por qué Lisbeth Salander sintió la necesidad de estamparle un hacha en toda la cabeza.

Erlander aclaró la voz.

– Perdone, señor Bodin… quizá debamos volver a lo que sabe usted sobre las actividades de Ronald Niedermann.


Una vez fuera de la habitación de Zalachenko, Sonja Modig llamó por teléfono al inspector Jan Bublanski desde el pasillo.

– Nada -dijo.

– ¿Nada? -repitió inquisidor Bublanski.

– Ha denunciado a su hija por graves malos tratos e intento de asesinato. Afirma no tener nada que ver con los crímenes de Estocolmo.

– ¿Y cómo explica que Lisbeth Salander haya sido enterrada en su granja de Gosseberga?

– Dice que estaba resfriado y que se pasó la mayor parte del día durmiendo. Y que si alguien ha disparado contra Salander en Gosseberga, debe de haber sido obra de Ronald Niedermann.

– Vale. ¿Qué tenemos?

– Le dispararon con una Browning del calibre 22. Gracias a eso está viva. Hemos encontrado el arma. Zalachenko reconoce que es suya.

– De acuerdo. O sea, que es consciente de que vamos a encontrar sus huellas en la pistola.

– Exacto. Pero dice que la última vez que la vio estaba en el cajón de su escritorio.

– De modo que es muy posible que el bueno de Ronald Niedermann la cogiera mientras Zalachenko estaba durmiendo y que luego le disparara a Salander. ¿Podemos demostrar que no fue así?

Sonja Modig reflexionó unos segundos antes de contestar.

– Conoce muy bien la legislación sueca y los métodos de la policía. No confiesa absolutamente nada y usa a Niedermann como cabeza de turco. La verdad es que no sé lo que podemos probar. Le he pedido a Erlander que mande su ropa al laboratorio para que investiguen si hay rastros de pólvora, aunque lo más probable es que diga que estuvo practicando el tiro hace un par de días.


Lisbeth Salander percibió un aroma de almendras y etanol. Era como si tuviera alcohol en la boca; intentó tragar y sintió que su lengua estaba dormida y paralizada. Quiso abrir los ojos pero no pudo. A lo lejos, oyó una voz que parecía dirigirse a ella, aunque no fue capaz de discernir las palabras. Algo después, la percibió clara y nítidamente:

– Creo que se está despertando.

Notó que alguien le tocaba la frente e intentó apartar la intrusa mano con un movimiento de brazo. En ese mismo instante, experimentó un intenso dolor en el hombro izquierdo. Se relajó.

– ¿Me oyes?

Lárgate.

– ¿Puedes abrir los ojos?

¿Quién es este idiota de mierda que me da la lata?

Finalmente abrió los ojos. Al principio sólo vio extraños puntos de luz que acabaron por materializarse en una figura en medio de su campo de visión. Intentó enfocar la mirada pero la figura no hacía más que apartarse. Era como si hubiese cogido una cogorza de tres pares de narices y como si la cama no parara de inclinarse hacia atrás.

– Strstlln -pronunció.

– ¿Qué has dicho?

– Diota -dijo.

– Eso suena mejor. ¿Puedes volver a abrir los ojos?

Lo que abrió fueron dos finas ranuras. Vio una cara extraña y memorizó cada detalle. Un hombre rubio con unos ojos intensamente azules y un anguloso y torcido rostro.

– Hola. Me llamo Anders Jonasson. Soy médico. Estás en el hospital. Te han herido y te estás despertando de una operación. ¿Sabes cómo te llamas?

– Pschalandr -dijo Lisbeth Salander.

– De acuerdo. ¿Me puedes hacer un favor? ¿Podrías contar hasta diez?

– Uno, dos, cuatro… no… tres, cuatro, cinco, seis…

Luego volvió a dormirse.

Sin embargo, el doctor Anders Jonasson se quedó contento con la respuesta obtenida. Ella había dicho su nombre y empezado a contar. Eso indicaba que seguía teniendo relativamente intactas sus facultades intelectuales y que no se iba a despertar convertida en un vegetal. Apuntó la hora en la que despertó: 21.06, más de dieciséis horas después de la operación. Él había dormido gran parte del día y volvió a Sahlgrenska sobre las siete de la tarde. En realidad era su día libre, pero tenía papeleo atrasado.

Y no había podido resistir la tentación de pasar por la UVI y echarle un vistazo a la paciente en cuyo cerebro había hurgado esa misma madrugada.

– Dejadla dormir un poco más, pero controlad bien su electro. Temo que puedan aparecer inflamaciones o hemorragias en el cerebro. Pareció tener un dolor agudo en el hombro cuando intentó mover el brazo. Si se despierta, suministradle dos miligramos de morfina cada hora.

Una extraña euforia lo invadió cuando salió por la puerta principal del hospital de Sahlgrenska.


Faltaba poco para las dos de la mañana cuando Lisbeth Salander volvió a despertarse. Abrió lentamente los ojos y vio un haz de luz proveniente del techo. Unos minutos después, volvió la cabeza y se percató de que llevaba un collarín. Tenía un impreciso pero fastidioso dolor de cabeza y, al intentar mover el cuerpo, experimentó un intenso dolor en el hombro. Cerró los ojos.

Hospital, pensó. ¿Qué hago aquí?

Se sentía extremadamente agotada.

Al principio le costó concentrarse. Luego una serie de imágenes sueltas volvió a acudir a su memoria.

Durante unos cuantos segundos fue presa del pánico, cuando afluyó a su mente un torrente de fragmentos de recuerdos en los que se vio escarbando para salir de la tumba. Luego apretó con fuerza los dientes y se concentró en la respiración.

Constató que estaba viva. No sabía muy bien si eso era bueno o malo.

Lisbeth Salander no se acordaba con exactitud de lo sucedido, pero en su memoria guardaba un difuso mosaico de imágenes del leñero y de cómo, llena de rabia, levantó un hacha en el aire y se la hundió a su padre en toda la cara. Zalachenko. Ignoraba si estaba vivo o muerto.

No conseguía recordar qué había ocurrido con Niedermann. Tenía la vaga sensación de haberse sorprendido al verlo salir corriendo como si temiera por su vida, pero no entendía por qué.

De pronto, recordó que había visto a Kalle Blomkvist de los Cojones. No estaba segura de si había soñado todo eso o no, pero se acordaba de una cocina -sería la de Gosseberga- y de que le había parecido que fue él quien se acercó a ella. Habrá sido una alucinación.

Los acontecimientos de Gosseberga se le antojaron ya muy lejanos o, tal vez, un absurdo sueño. Se concentró en el presente.

Estaba herida. No hacía falta que nadie se lo contara. Levantó la mano derecha y se palpó la cabeza. Estaba llena de vendas. Y de repente recordó. Niedermann. Zalachenko. El puto viejo también llevaba un arma. Una Browning del calibre 22, que, comparada con todas las demás pistolas, había que considerar bastante inofensiva. Por eso estaba viva.

Me disparó en la cabeza. Pude meter el dedo en el agujero de entrada y tocar mi cerebro.

La sorprendía estar viva. Constató que se sentía extrañamente despreocupada y que, en realidad, le daba igual. Si la muerte era ese negro vacío del que acababa de despertarse, entonces no había nada de lo que preocuparse. Nunca notaría la diferencia.

Con esa esotérica reflexión cerró los ojos para volver a dormirse.


Sólo llevaba un par de minutos adormilada cuando percibió unos movimientos y entreabrió ligeramente los párpados. Vio cómo una enfermera de uniforme blanco se inclinaba sobre ella. Cerró los ojos y se hizo la dormida.

– Me parece que estás despierta -dijo la enfermera.

– Mmm -murmuró Lisbeth Salander.

– Hola, me llamo Marianne. ¿Entiendes lo que te digo?

Lisbeth intentó asentir, pero se dio cuenta de que su cabeza estaba inmovilizada por el collarín.

– No, no intentes moverte. No tengas miedo. Te han herido y te han operado.

– ¿Me puedes dar agua?

Marianne se la dio con ayuda de una pajita. Mientras bebía, Lisbeth Salander se percató de que una persona más había aparecido a su izquierda.

– Hola, Lisbeth. ¿Me oyes?

– Mmm -contestó Lisbeth.

– Soy la doctora Helena Endrin. ¿Sabes dónde estás?

– Hospital.

– Estás en el hospital Sahlgrenska de Gotemburgo. Te han operado y estás en la UVI.

– Mmm.

– No tengas miedo.

– Me han disparado en la cabeza.

La doctora Endrin dudó un instante.

– Correcto. ¿Recuerdas lo que ocurrió?

– El puto viejo tenía una pistola.

– Eh… sí, eso es.

– Calibre 22.

– ¿Ah, sí? No lo sabía.

– ¿Estoy muy mal?

– Tu pronóstico es bueno. Has estado bastante mal, pero creemos que tienes muchas posibilidades de recuperarte del todo.

Lisbeth ponderó la información. Luego fijó a la doctora Endrin con la mirada: la veía borrosa.

– ¿Qué ha pasado con Zalachenko?

– ¿Con quién?

– Con ese puto viejo. ¿Está vivo?

– ¿Te refieres a Karl Axel Bodin?

– No. Me refiero a Alexander Zalachenko. Ese es su verdadero nombre.

– Eso ya no lo sé. Pero el hombre mayor que entró al mismo tiempo que tú está malherido, aunque fuera de peligro.

El corazón de Lisbeth se hundió ligeramente. Sopesó las palabras del médico.

– ¿Dónde está?

– En la habitación de al lado. Pero no te preocupes por él; preocúpate sólo de curarte tú.

Lisbeth cerró los ojos. Por un instante, pensó si tendría fuerzas para levantarse de la cama, buscar algo que le sirviera de arma y terminar lo que había empezado. Luego descartó esa idea. Apenas le quedaba energía para mantener abiertos los párpados. En otras palabras: había fracasado en su resolución de matar a Zalachenko. Se me va a escapar de nuevo.

– Quiero examinarte un momento. Después te dejaré dormir -dijo la doctora Endrin.


Mikael Blomkvist se despertó de golpe y sin ningún motivo aparente. No sabía dónde se encontraba. Tardó unos segundos en recordar que se había alojado en el City Hotel. La habitación se hallaba completamente a oscuras. Encendió la lámpara de la mesita de noche y miró el reloj: las dos y media de la madrugada. Había dormido quince horas sin interrupción.

Se levantó y fue al baño a orinar. Luego reflexionó durante un breve instante. Sabía que no podría volver a conciliar el sueño, de modo que se metió bajo la ducha. A continuación se vistió con unos vaqueros y un jersey color burdeos al que no le habría venido mal un lavado. Tenía un hambre de mil demonios, así que llamó a la recepción y preguntó si podía tomar un café y un sándwich a esas horas. No había ningún problema.

Se puso unos mocasines y una americana y bajó a la recepción a por el café y un sándwich, envuelto en plástico, de pan de centeno con queso y paté, que se subió a la habitación. Mientras comía, encendió su iBook y conectó la banda ancha. Entró en la página web del Aftonbladet. Como cabía esperar, la detención de Lisbeth Salander era la principal noticia. La información seguía siendo confusa pero, al menos, iba por el buen camino: se buscaba a Ronald Niedermann, de treinta y siete años, por el asesinato del agente. Y la policía también quería interrogarlo acerca de los asesinatos de Estocolmo. La policía aún no había revelado nada sobre el estado de Lisbeth Salander, y a Zalachenko ni lo nombraban. Sólo se hablaba del propietario de una finca de Gosseberga, y resultaba obvio que los medios de comunicación todavía lo consideraban una posible víctima.

Cuando Mikael terminó de leer, abrió el móvil y advirtió que tenía veinte mensajes. Tres de ellos le pedían que llamara a Erika Berger. Dos eran de Annika Giannini. Catorce provenían de otros tantos periodistas de distintos periódicos. Uno era de Christer Malm, que le había enviado un SMS muy directo: «Mejor que cojas el primer tren para casa».

Mikael frunció el ceño. Para ser de Christer Malm le resultó un mensaje raro. Lo había mandado a las siete de la tarde del día anterior. Reprimió el impulso de llamar y despertarlo a las tres de la mañana. En su lugar, consultó en la red el horario de trenes de SJ y vio que el primero para Estocolmo salía a las cinco y veinte.

Abrió un nuevo documento de Word. Después encendió un cigarrillo y se quedó quieto durante tres minutos mirando fijamente la pantalla vacía. Acto seguido, alzó los dedos y se puso a escribir:

Su nombre es Lisbeth Salander y Suecia la ha conocido por las ruedas de prensa de la policía y los titulares de los periódicos vespertinos Tiene veintisiete años de edad y mide un metro y medio. La han descrito como psicópata, asesina y lesbiana satánica. Apenas ha habido límites para las fantasías que se han vendido sobre su persona. En este número, Millennium cuenta la historia de como unos funcionarios del Estado conspiraron contra Lisbeth Salander para proteger a un asesino patológicamente enfermo.

Escribió de modo pausado y realizó pocos cambios en el primer borrador. Trabajó concentrado durante cincuenta minutos y durante ese tiempo rellenó más de dos hojas DIN A4 que, más que otra cosa, eran un resumen de la noche en la que encontró a Dag Svensson y Mia Bergman y de por qué la policía se centró en Lisbeth Salander como presunta asesina. Citó los titulares de los periódicos vespertinos sobre la banda satánica de lesbianas y las esperanzas de que los asesinatos contuvieran suculentos y morbosos ingredientes de sexo BDSM *.

Por último, consultó su reloj y cerró rápidamente el iBook Recogió sus cosas y bajó a la recepción. Pagó con una tarjeta de crédito y cogió un taxi hasta la estación de Gotemburgo.


Mikael Blomkvist fue inmediatamente al vagón restaurante y pidió café y un sándwich. Luego volvió a abrir su iBook y leyó el texto que había escrito. Se encontraba tan sumido en la forma de presentar la historia de Zalachenko que no se percató de la presencia de la inspectora Sonja Modig hasta que ella carraspeó y le preguntó si podía hacerle compañía. Mikael levantó la vista y cerró el portátil.

– ¿De vuelta a casa? -preguntó Modig.

Mikael dijo que sí con un movimiento de cabeza.

– Por lo que veo, tú también.

Ella asintió.

– Mi colega se queda un día más.

– ¿Sabes algo del estado de Lisbeth Salander? No he hecho más que dormir desde que nos separamos.

– Hasta anoche no se despertó. Pero los médicos piensan que va a sobrevivir y que se recuperará. Ha tenido una suerte increíble.

Mikael asintió. De repente se dio cuenta de que no había estado preocupado por ella; había dado por descontado que iba a sobrevivir. Cualquier otra cosa resultaba impensable.

– ¿Ha ocurrido algo más de interés? -preguntó.

Sonja Modig lo contempló dubitativa. Se preguntó hasta qué punto podría confiar en el reportero, que, de hecho, conocía más detalles de la historia que ella. Por otra parte, había sido ella la que se había sentado en la mesa de Mikael, y a esas alturas seguro que más de un centenar de reporteros ya habrían deducido lo que estaba sucediendo en la jefatura de policía.

– No quiero que me cites -dijo Sonja.

– Sólo pregunto por interés personal.

Ella asintió y le contó que la policía estaba realizando una intensa búsqueda de Ronald Niedermann a nivel nacional, en especial por la zona de Malmö.

– ¿Y Zalachenko? ¿Le habéis tomado declaración?

– Sí.

– ¿Y?

– No te lo puedo contar.

– Venga, Sonja. Voy a saber de qué estuvisteis hablando exactamente apenas una hora después de llegar a la redacción. No publicaré ni una sola palabra de lo que me cuentes.

Ella dudó un largo rato antes de que sus miradas se cruzaran.

– Ha puesto una denuncia contra Lisbeth Salander por haber intentado matarlo. Es posible que la detengan por graves malos tratos o por intento de homicidio.

– Y es muy probable que ella alegue legítima defensa.

– Eso espero -respondió Sonja Modig.

Mikael le echó una incisiva mirada.

– Ese comentario no me ha sonado muy policial -dijo, adoptando una actitud expectante.

– Bodin… Zalachenko es escurridizo como una anguila y siempre tiene una respuesta preparada. Estoy completamente convencida de que lo que ocurrió es más o menos lo que tú nos contaste ayer. Eso significa que, desde que tenía doce años, Salander ha sido víctima de una constante violación de sus derechos.

Mikael asintió.

– Ésa es la historia que voy a publicar -dijo.

– Una versión que no resultará muy popular entre cierta gente.

Ella volvió a dudar un instante. Mikael aguardaba.

– Hace media hora que he hablado con Bublanski. No me ha dicho gran cosa, pero parece ser que la instrucción del sumario contra Salander por los asesinatos de tus amigos se ha archivado. Ahora se están centrando en Niedermann.

– Lo cual quiere decir que…

Mikael dejó que la inconclusa frase quedara suspendida en el aire, flotando entre los dos. Sonja Modig se encogió de hombros.

– ¿Quién se encargará de la investigación de Salander?

– No lo sé. Supongo que la historia de Gosseberga le corresponde en primer lugar a Gotemburgo. Pero seguro que le encargan a alguien de Estocolmo que instruya el caso para procesarla.

– Entiendo. ¿Qué te juegas a que se la dan a la Säpo?

Ella negó con la cabeza.

Poco antes de Alingsås, Mikael se inclinó hacia ella.

– Sonja… creo que ya sabes cómo acabará todo esto. Si la historia de Zalachenko sale a la luz, estallará un escándalo de enormes dimensiones. Activistas de la Säpo han colaborado con un psiquiatra para encerrar a Salander en el manicomio. Lo único que pueden hacer es aferrarse a la afirmación de que Lisbeth Salander está loca de verdad y que su ingreso forzoso en 1991 estuvo justificado.

Sonja Modig hizo un gesto afirmativo.

– Voy a hacer todo lo que esté en mi mano para impedir que se salgan con la suya. Yo digo que Lisbeth Salander está tan cuerda como tú o como yo. Rara, eso sí, pero sus facultades mentales resultan incuestionables.

Sonja Modig volvió a asentir. Mikael hizo una pausa y la dejó asimilar lo que le acababa de comentar.

– Me haría falta alguien de dentro en quien poder confiar -dijo.

Sus miradas se cruzaron.

– Yo no tengo competencia para decidir si Lisbeth Salander está psíquicamente enferma o no -contestó ella.

– No, pero sí la tienes para evaluar si se han cometido contra ella abusos judiciales o no.

– ¿Y qué me propones?

– No pretendo que delates a tus colegas, pero si descubres que Lisbeth va a ser nuevamente objeto de una vulneración de sus derechos, quiero que me lo comuniques.

Sonja Modig permaneció callada.

– No quiero que me largues detalles que tengan que ver con aspectos técnicos de la investigación ni nada por el estilo. Actúa según tu propio criterio. Pero necesito saber lo que va a pasar con el proceso judicial de Lisbeth Salander.

– No se me ocurre mejor idea para que me echen del cuerpo.

– Serás una fuente. Jamás revelaré tu nombre ni te meteré en un aprieto.

Sacó un cuaderno y escribió una dirección de correo.

– Ésta es una dirección de Hotmail anónima. Si quieres contarme algo, utilízala. No uses tu correo particular, ni el oficial. Te recomiendo que crees una cuenta temporal de Hotmail.

Ella cogió el papel y se lo metió en el bolsillo interior de su americana. No le prometió nada.


Una llamada de teléfono despertó al inspector Marcus Erlander a las siete de la mañana del sábado. Oyó unas voces en la tele y percibió un aroma a café recién hecho procedente de la cocina, donde su mujer acababa de ponerse con las tareas matutinas. Erlander había regresado a su piso de Mölndal a la una de la madrugada, así que llevaba durmiendo poco más de cinco horas, después de haber trabajado durante casi veintidós. En consecuencia, no se sentía en absoluto descansado cuando alargó la mano para coger el teléfono.

– Mártensson, del grupo de búsquedas, turno de noche. ¿Estás ya despierto?

– No -contestó Erlander-. Lo que estoy es dormido. ¿Qué pasa?

– Hay novedades. Han encontrado a Anita Kaspersson.

– ¿Dónde?

– Justo en las afueras de Seglora, al sur de Borås.

Erlander visualizó el mapa en su cabeza.

– Se dirige hacia el sur -dijo-. Por las carreteras comarcales. Debe de haber cogido la 180 por Borås y girado hacia el sur. ¿Hemos avisado a Malmö?

– Y a Helsingborg, Landskrona y Trelleborg. Incluso a Karlskrona. Y tampoco podemos olvidarnos de los ferris que van al este.

Erlander se levantó y se frotó el cuello.

– Nos lleva casi veinticuatro horas de ventaja. Puede que ya haya salido del país. ¿Cómo dieron con Kaspersson?

– Empezó a llamar a golpes a la puerta de un chalet de la entrada de Seglora.

– ¿Qué?

– Que empezó a llamar a golpes a…

– Sí, ya te he oído. ¿Quieres decir que vive?

– Perdona. Estoy cansado y no me expreso con mucha claridad. Anita Kaspersson entró en Seglora dando tumbos a las 3.10 de la madrugada, empezó a darle patadas a la puerta de un chalet y asustó a una familia con niños que se hallaba durmiendo. Iba descalza, estaba completamente congelada y llevaba las manos atadas a la espalda. Ahora mismo se encuentra ingresada en el hospital de Borås. Su marido está allí con ella.

– ¡Joder! Todos habíamos dado por descontado que no la encontrarían con vida.

– A veces la vida te da sorpresas.

– Muy gratas.

– Bueno, ahora vienen las malas noticias. La jefa adjunta de la policía, Spångberg, lleva aquí desde las cinco de la mañana. Ha ordenado que te despiertes inmediatamente y que vayas a Borås para interrogar a Kaspersson.


Como era sábado por la mañana, Mikael supuso que la redacción de Millennium se encontraría vacía. Llamó a Christer Malm cuando el X2000 pasó el puente de Årsta para preguntarle a qué se debía su SMS.

– ¿Has desayunado? -quiso saber Christer Malm.

– Uno de esos desayunos de tren.

– Vale. Pásate por casa y te prepararé algo más consistente.

– ¿De qué se trata?

– Te lo contaré cuando vengas.

Mikael cogió el metro hasta Medborgarplatsen y caminó hasta Allhelgonagatan. Fue el novio de Christer, Arnold Magnusson, quien le abrió la puerta. Por mucho que lo intentara, Mikael no podía librarse de la sensación de que se encontraba frente a un cartel publicitario: Arnold Magnusson había estado en el Real Teatro Dramático y era uno de los actores más solicitados de Suecia. Siempre le resultaba raro verlo en carne y hueso. Mikael no solía dejarse impresionar por gente famosa, pero Arnold Magnusson tenía un aspecto tan característico y estaba tan vinculado a ciertos papeles del cine y de la televisión -en particular el del colérico pero justo comisario Gunnar Frisk de una serie televisiva muy popular- que Mikael siempre esperaba que Arnold se comportara como el poli de la tele.

– Hola, Micke -saludó Arnold.

– Hola -respondió Mikael.

– En la cocina -dijo Arnold, dejándolo entrar.

Christer Malm sirvió café y gofres recién hechos con confitura de moras boreales.

Se le hizo la boca agua incluso antes de que le diera tiempo a sentarse y se abalanzó sobre el plato. Christer Malm le preguntó por lo acontecido en Gosseberga. Mikael resumió los detalles. Hasta que no se comió el tercer gofre no se le ocurrió preguntar qué sucedía.

– Ha surgido un pequeño problema en Millennium mientras tú estabas en Gotemburgo -dijo Christer.

Mikael arqueó las cejas.

– ¿Qué pasa?

– Nada serio. Erika Berger ha sido nombrada redactora jefa del Svenska Morgon-Posten. Ayer fue su último día en Millennium.


Mikael se quedó paralizado, con un gofre a medio camino entre el plato y la boca. Tardó varios segundos en comprender y asimilar por completo la importancia del mensaje.

– ¿Y por qué no nos lo ha dicho? -preguntó finalmente.

– Porque primero te lo quería contar a ti, pero como hace unas cuantas semanas que andas corriendo de un lado para otro no ha visto el momento. Sin duda habrá pensado que ya tenías bastante con la historia de Salander. Y como quería comunicártelo a ti en primer lugar, no nos ha dicho nada a los demás y los días han ido pasando… En fin… De buenas a primeras se ha visto metida en una situación que le ha provocado un cargo de conciencia de la hostia y se ha sentido fatal. Y nosotros sin enterarnos…

Mikael cerró los ojos.

– ¡Mierda! -dijo.

– Ya… El caso es que tú has sido el último en saberlo. Yo quería ponerte al corriente para que entendieras lo que ha pasado y no pensaras que hemos actuado a tus espaldas.

– No, tranquilo; ¿cómo voy a pensar eso? ¡Dios mío! Me alegro un montón por ella si quiere trabajar para el SMP… pero ¿qué coño vamos a hacer ahora en la redacción?

– A partir del próximo número, Malin será la redactora jefe en funciones.

– ¿Malin?

– A no ser que quieras tú el puesto…

– ¡Joder, no! En absoluto.

– Ya me lo imaginaba. De modo que Malin será la redactora jefe.

– ¿Y quién ocupará su lugar?

– Henry Cortez será el nuevo secretario de redacción. Lleva cuatro años con nosotros y ya no es precisamente un becario inexperto.

Mikael meditó las propuestas.

– ¿Tengo algo que decir al respecto? -preguntó.

– No -contestó Christer Malm.

Mikael soltó una seca carcajada.

– Vale. Que sea como vosotros habéis decidido. Malin es dura, aunque insegura. Henry es demasiado impulsivo. Habrá que vigilarlos.

– Eso es, los vigilaremos.

Mikael se quedó en silencio. Pensó en lo tremendamente vacía que se quedaría la redacción sin Erika y en lo que pasaría con la revista en el futuro.

– Tengo que llamar a Erika y…

– No, no la llames.

– ¿Por qué?

– Porque esta noche la pasa en la redacción. Mejor vas y la despiertas.


Mikael encontró a una Erika Berger profundamente dormida en el sofá cama de su despacho. Había pasado la noche vaciando las estanterías y recogiendo de su mesa sus pertenencias y los papeles que quería guardar. Llenó cinco cajas. Antes de entrar, Mikael la contempló un largo rato desde la puerta. Se sentó en el borde de la cama y la despertó.

– Ya que has decidido quedarte por aquí, ¿por qué diablos no te vas a dormir a mi casa? -le preguntó.

– Hola, Mikael -dijo ella.

– Christer me lo ha contado.

Ella empezó a decir algo cuando él se inclinó y la besó en la mejilla.

– ¿Estás enfadado?

– Mucho -contestó él secamente.

– Perdóname. Es que no podía decir que no. Pero me siento fatal; es como si os dejara con la mierda hasta el cuello en el peor momento.

– No creo que yo sea la persona más adecuada para criticarte por abandonar el barco. Hace dos años yo también me marché de aquí y te dejé sola con toda la mierda, en una situación considerablemente más complicada que la de ahora.

– Son cosas distintas: tú te tomaste un descanso; yo me voy para siempre y te lo he ocultado. Lo siento muchísimo.

Mikael permaneció callado un instante. Luego le mostró una pálida sonrisa.

– Cuando llega la hora, llega la hora. A woman's gotta do what a woman's gotta do and all that crap *.

Erika sonrió. Eran las mismas palabras que ella le soltó cuando él se fue a Hedeby. Mikael extendió la mano y le alborotó el pelo amistosamente.

– Entiendo que quieras dejar esta casa de locos, pero que quieras ocupar un puesto de jefa en el periódico más soso, carca y machista de toda Suecia me llevará algún tiempo asimilarlo.

– Hay bastantes chicas que trabajan allí.

– Bah. Échale un vistazo a la página de Opinión. De los tiempos de Maricastaña. Hay que ser masoca… ¿Vamos a tomar un café?

Erika se incorporó.

– Me tienes que contar lo que pasó anoche en Gotemburgo.

– Estoy escribiéndolo -dijo Mikael-. Pero se va a armar una auténtica guerra cuando lo publiquemos.

– Cuando lo publiquemos no, cuando lo publiquéis.

– Ya lo sé. Lo sacaremos cuando empiece el juicio. Supongo que no te llevarás la historia al SMP. La verdad es que quiero que escribas algo sobre la historia de Zalachenko antes de que dejes Millennium.

– Micke, yo…

– Tu último editorial. Puedes escribirlo cuando te dé la gana. Pero lo más probable es que no se publique antes del juicio, sea cuando sea…

– No sé si es una buena idea. ¿De qué debe tratar?

– De la moral -contestó Mikael Blomkvist-. Y del hecho de que uno de nuestros colaboradores haya sido asesinado porque hace quince años el Estado no hizo su trabajo.

No necesitaba más explicaciones; Erika Berger sabía exactamente qué tipo de editorial quería Mikael. Lo meditó un momento. Lo cierto era que ella estaba de redactora jefe cuando asesinaron a Dag Svensson. De repente, se sintió mucho mejor.

– De acuerdo -asintió-. Mi último editorial.

Capítulo 4 Sábado, 9 de abril – Domingo, 10 de abril

A la una del mediodía del sábado, la fiscal Martina Fransson de Södertälje dejó de darle vueltas al tema. El cementerio del bosque de Nykvarn era un terrible caos y el departamento criminal había acumulado ya una enorme cantidad de horas extra desde ese miércoles en el que Paolo Roberto combatió con Ronald Niedermann en aquel almacén. Se trataba de, al menos, tres asesinatos de personas que luego fueron enterradas por los alrededores, secuestro con violencia y graves malos tratos de Miriam Wu, la amiga de Lisbeth Salander, y, por último, delito de incendio. A lo de Nykvarn había que sumarle el incidente de Stallarholmen -localidad que, en realidad, pertenecía al distrito policial de Strängnäs, en la provincia de Södermanland-, en el cual Carl-Magnus Lundin, de Svavelsjö MC, constituía una pieza clave. En esos momentos, Lundin se hallaba ingresado en el hospital de Södertälje con un pie escayolado y una barra de acero en la mandíbula. En cualquier caso, todos los delitos quedaban bajo la responsabilidad de la policía regional, lo que significaba que sería Estocolmo quien pronunciaría la última palabra.

El viernes se celebró la vista oral y se dictó prisión preventiva. No había duda: Lundin estaba vinculado a Nykvarn. Al final quedó claro que el almacén pertenecía a la empresa Medimport, que a su vez era propiedad de Anneli Karlsson, de cincuenta y dos años de edad y residente en Puerto Banús, España. Era prima de Magge Lundin, no se le conocían antecedentes penales y parecía, más bien, haber hecho de tapadera.

Martina Fransson cerró la carpeta del sumario. Todavía se encontraba en su fase inicial y sería completado con unos cuantos centenares de páginas más antes de que llegara la hora del juicio. Pero ya en ese momento, Martina Fransson se vería obligada a tomar una decisión con respecto a algunas cuestiones. Miró a sus colegas.

– Tenemos suficientes pruebas para dictar auto de procesamiento contra Lundin por haber participado en el secuestro de Miriam Wu. Paolo Roberto lo ha identificado como el hombre que conducía la furgoneta. También dictaré prisión preventiva por presunta implicación en el delito de incendio. Para procesarlo por participación en los homicidios de las tres personas desenterradas, esperaremos por lo menos a que las identifiquen.

Los policías asintieron. Era la información que estaban esperando.

– ¿Qué hacemos con Sonny Nieminen?

Martina Fransson buscó a Nieminen entre la documentación que se encontraba sobre la mesa.

– Es un señor con un curriculum impresionante. Robo, tenencia ilícita de armas, malos tratos, graves malos tratos, homicidio y tráfico de estupefacientes. Fue detenido en compañía de Lundin en Stallarholmen. Estoy completamente convencida de su implicación: lo contrario sería inverosímil. Pero el problema es que no tenemos nada que le podamos atribuir.

– Dice que nunca ha estado en el almacén de Nykvarn y que sólo acompañó a Lundin a dar una vuelta con las motos -añadió el inspector responsable de la investigación de Stallarholmen para la policía de Södertälje -. Sostiene que no tenía ni idea de lo que iba a hacer Lundin en Stallarholmen.

Martina Fransson se preguntó si habría alguna manera de pasarle ese asunto al fiscal Richard Ekström, de Estocolmo.

– Nieminen se niega a hacer declaraciones sobre lo ocurrido, pero niega tajantemente haber participado en ninguna actividad delictiva -aclaró el inspector.

– No, la verdad es que más bien parece que las víctimas del delito de Stallarholmen han sido Lundin y él -soltó Martina Fransson, tamborileando irritadamente sobre la mesa con las yemas de los dedos.

– Lisbeth Salander -añadió con aparente duda en la voz-. A ver, estamos hablando de una chica que ni siquiera tiene pinta de haber entrado en la pubertad, que mide un metro y medio y que ni de lejos posee la fuerza que se necesitaría para dominar a Nieminen y Lundin.

– Si no fuera armada… Con una pistola puede compensar en gran medida su frágil constitución.

– Ya, pero no encaja muy bien en la reconstrucción de los hechos.

– No. Ella utilizó gas lacrimógeno. A continuación, le dio un puntapié a Lundin en toda la entrepierna y, acto seguido, otro en la cara, ambos con tanta rabia que el primero le reventó un testículo y el segundo le rompió la mandíbula. El tiro que le pegó en el pie debió de producirse después del maltrato. Pero me cuesta creer que fuera ella la que iba armada.

– El laboratorio ha identificado el arma con la que se disparó a Lundin. Es una P-83 Wanad polaca con munición Makarov. Fue encontrada en Gosseberga, en las afueras de Gotemburgo, y tiene las huellas dactilares de Salander. Podemos dar prácticamente por sentado que fue ella quien la llevó a Gosseberga.

– Ya, pero el número de serie demuestra que la pistola fue sustraída hace cuatro años en el robo en una armería de Örebro. Pillaron al culpable poco tiempo después, pero para entonces ya se había deshecho de las armas. Resultó ser toda una promesa local: un tipo con problemas de droga que se movía en los círculos de Svavelsjö MC. A mí me convence más endosarle la pistola a Lundin o a Nieminen.

