TERCERA PARTE: Disc crash

Del 27 de mayo al 6 de junio

En el siglo I a.C, el historiador Diodoro de Sicilia (considerado por otros historiadores como fuente poco fiable) describió a unas amazonas que vivían en Libia, nombre con el que se conocía en la época a la zona de África del norte que quedaba al oeste de Egipto. Ese imperio de amazonas era una ginecocracia, lo cual quiere decir que solamente las mujeres podían ocupar cargos públicos, incluidos los militares. Cuenta la leyenda que aquel territorio fue gobernado por una reina llamada Myrina que, acompañada de treinta mil mujeres soldados de infantería y tres mil de caballería, arrasó Egipto y Siria y llegó hasta el mar Egeo venciendo a un buen número de ejércitos de hombres que le salieron al paso. Cuando la reina Myrina fue finalmente derrotada en la batalla su ejército se dispersó.

Sin embargo, el ejército de Myrina dejó huella en la región: después de que los soldados de Anatolia fueran aniquilados en un enorme genocidio, las mujeres del lugar se levantaron en armas para aplastar una invasión procedente del Cáucaso. Esas mujeres eran entrenadas en el manejo de todo tipo de armas, entre ellas el arco, la jabalina, el hacha y las lanzas. Copiaron de los griegos las cotas de malla de bronce y las armaduras.

Rechazaban el matrimonio por considerarlo una sumisión. Para procrear se les concedía un permiso durante el cual se acostaban con una serie de hombres elegidos al azar y de pueblos cercanos. Sólo la mujer que había matado a un hombre en la batalla tenía derecho a perder su virginidad.


Capítulo 16 Viernes, 27 de mayo – Martes, 31 de mayo

Mikael Blomkvist dejó la redacción de Millennium a las diez y media de la noche del viernes. Bajó a la planta baja pero en vez de salir por la puerta giró a la izquierda, atravesó el sótano, cruzó el patio interior y apareció en la calle a través de la salida del edificio contiguo, que daba a Hökens gata. Se topó con un grupo de jóvenes que venían de Mosebacke, aunque ninguno de ellos le prestó la menor atención. Si alguien lo estuviera vigilando pensaría que, como ya venía siendo habitual, se quedaba a pasar la noche en la redacción. Mikael había establecido esa pauta en el mes de abril. En realidad, era Christer Malm quien tenía el turno de noche en la redacción.

Se entretuvo cinco minutos paseando por algunas callejuelas y vías peatonales aledañas a Mosebacke antes de dirigirse a Fiskargatan 9. Una vez allí, introdujo el código, abrió la puerta y subió las escaleras hasta el ático, donde usó las llaves de Lisbeth Salander. Desactivó la alarma. Siempre se sentía igual de desconcertado cuando entraba en esa casa compuesta de veintiuna habitaciones, de las cuales sólo tres estaban amuebladas.

Empezó por prepararse una cafetera y unos sándwiches antes de entrar en el despacho de Lisbeth y encender su PowerBook.

Desde aquel día de mediados de abril en el que robaron el informe de Björck y fue consciente de que estaba siendo vigilado, Mikael había establecido su particular centro de operaciones en la casa de Lisbeth y se había traído todos los papeles importantes. Pasaba varias noches por semana en esa casa, dormía en la cama de Lisbeth y trabajaba en su ordenador. Ella lo había dejado completamente vacío antes de dirigirse a Gosseberga para enfrentarse a Zalachenko, de modo que él imaginó que era muy probable que no pensara regresar. Mikael usó los discos del sistema que tenía Lisbeth para poner de nuevo el equipo en marcha.

Desde el mes de abril ni siquiera había conectado el cable de la banda ancha a su propio ordenador. Utilizó la conexión de Lisbeth, inició el ICQ y abrió la dirección que ella había creado exclusivamente para él y que le había comunicado a través del foro de Yahoo [La_Mesa_Chalada].

– Hola, Sally.

– Dime.

– He reelaborado los dos capítulos de los que estuvimos hablando el otro día. Tienes la nueva versión en Yahoo. ¿Qué tal te va?

– He terminado diecisiete páginas. Ahora mismo las subo a La Mesa Chalada.

Clin

– Vale. Ya las tengo. Déjame leerlas y luego hablamos.

– Otra cosa.

– ¿Qué?

– He creado otro foro en Yahoo llamado Los Caballeros.

Mikael sonrió.

– Vale. Los Caballeros de la Mesa Chalada.

– Contraseña: yacaracaI2.

– De acuerdo.

– Cuatro miembros: tú, yo, Plague y Trinity.

– Tus misteriosos amigos de la red.

– Por si acaso.

– Vale.

– Plague ha copiado información del ordenador del fiscal Ekström. Lo pirateamos en abril.

– Vale.

– Si pierdo el ordenador de mano, él te mantendrá informado.

– Muy bien. Gracias.

Mikael cerró el ICQ y entró en el recién creado foro de Yahoo [Los_Caballeros]. Todo lo que encontró fue un enlace de Plague a una anónima dirección http que sólo estaba compuesta por números. Copió la dirección en el Explorer, le dio al botón de Enter y accedió en el acto a una página web de algún lugar de la red que contenía los dieciséis gigabytes que conformaban el disco duro del fiscal Richard Ekström.

Plague no se había complicado la vida al copiar, tal cual, el disco duro de Ekström. Mikael dedicó más de una hora a organizar el contenido. Pasó de los archivos del sistema, de los programas y de una infinita cantidad de sumarios que parecían remontarse a varios años atrás. Al final descargó cuatro carpetas. Tres de ellas se llamaban [Sum/Sal], [Papelera/Sal] y [Sum/Niedermann] respectivamente. La cuarta carpeta era una copia de todos los correos que el fiscal Ekström había recibido hasta las dos de la tarde del día anterior.

– Gracias, Plague -dijo Mikael Blomkvist para sí mismo.

Tardó tres horas en leer el sumario y la estrategia de Ekström para el juicio contra Lisbeth Salander. Como cabía esperar, gran parte de la estrategia se centraba en torno a su estado mental. Ekström solicitaba un examen psiquiátrico a fondo y había enviado una gran cantidad de correos con el objetivo de agilizar el traslado de Lisbeth Salander a los calabozos de Kronoberg.

Mikael pudo constatar que las pesquisas para dar con Niedermann parecían haberse estancado. El jefe de la investigación era Bublanski. Había conseguido encontrar ciertas pruebas forenses que inculpaban a Niedermann en el caso de los asesinatos de Dag Svensson y Mia Bergman, así como en el del abogado Bjurman. El propio Mikael Blomkvist había aportado una buena parte de esas pruebas durante los tres largos interrogatorios a los que le sometieron en el mes de abril, de modo que, si alguna vez cogieran a Niedermann, se vería obligado a testificar. Al final consiguieron asociar el ADN de unas gotas de sudor y de dos pelos que recogieron en el apartamento de Bjurman con el ADN encontrado en la habitación de Niedermann en Gosseberga. El mismo ADN también fue hallado en abundancia en los restos del experto financiero de Svavelsjö MC, Viktor Göransson.

Sin embargo, Ekström contaba con una información tan escasa sobre Zalachenko que resultaba muy extraño.

Mikael encendió un cigarrillo, se acercó a la ventana y miró hacia Djurgården.

En la actualidad, Ekström instruía dos sumarios que habían sido separados por completo: el inspector Hans Faste era el jefe de la investigación de todo lo relacionado con Lisbeth Salander; Bublanski se ocupaba únicamente de Niedermann.

Lo normal habría sido, cuando apareció el nombre de Zalachenko en la investigación preliminar, que Ekström hubiera contactado con el jefe de la policía de seguridad para preguntarle por la verdadera identidad de esa persona. Mikael no pudo encontrar entre los correos de Ekström -ni en su agenda, ni en sus apuntes- nada que probara que ese contacto se había producido. En cambio, resultaba evidente que poseía cierta información sobre Zalachenko: entre sus notas encontró varias frases crípticas:

La investigación sobre Salander es falsa. El original de Björck no se corresponde con la versión de Blomkvist. Confidencial.

Mmm. Luego unos cuantos apuntes que afirmaban que Lisbeth Salander era una esquizofrénica paranoica:

Correcto encerrar a Salander en 1991.

El vínculo entre ambas investigaciones lo encontró Mikael en [Papelera/Sal], es decir, toda esa información adicional que el fiscal consideraba irrelevante para el caso y que, por lo tanto, no se iba a usar en el juicio ni iba a formar parte de la serie de pruebas que se aportaran contra ella. Allí se hallaba casi todo lo que tenía que ver con el pasado de Zalachenko.

La investigación era penosa.

Mikael se preguntó cuánto había sido fruto de la casualidad y cuánto orquestado. ¿Dónde estaba el límite que separaba una cosa de la otra? ¿Era Ekström consciente de la existencia de ese límite?

¿O podría ser que alguien le proporcionara a Ekström, conscientemente, una información creíble pero falsa?

Por último, entró en Hotmail y dedicó los diez minutos siguientes a comprobar la media docena de cuentas anónimas de correo electrónico que había creado. Todos los días consultaba religiosamente la dirección de Hotmail que le había facilitado a la inspectora Sonja Modig. No albergaba mayores esperanzas de que ella diera señales de vida. Por eso, se quedó algo asombrado cuando abrió el buzón y encontró un correo de compañeradeviaje9abril@hotmail.com. El mensaje constaba de una sola línea.

Café Madeleine, planta superior, 11.00 horas, sábado.

Mikael Blomkvist asintió pensativo.


Plague pinchó sobre Lisbeth Salander a medianoche y la pilló en mitad de una frase que ella estaba escribiendo y que hablaba de su vida con Holger Palmgren como administrador. Algo irritada, dirigió la mirada a la pantalla.

– ¿Qué quieres?

– Hola, Wasp; yo también me alegro de saber de ti.

– Vale, vale. ¿Qué?

– Teleborian.

Se incorporó en la cama y clavó una tensa mirada en la pantalla del ordenador.

– Cuéntame.

– Trinity lo ha arreglado todo en un tiempo récord.

– ¿Cómo?

– El loquero no para quieto. Se pasa la vida viajando entre Uppsala y Estocolmo y no podemos hacer un hostile takeover.

– Ya lo sé. ¿Cómo?

– Juega al tenis dos veces por semana. Más de dos horas. Dejó el ordenador en el coche en un aparcamiento subterráneo.

– Ajá.

– Trinity no tuvo ningún problema para desactivar la alarma del coche y sacar el ordenador. Sólo necesitó treinta minutos para copiarlo todo con el Firewire e instalarle el Asphyxia.

– ¿Dónde?

Plague le dio la dirección http del servidor donde guardaba el disco duro de Peter Teleborian.

– Como diría Trinity: This is some nasty shit.

– ¿…?

– Échale un vistazo a su disco duro.


Lisbeth Salander se desconectó de Plague y entró en Internet para buscar el servidor que éste le había indicado. Dedicó las siguientes tres horas a examinar, carpeta por carpeta, el ordenador de Teleborian.

Se topó con cierta correspondencia que Teleborian había mantenido con una persona que, desde una dirección de Hotmail, le había enviado una serie de correos encriptados. Como Lisbeth tenía acceso a la clave PGP de Teleborian, no le costó nada leerlos. Su nombre era Jonas; allí no figuraba ningún apellido. Jonas y Teleborian compartían un interés malsano por la falta de salud de Lisbeth Salander.

Yes… podemos probar que existe una conspiración.

Pero lo que realmente le interesó a Lisbeth Salander fueron cuarenta y siete carpetas que contenían ocho mil setecientas cincuenta y seis fotografías de pornografía infantil dura. Las abrió una a una y vio que se trataba de chicos que rondaban los quince años, si no menos. En una de las series aparecían niños de muy corta edad. La mayoría eran niñas. Varias de las imágenes tenían un contenido sádico.

Encontró algunos enlaces de, al menos, una docena de personas de distintos países que se intercambiaban pornografía infantil.

Lisbeth se mordió el labio inferior. Por lo demás, su rostro ni se inmutó.

Le vinieron a la memoria esas noches de cuando tenía doce años y se encontraba inmovilizada en la camilla de un cuarto libre de estímulos de la clínica psiquiátrica infantil de Sankt Stefan. Teleborian acudía una y otra vez a la penumbra de la habitación y la contemplaba al brillo de la tenue luz de la iluminación nocturna.

Ella lo sabía. Él nunca la tocó, pero ella siempre lo había sabido.

Se maldijo a sí misma: debería haberse ocupado de Teleborian hacía ya muchos años. Pero había reprimido su recuerdo e ignorado su existencia.

Ella lo había dejado en paz.

Al cabo de un rato, clicó a Mikael Blomkvist en el ICQ.


Mikael Blomkvist pasó la noche en el apartamento de Lisbeth Salander, de Fiskargatan. No apagó el ordenador hasta las seis y media de la mañana. Se durmió con imágenes de una pornografía infantil muy dura clavadas en la retina. Se despertó a las diez y cuarto y, de un salto, salió de la cama de Lisbeth Salander. Se duchó y pidió un taxi que le esperó delante de Södra Teatern. Se bajó en Birger Jarlsgatan a las once menos cinco y se acercó andando al café Madeleine.

Sonja Modig lo estaba esperando sentada ante una taza de café solo.

– Hola -dijo Mikael.

– Me la estoy jugando -contestó ella sin saludar-. Si alguna vez se descubre que me he reunido contigo, me despedirán y hasta es posible que me lleven a juicio.

– No diré nada.

Ella parecía estresada.

– Un colega mío acaba de visitar al ex primer ministro Thorbjörn Fälldin. Ha ido a verlo a título personal, así que su trabajo también pende de un hilo.

– Entiendo.

– De modo que exijo un total anonimato para los dos.

– Ni siquiera sé de qué colega estás hablando.

– Ahora te lo digo, pero quiero que me prometas que le vas a dar protección de fuente.

– Te doy mi palabra.

Ella miró el reloj.

– ¿Tienes prisa?

– Sí. He quedado con mi marido y mis hijos en Sturegallerian dentro de diez minutos. Mi marido cree que estoy en el trabajo.

– ¿Y Bublanski no sabe nada de esto?

– No.

– De acuerdo. Tú y tu colega sois fuentes y contáis con la más absoluta protección. Los dos. Hasta la tumba.

– Mi colega es Jerker Holmberg; lo conociste en Gotemburgo. Su padre es del Partido de Centro y Jerker conoce a Fälldin desde que era niño. Holmberg fue a hacerle una visita privada para preguntarle sobre Zalachenko.

– Entiendo.

De repente, el corazón de Mikael se puso a palpitar con intensidad.

– Fälldin parece un hombre simpático. Holmberg le habló de Zalachenko y le pidió que le contara lo que sabía de su deserción. Fälldin no dijo nada. Luego Holmberg le explicó que sospechamos que Lisbeth Salander fue encerrada en la clínica psiquiátrica por los que estaban protegiendo a Zalachenko. Fälldin se indignó mucho.

– Entiendo.

– Fälldin dijo que el jefe de la Säpo de aquel entonces y un colega suyo fueron a verlo poco tiempo después de que se hubiera convertido en primer ministro. Le contaron una increíble historia de espías sobre un desertor ruso que acababa de llegar a Suecia. Y también le aseguraron que se trataba del secreto militar más delicado de toda Suecia… que ni de lejos había nada en toda la defensa sueca que se acercara a la importancia que ese secreto tenía.

– Mmm.

– Fälldin dijo que no sabía cómo tratar el asunto. Acababa de ser elegido primer ministro y su gobierno carecía de experiencia, pues los socialistas llevaban más de cuarenta años en el poder. Le comunicaron que la responsabilidad de tomar una decisión le correspondía a él, y que si consultaba a sus compañeros de gobierno, entonces la Säpo declinaría cualquier responsabilidad en el asunto. Vivió todo aquello como algo muy desagradable y, simplemente, no supo qué hacer.

– Comprendo.

– Al final se vio obligado a hacer lo que le propusieron aquellos señores de la Säpo. Redactó una directiva por la que le otorgaba en exclusiva a la Säpo la custodia de Zalachenko. Se comprometió a no hablar nunca del asunto con nadie. Fälldin ni siquiera llegó a saber el nombre del desertor.

– Ya veo.

– Fälldin no supo prácticamente nada del asunto durante sus dos mandatos. En cambio, hizo algo de una extraordinaria inteligencia: insistió en que también fuera partícipe del secreto un secretario de Estado, que funcionaría como intermediario entre el gobierno y los que protegían a Zalachenko.

– ¿Ah, sí?

– Ese secretario de Estado se llama Bertil K. Janeryd, tiene hoy en día sesenta y tres años y es el embajador de Suecia en Amsterdam.

– ¡Anda!

– Cuando Fälldin se dio cuenta de la seriedad de la investigación le escribió una carta a Janeryd.

Sonja Modig le pasó a Mikael un sobre por encima de la mesa:

Querido Bertil:

El secreto que los dos protegimos durante mi mandato se ve ahora muy seriamente puesto en duda. La persona en cuestión ha fallecido y ya no puede sufrir ningún daño. En cambio, otras personas sí.

Es de vital importancia que nos ayudes a aclarar ciertas cuestiones.

La persona que lleva esta carta trabaja de manera extraoficial y tiene mi confianza. Te ruego que la escuches y que contestes a las preguntas que te haga.

Usa tu reconocido buen juicio.

TF

– Entonces esta carta se refiere a Jerker Holmberg.

– No. Holmberg le pidió a Fälldin que no pusiera ningún nombre. Le dijo expresamente que no sabía quién iba a ir a Amsterdam.

– ¿Quieres decir que…?

– Jerker y yo ya hemos hablado del tema. Estamos caminando sobre un hielo tan fino que si se rompiera, no habría quien nos salvara. No tenemos en absoluto ninguna autorización para ir a Amsterdam e interrogar al embajador. En cambio tú si podrías hacerlo.

Mikael dobló la carta y estaba a punto de metérsela en el bolsillo de la americana cuando Sonja Modig le agarró la mano. Muy fuertemente.

– Información a cambio de información -dijo ella-. Queremos saber lo que te cuente Janeryd.

Mikael asintió. Sonja Modig se levantó.

– Espera: has dicho que a Fälldin lo fueron a ver dos personas de la Säpo. Una era el jefe. ¿Quién era la otra?

– Fälldin no lo vio más que en esa ocasión y no pudo recordar su nombre. No se apuntó nada en la reunión. Lo recuerda como un hombre delgado con bigote. Fue presentado como el jefe de la Sección para el Análisis Especial o algo por el estilo. Después de la reunión, Fälldin miró un organigrama de la Säpo y fue incapaz de encontrar ese departamento.

El club de Zalachenko, pensó Mikael.

Sonja Modig se volvió a sentar. Parecía medir sus palabras.

– De acuerdo -acabó diciendo-. Aun a riesgo de ser fusilado… Hay una cosa en la que no pensaron ni Fälldin ni los visitantes.

– ¿Cuál?

– El registro de las visitas a Rosenbad que se le realizaron al primer ministro.

– ¿Y?

– Jerker lo solicitó. Es un documento público.

– ¿Y?

Sonja Modig volvió a dudar.

– Ese libro de visitas sólo indica que el primer ministro se reunió con el jefe de la Säpo y un colaborador suyo para tratar un tema de carácter general.

– ¿Había algún nombre?

– Sí. E. Gullberg.

Mikael sintió cómo la sangre le subía a la cabeza.

– Evert Gullberg -dijo.

Sonja Modig asintió con semblante serio. Se levantó y se fue.


Mikael Blomkvist seguía sentado en el café Madeleine cuando abrió su móvil anónimo y reservó un vuelo a Amsterdam. El vuelo salía de Arlanda a las 14.50 horas. Se fue andando hasta el Dressman de Kungsgatan y compró una camisa y una muda. Luego se dirigió a la farmacia de Klara, donde compró un cepillo de dientes y otros útiles de aseo. Se aseguró de que nadie lo estuviera siguiendo cuando echó a correr para coger el Arlanda Express. Cuando llegó al aeropuerto faltaban diez minutos para cerrar el vuelo.

A las seis y media entró en un destartalado hotel del Red Light district, a unos diez minutos a pie desde la estación central de Amsterdam, y pidió una habitación.

Pasó dos horas intentando localizar al embajador de Suecia hasta que consiguió contactar con él por teléfono a eso de las nueve. Empleó toda su capacidad de persuasión y subrayó que tenía un asunto de máxima importancia que debía tratar sin demora. El embajador acabó cediendo y accedió a verlo a las diez de la mañana del domingo.

Luego Mikael salió a cenar frugalmente en un restaurante cercano al hotel. A las once de la noche ya estaba durmiendo.


El embajador Bertil K. Janeryd se mostró parco en palabras mientras tomaban café en su residencia privada.

– Bueno… ¿Cuál es ese asunto tan importante?

– Alexander Zalachenko. El desertor ruso que llegó a Suecia en 1976 -dijo Mikael, entregándole la carta de Fälldin.

Janeryd pareció quedarse perplejo. Tras leerla, la dejó cuidadosamente.

Mikael dedicó la siguiente media hora a explicarle en qué consistía el problema y por qué Fälldin redactó la carta.

– Yo… yo no puedo tratar ese asunto -terminó diciendo Janeryd.

– Sí puede.

– No, sólo puedo comentarlo ante la comisión constitucional.

– Es muy probable que tenga que comparecer ante ellos. Pero en la carta dice que utilice su buen juicio.

– Fälldin es una persona honrada.

– No me cabe la menor duda. Pero yo no voy a por ustedes. No le pido que revele ni uno solo de esos secretos militares que tal vez Zalachenko revelara.

– Yo no conozco ningún secreto. Ni siquiera sabía que se llamara Zalachenko… Sólo lo conocía bajo un nombre falso.

– ¿Cuál?

– Lo conocíamos como Ruben.

– De acuerdo, siga.

– No puedo hablar de eso.

– Sí puede -repitió Mikael mientras se acomodaba-. Porque esta historia se hará pública dentro de poco. Y cuando eso ocurra, los medios de comunicación o le cortarán la cabeza o le describirán como un funcionario honrado que hizo cuanto estuvo en su mano para enfrentarse a esa horrible situación. Fue a usted a quien Fälldin eligió para que hiciera de intermediario entre él y los que se encargaron de Zalachenko. Eso ya lo sé.

Janeryd asintió.

– Cuénteme.

Janeryd permaneció callado durante casi un minuto.

– Nadie me comunicó nada. Yo era joven… y no sabía cómo tratar el asunto. Los vi unas dos veces al año durante el tiempo que duró aquello. Me decían que Ruben… Zalachenko se encontraba bien de salud, que estaba colaborando y que la información que entregaba resultaba inapreciable. Nunca me dieron más detalles. No tenía ninguna necesidad de saber ningún detalle.

Mikael aguardaba.

– El desertor había actuado en otros países y no sabía nada de Suecia, y por eso nunca fue considerado como un asunto importante en nuestra política de seguridad. Informé al primer ministro en un par de ocasiones, pero, por lo general, no había nada que comentar.

– Vale.

– Siempre decían que el asunto se llevaba de la forma habitual y que la información que él daba era procesada a través de nuestros canales habituales. ¿Qué les iba yo a contestar? Si les preguntaba qué querían decir, sonreían y me soltaban que eso quedaba fuera de mi competencia. Me sentía como un idiota.

– ¿Nunca se le ocurrió pensar que hubiera algo raro en todo aquello?

– No. Allí no había nada raro. Yo daba por descontado que en la Säpo sabían lo que hacían y que tenían la experiencia y la práctica necesarias para llevar un caso así. Pero no puedo hablar del asunto.

A esas alturas, Janeryd llevaba ya, de hecho, varios minutos hablando del asunto.

– Todo eso resulta irrelevante. Lo único relevante ahora mismo es una sola cosa.

– ¿Cuál?

– El nombre de las personas con las que trataba.

Janeryd le echó a Mikael una mirada inquisidora.

– Las personas que se encargaban de Zalachenko han ido mucho más allá de todas las competencias imaginables. Se han dedicado a ejercer una grave actividad delictiva y deben ser objeto de la instrucción de un sumario. Por eso me ha enviado Fälldin aquí. Fälldin no conoce los nombres. Fue usted el que se reunió con ellos.

Janeryd parpadeó y apretó los labios.

– Se reunió con Evert Gullberg… Él era el jefe.

Janeryd asintió.

– ¿Cuántas veces lo vio?

– Acudió a todas las reuniones excepto a una. Habría una decena de reuniones mientras Fälldin fue primer ministro.

– ¿Y dónde se reunían?

– En el vestíbulo de algún hotel. Por lo general, el Sheraton. Una vez en el Amaranten de Kungsholmen y algunas veces en el pub del Continental.

– ¿Y quién más participó en las reuniones?

Janeryd parpadeó resignado.

– Hace tanto tiempo… No me acuerdo.

– Inténtelo.

– Había un tal… Clinton. Como el presidente americano.

– ¿Su nombre?

– Fredrik Clinton. Lo vi unas cuatro o cinco veces.

– De acuerdo… ¿Más?

– Hans von Rottinger. Ya lo conocía por mi madre.

– ¿Su madre?

– Sí, mi madre conocía a la familia Von Rottinger. Hans von Rottinger era una persona simpática. Hasta que se presentó en una reunión, acompañado de Gullberg, no me enteré de que trabajaba para la Säpo.

– Pues no era así -dijo Mikael.

Janeryd palideció.

– Trabajaba para una cosa llamada «Sección para el Análisis Especial» -dijo Mikael-. ¿Qué es lo que le dijeron sobre ese grupo?

– Nada… Quiero decir… bueno, que eran ellos los que se encargaban del desertor.

– Sí. Pero ¿a que resulta raro que no figuren en ninguna parte del organigrama de la Säpo?

– Eso es absurdo…

– Ya, ¿a que sí? Bueno, y ¿cómo se procedía para convocar las reuniones? ¿Le llamaban ellos a usted o los llamaba usted a ellos?

– No… La hora y el lugar se decidían en la reunión anterior.

– ¿Y qué hacía si necesitaba ponerse en contacto con ellos? Por ejemplo, para cambiar la hora de la reunión o algo así…

– Tenía un número de teléfono al que llamar.

– ¿Qué número?

– Sinceramente, no me acuerdo.

– ¿De quién era el número?

– No lo sé. Nunca lo utilicé.

– De acuerdo. Siguiente pregunta: ¿a quién le cedió el puesto?

– ¿Qué quiere decir?

– Cuando Fälldin dimitió. ¿Quién ocupó su lugar?

– No lo sé.

– ¿Redactó algún informe?

– No, porque todo era secreto. Ni siquiera podía llevar un cuaderno.

– ¿Y nunca informó a ninguno de sus sucesores?

– No.

– ¿Y qué pasó?

– Bueno… Fälldin dimitió y le entregó el testigo a Ola Ullsten. A mí me comunicaron que íbamos a esperar hasta después de las siguientes elecciones. Entonces, Fälldin volvió a ganar y se reanudaron nuestras reuniones. Luego se convocaron las elecciones de 1985 y ganaron los socialistas. Y supongo que Palme habría nombrado a alguien para que me sucediera. Yo empecé en el Ministerio de Asuntos Exteriores y me hice diplomático. Me destinaron a Egipto y después a la India.

Mikael continuó haciéndole preguntas durante unos cuantos minutos más, aunque estaba convencido de que ya sabía todo lo que Janeryd iba a poder contarle. Tres nombres:

Fredrik Clinton.

Hans von Rottinger.

Y Evert Gullberg: el hombre que mató a Zalachenko.

El club de Zalachenko.

Dio las gracias a Janeryd por la información y cogió un taxi de vuelta a la estación central. Hasta que se sentó en el taxi no abrió el bolsillo de la americana para apagar la grabadora. Aterrizó en Arlanda a las siete y media de la tarde del domingo.


Erika Berger contempló pensativa la foto de la pantalla. Levantó la mirada y escudriñó la redacción medio vacía que quedaba al otro lado de su jaula de cristal. Anders Holm tenía el día libre. No le pareció que nadie le estuviera prestando la más mínima atención, ni abierta ni furtivamente. Tampoco tenía razones para creer que hubiese alguien en la redacción que quisiera hacerle daño.

El correo había llegado un minuto antes. El remitente era redax@aftonbladet.com. ¿Por qué precisamente Aftonbladet? La dirección era falsa.

Pero esta vez no había ningún texto; tan sólo una foto jpg que abrió con Photoshop.

La imagen era pornográfica y representaba a una mujer desnuda, con unos pechos excepcionalmente grandes y una correa de perro alrededor del cuello. Estaba a cuatro patas y alguien se la estaba follando por detrás.

El rostro de la mujer había sido sustituido por otro.

No se trataba de un retoque hecho con mucha habilidad, aunque sin duda no era ésa la intención. En vez de la cara original, aparecía la de Erika Berger. La foto pertenecía al byline que tenía en Millennium y podía ser bajada de Internet.

En la parte inferior de la imagen habían escrito una palabra con letras de imprenta valiéndose de la función spray del Photoshop.

«Puta.»

Era el noveno correo anónimo que recibía Erika con la palabra «puta» y que parecía tener como remitente a una gran y conocida empresa mediática de Suecia. Al parecer, ese cyber stalker que le había caído encima se empeñaba en seguir acosándola.


El capítulo de la escucha telefónica resultó mucho más complicado que el de la vigilancia informática. A Trinity no le costó nada localizar el cable del teléfono de la casa del fiscal Ekström; el problema era, por supuesto, que Ekström usaba muy raramente ese teléfono -por no decir nunca- para realizar llamadas relacionadas con su trabajo. Trinity ni siquiera se molestó en intentar pinchar el que tenía en el edificio de la jefatura de policía de Kungsholmen. Eso habría requerido un acceso a la red de cables sueca que iba más allá de sus posibilidades.

No obstante, Trinity y Bob the Dog dedicaron la mayor parte de la semana a identificar e intentar distinguir el móvil de Ekström de entre el ruido de fondo de casi doscientos mil móviles dentro de un radio de un kilómetro alrededor de la jefatura de policía.

Trinity y Bob the Dog emplearon una técnica que se llamaba Random Frequency Tracking System, RFTS. No se trataba de una técnica desconocida. Había sido desarrollada por la National Security Agency norteamericana, la NSA, y había sido incorporada a una desconocida cantidad de satélites que vigilaban determinados centros de crisis y capitales de especial interés de todo el mundo.

La NSA contaba con enormes recursos a su disposición y usaba una especie de red para captar simultáneamente un gran número de llamadas de móvil en la región que fuera. Cada llamada era separada y procesada digitalmente a través de ordenadores que estaban programados para reaccionar ante palabras como, por ejemplo, «terrorista» o «kalashnikov». Si una de esas palabras aparecía, el ordenador enviaba de forma automática un aviso, y un operador entraba y escuchaba la conversación para decidir si era de interés o no.

Las cosas se complicaban a la hora de identificar un móvil concreto. Cada teléfono móvil tiene una firma propia y única -una huella dactilar- en forma de número de teléfono. Con un equipamiento dotado de una extremada sensibilidad, la NSA podía centrarse en una zona específica y discernir y escuchar las conversaciones. La técnica resultaba sencilla, pero no completamente segura. Las llamadas salientes eran especialmente difíciles de reconocer, mientras que, en cambio, una llamada entrante se identificaba con mayor facilidad, ya que se iniciaba justo con esa huella dactilar cuya función consistía en que el teléfono en cuestión captara la señal.

La diferencia entre las ambiciones de Trinity y las de la NSA con respecto a las escuchas era de carácter económico. NSA tenía un presupuesto anual que ascendía a miles de millones de dólares americanos, cerca de doce mil agentes empleados a tiempo completo y acceso a la más absoluta tecnología punta del mundo de la informática y la telefonía. Trinity no contaba más que con su furgoneta y con unos treinta kilos de material electrónico que, en su mayoría, estaba compuesto por aparatos caseros fabricados por Bob the Dog. La NSA, a través de la vigilancia por satélite, podía dirigir antenas muy sensibles hacia un edificio concreto de cualquier lugar del mundo. Trinity tenía un antena construida por Bob the Dog cuyo alcance efectivo era de unos quinientos metros.

La técnica de la que disponía Trinity le obligaba a aparcar la furgoneta en Bergsgatan o en alguna de las calles colindantes y calibrar laboriosamente el equipo hasta que identificara esa huella dactilar que constituía el número de móvil del fiscal Richard Ekström. Como no sabía sueco, debía enviar las llamadas, a través de otro móvil, a casa de Plague, que era quien las escuchaba en realidad.

