Annika Giannini había quedado con Lisbeth Salander en el bar de Södra Teatern a eso de las nueve de la noche. Lisbeth estaba a punto de terminar la segunda pinta de cerveza.
– Siento llegar tarde -dijo Annika, mirando su reloj-. He estado algo liada con un cliente.
– Tranquila -dijo Lisbeth.
– ¿Qué estás celebrando?
– Nada. Sólo que me apetece emborracharme.
Annika la miró escéptica mientras se sentaba.
– ¿Y eso te apetece muy a menudo?
– Cogí una cogorza de muerte cuando me pusieron en libertad, pero no soy propensa al alcohol si es lo que te preocupa. Es sólo que se me ha ocurrido que por primera vez en mi vida soy oficialmente mayor de edad y que tengo derecho a emborracharme aquí en Suecia.
Annika pidió un Campari.
– Vale -contestó-. ¿Quieres beber sola o en compañía?
– Prefiero sola. Pero si no hablas mucho, puedes sentarte conmigo. Supongo que no tienes ganas de acompañarme a casa y acostarte conmigo…
– ¿Perdón? -preguntó Annika Giannini.
– No, ya sabía yo que no. Tú eres una de esas heterosexuales empedernidas.
De repente aquello pareció entretener a Annika Giannini.
– Es la primera vez que uno de mis clientes me propone relaciones sexuales.
– ¿Te interesa?
– Sorry. Ni lo más mínimo. Pero gracias por la oferta.
– ¿Qué era lo que quería, señora letrada?
– Dos cosas. La primera es que, o empiezas en lo sucesivo a cogerme el teléfono cuando te llame, o renuncio aquí y ahora mismo a ser tu abogada. Ya hablamos de eso cuando te soltaron.
Lisbeth Salander miró a Annika Giannini.
– Llevo una semana intentando localizarte. Te he llamado, te he escrito y te he mandado varios correos.
– He estado de viaje.
– Ha sido imposible contactar contigo durante la mayor parte del otoño. Esto no funciona. Yo he aceptado ser tu representante en todo lo que tiene que ver con tus relaciones con el Estado. Eso significa que hay que ocuparse de algunas formalidades y entregar cierta documentación. Hay papeles que firmar. Preguntas que contestar. Necesito poder contactar contigo, y no me apetece lo más mínimo quedarme sentada como una idiota sin saber dónde te has metido.
– Ya lo sé. He estado en el extranjero durante dos semanas. Regresé ayer y te llamé en cuanto me enteré de que me estabas buscando.
– Pero eso no me vale. Tienes que comunicarme dónde estás y contactar conmigo al menos una vez por semana hasta que todas los temas de la indemnización y demás estén resueltos.
– Me importa una mierda la indemnización. Quiero que el Estado me deje en paz.
– Por mucho que tú lo desees, el Estado no te va a dejar en paz. Tu absolución en el tribunal de primera instancia tiene una larga cadena de consecuencias. No sólo se trata de ti. A Peter Teleborian lo van a procesar por lo que te hizo. Eso significa que tienes que testificar. El fiscal Ekström está siendo objeto de una investigación sobre prevaricación y es posible que sea acusado y procesado si resulta que desatendió conscientemente el ejercicio de sus deberes por encargo de la Sección.
Lisbeth arqueó las cejas. Por un segundo se mostró algo interesada.
– No creo que lleguen a procesarlo. Fue engañado y en realidad no tiene nada que ver con la Sección. Pero la semana pasada, sin ir más lejos, un fiscal inició la instrucción de un sumario contra la comisión de tutelaje. Se han puesto varias denuncias ante el Defensor del Pueblo y una ante el Procurador General de Justicia.
– Yo no he denunciado a nadie.
– No. Pero resulta evidente que se han cometido graves faltas en el ejercicio de su cargo y todo eso hay que investigarlo. Tú no eres la única persona que la comisión tiene bajo su responsabilidad.
Lisbeth se encogió de hombros.
– No es asunto mío. Pero prometo mantener el contacto contigo mejor que antes. Estas dos últimas semanas han sido una excepción. He estado trabajando.
Annika Giannini miró con suspicacia a su clienta.
– ¿En qué trabajas?
– Asesoramiento.
– Vale -dijo-. La segunda cosa es que el reparto de bienes ya está hecho.
– ¿Qué reparto?
– El de tu padre. El abogado del Estado se puso en contacto conmigo porque nadie parece saber cómo contactar contigo. Tú y tu hermana sois las únicas herederas.
Lisbeth Salander contempló a Annika sin inmutarse. Luego buscó la mirada de la camarera y le señaló la pinta vacía.
– No quiero ninguna herencia de mi padre. Haz lo que quieras con ella.
– Error. Eres tú la que puede hacer lo que quiera con la herencia. Mi trabajo consiste en asegurarme de que tengas la posibilidad de hacerlo.
– No quiero ni un céntimo de ese cerdo.
– Vale. Dáselo a Greenpeace o algo así.
– Me importan una mierda las ballenas.
De pronto, la voz de Annika se volvió seria.
– Lisbeth, si quieres ser mayor de edad, ya va siendo hora de que empieces a comportarte como tal. Me importa una mierda lo que hagas con tu dinero. Firma aquí como que lo has recibido y luego te dejaré en paz para que te emborraches tú sólita.
Por debajo del flequillo, Lisbeth miró de reojo a Annika y luego bajó la mirada. Annika supuso que se trataba de una especie de gesto disculpatorio que tal vez se correspondiera con un «perdón» en el limitado registro gestual de Lisbeth.
– De acuerdo. ¿Cuánto es?
– No está mal. Tu padre tenía más de trescientas mil coronas invertidas en bonos. La propiedad de Gosseberga dará en torno a un millón y medio si se vende; incluye algo de bosque. Además, tu padre poseía otros tres inmuebles.
– ¿Inmuebles?
– Sí. Parecía que había invertido bastante dinero. Tampoco es que sean edificios de un extraordinario valor. En Uddevalla tiene un bloque de seis apartamentos cuyos alquileres le proporcionaban algunos ingresos. Sin embargo, se encuentra en malas condiciones porque él pasaba de hacerle reformas. El edificio ha sido incluso objeto de discusión de la comisión municipal de la vivienda. No te vas a hacer rica, pero te reportará un dinero cuando lo pongas a la venta. Era también propietario de una casa de campo en Småland que se ha valorado en más de doscientas cincuenta mil coronas.
– Ajá.
– También hay una fábrica en ruinas en las afueras de Norrtälje.
– ¿Por qué coño se había hecho con toda esa mierda?
– No tengo ni idea. Haciendo un cálculo aproximado, la herencia, una vez que se venda todo, se paguen los impuestos correspondientes, etcétera, etcétera, podría reportar unos cuatro millones y pico limpios, pero…
– ¿Qué?
– La herencia debe dividirse a partes iguales entre tú y tu hermana. El problema es que nadie parece saber dónde se encuentra tu hermana.
Lisbeth observó a Annika Giannini con un inexpresivo silencio.
– Bueno…
– Bueno ¿qué?
– ¿Dónde está tu hermana?
– Ni idea. Hace diez años que no la veo.
– Tiene protegidos sus datos personales, pero he conseguido averiguar que está registrada como no residente en el país.
– ¿Ah, sí? -dijo Lisbeth con un comedido interés. Annika suspiró resignada.
– Así que lo que yo propongo es que liquidemos todos los bienes y depositemos la mitad del dinero en un fondo bancario hasta que se pueda localizar a tu hermana. Si me das tu consentimiento, puedo empezar con los trámites.
Lisbeth se encogió de hombros.
– No quiero tener nada que ver con su dinero.
– Lo entiendo. Pero el reparto de bienes tiene que realizarse. Es parte de tu responsabilidad como mayor de edad.
– Pues vende toda esa mierda. Mete la mitad en el banco y dona el resto a lo que te dé la gana.
