SEGUNDA PARTE: Hacker Republic

Del 1 al 22 de mayo

Una ley irlandesa del año 697 prohibe que las mujeres sean militares, lo que da a entender que, antes de ese año, las mujeres fueron militares. Los pueblos que en distintos momentos de la historia han tenido mujeres soldado son, entre otros, los árabes, los bereberes, los kurdos, los rajputas, los chinos, los filipinos, los maoríes, los papuas, los aborígenes australianos y los micronesios, así como los indios americanos.

Hay una rica flora de leyendas sobre las temibles guerreras de la Grecia antigua: historias que hablan de mujeres que, desde su más tierna infancia, fueron entrenadas en el arte de la guerra y el manejo de las armas, así como adiestradas para soportar toda clase de sufrimientos físicos. Vivían separadas de los hombres y se fueron a la guerra con sus propios regimientos. Los relatos contienen a menudo pasajes en los que se insinúa que vencieron a los hombres en el campo de batalla. Las amazonas son mencionadas en la literatura griega en obras como la Ilíada de Homero, escrita más de setecientos años antes de Cristo.

También fueron los griegos los que acuñaron el término amazona. La palabra significa literalmente «sin pecho» porque, con el objetivo de que a las mujeres les resultara más fácil tensar el arco, les quitaban el pecho derecho. Aunque parece ser que dos de los médicos griegos más importantes de la historia, Hipócrates y Galeno, estaban de acuerdo en que ese tipo de operación aumentaba la capacidad de usar armas, resulta dudoso que, en efecto, se les practicara. La palabra encierra una duda lingüística implícita, pues no queda del todo claro que el prefijo «a» de «amazona» signifique en realidad «sin»; incluso se ha llegado a sugerir que su verdadero significado sea el opuesto: que una amazona fuera una mujer con pechos particularmente grandes. Tampoco existe en ningún museo ni un solo ejemplo de imagen, amuleto o estatua que represente a una mujer sin el pecho derecho, cosa que, en el caso de que la leyenda sobre la extirpación del pecho hubiese sido cierta, debería haber sido un motivo más que frecuente de representación artística.


Capítulo 8 Domingo, 1 de mayo – Lunes, 2 de mayo

Erika Berger inspiró profundamente antes de abrir la puerta del ascensor y entrar en la redacción del Svenska Morgon-Posten. Eran las diez y cuarto de la mañana. Iba impecable: unos pantalones negros, un jersey rojo y una americana oscura. Había amanecido un primer día de mayo espléndido y, al atravesar la ciudad, advirtió que los integrantes del movimiento obrero ya se estaban reuniendo, lo que la llevó a pensar que ya hacía más de veinte años que ella no participaba en ninguna manifestación.

Permaneció un momento ante las puertas del ascensor, completamente sola y fuera de la vista de todo el mundo. El primer día en su nuevo trabajo. Desde su puesto, junto a la entrada, se divisaba una gran parte de la redacción, con el mostrador de noticias en el centro. Alzó un poco la mirada y vio las puertas de cristal del despacho del redactor jefe que, durante los próximos años, sería su lugar de trabajo.

No estaba del todo convencida de ser la persona más adecuada para dirigir esa amorfa organización que el Svenska Morgon-Posten constituía. Cambiar de Millennium -que tan sólo contaba con cinco empleados- a un periódico compuesto por ochenta periodistas y otras noventa personas más entre administrativos, personal técnico, maquetadores, fotógrafos, vendedores de anuncios, distribución y todo lo que se necesita para editar un periódico, suponía dar un paso de gigante. A eso había que añadirle una editorial, una productora y una sociedad de gestión. En total, unas doscientas treinta personas.

Se preguntó por un breve instante si todo aquello no sería un enorme error.

Luego la mayor de las dos recepcionistas, al percatarse de quién era la recién llegada a la redacción, salió de detrás del mostrador y le estrechó la mano.

– Señora Berger. Bienvenida al SMP.

– Llámame Erika. Hola.

– Beatrice. Bienvenida. Te acompañaré al despacho del redactor jefe Morander… Bueno, del antiguo redactor jefe, quiero decir.

– Muy amable, pero ya lo estoy viendo en esa jaula de cristal -dijo Erika, sonriendo-. Creo que encontraré el camino. De todos modos, muchas gracias por tu amabilidad.

Al cruzar la redacción a paso ligero advirtió que el murmullo de la redacción se reducía un poco. De repente sintió que todas las miradas se concentraban en ella. Se detuvo ante el mostrador central de noticias y saludó con un movimiento de cabeza.

– Luego tendremos ocasión de saludarnos como es debido -dijo para continuar caminando y llamar al marco de la puerta de cristal.

El redactor jefe Håkan Morander, que pronto dejaría su cargo, tenía cincuenta y nueve años, doce de los cuales los había pasado en ese cubo de cristal de la redacción del SMP. Al igual que Erika Berger, venía de otro periódico y, en su día, fue contratado a dedo; de modo que ya había dado ese mismo primer paseo que ella acababa de dar. Al alzar la vista la contempló algo desconcertado, consultó su reloj y se levantó.

– Hola, Erika -saludó-. Creía que empezabas el lunes.

– No podía aguantar ni un día más en casa. Así que aquí estoy.

Morander le estrechó la mano.

– Bienvenida. ¡Qué bien que alguien me releve, joder!

– ¿Cómo estás? -preguntó Erika.

Se encogió de hombros en el mismo momento en que Beatrice, la recepcionista, entraba con café y leche.

– Es como si ya funcionara a medio gas. La verdad es que prefiero no hablar de eso. Uno va por la vida sintiéndose joven e inmortal y luego, de repente, te dicen que te queda muy poco tiempo. Y si hay una cosa que tengo clara, es que no pienso malgastar lo que me quede en esta jaula de cristal.

Se frotó inconscientemente el pecho. Tenía problemas cardiovasculares: la razón de su repentina dimisión y de que Erika empezara varios meses antes de lo que en un principio se había previsto.

Erika se dio la vuelta y abarcó toda la redacción con la mirada. Estaba medio vacía. Vio a un reportero y a un fotógrafo de camino al ascensor dispuestos a cubrir -supuso ella- la manifestación del uno de mayo.

– Si molesto o si estás ocupado, dímelo y me voy.

– Lo único que tengo que hacer hoy es redactar un editorial de cuatro mil quinientos caracteres sobre las manifestaciones del uno de mayo. He escrito ya tantos que podría hacerlo hasta durmiendo. Si los socialistas quieren ir a la guerra con Dinamarca, yo tengo que explicar por qué se equivocan. Y si los socialistas quieren evitar la guerra con Dinamarca, yo tengo que explicar por qué se equivocan.

– ¿Con Dinamarca? -preguntó Erika.

– Bueno, es que una parte del mensaje del uno de mayo debe tratar sobre el conflicto de la integración. Y ni que decir tiene que, digan lo que digan, los socialistas están muy equivocados.

De pronto, soltó una carcajada.

– Suena cínico -dijo ella.

– Bienvenida al SMP.

Erika no tenía ninguna opinión formada de antemano sobre el redactor jefe Håkan Morander. Para ella era un anónimo y poderoso hombre que pertenecía a la élite de los redactores jefe. Cuando leía sus editoriales, le resultaba aburrido, conservador y todo un experto a la hora de quejarse de los impuestos, el típico liberal apasionado defensor de la libertad de expresión, pero nunca había tenido ocasión de conocerlo en persona ni de hablar con él.

– Háblame del trabajo -dijo ella.

– Yo me iré el último día de junio. Trabajaremos al alimón durante dos meses. Descubrirás cosas positivas y cosas negativas. Yo soy un cínico, de manera que por regla general suelo ver tan sólo lo negativo.

Se levantó y se puso a su lado, junto al cristal.

– Descubrirás que ahí fuera te espera toda una serie de adversarios: jefes del turno de día y veteranos editores de textos que han creado sus propios y pequeños imperios y que son dueños de clubes de los que no puedes ser miembro. Intentarán tantear cuál es tu límite y colocar sus propios titulares y sus propios enfoques; vas a tener que actuar con mucha mano dura para hacerles frente.

Erika asintió.

– Luego están los jefes del turno de noche, Billinger y Karlsson… son un capítulo aparte. Se odian y, gracias a Dios, no hacen el mismo turno, pero se comportan como si fueran tanto los redactores jefe como los máximos responsables del periódico. Y tienes a Anders Holm, que es jefe de Noticias y con el que tendrás bastante relación. Seguro que os pelearéis unas cuantas veces. En realidad es él quien hace el SMP todos los días. Contarás con algunos reporteros que van de divos y otros que, para serte sincero, deberían jubilarse.

– ¿No hay ningún colaborador bueno?

De repente Morander se rió.

– Pues sí. Pero ya decidirás tú misma con quién quieres llevarte bien. Ahí fuera hay unos cuantos reporteros que son muy pero que muy buenos.

– ¿Y la dirección?

– El presidente de la junta directiva es Magnus Borgsjö. Fue él quien te reclutó. Es una persona encantadora, a caballo entre la vieja escuela y un aire renovador, pero, sobre todo, es quien manda. Hay otros miembros de la junta, algunos de ellos pertenecientes a la familia propietaria, que, más que otra cosa, parece que sólo están pasando el rato, y unos cuantos más que son miembros de varias juntas directivas y revolotean de un lado para otro y de reunión en reunión.

– Parece que no estás muy contento con la junta.

– Es que hay una clara división: tú publicas el periódico, ellos se encargan de la economía. No deben entrometerse en el contenido del periódico, pero siempre surgen situaciones comprometidas. Para serte sincero, Erika, esto te resultará muy duro.

– ¿Por qué?

– Desde los gloriosos días de los años sesenta, la tirada se ha visto reducida en casi ciento cincuenta mil ejemplares y el SMP empieza a acercarse a ese punto en el que no resulta rentable. Hemos reestructurado la empresa y hecho un recorte de más de ciento ochenta puestos de trabajo desde 1980. Hemos pasado al formato tabloide: algo que deberíamos haber hecho hace ya veinte años. El SMP sigue perteneciendo a los grandes periódicos, pero no falta mucho para que empiecen a considerarnos un periódico de segunda. Si es que no lo somos ya.

– Entonces, ¿por qué me han contratado? -preguntó Erika.

– Porque la edad media de los que leen el SMP es de más de cincuenta años y la incorporación de nuevos lectores de veinte años es prácticamente nula. El SMP tiene que renovarse. Y la idea de la junta era la de fichar a la redactora jefe más insospechada que se pudiera imaginar.

– ¿A una mujer?

– No sólo a una mujer, sino a la mujer que acabó con el imperio Wennerström, considerada la reina del periodismo de investigación y con fama de ser más dura que ninguna otra. Resultaba irresistible. Si tú no eres capaz de darle un nuevo aire al periódico, nadie podrá hacerlo. El SMP no ha contratado tanto a Erika Berger como a su reputación.


Eran poco más de las dos de la tarde cuando Mikael Blomkvist dejó el café Copacabana, situado junto al Kvartersbion de Hornstull. Se puso las gafas de sol y, al torcer por Bergsunds Strand para dirigirse al metro, descubrió casi inmediatamente un Volvo gris aparcado en la esquina. Pasó ante él sin aminorar el paso y constató que se trataba de la misma matrícula y que el coche estaba vacío.

Era la séptima vez que lo veía en los últimos cuatro días. No sabría decir si hacía mucho tiempo que el vehículo andaba rondando por allí, pues el hecho de que hubiese advertido su presencia había sido fruto de la más pura casualidad. La primera vez que reparó en él fue el miércoles por la mañana, cuando, de camino a la redacción de Millennium, lo vio aparcado cerca de su domicilio de Bellmansgatan. Se fijó por casualidad en la matrícula, que empezaba con las letras KAB, y reaccionó porque ése era el nombre de la empresa de Alexander Zalachenko: Karl Axel Bodin. Probablemente no habría reflexionado más sobre el tema si no hubiera sido porque, tan sólo unas cuantas horas después, vio ese mismo coche cuando comió con Henry Cortez y Malin Eriksson en Medborgarplatsen. En esa ocasión el Volvo se hallaba aparcado en una calle perpendicular a la redacción de Millennium.

Se preguntó si no se estaría convirtiendo en un paranoico, pero poco después visitó a Holger Palmgren en la residencia de Ersta y el Volvo gris estaba en el aparcamiento reservado para las visitas. Demasiada casualidad. Mikael Blomkvist empezó a mantener la vigilancia a su alrededor. No se sorprendió cuando, a la mañana siguiente, lo volvió a descubrir.

En ninguna de las ocasiones pudo ver a su conductor. Una llamada al registro de coches, sin embargo, le informó de que el turismo figuraba registrado a nombre de un tal Göran Mårtensson, de cuarenta años y domiciliado en Vittangigatan, Vällingby. Siguió investigando y descubrió que Göran Mårtensson poseía el título de consultor empresarial y que era el propietario de una sociedad domiciliada en un apartado postal de Fleminggatan, en Kungsholmen. Mårtensson tenía un interesante curriculum. En 1983, cuando contaba dieciocho años, hizo el servicio militar en la unidad especial de defensa costera y luego continuó como profesional en las Fuerzas Armadas. Ascendió a teniente y en 1989 se despidió y recondujo su carrera ingresando en la Academia de policía de Solna. Entre 1991 y 1996 trabajó en la policía de Estocolmo. En 1997 desapareció del servicio y en 1999 registró su propia empresa.

Conclusión: la Säpo.

Mikael se mordió el labio inferior. Un periodista de investigación podría volverse paranoico con bastante menos. Mikael llegó a la conclusión de que se hallaba bajo una discreta vigilancia, pero que ésta se efectuaba con tanta torpeza que se había dado cuenta.

O a lo mejor no era tan torpe: la única razón por la que se había percatado de la existencia del coche residía en esa matrícula que, por casualidad, llamó su atención porque encerraba un significado para él. Si no hubiese sido por KAB, ni siquiera se habría dignado a mirar el coche.

Durante toda la jornada del viernes, KAB brilló por su ausencia. Mikael no estaba del todo seguro, pero ese día creía haber sido seguido por un Audi rojo, aunque no consiguió ver la matrícula. El sábado, sin embargo, el Volvo volvió a aparecer.


Justo veinte segundos después de que Mikael Blomkvist abandonara el café Copacabana, Christer Malm, apostado en la sombra de la terraza del café Rosso, al otro lado de la calle, cogió su Nikon digital y sacó una serie de doce fotografías. Fotografió a los dos hombres que salieron del café poco después de Mikael y que fueron tras él pasando por delante del Kvartersbion.

Uno de los hombres era rubio y de una mediana edad difícil de precisar, aunque más tirando a joven que a viejo. El otro, que parecía algo mayor, tenía el pelo fino y rubio, más bien pelirrojo, y llevaba unas gafas de sol. Los dos vestían vaqueros y oscuras cazadoras de cuero.

Se despidieron junto al Volvo gris. El mayor abrió la puerta del coche mientras el joven seguía a Mikael Blomkvist hasta el metro.

Christer Malm bajó la cámara y suspiró. No tenía ni idea de por qué Mikael lo había cogido aparte y le había pedido encarecidamente que el domingo por la tarde se diera unas cuantas vueltas por los alrededores del café Copacabana para ver si podía encontrar un Volvo gris con la matrícula en cuestión. Le dio instrucciones para que se colocara de tal manera que pudiera fotografiar a la persona que, con toda probabilidad, abriría la puerta del coche poco después de las tres. Al mismo tiempo, debía mantener los ojos bien abiertos por si alguien seguía a Mikael Blomkvist.

Sonaba como el inicio de una típica aventura del superdetective Kalle Blomkvist. Christer Malm nunca había tenido del todo claro si Mikael Blomkvist era paranoico por naturaleza o si poseía un don paranormal. Tras los acontecimientos de Gosseberga, Mikael se había vuelto extremadamente cerrado y, en general, de difícil trato. Cierto que eso no resultaba nada extraño cuando Mikael andaba metido en alguna intrincada historia -Christer le conoció esa misma reservada obsesión y ese mismo secretismo con lo del asunto Wennerström-, pero ahora resultaba más evidente que nunca.

En cambio, Christer Malm no tuvo ninguna dificultad en constatar que, en efecto, Mikael Blomkvist estaba siendo perseguido. Se preguntó qué nuevo infierno -que, sin duda, acapararía el tiempo, las fuerzas y los recursos de Millennium- se les venía encima. Christer Malm consideró que no era un buen momento para que Blomkvist hiciera una de las suyas ahora que la redactora jefe de la revista les había abandonado por Gran Dragón y que la estabilidad de la revista, conseguida con no poco esfuerzo, se hallaba bajo amenaza.

Pero por otro lado, hacía por lo menos diez años -a excepción del desfile del Festival del orgullo gay- que Christer Malm no participaba en una manifestación, y ese domingo del uno de mayo no tenía nada mejor que hacer que complacer a Mikael. Se levantó y, despreocupadamente, siguió a la persona que estaba persiguiendo a Mikael Blomkvist. Algo que no formaba parte de las instrucciones. No obstante, ya en Långholmsgatan, perdió de vista al hombre.


Una de las primeras medidas que Mikael tomó en cuanto supo que su teléfono estaba pinchado fue mandar a Henry Cortez a comprar móviles de segunda mano. Cortez encontró una partida de restos de serie del modelo Ericsson T10 por cuatro cuartos. Mikael abrió anónimas cuentas de tarjetas prepago en Comviq. Él se quedó con uno y el resto lo repartió entre Malin Eriksson, Henry Cortez, Annika Giannini, Christer Malm y Dragan Armanskij. Los usarían tan sólo para las conversaciones que en absoluto deseaban que fueran escuchadas. Las llamadas normales se harían desde los números habituales. Eso provocó que todo el mundo tuviera que cargar con dos móviles.

Al salir del Copacabana Mikael se dirigió a Millennium, donde Henry Cortez tenía guardia ese fin de semana. A raíz del asesinato de Zalachenko, Mikael había confeccionado una lista de guardias con el objetivo de que la redacción no permaneciera vacía y de que alguien se quedara a dormir allí por las noches. Las guardias las hacían él mismo, Henry Cortez, Malin Eriksson y Christer Malm. Lottie Karim, Monica Nilsson y el jefe de marketing, Sonny Magnusson, estaban excluidos. Ni siquiera se lo preguntaron. El miedo que Lottie Karim le tenía a la oscuridad era de sobra conocido por todos, de modo que ella nunca jamás habría aceptado pasar la noche sola en la redacción. Monica Nilsson, en cambio, no le temía en absoluto a la oscuridad, pero trabajaba como una loca con sus temas y pertenecía a ese tipo de personas que se van a casa cuando su jornada laboral llega a su fin. Y Sonny Magnusson ya había cumplido sesenta y un años, no tenía nada que ver con el trabajo de redacción y pronto se iría de vacaciones.

– ¿Alguna novedad? -preguntó Mikael.

– Nada especial -dijo Henry Cortez-. Las noticias de hoy sólo hablan, como no podía ser de otra manera, del uno de mayo.

Mikael asintió.

– Voy a quedarme aquí unas cuantas horas. Tómate la tarde libre y vuelve sobre las nueve de la noche.

En cuando Henry Cortez desapareció, Mikael se acercó hasta su mesa y sacó su recién adquirido móvil. Llamó a Gotemburgo, al periodista freelance Daniel Olofsson. Millennium llevaba muchos años publicando textos de Olofsson y Mikael tenía una gran confianza en su capacidad periodística para recabar material de base para una investigación.

– Hola, Daniel. Soy Mikael Blomkvist. ¿Estás libre?

– Sí.

– Necesito que alguien me haga un trabajo de investigación. Puedes facturarme cinco días, pero no necesito que escribas nada. O, mejor dicho, si te apetece escribir algo sobre el tema no tenemos ningún problema en publicártelo, pero lo que buscamos es sólo la investigación.

– Shoot.

– Es un poco delicado. Excepto conmigo, no deberás tratar esto con nadie y sólo nos comunicaremos a través de Hotmail. Ni siquiera quiero que digas que estás trabajando para Millennium.

– Suena divertido. ¿Qué andas buscando?

– Quiero que hagas un reportaje sobre el hospital de Sahlgrenska. Lo llamaremos Urgencias y tu cometido será reflejar la diferencia entre la realidad y la serie de televisión. Quiero que visites aquello un par de días y que des cumplida cuenta de las labores que se realizan tanto en urgencias como en la UVI. Habla con los médicos, las enfermeras, el personal de limpieza y todos los demás empleados. ¿Cómo son las condiciones laborales? ¿Qué hacen? Ese tipo de cosas. Con fotos, por supuesto.

– ¿ La UVI? -preguntó Olofsson.

– Eso es. Necesito que te centres en los cuidados de los pacientes gravemente heridos del pasillo 11 C. Quiero saber cómo son los planos del pasillo, quiénes trabajan allí, cómo son y cuál es su curriculum.

– Mmm -dijo Daniel Olofsson-. Si no me equivoco, el 11 C es donde está ingresada una tal Lisbeth Salander.

Olofsson no se había caído de un guindo.

– ¡No me digas! -exclamó Mikael Blomkvist-. ¡Qué interesante! Averigua en qué habitación se encuentra, cuál es su rutina diaria y qué es lo que hay en las habitaciones colindantes.

– Mucho me temo que este reportaje va a tratar sobre algo totalmente diferente -le comentó Daniel Olofsson.

– Bueno… Como ya te he dicho, lo único que me interesa es la información que puedas sacar.

Se intercambiaron las direcciones de Hotmail.


Lisbeth Salander estaba tendida boca arriba, en el suelo de su habitación del Sahlgrenska, cuando Marianne, la enfermera, abrió la puerta.

– Mmm -dijo Marianne, manifestando así sus dudas sobre los beneficios de tumbarse en el suelo de la UVI. Pero aceptó que era el único sitio que había para que la paciente realizara sus ejercicios.

Tras haberse pasado treinta minutos intentando hacer flexiones, estiramientos y abdominales -tal y como le había recomendado su terapeuta-, Lisbeth Salander estaba completamente empapada en sudor. Tenía una tabla con una larga serie de movimientos que debía realizar a diario para reforzar la musculatura de los hombros y las caderas tras la operación efectuada tres semanas antes. Respiraba con dificultad y no se sentía en forma: se cansaba enseguida y el hombro le tiraba y le dolía al menor esfuerzo. No cabía duda, no obstante, de que estaba mejorando. El dolor de cabeza que la atormentó durante los días inmediatamente posteriores a la operación se había ido apagando y sólo se manifestaba de manera esporádica.

Ella se consideraba de sobra recuperada como para, sin dudarlo ni un segundo, marcharse del hospital o, por lo menos, salir cojeando de allí si fuera posible, lo cual no era el caso. Por una parte, los médicos aún no le habían dado el alta y, por otra, la puerta de su habitación siempre estaba cerrada con llave y vigilada por un maldito gorila de Securitas que no se movía de una silla del pasillo.

Lo cierto era que estaba lo bastante bien como para que la trasladaran a una planta de rehabilitación normal. Sin embargo, tras todo tipo de discusiones, la policía y la dirección del hospital acordaron que, de momento, Lisbeth permaneciera en la habitación 18: resultaba fácil de vigilar, estaba bien atendida y se hallaba situada algo apartada de las demás habitaciones, al final de un pasillo con forma de «L». Por lo tanto, era más sencillo que continuara allí -donde el personal, a raíz del asesinato de Zalachenko, estaba más pendiente de la seguridad y ya conocía el problema de Lisbeth Salander- que trasladarla a otra planta, con todo lo que eso implicaba a la hora de modificar las rutinas diarias.

En cualquier caso, su estancia en el Sahlgrenska era cuestión de unas pocas semanas más. En cuanto los médicos le dieran el alta, sería trasladada a los calabozos de Kronoberg, Estocolmo, en régimen de prisión preventiva, hasta que se celebrara el juicio. Y la persona que decidiría que ese día había llegado era Anders Jonasson.

Tuvieron que pasar no menos de diez días, tras los acontecimientos de Gosseberga, para que el doctor Jonasson permitiera a la policía realizar un primer interrogatorio en condiciones, algo que, a ojos de Annika Giannini, resultaba estupendo. Lo malo era que Anders Jonasson también había puesto trabas para que la abogada pudiera ver a su clienta, y eso la irritaba sobremanera.

Tras el caos ocasionado a raíz del asesinato de Zalachenko, Jonasson efectuó una evaluación a fondo del estado de Lisbeth Salander y concluyó que, considerando que había sido sospechosa de un triple asesinato, debía de haberse visto expuesta a una gran dosis de estrés. Anders Jonasson ignoraba si era culpable o inocente, aunque, como médico, tampoco tenía el menor interés en dar respuesta a esa pregunta. Sólo constató que Lisbeth Salander se hallaba sometida a un enorme estrés. Le habían pegado tres tiros y una de las balas le penetró en el cerebro y casi la mata. Tenía una fiebre que se resistía a remitir y le dolía mucho la cabeza.

Había elegido jugar sobre seguro. Sospechosa de asesinato o no, ella era su paciente y su trabajo consistía en velar por su pronta recuperación. Por ese motivo le prohibió las visitas, cosa que no tenía nada que ver con la prohibición, jurídicamente justificada, que había dictado la fiscal. Le prescribió un tratamiento y reposo absoluto.

Como Anders Jonasson consideraba que el aislamiento total de una persona era una forma de castigo tan inhumana que, de hecho, rayaba en la tortura, y que además no resultaba saludable para nadie hallarse separado por completo de sus amistades, decidió que la abogada de Lisbeth Salander, Annika Giannini, hiciera de amiga en funciones. Jonasson mantuvo una seria conversación con Annika Giannini y le explicó que le concedería una hora de visita al día para que viera a Lisbeth Salander. Durante ese tiempo podría conversar con ella o, si así lo deseaba, permanecer callada y hacerle compañía. No obstante, las conversaciones no deberían, en la medida de lo posible, tratar los problemas mundanos de Lisbeth Salander ni sus inminentes batallas legales.

– A Lisbeth Salander le han disparado en la cabeza y está gravemente herida -remarcó-. Creo que se encuentra fuera de peligro, pero siempre existe el riesgo de que se produzcan hemorragias u otras complicaciones. Necesita descanso y tiempo para curarse. Sólo después de que eso ocurra podrá empezar a enfrentarse a sus problemas jurídicos.

Annika Giannini entendió la lógica del razonamiento del doctor Jonasson. En las conversaciones de carácter general que Annika mantuvo con Lisbeth Salander le dio una ligera pista de la estrategia que ella y Mikael habían diseñado, aunque durante los primeros días no tuvo ninguna posibilidad de entrar en detalles: Lisbeth Salander se encontraba tan drogada y agotada que a menudo se dormía mientras estaban hablando.


Dragan Armanskij examinó la serie de fotos que Christer Malm había hecho de los dos hombres que siguieron a Mikael Blomkvist desde el Copacabana. Las imágenes eran muy nítidas.

– No -dijo-. No los conozco.

Mikael Blomkvist asintió con la cabeza. Esa mañana de lunes se hallaban reunidos en Milton Security, en el despacho de Dragan Armanskij. Mikael había entrado en el edificio por el garaje.

– Sabemos que el mayor es Göran Mårtensson, el propietario del Volvo. Hace al menos una semana que me persigue como si fuera mi mala conciencia, pero es obvio que puede llevar mucho más tiempo haciéndolo.

– ¿Y dices que es de la Säpo?

Mikael señaló la documentación que había reunido sobre la carrera profesional de Mårtensson. Hablaba por sí sola. Armanskij dudó: la revelación de Blomkvist le había producido sentimientos encontrados.

Cierto: los policías secretos del Estado siempre metían la pata. Ese era el orden normal de las cosas, no sólo en la Säpo sino también, probablemente, en todos los servicios de inteligencia del planeta. ¡Por el amor de Dios, si hasta la policía secreta francesa mandó un equipo de buceadores a Nueva Zelanda para hacer estallar el Rainbow Warrior, el barco de Greenpeace! Algo que sin duda había que considerar como la operación de inteligencia más estúpida de la historia mundial, exceptuando, tal vez, el robo del presidente Nixon en el Watergate. Con una cadena de mando tan idiota no era de extrañar que se produjeran escándalos. Los éxitos nunca salen a la luz, claro… En cambio, en cuanto la policía secreta hacía algo inadecuado, cometía alguna estupidez o fracasaba, los medios de comunicación se le echaban encima y lo hacían con toda la sabiduría que dan los conocimientos obtenidos a toro pasado.

Armanskij nunca había entendido la relación que los medios de comunicación suecos mantenían con la Säpo.

Por una parte, la Säpo era considerada una magnífica fuente: casi cualquier precipitada tontería política ocasionaba llamativos titulares. La Säpo sospecha que… Una declaración de la Säpo constituía una fuente de gran importancia para un titular.

Pero, por otra, tanto los medios de comunicación como los políticos de distinto signo se dedicaban a ejecutar con todas las de la ley a los miembros de la Säpo que eran pillados espiando a los ciudadanos suecos. Allí había algo tan contradictorio que, en más de una ocasión, Armanskij había podido constatar que ni los políticos ni los medios de comunicación estaban bien de la cabeza.

Armanskij no tenía nada en contra de la existencia de la Säpo: alguien debía encargarse de que ninguno de esos chalados nacionalbolcheviques que se habían pasado la vida leyendo a Bakunin -o a quien diablos leyeran esos chalados neonazis- fabricara una bomba de fertilizantes y petróleo y la colocara en una furgoneta ante las mismas puertas de Rosenbad. De modo que la Säpo era necesaria y Armanskij consideraba que, mientras el objetivo fuera proteger la seguridad general de los ciudadanos, un poco de espionaje a pequeña escala no tenía por qué ser siempre tan negativo.

El problema residía, por supuesto, en que una organización cuya misión consistía en espiar a sus propios compatriotas debía ser sometida al más estricto control público y tener una transparencia constitucional excepcionalmente alta. Lo que sucedía con la Säpo era que tanto a los políticos como a los parlamentarios les resultaba casi imposible ejercer ese control, ni siquiera cuando el primer ministro nombró una comisión especial que, sobre el papel, tendría autorización para acceder a todo cuanto deseara. A Armanskij le habían dejado el libro de Carl Lidbom Una misión y lo leyó con creciente asombro: en Estados Unidos habrían arrestado en el acto a una decena de miembros destacados de la Säpo por obstrucción a la justicia y los habrían obligado a comparecer ante el Congreso para someterse a un interrogatorio público. En Suecia, al parecer, eran intocables.

El caso Lisbeth Salander ponía en evidencia que algo estaba podrido en la organización, pero cuando Mikael Blomkvist fue a ver a Armanskij para darle un móvil seguro, la primera reacción de éste fue pensar que Blomkvist se había vuelto paranoico. Fue al enterarse de los detalles y examinar las fotos de Christer Malm cuando no tuvo más remedio que aceptar que las sospechas de Blomkvist tenían un fundamento. Algo que no presagiaba nada bueno, sino que más bien daba a entender que la conspiración de la que fue objeto Lisbeth Salander, hacía ya quince años, no había sido una casualidad.

Simplemente, había demasiadas coincidencias para que fuera fruto del azar. Era posible que Zalachenko hubiera sido asesinado por un fanático de la justicia. Pero no en el mismo momento en que tanto a Annika Giannini como a Mikael Blomkvist les robaban los documentos sobre los que se basaban las pruebas del caso. Un auténtico desastre. Y, por si fuera poco, Gunnar Björck, el principal testigo, va y se ahorca.

– Vale -dijo Armanskij mientras reunía la documentación de Mikael-. ¿Te parece bien, entonces, que le lleve todo esto a mi contacto?

– Siempre y cuando se trate de alguien de confianza.

– Sé que es una persona con un gran sentido de la ética y una vida impecablemente democrática.

– ¿En la Säpo? -preguntó Mikael Blomkvist con una evidente duda en la voz.

– Tenemos que ponernos de acuerdo. Tanto Holger Palmgren como yo hemos aceptado tu plan y vamos a colaborar contigo. Pero te aseguro que solos no podemos actuar. Habrá que buscar aliados dentro de la administración si no queremos que esto acabe mal.

– De acuerdo -dijo Mikael a regañadientes-. Estoy demasiado acostumbrado a esperar a que Millennium esté en la calle para desentenderme de un tema. Nunca he dado información sobre una historia antes de haberla publicado.

– Pues con ésta ya lo has hecho. No sólo me lo has contado a mí, sino también a tu hermana y a Palmgren.

Mikael asintió.

– Y lo has hecho porque incluso tú te has dado cuenta de que este asunto va mucho más allá de unos titulares en tu revista. En este caso no eres un periodista objetivo sino un personaje que influye en el desarrollo de los acontecimientos.

Mikael movió afirmativamente la cabeza.

– Y, como tal, necesitas ayuda para lograr lo que te has propuesto.

Mikael volvió a asentir. De todos modos, no les había contado toda la verdad ni a Armanskij ni a Annika Giannini. Seguía guardando secretos que sólo compartía con Lisbeth Salander. Le estrechó la mano a Armanskij.

Capítulo 9 Miércoles, 4 de mayo

El redactor jefe Håkan Morander falleció a mediodía, tres días después de que Erika Berger entrara como redactora jefe en prácticas en el SMP. Había pasado toda la mañana metido en el cubo de cristal mientras Erika, acompañada del secretario de redacción, Peter Fredriksson, se reunía con la redacción de deportes para saludar a los colaboradores y hacerse una idea de su forma de trabajar. Fredriksson tenía cuarenta y cinco años y, al igual que Erika Berger, era bastante nuevo en el SMP. Sólo llevaba cuatro años en el periódico. Era una persona callada y bastante competente y agradable; Erika ya había decidido que confiaría en sus conocimientos cuando le llegara el momento de hacerse con el timón del barco. Consagró gran parte de su tiempo a decidir en quiénes depositar su confianza para poder incorporarlos inmediatamente a su equipo. Fredriksson era, sin duda, uno de los candidatos. Cuando volvieron al mostrador central vieron cómo Håkan Morander se levantaba y se acercaba a la puerta del cubo de cristal. Parecía asombrado.

Luego se echó bruscamente hacia delante y se agarró al respaldo de una silla durante unos segundos antes de desplomarse al suelo.

Falleció antes de que llegara la ambulancia.

Esa tarde reinó el desconcierto en la redacción. Borgsjö, el presidente de la junta directiva, llegó a eso de las dos y reunió a los colaboradores para pronunciar unas breves palabras de recuerdo. Habló de cómo Morander había consagrado al periódico los últimos quince años de su vida y del precio que a veces exigía el periodismo. Guardaron un minuto de silencio. Acto seguido, miró inseguro a su alrededor como si no supiera muy bien cómo continuar.

Que alguien fallezca en su lugar de trabajo es algo muy poco frecuente; incluso es raro. La gente debe tener la gentileza de retirarse para morir. Debe desaparecer: jubilarse o ingresar en un hospital y reaparecer un día, de repente, para convertirse en tema de conversación en la cafetería: por cierto, ¿te has enterado de que el viejo Karlsson murió el viernes pasado? Sí, el corazón… El sindicato le va a enviar unas flores. Sin embargo, morir en tu puesto de trabajo ante los mismos ojos de tus compañeros resulta bastante más incómodo. Erika advirtió el shock que se había apoderado de la redacción. El SMP se había quedado sin timonel. De golpe, reparó en que varios de los colaboradores la miraban por el rabillo del ojo. La carta desconocida.

Sin que nadie se lo pidiera y sin saber muy bien qué decir, carraspeó, dio un pequeño paso hacia delante y habló con un tono de voz alto y firme.

– En total sólo he podido tratar a Håkan Morander tres días. No es mucho tiempo pero, por lo poco que he tenido ocasión de ver, lo cierto es que me habría gustado llegar a conocerlo mejor.

Hizo una pausa al darse cuenta por el rabillo del ojo de que Borgsjö la estaba mirando. Parecía sorprendido por el hecho de que ella se hubiese pronunciado. Dio otro paso hacia delante. No sonrías. No debes sonreír. Eso te da un aire de inseguridad. Alzó ligeramente la voz.

– Con el inesperado fallecimiento de Morander se nos plantea un problema: yo no iba a sucederle hasta dentro de dos meses y confiaba en aprender de su experiencia durante ese tiempo.

Se percató de que Borgsjö abrió la boca para decir algo.

– Lo cierto es que eso ya no va a suceder y que a partir de ahora vamos a vivir una época de cambios. Pero no olvidemos que Morander era el redactor jefe de este periódico, y este periódico debe salir también mañana. Nos quedan nueve horas para el cierre y sólo cuatro para terminar el editorial. Me gustaría preguntaros… quién de vosotros era el mejor amigo y el más íntimo confidente de Morander.

Los colaboradores se miraron unos a otros y un breve silencio invadió la sala. Al final, Erika oyó una voz por la izquierda:

– Creo que era yo.

Gunnar Magnusson, sesenta y un años, secretario de redacción de la sección de Opinión y colaborador del SMP desde hacía treinta y cinco años.

– Alguien tiene que sentarse a escribir una necrológica sobre Morander. Yo no puedo hacerlo: sería demasiado presuntuoso por mi parte. ¿Te ves con fuerzas?

Gunnar Magnusson dudó un instante, pero acabó asintiendo.

– Déjalo en mis manos -respondió.

– Le dedicaremos toda la página del editorial; prescindiremos del resto.

Gunnar asintió nuevamente.

– Necesitamos fotografías…

Erika desplazó la mirada a la derecha y se detuvo en Lennart Torkelsson, el jefe de fotografía. Este asintió.

– Hay que ponerse en marcha. Es muy posible que esto se tambalee un poco en las próximas semanas. Cuando necesite ayuda para tomar decisiones os pediré consejo y confiaré en vuestra competencia y experiencia. Vosotros sabéis cómo se hace este periódico mientras que a mí aún me queda mucho por aprender.

Se dirigió al secretario de redacción, Peter Fredriksson.

– Peter, sé que Morander confiaba mucho en ti. Durante un tiempo tendrás que ser mi mentor y llevar una carga un poco más pesada de lo habitual. Me gustaría que fueras mi consejero. ¿Te parece bien?

Movió afirmativamente la cabeza. ¿Qué otra cosa podía hacer?

Erika volvió a centrarse en el editorial.

– Otra cosa: esta mañana Morander estuvo redactando el editorial. Gunnar, ¿podrías entrar en su ordenador para ver si lo llegó a terminar? Aunque, de todos modos, lo vamos a publicar: se trata de su último editorial y sería una pena y una vergüenza no hacerlo. El periódico que vamos a hacer hoy sigue siendo el periódico de Håkan Morander.

Silencio.

– Si alguno de vosotros necesita descansar un rato para estar solo y pensar, que lo haga sin el menor remordimiento. Todos sabéis ya cuáles son nuestros deadlines.

Silencio. Advirtió que algunos movían la cabeza en señal de semiaprobación.

– Go to work, boys and girls -dijo en voz baja.


Jerker Holmberg hizo un gesto de impotencia con las manos. Jan Bublanski y Sonja Modig parecían dudar. Curt Svensson presentaba un aspecto indefinido. Los tres examinaron el resultado de la investigación preliminar que Jerker Holmberg había terminado esa mañana.

– ¿Nada? -preguntó sorprendida Sonja Modig.

– Nada -dijo Holmberg mientras negaba con la cabeza-. El informe del forense llegó esta mañana. Todo indica que se trata de un suicidio por ahorcamiento.

Todos dirigieron la mirada a las fotografías que se habían hecho en el salón de la casa de campo de Smådalarö. De ellas se deducía que Gunnar Björck, jefe adjunto del departamento de extranjería de la Säpo, se había subido por su propio pie a un taburete para, acto seguido, colgar una soga en el gancho de la lámpara, ponérsela alrededor del cuello y, de una resuelta patada, enviar el taburete a varios metros de él. El forense dudaba de cuándo se produjo exactamente la muerte, pero al final determinó que fue la tarde del 12 de abril. Björck fue encontrado el 17 de abril por nada más y nada menos que Curt Svensson. Ocurrió después de que Bublanski intentara contactar con Björck en repetidas ocasiones y de que, enervado, acabara mandando a Svensson que volviera a traer a Björck a la comisaría.

En algún momento en el transcurso de esos días, el gancho de la lámpara del techo había cedido por el peso y el cuerpo de Björck se desplomó sobre el suelo. Svensson descubrió el cuerpo a través de la ventana y dio el aviso. Al principio, Bublanski y todos los que llegaron al lugar pensaron que se trataba de un crimen y que alguien había estrangulado a Björck. Fueron los técnicos forenses los que ese mismo día, aunque algo más tarde, encontraron el gancho. Se le encomendó a Jerker Holmberg la tarea de investigar las causas de la muerte.

– No hay nada que induzca a pensar que se haya cometido un crimen o que Björck estuviese acompañado -dijo Holmberg.

– La lámpara…

– La lámpara del techo tiene las huellas dactilares del dueño de la casa, que la colgó hace dos años, y del propio Björck. Lo cual sugiere que él mismo la bajó.

– ¿Y de dónde salió la soga?

– Del asta de la bandera del jardín trasero. Alguien cortó más de dos metros de cuerda. Había un cuchillo en el alféizar de la ventana que hay junto a la puerta de la terraza. Según el propietario de la casa, el cuchillo es suyo: lo guardaba en una caja de herramientas que tiene bajo el fregadero. Las huellas dactilares de Björck están tanto en el mango como en la hoja, así como en la caja de herramientas.

– Mmm -dijo Sonja Modig.

– ¿Qué tipo de nudos eran? -quiso saber Curt Svensson.

– Nudos vaqueros normales y corrientes. Lo que produce la muerte es un simple nudo corredizo. Tal vez sea eso lo más llamativo: Björck tenía conocimientos de navegación y sabía hacer nudos de verdad. Pero quién sabe hasta qué punto alguien que va a suicidarse se preocupa de la forma de los nudos.

– ¿Drogas?

– Según el informe de toxicología, a Björck se le han detectado restos de potentes analgésicos en la sangre: los que le habían recetado. También le han encontrado restos de alcohol, aunque nada remarcable. En otras palabras, estaba más o menos sobrio.

– El forense ha dictaminado que presenta rasguños.

– Un rasponazo de tres centímetros en la parte exterior de la rodilla izquierda. Un arañazo. Le he dado mil vueltas a eso, aunque podría habérselo hecho de un montón de maneras distintas… dándose, por ejemplo, contra el borde de una silla o algo así.

Sonja Modig cogió una foto que mostraba la cara deformada de Björck. El nudo corredizo había penetrado con tanta profundidad que la cuerda ni siquiera se apreciaba bajo los pliegues de la piel. Su rostro presentaba un aspecto grotescamente hinchado.

– Podemos determinar que lo más seguro es que, antes de que el gancho cediese, Björck permaneciera colgado durante varias horas, es muy probable que cerca de veinticuatro. Toda la sangre se le acumuló tanto en la cabeza, donde la soga impidió que le bajara al cuerpo, como en las extremidades inferiores. Cuando el gancho cedió, la caja torácica de Björck fue a dar contra el borde de la mesa del salón, lo que le provocó una fuerte contusión. Pero eso se produjo mucho tiempo después del fallecimiento.

– ¡Qué forma más jodida de morir! -dijo Curt Svensson.

– No te creas. La soga era tan fina que penetró profundamente y le cortó el riego sanguíneo. Debió de perder la conciencia en cuestión de segundos y morir al cabo de uno o dos minutos.

Disgustado, Bublanski cerró el informe de la investigación preliminar. Aquello no le gustaba nada. No le gustaba nada que Björck y Zalachenko, al parecer, hubieran muerto el mismo día, uno asesinado a tiros por un loco y el otro por su propia mano. Pero ninguna especulación en el mundo podía cambiar el hecho de que la investigación del lugar del crimen no sustentara en absoluto la teoría de que alguien había ayudado a Björck a emprender su viaje al más allá.

– Se hallaba bajo mucha presión -dijo Bublanski-. Sabía que el caso Zalachenko estaba a punto de salir a la luz y que corría el riesgo de que le salpicara por violar la ley de comercio sexual y de que los medios de comunicación lo dejaran en evidencia. Me pregunto qué sería lo que más miedo le daba. Además, estaba enfermo y llevaba mucho tiempo con dolores crónicos… No lo sé. Me habría gustado que hubiera dejado una carta o algo así.

– Muchos de los que se suicidan no escriben nunca una carta de despedida.

– Ya lo sé. De acuerdo. No tenemos elección. Archivaremos el caso Björck.


Erika Berger fue incapaz de sentarse en la silla que Morander tenía en su jaula de cristal y apartar sus pertenencias. Demasiado pronto. Le pidió a Gunnar Magnusson que hablara con la familia de Morander para que la viuda pasara a recogerlas cuando le fuese bien.

Así que, en medio de aquel océano que era la redacción, buscó un espacio en el mostrador central para instalar su portátil y asumir el control. Aquello era un auténtico caos. Pero tres horas después de haberse hecho a toda prisa con el timón del SMP, el editorial ya estaba en la imprenta. Gunnar Magnusson había escrito un texto de cuatro columnas sobre la vida y la obra de Håkan Morander. La página se componía de un retrato central de Morander, su inconcluso editorial a la izquierda y una serie de fotografías en el margen inferior. La maquetación dejaba bastante que desear, pero tenía un impacto emocional que hacía perdonables los defectos.