Durante cinco días con sus cinco noches, un Plague cada vez más ojeroso escuchó hasta la saciedad una enorme cantidad de llamadas que entraban y salían de la jefatura de policía y los edificios cercanos. Escuchó fragmentos de investigaciones en curso, descubrió furtivos encuentros amorosos y grabó una gran cantidad de llamadas que contenían chorradas sin ningún tipo de interés. La noche del quinto día, Trinity le envió una señal que una pantalla digital identificó en el acto como el número del fiscal Ekström. Plague sintonizó la antena parabólica en la frecuencia exacta.

La técnica RFTS funcionaba sobre todo en las llamadas que le entraban a Ekström. Lo que la antena parabólica de Trinity hacía era simplemente captar la señal de búsqueda del número de móvil de Ekström, que se desviaba por el espacio de toda Suecia.

En cuanto Trinity empezó a grabar las llamadas de Ekström, pudo también obtener las huellas de su voz para que Plague trabajara con ellas.

Plague procesaba la voz de Ekström a través de un programa llamado VPRS, que significa Voiceprint Recognition System. Eligió una docena de palabras frecuentes, como por ejemplo «vale» o «Salander». En cuanto dispuso de cinco ejemplos diferentes de una palabra, el programa analizó el tiempo que se tardaba en pronunciarla, la profundidad del tono de la voz y su registro de frecuencia, cómo acentuaba la terminaciones y una docena más de marcadores. El resultado fue un gráfico que permitía a Plague escuchar también las llamadas que salían del móvil del fiscal Ekström. La antena parabólica se mantenía en permanente escucha buscando una llamada en la que apareciera, precisamente, la curva gráfica de Ekström en alguna de esa docena de palabras de uso frecuente. La técnica no era perfecta. Pero alrededor del cincuenta por ciento de las llamadas que Ekström hacía desde su móvil y desde las inmediaciones de la jefatura era escuchado y grabado.

Por desgracia, la técnica adolecía de una obvia desventaja: en cuanto el fiscal Ekström abandonaba la jefatura cesaban las posibilidades de realizar escuchas; a no ser que Trinity supiera dónde se encontraba Ekström y pudiera aparcar por los alrededores.


Una vez obtenida la orden de la máxima autoridad, Torsten Edklinth pudo crear por fin una pequeña pero legítima unidad operativa. Eligió a dedo a cuatro colaboradores. Optó, conscientemente, por aquellos jóvenes talentos que contaban con cierta experiencia en la policía abierta y que acababan de ser reclutados para la DGP /Seg. Dos procedían de la brigada de fraudes, otro de la policía financiera y el cuarto de la brigada de delitos violentos. Fueron convocados al despacho de Edklinth, donde éste les dio una charla sobre el carácter de la misión y la necesidad de mantenerla bajo una absoluta confidencialidad. También subrayó que la investigación se realizaba obedeciendo una petición directa del primer ministro. Monica Figuerola se convirtió en el jefe de los nuevos agentes y dirigió la investigación con una fuerza que se correspondía con la de su físico.

Pero la investigación avanzaba despacio, algo que en gran parte se debía a que nadie estaba muy seguro de a quién o a quiénes investigar. En más de una ocasión, Edklinth y Figuerola sopesaron la posibilidad de detener simplemente a Mårtensson y empezar a hacerle preguntas. Pero siempre acababan decidiendo que debían esperar: una detención significaría que toda la investigación saldría a la luz.

No fue hasta el martes, once días después de la reunión con el primer ministro, cuando Monica Figuerola llamó a la puerta del despacho de Edklinth y le dijo:

– Creo que tenemos algo.

– Siéntate.

– Evert Gullberg.

– ¿Sí?

– Uno de nuestros investigadores habló con Marcus Erlander, el que está investigando el asesinato de Zalachenko. Según Erlander, la DGP /Seg se puso en contacto con la policía de Gotemburgo apenas dos horas después del asesinato y le entregó información sobre las amenazadoras cartas de Gullberg.

– Menuda diligencia.

– Sí. Demasiada. Los de la DGP /Seg enviaron por fax nueve cartas, supuestamente redactadas por Gullberg, a la policía de Gotemburgo. Sin embargo, hay un problema.

– ¿Cuál?

– Dos de ellas iban dirigidas al Ministerio de Justicia: al ministro de Justicia y al ministro de la Democracia.

– Sí. Eso ya lo sabía.

– Ya, lo que pasa es que la carta que era para el ministro de la Democracia no se registró en el ministerio hasta el día siguiente. Llegó en una entrega postal más tardía.

Edklinth se quedó mirando fijamente a Monica Figuerola. Por primera vez sintió verdadero miedo ante la posibilidad de que todas sus peores sospechas se confirmaran. Monica Figuerola siguió, implacable.

– En otras palabras, la DGP /Seg mandó por fax una carta que aún no había sido recibida por el destinatario.

– ¡Dios mío! -dijo Edklinth.

– Fue un colaborador de protección personal el que envió las cartas por fax.

– ¿Quién?

– No creo que tenga nada que ver con esto. Por la mañana ya las tenía sobre su mesa, y poco después del asesinato le encargaron que contactara con la policía de Gotemburgo.

– ¿Y quién le hizo ese encargo?

– La secretaria del jefe administrativo.

– Dios mío, Monica… ¿Entiendes lo que eso significa?

– Sí.

– Que la DGP /Seg está implicada en el homicidio de Zalachenko.

– No. Lo que significa, definitivamente, es que había personas dentro de la DGP /Seg que estaban al tanto del asesinato antes de que se cometiera. La única cuestión es saber quiénes.

– El jefe administrativo…

– Sí. Pero empiezo a sospechar que ese club de Zalachenko se encuentra fuera de la casa.

– ¿Qué quieres decir?

– Mårtensson. Fue trasladado desde protección personal y trabaja por su cuenta. Durante la última semana lo hemos estado vigilando a jornada completa. Que sepamos, no ha estado en contacto con nadie de dentro de la casa. Recibe llamadas a un móvil, pero no conseguimos escucharlas porque no sabemos qué número es; lo único que sabemos es que no es su móvil privado. Se ha reunido con ese hombre rubio al que no hemos podido identificar todavía.

Edklinth frunció el ceño. En ese mismo instante, Anders Berglund llamó a la puerta. Era el colaborador de entre los recién reclutados que había trabajado para la policía financiera.

– Creo que he encontrado a Evert Gullberg -dijo Berglund.

– Entra -dijo Edklinth.

Berglund puso una descantillada fotografía en blanco y negro sobre la mesa. Edklinth y Figuerola contemplaron la foto. En ella aparecía un hombre al que los dos reconocieron de inmediato. Se veía a dos corpulentos policías vestidos de paisano haciéndole pasar por una puerta. Se trataba del legendario coronel espía Stig Wennerström.

– Esta foto procede de la editorial Åhlén & Åkerlund y se publicó en la revista Se en la primavera de 1964. Fue realizada durante el juicio en el que Wennerström fue condenado a cadena perpetua.

– Vale.

– Al fondo se ven tres personas. A la derecha, el comisario Otto Danielsson, o sea, el que detuvo a Wennerström.

– Sí…

– Mira al hombre que está detrás de Danielsson, a su izquierda.

Edklinth y Figuerola vieron a un hombre alto con un fino bigote y un sombrero. Recordaba vagamente al escritor Dashiell Hammett.

– Comparad su cara con la que tiene Gullberg en su foto de pasaporte. Ya había cumplido los sesenta y seis años cuando se la hizo.

Edklinth frunció las cejas.

– No me atrevería a jurar que se trata de la misma persona…

– Pero yo sí -dijo Berglund-. Dale la vuelta.

El dorso llevaba un sello que indicaba que la foto pertenecía a la editorial Åhlén & Åkerlund y que el nombre del fotógrafo era Julius Estholm. El texto estaba escrito a lápiz: «Stig Wennerström flanqueado por dos policías entrando en el tribunal de Estocolmo. Al fondo O. Danielsson, E. Gullberg y H. W. Francke».

– Evert Gullberg -dijo Monica Figuerola-. Estaba en la DGP /Seg.

– No -dijo Berglund-. Técnicamente hablando no estaba allí. Por lo menos, no cuando se hizo esta foto.

– ¿No?

– La DGP /Seg no se fundó hasta cuatro días después. Aquí todavía pertenecía a la Policía Secreta del Estado.

– ¿Quién es H. W. Francke? -preguntó Monica Figuerola.

– Hans Wilhelm Francke -respondió Edklinth-. Murió a principios de los años noventa, pero fue el director adjunto de la Policía Secreta del Estado a finales de los cincuenta y principios de los sesenta. Toda una leyenda, al igual que Otto Danielsson. De hecho, lo he visto en un par de ocasiones.

– ¿Sí? -dijo Monica Figuerola.

– Dejó la DGP /Seg a finales de los sesenta. Francke y P. G. Vinge nunca se llevaron bien; siempre estaban discutiendo, y supongo que lo echarían con unos cincuenta o cincuenta y cinco años. Abrió su propio negocio.

– ¿Su propio negocio?

– Sí, se convirtió en asesor de seguridad para la industria privada. Tenía las oficinas cerca de Stureplan, pero de vez en cuando también daba conferencias para formar al personal de la DGP /Seg. Fue así como lo conocí yo.

– Bien. ¿Y por qué discutían Vinge y Francke?

– Chocaban; eran muy distintos. Francke era algo así como un cowboy que veía agentes de la KGB por todas partes, mientras que Vinge era un burócrata de la vieja escuela. Poco tiempo después echaron a Vinge porque pensaba que Palme trabajaba para la KGB, lo que es bastante irónico.

– Mmm -dijo Monica Figuerola, observando la foto en la que Gullberg y Francke estaban juntos.

– Creo que ya va siendo hora de que volvamos a hablar con el ministro de Justicia -intervino Edklinth.

– Millennium ha salido hoy- comentó Monica Figuerola.

Edklinth le echó una incisiva mirada.

– Ni una palabra sobre el asunto Zalachenko -añadió ella.

– Total, que nos queda probablemente un mes hasta que salga el próximo número. Es bueno saberlo. Pero tenemos que ocuparnos de Blomkvist; es como una bomba de relojería en medio de todo este lío.

Capítulo 17 Miércoles, 1 de junio

Nada advirtió previamente a Mikael Blomkvist de que alguien se encontraba en el rellano de la escalera cuando llegó a la puerta de su ático de Bellmansgatan 1. Eran las siete de la tarde. Se detuvo en seco al descubrir a una mujer rubia con el pelo corto y rizado sentada en el último escalón. La identificó de inmediato gracias a la foto de pasaporte que le había facilitado Lottie Karim: Monica Figuerola, de la DGP /Seg.

– Hola, Blomkvist -lo saludó alegremente y cerró el libro que había estado leyendo. Mikael miró la portada por el rabillo del ojo y constató que estaba en inglés y que trataba de la visión que se tenía de los dioses en la Antigüedad. Alzó la mirada y examinó a su inesperada visitante.

Ella se levantó. Llevaba un veraniego vestido blanco de manga corta y había colgado una cazadora roja de cuero en la barandilla de la escalera.

– Nos gustaría hablar contigo -dijo.

Mikael Blomkvist la observó. Era alta, más alta que él, y la impresión se reforzaba por el hecho de que estaba dos peldaños más arriba. Contempló sus brazos, bajó la mirada hacia sus piernas y se dio cuenta de que tenía bastantes más músculos que él.

– Ya veo que vas mucho al gimnasio -dijo él.

Ella sonrió y sacó su placa.

– Me llamo…

– Te llamas Monica Figuerola, naciste en 1969 y vives en Pontonjärgatan, en Kungsholmen. Eres oriunda de Borlänge, pero has trabajado como policía en Uppsala. Hace tres años que estás en la DGP /Seg, en protección constitucional. Eres una fanática del ejercicio físico y una vez fuiste una atleta de élite, y casi te clasificaste para entrar en el equipo nacional sueco que participó en los Juegos Olímpicos. ¿Qué quieres de mí?

Ella se quedó sorprendida, pero asintió y se recuperó con rapidez.

– ¡Qué bien! -dijo con voz aliviada-. Entonces ya sabes quién soy y no tienes por qué tenerme miedo.

– ¿No?

– Ciertas personas necesitan hablar tranquilamente contigo. Como tu casa y tu móvil parecen estar bajo escucha y hay razones para ser discreto, me han enviado a mí para invitarte.

– ¿Y por qué querría yo ir a algún sitio con una persona que trabaja en la Säpo?

Reflexionó un rato.

– Bueno… puedes acompañarme aceptando una amable invitación, pero si lo prefieres, te esposo y te llevo conmigo.

Ella sonrió dulcemente. Mikael Blomkvist le devolvió la sonrisa.

– Oye, Blomkvist: entiendo que tengas motivos de sobra para desconfiar de alguien que viene de la Säpo. Pero lo cierto es que no todos los que trabajamos allí somos tus enemigos, y hay muy buenas razones para hablar con mis jefes.

Él aguardó.

– Bueno, ¿qué prefieres? ¿Esposado o voluntario?

– Este año ya me han esposado una vez. Ya tengo el cupo cubierto. ¿Adónde vamos?

Monica Figuerola conducía un Saab 9-5 nuevo, que estaba aparcado a la vuelta de la esquina de Pryssgränd. Al subir al coche, ella abrió su móvil y marcó un número predeterminado.

– Llegaremos en quince minutos -comunicó.

Le dijo a Mikael Blomkvist que se abrochara el cinturón de seguridad y pasó por Slussen hasta llegar a Östermalm, donde aparcó en una calle perpendicular a Artillerigatan. Se quedó quieta un instante y lo observó.

– Blomkvist: ésta es una invitación amistosa. No te va a pasar nada.

Mikael Blomkvist no dijo nada. Se guardó sus comentarios para cuando supiera de qué iba todo aquello. Ella marcó el código de la puerta. Subieron en el ascensor hasta la cuarta planta, a un apartamento en cuya puerta figuraba el nombre de Martinsson.

– Sólo hemos tomado prestado el piso para la reunión de esta tarde -dijo ella antes de abrir-. A la derecha, al salón.

La primera persona a la que Mikael vio fue Torsten Edklinth, algo que no le produjo ninguna sorpresa, ya que la Säpo estaba implicada en grado sumo en el desarrollo de los acontecimientos y porque, además, Edklinth era el jefe de Monica Figuerola. Que el jefe de protección constitucional se hubiera molestado en ir a buscarlo indicaba que alguien estaba preocupado.

Luego percibió que una figura que se hallaba junto a la ventana se volvía hacia él. El ministro de Justicia. Eso sí que resultó sorprendente.

A continuación, oyó un ruido por la derecha y vio a una persona enormemente familiar levantarse de un sillón. Nunca se habría imaginado que Monica Figuerola lo trajera a una más bien nocturna reunión conspirativa con el primer ministro.

– Buenas noches, señor Blomkvist -dijo el primer ministro-. Discúlpenos por haberle pedido con tan poca antelación que venga a esta reunión, pero hemos comentado la situación y todos estamos de acuerdo en que debemos hablar con usted, bueno… contigo. Pasemos de formalidades. ¿Te apetece un café o alguna otra cosa?

Mikael miró a su alrededor. Vio un mueble de comedor de madera oscura repleto de vasos, tazas vacías y restos de una tarta salada. Ya deben de llevar aquí unas cuantas horas.

– Ramlösa -dijo.

Se la sirvió Monica Figuerola. Luego ellos se sentaron en unos sofás que había al fondo de la habitación y ella permaneció de pie.

– Me ha reconocido y sabe cómo me llamo, dónde vivo, dónde trabajo y que soy una adicta al ejercicio físico -les comentó Monica Figuerola.

El primer ministro le echó una rápida mirada a Torsten Edklinth en primer lugar y luego a Mikael Blomkvist. De repente, Mikael se dio cuenta de que se encontraba en una posición de poder: el primer ministro necesitaba algo de él y probablemente no tuviera ni idea de lo que Mikael Blomkvist sabía.

– Intento hacerme una idea de quién es quién en todo este cacao -dijo Mikael con un tono ligero de voz.

No seré yo el que engañe al primer ministro.

– ¿Y cómo conocías el nombre de Monica Figuerola? -preguntó Edklinth.

Mikael miró de reojo al jefe de protección constitucional. No tenía ni idea de lo que había llevado al primer ministro a convocar una reunión secreta en un piso prestado del barrio de Östermalm, pero se sentía inspirado. En la práctica, no había tantas posibilidades: era Dragan Armanskij quien había puesto la bola en juego dándole la información a alguien en quien confiaba. Y ese alguien debía haber sido Edklinth o alguna persona cercana. Mikael se arriesgó.

– Un amigo común habló contigo -le dijo a Edklinth-. Pusiste a Figuerola a investigar lo que estaba pasando y ella descubrió que unos activistas de la Säpo se dedican a realizar escuchas ilegales, a robar en mi casa y actividades por el estilo, con lo cual confirmaste la existencia del club de Zalachenko. Eso te preocupó tanto que sentiste la necesidad de llevar el asunto más allá, pero te quedaste sentado en tu despacho sin saber muy bien a quién acudir. Así que te dirigiste al ministro de Justicia, quien, a su vez, se dirigió al primer ministro. Y aquí estamos. ¿Qué queréis de mí?

Mikael habló con un tono que daba a entender que disponía de una fuente muy bien situada y que le había permitido seguir cada paso dado por Edklinth. Cuando los ojos de éste se abrieron de par en par, vio que el farol que se acababa de marcar había dado resultado. Prosiguió.

– El club de Zalachenko me espía a mí, yo los espío a ellos y tú espías al club de Zalachenko, de modo que, a estas alturas, el primer ministro está tan preocupado como cabreado. Sabe que cuando terminemos esta conversación le espera un escándalo al que tal vez no sobreviva el gobierno.

Monica Figuerola esbozó una repentina sonrisa, pero la ocultó tras un vaso de Ramlösa. Acababa de percatarse de que Blomkvist se estaba marcando un farol, y de entender cómo la había podido sorprender con el conocimiento de su nombre y hasta del número de zapato que calzaba.

Me vio en el coche en Bellmansgatan. Es una persona que siempre está en guardia. Se quedó con la matrícula y me identificó. Pero todo lo demás son conjeturas.

Ella no dijo nada.

El primer ministro parecía preocupado.

– ¿Es eso lo que nos espera? -preguntó-. ¿Un escándalo que va a derrotar al gobierno?

– El gobierno no es mi problema -dijo Mikael-. Mi trabajo consiste en sacar a la luz mierdas como la del club de Zalachenko.

El primer ministro asintió.

– Y el mío consiste en gobernar el país de acuerdo con los principios de la Constitución.

– Lo cual quiere decir que mi problema, en definitiva, también es el problema del gobierno. Pero no al revés.

– Dejemos de dar rodeos. ¿Por qué crees que he preparado este encuentro?

– Para averiguar cuánto sé y qué pienso hacer.

– Por una parte sí. Pero, más concretamente, porque todo esto ha ocasionado una crisis constitucional. Déjame comentarte en primer lugar que el gobierno no tiene nada que ver con este asunto. Nos ha cogido completamente por sorpresa. Nunca he oído hablar de ese… ese club al que llamas el club de Zalachenko. El ministro de Justicia no sabe nada al respecto. Torsten Edklinth, que ocupa un alto cargo dentro de la DGP /Seg y que lleva trabajando allí muchos años, nunca ha oído hablar del tema.

– Sigue sin ser mi problema.

– Ya lo sé. Lo que queremos saber es cuándo piensas publicar tu texto y, preferentemente, el contenido exacto de lo que quieres publicar. Es sólo una pregunta; no tiene nada que ver con una pretensión de controlar posibles daños.

– ¿No?

– Blomkvist, lo peor que yo podría hacer en este momento sería intentar influir en el contenido de tu reportaje. En su lugar, voy a proponerte una colaboración.

– Soy todo oídos.

– Ahora que hemos confirmado que existe una conspiración dentro de una parte excepcionalmente delicada de la administración del Estado, he ordenado que se lleve a cabo una investigación -el primer ministro se volvió hacia el ministro de Justicia-: ¿puedes explicarle en qué consiste la orden del gobierno?

– Es muy fácil. Se le ha encomendado a Torsten Edklinth la misión de que investigue con urgencia si todo esto se puede confirmar. Su encargo consiste en recopilar información para que pueda serle entregada al fiscal general, quien, a su vez, ha de decidir si dictar auto de procesamiento o no. En otras palabras, una orden muy clara.

Mikael asintió con la cabeza.

– A lo largo de la tarde, Edklinth nos ha ido informando del desarrollo de la investigación. Hemos tenido una larga discusión sobre algunos detalles constitucionales: queremos, por supuesto, que se hagan bien las cosas.

– Naturalmente -dijo Mikael en un tono que daba a entender que no se fiaba nada de las garantías del primer ministro.

– La investigación se encuentra ahora en una fase delicada. Aún no sabemos con exactitud qué personas están implicadas. Necesitamos tiempo para identificarlas. Por eso enviamos a Monica Figuerola para que te invitara a esta reunión.

– Pues ha hecho muy bien su trabajo: no me ha dado muchas opciones.

El primer ministro frunció el ceño y miró de reojo a Monica Figuerola.

– Olvídalo -dijo Mikael-. Su comportamiento ha sido ejemplar. ¿Qué es lo que deseas?

– Queremos saber cuándo piensas publicar tu texto. Ahora mismo la investigación se está llevando a cabo con la máxima confidencialidad, de manera que, si actúas antes de que Edklinth termine, podrías echarlo todo a perder.

– Mmm. ¿Y cuándo quieres que lo publique? ¿Después de las próximas elecciones?

– Eso lo decides tú; yo no puedo influir sobre eso. Lo que te pido es que, antes de hacerlo, nos avises para que nosotros sepamos qué fecha límite tenemos para llevar a cabo nuestra investigación.

– Entiendo. Antes mencionaste algo sobre una colaboración…

– Primero quiero decir que, en circunstancias normales, ni se me habría pasado por la cabeza pedirle a un periodista que asistiera a una reunión como ésta.

– Creo que en circunstancias normales habrías hecho todo lo que hubiera estado en tu mano para mantener alejados a los periodistas de una reunión así.

– Sí. Pero tengo entendido que a ti te motivan varios factores. Como periodista tienes fama de no andarte con chiquitas cuando se trata de corrupción. En ese caso, no hay ninguna discrepancia con respecto a nosotros.

– ¿No?

– No. Ni la más mínima. O, mejor dicho… si hay alguna, es más bien de carácter jurídico, pero no en lo que se refiere al objetivo. Si es verdad que existe ese club de Zalachenko, no sólo se trata de una organización criminal, sino también de una amenaza para la seguridad del país. Hay que pararlos y los responsables tienen que ser entregados a la justicia. En eso tú y yo estamos de acuerdo ¿no?

Mikael asintió.

– Tengo entendido que conoces esta historia mejor que nadie. Lo que te proponemos es que compartas tus conocimientos. Si esto hubiera sido una investigación policial normal y corriente en torno a un simple delito, el que instruyera el caso podría haberte convocado a un interrogatorio. Pero esto es, como ya sabes, una situación extrema.

Mikael permaneció callado un instante mientras reflexionaba sobre el asunto.

– ¿Y qué me dais a cambio si colaboro?

– Nada. No voy a negociar contigo. Si quieres publicar el texto mañana mismo, hazlo. No quiero verme envuelto en ningún tipo de regateo que pueda ser dudoso desde un punto de vista constitucional. Pido tu colaboración por el bien de la nación.

– Nada puede ser bastante -dijo Mikael Blomkvist-. Déjame decirte una cosa: estoy muy cabreado. Estoy muy cabreado con el Estado, con el gobierno, con la Säpo y con esos malditos cabrones que, sin ninguna razón, encerraron a una niña de doce años en el manicomio para luego asegurarse de que la declaraban incapacitada.

– Lisbeth Salander se ha convertido en un asunto gubernamental -dijo el primer ministro, sonriendo incluso-. Mikael: personalmente estoy muy indignado por todo lo que le ha pasado. Y créeme cuando te digo que los responsables van a pagar por lo que han hecho. Pero antes de hacer nada, necesitamos saber quiénes son.

– Tú tienes tus problemas. El mío es que quiero que se absuelva a Lisbeth Salander y que anulen su declaración de incapacidad.

– Ahí no te puedo ayudar. No estoy por encima de la ley y no puedo dictar lo que han de decidir los fiscales y los jueces. Debe ser absuelta en un juicio.

– De acuerdo -dijo Mikael Blomkvist-. Quieres una colaboración. Dame acceso a la investigación de Edklinth y contaré qué es lo que pienso publicar y cuándo.

– No puedo. Eso me pondría a mí con respecto a ti en la misma situación que vivió el predecesor del ministro de Justicia con aquel Ebbe Carlsson.

– Yo no soy Ebbe Carlsson -dijo Mikael tranquilamente.

– Eso ya me ha quedado claro. Sin embargo, Torsten Edklinth sí que puede decidir, claro está, qué información es la que desea compartir mientras el marco de su misión se lo permita.

– Mmm -murmuró Mikael Blomkvist-. Quiero saber quién era Evert Gullberg.

Un silencio se instaló en el salón.

– Lo más probable es que, durante muchos años, Evert Gullberg fuera el jefe de esa sección de la DGP /Seg a la que tú llamas El club de Zalachenko -dijo Edklinth.

El primer ministro le echó una mirada incisiva a Edklinth.

– Creo que eso ya lo sabía -dijo Edklinth, excusándose.

– Es correcto -intervino Mikael-. Empezó en los años cincuenta en la Säpo y en los sesenta se convirtió en jefe de algo llamado Sección para el Análisis Especial. Fue él quien se ocupó de todo el asunto Zalachenko.

El primer ministro negó con la cabeza.

– Sabes más de lo debido. Y me encantaría enterarme de cómo lo has averiguado. Pero no te lo voy a preguntar.

– Mi historia tiene algunos agujeros -dijo Mikael-. Y quiero taparlos. Dame la información que me falta y no os pondré la zancadilla.

– Como primer ministro no puedo darte esa información. Y Torsten Edklinth estaría en la cuerda floja si lo hiciera.

– ¡Y una mierda! Yo sé lo que queréis. Tú sabes lo que yo quiero. Si me dais esa información, os trataré como fuente, con toda la garantía de anonimato que eso implica. No me malentendáis: en mi reportaje voy a contar la verdad tal y como yo la veo. Si tú estás implicado, te dejaré en evidencia y me aseguraré de que nunca jamás vuelvas a ser elegido. Pero, de momento, no tengo motivos para creer que ése sea el caso.

El primer ministro miró de reojo a Edklinth. Tras un instante de duda, movió afirmativamente la cabeza. Mikael lo vio como una señal de que el primer ministro acababa de violar la ley -si bien era cierto que de un modo muy teórico- dando su consentimiento a que Mikael pudiese acceder a información clasificada.

– Esto se soluciona de una forma bastante sencilla -dijo Edklinth-. Soy el responsable de una comisión unipersonal, de modo que yo mismo elijo a mis colaboradores. Tú no puedes formar parte de esa comisión, ya que eso implicaría que te vieras obligado a firmar una declaración de secreto profesional. Pero no hay nada que me impida contratarte como asesor externo.


Desde que Erika Berger tuvo que meterse en el traje del difunto redactor jefe Håkan Morander, su vida se había llenado, día y noche, de un sinfín de reuniones y trabajo. Se sentía en todo momento mal preparada, incapaz y poco puesta al día.

Hasta la tarde del miércoles, casi dos semanas después de que Mikael Blomkvist le diera la carpeta de la investigación de Henry Cortez sobre el presidente de su junta directiva, Magnus Borgsjö, Erika no tuvo tiempo para dedicarse a ese asunto. Cuando la abrió se dio cuenta de que su tardanza también se debía al hecho de que no le apetecía mucho abordar ese tema. Ya sabía que, hiciera lo que hiciese, acabaría en catástrofe.

Llegó al chalet de Saltsjöbaden más pronto de lo habitual, a eso de las siete de la tarde, desactivó la alarma de la entrada y constató sorprendida que su marido, Greger Backman, no estaba en casa. Tardó un rato en recordar que esa mañana ella lo había besado con un cariño especial porque él se iba a París para dar unas conferencias y no volvería hasta el fin de semana. Fue consciente de que no tenía ni idea de a quién le iba a dar las charlas, ni de qué trataban ni de cuándo había recibido la invitación.

Mire, perdone, pero he perdido a mi marido. Se sintió como el personaje de un libro del doctor Richard Schwartz y se preguntó si necesitaría la ayuda de un psicoterapeuta.

Subió a la planta superior, llenó la bañera y se desnudó. Cogió la carpeta de la investigación, se metió con ella en la bañera y dedicó la siguiente media hora a leerla. Cuando terminó no pudo reprimir una sonrisa: Henry Cortez iba a ser un periodista formidable. Tenía veintiseis años y llevaba cuatro trabajando en Millennium, desde que se licenció. Ella sintió un cierto orgullo. Toda esa historia de los inodoros y del señor Borgsjö llevaba la firma de Millennium de principio a fin y no había ni una sola línea que no estuviera muy bien documentada.

Pero también se sintió triste. Magnus Borgsjö era una buena persona y le caía bien. Era discreto, escuchaba, tenía encanto y no le parecía nada arrogante. Además, era su jefe y el que le había dado el trabajo. Maldito Borgsjö… ¿Cómo coño has podido ser tan estúpido?

Reflexionó un rato intentando encontrar una conexión alternativa o alguna circunstancia atenuante, pero ya sabía que no iba a dar con nada que le sirviera de excusa.

Dejó la carpeta de la investigación en el alféizar de la ventana y se estiró en la bañera para meditar sobre el tema.

Era inevitable que Millennium publicara el reportaje. Si ella hubiese seguido como redactora jefe de la revista, no lo habría dudado ni un segundo, y el hecho de que la hubieran puesto al corriente de la historia con antelación no era más que un gesto personal que dejaba claro que Millennium, en la medida de lo posible, quería paliar los daños que a ella, como persona, le pudiesen ocasionar. Si la situación hubiera sido al revés -esto es: si el SMP hubiese encontrado alguna mierda oculta sobre el presidente de la junta de Millennium (aunque, en realidad, fuera ella)-, tampoco habría dudado sobre si publicarlo o no.

La publicación iba a dañar seriamente a Magnus Borgsjö. En realidad, lo más grave del asunto no era que su empresa Vitavara AB le hubiese pedido inodoros a una empresa de Vietnam que figuraba en la lista negra que la ONU había confeccionado con las empresas que se dedican a la explotación laboral infantil. En este caso concreto, la empresa utilizaba, además, mano de obra esclava, la de los prisioneros, algunos de los cuales podrían ser definidos, sin duda, como prisioneros políticos. Lo más grave era que Magnus Borgsjö conocía esas circunstancias y, aun así, había elegido continuar solicitando los inodoros de Fong Soo Industries. Se trataba de una avaricia que, tras la estela dejada por otros gánsteres capitalistas como el destituido director ejecutivo de Skandia, no gustaba mucho al pueblo sueco.

Magnus Borgsjö, naturalmente, afirmaría que no conocía las condiciones de trabajo de Fong Soo, pero Henry Cortez tenía una buena documentación al respecto, de modo que, en el instante en que Borgsjö intentara poner esa excusa, también sería tachado de mentiroso. Porque la verdad era que en el mes de junio de 1997, Magnus Borgsjö viajó a Vietnam para firmar los primeros contratos. En esa ocasión pasó diez días en el país y, entre otras cosas, visitó las fábricas de la empresa. Si intentara mantener que nunca supo que varios de los trabajadores de la fábrica sólo tenían doce o trece años, quedaría como un idiota.

La cuestión de la posible falta de conocimientos de Borgsjö se zanjaría definitivamente por el hecho de que Henry Cortez podría probar que la comisión de la ONU que se ocupaba de estudiar la explotación laboral de los niños incluyó en 1999 a Fong Soo Industries en la lista de empresas que utilizaban mano de obra infantil. Eso provocó la aparición de numerosos artículos en la prensa e indujo a dos organizaciones sin ánimo de lucro, independientes entre sí, entre ellas la mundialmente reconocida International Joint Effort Against Child Labour de Londres, a escribir una serie de cartas a empresas que eran clientes de Fong Soo. A Vitavara AB se mandaron no menos de siete, dos de las cuales se dirigieron personalmente a Magnus Borgsjö. La organización de Londres, encantada, había entregado la documentación a Henry Cortez y aprovechó para comentarle que Vitavara AB no había contestado a ninguna de las cartas.