Annika Giannini arqueó una ceja. Sabía que, de hecho, Lisbeth Salander tenía dinero, pero no imaginaba que su clienta fuera tan rica como para permitirse rechazar una herencia que ascendía a casi un millón de coronas o tal vez algo más. Ignoraba asimismo de dónde procedía el dinero de Lisbeth y de cuánto se trataba. Sin embargo, lo que le interesaba ahora era resolver el procedimiento burocrático.
– Por favor, Lisbeth… ¿Puedes leer el documento del reparto de bienes y darme tu visto bueno para que arregle esto de una vez por todas?
Lisbeth refunfuñó un momento, pero al final se rindió y metió la carpeta en su bolsa. Prometió leerlo y darle instrucciones a Annika para que actuara en consecuencia. Luego se consagró a su cerveza. Annika Giannini la acompañó durante una hora tomando básicamente agua mineral.
No fue hasta que Annika Giannini la llamó y le recordó el asunto, pasados unos cuantos días, cuando Lisbeth Salander sacó y alisó los arrugados documentos. Se sentó a la mesa de la cocina de su casa de Mosebacke y leyó la documentación.
El inventario comprendía numerosas páginas y contenía datos sobre todo tipo de cosas: la vajilla que había en los armarios de la cocina de Gosseberga, la ropa y lo que valían las cámaras y otras pertenencias. Alexander Zalachenko no había dejado gran cosa de valor y, por otra parte, desde el punto de vista sentimental, ninguno de los objetos significaba lo más mínimo para Lisbeth Salander. Se lo pensó un instante y luego decidió continuar con la misma idea que había tenido cuando vio a Annika en el bar: vender toda aquella mierda y quemar el dinero. O algo por el estilo. Estaba absolutamente convencida de que no quería ni un céntimo de su padre, pero también sospechaba que los verdaderos bienes de Zalachenko se hallaban escondidos en algún sitio en el que ningún albacea había buscado.
Luego abrió la carpeta que contenía las escrituras de propiedad de la fábrica de Norrtälje.
Se trataba de una construcción para uso industrial -en las cercanías de Skederid, entre Norrtälje y Rimbo- compuesta por tres edificios que sumaban un total de veinte mil metros cuadrados.
El albacea había hecho una apresurada visita al lugar y dejó constancia de que se trataba de una antigua fábrica de ladrillos que llevaba muchos años abandonada -prácticamente desde que se cerrara, allá por los sesenta- y que había sido usada para almacenar maderas en los setenta. Constató que los locales se encontraban en un «estado sumamente malo» y que no eran susceptibles de poder ser reformados para que se iniciara allí algún tipo de actividad. El mal estado se refería, entre otras cosas, a que «el edificio norte» había sido devastado por un incendio y se había derrumbado. Sin embargo, se habían hecho algunas reparaciones en «el edificio principal».
Lo que hizo sobresaltar a Lisbeth Salander fue la historia. Alexander Zalachenko adquirió el local por cuatro cuartos el 12 de marzo de 1984, pero la persona que firmó los documentos de la compra fue Agneta Sofia Salander.
Aquello, por lo tanto, había pertenecido a su madre. Pero en 1987 dejó de ser su propietaria: Zalachenko se lo compró por dos mil coronas. Después la fábrica parecía haber permanecido inactiva durante más de quince años. Los documentos del reparto de bienes daban fe de que el 17 de septiembre de 2003 la empresa KAB contrató a la constructora NorrBygg AB para que realizara una serie de reformas que, entre otras cosas, consistían en reparar el techo y el suelo, así como en efectuar algunas mejoras en el suministro de agua y luz. La obra duró unos dos meses, hasta el último día de noviembre de 2004. NorrBygg envió una factura que ya había sido pagada.
De todos los bienes de la herencia de su padre eso era lo único que la desconcertaba. Lisbeth Salander frunció el ceño: la propiedad de esas naves industriales resultaba comprensible si su padre hubiese querido dar a entender que su legítima empresa, KAB, se dedicaba a algún tipo de actividad y poseía ciertos bienes. También resultaba comprensible que hubiera utilizado a la madre de Lisbeth como testaferro o fachada y que luego se hubiera quedado él sólito con el contrato.
Pero ¿por qué diablos pagó casi cuatrocientas cuarenta mil coronas en el año 2003 para renovar una fábrica en ruinas que, según el albacea, en el año 2005 aún no se usaba para ninguna actividad?
Lisbeth Salander estaba desconcertada, pero no demasiado interesada. Cerró la carpeta y llamó a Annika Giannini.
– He leído el inventario. Sigo pensando lo mismo. Vende toda esa mierda y haz lo que quieras con el dinero. No quiero nada suyo.
– De acuerdo. Entonces me aseguraré de que la mitad de la suma se meta en el banco para tu hermana. Luego te daré algunas propuestas de entidades a las que podrías donarles el dinero.
– Vale -dijo Lisbeth para, acto seguido, colgar sin más palabras.
Se sentó en el vano de la ventana, encendió un cigarrillo y se puso a contemplar la bahía de Saltsjön.
Lisbeth pasó la semana siguiente ayudando a Dragan Armanskij en un asunto urgente. Se trataba de rastrear e identificar a un individuo que sospechaban que había sido contratado para raptar a un niño a raíz de la disputa surgida sobre su custodia tras el divorcio de sus padres, una mujer sueca y un ciudadano libanes. La aportación de Lisbeth Salander se limitaba a comprobar el correo electrónico de la persona que, supuestamente, había hecho el encargo. Este se interrumpió cuando las dos partes llegaron a un acuerdo legal y se reconciliaron.
El 18 de diciembre era el último domingo antes de Navidad. Lisbeth se despertó a las seis y media de la mañana y constató que tenía que comprarle un regalo a Holger Palmgren. Pensó un instante si debería comprárselo a alguien más; tal vez a Annika Giannini. Se levantó sin ninguna prisa, se duchó y desayunó a base de café y tostadas con queso y mermelada de naranja.
No había planeado hacer nada en particular ese día, así que se pasó un rato recogiendo papeles y periódicos de la mesa. Luego su mirada fue a parar a la carpeta que tenía el inventario del reparto de bienes. La abrió y leyó la página en la que estaba la escritura de propiedad de la nave industrial de Norrtälje. Al final suspiró. De acuerdo. Necesito saber qué diablos estaba tramando.
Se puso ropa de abrigo y unas botas. Eran las ocho y media de la mañana cuando salió con su Honda burdeos del garaje de Fiskargatan 9. Hacía un frío polar aunque había amanecido un día bonito y soleado con un cielo azul claro. Cogió Slussen y Klarabergsleden y, poco a poco, fue subiendo hasta llegar a la E 18 y poner rumbo a Norrtälje. No tenía prisa. Eran cerca de las diez de la mañana cuando paró en una gasolinera OK, situada a unos cuantos kilómetros fuera de Skederid, para preguntar por dónde se iba a la vieja fábrica de ladrillos. En el mismo momento en que aparcó se dio cuenta de que no sería necesario preguntarlo.
Se encontraba en una pequeña elevación de terreno desde la que se veía perfectamente un valle al otro lado de la carretera. A la izquierda del camino de Norrtälje advirtió un almacén de pintura y algo que parecía una empresa de materiales de construcción, así como un lugar para aparcar bulldozers. A la derecha, justo en el límite de la zona industrial, a más de cuatrocientos metros de la carretera principal, se elevaba un lúgubre edificio de ladrillo que tenía una chimenea caída. La fábrica daba la sensación de ser el último reducto de la zona industrial y quedaba algo aislada, al otro lado de un camino y de un estrecho riachuelo. Contempló pensativa el edificio y se preguntó qué sería lo que la había impulsado a dedicar ese día a acercarse hasta el municipio de Norrtälje.