Poco antes de las seis de la tarde, Erika se encontraba repasando los titulares de la primera página y tratando los textos con el jefe de edición cuando Borgsjö se acercó a ella y le tocó el hombro. Erika levantó la vista.

– ¿Puedo hablar contigo un momento?

Se acercaron hasta la máquina de café de la sala de descanso del personal.

– Sólo quería decirte que estoy muy contento por cómo te has hecho hoy con la situación. Creo que nos has sorprendido a todos.

– No me quedaban muchas alternativas. Pero voy a ir dando tumbos hasta que coja rodaje.

– Todos somos conscientes de ello.

– ¿Todos?

– Me refiero tanto a la plantilla como a la dirección. Sobre todo a la dirección. Pero después de lo que ha ocurrido hoy estoy más convencido que nunca de que tú eres la elección más acertada. Has llegado justo a tiempo y te has visto obligada a asumir el mando en una situación muy difícil.

Erika casi se sonrojó. No lo hacía desde que tenía catorce años.

– ¿Puedo darte un buen consejo?…

– Por supuesto.

– Me he enterado de que has discutido con Anders Holm, el jefe de Noticias, sobre unos titulares.

– No estábamos de acuerdo en el enfoque que se le había dado al texto sobre la propuesta fiscal del Gobierno. El introdujo una opinión personal en el titular y ahí debemos ser neutrales; las opiniones son para el editorial. Y ya que ha salido el tema, te quería comentar que, de vez en cuando, escribiré un editorial, pero, como ya sabes, no tengo ninguna afiliación política, así que hemos de resolver la cuestión de quién va a ser el jefe de la sección de Opinión.

– De momento se encargará Magnusson -respondió Borgsjö.

Erika Berger se encogió de hombros.

– A mí me da igual a quién nombréis. Pero debe ser una persona que defienda claramente las ideas del periódico.

– Te entiendo. Lo que quería decirte es que creo que debes darle a Holm cierto margen de actuación. Lleva mucho tiempo trabajando en el SMP y ha sido jefe de Noticias durante quince años. Sabe lo que hace. Puede resultar arisco, pero es una persona prácticamente imprescindible.

– Ya lo sé. Morander me lo contó. Pero por lo que respecta a la cobertura de noticias me temo que tendrá que mantenerse a raya. Al fin y al cabo, me habéis contratado para darle un nuevo aire al periódico.

Borgsjö movió pensativamente la cabeza.

– De acuerdo. Resolveremos los problemas a medida que vayan surgiendo.


Annika Giannini estaba tan cansada como irritada cuando, el miércoles por la noche, subió al X2000 en la estación central de Gotemburgo para regresar a Estocolmo. Se sentía como si durante el último mes hubiese vivido en el X2000. Apenas había visto a su familia. Fue a por un café al vagón restaurante, se acomodó en su asiento y abrió la carpeta que contenía las anotaciones de la última conversación mantenida con Lisbeth Salander. Algo que también contribuía a su cansancio e irritación.

«Me oculta algo -pensó Annika Giannini-. La muy idiota no me está diciendo la verdad. Y Micke también me oculta algo. Sabe Dios en qué andarán metidos.»

También constató que, ya que su hermano y su clienta no se habían comunicado entre sí, la conspiración -en el caso de que existiera- debía de ser un acuerdo tácito que les resultaba natural. No sabía de qué se trataba, pero suponía que tenía que ver con algo que a Mikael Blomkvist le parecía importante no sacar a la luz.

Temía que fuera una cuestión de ética, el punto débil de su hermano. Él era amigo de Lisbeth Salander. Annika conocía a su hermano y sabía que su lealtad hacia las personas a las que él definió una vez como amigos sobrepasaba los límites de la estupidez, aunque esos amigos resultaran imposibles y se equivocaran de cabo a rabo. También sabía que Mikael podía tolerar muchas tonterías pero que existía un límite tácito que no se podía traspasar. El punto exacto en el que se situaba ese límite parecía variar de una persona a otra, pero ella sabía que, en más de una ocasión, Mikael había roto por completo su relación con algunos íntimos amigos por haber hecho algo que él consideraba inmoral o inadmisible. En situaciones así se volvía inflexible: la ruptura no sólo era total y definitiva sino que también quedaba fuera de toda discusión. Mikael ni siquiera contestaba al teléfono, aunque la persona en cuestión lo llamara para pedirle perdón de rodillas.

Annika Giannini entendía lo que pasaba en la cabeza de Mikael Blomkvist. En cambio, no tenía ni idea de lo que acontecía en la de Lisbeth Salander; a veces pensaba que allí no sucedía nada en absoluto.

Según le había comentado Mikael, Lisbeth podía ser caprichosa y extremadamente reservada para con su entorno. Hasta el día que la conoció pensó que eso sucedería en una fase transitoria y que sería cuestión de ganarse su confianza. Pero, tras todo un mes de conversaciones, Annika constató que, en la mayoría de las ocasiones, sus charlas resultaban bastante unidireccionales, si bien era cierto que, durante las dos primeras semanas, Lisbeth Salander no se había encontrado con fuerzas para mantener un diálogo.

Annika también pudo advertir que había momentos en los que Lisbeth Salander daba la impresión de hallarse sumida en una profunda depresión y de no tener el menor interés en resolver su situación ni su futuro. Parecía que Lisbeth Salander no entendía que la única posibilidad con la que contaba Annika para procurarle una defensa satisfactoria dependía del acceso que ella tuviera a toda la información. No podía trabajar a ciegas.

Lisbeth Salander era una persona mohína y más bien parca en palabras. Lo poco que decía lo expresaba, no obstante, con mucha exactitud y tras largas y reflexivas pausas. Las más de las veces no contestaba a las cuestiones, y en otras ocasiones respondía, de pronto, a una pregunta que Annika le había hecho días atrás. En los interrogatorios policiales, Lisbeth Salander permaneció sentada en la cama mirando al vacío y sin abrir la boca. No intercambió ni una palabra con los policías. Con una sola excepción: cuando el inspector Marcus Erlander le preguntó acerca de lo que sabía sobre Ronald Niedermann; Lisbeth lo observó y contestó con toda claridad a cada pregunta. En cuanto Erlander cambió de tema, Salander perdió el interés y volvió a fijar la mirada en el vacío.

Annika ya se esperaba que Lisbeth no le dijera nada a la policía: por principio no hablaba con las autoridades. Cosa que, en este caso, resultaba positiva. A pesar de que Annika, de vez en cuando, incitaba formalmente a su clienta para que respondiera a las preguntas de la policía, en su fuero interno estaba muy contenta con el profundo silencio de Salander. La razón era muy sencilla: se trataba de un silencio coherente. Así no la pillarían con mentiras ni razonamientos contradictorios que podrían causar una mala impresión en el juicio.

Pero aunque Annika ya se esperaba ese silencio, se sorprendió de que fuera tan inquebrantable. Cuando se quedaron solas, le preguntó por qué se negaba a hablar con la policía de esa forma tan ostensible.

– Tergiversarán todo lo que yo diga y lo emplearán en mi contra.

– Pero si no explicas nada, te condenarán.

– Bueno… Pues que lo hagan. No soy yo la que ha montado todo este lío. Si quieren condenarme, no es mi problema.

Sin embargo, aunque en más de una ocasión Annika prácticamente tuvo que sacarle las palabras con sacacorchos, Lisbeth le fue contando, poco a poco, casi todo lo ocurrido en Stallarholmen. Todo menos una cosa: no le había explicado por qué Magge Lundin acabó con una bala en el pie. Por mucho que Annika se lo preguntara y le diese la lata, Lisbeth Salander no hacía más que mirarla con descaro mientras le mostraba su torcida sonrisa.

También le había hablado de lo acontecido en Gosseberga. Pero sin decir ni una palabra de por qué había seguido a su padre. ¿Fue hasta allí para matarlo -tal y como sostenía el fiscal- o para hablar con él y hacerle entrar en razón? Desde el punto de vista jurídico la diferencia resultaba abismal.

Cuando Annika sacó el tema de su anterior administrador, el abogado Nils Bjurman, Lisbeth se volvió aún más parca en palabras. Su respuesta más frecuente era que no había sido ella la que le disparó y que eso tampoco formaba parte de los cargos que se le imputaban.

Y cuando Annika llegó al mismísimo fondo de la cuestión, lo que había desencadenado toda la serie de acontecimientos -el papel desempeñado por el doctor Teleborian en 1991-, Lisbeth se convirtió en una tumba.

«Así no vamos bien -constató Annika-. Si Lisbeth no confía en mí, perderemos el juicio. Tengo que hablar con Mikael.»


Lisbeth Salander estaba sentada en el borde de la cama mirando por la ventana. Podía ver la fachada del edificio situado al otro lado del aparcamiento. Llevaba así, sin moverse y sin que nadie la molestara, más de una hora, desde que Annika Giannini, furiosa, se levantara y saliera de la habitación dando un portazo. Volvía a tener dolor de cabeza, aunque era ligero e iba remitiendo. Sin embargo, se sentía mal.

Annika Giannini la irritaba. Desde un punto de vista práctico entendía que su abogada le diera siempre la lata sobre detalles de su pasado. Era lógico y comprensible que Annika Giannini necesitara todos los datos. Pero no le apetecía lo más mínimo hablar de sus sentimientos ni de su modo de actuar. Consideraba que su vida era asunto suyo y de nadie más. Ella no tenía la culpa de que su padre fuera un sádico patológicamente enfermo y un asesino. Tampoco de que su hermano fuera un asesino en masa. Y menos mal que no había nadie que supiera que él era su hermano, algo que, con toda probabilidad, también se usaría en su contra en la evaluación psiquiátrica que tarde o temprano le realizarían. No había sido ella la que asesinó a Dag Svensson y a Mia Bergman. No había sido ella la que nombró un administrador que resultó ser un cerdo y un violador.

Aun así, era su vida la que iba a ser puesta patas arriba y examinada desde todos los ángulos, y ella la que se vería obligada a explicarse y pedir perdón por haberse defendido.

Quería que la dejaran en paz. Al fin y al cabo era ella la que tenía que vivir consigo misma. No esperaba que nadie fuera su amigo. Probablemente Annika Giannini de los Cojones estuviera de su parte, pero se trataba de una amistad profesional, puesto que era su abogada. Kalle Blomkvist de los Cojones también andaba por allí, aunque Annika apenas lo mentaba y Lisbeth nunca preguntaba por él: ahora que el asesinato de Dag Svensson estaba resuelto y que Mikael ya tenía su artículo, Lisbeth no esperaba que se moviera mucho por ella.

Se preguntó qué pensaría Dragan Armanskij de ella después de todo lo ocurrido.

Se preguntó cómo vería Holger Palmgren la situación.

Según Annika Giannini, ambos se habían puesto de su parte, pero eso no eran más que palabras. Ellos no podían hacer nada para resolver sus problemas personales.

Se preguntó qué sentiría Miriam Wu por ella.

Se preguntó qué sentía por sí misma y llegó a la conclusión de que, más que otra cosa, sentía indiferencia ante toda su vida.

De pronto, sus pensamientos fueron interrumpidos por el vigilante jurado, que introdujo la llave en la cerradura, abrió la puerta e hizo pasar al doctor Anders Jonasson.

– Buenas tardes. ¿Cómo se encuentra hoy la señorita Salander?

– O.K. -contestó.

Jonasson consultó su historial y constató que ya no tenía fiebre. Ella se había habituado a sus visitas, que realizaba un par de veces por semana. De todos los que la trataban y tocaban, él era la única persona con la que ella experimentaba cierta confianza. En ninguna ocasión le había dado la impresión de que la mirara de forma rara. Visitaba su cuarto, charlaba con ella un rato y se interesaba por su estado de salud. No le hacía preguntas sobre Ronald Niedermann ni sobre Alexander Zalachenko, ni tampoco si estaba loca o por qué la policía la tenía encerrada. Sólo parecía interesarle cómo respondían sus músculos, cómo progresaba la curación de su cerebro y cómo se encontraba ella en general.

Además, él, literalmente hablando, había estado hurgando en su cerebro; alguien que había hecho eso merecía ser tratado con respeto, consideraba Lisbeth. Para su gran asombro, se dio cuenta de que -a pesar de que la tocara y analizara la evolución de su fiebre- las visitas de Anders Jonasson le resultaban agradables.

– ¿Te parece bien que me asegure de ello?

Procedió a efectuarle el habitual examen mirando sus pupilas, auscultándola y tomándole el pulso; a continuación, le extrajo sangre.

– ¿Cómo me encuentro? -preguntó ella.

– Está claro que vas mejorando. Pero tienes que aplicarte más con la gimnasia. Y veo que te has rascado la costra de la herida de la cabeza. No lo hagas.

Hizo una pausa.

– ¿Te puedo hacer una pregunta personal?

Lisbeth lo miró de reojo. Él aguardó hasta que ella asintió con la cabeza.

– Ese dragón que tienes tatuado… no lo he visto entero, pero he podido constatar que es muy grande y que te cubre una buena parte de la espalda. ¿Por qué te lo hiciste?

– ¿Que no lo has visto entero?

De repente él sonrió.

– Bueno, quiero decir que lo vi de pasada, porque cuando te tuve desnuda frente a mí yo estaba bastante ocupado cortando hemorragias, sacándote balas y cosas por el estilo.

– ¿Por qué lo preguntas?

– Simple curiosidad.

Lisbeth Salander reflexionó durante un buen rato. Luego lo miró.

– Me lo hice por una razón personal de la que no quiero hablar.

Anders Jonasson meditó la respuesta y movió pensativo la cabeza.

– Vale. Perdona la pregunta.

– ¿Quieres verlo?

Él pareció asombrarse.

– Sí. ¿Por qué no?

Le volvió la espalda y se quitó el camisón. Se puso de pie y se colocó de tal forma que la luz de la ventana iluminó su espalda. Él constató que el dragón le cubría una zona de la parte derecha de la espalda. Empezaba en el hombro y le bajaba por el omoplato hasta terminar en una cola que descansaba sobre la cadera. Era un trabajo bonito y muy profesional. Una verdadera obra de arte.

Al cabo de un rato, Lisbeth volvió la cabeza.

– ¿Satisfecho?

– Es bonito. Pero debieron de hacerte un daño de mil demonios.

– Sí -reconoció ella-. Dolió.


Anders Jonasson abandonó la habitación de Lisbeth Salander algo desconcertado. Estaba contento con el progreso de su rehabilitación física. Pero no llegaba a comprender a esa curiosa chica. No era necesario tener un master en psicología para darse cuenta de que mentalmente no se encontraba demasiado bien. Su trato con él era correcto, pero no exento de una áspera desconfianza. Jonasson también tenía entendido que ella se mostraba educada con el resto del personal, pero que no pronunciaba palabra cuando la visitaba la policía. Se encerraba a cal y canto en su caparazón y marcaba en todo momento una distancia con su entorno.

La policía la había encerrado y un fiscal iba a procesarla por intento de homicidio y por un delito de lesiones graves. Le intrigaba que una chica tan pequeña y de constitución tan frágil hubiese poseído la fuerza física que se necesitaba para llevar a cabo ese tipo de violencia, en especial teniendo en cuenta que la violencia se había dirigido contra hombres ya talluditos.

Le había preguntado por el tatuaje del dragón más que nada para encontrar un tema personal sobre el que hablar. A decir verdad, no le interesaba en absoluto la razón por la que ella había adornado su cuerpo de esa forma tan exagerada, pero suponía que si había elegido estamparlo con un tatuaje tan grande, era porque sin duda éste tendría un especial significado para ella. De modo que ése podría ser un buen tema para iniciar una conversación.

Había adquirido la costumbre de visitarla un par de veces por semana. En realidad, las visitas quedaban fuera de su horario, y además su médico era Helena Endrin. Pero Anders Jonasson era el jefe de la unidad de traumatología y estaba inmensamente satisfecho del trabajo que realizó la noche en la que Lisbeth Salander entró en urgencias. Tomó la decisión correcta cuando eligió extraerle la bala y, según había podido constatar, la lesión no le había dejado secuelas como lagunas de memoria, disminución de las funciones corporales u otras minusvalías. Si su mejoría siguiera progresando de la misma manera, abandonaría el hospital con una cicatriz en el cuero cabelludo, pero sin más complicaciones. No podía pronunciarse, en cambio, sobre las cicatrices que tal vez tuviera en el alma.

Regresó a su despacho y descubrió que un hombre con americana oscura se encontraba junto a la puerta apoyado en la pared. Tenía el pelo enmarañado y una barba muy bien cuidada.

– ¿El doctor Jonasson?

– Sí.

– Hola, soy Peter Teleborian, el médico jefe de la clínica psiquiátrica infantil de Sankt Stefan, en Uppsala.

– Sí, ya te conozco.

– Bien. Me gustaría hablar contigo un momento en privado si tienes tiempo.

Anders Jonasson abrió la puerta de su despacho con la llave.

– ¿En qué puedo ayudarte? -le preguntó Anders Jonasson.

– Se trata de una de tus pacientes: Lisbeth Salander. Necesito verla.

– Mmm. En ese caso debes pedirle permiso al fiscal. Está detenida y le han prohibido las visitas. Además, hay que informar con antelación a su abogada…

– Sí, sí, ya lo sé. Pero pensaba que en este caso nos podríamos saltar toda esa burocracia. Soy médico, de modo que me podrías dejar hablar con ella por razones puramente médicas.

– Bueno, tal vez se pueda justificar así. Pero no acabo de entender el motivo.

– Durante años fui el psiquiatra de Salander mientras estuvo ingresada en el Sankt Stefan de Uppsala. Seguí su evolución hasta que cumplió dieciocho años y el tribunal autorizó su inserción en la sociedad, aunque bajo tutela administrativa. Tal vez deba añadir que yo, naturalmente, me opuse a esa decisión. Desde entonces la han dejado ir a la deriva y hoy vemos el resultado.

– Entiendo -dijo Anders Jonasson.

– Sigo sintiendo una gran responsabilidad por ella y me gustaría tener la oportunidad de evaluar hasta qué punto ha empeorado durante los últimos diez años.

– ¿Empeorado?

– En comparación con cuando era adolescente y recibía cuidados especializados. He pensado que podríamos buscar una solución adecuada, entre médicos.

– Por cierto, ahora que recuerdo… Quizá me puedas ayudar con un tema que no entiendo muy bien. Entre médicos, quiero decir. Cuando ella ingresó aquí, en Sahlgrenska, mandé que le hicieran una amplia evaluación médica. Un colega pidió su informe pericial de psiquiatría forense. Estaba redactado por un tal Jesper H. Löderman.

– Correcto. Yo fui el director de su tesis doctoral.

– Muy bien. Pero el informe resultaba muy impreciso.

– ¿Ah, sí?

– No se da ningún diagnóstico; más bien parece el estudio académico de un paciente callado.

Peter Teleborian se rió.

– Sí, no siempre es fácil tratar con ella. Como queda claro en el informe, ella se negaba en redondo a participar en las entrevistas de Löderman. Lo que ocasionó que él se viera obligado a expresarse con términos algo vagos, cosa completamente correcta por su parte.

– De acuerdo. Pero, aun así, lo que se recomendaba era que ella fuera internada.

– Eso se basa en su historial. Nuestra experiencia sobre la evolución de su cuadro clínico se remonta a muchos años atrás.

– Eso es justo lo que no acabo de entender. Cuando ella ingresó aquí pedimos su historial a Sankt Stefan. Pero todavía no nos lo han mandado.

– Lo siento. Pero está clasificado por decisión del tribunal.

– Entiendo. ¿Y cómo vamos a ofrecerle una adecuada asistencia médica en el Sahlgrenska si no podemos acceder a su historial? Porque, de hecho, ahora somos nosotros los que tenemos la responsabilidad médica sobre ella.

– Yo me he ocupado de ella desde que tenía doce años y no creo que haya ningún médico en toda Suecia que conozca tan bien su cuadro clínico.

– ¿Y cuál es…?

– Lisbeth Salander adolece de un grave trastorno psicológico. Como tú bien sabes, la psiquiatría no es una ciencia exacta. Prefiero no comprometerme ofreciendo un solo diagnóstico exacto. Pero sufre evidentes alucinaciones que presentan claros rasgos paranoicos y esquizofrénicos. En su cuadro también se incluyen períodos maníaco-depresivos y carece por completo de empatía.

Anders Jonasson examinó al doctor Peter Teleborian durante diez segundos para, acto seguido, realizar un gesto con las manos manifestando su poca intención de discutir.

– No seré yo quien le discuta un diagnóstico al doctor Teleborian, pero ¿nunca has pensado en un diagnóstico más sencillo?

– ¿Cuál?

– El síndrome de Asperger, por ejemplo. Es cierto que no le he hecho ningún examen psiquiátrico, pero si tuviera que adivinar a botepronto lo que padece, pensaría en algún tipo de autismo como lo más probable. Eso explicaría su incapacidad para aceptar las convenciones sociales.

– Lo siento, pero los pacientes de Asperger no suelen quemar a sus padres. Créeme: nunca he visto un caso de sociopatía más claro.

– Yo la veo más bien cerrada, pero no como una psicópata paranoica.

– Es manipuladora a más no poder -dijo Peter Teleborian-. Sólo muestra lo que ella cree que tú quieres ver.

Anders Jonasson frunció imperceptiblemente el ceño. De repente, Peter Teleborian contradecía por completo su propia evaluación sobre Lisbeth Salander. Si había algo que Jonasson no creía de ella era que fuera manipuladora. Todo lo contrario: se trataba de una persona que, impertérrita, mantenía la distancia con su entorno y no mostraba ningún tipo de emoción. Intentaba casar la imagen que Teleborian describía con la que él se había forjado sobre Lisbeth Salander.

– Y eso que tú sólo la has tratado durante el breve período de tiempo en el que sus lesiones la han obligado a permanecer quieta. Yo he sido testigo de sus violentos arrebatos y de su odio irracional. He dedicado muchos años a intentar ayudar a Lisbeth Salander. Por eso he venido hasta aquí. Propongo una colaboración entre el Sahlgrenska y Sankt Stefan.

– ¿A qué tipo de colaboración te refieres?

– Tú te encargas de sus problemas físicos; no me cabe duda de que le estás dando las mejores atenciones posibles. Pero estoy muy preocupado por su estado psíquico y me gustaría poder tratarla cuanto antes. Estoy dispuesto a prestar toda mi ayuda.

– Ya.

– Necesito verla para realizar, en primer lugar, una evaluación de su estado.

– Entiendo. Pero, desafortunadamente, no te puedo ayudar.

– ¿Perdón?

– Como ya te he dicho, está detenida. Si quieres iniciar un tratamiento psiquiátrico con ella, dirígete a la fiscal Jervas, que es quien toma las decisiones en ese tipo de asuntos, y, además, eso tendría que hacerse con el consentimiento de su abogada, Annika Giannini. Si se trata de una evaluación forense, es el tribunal el que debería encargarte esa tarea.

– Esa es, precisamente, toda la burocracia que yo quería evitar.

– Ya, pero yo respondo de ella y si dentro de poco ha de ir a juicio, necesitamos tener en regla los papeles de todas las medidas que hemos adoptado. De modo que esa vía burocrática se hace imprescindible.

– Muy bien. Entonces puedo informarte de que ya he recibido una petición del fiscal Richard Ekström de Estocolmo para que la someta a un examen psiquiátrico forense. Algo que se realizará de cara a la celebración del juicio.

– Estupendo. Entonces te permitirán visitarla sin que tengamos que saltarnos el reglamento.

– Pero mientras hacemos todo ese papeleo corremos el riesgo de que su estado empeore. Sólo me interesa su salud.

– A mí también -dijo Anders Jonasson-. Y, entre nosotros: no veo ningún síntoma que me indique que es una enferma mental. Se encuentra maltrecha y sometida a una situación de gran tensión. Pero no veo en absoluto que sea esquizofrénica o que sufra de obsesiones paranoicas.


El doctor Peter Teleborian dedicó algún tiempo más a intentar convencer a Anders Jonasson para que cambiara su decisión. Cuando al fin comprendió que resultaba inútil, se levantó bruscamente y se despidió.

Anders Jonasson permaneció un largo instante contemplando pensativo la silla en la que había estado sentado Teleborian. Era cierto que no resultaba del todo inusual que otros médicos contactaran con él para darle sus consejos u opiniones con respecto al tratamiento de algún paciente. Pero se trataba, casi exclusivamente, de doctores que ya eran responsables de un tratamiento en curso; ésta era la primera vez que un psiquiatra aterrizaba como un platillo volante e insistía -saltándose todos los trámites burocráticos- en que le dejara ver a una paciente a quien, al parecer, llevaba años sin tratar. Al cabo de un momento, Anders Jonasson le echó un vistazo al reloj y constató que eran poco menos de las siete de la tarde. Cogió el teléfono y llamó a Martina Karlgren, la psicóloga de apoyo cuyos servicios ofrecía el Sahlgrenska a los pacientes que habían sufrido un trauma.

– Hola. Supongo que ya has acabado por hoy. ¿Te llamo en mal momento?

– No te preocupes. Estoy en casa y no hago nada en particular.

– Es que tengo una duda: tú has hablado con nuestra paciente Lisbeth Salander… ¿Me podrías decir cuáles son tus impresiones?

– Bueno, la he visitado tres veces y me he prestado a hablar con ella. Y siempre ha declinado la oferta, de forma amable pero resuelta.

– Ya, pero ¿qué impresión te produce?

– ¿Qué quieres decir?

– Martina, sé que no eres psiquiatra, pero eres una persona inteligente y sensata. ¿Qué impresión te ha dado?

Martina Karlgren dudó un instante.

– No sé muy bien cómo contestar a esa pregunta. La vi dos veces cuando estaba prácticamente recién ingresada y se encontraba en tan mal estado que no conseguí establecer ningún verdadero contacto con ella. Luego la volví a visitar, hará más o menos una semana, porque me lo pidió Helena Endrin.

– ¿Y por qué te pidió Helena que la visitaras?

– Lisbeth Salander se está recuperando. Y se pasa la mayor parte del tiempo tumbada en la cama mirando fijamente al techo. La doctora Endrin quería que yo le echara un vistazo.

– ¿Y qué pasó?

– Me presenté. Charlamos durante un par de minutos. Quise saber cómo se encontraba y si necesitaba hablar con alguien. Me dijo que no. Le pregunté si podía hacer algo por ella y me pidió que le pasara a escondidas un paquete de tabaco.

– ¿Se mostró irritada u hostil?

Martina Karlgren meditó la respuesta un instante.

– No. Yo diría que no. Estaba tranquila, pero mantenía una gran distancia. Que me pidiera que le pasara un paquete de tabaco en plan contrabando me pareció más una broma que una petición seria. Le pregunté si le apetecía leer algo, si quería que le prestara algún libro. Al principio no quiso nada, pero luego me preguntó si tenía alguna revista científica que hablara de la genética y de la investigación neurológica.

– ¿De qué?

– De genética.

– ¿De genética?

– Sí. Le contesté que en nuestra biblioteca había algunos libros de divulgación general. No era eso lo que le interesaba. Dijo que ya había leído unos cuantos libros sobre el tema y mencionó unos títulos, básicos, por lo visto, de los que no he oído hablar en mi vida. Así que lo que le interesaba era la pura investigación en ese campo.

– ¿Ah, sí? -se asombró Anders Jonasson.

– Le comenté que lo más seguro era que no tuviéramos libros tan especializados en nuestra biblioteca; lo cierto es que hay más de Philip Marlowe que de literatura científica, pero que vería si podía encontrar algo.

– ¿Y encontraste algo?

– Subí y cogí unos ejemplares de Nature y New England Journal of Medicine. Se puso muy contenta y me dio las gracias por la molestia.

– Pero son revistas bastante especializadas; allí no hay más que ensayos e investigación pura y dura.

– Pues las lee con gran interés.

Anders Jonasson se quedó mudo un instante.

– ¿Cómo juzgas tú su estado psicológico?

– Es muy cerrada. Conmigo no ha hablado de absolutamente nada de carácter privado.

– ¿La ves como psíquicamente enferma, maníaco-depresiva o paranoica?

– No, en absoluto. En ese caso te habría avisado. Es cierto que es muy suya, que tiene grandes problemas y que se encuentra en una situación de mucho estrés. Pero está tranquila y lúcida, y parece capaz de controlar la situación.

– De acuerdo.

– ¿Por qué lo preguntas? ¿Ha pasado algo?

– No, no ha pasado nada. Es sólo que no llego a comprenderla.

Capítulo 10 Sábado, 7 de mayo – Jueves, 12 de mayo

Mikael Blomkvist apartó la carpeta con la investigación que le había enviado el freelance Daniel Olofsson desde Gotemburgo. Pensativo, miró por la ventana y se puso a contemplar el trasiego de gente que pasaba por Götgatan. Era una de las cosas que más le gustaban de su despacho. Götgatan estaba llena de vida las veinticuatro horas del día y cuando se sentaba junto a la ventana nunca se sentía del todo aislado o solo.

Sin embargo, se sentía estresado a pesar de no tener ningún asunto urgente entre manos. Había seguido trabajando obstinadamente en esos textos con los que tenía intención de llenar el número veraniego de Millennium, pero al final se había dado cuenta de que el material era tan abundante que ni siquiera un número temático sería suficiente. Le estaba sucediendo lo mismo que con el caso Wennerström, así que optó por publicar los textos en forma de libro. Ya tenía material para algo más de ciento cincuenta páginas, pero calculaba que podría llegar a trescientas o trescientas cincuenta.

Lo más sencillo ya estaba: había descrito los asesinatos de Dag Svensson y Mia Bergman y dado cuenta de las circunstancias que lo llevaron a descubrir sus cuerpos. Había explicado por qué Lisbeth Salander se convirtió en sospechosa. Dedicó un capítulo entero de treinta y siete páginas a fulminar, por una parte, todo lo que la prensa había escrito sobre Lisbeth y, por otra, al fiscal Richard Ekström y, de forma indirecta, toda la investigación policial. Tras una madura reflexión, había suavizado la crítica dirigida tanto a Bublanski como a sus colegas. Lo hizo después de haber estudiado el vídeo de una rueda de prensa de Ekström en la que resultaba evidente que Bublanski se encontraba sumamente incómodo y manifiestamente descontento con las precipitadas conclusiones de Ekström.

Tras la inicial descripción de los dramáticos acontecimientos, retrocedió en el tiempo hasta la llegada de Zalachenko a Suecia, la infancia de Lisbeth Salander y todo el cúmulo de circunstancias que la llevó a ser recluida en la clínica Sankt Stefan de Uppsala. Se esmeró mucho en cargarse por completo las figuras del doctor Peter Teleborian y la del fallecido Gunnar Björck. Incluyó el informe psiquiátrico forense de 1991 y explicó las razones por las que Lisbeth Salander se había convertido en una amenaza para esos anónimos funcionarios del Estado que se encargaban de proteger al desertor ruso. Reprodujo gran parte de la correspondencia mantenida entre Teleborian y Björck.

Luego reveló la nueva identidad de Zalachenko y su actividad como gánster a tiempo completo. Habló del colaborador Ronald Niedermann, del secuestro de Miriam Wu y de la intervención de Paolo Roberto. Por último, resumió el desenlace de la historia de Gosseberga, donde Lisbeth Salander fue enterrada viva tras recibir un tiro en la cabeza, y explicó los motivos de la inútil y absurda muerte de un agente de policía cuando Niedermann, en realidad, ya había sido capturado.

A partir de ahí el relato avanzaba con más lentitud. El problema de Mikael era que la historia seguía presentando considerables lagunas: Gunnar Björck no había actuado solo; tenía que existir un grupo más grande, influyente y con recursos detrás de todo lo ocurrido. Cualquier otra cosa sería absurda. Pero al final llegaba a la conclusión de que el denigrante y abusivo trato que le habían dispensado a Lisbeth Salander no podría haber sido autorizado por el gobierno ni por la Dirección de la Policía de Seguridad. Tras esa conclusión no se escondía una desmedida confianza en los poderes del Estado sino su fe en la naturaleza humana. Si hubiera tenido una base política, una operación de ese calibre nunca podría haberse mantenido en secreto: alguien habría tenido que arreglar cuentas pendientes con alguien y se habría ido de la lengua, tras lo cual ya haría muchos años que los medios de comunicación habrían descubierto el caso Salander.

Se imaginaba al club de Zalachenko como un reducido y anónimo grupo de activistas. Sin embargo, el problema era que no podía identificar a ninguno de ellos, aparte de, posiblemente, a Göran Mårtensson, de cuarenta años, policía con cargo secreto que se dedicaba a seguir a Mikael Blomkvist.

La idea era que el libro estuviera terminado e impreso para estar en la calle el mismo día en el que se iniciara el juicio contra Lisbeth Salander. Christer Malm y él tenían en mente una edición de bolsillo, que se entregaría plastificada junto con el número especial de verano de Millennium y que se vendería a un precio más alto del habitual. Había repartido una serie de tareas entre Henry Cortez y Malin Eriksson, que tendrían que producir textos sobre la historia de la policía de seguridad, el caso IB y temas similares.

Ya estaba claro que iba a haber un juicio contra Lisbeth Salander.

El fiscal Richard Ekström había dictado auto de procesamiento por graves malos tratos en el caso de Magge Lundin y por graves malos tratos o, en su defecto, intento de homicidio en el caso de Karl Axel Bodin, alias Alexander Zalachenko.

Aún no se había fijado la fecha de la vista, pero, gracias a unos colegas de profesión, Mikael se había enterado de que Ekström estaba preparando el juicio para el mes de julio, aunque eso dependía del estado de salud de Lisbeth Salander. Mikael entendió la intención: un juicio en pleno verano siempre despierta menos atención que uno en otras épocas del año.

Arrugó la frente y miró por la ventana de su despacho.

Todavía no ha terminado: la conspiración contra Lisbeth Salander continúa. Es la única manera de explicar los teléfonos pinchados, que atacaran a Annika, el robo del informe sobre Salander de 1991. Y, tal vez, el asesinato de Zalachenko.

Pero no tenía pruebas.

Tras consultar a Malin Eriksson y Christer Malm, Mikael tomó la decisión de que la editorial de Millennium también publicaría, antes del juicio, el libro de Dag Svensson sobre el trafficking. Era mejor presentar todo el lote a la vez, y no había razón alguna para esperar. Todo lo contrario: el libro no despertaría el mismo interés en ningún otro momento. Malin era la principal responsable de la edición final del libro de Dag Svensson, mientras que Henry Cortez ayudaba a Mikael a redactar el del caso Salander. De ese modo, Lottie Karim y Christer Malm (este último en contra de su voluntad) pasaban a ser temporales secretarios de redacción de Millennium y Monica Nilsson se convertía en la única reportera disponible. La consecuencia de este incremento en la carga de trabajo fue que toda la redacción anduviera de culo y que Malin Eriksson se viera obligada a contratar a numerosos periodistas freelance para producir textos. Temían que les saliera caro, pero no les quedó otra elección.

Mikael anotó en un post-it amarillo que tenía que aclarar el tema de los derechos de autor con la familia de Dag Svensson. Había averiguado que sus padres vivían en Örebro y que eran los únicos herederos. En la práctica, no necesitaba ningún permiso para publicar el libro en nombre de Dag Svensson, pero, en cualquier caso, tenía la intención de ir a Örebro, hacerles una visita y obtener su consentimiento. Lo había ido aplazando porque había estado demasiado ocupado, pero ya era hora de resolver ese detalle.


Luego sólo quedaban otros cientos de detalles. Algunos de ellos concernían a la cuestión del enfoque que le iba a dar a la figura de Lisbeth Salander en los textos. Para poder determinarlo de manera definitiva debía hablar con ella personalmente para que le permitiera contar toda la verdad o, por lo menos, una parte. Pero esa conversación privada no se llegaría a mantener, ya que Lisbeth Salander se encontraba detenida y tenía prohibidas las visitas.

En ese aspecto tampoco Annika Giannini era de gran ayuda. Ella seguía a rajatabla el reglamento vigente y no tenía intención de hacerle a su hermano de chica de los recados llevándole y trayéndole mensajes secretos. Annika tampoco contaba nada de lo que trataba con su clienta, a excepción de los detalles que se referían a la conspiración maquinada contra ella, con los que Annika necesitaba ayuda. Resultaba frustrante pero correcto. Por lo tanto, Mikael no tenía ni idea de si Lisbeth le había revelado a Annika que su ex administrador la había violado y que ella se había vengado tatuándole un llamativo mensaje en el estómago. Mientras Annika no sacara el tema, Mikael tampoco lo haría.

Pero lo que constituía un verdadero problema era, sobre todo, el aislamiento de Lisbeth Salander. Ella era una experta informática y una hacker, cosa que Mikael conocía pero Annika no. Mikael le había hecho a Lisbeth la promesa de que nunca revelaría su secreto. Y la había cumplido. El único inconveniente estaba en que ahora él sentía la imperiosa necesidad de recurrir a las habilidades de Lisbeth Salander.

Así que tenía que ponerse en contacto con ella como fuera.

Suspiró, abrió nuevamente la carpeta de Daniel Olofsson y sacó dos papeles. Uno era un extracto del registro de pasaportes en el que figuraba un tal Idris Ghidi, nacido en 1950. Se trataba de un hombre con bigote, tez morena y pelo negro con canas en las sienes.

El otro documento contenía el resumen que había hecho Daniel Olofsson sobre la vida de Idris Ghidi.

Ghidi era un refugiado kurdo de Irak. Daniel Olofsson había buscado bastante más información sobre Idris Ghidi que sobre ningún otro empleado. La explicación de esa descompensación informativa residía en que, durante un tiempo, Idris Ghidi había despertado la atención de los medios de comunicación, por lo que su nombre figuraba en varios textos de la hemeroteca.

Nacido en 1950 en la ciudad de Mosul, al norte de Irak, hizo la carrera de ingeniería y participó en el gran salto económico que se produjo en el país en los años setenta. En 1984 empezó a trabajar como profesor de técnicas de construcción en el instituto de bachillerato de Mosul. No era conocido como activista político. Sin embargo, era kurdo y, por tanto, un criminal en potencia en el Irak de Sadam Hussein. En octubre de 1987 el padre de Idris Ghidi fue detenido, sospechoso de ser un activista kurdo. No se daban más detalles sobre la naturaleza exacta del delito. Lo ejecutaron, probablemente en enero de 1988, acusado de traicionar a la patria. Dos meses más tarde, la policía secreta iraquí fue a buscar a Idris Ghidi cuando acababa de empezar una clase sobre la resistencia de materiales en la construcción de puentes. Lo llevaron a una cárcel de las afueras de Mosul donde, durante once meses, fue sometido a prolongadas torturas con el único objetivo de hacerle confesar. A Idris Ghidi nunca le quedó muy claro qué era lo que debía confesar, de modo que las torturas continuaron.

En marzo de 1989, un tío de Idris Ghidi pagó una cantidad de dinero equivalente a unas cincuenta mil coronas suecas al líder local del Partido Baath, algo que se consideró suficiente recompensa por el daño que había ocasionado Idris Ghidi al Estado iraquí. Lo soltaron dos días más tarde y se lo entregaron a su tío. En el momento de la liberación pesaba treinta y nueve kilos y era incapaz de andar. Antes de liberarlo, le destrozaron la cadera izquierda con un mazo para que en el futuro no anduviera por ahí haciendo tonterías.

Idris Ghidi se debatió entre la vida y la muerte durante varias semanas. Un tiempo después, cuando ya estaba bastante recuperado, su tío lo trasladó a la granja de un pueblo situado a unos sesenta kilómetros de Mosul. Durante el verano fue cogiendo fuerzas hasta que reunió las suficientes para volver a aprender a andar, aunque con la ayuda de unas muletas. Tenía muy claro que no se recuperaría del todo. Su única duda era qué iba a hacer en el futuro. De repente, un día de agosto, le informaron de que sus dos hermanos habían sido detenidos por la policía secreta. Nunca los volvería a ver. Suponía que se hallarían enterrados bajo algún montón de tierra en las afueras de Mosul. En septiembre, su tío se enteró de que la policía de Sadam Hussein lo estaba buscando de nuevo. Fue entonces cuando Idris Ghidi tomó la decisión de ir a ver a uno de esos parásitos anónimos que, a cambio de una recompensa equivalente a unas treinta mil coronas, lo llevó al otro lado de la frontera con Turquía y, de allí, con la ayuda de un pasaporte falso, a Europa.

Idris Ghidi aterrizó en Suecia, en el aeropuerto de Arlanda, el 19 de octubre de 1989. No sabía ni una palabra de sueco, pero le habían dado instrucciones para que se dirigiera a la policía del control de pasaportes y solicitara asilo político de inmediato, cosa que hizo en un defectuoso inglés. Fue trasladado a un centro de refugiados políticos de Upplands-Väsby, donde pasó los dos años siguientes, hasta que la Dirección General de Inmigración decidió que Idris Ghidi carecía de suficientes razones de peso para que le fuera concedido el permiso de residencia.

A esas alturas, Ghidi ya había aprendido sueco y recibido asistencia médica por su maltrecha cadera. Lo habían operado dos veces y podía desplazarse sin muletas. Mientras tanto, en Suecia, tuvo lugar el debate de Sjöbo, surgido a raíz de que los gobernantes de ese municipio se hubieran negado a recibir emigrantes, varios centros de acogida de refugiados políticos fuesen objeto de atentados y Bert Karlsson fundara el partido político Nueva Democracia.

Que Idris Ghidi figurara en la hemeroteca se debía, en concreto, a que, a última hora, consiguió un nuevo abogado que se dirigió a los medios de comunicación para explicar su situación. Otros kurdos establecidos en Suecia se comprometieron con el caso, entre ellos algunos miembros de la combativa familia Baksi. Se convocaron reuniones de protesta y se redactaron varias peticiones a la ministra de Inmigración Birgit Friggebo. Todo esto recibió tanta atención mediática que la Dirección General de Inmigración cambió de parecer y Ghidi obtuvo el permiso de residencia y de trabajo en el Reino de Suecia. En enero de 1992 abandonó el centro de refugiados de Upplands-Väsby como un hombre libre.

Tras su salida del centro de refugiados empezó una nueva etapa: debía encontrar un empleo al tiempo que continuaba yendo a fisioterapia por su cadera. Idris Ghidi no tardó en descubrir que el hecho de ser un ingeniero técnico bien preparado, con un buen expediente y muchos años de experiencia, no significaba absolutamente nada. Durante los siguientes años trabajó como repartidor de periódicos, lavaplatos, limpiador y taxista. Tuvo que dejar el empleo de repartidor por algo tan simple como que no podía subir y bajar escaleras al ritmo que se le exigía. Le gustaba ser taxista excepto por dos cosas: desconocía por completo el plano de las calles y carreteras de la región de Estocolmo y era incapaz de permanecer más de una hora quieto en la misma posición sin que el dolor de cadera se hiciera insufrible.

En el mes de mayo de 1998, Idris Ghidi se mudó a Gotemburgo. La razón fue que un familiar lejano se compadeció de él y le ofreció un empleo fijo en una empresa de limpieza. A Idris Ghidi le resultaba imposible trabajar a jornada completa, así que le dieron un puesto a media jornada como encargado de un equipo de limpieza del hospital de Sahlgrenska con el que la empresa tenía una contrata. Su trabajo era fácil y rutinario y consistía en fregar suelos, seis días por semana, en una serie de pasillos, entre ellos el 11 C.

Mikael Blomkvist leyó el resumen de Daniel Olofsson y examinó el retrato de Idris Ghidi que aparecía en el registro de pasaportes. Luego entró en la hemeroteca y descargó varios de los artículos utilizados por Olofsson para su resumen. Los leyó con mucha atención y se quedó reflexionando durante un buen rato. Encendió un cigarrillo: con Erika Berger fuera, la prohibición de fumar en la redacción no había tardado en ablandarse. Henry Cortez tenía incluso -ostensiblemente- un cenicero sobre su mesa.

Por último, Mikael sacó la hoja que Daniel Olofsson había redactado sobre el doctor Anders Jonasson. La leyó con unos pliegues en la frente de lo más profundos.


El lunes, Mikael Blomkvist no vio el coche con la matrícula KAB y no tuvo la sensación de que lo estuvieran siguiendo pero, aun así, decidió jugar sobre seguro cuando, desde Akademibokhandeln, se dirigió a la entrada lateral de los grandes almacenes NK, por donde accedió, para a continuación salir por la puerta principal; haría falta ser un superhombre para poder vigilar a una persona dentro de NK. Apagó sus dos móviles y pasó por el centro comercial Gallerian hasta la plaza de Gustaf Adolf, llegó hasta el edificio del Riksdag y entró en Gamla Stan. Por lo que pudo ver, nadie lo estaba siguiendo. Se fue metiendo por algunas pequeñas y estrechas calles y dando grandes rodeos hasta que llegó a la dirección correcta y llamó a la puerta de la editorial Svartvitt.

Eran las dos y media de la tarde. Mikael llegó sin previo aviso, pero allí estaba el redactor Kurdo Baksi, a quien se le iluminó la cara cuando descubrió a Mikael Blomkvist.

– ¡Hombre, mira quién ha venido! -exclamó Kurdo Baksi cariñosamente-. Ya nunca vienes a verme.

– ¿Ah, no? ¿Y qué es lo que estoy haciendo ahora? -dijo Mikael.

– Ya, pero han pasado por lo menos tres años desde la última vez.

Se estrecharon la mano.