Sin embargo, Magnus Borgsjö viajó a Vietnam en otras dos ocasiones -2001 y 2004- para renovar los contratos. Ese era el golpe de gracia. Todas las posibilidades con que Borgsjö contaba para alegar ignorancia se acababan ahí.

La atención mediática que se desencadenaría sólo podría conducir a una sola cosa: si Borgsjö fuera inteligente, pediría perdón públicamente y dimitiría de todos sus cargos, porque si se intentara defender, sería aniquilado en el proceso.

A Erika le daba igual que Borgsjö fuese el presidente de la junta de Vitavara AB o no. Para ella, lo más grave era que también fuera presidente del SMP. La publicación de todo ese asunto significaría que se vería obligado a dimitir. En una época en la que el periódico se encontraba al borde del abismo y se acababa de poner en marcha un plan de renovación, el SMP no se podía permitir un presidente de junta que tuviera una vida dudosa. Perjudicaría al periódico. Así que él tendría que irse del SMP.

A Erika Berger, por consiguiente, se le presentaban dos líneas distintas de actuación:

Podía ir a hablar con Borgsjö, ponerle las cartas sobre la mesa, enseñarle la documentación e inducirlo a que él mismo llegara a la conclusión de que debía dimitir antes de que se publicara el reportaje.

Pero si ponía trabas, entonces convocaría a los miembros de la junta, les informaría de la situación y les obligaría a destituirlo. Y si la junta no estuviera de acuerdo con esa forma de proceder, se vería obligada a dimitir de inmediato como redactora jefe del SMP.

Cuando Erika Berger llegó a ese punto de su reflexión, el agua de la bañera ya se había enfriado. Se duchó, se secó, entró en el dormitorio y se puso una bata. Luego cogió el móvil y llamó a Mikael Blomkvist. No hubo respuesta. En su lugar, bajó a la planta baja para preparar café y, por primera vez desde que había empezado a trabajar en el SMP, comprobar si, por casualidad, ponían alguna película en la tele con la que poder relajarse.

Al pasar por delante de la entrada del salón sintió un agudo dolor en el pie, bajó la mirada y descubrió que sangraba profusamente. Dio otro paso y el dolor le recorrió todo el pie. Se acercó hasta una silla de época saltando sobre una pierna y se sentó. Al levantar el pie descubrió, para su horror, que se había clavado un trozo de cristal en el talón. Al principio se sintió desfallecer. Luego se armó de valor, agarró el trozo de cristal y se lo sacó. Le dolió endiabladamente y la sangre empezó a salir a borbotones de la herida.

Abrió un cajón de la cómoda de la entrada donde tenía los fulares, los guantes y los gorros. Encontró un fular que se apresuró a envolver alrededor del pie y atar con fuerza. No fue suficiente y lo reforzó con otra improvisada venda. El flujo de sangre se redujo un poco.

Asombrada, se quedó mirando el ensangrentado trozo de cristal. ¿Cómo ha venido a parar hasta aquí? Luego descubrió más cristales en el suelo. ¿Qué coño…? Se levantó, echó un vistazo al salón y vio que el gran ventanal panorámico con vistas al mar se hallaba roto y que todo el suelo estaba lleno de cristales.

Fue retrocediendo hasta la puerta y se puso los zapatos que se había quitado al llegar a casa. Bueno, se puso un zapato, introdujo los dedos del pie dañado en el otro y entró más o menos saltando a la pata coja para observar los destrozos.

Luego descubrió un ladrillo en medio de la mesa del salón.

Se acercó cojeando hasta la puerta de la terraza y salió. En la fachada, alguien había pintado con spray una palabra cuyas letras tenían un metro de alto:

PUTA

Eran más de las nueve de la noche cuando Monica Figuerola le abrió la puerta del coche a Mikael Blomkvist. Acto seguido, rodeó el vehículo y se sentó al volante.

– ¿Te llevo a casa o quieres que te deje en algún otro sitio?

Mikael Blomkvist miraba al vacío.

– Si te soy sincero… no sé muy bien dónde. Es la primera vez que presiono a un primer ministro.

Monica Figuerola se rió.

– Has jugado tus cartas bastante bien -dijo-. No tenía ni idea de que tuvieras tanto talento para jugar al póquer y marcarte esos faroles.

– Todo lo que he dicho iba en serio.

– Ya, me refiero a que has dado la impresión de saber bastante más de lo que en realidad sabes. Me di cuenta de ello cuando entendí cómo me habías identificado.

Mikael volvió la cabeza y miró el perfil de Monica.

– Te quedaste con la matrícula de mi coche cuando estaba aparcado en la cuesta de delante de tu casa.

Él asintió.

– Les has hecho creer que estabas al corriente de todo lo que se hablaba en el despacho del primer ministro.

– ¿Y por qué no has dicho nada?

Ella le echó una rápida mirada y se incorporó a Grev Turegatan.

– Son las reglas del juego… No debería haber aparcado allí. Pero fue el único sitio que encontré. Joder, cómo controlas tus alrededores, tío.

– Estabas con un plano en al asiento delantero y hablando por teléfono. Cogí la matrícula y la comprobé por pura rutina. Como hago con todos los coches que me llaman la atención. En general, sin resultados. Pero en tu caso descubrí que trabajas para la Säpo.

– Seguía a Mårtensson. Luego me enteré de que tú ya lo estabas controlando con la ayuda de Susanne Linder, de Milton Security.

– Armanskij la puso allí para que documentara todo lo que sucediera en los alrededores de mi casa.

– La vi entrar en el portal, así que supongo que Armanskij ha instalado algún tipo de vigilancia oculta en tu domicilio.

– Correcto. Tenemos un excelente vídeo de cómo entran en mi apartamento y revisan todos mis papeles. Mårtensson llevaba consigo una fotocopiadora portátil. ¿Habéis identificado al cómplice de Mårtensson?

– Un tipo sin importancia. Un cerrajero con un pasado delictivo al que probablemente están pagando para que abra tu puerta.

– ¿Nombre?

– ¿Estoy protegida como fuente?

– Por supuesto.

– Lars Faulsson. Cuarenta y siete años. Le llaman Falun. Condenado por reventar una caja fuerte en los años ochenta y otras cosillas. Tiene un negocio en Norrtull.

– Gracias.

– Pero dejemos los secretos para la reunión de mañana.

La reunión con el primer ministro había acabado en un acuerdo que significaba que, al día siguiente, Mikael Blomkvist visitaría el Departamento de protección personal para iniciar el intercambio de información. Mikael reflexionó. Acababan de pasar la plaza de Sergel.

– ¿Sabes una cosa? Me muero de hambre. Comí sobre las dos y había pensado preparar pasta al llegar a casa, pero justo entonces me pillaste tú. ¿Has cenado?

– Hace un rato.

– Llévame a algún garito donde den comida decente.

– Toda la comida es decente.

Mikael la miró por el rabillo del ojo.

– Yo pensaba que tú eras una fanática de la dieta sana.

– No, yo soy una fanática del ejercicio. Y si haces ejercicio, puedes comer lo que quieras. Dentro de unos límites razonables, claro está.

Ella fue frenando en el viaducto de Klaraberg sopesando las alternativas. En vez de girar hacia Södermalm siguió recto hasta Kungsholmen.

– No sé cómo son los restaurantes de Södermalm, pero conozco un excelente restaurante bosnio en Fridhemsplan. Tienen un burek fantástico.

– Eso suena muy bien -dijo Mikael Blomkvist.


Tocando las letras una a una con el puntero, Lisbeth Salander iba avanzando en su redacción. Trabajaba una media de cinco horas al día. Se expresaba con exactitud. Tenía mucho cuidado en ocultar todos los detalles que pudieran ser utilizados en su contra.

El hecho de que estuviera encerrada se había convertido en una bendición. Podía trabajar cada vez que la dejaban sola en la habitación y siempre recibía el aviso de que había que esconder el ordenador de mano cuando oía el sonido de un llavero o de una llave que se introducía en la cerradura.

Cuando estaba a punto de cerrar con llave la casa de Bjurman, en las afueras de Stallarholmen, llegaron Carl-Magnus Lundin y Sonny Nieminen en sendas motos. Debido al hecho de que llevaban un tiempo buscándome por encargo de Zalachenko/Niedermann se asombraron al verme allí. Magge Lundin se bajó de la moto y comentó: «Creo que la bollera necesita una buena polla». Tanto él como Nieminen se comportaron de una forma tan amenazadora que me vi obligada a recurrir a mi derecho de actuar en legítima defensa. Abandoné el lugar montada en la moto de Lundin, la cual dejé luego delante del recinto ferial de Älvsjö.

Leyó el párrafo y asintió para sí misma en señal de aprobación. No había razones para añadir que, además, Magge Lundin la había llamado puta y que, por eso, ella se agachó, cogió el P-83 Wanad de Nieminen y castigó a Lundin pegándole un tiro en el pie. La policía, sin duda, podía imaginárselo, pero era cosa suya probar que fue eso lo que ocurrió. No tenía ninguna intención de facilitarles el trabajo confesando algo que le podría acarrear una sentencia de cárcel por lesiones graves.

El texto contaba ya con el equivalente a treinta y tres páginas y se estaba acercando al final. En ciertos pasajes se mostró enormemente parca con los detalles y se esmeró mucho en asegurarse de que en ningún momento presentaba pruebas que pudieran demostrar alguna de las muchas afirmaciones que hacía. Llegó incluso al extremo de ocultar ciertas pruebas obvias para, en su lugar, centrarse en el siguiente eslabón de la cadena de acontecimientos.

Reflexionó un rato y volvió a leer esa parte del escrito en la que daba cuenta de la sádica y brutal violación cometida por el abogado Nils Bjurman. Era el pasaje al que le había dedicado más tiempo y uno de los pocos que redactó varias veces hasta que estuvo contenta con el resultado final. El párrafo comprendía diecinueve líneas. En un tono neutro y objetivo daba cumplida cuenta de cómo él le pegó, la tiró boca abajo sobre la cama, le tapó la boca con cinta y la esposó. A continuación explicaba que, a lo largo de la noche, practicó con ella repetidos y violentos actos sexuales en los que se incluían tanto la penetración oral como la anal. Después describía cómo, en una de las violaciones, él cogió una prenda de ella -su camiseta-, se la pasó alrededor del cuello y se la mantuvo apretada durante tanto tiempo que, en algunos momentos, ella llegó a perder la conciencia. A todo eso le seguían unas cuantas líneas más en las que hacía alusión a los objetos que él usó durante la violación, como por ejemplo un látigo corto, un tapón anal, un grueso consolador y unas pinzas con las que le pellizcó los pezones.

Frunció el ceño y estudió el texto. Después levantó el puntero y redactó unas cuantas líneas más.

En una ocasión en la que todavía tenía la boca tapada, Bjurman comentó el hecho de que yo llevara varios tatuajes y piercings, entre ellos un arito en el pezón izquierdo. Me preguntó si me gustaban los piercings y, acto seguido, dejó un instante la habitación. Volvió con una aguja con la que me perforó el pezón derecho.

Tras leerlo dos veces, asintió de forma aprobatoria. El tono burocrático le confería al pasaje un carácter tan surrealista que parecía una absurda fabulación.

Dicho de forma simple: la historia no sonaba creíble.

Eso era, justamente, lo que Lisbeth Salander pretendía.

En ese instante oyó el sonido del llavero del vigilante de Securitas. Apagó enseguida el ordenador de mano y lo colocó en el hueco de detrás de la mesilla. Era Annika Giannini. Frunció el ceño: eran más de las nueve de la noche y Giannini no solía aparecer tan tarde.

– Hola, Lisbeth.

– Hola.

– ¿Cómo estás?

– No la he terminado todavía.

Annika Giannini suspiró.

– Lisbeth: han fijado la fecha del juicio para el trece de julio.

– Está bien.

– No, no está bien. El tiempo pasa y no confías en mí. Empiezo a tener miedo de haber cometido un terrible error aceptando ser tu abogada. Si queremos tener la más mínima oportunidad, has de fiarte de mí. Debes colaborar conmigo.

Lisbeth examinó a Annika Giannini durante un buen rato. Al final echó la cabeza hacia atrás y miró al techo.

– Ya sé cómo lo vamos a hacer -dijo Lisbeth-. He entendido el plan de Mikael. Y tiene razón.

– No estoy tan segura -dijo Annika.

– Pero yo sí.

– La policía quiere volver a interrogarte. Un tal Hans Faste, de Estocolmo.

– Deja que me interrogue. No diré ni una palabra.

– Debes dar una explicación.

Lisbeth miró fijamente a Annika Giannini.

– Repito: no le vamos a decir ni una sola palabra a la policía. Cuando nos presentemos en la sala del juicio, el fiscal no va a tener ni una sola sílaba sobre la que apoyarse. Todo lo que conseguirá será la declaración que estoy preparando ahora y que, en su mayoría, le va a parecer absurda. Y se la daré unos pocos días antes del juicio.

– ¿Y cuándo vas a coger un boli y terminar esa presentación?

– Te la daré dentro de unos días. Pero el fiscal no la verá hasta poco antes del juicio.

Annika Giannini parecía escéptica. De repente, Lisbeth mostró una prudente y torcida sonrisa.

– Hablas de confianza. ¿Yo me puedo fiar de ti?

– Por supuesto.

– Vale, ¿puedes pasarme a escondidas un ordenador de mano para que me mantenga en contacto con la gente por Internet?

– No. Claro que no. Si se descubriera, me procesarían y perdería mi licencia de abogada.

– Pero ¿y si otra persona me pasara uno… lo denunciarías a la policía?

Annika arqueó las cejas.

– Bueno, si no lo conociera…

– Pero ¿y si lo conocieras? ¿Cómo actuarías?

Annika reflexionó un largo rato.

– Haría la vista gorda. ¿Por qué?

– Dentro de poco, ese hipotético ordenador te enviará un hipotético correo. Cuando lo hayas leído, quiero que vuelvas a visitarme.

– Lisbeth…

– Espera. Verás, esto es así: el fiscal juega con las cartas marcadas. Haga lo que haga, me encuentro en una posición de inferioridad, y el objetivo del juicio es volver a encerrarme en una clínica psiquiátrica.

– Lo sé.

– Si quiero sobrevivir, también tengo que recurrir a métodos ilegales.

Al final, Annika Giannini asintió.

– Cuando viniste a verme por primera vez me diste saludos de parte de Mikael Blomkvist. Me ha dicho que te lo ha contado casi todo sobre mí, excepto algunas cosas. Una de esas excepciones es la destreza que él descubrió en mí cuando estuvimos en Hedestad.

– Sí.

– Se refería a que soy cojonuda con los ordenadores. Tan cojonuda que puedo leer y copiar lo que hay en el ordenador del fiscal Ekström.

Annika Giannini palideció.

– Tú no puedes implicarte en eso. Quiero decir que no puedes usar ese material en el juicio -le aclaró Lisbeth.

– No, claro que no.

– O sea, que no lo sabes.

– De acuerdo.

– En cambio, otra persona, digamos tu hermano, puede publicar determinadas partes de ese material. Eso lo debes tener en cuenta cuando planees nuestra estrategia de cara al juicio.

– Entiendo.

– Annika, este juicio lo ganará quien utilice los métodos más duros.

– Ya lo sé.

– Estoy contenta contigo como abogada. Confío en ti y necesito tu ayuda.

– Mmm.

– Pero si vas a ponerme trabas porque yo también empleo métodos poco éticos, entonces perderemos.

– Sí.

– Y si eso es así, quiero saberlo ya. Pero me veré obligada a despedirte y buscar a otra persona.

– Lisbeth, no puedo violar la ley.

– Tú no vas a violar ninguna ley. Pero tienes que cerrar los ojos cuando yo lo haga. ¿Podrás hacerlo?

Lisbeth Salander esperó pacientemente durante casi un minuto hasta que Annika Giannini hizo un gesto afirmativo.

– Bien. Déjame que te ponga al tanto de las líneas generales de mi presentación.

Hablaron durante más de dos horas.


Tenía razón Monica Figuerola cuando dijo que el burek del restaurante bosnio era fantástico. Mikael Blomkvist la miró con disimulo mientras ella volvía del cuarto de baño. Se movía con la gracia de una bailarina de ballet, pero su cuerpo era como… Mikael no podía remediar sentirse fascinado. Reprimió el impulso de alargar la mano y tocarle los músculos de las piernas.

– ¿Desde cuándo haces deporte? -preguntó.

– Desde que era joven.

– ¿Y cuántas horas por semana le dedicas?

– Dos horas al día. A veces tres.

– ¿Por qué? Quiero decir, entiendo por qué debe uno hacer ejercicio y todo eso, pero…

– Te parece que es exagerado.

– No sé muy bien qué es lo que me parece.

Ella sonrió y en absoluto pareció irritarse por sus preguntas.

– Tal vez sólo sea que te molesta ver a una tía con músculos y que piensas que es poco atractivo y poco femenino.

– No. En absoluto. Lo cierto es que te sienta bien. Te hace muy sexy.

Ella volvió a reírse.

– Ahora estoy bajando el ritmo. Hace diez años me dediqué en serio al culturismo; me machaqué mucho en el gimnasio. Era divertido. Pero ahora debo tener cuidado para que todos los músculos no se conviertan en grasa y empiece a engordar. Así que sólo hago pesas una vez por semana y el resto del tiempo me dedico a correr, nadar, jugar al badminton y cosas por el estilo. Ejercicio más que entrenamiento duro.

– Vale.

– Si hago ejercicio es porque me resulta placentero. Es un fenómeno normal entre los que nos entrenamos mucho. El cuerpo desarrolla una sustancia analgésica que te crea adicción. Al cabo de un tiempo te produce síndrome de abstinencia si no sales a correr todos los días. Es un subidón enorme de bienestar darlo absolutamente todo. Casi tan bueno como el sexo.

Mikael se rió.

– Tú también deberías hacer ejercicio -dijo ella-. Se te empieza a notar la tripa.

– Ya lo sé -respondió-. Es un eterno cargo de conciencia. De vez en cuando me da la neura y salgo a correr para quitarme un par de kilos, pero luego me lío con temas del trabajo y no hago nada durante uno o dos meses.

– Has estado bastante ocupado durante los últimos meses.

De repente se puso serio. Luego asintió.

– En las últimas dos semanas he leído un montón de cosas sobre ti -siguió Monica Figuerola-. Le diste mil vueltas a la policía cuando conseguiste localizar a Zalachenko e identificar a Niedermann.

– Lisbeth Salander fue más rápida.

– ¿Cómo diste con Gosseberga?

Mikael se encogió de hombros.

– Investigación normal y corriente. No fui yo quien la encontró sino nuestra secretaria de redacción, la actual redactora jefe, Malin Eriksson. Lo consiguió a través del registro de sociedades. Niedermann era miembro de la junta de la empresa de Zalachenko, KAB.

– Entiendo.

– ¿Por qué te convertiste en activista de la Säpo? -preguntó Mikael.

– Lo creas o no, estoy tan pasada de moda como un demócrata. Opino que la policía es necesaria y que una democracia necesita una protección política. Por eso me siento muy orgullosa de poder trabajar para la protección constitucional.

– Mmm -dijo Mikael Blomkvist.

– No te gusta la Säpo.

– No me gustan las instituciones que están por encima del control parlamentario habitual: es una invitación al abuso de poder, por muy buenas que sean las intenciones. ¿Por qué te interesa el deísmo de la Antigüedad?

Ella arqueó las cejas.

– Estabas leyendo un libro sobre ese tema en mi escalera.

– Ah sí, es verdad. El tema me fascina.

– Ajá.

– Me interesan bastantes cosas. En mi época de policía estudié Derecho y Ciencias Políticas. Y antes hice algunos cursos de Historia de las ideas y Filosofía.

– ¿No tienes ningún defecto?

– No leo ficción, nunca voy al cine y no veo más que las noticias de la tele. Y tú, ¿por qué te hiciste periodista?

– Porque existen instituciones como la Säpo en las que no hay transparencia ni control parlamentario y es preciso denunciarlas de vez en cuando.

Mikael sonrió.

– Si te digo la verdad, no lo sé muy bien. Pero en realidad la respuesta es la misma que la tuya: creo en una democracia constitucional a la que hay que defender de vez en cuando.

– Como hiciste con el financiero Hans-Erik Wennerström.

– Algo así.

– No estás casado. ¿Estás con Erika Berger?

– Erika Berger está casada.

– Vale. De modo que todos esos rumores que circulan sobre vosotros no son más que chorradas… ¿Tienes novia?

– Ninguna fija.

– Así que esos rumores también son verdaderos…

Mikael se encogió de hombros y volvió a sonreír.


La redactora jefe Malin Eriksson estuvo trabajando en la mesa de la cocina de su casa de Årsta hasta bien entrada la madrugada. Se pasó la noche con los ojos pegados a unas copias del presupuesto de Millennium y se la veía tan ocupada que, al cabo de un rato, su novio, Anton, desistió en sus intentos de mantener una conversación normal con ella. Así que primero se puso a fregar y después se preparó un intempestivo sándwich y un café. Luego la dejó en paz y se sentó ante la tele para ver una reposición de CSI.

Hasta ese momento, Malin Eriksson no había administrado en su vida más presupuesto que el doméstico, pero había visto cómo Erika hacía los balances mensuales, de manera que entendía bien los principios. Ahora se había convertido de repente en redactora jefe, lo que conllevaba una cierta responsabilidad presupuestaria. Pasada la medianoche, decidió que, ocurriera lo que ocurriese, necesitaba a alguien con quien hablar de esos temas. Su colega Ingela Oscarsson, que se encargaba de la contabilidad una vez por semana, no tenía ninguna responsabilidad en cuanto al presupuesto y no era de ninguna ayuda cuando se trataba de decidir cuánto pagarle a un freelance o si se podían permitir una nueva impresora láser cogiendo dinero de fondos distintos a los destinados a las mejoras técnicas. En la práctica era una situación ridicula; Millennium incluso producía beneficios, pero eso era gracias al hecho de que Erika Berger siempre había hecho equilibrios para cerrar los balances con un presupuesto cero. Algo tan sencillo como una nueva impresora láser de color de cuarenta y cinco mil coronas tenía que convertirse en una de blanco y negro de ocho mil.

Por un segundo, sintió envidia de Erika Berger: en el SMP contaban con un presupuesto en el que un gasto así se habría considerado calderilla.

La situación económica de Millennium resultó positiva en la última junta anual, pero el excedente del presupuesto procedía fundamentalmente del libro de Mikael Blomkvist sobre el asunto Wennerström. La cantidad destinada a inversiones iba reduciéndose a un ritmo preocupante. Una de las causas que habían contribuido a crear esa situación eran los gastos de Mikael en relación con la historia Salander. Millennium no disponía de los recursos que se requerían para mantener a un colaborador con un presupuesto corriente y hacer frente a todos los gastos que eso conllevaba, como coches de alquiler, habitaciones de hotel, taxis, compras de material de investigación y teléfonos móviles, y cosas similares.

Malin le dio su visto bueno a una factura del freelance Daniel Olofsson de Gotemburgo. Suspiró. Mikael Blomkvist había aprobado una suma de catorce mil coronas para investigar, durante una semana, una historia que ni siquiera se iba a publicar. Los honorarios a un tal Idris Ghidi de Gotemburgo se incluían en el presupuesto dedicado a honorarios de fuentes anónimas cuyo nombre no se podía mencionar, algo que provocaría que el contable los criticara por la ausencia de recibos y que el asunto se convirtiera en un gasto que tendría que ser aprobado por la junta. Para más inri, Millennium le pagaba unos honorarios a Annika Giannini, que aunque ciertamente iba a ser retribuida con fondos públicos, necesitaba dinero para los billetes de tren y otros gastos.

Dejó el bolígrafo y se quedó mirando los totales obtenidos. Mikael Blomkvist se había fundido, sin ninguna consideración, más de ciento cincuenta mil coronas en la historia Salander, lo cual se escapaba por completo del presupuesto. No podía continuar así.

Llegó a la conclusión de que tenía que hablar con él.


En vez de relajarse tumbada en el sofá delante de la tele, Erika Berger se pasó la noche en el servicio de urgencias del hospital de Nacka. El trozo de cristal había penetrado tan profundamente que la herida no cesaba de sangrar y en el reconocimiento médico se vio que todavía tenía clavada en el talón una punta de cristal que había que extraer. Le dieron anestesia local y luego cerraron la herida con tres puntos de sutura.

Todo el tiempo que Erika Berger permaneció en el hospital se lo pasó blasfemando e intentando llamar, ora a Greger Backman, ora a Mikael Blomkvist. No obstante, ni su marido ni su amante se dignaban coger el teléfono. A eso de las diez de la noche le habían puesto un fuerte vendaje. Le dejaron unas muletas y cogió un taxi hasta su casa.

Cojeando de un pie y apoyándose en algunos dedos del otro, le llevó un buen rato barrer y limpiar el salón. Pidió un nuevo cristal a Glasakuten. Tuvo suerte: había sido una noche tranquila en el centro y los de Glasakuten llegaron en veinte minutos. Luego la suerte la abandonó: el cristal del salón era demasiado grande y en esos momentos no disponían de un tamaño así. El operario se ofreció a cubrir el ventanal, de forma provisional, con madera de contrachapado, algo que Erika aceptó agradecida.

Mientras colocaban la madera llamó al número de teléfono de guardia de la compañía de seguros NIP, esto es, Nacka Integrated Protection, y preguntó por qué diablos la costosa alarma de la casa no se había activado cuando alguien tiró un ladrillo a través de la ventana más grande de su chalet de doscientos cincuenta metros cuadrados.

Un coche de la NIP pasó para echar un vistazo y se constató que el técnico que en su día instaló la alarma se olvidó, al parecer, de conectar los hilos de esa ventana.

Erika Berger se quedó sin palabras.

La NIP se ofreció a enmendar el error a la mañana siguiente. Erika contestó que no se molestaran. En su lugar, llamó al número de guardia de Milton Security, explicó la situación y dijo que quería un sistema de alarma completo cuanto antes. «Sí, ya sé que hay que firmar un contrato, pero dile a Dragan Armanskij que soy Erika Berger… y aseguraos de que la alarma esté instalada mañana por la mañana.»

Por último, también llamó a la policía. Le comunicaron que en esos momentos no había ningún coche patrulla disponible para ir a tomar nota de la denuncia. Le aconsejaron que se dirigiera a la comisaría más cercana al día siguiente. «Gracias.» Fuck off.

Luego se quedó sola y, de la misma rabia, la sangre le hirvió durante un largo rato hasta que la adrenalina le empezó a bajar y se dio cuenta de que iba a pasar la noche sola en un chalet sin alarma mientras alguien que la estaba llamando puta y que mostraba tendencia a la violencia rondaba por los alrededores.

Se preguntó por un instante si no debería irse al centro y pasar la noche en un hotel, pero la verdad era que Erika Berger era una de esas personas que odiaban que la expusieran a amenazas y, mucho más, que la obligaran a doblegarse ante ellas. Joder, me cago en diez. No voy a dejar que un puto saco de mierda me eche de mi propia casa.

Sin embargo, tomó unas sencillas medidas de seguridad.

Mikael Blomkvist le había contado cómo con un palo de golf Lisbeth Salander había despachado al asesino en serie Martin Vanger. Así que salió al garaje y estuvo diez minutos buscando su bolsa de golf, a la que llevaba unos quince años sin acercarse. Eligió el palo de hierro que mejor swing tenía y lo colocó a una distancia cómoda de la cama de su dormitorio. Colocó un putter en la entrada y un palo más en la cocina. Cogió un martillo de la caja de herramientas del sótano y lo dejó en el cuarto de baño contiguo al dormitorio.

Sacó su bote de gas lacrimógeno de su bolso y lo puso en la mesilla de noche. Finalmente buscó una cuña de goma, cerró la puerta del dormitorio y metió la cuña por debajo. Luego casi deseó que ese maldito idiota que la llamaba puta y que se dedicaba a romper los cristales de su casa volviese durante la noche.

Cuando se sintió satisfactoriamente escudada era ya la una de la madrugada. Debía estar en el SMP a las ocho. Consultó su agenda y constató que, a partir de las diez, tenía concertadas cuatro reuniones. El pie le dolía muchísimo y cojeaba. Se desnudó y se metió bajo las sábanas. Como ella no utilizaba camisones, se preguntó si no debería ponerse una camiseta o algo así, pero decidió que, como había dormido desnuda desde que era adolescente, un ladrillo por la ventana del salón no iba a cambiar sus hábitos.

Luego, claro está, se quedó despierta cavilando.

Puta.

Había recibido nueve correos que contenían la palabra «puta» y que parecían proceder de distintas fuentes dentro de los medios de comunicación. El primero llegó desde su misma redacción, pero el remitente era falso.

Salió de la cama y cogió el nuevo Dell laptop que le habían dado nada más empezar a trabajar en el SMP.

El primer correo -que también era el más vulgar y amenazador y en el que le decían que le dieran por el culo con un destornillador- había llegado el 16 de mayo, hacía ya diez días.

El segundo apareció dos días más tarde, el 18 de mayo.

Cesaron una semana y luego volvió a recibirlos, esta vez con un intervalo de aproximadamente veinticuatro horas.

Después, el ataque contra su casa. Puta.

Mientras tanto, Eva Carlsson, de cultura, había recibido unos cuantos correos idiotas que daban la impresión de proceder de la propia Erika. Y si Eva Carlsson había recibido ese tipo de correos, era perfectamente posible que el autor también se hubiese aplicado en otros lares: o sea, que más personas desconocidas por ella hubieran recibido supuestos correos de «ella».

Era un pensamiento desagradable.

Sin embargo, lo que más la preocupaba era el ataque contra su chalet de Saltsjöbaden.

Significaba que alguien se había molestado en ir allí, localizar su casa y tirar un ladrillo por la ventana. El ataque había sido preparado: el agresor se había traído un bote de pintura en spray. Un instante después se quedó helada cuando se dio cuenta de que posiblemente hubiera que añadir otra agresión a la lista; alguien le había pinchado las cuatro ruedas del coche cuando pasó la noche con Mikael Blomkvist en el Hilton de Slussen.

La conclusión resultaba tan obvia como desagradable: un stalker andaba tras ella.

Ahí fuera había ahora una persona que, por razones desconocidas, se dedicaba a acosar a Erika Berger.

Que la casa de Erika fuese objeto de un ataque resultaba comprensible: estaba donde estaba y era difícil esconderla o cambiarla de lugar. Pero que su coche hubiese sido objeto de un ataque mientras se encontraba aparcado en una calle cualquiera del barrio de Södermalm quería decir que el stalker siempre rondaba a su alrededor.

Capítulo 18 Jueves, 2 de junio

Una llamada de móvil despertó a Erika Berger a las nueve menos cinco.

– Buenos días, señora Berger. Dragan Armanskij. Tengo entendido que anoche sucedió algo.

Erika contó lo ocurrido y preguntó si Milton Security podía reemplazar a Nacka Integrated Protection.

– Por lo menos sabemos instalar una alarma y hacer que funcione -dijo Armanskij con sarcasmo-. El problema es que el coche más cercano del que disponemos por las noches se encuentra en el centro de Nacka. Tardaría en llegar unos treinta minutos. Si aceptamos el trabajo, tendría que sacar su casa a contrata: hemos firmado un acuerdo de colaboración con una empresa local, Adam Säkerhet, de Fisksätra, cuyo tiempo de llegada sería de unos diez minutos si nada falla.

– Es mejor que la NIP, que no aparece.

– Quiero informarle de que se trata de una empresa familiar compuesta por el padre, dos hijos y un par de primos. Griegos, buena gente; conozco al padre desde hace muchos años. Tienen cobertura unos trescientos veinte días al año. Cuando ellos no pueden acudir, por vacaciones u otras razones, me lo comunican con antelación y entonces es nuestro coche de Nacka el que está disponible.

– Me parece muy bien.

– Le voy a enviar una persona. Se llama David Rosin y puede que ya esté en camino. Va a hacer un análisis de seguridad. Si no va a estar ahí, necesitará las llaves y su permiso para revisarlo todo de arriba abajo. Hará fotos de la casa, del jardín y de los alrededores.

– De acuerdo.