– Lo que tal vez ocurriera es, simplemente, que Lundin llevase la pistola, que Salander intentara quitársela y que se disparara por accidente y le diese en el pie. Quiero decir que, en cualquier caso, la intención de Salander no era matarlo, ya que, de hecho, sigue con vida.

– O que tal vez le pegara un tiro en el pie por puro sadismo. ¡Yo qué sé! Pero ¿cómo se las arregló con Nieminen? Él no presenta daños visibles.

– La verdad es que sí: tiene dos pequeñas quemaduras en el tórax.

– Yo diría que producidas por una pistola eléctrica.

– Así que hemos de suponer que Salander iba armada con una pistola eléctrica, gas lacrimógeno y una pistola. ¿Cuánto pesará todo eso?… No, yo estoy bastante convencida de que Lundin o Nieminen llevaban el arma y de que ella se la quitó. Lo que ocurrió exactamente cuando Lundin recibió el disparo no lo podremos aclarar del todo hasta que alguno de los implicados hable.

– Vale.

– En fin, la situación actual es la siguiente: dictaré prisión preventiva para Lundin por las razones que mencioné antes. En cambio, contra Nieminen no tenemos nada de nada. Así que pienso ponerlo en libertad esta misma tarde.


Sonny Nieminen estaba de un humor de perros cuando abandonó el calabozo de la jefatura de policía de Södertälje. Tenía además la boca tan seca que su primera parada fue un quiosco donde compró una Pepsi que se bebió allí mismo. También se llevó un paquete de Lucky Strike y una cajita de Göteborgs rapé. Abrió el móvil, comprobó el estado de la batería y luego marcó el número de Hans-Åke Waltari, de treinta y tres años de edad y Sergeant at Arms de Svavelsjö MC, el número tres, por lo tanto, en la jerarquía interna. Sonó cuatro veces antes de que Waltari se pusiera.

– Nieminen. He salido.

– Felicidades.

– ¿Dónde estás?

– En Nyköping.

– ¿Y qué coño haces en Nyköping?

– Cuando os detuvieron a ti y a Magge, tomamos la decisión de estarnos quietecitos hasta que supiéramos con más exactitud cómo andaban las cosas.

– Bueno, ya sabes cómo andan las cosas. ¿Dónde están los demás?

Hans-Åke Waltari le dijo dónde se encontraban los restantes cinco miembros de Svavelsjö MC. La explicación no tranquilizó ni contentó a Sonny Nieminen.

– ¿Y quién coño se encarga de los negocios mientras vosotros os escondéis como gallinas?

– Eso no es justo. Tú y Magge os metéis en un puto curro del que no tenemos ni idea y, de buenas a primeras, os veis implicados en un tiroteo con esa jodida tía a la que busca todo quisqui, y a Magge le pegan un tiro y a ti te detienen. Y luego los maderos se ponen a desenterrar cadáveres en nuestro almacén de Nykvarn.

– ¿Y?

– Y empezamos a preguntarnos si Magge y tú nos habéis ocultado algo a los demás.

– ¿Y qué cojones se supone que es? Oye, que conste que somos nosotros los que conseguimos los curros.

– Ya, pero a mí no se me ha dicho ni jota de que el almacén fuera también un cementerio. ¿Quiénes son los muertos?

Sonny Nieminen estuvo a punto de soltar una cáustica réplica, pero se contuvo. Aunque Hans-Åke Waltari era gilipollas y bastante corto, la situación no era la más idónea para ponerse a discutir con él; ahora se trataba de reunir a las fuerzas rápidamente. Además, después de haberse pasado cinco interrogatorios negándolo todo, no resultaba demasiado inteligente por su parte anunciar a bombo y platillo por el móvil, a doscientos metros de la comisaría, que tenía información sobre el tema.

– A la mierda los muertos -dijo-. De eso no sé nada. Pero Magge está metido hasta el cuello en toda esa mierda. Pasará una temporadita en el trullo y en su ausencia yo seré el jefe.

– De acuerdo. ¿Y ahora qué? -preguntó Waltari.

– ¿Quién vigilará el cuartel general si os habéis largado todos?

– Benny Karlsson está allí y mantiene nuestras posiciones. La policía hizo un registro el mismo día en que os detuvieron. No encontraron nada.

– ¡Benny K.! -exclamó Nieminen-. ¡Joder! Pero si no es más que un puto rookie al que no le han salido ni los dientes.

– Tranquilo. Está con el rubio; ya sabes, ese cabrón con el que Magge y tú soléis relacionaros.

Sonny Nieminen se quedó helado. Echó un vistazo rápido a su alrededor y se alejó unos cuantos pasos de la puerta del quiosco.

– ¿Qué has dicho? -preguntó en voz baja.

– Ese cabrón rubio al que tú y Magge soléis ver… Apareció de repente pidiéndonos que lo escondiéramos.

– Joder, Waltari, si lo están buscando por todo el puto país por el asesinato de un poli…

– Bueno… por eso quería esconderse. ¿Qué podíamos hacer? Joder, es amigo tuyo y de Magge.

Sonny Nieminen cerró los ojos diez segundos. A lo largo de los años, Ronald Niedermann le había dado a Svavelsjö MC mucho trabajo y proporcionado muy buenos beneficios. Pero en absoluto se trataba de un amigo. Era un tipo de mucho cuidado, además de un psicópata; y, por si fuera poco, un psicópata al que la policía buscaba con una lupa de mil aumentos. Sonny Nieminen no se fiaba ni un pelo de Ronald Niedermann. Lo mejor sería que alguien le pegara un tiro en la cabeza. Así, por lo menos, la atención policial disminuiría un poco.

– ¿Y dónde lo habéis metido?

– Benny K. se ha encargado de él. Lo ha llevado a casa de Viktor.

Viktor Göransson, que vivía en las afueras de Järna, era el tesorero y el experto del club en asuntos económicos. Había hecho el bachillerato especializado en economía e iniciado su carrera profesional como asesor financiero de un mafioso yugoslavo, rey del mundo de la restauración, hasta que cogieron a la banda por graves delitos económicos. Conoció a Magge Lundin en la cárcel de Kumla a principios de los noventa. Era el único miembro de Svavelsjö MC que vestía traje y corbata.

– Waltari, coge el coche y vete a Södertälje. Te espero delante de la estación de trenes de cercanías dentro de cuarenta y cinco minutos.

– Vale. ¿Y a qué vienen esas prisas?

– A que tenemos que recuperar el control de la situación cuanto antes.


Ya en el coche, Hans-Åke Waltari miró de reojo a Sonny Nieminen, que permaneció completamente callado mientras se dirigían a Svavelsjö. A diferencia de Magge Lundin, Nieminen no solía mostrar un trato demasiado campechano. Era guapo y de aspecto frágil, pero se trataba de un tipo peligroso que estallaba con mucha facilidad, en especial cuando había bebido. En esos momentos estaba sobrio, pero Waltari estaba preocupado teniendo a alguien como Sonny al mando. En cierto modo, Magge siempre había sabido mantenerlo a raya. Se preguntó qué les depararía el futuro con Nieminen ejerciendo de presidente en funciones.

No se veía a ningún Benny K. en el club. Sonny lo llamó dos veces al móvil, pero no obtuvo respuesta.

Se fueron a la casa de Nieminen, a poco más de un kilómetro de allí. La policía había realizado un registro domiciliario sin hallar nada de valor para la investigación relacionado con Nykvarn. La verdad era que los agentes no encontraron nada que pudiera confirmar una actividad delictiva, razón por la cual Nieminen se encontraba en libertad.

Se duchó y se cambió de ropa mientras Waltari lo esperaba pacientemente en la cocina. Luego se adentraron algo más de ciento cincuenta metros en el bosque que había detrás de la finca de Nieminen y, con las manos, quitaron la capa de tierra que cubría un baúl profundamente enterrado que contenía seis armas de fuego -una de las cuales era un AK5-, una gran cantidad de munición y más de dos kilos de explosivos. Era el pequeño almacén armamentístico de Nieminen. Dos de las armas eran unas P-83 Wanad polacas. Pertenecían al mismo lote que esa pistola que Lisbeth Salander le quitara en Stallarholmen.

Nieminen apartó de su pensamiento a Lisbeth Salander. Era un tema desagradable. En la celda de la comisaría de Södertälje había repasado mentalmente, una y otra vez, la escena en la que él y Magge Lundin llegaban a la casa de campo de Nils Bjurman y se encontraban con Lisbeth en el patio.

El desarrollo de los acontecimientos había sido completamente imprevisible. Obedeciendo las órdenes de ese rubio de mierda, Nieminen acompañó a Magge Lundin para quemar la maldita casa de campo de Bjurman. Y se toparon con la jodida Salander: sola, un metro y medio de altura y flaca como un palillo. Nieminen se preguntó cuántos kilos pesaría en realidad. Luego todo se fue al garete y estalló en una orgía de violencia que ninguno de los dos había previsto.

Técnicamente podía explicar el curso de los acontecimientos: Salander tenía un bote de gas lacrimógeno que le vació a Magge Lundin en la cara. Magge debería haber estado más alerta, pero no fue así. Ella le propinó dos patadas, y no hace falta mucha fuerza para partirle la mandíbula a alguien de una patada. Lo cogió desprevenido. Se podía explicar.

Pero luego ella también se ocupó de él, Sonny Nieminen: un tipo al que incluso los más fornidos dudarían en atacar. Ella se movió muy rápidamente. Él se las vio y se las deseó para poder sacar su arma. Ella lo dejó fuera de combate con la misma humillante facilidad con la que se aparta un mosquito. Tenía una pistola eléctrica. Tenía…

Cuando se despertó no recordaba casi nada. Magge Lundin había recibido un tiro en el pie y llegó la policía. Tras ciertas discusiones entre los maderos de Strängnäs y Södertälje fue a parar a los calabozos de Södertälje. Y encima, ella le robó la Harley-Davidson a Magge. Y cortó el logotipo de Svavelsjö MC de su chupa de cuero: el mismo símbolo que hacía que la gente le dejara colarse para entrar en los clubes y que le otorgaba un estatus que un sueco normal y corriente ni siquiera sería capaz de comprender. Ella lo había humillado.

De repente, Sonny Nieminen hirvió por dentro. Durante los interrogatorios de la policía había permanecido callado. Nunca jamás podría contar lo que pasó en Stallarholmen. Hasta ese momento, Lisbeth Salander no había significado nada para él. Ella no era más que un trabajillo extra del que se ocupaba -otra vez por encargo del maldito Niedermann- Magge Lundin. Ahora la odiaba con una pasión que lo asombró. Solía ser frío y analítico, pero sabía que algún día se le presentaría la posibilidad de vengarse y reparar la deshonra. Aunque primero tenía que poner orden en ese caos que Salander y Niedermann habían provocado en Svavelsjö MC.

Nieminen sacó las dos armas polacas restantes, las cargó y le dio una a Waltari.

– ¿Tenemos algún plan?

– Vamos a ir a hablar con Niedermann. No es uno de los nuestros y nunca ha sido detenido por la policía. No sé cómo reaccionará si lo pillan, pero como cante nos puede pringar a todos. Nos meterán en el trullo pitando.

– ¿Quieres decir que vamos a…?

Nieminen ya había decidido que Niedermann desapareciera, pero se dio cuenta de que no convenía asustar a Waltari hasta que llegaran al lugar.

– No lo sé. Hay que tantearlo. Si tiene un plan para largarse al extranjero echando leches, le ayudaremos. Pero mientras exista el riesgo de que la policía lo pueda detener, representa una amenaza para nosotros.


La casa de Viktor Göransson, a las afueras de Järna, se hallaba a oscuras cuando Nieminen y Waltari entraron en el patio al caer la noche. Eso en sí mismo era ya un mal presagio. Se quedaron un rato esperando en el coche.

– Quizá hayan salido -dijo Waltari.

– Seguro. Habrán salido por ahí a tomar algo con Niedermann -le contestó Nieminen para, acto seguido, abrir la puerta del coche.

La puerta de la casa no tenía echado el cerrojo. Nieminen encendió la luz. Fueron de habitación en habitación. Todo estaba perfectamente limpio y recogido, algo que sin duda era obra de esa mujer -se llamara como se llamase- con la que vivía Viktor Göransson.

Encontraron a Viktor Göransson y su pareja en el sótano, concretamente en el cuarto destinado a la lavadora.

Nieminen se agachó y contempló los cadáveres. Con un dedo tocó a la mujer cuyo nombre no recordaba: estaba helada y rígida. Tal vez llevaran muertos unas veinticuatro horas.

Nieminen no necesitaba ningún informe forense para determinar cómo habían fallecido: a ella le habían partido el cuello con un giro de cabeza de ciento ochenta grados. Se hallaba vestida con una camiseta y unos vaqueros y, según pudo apreciar Nieminen, no presentaba más lesiones.

En cambio, Viktor Göransson sólo llevaba puestos unos calzoncillos. Había sido salvajemente destrozado a golpes y tenía moratones y sangre por todo el cuerpo. Le habían roto los brazos, que apuntaban en todas direcciones como torcidas ramas de abedul. Había sido víctima de un prolongado maltrato que, por definición, debía ser considerado una tortura. Por lo que Nieminen fue capaz de apreciar, murió de un fuerte golpe asestado en la garganta: tenía la laringe profundamente metida para dentro.

Sonny Nieminen se levantó, subió la escalera del sótano y salió al exterior. Waltari lo siguió. Nieminen atravesó el patio y entró en el establo, que quedaba a unos cincuenta metros de distancia. Levantó el travesaño y abrió la puerta.

Encontró un Renault azul oscuro del año 1991.

– ¿Qué coche tenía Göransson? -preguntó Nieminen.

– Un Saab.

Nieminen asintió. Sacó unas llaves del bolsillo de la cazadora y abrió una puerta situada al fondo del establo. Le bastó con echar un rápido vistazo a su alrededor para comprender que había llegado tarde: el pesado armario donde se guardaban las armas se encontraba abierto de par en par.

Nieminen hizo una mueca.

– Más de ochocientas mil coronas -dijo.

– ¿Qué? -preguntó Waltari.

– Que Svavelsjö MC guardaba más de ochocientas mil coronas en este armario. Nuestro dinero.

Tan sólo tres personas conocían dónde guardaba Svavelsjö MC el dinero a la espera de invertirlo y blanquearlo: Viktor Göransson, Magge Lundin y Sonny Nieminen. Niedermann estaba huyendo de la policía. Necesitaba dinero. Y sabía que Göransson era el encargado del dinero.

Nieminen cerró la puerta y salió muy despacio del establo. Se sumió en profundas cavilaciones intentando hacerse una idea general de la catástrofe. Una parte de los recursos de Svavelsjö MC se había invertido en bonos a los que él mismo podría tener acceso, y otra podía reconstituirse con la ayuda de Magge Lundin. Pero una gran cantidad del dinero invertido sólo existía en la cabeza de Göransson, a no ser que le hubiese dado indicaciones precisas a Magge Lundin. Algo que Nieminen dudaba, pues a Magge Lundin nunca se le había dado bien la economía. Nieminen estimó que, con la muerte de Göransson, Svavelsjö MC habría perdido a grosso modo cerca del sesenta por ciento de sus recursos. Un golpe devastador. Lo que sobre todo necesitaban era dinero para los gastos corrientes.

– ¿Qué hacemos ahora? -preguntó Waltari.

– Ahora avisaremos a la policía de lo que ha ocurrido aquí.

– ¿Avisar a la policía?

– Sí, joder. Mis huellas dactilares están en esa casa. Quiero que encuentren cuanto antes a Göransson y a su puta para que los forenses puedan determinar que murieron mientras yo estaba en el calabozo.

– Entiendo.

– Bien. Busca a Benny K. Necesito hablar con él. Si es que sigue con vida… Y luego vamos a buscar a Ronald Niedermann. Quiero que cada uno de los contactos que tenemos en los clubes de toda Escandinavia mantenga los ojos bien abiertos. Quiero la cabeza de ese cabrón en una bandeja. Lo más probable es que esté usando el Saab de Göransson. Averigua el número de la matrícula.


Cuando Lisbeth Salander se despertó eran las dos de la tarde del sábado y un médico la estaba toqueteando.

– Buenos días -dijo-. Me llamo Benny Svantesson y soy médico. ¿Te duele?

– Sí -contestó Lisbeth Salander.

– Dentro de un rato te daremos un analgésico. Pero primero quiero examinarte.

Se sentó en la cama y empezó a presionar, palpar y manosear su maltrecho cuerpo. Antes de que terminara, Lisbeth ya se había irritado sobremanera, pero se encontraba demasiado agotada como para iniciar su estancia en el Sahlgrenska con una discusión, de modo que decidió que era mejor callarse.

– ¿Cómo estoy? -preguntó ella.

– Saldrás de ésta -dijo el médico mientras tomaba unas notas antes de ponerse de pie.

Un comentario que resultaba poco clarificador.

En cuanto el médico se fue, se presentó una enfermera y ayudó a Lisbeth con una cuña. Luego la dejaron dormir de nuevo.


Alexander Zalachenko, alias Karl Axel Bodin, tomó un almuerzo compuesto tan sólo por alimentos líquidos. Incluso los pequeños movimientos de sus músculos faciales le causaban enormes dolores en la mandíbula y en los malares, así que masticar ni siquiera se le pasó por la cabeza. Durante la operación de la noche anterior le habían colocado dos tornillos de titanio en el hueso de la mandíbula.

Sin embargo, el dolor no le parecía tan fuerte como para no poder aguantarlo. Zalachenko estaba acostumbrado al dolor. Nada era comparable al que sufrió durante semanas y meses, quince años antes, tras haber ardido como una antorcha en aquel coche de Lundagatan. La atención médica que recibió con posterioridad se le antojó un inigualable e interminable maratón de tormentos.

Los médicos concluyeron que, con toda probabilidad, se hallaba fuera de peligro, pero que, considerando su edad y la gravedad de sus heridas, lo mejor sería que permaneciera en la UVI un par de días.

El sábado recibió cuatro visitas.

El inspector Erlander se presentó alrededor de las diez. Esta vez Erlander había dejado en casa a la siesa de Sonja Modig y, en su lugar, lo acompañaba el inspector Jerker Holmberg, bastante más simpático. Hicieron más o menos las mismas preguntas sobre Ronald Niedermann que la noche anterior. Ya tenía su historia preparada y no cometió ningún error. Cuando empezaron a bombardearlo con preguntas sobre su posible implicación en el trafficking y en otras actividades delictivas, volvió a negar que tuviera algún conocimiento de ello: él no era más que un minusválido que cobraba una pensión por enfermedad y no sabía de qué le estaban hablando. Le echó toda la culpa a Ronald Niedermann y se ofreció a colaborar en lo que fuera preciso para localizar a ese asesino de policías que se había dado a la fuga.

Por desgracia, en la práctica no había gran cosa que él pudiera hacer. No tenía ni idea de los círculos en los que Niedermann se movía ni tampoco a quién le podría pedir cobijo.

Sobre las once recibió la breve visita de un representante de la fiscalía que le comunicó formalmente que era sospechoso de haber participado en graves malos tratos o, en su defecto, del intento de asesinato de Lisbeth Salander. Zalachenko contestó explicando con mucha paciencia que él no era más que una víctima y que, en realidad, era Lisbeth Salander la que había intentado matarlo a él. El Ministerio Fiscal le ofreció asistencia jurídica poniendo a su disposición un abogado defensor público. Zalachenko dijo que se lo pensaría.

Algo que no tenía ninguna intención de hacer. Ya contaba con un abogado; la primera gestión de esa mañana había sido llamarlo para pedirle que viniera cuanto antes. Por lo tanto, la tercera visita fue la de Martin Thomasson. Entró con paso tranquilo y aire despreocupado, se pasó la mano por su abundante pelo rubio, se ajustó las gafas y le tendió la mano a su cliente. Estaba algo rellenito y resultaba sumamente encantador. Era cierto que se sospechaba de él que había trabajado para la mafia yugoslava -algo que todavía seguía siendo objeto de investigación-, pero también tenía fama de ganar todos los juicios.

Cinco años antes, un conocido con el que había hecho negocios le recomendó a Thomasson cuando a Zalachenko le surgió la necesidad de reestructurar ciertos fondos vinculados a una pequeña empresa financiera que poseía en Lichtenstein. No se trataba de desorbitadas sumas, pero Thomasson llevó el asunto con mucha maña y Zalachenko se ahorró los impuestos. Luego, Zalachenko contrató al abogado en un par de ocasiones más. Thomasson sabía perfectamente que el dinero provenía de actividades delictivas, algo que no parecía preocuparle lo más mínimo. Al final, Zalachenko decidió que toda su actividad se reestructurara en una nueva empresa cuyos propietarios serían él mismo y Niedermann. Acudió a Thomasson y le propuso formar parte -en la sombra- como tercer socio y encargarse de la parte financiera. Thomasson lo aceptó sin más.

– Bueno, señor Bodin, esto no tiene muy buen aspecto.

– He sido objeto de graves malos tratos y de un intento de asesinato -dijo Zalachenko.

– Ya lo veo… Una tal Lisbeth Salander, si no estoy mal informado.

Zalachenko bajó la voz.

– Como ya sabrás, Niedermann, nuestro socio, se ha metido en un lío.

– Eso tengo entendido.

– La policía sospecha que yo estoy implicado en el asunto…

– Algo que no es verdad, por supuesto. Tú eres una víctima y es importante que nos aseguremos enseguida de que ésa sea la imagen que se difunda en los medios de comunicación. La señorita Salander no tiene, como ya sabemos, muy buena prensa… Yo me ocupo de eso.

– Gracias.

– Pero, ya que estamos, déjame que te diga que no soy un abogado penal. Vas a necesitar la ayuda de un especialista. Te buscaré un abogado de confianza.


La cuarta visita del día llegó a las once de la noche del sábado y consiguió pasar el control de las enfermeras mostrando su identificación e indicando que se trataba de un asunto urgente. Lo condujeron hasta la habitación de Zalachenko. El paciente seguía despierto y sumido en sus pensamientos.

– Mi nombre es Jonas Sandberg -dijo, extendiendo una mano que Zalachenko ignoró.

Era un hombre de unos treinta y cinco años. Tenía el pelo de color arena y vestía ropa de sport: vaqueros, camisa a cuadros y una cazadora de cuero. Zalachenko lo contempló en silencio durante quince segundos.

– Ya me empezaba a preguntar cuándo aparecería alguno de vosotros.

– Trabajo en la policía de seguridad de la Dirección General de la Policía -dijo Jonas Sandberg, mostrándole su placa: DGP/Seg.

– No creo -contestó Zalachenko.

– ¿Perdón?

– Puede que seas un empleado de la Säpo, pero dudo mucho que trabajes para ellos.

Jonas Sandberg permaneció callado un momento y miró a su alrededor. Acercó la silla a la cama.

– He venido a estas horas de la noche para no llamar la atención. Hemos estado hablando sobre cómo le podríamos ayudar, y de alguna manera debemos tener claros los pasos que vamos a dar. Estoy aquí simplemente para escuchar la versión que usted tiene de los hechos e intentar comprender sus intenciones para empezar a diseñar una estrategia conjunta.

– ¿Y cómo te imaginas tú esa estrategia?

Jonas Sandberg contempló pensativo al hombre de la cama. Al final hizo un resignado gesto de manos.

– Señor Zalachenko… me temo que hay un proceso en marcha cuyos daños resultan difíciles de calcular. Hemos hablado de la situación. La tumba de Gosseberga y el hecho de que Salander acabara con tres tiros resulta difícil de explicar. Pero no lo demos todo por perdido. El conflicto entre usted y su hija podría explicar su miedo hacia ella y la razón que lo llevó a tomar unas medidas tan drásticas. Pero mucho me temo que va a tener que pasar algún tiempo en la cárcel.

De repente, Zalachenko se sintió de muy buen humor; hasta se habría echado a reír si no hubiese resultado imposible teniendo en cuenta el estado en el que se encontraba. Todo se quedó en un ligero temblor de labios; cualquier otra cosa le causaba un dolor demasiado intenso.

– ¿Así que ésa es nuestra estrategia conjunta?

– Señor Zalachenko: usted conoce a la perfección lo que significa el concepto «control de daños colaterales». Es necesario que lleguemos a un acuerdo conjunto. Vamos a hacer todo lo que esté en nuestra mano para proporcionarle asistencia jurídica y lo que precise, pero necesitamos su colaboración y ciertas garantías.

– Yo te daré una garantía. Os vais a asegurar de que todo esto desaparezca -dijo, haciendo un gesto con la mano-. Niedermann es el chivo expiatorio, y os garantizo que nunca lo encontrarán.

– Hay pruebas técnicas que…

– A la mierda con las pruebas técnicas. Se trata de ver cómo se lleva a cabo la investigación y cómo se presentan los hechos. Mi garantía es la siguiente: si no hacéis desaparecer todo esto, convocaré a los medios de comunicación a una rueda de prensa. Me acuerdo de los nombres, las fechas y los acontecimientos. No creo que haga falta que te recuerde quién soy.

– No lo entiende…

– Lo entiendo a la perfección. Tú eres el chico de los recados, ¿no? Pues comunícale a tu jefe lo que te acabo de decir. Él lo entenderá. Dile que tengo copias de… de todo. Os puedo hundir.

– Hay que intentar llegar a un acuerdo.

– No hay más que hablar. Lárgate de aquí inmediatamente. Y diles que la próxima vez manden a un adulto.

Zalachenko volvió la cabeza hasta que perdió el contacto visual con su visita. Jonas Sandberg lo contempló un instante. Luego se encogió de hombros y se levantó. Casi había llegado a la puerta cuando volvió a oír la voz de Zalachenko.

– Otra cosa.

Sandberg se dio la vuelta.

– Salander.

– ¿Qué pasa con ella?

– Debe desaparecer.

– ¿Qué quiere usted decir?

Por un segundo, Sandberg pareció tan preocupado que a Zalachenko no le quedó más remedio que sonreír a pesar de que un fuerte dolor le recorrió la mandíbula.

– Ya sé que unas nenazas como vosotros sois demasiado blandengues para matarla y que tampoco disponéis de recursos para llevar a cabo una operación así. ¿Quién lo iba a hacer?… ¿Tú? Pero tiene que desaparecer. Su testimonio ha de ser invalidado. Debe ingresar en alguna institución de por vida.


Lisbeth Salander percibió unos pasos en el pasillo. Era la primera vez que los oía y no sabía que pertenecían a Jonas Sandberg.

No obstante, su puerta llevaba toda la noche abierta porque las enfermeras venían a verla aproximadamente cada diez minutos. Lo había oído llegar y explicarle a una enfermera que tenía que ver a Karl Axel Bodin para tratar un asunto urgente. Lo oyó identificarse, pero él no pronunció ninguna palabra que diera pista alguna sobre su nombre o su identidad.

La enfermera le pidió que esperara mientras entraba y miraba si el señor Karl Axel Bodin se encontraba despierto. Lisbeth Salander sacó la conclusión de que la identificación debía de haber sido convincente.

Constató que la enfermera se fue hacia la izquierda del pasillo, que necesitó dar diecisiete pasos para llegar a su destino y que, a continuación, al visitante le fueron necesarios catorce para recorrer el mismo trayecto. Le salió una media de quince pasos y medio. Estimó una longitud de unos sesenta centímetros por cada paso, que, multiplicados por quince y medio, dieron como resultado que Zalachenko se encontraba en una habitación situada a novecientos treinta centímetros a la izquierda del pasillo. Vale, digamos que algo más de diez metros. Calculó que la anchura de su cuarto era de unos cinco metros, lo cual significaba que Zalachenko se hallaba a dos habitaciones de ella.

Según las cifras verdes del reloj digital de la mesilla, la visita duró casi nueve minutos.


Zalachenko permaneció despierto mucho tiempo después de que Jonas Sandberg lo dejara. Suponía que ése no era su verdadero nombre, ya que, según su propia experiencia, los espías aficionados suecos tenían una especial fijación por emplear nombres falsos, aunque eso no fuese en absoluto necesario. En cualquier caso, Jonas (o como diablos se llamara) constituía el primer indicio de que la Sección había advertido su situación; considerando toda la atención mediática recibida, resultaba difícil no hacerlo. Sin embargo, la visita también confirmaba que la situación les producía cierta inquietud. Un sentimiento que, sin duda, hacían muy bien en tener.

Sopesó los pros y los contras, hizo una lista de posibilidades y rechazó varias propuestas. Era plenamente consciente de que todo se había ido al garete. En un mundo ideal, él ahora estaría en su casa de Gosseberga, Ronald Niedermann a salvo en el extranjero y Lisbeth Salander sepultada bajo tierra. Aunque comprendía lo ocurrido, no le entraba en la cabeza que ella hubiera conseguido salir de la tumba, llegar a la casa y destrozarle la vida con dos hachazos. Estaba dotada de unos recursos increíbles.

En cambio, entendía muy bien lo que había sucedido con Ronald Niedermann y que echara a correr temiendo por su vida en vez de acabar para siempre con Salander. Sabía que en la cabeza de Niedermann había algo que no funcionaba del todo bien; veía cosas: fantasmas. No era la primera vez que él había tenido que intervenir porque Niedermann había actuado de modo completamente irracional y se había quedado acurrucado preso del terror.

Eso le preocupaba. Como Niedermann no había sido detenido todavía, Zalachenko estaba convencido de que su hijo había procedido de una forma racional durante los días que siguieron a su huida de Gosseberga. Lo más seguro es que se hubiera ido a Tallin, donde podría hallar protección entre los contactos del imperio criminal de Zalachenko. Le preocupaba, sin embargo, no ser capaz de prever el momento en el que Niedermann se quedaría paralizado. Si ocurriese durante la huida, cometería errores, y si cometiera errores, lo cogerían. No se entregaría por las buenas: opondría resistencia, y eso significaba que morirían varios agentes de policía y que, sin lugar a dudas, Niedermann también fallecería.

Esa idea preocupaba a Zalachenko. No quería que Niedermann muriera; era su hijo. Pero, por otra parte, y por muy lamentable que eso resultara, no deberían cogerlo vivo. Niedermann nunca había sido arrestado y Zalachenko no podía adivinar cómo reaccionaría su hijo al verse sometido a un interrogatorio. Sospechaba que, por desgracia, no sabría permanecer callado. Por consiguiente, lo mejor sería que la policía lo matara. Lloraría su pérdida, aunque la alternativa era todavía peor: Zalachenko pasaría el resto de su vida entre rejas.

Pero ya habían pasado cuarenta y ocho horas desde que Niedermann emprendiera la huida y aún no lo habían cogido. Eso era buena señal; quería decir que Niedermann funcionaba a pleno rendimiento, y un Niedermann funcionando a pleno rendimiento resultaba invencible.

Había otra cosa que, a largo plazo, también le preocupaba. Se preguntaba cómo se las iba a arreglar solo, sin un padre a su lado que guiara sus pasos. Con el transcurso de los años, había notado que si dejaba de darle instrucciones o si le soltaba las riendas para que tomara sus propias decisiones, tendía a caer en una apática y pasiva existencia marcada por la indecisión.

Zalachenko constató -una vez más- que era una verdadera pena que su hijo tuviera esa peculiaridad. Ronald Niedermann era, sin duda, un hombre inteligente y dotado de unas cualidades físicas que lo convertían en una persona formidable y temible a la vez. Además, como organizador resultaba excelente y con una gran sangre fría. Su problema residía en que carecía por completo de instinto de liderazgo: necesitaba que alguien le dijera constantemente lo que tenía que hacer.

Pero todo eso, por el momento, quedaba fuera del control de Zalachenko. Ahora se trataba de él mismo: su situación era precaria, quizá más precaria que nunca.

La visita del abogado Thomasson no le pareció particularmente reconfortante: Thomasson era y seguía siendo un abogado de empresa, pero, por muy eficaz que resultara en ese aspecto, poca ayuda podía ofrecerle en su situación actual.

Luego había venido a visitarlo Jonas Sandberg. Sandberg constituía una cuerda de salvación considerablemente más fuerte. Pero esa cuerda también podría convertirse en una soga. Debía jugar bien sus cartas y asumir el control de la situación. El control lo era todo.

Y en último lugar estaba la confianza en sus propios recursos. De momento necesitaba cuidados médicos. Pero dentro de unos días, una semana quizá, ya se habría recuperado. Si las cosas llegaran a sus últimas consecuencias, era muy probable que la única persona en la que pudiese confiar fuera él mismo. Eso significaba que debía desaparecer ante las mismas narices de los policías que ahora pululaban a su alrededor. Iba a necesitar un escondite, un pasaporte y dinero en efectivo. Todo eso se lo podría suministrar Thomasson. Pero primero tenía que recuperarse lo suficiente y reunir las fuerzas necesarias para huir.

A la una, la enfermera del turno de noche vino a echarle un ojo. Se hizo el dormido. Cuando ella cerró la puerta, él, con mucho esfuerzo, se incorporó en la cama y movió las piernas hasta que quedaron colgando. Permaneció quieto durante un largo instante mientras comprobaba su sentido del equilibrio. Luego, con mucho cuidado, apoyó el pie izquierdo en el suelo. Afortunadamente, el hachazo le había dado en su ya maltrecha pierna derecha. Alargó la mano para coger la prótesis que se encontraba en un armario que había junto a la cama y se la sujetó al muñón. Acto seguido se levantó. Se apoyó en su ilesa pierna izquierda e intentó poner la derecha en el suelo. Cuando desplazó el peso del cuerpo, un intenso dolor le recorrió la extremidad.

Apretó los dientes y dio un paso. Le hacían falta sus muletas, pero estaba convencido de que el hospital se las ofrecería en breve. Se apoyó en la pared y, cojeando, avanzó hasta la entrada. Le llevó varios minutos: a cada paso que daba tenía que pararse para vencer el dolor.