Mikael Blomkvist conocía a Kurdo Baksi desde los años ochenta. Él fue una de las personas que le echó una mano a Kurdo cuando éste empezó a sacar su revista Svartvitt haciendo fotocopias clandestinas por la noche en las oficinas del sindicato LO. Kurdo fue pillado in fraganti por Per-Erik Åström, por aquel entonces secretario de investigación de LO, quien años más tarde se convertiría en cazador de pedófilos y prestaría sus servicios a la asociación de ayuda a la infancia Rädda Barnen. Una noche, ya tarde, Åström entró en la sala de la fotocopiadora y se encontró con un cabizbajo Kurdo Baksi junto a montones de páginas del primer número de Svartvitt. Åström le echó un vistazo a la pésimamente maquetada portada y dijo que con esa puta pinta la revista no iba a ningún sitio. Luego diseñó el logotipo que figuraría en la cabecera de Svartvitt durante quince años, hasta que la revista pasó a mejor vida y se convirtió en la editorial Svartvitt. Por esa época, Mikael estaba atravesando un horrible período como informador del gabinete de prensa de LO: su única experiencia en el mundo de los informadores. Per-Erik Aström lo convenció para que corrigiera las pruebas y ayudara a Kurdo a editar Svartvitt. A partir de ese momento, Kurdo Baksi y Mikael Blomkvist se hicieron amigos.

Mikael Blomkvist se sentó en un sofá mientras Kurdo Baksi iba a por café a la máquina del pasillo. Estuvieron charlando un rato de todo un poco, tal y como sucede cuando pasas mucho tiempo sin ver a un amigo, pero fueron interrumpidos una y otra vez porque el móvil de Kurdo no paró de sonar y él no hacía más que mantener breves conversaciones telefónicas en kurdo o posiblemente turco o árabe o alguna otra lengua que Mikael no entendía. Cada vez que Mikael visitaba la editorial Svartvitt se repetía la misma historia: la gente llamaba de todo el mundo para hablar con Kurdo.

– Querido Mikael: te veo preocupado. ¿Qué te pasa? -acabó preguntando Kurdo.

– ¿Puedes apagar el móvil durante cinco minutos para que hablemos tranquilos?

Kurdo apagó el teléfono.

– Vale… necesito que me hagas un favor. Un importante y urgente favor… Y el tema no puede salir de esta habitación.

– Tú dirás.

– En 1989 un refugiado kurdo llamado Idris Ghidi llegó a Suecia procedente de Irak. Cuando estaba a punto de ser extraditado, tu familia le ayudó, gracias a lo cual consiguió el permiso de residencia. No sé si fue tu padre u otro miembro de tu familia.

– Fue mi tío, Mahmut Baksi. Conozco a Idris. ¿Qué le pasa?

– En la actualidad trabaja en Gotemburgo. Necesito que me haga un trabajo sencillo. Pagado, claro.

– ¿Qué tipo de trabajo?

– Kurdo: ¿tú confías en mí?

– Por supuesto. Somos amigos.

– El trabajo que necesito que haga es algo peculiar. Muy peculiar. No quiero contarte en qué consiste, pero te aseguro que no se trata de nada ilegal o que os vaya a crear problemas a ti o a Idris Ghidi.

Kurdo Baksi observó atentamente a Mikael Blomkvist.

– Entiendo. Y no quieres contarme de qué se trata.

– Cuanta menos gente lo sepa, mejor. Lo que necesito es que le hables a Idris de mí para que esté dispuesto a escuchar lo que tengo que decirle.

Kurdo reflexionó un momento. Luego se acercó a su mesa y abrió una agenda. Tardó poco tiempo en encontrar el número de Idris Ghidi. Acto seguido levantó el auricular. La conversación se mantuvo en kurdo y, a juzgar por la expresión del rostro de Kurdo, se inició con las habituales frases de saludo y cortesía. Luego se puso serio y le explicó la razón de su llamada.

– ¿Cuándo quieres verlo?

– Si es posible, el viernes por la tarde. Pregúntale si puedo ir a su casa.

Kurdo siguió hablando un ratito más antes de despedirse y colgar.

– Idris Ghidi vive en Angered -dijo Kurdo Baksi-. ¿Tienes la dirección?

Mikael asintió.

– El viernes llegará a casa sobre las cinco de la tarde. Estará encantado de recibirte.

– Gracias, Kurdo -respondió Mikael.

– Trabaja en el hospital de Sahlgrenska como limpiador -apostilló Kurdo Baksi.

– Ya lo sé -contestó Mikael.

– Bueno, no he podido evitar leer en los periódicos que estás implicado en esa historia de Salander.

– Correcto.

– Le pegaron un tiro.

– Eso es.

– Tengo entendido que está ingresada en el Sahlgrenska.

– También es correcto.

Kurdo Baksi tampoco se había caído de un guindo.

Comprendió que Mikael Blomkvist estaba tramando algo; era su especialidad. Conocía a Mikael desde la década de los ochenta. Nunca habían sido amigos íntimos, pero siempre se habían llevado bien y cada vez que Kurdo le pedía un favor ahí estaba Mikael. En todos esos años se habían tomado alguna que otra cerveza juntos si habían coincidido en alguna fiesta o en algún bar.

– ¿Me vas a involucrar en algo que debería saber? -preguntó Kurdo.

– No te voy a involucrar en nada. Tu único papel ha sido el de hacerme el favor de presentarme a uno de tus amigos. Y repito: no le voy a pedir a Idris que haga nada ilegal.

Kurdo asintió. Eso le bastaba. Mikael se levantó.

– Te debo una.

– Hoy por ti, mañana por mí -dijo Kurdo Baksi.


Henry Cortez colgó el teléfono y empezó a hacer tanto ruido al tamborilear con los dedos en el borde de la mesa que Monica Nilsson, molesta, arqueó una ceja y le clavó la mirada. Ella constató que él se encontraba profundamente absorto en sus pensamientos. Se sentía algo irritada por todo en general, pero decidió no pagarlo con él.

Monica Nilsson sabía que Blomkvist andaba chismorreando con Cortez, Malin Eriksson y Christer Malm sobre la historia de Salander, mientras que de ella y de Lottie Karim se esperaba que se encargaran del trabajo duro para el próximo número de una revista que se había quedado sin directora desde que Erika se marchó. Malin era bastante buena, pero no tenía la experiencia ni el peso de Erika Berger. Y Cortez no era más que un niñato.

La irritación de Monica Nilsson no se debía a que se sintiera excluida o a que ella quisiera el trabajo que hacían ellos: nada más lejos de la realidad. Su misión consistía en cubrir la información relativa al gobierno, al Riksdag y a las direcciones generales. Era un trabajo con el que se encontraba a gusto y que controlaba a la perfección. Además, andaba muy liada con otros encargos, como el de escribir una columna semanal para una revista sindical, diversos trabajos de voluntaria para Amnistía Internacional y algunas cosas más. Eso era incompatible con ser redactora jefe de Millennium, lo cual significaba trabajar doce horas diarias como mínimo y sacrificar los fines de semana y los días festivos.

Sin embargo, tenía la sensación de que algo había cambiado en Millennium. De repente la revista le resultaba extraña. Y no podía precisar con exactitud qué era lo que estaba mal.

Mikael Blomkvist continuaba siendo tan irresponsable como siempre, desaparecía en sus misteriosos viajes e iba y venía como le daba la gana. Cierto: era copropietario de Millennium y podía decidir lo que quería hacer, pero, joder, algo de responsabilidad se le podía pedir, ¿no?

Christer Malm era el otro copropietario y resultaba más o menos igual de útil que cuando estaba de vacaciones. Se trataba sin duda de una persona inteligente y, además, había asumido el puesto de jefe cuando Erika se hallaba de vacaciones u ocupada con otras historias, pero lo que él hacía era más bien llevar a cabo lo que otras personas ya habían decidido. Era brillante en todo lo relacionado con el diseño gráfico y la maquetación, pero completamente retrasado cuando se trataba de planificar una revista.

Monica Nilsson frunció el ceño.

No, estaba siendo injusta; lo que la sacaba de quicio era que algo había ocurrido en la redacción: Mikael trabajaba con Malin y Henry y, en cierto modo, todos los demás se habían quedado fuera. Habían creado su propio círculo y se encerraban en el despacho de Erika… de Malin, y salían todos callados. Con Erika la revista siempre había sido un colectivo. Monica no entendía qué era lo que había ocurrido, aunque sí que la hubieran dejado al margen.

Mikael trabajaba en la historia de Salander y no soltaba prenda. Algo que, por otra parte, era lo más normal: tampoco dijo ni mu sobre el reportaje de Wennerström -ni siquiera a Erika-, pero esta vez tenía a Malin y Henry como confidentes.

En fin, que Monica estaba irritada. Necesitaba unas vacaciones. Necesitaba cambiar de aires. Vio a Henry Cortez ponerse la americana de pana.

– Voy a salir un rato -le comentó-. Dile a Malin que estaré fuera un par de horas.

– ¿Qué pasa?

– Creo que tengo una buena historia. Muy buena. Sobre inodoros. Quiero comprobar algunos detalles, pero, si todo sale bien, el número de junio tendrá un buen reportaje.

– ¿Inodoros? -preguntó Monica Nilsson, siguiéndolo con la mirada.


Erika Berger apretó los dientes y, lentamente, dejó en la mesa el texto sobre el inminente juicio contra Lisbeth Salander. Se trataba de un texto corto, a dos columnas, que aparecería en la página cinco con las noticias nacionales. Se quedó mirándolo un minuto y frunció los labios. Eran las tres y media del jueves. Llevaba doce días trabajando en el SMP. Cogió el teléfono y llamó al jefe de Noticias Anders Holm.

– Hola. Soy Berger. ¿Puedes buscarme al reportero Johannes Frisk y traérmelo al despacho ahora mismo?

Colgó y esperó pacientemente hasta que Holm entró en el cubo de cristal con paso tranquilo y despreocupado seguido de Johannes Frisk. Erika consultó su reloj.

– Veintidós -dijo.

– ¿Qué? -preguntó Holm.

– Veintidós minutos. Has tardado veintidós minutos en levantarte de la mesa, caminar quince metros hasta la de Johannes Frisk y arrastrar tus pies hasta aquí.

– No me has dicho que fuera urgente. Estoy bastante ocupado…

– No te he dicho que no fuera urgente. Te he dicho que buscaras a Johannes Frisk y que vinieras a mi despacho inmediatamente y cuando yo digo inmediatamente es inmediatamente, no esta noche ni la próxima semana ni cuando a ti te plazca levantar el culo de la silla.

– Oye, me parece que…

– Cierra la puerta.

Erika esperó hasta que Anders Holm hubo cerrado la puerta. Lo examinó en silencio. Sin duda, era un jefe de Noticias muy competente y su papel consistía en asegurarse de que el SMP se llenara cada día con los textos adecuados, redactados de modo comprensible y presentados en el orden y con el espacio estipulados en la reunión matutina. En consecuencia, Anders Holm tenía cada día entre sus manos una tremenda cantidad de tareas con las cuales hacía malabarismos sin que ninguna de ellas se le cayera.

El problema de Anders Holm era que ignoraba de forma sistemática las decisiones tomadas por Erika Berger. Durante esas dos semanas ella había tratado de encontrar una fórmula para colaborar con él: había razonado amablemente, había probado a darle órdenes directas, lo había animado a que se replanteara las cosas por sí mismo. Lo había intentado todo para que él entendiera cómo quería ella que fuera el periódico.

Sin ningún resultado.

El texto que ella rechazaba por la tarde acababa, a pesar de todo, yendo a la imprenta por la noche, en cuanto ella se iba a casa. «Se nos cayó un texto y nos quedó un hueco que tenía que llenar con algo.»

El titular que Erika había decidido se veía, de pronto, ignorado y sustituido por otro completamente distinto. Y no era que la elección resultara siempre errónea, pero se llevaba a cabo sin consultar con ella. Y se hacía de forma ostensiva y desafiante.

Siempre se trataba de pequeños detalles. La reunión de la redacción prevista para las 14.00 se adelantaba de repente a las 13.50 sin que nadie se lo comunicara, de manera que, cuando ella llegaba, ya se habían tomado casi todas las decisiones. «Lo siento… entre una cosa y otra se me pasó avisarte.»

Por mucho que lo intentara, Erika Berger no alcanzaba a entender el motivo por el que Anders Holm había adoptado esa actitud hacia ella, pero constató que ni las distendidas conversaciones ni las reprimendas en tono amable surtían efecto. Hasta ahora siempre había preferido no discutir delante de los otros colaboradores de la redacción e intentar dejar su irritación para las conversaciones privadas. Eso no había dado ningún fruto, así que ya iba siendo hora de expresarse con mayor claridad, esta vez ante el colaborador Johannes Frisk, algo que garantizaba que el contenido de la conversación se extendiera por toda la redacción.

– Lo primero que hice cuando empecé fue decirte que tenía un especial interés por todo lo relacionado con Lisbeth Salander. Te manifesté mi deseo de ser informada con antelación de todos los artículos previstos y te dije que quería echarle un vistazo y dar mi visto bueno a todo lo que fuera a ser publicado. Y eso te lo he recordado por lo menos una docena de veces, la última en la reunión del viernes pasado. ¿Qué parte de las instrucciones es la que no entiendes?

– Todos los textos programados o en vías de producción se encuentran en la agenda de la intranet. Se te envían siempre a tu ordenador. Estás informada en todo momento.

– Y una mierda. Cuando esta mañana cogí el SMP de mi buzón me encontré con un artículo a tres columnas sobre Salander y el desarrollo del asunto en torno a Stallarholmen publicado en el mejor espacio posible de Noticias nacionales.

– Sí, el texto de Margareta Orring. Ella es freelance y no me lo dejó hasta las siete de la tarde.

– Margareta Orring llamó para proponer su artículo a las once de la mañana de ayer. Tú lo aprobaste y le encargaste el texto a las once y media. Y en la reunión de las dos de la tarde tú no dijiste ni una palabra al respecto.

– Está en la agenda del día.

– ¿Ah, sí? Escucha lo que pone en la agenda del día: «Margareta Orring, entrevista con la fiscal Martina Fransson. Ref: confiscación de droga en Södertälje».

– Sí, claro, la idea original era una entrevista con Martina Fransson referente a una confiscación de esteroides anabolizantes en la que se detiene a un prospect de Svavelsjö MC.

– Exacto. Pero en la agenda del día no se dice ni una palabra sobre Svavelsjö MC ni que la entrevista se fuera a centrar en Magge Lundin y Stallarholmen y, por consiguiente, en la investigación sobre Lisbeth Salander.

– Supongo que eso saldría durante la entrevista…

– Anders, no entiendo por qué, pero me estás mintiendo ante mis propias narices. He hablado con Margareta Orring. Te explicó claramente en qué se iba a centrar su entrevista.

– Lo siento; supongo que no me quedó claro que se fuera a centrar en Salander. Y, además, me lo entregó muy tarde. ¿Qué querías que hiciera? ¿Anularlo todo? La entrevista de Orring era muy buena.

– En eso estamos de acuerdo. El texto es excelente. Pero ya llevas tres mentiras en más o menos el mismo número de minutos. Porque Orring lo dejó a las tres y veinte, o sea, mucho antes de que yo me fuera a casa a eso de las seis.

– Berger, no me gusta tu tono.

– ¡Qué bien! Porque, para tu información, te diré que a mí no me gustan ni tu tono ni tus excusas ni tus mentiras.

– Me da la sensación de que piensas que estoy maquinando alguna conspiración contra ti.

– Sigues sin contestar a mi pregunta. Y otra cosa: este texto de Johannes Frisk ha aparecido sobre mi mesa. No recuerdo que hayamos hablado de ello en la reunión de las 14.00. ¿Cómo es posible que uno de nuestros reporteros se haya pasado todo el día trabajando sobre Salander sin que yo esté al corriente?

Johannes Frisk se rebulló en su asiento. Sin embargo, se quedó inteligentemente callado.

– Bueno… hacemos un periódico y debe de haber cientos de textos que tú no conozcas. En el SMP hay unos hábitos a los que debemos adaptarnos todos. No tengo ni el tiempo ni la posibilidad de ocuparme de unos determinados textos de un modo especial.

– No te he pedido que trates ningún texto de un modo especial. Te he exigido que, en primer lugar, me informes de todo lo relacionado con el caso Salander y luego que yo dé mi visto bueno a todo lo que se publica sobre el tema. En fin, una vez más: ¿qué parte de esas instrucciones es la que no entiendes?

Anders Holm suspiró y dejó ver un rostro un atormentado.

– De acuerdo -dijo Erika Berger-. Me expresaré con más claridad; no tengo la intención de estar discutiendo continuamente contigo. A ver si entiendes este mensaje: si esto se repite una vez más, te destituiré del puesto de jefe de Noticias. Será muy sonado y se armará un revuelo de mil demonios, pero luego se calmará y tú acabarás editando la página de Familia, la de Humor o algo por el estilo. No quiero tener un jefe de Noticias en el que no confío, que no está dispuesto a colaborar y que, además, se dedica a minar mis decisiones. ¿Lo has entendido?

Anders Holm hizo un gesto con las manos que insinuaba que las amenazas de Erika Berger eran absurdas.

– ¿Lo has entendido? ¿Sí o no?

– Te estoy escuchando.

– Y yo te he preguntado si lo has entendido. ¿Sí o no?

– Crees realmente que vas a salirte con la tuya… Si este periódico sale cada día es porque yo, y otras piezas indispensables de esta máquina, nos matamos trabajando. La junta directiva va a…

– La junta hará lo que yo diga. Estoy aquí para darle un nuevo aire al periódico. Tengo una misión detalladamente formulada que hemos negociado y que me da derecho a introducir importantes cambios por lo que a los jefes de redacción se refiere. Puedo deshacerme de la carroña y reclutar sangre nueva de fuera si así lo deseo. Y te voy a decir una cosa, Holm: cuantos más días pasan, más carroña me pareces.

Erika se calló. Su mirada se cruzó con la de Anders Holm. Parecía furioso.

– Eso es todo -dijo Erika Berger-. Te sugiero que reflexiones sobre lo que te acabo de decir.

– No pienso…

– Tú verás. Eso es todo. Ahora vete.

Se dio la vuelta y salió del cubo de cristal. Ella lo vio atravesar el inmenso mar que era la redacción y desaparecer en dirección a la sala de café. Johannes Frisk se levantó e hizo amago de seguirle los pasos.

– Tú no, Johannes. Quédate. Siéntate.

Sacó su texto y le echó nuevamente un vistazo.

– Tengo entendido que estás haciendo una suplencia.

– Sí. Llevo cinco meses aquí y ésta es la última semana.

– ¿Cuántos años tienes?

– Veintisiete.

– Lamento que hayas tenido que presenciar esta batalla entre Holm y yo. Cuéntame la historia de tu artículo.

– Esta mañana me dieron un soplo y se lo comenté a Holm. Me dijo que continuara con la historia.

– Vale. Hablas de que la policía está investigando si Lisbeth Salander se ha visto implicada en la venta de esteroides anabolizantes. ¿Tiene esto alguna relación con el texto de ayer de Södertälje donde también aparece el tema de los esteroides?

– Que yo sepa no, pero es posible. Esta historia de los esteroides tiene que ver con la relación de Salander con los boxeadores: Paolo Roberto y sus amigos.

– ¿Paolo Roberto toma anabolizantes?

– ¿Qué?… No, claro que no. Se trata más bien del mundo del boxeo. Salander suele entrenarse con una serie de oscuros personajes de un club de Södermalm. Pero bueno, ése es el enfoque de la policía; no el mío. De ahí habrá surgido la sospecha de que ella podría estar implicada en la venta de anabolizantes.

– ¿De modo que en lo único que se apoya la historia es en un rumor?

– El hecho de que la policía esté investigando esa posibilidad no es un rumor, es algo cierto. Ahora bien, no tengo ni idea de si se equivocan o no…

– De acuerdo, Johannes. Entonces quiero que sepas que lo que te estoy diciendo ahora no tiene nada que ver con mi relación con Anders Holm. Creo que eres un excelente periodista. Escribes bien y tienes muy buen ojo para los detalles. En resumen: que ésta es una buena historia. Mi único problema es que no me la creo.

– Te puedo asegurar que es ciento por ciento verdadera.

– Pues yo voy a explicarte por qué hay un error fundamental en el artículo. ¿Quién te dio el soplo?

– Una fuente policial.

– ¿Quién?

Johannes Frisk dudó. Era una reacción automática. Al igual que todos los demás periodistas del mundo, se mostraba reacio a revelar el nombre de su fuente. Pero, por otra parte, Erika Berger era la redactora jefe y, por consiguiente, una de las pocas personas que podían requerirle esa información.

– Un policía de la brigada de delitos violentos llamado Hans Faste.

– ¿Te llamó él a ti o lo llamaste tú a él?

– Me llamó él a mí.

Erika Berger movió afirmativamente la cabeza.

– ¿Por qué crees que te llamó?

– Lo entrevisté un par de veces cuando perseguían a Salander. Sabe quién soy.

– Y sabe que tienes veintisiete años, que estás haciendo una suplencia y que te puede utilizar a su antojo cada vez que quiere sacar a la luz una información que al fiscal le interesa difundir.

– Sí, ya, todo eso lo entiendo. Pero, mira, un policía me da un soplo, voy a tomar un café con Faste y me cuenta todo esto. ¿Qué otra cosa podía haber hecho? Lo he citado tal cual.

– Estoy convencida de que lo has citado tal cual. Pero lo que deberías haber hecho es llevarle la información a Anders Holm, quien, a su vez, debería haber llamado a mi puerta para explicarme la situación y juntos deberíamos haber decidido cómo actuar.

– Entiendo. Pero yo…

– Le diste el material a Holm, el jefe de Noticias. Tú hiciste lo que debías; es Holm quien actuó mal. Pero analicemos tu artículo. Primero, ¿por qué quiere Faste filtrar esa información?

Johannes Frisk se encogió de hombros.

– ¿Qué quiere decir eso: que no lo sabes o que pasas del tema?

– Que no lo sé.

– Vale. Y si yo te digo que esta historia es completamente falsa y que Salander no tiene nada que ver con los anabolizantes, ¿qué me dices?

– No puedo demostrar lo contrario.

– Exacto. Con lo cual me estás diciendo que tú crees que debemos publicar una historia que tal vez sea falsa sólo porque carecemos de conocimientos sobre lo contrario.

– No, tenemos una responsabilidad periodística. Pero se trata de buscar el equilibrio. No podemos renunciar a publicar cuando existe una fuente que, de hecho, afirma explícitamente algo.

– Filosofía pura. Podríamos preguntarnos por qué le interesa a esa fuente que esa información salga a la luz. Déjame que te explique por qué he dado la orden de que todo lo que esté relacionado con Salander pase por mi mesa: da la casualidad de que yo tengo ciertos conocimientos sobre el tema que nadie más de esta redacción tiene. Los de la redacción de temas jurídicos están al corriente de ello y saben que no puedo contarles nada. Millennium va a publicar un reportaje que, por razones contractuales, no puedo revelarle al SMP, a pesar de estar trabajando aquí. Recibí la información en calidad de redactora jefe de Millennium y ahora mismo me encuentro entre dos tierras. ¿Entiendes lo que te quiero decir?

– Sí.

– Y esos conocimientos míos de cuando yo estaba en Millennium me permiten afirmar, sin el menor atisbo de duda, que esa historia es una mentira y que su único objetivo es hacerle daño a Lisbeth Salander ante el inminente juicio.

– No es fácil hacerle daño a Lisbeth Salander después de todas las cosas que se han dicho sobre ella…

– Cosas que, en su mayoría, son falsas y retorcidas. Hans Faste es uno de los responsables de que se hayan extendido todas esas ideas de que Lisbeth Salander es una paranoica y violenta lesbiana que se dedica al satanismo y al sexo BDSM. Y los medios de comunicación han comprado la campaña de Faste por la sencilla razón de que se trata de una fuente aparentemente seria y porque siempre resulta divertido escribir sobre sexo. Y ahora lo que pretende es darle un nuevo enfoque para continuar minando la imagen que la opinión pública tiene de Lisbeth Salander, y quiere que el SMP le ayude a difundirlo. Sorry, pero conmigo no.

– Entiendo.

– ¿Ah, sí? Bien. Entonces te lo resumiré en una sola frase: tu misión como periodista consiste en cuestionarlo y examinarlo todo con sentido crítico, no en repetir lo primero que alguien te diga, por muy bien situado que esté en la administración del Estado. Que no se te olvide nunca. Escribes muy bien, pero ese talento no tendrá ningún valor si olvidas tu misión.

– Ya.

– Voy a suprimir tu artículo.

– Vale.

– No se sostiene. No me creo el contenido.

– De acuerdo.

– Eso no significa que no confíe en ti.

– Gracias.

– Por eso voy a mandarte a tu mesa y proponerte un nuevo artículo.

– ¿Ah, sí?

– Está relacionado con mi contrato con Millennium. No puedo revelar, por lo tanto, lo que sé de la historia de Salander. Al mismo tiempo, soy redactora jefe de un periódico que corre el riesgo de patinar considerablemente porque la redacción no tiene la información de la que yo dispongo.

– Mmm.

– Y eso no puede ser. Nos hallamos ante una situación única y que sólo atañe a Salander. Por eso he decidido buscar a un reportero al que guiar por el buen camino para que no nos pillen con los pantalones bajados y el culo al aire cuando Millennium publique la historia.

– ¿Y tú crees que Millennium va a publicar algo remarcable sobre Salander?

– No es que lo crea; lo sé. Millennium está preparando un scoop que le dará la vuelta a la historia de Salander y me saca de quicio no poder hacerlo yo. Pero, simplemente, resulta imposible.

– Pero acabas de decir que suprimes mi artículo porque sabes que es falso… Con lo cual has dado a entender que hay algo en esta historia que todos los periodistas han pasado por alto.

– Exacto.

– Perdóname, pero me cuesta creer que todos los medios de comunicación de Suecia hayan caído en la misma trampa…

– Lisbeth Salander ha sido objeto de una persecución mediática. En esos casos las normas establecidas dejan de tener vigencia y cualquier sinsentido va a parar a primera página.

– ¿Me quieres decir que Lisbeth Salander no es lo que parece?

– Empieza por imaginarte que es inocente de los cargos de los que se la acusa, que la imagen que se ha dado de ella en las portadas de los periódicos es una tontería y que hay en movimiento otras fuerzas muy diferentes a las que han salido a la luz hasta ahora.

– ¿Eso es lo que piensas?

Erika Berger asintió con la cabeza.

– Entonces eso significa que lo que acabo de escribir es parte de una continua campaña contra ella.

– Exacto.

– Pero ¿no me puedes decir de qué va la historia?

– No.

Pensativo, Johannes Frisk se rascó un instante la cabeza. Erika Berger esperó.

– De acuerdo… ¿Qué quieres que haga?

– Vuelve a tu mesa y ponte a pensar en otro reportaje. No te estreses, pero poco antes del juicio me gustaría poder publicar un largo texto, tal vez de dos páginas enteras, que analice el grado de veracidad de todas las afirmaciones que se han hecho hasta ahora sobre Lisbeth Salander. Empieza por los recortes de prensa: haz una lista de todas las cosas que se han dicho sobre ella y luego las vas repasando una por una.

– Vale…

– Piensa como un periodista. Averigua quién difunde la historia, por qué lo hace y a quién beneficia.

– Pero no estaré en el SMP cuando empiece el juicio. Como ya te he dicho, ésta es mi última semana de suplencia.

Erika abrió una funda de plástico que sacó de un cajón de su mesa y le dio un papel a Johannes Frisk.

– He prolongado tu suplencia tres meses más. Continúa esta semana con tu trabajo y el lunes vienes a verme.

– Vale…

– Bueno, si es que quieres que prolonguemos tu contrato…

– Claro que sí.

– Se te contratará para hacer una investigación al margen del habitual trabajo de redacción. Estarás bajo mis órdenes directas. Cubrirás de modo especial el juicio de Salander por encargo del SMP.

– Me parece que el jefe de Noticias tendrá algo que objetar…

– No te preocupes por Holm. He hablado con el jefe de la redacción de temas jurídicos para que no surja ningún conflicto. Pero vas a investigar el fondo, no a cubrir las noticias. ¿Te parece bien?

– Me parece fenomenal.

– Bueno, pues… venga, ya está. Nos vemos el lunes.

Le hizo señas para que se fuera del cubo de cristal. Al levantar la vista sorprendió a Anders Holm observándola desde el otro lado del mostrador central. El bajó la mirada y fingió no haberla visto.

Capítulo 11 Viernes, 13 de mayo – Sábado, 14 de mayo

Mikael Blomkvist tuvo mucho cuidado en asegurarse de que no lo vigilaban cuando el viernes por la mañana, muy temprano, fue andando desde la redacción de Millennium hasta la antigua casa de Lisbeth Salander en Lundagatan. Debía ir a Gotemburgo para ver a Idris Ghidi. El problema era dar con un medio de transporte seguro con el que no corriera el riesgo de ser observado ni de dejar huellas. Tras pensarlo bien, decidió rechazar la opción del tren, ya que no quería usar ninguna tarjeta de crédito. Por lo general, solía coger el coche de Erika Berger, algo que, sin embargo, ya no era posible. Pensó en pedirle a Henry Cortez, o a quien fuera, que le alquilara uno, pero siempre aparecía el inconveniente de que todo ese papeleo dejaría una huella.

Al final, se le ocurrió la solución más obvia. Tras sacar una considerable suma de dinero de un cajero automático de Götgatan, utilizó las llaves de Lisbeth Salander para abrir la puerta de su Honda color burdeos, que llevaba abandonado en la calle, delante de su antigua casa, desde el mes de marzo. Ajustó el asiento y advirtió que el depósito de gasolina estaba medio lleno. Por último, dio marcha atrás, se incorporó al tráfico y se dirigió hacia la E 4 por el puente de Liljeholmen.

Al llegar a Gotemburgo aparcó en una calle perpendicular a Avenyn a las 14.50. Se tomó un almuerzo tardío en el primer café que encontró. A las 16.10, cogió el tranvía que iba a Angered y se bajó en el centro. Tardó veinte minutos en encontrar la dirección donde vivía Idris Ghidi. Llegó a su cita con él con un retraso de poco más de diez minutos.

Idris Ghidi cojeaba. Le abrió la puerta, estrechó la mano de Mikael y lo invitó a pasar a un salón amueblado de forma espartana. En una cómoda que estaba junto a la mesa ante la cual Idris lo invitó a sentarse había una docena de fotografías enmarcadas que Mikael estudió.

– Mi familia -dijo Idris Ghidi.

Hablaba con un fuerte acento. Mikael sospechaba que no sobreviviría al examen de lengua sueca que proponía el Partido Liberal.

– ¿Son tus hermanos?

– Los dos de la izquierda fueron asesinados por Sadam en los años ochenta, al igual que mi padre, el del centro. Y mis dos tíos también fueron asesinados por Sa-dam, pero en los años noventa. Mi madre murió en el año 2000. Mis tres hermanas viven. Residen en el extranjero: dos en Siria, y la otra, la menor, en Madrid.

Mikael movió afirmativamente la cabeza. Idris Ghidi sirvió café turco.

– Kurdo Baksi te manda saludos.

Idris Ghidi asintió.

– ¿Te explicó lo que yo quería?

– Kurdo me comentó que querías contratarme para un trabajo, pero no de qué se trataba. Déjame que te diga, ya desde el principio, que no lo voy a aceptar si es algo ilegal. No me puedo permitir implicarme en una cosa así.

Mikael volvió a asentir.

– No hay nada ilegal en lo que te quiero pedir, pero es raro. El encargo que te voy a hacer durará un par de semanas y tendrás que realizarlo, todos los días. Pero sólo te llevará poco más de un minuto y estoy dispuesto a pagarte mil coronas a la semana. El dinero te lo daré en mano de mi propio bolsillo y no lo declararé a Hacienda.

– Entiendo. ¿Qué quieres que haga?

– Tú trabajas como limpiador en el hospital de Sahlgrenska.

Idris Ghidi hizo de nuevo un gesto afirmativo con la cabeza.

– Una de tus tareas consiste en limpiar todos los días, o seis días a la semana si lo he entendido bien, el pasillo 11 C, que es donde está la unidad de cuidados intensivos.

Idris Ghidi asintió.

– Esto es lo que quiero que hagas.

Mikael Blomkvist se inclinó hacia delante y se lo explicó.


El fiscal Richard Ekström contempló pensativo a su visita: un rostro arrugado enmarcado en un pelo corto y canoso. Era la tercera vez que se encontraba con el comisario Georg Nyström. Este lo visitó por primera vez durante los días que siguieron al asesinato de Zalachenko. Le mostró una placa que confirmaba que trabajaba para la DGP /Seg. Y mantuvieron una larga y discreta conversación.

– Es importante que comprendas que yo no intento influir en absoluto en tu manera de actuar o de hacer tu trabajo -le'aclaró Nyström.

Ekström asintió.

– También debo subrayar que, bajo ninguna circunstancia, puedes hacer pública la información que te voy dar.

– Entiendo -dijo Ekström.

A decir verdad, Ekström debía reconocer que no lo entendía muy bien, pero no quería parecer un idiota haciendo demasiadas preguntas. Lo que sí le había quedado claro era que el tema de Zalachenko debía ser tratado con la máxima discreción. Y también que las visitas de Nyström eran totalmente informales, aunque con el beneplácito de las más altas autoridades de la policía de seguridad.

– Estamos hablando de vidas humanas -le explicó Nyström ya en la primera reunión-. Por lo que a la policía de seguridad respecta, todo lo que concierne a la verdad del caso Zalachenko está clasificado. Te puedo confirmar que es un antiguo agente que desertó del espionaje militar ruso y una de las personas clave en la ofensiva rusa contra la Europa occidental de los años setenta.

– Vale… Eso es, por lo visto, lo que Mikael Blomkvist sostiene.

– Y en este caso tiene toda la razón. Es periodista y se ha tropezado con uno de los asuntos más secretos de toda la historia de la defensa sueca.

– Va a publicarlo.

– Por descontado. Él representa a los medios de comunicación con todas sus ventajas y desventajas. Vivimos en una democracia y, naturalmente, no podemos influir en lo que escribe la prensa. La desventaja en este caso es, por supuesto, que Blomkvist sólo conoce una pequeña parte de la verdad sobre Zalachenko y que gran parte de lo que sabe es mentira.

– Entiendo.

– Pero lo que Blomkvist no entiende es que si la verdad sobre Zalachenko sale a la luz, los rusos podrán identificar a los informadores y a las fuentes que tenemos en Rusia. Eso quiere decir que ciertas personas que se juegan la vida luchando por la democracia corren el riesgo de morir.

– Pero ¿no es Rusia hoy en día una democracia? Quiero decir que si esto hubiese ocurrido durante la época comunista…

– Eso son ilusiones. Se trata de gente que es culpable de espionaje contra Rusia y no hay régimen en el mundo que acepte eso, aunque haya pasado mucho tiempo. Y varias de esas fuentes siguen en activo…

Ya no existían agentes así, pero eso no lo podía saber el fiscal Ekström. Tenía que fiarse de la palabra de Nyström. Y tampoco podía remediar sentirse halagado por compartir, de manera informal, información sobre uno de los secretos mejor guardados de toda Suecia. Le sorprendía un poco que la defensa sueca hubiera conseguido infiltrarse en la defensa rusa del modo que insinuaba Nyström, y entendía que, naturalmente, se trataba de información que no debía difundirse bajo ningún concepto.

– Cuando me encargaron que contactara contigo ya habíamos hecho una completa evaluación de tu persona -dijo Nyström.

El arte de la seducción siempre consiste en dar con los puntos débiles de los seres humanos. La debilidad del fiscal Ekström radicaba en lo convencido que estaba de su propia importancia y en el hecho de que él, como cualquier persona, apreciara los halagos. Se trataba de conseguir que se sintiera elegido.

– Y hemos podido constatar que cuentas con una gran confianza dentro de la policía… y, por supuesto, en los círculos gubernamentales -añadió Nyström.

Ekström parecía contento. Que personas anónimas de los círculos gubernamentales tuvieran confianza en él era una información que, de forma tácita, insinuaba que podía contar con cierta gratitud en el caso de que jugara bien sus cartas. Era un buen presagio para el futuro de su carrera profesional.

– Entiendo… ¿Y qué es lo que en realidad quieres?

– Mi misión es, dicho en pocas palabras, ayudarte de la manera más discreta posible con mis conocimientos. Ya sabes lo increíblemente complicada que se ha vuelto esta historia. Por una parte, se está realizando, como es debido, la instrucción de un sumario del que tú eres el máximo responsable. Nadie, ni el gobierno ni la policía de seguridad ni ningún otro, puede entrometerse en cómo la estás llevando a cabo. Tu trabajo consiste en encontrar la verdad y procesar a los culpables. Es una de las funciones más importantes de un Estado de derecho.

Ekström asintió.

– Por otra parte, sería una catástrofe nacional de proporciones más bien incomprensibles que toda la verdad sobre el caso Zalachenko saliera a la luz.

– Entonces, ¿cuál es el objetivo de tu visita?

– Primero, concienciarte de lo delicado del asunto. Creo que Suecia no se ha encontrado en una situación tan delicada desde la segunda guerra mundial. Podríamos decir que el destino de nuestro país está, en cierta medida, en tus manos.

– ¿Quién es tu jefe?

– Lo siento, pero no se me permite revelar el nombre de las personas que están trabajando en este tema. Déjame decirte tan sólo que mis instrucciones proceden de la máxima autoridad imaginable.

¡Dios mío! Actúa por orden del gobierno. Pero no lo puede decir porque provocaría una catástrofe política.

Nyström vio que Ekström mordía el anzuelo.

– Lo que sí puedo hacer, en cambio, es proporcionarte alguna información. Tengo amplios poderes para, siguiendo mi propio criterio, iniciarte en el conocimiento de cierto material que se cuenta entre lo más secreto de este país.

– De acuerdo.

– Eso significa que cuando tengas dudas sobre algo, sea lo que sea, es a mí a quien debes dirigirte. No hablarás con nadie más dentro de la policía de seguridad; sólo conmigo. Mi misión consiste en guiarte por este laberinto y, si se produce un choque de diferentes intereses, nos ayudaremos mutuamente a encontrar soluciones.

– Entiendo. En ese caso es mi deber comunicarte que agradezco que tú y tus colegas estéis dispuestos a facilitarme la labor de esa manera.

– Queremos que el proceso judicial siga su curso, aunque la situación es difícil.

– Bien. Te aseguro que voy a ser muy discreto; no es la primera vez que manejo información clasificada…

– No, ya lo sabemos.

En ese primer encuentro Ekström le había hecho docenas de preguntas que Nyström apuntó con total meticulosidad y que luego intentó contestar en la medida de lo posible. En esta tercera visita le respondería a varias de ellas. La más importante de todas se refería al grado de veracidad del informe de Björck de 1991.

– Eso es un problema -dijo Nyström.

Parecía preocupado.

– Tal vez deba empezar por explicarte que, desde que ese informe salió a flote, hemos tenido un grupo de análisis trabajando prácticamente día y noche con la única misión de averiguar lo que en realidad sucedió. Y estamos llegando a un punto en el que ya podemos empezar a sacar conclusiones. Y son conclusiones muy desagradables.

– Eso lo puedo entender, pues ese informe afirma que la policía de seguridad y el psiquiatra Peter Teleborian conspiraron para meter a Lisbeth Salander en una clínica psiquiátrica.

– ¡Ojalá no fuera más que eso! -dijo Nyström con una ligera sonrisa.

– ¿Ojalá?

– Sí. Porque, si fuera así, la cosa sería muy sencilla. Entonces se habría cometido un delito que llevaría a un proceso. El problema es que el informe no concuerda con los que se encuentran en nuestros archivos.

– ¿Qué quieres decir?

Nyström sacó una carpeta azul y la abrió.

– Éste es el verdadero informe que Gunnar Björck redactó en 1991. Aquí también están los documentos originales de la correspondencia que mantuvo con Teleborian y que guardamos en nuestro archivo. El problema es que las versiones no se corresponden.

– Aclárame eso.

– Lo peor de la historia es que Björck se ahorcara. Suponemos que no pudo hacer frente al hecho de que se descubrieran sus deslices sexuales. Millennium pensaba ponerlo en evidencia. Aquello lo condujo a una desesperación tan profunda que optó por quitarse la vida.

– Sí…

– El informe original es una investigación sobre los intentos de Lisbeth Salander de matar a su padre, Alexander Zalachenko, con una bomba incendiaria. Las primeras treinta páginas del informe que Blomkvist encontró concuerdan con el original. En ellas no hay nada raro. Es a partir de la página treinta y tres, cuando Björck extrae sus conclusiones y hace una serie de recomendaciones, donde surge la discrepancia.

– ¿Cómo?

– En la versión original, Björck recomienda claramente cinco cosas. No tenemos por qué ocultar que lo que se pretendía era suavizar el asunto Zalachenko en los medios de comunicación. Björck propone que la rehabilitación de Zalachenko, pues sufría graves quemaduras, se efectuara en el extranjero. Y cuestiones por el estilo. También propone que se le ofrezcan a Lisbeth Salander los mejores cuidados psiquiátricos imaginables.

– Vale…

– El problema es que se han modificado, muy sutilmente, unas cuantas frases. En la página treinta y cuatro hay un pasaje donde Björck parece sugerir que Salander sea tachada de psicótica con el fin de echar por tierra su credibilidad en el caso de que alguien empezara a hacer preguntas sobre Zalachenko.

– ¿Y ese pasaje no figura en el informe original?

– Eso es. Gunnar Björck nunca escribió nada semejante. Además, habría constituido una vulneración de la ley. Lo que él propuso fue que ella tuviera la asistencia que en realidad necesitaba. En la copia de Blomkvist eso se ha convertido en una conspiración.

– ¿Puedo leer el original?

– Toma. Pero tengo que llevármelo cuando me vaya. Y antes de que lo leas, déjame que llame tu atención sobre el anexo con la correspondencia que a continuación mantuvieron Björck y Teleborian. Casi toda ella es una clara falsificación. Ya no se trata de cambios sutiles sino de graves falsificaciones.

– ¿Falsificaciones?

– Creo que, en este caso, es la palabra más adecuada. El original da fe de que Peter Teleborian recibió el encargo que le hizo el tribunal para que le realizara un examen psiquiátrico forense a Lisbeth Salander. Hasta ahí todo resulta de lo más normal: Lisbeth Salander tenía doce años y había intentado matar a su padre con una bomba incendiaria; lo llamativo habría sido que no se le hubiera hecho un estudio psiquiátrico.

– Es verdad.

– Si tú hubieses sido el fiscal, supongo que también habrías pedido un informe pericial tanto social como psiquiátrico.

– Por supuesto.

– Por aquel entonces, Teleborian ya era un conocido y respetado psiquiatra infantil y además tenía experiencia en psiquiatría forense. Le encargaron la tarea, efectuó la pertinente evaluación y llegó a la conclusión de que Lisbeth Salander estaba psíquicamente enferma… No creo que sea necesario que entre en los detalles técnicos.

– Bien…

– Teleborian dejó constancia de eso en un informe que envió a Björck y que luego fue presentado ante el tribunal, que decidió que Salander ingresara en Sankt Stefan.

– Entiendo.

– En la versión de Blomkvist, el informe de Teleborian brilla por su ausencia. En su lugar, hay una correspondencia entre Björck y Teleborian que insinúa que Björck le insta a simular una evaluación psiquiátrica.

– Y eso es lo que tú dices que es una falsificación…

– Sin duda.

– Pero ¿a quién le interesaría falsificar eso?

Nyström dejó el informe y frunció el ceño.

– Estás llegando al mismísimo quid de la cuestión.

– Y la respuesta es…

– No la sabemos. Esa es la pregunta en la que anda trabajando sin parar nuestro grupo de análisis.

– ¿Podría ser que Blomkvist se hubiera inventado todo eso?

Nyström se rió.

– Bueno… la verdad es que ésa fue una de nuestras primeras ideas. Pero creemos que no. Lo que pensamos es que la falsificación se realizó hace muchos años, con toda probabilidad al mismo tiempo que se redactó el informe original.

– ¿Ah, sí?

– Lo cual nos lleva a una desagradable conclusión: el que hizo la falsificación estaba muy al tanto del asunto. Y, por si fuera poco, tuvo acceso a la misma máquina de escribir que usó Gunnar Björck.

– ¿Quieres decir que…?

– No sabemos dónde redactó Björck el informe. Es posible que lo hiciera en una máquina de escribir de su casa, de su lugar de trabajo o de algún otro sitio. Podemos imaginar dos cosas: o que el que hizo la falsificación era alguien del mundo de la psiquiatría o de la medicina forense que, por la razón que fuera, quería armarle un escándalo a Teleborian, o que la falsificación fue realizada por algún miembro de la policía de seguridad y estuvo motivada por objetivos completamente distintos.

– ¿Por qué?

– Estamos hablando del año 1991. Tal vez fuese un agente ruso infiltrado en la DGP /Seg que le estuviera siguiendo el rastro a Zalachenko. Esa posibilidad es la que nos ha llevado a que en estos momentos nos encontremos estudiando una gran cantidad de antiguos expedientes personales.

– Pero si la KGB se hubiese enterado de… ya hace años que esto habría salido a la luz.