– Rosin tiene mucha experiencia. Luego le haremos una propuesta de medidas de seguridad. La tendrá lista en unos cuantos días. Comprende alarma antiagresión, seguridad contra incendios, evacuación y protección ante posibles intrusos.

– Vale.

– Si ocurre algo también queremos que sepa lo que debes hacer durante los diez minutos que tarda en llegar el coche de Fisksätra.

– ¿Sí?

– Esta misma tarde le instalaremos la alarma. Después habrá que firmar el contrato.

Inmediatamente después de la llamada de Dragan Armanskij, Erika se dio cuenta de que se había dormido. Cogió el móvil, llamó al secretario de redacción Peter Fredriksson, le explicó que se había hecho daño y le pidió que cancelara la reunión de las diez.

– ¿No te encuentras bien? -preguntó.

– Me he hecho un corte en el pie -dijo Erika-. Iré en cuanto pueda. Cojeando.

Lo primero que hizo fue ir al baño contiguo al dormitorio. Luego se puso unos pantalones negros y le cogió a su marido una zapatilla que podría colocarse en el pie lesionado. Eligió una blusa negra y fue a por una americana. Antes de quitar la cuña de goma de debajo de la puerta del dormitorio se armó con el bote de gas lacrimógeno.

Recorrió la casa en estado de máxima alerta, se dirigió a la cocina y encendió la cafetera eléctrica. Desayunó en la mesa, atenta constantemente a cualquier ruido que se produjera alrededor. Acababa de servirse un segundo café cuando David Rosin, de Milton Security, llamó a la puerta.


Monica Figuerola fue paseando hasta Bergsgatan y reunió a sus cuatro colaboradores para una temprana charla matutina.

– Ahora tenemos un deadline -dijo Monica Figuerola-. Nuestro trabajo tiene que estar para el trece de julio, fecha del juicio de Lisbeth Salander. Así que nos queda un mes y pico. Hagamos una puesta en común y decidamos qué cosas son las más importantes ahora mismo ¿Quién quiere empezar?

Berglund se aclaró la voz.

– Ese hombre rubio que se ve con Mårtensson… ¿quién es?

Todos asintieron con la cabeza. Iniciaron la conversa ción:

– Tenemos fotos suyas, pero ni idea sobre cómo dar con él. No podemos salir con una orden de busca y captura.

– ¿Y Gullberg? Tiene que haber un hilo del que tirar. Trabajó para la Policía Secreta del Estado desde principios de los años cincuenta hasta 1964, cuando se fundó la DGP /Seg. Luego desapareció.

Figuerola asintió.

– ¿Debemos sacar la conclusión de que el club de Zalachenko fue algo que se fundó en 1964? O sea, ¿mucho antes de que llegara Zalachenko?

– El objetivo tuvo que ser otro: una organización secreta dentro de la organización.

– Eso fue después de lo de Wennerström. Todo el mundo andaba paranoico.

– ¿Una especie de policía de espías secreta?

– La verdad es que hay algunos casos paralelos en elextranjero. En Estados Unidos se creó en los años sesenta un grupo especial de cazadores internos de espías dentro de la CIA. Fue liderado por un tal James Jesus Angleton y estuvo a punto de dar al traste con toda la CIA. La pandilla de Angleton se componía de fanáticos y paranoicos: sospechaban que todos los de la CIA eran agentes rusos. Uno de los resultados de sus empeños fue que gran parte de la actividad de la CIA quedara prácticamente paralizada.

– Pero eso no son más que especulaciones…

– ¿Dónde se guardan los antiguos expedientes del personal?

– Gullberg no figura ahí. Ya lo he buscado.

– ¿Y el presupuesto? Una operación así debe ser financiada de alguna manera…

Siguieron hablando hasta la hora de la comida, cuando Monica Figuerola se disculpó y se fue al gimnasio para poder reflexionar con tranquilidad.


Erika Berger entró cojeando en la redacción del SMP a mediodía. Le dolía tanto el pie que no podía apoyar la planta ni lo más mínimo. Fue saltando a la pata coja hasta su jaula de cristal y, aliviada, se dejó caer en la silla. Peter Fredriksson la vio desde el lugar que ocupaba en el mostrador central. Ella le hizo señas para que viniera.

– ¿Qué te ha pasado? -preguntó.

– Pisé un trozo de cristal que se rompió y se quedó dentro del talón.

– Pues vaya gracia…

– Pues sí, vaya gracia. Peter, ¿alguien ha recibido algún nuevo correo electrónico raro?

– Que yo sepa no.

– Vale. Estate atento. Quiero saber si está pasando algo extraño en torno al SMP.

– ¿Qué quieres decir?

– Me temo que algún chalado está mandando correos envenenados y que me ha elegido a mí como su víctima. Así que quiero que me informes si te enteras de algo.

– ¿Tipo el correo que recibió Eva Carlsson?

– Cualquier historia que te parezca rara. Yo he recibido un montón de correos absurdos que me acusan de todo y que proponen diversas cosas perversas que deberían hacerse conmigo.

El rostro de Peter Fredriksson se ensombreció.

– ¿Durante cuánto tiempo?

– Un par de semanas. Venga, ahora cuéntame: ¿qué vamos a poner en el periódico mañana?

– Mmm.

– ¿Mmm qué?

– Holm y el jefe de la redacción de asuntos jurídicos están en pie de guerra.

– Vale, y ¿por qué?

– Por Johannes Frisk. Has prolongado su suplencia y le has encargado un reportaje, y él no quiere comentar de qué va.

– No puede hacerlo. Ordenes mías.

– Eso es lo que él dice. Lo cual ha provocado que Holm y la redacción de asuntos jurídicos estén molestos contigo.

– Entiendo. Concierta una reunión con ellos para esta tarde a las tres; se lo explicaré.

– Holm está bastante mosqueado…

– Y yo estoy bastante mosqueada con él, así que estamos en paz.

– Está tan mosqueado que se ha quejado a la junta.

Erika levantó la vista. Mierda. Tengo que ocuparme del tema de Borgsjö.

– Borgsjö viene esta tarde y quiere reunirse contigo. Sospecho que es por Holm.

– De acuerdo. ¿A qué hora?

– A las dos.

Empezó a repasar la agenda del mediodía.


El doctor Anders Jonasson visitó a Lisbeth Salander durante la comida. Ella apartó un plato de verduras en salsa. Como siempre, le realizó un breve reconocimiento, pero ella notó que él ya no ponía tanto empeño.

– Estás bien -constató.

– Mmm. Deberías hacer algo con la comida de este sitio.

– ¿Con la comida?

– ¿No podrías conseguirme una pizza o algo así?

– Lo siento. El presupuesto no da para tanto.

– Me lo imaginaba.

– Lisbeth, mañana tendremos una reunión para hablar de tu estado de salud…

– Entiendo. Ya estoy bien.

– Estás lo suficientemente bien como para que te trasladen a Estocolmo, a los calabozos de Kronoberg.

Ella asintió.

– A lo mejor podría prolongar el traslado una semana más, pero mis colegas empezarían a sospechar.

– No lo hagas.

– ¿Seguro?

Ella hizo un gesto afirmativo.

– Estoy preparada. Y tarde o temprano tenía que ocurrir.

– Vale -dijo Anders Jonasson-. Entonces mañana daré luz verde para que te trasladen. Lo cual significa que es muy probable que lo hagan de inmediato.

Ella asintió.

– Es posible, incluso, que lo hagan este mismo fin de semana. La dirección del hospital no te quiere aquí.

– Lo entiendo.

– Y… bueno, tu juguete…

– Se quedará en el hueco de detrás de la mesilla.

Ella señaló el sitio.

– De acuerdo.

Permanecieron un momento en silencio antes de que Anders Jonasson se levantara.

– Tengo que ver a otros pacientes más necesitados de mi ayuda.

– Gracias por todo. Te debo una.

– Sólo he hecho mi trabajo.

– No. Has hecho bastante más. No lo olvidaré.


Mikael Blomkvist entró en el edificio de la jefatura de policía de Kungsholmen por la puerta de Polhemsgatan. Monica Figuerola lo recibió y lo acompañó hasta las dependencias del Departamento de protección constitucional. Mientras subían en el ascensor, en silencio, se miraron de reojo.

– ¿Es realmente una buena idea que yo me deje ver por aquí? -preguntó Mikael-. Alguien podría descubrirme y empezar a preguntarse cosas.

Monica Figuerola asintió.

– Esta será la única reunión que mantengamos aquí. En lo sucesivo nos veremos en un pequeño local que hemos alquilado junto a Fridhemsplan. Nos darán las llaves mañana. Pero no pasa nada. Protección constitucional es una unidad pequeña y prácticamente autosuficiente de la que nadie de la DGP /Seg se preocupa. Y no estamos en la misma planta que el resto de la Säpo.

Saludó a Torsten Edklinth con un simple movimiento de cabeza, sin extenderle la mano, y a dos colaboradores que, por lo visto, formaban parte de la investigación de Edklinth. Se presentaron como Stefan y Anders. Mikael advirtió que no dijeron sus apellidos.

– ¿Por dónde empezamos? -preguntó Mikael.

– ¿Qué os parece si empezamos por servirnos un poco de café? Monica…

– Sí, por favor -dijo Monica Figuerola.

Mikael se percató de que el jefe de protección constitucional vaciló un segundo antes de levantarse e ir a por la cafetera para traerla hasta la mesa donde ya habían puesto las tazas; sin duda, Torsten Edklinth habría preferido que eso lo hubiera hecho Monica Figuerola. Pero también se percató de que Edklinth sonrió para sí, algo que Mikael interpretó como una buena señal. Luego Edklinth se puso serio.

– Para serte sincero, no sé muy bien cómo manejar esta situación: que haya un periodista presente en las reuniones de trabajo de la policía de seguridad debe de ser un hecho singular. Como ya sabéis, lo que aquí se va a tratar es, en muchos aspectos, información clasificada.

– No me interesan los secretos militares; me interesa el club de Zalachenko -dijo Mikael.

– Pero es necesario que encontremos un equilibrio entre nuestros intereses. Primero: los colaboradores aquí presentes no serán mencionados en tus escritos.

– De acuerdo.

Edklinth miró asombrado a Mikael Blomkvist.

– Segundo: sólo te comunicarás conmigo o con Monica Figuerola. Seremos nosotros los que decidamos qué información podemos compartir contigo.

– Si tienes una larga lista de exigencias, deberías habérmelo comentado ayer.

– Ayer todavía no me había dado tiempo a reflexionar sobre el tema.

– Entonces te diré una cosa: ésta es, sin duda, la primera y la última vez en toda mi carrera profesional que le voy a contar a un policía el contenido de un artículo que aún no ha sido publicado. Así que, como tú mismo has dicho… para serte sincero, no sé muy bien cómo manejar esta situación.

Un breve silencio se instaló en torno a la mesa.

– Quizá…

– ¿Qué os parece si…?

Edklinth y Monica Figuerola se pusieron a hablar al mismo tiempo y, acto seguido, se callaron.

– Yo le sigo la pista al club de Zalachenko. Vosotros queréis procesar al club de Zalachenko. Centrémonos en eso nada más.

Edklinth asintió.

– ¿Qué tenéis?

Edklinth dio cuenta del resultado de las pesquisas de Monica Figuerola y su grupo. Mostró la foto de Evert Gullberg acompañado del coronel espía Stig Wennerström.

– Bien. Quiero una copia de esa foto.

– La tienes en el archivo de Åhlén & Åkerlund -dijo Monica Figuerola.

– La tengo delante de mis ojos. Con un texto al dorso -replicó Mikael.

– De acuerdo. Dale una copia -le ordenó Edklinth.

– Eso quiere decir que Zalachenko fue asesinado por la Sección.

– Un asesinato y un intento de suicidio cometidos por un hombre que, además, se está muriendo de cáncer. Gullberg sigue vivo, pero los médicos le dan, como mucho, un par de semanas. Tras su intento de suicidio, sufre lesiones cerebrales de tal calibre que prácticamente se ha convertido en un vegetal.

– Y se trata de la persona que era el principal responsable de Zalachenko cuando éste desertó.

– ¿Cómo lo sabes?

– Gullberg se reunió con Thorbjörn Fälldin seis semanas después de la deserción de Zalachenko.

– ¿Puedes probarlo?

– Sí. El libro de visitas de la Cancillería del Gobierno de Rosenbad. Gullberg acompañó al que era jefe de la DGP /Seg por aquel entonces.

– Que ya ha fallecido.

– Pero Fälldin vive y está dispuesto a hablar del asunto.

– ¿Has…?

– No, yo no he hablado con Fälldin. Pero otra persona sí lo ha hecho. No puedo decir quién. Protección de fuentes.

Mikael explicó cómo había reaccionado Fälldin a la información sobre Zalachenko y cómo él mismo había ido a Holanda para entrevistar a Janeryd.

– Así que el club de Zalachenko se esconde en algún sitio de esta casa -dijo Mikael, señalando la foto con el dedo.

– En parte. Pensamos que se trata de una organización dentro de la organización. El club de Zalachenko no podría existir sin el apoyo de ciertas personas clave de aquí dentro. Pero creemos que la llamada Sección para el Análisis Especial se estableció en algún lugar fuera del edificio.

– O sea, que una persona puede ser contratada por la Säpo, cobrar la nómina de la Säpo y luego, en realidad, trabajar para otro jefe.

– Más o menos.

– Entonces, ¿quién ayuda al club de Zalachenko aquí dentro?

– Aún no lo sabemos. Pero tenemos algunos sospechosos.

– Mårtensson -propuso Mikael.

Edklinth asintió.

– Mårtensson trabaja para la Säpo, pero cuando lo necesitan en el club de Zalachenko lo sacan de su puesto habitual -dijo Monica Figuerola.

– ¿Y cómo se hace eso en la práctica?

– Muy buena pregunta -dijo Edklinth con una ligera sonrisa-. ¿No te gustaría empezar a trabajar con nosotros?

– En la vida -respondió Mikael.

– Sólo estaba bromeando. Pero es la pregunta lógica. Tenemos un sospechoso, aunque todavía no podemos probar nada.

– A ver… Debe de ser alguien con poderes administrativos.

– Sospechamos del jefe administrativo Hans Shenke -dijo Monica Figuerola.

– Y aquí nos topamos con el primer escollo -aclaró Edklinth-. Te hemos dado un nombre, pero el dato no está documentado. ¿Cómo piensas actuar?

– No puedo publicar un nombre sin tener pruebas contra él. Si Shenke es inocente, denunciará a Millennium por difamación.

– Bien. Entonces estamos de acuerdo. Esta colaboración debe basarse en una confianza mutua. Te toca. ¿Qué tienes?

– Tres nombres -contestó Mikael-. Los dos primeros fueron miembros del club de Zalachenko en los años ochenta.

Edklinth y Figuerola aguzaron el oído.

– Hans von Rottinger y Fredrik Clinton. Rottinger ha muerto. Clinton se ha retirado. Pero los dos formaban parte del círculo más íntimamente vinculado a Zalachenko.

– ¿Y el tercer nombre? -quiso saber Edklinth.

– Teleborian está relacionado con una persona a la que llaman Jonas. Ignoramos su apellido pero sabemos que forma parte del club de Zalachenko, promoción del 2005… Lo cierto es que hemos llegado a creer que quizá sea él quien aparece con Mårtensson en las fotos del Copacabana.

– ¿Y cómo surge el nombre de Jonas?

– Lisbeth Salander ha pirateado el ordenador de Peter Teleborian y hemos podido leer correspondencia que demuestra que Peter Teleborian está conspirando con ese tal Jonas de la misma manera que conspiró con Björck en 1991. Jonas le da instrucciones a Teleborian. Y ahora llegamos al segundo escollo -dijo Mikael, sonriendo a Edklinth-. Yo puedo probar mis afirmaciones, pero no puedo daros la documentación sin revelar una fuente. Tenéis que confiar en mí.

Edklinth parecía pensativo.

– Tal vez se trate de algún colega de Teleborian de Uppsala -imaginó-. De acuerdo. Empezamos con Clinton y Von Rottinger. Cuéntanos qué sabes.


El presidente de la junta directiva, Magnus Borgsjö, recibió a Erika Berger en su despacho, contiguo a la sala de reuniones de la junta. Parecía preocupado.

– Me han dicho que te has hecho daño -comentó, señalando el pie de Erika.

– Se me curará -respondió Erika para, acto seguido, apoyar las muletas contra la mesa y sentarse en la silla.

– Bueno, eso está bien. Erika, ya llevas aquí un mes y yo quería reunirme contigo para que tuviéramos ocasión de hacer un balance de todo este tiempo. ¿Cómo va todo?

Tengo que hablar de lo de Vitavara con él. Pero ¿cómo? ¿Cuándo?

– Empiezo a hacerme una idea. Hay dos aspectos básicos que quería comentarte: por un lado, como ya sabes, el SMP tiene problemas económicos y el presupuesto está a punto de hundir al periódico; por el otro, hay una increíble cantidad de carroña en la redacción.

– ¿No hay nada positivo?

– Sí. Un montón de periodistas profesionales que saben cómo hacer su trabajo. El problema es que hay otros que no les dejan hacerlo.

– Holm ha hablado conmigo…

– Ya lo sé.

Borgsjö arqueó las cejas.

– Tiene unas cuantas opiniones con respecto a ti. Casi todas son negativas.

– No pasa nada. Yo también tengo las mías sobre él.

– ¿Negativas? Pues si no podéis trabajar juntos…

– Yo no tengo ningún problema en trabajar con él. Es él quien lo tiene conmigo.

Erika suspiró.

– Me saca de quicio. Holm ya está muy rodado y es sin duda uno de los jefes de Noticias más competentes que he conocido. Pero eso no quita que sea un hijo de puta. Anda intrigando y creando desconfianzas entre el personal. Llevo veinticinco años en los medios de comunicación y nunca me he encontrado con un jefe así.

– En un puesto como el suyo la mano dura se hace imprescindible. Le presionan desde todos los lados.

– Mano dura vale, pero no ser un imbécil. Por desgracia, Holm es un desastre y una de las razones principales por las que resulta prácticamente imposible que los colaboradores trabajen en equipo. Su lema parece ser «Divide y vencerás».

– Palabras duras.

– Le daré un mes más para que cambie su actitud. Luego lo relevaré de su cargo.

– No puedes hacer eso. Tu trabajo no consiste en cargarte la estructura de la organización.

Erika se calló y observó al presidente de la junta.

– Perdona que te lo recuerde, pero me has contratado para eso. Incluso hemos redactado un contrato que me da vía libre para realizar los cambios que considere necesarios dentro de la redacción. Mi trabajo consiste en renovar el periódico y eso no se conseguirá sin modificar la organización y los hábitos laborales.

– Holm ha consagrado toda su vida al SMP.

– Sí. Pero tiene cincuenta y ocho años y se jubilará dentro de seis, y no me puedo permitir que sea una carga durante todo ese tiempo. No me malinterpretes, Magnus. Desde el mismo instante en que me senté en esa jaula de cristal, la misión de mi vida pasó a consistir en mejorar la calidad del SMP y en aumentar la tirada. Holm es libre de elegir entre hacer las cosas a mi manera o hacer lo que quiera. Pero yo voy a quitar de en medio a la persona que se interponga en mi camino o que, de uno u otro modo, intente hacer daño al SMP.

Joder… tengo que sacar el tema de Vitavara. Van a despedir a Borgsjö.

De repente Borgsjö sonrió.

– Veo que a ti tampoco te falta mano dura.

– No, y en este caso es lamentable porque no debería ser necesaria. Mi trabajo es hacer un buen periódico y eso sólo se consigue con una dirección que funcione y unos colaboradores que estén a gusto.


Tras la reunión con Borgsjö, Erika volvió cojeando a su jaula de cristal. Se sentía incómoda. Había hablado con Borgsjö durante cuarenta y cinco minutos sin comentar ni una sola palabra sobre Vitavara. Dicho de otra forma: no había sido especialmente directa ni sincera con él.

Cuando Erika encendió su ordenador vio que había recibido un correo de MikBlom@millennium.nu. Como sabía muy bien que en Millennium no existía tal dirección, no le fue demasiado difícil deducir que su cyber stalker volvía a dar señales de vida. Abrió el correo:

¿CREES QUE BORGSJÖ VA A PODER SALVARTE, PUTITA?

¿QUÉ TAL EL PIE?

Automáticamente levantó la vista y observó a la redacción. Su mirada se depositó en Holm. Él la estaba mirando. Luego él la saludó con la cabeza y le sonrió.

«Es alguien del SMP el que está escribiendo los correos,» pensó Erika.


La reunión del Departamento de protección constitucional no terminó hasta las cinco. Acordaron celebrar otra la semana siguiente y decidieron que Mikael Blomkvist se dirigiera a Monica Figuerola si necesitaba contactar antes con la DGP /Seg.

Mikael cogió el maletín de su portátil y se levantó.

– ¿Cómo salgo de aquí? -preguntó.

– No creo que sea buena idea que andes solo por ahí -respondió Edklinth.

– Te acompaño -se apresuró a decir Monica Figuerola-. Espérame unos minutos, voy a recoger las cosas de mi despacho.

Al salir, atravesaron juntos el parque de Kronoberg en dirección a Fridhemsplan.

– ¿Y ahora qué? -quiso saber Mikael.

– Estaremos en contacto -contestó Monica Figuerola.

– Me empieza a gustar estar en contacto con la Säpo -dijo Mikael, mostrándole una sonrisa.

– ¿Te apetece cenar conmigo esta noche? -le soltó Monica Figuerola.

– ¿El bosnio otra vez?

– No, no me puedo permitir cenar fuera todas las noches. Estaba pensando más bien en algo sencillo en mi casa.

Ella se detuvo, le sonrió y añadió:

– ¿Sabes lo que me gustaría hacer ahora mismo? -le preguntó Monica Figuerola.

– No.

– Llevarte a casa y desnudarte.

– Eso podría complicar las cosas.

– Ya lo sé. Pero no estaba pensando precisamente en contárselo a mi jefe.

– No sabemos adonde nos va a llevar toda esta historia. Podríamos ir a parar a barricadas opuestas.

– Me arriesgaré. ¿Vienes por tu propio pie o voy a tener que esposarte?

Él asintió. Ella lo cogió del brazo y se fueron hacia Pontonjärgatan. A los treinta segundos de cerrar la puerta del apartamento ya estaban desnudos.


David Rosin, asesor de seguridad de Milton Security, estaba esperando a Erika Berger cuando ésta llegó a casa a eso de las siete de la tarde. Le dolía el pie una barbaridad, así que entró cojeando en la cocina y se dejó caer en la silla más cercana. Él había hecho café y le sirvió uno.

– Gracias. ¿Preparar café forma parte del acuerdo de Milton Security?

Él sonrió educadamente. David Rosin era un hombre rechoncho de unos cincuenta años y con una perilla roja.

– Gracias por dejarme usar la cocina durante el día.

– No hay de qué. ¿Cómo va la cosa?

– Nuestros técnicos ya han instalado una alarma de verdad. Te enseñaré cómo funciona ahora mismo. También he revisado la casa desde el sótano hasta el desván y he echado un vistazo por los alrededores. Lo estudiaremos todo en Milton y dentro de unos días tendremos listo un análisis que queremos comentar contigo. Pero, mientras, hay algunos temas que debemos tratar.

– Vale.

– En primer lugar tenemos que firmar unas formalidades. El contrato final lo prepararemos más tarde, eso dependerá de los servicios que acordemos, pero aquí hay un documento mediante el que le encargas a Milton la alarma que te hemos instalado hoy. Se trata de un contrato estándar mutuo que significa que nosotros te exigimos ciertas cosas y que nos comprometemos a otras, entre ellas el secreto profesional y cláusulas similares.

– ¿Vosotros me exigís cosas a mí?…

– Sí. Una alarma no es más que una alarma, pero que un chalado aparezca en medio del salón de tu casa con un arma automática es algo muy distinto. Para que la seguridad tenga algún sentido, tú y tu marido debéis pensar en ciertos detalles y realizar algunas medidas rutinarias. Quiero repasar esos puntos contigo.

– De acuerdo.

– No me adelantaré al análisis final, pero la situación general la veo de la siguiente manera: tú y tu marido vivís en un chalet. Detrás hay una playa y en las inmediaciones unos pocos chalés grandes. Por lo que he podido apreciar, los vecinos no tienen muchas vistas sobre esta casa; se encuentra bastante aislada.

– Es verdad.

– Eso quiere decir que un intruso cuenta con muchas posibilidades de acercarse sin ser observado.

– Los vecinos de la derecha se pasan gran parte del año de viaje, y en el chalet de la izquierda vive una pareja mayor que se acuesta bastante temprano.

– Exacto. Y además, en las fachadas laterales hay pocas ventanas. Si un intruso entra en tu jardín trasero (le llevaría cinco segundos salirse del camino y meterse allí), ya nadie podrá ver nada. La parte de atrás está rodeada por un enorme seto, el garaje y una edificación independiente bastante grande.

– Es el estudio de mi marido.

– Tengo entendido que es artista.

– Correcto… Bueno, ¿y qué más?

– El intruso que rompió la ventana e hizo esa pintada en la fachada pudo hacerlo con toda tranquilidad. Tal vez se arriesgara un poco rompiendo el cristal, porque alguien podría haberlo oído, pero el chalet está construido en ángulo y el ruido fue amortiguado por la fachada.

– Ajá.

– La otra cosa es que tienes una casa grande de doscientos cincuenta metros cuadrados, sin contar el sótano y el desván. Son once habitaciones distribuidas en dos plantas.

– Es un monstruo de casa. Greger la heredó de sus padres.

– También hay múltiples maneras de entrar en ella. Por la puerta principal, por la de la terraza de atrás, por el porche de la planta superior y por el garaje. Además, algunas ventanas de la planta baja y seis ventanas del sótano carecían completamente de alarma. Por último, también podría entrar por la ventanilla del desván, que sólo está cerrada con un gancho, valiéndome de la escalera de incendios trasera.

– Dicho así, da la sensación de que lo único que le falta a la casa son puertas giratorias. ¿Qué vamos a hacer?

– La alarma que te hemos puesto hoy es provisional. Volveremos la semana que viene para hacer una instalación en condiciones, con una alarma en cada ventana de la planta baja y del sótano. Esa sería la protección antiintrusos para cuando tú y tu marido os encontréis de viaje.

– Vale.

– Pero la situación actual ha surgido porque eres víctima de la amenaza directa de un individuo concreto. Eso es mucho más serio. No tenemos ni idea de quién es ese tipo, ni de cuáles son sus motivos ni hasta dónde está dispuesto a llegar, pero podemos sacar unas cuantas conclusiones. Si sólo se tratara de anónimos correos de odio, lo consideraríamos una amenaza menor, pero en este caso se trata de una persona que, de hecho, se ha molestado en ir a tu casa, y Saltsjöbaden no está lo que se dice a la vuelta de la esquina, y cometer un atentado. Resulta bastante inquietante.

– No podría estar más de acuerdo.

– Hoy he hablado con Armanskij y coincidimos en que hay una amenaza clara y evidente.

– Ya.

– Mientras no sepamos más detalles sobre la persona en cuestión, tenemos que jugar sobre seguro.

– Lo cual quiere decir…

– Primero: la alarma que te hemos puesto hoy contiene dos componentes. Por una parte es una alarma antiintrusos normal y corriente que deberás conectar cuando no estés en casa, y por la otra es un detector de movimientos de la planta baja que activarás por las noches cuando te encuentres en la planta superior.

– De acuerdo.

– Es un poco rollo porque tendrás que desactivar la alarma cada vez que bajes a la planta baja.

– Ya.

– Segundo: también te hemos cambiado la puerta del dormitorio.

– ¿Habéis cambiado la puerta?

– Sí. Hemos instalado una puerta de seguridad de acero. No te preocupes, está pintada de blanco y parece una puerta normal. La diferencia es que echa la llave automáticamente cuando la cierras. Para abrir desde dentro sólo necesitas bajar la manivela como en cualquier puerta. Pero para abrirla desde fuera deberás marcar un código de tres cifras en un teclado que se encuentra incorporado a la manivela.

– De acuerdo.

– De modo que si entran en la casa, tienes una habitación segura donde refugiarte. Las paredes son sólidas y les llevará un buen rato derribar esa puerta, aunque dispongan de herramientas. Tercero: vamos a instalar unas cámaras de vigilancia para que puedas ver lo que ocurre en el jardín trasero y en la planta baja cuando estés en el dormitorio. Eso lo haremos esta misma semana, al igual que la instalación de detectores de movimiento de fuera.

– Ay, ay, ay. Me parece que a partir de ahora mi dormitorio no va a ser un sitio muy romántico.

– Es un monitor pequeño. Podemos colocarlo en un ropero o en un armario cualquiera para que no tengas que verlo todo el tiempo.

– Bien.

– Más adelante también me gustaría cambiar la puerta del despacho y la de una habitación de aquí abajo. Si ocurriera algo, deberás meterte ahí de inmediato y echarle el cerrojo a la puerta mientras vienen en tu ayuda.

– Vale.

– Si activas la alarma antiintrusos por error, llama enseguida a la central de Milton y anula el servicio. Para poder hacerlo, será necesario que les des la clave que previamente habrás registrado con nosotros. Si se te olvidara esa clave, el coche saldría de todos modos y te cobraríamos una determinada cantidad de dinero.

– Entiendo.

– Cuatro: ya hay alarmas antiagresión en cuatro sitios. Aquí en la cocina, en la entrada, en tu despacho de la planta superior y en vuestro dormitorio. La alarma antiagresión consiste en dos botones que se han de pulsar a la vez y durante tres segundos. Puedes hacerlo con una mano, pero no puedes hacerlo por error.

– Vale.

– Si la alarma antiagresión se activa, ocurrirán tres cosas. La primera es que Milton mandará varios coches. El más cercano vendrá de Adam Säkerhet, en Fisksätra. Son dos fornidos soldaditos que se personarán en diez o doce minutos. Segunda: que un coche de Milton saldrá de Nacka. Su tiempo de llegada es, en el mejor de los casos, de veinte minutos, pero lo más probable es que sean veinticinco. Y la tercera es que se avisa en el acto a la policía. En otras palabras, llegarán varios coches con escasos minutos de intervalo.

– De acuerdo.

– Una alarma antiagresión no se anula de la misma manera que una antiintrusos. O sea, no podrás llamar y decir que ha sido una falsa alarma. Aunque salgas a nuestro encuentro y digas que se trata de un error, la policía entrará en la casa. Querremos asegurarnos de que nadie está apuntando a tu marido con una pistola o algo así. Esta alarma sólo la deberás usar cuando te encuentres realmente en peligro.

– Entiendo.

– No hace falta que sea una agresión física. Basta con que alguien intente entrar o aparezca en el jardín, o algo por el estilo. Si te sientes mínimamente amenazada acciónala, pero no lo hagas a la primera de cambio; utiliza tu buen criterio.

– Lo prometo.

– He observado que has colocado palos de golf por todas partes.

– Sí. Esta noche la he pasado sola.

– Yo me habría ido a un hotel. No me importa que tomes medidas de seguridad por tu cuenta. Pero espero que tengas claro que con un palo de golf puedes matar a un agresor con mucha facilidad.

– Mmm.

– Y si lo haces, lo más probable es que te procesen por homicidio. Si encima luego reconoces que has dejado allí los palos con la intención de armarte podrían, incluso, acusarte de asesinato.

– O sea, que debo…

– No digas nada. Ya sé lo que vas a decir.

– Si alguien me atacara, creo que le destrozaría la cabeza.

– Te entiendo. Pero la idea de contratar a Milton Security es, precisamente, que eso no ocurra. Vas a tener en todo momento la posibilidad de pedir ayuda y, sobre todo, no vas a acabar en una situación en la que no te quede más remedio que partirle el cráneo a alguien.

– De acuerdo.

– Y, por cierto, ¿qué piensas hacer con los palos de golf si el agresor va armado con una pistola? Cuando hablamos de seguridad hablamos de ir un paso por delante de la persona que te quiere hacer daño.

– ¿Y qué quieres que haga con un stalker a mis espaldas?

– Asegúrate de que nunca se le brinde la oportunidad de acercarse a ti. Tal y como están las cosas, hasta dentro de unos días no terminaremos de instalarlo todo; y luego también hay que hablar con tu marido… Él tiene que ser tan consciente como tú de la seguridad.

– Vale.