Volvió la cabeza y miró de reojo la gasolinera OK, donde un camión que tenía una placa de TIR acababa de parar. Se percató entonces de que se encontraba en la ruta principal del puerto de ferris de Kappelskär, por donde pasaba gran parte del tráfico de mercancías que existía entre Suecia y los países bálticos.
Arrancó el coche, volvió a salir a la carretera y se desvió hasta la abandonada fábrica de ladrillos. Aparcó en medio del solar y se bajó del coche. Hacía frío y se puso una gorra negra y unos guantes de cuero también negros.
El edificio principal constaba de dos plantas. La planta baja tenía todas las ventanas tapadas con madera contrachapada. En la planta superior advirtió una gran cantidad de ventanas rotas. La fábrica era bastante más grande de lo que se había imaginado. Parecía estar tremendamente deteriorada. No pudo apreciar ni rastro de reformas. No vio un alma viviente, pero advirtió que alguien había tirado un condón usado en medio del aparcamiento y que una parte de la fachada había sido el blanco de los ataques de varios artistas del grafiti.
¿Por qué coño había sido Zalachenko propietario de este edificio?
Dio una vuelta alrededor de la fábrica y en la parte de atrás encontró un edificio que estaba en ruinas. Constató que todas las puertas del edificio principal se hallaban cerradas con cadenas y candados. Al final, frustrada, examinó una puerta que había en la fachada lateral. En todas las demás puertas, los candados estaban fijados con sólidos pernos de hierro y sistemas antipalanca. Pero el candado de la puerta de la fachada lateral parecía más débil y, de hecho, sólo estaba clavado con unos gruesos clavos. Bah, qué coño; al fin y al cabo esto es mío. Miró a su alrededor y, entre un montón de escombros, halló un delgado tubo de hierro que utilizó como palanca para romper la sujeción del candado.
Fue a parar al hueco de una escalera que daba a la estancia de esa planta baja. Las ventanas tapadas hacían que todo estuviera sumido en la más absoluta oscuridad, a excepción de unos finos rayos de luz que se filtraban por los bordes de la madera contrachapada. Se quedó quieta unos minutos hasta que sus ojos se acostumbraron a la oscuridad y pudieron divisar un inmenso mar de basura, palés abandonados, maderas y maquinaria vieja en una nave que tendría unos cuarenta y cinco metros de largo y quizá unos veinte de ancho y que estaba soportada por unos macizos pilares. Los viejos hornos de la fábrica parecían haber sido desmontados y sacados de allí. Sus bases se habían convertido en piscinas llenas de agua; en el suelo también se apreciaban grandes charcos de agua y mucho moho. El aire estaba enrarecido y podrido en todo aquel escombrero. Lisbeth arrugó la nariz.
Dio media vuelta y subió las escaleras. La planta superior se hallaba seca y estaba compuesta por dos grandes salas contiguas, de algo más de veinte por veinte metros de largo y al menos ocho de alto. Inaccesibles, cerca del techo, había unas ventanas. No ofrecían ninguna vista, pero contribuían a difundir una bonita luz en la planta. Al igual que la de abajo, ésta se encontraba llena de trastos. Pasó por delante de docenas de cajas de almacenaje de un metro de alto que había amontonadas, unas encima de otras. Intentó mover una. Resultó imposible. Leyó las palabras «Machine parts 0-A77». Justo debajo se leía lo mismo, pero en ruso. Descubrió un montacargas abierto en medio de una de las paredes longitudinales de la primera sala.
Se trataba de una especie de almacén de viejas máquinas que no podrían reportar grandes beneficios mientras se quedaran allí oxidándose.
Pasó por la puerta a la sala interior y se dio cuenta de que se encontraba en el sitio donde se habían hecho las obras de reforma. Aquello también estaba atestado de trastos, cajas de almacenaje y viejos muebles de oficina dispuestos en una especie de laberíntico orden. Habían dejado libre una parte del suelo e instalado nuevas tablas de madera. Lisbeth se percató de que, sin lugar a dudas, las obras habían sido interrumpidas apresuradamente: útiles como una sierra eléctrica circular, otra de banco, una pistola de clavos, una palanqueta, una pica de hierro y varias cajas de herramientas permanecían allí todavía. Frunció el ceño: aunque el trabajo se hubiese interrumpido, la empresa debería haberse llevado sus cosas. Pero también esa pregunta tuvo su respuesta cuando, al levantar un destornillador, constató que el texto del mango estaba escrito en ruso. Zalachenko había importado las herramientas y quizá también la mano de obra.
Se acercó a la sierra circular y accionó el interruptor. Se encendió una lucecita verde. Había electricidad. Dejó el interruptor en su posición inicial.
Al fondo del todo había tres puertas que daban a unos espacios más pequeños, quizá las viejas oficinas. Bajó la manivela de la puerta que quedaba más al norte. Cerrada con llave. Miró a su alrededor y volvió hasta donde se encontraban las herramientas para buscar una palanqueta. Le llevó un rato forzar la puerta.
La habitación estaba completamente oscura y olía a cerrado. Buscó a tientas un interruptor, lo encontró y, al activarlo, una desnuda bombilla se encendió en el techo. Lisbeth miró asombrada a su alrededor.
Allí había tres camas con mugrientos colchones y otros tres colchones puestos directamente sobre el suelo. Tiradas a diestro y siniestro, se veían algunas sábanas sucias. A la derecha, un hornillo y unas cuantas cacerolas junto a un grifo oxidado. En un rincón descubrió un cubo y un rollo de papel higiénico.
Alguien había vivido allí. Varias personas.
De repente advirtió que la puerta no tenía ningún tirador por dentro. Sintió que un gélido escalofrío le recorría la espina dorsal.
Al fondo de la estancia había un armario grande. Se acercó, abrió la puerta y se encontró con dos maletas puestas una encima de otra. Sacó la que estaba arriba. Contenía ropa. Hurgó en ella y cogió una falda cuya etiqueta estaba en ruso. Encontró un bolso y vació su contenido en el suelo. Entre el maquillaje y otros objetos halló un pasaporte que pertenecía a una mujer morena de unos veinte años. También en ruso. Pudo descifrar el nombre: Valentina.
Lisbeth Salander salió lentamente de la habitación. Experimentó una sensación de déjá vu: dos años y medio antes, había realizado una inspección similar del lugar del crimen en un sótano de Hedeby. Ropa de mujer. Una cárcel. Se detuvo y se quedó reflexionando un buen rato. Le preocupaba que se hubieran dejado el pasaporte y la ropa. Allí había algo raro.
Luego volvió hasta donde estaba la caja de herramientas y hurgó en ella hasta que dio con una potente linterna. Se aseguró de que tuviera pilas, bajó a la planta baja y entró en aquella gran sala. El agua de los charcos le caló las botas.
Cuanto más se adentraba, el olor a putrefacción se hacía cada vez más repugnante. La peste parecía ser peor en el centro de la estancia. Se quedó junto a una de las bases de los viejos hornos de ladrillo, que estaba llena de agua casi hasta arriba. Iluminó con la linterna la negra superficie acuática pero no pudo distinguir nada: casi toda ella se hallaba cubierta por un conjunto de algas que formaban una viscosidad verde. Miró a su alrededor y encontró un hierro de tres metros de largo. Lo introdujo en la piscina y removió el agua. La profundidad sólo era, más o menos, de medio metro. Chocó casi enseguida con algo. Hizo palanca unos cuantos segundos hasta que un cuerpo asomó a la superficie: primero la cara, una desfigurada máscara que rezumaba muerte y podredumbre. Lisbeth respiró por la boca y, al contemplar el rostro a la luz de la linterna, constató que pertenecía a una mujer, quizá a la chica del pasaporte que encontró allí arriba. No poseía ningún conocimiento sobre la velocidad de descomposición del agua fría, pero aquel cuerpo parecía llevar bastante tiempo en la piscina.
De repente, vio que algo se movía en la superficie: una especie de larvas.