– Bien pensado. Pero no olvides que fue justo en esa época cuando cayó la Unión Soviética y se disolvió la KGB. No sabemos qué salió mal. Quizá se tratara de una operación planificada de antemano que luego se abortó. La KGB dominaba con verdadera maestría el arte de falsificar documentos y el de la desinformación.

– Pero ¿qué objetivo podría tener la KGB falsificando eso…?

– Tampoco lo sabemos. Pero un objetivo obvio sería, por supuesto, el de desacreditar al gobierno sueco.

Ekström se pellizcó el labio inferior.

– ¿De modo que la evaluación médica de Salander es correcta?

– Pues, sí. Sin duda. Salander está loca de atar, si me perdonas la expresión. Que no te quepa la menor duda. La medida de ingresarla en aquella unidad cerrada del psiquiátrico fue completamente acertada.


– ¿Inodoros? -preguntó la redactora jefe en funciones Malin Eriksson con un deje de duda en la voz, como si pensara que Henry Cortez le estaba tomando el pelo.

– Inodoros -repitió Henry Cortez con un gesto de asentimiento.

– ¿Quieres escribir un reportaje sobre inodoros? ¿En Millennium?

Monica Nilsson soltó una repentina e inapropiada carcajada. Ella había visto su mal disimulado entusiasmo en cuanto él entró con su despreocupado y lento andar a la reunión del viernes; reconoció todos los síntomas que presenta un periodista que tiene un artículo cociéndose en el horno.

– Vale, cuéntamelo.

– Es muy sencillo -dijo Henry Cortez-. La industria más grande de Suecia, con diferencia, es la construcción. Se trata de una industria que, en la práctica, no puede mudarse al extranjero por mucho que Skånska finja tener una oficina en Londres y cosas por el estilo. Las casas, en cualquier caso, hay que construirlas en Suecia.

– Ya, pero eso no es nada nuevo.

– No. Pero lo que sí podría decirse que es más o menos nuevo es que, cuando se trata de crear empresas competentes y eficaces, el negocio de la construcción está a años luz de todas las demás industrias de Suecia. Si Volvo construyera coches de la misma manera, el último modelo valdría alrededor de uno o dos millones de coronas. Para cualquier industria normal el objetivo es reducir los precios. Con la industria de la construcción sucede lo contrario: pasan olímpicamente de reducir costes, lo cual hace que el precio del metro cuadrado aumente y que el Estado realice una serie de subvenciones con dinero público para que el precio final no resulte absurdo.

– ¿Y ahí hay un artículo?

– Espera. Es complicado. Pongamos, por ejemplo, que si desde los años setenta la evolución de los precios hubiera sido la misma para una hamburguesa, un Big Mac valdría hoy algo más de ciento cincuenta coronas como mínimo. Lo que costaría con patatas fritas y Coca-Cola no me lo quiero ni imaginar, pero con lo que cobro en Millennium seguro que no me lo podría permitir. ¿Cuántos de los que os encontráis aquí sentados estaríais dispuestos a pagar más de cien coronas por una hamburguesa de McDonald's?

Nadie dijo nada.

– Muy bien hecho. Pero cuando NCC levanta en un pispas y con cuatro ladrillos unos cuantos bloques en Lidingö (en Gåshaga, para ser más exactos), y cobra unas diez o doce mil coronas de alquiler por un piso de dos dormitorios, ¿cuántos de vosotros las pagaríais?

– Yo no me lo podría permitir -dijo Monica Nilsson.

– No. Pero vives en un piso de Danvikstull que te compró tu padre hace veinte años y por el que te darían, si lo vendieras, digamos que un kilo y medio. Pero ¿qué hace un joven de veinte años que se quiere ir de la casa de sus padres? No se lo puede permitir. De modo que, o vive de alquiler, o subarrendado, o se queda con su vieja hasta que se jubila.

– ¿Y qué pintan los inodoros en toda esta historia? -preguntó Christer Malm.

– A eso voy. La pregunta es: ¿por qué son tan endiabladamente caras las casas? Pues porque el que las manda construir no sabe cómo hacerlo. Os pondré un ejemplo: una promotora municipal llama a una empresa de construcción tipo Skånska, le dice que quiere encargar cien pisos y le pregunta que cuánto le costaría. Skånska hace sus cálculos y pongamos que le contesta que quinientos millones. Eso tiene como consecuencia que el precio por metro cuadrado se sitúe en X coronas y que tú tengas que desembolsar diez mil coronas al mes si quieres vivir allí. Porque, a diferencia de lo que pasa con McDonald's, no puedes renunciar a vivir en algún sitio. O sea, que no te queda más remedio que pagar lo que te digan.

– Por favor, Henry… al grano.

– Ese es el grano. ¿Por qué cuesta un pastón trasladarse a esos malditos cajones de mierda del puerto de Hammarby? Pues porque las constructoras pasan de bajar los precios. Y porque al cliente no le queda más remedio que pagar. Una de las cosas que más encarece la vivienda es el material de construcción. El negocio de este material está en manos de empresas mayoristas, que son las que ponen los precios. Como ahí no hay una verdadera competencia, una bañera puede costar en Suecia cinco mil coronas. La misma bañera hecha por el mismo fabricante cuesta en Alemania el equivalente a dos mil coronas. Y no existe ningún coste adicional en Suecia que pueda explicar la diferencia.

– Vale.

– Casi todo esto se puede leer en un informe de la Delegación para el análisis de los costes de construcción que fue designada por el gobierno y que estudió este tema a finales de los años noventa. Desde entonces, no ha pasado gran cosa. Nadie negocia con las empresas de construcción denunciando lo disparatado de sus precios. Los que encargan los edificios pagan sin rechistar lo que cuesta, y, al final, el precio lo asumen los inquilinos y los contribuyentes.

– Henry: ¿y los inodoros?

– Lo poco que ha ocurrido desde aquel informe de la Delegación ha tenido lugar a nivel local, en especial fuera de Estocolmo. Hay clientes que se han cansado de los altos costes. Un buen ejemplo lo constituye Karlskronahem, la empresa municipal de vivienda de Karlskrona, que construye edificios más baratos que ninguna otra, simplemente porque compra el material sin intermediarios. Y la Federación sueca de comercio también se ha metido por medio. Ellos piensan que los precios del material de construcción son del todo absurdos, razón por la cual intentan facilitarle la vida al cliente importando productos equivalentes a un precio más bajo. Y eso motivó un pequeño enfrentamiento en la Feria de la Construcción de Älvsjö de hace un año. La Federación sueca de comercio trajo a un tío de Tailandia que vendía inodoros a quinientas coronas la unidad.

– Vale. ¿Y?

– Su competidor más cercano era una empresa mayorista sueca que se llama Vitavara AB y que vende inodoros auténticamente suecos a mil setecientas coronas cada uno. Así que los compradores inteligentes de las empresas municipales de construcción empezaron a rascarse la cabeza y a preguntarse por qué estaban pagando mil setecientas coronas por un inodoro cuando por quinientas podían traerles de Tailandia uno igual.

– ¿Tal vez porque era de mejor calidad? -preguntó Lottie Karim.

– No. La misma.

– Tailandia -dijo Christer Malm-. Eso huele a trabajo infantil y cosas por el estilo. Lo que explicaría el bajo precio.

– No -contestó Henry Cortez-. En Tailandia el trabajo infantil existe sobre todo en la industria textil y en la de los souvenirs. Y en el comercio sexual de los pedófilos, por supuesto. Esto es una industria seria. La ONU controla el trabajo infantil y yo he controlado a la empresa. Se han portado bien. Es una empresa grande, moderna y muy respetada en el ramo de los sanitarios.

– Vale… pero estamos hablando de países con bajos salarios, lo cual significa que corres el riesgo de escribir un artículo que abogue por que la industria sueca sea aniquilada por la industria tailandesa. Despide a los trabajadores suecos, cierra las fábricas de aquí y empieza a importar de Tailandia. Me temo que los sindicatos no te van a dar ninguna medalla…

Una sonrisa se dibujó en los labios de Henry Cortez. Se echó hacia atrás y puso una cara de desvergonzada chulería.

– Pues no -contestó-. Adivina dónde fabrica Vitavara AB esos inodoros por los que pagas mil setecientas coronas.

Se hizo el silencio en la redacción.

– En Vietnam -dijo Henry Cortez.

– No puede ser -respondió la redactora jefe Malin Eriksson.

– Sí, querida -terció Henry-. Llevan por lo menos diez años haciendo inodoros en régimen de subcontratación. A los trabajadores suecos los despidieron en los años noventa.

– Joder.

– Pero ahora viene lo mejor. Si los importáramos directamente de la fábrica de Vietnam, el precio rondaría las trescientas noventa coronas. Adivina cómo se explica la diferencia de precio entre Tailandia y Vietnam.

– No me digas que…

Henry Cortez asintió. Su sonrisa ya era más ancha que su cara.

– Vitavara AB le encarga el trabajo a algo que se llama Fong Soo Industries. Figura en la lista de la ONU sobre las empresas que emplean mano de obra infantil; o eso es, al menos, lo que dice una investigación que se realizó en el año 2001. Pero la gran mayoría de los trabajadores son prisioneros.

Malin Eriksson sonrió.

– Esto es bueno -dijo-. Esto es muy bueno. ¿Tú qué quieres ser de mayor? ¿Periodista? ¿Cuándo podrías tener el artículo?

– En dos semanas. Tengo que comprobar algunas cosas sobre comercio internacional. Y luego necesitamos al malo de la película, de modo que debo averiguar quiénes son los propietarios de Vitavara AB.

– Entonces, ¿lo podríamos incluir en el número de junio? -preguntó Malin esperanzada.

No problem.


El inspector Jan Bublanski observó con una mirada inexpresiva al fiscal Richard Ekström. La reunión duraba ya cuarenta minutos y Bublanski sintió un intenso deseo de alargar la mano y coger ese ejemplar de la Ley del Reino de Suecia que estaba sobre la mesa de Ekström y darle un golpe en la cabeza con él. Se preguntó tranquilamente qué ocurriría si lo hiciera. Sin duda provocaría grandes titulares en los periódicos vespertinos y lo más probable es que lo procesaran por malos tratos. Se quitó la idea de la cabeza: el sentido de ser un hombre civilizado era, precisamente, no ceder a ese tipo de impulsos, con independencia de lo provocador que resultara el comportamiento del otro. Además, por lo general, era cuando alguien había cedido a esos impulsos cuando avisaban al inspector Bublanski.

– Bueno -dijo Ekström-. Entiendo que estamos de acuerdo.

– No, no estamos de acuerdo -contestó Bublanski para, acto seguido, levantarse-. Pero tú eres el instructor del sumario.

Iba mascullando algunas palabras cuando enfiló el pasillo que conducía a su despacho y llamó a los inspectores Curt Svensson y Sonja Modig, quienes constituían todo el personal con el que contaba esa tarde. Jerker Holmberg había decidido cogerse, muy intempestivamente, dos semanas de vacaciones.

– A mi despacho -dijo Bublanski-. Llevaos café.

Una vez sentados, Bublanski abrió su cuaderno, que tenía unas notas tomadas en la reunión con Ekström.

– La situación en la que nos encontramos ahora mismo es que nuestro instructor del sumario ha sobreseído todos los cargos contra Lisbeth Salander respecto a los asesinatos por los que se emitió la orden de busca y captura. Así que, por lo que a nosotros concierne, ella ya no forma parte de la investigación.

– Bueno, supongo que, a pesar de todo, eso habrá que considerarlo como un avance -dijo Sonja Modig.

Curt Svensson, fiel a su costumbre, no dijo nada.

– No estoy tan seguro -respondió Bublanski-. Salander sigue siendo sospechosa de graves delitos en Stallarholmen y Gosseberga. Pero eso ya no forma parte de nuestra investigación. Nosotros debemos concentrarnos en encontrar a Niedermann e investigar el tema del cementerio del bosque de Nykvarn.

– De acuerdo.

– Pero ya está claro que Ekström dictará auto de procesamiento contra Lisbeth Salander. El caso se ha trasladado a Estocolmo y se ha abierto una investigación independiente.

– ¿Ah, sí?

– Y adivina quién va a investigar a Salander.

– Me temo lo peor.

– Hans Faste se ha reincorporado al trabajo. Será él quien colabore con Ekström en la investigación sobre Salander.

– ¡Joder, pero eso es una locura! Faste es la persona más inapropiada del mundo para investigar a Salander.

– Ya lo sé. Pero Ekström tiene un buen argumento. Faste ha estado de baja desde… bueno, desde el colapso que sufrió en abril, y necesita concentrar sus esfuerzos en un caso sencillo.

Silencio.

– Así que esta misma tarde debemos entregarle a Faste todo el material que tenemos sobre Salander.

– ¿Y esa historia sobre Gunnar Björck y la Säpo y el informe de 1991…?

– La llevarán Faste y Ekström.

– Eso no me gusta nada -dijo Sonja Modig.

– A mí tampoco. Pero Ekström es el jefe y cuenta con el apoyo de las altas esferas. En otras palabras: nuestra misión sigue siendo encontrar al asesino. Curt, ¿cómo vamos?

Curt Svensson negó con la cabeza.

– Niedermann sigue desaparecido. Es como si se lo hubiese tragado la tierra. Tengo que reconocer que durante todos los años que llevo en el cuerpo jamás he visto un caso parecido; no hay ni un solo confidente que lo conozca ni que sepa nada sobre su posible paradero.

– ¡Qué raro! -exclamó Sonja Modig-. En fin, de todas maneras, si lo he entendido bien, se le busca por el asesinato de un policía en Gosseberga, por un delito de lesiones graves a otro agente, por el intento de asesinato de Lisbeth Salander y por el secuestro y maltrato de la auxiliar dental Anita Kaspersson, así como por los asesinatos de Dag Svensson y de Mia Bergman. En todos los casos, las pruebas forenses son más que concluyentes.

– No está nada mal para empezar… ¿Cómo va la investigación sobre el experto financiero de Svavelsjö MC?

– Viktor Göransson y su pareja, Lena Nygren. Las pruebas forenses con las que contamos vinculan a Niedermann con el lugar. Sus huellas dactilares y su ADN se hallan sobre el cuerpo de Göransson; debió de desollarse los nudillos de lo lindo.

– Vale. ¿Algo nuevo sobre Svavelsjö MC?

– Sonny Nieminen ha asumido el cargo de jefe mientras Magge Lundin está detenido en espera de juicio por el secuestro de Miriam Wu. Se rumorea que Nieminen ha prometido una gran recompensa para el que le sople dónde se esconde Niedermann.

– Lo que todavía hace más raro que aún no se haya dado con él. ¿Qué hay del coche de Göransson?

– Como el coche de Anita Kaspersson lo encontramos en la casa de Göransson, creemos que Niedermann cambió de vehículo. Pero no hay ni rastro de él.

– Así que la pregunta que debemos plantearnos es si Niedermann sigue escondido en algún lugar de Suecia, y en ese caso dónde y con quién, o si ya se ha puesto a salvo en el extranjero. ¿Con qué nos quedamos?

– No hay nada que indique que se ha ido al extranjero, pero la verdad es que es la única hipótesis lógica.

– En ese caso, ¿qué ha hecho con el coche?

Tanto Sonja Modig como Curt Svensson movieron negativamente la cabeza. En nueve de cada diez casos, el trabajo policial resultaba bastante sencillo cuando se trataba de buscar a una persona con nombre y apellido. Tan sólo era cuestión de crear una cadena lógica y empezar a tirar del hilo. ¿Quiénes eran sus amigos? ¿Con quién había compartido celda en el trullo? ¿Dónde vive su novia? ¿Con quién solía salir a tomar copas? ¿Dónde está su vehículo? Al final de esa cadena, terminaban encontrando al tipo que buscaban.

El problema de Ronald Niedermann era que no tenía amigos, ni novia, ni había pasado por el trullo y tampoco se le conocía teléfono móvil alguno.

Por consiguiente, una gran parte de las pesquisas se habían centrado en encontrar el coche de Viktor Göransson que, en teoría, estaba utilizando Ronald Niedermann. Eso debería darles una idea de por dónde continuar la búsqueda. Al principio se imaginaron que el coche aparecería al cabo de unos días, probablemente, en algún aparcamiento de Estocolmo. Sin embargo, a pesar de la orden nacional de búsqueda que se cursó, el vehículo todavía brillaba por su ausencia.

– Y en el caso de que se encuentre en el extranjero… ¿dónde está?

– Es ciudadano alemán, así que lo lógico es que se haya marchado a Alemania.

– Allí está en busca y captura. Además, no parece que se haya puesto en contacto con sus viejos amigos de Hamburgo.

Curt Svensson agitó la mano.

– Si su plan era huir a Alemania… ¿para qué iba a ir a Estocolmo? ¿No debería dirigirse hacia Malmö y coger el puente de Öresund o alguno de los ferris?

– Sí, es verdad. Durante los primeros días Marcus Erlander encaminó las pesquisas en esa dirección. La policía de Dinamarca está avisada de los datos del coche de Göransson, y sabemos que Niedermann no ha cruzado en ningún ferri.

– Pero fue a Estocolmo y a Svavelsjö MC, donde mató al contable del club y, supuestamente, desapareció con una desconocida suma de dinero. ¿Cuál sería su próximo paso?

– Salir de Suecia como fuera -dijo Bublanski-. Lo lógico sería coger alguno de los ferris que van hasta los países bálticos. Pero Göransson y su pareja fueron asesinados durante la noche del nueve de abril. Eso significa que Niedermann podría haber cogido el barco a la mañana siguiente. Nos dieron el aviso unas dieciséis horas después de que los hubieran matado y, desde ese momento, buscamos el vehículo.

– Si hubiese cogido el ferri por la mañana, el coche de Göransson debería haber sido hallado en alguno de los puertos de donde salen los barcos -constató Sonja Modig.

Curt Svensson asintió.

– ¿Y no podría ser algo tan simple como que no hemos dado con el coche de Göransson porque Niedermann abandonó el país por el norte, vía Haparanda? Una vuelta larguísima rodeando el golfo de Botnia, aunque en unas dieciséis horas podría haber conseguido cruzar la frontera con Finlandia.

– Sí, pero luego tendría que haberse deshecho del coche en algún lugar en Finlandia y, a estas alturas, nuestros colegas de allí ya deberían haberlo encontrado.

Permanecieron callados un largo rato. Al final, Bublanski se levantó y se puso junto a la ventana.

– Va en contra de toda lógica, pero el hecho es que el coche de Göransson sigue sin aparecer. ¿Es posible que haya encontrado un escondite y que se haya instalado allí? Una casa de campo o algo…

– En una casa de campo lo veo difícil. A estas alturas del año, todos los propietarios se acercan hasta sus casas de campo para echar un vistazo.

– Y tampoco en ningún sitio que esté relacionado con Svavelsjö MC. No creo que quiera toparse con ninguno de ellos.

– ¿Y con eso ya queda excluido todo el mundo del hampa?… Puede que tenga alguna novia que no conocemos…

Les sobraban las teorías pero carecían de datos concretos en los que centrarse.


Cuando Curt Svensson se fue a su casa, Sonja Modig volvió al despacho de Jan Bublanski y llamó a la puerta. Él le hizo señas para que entrara.

– ¿Tienes dos minutos?

– ¿Qué pasa?

– Salander.

– De acuerdo.

– No me gusta nada este montaje de Ekström y Faste y del nuevo juicio. Tú has leído el informe de Björck. Yo he leído el informe de Björck. A Lisbeth le destrozaron la vida en 1991 y Ekström lo sabe. ¿Qué diablos estarán tramando?

Bublanski se quitó las gafas de leer y se las guardó en el bolsillo de la pechera de la camisa.

– No lo sé.

– ¿Tienes alguna idea?

– Ekström afirma que tanto el informe de Björck como su correspondencia con Teleborian son falsificaciones.

– Y una mierda. Si así fuera, Björck nos lo habría dicho cuando lo trajimos a comisaría.

– Ekström dice que Björck se negó a comentar el tema porque se trata de un asunto clasificado. Me ha criticado por haberme adelantado a los acontecimientos y haberlo traído para interrogarlo.

– Ekström cada vez me gusta menos.

– Lo presionan por todos lados.

– No es una excusa.

– No tenemos el monopolio de la verdad. Ekström asegura que tiene pruebas que demuestran que el informe está falsificado: no existe ningún informe verdadero con ese número de registro. También afirma que la falsificación es muy hábil y que el contenido es una mezcla de verdad y fantasía.

– ¿Y qué parte se supone que es la verdadera y cuál la inventada?

– El marco de la historia es más o menos cierto. Zalachenko es el padre de Lisbeth y era un cabrón que maltrataba a su madre. El problema es el mismo de siempre: la madre nunca quiso denunciarlo y, por consiguiente, el maltrato continuó durante varios años. El cometido de Björck era investigar qué ocurrió cuando Lisbeth intentó matar a su padre con una bomba incendiaria. Mantuvo correspondencia con Teleborian, pero la que hemos visto nosotros es una falsificación. Teleborian le hizo a Salander un examen psiquiátrico completamente normal, constató que estaba loca y un fiscal decidió no procesarla. Necesitaba asistencia médica y eso fue lo que recibió en Sankt Stefan.

– Si se trata de una falsificación… ¿quién se supone que la hizo? ¿Y con qué objetivo?

Bublanski hizo un gesto de ignorancia con las manos.

– ¿Me estás tomando el pelo?

– Según tengo entendido, Ekström va a volver a exigir un examen psiquiátrico de Salander.

– No lo acepto.

– Ya no es asunto nuestro. Ya no trabajamos en el caso Salander.

– Pero Hans Faste, sí. Jan, si esos cabrones vuelven a meterse con Salander iré a los medios de comunicación…

– No, Sonja. No lo hagas. En primer lugar porque el informe ya no está en nuestro poder, de manera que no podrás probar lo que digas. Te tomarán por una maldita paranoica y tu carrera se habrá acabado.

– Yo sí tengo el informe -dijo Sonja Modig en voz baja-. El fiscal general reclamó las copias antes de que pudiera dar a Curt Svensson la que había hecho para él.

– Pero si difundes esa investigación, no sólo te despedirán, sino que además serás culpable de grave prevaricación y de haber filtrado un informe clasificado a los medios de comunicación.

Sonja Modig se quedó callada un segundo contemplando a su jefe.

– Sonja, prométeme que no harás nada.

Ella dudó.

– No, Jan, no te lo puedo prometer. Algo huele a podrido en toda esta historia.

Bublanski asintió.

– Sí. Hay algo podrido. Pero ahora mismo no sabemos quiénes son nuestros enemigos.

Sonja Modig ladeó la cabeza.

– ¿Y piensas hacer algo?

– Eso no te lo voy a decir. Confía en mí. Es viernes por la tarde. Cógete el fin de semana. Vete a casa. Esta conversación nunca ha tenido lugar.


Era la una y media de la tarde del sábado cuando el vigilante jurado de Securitas, Niklas Adamsson, levantó la vista del libro sobre economía política, asignatura de la que tenía un examen dentro de tres semanas. Oyó el rotar de los cepillos de la máquina limpiadora que avanzaba con su discreto y habitual zumbido y constató que se trataba del moro que cojeaba. Siempre solía saludar de modo educado, pero se mostraba muy callado y no solía reírse cuando Niklas intentaba bromear con él. Lo vio sacar un bote de Ajax, echar dos veces spray sobre el mostrador de la recepción y limpiarlo con un trapo. Luego cogió una fregona y se puso a limpiar unos rincones de la recepción a los que no llegaban los cepillos de la máquina limpiadora. Niklas Adamsson volvió a sumergirse en su libro y siguió leyendo.

El limpiador tardó diez minutos en llegar hasta donde estaba Adamsson, al final del pasillo. Se saludaron con un movimiento de cabeza. Adamsson se levantó para dejar que el empleado se encargara del suelo de alrededor de la silla que estaba delante de la habitación de Lisbeth Salander. Había visto a ese hombre prácticamente todos los días que había tenido turno de vigilancia, pero por mucho que lo intentara no era capaz de recordar su nombre. En fin, un nombre moro, en cualquier caso. Adamsson no creía necesario comprobar su tarjeta identificativa. En parte porque no iba a limpiar en la habitación de la mujer retenida -eso lo hacían por la mañana dos señoras de la limpieza- y en parte porque no veía que el limpiador que cojeaba supusiera mayor amenaza.

En cuanto el limpiador terminó con el final del pasillo abrió con llave una puerta contigua a la de la habitación de Lisbeth Salander. Adamsson lo miró de reojo, pero tampoco pensaba que eso constituyera una desviación de sus rutinas diarias: era el cuarto de la limpieza. Durante los siguientes cinco minutos, vació el cubo, limpió los cepillos y llenó el carrito de la limpieza con bolsas de plástico para las papeleras. Por último metió el carrito en el trastero.


Idris Ghidi tenía muy en mente la presencia del vigilante jurado de Securitas. Se trataba de un chico rubio de unos veinticinco años que solía estar allí dos o tres veces por semana y que estudiaba libros de economía política. Ghidi sacó la conclusión de que trabajaba en Securitas a tiempo parcial, compaginándolo con los estudios, y que le prestaba a su entorno más o menos la misma atención que un ladrillo.

Idris Ghidi se preguntó qué haría Adamsson si alguien intentara en serio entrar en la habitación de Lisbeth Salander.

Idris Ghidi también se preguntó qué sería lo que en realidad andaba buscando Mikael Blomkvist. No tenía ni idea. Como había leído -claro está- los periódicos, hizo la conexión entre el periodista y la paciente del 11 C, de modo que esperaba que Mikael le pidiera que le entregara algo a Lisbeth de forma clandestina. En ese caso se vería obligado a negarse, ya que no tenía acceso a su habitación y nunca la había visto. Pero fuera lo que fuese lo que él se había imaginado no tenía nada que ver con lo que Blomkvist le pidió.

No vio nada ilegal en el encargo. Miró de reojo por la rendija de la puerta y constató que Adamsson se había vuelto a sentar en su silla y que de nuevo estaba leyendo su libro. Se alegraba de que no hubiera nadie más en los alrededores, algo que por lo general solía ocurrir, ya que el cuarto de la limpieza se hallaba situado en un callejón sin salida, justo al final del pasillo. Se metió la mano en el bolsillo de la bata y sacó un teléfono móvil nuevo de Sony Ericsson, modelo Z600. Idris Ghidi había visto el teléfono en un anuncio y sabía que valía más de tres mil quinientas coronas y que contaba con las últimas y más avanzadas prestaciones del mercado.

Echó un vistazo a la pantalla y notó que el móvil estaba encendido pero que tenía desactivados tanto el timbre de llamada como la función de vibración. Luego se puso de puntillas y quitó, girándola, una blanca y redonda tapa colocada en una rejilla de ventilación que conducía a la habitación de Lisbeth Salander. Colocó el móvil dentro del conducto, fuera de la vista de todo el mundo, exactamente como le había pedido Mikael Blomkvist.

El proceso le llevó en total unos treinta segundos. Al día siguiente necesitaría tan sólo alrededor de diez segundos. Lo que tendría que hacer entonces sería coger el móvil, cambiarle la batería y volver a colocarlo en el conducto de ventilación. La otra batería debería llevársela a casa y cargarla durante la noche.

Esa era toda la misión de Idris Ghidi.

Sin embargo, eso no ayudaría en absoluto a Salander. Al otro lado de la pared había una rejilla fijada con tornillos. Hiciera lo que hiciese, nunca sería capaz de alcanzar el móvil. A no ser que le dieran un destornillador de estrella y una escalera.

– Ya lo sé -le había dicho Mikael-. Pero ella no va a tocar el teléfono.

Idris Ghidi tenía que repetir todos los días el mismo proceso hasta que Mikael Blomkvist le avisara de que ya no resultaba necesario.

Y por ese trabajo, Idris Ghidi se embolsaría mil coronas por semana. Además, una vez concluido el encargo, podría quedarse con el aparato.

Meneó la cabeza. Naturalmente, sabía que Mikael Blomkvist estaba tramando algo, pero por mucho que lo intentara no podía adivinar de qué se trataba. Colocar un móvil en el conducto de ventilación del cuarto de la limpieza, encendido pero no conectado, era una artimaña de un nivel y una sutileza que Ghidi no alcanzaba a comprender. Si Blomkvist quisiera comunicarse con Lisbeth Salander, resultaría bastante más sencillo sobornar a alguna de las enfermeras para que le pasara un móvil. No había ninguna lógica en toda esa maniobra.

Ghidi sacudió la cabeza. Por otra parte no le importaba hacerle ese favor a Mikael Blomkvist mientras éste le pagara mil coronas por semana. Y no pensaba hacerle ni una pregunta.


El doctor Anders Jonasson aminoró algo el paso cuando descubrió a un tipo de unos cuarenta años apoyado contra la verja que había ante el portal de su domicilio de Hagagatan. El hombre le resultaba ligeramente familiar y éste lo saludó como si se conocieran.

– ¿El doctor Jonasson?

– Sí, soy yo.

– Perdona que te aborde así en plena calle delante de tu casa. Pero no quería ir a molestarte a tu trabajo y necesito hablar contigo.

– ¿De qué se trata y quién eres?

– Mi nombre es Mikael Blomkvist. Soy periodista y trabajo en la revista Millennium. Se trata de Lisbeth Salander.

– Ah, sí, ahora te reconozco. Tú eres el que llamó a Protección Civil cuando le pegaron el tiro. ¿Fuiste tú quien le puso la cinta plateada en la herida?

– Sí, fui yo.

– No estuvo nada mal pensado. Pero lo siento. No puedo hablar de mis pacientes con periodistas. Tendrás que dirigirte al gabinete de prensa del hospital como todos los demás.

– Me estás malinterpretando. No quiero ninguna información; si he venido hasta aquí es por un asunto personal. No hace falta que me digas ni una sola palabra ni que me proporciones ninguna información. Es justo al revés: soy yo el que te va a dar cierta información a ti.

Anders Jonasson frunció el ceño.

– Por favor -pidió Mikael Blomkvist-. No tengo por costumbre abordar a cirujanos así, en plena calle, pero es muy importante que hable contigo. Hay un café a la vuelta de la esquina. ¿Te puedo invitar a un café?

– ¿De qué quieres hablar?

– Del futuro de Lisbeth Salander y de su bienestar. Soy su amigo.

Anders Jonasson dudó un buen rato. Se dio cuenta de que si hubiese sido otra persona -si un desconocido se hubiese acercado a él de esa manera-, se habría negado. Pero el hecho de que Mikael Blomkvist fuera una persona conocida hizo que Anders Jonasson se sintiera razonablemente seguro de que no se trataba de nada malo.

– No aceptaré bajo ninguna circunstancia que me hagas una entrevista, y no voy a hablar de mi paciente.

– Me parece muy bien -dijo Mikael.

Al final, Anders Jonasson hizo un breve gesto de cabeza en señal de aprobación y acompañó a Mikael Blomkvist al café en cuestión.

– ¿De qué se trata? -preguntó Jonasson en un tono neutro cuando les sirvieron los cafés-. Te escucho pero no pienso comentar nada.

– Tienes miedo de que te cite o te deje en evidencia en algún artículo… Permíteme que, ya desde el principio, te deje muy claro que eso no sucederá nunca. Por lo que a mí respecta, esta conversación nunca ha tenido lugar.

– De acuerdo.

– Quiero pedirte un favor. Pero antes de hacerlo debo explicarte exactamente por qué, para que puedas considerar si te parece aceptable desde un punto de vista moral.

– No me gusta el cariz que está tomando esta conversación.

– Sólo te pido que me escuches. Como médico de Lisbeth Salander, tu trabajo consiste en velar por su salud física y mental. Como amigo de Lisbeth Salander, mi trabajo consiste en hacer lo mismo. No soy médico y, por lo tanto, no puedo hurgar en su cabeza para sacarle balas ni nada por el estilo, pero tengo otras aptitudes que son igual de importantes, si no más, para su bienestar.

– Vale.

– Soy periodista y he averiguado la verdad de lo que le ocurrió.

– De acuerdo.

– Puedo contarte a grandes rasgos de qué va para que te hagas tu propia idea.

– Bien.

– Tal vez debería empezar comunicándote que Annika Giannini es la abogada de Lisbeth Salander. Ya la conoces.

Anders Jonasson asintió.

– Annika es mi hermana y soy yo quien le paga para que defienda a Lisbeth Salander.

– ¿Ah, sí?

– Que es mi hermana lo puedes comprobar en el registro civil. El favor que te voy a pedir no puedo pedírselo a ella. Annika no habla de Lisbeth conmigo: ella también se acoge al secreto profesional y, además, se rige por un reglamento completamente distinto al mío.

– Mmm.

– Supongo que has leído la historia de Lisbeth en los periódicos.

Jonasson hizo un gesto afirmativo.

– La han descrito como una asesina en masa lesbiana, psicótica y enferma mental. Tonterías. Lisbeth Salander no es ninguna psicótica y sin duda está tan cuerda como tú o como yo. Y sus preferencias sexuales no son asunto de nadie.

– Si lo he entendido bien, creo que se han reconsiderado los hechos. Ahora parece ser que se relaciona a ese alemán con los crímenes.

– Lo cual es totalmente correcto. Ronald Niedermann es culpable; no es más que un asesino sin ningún tipo de escrúpulos. Pero Lisbeth tiene enemigos muy malos. Pero malos malos de verdad. Algunos de esos enemigos se encuentran dentro de la policía sueca de seguridad.

Anders Jonasson arqueó las cejas, escéptico.

– Cuando Lisbeth tenía doce años la encerraron en una clínica psiquiátrica de Uppsala porque había tropezado con un secreto que la Säpo quería mantener oculto a cualquier precio. Su padre, Alexander Zalachenko, el mismo que acaba de ser asesinado en tu hospital, es un espía ruso que desertó, una reliquia de la guerra fría. Tambien era un maltratador de mujeres que, año tras año, maltrató a la madre de Lisbeth. Lisbeth le devolvió el golpe cuando tenía doce años e intentó matar a Zalachenko con una bomba incendiaria de gasolina. Fue por eso por lo que la encerraron en la clínica.

– ¿Y dónde está el problema? Si intentó matar a su padre, tal vez no faltaran razones para que la ingresaran y recibiera tratamiento psiquiátrico.

– Mi historia, la que voy a publicar, es que la Säpo sabía lo que había estado ocurriendo pero optaron por proteger a Zalachenko porque él era una importante fuente de información. De manera que se inventaron un falso diagnóstico y se aseguraron de que Lisbeth fuera recluida.

Anders Jonasson puso una cara tan escéptica que Mikael no pudo reprimir una sonrisa.

– Tengo pruebas de todo lo que te estoy contando. Y voy a publicar un extenso reportaje para cuando se celebre el juicio de Lisbeth. Créeme: se va a armar la de Dios.

– Me lo imagino.

– Voy a poner en evidencia y atacar duramente a dos médicos que han hecho de chico de los recados para la Säpo y que colaboraron para encerrar a Lisbeth en el manicomio. Los voy a denunciar y seré implacable con ellos. Uno de esos médicos es una persona muy conocida y respetada. Pero, en fin, ya tengo toda la documentación que necesito.

– Lo entiendo. Sería una vergüenza para todo el cuerpo que un médico hubiera estado implicado en algo así.

– No, yo no creo en la culpa colectiva. Es una vergüenza para los implicados. Eso mismo se puede aplicar a la Säpo. No me cabe duda de que hay buena gente trabajando para la Säpo. Pero esto va de un grupo de sectarios. Cuando Lisbeth tenía dieciocho años intentaron encerrarla de nuevo. Esta vez fracasaron, pero fue sometida a tutela administrativa. En el juicio volverán a intentar echar toda la mierda que puedan sobre ella. Yo voy a… o mejor dicho, mi hermana va a luchar para que Lisbeth sea absuelta y se anule su declaración de incapacidad.

– Me parece bien.

– Pero necesita munición. En fin, ya conoces las reglas de este juego. Tal vez debería mencionar también que en esta batalla hay unos cuantos policías que están de su parte. Pero no el fiscal que instruye el caso contra ella.

– Ya.

– Lisbeth necesita ayuda en el juicio.

– De acuerdo, pero yo no soy abogado.

– No. Pero eres médico y tienes acceso a Lisbeth.

Los ojos de Anders Jonasson se entornaron.

– Lo que quiero pedirte es algo no ético y es posible que incluso se vea como una violación de la ley.

– Vaya.

– Pero es lo correcto desde un punto de vista moral. Los derechos de Lisbeth están siendo conscientemente vulnerados por las personas que deberían protegerla.

– ¿Ah, sí?

– Puedo ponerte un ejemplo. Como ya sabes, Lisbeth tiene prohibidas las visitas y no puede leer los periódicos ni comunicarse con el exterior. Además, el fiscal también ha conseguido que se imponga a su abogada la obligación de guardar silencio. Annika está respetando el reglamento estoicamente. En cambio, ese mismo fiscal es la principal fuente de filtración de los periodistas que siguen publicando mierda sobre Lisbeth Salander.

– ¿De veras?

– Esta historia, sin ir más lejos -Mikael le enseñó uno de los periódicos vespertinos de la semana anterior-. Una fuente de dentro del equipo de investigación afirma que Lisbeth está trastornada, lo que se traduce en que se están creando toda una serie de especulaciones sobre su estado mental.

– He leído el artículo. No dice más que tonterías.

– Entonces, ¿no piensas que Salander esté loca?

– Ahí no me puedo pronunciar. En cambio, sí sé que no se le ha hecho ningún tipo de evaluación psiquiátrica. Así que el artículo es una chorrada.

– Vale. Pero yo puedo documentar que es un policía que se llama Hans Faste y que trabaja para el fiscal Ekström el que ha filtrado esas informaciones.

– Vaya.

– Ekström va a solicitar que el juicio se celebre a puerta cerrada, lo cual significa que nadie de fuera podrá examinar y evaluar las pruebas que hay contra ella. Pero lo peor es que… ahora el fiscal ha aislado a Lisbeth, de modo que no va a poder hacer la investigación que necesita para poder defenderse.

– Si no me equivoco, es su abogada la que debe encargarse de eso.

– Como seguramente te habrá quedado ya claro a estas alturas, Lisbeth es una persona muy especial. Tiene secretos que yo conozco pero que no puedo revelarle a mi hermana. En cambio, Lisbeth puede elegir si quiere utilizarlos como defensa en el juicio.

– Ajá.

– Y para hacerlo, Lisbeth necesita esto.

Mikael puso sobre la mesa el ordenador de mano Palm Tungsten T3 de Lisbeth Salander y un cargador de batería.

– Esta es el arma más importante con que cuenta Lisbeth en su arsenal. La necesita.

Anders Jonasson miró con suspicacia el ordenador.

– ¿Por qué no se lo das a su abogada?

– Porque sólo Lisbeth sabe cómo acceder a las pruebas.

Anders Jonasson permaneció callado durante un buen rato sin tocar el ordenador de mano.

– Déjame que te hable del doctor Peter Teleborian -dijo Mikael mientras sacaba la carpeta donde había reunido todo el material importante.

Permanecieron sentados durante más de dos horas hablando en voz baja.


Eran poco más de las ocho de la tarde del sábado cuando Dragan Armanskij dejó su despacho de Milton Security y fue andando hasta la sinagoga de la congregación de Södermalm de Sankt Paulsgatan. Llamó a la puerta y, tras presentarse, el rabino en persona lo hizo pasar.

– He quedado aquí con un amigo -dijo Armanskij.

– Una planta más arriba. Le enseñaré el camino.

El rabino le ofreció una kipá que Armanskij se puso con no pocas dudas. Se había criado en una familia musulmana donde lo de ponerse una kipá en la cabeza y visitar la sinagoga no formaba precisamente parte de sus hábitos diarios. Se sentía incómodo con ella.

Jan Bublanski también llevaba una.

– Hola, Dragan. Gracias por haberte tomado la molestia de venir. Le he pedido al rabino que nos deje una sala para que podamos hablar con tranquilidad.

Armanskij se sentó enfrente de Bublanski.

– Supongo que tendrás tus razones para andar con tanto secretismo…

– Iré directamente al grano: sé que eres amigo de Lisbeth Salander.

Armanskij asintió.

– Quiero saber lo que tú y Blomkvist habéis tramado para ayudar a Salander.

– ¿Y qué te hace creer que estamos tramando algo?

– Pues que el fiscal Richard Ekström me ha preguntado por lo menos una docena de veces qué es lo que en realidad sabéis en Milton Security sobre la investigación de Salander. Y no pregunta por curiosidad sino porque le preocupa que montes algo que pueda tener repercusiones mediáticas.

– Mmm.

– Y si Ekström está preocupado, es porque sabe que estás tramando algo. O por lo menos se lo teme, o supongo que ha hablado con alguien que tiene miedo de que así sea.

– ¿Con alguien?

– Dragan, no juegues conmigo al escondite. Tú sabes muy bien que en 1991 Salander fue objeto de un abuso judicial, y tengo miedo de que vaya a ser objeto de otro cuando empiece el juicio.

– Estamos en una democracia y eres policía: si posees alguna información al respecto, debes actuar.

Bublanski hizo un gesto afirmativo.

– Pienso actuar. La cuestión es cómo.

– Venga, dime lo que tengas que decirme.

– Quiero saber en qué andáis metidos Blomkvist y tú. Supongo que no os habéis quedado de brazos cruzados.

– Es complicado. ¿Cómo sé que me puedo fiar de ti?

– Hay un informe de 1991 que Mikael Blomkvist encontró…

– Lo conozco.

– Ya no tengo acceso a ese informe.

– Yo tampoco. Las dos copias que Blomkvist y su hermana tenían se han extraviado.

– ¿Extraviado? -preguntó Bublanski.

– La copia de Blomkvist se la llevaron cuando entraron a robar en su casa, y la de Annika Giannini se la quitaron en un atraco en Gotemburgo. Todo eso ocurrió el mismo día en que mataron a Zalachenko.

Bublanski permaneció callado un largo rato.

– ¿Por qué no sabemos nada de ese asunto?

– Mikael Blomkvist lo expresó así: sólo existe un momento bueno para publicar y una infinita cantidad de momentos malos.

– Pero vosotros… o sea, él… ¿piensa publicarlo?

Armanskij asintió.

– Un atraco en Gotemburgo y un robo aquí, en Estocolmo. El mismo día. Eso significa que nuestros enemigos están bien organizados -comentó Bublanski.

– Además, tal vez deba añadir que tenemos pruebas de que el teléfono de Giannini está pinchado.

– Aquí hay alguien que está cometiendo una larga serie de delitos.

– Por lo tanto, la cuestión es saber quién es nuestro enemigo -concluyó Dragan Armanskij.

– Eso es. En última instancia es la Säpo la que tiene interés en silenciar el informe de Björck. Pero, Dragan… estamos hablando de la policía de seguridad sueca. Es una autoridad estatal. No me creo que esto sea algo consentido por la Säpo. Ni siquiera creo que sean capaces de orquestar algo así.

– Ya lo sé. A mí también me cuesta digerir todo esto. Por no mencionar el hecho de que alguien entre en el hospital de Sahlgrenska y le vuele la tapa de los sesos a Zalachenko.

Bublanski permaneció callado. Armanskij remató la faena:

– Y al mismo tiempo Gunnar Björck va y se ahorca.

– Así que creéis que se trata de crímenes premeditados. Conozco a Marcus Erlander, el que hizo la investigación en Gotemburgo. No encuentra nada que indique que fuera algo más que el acto impulsivo de una persona enferma. Y hemos investigado la muerte de Björck minuciosamente. Todo apunta a que fue un suicidio.

Armanskij movía la cabeza mientras escuchaba.

– Evert Gullberg, setenta y ocho años, enfermo de cáncer y a punto de morir, tratado por depresión clínica unos meses antes del asesinato. He puesto a Fräklund a que saque todo lo que pueda sobre Gullberg de los archivos públicos.

– Hizo el servicio militar en Karlskrona en los años cuarenta, estudió Derecho y luego se introdujo en el mundo de las empresas privadas como asesor fiscal. Durante más de treinta años tuvo un despacho aquí, en Estocolmo: perfil discreto, clientes privados… quienesquiera que fueran. Se jubiló en 1991. Regresó a su ciudad natal, Laholm, en 1994… Nada que destacar.

– Pero…

– Excepto unos detalles desconcertantes. Fräklund no ha podido hallar en ningún sitio ninguna referencia a Gullberg. Jamás se le ha mencionado en ningún periódico y no hay nadie que sepa qué clientes tenía. Es como si nunca hubiese existido como profesional.

– ¿Qué quieres decir?

– La Säpo es la conexión obvia. Zalachenko era un desertor ruso; ¿y quién mejor para ocuparse de él que la Säpo? Y luego está lo de la capacidad de organización que fue necesaria para conseguir que en 1991 encerraran a Lisbeth Salander en el psiquiátrico. Por no hablar de robos, atracos y teléfonos pinchados quince años después… Pero yo tampoco creo que la Säpo esté detrás de esto. Mikael Blomkvist los llama El club de Zalachenko… una pequeña secta compuesta por veteranos y fríos guerreros salidos de su hibernación que se esconden en algún oscuro pasillo de la Säpo.

Bublanski asintió.

– ¿Y qué podemos hacer?