Apoyándose en una pierna, abrió un poco la puerta y dirigió la mirada hacia el pasillo. Al no ver a nadie se asomó. Oyó unas débiles voces a la izquierda y volvió la cabeza. La habitación donde se hallaban las enfermeras estaba a unos veinte metros, al otro lado del pasillo.

Volvió la cabeza a la derecha y vio una salida al final del pasillo.

Ese mismo día, un poco antes, había preguntado sobre el estado de Lisbeth Salander. A pesar de todo, él era su padre. Al parecer, las enfermeras tenían instrucciones de no hablar de los pacientes. Una de ellas le contestó, en un tono neutro, que su estado era estable. Pero al decírselo desplazó la mirada, inconsciente y fugazmente, hacia la izquierda del pasillo.

En alguna de las habitaciones que quedaban entre la suya y la de las enfermeras se encontraba Lisbeth Salander.

Cerró la puerta con cuidado, volvió cojeando a la cama y se quitó la prótesis. Cuando por fin consiguió meterse bajo las sábanas estaba empapado en sudor.


El inspector Jerker Holmberg regresó a Estocolmo el domingo a mediodía. Se sentía cansado, tenía hambre y estaba muy quemado. Cogió el metro hasta Rådhuset, enfiló Bergsgatan y, nada más entrar en la jefatura de policía, se dirigió al despacho del inspector Jan Bublanski. Sonja Modig y Curt Svensson ya habían llegado. Bublanski había convocado la reunión precisamente en domingo porque sabía que ese día el instructor del sumario, Richard Ekström, estaba ocupado en otro sitio.

– Gracias por venir -dijo Bublanski-. Creo que ya va siendo hora de que hablemos con tranquilidad e intentemos aclarar todo este follón. Jerker, ¿alguna novedad?

– Nada que no haya dicho ya por teléfono. Zalachenko no da su brazo a torcer ni un milímetro: se declara inocente y dice que no nos puede ayudar en nada. Sólo que…

– ¿Qué?

– Tenías razón, Sonja: es una de las personas más desagradables que he conocido en mi vida. Suena ridículo decirlo. Los policías no deberíamos razonar en estos términos, pero hay algo que da miedo bajo su fría y calculadora fachada.

– De acuerdo -dijo Bublanski tras aclararse la voz-. ¿Qué sabemos? ¿Sonja?

Ella esbozó una fría sonrisa.

– Los detectives aficionados nos han ganado este asalto. No he podido encontrar a Zalachenko en ningún registro oficial; lo que sí figura es que un tal Karl Axel Bodin nació en Uddevalla en 1942. Sus padres eran Marianne y Georg Bodin. Existieron realmente, pero fallecieron en un accidente en 1946. Karl Axel Bodin se crió en casa de un tío suyo que vivía en Noruega. O sea, que no hay datos sobre él hasta que regresó a Suecia, en los años setenta. Parece imposible verificar que se trate de un agente que desertó del GRU, tal y como afirma Mikael Blomkvist, pero me inclino a creer que tiene razón.

– ¿Y eso qué significa?

– Resulta obvio que alguien le proporcionó una falsa identidad. Y eso tiene que haberse hecho con el beneplácito de las autoridades.

– O sea, de la Säpo.

– Eso es lo que sostiene Blomkvist. Pero ignoro cómo se hizo. De ser así, tanto su certificado de nacimiento como toda una serie de documentos habrían sido falsificados e introducidos en los registros suecos oficiales. No me atrevo a pronunciarme sobre la legalidad de tales actividades; supongo que todo depende de la persona que tomara la decisión. Pero, para que resulte legal, la decisión debe haberse tomado prácticamente a nivel gubernamental.

Un cierto silencio invadió el despacho de Bublanski mientras los cuatro inspectores reflexionaban sobre las implicaciones.

– De acuerdo -dijo Bublanski-. No somos más que cuatro maderos tontos. Si el gobierno está implicado, no seré yo quien llame a sus miembros para tomarles declaración.

– Mmm -murmuró Curt Svensson-. Eso podría desencadenar una crisis constitucional. En Estados Unidos los miembros del gobierno pueden ser llamados para prestar declaración en un tribunal cualquiera. En Suecia debe realizarse a través de la comisión de asuntos constitucionales del Parlamento.

– Lo que sí podríamos hacer, no obstante, es preguntarle al jefe -sugirió Jerker Holmberg.

– ¿Preguntarle al jefe? -se sorprendió Bublanski.

– Thorbjörn Fälldin. Era el primer ministro.

– Ah, muy bien. Así que subimos a verlo hasta donde quiera que viva y le preguntamos si él le falsificó los documentos de identidad a un espía ruso que desertó. Pues mira, no.

– Fälldin reside en Ås, en el municipio de Härnösand. Yo nací allí, a unos pocos kilómetros de donde él vive. Mi padre es del Partido de Centro y lo conoce bien. Yo le he visto varias veces, tanto de niño como de adulto. Es una persona muy campechana.

Perplejos, los tres inspectores miraron a Jerker Holmberg.

– ¿Tú conoces a Fälldin? -preguntó Bublanski escéptico.

Holmberg asintió. Bublanski frunció los labios.

– Sinceramente… -dijo Holmberg-, podríamos resolver unos cuantos problemas si consiguiéramos que el anterior primer ministro nos explicara de qué va todo esto. Yo puedo ir a hablar con él. Si no dice nada, no dice nada. Pero si habla, a lo mejor nos ahorramos bastante tiempo.

Bublanski sopesó la propuesta. Luego negó con la cabeza. Por el rabillo del ojo vio que tanto Sonja Modig como Curt Svensson asentían pensativos.

– Holmberg… Agradezco tu oferta, pero creo que, de momento, esa idea tiene que esperar. Volvamos al caso. Sonja…

– Según Blomkvist, Zalachenko llegó aquí en 1976. Y esa información, en mi opinión, solamente ha podido sacarla de una sola persona.

– Gunnar Björck -precisó Curt Svensson.

– ¿Qué nos ha contado Björck? -preguntó Jerker Holmberg.

– No mucho. Se acoge al secreto profesional y dice que no puede tratar nada con nosotros sin el permiso de sus superiores.

– ¿Y quiénes son sus superiores?

– Se niega a revelarlo.

– ¿Y qué va a pasar con él?

– Yo lo detuve por violar la ley de comercio sexual; Dag Svensson nos proporcionó una magnífica documentación. Ekström se indignó bastante, pero como yo ya había puesto una denuncia formal, no puede archivar el caso así como así sin correr el riesgo de meterse en líos -dijo Curt Svensson.

– Bueno, ¿y qué le puede caer por violar la ley de comercio sexual? ¿Una multa?

– Probablemente. Pero ya lo tenemos introducido en el sistema y podemos volver a convocarlo para un interrogatorio.

– Sí, pero os recuerdo que nos estamos metiendo en el territorio de la Säpo. Eso podría crear una cierta agitación.

– Lo que pasa es que nada de lo que en estos momentos está sucediendo podría haber pasado si la Säpo no hubiera estado implicada de una u otra manera. Es posible que Zalachenko fuera realmente un espía ruso que desertó y al que le dieron asilo político. También es posible que trabajara para la Säpo como agente o como fuente, no sé muy bien cómo llamarlo, y que existiese una buena razón para darle una falsa identidad y un anonimato. Pero hay tres problemas. Primero, la investigación que se hizo en 1991 y que condujo al encierro de Lisbeth Salander es ilegal. Segundo, la actividad de Zalachenko desde entonces no tiene absolutamente nada que ver con la seguridad del Estado. Zalachenko es un gánster normal y corriente que seguro que ha participado en varios asesinatos y en unos cuantos delitos. Y tercero, no hay ninguna duda sobre el hecho de que se disparara y enterrara a Lisbeth Salander en los dominios de su granja de Gosseberga.

– Por cierto, me gustaría mucho leer el famoso informe de la investigación -dijo Jerker Holmberg.

A Bublanski le cambió la cara.

– Ekström se lo llevó el viernes, y cuando le pedí que me lo devolviera me dijo que iba a hacer una copia, algo que, sin embargo, no hizo. En su lugar me llamó y me comentó que había hablado con el fiscal general y que existía un problema: según el fiscal general, el sello de confidencial implica que el informe no pueda ser copiado ni difundido. El fiscal ha reclamado todas las copias hasta que el asunto se haya investigado a fondo. Sonja le ha tenido que mandar la suya por mensajero.

– ¿Así que ya no tenemos el informe?

– No.

– ¡Joder! -exclamó Holmberg-. Esto no me gusta nada.

– No -intervino Bublanski-. Pero sobre todo quiere decir que alguien está actuando en nuestra contra y que, además, lo está haciendo de forma muy rápida y eficaz; fue el informe lo que por fin nos puso en el buen camino.

– Lo que tenemos que hacer entonces es averiguar quién está actuando en nuestra contra -concluyó Holmberg.

– Un momento -dijo Sonja Modig-. No olvidemos a Peter Teleborian; él contribuyó a nuestra investigación con el perfil que trazó de Lisbeth Salander.

– Es verdad -asintió Bublanski con una voz más apagada-. ¿Y qué fue lo que dijo? No me acuerdo muy bien…

– Se mostró muy preocupado por la seguridad de Lisbeth Salander y dijo que quería lo mejor para ella. Pero al final de su discurso señaló que era peligrosísima y potencialmente capaz de oponer resistencia. Hemos basado gran parte de nuestros razonamientos en lo que él nos explicó aquel día.

– Además encendió a Hans Faste -apostilló Holmberg-. Por cierto, ¿sabemos algo de él?

– Se ha cogido unos días libres -contestó Bublanski-. La cuestión ahora es cómo seguir adelante.

Dedicaron dos horas más a debatir las diferentes posibilidades. La única decisión práctica que se tomó fue que Sonja Modig regresara a Gotemburgo al día siguiente para ver si Salander tenía algo que decir. Cuando finalmente concluyeron la reunión, Sonja Modig acompañó a Curt Svensson al garaje.

– He estado pensando que… -empezó a decir Curt Svensson para, acto seguido, callarse.

– ¿Sí? -preguntó Modig.

– … que cuando estuvimos hablando con Teleborian tú eras la única del grupo que le hizo preguntas y que le puso peros.

– Sí, ¿y?

– Nada que… Bueno, buen instinto -le contestó.

Curt Svensson no era precisamente conocido por ir repartiendo elogios a diestro y siniestro. Esta era, sin ninguna duda, la primera vez que le decía algo positivo o alentador a Sonja Modig. La dejó perpleja junto al coche.

Capítulo 5 Domingo, 10 de abril

La noche del sábado, Mikael Blomkvist la pasó en la cama con Erika Berger. No hicieron el amor; tan sólo estuvieron hablando. Una considerable parte de la conversación la dedicaron a desmenuzar los detalles de la historia de Zalachenko. Tal era la confianza que existía entre ambos que, ni por un segundo, él se paró a pensar en el hecho de que Erika fuera a empezar a trabajar en un periódico de la competencia. Y la propia Erika no tenía ninguna intención de robar la historia; era el scoop de Millennium. Como mucho, es posible que sintiera una cierta frustración por no poder ser la redactora de ese número. Habría sido una buena manera de terminar sus años en Millennium.

También hablaron del futuro y de lo que la nueva situación les reportaría. Erika estaba decidida a quedarse con su parte de Millennium y permanecer en la junta. En cambio, los dos fueron conscientes de que ella, obviamente, no podía ejercer ningún tipo de control sobre el trabajo diario de la redacción.

– Dame unos cuantos años en el Dragón… ¿Quién sabe? Tal vez vuelva a Millennium cuando se me acerque la hora de jubilarme.

Y hablaron de la complicada relación que ambos mantenían. Estaban de acuerdo en que, en la práctica, nada tenía por qué cambiar, aparte del hecho de que, a partir de entonces, obviamente, no se verían tan a menudo. Sería como en los años ochenta, cuando Millennium todavía no existía y cada uno tenía su propio lugar de trabajo.

– Pues ya podemos empezar a reservar hora -comentó Erika con una ligera sonrisa.


El domingo por la mañana se despidieron apresuradamente antes de que Erika volviera a casa con su marido, Greger Backman.

– No sé qué decir -comentó Erika-. Pero reconozco todos los síntomas, y deduzco que estás metido de lleno en un reportaje y que todo lo demás es secundario. ¿Sabes que te comportas como un psicópata cuando trabajas?

Mikael sonrió y le dio un abrazo.

Cuando ella se fue, él llamó al Sahlgrenska para intentar obtener información sobre cómo se encontraba Lisbeth Salander. Nadie le quiso decir nada, así que al final telefoneó al inspector Marcus Erlander, quien se compadeció de él y le explicó que, considerando las circunstancias, Lisbeth estaba bien y que los médicos se mostraban ligeramente optimistas. Mikael le preguntó si la podía visitar. Erlander le contestó que Lisbeth Salander se hallaba detenida por orden del fiscal y que no podía recibir visitas, pero que ese tema seguía siendo una pura formalidad: su estado era tal que ni siquiera resultaba posible interrogarla. Mikael consiguió arrancarle a Erlander la promesa de que lo llamaría si Lisbeth empeoraba.

Cuando Mikael consultó su móvil, pudo constatar que, de entre llamadas perdidas y mensajes, un total de cuarenta y dos procedían de distintos periodistas que habían intentado contactar con él desesperadamente. Durante las últimas veinticuatro horas, la noticia de que fue él quien encontró a Lisbeth Salander y avisó a Protección Civil -lo que le vinculaba estrechamente al desarrollo de los acontecimientos- había sido objeto de una serie de dramáticas especulaciones en los medios de comunicación.

Mikael borró todos los mensajes de los periodistas. En cambio, telefoneó a su hermana, Annika Giannini, y quedaron en verse a mediodía para comer juntos.

Luego llamó a Dragan Armanskij, director ejecutivo y jefe operativo de la empresa de seguridad Milton Security. Lo localizó en el móvil, en su residencia de Lidingö.

– Hay que ver la capacidad que tienes para crear titulares -dijo Armanskij con un seco tono de voz.

– Perdona que no te haya llamado antes. Recibí el mensaje de que me estabas buscando, pero la verdad es que no he tenido tiempo…

– En Milton estamos realizando nuestra propia investigación. Y, según me dijo Holger Palmgren, tú dispones de cierta información. Aunque parece ser que te encuentras a años luz de nosotros.

Mikael dudó un instante sobre cómo pronunciarse.

– ¿Puedo confiar en ti? -preguntó.

La pregunta pareció asombrar a Armanskij.

– ¿En qué sentido?

– ¿Estás de parte de Salander o no? ¿Puedo confiar en que deseas lo mejor para ella?

– Ella es mi amiga. Como tú bien sabes, eso no quiere decir que yo sea necesariamente su amigo.

– Ya lo sé. Pero lo que te pregunto es si estarías dispuesto a ponerte en su rincón del cuadrilátero y liarte a puñetazos con sus enemigos. Va a ser un combate con muchos asaltos.

Armanskij se lo pensó.

– Estoy de su lado -contestó.

– ¿Puedo darte información y tratar cosas contigo sin temer que se las filtres a la policía o a alguna otra persona?

– No estoy dispuesto a implicarme en ningún delito -dijo Armanskij.

– No es eso lo que te he preguntado.

– Mientras no me reveles que te estás dedicando a una actividad delictiva ni a nada por el estilo, puedes confiar en mí al ciento por ciento.

– Vale. Es preciso que nos veamos.

– Esta tarde iré al centro. ¿Cenamos juntos?

– No, no tengo tiempo. Pero si fuera posible que nos viéramos mañana por la tarde, te lo agradecería. Tú y yo, y tal vez unas cuantas personas más, deberíamos sentarnos y hablar.

– ¿Quedamos en Milton? ¿A las 18.00?

– Otra cosa… Dentro de un par de horas voy a ver a mi hermana, Annika Giannini. Está pensando si aceptar o no ser la abogada de Lisbeth, pero, como es lógico, no puede hacerlo gratis. Yo estoy dispuesto a pagar parte de sus honorarios de mi propio bolsillo. ¿Podría Milton Security contribuir?

– Lisbeth va a necesitar un abogado penal fuera de lo normal. Sin ánimo de ofender, creo que tu hermana no es la elección más acertada. Ya he hablado con el jurista jefe de Milton y nos va a buscar uno apropiado. Yo había pensado en Peter Althin o en alguien similar.

– Te equivocas. Lisbeth necesita otro tipo de abogado. Entenderás lo que quiero decir cuando nos hayamos reunido. Pero si hiciera falta, ¿podrías poner dinero para su defensa?

– Mi idea era que Milton contratara a un abogado…

– ¿Eso es un sí o un no? Yo sé lo que le pasó a Lisbeth. Sé más o menos quiénes estaban detrás. Sé el porqué. Y tengo un plan de ataque.

Armanskij se rió.

– De acuerdo. Escucharé tu propuesta. Si no me gusta, me retiraré.


– ¿Has pensado en mi propuesta de representar a Lisbeth Salander? -preguntó Mikael tras darle un beso en la mejilla a su hermana y una vez que el camarero les trajo el café y los sándwiches.

– Sí. Y tengo que decirte que no. Sabes que no soy una abogada penalista. Aunque se libre de los asesinatos por los que la andan buscando, todavía le queda una larga lista de acusaciones. Va a necesitar a alguien con un prestigio y una experiencia completamente diferentes a los míos.

– Te equivocas. Eres una abogada con un reconocido prestigio en cuestiones relacionadas con los derechos de la mujer. Me parece que tú eres justo el tipo de abogado que ella necesita.

– Mikael… creo que no lo entiendes. Este es un caso penal muy complicado, y no se trata de un simple caso de malos tratos o de agresión sexual. Que yo me encargara de su defensa podría acabar en una auténtica catástrofe.

Mikael sonrió.

– Creo que te olvidas de lo más importante: si Lisbeth hubiese sido procesada por los asesinatos de Dag y de Mia, entonces habría contratado a alguien como Silbersky o a algún otro peso pesado de los abogados penalistas. Pero este juicio tratará de cuestiones completamente distintas. Y tú eres la abogada más perfecta que puedo imaginar.

Annika Giannini suspiró.

– Es mejor que me lo expliques.

Hablaron durante casi dos horas. Cuando Mikael terminó, Annika Giannini ya se había convencido. Y Mikael cogió su móvil y llamó de nuevo a Marcus Erlander a Gotemburgo.

– Hola. Soy Blomkvist otra vez.

– No tengo novedades sobre Salander -dijo Erlander irritado.

– Algo que, tal y como están las cosas, supongo que son buenas noticias. Yo, en cambio, sí tengo novedades.

– ¿Ah, sí?

– Sí. Lisbeth Salander cuenta con una abogada llamada Annika Giannini. La tengo justo delante; te la paso.

Mikael pasó el móvil por encima de la mesa.

– Hola. Me llamo Annika Giannini y me han pedido que represente a Lisbeth Salander. Así que necesito ponerme en contacto con mi clienta para que me dé su consentimiento. Y también necesito el número de teléfono del fiscal.

– Comprendo -dijo Erlander-. Tengo entendido que ya se ha contactado con un abogado de oficio.

– Muy bien. ¿Alguien le ha preguntado a Lisbeth Salander su opinión al respecto?

Erlander dudó.

– Sinceramente, aún no hemos tenido la posibilidad de intercambiar ni una palabra con ella. Esperamos hacerlo mañana, si su estado lo permite.

– Muy bien. Entonces les comunico aquí y ahora que, desde este mismo instante, a menos que la señorita Salander diga lo contrario, deben considerarme su abogada defensora. No la podrán someter a ningún interrogatorio sin que yo me halle presente. Y sólo podrán ir a verla para preguntarle si me acepta como abogada. ¿De acuerdo?

– Sí -dijo Erlander, dejando escapar un suspiro.

Erlander se preguntó si eso sería válido desde un punto de vista jurídico. Meditó un instante y continuó:

– Más que nada, lo que queremos es preguntarle a Salander si dispone de alguna información sobre el paradero del asesino Ronald Niedermann. ¿Sería posible hacerlo sin que usted se encuentre presente?

Annika Giannini dudó.

– De acuerdo… Pregúntenle a título informativo si les puede ayudar a localizar a Niedermann. Pero no le hagan ninguna pregunta que se refiera a eventuales procesamientos o acusaciones contra ella. ¿Queda claro?

– Creo que sí.


Marcus Erlander se levantó inmediatamente de su mesa, subió un piso y llamó a la puerta de la instructora del sumario, Agneta Jervas. Le relató el contenido de la conversación que acababa de mantener con Annika Giannini.

– No sabía que Salander tuviera una abogada.

– Ni yo. Ha sido contratada por Mikael Blomkvist. Y creo que Salander tampoco lo sabe.

– Pero Giannini no es una abogada penalista; se dedica a los derechos de la mujer. Una vez asistí a una conferencia suya. Es muy buena, pero creo que bastante inapropiada para este caso.

– Eso, no obstante, le corresponde decidirlo a Salander.

– Siendo así, es muy posible que me vea obligada a impugnar esa elección delante del tribunal. Por el propio bien de Salander, debe tener un abogado defensor de verdad, y no una famosa con afán de protagonismo. Mmm. Además, a Salander la declararon incapacitada. No sé qué es lo que se aplica en estos casos.

– ¿Y qué hacemos?

Agneta Jervas meditó un instante.

– ¡Menudo follón! Además, tampoco estoy segura de quién acabará encargándose del caso; quizá se lo pasen a Estocolmo y se lo den a Ekström. Pero ella necesita un abogado. De acuerdo… pregúntale si acepta a Giannini.


Cuando Mikael llegó a casa sobre las cinco de la tarde, abrió su iBook y retomó el texto que había empezado a redactar en el hotel de Gotemburgo. Trabajó durante siete horas, hasta que identificó las peores lagunas de la historia. Aún quedaba bastante investigación por hacer. Una pregunta a la que, de momento, no podía responder con la documentación de la que disponía era qué miembros de la Säpo, aparte de Gunnar Björck, habían conspirado para encerrar a Lisbeth Salander en el manicomio. Tampoco había logrado aclarar qué tipo de relación existía entre Björck y el psiquiatra Peter Teleborian.

Hacia medianoche, apagó el ordenador y se fue a la cama. Por primera vez en muchas semanas experimentó la sensación de que podía relajarse y dormir tranquilo. La historia estaba bajo control. Por muchas dudas que quedaran por resolver, ya tenía suficiente material como para desencadenar una auténtica avalancha de titulares.

Sintió el impulso de llamar a Erika Berger y ponerla al tanto de la situación. Luego se dio cuenta de que ella ya no estaba en Millennium. De repente le costó conciliar el sueño.


El hombre del maletín marrón se bajó con mucha prudencia del tren de las 19.30 procedente de Gotemburgo y, mientras se orientaba, permaneció quieto durante un instante en medio de todo aquel mar de gente de la estación central de Estocolmo. Había iniciado su viaje en Laholm, poco después de las ocho de la mañana, para ir a Gotemburgo, donde hizo un alto en el camino para comer con un viejo amigo antes de tomar otro tren que lo llevaría a la capital. Llevaba dos años sin pisar Estocolmo, ciudad a la que, en realidad, había pensado no volver jamás. A pesar de haber pasado allí la mayor parte de su vida profesional, en Estocolmo siempre se sentía como un bicho raro, una sensación que había ido en aumento cada vez que, desde su jubilación, visitaba la ciudad.

Cruzó a paso lento la estación, compró los periódicos vespertinos y dos plátanos en el Pressbyrån y contempló pensativo a dos mujeres musulmanas que llevaban velo y que lo adelantaron apresuradamente. No tenía nada en contra de las mujeres con velo; no era asunto suyo si la gente quería disfrazarse. Pero le molestaba que se empeñaran en hacerlo en pleno Estocolmo.

Caminó poco más de trescientos metros hasta el Freys Hotel, situado junto al viejo edificio de correos del arquitecto Boberg, en Vasagatan. Durante sus cada vez menos frecuentes estancias en Estocolmo siempre se alojaba en ese hotel. Céntrico y limpio. Además era barato, una condición indispensable cuando él se costeaba el viaje. Había hecho la reserva el día anterior y se presentó como Evert Gullberg.

En cuanto subió a la habitación se dirigió al cuarto de baño. Había llegado a esa edad en la que se veía obligado a visitarlo cada dos por tres. Hacía ya muchos años que no pasaba una noche entera sin despertarse para ir a orinar.

Después de visitar el baño, se quitó el sombrero, un sombrero inglés de fieltro verde oscuro de ala estrecha, y se aflojó el nudo de la corbata. Medía un metro y ochenta y cuatro centímetros y pesaba sesenta y ocho kilos, así que era flaco y de constitución delgada. Llevaba una americana con estampado de pata de gallo y pantalones de color gris oscuro. Abrió el maletín marrón, sacó dos camisas, una corbata y ropa interior, y lo colocó todo en la cómoda de la habitación. Luego colgó el abrigo y la americana en la percha del armario que estaba detrás de la puerta.

Era todavía muy pronto para irse a la cama. Y demasiado tarde para salir a dar un paseo, algo que, de todas maneras, no le resultaría muy agradable. Se sentó en la consabida silla de la habitación y miró a su alrededor. Encendió la tele y le quitó el volumen. Pensó en llamar a la recepción y pedir café, pero le pareció demasiado tarde. En su lugar, abrió el mueble bar y se sirvió una botellita de Johnny Walker con un chorrito de agua. Abrió los periódicos vespertinos y leyó detenidamente todo lo que se había escrito sobre la caza de Ronald Niedermann y el caso Lisbeth Salander. Un instante después sacó un cuaderno con tapas de cuero y escribió unas notas.


Evert Gullberg, ex director de departamento de la policía de seguridad de Suecia, la Säpo, tenía setenta y ocho años de edad y, oficialmente, llevaba catorce jubilado. Pero eso es lo que suele suceder con los viejos espías: no mueren nunca, permanecen en la sombra.

Poco después del final de la guerra, cuando Gullberg contaba diecinueve años, quiso enrolarse en la marina. Hizo su servicio militar como cadete y luego fue aceptado en la carrera de oficial. Pero en vez de darle un destino tradicional en alta mar, tal y como él deseaba, lo destinaron a Karlskrona como telegrafista de los servicios de inteligencia. No le costó entender lo necesaria que esa tarea resultaba -consistía en averiguar qué estaba pasando al otro lado del Báltico-, pero el trabajo le parecía aburrido y carente de interés. Sin embargo, aprendió ruso y polaco en la Academia de Intérpretes de la Defensa. Esos conocimientos lingüísticos fueron una de las razones por las que fue reclutado por la policía de seguridad en 1950. Eran los tiempos en los que el impecablemente correcto Georg Thulin mandaba sobre la tercera brigada de la policía del Estado. Cuando Gullberg entró, el presupuesto total de la policía secreta ascendía a dos millones setecientas mil coronas y la plantilla estaba compuesta, para ser exactos, por noventa y seis personas.

Cuando Evert Gullberg se jubiló oficialmente, el presupuesto de la Säpo ascendía a más de trescientos cincuenta millones de coronas, y él ya no sabía decir con cuántos empleados contaba la Firma.

Gullberg se había pasado la vida en el servicio secreto de su Real Majestad o, tal vez, en el servicio secreto de la sociedad del bienestar creada por los socialdemócratas. Ironías del destino, ya que él, elecciones tras elecciones, siempre se había mantenido fiel al Partido Moderado, excepto en el año 1991, cuando no lo votó porque consideró que Carl Bildt era un verdadero desastre político. Entonces, desanimado, le dio el voto a Ingvar Carlsson, del Partido Socialdemócrata. Efectivamente, los años con «el mejor Gobierno sueco», esa coalición de centro-derecha liderada por los moderados, también confirmaron sus peores temores. El gobierno ascendió al poder coincidiendo con la caída de la Unión Soviética y, según su opinión, era difícil encontrar otro peor preparado para enfrentarse a ello y aprovechar las nuevas posibilidades políticas que surgieron en el Este en el arte del espionaje. En vez de eso, el gobierno de Bildt redujo -por razones económicas- el departamento de asuntos soviéticos y apostó por unas chorradas internacionales en Bosnia y Serbia, como si Serbia pudiera representar algún día una amenaza para Suecia. El resultado fue que la posibilidad de colocar a largo plazo informantes en Moscú se fue al traste, y seguro que el gobierno, el día en que el clima político del Este volviera a enfriarse -algo que según Gullberg resultaba inevitable-, plantearía de nuevo desmesuradas exigencias a la policía de seguridad y a los servicios de inteligencia militares. Ni que pudieran sacarse de la manga a los agentes como por arte de magia…


Gullberg había empezado su carrera profesional en el departamento ruso de la tercera brigada de la policía del Estado y, tras pasarse dos años en un despacho, efectuó sus primeras y tímidas incursiones sobre el terreno, de 1952 a 1953, como agregado de las Fuerzas Aéreas de la embajada sueca de Moscú. Curiosamente, siguió los pasos de otro famoso espía. Unos años antes su cargo lo había ocupado un no del todo desconocido oficial de las Fuerzas Aéreas: el coronel Stig Wennerström.

De vuelta en Suecia, Gullberg trabajó para el contraespionaje y, diez años más tarde, fue uno de esos jóvenes policías de seguridad que, bajo las órdenes del jefe operativo Otto Danielsson, detuvo a Wennerström y lo condujo a una pena de cadena perpetua en la cárcel de Långholmen.

Cuando en 1964, bajo el mandato de Per Gunnar Vinge, la policía secreta se reestructuró y se convirtió en el departamento de seguridad de la Dirección General de Policía, DGP/Seg, el aumento de plantilla ya se había iniciado. Por aquel entonces, Gullberg ya llevaba catorce años trabajando en la policía de seguridad y se convirtió en uno de los veteranos de más confianza.

Gullberg nunca había usado la palabra «Säpo» para referirse a la policía de seguridad. En los círculos oficiales la llamaba DGP/Seg, mientras que en los no oficiales la denominaba, simplemente, Seg. Con sus colegas se refería a ella como «la Empresa» o «la Firma»; o, si acaso, «el Departamento». Pero nunca jamás como «la Säpo». La razón era sencilla: durante muchos años, la tarea más importante de la Firma había sido realizar el así llamado control de personal, es decir: investigar y fichar a ciudadanos suecos sospechosos de albergar ideas comunistas y de presunta traición a la patria. En la Firma se manejaban los conceptos de «comunista» y de «traidor de la patria» como sinónimos. De hecho, el nombre de «Säpo», posteriormente adoptado y comúnmente aceptado por todos, era una palabra que la revista comunista Clarté, potencial traidora nacional, inventó para insultar a los cazadores de comunistas de la policía. Por consiguiente, ni Gullberg ni ningún otro veterano utilizaban el término. No le entraba en la cabeza que su anterior jefe, P. G. Vinge, empleara ese nombre en el título de sus memorias: Jefe de la Säpo, 1962-1970.

Fue la reestructuración de 1964 la que decidió la futura carrera de Gullberg.

La creación de la DGP /Seg trajo consigo que la policía secreta del Estado se transformara en lo que en los memorandos del Ministerio de Justicia se describió como una organización policial moderna. Eso supuso que se realizaran nuevas contrataciones. La constante necesidad de más personal ocasionó constantes problemas de rodaje, cosa que, en una organización en proceso de expansión, supuso que las posibilidades que tenía el Enemigo para colocar a sus agentes dentro del departamento mejoraran radicalmente. Algo que, a su vez, motivó que el control interno de seguridad se reforzara: la policía secreta ya no podía ser un club interno compuesto por ex oficiales en el que todo el mundo se conocía y donde el mérito más frecuente para el reclutamiento era tener un padre oficial.

En 1963 trasladaron a Gullberg a la sección de control del personal, que había adquirido mayor relevancia como consecuencia del desenmascaramiento de Stig Wennerström. Durante ese período se asentaron las bases de ese registro de opiniones que, hacia finales de los años sesenta, tenía fichados a más de trescientos mil ciudadanos suecos, simpatizantes de inapropiadas ideas políticas. Pero una cosa era llevar a cabo un control personal de los ciudadanos en general y otra muy distinta organizar el control de seguridad de la propia DGP/Seg.

Wennerström había desencadenado una avalancha de dolores de cabeza en el seno de la policía secreta. Si un coronel del Estado Mayor de la Defensa podía trabajar para los rusos -además de ser el consejero del gobierno en asuntos que concernían a armas nucleares y política de seguridad-, ¿podían estar seguros, entonces, de que los rusos no tuviesen también a un agente igual de bien colocado dentro de la policía de seguridad? ¿Quién les garantizaría que los directores y subdirectores de la Firma no trabajaban en realidad para los rusos? En resumen: ¿quién iba a espiar a los espías?

En agosto de 1964, Gullberg fue convocado a una reunión en el despacho del director adjunto de la policía de seguridad, el jefe de gabinete Hans Wilhelm Francke. En la reunión también participaron, aparte de dos personas más de la cúpula de la Firma, el jefe administrativo adjunto y el jefe de presupuesto. Antes de que el día llegara a su fin, la vida de Gullberg ya había adquirido un nuevo sentido: había sido elegido. Le dieron un cargo como jefe de una nueva sección llamada provisionalmente «Sección de Seguridad», abreviado SS. Su primera medida fue cambiarle el nombre por el de «Sección de Análisis». El nombre sobrevivió unos cuantos minutos, hasta que el jefe de presupuesto señaló que, a decir verdad, SA no sonaba mucho mejor que SS. El nombre final fue Sección para el Análisis Especial, SAE, que, en lenguaje coloquial, acabó convirtiéndose en «la Sección», mientras que «el Departamento» o «la Firma» hacían referencia a toda la policía de seguridad.


La Sección fue idea de Francke. La llamó «la última línea de defensa», un grupo ultrasecreto que estaba presente en lugares estratégicos dentro de la Firma, pero que resultaba invisible y en el que, al no aparecer en memorandos ni en partidas presupuestarias, nadie podía infiltrarse. Su misión: vigilar la seguridad de la nación. Francke tenía el poder para llevarlo todo a cabo; necesitaba al jefe de presupuesto y al jefe administrativo para crear la estructura oculta, pero eran todos soldados de la vieja guardia y amigos de docenas de escaramuzas contra el Enemigo.