Dejó que el cuerpo se hundiera y continuó removiendo a ciegas con el hierro. En el borde de la piscina dio con algo que parecía ser otro cuerpo. Lo dejó estar, sacó el hierro del agua y, tras tirarlo al suelo, se quedó pensativa allí mismo.
Lisbeth Salander volvió a la planta de arriba. Usó la palanqueta y, de las tres puertas, forzó la de en medio. La habitación estaba vacía y no parecía haber sido utilizada.
Se acercó, entonces, hasta la última e hizo ademán de querer forzarla, pero antes de que pudiera hacerlo la puerta se entreabrió. No estaba cerrada con llave. Abrió un poco más con la palanqueta y recorrió la estancia con la mirada.
Tenía unos treinta metros cuadrados y ventanas a una altura normal desde las que se veía la explanada delantera, así como la gasolinera OK, al otro lado de la carretera. Había una cama, una mesa y un fregadero con algunos platos. Luego vio una bolsa abierta en el suelo. Y unos cuantos billetes. Desconcertada, avanzó dos pasos antes de darse cuenta de que había calefacción en la habitación. Su mirada se fijó en un radiador situado en medio de la estancia. Vio una cafetera eléctrica; el piloto estaba encendido.
Allí vivía alguien. No estaba sola en la vieja fábrica de ladrillos.
Se dio media vuelta bruscamente, echó a correr a toda velocidad, cruzó la sala interior y la exterior pasando por la puerta que había entre ambas y se dirigió hacia la salida. Frenó en seco a cinco pasos de la escalera cuando descubrió que la puerta de la salida había sido cerrada con un candado. Estaba encerrada. Se dio la vuelta lentamente y miró a su alrededor. No consiguió ver a nadie.
– Hola, hermanita -dijo una nítida voz desde un lateral.
Volvió la cabeza y vio materializarse la enorme figura de Ronald Niedermann junto a unas cajas con maquinaria.
Llevaba una bayoneta en la mano.
– Esperaba poder verte de nuevo -dijo Niedermann, sonriente-. Es que la última vez fue todo tan rápido…
Lisbeth miró a su alrededor.
– Es inútil -dijo Niedermann-. Estamos tú y yo solos y, aparte de esa puerta, no hay otra salida.
Lisbeth contempló a su hermanastro.
– ¿Qué tal la mano? -le preguntó ella.
Niedermann seguía sonriendo. Levantó la mano derecha y se la enseñó: no tenía dedo meñique.
– Se infectó. Tuve que cortármelo.
Ronald Niedermann sufría de analgesia congenita y no podía sentir dolor. En Gosseberga, Lisbeth le había hecho un corte en la mano con una pala, justo unos segundos antes de que Zalachenko le disparara en la cabeza.
– Debería haberte dado en la cabeza -dijo Lisbeth Salander con una voz neutra-. ¿Qué coño haces aquí? Creí que te habías largado al extranjero.
Él seguía sonriéndole.
Si Ronald Niedermann hubiese intentado contestar a la pregunta de Lisbeth Salander sobre qué hacía en la vieja y deteriorada fábrica de ladrillos es muy probable que no hubiera sabido qué decir. Ni siquiera él mismo se lo explicaba.
Había dejado Gosseberga tras de sí con una sensación de liberación. Contaba con que Zalachenko estuviera muerto para así heredar él la empresa. Sabía que era un excelente organizador.
Tras cambiar de coche en Alingsås, metió en el maletero a la aterrorizada auxiliar dental Anita Kaspersson y se dirigió hacia Borås. No tenía ningún plan; iba improvisando sobre la marcha. No había reflexionado sobre el destino de Anita Kaspersson. Le daba igual si vivía o moría, y suponía que tendría que deshacerse de esa comprometedora testigo. Ya en las afueras de Borås, se dio cuenta de pronto de que podría serle útil. Se dirigió hacia el sur y, pasado Seglora, encontró una apartada zona forestal. La ató en un granero que había allí y la abandonó. Contaba con que ella se soltara al cabo de unas cuantas horas y que, de este modo, las pesquisas de la policía se encaminaran hacia el sur. Y si por el contrario no se pudiera desatar y moría allí de hambre o frío no era su problema.
En realidad, regresó a Borås y se dirigió al este, hacia Estocolmo. Fue directamente hasta Svavelsjö MC, pero se cuidó muy mucho de entrar en el edificio que constituía la sede del club. Le irritaba que Magge Lundin estuviera encerrado. En su lugar, se acercó hasta la casa del Sergeant at Arms del club, Hans-Åke Waltari. Le pidió ayuda y un escondite, algo que Waltari resolvió mandándole a casa de Viktor Göransson, el cajero y jefe financiero. Sin embargo, sólo permaneció allí unas pocas horas.
En teoría, Ronald Niedermann no tenía grandes problemas económicos. Era cierto que en Gosseberga había dejado casi doscientas mil coronas, pero podía acceder a unas sumas considerablemente mayores que había depositado en fondos del extranjero. Su único problema era que no tenía casi nada en metálico. Göransson se encargaba del dinero de Svavelsjö MC y Niedermann fue consciente de que se le presentaba una oportunidad de oro. Había sido un juego de niños convencer a Göransson para que lo condujera hasta la caja fuerte del establo y embolsarse así unas ochocientas mil coronas en efectivo.
Niedermann creía recordar que también había una mujer en la casa, pero no estaba seguro de lo que había hecho con ella.
Göransson también le proporcionó un vehículo que aún no estaba en busca y captura por la policía. Se dirigió hacia el norte. Se le ocurrió coger alguno de los ferris de la compañía naviera Tallink que salían de Kappelskär.
Al llegar a Kappelskär estacionó en el aparcamiento. Se quedó allí treinta minutos estudiando el entorno: estaba abarrotado de policías.
Arrancó el motor y siguió su camino sin ningún plan en mente. Necesitaba un escondite donde poder mantenerse oculto durante algún tiempo. Cuando pasó Norrtälje se acordó de la vieja fábrica de ladrillos. Hacía más de un año que ni siquiera le venía a la cabeza, desde que hicieron la reforma. Eran los hermanos Harry y Atho Ranta los que usaban aquello como almacén de paso para la mercancía procedente de o con destino a los países bálticos; pero los hermanos Ranta llevaban varias semanas en el extranjero, desde que el periodista Dag Svensson de Millennium empezara a meter sus narices en el negocio de las putas. La fábrica estaba vacía.
Escondió el Saab de Göransson en un cobertizo situado detrás de la fábrica y entró. Tuvo que forzar una puerta de la planta baja. Luego, una de las primeras cosas que hizo fue preparar una salida de emergencia dejando sueltas un par de tablas de la fachada lateral de la planta baja. Después sustituyó el candado roto. Se instaló en la acogedora habitación de la planta superior.
Pasó una tarde entera antes de empezar a oír ruidos en las paredes. En un primer momento, pensó que se trataba de los fantasmas de siempre. Se quedó escuchando más de una hora con la máxima atención hasta que, de pronto, se levantó y se acercó hasta la sala grande para escuchar desde allí. Al principio no oyó nada, pero esperó pacientemente hasta que percibió un chirrido.
Halló la llave junto al fregadero.
Pocas veces Ronald Niedermann se había sorprendido tanto como cuando abrió la puerta y encontró a las dos putas rusas. Las vio muy demacradas; por lo que pudo entender, llevaban varias semanas sin comer nada, desde que se les acabara el último paquete de arroz. Habían sobrevivido a base de agua y té.
Una de las putas estaba tan agotada que no tenía fuerzas ni para levantarse de la cama. La otra se encontraba en mejor forma. Tan sólo hablaba ruso, pero él tenía los suficientes conocimientos del idioma como para comprender que ella les dio las gracias a Dios y a él por haberlas salvado. Se puso de rodillas y le abrazó las piernas. Niedermann, asombrado, la apartó, salió de allí y le echó el cerrojo a la puerta.