Capítulo 12 Domingo, 15 de mayo – Lunes, 16 de mayo

El comisario Torsten Edklinth, jefe del Departamento de protección constitucional de la Säpo, se pellizcó el lóbulo de la oreja mientras, pensativo, contemplaba al director ejecutivo de la prestigiosa empresa de seguridad Milton Security, quien de pronto lo había llamado para insistir en invitarlo a cenar el domingo en su casa de Lidingö. La esposa de Armanskij, Ritva, les había servido un guiso delicioso. Comieron y mantuvieron una educada conversación. Edklinth se preguntaba qué sería en realidad lo que quería Armanskij. Después de la cena, Ritva se fue al sofá para ver la tele y los dejó solos en la mesa. Armanskij empezó a contar la historia de Lisbeth Salander paso a paso.

Edklinth giraba lentamente la copa del vino tinto.

Dragan Armanskij no era ningún tonto. Eso ya lo sabía.

Edklinth y Armanskij se conocían desde hacía doce años, cuando una diputada de izquierdas recibió una serie de anónimas amenazas de muerte. Ella lo puso en conocimiento del líder del grupo de su partido, tras lo cual se informó al departamento de seguridad del Riksdag. Se trataba de vulgares amenazas que daban a entender que su desconocido autor poseía ciertos conocimientos personales sobre la diputada. La historia fue, por consiguiente, objeto de interés de la policía de seguridad. La diputada recibió protección mientras duró la investigación.

Por aquel entonces, el Departamento de protección personal contaba con el presupuesto más pequeño de toda la Säpo. Sus recursos eran muy limitados. La brigada responde de la protección de la Casa Real y del primer ministro, así como -según las necesidades- de ciertos ministros y líderes de partidos políticos. Esas necesidades superan a menudo los recursos; en realidad, la mayoría de los políticos suecos carece de todo tipo de protección personal seria. La diputada en cuestión recibió protección en algunos actos públicos en los que participaba, pero al acabar la jornada laboral la abandonaban a su suerte; o sea, justo en ese momento en el que aumenta la probabilidad de que un chiflado que se dedica a perseguir a una persona pase a la acción. La desconfianza de la diputada en la capacidad de la policía para protegerla se incrementó rápidamente.

Vivía en un chalet de Nacka. Una noche en la que llegó tarde a casa, tras haber librado una larga batalla con los de la comisión de finanzas, descubrió que alguien había entrado en su domicilio forzando la puerta de la terraza y había escrito denigrantes epítetos sexuales en la pared del salón, además de haberse masturbado en su dormitorio. Por eso cogió el teléfono y contrató a Milton Security, para que ellos se encargaran de su protección personal. No informó a la Säpo de esa decisión, de modo que cuando a la mañana siguiente fue a dar una charla a un colegio de Täby se produjo una colisión frontal entre los matones del Estado y los privados.

En aquella época, Torsten Edklinth era jefe adjunto en funciones del Departamento de protección personal. Por puro instinto, odiaba una situación en la que esos matones privados realizaran las tareas encomendadas a los matones públicos. Pero también se dio cuenta de que las quejas de la diputada estaban justificadas: su cama manchada constituía una prueba más que suficiente de la ineficacia del Estado. En vez de empezar a medirse las fuerzas, Edklinth se calmó, reflexionó e invitó a comer al jefe de Milton Security, Dragan Armanskij. Llegaron a la conclusión de que la situación tal vez resultara más seria de lo que en un principio había sospechado la Säpo y de que había razones de sobra para reforzar la protección de la diputada. Edklinth también era lo bastante inteligente como para percatarse de que la gente de Armanskij no sólo poseía la competencia requerida para realizar el trabajo, sino también una preparación similar -como mínimo- a la de la policía y hasta era probable que un equipamiento técnico mucho mejor. Resolvieron el problema haciendo que la gente de Armanskij asumiera toda la responsabilidad de la protección personal y que la Säpo se encargara de la investigación criminal y de pagar la factura.

Los dos hombres descubrieron que se caían bien y que tenían facilidad para colaborar, algo que, a lo largo de los años, volvería a suceder en otras muchas ocasiones. Desde entonces, Edklinth tenía un gran respeto por la competencia profesional de Dragan Armanskij, de modo que cuando éste lo invitó a cenar para mantener una conversación privada y en confianza se mostró dispuesto a escucharlo.

Lo que nunca se habría imaginado, sin embargo, era que Armanskij le pusiera en las manos una bomba con la mecha encendida.

– A ver si te he entendido bien: ¿me estás diciendo que la policía de seguridad se dedica a actividades criminales?

– No -dijo Armanskij-. No me has entendido. Lo que te estoy diciendo es que algunas personas pertenecientes a la policía de seguridad se dedican a eso. No creo ni por un momento que esto cuente con el beneplácito de la dirección de la Säpo o que tenga algún tipo de aprobación estatal.

Edklinth contempló las fotos que Christer Malm le hizo al hombre que se metió en un coche cuya matrícula empezaba con las letras KAB.

– Dragan… Esto no es una practical joke, ¿verdad?

– Ojalá fuera una broma.

Edklinth meditó un rato.

– ¿Y qué diablos quieres que haga yo?


A la mañana siguiente, Torsten Edklinth limpió con gran meticulosidad sus gafas mientras reflexionaba. Era un hombre de pelo canoso, de grandes orejas y enérgico rostro. Sin embargo, en ese instante, su semblante parecía más desconcertado que otra cosa. Se encontraba en su despacho de la jefatura de policía de Kungsholmen y había pasado gran parte de la noche cavilando sobre cómo iba a manejar la información que Dragan Armanskij le había proporcionado.

No eran ideas agradables. La policía de seguridad era la institución sueca a la que todos los partidos políticos (bueno, casi todos) le concedían un valor imprescindible y de la que, al mismo tiempo, todos parecían desconfiar atribuyéndole disparatadas teorías conspirativas. Era innegable que los escándalos habían sido muchos, sobre todo en la década de los setenta, dominada por ideas tan radicalmente izquierdistas, cuando, a decir verdad, se produjeron algunos… llamémoslos desaciertos constitucionales. Pero después de que la Säpo fuera objeto de cinco investigaciones realizadas por comisiones estatales, todas duramente criticadas, una nueva generación de funcionarios había tomado el relevo. Se trataba de una escuela más joven de activistas reclutados de entre las brigadas de delitos económicos, de armas y de fraudes de la auténtica policía: agentes acostumbrados a investigar delitos de verdad, y no fantasías políticas.

La policía de seguridad se modernizó y, sobre todo, la protección constitucional adquirió un nuevo y más destacado papel. Su misión, tal y como se formulaba en las instrucciones del gobierno, consistía en prevenir y descubrir las amenazas que pudieran atentar contra la seguridad interior del Reino. Por tal se entendía toda actividad ilegal que, por medio de la violencia, las amenazas o la fuerza, pretendiera modificar nuestra Constitución, provocar que los órganos políticos o las autoridades estatales tomaran decisiones en una determinada dirección o impedir que los ciudadanos ejercieran las libertades y los derechos establecidos en la Constitución.

La misión de la protección constitucional era, por consiguiente, defender la democracia sueca de reales o presuntos intentos antidemocráticos. Ahí entraban, especialmente, los anarquistas y los nazis. Los anarquistas porque se empeñaban en practicar la desobediencia civil provocando incendios en peleterías; los nazis porque eran nazis y, por definición, enemigos de la democracia.

Con la carrera de Derecho a sus espaldas, Torsten Edklinth empezó como fiscal y luego entró en la Säpo, donde llevaba veintiún años. Al principio trabajó sobre el terreno llevando todo lo referente a protección personal y luego pasó a protección constitucional, donde sus tareas estuvieron a caballo entre el análisis y la gestión administrativa para, algún tiempo después, acabar siendo el director del departamento. En otras palabras, era el jefe supremo de la parte policial de la defensa de la democracia sueca. El comisario Torsten Edklinth se consideraba a sí mismo demócrata. En ese sentido, la definición era sencilla: la Constitución era dictada por el Riksdag y el cometido que él tenía consistía en velar por que se mantuviera intacta.

La democracia sueca se basa en una sola ley y puede expresarse con las letras LFLE, que significan Ley Fundamental de la Libertad de Expresión. La LFLE establece el derecho imprescindible que cada persona tiene a decir, opinar, pensar y creer lo que le apetezca. A este derecho se acogen todos los ciudadanos suecos, desde el nazi más chalado hasta el anarquista que tira piedras, pasando por los que quedan en medio.

Todas las demás leyes fundamentales, como por ejemplo la Constitución, son solamente las florituras prácticas de la libertad de expresión. Por lo tanto, la LFLE es la ley en la que se sustenta la democracia. Edklinth consideraba que su misión primordial consistía en defender los derechos legales que los ciudadanos suecos tienen a opinar y decir exactamente lo que deseen, aunque no compartiera ni por un momento el contenido de sus opiniones o de sus palabras.

Esta libertad, sin embargo, no significa que esté todo permitido, algo que ciertos fundamentalistas de la libertad de expresión -sobre todo pedófilos y grupos racistas- intentan defender en el debate político-cultural. Toda democracia tiene sus limitaciones, y los límites de la LFLE están establecidos por la Ley de la Libertad de Prensa, la LLP. Esta ley establece, en principio, cuatro limitaciones de la democracia. Está prohibido publicar pornografía infantil y ciertas descripciones de violencia sexual independientemente del nivel artístico que el autor pretenda imprimirles. Está prohibido incitar a la revuelta y animar a cometer delitos. Está prohibido difamar o calumniar a otra persona. Y está prohibido acosar a un grupo étnico.

También la LLP fue establecida por el Riksdag y contiene esas limitaciones de la democracia que son aceptables tanto social como democráticamente; es decir, ese contrato social que constituye el marco de una sociedad civilizada. La esencia de la legislación reside en que ningún ser humano tiene derecho a acosar o humillar a otra persona.

Siendo la LFLE y la LLP leyes, se requiere una autoridad estatal capaz de garantizar su cumplimiento. En Suecia esa función se ha repartido en dos instituciones, una de las cuales, la Procuraduría General de Justicia, tiene como misión procesar al que comete una violación de la LLP.

En ese sentido, Torsten Edklinth se sentía cualquier cosa menos satisfecho. Consideraba que la Procuraduría General de Justicia era, por tradición, demasiado permisiva a la hora de procesar lo que en realidad constituían claras violaciones de la Constitución sueca. La PGJ solía contestar que el principio de la democracia era tan importante que sólo debía intervenir y dictar auto de procesamiento en casos de extrema necesidad. Sin embargo, durante los últimos años, esa actitud se había empezado a cuestionar cada vez más, en especial desde que el secretario general de la Comisión de Helsinki sueca, Robert Hårdh, encargara un informe que examinaba la falta de iniciativa de la PGJ durante los últimos años. El informe constató que resultaba prácticamente imposible procesar y conseguir que se condenara a alguien por acosar a un grupo étnico.

La otra institución era el Departamento de protección constitucional de la policía de seguridad, y el comisario Torsten Edklinth se tomó esta misión con la máxima seriedad. Consideraba que se trataba del cargo más importante y más bonito que podía tener un policía, y no cambiaría su puesto por ningún otro de toda la Suecia policial y judicial. Era, simplemente, el único policía del país que tenía como misión la de ser policía político. Se hallaba ante una misión delicada que exigía una gran sabiduría a la par que un milimétrico sentido de la justicia, ya que la experiencia de demasiados países demostraba que una policía política podía convertirse fácilmente en la mayor amenaza de la democracia.

En general, tanto los medios de comunicación como los ciudadanos pensaban que la principal tarea de la protección constitucional era controlar a los nazis y a los veganos militantes. Ciertamente, ese tipo de manifestaciones acaparaba una importante parte del interés de la protección constitucional, pero, aparte de eso, había una larga lista de instituciones y fenómenos de los que también se debía ocupar el departamento. Si al rey, pongamos por caso, o al jefe del Estado Mayor de la Defensa se les antojara decir que el parlamentarismo ya había cumplido sus días y que el Riksdag debía ser reemplazado por una dictadura militar o algo parecido, entonces el rey o el jefe del Estado Mayor pasarían rápidamente a ser objeto de interés de la protección constitucional. Y si a un grupo de policías se les ocurriese estirar los límites de la legalidad hasta el punto de que se vieran reducidos los derechos constitucionales de un individuo, entonces también la protección constitucional se vería obligada a actuar. En esos casos tan serios, además, la investigación debería ser realizada por la Fiscalía General del Estado.

El problema era, por supuesto, que la protección constitucional tenía, casi exclusivamente, una función analítica y controladora y ninguna actividad operativa. Por eso, por regla general, era la policía normal u otros departamentos dentro de la policía de seguridad los que intervenían cuando había que detener a los nazis.

A ojos de Torsten Edklinth, esta circunstancia resultaba profundamente insatisfactoria. Casi todos los países normales cuentan, de una u otra forma, con un tribunal constitucional independiente cuya misión consiste en, entre otras muchas, asegurarse de que las autoridades no violen los principios democráticos. En Suecia esta tarea la realizan el Procurador General de Justicia o el Defensor del Pueblo, quienes, sin embargo, sólo pueden dejarse guiar por lo que otros han decidido. Si Suecia hubiese tenido un tribunal constitucional, entonces la abogada de Lisbeth Salander podría haber procesado inmediatamente al Estado sueco por violar los derechos constitucionales de su clienta. Y el tribunal podría haber pedido que se pusieran todos los papeles sobre la mesa y obligado a comparecer a quien se le hubiese antojado -incluso al primer ministro- hasta que el asunto se esclareciera. Tal y como ahora estaban las cosas, el abogado podría poner, como mucho, una denuncia al Defensor del Pueblo, quien, sin embargo, no tenía atribuciones para presentarse en las oficinas de la policía de seguridad y empezar a exigir que le entregaran documentos.

Desde hacía muchos años, Torsten Edklinth había sido un ferviente defensor de la instauración de un tribunal constitucional. De haber existido, ahora habría podido ocuparse de la información proporcionada por Dragan Armanskij de una manera muy sencilla: redactando una denuncia policial y entregándole la documentación al tribunal. De ese modo se habría iniciado un inexorable proceso.

Sin embargo, tal y como estaban las cosas en la actualidad, Torsten Edklinth carecía de poderes jurídicos para iniciar la instrucción de un caso.

Suspiró y se metió un snus en la boca.

Si la información de Dragan Armanskij era cierta, entonces se encontraban ante un caso en el que unos cuantos policías de seguridad que ocupaban cargos importantes habían hecho la vista gorda ante una serie de graves delitos contra los derechos de una mujer sueca; luego, con mentiras, encerraron a su hija en un hospital psiquiátrico y por último le dieron carta blanca a un ex espía ruso para que se dedicara al tráfico de armas, drogas y mujeres. Torsten Edklinth frunció los labios. No quería ni empezar a contar el número de veces que se habría violado la ley en toda esta historia. Por no hablar del robo en la casa de Mikael Blomkvist, el atraco a la abogada de Lisbeth Salander y posiblemente -algo que Torsten Edklinth se negaba a creer- la participación en el asesinato de Alexander Zalachenko.

En fin, un lío en el que a Torsten Edklinth no le apetecía lo más mínimo verse involucrado. Por desgracia, ya lo estaba desde el mismo instante en el que Dragan Armanskij lo invitó a cenar.

Por consiguiente, la pregunta a la que tenía que dar respuesta era cómo manejar la situación. Esa respuesta era formalmente sencilla: si la historia de Armanskij resultaba ser cierta, a Lisbeth Salander -si no a más personas- la habían privado en grado sumo de la posibilidad de ejercer sus derechos y libertades constitucionales. Ante sus ojos se abrió, asimismo, un verdadero enjambre de sospechas sobre si ciertos órganos políticos o algunas autoridades estatales habrían sido obligados a tomar decisiones en una determinada dirección, algo que llegaba hasta el mismo núcleo de la misión de la protección constitucional. Torsten Edklinth era un policía que conocía la existencia de un posible delito y tenía, por lo tanto, la obligación de contactar con un fiscal y poner una denuncia. Desde un punto de vista más informal, la respuesta no resultaba tan sencilla. Francamente, era complicado.


La inspectora Monica Figuerola, a pesar de su tan poco sueco apellido, nació en Dalecarlia en el seno de una familia cuyos antepasados se instalaron en Suecia como poco en los tiempos de Gustav Vasa. Era una mujer cuya presencia se hacía notar. Y eso se debía a varias circunstancias. Tenía treinta y seis años de edad, ojos azules y medía un metro y ochenta y cuatro centímetros. Su pelo era de un rubio trigueño, corto y rizado. Era guapa y se vestía de una forma que sabía que la hacía atractiva.

Y tenía un cuerpo excepcionalmente atlético.

Esto último se debía a que, de joven, se dedicó al atletismo de élite; incluso estuvo a punto de entrar en el equipo nacional sueco para competir en los Juegos Olímpicos cuando contaba diecisiete años. Ya hacía mucho que había abandonado el atletismo, pero seguía entrenándose afanosamente en el gimnasio cinco días por semana. Se entregaba tanto al ejercicio que las endorfinas funcionaban como una droga que le producía síndrome de abstinencia cada vez que lo dejaba. Corría, jugaba al tenis, practicaba kárate y levantaba pesas; además, durante más de diez años se dedicó en serio al culturismo. Sin embargo, redujo la actividad de esta variante extrema de culto al cuerpo dos años antes, en una época en la que se pasaba dos horas diarias en el gimnasio. Ahora tan sólo lo practicaba unos cuantos minutos al día. No obstante, visto en su conjunto, el ejercicio que practicaba seguía siendo de tal calibre y su cuerpo estaba tan musculado que sus malintencionados colegas solían llamarla «señor Figuerola». Cuando se ponía camisetas de tirantes o vestidos de verano, a nadie le pasaban inadvertidos sus bíceps ni sus omoplatos.

Algo que molestaba a muchos de sus compañeros de trabajo masculinos -aparte de su constitución física- era el hecho de que, además, fuera algo más que una cara bonita. Acabó el bachillerato obteniendo las mejores notas posibles, ingresó en la Academia de policía con poco más de veinte años y, terminada su formación, trabajó en la policía de Uppsala durante nueve años, mientras estudiaba Derecho en su tiempo libre. Por puro gusto, hizo también la carrera de Ciencias Políticas. No le costaba nada memorizar y analizar conocimientos. Raramente leía novelas policíacas u otra literatura de entretenimiento. En cambio, se sumergía con gran interés en libros que versaban sobre temas de lo más variopinto, desde el Derecho internacional hasta la historia de la Antigüedad.

Estando en la policía pasó de trabajar en el servicio de patrulla -lo que representó una gran pérdida para la seguridad callejera de Uppsala- a ocupar un puesto como inspectora, en un primer momento en la brigada de delitos violentos y más tarde en la brigada especializada en delitos económicos. En el año 2000 solicitó plaza en la policía de seguridad de Uppsala y en el año 2001 se trasladó a Estocolmo. Al principio trabajó en el contraespionaje pero, casi de inmediato, Torsten Edklinth -que daba la casualidad de que conocía al padre de Monica Figuerola y que había seguido de cerca la carrera de la chica- se la llevó al Departamento de protección constitucional.

Cuando finalmente Edklinth decidió que, tras lo que le había contado Armanskij, tenía que actuar, meditó un instante y luego llamó a Monica Figuerola para que se presentara en su despacho. Ella llevaba menos de tres años en protección constitucional, lo cual significaba que seguía siendo más un policía de verdad que un guerrero chupatintas.

Ese día iba vestida con unos vaqueros ceñidos, unas sandalias de color turquesa con un ligero tacón y una americana azul marino.

– ¿En qué andas trabajando ahora? -preguntó Edklinth mientras la invitaba a sentarse.

– Estamos investigando el robo que se cometió hace dos semanas en ese supermercado de barrio de Sunne.

La policía de seguridad no solía investigar robos producidos contra supermercados; ese tipo de trabajo policial le correspondía exclusivamente a la policía ordinaria. Monica Figuerola era la jefa de una sección compuesta por cinco colaboradores que se dedicaban a analizar la delincuencia política. La herramienta más importante con que contaban consistía en una serie de ordenadores que estaban conectados con la información de incidencias de la policía abierta. Prácticamente todas las denuncias que se hacían en todos los distritos policiales de Suecia pasaban por los ordenadores que estaban al mando de Monica Figuerola. Los equipos poseían un software que escaneaba automáticamente todos los informes policiales y que tenía por objeto reaccionar a trescientos diez términos específicos, como por ejemplo moraco, cabeza rapada, esvástica, inmigrante, anarquista, saludo hitleriano, nazi, nacionaldemócrata, traidor nacional, puta judía o folla-negros. Si uno de esos términos figuraba en un informe policial, el ordenador les daba el aviso y el informe en cuestión se sacaba y se examinaba de modo individual. Dependiendo de la situación, luego se podía solicitar el sumario y seguir estudiando el caso.

Una de las tareas de la protección constitucional es la de publicar todos los años el informe Amenazas contra la seguridad nacional, que constituye la única estadística fiable sobre la delincuencia política. Dicha estadística se basa exclusivamente en denuncias efectuadas en comisarías locales. En el caso del robo del supermercado de Sunne, el ordenador reaccionó ante tres términos clave: inmigrante, charretera y moraco. Dos jóvenes enmascarados, con amenazas y a punta de pistola, habían robado en un supermercado de barrio cuyo propietario era inmigrante. Se hicieron con una suma de dinero que ascendía a dos mil setecientas ochenta coronas, además de con un cartón de cigarrillos. Uno de los atracadores llevaba una cazadora de media cintura con una bandera sueca en las charreteras del hombro. El otro joven le gritó varias veces «puto moraco» al dueño de la tienda y lo obligó a tumbarse en el suelo.

Todo eso en su conjunto fue suficiente para que los colaboradores de Figuerola sacaran el sumario e intentaran averiguar si los atracadores tenían algún vínculo con las pandillas de nazis locales de la provincia de Värmland y si, en tal caso, el robo podría ser etiquetado de racista, ya que uno de los atracadores había manifestado opiniones racistas. De ser así, dicho robo constituiría uno más de los datos que engrosarían la estadística del año siguiente, algo que luego se analizaría y se adjuntaría a la estadística europea que las oficinas de la UE de Viena publicaban anualmente. También podría darse el caso de que los atracadores fueran boy scouts que se habían comprado una cazadora Frövik con la bandera sueca, que fuese pura casualidad que el propietario del supermercado resultara ser inmigrante y que se hubiese pronunciado el término «moraco». En ese caso, el departamento de Figuerola suprimiría el robo de las estadísticas.

– Tengo una misión complicada para ti -dijo Torsten Edklinth.

– Vale -contestó Monica Figuerola.

– Es un trabajo que acarrea el potencial riesgo de llevarte a la más absoluta desgracia e incluso acabar con tu carrera profesional.

– Entiendo.

– Sin embargo, si tienes éxito y las cosas salen bien, puede suponer un gran avance profesional. He pensado en trasladarte a la unidad operativa del Departamento de protección constitucional.

– Perdona que te lo diga, pero la protección constitucional no tiene unidad operativa.

– Sí -le respondió Torsten Edklinth-. Ahora sí. La he creado esta misma mañana. De momento sólo cuenta con una persona: tú.

Monica Figuerola puso cara de escepticismo.

– La misión de la protección constitucional es proteger la Constitución de una amenaza interna, lo que por regla general significa nazis o anarquistas. Pero ¿qué hacemos si resulta que la amenaza proviene de nuestra propia organización?

Edklinth dedicó la siguiente media hora a relatar toda aquella historia que Dragan Armanskij le contó la noche anterior.

– ¿Quién es la fuente de todas esas afirmaciones? -preguntó Monica Figuerola.

– Eso, de momento, carece de importancia. Céntrate en la información que nos ha facilitado.

– Lo que quiero saber es si tú consideras que esa fuente tiene credibilidad.

– La conozco desde hace muchos años y considero que es una persona de la máxima credibilidad.

– Es que suena completamente… No sé: decir inverosímil es quedarse corta.

Edklinth asintió.

– A una novela de espías -precisó.

– ¿Y qué es lo quieres que haga?

– Desde este mismo instante quedas relevada de todas las demás tareas. Tu única misión es ésta: averiguar el grado de veracidad de esta historia. Debes verificar o desechar las afirmaciones. Sólo me informarás a mí; a nadie más.

– ¡Dios mío! -exclamó Monica Figuerola-. Ahora entiendo a qué te referías con eso de que podría llevarme a la desgracia.

– Sí. Pero si la historia es verdadera… si tan sólo una mínima fracción de todas esas declaraciones es verdadera, tendremos que hacer frente a una crisis constitucional.

– ¿Por dónde empiezo? ¿Cómo lo hago?

– Empieza por lo más fácil. Empieza con la lectura de aquel informe que redactó Gunnar Björck en 1991. Después quiero que identifiques a las personas que, supuestamente, están persiguiendo a Mikael Blomkvist. Según mi fuente, el propietario del coche es un tal Göran Mårtensson, de cuarenta años de edad, policía y residente en Vittangigatan, en Vällingby. Luego identifica a la otra persona que aparece en las fotos que hizo el fotógrafo de Mikael Blomkvist. Este joven rubio de aquí.

– De acuerdo.

– A continuación deberás investigar el pasado de Evert Gullberg. Yo no he oído hablar de él en mi vida, pero, según mi fuente, tiene que existir algún vínculo con la policía de seguridad.

– Eso quiere decir que alguien de aquí contrató a un viejo de setenta y ocho años para que asesinara a un espía. No me lo creo.

– Aun así, debes comprobarlo. Y la investigación la harás en secreto. Consúltame antes si piensas tomar alguna medida concreta. No quiero que esto levante olas.

– Lo que me estás pidiendo supone una investigación enorme. ¿Cómo voy a poder hacerla yo sola?

– No vas a estar sola. Si acaso al principio. Si vuelves y me dices que no has encontrado nada, pues ya está y nos olvidamos del asunto. Pero si das con algo sospechoso, ya decidiremos cómo seguir.


Monica Figuerola dedicó la hora del almuerzo a levantar pesas en el gimnasio de la policía. Su comida consistió en un bocadillo de albóndigas con ensaladilla de remolacha y un café solo que se llevó a su despacho al volver del gimnasio. Cerró la puerta, limpió su mesa y se puso a leer el informe de Gunnar Björck mientras se tomaba el bocadillo.

También leyó el anexo con la correspondencia que mantuvieron Björck y el doctor Peter Teleborian. Apuntó cada nombre y cada hecho concreto que figuraba en el informe y que podía ser objeto de verificación. Al cabo de dos horas se levantó y fue a por más café a la máquina. Al salir del despacho cerró la puerta con llave, algo que formaba parte de las rutinas de la DGP /Seg.

Lo primero que hizo fue comprobar el número de registro del informe. Llamó al encargado del registro, quien le comunicó que no existía ningún informe con ese número. El segundo paso consistió en consultar una hemeroteca. Allí hubo más suerte. Los dos periódicos vespertinos y uno de los matutinos habían informado de que, aquel día, una persona había sufrido graves quemaduras en el incendio de un coche en Lundagatan. La víctima del incidente era un hombre de mediana edad cuyo nombre no se revelaba. Uno de los vespertinos decía, además, que, según un testigo, el incendio había sido provocado por una niña pequeña. Esa sería, por tanto, la famosa bomba incendiaria que Lisbeth Salander le tiró a un agente ruso llamado Zalachenko. Por lo menos, eso sí parecía ser cierto.

Gunnar Björck, que figuraba como el autor del informe, existió en realidad. Se trataba de una persona conocida que había ocupado un cargo importante en el Departamento de extranjería, que estuvo de baja debido a una hernia discal y que, por desgracia, acabó suicidándose.

No obstante, el Departamento de recursos humanos no podía informar sobre las actividades realizadas por Gunnar Björck en 1991. Esa información era confidencial incluso para otros colaboradores de la DGP /Seg. Normas de la casa.

Que Lisbeth Salander residió en Lundagatan en el año 1991 y que se pasó los dos siguientes años en la clínica psiquiátrica de Sankt Stefan eran datos fáciles de verificar. En lo relativo a esos detalles por lo menos, la realidad no parecía contradecir el contenido del informe.

Peter Teleborian era un conocido psiquiatra que solía dejarse ver por la tele. Había trabajado en Sankt Stefan en 1991 y en la actualidad era el médico jefe de la clínica.

Monica Figuerola reflexionó un largo rato sobre el significado del informe. Luego llamó al jefe adjunto del Departamento de personal.

– Tengo una pregunta complicada -anunció.

– ¿Cuál?

– Estamos haciendo un análisis que trata de evaluar la credibilidad de una persona y su salud psíquica general. Necesito contactar con un psiquiatra u otro experto que tenga autorización para acceder a información clasificada. Me han hablado de un tal doctor Peter Teleborian y me gustaría saber si podría contratarle.

La respuesta se hizo esperar un rato.

– El doctor Peter Teleborian ha sido asesor externo de la Seg en un par de ocasiones. Está autorizado y puedes hablar con él, en términos generales, sobre información clasificada. Pero antes de dirigirte a él, debes seguir el procedimiento burocrático habitual: tu jefe tiene que dar su visto bueno y hacer una petición formal.

A Monica Figuerola se le encogió ligeramente el corazón. Acababa de verificar un dato que era imposible que se conociera fuera de un círculo muy reducido de personas: Peter Teleborian había tenido que ver con la DGP /Seg. Con ese dato, la credibilidad del informe quedaba reforzada.

Dejó de lado el informe y se dedicó al resto de la información que le había proporcionado Torsten Edklinth. Estudió las fotos de Christer Malm de las dos personas que, presuntamente, siguieron a Mikael Blomkvist desde el café Copacabana el uno de mayo.

Consultó el registro de coches y constató que, en efecto, Göran Mårtensson existía y poseía un Volvo gris con la matrícula en cuestión. Luego, a través del Departamento de recursos humanos, pudo confirmar que era empleado de la DGP /Seg. Se trataba de la comprobación más sencilla que podía efectuar y también esa circunstancia parecía ser correcta. El corazón se le encogió un poco más.

Göran Mårtensson trabajaba en protección personal. Era guardaespaldas. Formaba parte de ese grupo de colaboradores que, en numerosas ocasiones, se había encargado de la seguridad del primer ministro. Sin embargo, hacía unas cuantas semanas que estaba en comisión de servicios en el Departamento de contraespionaje. La había iniciado el 10 de abril, unos días después de que Alexander Zalachenko y Lisbeth Salander hubieran sido ingresados en el hospital de Sahlgrenska; no obstante, ese tipo de traslados no eran nada raros si faltaba personal para algún asunto urgente.

A continuación, Monica Figuerola llamó al jefe adjunto de contraespionaje, un hombre al que conocía personalmente y para el que había trabajado durante su breve estancia en ese departamento. Le preguntó si Goran Mårtensson estaba ocupado con alguna misión importante y si podría cedérselo para una investigación de la protección constitucional.

El jefe adjunto del contraespionaje se quedó perplejo. Sin duda la habían informado mal: Göran Mårtensson, de protección personal, no se hallaba allí en comisión de servicios. Lo sentía mucho.

Monica Figuerola colgó el teléfono y se quedó mirándolo durante dos minutos. En protección personal pensaban que Göran Mårtensson se hallaba en contraespionaje. Pero allí no estaba. Ese tipo de traslados tienen que ser aprobados y gestionados por el jefe administrativo. Se estiró para coger el teléfono y llamarlo, pero se detuvo. Si los de protección personal hubiesen trasladado a Mårtensson, el jefe administrativo tendría que haber dado su visto bueno. Pero Mårtensson no se encontraba en contraespionaje. Algo que el jefe administrativo tenía que saber. Y si hubiesen trasladado a Mårtensson a algún departamento que se dedicara a seguir a Mikael Blomkvist, el jefe administrativo también debería estar al corriente de eso.

Torsten Edklinth le había dicho que no levantara olas. Preguntar al jefe administrativo podría ser sinónimo de tirar una piedra muy grande en un pequeño estanque.


Erika Berger suspiró aliviada cuando, poco después de las diez y media de la mañana del lunes, se sentó tras la mesa de su cubo de cristal. Necesitaba imperiosamente la taza de café que acababa de traerse de la máquina. Había pasado las primeras horas de trabajo en dos reuniones. La primera había sido una reunión matinal de quince minutos en la que el secretario de redacción Peter Fredriksson trazó las directrices de trabajo de ese día. Ante la escasa confianza que le inspiraba Anders Holm, Erika se vio obligada a fiarse cada vez más del juicio de Fredriksson.

La otra fue una reunión de una hora de duración con el presidente de la junta directiva, Magnus Borgsjö, el jefe de asuntos económicos del SMP, Christer Sellberg, y el responsable del presupuesto, Ulf Flodin. La reunión versó sobre el descenso del mercado publicitario y la bajada de ventas del periódico. Tanto el responsable del presupuesto como el jefe de asuntos económicos se mostraron de acuerdo en que había que tomar medidas para reducir el déficit del SMP.

– El primer trimestre de este año nos hemos mantenido a flote gracias a una ligera subida del mercado publicitario y a la jubilación de dos colaboradores. Sus puestos quedan vacantes -dijo Ulf Flodin-. Es muy probable que consigamos acabar el actual trimestre con un déficit muy pequeño. Pero no cabe duda de que los periódicos gratuitos Metro y Stockholm City siguen comiéndose el mercado publicitario de Estocolmo. El único pronóstico que podemos ofrecer para el tercer trimestre es que tendrá un claro déficit.

– ¿Y cómo hacemos frente a eso? -preguntó Borgsjö.

– La única alternativa razonable son los recortes. No reducimos la plantilla desde el año 2002. Pero calculo que antes de fin de año nos veremos obligados a prescindir de al menos diez puestos.

– ¿Cuáles? -preguntó Erika Berger.

– Tenemos que actuar según el principio del corta-quesos y quitar un puesto aquí y otro allá. La redacción de deportes tiene ahora seis puestos y medio. Habrá que reducir la plantilla a cinco empleados a jornada completa.

– Si no me equivoco, la redacción de deportes va de cabeza. Eso significa que habrá que reducir la cobertura de deportes.

Flodin se encogió de hombros.

– Si a alguien se le ocurre otra propuesta mejor, soy todo oídos.

– No tengo nada mejor que proponer, pero lo cierto es que si reducimos personal, no nos quedará más remedio que hacer un periódico más fino, y si hacemos un periódico más fino, el número de lectores disminuirá y, con ello, también el número de anunciantes.

– El eterno círculo vicioso -dijo Sellberg, el jefe de asuntos económicos.

– Me habéis contratado para que le dé la vuelta a esta situación. Para lograrlo voy a apostar fuerte por mejorar el periódico y hacerlo más atractivo para los lectores. Pero eso no será posible si me tengo que dedicar a cortar cabezas.

Se dirigió a Borgsjö.

– ¿Cuánto tiempo puede seguir haciendo aguas el periódico? ¿Cuánto déficit podemos soportar antes de que nos vayamos a pique?

Borgsjö frunció los labios.

– Desde principios de los años noventa, el SMP se ha ido comiendo una gran parte de los antiguos fondos. Tenemos una cartera de acciones que ha reducido su valor en más de un treinta por ciento a lo largo de los últimos diez años. Se ha invertido mucho dinero en tecnología informática. O sea, que hemos tenido unos gastos enormes.

– He visto que el SMP ha desarrollado un sistema propio de edición de textos, el AXT. ¿Cuánto costó eso?

– Unos cinco millones de coronas.

– Pues no le veo la lógica. Hoy en día tienes en el mercado programas muy baratos. ¿Por qué el SMP ha apostado por invertir tanto dinero en desarrollar los suyos propios?

– Bueno, Erika… no sé qué decirte. Fue el anterior jefe técnico el que nos convenció. Él decía que, a la larga, resultaría más barato y que, además, el SMP podría luego vender licencias del programa a otros periódicos.

– ¿Y alguien lo ha comprado?

– Sí, la verdad es que sí. Un periódico local de Noruega.

– Fantástico -dijo Erika Berger con una voz seca-. Siguiente cuestión: estamos usando PC que tienen más de cinco o seis años…

– Por este año queda descartado invertir en nuevos ordenadores -dijo Flodin.

La reunión continuó. Erika empezó a ser consciente de que Flodin y Sellberg ignoraban sus objeciones y propuestas. Para ellos sólo había que hablar de recortes; algo que resultaba comprensible desde el punto de vista de un responsable de presupuesto y un jefe de asuntos económicos, pero inaceptable para la visión de una redactora jefe recién entrada. Sin embargo, lo que a ella le molestaba de verdad era que rechazaran constantemente sus argumentos con amables sonrisas que la hacían sentirse como una colegiala dando cuenta de sus deberes. Sin pronunciar ni una sola palabra inapropiada, los dos adoptaban una actitud tan estereotipada hacia ella que hasta le resultaba divertido. No te estrujes el cerebro con cosas tan complicadas, nena.

Borgsjö tampoco resultó de gran ayuda. Él se mantuvo a la espera y dejó que los demás participantes de la reunión terminaran de hablar; pero Erika no vio en él esa actitud paternalista.

Suspiró, conectó su laptop y abrió el correo electrónico. Había recibido diecinueve correos. Cuatro de ellos eran spam de alguien que quería (1) que comprara Viagra, (2) ofrecerle cybersexo con The sexiest Lolitas on the net a cambio de una modesta suma de cuatro dólares americanos por minuto, (3) hacerle una oferta algo más fuerte de Animal Sex, the Juiciest Horse Fuck in the Universe, y (4) que se suscribiera a mode.nu, un newsletter producido por una empresa basura que inundaba el mercado de anuncios y que no paraba de mandar esa mierda por mucho que ella les avisara de que no le interesaban sus ofertas promocionales. Otros siete correos consistían en las llamadas «cartas de Nigeria», remitidas por la viuda del ex jefe del Banco Nacional de Abu Dhabi, que le ofrecía fantásticas sumas de dinero; bastaba con que estuviera dispuesta a contribuir con un capital menor para crear confianza, y otras chorradas por el estilo.

Los restantes mails estaban compuestos por la agenda matinal; la de mediodía; tres correos del secretario de redacción Peter Fredriksson, que la ponía al tanto del desarrollo de la principal noticia del día; un correo de su asesor fiscal personal, que quería concertar una reunión para hablar de los cambios de su sueldo tras haberse pasado de Millennium al SMP, así como un correo de su higienista dental, que le recordaba que ya le tocaba hacerse su chequeo trimestral. Apuntó la hora en su agenda electrónica y se dio cuenta de que iba a tener que cancelarla porque para ese día tenía fijada una importante reunión con la redacción.

Por último abrió un correo cuyo remitente era centralred@smpost.se y el asunto [Para el conocimiento de la redactora jefe]. Dejó lentamente la taza de café.

[¡PUTA! ¿QUIÉN COÑO TE CREES QUE ERES, MALDITA ZORRA? NO VENGAS AQUÍ TODA CHULA. ¡QUE TE DEN POR EL CULO CON UN DESTORNILLADOR, PUTA! CUANTO ANTES TE LARGUES DE AQUÍ MEJOR.]

Erika Berger levantó automáticamente la mirada y buscó al jefe de Noticias Anders Holm. No estaba en su sitio y no lo veía por la redacción. Volvió a mirar quién lo mandaba y luego levantó el auricular y llamó a Peter Fleming, jefe técnico del SMP.

– Hola. ¿A quién pertenece la dirección centralred@smpost.se?

– A nadie. Esa dirección no es del SMP.

– Pues acabo de recibir un correo con ese remite.

– Es falso. ¿Tiene un virus?

– No. O al menos el programa antivirus no se ha activado.

– Vale. La dirección no existe. Pero es muy fácil falsificar una dirección para que parezca auténtica. En la red hay páginas web mediante las cuales puedes enviar ese tipo de correos.

– ¿Es posible rastrearlo?

– Resulta prácticamente imposible, aunque la persona en cuestión sea tan tonta como para haberlo mandado desde su ordenador personal de casa. Como mucho se podría rastrear el número IP hasta un servidor, pero si ha usado una cuenta de Hotmail, por ejemplo, no hay nada que hacer.

Erika le dio las gracias por la información. Reflexionó unos instantes. No era precisamente la primera vez que recibía un correo amenazador o el mensaje de un chalado. El correo se refería, como era obvio, a su nuevo trabajo como redactora jefe del SMP. Se preguntó si procedería de algún loco que hubiera leído algo sobre ella relacionado con la muerte de Morander o si el remitente se encontraba en el edificio.


Monica Figuerola reflexionó largo y tendido sobre lo que iba a hacer con lo de Evert Gullberg. Una de las ventajas que conllevaba trabajar en el Departamento de protección constitucional era que le otorgaba amplios poderes para consultar prácticamente cualquier investigación policial de Suecia que pudiera estar relacionada con algún delito racista o político. Constató que Alexander Zalachenko era inmigrante y que analizar la violencia dirigida contra personas nacidas en el extranjero, para comprobar si se trataba de delitos motivados por racismo o no, formaba parte de su cometido. Por lo tanto, tenía legítimo derecho a acceder a la investigación sobre el asesinato de Zalachenko para determinar si Evert Gullberg estaba vinculado a una organización racista o si había expresado ideas racistas en relación con el homicidio. Pidió el informe de la investigación y lo estudió meticulosamente. Allí encontró las cartas que en su día fueron enviadas al ministro de Justicia y se percató de que, aparte de una serie de ataques personales de carácter denigrante y obsesivo, también figuraban los términos «follamoros» y «traidor de la patria».

Luego dieron las cinco. Monica Figuerola guardó todo el material en la caja fuerte de su despacho, quitó la taza de café de la mesa, apagó el ordenador y fichó al salir. Con paso decidido y rápido, fue andando hasta un gimnasio de Sankt Eriksplan y dedicó la siguiente hora a hacer pesas en plan tranquilo.

Cuando hubo acabado, volvió caminando a su apartamento en Pontonjärgatan, se duchó y se tomó una cena tardía pero sana. Pensó por un instante en llamar a Daniel Mogren, que vivía tres manzanas más abajo en la misma calle. Daniel era carpintero y culturista y durante tres años había sido, de vez en cuando, su compañero de entrenamiento. Durante los últimos meses también se habían enrollado en varias ocasiones.

Era cierto que el sexo resultaba casi tan satisfactorio como un duro entrenamiento en el gimnasio, pero a los treinta y tantos, o más bien cuarenta menos algo, Monica Figuerola había empezado a pensar si no debería, a pesar de todo, empezar a interesarse por un hombre y una situación vital más permanentes. Tal vez incluso niños. Aunque no con Daniel Mogren.

Tras un momento de reflexión llegó a la conclusión de que en realidad no tenía ganas de ver a nadie. En su lugar se fue a la cama con un libro sobre la historia de la Antigüedad. Se durmió poco antes de medianoche.

Capítulo 13 Martes, 17 de mayo

Monica Figuerola se despertó a las seis y diez de la mañana del martes, salió a correr una larga vuelta por Norr Mälarstrand, se duchó y fichó la entrada en la jefatura de policía a las ocho y diez. Dedicó la primera hora de la mañana a redactar un informe sobre las conclusiones a las que había llegado el día anterior.

A las nueve llegó Torsten Edklinth. Monica le dio veinte minutos para que despachara el posible correo de la mañana y luego se acercó a su despacho y llamó a la puerta. Esperó diez minutos mientras su jefe leía el informe que ella acababa de redactar. Leyó las cuatro hojas, de principio a fin, dos veces. Al final alzó la vista y la miró.

– El jefe administrativo -dijo pensativo.

Ella asintió.

– Él tiene que haber dado su visto bueno a la comisión de servicios de Mårtensson. Por lo tanto, ha de saber que Mårtensson no está en contraespionaje, donde, según el Departamento de protección personal, se supone que debe encontrarse.

Torsten Edklinth se quitó las gafas, sacó un pañuelo de papel y las limpió con toda meticulosidad. Reflexionó. Había visto en incontables ocasiones al jefe administrativo Albert Shenke en reuniones y jornadas organizadas por la casa, pero no podía afirmar que lo conociera demasiado. Se trataba de una persona de estatura más bien baja, de pelo fino y rubio tirando a pelirrojo y con una cintura que, con el paso de los años, había dado bastante de sí. Sabía que Shenke tenía unos cincuenta y cinco años y que llevaba prestando sus servicios en la DGP /Seg desde hacía, como poco, veinticinco; tal vez más. Durante la última década había ocupado el puesto de jefe administrativo, y antes trabajó como jefe administrativo adjunto y en otros cargos dentro de la administración. Lo consideraba una persona callada que era capaz de actuar con mano dura si hacía falta. Edklinth no tenía ni idea de a qué se dedicaba Shenke en su tiempo libre, pero recordaba haberlo visto en alguna ocasión en el garaje de la jefatura de policía vestido de sport y con unos palos de golf en el hombro. Asimismo, una vez, hacía ya años y por pura casualidad, se topó con él en la ópera.

– Hay una cosa que me ha llamado la atención -dijo ella.

– ¿Qué?

– Evert Gullberg. Hizo el servicio militar en los años cuarenta, se convirtió en asesor fiscal y luego desapareció entre la niebla en los cincuenta.

– ¿Sí?

– Cuando el otro día tratamos ese tema, hablamos de él como si fuese un asesino contratado.

– Sé que suena rebuscado, pero…

– Lo que más me ha llamado la atención ha sido que he encontrado tan poco sobre su pasado que me da la sensación de que más bien parece algo fabricado. Durante los años cincuenta y sesenta, tanto IB como la Seg montaron empresas fuera de casa.