– Hasta entonces, la verdad es que no quiero que te quedes aquí.

– No me puedo ir a ningún sitio. Mi marido volverá dentro de un par de días. Lo cierto es que tanto él como yo viajamos a menudo, cada uno por su lado, y pasamos aquí mucho tiempo solos.

– Entiendo. Aunque sólo se trata de un par de días, hasta que lo instalemos todo. ¿No podrías irte a casa de alguna amiga?

En un principio, Erika pensó en el apartamento de Mikael Blomkvist, pero luego se dio cuenta de que no era una buena idea.

– Gracias… pero creo que prefiero quedarme en casa.

– Me lo temía. En ese caso, quiero que estés acompañada en lo que queda de semana.

– Mmm.

– ¿No tienes a nadie que pueda venirse contigo?

– Sí, claro. Pero no a las siete y media de la tarde si hay un asesino loco rondando por el jardín.

David Rosin reflexionó un instante.

– Vale. ¿Te importaría que te acompañara una empleada de Milton? Puedo hacer una llamada para ver si una chica que se llama Susanne Linder está libre esta noche. Seguro que no le importará ganarse un dinero extra.

– ¿Cuánto cuesta?

– Eso lo tendrás que arreglar con ella. Esto queda al margen de cualquier acuerdo formal. Es que, de verdad, no quiero que estés sola.

– La oscuridad no me da miedo.

– Te creo. Si así fuera, no habrías pasado la noche aquí. Pero Susanne Linder, además, es ex policía. No serán más que unos cuantos días. Contratar a un guardaespaldas sería algo muy distinto y bastante más caro.

El tono serio de David Rosin hizo que Erika se decidiera. De repente, se dio cuenta de que Rosin estaba hablando con la mayor naturalidad de la posibilidad de que existiera una amenaza contra su vida. ¿Era exagerado? ¿Debería ignorar su preocupación profesional? Y entonces, para empezar: ¿por qué había llamado a Milton?

– Vale. Llámala. Le prepararé la cama en el cuarto de invitados.


Monica Figuerola y Mikael Blomkvist no salieron de la habitación hasta las diez de la noche, envueltos en sábanas, y fueron a la cocina para preparar, con los restos que había en la nevera, una ensalada fría de pasta con atún y beicon. Bebieron agua. De repente, a Monica Figuerola se le escapó una risita tonta.

– ¿Qué?

– Sospecho que Edklinth se molestaría de lo lindo si nos viera ahora mismo. No creo que se refiriera al sexo cuando me dijo que debía vigilarte de cerca.

– Fuiste tú quien empezó. Sólo me diste la opción de elegir entre venir esposado o por mi propio pie.

– Lo sé. Pero tampoco fue demasiado difícil convencerte.

– Tal vez no seas consciente de ello, aunque creo que sí, pero tu cuerpo pide sexo a gritos. ¿Qué hombre sería capaz de resistirse?

– Gracias. Pero no creo que sea tan sexy. Y tampoco tengo tantas relaciones sexuales.

– Mmm.

– Es verdad. No suelo acabar en la cama con demasiados hombres. Esta primavera he estado más o menos saliendo con uno. Pero se terminó.

– ¿Por qué?

– Era bastante mono, pero nos pasábamos el día echándonos pulsos y resultaba muy cansado. Yo era más fuerte y él no lo pudo soportar.

– Ya.

– ¿Eres tú uno de esos tíos que va a querer echar un pulso conmigo?

– ¿Te refieres a si me supone un problema que tú estés en mejor forma y seas más fuerte que yo? No.

– Si te soy sincera, me he dado cuenta de que bastantes hombres se interesan por mí, pero luego empiezan a desafiarme e intentan buscar diferentes maneras de dominarme. Sobre todo cuando descubren que soy poli.

– Yo no pienso competir contigo. Yo hago lo mío mejor que tú. Y tú haces lo tuyo mejor que yo.

– Bien. Con esa actitud puedo vivir.

– ¿Por qué has querido liarte conmigo?

– Suelo ceder a mis impulsos. Y tú has sido uno de ellos.

– Vale. Pero eres poli, de la Säpo para más inri, y encima estás metida en una investigación en la que yo soy uno de los implicados…

– ¿Quieres decir que ha sido muy poco profesional por mi parte? Tienes razón. No debería haberlo hecho. Y me causaría grandes problemas si se llegara a saber. Edklinth montaría en cólera.

– No me voy a chivar.

– Gracias.

Permanecieron un instante en silencio.

– No sé adonde nos llevará esto. Tengo entendido que eres un hombre que liga bastante. ¿Es una descripción acertada?

– Sí. Me temo que sí. Pero no estoy buscando una novia formal.

– Vale. Estoy advertida. Creo que yo tampoco estoy buscando un novio formal. ¿Podemos mantener esto en plan amistoso?

– Mejor. Monica: no le diré a nadie que nos hemos enrollado. Pero si las cosas se tuercen, podría acabar metido en un conflicto de la hostia con tus colegas.

– La verdad es que no lo creo. Edklinth es honrado. Y realmente queremos acabar con ese club de Zalachenko. Si tus teorías se confirman, todo eso es una absoluta locura.

– Ya veremos.

– También te has enrollado con Lisbeth Salander.

Mikael levantó la mirada y miró a Monica Figuerola.

– Oye… Yo no soy un diario abierto que todo el mundo pueda leer. Mi relación con Lisbeth no es asunto de nadie.

– Es la hija de Zalachenko.

– Sí. Y tendrá que vivir con eso. Pero no es Zalachenko. Hay una gran diferencia. ¿No te parece?

– No quería decir eso. Sólo me preguntaba hasta dónde llega tu compromiso en toda esta historia.

– Lisbeth es mi amiga. Con eso basta.


Susanne Linder, de Milton Security, llevaba vaqueros, cazadora de cuero negra y zapatillas de deporte. Llegó a Saltsjöbaden alrededor de las nueve de la noche, recibió las instrucciones de David Rosin y dio una vuelta por la casa con él. Iba armada con un portátil, una porra telescópica, gas lacrimógeno, esposas y cepillo de dientes en una bolsa militar verde que deshizo en el cuarto de invitados de Erika Berger. Luego, Erika la invitó a café.

– Gracias. Pensarás que te ha caído una invitada a la que debes entretener de mil maneras. En realidad no es así; soy un mal necesario que de pronto se ha metido en tu vida aunque sólo sea para un par de días. Fui policía durante seis años y ahora llevo cuatro trabajando para Milton Security. Soy guardaespaldas profesional.

– Muy bien.

– Hay una amenaza contra ti y yo estoy aquí para servirte de centinela, para que tú puedas dormir tranquilamente o trabajar o leer un libro o hacer lo que te apetezca. Si necesitas hablar con alguien, te escucharé con mucho gusto. Si no, he traído un libro para entretenerme.

– De acuerdo.

– Lo que quiero decir es que sigas con tu vida normal y que no sientas que me tienes que entretener. Entonces yo me convertiría en un ingrediente molesto de tu vida cotidiana. Así que lo mejor será que me veas como una compañera de trabajo temporal.

– Debo admitir que esta situación es nueva para mí. He sufrido amenazas con anterioridad, cuando era redactora jefe de Millennium, pero pertenecían al ámbito profesional. En este caso se trata de un tipo jodidamente desagradable…

– Que se ha obsesionado contigo.

– Algo así.

– Contratar un guardaespaldas de verdad para que te proteja te supondría mucho dinero y, además, es un tema que deberías tratar con Dragan Armanskij. Para que te mereciera la pena, las amenazas tendrían que ser muy claras y muy concretas. Esto es sólo un trabajillo extra para mí. Cobro quinientas coronas por cada noche que pase aquí en lo que queda de semana. Es barato y muy por debajo de lo que te facturaríamos si yo realizara este trabajo por encargo de Milton. ¿Te parece bien?

– Me parece muy bien.

– Si ocurriera algo, quiero que te encierres en el dormitorio y que dejes que yo me ocupe de todo. Tu trabajo consiste en pulsar el botón de alarma antiagresión.

– De acuerdo.

– Lo digo en serio. No te quiero ver por ahí en medio si hay algún jaleo.


Erika Berger se fue a la cama a eso de las once de la noche. Al cerrar la puerta del dormitorio oyó el clic de la cerradura. Se desnudó, pensativa, y se metió bajo las sábanas.

A pesar de haberla instado a no entretener a su invitada, lo cierto es que se pasó dos horas sentada a la mesa de la cocina con Susanne Linder. Descubrió que se llevaban estupendamente y que su compañía le resultaba agradable. Hablaron de las razones psicológicas que inducen a ciertos hombres a perseguir a las mujeres. Susanne Linder explicó que todo ese rollo psiquiátrico le traía al fresco. Le dijo que lo importante era pararles los pies a esos descerebrados y que se encontraba muy a gusto trabajando para Milton Security, ya que gran parte de su labor consistía en ofrecer resistencia a esos pirados.

– ¿Por qué dejaste la policía? -preguntó Erika Berger.

– Mejor pregúntame por qué me hice policía.

– Vale. ¿Por qué te hiciste policía?

– Porque cuando tenía diecisiete años, tres guarros asaltaron y luego violaron a una íntima amiga mía en un coche. Me hice policía porque tenía la imagen romántica de que la policía estaba para impedir ese tipo de delitos.

– ¿Y…?

– No pude impedir una mierda; siempre llegaba después de que se hubiese cometido el delito. Encima, no soportaba la jerga estúpida y chula del furgón. Y aprendí enseguida que ciertos delitos ni siquiera se investigan. Tú eres un buen ejemplo de ello. ¿Has intentado llamar a la policía y contarle lo que te ha ocurrido?

– Sí.

– ¿Y vinieron pitando?

– No exactamente. Me dijeron que pusiera una denuncia en la comisaría más cercana al día siguiente.

– Bueno, pues ya lo sabes. Y ahora trabajo para Armanskij y entro en escena antes de que se cometa el delito.

– ¿Mujeres amenazadas?

– Me ocupo de todo tipo de cosas: análisis de seguridad, guardaespaldas, vigilancia y encargos similares. Pero a menudo se trata de personas que se encuentran amenazadas y estoy mucho más a gusto en Milton que en la policía.

– Ya.

– Hay un inconveniente, claro.

– ¿Cuál?

– Que sólo ofrecemos nuestros servicios a gente que pueda pagarlos.

Ya en la cama, Erika Berger reflexionó sobre lo que Susanne Linder le acababa de decir. No todo el mundo se podía costear una vida segura. Ella, por su parte, había aceptado sin pestañear las propuestas hechas por David Rosin: cambiar las puertas, pequeñas reformas, sistemas de alarma dobles, etcétera, etcétera. La suma total ascendería a cerca de cincuenta mil coronas. Ella se lo podía permitir.

Reflexionó un momento sobre la sensación que tuvo de que la persona que la estaba amenazando pertenecía al ámbito del SMP. El tipo en cuestión sabía que se había hecho un corte en el pie. Pensó en Anders Holm. No le caía bien, algo que, evidentemente, contribuía a aumentar su desconfianza hacia él, pero, por otra parte, la noticia de su herida había corrido como la pólvora desde el mismo segundo en que la vieron entrar con muletas en la redacción.

Y todavía tenía que abordar el tema de Borgsjö.

De pronto, se incorporó en la cama, frunció el ceño y miró a su alrededor. Se preguntó dónde había colocado la carpeta sobre Vitavara AB de Henry Cortez.

Se levantó, se puso la bata y se apoyó en una muleta. Luego abrió la puerta del dormitorio, fue hasta su despacho y encendió la luz. No, no había entrado allí desde… la noche anterior, cuando leyó la carpeta en la bañera. La había dejado en el alféizar de la ventana.

Miró en el baño: la carpeta no estaba en la ventana.

Se quedó parada un buen rato reflexionando.

Salí de la bañera, me acerqué a la cocina para preparar café, pisé el cristal y a partir de ahí ya tuve otras cosas en las que pensar.

No recordaba haber visto la carpeta por la mañana. Pero no la había cambiado de sitio.

De repente, un frío glacial le recorrió el cuerpo. Dedicó los siguientes cinco minutos a buscar sistemáticamente por el cuarto de baño y a revisar las pilas de papeles y periódicos de la cocina y del dormitorio. Al final, no le quedó más remedio que aceptar que la carpeta no estaba.

En algún momento del tiempo transcurrido entre que pisó el cristal y apareció David Rosin por la mañana, alguien entró en el cuarto de baño y cogió el material de Millennium sobre Vitavara AB.

Luego cayó en la cuenta de que guardaba más secretos en la casa. Volvió cojeando apresuradamente al dormitorio y abrió el cajón inferior de la cómoda que estaba junto a la cama. Se le encogió el corazón. Todo el mundo tiene secretos y ella guardaba los suyos en un cajón de su dormitorio. Erika Berger no escribía un diario regularmente, pero hubo épocas en las que sí lo hizo. En ese cajón también estaban las cartas de amor de su juventud.

Allí había, además, un sobre con fotografías que le parecieron divertidas en su momento, pero que no resultaba nada apropiado publicar. Cuando Erika tenía unos veinticinco años fue miembro del Club Xtreme, que organizaba fiestas privadas de citas para los aficionados al cuero y al charol. Si uno miraba las fotos en estado sobrio, se podría pensar que se trataba de una auténtica loca.

Y lo más catastrófico de todo: allí había un vídeo rodado a principios de los años noventa durante unas vacaciones en las que ella y su marido fueron invitados a la casa de verano que el artista del cristal Torkel Bollinger tenía en la Costa del Sol. Durante su estancia en aquel lugar, Erika descubrió que su marido tenía una tendencia marcadamente bisexual y los dos acabaron en la cama con Torkel. Habían sido unas vacaciones maravillosas. Las cámaras de vídeo seguían siendo un fenómeno bastante nuevo, y la película que grabaron como simple diversión no era apta para todos los públicos.

El cajón estaba vacío.

¿Cómo coño he podido ser tan estúpida?

En el fondo del cajón, alguien había pintado con spray las consabidas cuatro letras.

Capítulo 19 Viernes, 3 de junio – Sábado, 4 de junio

Lisbeth Salander terminó su autobiografía a eso de las cuatro de la mañana del viernes y envió una copia a Mikael Blomkvist al foro de Yahoo [La_Mesa_Chalada]. Luego se quedó quieta en la cama mirando fijamente al techo.

Se dio cuenta de que la noche de Walpurgis ya había pasado y de que había cumplido veintisiete años, pero ni siquiera había reflexionado sobre el hecho de que fuera su cumpleaños. Lo había pasado encerrada. Igual que cuando estuvo en la clínica psiquiátrica de Sankt Stefan, y, si las cosas no salían bien, cabía la posibilidad de que tuviera que pasar otros muchos cumpleaños privada de libertad en algún manicomio.

Algo a lo que no estaba dispuesta.

La última vez que estuvo encerrada apenas había llegado a la pubertad. Ahora era adulta y tenía otros conocimientos y otras actitudes. Se preguntó cuánto tiempo le llevaría huir, ponerse a salvo en algún país extranjero y hacerse con una nueva identidad y una nueva vida.

Se levantó de la cama y fue al baño, donde se miró en el espejo. Ya no cojeaba. Se pasó la mano por la cadera: el agujero de la herida de bala había cicatrizado. Giró los brazos de un lado a otro para estirar los hombros. Le tiraba, pero en la práctica estaba recuperada. Se golpeó la cabeza con los nudillos. Suponía que su cerebro no había sufrido mayores daños a pesar de haber sido perforado por una bala revestida.

Había tenido una suerte loca.

Hasta que tuvo acceso a su ordenador de mano no paró de darle vueltas a cómo salir de esa habitación cerrada del hospital de Sahlgrenska.

Luego, el doctor Anders Jonasson y Mikael Blomkvist dieron al traste con todos sus planes entregándole a escondidas su ordenador de mano. Fue entonces cuando leyó los textos de Mikael Blomkvist y reflexionó sobre ellos. Hizo un análisis de las consecuencias, meditó su plan y sopesó las posibilidades. Por una vez en su vida, decidió hacer lo que él le proponía. Iba a poner a prueba al sistema. Mikael Blomkvist la había convencido de que, de hecho, no tenía nada que perder, al tiempo que le ofreció la posibilidad de huir de una manera del todo distinta. Y si el plan fracasara, simplemente tendría que planificar su huida de Sankt Stefan o de algún otro manicomio.

Lo que de verdad le había hecho tomar la decisión de jugar al juego de Mikael fue su sed de venganza. No perdonaba nada.

Zalachenko, Björck y Bjurman estaban muertos. Pero Teleborian vivía.

Y su hermano, Ronald Niedermann, también. Aunque él, en principio, no era problema suyo. Era cierto que él había contribuido a matarla y enterrarla, pero le parecía un personaje secundario. Si algún día me cruzo con él, ya veremos, pero hasta entonces es un problema de la policía.

Aunque Mikael llevaba razón en eso de que detrás de la conspiración tenía que haber otras caras desconocidas que habían contribuido a conformar su vida. Necesitaba los nombres y los números de identificación personal de esos rostros anónimos.

Así que decidió seguir el plan de Mikael. Redactó una árida autobiografía de cuarenta páginas en la que contaba la verdad, desnuda y sin maquillar, de su vida. Tuvo mucho cuidado a la hora de elegir las palabras. El contenido de cada frase era cierto. Había aceptado el razonamiento de Mikael, según el cual los medios de comunicación suecos ya habían dicho sobre ella tantas afirmaciones grotescas que unas cuantas aberraciones más, esta vez verídicas, no mancharían su reputación.

Sin embargo, la biografía era falsa en el sentido de que Lisbeth distaba mucho de contar toda la verdad sobre sí misma y su vida. No tenía por qué hacerlo.

Volvió a la cama y se metió bajo las sábanas. Sentía una irritación que no alcanzaba a definir. Se estiró para coger un cuaderno que Annika Giannini le había dado y que apenas había usado. Abrió la primera página donde había escrito una sola línea:

(x3+y3=z3)

El invierno anterior había pasado varias semanas en el Caribe devanándose los sesos hasta más no poder con el teorema de Fermat. Al volver a Suecia, y antes de verse involucrada en la persecución de Zalachenko, siguió jugando con las ecuaciones. El problema era que tenía la irritante sensación de haber visto la solución… de haber experimentado la solución.

Y de no haberla podido recordar.

El no recordar algo era un fenómeno desconocido para Lisbeth Salander. Había entrado en Internet para probarse a sí misma cogiendo al azar unos códigos HTML que memorizó tras leer de corrido para, acto seguido, reproducirlos con toda exactitud.

No había perdido su memoria fotográfica, lo cual se le antojaba una maldición.

Todo seguía igual en su cabeza.

Excepto el hecho de que creía recordar haber visto una solución al teorema de Fermat, pero no se acordaba de cómo, cuándo ni dónde.

Lo peor era que no tenía ningún tipo de interés en el enigma. El teorema de Fermat ya no la fascinaba. Eso era un mal augurio. Pero así solía funcionar ella: le fascinaban los enigmas, pero en cuanto los resolvía perdía el interés por ellos.

Y precisamente eso mismo le pasaba con Fermat. Ya no era aquel diablo que saltaba sobre su hombro llamando su atención y retando a su intelecto. Era una simple fórmula, unos garabatos en un papel, y no sentía ni el más mínimo deseo de entregarse al enigma.

Eso la preocupaba. Dejó el cuaderno.

Debería dormir.

En su lugar, volvió a coger el ordenador de mano y se conectó a la red. Tras pensarlo un instante, entró en el disco duro de Dragan Armanskij, que no miraba desde hacía tiempo. Armanskij colaboraba con Mikael Blomkvist, pero ella no había sentido ninguna necesidad inmediata de estar al corriente de sus actividades.

Leyó distraída el correo electrónico de Dragan.

Se topó con el análisis de seguridad que David Rosin había redactado sobre la vivienda de Erika Berger. Arqueó las cejas.

Un stalker anda detrás de Erika Berger.

Luego encontró un informe de la colaboradora Susanne Linder, quien, al parecer, había pasado la noche en casa de Erika Berger y enviado el informe a altas horas de la madrugada. Miró la hora de envío: poco antes de las tres. El correo informaba de que Berger había descubierto que los diarios personales, las cartas, las fotografías, así como un vídeo de carácter altamente personal, habían sido robados de una cómoda de su dormitorio:

Una vez comentado el tema con la señora Berger, hemos podido constatar que el robo tuvo que cometerse mientras permaneció en el hospital de Nacka tras haber pisado el trozo de cristal. Estamos hablando de un lapso de tiempo de unas dos horas y media, a lo largo de las cuales la casa se encontró sin vigilancia y la defectuosa alarma de NIP permaneció desconectada. En todos los demás momentos, hasta que el robo se descubrió, o Berger o David Rosin se hallaron en la casa

Eso nos lleva a la conclusión de que su acosador se mantuvo cerca de la señora Berger, pudo observar que se fue en un taxi y, posiblemente también, que cojeaba y tenía el pie lesionado Y entonces aprovechó la ocasión para entrar

Lisbeth salió del disco duro de Armanskij y, pensativa, apagó el ordenador de mano. Tenía sentimientos encontrados

No tenía razón alguna para querer a Erika Berger; todavía recordaba la humillación que sintió cuando la vio desaparecer con Mikael Blomkvist en Hornsgatan el día antes de Nochevieja, hacía ahora año y medio.

Nunca se había sentido tan boba en toda su vida. Y nunca más se permitiría ese tipo de sentimientos.

Todavía recordaba el irracional odio que la invadió y el enorme deseo de salir corriendo tras ellos y hacerle daño a Erika Berger

Vergonzoso.

Ya estaba curada

Total, que lo cierto era que no tenía ninguna razón para querer a Erika Berger.

Un momento después se preguntó qué sería eso «de carácter altamente personal» que contenía el vídeo. Ella misma tenía uno de carácter altamente personal que mostraba cómo ese Nils Jodido Cerdo Asqueroso Bjurman la violaba. Y ese vídeo se encontraba ahora en posesión de Mikael Blomkvist.

Se preguntó cómo habría reaccionado si alguien hubiese entrado en su casa y robado la película. Algo que, en realidad, era lo que Mikael Blomkvist había hecho, aunque su objetivo no había sido hacerle daño.

Mmm.

Complicado.


Erika Berger no consiguió pegar ojo en toda la noche del viernes. Anduvo cojeando de un lado a otro por todo el chalet mientras Susanne Linder la vigilaba. Su angustia flotaba por la casa como una pesada niebla.

A eso de las dos y media de la madrugada, Susanne Linder consiguió persuadir a Erika Berger de que, por lo menos -ya que no podía conciliar el sueño-, se echara en la cama para descansar. Suspiró aliviada cuando Berger cerró la puerta de su dormitorio. Abrió su ordenador portátil e hizo un resumen de lo ocurrido en un correo que envió a Dragan Armanskij. No había hecho más que mandarlo cuando oyó que Erika Berger se había vuelto a levantar y estaba de nuevo dando vueltas por la casa.

A eso de las siete de la mañana, por fin consiguió que Erika Berger llamara al SMP para decir que estaba enferma. Erika aceptó a regañadientes que no sería muy útil en su lugar de trabajo si no podía mantener los ojos abiertos. Luego se durmió en el sofá del salón, frente a la ventana que había sido cubierta con una madera contrachapada. Susanne Linder le echó una manta por encima. A continuación se preparó café, llamó a Dragan Armanskij y le explicó lo que hacía allí y que David Rosin la había llamado.

– Yo tampoco he pegado ojo esta noche -dijo Susanne Linder.

– De acuerdo. Quédate con Berger. Acuéstate y descansa un par de horas -le contestó Armanskij.

– No sé cómo lo vamos a facturar…

– Ya lo resolveremos.

Erika Berger durmió hasta las dos y media de la tarde. Se despertó y se encontró con Susanne Linder durmiendo en un sillón en el otro extremo del salón.


El viernes por la mañana Monica Figuerola se quedó dormida, de modo que no tuvo tiempo de salir a correr, como hacía habitualmente antes de irse al trabajo. Culpó a Mikael Blomkvist, se duchó y, acto seguido, lo echó a patadas de la cama.

Él se fue a Millennium, donde todo el mundo se sorprendió de verlo tan temprano. Murmuró algo, fue a por café y convocó a Malin Eriksson y a Henry Cortez a una reunión en su despacho. Dedicaron tres horas a repasar los textos del próximo número temático y a poner en común cómo avanzaban los trabajos de edición de los libros.

– El libro de Dag Svensson se envió ayer a la imprenta -comentó Malin-. Lo sacaremos en formato bolsillo.

– De acuerdo.

– La revista se llamará The Lisbeth Salander Story -intervino Henry Cortez-. Han estado modificando las fechas, pero el juicio se ha fijado ahora para el trece de julio. La tendremos lista para ese día, aunque esperaremos hasta mediados de semana para distribuirla. Tú decides cuándo sale.

– Bien. Entonces sólo nos falta el libro sobre Zalachenko, que, en estos momentos, es una pesadilla. Se titulará La Sección. La primera mitad del libro será más o menos lo mismo que lo que publicamos en Millennium. Los asesinatos de Dag Svensson y Mia Bergman constituyen el punto de partida; y luego seguimos con la caza de Lisbeth Salander, Zalachenko y Niedermann. En la segunda parte se tratará lo que sabemos de la Sección.

– Mikael, aunque la imprenta hace lo que puede por nosotros, los originales deberán estar listos para impresión el último día de junio como muy tarde -dijo Malin-. Christer necesita al menos un par de días para maquetarlos. Nos quedan poco más de dos semanas. No sé cómo vamos a poder.

– No nos da tiempo a desenterrar toda la historia -reconoció Mikael-. Pero creo que, aunque hubiésemos tenido un año entero, no habríamos podido hacerlo. Lo que sí haremos en este libro es dar cuenta de lo ocurrido. Si nos faltan fuentes para demostrar algo, lo diré. Si estamos especulando, deberá quedar claro que así es. O sea, expondremos lo que ha pasado y lo que podemos documentar, y luego escribiremos lo que pensamos que se esconde detrás de los acontecimientos.

– Eso no se sostiene ni de coña -dijo Henry Cortez.

Mikael negó con la cabeza.

– Si yo digo que un activista de la Säpo entra en mi casa y que puedo demostrarlo con un vídeo, entonces está documentado. Pero si digo que lo ha hecho por encargo de la Sección, entonces se trata de una especulación, aunque a la luz de todas las revelaciones que hacemos sea una especulación lógica. ¿Entiendes?

– Vale.

– No me dará tiempo a escribir todos los textos yo solo. Henry, aquí tengo una lista de textos que quiero que redactes tú. Corresponde más o menos a cincuenta páginas del libro. Malin, tú eres un backup para Henry, exactamente igual que cuando editamos el libro de Dag Svensson. Los tres figuraremos en la portada como autores. ¿Os parece bien?

– Sí, claro -dijo Malin-. Pero tenemos otros problemas.

– ¿Cuáles?

– Mientras tú has estado trabajando en la historia de Zalachenko, se nos ha acumulado un montón de trabajo…

– ¿Y quieres decir que no he estado muy disponible para echaros una mano?

Malin Eriksson asintió.

– Tienes razón. Lo siento.

– No lo sientas. Todos sabemos que cuando te obsesionas con un reportaje no existe nada más. Pero eso a los demás no nos vale. Al menos a mí. Erika Berger me tenía a mí como apoyo. Yo tengo a Henry y él es un as, pero está tan metido en tu historia como tú. Y aunque contemos contigo, la verdad es que nos faltan dos personas en la redacción.

– De acuerdo.

– Y yo no soy Erika Berger. Ella tenía una experiencia que yo no tengo. Yo estoy aprendiendo todavía. Monica Nilsson se deja la piel. Y Lottie Karim también. Pero no tenemos tiempo ni de parar para ponernos a pensar.

– Esto es algo temporal. En cuanto comience el juicio…

– No, Mikael: en cuanto comience el juicio nada… cuando comience el juicio esto será un auténtico infierno. ¿O ya no te acuerdas del caso Wennerström? Lo que sucederá es que en unos tres meses no te vamos a ver el pelo porque tú estarás de gira por los platós.

Mikael suspiró. Asintió lentamente.

– ¿Y qué propones?

– Si queremos que Millennium sobreviva al próximo otoño, hay que contratar a más gente. Por lo menos a dos personas, tal vez más. No tenemos capacidad para hacer lo que estamos haciendo y…

– ¿Y?

– Y yo no estoy segura de querer seguir haciéndolo.

– Lo entiendo.

– Te lo digo en serio. Como secretaria de redacción soy un hacha, y si encima tengo a Erika Berger como jefa, esto es pan comido. Quedamos en que probaría con el cargo durante el verano… Vale, ya lo he probado. No soy una buena redactora jefe.

– ¡No digas tonterías! -exclamó Henry Cortez.

Malin negó con la cabeza.

– De acuerdo -contestó Mikael-. Te entiendo. Pero ten en cuenta que estamos pasando por una situación extrema.

Malin sonrió.

– Considéralo una queja del personal -dijo ella.


La unidad operativa del Departamento de protección constitucional consagró el viernes a intentar analizar la información que les había proporcionado Mikael Blomkvist. Dos de los colaboradores se habían trasladado a un local provisional de Fridhemsplan, adonde llevaron toda la documentación. Era poco práctico, ya que el sistema informático interno se hallaba en el edificio de jefatura, algo que implicaba que tuvieran que andar yendo y viniendo unas cuantas veces al día. Aunque sólo se trataba de un paseo de diez minutos, les suponía cierto fastidio. A la hora de comer ya contaban con un amplio material que daba fe de que tanto Fredrik Clinton como Hans von Rottinger habían estado vinculados a la policía de seguridad durante los años sesenta y también a principios de los setenta.

Von Rottinger procedía del servicio de inteligencia militar, y durante varios años trabajó en la oficina que coordinaba Defensa con la policía de seguridad. Fredrik Clinton había hecho carrera en las Fuerzas Aéreas y empezado a trabajar para el Departamento de control de personal de la policía de seguridad en 1967.

Sin embargo, los dos salieron de allí a principios de la década de los setenta: Clinton en 1971 y Von Rottinger en 1973. Clinton se marchó a la industria privada como asesor y Von Rottinger fue contratado por el órgano internacional de energía atómica para ponerse al frente de las comisiones de investigación. Lo destinaron a Londres.

Hasta bien entrada la tarde, Monica Figuerola no pudo acudir al despacho de Edklinth para comunicarle que las carreras profesionales de Clinton y de Von Rottinger desde que abandonaron la DGP /Seg eran, con toda seguridad, inventadas. La de Clinton se hacía difícil de rastrear. Ser asesor de una industria privada podía significar prácticamente cualquier cosa, y un asesor no tiene ninguna obligación de dar cuenta de sus actividades privadas ante el Estado. De sus declaraciones de la renta se deducía que ganaba un buen dinerito; por desgracia, sus clientes parecían ser, en su mayor parte, empresas anónimas establecidas en Suiza o países similares. De manera que resultaba imposible probar que aquello no era más que una mentira.

Von Rottinger, sin embargo, nunca puso los pies en ese despacho de Londres donde presuntamente estuvo trabajando: en 1973, el edificio de oficinas donde se suponía que trabajaba había sido derribado y sustituido por una ampliación de la King's Cross Station. Sin duda, alguien metió la pata cuando se inventó la tapadera. A lo largo del día, el equipo de Figuerola se dedicó a entrevistar a varios colaboradores jubilados de aquel órgano internacional de energía atómica. Ninguno de ellos había oído hablar de un tal Hans von Rottinger.

– Bueno, pues ya lo sabemos -concluyó Edklinth-. Sólo nos queda averiguar a qué se dedicaban en realidad.

Monica Figuerola hizo un gesto afirmativo.

– ¿Y qué hacemos con Blomkvist?

– ¿Qué quieres decir?

– Le prometimos tenerlo al corriente de todo lo que encontráramos sobre Clinton y Rottinger.

Edklinth reflexionó.

– Vale. De todos modos lo acabará averiguando… Es mejor llevarnos bien con él. Puedes informarle. Pero utiliza tu sentido común.

Monica Figuerola se lo prometió. A continuación, dedicaron un par de minutos a hablar del fin de semana: dos de sus colaboradores continuarían trabajando. Ella se lo tomaría libre.