No sabía qué hacer con las putas. Con las conservas que encontró en la cocina preparó una sopa y se la sirvió mientras reflexionaba. Le dio la impresión de que la mujer más extenuada recuperó algo de fuerzas. Se pasó la noche interrogándolas. Le llevó bastante rato entender que las dos mujeres no eran putas sino unas estudiantes que habían pagado a los hermanos Ranta para poder llegar a Suecia. Les habían prometido permiso de residencia y de trabajo. Llegaron a Kappelskär en febrero y las condujeron de inmediato a la fábrica, donde las encerraron.
Niedermann se cabreó. Los malditos hermanos Ranta se habían buscado un dinerillo extra a espaldas de Zalachenko. Luego, simplemente, se olvidaron de las mujeres -o quizá las abandonaran a su suerte- cuando se vieron obligados a dejar el país a toda prisa.
La cuestión era qué iba a hacer él con ellas. No tenía por qué causarles ningún daño. Pero no podía soltarlas porque entonces lo más probable sería que condujeran a la policía hasta la vieja fábrica. Así de sencillo. Tampoco podía mandarlas a Rusia, pues eso implicaba ir con ellas hasta Kappelskär. Le pareció demasiado arriesgado. La morena, cuyo nombre era Valentina, le había ofrecido sexo a cambio de que las ayudara. A él no le interesaba lo más mínimo el sexo con aquellas chicas, pero la oferta la convirtió automáticamente en puta. Todas las mujeres eran unas putas. Así de sencillo.
Al cabo de tres días se cansó de sus constantes súplicas, de que no pararan de darle la matraca y de sus insistentes golpes en la pared. No vio otra salida. Sólo quería que lo dejaran en paz. Así que abrió la puerta por última vez y resolvió el problema. Pidió disculpas a Valentina antes de ponerle las manos encima y, con un solo movimiento, le retorció el cuello entre la segunda y la tercera vértebra. Luego se acercó a la chica rubia de la cama cuyo nombre desconocía. Ella permaneció quieta y no opuso resistencia. Llevó los cuerpos a la planta baja y los escondió en una piscina llena de agua. Por fin podía sentir una especie de paz.
No era su intención quedarse en la vieja fábrica; sólo quería esperar a que lo peor de la persecución policial hubiera pasado. Se afeitó el pelo y se dejó un centímetro de barba. Su aspecto cambió. Encontró un mono que había pertenecido a alguno de los obreros de NorrBygg y que era casi de su talla. Se lo puso y se caló una gorra con publicidad de Beckers Färg que alguien había olvidado allí. Se metió un metro en un bolsillo de la pernera y subió hasta la gasolinera OK que quedaba al otro lado de la carretera para hacer la compra; desde que cogiera el botín de Svavelsjö MC tenía dinero de sobra. Como ya era de noche, dio la impresión de ser un obrero normal y corriente que se paraba allí de camino a casa. Nadie pareció prestarle atención. Adquirió la costumbre de ir a comprar una o dos veces por semana, de modo que a los pocos días ya lo conocían y lo saludaban amablemente.
Ya desde el principio le dedicó un tiempo considerable a defenderse de los otros habitantes del edificio. Estaban en las paredes y salían por las noches. Les oía dar vueltas por la sala.
Se atrincheró en su habitación. Al cabo de unos cuantos días ya no pudo más: se armó con una bayoneta que encontró en un cajón de la cocina y salió a enfrentarse con los monstruos. Eso tenía que acabar.
De repente se dio cuenta de que se retiraban. Por primera vez en su vida tenía poder de decisión sobre la presencia de esos seres. Huían cuando él se acercaba. Pudo ver cómo sus colas y sus deformados cuerpos se metían por detrás de las cajas y de los armarios. Gritó tras ellos. Huyeron.
Asombrado, volvió a su acogedora habitación y permaneció despierto toda la noche en espera de que volviesen. Realizaron un nuevo ataque al amanecer y se enfrentó a ellos una vez más. Huyeron.
Oscilaba entre el pánico y la euforia.
A lo largo de toda su existencia, esos nocturnos seres lo habían estado persiguiendo. Por primera vez en su vida sentía que dominaba la situación. No hacía nada. Comía. Dormía. Reflexionaba. Estaba tranquilo.
Los días se convirtieron en semanas y llegó el verano. Por la radio y los periódicos se enteró de que la caza de Ronald Niedermann se había ido abandonando poco a poco. Se interesó por la información relativa al asesinato de Alexander Zalachenko. Qué putada. Un tarado mental pone fin a la vida de Zalachenko. En julio, el juicio de Lisbeth Salander acaparó de nuevo su atención. Se quedó perplejo cuando la absolvieron de todos los cargos. No le pareció bien: ella estaba en libertad mientras que él tenía que esconderse.
Se compró la revista Millennium en la gasolinera OK y leyó el número temático dedicado a Lisbeth Salander, Alexander Zalachenko y Ronald Niedermann. Un periodista llamado Mikael Blomkvist había retratado a Ronald Niedermann como un asesino patológicamente enfermo y un psicópata. Niedermann frunció el ceño.
Cuando se quiso dar cuenta ya era otoño y él seguía sin moverse de allí. Como empezaba a hacer más frío se compró un radiador eléctrico en la gasolinera. No podía explicar por qué no dejaba la vieja fábrica.
En alguna que otra ocasión, unos jóvenes se habían acercado con el coche y llegaron a aparcar en la explanada delantera, pero ninguno de ellos alteró su apacible existencia ni entró en el edificio. En septiembre, un vehículo aparcó justo delante de la fábrica y un hombre con una cazadora azul intentó abrir las puertas y anduvo husmeando por los alrededores. Niedermann lo observaba desde la ventana de la segunda planta. De vez en cuando, el hombre tomaba apuntes en un cuaderno. Se quedó rondando por allí unos veinte minutos antes de volver a subir al coche y abandonar la zona. Niedermann respiró aliviado. Ignoraba por completo quién era aquel hombre y qué lo habría traído por allí, pero le dio la impresión de que había venido a realizar algún tipo de inspección del edificio. No se le ocurrió pensar que la muerte de Zalachenko hubiera dado lugar a que se inventariaran sus bienes para repartirlos.
Pensó mucho en Lisbeth Salander. No esperaba volver a verla nunca más, pero le fascinaba y le daba miedo. A Ronald Niedermann no le daban miedo las personas vivas. Sin embargo, su hermana -o hermanastra- le había causado una curiosa impresión. Nadie lo había vencido nunca como lo hizo ella. Y había vuelto a pesar de haberla enterrado. Había vuelto para perseguirlo. Soñó con ella todas las noches. Se despertó empapado en un sudor frío y fue consciente de que ella había sustituido a sus habituales fantasmas.
En octubre se decidió: no dejaría Suecia hasta encontrar a su hermana y eliminarla. Carecía de plan, pero su vida tenía de nuevo sentido. No sabía dónde estaba ni cómo dar con ella. Se quedó sentado en la habitación de la segunda planta mirando fijamente por la ventana, día tras día y semana tras semana.
Hasta que de pronto el Honda Burdeos aparcó delante del edificio y, para su inmenso asombro, vio a Lisbeth Salander bajar del coche. Dios es misericordioso, pensó. Lisbeth Salander haría compañía a esas dos mujeres -cuyos nombres ya no recordaba- que se encontraban en la piscina de la planta baja. Su espera había terminado y por fin iba a poder continuar con su vida.
Lisbeth Salander evaluó la situación y pensó que distaba mucho de tenerla controlada. Su cerebro trabajaba a toda máquina. Clic, clic, clic. Seguía llevando la palanqueta en la mano, pero tenía claro que resultaba un arma muy frágil para un hombre que era incapaz de sentir dolor. Se hallaba encerrada en un edificio de unos mil metros cuadrados junto con un robot asesino salido del infierno.