Torsten Edklinth hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

– Me estaba preguntando cuándo te plantearías esa posibilidad.

– Necesitaría una autorización para acceder a los expedientes personales de los años cincuenta -dijo Monica Figuerola.

– No -respondió Torsten Edklinth, negando con la cabeza-. No podemos entrar en el archivo sin permiso del jefe administrativo y no queremos llamar la atención hasta que tengamos las espaldas bien cubiertas.

– ¿Y cómo piensas que debemos proceder?

– Mårtensson -dijo Edklinth-. Averigua qué está haciendo.


Lisbeth Salander estaba examinando la ventana de ventilación de su habitación, cerrada con llave, cuando oyó que se abría la puerta y entraba Anders Jonasson. Eran más de las diez de la noche del martes. El médico frustraba así sus planes para huir del hospital.

Ella ya había medido los centímetros que la ventana podía abrirse, constatado que su cabeza podría pasar y que probablemente no tendría mayores problemas en introducir el resto del cuerpo. Había tres pisos hasta el suelo, pero, con la ayuda de unas sábanas y el cable alargador de tres metros de largo que estaba enchufado a una lámpara, ese problema quedaría resuelto.

Había planificado mentalmente su huida paso a paso. El problema era la ropa. Tenía unas bragas, el camisón del hospital y un par de sandalias de goma que le habían dejado. Contaba con doscientas coronas que Annika Giannini le había prestado para que pudiera pedir golosinas del quiosco del hospital. Sería suficiente para hacerse con unos vaqueros baratos y una camiseta en la tienda del Ejército de Salvación, siempre y cuando pudiera dar con ella en Gotemburgo. El resto del dinero tenía que alcanzar, como fuera, para llamar por teléfono a Plague. Luego ya vería. Había previsto aterrizar en Gibraltar un par de días después de escaparse y hacerse luego con una nueva identidad en alguna parte del mundo.

Anders Jonasson saludó con un movimiento de cabeza y se sentó en la silla destinada a las visitas. Ella se sentó en el borde de la cama.

– Hola, Lisbeth. Perdona que no te haya visitado durante los últimos días, pero he estado muy liado en urgencias y además me han hecho mentor de un par de médicos jóvenes.

Ella asintió. No se esperaba que el doctor Anders Jonasson le hiciera visitas particulares.

Él sacó el historial de Lisbeth y estudió con atención la evolución de la curva de la temperatura y la medicación. Observó que tenía una temperatura estable, de entre 37 y 37.2 grados, y que durante la última semana no le habían dado ninguna pastilla para el dolor de cabeza.

– Tu médica es la doctora Endrin, ¿no? ¿Te llevas bien con ella?

– Sí… Bien -dijo Lisbeth sin mayor entusiasmo.

– ¿Me dejas que te eche un vistazo?

Ella asintió. Jonasson sacó una pequeña linterna del bolsillo, se inclinó hacia delante e iluminó los ojos de Lisbeth para estudiar las contracciones y dilataciones de sus pupilas. Le pidió que abriera la boca y le examinó la garganta. Luego, con mucho cuidado, le puso las manos alrededor del cuello y le movió la cabeza de un lado a otro un par de veces.

– ¿Tienes molestias en el cuello? -preguntó.

Ella negó con un gesto.

– ¿Y qué tal el dolor de cabeza?

– Me viene de vez en cuando, pero se me pasa.

– El proceso de cicatrización sigue su curso. El dolor de cabeza te irá desapareciendo poco a poco.

Ella continuaba teniendo el pelo tan corto que no tuvo más que apartar un poco para palpar la cicatriz que se hallaba por encima de su oreja. Se estaba curando sin problemas, pero todavía le quedaba una pequeña costra.

– Has vuelto a rascarte la herida. Ni se te ocurra hacerlo de nuevo, ¿vale?

Ella dijo que sí con la cabeza. Él cogió su codo izquierdo y le alzó el brazo.

– ¿Puedes levantarlo tú sola?

Lisbeth lo levantó.

– ¿Tienes algún dolor o alguna molestia en el hombro?

Ella negó con la cabeza.

– ¿Te tira?

– Un poco.

– Creo que debes entrenar los músculos del hombro un poquito más.

– No es fácil cuando una está encerrada.

Él sonrió.

– Eso no será para siempre. ¿Estás haciendo los ejercicios que te manda el fisioterapeuta?

Ella volvió a asentir.

Sacó el estetoscopio y lo apretó un rato contra su muñeca para calentarlo. Luego se sentó en el borde de la cama, le desabrochó el camisón, le auscultó el corazón y le tomó el pulso. Le pidió que se inclinara hacia delante y le colocó el estetoscopio en la espalda para auscultarle los pulmones.

– Tose.

Ella tosió.

– Vale. Ya puedes abrocharte el camisón. Desde un punto de vista médico estás más o menos recuperada.

Ella asintió. Esperaba que con eso él se levantara y le prometiera que volvería al cabo de unos días, pero se quedó sentado en la silla. Permaneció en silencio un largo rato dando la impresión de estar pensando en algo. Lisbeth esperó pacientemente.

– ¿Sabes por qué me hice médico? -preguntó de repente.

Ella negó con la cabeza.

– Vengo de una familia obrera. Siempre quise ser médico. Bueno, la verdad es que de joven pensaba hacerme psiquiatra. Era terriblemente intelectual.

Lisbeth lo miró con una repentina atención en cuanto mencionó la palabra «psiquiatra».

– Pero no estaba muy seguro de ser capaz de hacer una carrera así. De modo que cuando salí del bachillerato me formé como soldador y trabajé de eso durante unos años.

Movió la cabeza afirmativamente como para mostrarle a Lisbeth que no le estaba mintiendo.

– Me pareció buena idea tener algo a lo que recurrir si fracasaba en la carrera de Medicina. Y ser soldador tampoco es tan diferente a ser médico. Se trata de reparar y unir piezas sueltas. Y ahora trabajo aquí en el Sahlgrenska y reparo a gente como tú.

Ella frunció el ceño y se preguntó, llena de suspicacia, si no le estaría tomando el pelo. Pero parecía completamente serio.

– Lisbeth… me pregunto…

Permaneció callado durante tanto tiempo que ella estuvo a punto de preguntarle lo que quería. Pero se contuvo y esperó.

– Me pregunto si te enfadarías conmigo si te hiciera una pregunta íntima y personal. Me gustaría hacértela como persona. O sea, no como médico. No voy a apuntar tu respuesta y no voy a tratar el tema con nadie. Y no hace falta que me respondas si no quieres.

– ¿Cuál?

– Es una pregunta indiscreta y personal.

Ella se topó con su mirada.

– Desde que te encerraron en el Sankt Stefan de Uppsala cuando tenías doce años, te has negado a contestar cuando algún psiquiatra ha intentado hablar contigo. ¿Por qué?

Los ojos de Lisbeth Salander se oscurecieron levemente. Contempló a Anders Jonasson con una mirada desprovista de toda expresión. Permaneció callada durante dos minutos.

– ¿Por qué quieres saberlo?

– Si te soy sincero, no lo sé a ciencia cierta. Creo que estoy intentando comprender algo.

La boca de Lisbeth Salander se frunció ligeramente.

– No hablo con los loqueros porque nunca escuchan lo que les digo.

Anders Jonasson asintió y, de buenas a primeras, se rió.

– Muy bien. Dime… ¿qué piensas de Peter Teleborian?

Anders Jonasson le soltó el nombre de manera tan inesperada que Lisbeth casi se sobresaltó. Sus ojos se estrecharon considerablemente.

– Joder, esto qué es, ¿el juego de las veinte preguntas? ¿Qué andas buscando?

De repente su voz sonó como a papel de lija. Anders Jonasson se echó hacia delante y se aproximó tanto a ella que casi invadió su territorio personal.

– Porque un… ¿cuál es la palabra que has usado…? loquero llamado Peter Teleborian, no del todo desconocido dentro del gremio, me ha presionado dos veces durante los últimos días para que le permita examinarte.

Lisbeth sintió de golpe un frío gélido recorriéndole la espina dorsal.

– El tribunal de primera instancia va a designarlo para que te haga una evaluación psiquiátrica legal.

– ¿Y?

– No me cae nada bien ese Peter Teleborian. Le he negado el acceso. La última vez se presentó en esta planta sin avisar e intentó engañar a una enfermera para que le dejara pasar a tu habitación.

Lisbeth apretó la boca.

– Su comportamiento resultaba un poco extraño y su insistencia algo excesiva para ser normal. Por eso quiero conocer tu opinión sobre él.

Esta vez le tocó a Anders Jonasson esperar pacientemente la respuesta de Lisbeth Salander.

– Teleborian es un hijo de puta -acabó contestando ella.

– ¿Es algo personal entre vosotros?

– Sí, se podría decir eso; sí.

– También he mantenido una conversación con un representante de las autoridades que, por decirlo de alguna manera, desea que permita a Teleborian que te vea.

– ¿Y?

– Le pregunté qué competencia médica tenía como para evaluar tu estado y le pedí que se fuera al cuerno. Pero con palabras más diplomáticas, claro.

– Muy bien.

– Una última pregunta: ¿por qué me cuentas esto a mí?

– Bueno, porque me has preguntado.

– Ya, pero mira… soy médico y he estudiado psiquiatría. Así que no entiendo por qué hablas conmigo. ¿Debo interpretarlo como una muestra de confianza?

Ella no contestó.

– Vale, lo interpretaré como un sí. Quiero que sepas que eres mi paciente. Eso significa que trabajo para ti y para nadie más.

Ella le observó, escéptica. Él se quedó un rato mirándola en silencio. Luego habló en un tono más distendido.

– Desde un punto de vista estrictamente médico estás casi recuperada. Necesitarás un par de semanas más de rehabilitación. Pero, por desgracia, estás muy sana.

– ¿Por desgracia?

– Sí -le contestó, mostrándole una alegre sonrisa-. Más de la cuenta.

– ¿Qué quieres decir?

– Lo que quiero decir es que ya no tengo razones legítimas para mantenerte aquí aislada y que el fiscal pronto te trasladará a Estocolmo y te aplicará prisión preventiva hasta que se celebre el juicio, dentro de seis semanas. No me sorprendería que la semana que viene llegara ya la petición. Y eso significa que Peter Teleborian tendrá ocasión de examinarte.

Ella se quedó completamente quieta en la cama. Anders Jonasson parecía distraído y se inclinó hacia delante para colocarle bien la almohada. Habló como si pensara en voz alta.

– No tienes ni dolor de cabeza ni la más mínima fiebre, así que lo más probable es que la doctora Endrin te dé el alta.

De pronto se levantó.

– Gracias por hablar conmigo. Volveré a visitarte antes de que te vayas.

Ya había llegado a la puerta cuando ella abrió la boca y lo llamó:

– Doctor Jonasson.

Se volvió hacia ella.

– Gracias.

Él asintió antes de salir y cerrar la puerta con llave.


Lisbeth Salander permaneció un buen rato con los ojos puestos en la puerta cerrada. Al final se echó hacia atrás y fijó la mirada en el techo.

Fue entonces cuando descubrió que tenía algo duro bajo la almohada. La levantó y descubrió, para su gran asombro, una pequeña bolsa de tela que, sin lugar a dudas, no estaba antes allí. La abrió y se quedó atónita al descubrir un ordenador de mano Palm Tungsten T3 y un cargador. Luego lo estudió más detenidamente y apreció una pequeña raya en el borde superior. El corazón le dio un vuelco. Es mi Palm. Pero cómo… Perpleja, desplazó de nuevo la mirada hasta la puerta. Anders Jonasson era una caja de sorpresas. De repente, sintió una gran excitación. Encendió el ordenador de inmediato y descubrió que estaba protegido por una contraseña.

Frustrada, clavó la mirada en la pantalla, que centelleaba exigente y con impaciencia. Y cómo diablos se supone que voy a… Luego miró en la bolsa de tela y descubrió un papelito doblado en el fondo. Lo sacó sacudiendo la bolsa, lo abrió y leyó una línea escrita en una letra pulcra.

Tú eres la hacker. ¡Averígualo! Kalle B.

Lisbeth se rió por primera vez en varias semanas: Blomkvist le estaba pagando con la misma moneda. Reflexionó unos segundos. Luego cogió el boli digital y escribió la combinación 9277, que se correspondía en el teclado con las letras de WASP. Ese era el código que a Kalle Blomkvist de los Cojones no le quedó más remedio que deducir cuando entró en su piso de Fiskargatan, en Mosebacke, e hizo saltar la alarma antirrobo.

No funcionó.

Lo intentó con 52553, que equivalía a las letras de KALLE.

Tampoco funcionó. Como ese Kalle Blomkvist de los Cojones quería, sin duda, que ella usara el ordenador, lo más probable es que hubiera elegido alguna contraseña sencilla. Había firmado como Kalle, nombre que él odiaba. Ella reflexionó un instante e hizo sus cabalas: tenía que ser algo para pincharla. Luego marcó 63663, que componían la palabra PIPPI.

El ordenador se puso en marcha sin el menor problema.

Le salió un smiley en la pantalla con un bocadillo:

¿Has visto? ¿A que no era tan difícil? Te sugiero que hagas clic en «documentos guardados».

Enseguida encontró el documento «Hola Sally» al principio de la lista. Ella lo abrió y lo leyó:

En primer lugar: esto es algo entre tú y yo. Tu abogada, o sea, mi hermana Annika, no sabe que tienes acceso a este ordenador. Y así debe seguir siendo.

Ignoro hasta qué punto estás enterada de lo que está sucediendo fuera de tu habitación, pero, por raro que pueda resultar, hay (a pesar de tu carácter) unas cuantas personas tontas de remate y llenas de lealtad que están trabajando para ti. Cuando todo esto haya pasado voy a fundar una asociación, sin ánimo de lucro, a la que bautizaré como «Los Caballeros de la Mesa Chalada». Su único objetivo será organizar una cena anual durante la cual nos dedicaremos a hablar mal de ti. (No, no estás invitada.)

Bueno, al grano. Annika anda en plena preparación del juicio. Un problema en cuanto a ese tema es, por supuesto, que ella trabaja para ti e insiste en esas malditas chorradas de la integridad. Así que ni siquiera a mí me cuenta nada de lo que habláis, lo cual me supone un cierto handicap. Por suerte, acepta recibir información.

Tú y yo tenemos que coordinarnos.

No uses mi correo electrónico.

Puede que me haya vuelto paranoico, pero sospecho -y tengo mis buenas razones- que no soy la única persona que lo está leyendo. Si me quieres mandar algo, entra en el foro de Yahoo [La_ Mesa_Chalada]. Usuario: Pippi, y contraseña: p9i2p7p7i. Mikael.

Lisbeth leyó dos veces la carta de Mikael y miró desconcertada el ordenador de mano. Tras un período de total celibato informático, acusaba una inmensa abstinencia cibernética. Se preguntó con qué dedo del pie habría estado pensando Kalle Blomkvist de los Cojones para meterle a escondidas un ordenador y no tener en cuenta que necesitaba su móvil para poder conectarse a la red.

Se quedó pensando hasta que, de pronto, percibió unos pasos en el pasillo. Apagó enseguida el ordenador y lo guardó debajo de la almohada. Cuando oyó la llave introducirse en la cerradura de la puerta se dio cuenta de que la bolsa de tela y el cargador continuaban sobre la mesilla. Alargó la mano y, de un tirón, metió la bolsa y el cargador debajo del edredón y se subió el lío de cables hasta la entrepierna. Permaneció sin moverse mirando al techo cuando la enfermera de noche entró, la saludó amablemente y le preguntó cómo se encontraba y si necesitaba algo.

Lisbeth le contestó que estaba bien y que quería un paquete de cigarrillos. Su petición fue rechazada de modo amable pero firme. Le dio un paquete de chicles de nicotina. Cuando la enfermera salió por la puerta, Lisbeth divisó al vigilante jurado de Securitas apostado en una silla en el pasillo. Lisbeth esperó a que los pasos se hubieran alejado para volver a sacar el ordenador.

Lo encendió e intentó conectarse a la red.

Casi sufre un shock cuando, de repente, el ordenador de mano indicó que había encontrado una conexión y se conectó automáticamente. ¡Conectada a la red! ¡Imposible!

Saltó de la cama con tanta rapidez que un dolor le recorrió la cadera lesionada. Asombrada, escudriñó la habitación. ¿Cómo? Muy despacio, dio una vuelta examinando cada ángulo y cada rincón… No, allí no había ningún móvil. Aun así, estaba conectada a la red. Luego se dibujó una torcida sonrisa en su cara. Era una conexión inalámbrica realizada a través de un móvil por medio de un Bluetooth que tenía un alcance de diez a doce metros. Dirigió la mirada hacia la rejilla situada cerca del techo. Kalle Blomkvist de los Cojones le había puesto un teléfono allí mismo. Era la única explicación.

Pero ¿por qué no le pasó también a escondidas el teléfono…? Ah, claro. La batería.

El Palm sólo hacía falta cargarlo más o menos cada tres días. Un móvil enchufado y por el que iba a navegar mucho por la red quemaría la batería rápidamente. Blomkvist, o más bien alguien al que habría contratado y que estaba allí fuera, debía de estar cambiándola con cierta frecuencia.

En cambio, naturalmente, le había pasado el cargador del Palm. Resultaba imprescindible. Pero era más fácil esconder un objeto que dos. Puede que, a pesar de todo, no sea tan tonto.

Lisbeth empezó por buscar un sitio donde guardar el ordenador. Tenía que encontrar un escondite. Había enchufes al lado de la puerta y en el panel de la pared de detrás de la cama; de ahí salía la corriente de la lámpara de la mesilla y del reloj digital. Y entonces descubrió el hueco dejado por una radio que alguien había sacado de allí. Sonrió. Cabían perfectamente tanto el cargador como el ordenador. Podría utilizar el enchufe de la mesilla de noche para cargar el ordenador durante el día.


Lisbeth Salander se sentía feliz. El corazón le palpitó con intensidad cuando, por primera vez en dos meses, encendió su ordenador de mano y se metió en Internet.

Navegar en un Palm con una pantalla pequeñísima y un boli digital no era lo mismo que navegar en un Power Book con una pantalla de diecisiete pulgadas. Pero estoy conectada. Desde su cama de Sahlgrenska podía llegar a todo el mundo.

Empezó entrando en una página web personal que hacía publicidad de fotografías de bastante poco interés realizadas por un desconocido y no muy competente fotógrafo aficionado llamado Gill Bates, de Jobsville, Pensilvania. En una ocasión, a Lisbeth se le ocurrió comprobarlo y constató que la localidad de Jobsville no existía. A pesar de eso, Bates había hecho más de doscientas fotografías de la población que había colgado en su página en una galería de imágenes en formato thumbnails. Bajó hasta la número 167 e hizo clic en ella para ampliarla. La foto representaba la iglesia de Jobsville. Llevó el puntero hasta la punta de la aguja de la torre e hizo nuevamente clic. Apareció al instante una ventana que le pidió el nombre del usuario y la contraseña. Sacó el boli digital y escribió la palabra Remarcable en la casilla del usuario y A (89) Cx#magnolia como contraseña.

Le salió una ventana con el texto [ERROR – You have the wrong password} y un botón con [OK – Try again]. Lisbeth sabía que si hacía clic encima de [OK – Try again] y probaba con una nueva contraseña, le volvería a saltar, año tras año, la misma ventanilla hasta la eternidad, con independencia de cuántas veces lo intentara. Así que, en su lugar, hizo clic sobre la letra O de la palabra ERROR.

La pantalla se volvió negra. Luego se abrió una puerta animada y se asomó alguien parecido a Lara Croft. Surgió un bocadillo con el texto [WHO GOES THERE?]

Hizo clic en él y escribió la palabra WASP. Recibió casi en el acto la respuesta [PROVE IT – OR ELSE…] mientras la Lara Croft animada le quitaba el seguro a una pistola. Lisbeth sabía que no se trataba de una amenaza ficticia. Si escribía mal la contraseña tres veces seguidas, la página se apagaría y el nombre de WASP se borraría de la lista de miembros. Escribió con mucho cuidado la contraseña MonkeyBusiness.

La pantalla volvió a cambiar de forma una vez más y apareció un fondo azul con el texto:

Welcome to Hacker Republic, citizen Wasp. It is 56 days since your last visit. There are 10 citizens online. Do you want to (a) Browse the Forum (b) Send a Message (c) Search the Archive (d) Talk (e) Get laid?

Hizo clic sobre la casilla (d) [Talk] y luego fue al [Who's online?] del menú, donde le salió una lista de los nombres Andy, Bambi, Dakota, Jabba, BuckRogers, Mandrake, Pred, Slip, Sisterjen, SixOfOne y Trinity.


– Hi gang -escribió Wasp.

– Wasp. That really U? -escribió SixOfOne de inmediato-. Look who's home.

– ¿Dónde has estado metida? -preguntó Trinity.

– Plague nos dijo que te habías metido en un lío -escribió Dakota.

Aunque Lisbeth no estaba segura, sospechaba que Dakota era una mujer. Los demás ciudadanos on-line, incluido el que se hacía llamar Sisterjen, eran chicos. La última vez que se conectó, Hacker Republic contaba con un total de sesenta y dos ciudadanos, cuatro de los cuales eran chicas.

– Hola, Trinity -escribió Lisbeth-. Hola a todos.

– ¿Por qué saludas sólo a Trin? ¿Estáis tramando algo, o te pasa algo con nosotros? -escribió Dakota.

– Estamos saliendo -escribió Trinity-. Wasp sólo se relaciona con gente inteligente.

Enseguida le llovieron abuse de cinco sitios.

De los sesenta y dos ciudadanos, Wasp sólo había visto frente a frente a dos personas. Plague, que, por una vez, no estaba conectado, era uno. El otro era Trinity. Era inglés y vivía en Londres. Estuvo con él unas cuantas horas cuando, dos años antes, les ayudó a ella y a Mikael Blomkvist a dar con Harriet Vanger pinchando un teléfono privado del elegante barrio de Saint Albans. Lisbeth movió torpemente el boli digital deseando haber tenido un teclado.

– ¿Sigues ahí? -preguntó Mandrake.

Ella escribía letra a letra.

– Sorry. Sólo tengo un Palm. Va lento.

– ¿Qué le ha pasado a tu ordenador? -preguntó Pred.

– No le ha pasado nada. Es a mí a quien le están pasando cosas.

– Cuéntaselo a tu hermano mayor -escribió Slip.

– El Estado me tiene encerrada.

– ¿Qué? ¿Por qué? -apareció rápidamente de tres chateadores.

Lisbeth resumió su situación en cinco líneas, las cuales fueron recibidas con lo que parecía ser un murmullo de preocupación.

– ¿Y cómo estás? -preguntó Trinity.

– Tengo un agujero en la cabeza.

– Pues no te noto nada raro, yo te veo igual -constató Bambi.

– Wasp siempre ha tenido aire en el coco -dijo Sister Jen; comentario que fue seguido por una serie de invectivas peyorativas que hacían referencia a las dotes intelectuales de Wasp. Lisbeth sonrió. La conversación se retomó con la intervención de Dakota.

– Espera. Esto es un ataque contra un ciudadano de Hacker Republic. ¿Cómo respondemos a esto?

– ¿Ataque nuclear contra Estocolmo? -propuso SixOfOne.

– No, sería exagerado -dijo Wasp.

– ¿Una bomba muy pequeña?

– Vete a la mierda, SixOO.

– Podríamos organizar un apagón en Estocolmo -propuso Mandrake.

– ¿Un virus que cause un apagón en la sede del gobierno?

Por regla general, los ciudadanos de Hacker Republic no solían propagar virus informáticos. Todo lo contrario: eran hackers y, por lo tanto, enemigos irreconciliables de los idiotas que enviaban virus con el solo propósito de sabotear la red y averiar los ordenadores. Eran adictos a la información y querían una red que funcionara para poder piratearla.

Sin embargo, la idea de organizar un apagón en el gobierno sueco no era una amenaza vacía. Hacker Republic constituía un club muy exclusivo, integrado por lo mejor de lo mejor, un comando de élite al que cualquier ejército estaría dispuesto a pagar una fortuna para poderlo utilizar con objetivos cibermilitares, siempre y cuando fueran capaces de incitar a the citizens a que sintieran ese tipo de lealtad por un Estado. Algo que no resultaba muy probable.

Pero todos eran Computer Wizards, y no precisamente ignorantes en el arte de crear virus informáticos. Tampoco eran reacios a llevar a cabo campañas especiales si la situación lo requería. Unos años antes, a un citizen de Hacker Rep que en la vida civil era creador de programas en California, una nueva empresa puntocom le robó una patente y encima tuvo la desfachatez de llevarlo a juicio. Eso indujo a todos los ciudadanos de Hacker Rep a dedicar, durante seis meses, una enorme energía a piratear y destruir todos los ordenadores de la empresa en cuestión. Con gran deleite, colgaron en la red cada secreto profesional de la empresa y cada correo electrónico -así como algunos documentos falsificados que podían ser interpretados como que el director ejecutivo de la empresa defraudaba al fisco-, junto a información sobre la amante secreta de éste y fotos de una fiesta de Hollywood en la que se lo veía esnifando cocaína. La empresa quebró al cabo de seis meses, pero todavía, varios años después, había miembros rencorosos de la milicia popular de Hacker Rep que se dedicaban de vez en cuando a acosar al ex ejecutivo.

Si una cincuentena de los mejores hackers del mundo se decidiera a realizar un ataque coordinado contra un Estado, lo más seguro es que el Estado en cuestión sobreviviera, aunque no sin haber sufrido importantes daños. Es muy probable que los costes ascendieran a miles de millones de coronas si Lisbeth diese su visto bueno para una acción así. Ella lo meditó un instante.

– Ahora no. Pero si las cosas no salen como yo quiero, quizá os pida ayuda.

– No tienes más que decírnoslo -se ofreció Dakota.

– Hace mucho que no nos metemos con un gobierno -dijo Mandrake.

– Tengo una propuesta; la idea sería invertir el sistema fiscal. Un programa que sería perfecto para un pequeño país como Noruega -escribió Bambi.

– Bien, pero Estocolmo está en Suecia -escribió Trinity.

– ¿Qué más da? Se puede hacer de la siguiente manera…


Lisbeth Salander se apoyó contra la almohada y siguió la conversación con una sonrisa torcida. Se preguntó por qué ella, a la que le costaba tanto hablar de sí misma con gente a la que veía cara a cara, podía confiarle, sin la menor preocupación, sus secretos más íntimos a una pandilla de chalados completamente desconocidos de Internet. Pero la verdad era que si Lisbeth Salander tenía una familia y se sentía parte integrante de un grupo, era junto a esos locos. En realidad, ninguno de ellos tenía posibilidades de ayudarla con sus problemas con el Estado sueco. Pero ella sabía que si hiciera falta, dedicarían un tiempo y una energía considerables a unas apropiadas manifestaciones de fuerza. A través de esta red de contactos también podía conseguir escondites en el extranjero. Fue gracias a los contactos de Plague en la red como logró hacerse con un pasaporte a nombre de Irene Nesser.

Lisbeth ignoraba por completo el aspecto de los ciudadanos de Hacker Rep y no tenía más que una vaga idea de a lo que se dedicaban fuera de la red: su imprecisión a la hora de referirse a sus identidades era notoria. Por ejemplo, SixOfOne afirmaba que era un ciudadano americano negro de origen católico y residente en Toronto, Canadá. Pero igual podría ser una mujer blanca luterana residente en Skövde.

Al que mejor conocía era a Plague: fue él quien la introdujo en la familia, y nadie podía ser miembro de este exclusivo grupo sin una buena recomendación. Además, todo aquel que entrara debía conocer en persona a otro ciudadano: en el caso de Lisbeth, Plague.

En la red, Plague era un ciudadano inteligente y con buenas aptitudes sociales. En la realidad, se trataba de un asocial y extremadamente obeso treintañero de Sundbyberg que cobraba una pensión de invalidez. No se lavaba lo suficiente -ni de lejos-, y su piso olía a tigre. Lisbeth no solía visitarlo muy a menudo que digamos. Ya tenía bastante con relacionarse con él en la red.

Mientras seguían chateando, Wasp fue descargando los archivos de los correos electrónicos que habían llegado a su buzón particular de Hacker Rep. Uno de ellos procedía de un miembro llamado Poison y contenía una versión mejorada de su programa Asphyxia I.3, que Lisbeth había colocado en el Archivo para que fuera accesible a todos los ciudadanos de la república. Asphyxia era un programa con el cual se podían controlar los ordenadores de otras personas en Internet. Poison le comentaba que lo había usado con éxito y que su versión actualizada incluía las últimas versiones de Unix, Apple y Windows. Lisbeth le respondió dándole las gracias por la nueva versión.

Durante la siguiente hora, mientras empezaba a hacerse de noche en Estados Unidos, otra media docena de citizens entraron on-line, le dieron la bienvenida a Wasp e intervinieron en el debate. Cuando Lisbeth finalmente se dispuso a salir, la discusión versaba sobre si se podría manipular el ordenador del primer ministro sueco de modo que enviara correos educados pero completamente disparatados a otros jefes de gobierno del mundo. Para abordar la cuestión se creó un grupo de trabajo. Lisbeth se despidió con una breve intervención:

– Seguid hablando, pero no hagáis nada sin mi visto bueno. Volveré cuando pueda.

Todos le mandaron besos y abrazos y la instaron a que se cuidara el agujero de la cabeza.


Cuando Lisbeth abandonó Hacker Republic entró en www.yahoo.com para luego ir hasta el foro privado [La_Mesa_Chalada]. Descubrió que sólo tenía dos miembros: ella y Mikael Blomkvist. El buzón contenía un solo mensaje que había sido enviado dos días antes. Llevaba el título de [Lee esto primero].

Hola, Sally. La situación es la siguiente:

• La policía no ha dado aún con tu casa y no dispone del DVD con la violación de Bjurman. El disco constituye una prueba muy contundente pero no quiero dárselo a Annika sin tu consentimiento. También tengo las llaves de tu casa y el pasaporte a nombre de Irene Nesser.

• En cambio, la policía tiene la mochila que te llevaste a Gosseberga. No sé si contiene algo inapropiado.

Lisbeth reflexionó un instante. Bueno, pues no mucho: un termo de café medio vacío, unas manzanas y una muda. Nada por lo que preocuparse.

Te van a procesar por un delito de lesiones graves y por el intento de homicidio de Zalachenko, así como por otro delito de lesiones graves contra Carl-Magnus Lundin, de Svavelsjö MC, en Stallarholmen. Es decir: por pegarle un tiro en el pie y partirle la mandíbula de una patada. Sin embargo, una fuente fiable de la policía afirma que, en ambos casos, las pruebas resultan algo vagas. Lo siguiente es importante:

(1) Antes de que mataran a Zalachenko, él lo negó todo y dijo que tenía que haber sido Niedermann el que te disparó y te enterró en el bosque. Te denunció por intento de homicidio. El fiscal va a insistir en que es la segunda vez que intentas matar a Zalachenko.

(2) Ni Magge Lundin ni Sonny Nieminen han dicho una sola palabra de lo ocurrido en Stallarholmen. Lundin está detenido por el secuestro de Miriam Wu. Nieminen está libre.

Lisbeth sopesó las palabras de Mikael y se encogió de hombros. Todo eso ya lo había hablado con Annika Giannini. Era una situación pésima, pero nada novedosa. Ya había dado cuenta con toda franqueza de lo sucedido en Gosseberga, aunque se había abstenido de entrar en detalles sobre Bjurman.

Durante quince años estuvieron protegiendo a Zalá sin importarles prácticamente lo que hiciera. Muchas carreras se forjaron aprovechándose de la importancia de Zalachenko. En numerosas ocasiones fueron detrás de él limpiando sus fechorías. Todo eso constituye una actividad delictiva. Las autoridades suecas, por consiguiente, han contribuido a ocultar delitos cometidos contra algunos individuos.

Si esto sale a la luz, se armará un escándalo político que salpicará tanto a gobiernos socialdemócratas como a gobiernos no socialistas. Pero lo más importante es que unas cuantas personas de la Säpo serán denunciadas por haber apoyado actividades delictivas e inmorales. Aunque los delitos ya han prescrito, el escándalo va a ser inevitable: se trata de pesos pesados que ya se han jubilado o que están a punto de hacerlo.Harán todo lo posible para reducir daños y ahí es donde tú te vas a convertir, una vez más, en una pieza de la partida. En esta ocasión, sin embargo, no sacrificarán a ningún peón; ahora están obligados a actuar para poder limitar los daños y salvar el pellejo. De modo que te tienen que neutralizar.

Pensativa, Lisbeth se mordió el labio inferior.

Lo que pasa es lo siguiente: saben que no van a poder guardar el secreto sobre Zalachenko mucho más tiempo. Yo conozco la historia y soy periodista. Saben que, tarde o temprano, la publicaré. Ya no tiene tanta importancia, porque está muerto. Pero ahora luchan por su propia supervivencia. Por eso, los siguientes puntos ocupan un puesto destacado en su orden de día:

(1) Tienen que convencer al tribunal de primera instancia (o sea, a la opinión pública) de que la decisión de encerrarte en Sankt Stefan en 1991 fue una decisión justificada: que estabas realmente enferma psíquicamente.

(2) Tienen que separar «el asunto Lisbeth Salander» del «asunto Zalachenko». Intentan hacerse con una posición desde la que poder decir «Sí, claro que Zalachenko era un hijo de puta, pero eso no tiene nada que ver con la decisión de encerrar a su hija. Ella fue recluida porque era una enferma mental; cualquier otra afirmación son imaginaciones morbosas de periodistas amargados. No, no hemos ayudado a Zalachenko a ocultar ningún delito: eso son sólo tonterías y fantasías de una adolescente psíquicamente enferma».

(3) El problema es, por supuesto, que si te absuelven en el juicio, el tribunal estará diciendo que no estás loca, lo que, en consecuencia, constituiría una prueba de que en tu internamiento de 1991 hubo algo raro. Así que, cueste lo que cueste, harán lo que sea para que te condenen a reclusión forzosa en el psiquiátrico. Si el tribunal determina que eres una enferma mental, el interés de los medios de comunicación por seguir hurgando en el asunto Salander disminuirá. Los medios funcionan así. ¿Me sigues?

Lisbeth asintió para sí misma. Todo eso ya lo había deducido ella. El problema era que no sabía muy bien qué hacer.

Lisbeth, en serio, este combate se decidirá en los medios de comunicación y no en la sala del tribunal. Desgraciadamente, el juicio, «por razones de integridad», se celebrará a puerta cerrada.

El mismo día en que asesinaron a Zalachenko entraron a robar en mi casa. No hay ninguna marca en la puerta que indique que la forzaran, y no tocaron ni movieron nada, a excepción de una sola cosa: se llevaron la carpeta que estaba en la casa de campo de Bjurman y que contenía el informe de Gunnar Björck de 1991. Mientras eso ocurría, alguien atracó a mi hermana y le robó su copia. Esa carpeta constituye tu prueba más importante.

Yo he actuado como si hubiese perdido los papeles de Zalachenko. En realidad, me quedaba una tercera copia que le iba a dar a Armanskij. He hecho más y las he ido colocando aquí y allá.

Nuestros adversarios, esto es, algunos representantes de las autoridades y ciertos psiquiatras, también se dedican, claro está, a preparar el juicio con la ayuda del fiscal Richard Ekström. Tengo una fuente que me proporciona información sobre lo que están tramando, pero sospecho que tú tendrás mejores formas de encontrar información relevante… En el caso de que así sea, urge.

El fiscal va a intentar hacer que te condenen a reclusión psiquiátrica forzosa. Para ayudarle está tu viejo amigo, Peter Teleborian.

Annika no va a poder llevar una campaña mediática de la misma manera que el fiscal, que filtrará la información que le convenga. Así que las manos de Annika están atadas.

En cambio, a mí no se me han impuesto ese tipo de restricciones. Puedo escribir exactamente lo que quiera; además, tengo una revista entera a mi disposición.

Me faltan dos detalles importantes:

1. En primer lugar, quiero algo que demuestre que, en la actualidad, el fiscal Ekström está colaborando ilícitamente con Teleborian con el objetivo de meterte de nuevo en el manicomio. Quiero aparecer en el mejor programa de la tele y presentar documentos que echen por tierra los argumentos del fiscal.

2. Para poder llevar una guerra mediática contra la Säpo necesito hablar en público de cosas que es probable que tú consideres asuntos privados tuyos. A estas alturas ya es tarde para el anonimato, teniendo en cuenta todo lo que se ha escrito de ti desde Pascua. Tengo que construirte una imagen mediática completamente nueva -por mucho que pienses que eso vulnera tu integridad- y me gustaría contar con tu visto bueno. ¿Entiendes lo que quiero decir?

Lisbeth abrió el archivo de [La_Mesa_Chalada]. Contenía veintiséis documentos de diverso tamaño.

Capítulo 14 Miércoles, 18 de mayo

Monica Figuerola se levantó a las cinco de la mañana del miércoles y salió a correr dando una vuelta inusualmente corta. Luego se duchó y se vistió con unos vaqueros negros, camiseta blanca de tirantes y una fina americana gris de lino. Preparó café, lo metió en un termo e hizo unos bocadillos. También se puso la funda para la pistola y fue a buscar su Sig Sauer al armario de las armas. Poco después de las seis arrancó su Saab 9-5 blanco y se fue a Vittangigatan, en Vällingby.

Göran Mårtensson vivía en un apartamento de la última planta de un edificio de tres niveles situado en un barrio de la periferia de Estocolmo. Monica se había pasado la jornada del martes sacando de los archivos públicos todo lo que pudo encontrar sobre él. Era soltero, lo que, sin embargo, no impedía que pudiera vivir con alguien. No tenía ninguna deuda pendiente con Hacienda; no poseía ninguna fortuna importante y tampoco parecía llevar una vida especialmente disoluta. Raramente estaba de baja.

Lo único llamativo era que tenía licencia para no menos de dieciséis armas de fuego: tres escopetas de caza y trece armas de fuego ligeras de diverso tipo. Lo cierto era que, mientras tuviera licencia, no estaba cometiendo ningún delito, pero Monica Figuerola albergaba un escepticismo bien fundado hacia la gente que coleccionaba grandes cantidades de armas.

El Volvo con la matrícula que empezaba por KAB se hallaba en el aparcamiento que estaba a unos cuarenta metros del lugar donde Monica Figuerola había aparcado. Cogió un vaso de papel, lo llenó hasta la mitad de café solo y se comió una baguette con queso y lechuga.


Cuando pasaron los médicos por la mañana, Lisbeth Salander se encontraba mal y sufría un intenso dolor de cabeza. Pidió un Alvedon y se lo dieron sin discusión.

Una hora después, el dolor de cabeza se había agravado. Llamó a la enfermera y pidió otro Alvedon. Tampoco esa pastilla remedió el dolor. A la hora de comer, a Lisbeth le dolía tanto la cabeza que la enfermera llamó a la doctora Endrin, quien, tras un breve examen, le recetó unos analgésicos más fuertes.

Lisbeth se los puso bajo la lengua y los escupió en cuanto la dejaron sola.

Alrededor de las dos de la tarde empezó a vomitar. Eso se repitió hacia las tres.

En torno a las cuatro, el doctor Anders Jonasson subió a la planta, poco antes de que la doctora Helena Endrin se dispusiera a marcharse a casa. Intercambiaron opiniones durante un momento.

– Está mareada y sufre un fuerte dolor de cabeza. Le he dado Dexofen. No entiendo muy bien qué le está pasando… últimamente estaba teniendo una evolución muy positiva. Puede ser algún tipo de gripe…

– ¿Tiene fiebre? -preguntó el doctor Jonasson.

– No, hace una hora tenía sólo 37.2. Y el análisis de sangre está bien.

– De acuerdo. Le echaré un vistazo esta noche.

– El caso es que me voy de vacaciones tres semanas -dijo la doctora Endrin-. Tendréis que ser tú o el doctor Svantesson los que os ocupéis de ella. Pero, claro, Svantesson no la ha tratado antes…

– Vale, no te preocupes. Yo me encargaré de ella mientras tú estás fuera.

– Muy bien. Si se produce alguna crisis y necesitas ayuda, no dudes en llamarme.

Le hicieron una breve visita a Lisbeth. Ella se hallaba en la cama tapada con el edredón hasta la punta de la nariz y tenía una pinta que daba pena. Anders Jonasson le puso una mano en la frente y constató que estaba algo sudorosa.

– Creo que vamos a tener que hacer un pequeño examen.

Le dio las gracias a la doctora Endrin y se despidió de ella.

Hacia las cinco, el doctor Jonasson descubrió que la temperatura de Lisbeth había subido rápidamente hasta 37,8 grados, dato que fue introducido en su historial. A lo largo de la tarde le hizo tres visitas más y anotó que la temperatura seguía rondando los 38 grados: demasiado alta para ser normal, pero tampoco tanto para que constituyera un verdadero problema. Hacia las ocho mandó que le hicieran un escáner de la cabeza.

Cuando le dieron el resultado lo estudió con detenimiento. No podía observar nada llamativo, pero constató que había una zona más oscura apenas perceptible en las inmediaciones del orificio de la bala. Escribió en su historial una observación meticulosamente pensada, pero nada comprometedora:

«Los datos que proporciona el escáner no son suficientes para extraer conclusiones definitivas, pero el estado general de la paciente ha empeorado de forma rápida y manifiesta a lo largo del día de hoy. No se puede excluir la posibilidad de que exista una pequeña hemorragia que no se aprecia en la imagen. La paciente debe mantenerse en reposo y bajo la más estricta observación durante los próximos días.»


Erika Berger tenía veintitrés correos cuando llegó al SMP a las seis y media de la mañana del miércoles.

Uno de ellos procedía de redaktion-sr@sverigesradio.com. El texto era corto. Contenía una sola palabra:

PUTA


Suspiró y levantó el dedo índice para borrarlo. En el último momento cambió de opinión. Miró la lista de correos recibidos y abrió uno que había llegado hacía dos días. El remitente era centralred@smpost.se. Mmm. Dos correos con la palabra puta y remitentes falsos del mundo mediático. Creó una carpeta nueva que bautizó como [ChaladoMediático] y los guardó ambos allí. Luego se puso con la agenda de la mañana.


Göran Mårtensson abandonó la vivienda a las 07.40 de la mañana. Se metió en su Volvo, condujo en dirección al centro de la ciudad y luego giró y pasó por Stora Essingen y Gröndal hasta llegar a Södermalm. Enfiló Hornsgatan y llegó a Bellmansgatan por Brännkyrkagatan. Torció a la izquierda entrando en Tavastgatan a la altura del pub Bishop's Arms y aparcó en la misma esquina.

Monica Figuerola tuvo una suerte loca. Justo cuando se encontraba delante de Bishop's Arms, una furgoneta salió y le dejó un sitio en plena Bellmansgatan. Aparcó con el morro del coche mirando al cruce de Bellmansgatan con Tavastgatan. Desde allí, en lo alto de la calle, ante la misma puerta del Bishop's Arms, poseía unas estupendas vistas del escenario. Pudo ver un trozo de la luna trasera del Volvo de Mårtensson, que estaba aparcado en Tavastgatan. Bellmansgatan 1 quedaba justo enfrente, en la terriblemente empinada cuesta que descendía hasta Pryssgränd. Monica Figuerola divisaba un lado de la fachada, pero no el portal; aunque si alguien saliera a la calle, lo vería. No le cabía la menor duda de que ésa era la casa que había provocado la visita de Göran Mårtensson al barrio: se trataba del portal de Mikael Blomkvist.

Monica Figuerola constató que las inmediaciones de Bellmansgatan 1 resultaban una pesadilla a la hora de vigilarlas. Los únicos lugares desde los cuales se observaba directamente el portal, situado allí abajo, en la hondonada de Bellmansgatan, eran el paseo y la pasarela que se hallaban en lo alto de la calle, junto a Mariahissen y el edificio de Laurinska huset. Allí no había ningún sitio para aparcar, y un observador en esa pasarela quedaría tan desprotegido como una golondrina en un viejo cable telefónico. El cruce de Bellmansgatan con Tavastgatan donde Monica Figuerola había conseguido aparcar era, en principio, el único lugar desde donde podía controlar toda la zona sentada en el coche. Pero también era un sitio malo, ya que resultaba fácil que una persona atenta se fijara en ella.

Volvió la cabeza. No quería abandonar el coche y ponerse a deambular por la zona; era consciente de que su presencia no pasaba desapercibida. En lo que a su trabajo policial se refería, su físico obraba en su contra.

Mikael Blomkvist salió del portal a las nueve y diez. Monica Figuerola apuntó la hora. Lo vio barrer con la mirada la pasarela de la parte alta de Bellmansgatan. Luego él echó a andar subiendo la cuesta directo hacia ella.

Monica Figuerola sacó de la guantera un plano de Estocolmo que desplegó sobre el asiento de copiloto. Luego abrió un cuaderno, cogió un bolígrafo del bolsillo de la cazadora, se llevó el móvil a la oreja y fingió hablar por teléfono. Mantuvo la cabeza inclinada, de modo que entre la mano y el teléfono pudo ocultar una parte de su cara.