Durante el primer año, la organización entera estuvo compuesta por Gullberg y tres colaboradores elegidos a dedo. Durante los diez siguientes, la Sección aumentó hasta un total de once miembros, dos de los cuales eran secretarias administrativas de la vieja escuela, mientras que el resto estaba compuesto por profesionales cazadores de espías. Se trataba de una organización sin apenas jerarquía: Gullberg era el jefe, sí, pero todos los demás no eran más que simples colaboradores y veían al jefe casi a diario. Se premiaba más la eficacia que el prestigio y las formalidades burocráticas.

En teoría, Gullberg se hallaba subordinado a una larga lista de personas que, a su vez, se encontraban a las órdenes del jefe administrativo de la policía de seguridad, al cual le debía entregar mensualmente un informe, pero, en la práctica, Gullberg disfrutaba de una situación única con extraordinarios poderes. Él, y sólo él, podía tomar la decisión de examinar con lupa a los más altos directivos de la Säpo. También podía, si le parecía oportuno, poner patas arriba la vida del mismísimo Per Gunnar Vinge. (Algo que, en efecto, hizo.) Podía poner en marcha sus propias investigaciones o realizar escuchas telefónicas sin tener que explicar su objetivo o sin ni siquiera informar a sus superiores. Tomó como modelo a toda una leyenda del espionaje americano, James Jesus Angleton, que gozaba de una posición similar dentro de la CIA y al que, además, llegó a conocer personalmente.

Por lo que respecta a su organización, la Sección se convirtió en una microorganización dentro del Departamento, fuera de, por encima de y al margen del resto de la policía de seguridad. Esto también tuvo sus consecuencias geográficas. La Sección tenía sus oficinas en Kungsholmen pero, por razones de seguridad, en la práctica toda ella se trasladó fuera de aquel edificio, a un piso de once habitaciones ubicado en el barrio de Östermalm. El piso se reformó discretamente hasta convertirlo en unas oficinas fortificadas que nunca permanecían vacías, ya que en dos de las habitaciones que quedaban más cerca de la entrada se habilitó una vivienda para la fiel servidora y secretaria Eleanor Badenbrink. Badenbrink era un recurso inapreciable en quien Gullberg había depositado su total confianza.

Por lo que respecta a su organización, Gullberg y sus colaboradores desaparecieron de la vida pública: fueron financiados por medio de un «fondo especial», pero no existían para la burocracia formal de la política de seguridad, de la cual se rendía cuenta a la Dirección General de la Policía o al Ministerio de Justicia. Ni siquiera el jefe de la DGP /Seg conocía a esos agentes, los más secretos de entre los secretos, a los que se les había encomendado la misión de tratar lo más delicado de lo delicado.

De modo que, con cuarenta años, Gullberg se encontraba en una situación en la que no tenía que justificarse ante nadie y en la que podía abrirle una investigación a quien se le antojase.

Ya desde el principio, le había quedado claro que la Sección para el Análisis Especial corría el riesgo de convertirse en un grupo delicado desde el punto de vista político. La descripción del trabajo resultaba, por no decir otra cosa, difusa, y la documentación escrita, extremadamente parca. En el mes de septiembre de 1964, el primer ministro Tage Erlander firmó una directiva según la cual se destinaban a la Sección para el Análisis Especial unas partidas presupuestarias con el objetivo de que realizaran investigaciones especialmente delicadas y de vital importancia para la seguridad nacional. Ése fue uno de los doce asuntos similares que el director adjunto de la DGP /Seg, Hans Wilhelm Francke, le expuso una tarde al primer ministro en el transcurso de una reunión. El documento fue clasificado en el acto como secreto y archivado en el diario igual de secreto de la DGP /Seg.

La firma del primer ministro significaba que la Sección se convertía en una institución aprobada jurídicamente. La primera partida presupuestaria de la Sección ascendió a cincuenta y dos mil coronas. El hecho de que se solicitara un presupuesto tan bajo fue, según el propio Gullberg, una jugada magistral: daba a entender que la creación de la Sección constituía un asunto sin mayor importancia, uno más del montón.

En un sentido más amplio, la firma del primer ministro significaba que él había dado su visto bueno a la necesidad de crear un grupo que se responsabilizara del «control personal interno». Sin embargo, esa misma firma podía interpretarse como que el primer ministro había dado su aprobación para fundar un grupo que también podría encargarse del control de «personas especialmente sensibles» fuera de la policía de seguridad, como por ejemplo el propio primer ministro. Era esto último lo que, en teoría, podría ocasionar graves problemas políticos.


Evert Gullberg constató que ya se había bebido todo el Johnny Walker. No era muy dado a consumir alcohol, pero habían sido un día y un viaje muy largos y consideró que se hallaba en una etapa de su vida en la que poco importaba si decidía tomarse uno o dos whiskies, y que si le daba la gana, podía volver a llenar el vaso sin que pasara absolutamente nada. Se sirvió una botellita de Glenfiddich.

El asunto más delicado de todos era, por supuesto, Olof Palme.

Gullberg recordaba con todo detalle el día de las elecciones de 1976. Por primera vez en la historia moderna, Suecia había elegido un gobierno no socialdemócrata. Por desgracia, fue Thorbjörn Fälldin quien se convirtió en primer ministro, y no Gösta Bohman, que era un hombre de la vieja escuela e infinitamente más apropiado. Pero, sobre todo, Palme había sido vencido, de modo que Evert Gullberg podía respirar aliviado.

Si Palme resultaba adecuado o no como primer ministro había sido tema de debate de más de una comida celebrada entre los círculos más secretos de la DGP /Seg. En 1969 se despidió a Per Gunnar Vinge después de que éste expresara una opinión compartida por muchas personas del Departamento: el convencimiento de que Palme era un agente de influencia que trabajaba para la KGB rusa. La opinión de Vinge no resultó controvertida en el clima que reinaba dentro de la Firma. Por desgracia, Vinge había tratado abiertamente el asunto con el gobernador civil Ragnar Lassinanti con motivo de una visita que efectuó a la provincia de Norrbotten. Lassinanti arqueó dos veces las cejas y luego informó al gobierno, hecho que tuvo como consecuencia que Vinge fuera convocado a una entrevista personal.

Para gran irritación de Evert Gullberg, la cuestión de los posibles contactos rusos de Olof Palme nunca quedó aclarada. A pesar de sus obstinados intentos por averiguar la verdad y encontrar las pruebas determinantes -the smoking gun-, la Sección jamás pudo hallar la más mínima prueba al respecto. A ojos de Gullberg eso no indicaba en absoluto que Palme fuera inocente, sino más bien que era un espía particularmente astuto e inteligente que no se había visto tentado a cometer los fallos cometidos por otros espías rusos. Palme continuó burlándolos año tras año. En 1982, cuando regresó como primer ministro, el asunto cobró de nuevo actualidad. Luego vinieron los tiros de Sveavägen y el asunto se convirtió para siempre en una cuestión académica.


El año 1976 fue problemático para la Sección. Dentro de la DGP /Seg -entre las pocas personas que conocían la existencia de la Sección – surgió una cierta crítica. Durante los diez anteriores años, sesenta y cinco funcionarios de la policía de seguridad habían sido despedidos de la organización debido a unas supuestas y poco fiables inclinaciones políticas. Sin embargo, en la mayoría de los casos la naturaleza de la documentación no permitió demostrar nada, lo que ocasionó que ciertos superiores empezaran a murmurar que los colaboradores de la Sección eran unos paranoicos que veían conspiraciones por doquier.

A Gullberg todavía le hervía la sangre por dentro cada vez que se acordaba de uno de los asuntos tratados por la Sección. Se trataba de una persona que fue reclutada por la DGP /Seg en 1968 y que el propio Gullberg consideraba sumamente inapropiada. Su nombre era Stig Bergling, inspector de policía y teniente del ejército sueco que luego resultó ser coronel del servicio de inteligencia militar ruso, el GRU. A lo largo de los siguientes años, Gullberg se esforzó, en cuatro ocasiones, en hacer que despidieran a Bergling, pero en cada una de las veces sus intentos fueron ignorados. La cosa no cambió hasta 1977, cuando Bergling fue objeto de sospechas también fuera de la Sección. Ya era hora. Bergling se convirtió en el escándalo más grande de la historia de la policía de seguridad sueca.

La crítica contra la Sección fue en aumento durante la primera mitad de los años setenta, de modo que, hacia la mitad de la década, Gullberg ya había oído varias propuestas de reducción de presupuesto e, incluso, que la actividad resultaba innecesaria.

En su conjunto, la crítica significaba que el futuro de la Sección era puesto en tela de juicio. Ese año, en la DGP /Seg se dio prioridad a la amenaza terrorista, algo que, desde el punto de vista del espionaje, era en todos los sentidos una historia aburrida que concernía principalmente a desorientados jóvenes que colaboraban con elementos árabes o propalestinos. La gran duda de la policía de seguridad era si el control personal iba a recibir asignaciones presupuestarias especiales para vigilar a ciudadanos extranjeros residentes en Suecia, o si eso debería seguir siendo un asunto exclusivo del departamento de extranjería.

De ese debate burocrático algo esotérico le surgió a la Sección la necesidad de reclutar los servicios de un colaborador de confianza que pudiera reforzar el control -el espionaje, en realidad- de los empleados del departamento de extranjería.

La elección recayó en un joven colaborador que llevaba trabajando en la DGP /Seg desde 1970 y del que tanto su historial como su credibilidad política resultaban los más idóneos para que fuera acogido en la Sección. En su tiempo libre era miembro de una organización llamada Alianza Democrática a la que los medios de comunicación socialdemócratas describían como de extrema derecha. En la Sección eso no supuso ninguna carga. De hecho, otros tres colaboradores también eran miembros de la Alianza Democrática y la Sección había tenido una gran importancia para la propia fundación de la Alianza. Contribuyeron asimismo a una pequeña parte de la financiación. Fue a través de esa organización como repararon en el nuevo colaborador y, finalmente, lo reclutaron para la Sección. Su nombre era Gunnar Björck.


Para Evert Gullberg fue una increíble y feliz casualidad que precisamente aquel día -el día de las elecciones de 1976, cuando Alexander Zalachenko desertó a Suecia y entró en la comisaría del distrito de Norrmalm pidiendo asilo político- fuera el joven Gunnar Björck quien lo recibiese, en calidad de tramitador de los asuntos del departamento de extranjería. Un agente que ya estaba vinculado a lo más secreto de lo secreto.

Björck era un chico despierto. Se dio cuenta enseguida de la importancia de Zalachenko, de modo que interrumpió el interrogatorio y metió al desertor en una habitación del hotel Continental. Fue, por lo tanto, a Evert Gullberg, y no a su jefe formal del departamento de extranjería, a quien llamó Gunnar Björck para darle el aviso. La llamada se produjo una vez cerrados los colegios electorales y cuando todos los pronósticos apuntaban a que Palme iba a perder. Gullberg acababa de llegar a casa y encender la tele para seguir la noche electoral. Al principio dudó de las informaciones que el excitado joven le transmitió. Luego se acercó hasta el hotel Continental, a menos de doscientos cincuenta metros de la habitación del Freys Hotel donde se encontraba en ese momento, para asumir el mando del asunto Zalachenko.


A partir de ese instante, la vida de Evert Gullberg se transformó de forma radical. La palabra «secreto» adquirió un significado y un peso enteramente nuevos. Comprendió lo necesario que resultaba crear una estructura propia en torno al desertor.

De manera automática, incluyó a Gunnar Björck en el grupo de Zalachenko. Fue una decisión inteligente y razonable, ya que Björck conocía la existencia de Zalachenko. Era mejor tenerlo dentro que fuera, donde supondría un riesgo para la seguridad. Eso implicó que Björck fuera trasladado desde su puesto oficial en el departamento de extranjería hasta uno de los despachos del piso de Östermalm.

Con el revuelo que se originó, Gullberg decidió ya desde el principio informar solamente a una persona dentro de la DGP /Seg: al jefe administrativo, que ya estaba al tanto de la actividad de la Sección. Este se guardó la noticia durante varios días hasta que le explicó a Gullberg que el asunto alcanzaba tal magnitud que habría que informar al director de la DGP /Seg y también al gobierno.

Por aquella época, el director de la DGP /Seg, que acababa de tomar posesión de su cargo, conocía la existencia de la Sección para el Análisis Especial, pero sólo tenía una vaga idea de a lo que la Sección se dedicaba en realidad. Había entrado para limpiarlo todo tras el escándalo del asunto IB * y ya se encontraba de camino a un cargo superior de la jerarquía policial. En conversaciones confidenciales con el jefe administrativo se enteró de que la Sección era un grupo secreto designado por el gobierno que se mantenía al margen de la verdadera actividad de la Säpo y sobre el que no había que hacer preguntas. Ya que, por aquel entonces, el jefe era un hombre al que nunca se le ocurriría formular preguntas susceptibles de generar respuestas desagradables, asintió de forma comprensiva y aceptó, sin más, que existiera algo llamado SAE y que eso no fuera asunto de su incumbencia.

A Gullberg no le hizo mucha gracia tener que informar al jefe sobre Zalachenko, pero aceptó la realidad. Subrayó la absoluta necesidad de mantener una total confidencialidad -cosa con la que su interlocutor se mostró conforme- y dio unas instrucciones tan estrictas que ni siquiera el jefe de la DGP /Seg podría hablar del tema en su despacho sin tomar especiales medidas de seguridad. Se decidió que la Sección para el Análisis Especial se ocupara del asunto Zalachenko.

Informar al primer ministro saliente quedaba excluido. Debido a todo el revuelo que se había organizado a raíz del cambio de poder, el nuevo primer ministro se encontraba muy ocupado designando a los miembros de su gabinete y negociando con los demás partidos de la coalición de centro-derecha. Hasta que no se cumplió un mes de la formación del gobierno, el jefe de la DGP /Seg, acompañado de Gullberg, no acudió a la sede del gobierno de Rosenbad para informar al recién electo primer ministro, Thorbjörn Fälldin. Gullberg estuvo protestando hasta el último momento por el hecho de que se informara al gobierno, pero el director de DGP/Seg no cedió: sería constitucionalmente imperdonable no hacerlo. Durante la reunión, Gullberg trató de convencer por todos los medios al primer ministro -con la máxima elocuencia de la que fue capaz- de lo importante que era que la información sobre Zalachenko no saliera de aquel despacho: que ni siquiera se pusiera en conocimiento del ministro de Asuntos Exteriores, del ministro de Defensa ni de ningún otro miembro del gobierno.

La noticia de que un importante agente ruso había solicitado asilo político en Suecia conmocionó a Fälldin. Empezó diciendo que su deber era tratar el tema como mínimo con los líderes de los otros dos partidos que formaban parte del gobierno de coalición. Gullberg estaba preparado para esa objeción y jugó la carta más importante que guardaba. Le explicó en voz baja que si eso ocurriese, él se vería obligado a presentar su dimisión. La amenaza impresionó a Fälldin. Eso implicaba que si la historia se filtrara y los rusos enviaran un escuadrón de la muerte para liquidar a Zalachenko, el primer ministro sería el único responsable. Y si se revelara que la persona encargada de la seguridad de Zalachenko se había visto obligada a dimitir de su cargo, el primer ministro se vería envuelto en un escándalo político y mediático.

Fälldin, todavía verde e inseguro como primer ministro, acabó cediendo. Aprobó una directiva que se introdujo de inmediato en el diario secreto y que conllevaba que la Sección se encargara del debriefing de Zalachenko y de su seguridad, así como de que la información no saliera del despacho del primer ministro. De este modo, Fälldin llegó a firmar una directiva que, en la práctica, demostraba que él había sido informado pero que también significaba que nunca podría hablar del tema. En resumen, que se olvidara de Zalachenko.

No obstante, Fälldin insistió en que una persona más de su gabinete fuera puesta al tanto de la situación: un secretario de Estado elegido a dedo que, además, funcionara como persona de contacto en todo lo relacionado con el desertor. Gullberg aceptó. No tendría problemas en manejar a un secretario de Estado.

El director de la DGP /Seg estaba contento: el asunto Zalachenko quedaba asegurado constitucionalmente, algo que, en este caso concreto, quería decir que él tenía las espaldas cubiertas. Gullberg también estaba contento: había conseguido poner el asunto en cuarentena, cosa que le permitía controlar toda la información. Él, y nadie más que él, controlaba a Zalachenko.

Cuando Gullberg regresó a su despacho del piso de Östermalm, se sentó a su mesa y, a mano, hizo una lista de las personas que sabían de la existencia de Zalachenko. La nómina la componían él mismo; Gunnar Björck; Hans von Rottinger, jefe operativo de la Sección; Fredrik Clinton, jefe adjunto; Eleanor Badenbrink, secretaria de la Sección, y dos colaboradores a los que se les había encomendado la tarea de reunir y analizar la información que Zalachenko les pudiera proporcionar. En total, siete personas que, durante los siguientes años, constituirían una sección especial dentro de la Sección. Los bautizó mentalmente como «el Grupo Interior».

Fuera de la Sección, estaban al corriente el jefe de la DGP /Seg, el jefe adjunto y el jefe administrativo. Aparte de ellos, el primer ministro y un secretario de Estado. En total, doce personas. Nunca un secreto de tal magnitud había sido conocido por un grupo tan reducido.

Luego el rostro de Gullberg se ensombreció. El secreto también era conocido por una decimotercera persona. Björck estuvo acompañado por el jurista Nils Bjurman. Convertir a este último en un colaborador de la Sección quedaba totalmente descartado: Bjurman no era un verdadero policía de seguridad -en el fondo no era más que una especie de becario de la DGP /Seg- y no disponía ni de los conocimientos ni de la competencia que se requerían. Gullberg sopesó varias alternativas hasta que al final se decidió por sacar discretamente a Bjurman de la historia. Lo amenazó con cadena perpetua por alta traición si se le ocurría pronunciar una sola sílaba sobre Zalachenko, lo sobornó con promesas de futuros trabajos y, por último, le dio una coba que no hizo sino aumentar la sensación de importancia que Bjurman tenía sobre sí mismo. Se encargó de que contrataran a Bjurman en un prestigioso bufete y de que recibiera toda una serie de encargos que lo mantuvieran ocupado. El único problema residía en que Bjurman era tan mediocre que no supo aprovechar sus oportunidades. Abandonó el bufete al cabo de diez años y abrió el suyo propio, con un solo empleado, en Odenplan.

Durante los siguientes años, Gullberg mantuvo a Bjurman bajo una discreta pero constante vigilancia. No la abandonó hasta finales de los años ochenta, cuando la Unión Soviética se encontraba a punto de caer y Zalachenko ya no constituía un asunto prioritario.


Para la Sección, Zalachenko había representado, en primer lugar, la promesa de abrir una brecha en la resolución del enigma Palme, algo que mantenía permanentemente ocupado a Gullberg. Por consiguiente, Palme fue uno de los primeros temas que Gullberg trató en el largo debriefing.

Sin embargo, sus esperanzas pronto se frustraron: Zalachenko nunca había operado en Suecia y no tenía un verdadero conocimiento del país. Sí había oído rumores, en cambio, sobre el «Caballo Rojo», un destacado político sueco, tal vez escandinavo, que trabajaba para la KGB.

Gullberg escribió una lista de nombres que unió al de Palme. Allí estaban Carl Lidbom, Pierre Schori, Sten Andersson, Marita Ulvskog y unos cuantos más. Durante el resto de su vida, Gullberg volvería a esa nómina una y otra vez sin conseguir jamás dar respuesta al enigma.

De repente, Gullberg se codeaba con los grandes. Le ofrecieron sus respetos en aquel exclusivo club de guerreros elegidos donde todos se conocían y donde los contactos se realizaban mediante la amistad y la confianza personales, y no a través de los canales oficiales ni de las reglas burocráticas. Llegó, incluso, a conocer al mismísimo James Jesus Angleton y a tomarse un whisky con el jefe del MI-6 en un discreto club de Londres. Se convirtió en uno de los grandes.


La otra cara de la profesión era que nunca podría hablar de sus éxitos, ni siquiera en unas memorias póstumas. Constantemente presente se hallaba, asimismo, el miedo a que el Enemigo empezara a percatarse de sus viajes y lo vigilara; de ese modo, sin quererlo, guiaría a los rusos hasta Zalachenko.

En ese aspecto, Zalachenko era su peor enemigo.

Durante el primer año, Zalachenko estuvo alojado en un apartamento propiedad de la Sección. No existía en ningún registro ni en ningún documento público, y dentro del grupo de Zalachenko habían pensado que les sobraba tiempo para plantearse el futuro del desertor. Hasta la primavera de 1978 no le dieron un pasaporte a nombre de Karl Axel Bodin ni le pudieron inventar, con no poco esfuerzo, un pasado: una ficticia pero comprobable vida en los registros oficiales suecos.

Para entonces ya era tarde: Zalachenko ya se había follado a esa maldita puta llamada Agneta Sofia Salander, cuyo apellido de soltera era Sjölander, y se había presentado sin la menor preocupación con su verdadero nombre: Zalachenko. Gullberg pensaba que Zalachenko no estaba del todo bien de la cabeza. Sospechaba que el desertor ruso deseaba más bien ser descubierto. Era como si necesitara estar en el candelero. Si no, resultaba difícil explicar cómo podía ser tan tremendamente estúpido.

Hubo putas, períodos de un exagerado consumo de alcohol y varios incidentes violentos y unas cuantas broncas con porteros de bares y otras personas. En tres ocasiones la policía sueca arrestó a Zalachenko por embriaguez y en otras dos por peleas en un bar. Y, en cada ocasión, la Sección tuvo que intervenir discretamente y sacarle del apuro asegurándose de que los papeles desaparecieran y de que los registros fueran modificados. Gullberg eligió a Gunnar Björck para que se convirtiera en su sombra. El trabajo de Björck consistía en hacer de canguro casi veinticuatro horas al día. Era difícil, pero no había otra alternativa.

Todo podía haber salido bien. A principios de los años ochenta, Zalachenko se tranquilizó y empezó a adaptarse. Pero nunca dejó a la puta de Salander. Y lo que era peor: se había convertido en el padre de Camilla y de Lisbeth Salander.

Lisbeth Salander.

Gullberg pronunció su nombre con una sensación de malestar.

Ya cuando las chicas contaban unos nueve o diez años, Gullberg sentía una extraña sensación en el estómago cada vez que pensaba en ella. No hacía falta ser psiquiatra para comprender que no era normal. Gunnar Björck había informado de que se mostraba rebelde, violenta y agresiva ante Zalachenko, a quien, además, no parecía tenerle el más mínimo miedo. Raramente decía algo pero mostraba de otras mil maneras su descontento con el estado de las cosas. Ella era un problema en ciernes, aunque Gullberg no podía imaginar, ni en la peor de sus pesadillas, las gigantescas proporciones que ese problema alcanzaría. Lo que más temía era que la situación de la familia Salander llevara a una investigación social que se centrara en Zalachenko. Cuántas veces le imploró a Zalachenko que rompiera con la familia y que se alejara de ellos. Él se lo prometía pero siempre acababa incumpliendo su promesa. Tenía otras putas. Le sobraban las putas. Pero al cabo de unos cuantos meses siempre volvía con Agneta Sofia Salander.

Maldito Zalachenko. Un espía que dejaba que su polla gobernara su vida sentimental no podía ser, evidentemente, un buen espía. Pero era como si Zalachenko estuviera por encima de todas las reglas normales. O al menos así pensaba él… Si se hubiese contentado con tirársela sin tener que darle una paliza cada vez que se veían, tampoco habría sido para tanto, pero lo que estaba sucediendo era que Zalachenko maltrataba grave y repetidamente a su novia. Incluso parecía verlo como un entretenido desafío hacia sus vigilantes: la maltrataba sólo para meterse con ellos y verlos sufrir.

A Gullberg no le cabía la menor duda de que Zalachenko era un puto enfermo, pero no le quedaba más alternativa: no contaba precisamente con un montón de agentes desertores del GRU entre los que elegir. Sólo tenía a uno, quien, además, era muy consciente de lo que significaba para él.

Gullberg suspiró. El grupo de Zalachenko había adquirido el papel de empresa de limpieza. Era un hecho innegable. Zalachenko sabía que se podía permitir ciertas libertades y que ellos lo sacarían de cualquier aprieto. Y cuando se trataba de Agneta Sofia Salander se aprovechaba de eso hasta límites insospechados.

No le faltaron advertencias. Lisbeth Salander acababa de cumplir doce años cuando le asestó unas cuantas puñaladas a Zalachenko. Las heridas no fueron graves, pero lo trasladaron al hospital de Sankt Göran y el grupo tuvo que realizar una importante labor de limpieza. En aquella ocasión, Gullberg mantuvo una Conversación Muy Seria con él: le dejó muy claro que jamás permitiría que volviera a contactar con la familia Salander y le hizo prometer que nunca más se acercaría a ellas. Y Zalachenko se lo prometió. Mantuvo su promesa durante más de medio año, hasta que fue de nuevo a casa de Agneta Sofía Salander y la maltrató con tal saña que ella acabó en una institución para el resto de su vida.

Sin embargo, Gullberg jamás se habría podido imaginar que Lisbeth Salander fuera una psicópata asesina capaz de fabricar una bomba incendiaria. Aquel día fue un caos. Les esperaba un laberinto de investigaciones y toda la Operación Zalachenko -incluso toda la Sección – pendieron de un hilo muy fino. Si Lisbeth Salander hablara, podría desenmascarar a Zalachenko. Y si éste fuese descubierto, no sólo se correría el riesgo de que toda una serie de operaciones que estaban en marcha en Europa desde hacía quince años se fueran a pique, sino también que la Sección fuera sometida a un examen público. Algo que había que impedir a toda costa.

Gullberg estaba preocupado. Un examen público haría que, a su lado, el caso IB pareciera una película para toda la familia. Si se abrieran los archivos de la Sección, se desvelaría un conjunto de circunstancias que no eran del todo compatibles con la Constitución, por no hablar de la vigilancia a la que sometieron tanto a Palme como a otros conocidos miembros del Partido Socialdemócrata. Hacía muy pocos años que habían asesinado a Palme y era un tema muy delicado. Eso habría ocasionado que se iniciara una investigación contra Gullberg y otros numerosos miembros de la Sección. Y lo que era peor: que unos cuantos locos periodistas lanzaran, sin cortarse un pelo, la teoría de que la Sección estaba detrás del asesinato de Palme, algo que, a su vez, conduciría a un laberinto más de revelaciones y acusaciones. Otro problema era que la Dirección de la Policía de Seguridad había cambiado tanto que ni siquiera el director de la DGP /Seg conocía la existencia de la Sección. Aquel año todos los contactos con la DGP /Seg no fueron más allá de la mesa del nuevo jefe administrativo adjunto, quien, desde hacía ya una década, era miembro fijo de la Sección.


Un ambiente de pánico y angustia empezó a reinar entre los colaboradores del grupo de Zalachenko. En realidad, fue Gunnar Björck quien dio con la solución: un psiquiatra llamado Peter Teleborian.

Teleborian había sido reclutado por el departamento de contraespionaje de la DGP /Seg para un asunto completamente diferente: trabajar como asesor en la investigación de un presunto espía industrial. En una fase delicada de la investigación, había que averiguar cómo iba a actuar el sospechoso en caso de que se le sometiera a estrés. Teleborian era un joven y prometedor psiquiatra que no soltaba a sus interlocutores la típica jerga oscura, sino que ofrecía concretos y prácticos consejos, los mismos que hicieron posible que la DGP /Seg impidiera un suicidio y que el espía en cuestión pudiera transformarse en un agente doble que enviara desinformación a quienes habían contratado sus servicios.

Después del ataque de Salander contra Zalachenko, Björck, con mucho cuidado, vinculó a Teleborian a la Sección en calidad de asesor externo. Y ahora hacía más falta que nunca.

Resolver el problema había sido muy sencillo: podían hacer desaparecer a Karl Axel Bodin enviándolo a un centro de rehabilitación. Agneta Sofia Salander desaparecería enviándola a una unidad de enfermos crónicos con irreparables daños cerebrales. Todas las investigaciones policiales fueron a parar a la DGP /Seg y se transfirieron, con la ayuda del jefe administrativo adjunto, a la Sección.

Peter Teleborian acababa de obtener un puesto como médico jefe adjunto en la unidad de psiquiatría infantil del hospital de Sankt Stefan de Uppsala. Todo lo que hacía falta era un informe de psiquiatría forense que Björck y Teleborian redactarían juntos y, acto seguido, una decisión rápida y no especialmente controvertida del tribunal. Tan sólo era cuestión de ver cómo presentar los hechos. La Constitución no tenía nada que ver con todo aquello. Al fin y al cabo, se trataba de la seguridad nacional. La gente tenía que entenderlo.

Y que Lisbeth Salander era una enferma mental resultaba obvio. Unos añitos encerrada en una institución psiquiátrica le vendrían, sin duda, muy bien. Gullberg asintió dando así su visto bueno a la operación.


Todas las piezas del puzle habían encajado. Y eso ocurrió cuando el grupo Zalachenko estaba ya, de todos modos, a punto de disolverse. La Unión Soviética había dejado de existir y la época de esplendor de Zalachenko pertenecía definitivamente al pasado: su fecha de caducidad ya se había sobrepasado con creces.

En su lugar, el grupo Zalachenko le ofreció una generosa indemnización por despido de uno de los fondos reservados de la policía de seguridad. Le proporcionaron las mejores atenciones médicas, y, seis meses más tarde, con un suspiro de alivio, lo llevaron al aeropuerto de Arlanda y le dieron un billete de ida para España. Le dejaron claro que a partir de ese momento los caminos de Zalachenko y de la Sección se separaban. Fue una de las últimas gestiones realizadas por Gullberg. Una semana más tarde, acogiéndose a los derechos que su edad le otorgaba, se jubiló y le dejó su puesto al delfín: Fredrik Clinton. A partir de entonces, a Gullberg sólo lo consultaron como asesor externo y consejero para cuestiones especialmente delicadas. Se quedó en Estocolmo tres años más trabajando casi a diario en la Sección, pero los encargos fueron cada vez a menos y, poco a poco, fue desmantelándose a sí mismo. Volvió a Laholm, su ciudad natal, y continuó haciendo algún que otro trabajo a distancia. Durante los primeros años viajó con cierta regularidad a Estocolmo, pero incluso esas visitas empezaron a ser cada vez más espaciadas.

Había dejado de pensar en Zalachenko. Hasta esa mañana en la que se despertó y se encontró con la hija de éste en las portadas de todos los periódicos, sospechosa de un triple asesinato.

Gullberg había seguido las noticias con una sensación de desconcierto. Comprendió a la perfección que no era ninguna casualidad que Salander hubiese tenido a Bjurman como administrador, pero no pensó que aquello supusiera un peligro inminente para que la vieja historia de Zalachenko saliera a flote. Salander era una enferma mental; no le sorprendía en absoluto que ella fuese la autora de aquella orgía asesina. En cambio, ni siquiera se le había pasado por la cabeza que Zalachenko pudiera estar vinculado al caso hasta que una mañana escuchó los informativos y se desayunó con las noticias de Gosseberga. Fue entonces cuando se puso a hacer llamadas y acabó comprando un billete de tren para Estocolmo.

La Sección se enfrentaba a su peor crisis desde que él fundara la organización. Todo amenazaba con resquebrajarse.


Zalachenko arrastró los pies hasta el cuarto de baño y orinó. Con las muletas que el hospital de Sahlgrenska le había proporcionado podía moverse. Había dedicado el domingo y el lunes a breves sesiones de entrenamiento. Le seguía doliendo endiabladamente la mandíbula y sólo podía tomar alimentos líquidos, pero ahora era capaz de levantarse y recorrer distancias cortas.

Después de haber vivido con una prótesis durante casi quince años se había acostumbrado a las muletas. Se entrenó en el arte de desplazarse silenciosamente con ellas andando de un lado a otro de su habitación. Cada vez que el pie derecho rozaba el suelo, un intenso dolor le atravesaba la pierna.

Apretó los dientes. Pensó en el hecho de que Lisbeth Salander se encontrara en una habitación cercana. Le había llevado todo el día averiguar que ella se hallaba a tan sólo dos puertas a la derecha.

A las dos de la madrugada, diez minutos después de la última visita de la enfermera, todo estaba en silencio y tranquilo. Zalachenko se levantó con mucho esfuerzo y buscó sus muletas. Se acercó a la puerta y aguzó el oído pero no pudo oír nada. Abrió la puerta y salió al pasillo. Oyó una débil música que procedía de la habitación de las enfermeras. Se desplazó hasta la salida que había al final del pasillo, abrió la puerta e inspeccionó las escaleras: había ascensores. Volvió al pasillo y regresó a su habitación. Al pasar ante la de Lisbeth Salander se detuvo y descansó apoyándose en las muletas durante medio minuto.


Esa noche las enfermeras habían cerrado la puerta de la habitación. Lisbeth Salander abrió los ojos al percibir un débil sonido raspante en el pasillo. No pudo identificarlo, pero sonaba como si alguien estuviera arrastrando algo con mucho cuidado. Por un momento se hizo un silencio absoluto y se preguntó si no serían imaginaciones suyas. Al cabo de un minuto o dos volvió a oír el sonido. Se iba alejando. La sensación de inquietud fue en aumento.

Zalachenko está ahí fuera.

Ella se sentía encadenada a la cama. El collarín le picaba. Le entró un intenso deseo de levantarse. Se incorporó con no poco esfuerzo. Ésas fueron más o menos todas las fuerzas que pudo reunir. Se dejó caer nuevamente en la cama y apoyó la cabeza en la almohada.

Acto seguido se palpó el collarín con los dedos y encontró los cierres que lo mantenían fijo. Los abrió y dejó caer el collarín al suelo. De repente respiró con más facilidad.