Cuando de repente Niedermann se movió, ella le tiró la palanqueta. Él la esquivó con toda tranquilidad. Lisbeth Salander salió disparada: puso el pie en un palé, se encaramó a una caja de embalaje y, trepando como una araña, subió dos cajas más. Se detuvo en lo alto y miró a Niedermann, que había quedado a unos cuatro metros por debajo de ella. Él se había detenido y aguardaba.
– Bájate -le dijo con toda tranquilidad-. No puedes escapar. El final es inevitable.
Ella se preguntó si él tendría algún arma de fuego. Eso sería un problema.
Él se agachó, levantó una silla y se la tiró. Ella la esquivó.
De súbito, Niedermann pareció irritado. Puso el pie en el palé y empezó a subir trepando tras ella. Lisbeth esperó a que él estuviese casi arriba para coger impulso -dando dos rápidas zancadas- y saltar por encima del pasillo central. Aterrizó sobre una caja, unos cuantos metros más allá. Se bajó de un salto y buscó la palanqueta.
En realidad, Niedermann no era nada torpe. Pero sabía que no se podía arriesgar a saltar de las cajas y tal vez fracturarse un pie. No le quedaba más remedio que bajar con mucho cuidado. No le quedaba más remedio que moverse lenta y metódicamente. Había dedicado toda una vida a aprender a controlar su cuerpo. Casi había llegado al suelo cuando oyó unos pasos a sus espaldas y tuvo el tiempo justo de girar el cuerpo para poder parar el golpe de la palanqueta con el hombro. Se le cayó la bayoneta.
Lisbeth soltó la palanqueta en el mismo instante en el que le asestó el golpe. No le dio tiempo a recoger la bayoneta, pero sí a pegarle un puntapié para alejarla de Niedermann. Esquivó el revés de la enorme mano de Niedermann y se batió en retirada encaramándose a las cajas que había al otro lado del pasillo central. Por el rabillo del ojo vio cómo Niedermann se estiraba para cogerla. Subió los pies a la velocidad del rayo. Las cajas estaban colocadas en dos filas y apiladas de tres en tres, las que daban al pasillo central, y de dos en dos las que daban al otro lado. Lisbeth pegó un salto y bajó hasta la fila de las que estaban distribuidas en dos niveles, apoyó la espalda en una caja y ejerció toda la fuerza que sus piernas le permitieron. Aquello debía de pesar por lo menos doscientos kilos. Sintió cómo se movía y se volcaba sobre el pasillo central.
Niedermann vio cómo la caja se le venía encima y tuvo el tiempo justo para echarse a un lado. Una de las esquinas le golpeó el pecho, pero se zafó sin lesionarse. Se detuvo. Opone realmente resistencia. Trepó tras ella. Acababa de asomar la cabeza por el tercer nivel cuando ella le pegó una patada. La bota impactó en toda la frente. Él gruñó y, ayudándose con los brazos, se encaramó sobre la superficie de la caja. Lisbeth Salander huyó dando un salto y regresó a las cajas del otro lado del pasillo central. Acto seguido, se bajó dando otro salto y desapareció del campo de visión de Niedermann. Él oyó sus pasos y la divisó cuando ella cruzó la puerta que daba a la sala interior.
Lisbeth Salander echó una escrutadora mirada a su alrededor. Clic. Sabía que no tenía nada que hacer con él. Mientras consiguiera evitar las enormes manos de Niedermann y mantenerse alejada de él podría sobrevivir, pero en cuanto cometiera un error -algo que ocurriría tarde o temprano- estaría muerta. Tenía que evitarle: a él sólo le haría falta ponerle la mano encima una sola vez para terminar la batalla. Necesitaba un arma.
Una pistola. Una ametralladora. Un proyectil HEAT. Una mina antipersona. El arma que fuera, joder. Pero allí no había armas. Miró a su alrededor. No había nada.
Sólo herramientas. Clic. Depositó la mirada en la sierra, pero no iba a ser muy fácil que digamos hacer que él se tumbara sobre el banco. Clic. Vio una pica de hierro que podría funcionar como jabalina, pero le resultaba demasiado pesada para manejarla de modo eficaz. Clic. Echó un vistazo a través de la puerta y vio que Niedermann se había bajado de las cajas, que quedaban a unos quince metros de distancia. Se dirigía de nuevo hacia ella. Lisbeth empezó a alejarse. Quizá tendría unos cinco segundos antes de que Niedermann llegara. Les echó un último vistazo a las herramientas.
Un arma… o un escondite.
De repente se detuvo.
Niedermann no se dio ninguna prisa. Sabía que no había ninguna salida y que tarde o temprano conseguiría atrapar a su hermana. Pero estaba claro que era peligrosa; no en vano era hija de Zalachenko. Y él no quería lesionarse. Así que era mejor dejar que ella agotara sus fuerzas corriendo de un lado para otro.
Se detuvo en el umbral de la puerta que daba a la sala interior y paseó la mirada por todos aquellos trastos: herramientas, tablas de madera a medio colocar en el suelo y muebles. Ni rastro de ella.
– Sé que estás aquí dentro. Te voy a encontrar.
Ronald Niedermann permaneció quieto escuchando.
Lo único que oyó fue su propia respiración. Ella seguía escondida. Él sonrió. Ella lo estaba desafiando. Su visita se había convertido de pronto en un juego entre hermanos.
Luego oyó un imprudente crujido que procedía de algún lugar central de la vieja sala. Volvió la cabeza pero en un principio no pudo determinar de dónde provenía aquel ruido. Luego volvió a sonreír: en medio del suelo, algo alejado del resto de los trastos, había un banco de trabajo de madera, de cinco metros de largo, que tenía una fila de cajones en la parte superior y unos armarios con puertas corredizas por debajo.
Se acercó al mueble por uno de los lados y le echó un vistazo por detrás para asegurarse de que ella no lo intentaba engañar. Ni rastro.
Se ha escondido en uno de los armarios. Qué estúpida.
De un tirón, abrió la primera puerta de la parte izquierda del armario.
Oyó en el acto que alguien se movía dentro. El ruido procedía de la parte central. Pegó dos rápidas zancadas y, dando un tirón, abrió la puerta con cara de triunfo.
¡Vacío!
Luego oyó una serie de agudos impactos que sonaron como los tiros de una pistola. El sonido fue tan repentino que al principio le costó advertir su procedencia. Volvió la cabeza. Luego sintió una extraña presión en el pie izquierdo. No percibió ningún dolor. Bajó la mirada hasta el suelo justo a tiempo para ver cómo la mano de Lisbeth llevaba la pistola de clavos al pie derecho.
¡Estaba debajo del armario!
Se quedó como paralizado durante los segundos que ella tardó en poner la boca de la pistola encima de su bota y dispararle otros cinco clavos de siete pulgadas en el pie.
Él intentó moverse.
Le llevó otros preciosos segundos darse cuenta de que sus pies estaban clavados a las tablas de madera del nuevo suelo. La mano de Lisbeth Salander regresó al pie izquierdo. Sonó como si un arma automática disparara tiros sueltos en rápida sucesión. Le dio tiempo a clavarle otros cuatro clavos de siete pulgadas antes de que a él se le ocurriera actuar.
Quiso agacharse para agarrar la mano de Lisbeth Salander, pero perdió el equilibrio en el acto. Consiguió recuperarlo apoyándose contra el armario mientras una y otra vez oía los disparos de la pistola de clavos, ta-clam, ta-clam, ta-clam. Ahora la tenía de nuevo en el pie derecho. Vio cómo le clavaba los clavos en oblicuo, atravesándole el talón.
De repente, Ronald Niedermann aulló de pura rabia. Volvió a intentar coger la mano de Lisbeth Salander.
Desde debajo del armario, Lisbeth Salander vio subir la pernera del pantalón en señal de que él se estaba agachando. Soltó la pistola de clavos. Ronald Niedermann vio cómo la mano desaparecía por debajo del armario con la velocidad de un reptil sin que él pudiera alcanzarla.