Luego fichó, salió y se fue al gimnasio de Sankt Eriksplan, donde pasó dos frenéticas horas recuperando el tiempo perdido. Llegó a casa a eso de las siete de la tarde; se duchó, preparó una cena ligera y encendió la tele para ver las noticias. A las siete y media ya se sentía inquieta y se puso un chándal para salir a correr. Se detuvo delante de la puerta y escuchó a su cuerpo. Maldito Blomkvist. Cogió el móvil y llamó a su T10.

– Hemos obtenido alguna información sobre Rottinger y Clinton.

– Cuéntame -pidió Mikael.

– Si te pasas a verme, te lo contaré.

– Mmm -dijo Mikael.

– Acabo de cambiarme para ir a correr y quitarme un poco de encima la tensión acumulada -dijo Monica Figuerola-. ¿Me voy o te espero?

– ¿Te parece bien si paso sobre las nueve?

– Estupendo.


A eso de las ocho de la tarde del viernes, Lisbeth Salander recibió una visita del doctor Anders Jonasson. Se sentó en la silla destinada a las visitas y se recostó.

– ¿Me vas a reconocer? -preguntó Lisbeth Salander.

– No. Esta tarde no.

– Vale.

– Hoy hemos hecho la evaluación de tu estado y hemos avisado al fiscal de que estamos dispuestos a darte el alta.

– De acuerdo.

– Querían trasladarte a la prisión de Gotemburgo esta misma noche.

– ¿Tan rápido?

Él asintió.

– Por lo visto, los de Estocolmo están presionando. Les he dicho que mañana por la mañana tenía que hacerte unas pruebas finales y que no te daré de alta hasta el domingo.

– ¿Por qué?

– No lo sé. Me ha irritado que sean tan insistentes.

Por raro que pueda parecer, Lisbeth Salander sonrió. Si le dieran un par de años, sin duda podría convertir al doctor Anders Jonasson en un buen anarquista. Por lo menos tenía talento para la desobediencia civil.


– Fredrik Clinton -dijo Mikael Blomkvist, contemplando desde la cama el techo de la habitación de Monica Figuerola.

– Como enciendas ese cigarro te lo apagaré en el ombligo -lo amenazó Monica Figuerola.

Mikael se quedó mirando, sorprendido, el cigarrillo que había sacado del bolsillo de su americana.

– Perdón -dijo-. ¿Puedo salir al balcón?

– Sólo si te lavas los dientes después.

Asintió y se envolvió con una sábana. Ella lo siguió hasta la cocina y abrió el grifo para llenar un gran vaso de agua fría. Se apoyó contra el marco de la puerta, junto al balcón.

– ¿Fredrik Clinton?

– Todavía vive. Él es el vínculo con el pasado.

– Se está muriendo. Necesita un riñón nuevo y se pasa la mayor parte del tiempo en diálisis o con algún otro tipo de tratamiento.

– Pero vive. Podríamos contactar con él y hacerle preguntas directamente. Tal vez esté dispuesto a hablar con nosotros.

– No -zanjó Monica Figuerola-. Para empezar esto es una investigación preliminar y la hace la policía. En ese sentido no hay ningún «nosotros» en esta historia. En segundo lugar, recibes información según lo acordado con Edklinth, pero te has comprometido a no hacer nada que pueda interferir en la investigación.

Mikael la miró y sonrió. Apagó el cigarrillo.

– ¡Ay! -dijo-. La policía de seguridad tira de la correa.

De repente ella se quedó pensativa.

– Mikael, esto no es ninguna broma.


El sábado por la mañana, Erika Berger se fue a la redacción del Svenska Morgon-Posten con un nudo en el estómago. Sentía que empezaba a tener control sobre lo que constituía la propia producción del periódico y la verdad era que había estado pensando en la posibilidad de permitirse un fin de semana libre -el primero desde que empezó en el SMP-, pero el descubrimiento de que sus recuerdos más íntimos y personales habían desaparecido junto con la carpeta de la investigación sobre Borgsjö hizo que le resultara imposible desconectar.

A lo largo de la noche, que en su mayoría pasó en vela hablando en la cocina con Susanne Linder, Erika esperaba que El boli venenoso atacara de nuevo y que esas fotos, que eran cualquier cosa menos favorecedoras, se difundieran con toda celeridad. Internet era una herramienta perfecta para los hijos de puta. Dios mío, un maldito vídeo que muestra cómo estoy follando con mi marido y con otro hombre. Acabaré en las portadas de todos los tabloides del mundo. Lo más privado.

Pasó esa noche llena de pánico y angustia.

Al final, Susanne Linder la obligó a irse a la cama.

A las ocho de la mañana, se levantó y se fue al SMP. No podía mantenerse alejada; si amenazaba tormenta, quería ser la primera en enfrentarse a ella.

Pero en la redacción del sábado, con sólo la mitad de la plantilla, todo se le antojó normal. El personal la saludó amablemente cuando pasó por el mostrador central. Anders Holm tenía el día libre. Peter Fredriksson hacía de jefe de Noticias.

– Buenos días. Creía que librabas hoy -le comentó.

– Yo también. Pero como ayer no vine y tengo cosas que hacer… ¿Ha pasado algo?

– No, es una mañana tranquila. Lo más caliente que ha entrado es que la industria maderera de Dalecarlia ha obtenido beneficios y que han cometido un atraco en Norrköping en el que una persona ha resultado herida.

– Vale. Me voy a mi jaula de cristal a trabajar un rato.

Se sentó, apoyó las muletas contra la librería y se conectó a Internet. Empezó por consultar el correo. Había recibido numerosos mails pero ninguno de El boli venenoso. Frunció el ceño: ya habían pasado dos días desde que le robó la carpeta y todavía seguía sin actuar con algo que debería suponerle un verdadero tesoro de posibilidades. ¿Por qué no? ¿Piensa cambiar de táctica? ¿Chantaje? ¿Quiere tenerme en ascuas?

No tenía ningún trabajo particular que urgiera, así que abrió el documento de la nueva estrategia del SMP que estaba redactando. Se quedó observando fijamente la pantalla durante quince minutos sin ver las letras.

Había llamado a Greger, pero no consiguió contactar con él. Ni siquiera sabía si su móvil funcionaba en el extranjero. Naturalmente, habría podido localizarle si hubiese hecho un esfuerzo, pero se sentía completamente apática. Error: se sentía desesperada y paralizada.

Intentó dar con Mikael Blomkvist para informarle de que habían robado la carpeta de Borgsjö. No contestó al móvil.

A las diez todavía no había hecho nada y decidió irse a casa. Acababa de alargar la mano para apagar el ordenador cuando su ICQ hizo clin. Perpleja, miró la barra del menú. Sabía lo que era el ICQ pero no solía chatear, y desde que empezó en el SMP no había usado el programa nunca.

Llena de dudas, hizo clic en Contestar.

– Hola, Erika.

– Hola. ¿Quién eres?

– Asunto privado. ¿Estás sola?

¿Una trampa? ¿El boli venenoso?

– Sí. ¿Quién eres?

– Nos conocimos en casa de Mikael Blomkvist cuando él volvió de Sandhamn.

Erika Berger se quedó mirando la pantalla. Le llevó varios segundos en hacer la asociación. Lisbeth Salander. Imposible.

– ¿Sigues ahí?

– Sí.

– Nada de nombres. ¿Sabes quién soy?

– ¿Cómo sé que no eres un impostor?

– Sé cómo se hizo Mikael la cicatriz del cuello.

Erika tragó saliva. Había cuatro personas en todo el mundo que sabían cómo se la hizo. Lisbeth Salander era una de ellas.

– Vale. Pero ¿cómo puedes chatear conmigo?

– Se me dan bien los ordenadores.

Lisbeth Salander es un hacha con los ordenadores. Pero ¿cómo coño hará para comunicarse conmigo desde el hospital de Sahlgrenska donde está aislada desde el mes de abril? Esto me supera.

– Vale.

– ¿Puedo fiarme de ti?

– ¿Qué quieres decir?

– Esta conversación no debe filtrarse.

No quiere que la policía sepa que tiene acceso a Internet. Claro que no. Así que por eso chatea con la redactora jefe de uno de los periódicos más grandes de Suecia.

– Tranquila. ¿Qué quieres?

– Pagar.

– ¿Qué quieres decir?

– Millennium me ha apoyado.

– Hemos hecho nuestro trabajo.

– Otros periódicos no.

– No eres culpable de lo que te acusan.

– Tú tienes un stalker siguiéndote los pasos.

De repente, a Erika Berger le dio un vuelco el corazón. Dudó un largo instante.

– ¿Qué es lo que sabes?

– Vídeo robado. Han entrado en tu casa.

– Sí. ¿Puedes ayudarme?

Erika Berger se sorprendió a sí misma haciéndole esa pregunta. Era completamente absurdo. Lisbeth Salander estaba ingresada en Sahlgrenska y los problemas personales le salían por las orejas. Resultaba disparatado dirigirse a ella con la esperanza de que le pudiera ofrecer algún tipo de ayuda.

– No lo sé. Déjame intentarlo.

– ¿Cómo?

– Pregunta: ¿crees que ese hijo de puta está en el SMP?

– No puedo demostrarlo.

– ¿Por qué lo crees?

Erika meditó la respuesta un largo rato antes de responder.

– Es un presentimiento. Todo empezó cuando entré a trabajar aquí. Otras personas del periódico han recibido desagradables correos de El boli venenoso que parecen proceder de mí.

– ¿El boli venenoso?

– Es el nombre que le he puesto a ese cabrón.

– Vale. ¿Por qué has sido tú y no otra la que ha sido objeto de atención de El boli venenoso?

– No lo sé.

– ¿Hay alguna cosa que te haga creer que es algo personal?

– ¿Qué quieres decir?

– ¿Cuántos empleados hay en el SMP?

– Más de doscientos treinta, incluida la editorial.

– ¿A cuántos conoces en persona?

– No lo sé muy bien. A lo largo de todos estos años he conocido a varios de los periodistas y colaboradores en distintas situaciones.

– ¿Alguien con quién te hayas peleado alguna vez?

– No. No específicamente.

– ¿Alguien que pienses que querría vengarse de ti?

¿Vengarse? ¿De qué?

– La venganza es un buen motivo.

Erika se quedó mirando la pantalla mientras intentaba entender a qué se refería Lisbeth Salander.

– ¿Sigues ahí?

– Sí. ¿Por qué me preguntas lo de la venganza?

– He leído la lista de Rosin con todos los incidentes que relacionas con El boli venenoso.

¿Por qué no me sorprende?

– ¿¿¿Vale???

– No creo que sea obra de un stalker.

– ¿Qué quieres decir?

– Un stalker es una persona motivada por una obsesión sexual. Este me parece alguien que está imitando a un stalker. Darle por culo con un destornillador… Por favor, parodia pura.

– ¿Sí?

– Yo he visto a stalkers de verdad. Son bastante más pervertidos, vulgares y grotescos. Expresan amor y odio al mismo tiempo. Hay algo que no cuadra en todo esto.

– ¿No te parece lo bastante vulgar?

– No. El correo a Eva Carlsson no me cuadra en absoluto con el perfil de un stalker. Es sólo alguien que quiere fastidiarte.

– Entiendo. No me lo había planteado de esa manera.

– Stalker no es. Va dirigido a ti en persona.

– De acuerdo. ¿Y qué propones?

– ¿Confías en mí?

– Quizá.

– Necesito acceder a la red interna del SMP.

– Para, para.

– Ahora. Dentro de poco me van a trasladar y no tendré Internet.

Erika dudó unos diez segundos. Dejar el SMP en manos de… ¿quién? ¿Una loca? Puede que Lisbeth no fuera culpable de asesinato pero, definitivamente, no era una persona normal.

Pero ¿qué podía perder?

– ¿Cómo?

– Necesito introducir un programa en tu ordenador.

– Tenemos cortafuegos.

– Tienes que ayudarme. Inicia Internet.

– Ya está.

– ¿Explorer?

– Sí.

– Te voy a escribir una dirección. Copíala y pégala en Explorer.

– Hecho.

– Ahora ves que te aparece una lista con una serie de programas. Haz clic en Asphyxia Server y descárgalo.

Erika siguió las instrucciones.

– Ya está.

– Inicia Asphyxia. Haz clic en instalar y pincha en Explorer.

Nos ha llevado tres minutos.

– Listo. Perfecto. Ahora tienes que reiniciar el ordenador. Perderemos el contacto durante un rato.

– Vale.

– Cuando lo retomemos, transferiré tu disco duro a un servidor de Internet.

– Vale.

– Reinícialo. Estaremos en contacto dentro de un ratito.

Erika Berger miró fascinada la pantalla mientras su ordenador se reiniciaba lentamente Se preguntó si no se habría vuelto loca. Luego su ICQ volvió a hacer clin

– Hola de nuevo.

– Hola.

– Es más rápido si lo haces tú: conéctate a Internet y copia y pega la dirección que te voy a mandar.

– Vale.

– Ahora te saldrá una pregunta. Haz clic en Start.

– De acuerdo.

– Ahora te pregunta cómo vas a llamar al disco duro. Llámalo SMP-2.

– Vale.

– Ve a tomarte un café. Esto tardará un rato.


Monica Figuerola se despertó a eso de las ocho de la mañana del sábado, más de dos horas después de lo habitual. Se incorporó en la cama y contempló a Mikael Blomkvist. Estaba roncando. «Well. Nobody is perfect.»

Se preguntó adonde la llevaría su historia con Mikael Blomkvist. Él no pertenecía a ese tipo de hombres fieles con los que se podía planificar una relación a largo plazo; teniendo en cuenta su curriculum, eso le quedaba muy claro. Por otro lado, ella no estaba segura de si en realidad buscaba una relación estable con novio, frigorífico y niños. Tras una docena de fracasados intentos que se remontaban a su juventud, había empezado a inclinarse, cada vez más, hacia la teoría de que las relaciones estables estaban sobrevaloradas. Su relación más larga la tuvo con un colega de Uppsala con el que convivió durante dos años.

A eso había que añadirle que ella tampoco era una chica muy dada a one night stands, aunque consideraba que el sexo estaba subestimado como remedio contra prácticamente todo tipo de dolencias. Y el sexo con Mikael Blomkvist estaba bien. Bueno, mucho más que bien, la verdad. Y además era una buena persona. Te hacía desear volver a por más.

¿Un rollo de verano? ¿Enamoramiento? ¿Estaba ella enamorada?

Se fue al baño, se lavó la cara, se lavó los dientes y luego se puso unos pantalones cortos y una chaqueta fina de deporte, y salió del apartamento andando de puntillas. Hizo unos cuantos estiramientos y corrió durante cuarenta y cinco minutos, pasando por el hospital de Rålambshov, bordeando Fredhäll y volviendo por Smedsudden. A las nueve ya estaba de vuelta y constató que Blomkvist continuaba durmiendo. Se agachó y le mordió la oreja hasta que él abrió los ojos desconcertado.

– Buenos días, cariño. Necesito a alguien que me frote la espalda.

Él la miró y murmuró algo.

– ¿Qué has dicho?

– Que no hace falta que te duches. Estás chorreando.

– He estado corriendo. Deberías acompañarme.

– Sospecho que si intentara seguir tu ritmo, tendrías que llamar a una ambulancia. Paro cardíaco en Norr Mälarstrand.

– ¡No digas tonterías! Venga, hora de levantarse.

Él le frotó la espalda y le enjabonó los hombros. Y las caderas. Y el vientre. Y los pechos. Y al cabo de un rato, Monica Figuerola ya había perdido completamente el interés por la ducha y se lo llevó de nuevo a la cama. Hasta las once de la mañana no llegaron a Norr Mälarstrand para desayunar.

– Podrías convertirte en una mala costumbre -dijo Monica Figuerola-. Sólo hace unos cuantos días que nos conocemos.

– Me atraes un montón. Pero creo que eso ya lo sabes.

Ella asintió.

– ¿Por qué?

– Sorry. No puedo contestar a esa pregunta. Nunca he entendido por qué de repente una determinada mujer me atrae y otra no me despierta ningún interés.

Ella sonrió pensativa.

– Tengo el día libre -dijo ella.

– Yo no. Tengo un montón de trabajo hasta que empiece el juicio y he pasado las tres últimas noches contigo en vez de trabajando.

– Qué pena.

Él asintió, se levantó y le dio un beso en la mejilla. Ella le agarró la manga de la camisa.

– Blomkvist, me gustaría mucho seguir viéndote.

– A mí también -afirmó-. Pero hasta que no hayamos terminado este reportaje, me temo que mi vida va a ser un poco caótica.

Desapareció subiendo por Hantverkargatan.


Erika Berger había ido a por café y ahora estaba observando la pantalla. Durante cincuenta y tres minutos no pasó absolutamente nada, a excepción de que su salvapantallas se activaba a intervalos regulares. Luego el ICQ volvió a hacer clin.

– Ya está. Tienes mucha mierda en tu disco duro; dos virus, por ejemplo.

– Sorry. ¿Cuál es el próximo paso?

– ¿Quién es el administrador de la red informática del SMP?

– No lo sé. Tal vez Peter Fleming, que es el jefe técnico.

– Vale.

– ¿Qué tengo que hacer ahora?

– Nada. Vete a casa.

– ¿Nada más?

– Estaremos en contacto.

– ¿Tengo que dejar el ordenador encendido?

Pero Lisbeth Salander ya se había ido. Frustrada, Erika Berger se quedó mirando la pantalla. Al final apagó el ordenador y salió a buscar un café donde poder sentarse a pensar tranquilamente.

Capítulo 20 Sábado, 4 de junio

Mikael Blomkvist se bajó del autobús en Slussen, cogió el ascensor de Katarinahissen y paseó hasta Fiskargatan 9. Había comprado pan, leche y queso en la tienda que estaba delante del edificio del Gobierno civil y, nada más entrar, se puso a colocar los productos en la nevera. Luego encendió el ordenador de Lisbeth Salander.

Tras un instante de reflexión también encendió su Ericsson T10 azul. Pasó de usar su móvil normal, ya que, de todos modos, no quería hablar con nadie que no tuviera que ver con la historia de Zalachenko. Constató que durante las últimas veinticuatro horas había recibido seis llamadas, tres de Henry Cortez, dos de Malin Eriksson y una de Erika Berger.

Empezó llamando a Henry Cortez, que estaba en un café de Vasastan y que tenía algunos detalles que tratar con él, aunque nada urgente.

Malin Eriksson sólo había llamado para dar señales de vida.

Luego llamó a Erika Berger pero estaba comunicando.

Entró en el foro de Yahoo [La_Mesa_Chalada] y encontró la versión final de la autobiografía de Lisbeth Salander. Asintió sonriendo, imprimió el documento y se puso a leerlo en el acto.


Lisbeth Salander iba golpeteando la pantalla de su Palm Tungsten T3. Con la ayuda de la cuenta de Erika Berger, había dedicado una hora a entrar en la red informática del SMP y analizarla. No se había metido en la cuenta de Peter Fleming, pues no resultaba necesario hacerse con los derechos de administración. Lo que le interesaba era acceder a la administración del SMP con los expedientes personales. Y allí Erika Berger ya tenía derechos.

Deseó ardientemente que Mikael Blomkvist hubiese tenido la bondad de pasarle a escondidas su PowerBook con un teclado de verdad y una pantalla de 17 pulgadas en vez del ordenador de mano. Se descargó una lista de todos los trabajadores del SMP y comenzó a repasarla. Se trataba de doscientas veintitrés personas, ochenta y dos de las cuales eran mujeres.

Empezó tachando a todas las mujeres. No es que las excluyera de la locura, pero las estadísticas confirmaban que la gran mayoría de las personas que acosaban a las mujeres eran hombres. Así que quedaban ciento cuarenta y una.

Las estadísticas también hablaban a favor de que una buena parte de los bolis venenosos solían ser o adolescentes o individuos de mediana edad. Como el SMP no contaba con adolescentes entre sus empleados, dibujó una curva de edades y eliminó a todas las personas que se encontraran por encima de los cincuenta y cinco y por debajo de los veinticinco. Quedaban ciento tres personas.

Meditó un rato. No tenía mucho tiempo. Quizá menos de veinticuatro horas. Tomó una rápida decisión. Eliminó de un plumazo a todos los que trabajaban en distribución, publicidad, fotografía, conserjería y departamento técnico. Se centró en el grupo de periodistas y en el personal de redacción y le salió una lista de cuarenta y ocho personas compuesta por hombres con edades comprendidas entre los veintiséis y los cincuenta y cuatro años.

Luego oyó el sonido del llavero. Apagó de inmediato el ordenador y lo guardó bajo el edredón, entre sus muslos. Su última comida de sábado en el Sahlgrenska acababa de llegar. Resignada, se quedó mirando la col en salsa. Después de la comida sabía que no iba a poder trabajar tranquila durante un rato. Guardó el ordenador en el hueco de detrás de la mesilla y esperó a que dos mujeres de Eritrea pasaran la aspiradora y le hicieran la cama.

Una de ellas se llamaba Sara y le había estado pasando furtiva y regularmente unos cuantos Marlboro Light durante el último mes. También le había dado un mechero que Lisbeth escondía detrás de la mesilla. Agradecida, Lisbeth cogió los dos cigarrillos que se iba a fumar esa noche junto a la ventana de ventilación.

Todo recobró la tranquilidad a partir de las dos. Sacó el ordenador de mano y se conectó. Había pensado volver directamente a la administración del SMP, pero se dio cuenta de que también tenía problemas personales que resolver. Realizó su repaso diario comenzando por el foro de Yahoo [La_Mesa_Chalada]. Constató que Mikael Blomkvist llevaba tres días sin introducir nada nuevo y se preguntó qué estaría haciendo. Seguro que el muy cabrón anda por ahí con alguna tonta tetona.

Acto seguido, entró en el foro de Yahoo [Los_Caballeros] y quiso ver si Plague había contribuido con algo. No lo había hecho.

Luego consultó el disco duro del fiscal Richard Ekström (una correspondencia de menor interés sobre el juicio) así como los del doctor Peter Teleborian.

Cada vez que entraba en el disco duro de Teleborian tenía la sensación de que su temperatura corporal bajaba unos cuantos grados.

Halló el informe psiquiátrico forense que ya había redactado Teleborian sobre ella, pero que, como era lógico, no se iba a realizar oficialmente hasta que éste hubiese tenido la posibilidad de examinarla. Había hecho varias mejoras en su prosa, pero en general no había nada nuevo. Descargó el informe y lo envió a [La_Mesa_Chalada]. Consultó el correo electrónico recibido por Teleborian en las últimas veinticuatro horas abriendo uno a uno cada mail. Estuvo a punto de pasar por alto la importancia de uno de los más breves:

Sábado, 15.00 en el anillo de la estación central. Jonas.

Fuck. Jonas. Una persona que ha aparecido en un montón de correos dirigidos a Teleborian. Usa una cuenta de Hotmail. Sin identificar.

Lisbeth Salander dirigió la mirada al reloj digital de la mesilla: 14.28. Hizo inmediatamente clin en el ICQ de Mikael Blomkvist. No obtuvo respuesta.


Mikael Blomkvist imprimió las doscientas veinte páginas del manuscrito que ya había terminado. Luego apagó el ordenador y se sentó a la mesa de la cocina de Lisbeth Salander con un bolígrafo para corregir las pruebas.

Estaba contento con la historia. Pero el hueco más grande seguía vacío. ¿Cómo iba a poder encontrar al resto de la Sección? Malin Eriksson tenía razón. Resultaba imposible. El tiempo apremiaba.


Lisbeth Salander blasfemó, frustrada, intentando contactar con Plague en el ICQ. No contestaba. Miró de reojo el reloj: 14.30.

Se sentó en el borde de la cama e intentó acordarse de las cuentas ICQ. Primero probó con la de Henry Cortez y luego con la de Malin Eriksson. Nadie contestaba. Sábado. Todo el mundo tiene el día libre. Miró de nuevo el reloj: 14.32.

Después trató de localizar a Erika Berger. Nada de nada. Le he dicho que se fuera a casa. Mierda. 14.33.

Podría enviar un SMS al móvil de Mikael Blomkvist… pero estaba pinchado. Se mordió el labio inferior.

Al final, desesperada, se volvió hacia la mesilla y llamó a la enfermera. Eran las 14.35 cuando oyó la llave introducirse en la puerta y una enfermera llamada Agneta que rondaba los cincuenta años asomó la cabeza.

– Hola. ¿Te pasa algo?

– ¿Está el doctor Anders Jonasson en la planta?

– ¿No te encuentras bien?

– Estoy bien. Pero necesito intercambiar unas palabras con él. Si es posible.

– Lo vi hace un momento. ¿De qué se trata?

– Tengo que hablar con él.

Agneta frunció el ceño. La paciente Lisbeth Salander rara vez llamaba a las enfermeras si no se trataba de un intenso dolor de cabeza o de algún otro problema urgente. Nunca había dado problemas y jamás había solicitado hablar con un determinado médico. Sin embargo, Agneta había advertido que Anders Jonasson había dedicado un considerable tiempo a la paciente detenida, quien, por lo general, solía aislarse por completo del mundo. Era posible que hubiera conseguido establecer algún tipo de contacto.

– De acuerdo. Voy a ver si tiene un minuto -dijo la enfermera amablemente para a continuación cerrar la puerta. Y echar el cerrojo.

Eran las 14.36… Las 14.37 ya.

Lisbeth se levantó de la cama y se acercó a la ventana. De vez en cuando consultaba el reloj: 14.39… 14.40.

A las 14.44 oyó pasos en el pasillo y el sonido del llavero del vigilante de Securitas. Anders Jonasson le echó una inquisitiva mirada y al ver los desesperados ojos de Lisbeth Salander se detuvo.

– ¿Ha pasado algo?

– Está pasando ahora mismo. ¿Tienes un móvil?

– ¿Qué?

– Un móvil. Tengo que hacer una llamada.

Dubitativo, Anders Jonasson miró de reojo hacia la puerta.

– Anders… ¡Necesito un móvil! ¡Ahora!

Oyó la desesperación de su voz y, metiéndose la mano en el bolsillo, le entregó su Motorola. Lisbeth se lo arrancó prácticamente de las manos. No podía llamar a Mikael Blomkvist ya que su teléfono estaba pinchado por el enemigo. El problema era que no le había dado el número de su secreto Ericsson T10 azul. Nunca se lo planteó ya que nunca se habría imaginado que ella pudiera llamarlo desde su aislamiento. Dudó una décima de segundo y marcó el número de móvil de Erika Berger. Oyó tres tonos antes de que ella respondiera.


Erika Berger se hallaba en su BMW, a un kilómetro de su casa de Saltsjöbaden, cuando recibió una llamada que no esperaba. Aunque también era cierto que Lisbeth Salander ya la había sorprendido por la mañana.

– Berger.

– Salander. No hay tiempo para explicaciones. ¿Tienes el número del teléfono secreto de Mikael? El que no está pinchado.

– Sí.

– Llámalo. ¡Pero ya! Teleborian se va a encontrar con Jonas en el anillo de la estación central a las 15.00.

– ¿Qué…?

– Date prisa. Teleborian. Jonas. El anillo de la estación central. 15.00 horas. Tiene un cuarto de hora.

Lisbeth apagó el móvil para que Erika no se viera tentada a derrochar los segundos haciendo preguntas innecesarias. Le echó un vistazo al reloj, que acababa de cambiar a las 14.46.

Erika Berger frenó y aparcó en el arcén de la carretera. Buscó la agenda del bolso y empezó a pasar páginas hasta que encontró el número que Mikael le había dado la noche que cenaron en Samirs gryta.

Mikael Blomkvist oyó el sonido del teléfono. Se levantó de la mesa de la cocina, fue hasta el despacho de Salander y cogió el móvil, que estaba sobre la mesa.

– ¿Sí?

– Erika.

– Hola.

– Teleborian se va a encontrar con Jonas en el anillo de la estación central a las 15.00. Te quedan unos minutos.

– ¿Qué? ¿Qué?

– Teleborian…

– Ya te he oído. ¿Cómo lo sabes?

– Déjate de preguntas y date prisa.

Mikael miró el reloj: 14.47.

– Gracias. Hasta luego.

Cogió el maletín del ordenador y bajó por las escaleras en vez de esperar el ascensor. Mientras corría marcó el número del T10 azul de Henry Cortez.

– Cortez.

– ¿Dónde estás?

– Comprando unos libros en Akademibokhandeln.

– Teleborian se va a encontrar con Jonas en el anillo de la estación central a las 15.00. Yo voy de camino pero tú estás más cerca.

– ¡Hostias! Salgo pitando.

Mikael bajó corriendo por Götgatan y se dirigió a toda pastilla hacia Slussen. Llegó jadeando a la plaza y miró su reloj de reojo. Monica Figuerola tenía razón cuando le dio la lata para que empezara a hacer ejercicio. 14.56. No le iba a dar tiempo. Buscó un taxi.


Lisbeth Salander le devolvió el móvil a Anders Jonasson.

– Gracias -dijo.

– ¿Teleborian? -preguntó Anders Jonasson-. No he podido evitar haber oído el nombre.

Lisbeth asintió con la cabeza y lo miró.

– Teleborian es un pájaro de mucho mucho cuidado. No te imaginas cuánto.

– No. Pero sospecho que ahora mismo está pasando algo grave: es la primera vez en todo este tiempo que te veo tan excitada. Espero que sepas lo que estás haciendo.

Lisbeth le dedicó una torcida sonrisa.

– Pronto lo sabrás -dijo ella.


Henry Cortez salió corriendo de Akademibokhandeln como un loco. Cruzó Sveavägen por el viaducto de Mäster Samuelsgatan y siguió bajando hasta Klara Norra, donde giró para entrar en Klarabergsviadukten y atravesar Vasagatan. Cruzó Klarabergsgatan entre un autobús y dos coches que le pitaron frenéticamente y entró por la puerta de la estación en el preciso instante en que el reloj marcaba las 15.00.

Cogió las escaleras mecánicas bajando los escalones de tres en tres hasta llegar a la planta baja y pasó corriendo por delante de la tienda de Pocketshop antes de aminorar el paso para no llamar la atención. Miró fija e intensamente a la gente que se hallaba alrededor del anillo.

No vio a Teleborian ni al hombre que Christer Malm había fotografiado delante del Copacabana y que pensaban que era Jonas. Miró el reloj: 15.01. Jadeaba como si hubiese corrido el maratón de Estocolmo.

Se la jugó: atravesó el vestíbulo a toda prisa y salió a Vasagatan. Se detuvo y barrió los alrededores con la mirada, estudiando hasta donde sus ojos alcanzaban -y una a una- a todas las personas. Ningún Peter Teleborian. Ningún Jonas.

Dio media vuelta y se metió dentro. 15.03. No había nadie cerca del anillo.

Luego alzó la vista y, por un segundo, divisó el perfil de Peter Teleborian, con su característica cabellera revuelta y su perilla, justo cuando éste salía de Pressbyrån, en el otro extremo del vestíbulo. Acto seguido, el hombre de las fotos de Christer Malm se materializó a su lado. Cruzaron el recinto y salieron a Vasagatan por la puerta norte.

Henry Cortez suspiró. Se secó el sudor de la frente con la palma de la mano y empezó a seguir a los dos hombres.


Mikael Blomkvist llegó en taxi a la estación central de Estocolmo a las 15.07. Entró apresuradamente en el vestíbulo principal, pero no pudo ver ni a Teleborian ni a Jonas. Ni tampoco a Henry Cortez, por otra parte.

Cogió su T10 para llamar a Henry Cortez en el mismo instante en que le empezó a sonar.

– Ya los tengo. Están en el pub Tre Remmare de Vasagatan, junto a la boca de metro de la línea que va hasta Akalla.

– Gracias, Henry. ¿Y tú dónde estás?

– En la barra. Tomándome una caña. Bien merecida.

– Vale. A mí me conocen, así que me quedaré fuera. Supongo que no tienes ninguna posibilidad de escuchar lo que dicen.

– Ni una. Veo la espalda de ese tal Jonas y el maldito Teleborian no hace más que murmurar; ni siquiera puedo ver los movimientos de sus labios.

– De acuerdo.

– Pero puede que tengamos un problema.

– ¿Cuál?

– Ese tal Jonas ha dejado su cartera y su móvil encima de la mesa. Y ha puesto un par de llaves de coche sobre la cartera.

– Vale. Ya me encargo yo de eso.


El móvil de Monica Figuerola sonó con el politono del tema de la película Hasta que llegó su hora. Dejó el libro sobre el deísmo de la Antigüedad, que parecía no terminarse nunca.