Deseó haber tenido un arma a mano y las suficientes energías como para levantarse y aniquilarlo de una vez por todas.

Al final se levantó apoyándose en un codo. Encendió la luz y miró a su alrededor: no pudo ver nada susceptible de ser usado como arma. Luego su mirada se detuvo en una mesa auxiliar situada junto a la pared y a unos tres metros de la cama. Constató que alguien había dejado un lápiz encima.

Esperó a que la enfermera de noche terminara su ronda, algo que parecía realizar cada media hora. Lisbeth supuso que la reducida frecuencia de control se debía a que los médicos habían decidido que ella se encontraba mejor que antes, cuando ese mismo fin de semana la habían estado visitando cada quince minutos o incluso más a menudo. Pero ella no notaba ninguna diferencia.

Una vez sola, reunió fuerzas, se incorporó y pasó las piernas por encima del borde de la cama. Tenía unos electrodos pegados al cuerpo que registraban el pulso y la respiración, pero los cables venían de la misma dirección que donde estaba el lápiz. Con mucho cuidado, se puso de pie y, acto seguido, se tambaleó y perdió el equilibrio por completo. Por un segundo creyó que se iba a desmayar, pero se apoyó en la cama y concentró la mirada en la mesa que tenía delante. Dio tres titubeantes pasos, estiró la mano y alcanzó el lápiz.

Volvió a la cama caminando hacia atrás. Estaba completamente agotada.

Se recuperó al cabo de un rato y se tapó con el edredón. Levantó el lápiz y tocó la punta. Se trataba de un lápiz de madera normal y corriente. Acababan de sacarle punta y estaba afilado como un punzón. Podría utilizarlo como arma contra la cara o los ojos.

Se lo guardó junto a la cadera, bien a mano, y se durmió.

Capítulo 6 Lunes, 11 de abril

El lunes por la mañana, Mikael Blomkvist se levantó a las nueve y pico y llamó a Malin Eriksson, que acababa de entrar en la redacción de Millennium.

– Hola, redactora jefe -dijo.

– Me encuentro en estado de shock por la ausencia de Erika y porque me queréis a mí como nueva redactora jefe.

– ¿Ah, sí?

– Erika ya no está. Su mesa está vacía.

– Entonces será una buena idea dedicar el día a hacer el traslado a su despacho.

– No sé cómo hacerlo. Me siento muy incómoda.

– No te sientas así. Todos estamos de acuerdo en que, en estas circunstancias, eres la mejor elección. Y siempre que necesites algo podrás acudir a mí o a Christer.

– Gracias por la confianza.

– Bah -soltó Mikael-. Tú sigue trabajando como siempre. Iremos resolviendo las cosas poco a poco, según se vayan presentando.

– De acuerdo. ¿Qué querías?

Le contó que pensaba quedarse escribiendo en casa todo el día. De repente, Malin se dio cuenta de que él la estaba informando de lo que iba a hacer, de la misma manera que -suponía Malin- había hecho con Erika Berger. Ella debía hacer algún comentario. ¿O no?

– ¿Tienes instrucciones para nosotros?

– Pues no. Pero si tú tienes que darme alguna, llámame. Me sigo encargando del asunto Salander y en ese tema seré yo quien decida, pero, por lo que respecta al resto de la revista, ahora la pelota está en tu tejado. Toma tú las decisiones. Yo te apoyaré.

– ¿Y si me equivoco?

– Si me entero de algo, hablaré contigo. Aunque tendría que ser algo muy especial. Normalmente ninguna decisión es ciento por ciento buena o mala. Tú tomarás tus decisiones, que tal vez no sean idénticas a las que habría tomado Erika Berger. Y si yo tomara las mías, nos encontraríamos con una tercera variante. Pero las que valen a partir de ahora son las tuyas.

– De acuerdo.

– Si eres una buena jefa, comentarás tus decisiones con los demás. Primero con Henry y Christer, después conmigo y en último lugar siempre estará la reunión de la redacción para plantear las cuestiones difíciles.

– Lo haré lo mejor que pueda.

– Bien.

Se sentó en el sofá del salón con su iBook en las rodillas y trabajó sin descanso todo el lunes. Cuando acabó tenía un primer borrador de dos textos que sumaban un total de veintiuna páginas. Esa parte de la historia se centraba en el asesinato del colaborador Dag Svensson y de su pareja, Mia Bergman: en qué trabajaban, por qué les mataron y quién había sido su asesino. Estimó que, grosso modo, debería escribir unas cuarenta páginas más para el número temático de verano de la revista. Y tenía que decidir cómo describir a Lisbeth Salander en el texto sin atentar contra su integridad personal. Él sabía cosas de ella que ella no quería hacer públicas por nada del mundo.


Ese lunes, Evert Gullberg tomó un desayuno compuesto por una sola rebanada de pan y una taza de café solo en la cafetería del Freys Hotel. Luego cogió un taxi hasta Artillerigatan, en Östermalm. A las 9.15 de la mañana llamó al telefonillo, se presentó y le dejaron entrar en el acto. Subió al sexto piso, donde lo recibió Birger Wadensjöö, de cincuenta y cuatro años de edad. El nuevo jefe de la Sección.

Wadensjöö era uno de los reclutas más jóvenes cuando Gullberg se retiró. Gullberg no sabía muy bien qué pensar de él.

Deseaba que el eficaz y resuelto Fredrik Clinton siguiera al mando. Clinton había sucedido a Gullberg y fue jefe de la Sección hasta el año 2002, cuando la diabetes y ciertas enfermedades vasculares lo forzaron más o menos a jubilarse. Gullberg no tenía del todo claro de qué pasta estaba hecho Wadensjöö.

– Hola, Evert -dijo Wadensjöö, estrechando la mano de su anterior jefe-. Gracias por haberte molestado en venir hasta aquí y dedicarnos tu tiempo.

– Si hay algo que me sobre ahora, es tiempo -contestó Gullberg.

– Ya sabes cómo son estas cosas. No hemos sido muy buenos a la hora de mantener el contacto con los fieles servidores de antaño.

Evert Gullberg ignoró el comentario. Giró a la izquierda, entró en su viejo despacho y se sentó a una mesa redonda ubicada junto a la ventana. Wadensjöö (suponía Gullberg) había colgado reproducciones de Chagal y de Mondrian en las paredes. En su época, Gullberg tenía colgados planos de barcos históricos, como el Kronan y el Wasa. Siempre había soñado con el mar; de hecho, empezó como oficial de la marina, aunque no pasó más que unos pocos meses en alta mar, durante el servicio militar. Habían instalado ordenadores pero, por lo demás, el despacho se encontraba casi exactamente igual que cuando él se jubiló. Wadensjöö le sirvió café.

– Los demás vendrán dentro de un momento -dijo-. Pensé que antes tú y yo podíamos charlar un poco.

– ¿Cuánta gente de mi época continúa todavía en la Sección?

– Exceptuándome a mí, aquí en la oficina tan sólo siguen Otto Hallberg y Georg Nyström. Hallberg se jubila este año y Nyström va a cumplir sesenta. El resto son principalmente nuevos reclutas. Supongo que ya conoces a algunos de ellos.

– ¿Cuánta gente trabaja para la Sección hoy en día?

– Hemos reorganizado un poco la estructura.

– ¿Ah, sí?

– En la Sección hay siete personas a jornada completa. Es decir, que hemos reducido plantilla. Pero, por lo demás, contamos con nada más y nada menos que treinta y un colaboradores dentro de la DGP /Seg. La mayoría de ellos no viene nunca por aquí; se ocupan de su trabajo normal y luego, aparte de eso, tienen lo nuestro como una discreta actividad nocturna extra.

– Treinta y un colaboradores.

– Más siete. La verdad es que fuiste tú el que creó el sistema. No hemos hecho más que pulirlo y ahora hablamos de una organización interna y otra externa. Cuando reclutamos a alguien, le concedemos una excedencia durante un tiempo para que se forme con nosotros. Hallberg es quien se ocupa de ello. La formación básica son seis semanas. Lo hacemos en la Escuela de Marina. Luego regresan a sus puestos de la DGP /Seg, pero desde ese mismo momento ya trabajan también para nosotros.

– Entiendo.

– La verdad es que es un sistema excelente. La mayoría de los colaboradores desconoce por completo la existencia de los otros. Y aquí en la Sección funcionamos más que nada como receptores de informes. Las reglas son las mismas que cuando tú estabas. Se supone que somos una organización plana.

– ¿Unidad operativa?

Wadensjöö frunció el ceño. En la época de Gullberg, la Sección tuvo una pequeña unidad operativa compuesta por cuatro personas al mando del astuto y curtido Hans von Rottinger.

– Bueno, no exactamente. Como ya sabes, Rottinger murió hace cinco años. Tenemos a un joven talento que hace algo de trabajo de campo, pero, por lo general, si resulta necesario cogemos a alguien de la organización externa. Además, montar una escucha telefónica, por ejemplo, o entrar en una casa, se ha vuelto más complicado desde un punto de vista técnico. Ahora hay alarmas y toda clase de diabluras por doquier.

Gullberg asintió.

– ¿Presupuesto? -preguntó.

– Disponemos de un total de más de once millones por año. Una tercera parte se destina a salarios, otra a mantenimiento y la restante a la actividad.

– O sea, que el presupuesto se ha reducido.

– Un poco. Pero tenemos menos plantilla, lo cual significa que, en la práctica, el presupuesto de la actividad ha aumentado.

– Entiendo. Cuéntame cómo anda nuestra relación con la DGP /Seg.

Wadensjöö negó con la cabeza.

– El jefe administrativo y el jefe de presupuesto son de los nuestros. Oficialmente hablando tal vez el único que conozca con más detalle nuestra actividad sea el jefe administrativo. Somos tan secretos que no existimos. Pero en realidad hay un par de jefes adjuntos que saben de nuestra existencia. Aunque hacen lo que pueden para no oír hablar de nosotros.

– Entiendo. Lo cual significa que si surgen problemas, la actual dirección de la Säpo se llevará una desagradable sorpresa. ¿Y qué me puedes contar de la dirección de la Defensa y del gobierno?

– A la dirección de la Defensa la apartamos hace unos diez años. Y los gobiernos van y vienen.

– ¿Así que estamos completamente solos si el viento sopla en contra?

Wadensjöö asintió.

– Esa es la desventaja que tiene esta estructura. Las ventajas son obvias. Pero nuestras misiones también han cambiado. Desde que cayó la Unión Soviética hay una nueva situación política en Europa. La verdad es que ahora tratamos cada vez menos de identificar a los espías. Ahora nos ocupamos más de asuntos relacionados con el terrorismo, pero sobre todo juzgamos la idoneidad política de las personas que ocupan puestos delicados.

– Así ha sido siempre…

Llamaron a la puerta. Gullberg vio entrar a un hombre de unos sesenta años, pulcramente vestido, y a otro joven que llevaba vaqueros y americana.

– ¡Hola, chicos! Este es Jonas Sandberg. Lleva cuatro años con nosotros y es el responsable de las intervenciones operativas. Él es la persona de la que te hablaba antes. Y éste es Georg Nyström. Ya os conocéis.

– Hola, Georg -saludó Gullberg.

Se estrecharon la mano. Luego Gullberg, se dirigió a Jonas Sandberg.

– ¿Y tú de dónde vienes? -preguntó Gullberg contemplando a Jonas Sandberg.

– Pues ahora mismo de Gotemburgo -contestó Sandberg, bromeando-. He ido a hacerle una visita.

– A Zalachenko… -aclaró Gullberg.

Sandberg asintió.

– Señores, siéntense, por favor -dijo Wadensjöö.


– ¿Björck? -dijo Gullberg para, acto seguido, fruncir el ceño al ver a Wadensjöö encendiendo un purito. Gullberg se había quitado la americana y estaba apoyado contra el respaldo de la silla. Wadensjöö le echó un vistazo al viejo: le llamó la atención lo increíblemente flaco que se había quedado.

– Fue detenido el viernes pasado por violar la ley de comercio sexual -dijo Georg Nyström-. Todavía no ha sido procesado pero, en principio, ha confesado y ha vuelto a su casa con el rabo entre las piernas. Se ha ido a vivir a Smådalarö mientras está de baja. Los medios de comunicación siguen sin publicar nada al respecto.

– Hubo una época en la que Björck fue de lo mejorcito de la Sección -dijo Gullberg-. Fue una pieza clave en el asunto Zalachenko. ¿Qué ha pasado con él desde que yo me jubilé?

– Debe de ser uno de los poquísimos que ha regresado a la actividad externa desde la Sección. Bueno, también en tu época estuvo fuera un tiempo, ¿no?

– Sí, necesitaba descansar y quería ampliar horizontes. En la década de los ochenta pidió dos años de excedencia en la Sección y prestó sus servicios como agregado de inteligencia. Ya llevaba mucho tiempo, desde 1976, trabajando como un loco con Zalachenko, casi veinticuatro horas al día, y yo pensé que realmente le hacía falta un descanso. Estuvo fuera de 1985 a 1987 y luego volvió aquí.

– Podríamos decir que dejó la Sección en 1994, cuando se fue a la organización externa. En 1996 se convirtió en jefe adjunto del departamento de extranjería y se encontró con un cargo difícil de llevar al que tuvo que dedicarle mucho tiempo y esfuerzo. Como es natural, el contacto con la Sección ha sido constante y supongo que también debo añadir que, hasta hace muy poco, hemos conversado con cierta regularidad, más o menos una vez al mes.

– Así que está enfermo…

– No es nada serio, aunque sí muy doloroso. Tiene una hernia discal. Lleva causándole repetidas molestias durante los últimos años. Hace dos estuvo de baja durante cuatro meses. Y luego volvió a darse de baja en agosto del año pasado. Estaba previsto que volviera a trabajar el uno de enero, pero la baja se le prolongó y ahora se trata básicamente de esperar una operación.

– Y se ha pasado todo ese tiempo yéndose de putas -dijo Gullberg.

– Bueno, no está casado y, si lo he entendido bien, ya hace años que anda con putas -comentó Jonas Sandberg, que había permanecido callado durante casi media hora-. He leído el texto de Dag Svensson.

– De acuerdo. Pero ¿alguien me quiere explicar qué es lo que realmente ha ocurrido?

– Por lo que hemos podido deducir ha tenido que ser Björck quien ha puesto en marcha todo este circo. Es la única manera de explicar que el informe de 1991 acabara en las manos del abogado Bjurman.

– ¿Y éste también se dedicaba a ir de putas? -preguntó Gullberg.

– Que nosotros sepamos no. Por lo menos no figura en el material de Dag Svensson. Pero era el administrador de Lisbeth Salander.

Wadensjöö suspiró.

– Supongo que eso es culpa mía. Björck y tú le disteis un buen golpe a Lisbeth Salander en 1991 cuando ingresó en el psiquiátrico. Contábamos con que así se mantuviera fuera de circulación durante mucho más tiempo, pero le asignaron un tutor, el abogado Holger Palmgren, que consiguió sacarla de allí. La metieron en una familia de acogida. Tú ya te habías jubilado.

– ¿Y luego qué ocurrió?

– La tuvimos controlada. Mientras tanto, a su hermana, Camilla Salander, le buscaron una familia de acogida en Uppsala. Cuando contaban diecisiete años, Lisbeth Salander, de repente, empezó a hurgar en su pasado. Se puso a buscar a Zalachenko en todos los registros públicos que pudo. De alguna manera -no estamos seguros de cómo exactamente- se enteró de que su hermana conocía el paradero de Zalachenko.

– ¿Y era cierto?

Wadensjöö se encogió de hombros.

– Si te soy sincero, no tengo ni idea. Las niñas llevaban muchos años sin verse cuando Lisbeth Salander dio con su hermana e intentó obligarla a que le contara lo que sabía. Aquello acabó en una tremenda riña en la que se liaron a puñetazos.

– ¿Y?.

– Vigilamos bien a Lisbeth Salander durante aquellos meses. También informamos a Camilla Salander de que su hermana era violenta y estaba perturbada. Fue ella quien contactó con nosotros después de la repentina visita de Lisbeth, cosa que nos hizo aumentar la vigilancia.

– Entonces… ¿la hermana era tu informante?

– Camilla tenía mucho miedo de su hermana. En cualquier caso, Lisbeth Salander también llamó la atención en otros frentes. Discutió repetidas veces con gente de la comisión de asuntos sociales y determinamos que seguía constituyendo una amenaza para el anonimato de Zalachenko. Luego ocurrió aquel incidente del metro.

– Atacó a un pedófilo…

– Exacto. Resultaba obvio que se trataba de una chica con inclinaciones violentas y que estaba perturbada. Pensamos que lo mejor para todas las partes implicadas sería que ella desapareciera de nuevo metiéndola en alguna institución, y aprovechamos la ocasión. Fueron Fredrik Clinton y Von Rottinger los que actuaron. Contrataron de nuevo a Peter Teleborian y, con la ayuda de varios representantes legales, batallaron ante el tribunal para volver a ingresarla. Holger Palmgren era el representante de Salander y, contra todo pronóstico, el tribunal eligió apoyar su línea de defensa con la condición de que ella se sometiera a la tutela de un administrador.

– Pero ¿cómo se metió en eso a Bjurman?

– Palmgren sufrió un derrame durante el otoño de 2002. Por aquel entonces, Salander seguía siendo un asunto que hacía saltar las alarmas cuando aparecía en algún registro informático, y yo me aseguré de que Bjurman fuera su nuevo administrador. Ojo: él no sabía que era la hija de Zalachenko. La idea era simplemente que si ella empezaba a desvariar sobre Zalachenko, que el abogado reaccionara y diera la alarma.

– Bjurman era un idiota. No debía haber tenido nada que ver con Zalachenko ni mucho menos con su hija -Gullberg miró a Wadensjöö-. Eso fue un grave error.

– Ya lo sé -dijo Wadensjöö-. Pero en ese momento me pareció lo mejor y no me podía imaginar…

– ¿Y dónde está Camilla Salander hoy?

– No lo sabemos. Cuando tenía diecinueve años, hizo las maletas y abandonó a la familia de acogida. Desde entonces no hemos oído ni mu sobre ella. Ha desaparecido.

– De acuerdo, sigue…

– Tengo una fuente dentro de la policía abierta que ha hablado con el fiscal Richard Ekström -dijo Sandberg-. El encargado de la investigación, un tal inspector Bublanski, cree que Bjurman violó a Salander.

Gullberg observó a Sandberg con sincero asombro. Luego, reflexivo, se pasó la mano por la barbilla.

– ¿La violó? -preguntó.

– Bjurman llevaba un tatuaje que le atravesaba el estómago y que decía: «Soy un sádico cerdo, un hijo de puta y un violador».

Sandberg puso sobre la mesa una foto en color de la autopsia. Gullberg contempló el estómago de Bjurman con unos ojos como platos.

– ¿Y se supone que ese tatuaje se lo ha hecho la hija de Zalachenko?

– De no ser así, resulta muy difícil explicarlo. Pero es evidente que ella no es inofensiva. Les dio una paliza de la hostia a los dos matones de Svavelsjö MC.

– La hija de Zalachenko -repitió Gullberg para, acto seguido, dirigirse a Wadensjöö-. ¿Sabes? Creo que deberías reclutarla.

Wadensjöö se quedó tan perplejo que Gullberg se vio obligado a añadir que sólo estaba bromeando.

– Bien. Tomemos eso como hipótesis de trabajo: que Bjurman la violó y que ella se vengó. ¿Y qué más?

– La única persona que sabe exactamente lo que pasó es, por supuesto, el propio Bjurman, pero va a ser difícil preguntárselo porque está muerto. Lo que quiero decir es que es imposible que él supiera que ella era la hija de Zalachenko, pues no aparece en ningún registro público. Sin embargo, en algún momento de su relación con ella, Bjurman descubrió la conexión.

– Pero, joder, Wadensjöö: ella sabía muy bien quién era su padre, podría habérselo dicho en cualquier momento.

– Ya lo sé. Ahí simplemente nos equivocamos.

– Eso es de una incompetencia imperdonable -dijo Gullberg.

– Ya lo sé. ¡Y no sabes cuántas patadas en el culo me he pegado por ello! Pero Bjurman era uno de los pocos que conocía la existencia de Zalachenko, y yo pensaba que era mejor que él descubriera que se trataba de la hija de Zalachenko en vez de que lo hiciera un administrador completamente desconocido. En la práctica, ella podría habérselo contado a cualquier persona.

– Bueno… sigue.

– Todo son hipótesis -aclaró Georg Nyström con prudencia-. Pero creemos que Bjurman violó a Salander, que ella le devolvió el golpe y le hizo eso… -dijo, señalando con el dedo el tatuaje de la foto de la autopsia.

– De tal palo tal astilla -comentó Gullberg. Se le apreció un deje de admiración en la voz.

– Lo que provocó que Bjurman contactara con Zalachenko para que se ocupara de su hija. Como ya sabemos, Zalachenko tiene razones de sobra (más que la mayoría) para odiarla. Y Zalachenko, a su vez, sacó a contrata el trabajo con Svavelsjö MC y ese Niedermann con quien se relaciona.

– Pero ¿cómo pudo Bjurman contactar…? -Gullberg se calló. La respuesta resultaba obvia.

– Björck -contestó Wadensjöö-. Lo único que explica que Bjurman encontrara a Zalachenko es que Björck le diera la información.

– Mierda -dijo Gullberg.


Lisbeth Salander experimentó una creciente sensación de desagrado unida a una fuerte irritación. Por la mañana, dos enfermeras habían entrado a cambiarle las sábanas. Vieron el lápiz enseguida.

– ¡Anda! ¿Cómo habrá venido a parar esto aquí? -dijo una de las enfermeras para, acto seguido, meterse el lápiz en el bolsillo mientras Lisbeth la observaba con mirada asesina.

Lisbeth volvió a estar desarmada y, además, se sintió tan débil que ni siquiera tuvo fuerzas para protestar.

Se había encontrado mal durante todo el fin de semana. Tenía un terrible dolor de cabeza y estaba tomando unos analgésicos muy potentes. Sufría un sordo y constante dolor que podía, de buenas a primeras, penetrarle en el hombro como un cuchillo cuando se movía sin cuidado o desplazaba el peso corporal. Se hallaba tumbada de espaldas con un collarín en el cuello que debería llevar unos cuantos días más hasta que la herida de la cabeza empezara a cicatrizar. El domingo tuvo una fiebre que alcanzó los 38,7 grados. La doctora Helena Endrin constató que tenía una infección en el cuerpo. En otras palabras: no estaba bien. Una conclusión a la que Lisbeth ya había llegado sin necesidad de ningún termómetro.

Advirtió que de nuevo se hallaba amarrada a una cama institucional del Estado, aunque esta vez le faltara el correaje que la sujetaba. Algo que se le antojó innecesario: ni siquiera tenía fuerzas para incorporarse en la cama, mucho menos para salir de excursión.

El lunes, hacia la hora de comer, recibió la visita del doctor Anders Jonasson. Le resultó familiar.

– Hola. ¿Te acuerdas de mí?

Ella negó con la cabeza.

– Estabas bastante aturdida, pero fui yo quien te desperté después de la operación. Y fui yo quien te operé. Sólo quería preguntarte cómo te encuentras y si todo va bien.

Lisbeth le contempló con unos ojos enormes: debería resultarle obvio que no todo iba bien.

– Me han dicho que anoche te quitaste el collarín.

Ella asintió.

– No te lo hemos puesto porque nos haya dado la gana, sino para que mantengas la cabeza quieta mientras se inicia el proceso de curación.

Observó a la chica, que seguía callada.

– Vale -dijo él, concluyendo-. Sólo quería ver cómo te encontrabas.

Ya había llegado a la puerta cuando oyó la voz de Lisbeth.

– Jonasson, ¿verdad?

Se dio la vuelta y, asombrado, le dedicó una sonrisa.

– Correcto. Si te acuerdas de mi nombre es que te encuentras mejor de lo que pensaba.

– ¿Y fuiste tú quien me sacó la bala?

– Eso es.

– ¿Podrías decirme cómo estoy? Nadie me dice nada.

Se acercó a la cama y la miró a los ojos.

– Has tenido suerte. Te dispararon en la cabeza pero la bala no parece haber dañado ninguna zona vital. El riesgo que corres ahora mismo es el de sufrir hemorragias cerebrales. Por eso queremos que te mantengas quieta. Tienes una infección en el cuerpo, producida, al parecer, por la herida del hombro. Es posible que tengamos que volver a operarte si no podemos vencerla con antibióticos. Te espera una época dolorosa hasta que te cures. Pero, tal y como se presentan las cosas, albergo buenas esperanzas de que te recuperes del todo.

– ¿Y me puede causar daños cerebrales?

El doctor dudó un instante antes de decir:

– Sí, el riesgo está ahí. Pero todo indica que vas evolucionando bien. Luego existe la posibilidad de que te queden secuelas en el cerebro que te puedan crear problemas; por ejemplo, que desarrolles epilepsia o alguna otra contrariedad. Pero, si te soy sincero, eso no son más que especulaciones. La cosa tiene ahora buena pinta. Te estás curando. Y si a lo largo del proceso surgen problemas, los intentaremos resolver. ¿Es mi respuesta lo bastante clara?

Ella asintió con la cabeza.

– ¿Cuánto tiempo tengo que estar aquí metida?

– ¿Te refieres al hospital? Por lo menos un par de semanas antes de que te dejemos ir.

– No, me refiero a cuándo podré levantarme y empezar a andar y moverme.

– No lo sé. Depende de la curación. Pero échale como mínimo dos semanas antes de que te dejemos empezar con alguna forma de terapia física.

Ella lo contempló seriamente durante un largo rato.

– ¿No tendrás por casualidad un cigarrillo? -preguntó.

Anders Jonasson rió espontáneamente y negó con la cabeza.

– Lo siento. Aquí no se puede fumar. Pero si quieres, voy por un parche o un chicle de nicotina.

Ella meditó la respuesta un instante y luego asintió. Acto seguido lo volvió a mirar.

– ¿Cómo está ese viejo cabrón?

– ¿Quién? ¿Quieres decir…?

– El que entró conmigo.

– Ningún amigo tuyo, por lo que veo. Bueno, sobrevivirá, y la verdad es que ha estado levantado y andando con muletas. Desde un punto de vista físico, está más maltrecho que tú y presenta una lesión facial muy dolorosa. Según tengo entendido, le diste con un hacha en la cabeza.

– Intentó matarme -dijo Lisbeth en voz baja.

– Vaya, pues eso no me parece bien… Debo irme. ¿Quieres que vuelva a visitarte?

Lisbeth Salander se quedó reflexionando. Luego asintió. Cuando él cerró la puerta, ella miró hacia el techo pensativa. ¡Le han dado muletas a Zalachenko: eso es lo que oí anoche!


Enviaron a Jonas Sandberg, el más joven del grupo, a comprar algo para comer. Volvió con sushi y unas cervezas sin alcohol y lo puso todo en la mesa de reuniones. Evert Gullberg sintió un nostálgico estremecimiento: así era en su época cuando alguna operación entraba en una fase crítica y se quedaban trabajando día y noche.

Sin embargo, en su época, a nadie se le habría ocurrido la absurda idea de pedir pescado crudo para comer. Deseaba que Sandberg hubiese pedido albóndigas con confitura de arándanos rojos y puré de patatas. Pero, por otra parte, tampoco tenía mucha hambre, así que apartó el plato de sushi sin ningún remordimiento. Cogió un trozo de pan y bebió agua mineral.

Siguieron hablando durante la comida. Habían llegado a ese punto en el que debían resumir la situación y decidir qué medidas tomar. Se trataba de decisiones urgentes.

– Nunca llegué a conocer a Zalachenko -dijo Wadensjöö-. ¿Cómo era?

– Igual que hoy en día, supongo -contestó Gullberg-. De una enorme inteligencia y con una memoria para los detalles prácticamente fotográfica. Pero, según mi opinión, un verdadero hijo de puta. Y añadiría que algo perturbado.

– Jonas, tú lo viste ayer. ¿Cuál es tu conclusión? -preguntó Wadensjöö.

Jonas Sandberg dejó los cubiertos.

– Tiene el control. Ya os he contado lo de su ultimátum. O hacemos desaparecer todo esto como por arte de magia o hará estallar la Sección en mil pedazos.

– ¿Cómo coño espera que hagamos desaparecer algo que se ha repetido hasta la saciedad en todos los medios de comunicación? -preguntó Georg Nyström.

– No se trata de lo que nosotros podamos o no podamos hacer. Se trata de la necesidad que tiene Zalachenko de controlarnos -dijo Gullberg.

– ¿Tú qué opinas? ¿Lo hará? ¿Hablará con los medios de comunicación? -preguntó Wadensjöö.

Gullberg contestó pausadamente.

– Resulta casi imposible saberlo. Zalachenko no lanza amenazas en vano, y hará lo que más le convenga. En ese sentido es previsible. Si le favorece hablar con los medios de comunicación… si puede obtener una amnistía o una reducción de pena, lo hará. O si se siente traicionado y quiere jodernos.

– ¿Independientemente de las consecuencias?

– Sobre todo eso. Para él se trata de mostrarse más duro que nosotros.

– Pero aunque Zalachenko hable es muy posible que nadie lo crea. Para probar algo tienen que entrar en nuestro archivo. Y él no conoce esta dirección.

– ¿Quieres asumir ese riesgo? Pongamos que Zalachenko habla. ¿Quién más se irá de la lengua después?¿Qué hacemos si Björck confirma la historia? Y Clinton, con su aparato de diálisis… ¿qué pasaría si de repente se convirtiera en un hombre religioso y amargado de todo y de todos? Imagínate que quiere confesar sus pecados. Créeme: si alguien habla, será el final de la Sección.

– Entonces… ¿qué hacemos?

Un silencio se apoderó de la mesa. Fue Gullbeg quien retomó el hilo.

– El problema presenta varias partes. En primer lugar, podemos estar de acuerdo con las consecuencias en el caso de que Zalachenko se vaya de la lengua. Toda la maldita Suecia constitucional caerá sobre nuestras cabezas. Nos aniquilarán. Me imagino que varias personas de la Sección irían a la cárcel.

– Desde un punto de vista jurídico, la actividad es legal; trabajamos por encargo del gobierno.

– ¡No digas tonterías! -le espetó Gullberg-. Tú sabes tan bien como yo que un papel que se redactó en términos poco precisos a mediados de los años sesenta no vale hoy una mierda.

– Yo diría que a ninguno de nosotros le gustaría saber qué ocurriría exactamente si Zalachenko largara -añadió.

Se hizo un nuevo silencio.

– Por lo tanto, el punto de partida tiene que ser intentar callar a Zalachenko -dijo Georg Nyström finalmente.

Gullberg asintió.

– Y para persuadirle de que permanezca con la boca cerrada debemos ofrecerle algo sustancial. El problema es que resulta imprevisible. Nos podría quemar a su antojo por pura mala leche. Tenemos que pensar en alguna manera de mantenerlo a raya.

– ¿Y su ultimátum?… -dijo Jonas Sandberg-. Que hagamos desaparecer todo esto y que mandemos a Salander al manicomio.

– Ya sabremos cómo ocuparnos de Salander. El problema es Zalachenko. Pero eso nos lleva a la segunda parte: reducción de los daños colaterales. El informe de Teleborian de 1991 se ha filtrado y constituye una potencial amenaza de las mismas dimensiones que Zalachenko.

Georg Nyström se aclaró la voz.

– En cuanto nos dimos cuenta de que el informe había salido a la luz y había acabado en manos de la policía tomé ciertas medidas. Fui a ver al jurista Forelius, de la DGP /Seg, quien se puso en contacto con el fiscal general. Este ordenó que la policía devolviera el informe y que no se copiara ni distribuyera.

– ¿Cuánto sabe el fiscal general de todo esto? -preguntó Gullberg.

– Nada de nada. El actúa por petición oficial de la DGP /Seg. Se trata de material altamente confidencial y el fiscal general no tiene otra elección. No puede actuar de otra forma.

– Vale. ¿Quiénes de dentro de la policía han leído el informe?

– Pues lo han leído Bublanski, su colega Sonja Modig y el instructor del sumario, Richard Ekström. Y supongo que podemos dar por descontado que otros dos policías… -Nyström hojeó sus apuntes-; un tal Curt Svensson y un tal Jerker Holmberg conocen por lo menos el contenido. Ten en cuenta que existían dos copias…

– O sea, cuatro policías y un fiscal. ¿Qué sabemos de ellos?

– El fiscal Ekström tiene cuarenta y dos años. Se le considera una estrella en ascenso. Ha trabajado como investigador en el Ministerio de Justicia y se le han dado algunos casos llamativos. Ambicioso. Consciente de su imagen. Un trepa.

– ¿Sociata? -preguntó Gullberg.

– Probablemente. Pero no está afiliado.

– O sea, que el que lleva la investigación es Bublanski. Lo vi en una rueda de prensa en la televisión. No parecía encontrarse cómodo ante las cámaras.

– Tiene cincuenta y dos años y posee un excelente curriculum, pero también tiene fama de ser un tipo arisco. Es judío y bastante ortodoxo.

– Y la mujer… ¿quién es?

– Sonja Modig. Casada, treinta y nueve años, madre de dos hijos. Ha hecho carrera con bastante rapidez. Hablé con Peter Teleborian y la describió como emocional. Cuando Teleborian estuvo haciendo una presentación sobre Salander, Sonja Modig no paró de cuestionarlo.

– Vale.

– Curt Svensson es un tipo duro. Treinta y ocho años. Viene de la unidad de bandas callejeras de los suburbios del sur y llamó la atención hace un par de años cuando mató de un tiro a un chorizo. En la investigación interna lo absolvieron de todos los cargos. Por cierto, fue a él a quien mandó Bublanski para detener a Gunnar Björck.

– Entiendo. Guárdate en la memoria la muerte de ese chorizo. Si nos interesa desacreditar al grupo de Bublanski, siempre podremos centrarnos en Svensson y decir que resulta inapropiado como policía. Supongo que seguimos contando con contactos relevantes dentro de los medios de comunicación… ¿Y el último?