Quiso hacerse con la pistola pero, en el mismo momento en que la tocó con la punta del dedo, Lisbeth Salander la metió bajo el armario tirando del cable.
El espacio que había entre el suelo y el armario era de poco más de veinte centímetros. Niedermann volcó el mueble con todas sus fuerzas. Lisbeth Salander alzó la vista mirándolo con unos enormes ojos y con cara de ofendida. Giró la pistola y disparó desde una distancia de medio metro. El clavo le dio a Ronald en medio de la tibia.
A continuación, soltó la pistola y, rápida como un rayo, se alejó de él rodando y se puso de pie fuera de su alcance. Luego retrocedió dos metros y se detuvo.
Ronald Niedermann intentó moverse, pero volvió a perder el equilibrio y se tambaleó de un lado para otro agitando los brazos en el aire. Recuperó el equilibrio y, lleno de rabia, se agachó.
Esta vez logró hacerse con la pistola de clavos. La levantó y apuntó con ella a Lisbeth Salander. Apretó el gatillo.
No pasó nada. Desconcertado, se quedó contemplando la pistola. Luego volvió a dirigir la mirada hacia Lisbeth Salander, quien, sin la menor expresión en el rostro, sostenía la clavija en la mano. Preso de un ataque de rabia, él le lanzó la pistola. Ella lo esquivó rauda como un rayo.
Acto seguido, Lisbeth enchufó la clavija y se acercó la pistola tirando del cable.
Los ojos de Ronald Niedermann se toparon con la inexpresiva mirada de Lisbeth Salander. Le invadió un repentino estupor: acababa de comprender que ella lo había vencido. Es sobrenatural. Por puro instinto, intentó soltar el pie del suelo. Es un monstruo. Consiguió reunir fuerzas para elevar el pie unos milímetros antes de que las cabezas de los clavos le impidieran levantarlo más. Los clavos le habían penetrado los pies en distintos ángulos, de forma que, para poder liberarse, tendría literalmente que destrozarse los pies. Ni siquiera con sus fuerzas casi sobrehumanas pudo liberarse. Se tambaleó unos cuantos segundos de un lado para otro como si estuviese a punto de desmayarse. No se soltó. Vio cómo, poco a poco, un charco de sangre se iba formando bajo sus pies.
Lisbeth Salander se sentó frente a Niedermann en una silla que no tenía respaldo y permaneció atenta en todo momento a que él no diera señales de ser capaz de arrancar sus pies del suelo. Como no podía sentir dolor, era tan sólo una cuestión de tiempo que él arrancara sus pies pasándolos a través de las cabezas de los clavos. Sin mover un solo músculo, ella estuvo contemplando su lucha durante diez minutos. Los ojos de Lisbeth no mostraron en ningún instante expresión alguna.
Luego se levantó, lo rodeó y le puso la pistola en la espina dorsal, un poco por debajo de la nuca.
Lisbeth Salander reflexionó profundamente. El hombre que ahora tenía ante sí no sólo había importado mujeres; también las había drogado, maltratado y vendido a diestro y siniestro. Incluyendo a aquel policía de Gosseberga y a un miembro de Svavelsjö MC, había asesinado como mínimo a ocho personas. No tenía ni idea de cuántas vidas más pesarían sobre la conciencia de su medio hermano, pero por su culpa a ella la acusaron de tres de los asesinatos que él cometió y la persiguieron por toda Suecia como a un perro rabioso.
Lisbeth tenía el dedo puesto en el gatillo.
El mató a Dag Svensson y a Mia Bergman.
Y, con la ayuda de Zalachenko, también la mató a ella. Y a ella fue a la que enterró en Gosseberga. Y ahora había vuelto para matarla otra vez.
Era para cabrearse.
No veía ninguna razón para dejarlo con vida. Él la odiaba con una pasión que ella no entendía. ¿Qué pasaría si se lo entregara a la policía? ¿Un juicio? ¿Cadena perpetua? ¿Cuándo empezarían a darle permisos? ¿Cuándo se fugaría? Y ahora que su padre por fin se había ido, ¿durante cuántos años tendría que vigilar sus espaldas en espera de que un día su hermanastro volviese a aparecer? Sintió el peso de la pistola de clavos. Podía terminar con aquello de una vez por todas.
Análisis de consecuencias.
Se mordió el labio inferior.
Lisbeth Salander no temía ni a las personas ni a las cosas. Se dio cuenta de que carecía de la imaginación que sería necesaria para eso: una prueba como cualquier otra de que algo no andaba bien en su cerebro.
Ronald Niedermann la odiaba y ella le correspondía con un odio igual de irreconciliable. Él había pasado a engrosar la lista de hombres que, como Magge Lundin, Martin Vanger, Alexander Zalachenko y una docena más de hijos de puta, no tenían en absoluto ninguna excusa para ocupar el mundo de los vivos. Si ella pudiera llevárselos a todos a una isla desierta y dispararles un arma nuclear, se quedaría más que satisfecha.
Pero ¿cometer un asesinato? ¿Merecía la pena? ¿Qué pasaría con ella si lo matara? ¿Qué oportunidades tenía de evitar que la descubrieran? ¿Qué estaba dispuesta a sacrificar por darse el gusto de apretar el gatillo de la pistola de clavos una última vez?
Podría alegar defensa propia y el derecho de legítima defensa… No, sería difícil con los pies de Niedermann clavados en el suelo.
De pronto, acudió a su mente Harriet Vanger, que también había sido torturada por su padre y su hermano. Se acordó de las duras palabras que ella misma le dijo a Mikael Blomkvist y con las que condenaba a Harriet Vanger: era culpa de Harriet que su hermano, Martin Vanger, continuara matando año tras año.
– ¿Qué harías tú? -le había preguntado Mikael.
– Matar a ese hijo de puta -había contestado Lisbeth con una convicción que le salió desde lo más profundo de su fría alma.
Y ahora ella se hallaba exactamente en la misma situación en la que se había encontrado Harriet Vanger. ¿A cuántas mujeres más mataría Ronald Niedermann si lo dejaba huir? Ella ya era mayor de edad y responsable de sus actos. ¿Cuántos años de su vida quería sacrificar? ¿Cuántos años habría querido sacrificar Harriet Vanger?
Luego la pistola de clavos le resultó demasiado pesada como para poder sostenerla en alto contra su espalda, incluso utilizando las dos manos.
Bajarla fue como volver a la realidad: descubrió que Ronald Niedermann murmuraba de forma inconexa. Hablaba en alemán. Y decía algo de un diablo que había venido a buscarlo.
De pronto, Lisbeth fue consciente de que sus palabras no iban dirigidas a ella. Era como si viera a alguien al fondo de la sala. Volvió la cabeza y siguió la mirada de Niedermann. Allí no había nadie. Sintió que los pelos se le ponían de punta.
Se dio la vuelta, fue a buscar la pica de hierro y entró en la sala exterior para coger su bandolera. Al agacharse descubrió la bayoneta en el suelo. Como todavía llevaba puestos los guantes, cogió el arma.
Vaciló un instante y la colocó de modo bien visible en el pasillo central. Valiéndose de la pica de hierro se empleó durante tres minutos en intentar forzar el candado que cerraba la puerta de salida.
Lisbeth Salander permaneció quieta en su coche reflexionando un largo rato. Al final abrió su móvil. Le llevó dos minutos localizar el número de teléfono de la sede de Svavelsjö MC.
– ¿Sí? -oyó decir al otro lado de la línea.
– Nieminen -dijo ella.
– Un momento.
Esperó tres minutos a que Sonny Nieminen, acting president de Svavelsjö MC, contestara.
– ¿Quién es?
– Eso a ti no te importa -contestó Lisbeth con un tono de voz tan bajo que él apenas pudo distinguir las palabras. Ni siquiera fue capaz de determinar si se trataba de un hombre o de una mujer.