– Hola. Soy Mikael. ¿Qué haces?

– Estoy en casa ordenando los cromos de mis antiguos amantes. Esta mañana me han abandonado miserablemente.

– Lo siento. ¿Tienes cerca tu coche?

– La última vez que lo vi estaba aparcado aquí enfrente.

– Bien. ¿Te apetece dar una vuelta por la ciudad?

– No mucho. ¿Qué pasa?

– Peter Teleborian está en Vasagatan tomándose una cerveza con Jonas. Y como yo colaboro con la Stasi… perdón, con la Säpo, he pensado que a lo mejor te apetecería venir.

Monica Figuerola ya se había levantado del sofá para coger las llaves del coche.

– ¿No me estarás tomando el pelo…?

– Ni mucho menos. Y Jonas ha puesto las llaves de un coche encima de la mesa donde se ha sentado.

– Voy para allá.


Malin Eriksson no cogía el teléfono, pero Mikael Blomkvist tuvo suerte y pudo hablar con Lottie Karim, que se encontraba en Åhléns comprando un regalo de cumpleaños para su marido. Mikael le mandó que hiciera horas extra y que se apresurara en ir al pub para servir de refuerzo a Henry Cortez. Luego volvió a llamar a Cortez.

– El plan es el siguiente: dentro de cinco minutos tendremos un coche aquí. Aparcaremos en Järnvägsgatan, delante del pub.

– Vale.

– Lottie Karim llegará dentro de un par de minutos. -Bien.

– Cuando dejen ó.pub, tú seguirás a Jonas. Lo harás a pie y, por el móvil, me irás diciendo por dónde vais. En cuanto lo veas acercarse a un coche, comunícamelo. Lottie seguirá a Teleborian. Si no llegamos a tiempo, coge la matrícula.

– De acuerdo.


Monica Figuerola aparcó en Nordic Light Hotel, frente a Arlanda Express. Mikael Blomkvist abrió la puerta del copiloto un minuto después de que ella hubiese aparcado.

– ¿En qué pub están?

Mikael se lo dijo.

– Debo pedir refuerzos.

– No te preocupes. Los tenemos vigilados. Más gente podría estropearlo todo.

Monica Figuerola lo miró desconfiada.

– ¿Y cómo te enteraste de que esta reunión iba a tener lugar?

– Sorry. Protección de fuentes.

– ¡ Joder! ¿Es que en Millenium tenéis vuestro propio servicio de inteligencia? -exclamó ella.

Mikael parecía contento. Siempre resultaba divertido ganar a la Säpo en su propio terreno.

En realidad, no tenía ni la más mínima idea de a qué se debía esa llamada de Erika Berger -tan inesperada como un relámpago en medio de un cielo claro- para avisarle de que Teleborian y Jonas se iban a ver. Desde el diez de abril, ella ya no estaba al corriente del trabajo que se realizaba en la redacción de Millennium. Por supuesto, sabía quién era Teleborian, pero Jonas no entró en escena hasta el mes de mayo y, según tenía entendido Mikael, Erika ignoraba por completo su existencia, así como que era objeto de las sospechas no sólo de Millennium sino también de la Säpo.

Tendría que sentarse a hablar seriamente con Erika Berger dentro de muy poco.


Lisbeth Salander miró la pantalla de su ordenador y arrugó el morro. Después de la llamada realizada con el móvil del doctor Anders Jonasson apartó de su mente cualquier pensamiento relacionado con la Sección y se centró en el problema de Erika Berger. Tras una detenida deliberación, eliminó de la lista del grupo de hombres de entre veintiséis y cincuenta y cuatro años a todos los casados. Sabía que no estaba hilando muy fino y que no se basaba en una argumentación racional, ni estadística ni científicamente hablando, para tomar esa decisión. El boli venenoso podría ser perfectamente un esposo modélico con cinco hijos y un perro. Podría ser una persona que trabajara en la conserjería. Podría ser, incluso, una mujer, aunque no lo creía.

Simplemente necesitaba reducir el número de nombres de la lista y, con esta última decisión, el grupo pasó de cuarenta y ocho a dieciocho individuos. Constató que una gran parte de ellos eran reporteros importantes, jefes o jefes adjuntos; todos ellos, mayores de treinta y cinco años. Si en ese grupo no encontraba nada interesante, podría ampliar de nuevo el cerco.

A las cuatro de la tarde entró en la página web de Hacker Republic y le pasó la lista a Plague. Él le hizo clin unos cuantos minutos más tarde.

– 18 nombres. ¿Qué?

– Un pequeño proyecto paralelo. Considéralo un ejercicio.

– ¿Eh?

– Uno de los nombres pertenece a un hijo de puta. Encuéntralo.

– ¿Cuáles son los criterios?

– Hay que trabajar rápido. Mañana me desenchufan. Para entonces tenemos que haberlo encontrado.

Le contó la historia de El boli venenoso que iba a por Erika Berger.

– Vale. ¿Y yo saco algo de todo esto?

Lisbeth Salander reflexionó un rato.

– Sí. Que no voy a ir hasta Sundbyberg para provocar un incendio en tu casa.

– ¿Serías capaz?

– Te pago siempre que te pido que hagas algo para mí. Esto no es para mí. Considéralo impuestos.

– Empiezas a dar muestras de competencia social.

– Bueno, ¿qué?

– Vale.

Le pasó los códigos de acceso de la redacción del SMP y se desconectó del ICQ.


Ya eran las 16.20 cuando Henry Cortez llamó.

– Parece que se van a levantar.

– De acuerdo. Estamos preparados.

Silencio.

– Se están separando en la puerta del pub. Jonas se dirige hacia el norte. Lottie sigue a Teleborian hacia el sur.

Mikael levantó un dedo y señaló a Jonas cuando éste asomó por Vasagatan. Monica Figuerola asintió. Unos segundos después, Mikael también pudo ver a Henry Cortez. Monica Figuerola arrancó el motor.

– Está cruzando Vasagatan y continúa hacia Kungsgatan -dijo Henry Cortez por el móvil.

– Manten la distancia para que no te descubra.

– Hay bastante gente.

Silencio.

– Va hacia el norte por Kungsgatan.

– Al norte por Kungsgatan -repitió Mikael.

Monica Figuerola metió una marcha y enfiló Vasagatan. Se detuvieron un momento en un semáforo en rojo.

– ¿Y ahora dónde estáis? -preguntó Mikael cuando giraron entrando en Kungsgatan.

– A la altura de PUB. Va a paso rápido. Oye, ha cogido dirección norte por Drottninggatan.

– Dirección norte por Drottninggatan -repitió Mikael.

– De acuerdo -dijo Monica Figuerola, e hizo un giro ilegal para meterse por Klara Norra y acercarse hasta Olof Palmes gata. Se metió por esa calle y se detuvo delante del edificio de SIF. Jonas cruzó Olof Palmes gata y subió hacia Sveavägen. Henry Cortez lo estaba siguiendo al otro lado de la calle.

– Ha girado hacia el este…

– No te preocupes. Os vemos a los dos.

– Tuerce a Holländargatan… Atención… Coche. Un Audi rojo.

– Coche -dijo Mikael, y apuntó el número que Cortez les comunicó.

– ¿Cómo está aparcado? -preguntó Monica Figuerola.

– Mirando al sur -informó Cortez-. Va a salir a Olof Palmes gata, justo delante de vosotros… Ahora.

Monica Figuerola ya había arrancado y pasado Drottninggatan. Pitó y les hizo señas a un par de peatones que intentaban cruzar por el paso de cebra con el semáforo en rojo.

– Gracias, Henry. Tomamos el relevo.

El Audi rojo se fue hacia el sur por Sveavägen. Mientras lo seguía, Monica Figuerola abrió su móvil con la mano izquierda y marcó un número.

– Por favor, ¿me podéis buscar una matrícula? Un Audi rojo -dijo, y repitió la matrícula que Henry Cortez les había comunicado.

– Jonas Sandberg, nacido en el 71. ¿Qué has dicho?… Helsingörsgatan, Kista. Gracias.

Mikael apuntó los datos que le dieron a Monica Figuerola.

Siguieron al Audi rojo por Hamngatan hasta llegar a Strandvägen y luego subieron inmediatamente por Artillerigatan. Jonas Sandberg aparcó a una manzana del Museo del Ejército. Cruzó la calle y entró en el portal de un elegante edificio de finales del siglo XIX.

– Mmm -dijo Monica Figuerola, mirando de reojo a Mikael.

Mikael asintió con la cabeza. Jonas Sandberg había ido hasta una dirección que se encontraba a una manzana del edificio en el que le dejaron un piso al primer ministro para que celebrara cierta reunión privada.

– Buen trabajo -dijo Monica Figuerola.

En ese mismo instante llamó Lottie Karim y le contó que el doctor Peter Teleborian había subido hasta Klarabergsgatan por las escaleras mecánicas de la estación y que luego siguió andando hasta la jefatura de policía de Kungsholmen.

– ¿La jefatura de policía? ¿Un sábado a las cinco de la tarde? -se preguntó Mikael.

Monica Figuerola y Mikael Blomkvist se miraron sin saber qué pensar. Durante unos pocos segundos, Monica pareció sumergirse en una profunda reflexión. Acto seguido, cogió su móvil y llamó al inspector Jan Bublanski.

– Hola. Monica, de la DGP /Seg. Nos vimos en Norr Mälarstrand hace algún tiempo.

– ¿Qué quieres? -preguntó Bublanski.

– ¿Tienes a alguien de guardia este fin de semana?

– Sonja Modig -dijo Bublanski.

– Necesito un favor. ¿Sabes si se encuentra en el edificio de jefatura?

– Lo dudo. Hace un tiempo espléndido y es sábado por la tarde.

– De acuerdo. ¿Podrías intentar contactar con ella o con alguna otra persona del equipo que pudiera buscarse una excusa para acercarse hasta el pasillo del fiscal Richard Ekström? Porque creo que ahora mismo se está celebrando una reunión en su despacho.

– ¿Una reunión?

– Ahora no tengo tiempo de explicártelo. Necesito saber si está reunido con alguien. Y en tal caso, ¿quién?

– ¿Quieres que espíe a un fiscal que, además, es mi superior?

Monica Figuerola arqueó las cejas. Luego se encogió de hombros.

– Sí -contestó.

– De acuerdo -dijo Bublanski antes de colgar.


La verdad era que Sonja Modig se encontraba más cerca de jefatura de lo que Bublanski temía. Estaba tomando un café con su marido en el balcón de la casa de una amiga que vivía en el barrio de Vasastan. Los padres de Sonja se habían llevado a los niños para pasar una semana con ellos, así que, al verse libre, el matrimonio decidió hacer algo tan anticuado como salir a cenar por ahí e ir al cine.

Bublanski le explicó lo que quería.

– ¿Y qué excusa me invento para entrar así como así en el despacho de Ekström?

– Ayer le prometí que le enviaría un informe puesto al día sobre Niedermann, pero la verdad es que se me olvidó entregárselo antes de irme. Está en mi mesa.

– De acuerdo -dijo Sonja Modig.

Miró a su marido y a su amiga.

– Tengo que ir a la jefatura. Me llevo el coche; con un poco de suerte estaré de vuelta dentro de una hora.

Su marido suspiró. La amiga suspiró.

– Lo cierto es que estoy de guardia -se disculpó Sonja Modig.

Aparcó en Bergsgatan, subió hasta el despacho de Bublanski y buscó los tres folios que constituían el magro resultado de las pesquisas realizadas para dar con el asesino de policías Ronald Niedermann. «No es como para colgarse una medalla», pensó.

Luego salió al rellano de la escalera y subió una planta más. Se detuvo frente a la puerta que daba al pasillo. Esa tarde tan veraniega la jefatura de policía se hallaba casi desierta. No andaba a hurtadillas. Simplemente, caminaba con mucho sigilo. Se paró ante la puerta de Ekström, que estaba cerrada. Oyó el sonido de unas voces y se mordió el labio inferior.

De repente, perdió todo el coraje y se sintió ridícula. En una situación normal habría llamado a la puerta, la habría abierto exclamando algo así como Anda, hola; ¿todavía sigues aquí? y habría entrado como si nada. Ahora se le antojó raro.

Echó un vistazo a su alrededor.

¿Por qué la había llamado Bublanski? ¿De qué iba la reunión?

Miró hacia el otro lado del pasillo. Frente al despacho de Ekström había una pequeña sala de reuniones con sitio para diez personas. Allí había asistido ella a más de una presentación.

Entró y cerró la puerta con mucho cuidado. Las persianas estaban bajadas y la pared de cristal que daba al pasillo tenía las cortinas echadas. La sala estaba en penumbra. Cogió una silla, se sentó y corrió la cortina dejando una fina rendija por la que podía ver el pasillo.

Se sentía incómoda. Si alguien entrara en ese momento, le iba a resultar muy difícil explicarle qué hacía allí. Cogió el móvil y consultó el reloj en la pantalla. Casi las seis. Le desactivó el sonido, se reclinó contra el respaldo de la silla y se puso a mirar la puerta cerrada del despacho de Ekström.


A las siete de la tarde, Plague le hizo clin a Lisbeth Salander.

– De acuerdo. Ya soy administrador del SMP.

– ¿Donde?

Él le descargó una dirección http.

– No nos dará tiempo en veinticuatro horas. Aunque tengamos el correo de los dieciocho, nos llevará días piratear todos sus ordenadores de casa. Es muy probable que la mayoría ni siquiera los tenga conectados un sábado por la tarde.

– Plague, ocúpate de sus ordenadores de casa y yo me encargaré de los del SMP.

– Es lo que pensaba hacer. Tu ordenador de mano es un poco limitado. ¿Alguien en especial en quien deba centrarme?

– No. Cualquiera de ellos.

– De acuerdo.

– Plague.

– Sí.

– Si no encontramos nada de aquí a mañana, quiero que tú sigas.

– De acuerdo.

– En tal caso, te pagaré.

– Bah. Descuida. Esto es divertido.

Se desconectó del ICQ y fue a la dirección http a la que Plague había bajado todos los derechos de administración del SMP. Empezó comprobando si Peter Fleming estaba conectado y se hallaba en la redacción del SMP. No. Así que usó sus códigos de usuario y entró en el servidor del SMP. De esta manera podría leer toda la correspondencia que hubiese existido: también los correos que hubieran sido borrados de las cuentas particulares.

Comenzó con Ernst Teodor Billing, cuarenta y tres años, uno de los jefes del turno de noche del SMP. Abrió su correo y empezó a retroceder en el tiempo. Le dedicó más o menos dos segundos a cada mail, tiempo más que suficiente para hacerse una idea de quién lo había enviado y de lo que contenía. Al cabo de unos cuantos minutos ya había aprendido a identificar lo que constituía el correo rutinario relacionado con el trabajo en forma de memorandos, horarios y otras cosas carentes de interés. Empezó a pasar de todo ello.

Siguió retrocediendo en el tiempo, correo a correo, tres meses más. Luego fue saltando de mes en mes leyendo sólo el asunto y abriéndolos sólo en el caso de que algo le llamara la atención. Se enteró de que Ernst Billing salía con una mujer llamada Sofía y de que empleaba con ella un tono desagradable. Constató que eso no era nada raro, ya que Billing solía utilizar un tono bastante borde con la mayoría de las personas a las que les escribía algo personal: reporteros, maquetadores y otros. Lisbeth consideró, no obstante, que resultaba llamativo que un hombre se dirigiera a su novia con palabras como «gorda de mierda, imbécil de mierda o puta de mierda».

Cuando ya había retrocedido un año, se detuvo. Accedió entonces al Explorer y empezó a ver los sitios de Internet por los que Billing solía navegar. Descubrió que, al igual que la mayoría de los hombres de su edad, entraba regularmente en páginas porno, pero que casi todas las que visitaba parecían estar relacionadas con su trabajo. Constató también que mostraba interés por los coches y que a menudo se metía en páginas donde se presentaban nuevos modelos.

Tras una hora de indagación, salió del ordenador de Billing y lo borró de la lista. Siguió con Lars Örjan Wollberg, cincuenta y un años, un veterano reportero de la redacción de asuntos jurídicos.


Torsten Edklinth entró en la jefatura de policía de Kungsholmen a las siete y media de la tarde del sábado. Allí lo esperaban Monica Figuerola y Mikael Blomkvist. Se sentaron en torno a la misma mesa de reuniones donde se sentó Mikael el día anterior.

Edklinth constató que estaba pisando un terreno resbaladizo y que había violado toda una serie de reglas internas al permitir que Blomkvist accediera a ese pasillo. Sin lugar a dudas, Monica Figuerola no tenía derecho a invitarlo por su cuenta. En circunstancias normales, ni siquiera las esposas o los maridos podían acceder a las dependencias secretas de la DGP /Seg; si querían ver a su pareja, debían esperar en la escalera. Y Blomkvist, para más inri, era periodista. En el futuro sólo lo dejaría entrar en el local provisional que tenían en Fridhemsplan.

Pero, por otro lado, siempre solía haber gente dando vueltas por los pasillos en calidad de invitados especiales. Visitas extranjeras, investigadores, asesores temporales… Él colocó a Blomkvist en la categoría de asesores externos temporales. En fin, todas esas chorradas de la clasificación del nivel de seguridad no eran más que palabras. De repente, alguien decidía que fulanito de tal debía ser autorizado para obtener un determinado nivel de seguridad. Edklinth había decidido que, si alguien lo criticara, diría que él personalmente le había dado a Blomkvist la autorización necesaria.

Siempre y cuando no surgiera un conflicto entre ambos, claro está. Edklinth se sentó y miró a Figuerola.

– ¿Cómo te enteraste de la reunión?

– Blomkvist me llamó a eso de las cuatro -contestó ella con una sonrisa.

– ¿Y cómo te has enterado tú?

– Me avisó una fuente -dijo Mikael Blomkvist.

– ¿Debo llegar a la conclusión de que le has puesto algún tipo de vigilancia a Teleborian?

Monica Figuerola negó con la cabeza.

– Esa fue también mi primera idea -dijo ella con una alegre voz, como si Mikael Blomkvist no se encontrara allí-. Pero no se sostiene. Aunque alguien se encontrara siguiendo a Teleborian por encargo de Blomkvist, es imposible que esa persona supiera con antelación que iba a ver, precisamente, a Jonas Sandberg.

Edklinth asintió lentamente.

– Bueno… Entonces, ¿qué nos queda? ¿Escuchas ilegales o algo así?

– Te puedo asegurar que no me dedico a realizar escuchas ilegales de nadie y que ni siquiera he oído hablar de que algo así se estuviera llevando a cabo -dijo Mikael Blomkvist para recordarles que él también se hallaba en la habitación-. Seamos realistas: las escuchas ilegales son actividades a las que se dedican las autoridades estatales.

Edklinth hizo una mueca.

– ¿Así que no quieres decir cómo te enteraste de la reunión?

– Sí. Ya te lo he contado. Me avisó una fuente. Y la fuente está protegida. ¿Qué te parece si nos centramos en el resultado del aviso?

– No me gusta dejar cabos sueltos -dijo Edklinth-. Pero vale, ¿qué es lo que sabemos?

– Se llama Jonas Sandberg -contestó Monica Figuerola-. Se formó como buceador militar y luego pasó por la Academia de policía a principios de los años noventa. Primero trabajó en Uppsala y después en Södertälje.

– Tú estuviste en Uppsala.

– Sí, pero no coincidimos. Yo acababa de empezar cuando él se fue a Södertälje.

– Vale.

– En 1998 la DGP /Seg lo reclutó para el servicio de contraespionaje. En el año 2000 fue recolocado en un cargo secreto en el extranjero. Según nuestros papeles, está oficialmente en la embajada de Madrid. He hablado con ellos: no tienen ni idea de quién es Jonas Sandberg.

– Igual que Mårtensson. Según los datos oficiales, lo han trasladado a algún sitio en el que no se encuentra…

– Tan sólo el jefe administrativo tiene la posibilidad de hacer algo así sistemáticamente y conseguir que funcione.

– Y en circunstancias normales, todo se explicaría con la excusa de que se han confundido los papeles; nosotros lo hemos descubierto porque lo estamos estudiando. Y si alguien insiste, no hay más que pronunciar la palabra «Confidencial» o decir que tiene que ver con el terrorismo.

– Todavía queda por investigar el tema del presupuesto.

– ¿El jefe de presupuesto?

– Quizá.

– De acuerdo. ¿Qué más?

– Jonas Sandberg vive en Sollentuna. No está casado, pero tiene un hijo con una profesora de Södertälje. Vida intachable. Licencia para dos armas de fuego. Formal y abstemio. Lo único un poco raro es que parece ser creyente y que en los años noventa fue miembro de la secta La Palabra de la vida.

– ¿De dónde has sacado todo eso?

– He hablado con mi antiguo jefe de Uppsala. Se acuerda muy bien de Sandberg.

– Vale. Un buceador militar creyente con dos armas y un hijo en Södertälje. ¿Algo más?

– Hombre, para haberlo identificado hace tan sólo tres horas no está nada mal…

– Sí, perdona. ¿Qué sabemos de la casa de Artillerigatan?

– No mucho todavía. Stefan ha conseguido dar con alguien de la oficina de urbanismo. Tenemos los planos del edificio. Pisos en propiedad de finales del siglo XIX. Seis plantas con un total de veintidós pisos, más ocho pisos en un pequeño edificio en el patio. Me he metido en los archivos para investigar a los inquilinos, pero no he encontrado nada llamativo. Dos de los que viven en el inmueble tienen antecedentes.

– ¿Quiénes son?

– Un tal Lindström en la primera planta. Sesenta y tres años. Condenado por estafas de seguros en los años setenta. Un tal Wittfelt en la tercera. Cuarenta y siete años. Condenado en dos ocasiones por maltrato de su ex mujer.

– Mmm.

– Los que viven allí son de clase media bien. Sólo hay un piso que plantea interrogantes.

– ¿Cuál?

– El de la planta superior. Once habitaciones; algo así como un piso señorial. Pertenece a una empresa que se llama Bellona AB.

– ¿Y a qué se dedica?

– Sabe Dios. Realizan análisis de mercado y facturan anualmente más de treinta millones de coronas. Todos los propietarios de Bellona residen en el extranjero.

– Ajá.

– ¿Ajá qué?

– Sólo eso, ajá. Tú sigue investigando a Bellona.

En ese mismo instante entró el funcionario al que Mikael sólo conocía bajo el nombre de Stefan.

– Hola, jefe -dijo, saludando a Torsten Edklinth-. Esto tiene gracia. He estado indagando el pasado del piso de Bellona.

– ¿Y? -preguntó Monica Figuerola.

– La empresa Bellona se fundó en los años setenta y compró el piso de la testamentaría de la anterior dueña, una mujer llamada Kristin Cederholm, nacida en 1917.

– ¿Y?

– Estaba casada con Hans Wilhelm Francke, el vaquero que se peleó con P. G. Vinge cuando se fundó la DGP /Seg.

– Bien -dijo Torsten Edklinth-. Muy bien. Monica, quiero que se vigile el inmueble día y noche. Que se averigüe qué teléfonos tienen. Quiero saber quién entra y quién sale por esa puerta, qué coches visitan el edificio. Lo de siempre.

Edklinth miró de reojo a Mikael Blomkvist. Parecía estar a punto de decir algo, pero se contuvo. Mikael arqueó las cejas.

– ¿Estás contento con todo este caudal informativo? -preguntó Edklinth al final.

– No puedo quejarme. ¿Tú estás contento con la aportación de Millennium?

Edklinth asintió lentamente con la cabeza.

– ¿Eres consciente de que se me puede caer el pelo por culpa de esto? -preguntó.

– No será por mi culpa. La información que me dais la trataré como si proviniera de una fuente protegida. Voy a reproducir los hechos, pero no voy a revelar cómo los he averiguado. Antes de llevarlo todo a imprenta te haré una entrevista formal. Si no quieres contestar, no tienes más que decir «Sin comentarios». O bien dices todo lo que piensas de la Sección para el Análisis Especial. Tú decides.

Edklinth se mostró conforme con un movimiento de cabeza.

Mikael estaba contento. En apenas unas horas, la Sección parecía haber cobrado forma. Se trataba de un avance decisivo.


Sonja Modig había podido constatar, llena de frustración, que la reunión del despacho del fiscal Ekström se prolongaba. Sobre la mesa había encontrado una botella de agua mineral Loka olvidada por alguien. Había llamado a su marido dos veces para decirle que se retrasaría y que prometía recompensarlo con una agradable velada en cuanto llegara a casa. Empezaba a inquietarse y se sentía como una intrusa.

La reunión no acabó hasta las siete y media. La pillaron completamente desprevenida cuando se abrió la puerta y salió Hans Faste, seguido del doctor Peter Teleborian. A continuación, un hombre mayor de pelo canoso al que Sonja Modig nunca había visto. En último lugar salió el fiscal Richard Ekström poniéndose una americana a la vez que apagaba la luz y cerraba la puerta con llave.

Sonja Modig sostuvo su móvil frente a la rendija de la cortina e hizo dos fotos de baja resolución de la gente que se encontraba frente a la puerta de Ekström. Tardaron unos segundos en ponerse en marcha y recorrer el pasillo.

Contuvo el aliento cuando pasaron por la sala de reuniones donde ella se escondía agachada. Cuando por fin oyó cerrarse la puerta de la escalera se percató de que estaba envuelta en un sudor frío. Se levantó con las rodillas temblando.


Bublanski llamó a Monica Figuerola poco después de las ocho de la tarde.

– ¿Querías saber si Ekström celebraba alguna reunión?

– Sí -respondió Monica Figuerola.

– Acaba de terminar. Se ha reunido con el doctor Peter Teleborian y mi ex colaborador, el inspector Hans Faste, así como con una persona mayor a la que no conocemos.

– Un momento -le dijo Monica Figuerola para, a continuación, tapar el auricular con la mano y volverse hacia los demás-. Nuestra sospecha ha dado sus frutos. Teleborian ha ido directamente a ver al fiscal Ekström.

– ¿Sigues ahí?

– Perdón. ¿Hay alguna descripción de ese desconocido tercer hombre?

– Mejor. Te envío una foto.

– ¿Una foto? ¡Anda, qué bien! Te debo un gran favor.

– Sería mucho mejor que me dijeras qué estáis tramando.

– Ya te llamaré.

Permanecieron callados en torno a la mesa de reuniones durante un par de minutos.

– De acuerdo -acabó diciendo Edklinth-. Teleborian se reúne con la Sección y luego va directamente a ver al fiscal Ekström. Daría lo que fuera por saber de qué habrán hablado.

– También podrías preguntármelo a mí -propuso Mikael Blomkvist.

Edklinth y Figuerola se quedaron mirándolo.

– Se han reunido para darle el último retoque a la estrategia con la que pretenden noquear a Lisbeth Salander en el juicio que se celebrará contra ella dentro de un mes.

Monica Figuerola lo contempló. Luego hizo un lento gesto de asentimiento.

– Es una suposición -dijo Edklinth-. A menos que tengas poderes paranormales.

– No es ninguna suposición -replicó Mikael-. Se han visto para ultimar los detalles del informe psiquiátrico forense sobre Salander. Teleborian acaba de terminarlo.

– No digas chorradas. Salander ni siquiera ha sido examinada.

Mikael Blomkvist se encogió de hombros y abrió el maletín de su ordenador.

– Ese tipo de nimiedades no suele detener a Teleborian. Aquí está la última versión del informe psiquiátrico forense. Como podéis ver, está fechada la misma semana en la que va a dar comienzo el juicio.

Edklinth y Figuerola se quedaron observando los documentos. Luego se intercambiaron las miradas y, acto seguido, miraron a Mikael Blomkvist.

– ¿Y dónde has conseguido este informe? -preguntó Edklinth.

– Sorry. Protección de fuentes -dijo Mikael Blomkvist.

– Blomkvist… tenemos que poder fiarnos el uno del otro. Nos estás ocultando información. ¿Guardas más sorpresas de este tipo?

– Sí, claro; tengo mis secretos. Al igual que estoy convencido de que tú no me vas a dar carte Manche para que mire todo lo que tenéis aquí en la Säpo. ¿A que no?

– No es lo mismo.

– Sí. Es exactamente lo mismo. Se trata de una colaboración. Como tú bien dices, tenemos que poder fiarnos el uno del otro. Yo no oculto nada que pueda contribuir a tu misión de investigar a la Sección e identificar los diferentes delitos que se han cometido. Ya te he entregado todo el material que demuestra que, en 1991, Teleborian cometió un delito en colaboración con Björck, y te he contado que van a contratarlo para hacer lo mismo esta vez. Y aquí tienes el documento que lo demuestra.

– Pero guardas secretos.

– Por supuesto. Tú eliges: o lo aceptas o se interrumpe esta colaboración.

Monica Figuerola levantó un diplomático dedo.

– Perdona, pero ¿esto significa que el fiscal Ekström trabaja para la Sección?

Mikael frunció el ceño.

– No lo sé. Más bien me da la sensación de que se trata de un idiota útil del que la Sección se aprovecha. Es un trepa, pero yo lo veo honrado, aunque un poco tonto. En cambio, una fuente me ha comentado que se tragó prácticamente todo lo que Teleborian contó sobre Lisbeth Salander en una presentación que éste hizo cuando todavía la estaban buscando.

– Vamos, que no hace falta gran cosa para manipularlo. ¿No es eso?

– Exacto. Y Hans Faste es un idiota que piensa que Lisbeth Salander es una lesbiana satánica.


Erika Berger estaba sola en su chalet de Saltsjöbaden. Se sentía paralizada e incapaz de concentrarse en ningún tipo de actividad útil. Se pasaba las horas esperando a que alguien la llamara para contarle que ya habían colgado sus fotos en alguna página web de Internet.

Se sorprendió pensando una y otra vez en Lisbeth Salander, y se dio cuenta de que había depositado en ella vanas esperanzas. Salander se hallaba encerrada en Sahlgrenska. Tenía prohibidas las visitas y ni siquiera podía leer los periódicos. Pero era una chica asombrosamente rica en recursos; a pesar de su aislamiento había podido contactar con Erika a través del ICQ y luego también por teléfono. Y dos años antes, ella sólita consiguió acabar con el imperio de Wennerström y salvar a Millennium.

A las ocho de la tarde, Susanne Linder llamó a la puerta. Erika se sobresaltó como si alguien hubiese disparado una pistola dentro de la habitación.

– Hola, Berger. Mírala, ahí sentada en la penumbra con esa cara tan triste…

Erika asintió y encendió la luz.

– Hola. Voy a preparar un poco de café…

– No. Ya lo hago yo. ¿Hay alguna novedad?

Bueno, Lisbeth Salander se ha puesto en contacto conmigo y ha tomado el control de mi ordenador. Y también me ha llamado para informarme de que Teleborian y alguien llamado Jonas se iban a reunir en la estación central esta misma tarde.

– No. Nada nuevo -dijo-. Pero hay algo que me gustaría consultarte.

– Tú dirás…

– ¿Crees que existe alguna posibilidad de que no sea un stalker sino alguien de mi círculo de conocidos que quiere fastidiarme?

– ¿Cuál es la diferencia?

– Para mí un stalker es un individuo desconocido que se ha obsesionado conmigo. La otra variante sería que fuera alguien que quiere vengarse de mí o arruinarme la vida por razones personales.

– Una idea interesante. ¿Cómo se te ha ocurrido?

– Es que… hoy he hablado con una persona sobre mi situación. No puedo dar su nombre, pero era de la opinión de que las amenazas de un verdadero stalker serían diferentes. Sobre todo porque un tipo así nunca le habría escrito esos correos a Eva Carlsson, la de Cultura. Lo cierto es que no tiene ningún sentido.

Susanne Linder asintió lentamente con la cabeza.

– No le falta razón. ¿Sabes?, la verdad es que nunca he leído esos correos. ¿Me los dejas ver?

Erika sacó su laptop y lo puso sobre la mesa de la cocina.


Monica Figuerola escoltó a Mikael Blomkvist en su salida de la jefatura de policía a eso de las diez de la noche. Se detuvieron en el mismo sitio del día anterior, en el parque de Kronoberg.

– Bueno, otra vez aquí. ¿Piensas salir corriendo para irte a trabajar o te apetece venir a mi casa y meterte en la cama conmigo?

– Bueno…

– Mikael, no te sientas presionado por mí. Si necesitas trabajar, adelante.