– Jerker Holmberg. Cincuenta y cinco años. Procede de Norrland y en realidad es especialista en examinar el lugar del crimen. Hace un par de años le ofrecieron realizar los cursos de formación para ascender a comisario, pero declinó la oferta. Parece encontrarse a gusto con lo que hace.

– ¿Alguno de ellos es activo políticamente?

– No. En los años setenta el padre de Holmberg fue presidente del consejo municipal del Partido de Centro.

– Mmm. Parece ser un grupo bastante modesto. Suponemos que son como una piña. ¿Podemos aislarlos de alguna manera?

– Hay un quinto policía que también está implicado -dijo Nyström-. Hans Faste, cuarenta y siete años. Me han contado por ahí que ha estallado un fuerte conflicto entre Faste y Bublanski. Y tengo entendido que ha cobrado tales dimensiones que Faste se ha dado de baja.

– ¿Qué sabemos de él?

– Cada vez que pregunto por él recibo una respuesta diferente. Cuenta con una larga hoja de servicios bastante impecable. Un profesional. Pero es de trato difícil. Por lo visto, la pelea con Bublanski tiene que ver con Lisbeth Salander.

– ¿En qué sentido?

– Faste parece haberse aferrado a esa idea de una banda satánica de lesbianas de la que tanto ha escrito la prensa. En realidad no le gusta Salander; su mera presencia se le antoja un insulto personal. No me extrañaría que estuviera detrás de la mitad de los rumores. Un ex colega suyo me contó que, en general, tiene dificultades para colaborar con las mujeres.

– Interesante -dijo Gullberg para, acto seguido, quedarse meditando un instante-. Como la prensa ya ha escrito sobre una banda lesbiana podría haber razones para tirar de ese hilo. No contribuye precisamente a aumentar la credibilidad de Salander.

– O sea, que los policías que han leído la investigación de Björck representan un problema. ¿Tenemos alguna forma de aislarlos? -preguntó Sandberg.

Wadensjöö encendió otro purito.

– Bueno, el instructor del sumario es Ekström…

– Pero el que manda es Bublanski -dijo Nyström.

– Sí, pero no puede oponerse a las decisiones administrativas -Wadensjöö parecía pensativo; miró a Gullberg-. Tú cuentas con más experiencia que yo, pero esta historia parece tener tantos hilos y tantas ramificaciones… Creo que convendría mantener alejados a Bublanski y Modig de Salander.

– Está bien, Wadensjöö -contestó Gullberg-. Y eso es exactamente lo que vamos a hacer. Bublanski es el encargado de la investigación del asesinato de Bjurman y de esa pareja de Enskede. Salander ya no figura en esa investigación. Ahora se trata de ese alemán llamado Niedermann. De modo que Bublanski y su equipo tendrán que concentrar sus esfuerzos en cazar a Niedermann.

– De acuerdo.

– Salander ya no es asunto suyo. Luego está lo de Nykvarn… Son tres asesinatos de hace más tiempo. Ahí hay una conexión con Niedermann. La investigación está ahora en Södertälje, pero habría que juntar las dos en una sola. Así Bublanski tendrá las manos ocupadas durante un tiempo. Quién sabe… Quizá detenga a ese Niedermann.

– Mmm.

– Este Faste… ¿habrá alguna manera de lograr que vuelva? Parece ser la persona idónea para investigar las sospechas dirigidas contra Salander.

– Entiendo tu razonamiento -dijo Wadensjöö-. Se trata de conseguir que Ekström separe los dos asuntos. Pero todo esto hará que consigamos controlar a Ekström.

– No debería ser demasiado complicado -comentó Gullberg, mirando de reojo a Nyström, quien hizo un gesto de asentimiento.

– Yo me ocupo de Ekström -se ofreció Nyström-. Seguro que está deseando no haber oído hablar jamás de Zalachenko. Nos entregó el informe de Björck en cuanto la Säpo se lo pidió y ya ha dicho que, por supuesto, acatará todos los aspectos que afecten de alguna forma a la seguridad nacional.

– ¿Qué piensas hacer? -preguntó Wadensjöö escéptico.

– Déjame preparar un plan -dijo Nyström-. Creo que simplemente debemos explicarle de manera educada lo que ha de hacer para evitar que su carrera tenga un abrupto fin.

– La tercera parte es la que constituye el verdadero problema -dijo Gullberg-. La policía no encontró el informe de Björck por sus propios medios: se lo entregó un periodista. Y los medios de comunicación representan, como todos sabéis, un problema en este contexto. Millennium.

Nyström buscó entre sus apuntes.

– Mikael Blomkvist -dijo.

Todos habían oído hablar del asunto Wennerström y conocían el nombre de Mikael Blomkvist.

– Dag Svensson, el periodista asesinado, trabajaba para Millennium. Estaba preparando unos artículos sobre el trafficking. Fue así como descubrió a Zalachenko. Fue Mikael Blomkvist quien lo encontró muerto. Además, conoce a Salander y ha confiado en su inocencia todo el tiempo.

– ¿Cómo coño puede conocer a la hija de Zalachenko?… ¿No os parece demasiada casualidad?

– No creemos que sea una casualidad -dijo Wadensjöö-. Creemos que, de alguna manera, Salander es el vínculo que los une a todos. No sabemos muy bien cómo, pero es la única explicación razonable.

Gullberg permaneció callado dibujando unos círculos concéntricos en su cuaderno. Al final levantó la vista.

– Necesito reflexionar sobre esto un rato. Voy a dar un paseo. Nos vemos dentro de una hora.


El paseo de Gullberg duró casi cuatro horas y no una, como había dicho. Caminó tan sólo unos diez minutos, hasta que encontró una cafetería que servía un montón de variedades raras de café. Pidió uno normal, sin leche, de café tostado para cafetera de filtro, y se sentó en una mesa de un rincón que quedaba cerca de la entrada. Se sumió en profundas cavilaciones intentando desmenuzar los entresijos del problema. A intervalos regulares apuntaba alguna que otra palabra en una agenda.

Una hora y media después, un plan había empezado a cobrar forma.

No era un plan bueno, pero, tras haber dado mil vueltas a todas las posibilidades, se dio cuenta de que el problema requería medidas drásticas.

Por suerte, los recursos humanos se encontraban disponibles. Era factible.

Se levantó, buscó una cabina telefónica y llamó a Wadensjöö.

– Hay que aplazar la reunión un poco más -dijo-. Tengo que realizar una gestión. ¿Podemos quedar a las dos?

Luego Gullberg bajó a Stureplan y paró un taxi. Lo cierto era que con su pobre pensión de funcionario no se podía permitir ese lujo, pero, por otra parte, ya se encontraba en una edad en la que no tenía sentido ahorrar para una futura y disoluta vida. Le dio al taxista una dirección de Bromma.

Cuando al cabo de un rato éste lo dejó en la dirección indicada, Gullberg echó a andar hacia el sur y, tras recorrer una manzana, llamó a la puerta de un pequeño chalet. Le abrió una mujer de unos cuarenta años.

– Buenos días. Estoy buscando a Fredrik Clinton.

– ¿De parte de quién?

– De un viejo colega.

La mujer asintió y lo acompañó al salón, donde Fredrik Clinton se levantó lentamente de un sofá. Sólo contaba sesenta y ocho años pero aparentaba bastantes más. Una diabetes y ciertos problemas en las arterias coronarias le habían dejado secuelas manifiestas.

– ¡Gullberg! -se asombró Clinton.

Se contemplaron durante un largo instante. Luego los dos viejos espías se abrazaron.

– Creía que no te volvería a ver -dijo Clinton-. Supongo que lo que te ha sacado de tu escondite es esto.

Señaló la portada del vespertino en la que aparecía una foto de Ronald Niedermann acompañada del titular «Se busca en Dinamarca al asesino del policía».

– ¿Cómo estás? -preguntó Gullberg.

– Estoy enfermo -le contestó Clinton.

– Ya lo veo.

– Si no me dan un nuevo riñon, moriré dentro de poco. Y la probabilidad de que me lo den es bastante reducida.

Gullberg movió la cabeza en un gesto afirmativo.

La mujer se asomó a la puerta del salón y le preguntó a Gullberg si deseaba tomar algo.

– Un café, por favor -contestó para, a continuación, dirigirse a Clinton en cuanto ella desapareció-. ¿Quién es?

– Mi hija.

Gullberg asintió. Resultaba fascinante comprobar cómo, a pesar de tantos años de estrecha relación en la Sección, casi ninguno de los compañeros se había visto durante su tiempo libre. Gullberg conocía todos y cada uno de sus rasgos característicos, tanto sus puntos fuertes como los débiles, pero sólo tenía una vaga idea de sus circunstancias familiares. Durante veinte años, Clinton había sido tal vez su colaborador más cercano. Gullberg sabía que Clinton había estado casado y que tenía una hija. Pero no conocía su nombre, ni el de su ex esposa, ni mucho menos el lugar donde Clinton solía pasar las vacaciones. Era como si todo lo que quedaba fuera de la Sección resultara sagrado y no pudiera tratarse.

– ¿Qué quieres? -le preguntó Clinton.

– ¿Puedo preguntarte qué piensas de Wadensjöö?

Clinton negó con la cabeza.

– Prefiero no meterme en ese asunto.

– No es eso lo que te he preguntado. Tú lo conoces. Trabajó contigo durante diez años.

Clinton volvió a negar con la cabeza.

– El que dirige la Sección ahora es él. Lo que yo pueda pensar carece de interés.

– ¿Y se las arregla bien?

– Bueno, no es ningún idiota.

– Pero…

– Un analista. Un hacha de los puzles. Instinto. Brillante administrador que ha hecho cuadrar el presupuesto de una manera que nos parecía imposible.

Gullberg asintió. Lo importante era la cualidad que Clinton no mencionaba.

– ¿Estás preparado para volver al servicio?

Clinton alzó la mirada y contempló a Gullberg. Dudó un buen rato.

– Evert… Cada dos días me paso nueve horas en el hospital enchufado a un aparato de diálisis. No soy capaz de subir unas escaleras sin quedarme prácticamente sin aliento. No tengo energía. Ni fuerzas.

– Te necesito. Una última operación.

– No puedo.

– Claro que puedes. Y también podrás seguir pasando nueve horas cada dos días en diálisis. Subirás en ascensor en vez de por las escaleras. Yo lo organizaré todo para que, si hace falta, te lleven en camilla de un lado a otro. Necesito tu cerebro.

Clinton suspiró.

– Cuéntame -dijo.

– Nos encontramos ante una situación extremadamente complicada que requiere intervenciones operativas. Wadensjöö cuenta con un mocoso, Jonas Sandberg, que constituye, él sólito, toda la unidad operativa; y no creo que Wadensjöö tenga cojones para hacer lo que hay que hacer. Tal vez sea un hacha haciendo malabares con los presupuestos, pero tiene miedo de tomar decisiones operativas y de meter a la Sección en un trabajo de campo que resulta imprescindible.

Clinton asintió. Una tenue sonrisa asomó a sus labios.

– La operación deberá realizarse en dos frentes distintos. Una parte trata de Zalachenko. Tengo que conseguir que entre en razón y creo que sé cómo. La otra parte deberá llevarse a cabo desde aquí, desde Estocolmo. El problema es que no hay nadie en la Sección que pueda encargarse de eso. Te necesito para que asumas el mando. Una última intervención. Tengo un plan. Jonas Sandberg y Georg Nyström realizarán el trabajo de campo. Tú dirigirás la operación.

– No sabes lo que me estás pidiendo.

– Sí… Sé lo que te estoy pidiendo. Y serás tú mismo quien decida si quieres aceptarlo o no. Pero, o intervenimos nosotros los viejos y arreglamos esto a nuestra manera, o dentro de un par de semanas la Sección no existirá.

Clinton apoyó el codo en el brazo del sofá y dejó caer la cabeza en la palma de la mano. Se quedó pensativo un par de minutos.

– Cuéntame tu plan -dijo finalmente.

Evert Gullberg y Fredrik Clinton hablaron durante dos horas.


A Wadensjöö se le pusieron los ojos como platos cuando, a las dos menos tres minutos, Gullberg volvió acompañado de Fredrik Clinton. Este se le antojó un esqueleto andante. Parecía tener dificultades para andar y respirar y se apoyaba en el hombro de Gullberg con una mano.

– ¡Por todos los santos!… -exclamó Wadensjöö.

– Continuemos con la reunión -respondió Gullberg secamente.

Volvieron a reunirse en torno a la mesa del despacho de Wadensjöö. Sin pronunciar palabra, Clinton se dejó caer en la silla que le ofrecieron.

– Todos conocéis a Fredrik Clinton -dijo Gullberg.

– Sí -contestó Wadensjöö-. Lo que me pregunto es qué hace aquí.

– Clinton ha decidido volver al servicio activo. Va a dirigir la unidad operativa de la Sección hasta que la actual crisis haya pasado.

Gullberg levantó una mano interrumpiendo la protesta de Wadensjöö antes de que a éste ni siquiera le diera tiempo a formularla.

– Clinton está cansado. Necesita ayuda. Debe acudir regularmente al hospital para someterse a sus sesiones de diálisis. Wadensjöö, tú contratarás a dos asistentes personales para que le ayuden con todos los detalles prácticos. Pero permíteme que deje una cosa clara: por lo que respecta a este asunto, será Clinton quien tome todas las decisiones operativas.

Se calló y esperó. No se oyó ninguna protesta.

– Tengo un plan. Creo que podemos llevarlo a buen puerto, pero debemos actuar rápidamente para no desperdiciar las ocasiones que se nos presenten -dijo-. Luego todo dependerá de la resolución y determinación que haya hoy en día en la Sección.

Wadensjöö percibió un cierto desafío en las palabras de Gullberg.

– Tu dirás…

– Primero: ya hemos tratado el tema de la policía. Haremos exactamente lo que dijimos. Intentaremos mantenerla apartada y que se sigan centrando en la búsqueda de Niedermann. Georg Nyström se ocupará de eso. Pase lo que pase, Niedermann carece de importancia. Nos aseguraremos de que sea Faste el que se encargue de la investigación de Salander.

– No parece demasiado complicado -dijo Nyström-. Tan sólo será cuestión de hablar discretamente con el fiscal Ekström.

– ¿Y si se opone?…

– No creo que lo haga. Es un trepa y no mira más que por sus propios intereses. Pero ya sabré yo qué tecla tocar si fuera preciso. No le gustaría verse envuelto en un escándalo.

– Bien. El segundo paso es Millennium y Mikael Blomkvist. Esa es la razón por la que Clinton ha vuelto al servicio. Es ahí donde se necesitan medidas extraordinarias.

– Creo que esto no me va a gustar -dijo Wadensjöö.

– Es muy probable que no, pero no podemos manipular a Millennium con la misma facilidad. Su amenaza, en cambio, se basa en un solo punto: el informe policial de Björck de 1991. Tal y como están las cosas ahora mismo supongo que ese documento se encuentra en dos sitios, tal vez tres. Fue Lisbeth Salander la que dio con él, pero, no sé cómo, Mikael Blomkvist también consiguió echarle el guante. Eso significa que mientras ella huía de la justicia debió de existir algún tipo de contacto entre Blomkvist y Salander.

Clinton levantó un dedo y pronunció las primeras palabras desde que llegó.

– Eso también dice algo del carácter de nuestro adversario. Blomkvist no teme correr riesgos; acuérdate del asunto Wennerström.

Gullberg hizo un gesto afirmativo.

– Blomkvist le dio el informe a su redactora jefe, Erika Berger, quien a su vez se lo mandó por mensajero a Bublanski. Así que ella también lo ha leído. Podemos dar por descontado que han hecho una copia de seguridad. Adivino que Blomkvist tiene una y que hay otra en la redacción.

– Parece razonable -dijo Wadensjöö.

– Millennium es una revista mensual, lo que quiere decir que no van a publicarlo mañana mismo. De modo que hay tiempo. Pero tenemos que hacernos con esas dos copias del informe. Y ese tema no podemos gestionarlo con la ayuda del fiscal general.

– Entiendo.

– O sea, que se trata de iniciar una actividad operativa y entrar tanto en casa de Blomkvist como en la redacción de Millennium. Jonas: ¿podrás encargarte de eso?

Jonas Sandberg miró a Wadensjöö por el rabillo del ojo.

– Evert, es preciso que entiendas que… que ya no nos dedicamos a ese tipo de acciones -precisó Wadensjöö-. Estamos en una nueva época que trata más de intrusión informática, escuchas telefónicas y cosas por el estilo. No contamos con los suficientes recursos como para mantener una actividad operativa.

Gullberg se inclinó hacia delante por encima de la mesa.

– En tal caso, Wadensjöö, tendrás que buscar esos recursos echando leches. Contrata a gente de fuera. Contrata a una cuadrilla de matones de la mafia yugoslava para que le den una paliza a Blomkvist si hace falta. Pero tenemos que conseguir esas dos copias del informe como sea. Si se quedan sin ellas, no podrán demostrar una mierda. Si no sois capaces de hacer eso, quédate ahí sentado tocándote los cojones hasta que la comisión constitucional llame a la puerta.

Gullberg y Wadensjöö cruzaron sus miradas durante un largo rato.

– Vale, me encargaré de eso -dijo de repente Jonas Sandberg.

Gullberg miró de reojo al junior.

– ¿Estás seguro de que serás capaz de organizar algo así?

Sandberg asintió.

– Muy bien. Desde este mismo momento Clinton es tu nuevo jefe. Recibirás órdenes directas de él.

Sandberg hizo un gesto de asentimiento.

– Será, en gran medida, una cuestión de vigilancia. La unidad operativa necesita refuerzos -dijo Nyström-. Tengo varios nombres en mente. Hay un chico en la organización externa: trabaja en el departamento de protección personal de la Seg y se llama Mårtensson. No le tiene miedo a nada y promete mucho. Llevo ya algún tiempo pensando en traérmelo a la organización interna. Incluso he pensado en él como mi sucesor.

– Está bien -respondió Gullberg-. Que lo decida Clinton.

– Hay otra noticia -dijo Georg Nyström-. Me temo que puede existir una tercera copia.

– ¿Dónde?

– Me acabo de enterar de que Lisbeth Salander tiene una abogada. Su nombre es Annika Giannini. Es hermana de Mikael Blomkvist.

Gullberg asintió.

– Es verdad. Blomkvist le habrá dado una copia a su hermana. Cualquier otra cosa sería absurda. Lo que quiere decir que a partir de ahora, y durante algún tiempo, deberemos vigilar de cerca a los tres: a Berger, a Blomkvist y a Giannini.

– No creo que haya que preocuparse por Berger. Hoy mismo han emitido un comunicado de prensa en el que han anunciado que ella va a ser la nueva redactora jefe del Svenska Morgon-Posten. Ya no tiene nada que ver con Millennium.

– Vale. Pero vigílala de todas maneras. En cuanto a Millennium, necesitamos pincharles el teléfono a todos y, además, poner micrófonos en sus domicilios y, por supuesto, en la redacción. Tenemos que acceder a sus correos electrónicos y enterarnos de a quién ven y con quién hablan. Y estaría bien saber qué es lo que van a publicar y cómo van a enfocar sus revelaciones. Y, sobre todo, hemos de echarle el guante al informe. En otras palabras: hay mucha tela por cortar.

Wadensjöö pareció albergar serias dudas.

– Evert, nos estás pidiendo que organicemos una serie de actividades operativas contra la redacción de un periódico. Es una de las cosas más peligrosas que podemos hacer.

– No tienes elección. O te pones manos a la obra o ya va siendo hora de que otra persona asuma la dirección de este lugar.

El desafío flotó sobre la mesa como una nube.

– Creo que seré capaz de controlar el tema de Millennium -acabó por decir Jonas Sandberg-. Pero nada de esto resuelve el problema básico. ¿Qué hacemos con Zalachenko? Si él habla, todos los demás esfuerzos serán en vano.

Gullberg movió lentamente la cabeza.

– Ya lo sé. Esa es mi parte de la operación. Creo que tengo un argumento que convencerá a Zalachenko para que no abra la boca. Pero eso exige cierta preparación. Esta misma tarde salgo para Gotemburgo.

Se calló y miró a su alrededor. Luego centró su mirada en Wadensjöö.

– Durante mi ausencia, Clinton tomará las decisiones operativas -dijo.

Al cabo de un rato, Wadensjöö asintió.


No fue hasta el lunes por la tarde cuando la doctora Helena Endrin, tras haber consultado a su colega Anders Jonasson, juzgó que el estado de Lisbeth Salander era lo suficientemente estable como para que pudiera recibir visitas. Los primeros visitantes fueron dos inspectores de la policía criminal a los que se les concedieron quince minutos para hacer sus preguntas. Cuando entraron en la habitación y acercaron un par de sillas a la cama, Lisbeth los contempló en silencio.

– Hola. Soy el inspector Marcus Erlander. Trabajo en la brigada de delitos violentos de Gotemburgo. Esta es mi colega Sonja Modig, de la policía de Estocolmo.

Lisbeth Salander no saludó. Ni se inmutó. Reconoció a Modig como uno de los maderos del grupo de Bublanski. Erlander mostró una tímida sonrisa.

– Tengo entendido que no sueles intercambiar muchas palabras con las autoridades. Así que te quería informar de que no es necesario que digas absolutamente nada. En cambio, te agradecería que fueras tan amable de dedicarme unos minutos y escucharme. Tenemos varios asuntos entre manos y no hay tiempo para tratarlos todos hoy. Ya habrá más ocasiones.

Lisbeth Salander no dijo nada.

– En primer lugar te quiero informar de que tu amigo Mikael Blomkvist nos ha dicho que una abogada llamada Annika Giannini está dispuesta a representarte y que ya está al corriente del caso. Dice que ya te ha comunicado su nombre. Necesito que me confirmes que así es y me gustaría saber si deseas que la abogada Giannini venga hasta Gotemburgo para encargarse de tu defensa.

Lisbeth Salander no dijo nada.

Annika Giannini. La hermana de Mikael Blomkvist. Él la había mencionado en un correo. Lisbeth no había reflexionado sobre el hecho de que fuera a necesitar un abogado.

– Lo siento, pero simplemente tengo que pedirte que me contestes a esa pregunta. Me basta con un sí o un no. Si dices que sí, el fiscal de Gotemburgo se pondrá en contacto con la abogada Giannini. Si dices que no, el tribunal te designará un abogado de oficio. ¿Qué quieres?

Lisbeth Salander sopesó la propuesta. Suponía que, en efecto, iba a necesitar un abogado, pero tener a la hermana de Kalle Blomkvist de los Cojones como abogada defensora era demasiado fuerte. Qué contento se pondría el cabrón. Por otra parte, un desconocido abogado de oficio difícilmente resultaría mejor. Finalmente abrió la boca y graznó una sola palabra.

– Giannini.

– Muy bien. Gracias. Ahora sólo me queda una pregunta. No necesitas decir ni una palabra hasta que tu abogada esté presente pero, a mi entender, esta pregunta no os afecta ni a ti ni a tu bienestar. La policía busca ahora al ciudadano alemán de treinta y siete años Ronald Niedermann por el asesinato de un policía.

Lisbeth arqueó una ceja. Eso era toda una noticia: no tenía ni idea de lo que había ocurrido después de darle a Zalachenko el hachazo en la cabeza.

– Por lo que a los hechos de Gotemburgo respecta, queremos detenerlo cuanto antes. Además, mi colega de Estocolmo, aquí presente, quiere interrogarlo en relación con los tres asesinatos de los que tú eras sospechosa. De modo que pedimos tu colaboración. Nuestra pregunta es si tienes alguna idea… si nos puedes dar alguna pista que nos ayude a localizarlo.

Escéptica, Lisbeth desplazó la mirada de Erlander a Modig para volver a centrarla en Erlander.

No saben que es mi hermano.

Luego se preguntó si quería que detuvieran a Niedermann o no. Lo que más deseaba en el mundo era meterlo en un hoyo de Gosseberga y enterrarlo allí. Al final se encogió de hombros. Algo que no debería haber hecho, ya que un intenso dolor le atravesó de inmediato el hombro izquierdo.

– ¿Qué día es hoy? -preguntó Lisbeth.

– Lunes.

Hizo memoria.

– La primera vez que oí el nombre de Ronald Niedermann fue el jueves de la semana pasada. Le seguí el rastro hasta Gosseberga. No tengo ni idea de dónde está ni de adonde habrá huido. Lo más probable es que intente ponerse a salvo cuanto antes en el extranjero.

– ¿Por qué crees que piensa irse al extranjero?

Lisbeth meditó la respuesta.

– Porque mientras Niedermann salía a cavar mi tumba, Zalachenko me dijo que él estaba llamando demasiado la atención y que ya estaba previsto que se fuera al extranjero durante un tiempo.

Lisbeth Salander no intercambiaba tantas palabras con un policía desde que tenía doce años.

– De modo que Zalachenko es… tu padre.

Bueno, al menos eso sí lo han averiguado. Sin duda lo han sacado de Kalle Blomkvist de los Cojones.

– Mi deber es informarte de que tu padre ha denunciado que intentaste matarlo. El asunto está ahora mismo en manos del fiscal, quien deberá decidir si dictar un eventual auto de procesamiento. Lo que sí es cierto, en cambio, es que estás detenida por graves malos tratos. Le diste con un hacha en la cabeza.

Lisbeth no realizó ningún comentario. Se hizo un largo silencio. Luego Sonja Modig se inclinó hacia delante y le dijo en voz baja:

– Sólo quiero decirte que nosotros, los policías, no le damos mucho crédito a la historia de Zalachenko. Primero habla seriamente con tu abogada y ya vendremos para hablar contigo.

Erlander asintió. Los agentes se levantaron.

– Gracias por ayudarnos con Niedermann -dijo Erlander.

Lisbeth estaba sorprendida por el comportamiento educado, casi amable, de la policía. Pensó en la respuesta de Sonja Modig. «Aquí hay gato encerrado», concluyó.

Capítulo 7 Lunes, 11 de abril – Martes, 12 de abril

El lunes, a las seis menos cuarto de la tarde, Mikael Blomkvist cerró la tapa de su iBook y se levantó de la mesa de la cocina de su casa de Bellmansgatan. Se puso un abrigo y se fue andando hasta las oficinas de Milton Security en Slussen. Cogió el ascensor hasta la recepción de la tercera planta y enseguida lo dirigieron a una sala de reuniones. Llegó a las seis en punto y fue el último en personarse.

– Hola, Dragan -dijo al tiempo que le estrechaba la mano-. Gracias por haber aceptado hacer de anfitrión de esta reunión informal.

Miró a su alrededor. Aparte de ellos dos, el grupo estaba formado por Annika Giannini, Holger Palmgren y Malin Eriksson. Por parte de Milton también participaba el antiguo inspector de la policía criminal Sonny Bohman, quien, por encargo de Armanskij, seguía la investigación sobre Salander desde el primer día.

Era la primera vez en más de dos años que Holger Palmgren salía. A su médico, el doctor A. Sivarnandan, no le había hecho mucha gracia dejarle abandonar la residencia de Ersta, pero Palmgren había insistido. Acudió en un coche del servicio municipal de discapacitados. Fue con su asistenta particular, Johanna Karolina Oskarsson, de treinta y nueve años, cuyo salario provenía de un misterioso fondo creado para ofrecerle a Palmgren los mejores cuidados imaginables. Karolina Oskarsson se quedó esperando en una mesa situada fuera de la sala de reuniones. Llevaba un libro. Mikael cerró la puerta.

– Para los que no la conocéis, Malin Eriksson es la nueva redactora jefe de Millennium. Le he pedido que nos acompañe en esta reunión, ya que lo que vamos a tratar aquí también afecta a su trabajo.

– Muy bien -dijo Armanskij-. Aquí nos tienes. Somos todo oídos.

Mikael se puso ante la pizarra y cogió un rotulador. Paseó la mirada por cada uno de los allí presentes.

– Esta es sin duda una de las cosas más surrealistas que me han sucedido en la vida -comentó-. Cuando todo esto haya pasado, voy a fundar una asociación sin ánimo de lucro. La llamaré Los caballeros de la mesa chalada, y su objetivo será organizar una cena anual en la que hablaremos mal de Lisbeth Salander. Sois todos miembros.

Hizo una pausa.

– La realidad es ésta -dijo mientras empezaba a escribir palabras sueltas en la pizarra de Armanskij. Habló durante más de treinta minutos. Luego estuvieron debatiendo el tema durante casi tres horas.


Una vez concluida formalmente la reunión, Evert Gullberg se sentó con Fredrik Clinton. Hablaron en voz baja durante un par de minutos. Acto seguido, Gullberg se levantó y los viejos compañeros de armas se dieron la mano.

Gullberg regresó en taxi al Freys Hotel, recogió su ropa, pagó la factura y cogió uno de los trenes que salían por la tarde para Gotemburgo. Eligió primera clase y le dieron un compartimento entero para él solo. Al pasar el puente de Årsta sacó un bolígrafo y un bloc de cartas. Reflexionó un momento y luego se puso a escribir. Llenó más o menos la mitad de la hoja antes de detenerse y arrancarla.

Los documentos falsificados no eran su especialidad, pero en ese caso concreto la tarea se simplificaba por el simple hecho de que las cartas que estaba a punto de redactar iban a ser firmadas por él mismo. La dificultad estribaba en que ni una sola palabra sería cierta.

Cuando pasó Nyköping ya había rechazado una buena cantidad de borradores, pero por fin empezaba a hacerse una idea de los términos en los que debía formular los escritos. Al llegar a Gotemburgo tenía ya terminadas doce cartas con las que se encontraba satisfecho. Se aseguró de que sus huellas dactilares quedaran marcadas en las hojas.

En la estación central de Gotemburgo consiguió encontrar una fotocopiadora e hizo unas cuantas copias. Luego compró sobres y sellos y echó las cartas al buzón, cuya recogida estaba prevista para las 21.00.

Gullberg cogió un taxi hasta el City Hotel de Lorensbergsgatan, donde Clinton ya le había hecho una reserva. De modo que iba a pasar la noche en el mismo hotel en el que Mikael Blomkvist se había alojado un par de días antes. Subió de inmediato a su habitación y se dejó caer en la cama. Se encontraba tremendamente cansado y se dio cuenta de que en todo el día sólo había comido dos rebanadas de pan. Sin embargo, no tenía hambre. Se desnudó, se metió en la cama y se durmió casi enseguida.


Lisbeth Salander se despertó sobresaltada al oír que la puerta se abría. Supo al instante que no se trataba de ninguna de las enfermeras de noche. Sus ojos se abrieron en dos finas líneas y descubrieron en la puerta una silueta con muletas. Zalachenko, quieto, la contemplaba a la luz que se filtraba desde el pasillo.

Sin moverse, Lisbeth desplazó la mirada hasta que consiguió ver que el reloj digital marcaba las 3.10.

Continuó desplazándola unos milímetros más y percibió un vaso de agua cerca del borde de la mesilla. Fijó la vista en él y calculó la distancia. Lo alcanzaría sin necesidad de mover el cuerpo.

Le llevaría una fracción de segundo estirar el brazo y, con un resuelto movimiento, romper el vaso contra el borde de la mesilla. Si él se inclinara sobre ella, Lisbeth tardaría medio segundo más en clavar el filo del cristal en la garganta de Zalachenko. Contempló otras alternativas pero llegó a la conclusión de que ésa era su única arma.

Se relajó y esperó.

Zalachenko permaneció quieto en la puerta durante dos minutos.

Luego la cerró con sumo cuidado. Ella oyó el débil y raspante sonido de las muletas mientras él se alejaba sigilosamente de la habitación.

Cinco minutos después, Lisbeth se apoyó en el codo y, alargando la mano, cogió el vaso y bebió un largo trago. Se sentó en la cama con las piernas colgando y se quitó los electrodos del brazo y del pecho. Se puso de pie a trancas y barrancas, tambaleándose. Le llevó un par de minutos recuperar el control de su cuerpo. Se acercó cojeando a la puerta y se apoyó contra la pared para recuperar el aliento. Tenía un sudor frío. Acto seguido, una gélida rabia se apoderó de ella.

Funk you, Zalachenko. Terminemos con esto de una vez por todas.

Necesitaba un arma.

Un instante después percibió en el pasillo el ruido de unos pasos rápidos.

Mierda. Los electrodos.

– Pero ¿qué diablos haces tú levantada? -preguntó asombrada la enfermera de noche.

– Tengo que… que ir… al baño -dijo Lisbeth sin aliento.

– Vuelve a la cama inmediatamente.

Cogió a Lisbeth de la mano y la condujo hasta la cama. Luego le dio una cuña.

– Cuando quieras ir al baño, llámanos. Para eso tienes ese botón -le dijo la enfermera.

Lisbeth no pronunció palabra. Se concentró en intentar producir unas gotas de orina.


Mikael Blomkvist se despertó a las diez y media del martes, se duchó, puso la cafetera y luego se sentó ante su iBook. La noche anterior había regresado a casa tras la reunión de Milton Security y se había quedado trabajando hasta las cinco de la mañana. Por fin tenía la sensación de que la historia empezaba a tomar forma. La biografía de Zalachenko seguía siendo un poco difusa: todo lo que tenía era lo que había conseguido sacarle a Björck, así como los detalles que pudo aportar Holger Palmgren. El texto sobre Lisbeth Salander estaba ya prácticamente terminado. Explicaba, paso a paso, cómo ella había sido víctima de una banda de «guerreros fríos» de la DGP /Seg que la encerraron en una clínica psiquiátrica infantil para que no hiciera estallar el secreto de Zalachenko.

Estaba contento con el texto. Tenía una historia cojonuda por la que la gente echaría abajo los quioscos y que, además, crearía una serie de problemas que llegarían hasta lo más alto de la jerarquía estatal.

Mientras reflexionaba encendió un cigarrillo.