– Bueno. ¿Y qué quieres?
– Sé que andas buscando información sobre Ronald Niedermann.
– ¿Ah, sí?
– Déjate de historias. ¿Quieres saber dónde está o no?
– Soy todo oídos.
Lisbeth le hizo una descripción de la ruta que había que seguir para llegar hasta la vieja fábrica de ladrillos situada en las afueras de Norrtälje. Le dijo que Niedermann permanecería allí lo suficiente como para que a él le diera tiempo a llegar si se apresuraba.
Colgó, arrancó el coche y subió hasta la gasolinera OK, al otro lado de la carretera. Aparcó mirando a la fábrica.
Tuvo que esperar más de dos horas. Era poco menos de la una y media de la tarde cuando advirtió la presencia de una furgoneta que pasaba lentamente por la carretera que quedaba por debajo de donde ella se encontraba. Se detuvo en el arcén, aguardó cinco minutos, dio la vuelta y enfiló el desvío que conducía a la vieja fábrica. Empezaba a hacerse de noche.
Abrió la guantera, sacó unos prismáticos Minolta 2x8 y vio aparcar a la furgoneta. Identificó a Sonny Nieminen y Hans-Åke Waltari acompañados de otras tres personas que no conocía.
Prospects. Tienen que reconstruir el club.
Cuando Sonny Nieminen y sus cómplices descubrieron que había una puerta abierta en la fachada lateral, ella volvió a coger su móvil. Escribió un mensaje y lo envió a la central de la policía de Norrtälje:
EL ASESINO DE POLICÍAS R. NIEDERMANN SE ENCUENTRA EN LA VJ A FÁBRICA DE LADRILLOS CERCA DE LA GASOLINERA OK AFUERAS DE SKEDERID. ESTÁ A PUNTO DE SER ASESINADO POR S. NIEMINEN & MMBROS DE SVAVELSJÖ MC. MUJER MUERTA EN PISCINA DE PLNTA BJA.
No pudo ver ningún movimiento en la fábrica. Cronometró el tiempo.
Mientras esperaba, sacó la tarjeta SIM del móvil y la destruyó cortándola por la mitad con unas tijeras para las uñas. Bajó la ventanilla y tiró los trozos al suelo. Luego sacó de la cartera una tarjeta SIM nueva y la introdujo en el teléfono. Utilizaba tarjetas prepago de Comviq que resultaban casi imposibles de rastrear. Llamó a Comviq y recargó quinientas coronas.
Pasaron once minutos antes de que apareciera un furgón -con las luces azules de la sirena puestas pero sin hacer ruido- que avanzaba hacia la fábrica procedente de Norrtälje. El vehículo aparcó junto al camino de acceso. Un par de minutos más tarde se le unieron dos coches patrulla. Los agentes hablaron un rato entre ellos y luego avanzaron hacia la fábrica todos juntos y aparcaron junto a la furgoneta de Nieminen. Lisbeth alzó los prismáticos. Vio cómo uno de ellos cogía una radio para comunicar la matrícula de la furgoneta a la central. Los policías miraron a su alrededor, pero aguardaron. Dos minutos más tarde, Lisbeth vio cómo otro furgón se aproximaba a toda velocidad.
De repente se dio cuenta de que, por fin, todo había pasado.
Aquella historia que empezó cuando ella nació acababa de terminar allí, en la vieja fábrica de ladrillos.
Era libre.
Cuando los policías sacaron las armas de refuerzo del furgón, se pusieron los chalecos antibalas y empezaron a distribuirse por las inmediaciones de la fábrica, Lisbeth Salander entró en la gasolinera y compró un coffee to go y un sándwich envasado. Se los tomó de pie en una pequeña mesa de la zona de cafetería.
Cuando volvió al coche ya era noche cerrada. Justo cuando abrió la puerta oyó dos lejanos impactos de algo que ella supuso que eran armas de fuego portátiles y que procedían del otro lado de la carretera. Vio varias siluetas negras que no resultaron ser sino policías pegados a la pared cerca de la entrada de la fachada lateral. Oyó la sirena de otro furgón que se acercaba por la carretera que venía de Uppsala. Algunos coches se habían parado en el arcén, justo por debajo de donde se encontraba Lisbeth observando el espectáculo.
Arrancó el Honda Burdeos, bajó hasta la E 18 y regresó a Estocolmo.
Eran las siete cuando Lisbeth Salander, para su inmensa irritación, oyó cómo tocaban el timbre de la puerta. Estaba metida en la bañera con el agua todavía humeante. Lo cierto era que sólo existía una persona que pudiera tener una razón para llamar a su puerta.
Al principio había pensado ignorar el timbre, pero la tercera vez que sonó, suspiró y se envolvió en una toalla. Se mordió el labio inferior y fue mojando el suelo hasta llegar a la entrada.
– Hola -dijo Mikael Blomkvist en cuanto ella abrió.
Lisbeth no contestó.
– ¿Has oído las noticias?
Ella negó con la cabeza.
– Pensé que quizá te gustaría saber que Ronald Niedermann ha muerto. Ha sido asesinado esta tarde en Norrtälje por unos cuantos miembros de Svavelsjö MC.
– ¿De verdad? -dijo Lisbeth Salander con un contenido tono de voz.
– He hablado con el oficial de guardia de Norrtälje. Al parecer ha sido una especie de ajuste de cuentas interno. Por lo visto, lo han torturado y luego lo han destripado con una bayoneta. En el lugar han encontrado además una bolsa con varios cientos de miles de coronas.
– ¿Ah, sí?
– Detuvieron a la banda de Svavelsjö allí mismo. Encima opusieron resistencia. Aquello acabó en tiroteo y la policía tuvo que llamar a la fuerza nacional de intervención de Estocolmo. Svavelsjö se rindió a eso de las seis de esta tarde.
– Ajá.
– Tu viejo amigo Sonny Nieminen de Stallarholmen ha acabado mordiendo el polvo. Flipó por completo e intentó escapar pegando tiros a diestro y siniestro.
Mikael Blomkvist permaneció callado unos segundos. Los dos se miraron de reojo a través de la rendija de la puerta.
– ¿Molesto?
Ella se encogió de hombros.
– Estaba en la bañera.
– Ya lo veo. ¿Quieres compañía?
Ella le lanzó una dura mirada.
– No me refería a acompañarte en la bañera. Traigo bagels -dijo, levantando una bolsa-. Además he comprado café para preparar un espresso. Si tienes una Jura Impressa X7 en la cocina, por lo menos debes aprender a usarla.
Ella arqueó una ceja. No sabía si debería estar decepcionada o aliviada.
– ¿Sólo compañía? -preguntó.
– Sólo compañía -le confirmó él-. Soy un buen amigo que le hace una visita a una buena amiga. Bueno, si es que soy bienvenido.
Ella dudó unos segundos. Llevaba dos años manteniéndose a la mayor distancia posible de Mikael Blomkvist. Aun así, le dio la sensación de que -bien a través de la red o bien en la vida real- él siempre acababa pegándose a su vida igual que se pega un chicle a la suela de un zapato. En la red todo le parecía bien. Allí él no era más que electrones y letras. En la vida real, delante de su puerta, seguía siendo ese maldito hombre tan jodidamente atractivo. Y que conocía sus secretos de la misma manera que ella conocía los de él.
Lo contempló y constató que ya no albergaba ningún sentimiento hacia él. O al menos no ese tipo de sentimientos.
Lo cierto era que durante el año que acababa de pasar él había sido un amigo.
Confiaba en él. Quizá. Le irritaba que una de las pocas personas en las que confiaba fuera un hombre al que evitaba ver constantemente.
Al final se decidió. Era ridículo hacer como si él no existiera. Ya no le dolía verlo.
Abrió la puerta y lo dejó entrar de nuevo en su vida.