Se percató de que Mikael Blomkvist le echó un rápido vistazo a Tavastgatan. Sabía que lo estaban vigilando y sin duda advirtió el coche de Göran Mårtensson, pero continuó andando tranquilamente sin prestarle la más mínima atención. Actúa con calma y mantiene la cabeza fría. Otros habrían abierto la puerta del coche y le hubieran dado una paliza a su ocupante.

Un instante después pasó por delante de ella. Monica Figuerola estaba muy ocupada buscando alguna calle en el plano de Estocolmo mientras hablaba por el móvil, pero se dio cuenta de que Mikael Blomkvist la miró. Desconfiado con todo lo que le rodea. Él continuó andando hacia Hornsgatan y ella lo siguió por el retrovisor del copiloto. Lo había visto en la tele un par de veces, pero ésta era la primera que lo veía en persona. Vestía vaqueros, camiseta y una americana gris, y llevaba al hombro una cartera. Caminaba dando largos y despreocupados pasos. Un hombre bastante atractivo.

Göran Mårtensson apareció en la esquina del Bishop's Arms y siguió a Mikael Blomkvist con la mirada. Le colgaba del hombro una bolsa de deporte bastante grande y acababa de hablar por el móvil. Monica esperaba que echara a andar tras Mikael Blomkvist pero, para su gran asombro, cruzó la calle justo delante de su coche y giró a la izquierda para, a continuación, bajar hacia la casa de Blomkvist. Un segundo después, un hombre con un mono azul pasó por delante del coche de Monica Figuerola y se unió a Mårtensson. Pero, bueno, ¿y tú de dónde has salido?

Se detuvieron ante el portal de Bellmansgatan 1. Mårtensson marcó el código y entraron. Piensan entrar en la casa. Menudo espectáculo están dando estos aficionados. ¿Quédiablos creen que están haciendo?

Monica Figuerola miró por el retrovisor y se sobresaltó cuando, de repente, descubrió a Mikael Blomkvist de nuevo. Había vuelto y se encontraba a unos diez metros de ella, justo a una distancia y a una altura que le permitía seguir con la vista -mirando por encima de lo más alto de la empinada cuesta que bajaba luego hacia Bellmansgatan 1- a Mårtensson y su cómplice. Ella contempló el rostro de Blomkvist. Él no la miró. En cambio, había visto a Göran Mårtensson entrando en el portal. Un instante después, Blomkvist dio media vuelta y continuó caminando hacia Hornsgatan.

Monica Figuerola se quedó quieta durante treinta segundos. Sabe que lo están vigilando. Controla su entorno. Pero ¿por qué no actúa? Otro, en su lugar, removería cielo y tierra… Está tramando algo.


Mikael Blomkvist colgó el teléfono y contempló pensativo el cuaderno que se hallaba sobre la mesa. Desde el registro de vehículos le acababan de informar de que el coche, cuya presencia había advertido en lo más alto de la cuesta de Bellmansgatan, con una mujer rubia en su interior, pertenecía a una tal Monica Figuerola, nacida en 1969 y residente en Pontonjärgatan, Kungsholmen. Resultando ser una mujer la que se encontraba en el automóvil, Mikael supuso que se podía tratar de la propia Figuerola.

La vio hablar por el móvil y consultar un plano que estaba desplegado en el asiento del copiloto. Mikael carecía de razones para sospechar que tuviera algo que ver con el club de Zalachenko, pero lo cierto era que ahora se fijaba en cualquier detalle de su alrededor que se saliera de lo normal, sobre todo en las inmediaciones de su casa.

Alzó la voz y llamó a Lottie Karim.

– ¿Quién es esta chica? Busca una foto suya en el registro de pasaportes, averigua dónde trabaja y todo lo que puedas sobre su pasado.

– Vale -dijo Lottie, y volvió a su mesa.


El jefe de asuntos económicos del SMP, Christer Sellberg, parecía más bien sorprendido. Dejó de lado esa hoja con nueve puntos breves que Erika Berger había presentado en la reunión semanal de la comisión presupuestaria. El jefe de presupuesto, Ulf Flodin, daba la impresión de estar preocupado. El presidente de la junta, Borgsjö, presentaba como siempre un aspecto neutro.

– Esto es imposible -constató Sellberg con una educada sonrisa.

– ¿Por qué? -preguntó Erika Berger.

– La junta nunca lo aprobará. No tiene ni pies ni cabeza.

– Volvamos al principio -propuso Erika Berger-. A mí me han contratado para que el SMP vuelva a reportar beneficios. Pero para conseguirlo, necesito algo con lo que trabajar, ¿no?

– Sí, pero…

– No puedo sacarme de la manga el contenido del periódico como por arte de magia, formulando deseos desde mi jaula.

– Me temo que no has entendido cuál es nuestra realidad económica.

– Es posible. Pero sé cómo hacer un periódico. Y la realidad es que durante los últimos quince años la plantilla del SMP se ha visto reducida en ciento dieciocho personas. Es cierto que la mitad eran grafistas que han sido sustituidos por las nuevas tecnologías etcétera, pero durante ese mismo tiempo el número de reporteros despedidos ha sido de cuarenta y ocho.

– Esos recortes fueron necesarios. Si no los hubiésemos realizado, haría ya mucho tiempo que el periódico habría cerrado.

– Dejemos por un momento lo que es necesario y lo que no. Durante los últimos tres años han desaparecido dieciocho puestos de reportero. Encima, la situación actual es que nueve puestos del SMP se encuentran vacantes y han sido sólo parcialmente cubiertos por suplentes temporales. La redacción de deportes necesita con urgencia más personal. Se supone que deben ser nueve empleados, pero hace más de un año que están con dos puestos sin cubrir.

– Se trata de ahorrar dinero. Es así de sencillo.

– La sección de cultura tiene tres puestos vacantes. En la de economía falta una persona. En la práctica, la redacción de asuntos jurídicos no existe: allí lo que hay es un jefe de redacción que va cogiendo reporteros de la redacción general para cada trabajo. Etcétera. El SMP lleva al menos ocho años sin efectuar una cobertura seria ni de las instituciones ni de las autoridades oficiales. Ahí dependemos totalmente de los freelance y del material que produce la agencia TT… y, como ya sabes, hace años que la TT cerró la redacción especializada en esos temas. En otras palabras, no hay ni una sola redacción en toda Suecia que se ocupe de las autoridades y de las instituciones del Estado.

– La prensa escrita se encuentra en una situación delicada…

– La realidad es ésta: o se cierra inmediatamente el SMP o la junta se decanta por una solución ofensiva. Cada vez tenemos menos empleados, y los que quedan se ven obligados a producir cada vez más textos. Los artículos son pésimos, superficiales y sin ninguna credibilidad. Por lo tanto, la gente deja de leer el SMP.

– No lo entiendes…

– Ya me he cansado de oír que no lo entiendo. No soy una becaria que ha venido aquí para que la entretengan.

– Pero tu propuesta es una locura.

– ¿Por qué?

– Estás proponiendo que el periódico deje de ser una empresa que obtenga beneficios.

– Oye, Sellberg, durante este año les vas a entregar unos enormes dividendos a los veintitrés accionistas del diario. A eso hay que sumarle unas bonificaciones completamente absurdas que van a recibir nueve personas de la junta directiva y que le costarán al periódico cerca de diez millones de coronas. Te has asignado a tí mismo una bonificación de cuatrocientas mil coronas como premio por haber administrado los recortes del SMP. Es cierto que no es nada en comparación con las bonificaciones que han rapiñado algunos directores de Skandia, pero para mí no vales ni un solo céntimo. Las bonificaciones deben entregarse cuando alguien hace algo que fortalece al SMP. En realidad tus recortes han debilitado al periódico y han incrementado la crisis.

– Eso es muy injusto. La junta ha aprobado cada una de las medidas que he tomado.

– La junta ha aprobado tus medidas porque le garantizas un reparto de dividendos cada año. Eso tiene que acabar ya. Ahora mismo.

– ¿Hablas en serio cuando propones que la junta elimine todos los dividendos de las acciones y todas las bonificaciones? ¿Y crees que los accionistas van a aceptarlo?

– Lo que propongo es que este año se adopte un sistema de cero beneficios. Supondría un ahorro de casi veintiún millones y la posibilidad de reforzar la plantilla y la economía del SMP. También propongo una reducción del salario de los jefes. Yo cobro al mes ochenta y ocho mil coronas, algo que es un auténtico disparate para un periódico que ni siquiera se pueda permitir cubrir las vacantes de la redacción de deportes.

– O sea, ¿que quieres bajarte el sueldo? ¿Estás abogando por una especie de comunismo salarial?

– No digas chorradas. Incluyendo tus bonificaciones anuales, tu sueldo es de ciento doce mil coronas al mes. Es demencial. Si el periódico tuviera estabilidad y reportara unos tremendos beneficios no me importaría que entregaras los dividendos que quisieras. Pero este año no es precisamente el mejor momento para que te aumentes la bonificación. Mi sugerencia es que se reduzcan a la mitad todos los salarios de la dirección.

– Creo que no entiendes que si nuestros accionistas son accionistas, es porque quieren ganar dinero. Se llama capitalismo. Si tu idea es que pierdan dinero, ya no querrán ser accionistas.

– Mi idea no es que pierdan dinero, aunque también se podría llegar a esa situación. La propiedad conlleva una responsabilidad. Como bien señalas, estamos hablando de capitalismo. Los propietarios del SMP quieren obtener beneficios. Pero son las leyes del mercado las que dictan si habrá beneficios o pérdidas. Con tu razonamiento lo que consigues es que las reglas del capitalismo se apliquen de modo selectivo a los empleados del SMP, pero no a los accionistas ni a ti mismo.

Sellberg suspiró y, elevando la vista, puso los ojos en blanco. Desamparado, buscó a Borgsjö con la mirada. Este estudiaba pensativamente el programa con los nueve puntos de Erika Berger.


Monica Figuerola esperó durante cuarenta y nueve minutos a que Göran Mårtensson y esa persona desconocida que lo acompañaba salieran del portal de Bellmansgatan 1. Cuando echaron a andar cuesta arriba, en dirección a ella, Monica levantó su Nikon con teleobjetivo de 300 milímetros e hizo dos fotos. Dejó la cámara en la guantera y, al ponerse a mirar el mapa de nuevo, alzó casualmente la vista. Abrió los ojos de par en par. En lo alto de Bellmansgatan, justo al lado de la puerta de Mariahissen, había una mujer morena grabando a Mårtensson y a su cómplice con una cámara digital. ¿Qué coño es esto…? ¿Se está celebrando algún congreso de espías en Bellmansgatan?

Mårtensson y el hombre desconocido se separaron en lo alto de la cuesta sin intercambiar ni una sola palabra. Mårtensson se dirigió hacia Tavastgatan para coger su coche. Arrancó, se incorporó al tráfico y desapareció del campo de visión de Monica Figuerola.

Monica miró por el retrovisor y se encontró con la espalda del hombre del mono azul. Levantó la mirada y vio que la mujer de la cámara había dejado de filmar y que venía hacia ella pasando por delante de Laurinska huset.

¿Cara o cruz? Ya sabía quién era Göran Mårtensson y a qué se dedicaba. Tanto el hombre del mono azul como la mujer de la cámara eran caras desconocidas. Pero si salía del coche corría el riesgo de ser descubierta por la mujer.

Se quedó quieta. Por el retrovisor vio al hombre del mono azul girar a la izquierda y adentrarse en Brännkyrkagatan. Esperó a que la mujer de la cámara llegara al cruce, pero ésta, en vez de seguir al hombre del mono, giró 180 grados y empezó a caminar cuesta abajo en dirección a Bellmansgatan 1. Mónica Figuerola le echó unos treinta y cinco años. Tenía el pelo moreno y corto y vestía vaqueros oscuros y cazadora negra. En cuanto bajó la cuesta un poco, Monica Figuerola abrió de golpe la puerta del coche y salió corriendo hacia Brännkyrkagatan. No pudo ver al hombre del mono. Un segundo después, una furgoneta Toyota, que estaba aparcada junto a la acera, arrancó y se incorporó al tráfico. Monica Figuerola vio a un hombre de medio perfil y memorizó la matrícula. De todos modos, aunque perdiera la matrícula no sería difícil rastrearlo. En los laterales del vehículo se podía leer «Cerrajería Lars Faulsson» y había un número de teléfono.

No hizo ningún intento de volver a su coche para seguir a la Toyota. En su lugar, volvió andando a paso lento. Llegó a lo alto de la cuesta justo a tiempo para ver a la mujer de la cámara entrando en el portal del edificio donde se hallaba el apartamento de Mikael Blomkvist.

Se sentó en el coche y apuntó tanto la matrícula como el número de teléfono de la cerrajería de Lars Faulsson. Luego se rascó la cabeza: qué tráfico más misterioso había en torno al domicilio de Mikael Blomkvist. Acto seguido, levantó la mirada hacia el tejado del inmueble de Bellmansgatan 1. Sabía que Mikael Blomkvist vivía en un ático, pero según los planos de la oficina municipal de urbanismo estaba ubicado en la parte trasera del inmueble y tenía unas ventanas abuhardilladas que daban a la bahía de Riddarfjärden y a Gamla Stan. Una vivienda exclusiva en un barrio histórico. Se preguntó si Blomkvist sería uno de esos arrogantes nuevos ricos.

Tras nueve minutos de espera, la mujer de la cámara salió del portal. En lugar de subir la cuesta hasta Tavastgatan, siguió bajando y giró a la derecha doblando la esquina del Pryssgränd. «Mmm.» Como tuviera un coche aparcado en Pryssgränd, Monica Figuerola ya estaba perdida. Pero si se fuera andando, sólo podría salir de aquel fregado de un único modo: subiendo a Brännkyrkagatan por Pustegränd, cerca de Slussen.

Monica Figuerola salió del vehículo y giró a la izquierda entrando por Brännkyrkagatan con dirección a Slussen. Casi había llegado a Pustegränd cuando la mujer de la cámara apareció ante ella. Bingo. La siguió. Pasó el Hilton y fue a salir a Södermalmstorg, frente al museo de la ciudad, en Slussen. La mujer caminaba apresurada y decididamente sin mirar a su alrededor. Monica Figuerola le dio unos treinta metros. Desapareció por la entrada del metro de Slussen y Monica Figuerola aligeró el paso, pero se detuvo al ver que la mujer se dirigía al quiosco de Pressbyrån en vez de pasar por los torniquetes.

Monica Figuerola contempló a la mujer mientras ésta esperaba su turno. Medía poco más de un metro y setenta centímetros y parecía estar en relativa buena forma. Llevaba zapatillas de hacer footing. Cuando la vio plantada allí de pie, frente a la ventanilla del quiosco, a Monica Figuerola se le ocurrió de repente que se trataba de una policía. La mujer compró una cajita de snus Catch Dry, volvió a salir a Södermalmstorg y giró a la derecha por Katarinavägen.

Monica Figuerola la siguió. Estaba bastante segura de que la mujer no había reparado en su presencia. A la altura de McDonald's, ésta desapareció de su campo de visión al doblar la esquina y Monica fue tras ella a toda prisa, aunque manteniendo una distancia de unos cuarenta metros.

Al volver la esquina, la mujer se había esfumado sin dejar rastro. Monica Figuerola se detuvo asombrada. Mierda. Paseó despacio examinando los portales. Luego sus ojos se fijaron en un letrero: Milton Security.

Monica Figuerola asintió para sí misma y regresó caminando a Bellmansgatan.

Cogió el coche, subió hasta Götgatan, donde se encontraba la redacción de Millennium, y se pasó la siguiente media hora dando vueltas por las calles aledañas a la redacción. Fue incapaz de encontrar el coche de Mårtensson. A la hora de comer, volvió a la jefatura de Kungsholmen y estuvo una hora haciendo pesas en el gimnasio.


– Tenemos un problema -dijo Henry Cortez.

Malin Eriksson y Mikael Blomkvist levantaron la vista del manuscrito del libro sobre el caso Zalachenko. Era la una y media de la tarde.

– Siéntate -dijo Malin.

– Se trata de Vitavara AB, la empresa que fabrica inodoros en Vietnam para venderlos luego a mil setecientas coronas la unidad.

– Vale. ¿Y en qué consiste el problema? -preguntó Mikael.

– Vitavara AB es una filial de SveaBygg AB.

– Ya. Es una empresa bastante grande.

– Sí. El presidente de la junta directiva se llama Magnus Borgsjö y es un profesional de las juntas directivas. Entre otras, preside la del Svenska Morgon-Posten, de la cual posee más del diez por ciento.

Mikael le echó una incisiva mirada a Henry Cortez.

– ¿Estás seguro?

– Sí. El jefe de Erika Berger es un puto delincuente que utiliza mano de obra infantil en Vietnam.

– ¡Ufff! -soltó Malin Eriksson.


El secretario de redacción, Peter Fredriksson, parecía sentirse incómodo cuando, con toda prudencia, llamó a la puerta de Erika Berger sobre las dos de la tarde.

– Sí.

– Bueno, verás, me da un poco de vergüenza. Pero hay alguien de la redacción que ha recibido un correo tuyo.

– ¿Mío?

– Sí. Me temo que sí.

– ¿Y de qué trata?

Le dio unos folios que contenían unos cuantos correos dirigidos a una tal Eva Carlsson, una suplente de veintiséis años de la sección de cultura. En la casilla del remitente se podía leer erika.berger@smpost.se.

Eva, amor mío: Quiero acariciarte y besarte los pechos. Ardo en deseos y no me puedo controlar. Te pido que correspondas a mis sentimientos. ¿Podríamos vernos? Erika.

Eva Carlsson no había contestado a esta primera propuesta, lo cual provocó otros dos correos durante los siguientes días:

Eva, mi amor: Te pido que no me rechaces. Estoy loca de deseo. Te quiero desnuda. Tengo que poseerte. Haré que lo pases muy bien. Nunca te arrepentirás. Voy a besar cada centímetro de tu desnuda piel, tus hermosos pechos y tu deliciosa cueva. Erika.


Eva: ¿Por qué no contestas? No tengas miedo. No me rechaces. Tú ya no eres virgen; ya sabes de qué va esto. Quiero acostarme contigo, te recompensaré de sobra. Si tú eres buena conmigo, yo lo seré contigo. Has pedido que se te prolongue la suplencia. En mi mano está prolongarla e incluso convertirla en un puesto fijo. Te espero esta noche a las 21.00 en el aparcamiento, junto a mi coche. Tu Erika.

– Vale -dijo Erika Berger-. Y ahora ella se está preguntando si soy yo la que le está enviando esas cochinas proposiciones.

– No exactamente… Quiero decir… Bah…

– Peter, habla claro.

– Puede que lo medio pensara en un primer momento, cuando recibió el primer correo, o, por lo menos, que se sorprendiera bastante. Pero luego se dio cuenta de que era absurdo y de que ése no era precisamente tu estilo. Y…

– ¿Y qué?

– Bueno, pues que le da corte y no sabe qué hacer: Hay que mencionar también que te admira mucho y que le gustas mucho… como jefa, quiero decir. Así que ha venido a verme y me ha pedido consejo.

– Entiendo. ¿Y tú qué le has dicho?

– Le he dicho que esto es obra de alguien que ha falsificado tu dirección de correo y que la está acosando. O que os está acosando a las dos. Y me he ofrecido a hablar contigo sobre el asunto.

– Gracias. ¿Puedes hacerme el favor de decirle que venga a verme dentro de diez minutos?

Erika empleó ese tiempo en escribir un correo cien por cien suyo:

Debido a los hechos acontecidos debo informar de que una colaboradora del SMP ha recibido una serie de correos electrónicos que dan la impresión de haber sido enviados por mí y que contienen groseras insinuaciones sexuales. Yo misma he recibido unos cuantos correos de contenido vulgar de una presunta «redacción central» del SMP. Como ya sabéis, no existe tal dirección en el periódico.

He consultado con el jefe técnico y me ha dicho que es muy fácil falsificar una dirección de correo electrónico. No sé muy bien cómo se hace pero, al parecer, hay páginas web en Internet donde se pueden conseguir cosas así. Por desgracia, debo llegar a la conclusión de que hay alguna persona enferma que se está dedicando a esto.

Quiero saber si hay más colaboradores que hayan recibido correos electrónicos raros. En tal caso, quiero que se pongan inmediatamente en contacto con el secretario de redacción, Peter Fredriksson. Si esta ignominia continúa, tendremos que considerar la posibilidad de denunciarlo a la policía.

Erika Berger, redactora jefe.

Lo imprimió y luego le dio a «enviar» para que les llegara a todos los empleados del SMP. En el mismo instante, Eva Carlsson llamó a la puerta.

– Hola. Siéntate -le pidió Erika-. Me han dicho que has recibido correos míos.

– Bah, no creo que sean tuyos.

– Pues hace treinta segundos sí has recibido uno mío. Lo he redactado yo misma y se lo he enviado a todos los empleados.

Le dio a Eva Carlsson la hoja impresa.

– De acuerdo. Muy bien -dijo Eva Carlsson.

– Lamento que alguien te haya elegido como blanco para esta desagradable campaña.

– No tienes que pedir perdón por algo que es obra de algún chalado.

– Sólo quería asegurarme de que no te quedaba ninguna sospecha en cuanto a mi relación con esos correos.

– Nunca he pensado que los hayas mandado tú.

– Vale, gracias -respondió Erika sonriendo.


Monica Figuerola dedicó la tarde a recabar información. Empezó solicitando al registro de pasaportes una foto de Lars Faulsson para verificar que se trataba de la persona a la que había visto en compañía de Göran Mårtensson. Luego efectuó una búsqueda en el registro criminal y obtuvo un rápido resultado.

Lars Faulsson, de cuarenta y siete años de edad y conocido con el apodo de Falun, inició su carrera con el robo de un coche cuando contaba diecisiete. En los años setenta y ochenta fue detenido en dos ocasiones y procesado por robo, hurto grave y receptación. La primera vez lo condenaron a una pena de cárcel no muy dura y la segunda a tres años de reclusión. Por aquel entonces era considerado como up and coming en los círculos delictivos. Lo interrogaron como sospechoso de al menos otros tres robos, uno de los cuales fue un golpe relativamente complicado que recibió mucha atención mediática y en el que abrieron la caja fuerte de unos grandes almacenes de Västerås. A partir de 1984, una vez cumplida la condena se mantuvo a raya, o como mínimo no participó en ningún golpe que acabara en arresto o condena. Se reeducó como cerrajero (¡menuda casualidad!) y en 1987 fundó su propia empresa: Cerrajería Lars Faulsson, con domicilio fiscal en Norrtull.

Identificar a la desconocida mujer que había filmado a Mårtensson y Faulsson resultó ser más sencillo de lo que Monica se había imaginado. Simplemente, llamó a Milton Security y explicó que buscaba a una empleada que conoció hacía ya tiempo y de cuyo nombre se había olvidado. Sin embargo, podía dar una buena descripción de ella. La recepción le informó de que parecía tratarse de Susanne Linder y le pasó la llamada. Cuando Susanne Linder se puso al teléfono, Monica Figuerola pidió perdón y dijo que se había confundido de número.

Entró en los registros del padrón y constató que en la región de Estocolmo había dieciocho Susanne Linder. Tres de ellas rondaban los treinta y cinco años. Una vivía en Norrtälje, otra en Estocolmo y la última en Nacka. Solicitó sus fotos de pasaporte y enseguida pudo identificar a la mujer a la que había seguido desde Bellmansgatan como la Susanne Linder que residía en Nacka.

Redactó un informe en el que resumió el trabajo del día y fue a ver a Torsten Edklinth a su despacho.


A eso de las cinco, Mikael Blomkvist cerró la carpeta del material de investigación de Henry Cortez y la apartó con desprecio. Christer Malm dejó el texto impreso de Henry Cortez que había leído ya cuatro veces. Henry Cortez estaba sentado en el sofá del despacho de Malin Eriksson con cara de culpable.

– ¿Un café? -preguntó Malin, levantándose. Volvió con una cafetera y cuatro tazas.

Mikael suspiró.

– Es un reportaje cojonudo -dijo-. Una investigación de primera. Todo documentado. Una dramaturgia perfecta con un bad guy que estafa a los suecos valiéndose del sistema, algo que es cien por cien legal, pero que es tan jodidamente avaro y estúpido que se aprovecha de una empresa de Vietnam que utiliza mano de obra infantil.

– Además, está muy bien escrito -dijo Christer Malm-. En cuanto esto se publique, Borgsjö se convertirá en persona non grata para toda la industria sueca. La televisión va a morder el anzuelo. Acabará junto a los directores de Skandia y otros timadores. Un auténtico scoop de Millennium. Buen trabajo, Henry.

Mikael asintió.

– Pero lo de Erika nos ha aguado la fiesta -dijo.

Christer Malm asintió.

– Pero ¿por qué es eso un problema? -preguntó Malin-. No es ella la que ha cometido el delito. Se supone que podemos investigar al presidente de cualquier junta directiva, aunque dé la casualidad de que se trate del jefe de Erika.

– Es un problema gordo -dijo Mikael.

– Erika Berger no ha dejado de trabajar aquí -comentó Christer Malm-. Es propietaria de un treinta por ciento de Millennium y está en nuestra junta. Es incluso presidenta de la junta hasta que podamos elegir a Harriet Vanger en la próxima reunión, que no se celebrará hasta agosto. Y Erika trabaja para el SMP, de cuya junta directiva también forma parte y a cuyo presidente vamos a denunciar nosotros.

Silencio sepulcral.

– Entonces, ¿qué diablos hacemos? -preguntó Henry Cortez-. ¿Cancelamos el reportaje?

Mikael miró a Henry Cortez a los ojos.

– No, Henry. No vamos a cancelar ningún reportaje. En Millennium no trabajamos así. Pero eso va a exigir un poco de esfuerzo por nuestra parte. No podemos echárselo a Erika así como así, publicándolo sin hablar antes con ella.

Christer Malm asintió y levantó un dedo al aire.

– Vamos a poner a Erika en un aprieto que no veas. Ahora tendrá que elegir entre vender su parte y dimitir de inmediato de la junta de Millennium o, en el peor de los casos, ser despedida del SMP. Pase lo que pase acabará viéndose envuelta en un terrible conflicto de intereses. Sinceramente, Henry: estoy con Mikael en que hay que publicar la historia, pero quizá tengamos que aplazarlo un mes.

Mikael asintió.

– Porque nosotros también estamos en un conflicto de lealtades -dijo.

– ¿La llamo? -preguntó Christer Malm.

– No -dijo Mikael-. Ya la llamaré yo para quedar con ella. Esta misma noche, si puede ser.


Torsten Edklinth escuchaba con atención a Monica Figuerola mientras ésta le resumía toda la movida que se había montado en torno a la vivienda de Mikael Blomkvist en Bellmansgatan 1. Sintió que el suelo se movía levemente bajo sus pies.

– O sea, que un empleado de la DGP /Seg entró en el portal de la casa de Mikael Blomkvist acompañado de un reventador de cajas fuertes convertido en cerrajero.

– Correcto.

– ¿Y qué crees que harían allí?

– No lo sé. Pero estuvieron cuarenta y nueve minutos. Una posibilidad sería, por supuesto, que Faulsson abriera la puerta y que Mårtensson pasara ese tiempo en el apartamento de Blomkvist.

– Pero ¿para qué?

– Bueno, no creo que fueran a instalar equipos de escucha porque en eso sólo se tarda un minuto. Así que supongo que Mårtensson ha estado hurgando entre los papeles de Blomkvist o en lo que haya de interés en esa casa.

– Pero Blomkvist está prevenido… ya robaron el informe de Björck de su casa.

– Eso es. Sabe que lo están vigilando y él vigila a los que lo vigilan a él. Mantiene la cabeza fría.

– ¿Por qué?

– Tendrá un plan. Estará recopilando información para denunciar a Mårtensson. Es lo único lógico.

– Y luego va y aparece esa mujer: Linder.

– Susanne Linder, de treinta y cuatro años de edad, residente en Nacka. Ex policía.

– ¿Policía?

– Se graduó en la Academia de policía y trabajó durante seis años en una patrulla del distrito de Södermalm. Y, de repente, dejó el cuerpo. No hay nada entre sus papeles que explique por qué. Estuvo unos meses en el paro hasta que fue contratada por Milton Security.

– Dragan Armanskij -dijo Edklinth, pensativo-. ¿Cuánto tiempo permaneció en el edificio?

– Nueve minutos.

– ¿Y qué hizo?

– Yo diría que, como estuvo grabando a Mårtensson y Faulsson en la calle, estaba documentando sus actividades. Eso quiere decir que Milton Security trabaja con Blomkvist y que han colocado cámaras de vigilancia en la casa o en la escalera. Es probable que ella entrara para hacerse con el contenido de las cámaras.

Edklinth suspiró. El asunto Zalachenko empezaba a resultar extremadamente complicado.

– De acuerdo. Gracias. Puedes irte a casa. Tengo que reflexionar sobre todo esto.

Monica Figuerola se fue al gimnasio de Sankt Eriksplan y se entregó al ejercicio.

Mikael Blomkvist usó su otro teléfono, el T10 azul de Ericsson, para marcar el número de Erika Berger del SMP. La cogió en medio de una discusión que estaba teniendo con los editores de textos acerca del enfoque que había que darle a un artículo sobre terrorismo internacional.

– Hombre, Mikael, hola… Espera un momento.

Erika tapó el auricular con la mano y miró a su alrededor.

– Creo que hemos terminado -dijo antes de dar unas últimas instrucciones sobre cómo lo quería. Cuando se quedó sola en su jaula de cristal se llevó nuevamente el teléfono a la oreja-. Hola, Mikael. Perdóname por no haberte llamado. Es que estoy hasta arriba de trabajo. Hay miles de cosas nuevas.

– Pues yo tampoco he estado lo que se dice ocioso -le contestó Mikael.

– ¿Cómo va la historia Salander?

– Bien. Pero no te llamo por eso. Necesito verte. Esta noche.

– Ojalá pudiera, pero tengo que quedarme aquí hasta las ocho. Y estoy hecha polvo. Llevo al pie del cañón desde las seis de la mañana.

– Ricky… no me refiero a alimentar tu vida sexual. Necesito hablar contigo. Es importante.

Erika se calló un segundo.

– ¿De qué se trata?

– Te lo diré cuando nos veamos. Pero no es muy divertido.

– De acuerdo. Pasaré por tu casa sobre las ocho y media.

– No, en mi casa no. Es una larga historia, pero, de momento, no es un buen sitio. Pásate por Samirs gryta y nos tomamos una caña.

– Conduzco.

– Vale. Entonces una sin alcohol.


Erika Berger estaba algo irritada cuando apareció por la puerta de Samirs gryta a las ocho y media. Tenía cargo de conciencia por no haber dado señales de vida a Mikael desde que entró en el SMP. Pero es que en su vida había andado tan liada como ahora.

Mikael levantó la mano desde una mesa del rincón que estaba junto a la ventana. Ella se detuvo en seco en la misma entrada. Por un instante, Mikael le pareció una persona completamente extraña; fue como si lo viera con nuevos ojos: ¿Quién es ése? ¡Dios mío, qué cansada estoy! Luego él se levantó, le dio un beso en la mejilla y ella cayó en la cuenta, para su gran horror, de que llevaba varias semanas sin ni siquiera pensar en él y de que lo echaba de menos con locura. Tuvo la sensación de que los días pasados en el SMP habían sido un sueño y de que, de un momento a otro, iba a despertarse en el sofá de Millennium. Todo le pareció irreal.

– Hola, Mikael.

– Hola, redactora jefe. ¿Has cenado?

– Son las ocho y media. No comparto tus asquerosos horarios de cena.

Pero luego notó que tenía un hambre de mil demonios. Samir se acercó con la carta y ella pidió una cerveza sin alcohol y un pequeño plato de calamares con patatas al horno. Mikael pidió un cuscús y otra cerveza «sin».

– ¿Cómo estás? -preguntó ella.

– Estamos viviendo una época interesante. Bastante liado, la verdad.

– ¿Qué tal Salander?

– Ella forma parte de lo interesante.

– Micke, no tengo ninguna intención de robarte el reportaje.

– Perdona… no es que esté esquivando tus preguntas. Ahora mismo las cosas son un poco confusas. No me importa contártelo todo, pero me llevaría la noche entera. ¿Qué tal es ser jefa del SMP?

– Bueno, no es precisamente como Millennium.

Guardó silencio un instante.

– Cuando llego a casa me apago como una vela y me quedo frita enseguida, y en cuanto me despierto no hago más que ver cálculos de presupuestos por todas partes. Te he echado de menos. ¿Nos vamos a tu casa? No me quedan fuerzas para el sexo, pero me encantaría acurrucarme contigo y dormir a tu lado.

– Sorry, Ricky. Ahora mismo mi apartamento no es el mejor sitio.

– ¿Por qué no? ¿Ha pasado algo?

– Bueno… una banda ha pinchado los teléfonos y están escuchando lo que allí se dice. He instalado cámaras ocultas de vigilancia que muestran todo lo que ocurre en cuanto salgo por la puerta. Creo que vamos a privar a la posteridad de tu culo desnudo.

– ¿Me estás tomando el pelo?

Él negó con la cabeza.

– No. Pero no es por eso por lo que necesitaba verte.

– ¿Qué ha pasado? Tienes una cara muy rara.

– Bueno… tú has empezado a trabajar en el SMP. Y en Millennium nos hemos topado con una historia que va a hundir al presidente de tu junta directiva. Va sobre la explotación laboral infantil y sobre presos políticos en Vietnam. Creo que hemos ido a parar a un conflicto de intereses.

Erika dejó el tenedor y se quedó mirando fijamente a Mikael. Se dio cuenta enseguida de que no estaba bromeando.

– Como lo oyes -dijo-. Borgsjö es el presidente de la junta directiva y el mayor accionista de una empresa que se llama SveaBygg y que tiene una filial, llamada Vitavara AB, de la cual es la única propietaria. Fabrican inodoros en una empresa en Vietnam que ha sido denunciada por la ONU por utilizar mano de obra infantil.

– ¿Me lo puedes repetir, por favor?

Mikael le contó con todo detalle la historia que Henry Cortez había descubierto. Abrió su cartera y sacó una copia de la documentación. Erika leyó lentamente el artículo de Cortez. Al final levantó la mirada, que se cruzó con la de Mikael. Sintió una mezcla de pánico irracional y desconfianza.

– ¿Cómo coño es posible que lo primero que hace Millennium cuando yo lo dejo sea investigar con lupa a la junta directiva del SMP?

– No es eso, Ricky.

Explicó cómo se había ido componiendo el reportaje.

– ¿Y cuánto tiempo hace que lo sabes?

– Desde esta misma tarde. Siento un profundo malestar ante todo esto.

– ¿Y qué vais a hacer?

– No lo sé. Tenemos que publicarlo. No podemos hacer una excepción sólo porque se trate de tu jefe. Pero no queremos hacerte daño. -Abrió los brazos en un gesto de desesperación-. Lo estamos pasando bastante mal. Sobre todo Henry.

– Estoy todavía en la junta directiva de Millennium. Soy copropietaria… Lo van a ver como…

– Sé cómo lo van a ver. Te cubrirán de mierda.

Un profundo cansancio se apoderó de Erika. Apretó los dientes y reprimió el impulso de pedirle a Mikael que silenciara el reportaje.

– ¡Dios! ¡Mierda! -dijo-. ¿Y estáis seguros de que la historia se sostiene…?

Mikael asintió.

– Me he pasado toda la tarde repasando la documentación de Henry. Ya sólo queda entrar a matar.

– ¿Y qué vais a hacer?

– ¿Qué habrías hecho tú si hubiésemos encontrado esta historia dos meses antes?

Erika Berger observó atentamente al que, desde hacía más de veinte años, era su amigo y amante. Luego bajó la mirada.

– Lo sabes muy bien.

– Todo esto es una maldita y desafortunada casualidad. Nada de esto va dirigido contra ti. Lo siento mucho, de verdad. Por eso he insistido tanto en verte cuanto antes. Tenemos que buscar una solución.

– ¿Tenemos? ¿Quiénes? ¿Tú y yo?

– Eso es… Este reportaje iba a publicarse en el número de junio. Lo he aplazado. Se publicará como muy pronto en agosto, pero lo podemos aplazar algo más si es necesario.

– Entiendo.

Su voz adquirió un tono amargo.

– Propongo que esta noche no tomemos ninguna decisión. Coge esta documentación, llévatela a casa y reflexiona sobre todo esto con tranquilidad. No hagas nada hasta que no hayamos decidido una estrategia común. Hay tiempo.

– ¿Estrategia común?

– O dimites de la junta de Millennium antes de que lo publiquemos o te vas del SMP. Pero no puedes estar en misa y repicando.

Ella asintió.

– Todo el mundo me asocia tanto a Millennium que, por mucho que dimita, nadie se va a creer que no tenga nada que ver con esto.

– Hay otra alternativa. Puedes llevarte el reportaje al SMP, te enfrentas a Borgsjö y exiges su dimisión. Estoy convencido de que Henry Cortez no tendrá nada en contra. Pero ni si te ocurra mover un dedo antes de que nos pongamos todos de acuerdo.

– Así que pretendes que lo primero que haga nada más entrar en el periódico sea conseguir que el hombre que me contrató dimita.

– Lo siento.

– No es mala persona.

Mikael movió la cabeza en un gesto afirmativo.

– Te creo. Pero es avaro.

Erika asintió. Se levantó.

– Me voy a casa.

– Ricky, yo…

Ella le interrumpió.

– Es que estoy hecha polvo. Gracias por ponerme sobre aviso. Necesito tiempo para pensar en las consecuencias de todo esto.

Se fue sin darle un beso y lo dejó con la cuenta.


Erika Berger tenía el coche aparcado a doscientos metros de Samirs gryta y ya había recorrido la mitad del camino cuando sintió que le palpitaba tanto el corazón que tuvo que parar y apoyarse contra la pared de un portal. Estaba mareada.

Se quedó un buen rato respirando el aire fresco de mayo. De repente, se dio cuenta de que, desde el uno de mayo, llevaba trabajando una media de quince horas diarias. Casi tres semanas. ¿Cómo estaría dentro de tres años? ¿Qué sentiría Morander cuando cayó muerto al suelo en medio de la redacción?

Al cabo de diez minutos volvió a Samirs gryta y se cruzó con Mikael justo cuando éste salía por la puerta. Él se detuvo asombrado.

– Erika…

– No digas nada, Mikael. Llevamos tanto tiempo de amistad que no hay nada que pueda destruirla. Tú eres mi mejor amigo y esto es como cuando tú te fuiste a Hedestad hace dos años, aunque al revés. Me siento muy infeliz y bajo mucha presión.

Él asintió y la abrazó. Ella notó que de golpe los ojos se le llenaban de lágrimas.

– Tres semanas en el SMP y ya estoy destrozada -dijo ella, riéndose.

– Bueno, bueno. Creo que se necesita un poco más para destrozar a Erika Berger.

– ¡A la mierda tu casa! Estoy demasiado cansada como para volver a Saltsjöbaden. Me dormiré al volante y me mataré. Acabo de decidirlo. Iré andando hasta el Scandic Crown y cogeré una habitación. Acompáñame.

Él asintió.

– Ahora se llama Hilton.

– Pues como mierda se llame.

Recorrieron a pie la corta distancia. Ninguno de los dos dijo nada. Mikael había puesto el brazo sobre el hombro de Erika. Ella lo miró de reojo y se dio cuenta de que él estaba tan cansado como ella.

Nada más entrar en el hotel se dirigieron a la recepción, pidieron una habitación doble y pagaron con la tarjeta de crédito de Erika. Subieron, se desnudaron, se ducharon y se metieron bajo las sábanas. A Erika le dolían mucho los músculos, como si acabara de correr el maratón de Estocolmo. Estuvieron abrazados un rato y luego se apagaron como velas.

Ninguno de los dos tuvo la sensación de que los habían estado vigilando. No advirtieron al hombre que los observaba en la misma entrada del hotel.

Capítulo 15 Jueves, 19 de mayo – Domingo, 22 de mayo

Lisbeth Salander dedicó la mayor parte de la noche del jueves a leer los artículos de Mikael Blomkvist y los capítulos de su libro, que ya estaban más o menos terminados. Como el fiscal Ekström tenía previsto celebrar el juicio en julio, Mikael había fijado el deadline para la imprenta para el 20 de junio. Eso quería decir que a Kalle Blomkvist de los Cojones le quedaba poco más de un mes para acabar el texto y rellenar todos los huecos.

Lisbeth no entendía cómo le iba a dar tiempo, pero eso era problema de él, no de ella. Ella ya tenía bastante con decidir qué postura adoptar con respecto a las preguntas que él le había hecho.

Cogió su Palm Tungsten T3 y entró en [La_Mesa_ Chalada] para ver si Mikael había escrito algo nuevo durante las últimas veinticuatro horas. Constató que no. Luego abrió el documento que él había titulado [Cuestiones_fundamentales]. Ya se sabía el texto de memoria, pero aun así lo leyó una vez más.

Él había esbozado la estrategia que Annika Giannini le había explicado a ella. Cuando Annika se la presentó, Lisbeth la escuchó con un distraído y distanciado interés, como si no fuera con ella. Pero Mikael Blomkvist conocía secretos que Annika Giannini desconocía; por eso podía presentar ese plan de actuación de una manera más contundente. Bajó hasta el cuarto párrafo.

La única persona que puede decidir cómo va a ser tu futuro eres tú misma. No importa lo que Annika luche por ti ni cómo te apoyemos Armanskij, Palmgren, yo o quien sea. No pienso intentar convencerte de nada; eres tú la que debe decidir qué hacer. O le das un giro al juicio a tu favor o dejas que te condenen. Pero si lo que pretendes es ganar, tendrás que luchar.

Apagó el ordenador y miró al techo: Mikael le pedía permiso para contar en su libro toda la verdad. Tenía intención de ocultar la parte de la violación de Bjurman: ese capítulo ya estaba redactado y Mikael había disfrazado la verdad concluyendo que Bjurman había iniciado una colaboración con Zalachenko que se torció porque el abogado perdió los estribos, razón por la cual Niedermann se vio obligado a matarlo. No entró en los motivos de Bjurman.

Kalle Blomkvist de los Cojones le estaba complicando la vida.

Meditó un largo rato.

A las dos de la mañana cogió su Palm Tungsten T3 y entró en el programa de tratamiento de textos. Abrió un nuevo documento, sacó el puntero y empezó a marcar letras sobre el teclado digital.

Mi nombre es Lisbeth Salander. Nací el 30 de abril de 1978. Mi madre era Agneta Sofía Salander. Me tuvo con diecisiete años. Mi padre era un psicópata, un asesino y un maltratador de mujeres llamado Alexander Zalachenko. Trabajó como agente ilegal en la Europa occidental para el servicio de inteligencia militar de la Unión Soviética, el GRU.

Iba despacio porque tenía que ir marcando una a una las letras. Formulaba cada frase en la cabeza antes de escribirla. No hizo ni un solo cambio en el texto. Eran las cuatro de la mañana cuando apagó su ordenador de mano y lo puso a cargar en el hueco que quedaba por detrás de la mesilla de noche. Había redactado el equivalente a dos hojas DIN A4 a un espacio.


Erika Berger se despertó a las siete de la mañana. A pesar de haber dormido más de ocho horas sin interrupciones, estaba muy lejos de sentirse descansada. Miró a Mikael Blomkvist, que seguía durmiendo profundamente.

Lo primero que hizo fue encender el móvil para comprobar si había recibido mensajes. La pantalla le indicó que su marido, Greger Backman, la había llamado once veces. ¡Mierda! Se me olvidó llamarlo. Marcó su número y le explicó dónde estaba y por qué no había vuelto a casa la noche anterior. Él estaba cabreado.

– Erika, no vuelvas a hacerme esto. Sabes que no es nada personal contra Mikael, pero me has tenido en un estado de desesperación toda la noche. Me moría sólo de pensar que te hubiese ocurrido algo. Si no vienes a dormir, llámame, joder. ¿Cómo se te puede olvidar una cosa así?

Greger Backman estaba del todo conforme con el hecho de que Mikael Blomkvist fuera el amante de su mujer. La relación tenía lugar con su consentimiento y aprobación. Pero cada vez que ella decidía pasar la noche con Mikael siempre llamaba a su marido para decírselo. Esta vez se fue al Hilton sin otra idea en la cabeza más que dormir.

– Perdóname -dijo ella-. Es que anoche caí redonda.

Él siguió gruñendo un rato más.

– No te enfades conmigo, Greger. Ahora no. Ya me echarás esta noche todas las broncas que quieras.

Gruñó un poco menos y prometió echarle una buena bronca en cuanto la tuviera delante.

– De acuerdo. ¿Y qué tal Blomkvist?

– Está durmiendo. -De repente, soltó una carcajada-. Te lo creas o no, nos dormimos cinco minutos después de acostarnos. No nos había pasado nunca.

– Erika, esto es serio. Tal vez deberías ver a un médico.

Cuando acabó la conversación con su marido llamó a la centralita del SMP y dejó un mensaje para el secretario de redacción, Peter Fredriksson. Comunicó que le había surgido un imprevisto y que iría un poco más tarde de lo habitual. Le pidió que cancelara una reunión con los colaboradores de la sección de cultura.

Después cogió su bandolera, buscó un cepillo de dientes y se fue al baño. Luego volvió a la cama y despertó a Mikael.

– Hola -murmuró.

– Hola -dijo ella-. Venga, deprisa, al baño; dúchate y lávate los dientes.