Había dos enormes agujeros que debía tapar. Uno de ellos no presentaba grandes dificultades: tenía que centrarse en Peter Teleborian, algo que estaba ansioso por hacer. Cuando hubiera terminado con él, el prestigioso psiquiatra se convertiría en uno de los hombres más odiados de Suecia. Ese era el primero.

El segundo resultaba bastante más complicado.

La conspiración contra Lisbeth Salander -pensó en ellos como El club de Zalachenko- provenía de la Säpo. Contaba con un nombre, Gunnar Björck, pero era imposible que Björck fuera el único responsable. Debía de existir un grupo, un departamento de algún tipo. Tenía que haber jefes, responsables y un presupuesto. El problema era que él ignoraba por completo cómo identificar a esas personas. No sabía por dónde empezar. Sólo tenía una vaga idea sobre la organización de la Säpo.

El lunes inició la investigación mandando a Henry Cortez a unas cuantas librerías de viejo de Södermalm para que comprara cualquier obra que tuviese algo que ver con la policía sueca de seguridad. A eso de las cuatro de la tarde, Henry Cortez llegó a casa de Mikael con seis tomos y los dejó sobre una mesa. Mikael contempló la pila de libros.

El espionaje en Suecia de Mikael Rosquist (Tempus, 1988); Jefe de la Säpo, 1962-1970 de Per Gunnar Vinge (W &W, 1988); Los poderes secretos de Jan Ottosson y Lars Magnusson (Tiden, 1991); Lucha por el poder de la Säpo de Erik Magnusson (Corona, 1989); Una misión de Cari Lidbom (W &W, 1990), así como -algo sorprendente- An Agent in Place de Thomas Whiteside (Ballantine, 1966), que trataba del caso Wennerström. El caso Wennerström de los años sesenta, no el que él mismo destapó en el año 2000.

Se pasó la mayor parte de la madrugada del lunes al martes leyendo -o, por lo menos, hojeando- los libros que Henry Cortez le había traído. Cuando terminó, llegó a una serie de conclusiones. Primera: parece ser que la mayoría de los libros escritos sobre la policía de seguridad se publicaron a finales de los años ochenta. Una búsqueda en Internet le confirmó que, en la actualidad, no había ninguna literatura que versara sobre esa materia.

Segunda: al parecer no existía ningún libro que ofreciera una visión general e histórica comprensible de la actividad de la policía secreta sueca. Tal vez resultara lógico teniendo en cuenta que muchos casos habían sido clasificados -y, por lo tanto, eran difíciles de tratar-, pero no parecía haber ni una sola institución, un solo investigador o un solo medio de comunicación que hubiese examinado a la Säpo con ojos críticos.

También tomó nota de lo curioso que resultaba que en ninguno de los libros localizados por Henry Cortez figurara una bibliografía. En su lugar, las notas a pie de página contenían referencias a artículos de la prensa vespertina o a entrevistas personales con algún agente jubilado de la Säpo.

El libro Los poderes secretos resultaba fascinante, pero se ocupaba, en su mayor parte, de la época de la segunda guerra mundial, así como de los años inmediatamente anteriores. Mikael consideró que las memorias de P. G. Vinge no eran sino un libro propagandístico escrito en defensa propia por un destituido jefe de la Säpo que había recibido duras críticas. An Agent in Place contenía -ya desde el primer capítulo- tantas cosas raras sobre Suecia que, sin pensárselo dos veces, tiró el libro a la papelera. Los únicos libros con una explícita ambición de describir el trabajo de la policía de seguridad eran Lucha por el poder de la Säpo y El espionaje en Suecia. En ellos figuraba una serie de datos, nombres y organigramas. Le pareció que el libro de Erik Magnusson merecía ser leído. Aunque no respondía a ninguna de sus preguntas más inmediatas, ofrecía una buena panorámica general de la Säpo y de sus actividades durante las pasadas décadas.

Sin embargo, la mayor sorpresa la constituyó Una misión de Carl Lidbom, que describía los problemas con los que tuvo que enfrentarse el ex embajador sueco en París cuando, por encargo del gobierno, investigó a la Säpo tras la estela dejada por el asesinato de Palme y el caso Ebbe Carlsson. Mikael no había leído nada de Carl Lidbom con anterioridad y le sorprendió ese lenguaje irónico salpicado de observaciones muy agudas. Pero tampoco el libro de Carl Lidbom daba respuesta a sus preguntas, aunque ya empezaba a hacerse una idea de aquello a lo que se estaba enfrentando.

Después de meditar un instante, cogió el móvil y llamó a Henry Cortez.

– Hola, Henry. Gracias por el trabajo de campo de ayer.

– Mmm. ¿Qué quieres?

– Un poco más de lo mismo.

– Micke, tengo trabajo. Me han nombrado secretario de redacción.

– Un paso estupendo en tu carrera profesional.

– ¿Qué quieres?

– A lo largo de los años se han realizado unos cuantos estudios oficiales sobre la Säpo. Carl Lidbom hizo uno. Debe de haber numerosas investigaciones similares.

– Ya.

– Llévate a casa todo lo que puedas encontrar en el Riksdag: presupuestos, informes de comisiones estatales, actas de interpelación y cosas por el estilo. Y pide las memorias anuales de la Säpo hasta donde puedas remontarte.

– Sí, bwana.

– Muy bien. Oye, Henry…

– ¿Sí?

– … no lo necesito hasta mañana.


Lisbeth Salander se pasó la mañana dándole vueltas a lo de Zalachenko. Sabía que se encontraba a dos puertas de ella, que por las noches deambulaba por los pasillos y que a las tres y diez de la madrugada había estado frente a su habitación.

Ella lo había seguido hasta Gosseberga con la intención de matarlo. Fracasó, y ahora Zalachenko estaba vivo y a menos de diez metros de ella. Estaba metida en la mierda. No sabía muy bien hasta dónde, pero suponía que se vería obligada a escapar de allí y luego desaparecer discretamente fugándose al extranjero si no quería correr el riesgo de que la volviesen a encerrar en algún manicomio con Peter Teleborian como carcelero.

El problema era, por supuesto, que apenas tenía fuerzas para incorporarse en la cama. Advertía mejoras. El dolor de cabeza persistía, pero, en lugar de ser permanente, se producía a intervalos más o menos regulares. El dolor del hombro acechaba bajo la superficie y se manifestaba sólo cuando intentaba moverse.

Oyó pasos delante de su puerta y vio a una enfermera abrir y dejar pasar a una mujer que llevaba pantalones negros, blusa blanca y americana oscura. Se trataba de una mujer guapa y delgada, con el pelo corto y oscuro peinado como si fuera un chico. Irradiaba una complaciente autoconfianza. Llevaba un maletín negro en la mano. Lisbeth descubrió en el acto que tenía los mismos ojos que Mikael Blomkvist.

– Hola, Lisbeth. Me llamo Annika Giannini -dijo-. ¿Puedo entrar?

Lisbeth la observó con ojos inexpresivos. De repente no tuvo ni pizca de ganas de conocer a la hermana de Mikael Blomkvist y se arrepintió de haber aceptado la propuesta de que ella fuera su abogada.

Annika Giannini entró, cerró la puerta tras de sí y se acercó una silla. Permaneció callada durante unos segundos contemplando a su clienta.

Lisbeth Salander tenía una pinta lamentable. Su cabeza era un paquete de vendas. Sus ojos, inyectados en sangre, estaban rodeados de unos enormes y morados hematomas.

– Antes de que empecemos a hablar necesito saber si realmente quieres que yo sea tu abogada. Por regla general sólo llevo casos civiles y represento a víctimas de violaciones o de malos tratos. No soy una abogada penalista. Sin embargo, he estudiado los detalles de tu caso y me apetece mucho representarte, si tú me lo permites. También debo decirte que Mikael Blomkvist es mi hermano, creo que eso ya lo sabes, y que él y Dragan Armanskij van a pagar mis honorarios.

Esperó un rato, pero como no obtuvo ninguna reacción por parte de su clienta prosiguió.

– Si me quieres como abogada, trabajaré para ti. O sea, que no trabajo ni para mi hermano ni para Dragan Armanskij. En la parte penal me asistirá tu viejo administrador, Holger Palmgren. Es un tipo duro: todavía está convaleciente, pero se ha levantado casi a rastras de su cama para ayudarte.

– ¿Palmgren? -preguntó Lisbeth Salander.

– Sí.

– ¿Lo has visto?

– Sí. Va a ser mi asesor.

– ¿Cómo está?

– Está cabreadísimo, pero, por curioso que pueda resultar, no parece preocupado por ti.

Lisbeth Salander mostró una sonrisa torcida. La primera desde que aterrizó en el hospital de Sahlgrenska.

– Y tú, ¿cómo estás?

– Estoy hecha un saco de mierda -dijo Lisbeth Salander.

– Bueno… ¿Me aceptas como defensora? Armanskij y Mikael pagarán mis honorarios y…

– No.

– ¿No? ¿Qué quieres decir?

– Que te pagaré yo. No quiero ni un céntimo de Armanskij ni de Kalle Blomkvist. Sin embargo, no podré pagarte hasta que no tenga acceso a Internet.

– Entiendo. Ya solucionaremos ese tema cuando llegue el momento; de todos modos, las autoridades públicas correrán con la mayor parte de los gastos. ¿Quieres entonces que te represente?

Lisbeth Salander asintió secamente.

– Bien. Empezaré por transmitirte un mensaje de Mikael. Se expresa de manera críptica pero insiste en que tú comprenderás lo que quiere decir.

– ¿Ah, sí?

– Dice que me lo ha contado casi todo de ti excepto unas pocas cosas. La primera concierne a las aptitudes que descubrió en Hedestad sobre ti.

Mikael sabe que tengo memoria fotográfica… y que soy una hacker. No se lo ha dicho a nadie.

– Vale.

– La segunda es el DVD. No sé a qué se refiere, pero dice que eres tú la que debe decidir si contármelo o no. ¿Tú sabes a qué se refiere?

El DVD de la película que mostraba la violación de Bjurman.

– Sí.

– Bien.

De repente, Annika Giannini dudó.

– A veces mi hermano me irrita un poco. A pesar de haberme contratado, sólo me cuenta lo que le apetece. ¿Tú también piensas ocultarme cosas?

Lisbeth meditó la respuesta.

– No lo sé.

– Vamos a tener que hablar bastante. Sin embargo, ahora no puedo quedarme mucho tiempo porque debo ver a la fiscal Agneta Jervas dentro de cuarenta y cinco minutos. Sólo necesitaba confirmar que realmente me querías como abogada. También tengo que darte una instrucción…

– Vale.

– Es la siguiente: si yo no estoy presente no digas ni una sola palabra a la policía, te pregunten lo que te pregunten. Aunque te provoquen y te acusen de todo tipo de cosas. ¿Me lo prometes?

– Eso no me costará nada -respondió Lisbeth Salander.


Tras el esfuerzo del lunes, Evert Gullberg se encontraba completamente agotado, de modo que no se despertó hasta las nueve de la mañana, casi cuatro horas más tarde de lo habitual. Fue al cuarto de baño, se duchó y se lavó los dientes. Permaneció un buen rato contemplando su cara en el espejo antes de apagar la luz y empezar a vestirse. Eligió la única camisa limpia que le quedaba en el maletín y se puso una corbata con motivos marrones.

Bajó al comedor del hotel y se tomó un café solo y una tostada de pan blanco con una loncha de queso y un poco de mermelada de naranja. Se bebió un gran vaso de agua mineral.

Luego se dirigió al vestíbulo principal y, desde una cabina, llamó al móvil de Fredrik Clinton.

– Soy yo. ¿Estado de la situación?

– Bastante agitado.

– Fredrik, ¿te ves con fuerzas para esto?

– Sí, me resulta igual que en los viejos tiempos. Aunque es una pena que no esté vivo Hans von Rottinger: sabía planificar las operaciones mejor que yo.

– Los dos estabais al mismo nivel. Podíais haberos sustituido el uno al otro en cualquier momento. Algo que, de hecho, hicisteis bastante a menudo.

– Él tenía algo, una especial sensibilidad; siempre fue un poco mejor.

– ¿Cómo vais?

– Sandberg es más listo de lo que pensábamos. Hemos cogido una ayuda externa: Mårtensson. No es más que el chico de los recados, pero puede valer. Hemos pinchado el teléfono de casa de Blomkvist y también su móvil. A lo largo del día nos encargaremos de los teléfonos de Giannini y de Millennium. Estamos estudiando los planos de los despachos y de los pisos. Entraremos lo antes posible.

– Lo primero que debes hacer es localizar dónde están todas las copias…

– Ya lo he hecho. Hemos tenido una suerte increíble. A las diez de la mañana, Annika Giannini ha llamado a Blomkvist. Le ha preguntado específicamente por el número de copias que existen y ha quedado claro que Mikael Blomkvist está en posesión de la única copia. Berger hizo una copia del informe, pero se la envió a Bublanski.

– Muy bien. No hay tiempo que perder.

– Ya lo sé. Pero tenemos que hacerlo todo seguido. Si no recuperamos todas las copias del informe de Björck al mismo tiempo, fracasaremos.

– Ya lo sé.

– Es un poco complicado, porque Giannini ha salido para Gotemburgo esta misma mañana. He mandado tras ella a un equipo de colaboradores externos. Acaban de coger un vuelo hacia allí.

– Bien.

A Gullberg no se le ocurrió nada más que decir. Permaneció callado un largo rato.

– Gracias, Fredrik -respondió finalmente.

– Gracias a ti. Esto es más divertido que quedarse sentado esperando en vano un riñón.

Se despidieron. Gullberg pagó la factura del hotel y salió a la calle. La suerte ya estaba echada. Ahora sólo faltaba que la coreografía fuese exacta.

Empezó dando un paseo hasta el Park Avenue Hotel, donde pidió usar el fax para mandar las cartas que escribió en el tren el día anterior. No quería utilizar el fax de donde había estado alojado. Luego salió a Avenyn y buscó un taxi. Se detuvo junto a una papelera e hizo trizas las copias que había hecho de las cartas.


Annika Giannini conversó con la fiscal Agneta Jervas durante quince minutos. Quería enterarse de los cargos que ésta tenía intención de presentar contra Lisbeth Salander, pero no tardó en comprender que Jervas no estaba segura de lo que iba a pasar.

– Ahora mismo me contento con detenerla por graves malos tratos o, en su defecto, por intento de homicidio. Me refiero a los hachazos que Lisbeth Salander le dio a su padre. Supongo que apelarás al derecho de legítima defensa.

– Tal vez.

– Pero, sinceramente, Ronald Niedermann, el asesino del policía, es ahora mismo mi prioridad.

– Entiendo.

– Estoy en contacto con el fiscal general. Ahora están tratando de ver si todos los cargos que existen contra tu clienta los va a llevar un único fiscal de Estocolmo y si se va a incluir lo que ha ocurrido aquí.

– Doy por descontado que todo se va a trasladar a Estocolmo.

– Bien. En cualquier caso debo interrogar a Lisbeth Salander. ¿Cuándo podría ser?

– Tengo un informe de su médico, Anders Jonasson. Dice que Lisbeth Salander no estará en condiciones de participar en un interrogatorio hasta que no pasen varios días. Aparte de sus daños físicos, se encuentra fuertemente drogada a causa de los analgésicos.

– A mí me han comunicado algo parecido. Tal vez entiendas lo frustrante que eso me resulta. Te repito que, ahora mismo, mi prioridad es Ronald Niedermann. Tu clienta dice que no sabe dónde se esconde.

– Cosa que se corresponde con la verdad. Ella no conoce a Niedermann. Consiguió identificarlo y dar con él. Pero nada más.

– De acuerdo -respondió Agneta Jervas.


Evert Gullberg llevaba un ramo de flores en la mano cuando entró en el ascensor del Sahlgrenska al mismo tiempo que una mujer de pelo corto y americana oscura. Al llegar a la planta, le abrió educadamente la puerta y le permitió salir en primer lugar y dirigirse a la recepción.

– Me llamo Annika Giannini. Soy abogada y vengo a ver de nuevo a mi clienta, Lisbeth Salander.

Evert Gullbeg volvió la cabeza y, asombrado, se quedó mirando a la mujer que había subido con él en el ascensor. Mientras la enfermera comprobaba la identidad de Giannini y consultaba una lista, Gullberg desplazó la mirada y observó el maletín de la mujer.

– Habitación 12 -dijo la enfermera.

– Gracias. Ya he estado aquí antes, así que conozco el camino.

Cogió su maletín y desapareció del campo de visión de Gullberg.

– ¿Puedo ayudarle? -preguntó la enfermera.

– Sí, por favor, quisiera entregarle estas flores a Karl Axel Bodin.

– No puede recibir visitas.

– Lo sé, sólo quería darle las flores.

– Nosotras nos encargaremos de eso.

Más que nada, Gullberg había traído el ramo de flores para tener una excusa. Quería hacerse una idea del aspecto de la planta. Le dio las gracias y se acercó hasta la salida. De camino pasó por delante de la habitación de Zalachenko, la 14, según Jonas Sandberg.

Esperó fuera en la escalera. A través del cristal pudo ver cómo la enfermera cogía el ramo de flores y entraba en la habitación de Zalachenko. Cuando ella regresó a su puesto, Gullberg abrió la puerta, se dirigió a toda prisa a la habitación 14 y entró.

– Hola, Alexander -saludó.

Zalachenko miró asombrado a su inesperada visita.

– Pensaba que a estas alturas ya estarías muerto -le contestó.

– Aún no -dijo Gullberg.

– ¿Qué quieres? -preguntó Zalachenko.

– ¿Tú qué crees?

Gullberg acercó la silla a la cama y se sentó.

– Verme muerto, quizá.

– Nada me gustaría más. Joder, ¿cómo has podido ser tan estúpido? Te dimos una vida completamente nueva y acabas aquí.

Si Zalachenko hubiese podido sonreír, lo habría hecho. En su opinión, la policía sueca de seguridad no estaba compuesta más que por un puñado de aficionados. En ese grupo incluía a Evert Gullberg y Sven Jansson, alias de Gunnar Björck. Por no hablar de ese perfecto idiota que había sido el abogado Nils Bjurman.

– Y ahora tenemos que ponerte a salvo de las llamas una vez más.

La expresión no fue del agrado del viejo Zalachenko, el que un día sufriera tan terribles quemaduras.

– No me vengas con moralismos. Sácame de aquí.

– Eso es lo que te quería comentar.

Cogió su maletín, sacó un cuaderno y lo abrió por una página en blanco. Luego le echó una inquisitiva mirada a Zalachenko.

– Hay una cosa que me produce mucha curiosidad: ¿realmente serías capaz de delatarnos después de todo lo que hemos hecho por ti?

– ¿Tú qué crees?

– Eso depende de lo loco que estés.

– No me llames loco. Yo soy un superviviente. Hago lo que tengo que hacer para sobrevivir.

Gullberg negó con la cabeza.

– No, Alexander, tú haces lo que haces porque eres malvado y estás podrido. ¿No querías conocer la postura de la Sección? Pues aquí estoy yo para comunicártela: en esta ocasión no moveremos ni un solo dedo para ayudarte.

Por primera vez, Zalachenko pareció inseguro.

– No tienes elección -dijo.

– Siempre hay una elección -contestó Gullberg.

– Voy a…

– No vas a hacer nada de nada.

Gullberg inspiró profundamente, introdujo la mano en el compartimento exterior de su maletín marrón y sacó un Smith & Wesson de 9 milímetros con la culata chapada en oro. Hacía ya veinticinco años que tenía el arma: un regalo del servicio de inteligencia inglés en agradecimiento por una inestimable información que él le sacó a Zalachenko y que convirtió en moneda de cambio en forma del nombre de un estenógrafo del MI-5 inglés, quien, haciendo gala de un auténtico espíritu philbeano, estuvo trabajando para los rusos.

Zalachenko pareció asombrarse. Luego se rió.

– ¿Y qué vas a hacer con él? ¿Matarme? Pasarás el resto de tus miserables días en la cárcel.

– No creo -dijo Gullberg.

De repente, a Zalachenko le entró la duda de si Gullberg se estaba marcando un farol o no.

– Será un escándalo de enormes proporciones.

– Tampoco lo creo. Saldrá en los periódicos. Pero dentro de una semana nadie recordará ni siquiera el nombre de Zalachenko.

Zalachenko entornó los ojos.

– Maldito hijo de perra -dijo Gullberg con un tono de voz tan frío que Zalachenko se quedó congelado.

Apretó el gatillo y le introdujo la bala en la mitad de la frente en el mismo instante en que Zalachenko empezó a girar su prótesis por encima del borde de la cama. Zalachenko salió impulsado hacia atrás, contra la almohada. Pataleó espasmódicamente unas cuantas veces antes de quedarse quieto. Gullberg vio que en la pared, tras el cabecero de la cama, se había dibujado una flor de salpicaduras rojas. A consecuencia del disparo le empezaron a zumbar los oídos, de modo que, automáticamente, se hurgó el conducto auditivo con el dedo índice que le quedaba libre.

Luego se levantó, se acercó a Zalachenko y, poniéndole la punta de la pistola en la sien, apretó el gatillo otras dos veces. Quería asegurarse de que el viejo cabrón estaba realmente muerto.


Lisbeth Salander se incorporó de golpe en cuanto sonó el primer disparo. Sintió cómo un intenso dolor le penetraba en el hombro. Al oír los dos siguientes, intentó sacar las piernas de la cama.

Cuando se produjeron los tiros, Annika Giannini sólo llevaba un par de minutos hablando con Lisbeth. Al principio se quedó paralizada intentando hacerse una idea de la procedencia del primer y agudo estallido. La reacción de Lisbeth Salander le hizo comprender que algo estaba pasando.

– ¡No te muevas! -gritó Annika Giannini para, acto seguido y por puro instinto, poner su mano contra el pecho de su clienta y tumbarla con tanta fuerza que Lisbeth se quedó sin aliento.

Luego Annika atravesó a toda prisa la habitación y se asomó al pasillo: dos enfermeras se acercaban corriendo a una habitación que estaba dos puertas más abajo. La primera de las enfermeras se paró en seco en el umbral. Annika la oyó gritar «¡No, no lo hagas!» y luego la vio retroceder un paso y chocar con la otra enfermera.

– ¡Va armado! ¡Corre!

Annika se quedó mirándolas mientras éstas abrían una puerta y buscaban refugio en la habitación contigua a la de Lisbeth Salander.

A continuación, vio salir al pasillo al hombre delgado y canoso de la americana de pata de gallo. Llevaba una pistola en la mano. Annika lo identificó como el señor con el que había subido en el ascensor hacía tan sólo unos pocos minutos.

Sus miradas se cruzaron. Él parecía desconcertado. La apuntó con el arma y dio un paso hacia delante. Ella escondió la cabeza, cerró la puerta de un portazo y miró desesperadamente a su alrededor. Justo a su lado tenía una alta mesita auxiliar; la cogió, la acercó a la puerta con un solo movimiento y aseguró con ella la manivela.

Advirtió unos movimientos, volvió la cabeza y vio que Lisbeth Salander estaba de nuevo a punto de salir de la cama. Cruzó la habitación dando unos pasos rápidos, puso los brazos alrededor de su clienta y la levantó. De un tirón le arrancó los electrodos y la goma del suero, la llevó en brazos hasta el cuarto de baño y la sentó en la taza del váter. Dio media vuelta y cerró la puerta. Luego se sacó el móvil del bolsillo y llamó al 112.


Evert Gullberg se acercó a la habitación de Lisbeth Salander e intentó bajar la manivela. Se hallaba bloqueada con algo. No pudo moverla ni un milímetro.

Indeciso, permaneció un instante ante la puerta. Sabía que Annika Giannini se encontraba dentro y se preguntó si llevaría en su bolso una copia del informe de Björck. No podía entrar en la habitación y no contaba con la suficiente energía para forzar la puerta.

Y, además, eso no formaba parte del plan: de Giannini se iba a encargar Clinton. El trabajo de Gullberg era sólo Zalachenko.

Gullberg recorrió el pasillo con la mirada y se percató de que en torno a una veintena de personas -entre enfermeras, pacientes y visitas- habían asomado sus cabezas y lo estaban observando. Levantó la pistola y le pegó un tiro a un cuadro que colgaba de la pared que había al final del pasillo. Su público desapareció como por arte de magia.

Le echó un último vistazo a la puerta cerrada y, con paso decidido, regresó a la habitación de Zalachenko y cerró la puerta. Se sentó en una silla y se puso a contemplar al desertor ruso que, durante tantos años, había estado tan íntimamente ligado a su propia vida.

Se quedó quieto durante casi diez minutos antes de percibir unos movimientos en el pasillo y darse cuenta de que había llegado la policía. No pensó en nada en particular.

Luego levantó la pistola una última vez, se la llevó a la sien y apretó el gatillo.


El desarrollo de los acontecimientos dejó patente el riesgo que conllevaba suicidarse en el hospital de Sahlgrenska. Evert Gullberg fue trasladado de urgencia hasta la unidad de traumatología, donde el doctor Anders Jonasson lo atendió y tomó de inmediato una serie de medidas con el fin de mantener sus constantes vitales.

Era la segunda vez en menos de una semana que Jonasson realizaba una operación urgente en la que extraía del tejido cerebral una bala revestida. Tras cinco horas de intervención, el estado de Gullberg era crítico. Pero continuaba vivo.

Sin embargo, las lesiones de Evert Gullberg eran considerablemente más serias que las que tenía a Lisbeth Salander; se debatió unos cuantos días entre la vida y la muerte.


Mikael Blomkvist se encontraba en el Kaffebar de Hornsgatan cuando oyó por la radio la noticia de que el hombre de sesenta y seis años sospechoso de intentar asesinar a Lisbeth Salander había sido abatido a tiros en el hospital Sahlgrenska de Gotemburgo, aunque su nombre no había sido aún facilitado a los medios de comunicación. Dejó la taza de café, cogió el maletín de su ordenador y salió a toda prisa hacia la redacción de Götgatan. Cruzó Mariatorget y acababa de enfilar Sankt Paulsgatan cuando sonó su móvil. Contestó sin aminorar el paso.

– Blomkvist.

– Hola, soy Malin.

– Me acabo de enterar por la radio. ¿Sabemos quién ha apretado el gatillo?

– Todavía no. Henry Cortez está en ello.

– Estoy en camino. Llegaré en cinco minutos.

Justo en la puerta, Mikael se topó con Henry Cortez, que se disponía a salir.

– Ekström ha convocado una rueda de prensa para las tres de la tarde -dijo Henry-. Voy para allá.

– ¿Qué sabemos? -gritó Mikael tras él.

– Malin -contestó Henry antes de desaparecer.

Mikael entró en el despacho de Erika Berger… mejor dicho, de Malin Eriksson. Ella estaba hablando por teléfono mientras, frenéticamente, apuntaba algo en un post-it amarillo. Le hizo un gesto a Mikael para que esperara. Mikael se dirigió a la cocina y sirvió dos cafés con leche en sendos mugs que tenían los logotipos de los jóvenes democristianos y de los jóvenes socialistas. Al regresar al despacho de Malin, ésta acababa de colgar. Mikael le dio el mug de los jóvenes socialistas.

– Bueno -dijo Malin-, han matado a Zalachenko a la una y cuarto.

Miró a Mikael.

– Acabo de hablar con una enfermera de Sahlgrenska. Dice que el asesino es un hombre mayor, de unos setenta años, que, unos minutos antes del asesinato, había acudido al hospital para dejarle un ramo de flores a Zalachenko. Le pegó varios tiros en la cabeza y luego trató de suicidarse. Zalachenko está muerto. El asesino sigue vivo y lo están operando ahora mismo.

Mikael respiró aliviado. Desde que escuchara la noticia en el Kaffebar había tenido el corazón encogido: una sensación de pánico ante la posibilidad de que hubiese sido Lisbeth Salander la que empuñó el arma, se había apoderado de él. Algo que, a decir verdad, habría complicado sus planes.

– ¿Sabemos el nombre de la persona que disparó? -preguntó.

Malin negó con la cabeza justo cuando el teléfono volvía a sonar. Cogió la llamada y, por la conversación, Mikael dedujo que se trataba de un freelance de Gotemburgo que Malin había mandado al Sahlgrenska. Se despidió de ella con un gesto de mano y se dirigió a su despacho.

Tuvo la sensación de que era la primera vez en muchas semanas que pisaba su lugar de trabajo. Sobre la mesa había un montón de correo que, resuelto, echó a un lado. Llamó a su hermana.

– Giannini.

– Hola. Soy Mikael. ¿Te has enterado de lo que ha pasado en Sahlgrenska?

– ¿A mí me lo preguntas?

– ¿Dónde estás?

– En el Sahlgrenska. Ese cabrón me apuntó con la pistola.

Mikael se quedó mudo durante varios segundos hasta que asimiló lo que su hermana acababa de decirle.

– ¿Qué? ¿Estabas allí? ¡Joder!…

– Sí. Ha sido el peor momento de mi vida.

– ¿Estás herida?

– No. Pero intentó entrar en la habitación de Lisbeth. Atranqué la puerta y me encerré con ella en el cuarto de baño.

De repente, Mikael sintió que el mundo se tambaleaba bajo sus pies. Su hermana había estado a punto de…

– ¿Cómo se encuentra Lisbeth? -preguntó.

– Sana y salva. Bueno, lo que quiero decir es que hoy, por lo menos, no ha sufrido ningún daño.

Mikael respiró algo más aliviado.

– Annika, ¿sabes algo del asesino?

– Nada de nada. Era un hombre mayor, pulcramente vestido. Me pareció algo aturdido. No lo había visto jamás, pero subí con él en el ascensor unos minutos antes del asesinato.

– ¿Y es verdad que Zalachenko está muerto?

– Sí. Oí tres disparos y, por lo que he podido pillar por aquí, los tres fueron derechos a la cabeza. Esto ha sido un auténtico caos… miles de policías evacuando la planta donde había ingresadas personas gravemente heridas y enfermas que no podían ser desalojadas. Cuando llegó la policía, alguien quiso interrogar a Salander antes de darse cuenta del estado en el que en realidad se encuentra. Tuve que levantarles la voz.


El inspector Marcus Erlander vio a Annika Giannini a través del vano de la puerta de la habitación de Lisbeth Salander. La abogada tenía el móvil pegado a la oreja, de modo que esperó a que terminara de hablar.

Dos horas después del asesinato todavía reinaba en el pasillo un caos más o menos organizado. La habitación de Zalachenko estaba precintada. Inmediatamente después de que se produjeran los disparos, los médicos intentaron administrarle los primeros auxilios, pero desistieron casi en el acto. Zalachenko ya no necesitaba ningún tipo de asistencia. Le llevaron los restos mortales al forense. El examen del lugar del crimen ya estaba en marcha.

Sonó el móvil de Erlander. Era Fredrik Malmberg, de la brigada de investigación.

– Hemos identificado al asesino -dijo Malmberg-. Se llama Evert Gullberg y tiene setenta y ocho años.

Setenta y ocho años. Un asesino ya entradito en años.

– ¿Y quién diablos es Evert Gullberg?

– Un jubilado. Residente en Laholm. Figura como jurista comercial. Me han llamado de la DGP /Seg y me han comunicado que acaban de abrirle una investigación.

– ¿Cuándo y por qué?

– El cuándo no lo sé. El porqué se debe a que ha tenido la mala costumbre de enviar absurdas y amenazadoras cartas a una serie de personas públicas.

– Como por ejemplo…

– El ministro de Justicia.

Marcus Erlander suspiró. Un loco. Un fanático obsesionado con la justicia.

– Esta misma mañana unos cuantos periódicos han llamado a la Säpo para comunicar que han recibido cartas de Gullberg. El Ministerio de Justicia también telefoneó después de que ese Gullberg amenazara explícitamente con matar a Karl Axel Bodin.

– Quiero copias de esas cartas.

– ¿De la Säpo?

– Sí, joder. Súbete a Estocolmo y búscalas tú mismo si hace falta. Las quiero ver en mi mesa en cuanto vuelva a la comisaría. Y eso sucederá dentro de una o dos horas.

Meditó un segundo y luego añadió una pregunta.

– ¿Te ha llamado la Säpo?

– Sí, ya te lo he dicho.

– Quiero decir, ¿fueron ellos los que te llamaron a ti, y no al revés?

– Sí. Eso es.

– Vale -dijo Marcus Erlander antes de colgar.

Se preguntó qué diablos les pasaba a los de la Säpo: de repente se les había ocurrido contactar, por propia iniciativa, con la policía abierta. Por lo general resultaba casi imposible sacarles nada.


Wadensjöö abrió bruscamente la puerta de la habitación que Fredrik Clinton usaba para descansar en la Sección. Clinton se incorporó con sumo cuidado.

– ¿Qué coño está pasando? -gritó Wadensjöö-. Gullberg ha matado a Zalachenko y luego se ha pegado un tiro en la cabeza.

– Ya lo sé -dijo Clinton.

– ¿Que ya lo sabes? -exclamó Wadensjöö.

Wadensjöö estaba rojo como un tomate, como si su intención fuera tener un derrame cerebral de un momento a otro.

– Pero ¿es que no te das cuenta de que se ha pegado un tiro en la cabeza? ¡Ha intentado suicidarse! ¿Es que se ha vuelto completamente loco o qué?

– Pero entonces, ¿sigue vivo?

– Por ahora sí, pero tiene graves daños cerebrales.

Clinton suspiró.

– ¡Qué pena! -dijo con tristeza en la voz.

– ¿¡Pena!? -exclamó Wadensjöö-. Pero si es un enfermo mental… ¿No entiendes que…?

Clinton no le dejó terminar la frase.

– Gullberg tenía cáncer de estómago, de intestino grueso y de vejiga. Llevaba ya varios meses moribundo; como mucho le quedaban un par de meses.

– ¿Cáncer?

– Hace ya seis meses que andaba con esa pistola, firmemente decidido a usarla en cuanto el dolor fuese inaguantable y antes de convertirse en un humillado vegetal de hospital. De este modo se le ha presentado la oportunidad de realizar una última aportación a la Sección. Se ha ido por la puerta grande.