– ¿Q… qué?

Se incorporó y miró a su alrededor con tanto desconcierto que ella tuvo que recordarle que se encontraba en el Hilton de Slussen. Él asintió.

– Anda, corre. Al baño.

– ¿Por qué?

– Porque en cuanto vuelvas quiero sexo.

Ella consultó su reloj.

– Y date prisa. Tengo una reunión a las once y necesito por lo menos media hora para ofrecer una cara presentable. Y quiero comprarme una camiseta de camino al trabajo. De modo que sólo disponemos de unas dos horas para recuperar todo el tiempo perdido.

Mikael se fue al baño.


Jerker Holmberg aparcó el Ford de su padre en el patio de la casa del ex primer ministro Thorbjörn Fälldin en Ås, una granja a las afueras de Ramvik, en el municipio de Härnösand. Bajó del coche y miró a su alrededor. Era jueves por la mañana. Estaba chispeando y los campos se veían muy verdes. A sus setenta y nueve años, Fälldin ya no era un agricultor en activo, así que Holmberg se preguntó quién sembraría y recogería la cosecha. Sabía que lo observaban desde la ventana de la cocina. Formaba parte del reglamento rural. Él mismo había crecido en Hälledal, cerca de Ramvik, a un tiro de piedra del puente de Sandö, uno de los lugares más bonitos del mundo. Según Jerker Holmberg.

Se acercó hasta el porche y llamó a la puerta.

El ex líder del Partido de Centro había envejecido, pero daba la impresión de mantenerse todavía fuerte y lleno de vitalidad.

– Hola, Thorbjörn. Me llamo Jerker Holmberg. No es la primera vez que nos vemos, aunque ya hace unos cuantos años de eso. Mi padre es Gustav Holmberg; representó al partido en el consejo municipal en los años setenta y ochenta.

– Hola. Sí, ya me acuerdo de ti, Jerker. Trabajas de policía en Estocolmo, si no me equivoco. Hará unos diez o quince años que no te veía.

– Creo que más. ¿Puedo entrar?

Se sentó a la mesa de la cocina mientras Thorbjörn Fälldin le servía café.

– Espero que tu padre se encuentre bien. Pero no es ésa la razón de tu visita, ¿verdad?

– No. Mi padre está bien. Anda reformando el tejado de la casa de campo.

– ¿Cuántos años tiene ahora?

– Cumplió setenta y uno hace dos meses.

– Ajá -dijo Fälldin mientras se sentaba-. ¿Y qué te trae por aquí?

Jerker Holmberg miró por la ventana de la cocina y vio cómo una urraca se posaba junto a su coche y se ponía a inspeccionar el suelo. Luego se dirigió a Fälldin.

– Vengo sin haber sido invitado y con un problema muy gordo. Es posible que cuando termine esta conversación pierda el empleo, pues, aunque estoy aquí por razones de trabajo, mi jefe, el inspector Jan Bublanski, de la brigada de delitos violentos de Estocolmo, no está al tanto de esta visita.

– Parece grave.

– Si mis superiores se enteraran de esto, mi carrera pendería de un hilo.

– Entiendo.

– Pero tengo miedo de que, si no actúo, pueda producirse una terrible injusticia. Y ya irían dos veces…

– Creo que es mejor que me lo expliques todo.

– Se trata de un hombre llamado Alexander Zalachenko. Era espía del GRU soviético y desertó a Suecia el día de las elecciones de 1976. Se le dio asilo político y empezó a trabajar para la Säpo. Tengo razones para creer que estás al tanto de ese asunto.

Thorbjörn Fälldin contempló atentamente a Jerker Holmberg.

– Es una larga historia -dijo Holmberg para, acto seguido, empezar a hablar de la investigación en la que se había visto involucrado durante los últimos meses.


Erika Berger se puso boca abajo y apoyó la cabeza sobre los nudillos. De repente sonrió.

– Mikael, ¿nunca te has parado a pensar si, en realidad, no estaremos locos de remate los dos?

– ¿Por qué?

– Pues yo, por lo menos, sí. Me despiertas un irrefrenable deseo. Me siento como una adolescente loca.

– Ajá.

– Y luego quiero ir a casa y acostarme con mi marido.

Mikael se rió.

– Conozco a un buen terapeuta -dijo.

Ella le hundió un dedo en la cintura.

– Mikael, trabajar en el SMP me está empezando a parecer un gran error.

– ¡Y una mierda! Es una gran oportunidad para ti. Si alguien puede resucitar a ese muerto, eres tú.

– Sí, tal vez. Pero ése es precisamente el problema. El SMP es como un muerto. Y encima anoche vas y rematas la faena con lo de Magnus Borgsjö. No entiendo qué diablos pinto yo allí.

– Dale tiempo al tiempo.

– Ya, pero lo de Borgsjö no me hace ninguna gracia. No tengo ni idea de cómo voy a llevarlo.

– Yo tampoco. Pero ya pensaremos en algo.

Ella permaneció callada un instante.

– Te echo de menos.

Él asintió y la miró.

– Yo también te echo de menos.

– ¿Cuánto pedirías por venirte al SMP y convertirte en jefe de Noticias?

– ¡En mi vida! ¿No lo es ya ese Holm, o como se llame?

– Sí. Pero es un idiota.

– En eso te doy la razón.

– ¿Lo conoces?

– Claro que sí. Fue mi jefe durante tres meses a mediados de los años ochenta, cuando trabajé cubriendo una baja. Es un cabrón que manipula a la gente. Además…

– ¿Además qué?

– Bah, nada. No quiero ir por ahí soltando cotilleos.

– Dime.

– Una chica llamada Ulla no sé qué y que también trabajaba como sustituta dijo que él la acosaba sexualmente. No sé cuánto hubo de verdad y cuánto de falso en todo aquello, pero el comité de empresa no hizo nada al respecto y a ella no le prorrogaron el contrato, cosa que sí iban a hacer antes.

Erika Berger miró el reloj, suspiró, salió de la cama y desapareció en dirección a la ducha. Mikael ni se había movido cuando ella salió, se secó y se puso la ropa.

– Yo me quedo un rato más -dijo él.

Ella le dio un beso en la mejilla, se despidió con la mano y se marchó.


Monica Figuerola aparcó a veinte metros del coche de Göran Mårtensson, en Luntmakargatan, muy cerca de Olof Palmes gata. Lo vio caminar unos sesenta metros hasta el parquímetro y pagar. Luego él se fue andando hasta Sveavägen.

Monica Figuerola pasó de pagar el aparcamiento: si se entretuviera en el parquímetro lo perdería. Siguió a Mårtensson hasta Kungsgatan, donde éste giró a la izquierda y entró en Kungstornet. Ella refunfuñó pero no le quedaba otra elección, así que esperó tres minutos y luego entró en el café. Estaba sentado en la planta baja hablando con un hombre de unos treinta y cinco años. Era rubio y parecía estar en bastante buena forma. «Un madero, pensó Monica Figuerola.»

Lo identificó como el hombre que Christer Malm había fotografiado delante del Copacabana el uno de mayo.

Pidió un café, se sentó en el otro extremo del local y abrió el Dagens Nyheter. Mårtensson y su acompañante hablaban en voz baja. No pudo oír ni una sola palabra de lo que decían. Sacó su teléfono y fingió hacer una llamada, algo totalmente innecesario, ya que ninguno de los dos hombres la estaba mirando. Les hizo una foto que sabía que iba a ser de 72 dpi y, por lo tanto, de demasiada baja calidad para publicarla. Sin embargo, podía servir como prueba de que el encuentro se había celebrado.

Al cabo de algo más de quince minutos, el hombre rubio se levantó y abandonó el Kungstornet. Monica Figuerola se maldijo por dentro: ¿por qué no se habría quedado fuera? Lo habría reconocido en cuanto hubiera salido. Quiso levantarse e ir tras él enseguida. Pero Mårtensson continuaba allí, tranquilo, tomándose su café. No quería llamar la atención levantándose y siguiendo a ese desconocido interlocutor.

Pasados unos cuarenta segundos Mårtensson fue al baño. En cuanto cerró la puerta, Monica Figuerola se puso de pie y salió a Kungsgatan. Miró a diestro y siniestro, pero el hombre rubio ya no estaba.

Se la jugó y fue corriendo hasta la intersección de Kungsgatan con Sveavägen. No lo vio por ninguna parte, de modo que bajó a toda prisa hasta el metro. Ni el menor rastro de él.

Volvió a Kungstornet. Mårtensson también había desaparecido.


Erika Berger empezó a soltar palabrotas descontroladamente cuando volvió al sitio donde había aparcado su BMW el día anterior, a dos manzanas de Samirs gryta.

El coche permanecía allí. Pero durante la noche alguien le había pinchado las cuatro ruedas. «Malditas putas ratas de alcantarilla», comenzó a decir mientras le hervía la sangre de rabia.

No había muchas alternativas. Llamó a la grúa y explicó la situación. No tenía tiempo de quedarse esperando, de modo que introdujo las llaves en el tubo de escape para que los de la grúa pudieran entrar en el coche. Luego bajó a Mariatorget y paró un taxi.


Lisbeth Salander entró en la página web de Hacker Republic y constató que Plague estaba conectado. Le pinchó.

– Hola, Wasp. ¿Qué tal las cosas por Sahlgrenska?

– Relajadas. Necesito tu ayuda.

– Vaya, vaya.

– Nunca creí que te la fuera a pedir.

– Debe de ser algo serio.

– Göran Mårtensson, residente en Vällingby. Necesito acceso a su ordenador.

– Vale.

– Debes transferirle todo el material a Mikael Blomkvist, a Millennium.

– De acuerdo. Eso está hecho.

– Gran hermano tiene pinchado el teléfono de Blomkvist y probablemente también su correo. Tienes que mandarlo todo a una dirección de Hotmail.

– Vale.

– Si yo no estoy accesible, Blomkvist te pedirá ayuda. Necesita poder ponerse en contacto contigo.

– Mmm.

– Es un poco cabeza cuadrada, pero te puedes fiar de él.

– Mmm.

– ¿Cuánto quieres?

Plague permaneció en silencio durante unos segundos.

– ¿Esto tiene que ver con tu situación?

– Sí.

– ¿Te puede ayudar?

– Sí.

– Entonces te lo regalo.

– Gracias. Pero siempre pago mis deudas. Voy a necesitar tu ayuda hasta el juicio. Te pagaré 30.000.

– ¿Te lo puedes permitir?

– Me lo puedo permitir.

– Vale.

– Me parece que tendremos que recurrir a Trinity. ¿Crees que podrás convencerlo para que venga a Suecia?

– ¿Para hacer qué?

– Lo que mejor sabe hacer. Le pagaré sus honorarios habituales + gastos.

– De acuerdo. ¿Quién?

Le explicó lo que quería que hicieran.


El viernes por la mañana, el doctor Anders Jonasson parecía preocupado cuando contempló de modo educado a un inspector Hans Faste sumamente irritado al otro lado de la mesa.

– Lo lamento -dijo Anders Jonasson.

– No lo entiendo. Pensé que Salander se había recuperado. He venido a Gotemburgo en parte para poder interrogarla y en parte para preparar su traslado a una celda de Estocolmo, que es donde debe estar.

– Lo lamento -repitió Anders Jonasson-. Me encantaría deshacerme de ella porque no nos sobran precisamente habitaciones en el hospital. Pero…

– ¿Y si está fingiendo?

Anders Jonasson se rió.

– No creo que sea muy probable. Debes entender lo siguiente: a Lisbeth Salander le han pegado un tiro en la cabeza. Yo le saqué una bala del cerebro, pero, a partir de ese momento, que sobreviviera o no era una lotería. Sobrevivió y su evolución ha sido extraordinariamente satisfactoria… tan buena que mis colegas y yo estábamos dispuestos a darle el alta. Y justo ayer observamos un claro empeoramiento. Se quejó de un fuerte dolor de cabeza y, de repente, la fiebre le empieza a subir y bajar. Ayer por la tarde tenía 38 y vomitó en dos ocasiones. Le bajó en el transcurso de la noche y se mantuvo casi sin fiebre, de modo que pensé que se trataba de algo pasajero. Pero cuando la examiné esta mañana le había subido a 39, lo cual es grave. Durante el día le ha vuelto a bajar.

– Entonces, ¿qué le pasa?

– No lo sé, pero el hecho de que su fiebre esté oscilando indica que no se trata de una gripe ni de nada parecido. No sabría decirte a qué se debe con exactitud, pero podría ser algo tan sencillo como una alergia a algún medicamento o alguna otra cosa con la que haya tenido contacto.

Buscó una imagen en el ordenador y le mostró la pantalla a Hans Faste.

– He mandado hacer un escáner craneal. Como puedes observar, justo aquí, en torno a la herida de la bala, hay una zona más oscura. No consigo saber de qué se trata. Podría ser la misma cicatrización, pero también una pequeña hemorragia. Así que, hasta que no sepamos qué es lo que ocurre, no le voy a dar el alta; por muy urgente que sea.

Hans Faste asintió, resignado. No era cuestión de contradecir a un médico, una persona que tiene poder sobre la vida y la muerte y es lo más cercano al representante de Dios que hay sobre la tierra. A excepción de la policía, tal vez. Fuera como fuese, Faste no tenía ni competencia ni conocimientos para determinar la gravedad del estado de Lisbeth Salander.

– ¿Y ahora qué va a pasar?

– He prescrito reposo absoluto y una interrupción de su rehabilitación: necesita fisioterapia debido a las lesiones que la bala le produjo en el hombro y la cadera.

– De acuerdo… Debo contactar con el fiscal Ekström de Estocolmo. Esto ha sido toda una sorpresa. ¿Qué le puedo decir?

– Hace dos días estaba dispuesto a autorizar su traslado para finales de esta semana. Pero, tal y como están las cosas, vamos a esperar más tiempo. Tienes que advertirle que de momento no voy a tomar ninguna decisión al respecto, y que quizá no os la podáis llevar a Estocolmo para ingresarla en prisión preventiva hasta dentro de dos semanas. Depende por completo de su evolución.

– La fecha del juicio está fijada para el mes de julio…

– Si no surge ningún imprevisto, hay tiempo de sobra para que entonces ya esté en pie.


El inspector Jan Bublanski observó con desconfianza a la musculosa mujer que se hallaba al otro lado de la mesa. Estaban sentados en una terraza de Norr Mälarstrand tomando café. Era viernes, 20 de mayo, y hacía un calor veraniego. Ella lo había pillado a las cinco, justo cuando él ya se iba a casa. Se identificó como Monica Figuerola, de la DGP /Seg, y le propuso una conversación privada en torno a una taza de café.

Al principio, Bublanski se mostró reacio y malhumorado. Luego ella lo miró a los ojos y le aclaró que no venía a interrogarlo oficialmente y que, por supuesto, no necesitaba decirle nada si no quería. Él le preguntó de qué se trataba y ella le explicó con toda franqueza que su jefe le había encomendado la misión de averiguar, de forma extraoficial, qué había de falso y qué de verdadero en el así llamado «asunto Zalachenko», también conocido en otras ocasiones como el «asunto Salander». Le explicó, asimismo, que ni siquiera estaba del todo claro que tuviera derecho a hacerle preguntas, y que si deseaba contestárselas o no, era decisión suya.

– ¿Qué es lo que quieres saber? -preguntó Bublanski finalmente.

– Cuéntame lo que sepas de Lisbeth Salander, Mikael Blomkvist, Gunnar Björck y Alexander Zalachenko. ¿Cómo encajan todas esas piezas?

Hablaron durante más de dos horas.


Torsten Edklinth reflexionó mucho sobre cómo proseguir. Después de cinco días de pesquisas, Monica Figuerola le había dado una serie de claros indicios de que algo iba extraordinariamente mal en la DGP /Seg. Comprendía la necesidad de actuar con sumo cuidado hasta que no tuviera bien cubiertas las espaldas. En esos momentos, él mismo se encontraba en medio de un apuro constitucional, ya que no estaba autorizado a llevar a cabo investigaciones operativas en secreto, sobre todo cuando iban en contra de sus propios compañeros.

De manera que se hacía imprescindible dar con una fórmula que legitimara sus actividades. En caso de emergencia, siempre podría recurrir a su condición de policía y decir que el deber de todo miembro del cuerpo era siempre investigar un delito; sin embargo, ahora se trataba de un delito de una naturaleza tan extremadamente delicada desde un punto de vista constitucional que, si diera un solo paso en falso, lo más seguro es que acabara siendo relegado de su puesto. Pasó el viernes encerrado en su despacho cavilando en solitario.


Las conclusiones a las que llegó, por muy inverosímiles que se le antojaran, fueron que Dragan Armanskij tenía razón: había una conspiración en el seno de la DGP /Seg en la cual una serie de personas actuaban al margen de las actividades ordinarias del cuerpo. Como esta actividad venía existiendo desde hacía muchos años -por lo menos desde 1976, cuando Zalachenko llegó a Suecia- debía de haber sido organizada desde más arriba y haber contado con el beneplácito de las altas esferas. Pero no tenía ni idea de hasta dónde llegaba en la jerarquía.

Escribió tres nombres en un cuaderno que estaba sobre su mesa:

Göran Mårtensson, protección personal. Inspector de policía.

Gunnar Björck, jefe adjunto del Departamento de extranjería. Fallecido. (¿Suicidio?)

Albert Shenke, jefe administrativo, DGP/Seg.

Monica Figuerola había llegado a la conclusión de que por lo menos el jefe administrativo tenía que haber manejado los hilos cuando Mårtensson, de protección personal, fue -en teoría- trasladado al contraespionaje; algo que nunca llegó a ocurrir en realidad, pues se dedicó a vigilar al periodista Mikael Blomkvist, lo cual no tenía nada que ver con el contraespionaje.

A la lista había que añadirle otros nombres, esta vez ajenos a la DGP /Seg:

Peter Teleborian, psiquiatra.

Lars Faulsson, cerrajero.

Teleborian fue contratado por la DGP /Seg como asesor psiquiátrico en unas cuantas ocasiones a finales de los años ochenta y principios de los noventa. Eso ocurrió en tres momentos concretos, así que Edklinth había sacado los informes del archivo para estudiarlos. La primera vez tuvo un carácter extraordinario: el contraespionaje había identificado a un informador ruso dentro de la industria sueca de telecomunicaciones, y el pasado de aquel espía inducía a temer que tal vez se le manifestaran ciertas inclinaciones suicidas en el caso de que fuera desenmascarado. Teleborian efectuó un análisis -remarcable por su agudeza- en el que se sugería que se convirtiera al informador en agente doble. Las otras dos ocasiones en las que consultaron a Teleborian fueron evaluaciones psiquiátricas en casos de menor importancia: una acerca de un empleado de la DGP /Seg que tenía problemas con la bebida y la otra sobre el extraño comportamiento sexual de un diplomático de un país africano.

Pero ni Teleborian ni Faulsson -en especial, Faulsson- ocuparon ningún puesto en la DGP /Seg. Aun así, a través de sus trabajos de asesoramiento, estaban vinculados a… ¿a qué?

La conspiración estaba íntimamente ligada al difunto Alexander Zalachenko, agente ruso que desertó del GRU y que, según todas las fuentes, llegó a Suecia el día de las elecciones de 1976. Y del cual nunca nadie había oído hablar. ¿Cómo era posible?

Edklinth intentó imaginarse lo que podría haber pasado si él hubiese estado al mando de la DGP /Seg en 1976, cuando Zalachenko desertó. ¿Cómo habría actuado? Máxima confidencialidad. Algo fundamental. La deserción sólo podría haber sido conocida por un reducido y exclusivo círculo; si no, la información corría el riesgo de ser filtrada a los rusos y… Pero ¿cuán reducido era el círculo?

¿Un departamento operativo?

¿Un departamento operativo desconocido?

Si todo hubiese sido kosher, el asunto Zalachenko debería haberse confiado al Departamento de contraespionaje. Lo mejor de todo habría sido, claro está, que el servicio de inteligencia militar se hubiera ocupado del caso, pero allí no tenían ni recursos ni competencia para dedicarse a ese tipo de actividades operativas. Así que fue a la DGP /Seg.

No obstante, el asunto nunca llegó al contraespionaje. Björck era la clave; él fue, al parecer, una de las personas que trató con Zalachenko. Aunque Björck nunca había tenido nada que ver con el contraespionaje. Björck constituía un misterio. Formalmente, ocupó un cargo en el Departamento de extranjería desde los años setenta, pero lo cierto es que apenas se le vio por el departamento hasta los años noventa, cuando, de la noche a la mañana, se convirtió en jefe adjunto.

Aun así, Björck constituía la principal fuente de la información de Blomkvist. ¿Cómo habría convencido Blomkvist a Björck para que le revelara esa bomba informativa? ¿A un periodista?

Las putas. Björck iba con putas adolescentes y Millennium pensaba denunciarlo. Blomkvist tenía que haber chantajeado a Björck.

Luego entró Salander en la historia.

El difunto letrado Nils Bjurman trabajó en el Departamento de extranjería al mismo tiempo que el difunto Björck. Fueron ellos los que se encargaron de Zalachenko. Pero ¿dónde lo metieron?

Alguien tuvo que tomar las decisiones. Con un desertor de esa categoría, la orden debió de llegar desde lo más alto.

Desde el gobierno. Tuvieron que contar con el apoyo gubernamental. Todo lo demás resultaba impensable.

¿O no?

Un escalofrío de malestar recorrió el cuerpo de Edklinth. Desde un punto de vista formal todo eso resultaba comprensible. Un desertor de la talla de Zalachenko debía ser tratado con la máxima confidencialidad. Eso era lo que él mismo habría decidido. Eso era lo que el gobierno de Fälldin tenía que haber decidido. Resultaba perfectamente lógico.

Pero lo que ocurrió en 1991 no seguía ninguna lógica. Björck contrató a Teleborian para meter a Lisbeth Salander en un hospital psiquiátrico con el pretexto de que estaba psíquicamente enferma. Eso constituía un delito. Y se trataba de un delito tan grave que Edklinth volvió a sentir un escalofrío de malestar.

Alguien tenía que haber tomado las decisiones pertinentes. Y en ese caso, en absoluto podía haber sido el gobierno… Ingvar Carlsson había sido primer ministro, y luego Carl Bildt. Pero ningún político se atrevería ni siquiera a imaginar una decisión así, que no sólo iba en contra de toda ley y justicia, sino que también -si alguna vez se llegara a conocer- acabaría provocando un verdadero escándalo de catastróficas dimensiones.

Si el gobierno se hubiese visto implicado, entonces Suecia no sería ni un ápice mejor que cualquier dictadura del mundo.

No era posible.

Y luego estaban los acontecimientos del 12 de abril en Sahlgrenska. Zalachenko oportunamente asesinado por un trastornado obseso de la justicia justo en el momento en el que se producía un robo en casa de Mikael Blomkvist y atracaban a Annika Giannini. En ambos casos robaron el extraño informe de Gunnar Björck de 1991. Era información con la que Dragan Armanskij había contribuido off the record. No se había puesto ninguna denuncia policial.

Y al mismo tiempo, Gunnar Björck va y se ahorca. Precisamente la persona con la que, más que con ninguna otra, desearía hablar muy en serio.

Torsten Edklinth no creía en una casualidad de tal megacalibre. El inspector Jan Bublanski no creía en una casualidad así. Mikael Blomkvist no creía en ella. Edklinth volvió a coger el rotulador.

Evert Gullberg, 78 años. ¿¿¿Asesor fiscal???

¿Quién diablos era Evert Gullberg?

Pensó en llamar al jefe de la DGP /Seg, pero se abstuvo de hacerlo por la simple razón de que no sabía hasta qué escalafón llegaba la conspiración dentro de la jerarquía del cuerpo. En resumen: no sabía en quién confiar.

Después de haber rechazado la posibilidad de recurrir a alguien de la DGP /Seg, pensó por un instante en dirigirse a la policía abierta. Jan Bublanski era el encargado de la investigación sobre Ronald Niedermann y, naturalmente, debería estar interesado en toda la información relacionada con ella. Pero, por razones políticas, resultaba imposible.

Sintió un enorme peso sobre los hombros.

Por último, sólo le quedaba una alternativa que era correcta desde un punto de vista constitucional y que tal vez pudiera servirle de protección en el caso de que, en el futuro, llegara a caer en desgracia política. Tenía que dirigirse al jefe y conseguir un apoyo político para lo que estaba haciendo.

Miró el reloj: poco menos de las cuatro de la tarde del viernes. Levantó el auricular y llamó al ministro de Justicia, al que conocía desde hacía varios años y con el que había coincidido en varias presentaciones que había hecho en el ministerio. Consiguió localizarlo en apenas cinco minutos.

– Hola, Torsten -le dijo el ministro de Justicia-. ¡Cuánto tiempo! ¿De qué se trata?

– Sinceramente, creo que te estoy llamando para ver cuánta credibilidad me otorgas.

– ¿Cuánta credibilidad? Qué pregunta más extraña. Por lo que a mí respecta tienes una credibilidad muy grande. ¿A qué se debe esa pregunta?

– A una petición urgente y extraordinaria. Necesito reunirme contigo y con el primer ministro. Y corre prisa.

– Vaya.

– Si no te importa, esperaré a tenerte frente a frente para explicártelo. Tengo un asunto sobre mi mesa tan desconcertante que considero que tanto tú como el primer ministro debéis ser informados.

– Parece serio.

– Es serio.

– ¿Tiene algo que ver con terroristas y amenazas…?

– No. Es más serio que todo eso. Con esta llamada estoy poniendo en juego no sólo mi reputación sino también toda mi carrera. No lo haría si no fuera porque considero que la situación es sumamente grave.

– Entiendo. De ahí tu pregunta sobre la credibilidad… ¿Cuándo necesitas ver al primer ministro?

– Esta misma noche si es posible.

– Me estás empezando a preocupar.

– Por desgracia, tienes razones para ello.

– ¿Cuánto tiempo durará la reunión?

Edklinth reflexionó.

– Me llevará una hora resumir todos los detalles.

– Te llamo dentro de un rato.

El ministro de Justicia volvió a llamar transcurridos quince minutos y le comunicó a Torsten Edklinth que el primer ministro podría recibirlo en su domicilio a las 21.30 horas de esa misma noche. A Edklinth le sudaba la mano cuando colgó. Bueno… Mañana por la mañana mi carrera podría finalizar.

Volvió a coger el teléfono y llamó a Monica Figuerola.

– Hola, Monica. Tienes servicio esta noche. Preséntate aquí a las 21.00. Correctamente vestida.

– Yo siempre voy correctamente vestida -dijo Monica Figuerola.


El primer ministro contempló al jefe de protección constitucional con un aire que más bien podría describirse como desconfiado. A Edklinth le dio la sensación de que, tras las gafas del primer ministro, había unas ruedas dentadas girando a toda velocidad.

Luego, el primer ministro desplazó la mirada hasta donde estaba Monica Figuerola, que no había dicho nada en toda la hora que duró la presentación. Vio a una mujer inusualmente alta y musculosa que le devolvió una mirada educada y expectante. Acto seguido, observó al ministro de Justicia, que se había puesto algo pálido durante la presentación.

Por último, el primer ministro inspiró profundamente, se quitó las gafas y permaneció un largo instante mirando al vacío.

– Creo que necesitamos más café -acabó diciendo.

– Sí, por favor -pidió Monica Figuerola.

Edklint asintió con la cabeza y el ministro de Justicia se lo sirvió de una cafetera termo que se hallaba sobre la mesa.

– Déjeme resumírselo para asegurarme de que lo he entendido bien -dijo el primer ministro-: Sospecha usted que hay una conspiración dentro de la policía de seguridad que está actuando al margen de su misión constitucional, y que esa conspiración se ha dedicado durante muchos años a algo que se podría denominar actividades delictivas.

Edklinth asintió.

– ¿Y viene a verme a mí porque no confía en la Dirección de la Policía de Seguridad?

– Bueno -contestó Edklinth-. Decidí dirigirme directamente a usted porque esas actividades violan la Constitución, pero no conozco el objetivo de la conspiración ni tampoco si he interpretado algo mal. A lo mejor resulta que la actividad es legítima y está autorizada por el gobierno. En ese caso, podría estar actuando basándome en una información errónea o en un malentendido y se correría el riesgo de que yo desvelara una operación secreta en curso.

El primer ministro miró al ministro de Justicia. Los dos entendían que Edklinth estaba cubriéndose las espaldas.

– Nunca he oído hablar de nada parecido. ¿Tu sabes algo de todo esto?

– En absoluto -contestó el ministro de Justicia-. No he visto nada en ningún informe de la policía de seguridad que pueda hacer referencia a algo así.

– Mikael Blomkvist piensa que se trata de una fracción dentro de la Säpo. El los llama El club de Zalachenko.

– Ni siquiera he oído hablar jamás de que Suecia haya recibido y mantenido a un desertor ruso de ese calibre… Así que desertó durante el gobierno de Fälldin.-Me cuesta creer que Fälldin ocultara semejante información -dijo el ministro de Justicia-. Una deserción así debería haber sido un asunto de alta prioridad a la hora de informar al siguiente gobierno.

Edklinth carraspeó.

– Ese gobierno de centro-derecha cedió el poder al gobierno de Olof Palme. No es ningún secreto que algunos de los que me precedieron en la DGP /Seg albergaban unas ideas bastante curiosas sobre Palme…

– ¿Quiere eso decir que a alguien se le olvidó informar al gobierno socialdemócrata?…

Edklinth asintió.

– Quiero recordarles que Fälldin estuvo en el poder durante dos mandatos. Y en ambos se resquebrajó el gobierno de coalición. Al principio le entregó el poder a Ola Ullsten, quien lideró un gobierno de minoría en 1979. Luego, el gobierno volvió a romperse una vez más, cuando el Partido Moderado abandonó y Fälldin gobernó con los liberales. Lo más seguro es que, durante el traspaso de poderes al gobierno entrante se produjera un cierto caos en la Cancillería del gobierno. Es incluso posible que un asunto como el de Zalachenko se mantuviese dentro de un círculo tan reducido que, simplemente, el primer ministro Fälldin no estuviera muy al corriente y que por eso no tuviera en realidad nada sustancial sobre lo que informar a Palme.

– Y en ese caso ¿quién es el responsable? -preguntó el primer ministro.

Todos menos Monica Figuerola negaron con la cabeza.

– Supongo que resulta inevitable que esto se filtre a los medios de comunicación -dijo el primer ministro.

– Lo van a publicar Mikael Blomkvist y Millennium. Dicho de otro modo: nos encontramos en una situación que nos obliga a actuar.

Edklinth se afanó en incluir las palabras «nos encontramos». El primer ministro asintió. Se dio cuenta de la gravedad de la situación.

– Bueno, ante todo debo agradecerle que haya venido a informarme de este asunto con tanta celeridad: No suelo aceptar este tipo de visitas apresuradas, pero el ministro de Justicia me dijo que usted era una persona sensata y que algo extraordinario tenía que haber ocurrido para que quisiera verme saltándose todos los cauces normales.

Edlinth suspiró algo aliviado. Pasara lo que pasase, por lo menos no sería objeto de la ira del primer ministro.

– Ahora sólo nos queda decidir cómo actuar. ¿Tiene alguna idea?

– Quizá -contestó Edklinth dubitativo.

Permaneció callado tanto tiempo que Monica Figuerola carraspeó.

– ¿Podría decir algo?

– Adelante -le respondió el primer ministro.

– Si resulta que el gobierno no está al tanto de esta operación, entonces es ilegal. El responsable en esos casos es el delincuente, o sea, el o los funcionarios que hayan sobrepasado sus límites. Si podemos verificar todas las afirmaciones que hace Mikael Blomkvist, un grupo de empleados de la policía de seguridad se ha dedicado a realizar actividades delictivas. A partir de ahí el problema se divide en dos.

– ¿Qué quiere usted decir?

– Primero hay que responder a la pregunta de cómo ha sido posible todo esto. ¿De quién es la responsabilidad? ¿Cómo ha podido surgir una conspiración así dentro del marco de una organización policial establecida? Quiero recordarles que yo misma trabajo para la DGP /Seg y que estoy orgullosa de hacerlo. ¿Cómo ha podido prolongarse durante tanto tiempo? ¿Cómo han podido ocultar y financiar las actividades?

El primer ministro asintió.

– Por lo que se refiere a ese primer aspecto, ya se escribirán libros sobre todo eso -prosiguió Monica Figuerola-. Pero una cosa está clara: tiene que haber una financiación y estamos hablando, como poco, de varios millones de coronas al año. He echado un vistazo al presupuesto de la policía de seguridad y no he encontrado nada que pueda hacer referencia al club de Zalachenko. Pero, como usted bien sabe, hay una serie de fondos ocultos a los que tienen acceso el jefe administrativo y el jefe de presupuesto, pero no yo.

El primer ministro asintió apesadumbrado. ¿Por qué la gestión de la Säpo tenía que ser siempre una pesadilla?

– El otro aspecto del problema versa sobre las personas involucradas. O, más concretamente, sobre las que habría que detener.

El primer ministro hizo una mueca.

– Desde mi punto de vista, todas esas cuestiones dependen de la decisión que usted tome durante los próximos minutos.

Torsten Edklinth contuvo la respiración. Si hubiese podido darle una patada en la espinilla a Monica Figuerola, lo habría hecho: al afirmar que el responsable era el primer ministro en persona, se acababa de cargar de un solo golpe toda la retórica. Él ya había pensado llegar a la misma conclusión, pero no sin antes dar un largo rodeo diplomático.

– ¿Y qué decisión piensa usted que debería tomar? -preguntó el primer ministro.

– Tenemos intereses comunes. Llevo tres años trabajando en protección constitucional y considero que es una misión de capital importancia para la democracia sueca. Durante los últimos años la policía se ha portado bien en contextos constitucionales. Como es natural, no quiero que el escándalo afecte a la DGP /Seg. Para nosotros es importante destacar que se trata de una actividad delictiva llevada a cabo por ciertos individuos a título personal.

– Definitivamente, una actividad de este tipo no cuenta con la autorización del gobierno -aclaró el ministro de Justicia.

Monica Figuerola asintió con la cabeza y reflexionó unos segundos.

– Desde su perspectiva, supongo que resulta importante que el escándalo no afecte al gobierno, que es lo que sucedería si se intentara ocultar la historia -dijo ella.

– El gobierno no suele ocultar actividades criminales -le respondió el ministro de Justicia.

– No, pero partamos de la hipótesis de que quisiera hacerlo: se convertiría en un escándalo de enormes proporciones.

– Continúe -dijo el primer ministro.

– La situación actual se complica por el hecho de que, para poder investigar esta historia, los de protección constitucional, en la práctica, nos vemos obligados a ir en contra de nuestro reglamento. Queremos que se haga de forma jurídica y constitucionalmente correcta.

– Todos lo queremos -apostilló el primer ministro.

– En tal caso, propongo que usted, en calidad de primer ministro, le ordene a protección constitucional que investigue todo este lío cuanto antes. Denos una orden por escrito y concédanos las competencias necesarias.

– No estoy seguro de que lo que usted propone sea legal -dijo el ministro de Justicia.

– Sí. Es legal. El gobierno tiene poder para tomar medidas de gran alcance en el caso de que la Constitución se vea amenazada de ser modificada de una forma ilegítima. Si un grupo de militares o policías empieza a llevar una política exterior independiente, lo que tenemos, de facto, es que en nuestro país se ha producido un golpe de Estado.

– ¿Una política exterior…? -preguntó el ministro de Justicia.

El primer ministro asintió de repente.

– Zalachenko era desertor de un país extranjero -le recordó Monica Figuerola-. La información que él iba revelando se entregaba, según Mikael Blomkvist, a servicios de inteligencia extranjeros. Si el gobierno no estaba informado, nos encontramos con que se ha dado un golpe de Estado.

– Entiendo su argumentación -dijo el primer ministro-. Ahora déjeme hablar a mí.

Se levantó y dio una vuelta alrededor de la mesa del salón. Al final se detuvo delante de Edklinth.

– Tiene usted una colaboradora muy inteligente. Además, no se anda con rodeos.

Edklinth tragó saliva y asintió. El primer ministro se volvió hacia su ministro de Justicia.

– Llama a tu secretario de Estado y al director jurídico. Mañana por la mañana quiero un documento que le otorgue a protección constitucional poderes extraordinarios para actuar en este asunto. La misión consiste en estudiar el grado de veracidad de las afirmaciones que hemos comentado hoy, recabar documentación acerca de su envergadura e identificar a las personas que son responsables o están implicadas.

Edklinth asintió con la cabeza.

– En el documento no figurará que está usted trabajando en la instrucción de un sumario; puede que me equivoque, pero creo que es tan sólo el fiscal general quien puede designar al instructor de un sumario en esta situación. No obstante, lo que sí puedo hacer es encomendarle la tarea de formar una comisión unipersonal para averiguar la verdad. De modo que lo que realizará será la investigación de una comisión estatal. ¿Entiende?

– Sí. Pero permítame mencionar que en el pasado yo he sido fiscal.

– Mmm. Tenemos que pedirle al director jurídico que le eche un vistazo a esto y que determine qué sería lo formalmente correcto. En cualquier caso, usted será el único responsable de esta investigación; usted mismo designará a cuantos colaboradores necesite. Si encuentra pruebas de actividades delictivas, deberá ponerlo en conocimiento del fiscal general, quien decidirá si dictar auto de procesamiento o no.

– Tengo que consultar el procedimiento legal exacto, pero creo que hay que informar al presidente del Riksdag y a la comisión constitucional… Esto se va a filtrar rápidamente -apostilló el ministro de Justicia.

– En otras palabras, debemos actuar ya -concluyó el primer ministro.

– Mmm -dijo Monica Figuerola.

– ¿Qué? -preguntó el primer ministro.

– Hay dos problemas… Primero, la publicación de Millennium puede entrar en conflicto con nuestra investigación, y segundo, el juicio contra Lisbeth Salander empieza dentro de un par de semanas.

– ¿Sería posible averiguar para cuándo tiene prevista Millennium la publicación?

– Podríamos preguntarlo -contestó Edklinth-. Lo que menos deseamos es meternos en la actividad de los medios de comunicación.

– Por lo que se refiere a esa tal Salander… -empezó diciendo el ministro de Justicia para, acto seguido, reflexionar un breve instante antes de seguir- sería terrible que hubiese sido objeto de los abusos de los que habla Millennium… ¿Cabe la posibilidad de que eso sea realmente cierto?

– Me temo que sí -respondió Edklinth.

– En ese caso, tenemos que asegurarnos de que sea indemnizada y, sobre todo, de que no vuelva a ser víctima de otra vulneración de sus derechos -dijo el primer ministro.

– ¿Y eso cómo se hace? -preguntó el ministro de Justicia-. El gobierno no debe, bajo ninguna circunstancia, intervenir en un proceso jurídico en curso. Sería una violación de la ley.

– ¿Y si hablamos con el fiscal…?

– No -contestó Edklinth-. Como primer ministro no debe influir en el proceso jurídico de ninguna manera.

– En otras palabras, Salander tendrá que pelear sus asaltos en la sala del tribunal -dijo el ministro de Justicia-. Hasta que no pierda el juicio y recurra al gobierno no podemos intervenir para indultarla u ordenarle al fiscal general que investigue si hay razones para celebrar un nuevo juicio.

Luego añadió algo:

– Pero eso sólo valdrá en el caso de que la condenen a prisión. Si dictan una sentencia de internamiento en una clínica psiquiátrica, el gobierno no podrá hacer nada: se trataría de una cuestión médica y el primer ministro no tiene competencia para decidir si está loca o no.


A las diez de la noche del viernes, Lisbeth Salander oyó una llave introduciéndose en la cerradura. Apagó inmediatamente el ordenador de mano y lo metió bajo la almohada. Al levantar la vista, vio a Anders Jonasson cerrar la puerta.

– Buenas noches, señorita Salander -saludó-. ¿Cómo te encuentras esta noche?

– Tengo un terrible dolor de cabeza y también fiebre -dijo Lisbeth.

– Eso no suena nada bien.

Lisbeth Salander no parecía estar especialmente torturada por la fiebre ni los dolores de cabeza. El doctor Anders Jonasson la examinó durante diez minutos. Constató que en el transcurso de la tarde la fiebre le había vuelto a subir en exceso.

– Es una pena que se nos presente ahora esto con lo que habías mejorado en las últimas semanas. Me temo que ya no te podré dar el alta hasta dentro de dos semanas como mínimo.

– Dos semanas deberían ser suficientes.

Jonasson le echó una larga mirada.


La distancia, que hay entre Londres y Estocolmo por tierra, es, grosso modo, de 1.800 kilómetros que, en teoría, se recorren en aproximadamente veinte horas. En la práctica, tras casi veinte horas de viaje sólo habían llegado a la frontera de Alemania con Dinamarca. El cielo estaba cubierto de nubes de un gris plomizo, y el lunes, cuando el hombre al que llamaban Trinity se encontraba en medio del puente de Öresund, empezó a diluviar. Redujo la velocidad y activó los limpiaparabrisas.

A Trinity le parecía un infierno conducir por Europa, ya que toda la Europa continental se empeñaba en conducir por el lado erróneo de la calzada. Había metido su equipaje en la furgoneta el sábado por la mañana y cogido un ferri entre Dover y Calais para luego atravesar Bélgica vía Lieja. Cruzó la frontera con Alemania en Aquisgrán y luego cogió la Autobahn con dirección a Hamburgo y desde allí continuó hasta Dinamarca.

Su compañero, Bob the Dog, dormía en el asiento de atrás. Se habían turnado al volante y, aparte de las paradas que habían hecho para comer en restaurantes de carretera, habían conducido a una velocidad fija de unos noventa kilómetros por hora. La furgoneta tenía dieciocho años y no podía alcanzar mucho más.

Había maneras más sencillas de desplazarse entre Londres y Estocolmo, pero en un vuelo regular, desafortunadamente, no resultaba muy probable que les dejaran pasar los controles con más de treinta kilos de equipos electrónicos. Por tierra, sin embargo, a pesar de haber pasado seis fronteras, no los paró ni un solo aduanero ni controlador de pasaportes. Trinity era un entusiasta defensor de la UE, cuyas normas facilitaban sus viajes continentales.

Trinity contaba treinta y dos años de edad y había nacido en la ciudad de Bradford, aunque vivía en el norte de Londres desde que era pequeño. Sus estudios fueron bastante mediocres: en una escuela de formación profesional donde le dieron un certificado en el que se hacía constar que era técnico en telecomunicaciones; y, en efecto, durante tres años, desde que cumplió los diecinueve, había trabajado como instalador para British Telecom.

En realidad, sus conocimientos teóricos en electrónica e informática le habrían permitido participar sin miedo en debates sobre la materia y superar sin problema a cualquier arrogante y experto catedrático. Había vivido rodeado de ordenadores desde que contaba unos diez años de edad y su primer pirateo lo realizó con trece. Le cogió el gusto, y cuando tenía dieciséis sus conocimientos eran tales que ya estaba compitiendo con los mejores del mundo. Hubo una época en la que cada minuto que estaba despierto se lo pasó delante de la pantalla del ordenador haciendo sus propios programas y colocando insidiosos bucles en la red. Se metió en la BBC, en el Ministerio de Defensa inglés y en Scotland Yard. Incluso consiguió tomar, por un momento, el mando de un submarino atómico británico que patrullaba en el Mar del Norte. Por fortuna, dentro del mundo de los piratas informáticos, Trinity más bien pertenecía a la categoría de los curiosos que a la de los malvados. Su fascinación cesaba en el instante en que conseguía violar los códigos de un ordenador, acceder a él y enterarse de sus secretos. Como mucho, gastaba alguna que otra practical joke como, por ejemplo, dar instrucciones a un ordenador del submarino para que le dijera al capitán que se limpiara el culo, cuando lo que éste había pedido era que le indicara la posición. Este último incidente dio lugar a una serie de gabinetes de crisis en el Ministerio de Defensa, por lo que, pasado algún tiempo, Trinity empezó a comprender que tal vez no fuera una buena idea ir alardeando de sus habilidades, si es que el Estado iba en serio con sus amenazas de condenar a los hackers a duras penas de cárcel.

Se hizo técnico en telecomunicaciones porque ya sabía cómo funcionaba la red telefónica. Constató de inmediato que estaba tremendamente anticuada y cambió de profesión: se hizo asesor de seguridad y empezó a instalar sistemas de alarma y a supervisar las medidas de protección de robos. A ciertos clientes especialmente elegidos también podía ofrecerles servicios tan sofisticados como vigilancia y escuchas telefónicas.

Era uno de los fundadores de Hacker Republic, de la cual Wasp era ciudadana.

Eran las siete y media de la tarde del domingo cuando él y Bob the Dog llegaron a Estocolmo. Cuando pasaron el IKEA de Kungens kurva, en Skärholmen, Trinity abrió su móvil y marcó un número que tenía memorizado.

– ¡Plague! -dijo Trinity.

– ¿Dónde estáis?

– Me dijiste que te llamara al pasar IKEA.

Plague les describió el camino hasta el albergue de Långholmen, donde había hecho una reserva para sus colegas de Inglaterra. Como Plague no salía prácticamente nunca de su apartamento, quedaron en verse en su casa al día siguiente a las diez de la mañana.

Tras un instante de reflexión, Plague decidió hacer un gran esfuerzo y se puso a fregar, limpiar y ventilar la casa para recibir a sus invitados.

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