Wadensjöö se quedó prácticamente sin habla.

– Tú sabías que pensaba matar a Zalachenko…

– Claro que sí. Su misión era asegurarse de que Zalachenko nunca tuviese ocasión de hablar. Y, como bien sabes, resulta imposible razonar con él o amenazarlo.

– Pero ¿no te das cuenta del escándalo en el que se puede convertir todo esto? ¿Estás tan perturbado como Gullberg?

Clinton se levantó con no poca dificultad. Lo miró directamente a los ojos y le dio una pila de copias de fax.

– Se trataba de una decisión operativa. Lloro la muerte de mi amigo, aunque lo más probable es que dentro de muy poco tiempo yo le siga los pasos. Pero un escándalo… Un ex jurista comercial ha escrito cartas paranoicas, y con evidentes muestras de trastorno, a numerosos periódicos, a la policía y al Ministerio de Justicia. Aquí tienes una: Gullberg acusa a Zalachenko de todo, desde el asesinato de Palme hasta el intento de envenenar a la población sueca con cloro. El carácter de las cartas es manifiestamente enfermizo; algunas partes han sido redactadas con una letra ilegible, con mayúsculas, con frases subrayadas y abundantes signos de exclamación. Me gusta su manera de escribir en el margen.

Wadensjöö leyó las cartas con creciente asombro. Se tocó la frente. Clinton lo observaba.

– Pase lo que pase, la muerte de Zalachenko no tendrá nada que ver con la Sección. Es un jubilado trastornado y demente el que le ha disparado.

Hizo una pausa.

– Y ahora lo importante es cerrar filas. Don't rock the boat.

Le clavó la mirada a Wadensjöö. Había acero en los ojos del enfermo.

– Lo que tienes que entender es que la Sección es la punta de lanza de la defensa nacional sueca. Somos la última línea de defensa. Nuestro trabajo es velar por la seguridad de la nación. Todo lo demás carece de importancia.

Wadensjöö se quedó mirando fijamente a Clinton con ojos escépticos.

– Somos los que no existimos. Somos aquellos a los que nadie les da las gracias. Somos los que tenemos que tomar las decisiones que nadie más es capaz de tomar… en especial los políticos.

Al pronunciar esta última palabra pudo apreciarse en su voz un tono de desprecio.

– Haz lo que te digo y es muy posible que la Sección sobreviva. Pero para que eso ocurra hay que actuar con determinación y mano dura.

Wadensjöö sintió crecer el pánico en su interior.


Henry Cortez apuntó con frenesí todo lo que se decía desde el estrado de la rueda de prensa de la jefatura de policía de Kungsholmen. Fue el fiscal Richard Ekström quien comenzó a hablar. Explicó que esa misma mañana se había decidido que la investigación concerniente al asesinato del policía cometido en Gosseberga, por el cual se buscaba a un tal Ronald Niedermann, fuera llevada por un fiscal de la jurisdicción de Gotemburgo, pero que el resto de la investigación -por lo que a Niedermann respectaba- fuera gestionado por el propio Ekström. Niedermann, por tanto, era sospechoso de los asesinatos de Dag Svensson y Mia Bergman. Nada se decía sobre el abogado Bjurman. A Ekström, además, le correspondía instruir el caso y dictar auto de procesamiento contra Lisbeth Salander por toda una serie de delitos.

Les explicó que había decidido convocarlos a raíz de lo sucedido en Gotemburgo ese mismo día, esto es: que el padre de Lisbeth Salander, Karl Axel Bodin, había sido asesinado. La razón principal de esa rueda de prensa no era otra que la de desmentir ciertas informaciones aparecidas en los medios de comunicación a propósito de las cuales ya había recibido numerosas llamadas.

– Basándome en la información que obra ahora mismo en mi poder, me atrevo a afirmar que la hija de Karl Axel Bodin, quien, como ustedes ya saben, está detenida por intento de homicidio de su propio padre, no tiene nada que ver con los acontecimientos acaecidos esta misma mañana.

– ¿Quién es el asesino? -gritó un reportero del Dagens Eko.

– El hombre que pegó los fatídicos tiros contra Karl Axel Bodin y que, acto seguido, intentó quitarse la vida, ya ha sido identificado. Se trata de un jubilado de setenta y ocho años que, durante un largo período de tiempo, ha sido tratado de una enfermedad mortal, así como de los problemas psíquicos que de ella se han derivado.

– ¿Tiene algún vínculo con Lisbeth Salander?

– No. Esa hipótesis la podemos descartar categóricamente. No se han visto nunca y no se conocen. Ese anciano es un trágico personaje que ha actuado por su cuenta y riesgo, y siguiendo su propia y a todas luces paranoica concepción de la realidad. No hace mucho, la policía de seguridad le abrió una investigación a raíz de una buena cantidad de cartas que escribió a conocidos políticos y a numerosos medios de comunicación en las cuales daba muestras de su perturbación. Esta misma mañana, sin ir más lejos, unas cuantas redacciones de periódicos y algunas autoridades han recibido cartas en las que amenazaba de muerte a Karl Axel Bodin.

– ¿Y por qué la policía no ha protegido a Bodin?

– Las cartas que hablaban de esa amenaza fueron enviadas ayer por la tarde, de manera que han llegado prácticamente en el mismo momento en el que se cometía el asesinato. No ha existido ningún posible margen de actuación.

– ¿Y cómo se llama ese hombre?

– No queremos hacer público ese dato hasta que su familia no haya sido informada.

– ¿Se sabe algo de su pasado?

– Según he podido saber esta misma mañana, ha trabajado como jurista comercial y auditor financiero. Hace quince años que está jubilado. La investigación sigue abierta pero, como ustedes comprenderán por las cartas que ha enviado, se trata de una tragedia que tal vez podría haberse evitado si la sociedad hubiese estado más alerta.

– ¿Ha amenazado a otras personas?

– Según la información de la que dispongo, sí, pero desconozco los detalles.

– ¿Qué supone todo esto para el caso de Lisbeth Salander?

– De momento nada. Contamos con la declaración que Karl Axel Bodin les hizo a los policías que lo interrogaron y tenemos numerosas pruebas forenses contra ella.

– ¿Y qué hay de cierto en que Bodin intentara matar a su hija?

– Está siendo objeto de una investigación, pero es verdad que existen fundadas sospechas para creer que haya sido así. De la situación actual podemos deducir que se trata de una serie de profundos conflictos en el seno de una familia trágicamente resquebrajada.

Henry Cortez parecía pensativo. Se rascó la oreja. Advirtió que sus colegas lo apuntaban todo con una actitud tan febril como la suya.


Gunnar Björck sintió un pánico más bien maníaco cuando supo de los disparos producidos en el hospital de Sahlgrenska. Tenía unos terribles dolores de espalda.

Al principio se quedó indeciso durante más de una hora. Luego cogió el teléfono e intentó hablar con su antiguo protector Evert Gullberg, de Laholm. Nadie respondió.

Escuchó las noticias y así se enteró de lo dicho en la rueda de prensa de la policía. Zalachenko había sido asesinado por un fanático de la justicia de setenta y ocho años.

«¡Dios mío! Setenta y ocho años.»

Intentó nuevamente, sin ningún éxito, ponerse en contacto con Evert Gullberg.

El pánico y la angustia acabaron apoderándose de él. No era capaz de quedarse en esa casa de Smådalarö que le habían dejado. Se sentía acorralado y expuesto. Necesitaba tiempo para pensar. Preparó una bolsa con ropa, medicamentos para el dolor y útiles de aseo. No quería usar su teléfono, así que, cojeando, se acercó hasta la cabina que había junto a la tienda de ultramarinos y llamó a Landsort para reservar una habitación en la vieja torre del práctico, que había sido convertida en hotel. Landsort estaba en el fin del mundo; nadie lo buscaría allí. Reservó dos semanas.

Consultó su reloj; si quería coger el último ferri, ya podía darse prisa. Así que volvió a casa a toda la velocidad que su dolorida espalda le permitió. Fue derecho a la cocina y se aseguró de que la cafetera eléctrica estaba apagada. Luego se dirigió a la entrada para coger la bolsa. Al pasar por delante del salón echó un vistazo casual a su interior y se detuvo asombrado.

Al principio no entendió lo que estaba viendo.

De algún misterioso modo, la lámpara del techo había sido quitada y colocada sobre la mesa que había junto al sofá. Del gancho del techo pendía, en su lugar, una cuerda situada justo encima de un taburete que solía estar en la cocina.

Björck se quedó mirando la soga sin comprender nada en absoluto.

Luego oyó un movimiento a sus espaldas y sintió cómo le flaqueaban las piernas.

Se dio lentamente la vuelta.

Eran dos hombres de unos treinta y cinco años. Advirtió que tenían un aspecto mediterráneo. No le dio tiempo a reaccionar; lo cogieron por las axilas y lo arrastraron hacia atrás hasta el taburete. Al intentar oponer resistencia, el dolor le atravesó la espalda como un cuchillo. Ya estaba prácticamente paralizado cuando advirtió que lo levantaban y lo subían al taburete.


A Jonas Sandberg lo acompañaba un hombre de cuarenta y nueve años apodado Falun, que en su juventud había sido un ladrón profesional y que luego se recicló y se hizo cerrajero. En 1986, la Sección -en concreto, Hans von Rottinger- lo contrató para realizar una operación que consistía en forzar las puertas de la casa del líder de una organización anarquista. Luego fue contratado esporádicamente hasta mediados de los años noventa, cuando ese tipo de operaciones empezó a ser cada vez menos frecuente. Fue Fredrik Clinton quien, a primera hora de la mañana, reavivó esa relación contratando a Falun para una misión. Éste se llevaría diez mil coronas, libres de impuestos, por un trabajo de apenas diez minutos. A cambio, se comprometió a no robar nada del piso que era objeto de la operación; la Sección, a pesar de todo, no se dedicaba a actividades delictivas.

Falun no sabía exactamente a quién representaba Clinton, pero suponía que tenía algo que ver con lo militar. Había leído a Jan Guillou. No hizo preguntas. Sin embargo, después de tantos años de silencio por parte del arrendatario de sus servicios, se sentía bien pudiendo volver a la acción.

Su trabajo consistiría en abrir una puerta. Era experto en forzar puertas, pero, aunque llevaba una pistola de cerrajería, le costó cinco minutos forzar las cerraduras de la puerta del apartamento de Mikael Blomkvist. Luego Falun esperó en la escalera mientras Jonas Sandberg atravesaba el umbral.

– Estoy dentro -dijo Sandberg a través de su manos libres.

– Bien -contestó Fredrik Clinton-. Estate tranquilo y ten cuidado. Descríbeme lo que ves.

– Me encuentro en el vestíbulo. A la derecha hay un armario y un estante para sombreros, y a la izquierda un cuarto de baño. El resto del piso está conformado por un solo espacio de unos cincuenta metros cuadrados. Hay una pequeña cocina americana a la derecha.

– ¿Alguna mesa de trabajo o…?

– Parece ser que trabaja en la mesa de la cocina o en el sofá… Espera.

Clinton aguardó.

– Sí. Hay una carpeta en la mesa de la cocina con el informe de Björck. Parece el original.

– Bien. ¿Hay alguna otra cosa interesante en la mesa?

– Libros. Las memorias de P. G. Vinge. Lucha por el poder de la Säpo, de Erik Magnusson. Una media docena de libros sobre ese mismo tema.

– ¿Algún ordenador?

– No.

– ¿Algún armario de seguridad?

– No… no veo ninguno.

– Vale. Tómate tu tiempo. Repasa metro a metro el apartamento. Mårtensson me acaba de informar de que Blomkvist continúa en la redacción. Llevas guantes, ¿no?

– Por supuesto.


Marcus Erlander pudo conversar un rato con Annika Giannini cuando ninguno de los dos estaba ocupado hablando por el móvil. Entró en la habitación de Lisbeth Salander, le dio la mano y se presentó. Luego saludó a Lisbeth y le preguntó cómo se sentía. Lisbeth Salander no dijo nada. Marcus se dirigió a Annika Giannini.

– Si me lo permites, me gustaría hacerte unas preguntas.

– Vale.

– ¿Puedes contarme lo que pasó?

Annika Giannini describió lo que había vivido y cómo había actuado hasta que se atrincheró en el baño con Lisbeth. Erlander pareció pensativo. Miró de reojo a Lisbeth Salander y luego nuevamente a su abogada.

– Entonces, ¿crees que se acercó a esta habitación?

– Lo oí intentando bajar la manivela.

– ¿Estás segura de eso? Es fácil imaginarse cosas cuando uno está asustado o alterado.

– Lo oí. Y él me vio. Me apuntó con el arma.

– ¿Crees que intentó dispararte a ti también?

– No lo sé. Metí la cabeza para dentro y bloqueé la puerta.

– Muy bien hecho. Y mucho mejor que te llevaras a tu clienta al cuarto de baño. Esta puerta es tan fina que, si hubiese disparado, lo más seguro es que las balas la hubiesen agujereado sin ningún problema. Lo que intento comprender es si iba a por ti por ser quien eres o si sólo reaccionó así porque tú lo miraste. Tú eras la persona que estaba más cerca de él en el pasillo.

– Cierto.

– ¿Te dio la sensación de que te conocía o de que, tal vez, te reconoció?

– No, no creo.

– ¿Es posible que te reconociera de la prensa? Has aparecido en relación con varios casos conocidos.

– Tal vez. Pero no sabría decírtelo.

– ¿Y era la primera vez que lo veías?

– Bueno, subimos juntos en el ascensor.

– No lo sabía. ¿Hablasteis?

– No. Lo miraría medio segundo como mucho. Llevaba un ramo de flores en una mano y un maletín en la otra.

– ¿Os cruzasteis las miradas?

– No. El miraba al frente.

– ¿Entró antes o después que tú?

Annika hizo memoria.

– Creo que entramos más o menos a la vez.

– ¿Parecía desconcertado o…?

– No. Estaba allí quieto con sus flores.

– ¿Y luego qué pasó?

– Salí del ascensor. Él salió al mismo tiempo y yo entré a ver a mi clienta.

– ¿Viniste directamente hacia aquí?

– Sí… No. Bueno, me acerqué a la recepción y me identifiqué, porque el fiscal ha prohibido que mi clienta reciba visitas.

– ¿Y dónde se hallaba el hombre en ese momento?

Annika Giannini dudó.

– No estoy del todo segura. Supongo que me siguió. Sí, espera… Salió del ascensor justo antes que yo, pero luego se detuvo y me sostuvo la puerta. No puedo jurarlo, pero creo que también se dirigió a la recepción. Lo que pasa es que yo caminaba más rápidamente que él.

«Un jubilado asesino muy educado», pensó Erlander.

– Sí, él también estuvo en la recepción -reconoció Erlander-. Habló con la enfermera y le dejó el ramo de flores. ¿Eso no lo viste?

– No. No recuerdo nada de eso.

Marcus Erlander reflexionó un instante, pero no se le ocurrió ninguna pregunta más. Una sensación de frustración le reconcomía por dentro. No era la primera vez: ya la conocía y había aprendido a interpretarla como una llamada de su instinto.

El asesino había sido identificado como Evert Gullberg, de setenta y ocho años, ex auditor financiero y tal vez asesor empresarial y jurista fiscal. Un señor de avanzada edad. Un hombre sobre el que hacía poco tiempo que la Säpo había iniciado una investigación porque era un loco que escribía cartas amenazadoras a gente famosa.

Su experiencia policial le había demostrado que existía una gran cantidad de locos, personas patológicamente obsesionadas que perseguían a los famosos y que buscaban amor instalándose en cualquier pinar situado ante el chalet de la estrella de turno. Y cuando ese amor no era correspondido, podía convertirse de inmediato en un implacable odio. Había stalkers que venían desde Alemania o Italia para cortejar a una cantante de veintiún años de un conocido grupo de pop y que luego se enfadaban porque ella no quería iniciar una relación con ellos. Había fanáticos de la justicia que se comían el coco con injusticias reales o ficticias y que podían actuar de una forma bastante amenazadora. Había auténticos psicópatas y obsesionados seguidores de teorías conspirativas que tenían la capacidad de ver mensajes ocultos que pasaban desapercibidos para el resto de los mortales.

Tampoco faltaban ejemplos de cómo alguno de estos chalados podía pasar de la fantasía a la acción. ¿Acaso el asesinato de Anna Lindh no fue cometido por el impulso sufrido por una persona así? Tal vez sí. O tal vez no.

Pero al inspector Marcus Erlander no le gustaba en absoluto la idea de que un enfermo mental, ex jurista fiscal o lo que coño fuera, hubiera podido colarse en el hospital de Sahlgrenska con un ramo de flores en una mano y una pistola en la otra para ejecutar a una persona que, de momento, estaba siendo objeto de una amplia investigación policial: la suya. Un hombre que en los registros oficiales figuraba como Karl Axel Bodin pero que, según Mikael Blomkvist, se llamaba Zalachenko y era un maldito agente ruso desertor, además de un asesino.

En el mejor de los casos, Zalachenko no era más que un testigo y, en el peor, un criminal implicado en una cadena de asesinatos. Erlander había tenido ocasión de someterlo a dos breves interrogatorios y en ninguno de ellos creyó, ni por un segundo, en la autoproclamación de inocencia de Zalachenko.

Y el asesino de Zalachenko había manifestado su interés por Lisbeth Salander o, al menos, por su abogada. Había intentado entrar en su habitación.

Y luego intentó suicidarse pegándose un tiro en la cabeza. Según los médicos, su estado era tan malo que lo más probable era que lo hubiese conseguido, aunque su cuerpo aún no se había dado cuenta de que ya era hora de apagarse. Había razones para suponer que Evert Gullberg jamás comparecería ante un juez.

A Marcus Erlander no le gustaba la situación. Nada de nada. Pero no tenía pruebas de que el disparo de Gullberg fuera una cosa distinta de lo que daba la impresión de ser. En cualquier caso decidió jugar sobre seguro. Miró a Annika Giannini.

– He decidido trasladar a Lisbeth Salander a otra habitación. Hay una en el pequeño pasillo que queda a la derecha de la recepción que, desde el punto de vista de la seguridad, es mucho mejor que ésta. Se ve desde la recepción y desde la habitación de las enfermeras. Tendrá prohibidas todas las visitas salvo la tuya. Nadie podrá entrar sin permiso, excepto si se trata de médicos o enfermeras conocidos del hospital. Y yo me aseguraré de que esté vigilada las veinticuatro horas del día.

– ¿Crees que se encuentra en peligro?

– No hay nada que así me lo indique. Pero en este caso no quiero correr riesgos.

Lisbeth Salander escuchaba atentamente la conversación que mantenía su abogada con su adversario policial. Le impresionó que Annika Giannini contestara de manera tan exacta, tan lúcida y con tanta profusión de detalies. Pero más impresionada aún la había dejado lo fría que la abogada había mantenido la cabeza en esa situación de estrés que acababan de vivir.

En otro orden de cosas, padecía un descomunal dolor de cabeza desde que Annika la sacara de un tirón de la cama y se la llevase al cuarto de baño. Instintivamente deseaba tener la menor relación posible con el personal. No le gustaba verse obligada a pedir ayuda o mostrar signos de debilidad. Pero el dolor de cabeza resultaba tan implacable que le costaba pensar con lucidez. Alargó la mano y llamó a una enfermera.


Annika Giannini había planificado la visita a Gotemburgo como el prólogo de un trabajo de larga duración. Había previsto conocer a Lisbeth Salander, enterarse de su verdadero estado y hacer un primer borrador de la estrategia que ella y Mikael Blomkvist habían ideado para el futuro proceso judicial. En un principio pensó en regresar a Estocolmo esa misma tarde, pero los dramáticos acontecimientos de Sahlgrenska le impidieron mantener una conversación con Lisbeth Salander. El estado de su clienta era bastante peor de lo que Annika había pensado cuando los médicos lo calificaron de estable. También tenía un intenso dolor de cabeza y una fiebre muy alta, lo que indujo a una médica llamada Helena Endrin a prescribirle un fuerte analgésico, antibióticos y descanso. De modo que, en cuanto su clienta fue trasladada a una nueva habitación y un agente de policía se apostó delante de la puerta, echaron de allí a la abogada.

Annika murmuró algo y miró el reloj, que marcaba las cuatro y media. Dudó. Podía volver a Estocolmo para, con toda probabilidad, tener que regresar a la mañana siguiente. O podía pasar la noche en Gotemburgo y arriesgarse a que su clienta se encontrara demasiado enferma y no se hallara en condiciones de aguantar otra visita al día siguiente. No había reservado ninguna habitación; a pesar de todo, ella era una abogada de bajo presupuesto que representaba a mujeres sin grandes recursos económicos, así que solía evitar cargar sus honorarios con caras facturas de hotel. Primero llamó a casa y luego a Lillian Josefsson, colega y miembro de la Red de mujeres y antigua compañera de facultad. Llevaban dos años sin verse y charlaron un rato antes de que Annika le comentara el verdadero motivo de su llamada.

– Estoy en Gotemburgo -dijo Annika-. Había pensado volver a casa esta misma noche, pero han pasado unas cuantas cosas que me obligan a quedarme un día más. ¿Puedo aprovecharme de ti y pedirte que me acojas esta noche?

– ¡Qué bien! Sí, por favor, aprovéchate. Hace un siglo que no nos vemos.

– ¿Te supone mucha molestia?

– No, claro que no. Me he mudado. Ahora vivo en una bocacalle de Linnégatan. Tengo un cuarto de invitados. Además, podríamos salir a tomar algo por ahí y reírnos un poco.

– Si es que me quedan fuerzas -dijo Annika-. ¿A qué hora te va bien?

Quedaron en que Annika se pasaría por su casa sobre las seis.

Annika cogió el autobús hasta Linnégatan y pasó la siguiente hora en un restaurante griego. Estaba hambrienta, así que pidió una brocheta con ensalada. Se quedó meditando un largo rato sobre los acontecimientos de la jornada. A pesar de que el nivel de adrenalina ya le había bajado, se encontraba algo nerviosa, pero estaba satisfecha consigo misma: en los momentos de peligro había actuado sin dudar, con eficacia y manteniendo la calma. Había tomado las mejores decisiones sin ni siquiera ser consciente de ello. Resultaba reconfortante saber eso de sí misma.

Un momento después, sacó su agenda Filofax del maletín y la abrió por la parte de las notas. Leyó concentrada. Tenía serias dudas sobre lo que le había explicado su hermano; en su momento le pareció todo muy lógico, pero en realidad el plan presentaba no pocas fisuras. Aunque ella no pensaba echarse atrás.

A las seis pagó y se fue caminando hasta la vivienda de Lillian Josefsson, en Olivedalsgatan. Marcó el código de la puerta de entrada que su amiga le había dado. Entró en el portal y al empezar a buscar el ascensor alguien la atacó. Apareció como un relámpago en medio de un cielo claro. Nada le hizo presagiar lo que le iba a pasar cuando fue directa y brutalmente lanzada contra la pared de ladrillo en la que acabó estampándose la frente. Sintió un fulminante dolor.

A continuación oyó alejarse unos apresurados pasos y, acto seguido, cómo se abría y se cerraba la puerta de la entrada. Se puso de pie, se palpó la frente y se descubrió sangre en la palma de la mano. ¿Qué coño…? Desconcertada, miró a su alrededor y luego salió a la calle. Apenas si pudo percibir la espalda de una persona que doblaba la esquina de Sveaplan. Se quedó perpleja, completamente parada en medio de la calle durante más de un minuto.

Después se dio cuenta de que su maletín no estaba y de que se lo acababan de robar. Su mente tardó unos cuantos segundos en caer en la cuenta de lo que aquello significaba. No. La carpeta de Zalachenko. Recibió un shocks que se apoderó de su cuerpo desde el estómago y dio unos dubitativos pasos tras el fugitivo ladrón. Se detuvo casi al instante. No merecía la pena; él ya estaría muy lejos.

Se sentó lentamente en el bordillo de la acera.

Luego se puso en pie de un salto y comenzó a hurgarse el bolsillo de la americana. La agenda. Gracias a Dios. Antes de salir del restaurante la había metido allí en vez de hacerlo en el maletín. Contenía, punto por punto, la estrategia que iba a seguir en el caso Lisbeth Salander.

Volvió corriendo al portal y marcó el código de nuevo. Entró, subió corriendo por las escaleras hasta el cuarto piso y aporreó la puerta de Lillian Josefsson.


Eran ya casi las seis y media cuando Annika se sintió lo bastante repuesta del susto como para llamar a Mikael Blomkvist. Tenía un ojo morado y un corte en la ceja que no cesaba de sangrar. Lillian Josefsson se lo había limpiado con alcohol y le había puesto una tirita. No, Annika no quería ir a un hospital. Sí, le gustaría mucho tomar una taza de té. Fue entonces cuando volvió a pensar de manera racional. Lo primero que hizo fue telefonear a su hermano.

Mikael Blomkvist todavía se hallaba en la redacción de Millennium, junto a Henry Cortez y Malin Eriksson, recabando información sobre el asesino de Zalachenko. Con creciente estupefacción, escuchó lo que le acababa de ocurrir a Annika.

– ¿Estás bien? -preguntó.

– Un ojo morado. Estaré bien cuando haya conseguido tranquilizarme.

– ¿Un puto robo?

– Se llevaron mi maletín con la carpeta de Zalachenko que me diste. Me he quedado sin ella.

– No te preocupes, te haré otra copia.

Se calló repentinamente y al instante sintió que se le ponía el vello de punta. Primero Zalachenko. Ahora Annika.

– Annika… luego te llamo.

Cerró el iBook, lo introdujo en su bandolera y sin mediar palabra abandonó a toda pastilla la redacción. Fue corriendo hasta Bellmansgatan y subió por las escaleras.

La puerta estaba cerrada con llave.

Nada más entrar en el piso, se percató de que la carpeta azul que había dejado sobre la mesa de la cocina ya no se encontraba allí. No se molestó en intentar buscarla: sabía perfectamente dónde estaba cuando salió de casa. Se dejó caer lentamente en una silla junto a la mesa de la cocina mientras los pensamientos no paraban de darle vueltas en la cabeza.

Alguien había entrado en su casa. Alguien estaba borrando las huellas de Zalachenko.

Tanto la suya como la copia de Annika habían desaparecido.

Bublanski todavía tenía el informe.

¿O no?

Mikael se levantó y se acercó al teléfono, pero al poner la mano en el auricular se detuvo. Alguien había estado en su casa. De repente, se quedó mirando el aparato con la mayor de las sospechas y, tras buscar en el bolsillo de la americana, sacó su móvil. Se quedó parado con él en la mano.

¿Les resultaría fácil pincharlo?

Lo dejó junto al teléfono fijo y miró a su alrededor.

«Son profesionales.» ¿Les supondría mucho esfuerzo meter micrófonos ocultos en una casa?

Volvió a sentarse en la mesa de la cocina.

Miró la bandolera de su iBook.

¿Tendrían mucha dificultad en acceder a su correo electrónico? Lisbeth Salander lo hacía en cinco minutos.


Meditó un largo rato antes de volver al teléfono y llamar a su hermana a Gotemburgo. Tuvo mucho cuidado en emplear las palabras exactas.

– Hola… ¿Cómo estás?

– Estoy bien, Micke.

– Cuéntame lo que pasó desde que llegaste al Sahlgrenska hasta que te robaron.

Tardó diez minutos en dar cumplida cuenta de su jornada. Mikael no comentó las implicaciones de lo que ella le contaba, pero fue insertando preguntas hasta que se quedó satisfecho. Mientras representaba el papel de hermano preocupado, su cerebro estaba en marcha en una dimensión completamente distinta reconstruyendo los puntos de referencia.

A las cuatro y media de la tarde Annika decidió quedarse en Gotemburgo y llamó por el móvil a una amiga que le dio una dirección y el código del portal. A las seis en punto el atracador ya la estaba esperando en la escalera.

El móvil de su hermana estaba pinchado. Era la única explicación posible.

Lo cual, por consiguiente, significaba que él también estaba siendo escuchado.

Suponer cualquier otra cosa habría sido estúpido.

– Pero se han llevado la carpeta de Zalachenko -repitió Annika.

Mikael dudó un momento. Quien hubiera robado la carpeta ya sabía que la habían robado. Resultaba natural contárselo a Annika Giannini por teléfono.

– Y también la mía -dijo.

– ¿Qué?

Le explicó que fue corriendo a casa y que, al entrar, la carpeta azul ya había desaparecido de la mesa de la cocina.

– Bueno… -dijo Mikael con voz sombría-. Es una verdadera catástrofe. La carpeta de Zalachenko ya no está. Era la parte de más peso de las pruebas.

– Micke… Lo siento.

– Yo también -dijo Mikael-. ¡Mierda! Pero no es culpa tuya. Debería haber hecho pública la carpeta el mismo día en que la encontré.

– ¿Y qué vamos a hacer ahora?

– No lo sé. Es lo peor que nos podía pasar. Esto da al traste con nuestro plan. Ahora ya no tenemos la más mínima prueba ni contra Björck ni contra Teleborian.

Hablaron durante dos minutos más antes de que Mikael terminara la conversación.

– Quiero que mañana mismo regreses a Estocolmo -dijo.

– Sorry. Tengo que ver a Salander.

– Ve a verla por la mañana. Vente por la tarde. Tenemos que sentarnos y reflexionar sobre lo que vamos a hacer.


Nada más colgar, Mikael se quedó inmóvil sentado en el sofá y mirando al vacío. Luego, una creciente sonrisa se fue dibujando en su rostro. Quien hubiera escuchado esa conversación sabía ahora que Millennium había perdido el informe de Gunnar Björck de 1991 y la correspondencia mantenida entre Björck y el loquero Peter Teleborian. Sabía que Mikael y Annika estaban desesperados.

Si algo había aprendido Mikael al estudiar la noche anterior la historia de la policía de seguridad, era que la desinformación constituía la base de todo espionaje. Y él acababa de difundir una desinformación que, a largo plazo, podría llegar a ser de incalculable valor.

Abrió el maletín de su portátil y sacó la copia que le había hecho a Dragan Armanskij pero que todavía no había tenido tiempo de entregarle. Era el único ejemplar que quedaba. No pensaba deshacerse de él. Todo lo contrario: tenía la intención de hacer cinco copias de inmediato y distribuirlas adecuadamente para ponerlas a salvo.

Luego consultó su reloj y llamó a la redacción de Millennium. Malin Eriksson estaba todavía allí, aunque a punto de cerrar.

– ¿Por qué te fuiste con tanta prisa?

– ¿Podrías quedarte un ratito más, por favor? Ahora mismo voy para allá; hay un tema que quiero tratar contigo antes de que te vayas.

Llevaba unas cuantas semanas sin poner una lavadora. Todas sus camisas estaban en la cesta de la ropa sucia. Cogió su maquinilla de afeitar y Lucha por el poder de la Säpo, así como el único ejemplar que quedaba del informe de Björck. Caminó hasta Dressman, donde compró cuatro camisas, dos pantalones y diez calzoncillos que se llevó a la redacción. Se dio una ducha rápida mientras Malin Eriksson esperaba y se preguntaba de qué iba todo aquello.

– Alguien ha entrado en mi casa y ha robado el informe de Zalachenko. Han atacado a Annika en Gotemburgo y le han robado su ejemplar. Tengo pruebas de que su teléfono está pinchado, lo que tal vez quiera decir que el mío, posiblemente el tuyo y quizá todos los teléfonos de Millennium estén también pinchados. Y sospecho que si alguien se ha tomado la molestia de entrar en mi casa, sería muy estúpido por su parte no aprovechar la ocasión y colocarme unos cuantos micrófonos.

– Vaya -dijo Malin Eriksson con una tenue voz. Miró de reojo su móvil, que estaba en la mesa que tenía ante ella.

– Tú sigue trabajando como de costumbre. Utiliza el móvil pero no reveles nada importante. Mañana pondremos al corriente a Henry Cortez.

– Vale. Se fue hace una hora. Dejó una pila de informes de comisiones estatales sobre tu mesa. Bueno, ¿y tú qué haces aquí?…

– Pienso quedarme a dormir en Millennium esta noche. Si hoy han matado a Zalachenko, robado los informes y pinchado el teléfono de mi casa, el riesgo de que no hayan hecho más que ponerse en marcha y de que, simplemente, todavía no hayan tenido tiempo de entrar en la redacción es bastante grande. Aquí ha habido gente todo el día. No quiero que la redacción se quede vacía durante la noche.

– Crees que el asesinato de Zalachenko… Pero el asesino era un viejo caso psiquiátrico de setenta y ocho años.

– No creo ni por un segundo en una casualidad así. Alguien está borrando las huellas de Zalachenko. Me importa una mierda quién fuera ese viejo y la cantidad de cartas locas que les haya podido escribir a los ministros. Era una especie de asesino a sueldo. Llegó allí con el objetivo de matar a Zalachenko… y tal vez a Lisbeth Salander.

– Pero se suicidó; o, al menos, lo intentó. ¿Qué sicario hace algo así?

Mikael reflexionó un instante. Su mirada se cruzó con la de la redactora jefe.

– Una persona que tiene setenta y ocho años y que quizá no tenga nada que perder. Está implicado en todo esto y cuando terminemos de investigar vamos a poder demostrarlo.

Malin Eriksson contempló con atención la cara de Mikael. Nunca lo había visto tan fríamente firme y decidido. De repente, un escalofrío le recorrió el cuerpo. Mikael vio su reacción.

– Otra cosa: ahora ya no estamos metidos en una simple pelea con una pandilla de delincuentes, sino con una autoridad estatal. Esto va a ser duro.

Malin asintió con la cabeza.

– Jamás me habría imaginado que esto pudiera llegar tan lejos. Malin: si quieres abandonar, no tienes más que decírmelo.

Ella dudó un momento. Se preguntó qué habría contestado Erika Berger. Luego negó con la cabeza con cierto aire de desafío.

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