– Oye, Figuerola, eres muy pero que muy adictiva.

– Y a ti no te gustan las adicciones. ¿Es eso lo que quieres decir?

– No. No es eso. Pero esta noche hay una persona con la que tengo que hablar y me va a llevar un rato. Y seguro que antes de que termine tú ya te habrás dormido.

Ella asintió.

– Ya nos veremos.

Él le dio un beso en la mejilla y subió hacia Fridhemsplan para coger el autobús.

– ¡Blomkvist! -gritó ella.

– ¿Qué?

– Mañana también libro. Pásate a desayunar si tienes tiempo.

Capítulo 21 Sábado, 4 de junio – Lunes, 6 de junio

Lisbeth Salander sintió un cúmulo de malas vibraciones cuando le tocó el turno al jefe de Noticias Anders Holm. Tenía cincuenta y ocho años, así que en realidad quedaba fuera del grupo, pero de todas formas Lisbeth lo había incluido porque se había peleado con Erika Berger. Era un tipo que no hacía más que tramar intrigas y enviar correos a diestro y siniestro para hablar de lo mal que alguien había hecho un trabajo.

Lisbeth constató que a Holm le caía mal Erika Berger y que dedicaba bastante espacio a realizar comentarios del tipo «ahora la tía bruja ha dicho esto o ha hecho aquello». Cuando navegaba por la red se metía exclusivamente en páginas relacionadas con el trabajo. Si tenía otros intereses, tal vez se entregara a ellos en su tiempo libre y en otro ordenador.

Lo guardó como candidato al papel de El boli venenoso, aunque no estaba muy convencida. Lisbeth meditó un rato sobre por qué no creía que fuera él y llegó a la conclusión de que Holm era tan borde que no necesitaba dar ese rodeo recurriendo a los correos anónimos: si le apeteciera llamar puta a Erika Berger, se lo diría a la cara. Y no le pareció de ese tipo de personas que se molestarían en entrar sigilosamente en la vivienda de Erika Berger en plena noche.

Hacia las diez de la noche hizo una pausa, entró en [La_Mesa_Chalada] y constató que Mikael Blomkvist aún no había vuelto. Se sintió algo irritada y se preguntó qué andaría haciendo y si le habría dado tiempo a llegar a la reunión de Teleborian.

Luego volvió al servidor del SMP.

Pasó al siguiente nombre, que era Claes Lundin, el secretario de redacción de deportes, de veintinueve años. Lisbeth acababa de abrir su correo cuando se detuvo y se mordió el labio inferior. Dejó a Lundin y, en su lugar, se fue al correo electrónico de Erika Berger.

Se centró en los antiguos correos. Se trataba de una lista relativamente corta, ya que su cuenta había sido abierta el dos de mayo. Se iniciaba con una agenda de la mañana enviada por el secretario de redacción Peter Fredriksson. A lo largo de ese primer día, varias personas le habían mandado a Erika mensajes de bienvenida.

Lisbeth leyó detenidamente cada uno de los mails recibidos por Erika Berger. Advirtió que, ya desde el principio, subyacía un tono hostil en la correspondencia mantenida con el jefe de Noticias Anders Holm. No parecían estar de acuerdo en nada, y Lisbeth constató que Holm le complicaba la vida enviándole hasta dos y tres correos sobre temas que eran verdaderas nimiedades.

Pasó por alto la publicidad, el spam y las agendas puramente informativas. Se concentró en todo tipo de correspondencia personal. Leyó cálculos presupuestarios internos, los resultados del departamento de publicidad y marketing y una correspondencia mantenida con el jefe de economía, Christer Sellberg, que se prolongó durante una semana entera y que más bien se podría describir como una tormentosa pelea sobre la reducción de personal. Había recibido también irritantes correos del jefe de la redacción de asuntos jurídicos acerca de un sustituto llamado Johannes Frisk al que Erika Berger, al parecer, había puesto a trabajar en algún reportaje que no gustaba. Exceptuando los primeros mensajes de bienvenida, ninguno de los correos provenientes de los distintos jefes de departamento resultaba agradable: ni uno solo de ellos veía nada positivo en los argumentos o en las propuestas de Erika.

Al cabo de un rato, Lisbeth volvió al principio e hizo un cálculo estadístico. Constató que de todos los jefes del SMP que Erika tenía a su alrededor, sólo había cuatro que no se dedicaban a minar su posición: el secretario de redacción Peter Fredriksson, el jefe de la sección de Opinión Gunnar Magnusson, el jefe de Cultura Sebastian Strandlund y, por último, Borgsjö, el presidente de la junta directiva.

¿No habían oído hablar de las mujeres en el SMP? Todos los jefes son hombres.

La persona con quien Erika tenía menos que ver era con el jefe de cultura, Sebastian Strandlund. Durante todo el tiempo que Erika llevaba trabajando allí sólo había intercambiado dos correos con él. Los más amables y los más manifiestamente simpáticos procedían de Magnusson, el redactor de las páginas de Opinión. Borgsjö era parco en palabras y arisco. Todos los demás jefes se dedicaban al tiro encubierto de forma más o menos abierta.

¿Para qué coño se les ha ocurrido a estos tíos contratar a Erika Berger si luego resulta que lo único que quieren hacer con ella es destrozarla por completo?

La persona con la que parecía tener más relación era el secretario de redacción Peter Fredriksson. La acompañaba a las reuniones como si fuera su sombra; preparaba la agenda con ella, la ponía al corriente sobre distintos textos y problemas, y, en general, hacía girar los engranajes de toda aquella maquinaria.

Fredriksson intercambiaba a diario una docena de correos con Erika.

Lisbeth agrupó todos los correos de Peter Fredriksson dirigidos a Erika y los leyó uno por uno. En más de una ocasión ponía alguna objeción a una decisión tomada por Erika. Él le presentaba sus argumentos. Erika Berger parecía tener confianza en él, ya que a menudo modificaba sus decisiones o aceptaba por completo los razonamientos de Fredriksson. Nunca se mostró hostil. En cambio, no existía ni el más mínimo indicio de que tuviera una relación personal con Erika.

Lisbeth cerró el correo de Erika Berger y meditó un breve instante.

Abrió la cuenta de Peter Fredriksson.


Plague llevaba toda la tarde mangoneando sin demasiado éxito en los ordenadores de casa de diversos colaboradores del SMP. Había conseguido meterse en el del jefe de Noticias Anders Holm, ya que éste tenía una línea abierta de forma permanente con el ordenador de la redacción para poder entrar en cualquier momento y enmendar algún texto. El ordenador privado de Holm era uno de los más aburridos que Plague había pirateado en toda su vida. Sin embargo, había fracasado con el resto de los dieciocho nombres de la lista que le había proporcionado Lisbeth Salander. Una de las razones de ese fracaso era el hecho de que ninguna de las personas a cuyas puertas llamó estaba conectada a Internet esa tarde de sábado. Había empezado a cansarse un poco de esa misión imposible cuando Lisbeth Salander le hizo clin a las diez y media de la noche.

– ¿Qué?

– Peter Fredriksson.

– De acuerdo.

– Pasa de todos los demás. Céntrate en él.

– ¿Por qué?

– Un presentimiento.

– Eso me va a llevar tiempo.

– Hay un atajo: Fredriksson es secretario de redacción y trabaja con un programa que se llama Integrator para poder controlar su ordenador del SMP desde casa.

– No sé nada de Integrator.

– Un pequeño programa que apareció hace unos años. Ahora está completamente anticuado. Integrator tiene un bug. Está en el archivo de Hacker Rep. En teoría puedes invertir el programa y entrar en su ordenador de casa desde el trabajo.

Plague suspiró: la que un día fuera su alumna estaba más puesta que él.

– Vale. Lo intentaré.

– Si encuentras algo, dáselo a Mikael Blomkvist si yo ya no estoy conectada.


Mikael Blomkvist había vuelto al piso de Lisbeth Salander de Mosebacke poco antes de las doce. Estaba cansado y empezó dándose una ducha y poniendo la cafetera eléctrica. Luego abrió el ordenador de Lisbeth Salander e hizo clin en su ICQ.

– Ya era hora.

– Sorry.

– ¿Dónde has estado metido todo este tiempo?

– En la cama con una agente secreto. Y cazando a Jonas.

– ¿Llegaste a la reunión?

– Sí. ¿¿¿Avisaste tú a Erika???

– Era la única manera de contactar contigo.

– Muy lista.

– Mañana me meterán en el calabozo.

– Ya lo sé.

– Plague te ayudará con la red.

– Estupendo.

– Entonces ya no queda más que el final.

Mikael asintió para sí mismo.

– Sally… Vamos a hacer lo que hay que hacer.

– Ya lo sé. Eres muy previsible.

– Y tú un encanto, como siempre.

– ¿Hay algo más que deba saber?

– No.

– En ese caso, todavía me queda un poco de trabajo en la red.

– Vale. Que lo pases bien.


Susanne Linder se despertó sobresaltada por un pitido de su auricular de botón. Alguien había hecho saltar la alarma que ella misma había colocado en la planta baja del chalet de Erika Berger. Se apoyó en el codo y vio que eran las 5.23 de la mañana del domingo. Se levantó sigilosamente de la cama y se puso unos vaqueros, una camiseta y unas zapatillas de deporte. Se metió el bote de gas lacrimógeno en el bolsillo trasero y se llevó la porra telescópica consigo.

En silencio, pasó ante la puerta del dormitorio de Erika Berger y vio que estaba cerrada, lo que significaba que la llave seguía echada.

Luego se detuvo en la escalera y se quedó escuchando. De pronto, oyó un ligero clic en la planta baja seguido de un movimiento. Bajó muy despacio las escaleras y volvió a detenerse en la entrada aguzando el oído.

En ese momento, alguien arrastró una silla en la cocina. Sostuvo firmemente la porra con la mano y, silenciosa, se acercó hasta la puerta de la cocina, donde vio a un hombre calvo y con barba de un par de días sentado a la mesa con un vaso de zumo de naranja y leyendo el SMP. Advirtió su presencia y levantó la mirada.

– ¿Y tú quién diablos eres? -preguntó el hombre.

Susanne Linder se relajó y se apoyó en el marco de la puerta.

– Greger Backman, supongo… Hola. Me llamo Susanne Linder.

– Ajá. ¿Me vas a dar un porrazo en la cabeza o quieres un vaso de zumo?

– Con mucho gusto -dijo Susanne, dejando la porra-. El zumo, quiero decir…

Greger Backman se estiró para coger un vaso del fregadero y se lo sirvió de un tetrabrik.

– Trabajo para Milton Security -dijo Susanne Linder-. Creo que es mejor que tu esposa te explique el porqué de mi presencia.

Greger Backman se levantó.

– ¿Le ha pasado algo a Erika?

– Tranquilo, está bien. Pero ha tenido unos problemillas. Te hemos estado buscando en París.

– ¿París? ¡Pero si he estado en Helsinki, joder!

– ¿Ah, sí? Perdona, pero tu mujer pensaba que se trataba de París.

– Eso es el mes que viene.

Greger se levantó y se dispuso a salir de la cocina.

– La puerta del dormitorio está cerrada con llave. Necesitas un código para abrirla -dijo Susanne Linder.

– ¿Un código?

Le dio las tres cifras que debía marcar. Greger subió corriendo por la escalera hasta la planta superior. Susanne Linder alargó la mano y cogió el SMP de la mesa.


A las diez de la mañana del domingo, el doctor Anders Jonasson entró a ver a Lisbeth Salander.

– Hola, Lisbeth.

– Hola.

– Sólo quería advertirte de que la policía vendrá a la hora de comer.

– Vale.

– No pareces muy preocupada.

– No.

– Tengo un regalo para ti.

– ¿Un regalo? ¿Por qué?

– Has sido uno de los pacientes que más me ha entretenido en mucho tiempo.

– ¿Ah sí? -dijo Lisbeth Salander con suspicacia.

– Tengo entendido que te interesa el ADN y la genética.

– ¿Quién se ha chivado? Supongo que esa tía, la psicóloga.

Anders Jonasson asintió.

– Si te aburres en la prisión… éste es el último grito en la investigación del ADN.

Le dio un un tocho titulado Spirals: mysteries of DNA, escrito por Yoghito Takamura, un catedrático de la Universidad de Tokio. Lisbeth Salander abrió el libro y estudió el índice del contenido.

– Guay -dijo.

– Sería interesante saber alguna vez a qué se debe que estés leyendo a investigadores a los que ni siquiera yo entiendo.

En cuanto Anders Jonasson abandonó la habitación, Lisbeth sacó el ordenador de mano. Un último esfuerzo. Gracias al departamento de recursos humanos del SMP, Lisbeth se enteró de que Peter Fredriksson llevaba seis años trabajando allí. Durante esa época había estado de baja durante dos largos períodos: dos meses en 2003 y tres meses en 2004. Consultando los expedientes personales, Lisbeth averiguó que en ambas ocasiones se había debido a estrés. En una de ellas, el predecesor de Erika Berger, Håkan Morander, había cuestionado si Fredriksson podría seguir ocupando el cargo de secretario de redacción.

Palabras. Palabras. Palabras. Nada concreto. A las dos menos cuarto, Plague le hizo clin.

– ¿Qué?

– ¿Sigues en Sahlgrenska?

– ¿Tú qué crees?

– Es él.

– ¿Estás seguro?

– Entró en el ordenador del trabajo desde el de casa hace media hora. Aproveché la ocasión y me metí en su ordenador de casa. Tiene escaneadas unas fotos de Erika Berger en el disco duro.

– Gracias.

– Está bastante buena.

– ¡Plague!

– Ya lo sé. Bueno, ¿qué hago?

– ¿Ha colgado las fotos en la red?

– Por lo que he visto no.

– ¿Puedes minar su ordenador?

– Eso ya está hecho. Si intenta enviar fotos por correo o colgar en la red algo que pase de veinte kilobytes, petará el disco duro.

– Muy bien.

– Quería irme a dormir. ¿Te las arreglas sola?

– Como siempre.

Lisbeth se desconectó del ICQ. Miró el reloj y se dio cuenta de que pronto sería la hora de comer. Se apresuró en redactar un mensaje que dirigió al foro de Yahoo [La_Mesa_Chalada]:

Mikael. Importante. Llama ahora mismo a Erika Berger y dile que Peter Fredriksson es El boli venenoso.

En el mismo instante en que envió el mensaje oyó movimiento en el pasillo. Levantó su Palm Tungsten T3 y besó la pantalla. Luego lo apagó y lo colocó en el hueco de detrás de la mesilla.

– Hola, Lisbeth -dijo su abogada Annika Giannini desde la puerta.

– Hola.

– La policía te vendrá a buscar dentro de un rato. Te he traído ropa. Espero que sea de tu talla.

Con cierto reparo, Lisbeth le echó un vistazo a una selección de pulcros pantalones oscuros y de blusas claras.


Fueron dos uniformadas agentes de la policía de Gotemburgo las que vinieron a buscar a Lisbeth Salander. Su abogada también la iba a acompañar a la prisión.

Cuando salieron de su habitación y pasaron por el pasillo, Lisbeth reparó en que varios empleados la observaron con curiosidad. Con un movimiento de cabeza, los saludó amablemente y alguno que otro le devolvió el saludo con la mano. Por pura casualidad, Anders Jonasson se encontraba en la recepción. Se miraron y se saludaron con la cabeza. Aún no habían doblado la esquina cuando Lisbeth advirtió que Anders Jonasson ya se estaba dirigiendo a su habitación.

Lisbeth Salander no pronunció palabra alguna ni cuando las agentes vinieron a buscarla ni tampoco durante su traslado.


Mikael Blomkvist cerró su iBook y dejó de trabajar a las siete de la mañana del domingo. Se quedó sentado un rato ante el escritorio de Lisbeth Salander mirando fijamente al vacío.

Luego entró en el dormitorio y se puso a contemplar la enorme cama de matrimonio. Al cabo de un rato volvió al despacho, abrió el móvil y llamó a Monica Figuerola.

– Hola. Soy Mikael.

– Hombre. ¿Ya estás levantado?

– Acabo de terminar de trabajar y me voy a acostar. Sólo quería saludarte.

– Cuando un hombre llama tan sólo para saludar es porque tiene alguna otra cosa en mente.

Mikael se rió.

– Blomkvist, si quieres puedes venirte a dormir aquí

– Voy a ser una compañía muy aburrida

– Ya me acostumbraré.

Cogió un taxi hasta Pionjargatan


Erika Berger pasó el domingo en la cama con Greger Backman. Estuvieron charlando y medio durmiendo. Por la tarde se vistieron y dieron un largo paseo hasta el muelle del barco de vapor y luego una vuelta por el pueblo.

– Lo del SMP ha sido un error -dijo Erika Berger cuando llegaron a casa.

– No digas eso. Ahora es duro, pero eso ya lo sabías. Cuando le hayas cogido el ritmo todo te parecerá más llevadero.

– No es por el trabajo; me las arreglo bien. Es por la actitud.

– Mmm.

– No estoy a gusto. Pero no puedo dimitir a las pocas semanas de haber entrado.

Abatida, se sentó a la mesa de la cocina y miró apáticamente al vacío. Greger Backman nunca la había visto tan resignada.


El inspector Hans Faste vio por primera vez a Lisbeth Salander a las doce y media del domingo, cuando una policía de Gotemburgo la llevó al despacho de Marcus Erlander.

– ¡Joder, lo que nos ha costado dar contigo! -le soltó Hans Faste.

Lisbeth Salander se lo quedó mirando un largo rato y concluyó que era idiota y que no iba a dedicar muchos segundos a preocuparse por su existencia.

– La inspectora Gunilla Waring os acompañará hasta Estocolmo -dijo Erlander.

– Bueno -apremió Faste-. Vámonos ya. Hay unas cuantas personas que quieren hablar seriamente contigo, Salander.

Erlander se despidió de Lisbeth Salander. Ella lo ignoró.

Para mayor comodidad, habían decidido trasladar a la prisionera en coche hasta Estocolmo. Gunilla Waring conducía. Hans Faste iba sentado en el asiento del copiloto y se pasó los primeros momentos del viaje con la cabeza vuelta hacia atrás intentando hablar con Lisbeth Salander. A la altura de Alingsås ya había empezado a sentir tortícolis y desistió.

Lisbeth Salander contemplaba el paisaje por la ventanilla lateral. Era como si Faste no existiera en su mundo.

«Teleborian tiene razón. Esta tía es retrasada, joder -pensó Hans Faste-. Ya verá cuando lleguemos a Estocolmo.»

A intervalos regulares, miró de reojo a Lisbeth Salander e intentó hacerse una idea de la mujer que llevaba tanto tiempo persiguiendo. Hasta él tuvo sus dudas al ver a esa chica flaca. Se preguntó cuánto pesaría. Se recordó a sí mismo que era lesbiana y, por lo tanto, no una mujer de verdad.

En cambio, puede que eso del satanismo fuera una exageración. No daba la impresión de ser muy satánica.

Irónicamente, se dio cuenta de que habría preferido mil veces más haberla arrestado por los tres asesinatos por los que la buscaron en un principio, pues una chica flaca también puede usar una pistola, pero la realidad había acabado imponiéndose en esa investigación. Ahora estaba detenida por maltratar gravemente a los jefes supremos de Svavelsjö MC, un delito del que ella, sin duda, era culpable y del que -en el caso de que negara su culpabilidad- también existían pruebas técnicas.


Monica Figuerola despertó a Mikael Blomkvist a eso de la una del mediodía. Ella había estado sentada en el balcón terminando el libro sobre el deísmo de la Antigüedad mientras Mikael roncaba en el dormitorio; había tenido un placentero momento de paz. Cuando entró y lo miró fue consciente de que Mikael la atraía más de lo que lo había hecho ningún otro hombre en muchos años.

Era una sensación agradable pero inquietante. Mikael Blomkvist no le parecía un elemento estable en su vida.

Cuando él se despertó, bajaron a Norr Mälarstrand a tomar café. Luego ella se lo llevó a casa e hizo el amor con él hasta bien entrada la tarde. Mikael la dejó a eso de las siete de la tarde. Ella ya empezó a echarlo de menos desde el mismo instante en el que él le dio un beso en la mejilla y cerró la puerta.


A eso de las ocho de la tarde del domingo, Susanne Linder llamó a la puerta de la casa de Erika Berger. No iba a pasar la noche en el chalet, ya que Greger Backman había vuelto, así que la visita no tenía nada que ver con el trabajo. Durante las largas conversaciones que mantuvieron en la cocina, las noches que Susanne estuvo en casa de Erika, llegaron a intimar bastante. Susanne Linder había descubierto que Erika le caía bien, y veía a una mujer desesperada que se disfrazaba para ir impasible al trabajo, pero que, en realidad, no era más que un nudo de angustia andante.

Susanne Linder sospechaba que esa angustia no sólo tenía que ver con El boli venenoso. Pero ella no era psicóloga, y ni la vida ni los problemas vitales de Erika Berger eran asunto suyo. Así que cogió el coche y se acercó a casa de Berger tan sólo para saludarla y preguntarle cómo se encontraba. Ella y su marido se hallaban en la cocina, callados y bajos de ánimo. Daban la impresión de haber pasado el domingo hablando de cosas serias.

Greger Backman preparó café. Susanne Linder sólo llevaba un par de minutos en la casa cuando el móvil de Erika empezó a sonar.


A lo largo del día, Erika Berger había contestado a todas las llamadas con una creciente sensación de inminente cataclismo.

– Berger.

– Hola, Ricky.

Mikael Blomkvist. Mierda. No le he contado que la carpeta de Borgsjö ha desaparecido.

– Hola, Micke.

– Ya han trasladado a Lisbeth Salander a la prisión de Gotemburgo y mañana se la llevarán a Estocolmo.

– Vaya…

– Te ha mandado un… un mensaje.

– ¿Ah sí?

– Es muy críptico.

– ¿Qué?

– Dice que El boli venenoso es Peter Fredriksson.

Erika Berger permaneció callada durante diez segundos, mientras un cúmulo de pensamientos irrumpía en su cabeza. Imposible. Peter no es así. Salander tiene que haberse equivocado.

– ¿Algo más?

– No. Eso es todo. ¿Sabes qué ha querido decir?

– Sí.

– Ricky, ¿qué es lo que estáis tramando tú y Lisbeth? Ella te llamó para que me avisaras de lo de Teleborian y ahora…

– Gracias, Micke. Luego hablamos.

Colgó y se quedó mirando a Susanne Linder con ojos de fiera.

– Cuéntanos -dijo Susanne Linder.


Susanne Linder tuvo sentimientos encontrados; de buenas a primeras, a Erika Berger le habían comunicado que su secretario de redacción, Peter Fredriksson, era El boli venenoso. Y al contarlo, las palabras le salieron atropelladamente. Luego Susanne Linder le preguntó cómo sabía que Fredriksson era su stalker.

De repente, Erika Berger enmudeció. Susanne observó sus ojos y vio que algo había cambiado en su actitud. Erika Berger pareció desconcertada.

– No lo puedo contar…

– ¿Qué quieres decir?

– Susanne, sé que Fredriksson es El boli venenoso. Pero no me pidas que te diga cómo me ha llegado la información. ¿Qué hago?

– Si quieres que yo te ayude, tienes que contármelo.

– No… no es posible. No lo entiendes.

Erika Berger se levantó y se acercó a la ventana de la cocina, donde permaneció un instante de espaldas a Susanne Linder. Luego se dio la vuelta.

– Voy a ir a casa de ese cabrón.

– ¡Y una mierda! No vas a ir a ninguna parte, y menos a casa de alguien que te odia a muerte.

Erika Berger vaciló.

– Siéntate. Cuéntame lo que ha pasado. ¿Ha sido Mikael Blomkvist el que te ha llamado?

Erika asintió.

– Le he… le he pedido a un hacker que revise los ordenadores de todo el personal.

– Ajá. Y debido a eso, es probable que ahora seas culpable de un grave delito informático. Y no quieres contar quién es ese hacker, claro.

– He prometido no contarlo nunca… Hay otras personas en juego. Es algo en lo que está trabajando Mikael Blomkvist.

– ¿Conoce Blomkvist a El boli venenoso?

– No, sólo ha transmitido el mensaje.

Susanne Linder ladeó la cabeza y observó a Erika Berger. De pronto, en su cabeza se generó una cadena de asociaciones:

Erika Berger. Mikael Blomkvist. Millennium. Policías sospechosos que entraban en la casa de Blomkvist e instalaban aparatos de escuchas. Susanne Linder vigilando a los que vigilaban. Blomkvist trabajando como un loco en un reportaje sobre Lisbeth Salander.

Todo el personal de Milton Security sabía que Lisbeth Salander era un hacha en informática. Nadie entendía de dónde le venían esas habilidades pero, por otra parte, Susanne nunca había oído hablar de que Salander fuera una hacker. Sin embargo, en una ocasión Dragan Armanskij había dicho algo sobre el hecho de que Salander entregaba unos informes asombrosos cuando hacía investigaciones personales. Una hacker…

Pero, joder, Salander está retenida e incomunicada en Gotemburgo.

No tenía sentido.

– ¿Estamos hablando de Salander? -preguntó Susanne Linder.

Fue como si Erika Berger hubiese sido alcanzada por un rayo.

– No puedo comentar de dónde proviene la información. Ni una sola palabra.

De repente Susanne Linder soltó una risita.

Ha sido Salander. La confirmación de Berger no podía ser más clara. Está completamente desequilibrada.

Pero es imposible.

¿Qué coño está pasando aquí?

O sea, que Lisbeth Salander, durante su cautiverio, asumía la tarea de averiguar quién era El boli venenoso… Una auténtica locura.

Susanne Linder se quedó reflexionando.

No sabía absolutamente nada sobre Lisbeth Salander. Tal vez la hubiera visto en unas cinco ocasiones durante los años que ella estuvo trabajando en Milton Security y nunca intercambió ni una sola palabra con ella. Salander se le antojaba una persona difícil, una chica que adoptaba una actitud social de rechazo y que tenía una coraza tan dura que no la penetraría ni un martillo compresor. También había constatado que Dragan Armanskij la acogió bajo su ala protectora. Susanne Linder respetaba a Armanskij y suponía que a él no le faltaban buenas razones para comportarse de ese modo con la complicada chica.

El boli venenoso es Peter Fredriksson.

¿Tendría razón? ¿Había pruebas?

Luego Susanne Linder consagró dos horas a interrogar a Erika Berger sobre todo lo que sabía acerca de Peter Fredriksson, cuál era su papel en el SMP y cómo había sido su relación desde que Erika se convirtió en su jefa. Las respuestas no le aclararon nada.

Erika Berger dudó hasta la frustración. Oscilaba entre el deseo de ir a casa de Fredriksson para enfrentarse con él y la duda de si podía ser verdad. Al final, Susanne Linder la convenció de que no podía irrumpir en casa de Peter Fredriksson y acusarlo sin más: si resultaba que era inocente, Berger quedaría como una perfecta idiota.

Consecuentemente, Susanne Linder prometió encargarse del tema. Una promesa de la que se arrepintió en el mismo instante en que la hizo, pues no tenía ni la más mínima idea de cómo cumplirla.

A pesar de todo, ahora estaba aparcando su Fiat Strada de segunda mano en Fisksätra, lo más cerca del piso de Peter Fredriksson que pudo. Cerró con llave las puertas del coche y miró a su alrededor. No sabía muy bien cómo proceder, pero suponía que iba a tener que llamar a su puerta y, de una u otra manera, convencerlo para que le contestara algunas preguntas. Era perfectamente consciente de que se trataba de una actividad que quedaba al margen de su trabajo en Milton Security y de que Dragan Armanskij se pondría furioso si se enterara de lo que estaba haciendo.

No era un buen plan. Y en cualquier caso, el plan se resquebrajó antes de que ella ni siquiera hubiese podido ponerlo en marcha.

En el mismo instante en que llegó al patio que había ante la entrada y empezó a acercarse al portal de Peter Fredriksson, la puerta se abrió. Susanne Linder lo reconoció en el acto por la foto del informe que había visto en el ordenador de Erika Berger. Ella siguió andando y se cruzaron. Él desapareció en dirección al garaje. Susanne Linder se detuvo, dubitativa, y lo siguió con la mirada. Luego consultó su reloj y constató que eran poco menos de las once de la noche y que Peter Fredriksson se disponía a ir a algún sitio. Se preguntó adonde se dirigiría y regresó corriendo a su coche.


Mikael Blomkvist se quedó mirando el móvil durante un largo rato desde que Erika Berger colgó. Se preguntó qué estaba sucediendo. Frustrado, contempló el ordenador de Lisbeth Salander; a esas alturas, ya la habían trasladado a los calabozos y no tenía ninguna posibilidad de preguntárselo

Abrió su T10 azul y llamó a Idris Ghidi a Angered.

– Hola Mikael Blomkvist.

– Hola -le respondió Idris Ghidi.

– Sólo te llamaba para decirte que ya puedes interrumpir el trabajo que me has estado haciendo.

Idris Ghidi asintió en silencio. Ya sabía que Mikael Blomkvist lo iba a llamar, porque habían trasladado a Lisbeth Salander

– Entiendo -dijo.

– Puedes quedarte con el móvil, tal y como acordamos. Te mandaré el último pago esta misma semana.

– Gracias.

– Soy yo el que te debe dar las gracias por tu ayuda.

Mikael abrió su iBook y se puso a trabajar. El desarrollo de los acontecimientos de los últimos días significaba que una considerable parte del manuscrito tenía que modificarse y que, con toda probabilidad, había que insertar una historia completamente nueva.

Suspiró.


A las once y cuarto, Peter Fredriksson aparcó a tres manzanas de la casa de Erika Berger. Susanne Linder ya sabía adonde se dirigía y lo dejó actuar para no llamar su atención. Ella pasó por delante del coche de Fredriksson poco más de dos minutos después de que él hubiese aparcado. Constató que estaba vacío. Pasó la casa de Erika Berger, avanzó un poco más y aparcó donde él no pudiera verla. Le sudaban las manos.

Abrió una cajita de Catch Dry y se metió en la boca una dosis de snus.

Luego abrió la puerta del coche y miró a su alrededor. En cuanto se dio cuenta de que Fredriksson se dirigía a Saltsjöbaden, supo que la información de Salander era correcta. Ignoraba por completo cómo lo había averiguado, pero ya no le cabía ninguna duda de que Fredriksson era El boli venenoso. Suponía que Fredriksson no se había acercado hasta Saltsjöbaden para pasar el rato, sino que estaba tramando algo.

Y sería estupendo que ella pudiera pillarlo in fraganti.

Sacó una porra telescópica del compartimento lateral de la puerta del coche y la sopesó con la mano un instante. Pulsó el botón de la empuñadura y, automáticamente, surgió un pesado y elástico cable de acero. Apretó los dientes.

Esa era la razón por la que dejó la policía de Södermalm.

Tan sólo le había dado un arrebato de furia en una ocasión, cuando la patrulla en la que trabajaba, por tercera vez en el mismo número de días, tuvo que acudir a una casa de Hägersten después de que la misma mujer llamara a la policía pidiendo socorro a gritos porque su marido la estaba maltratando. Y, al igual que en las dos primeras ocasiones, la situación se calmó antes de que la patrulla llegara.

Cumpliendo con su rutina, sacaron al marido hasta las escaleras mientras le tomaban declaración a la mujer. No, ella no quería poner una denuncia. No, había sido un error. No, su marido era bueno… en realidad la culpa la tenía ella. Ella lo había provocado…

Y todo ese tiempo el muy cabrón se lo pasó con una sonrisa burlona en la cara y sin apartar la mirada de Susanne Linder.

No sabría explicar por qué lo hizo. Pero, de pronto, algo se quebró en su interior. Sacó la porra y le pegó en toda la boca. El primer golpe apenas tuvo fuerza; sólo le partió el labio y, acto seguido, él se agachó. Durante los diez siguientes segundos -hasta que sus colegas la agarraron y la sacaron de allí a la fuerza- una lluvia de porrazos cayó sobre la espalda, los riñones, las caderas y los hombros de aquel tipo.

Aquello, al final, no llegó a juicio. Dimitió del cuerpo esa misma noche y se fue a casa, donde se pasó una semana entera llorando. Luego se armó de valor y llamó a la puerta de Dragan Armanskij. Le contó lo que había hecho y por qué había dejado la policía. Le pidió trabajo. Armanskij dudó y le dijo que se lo pensaría. Ella ya había perdido la esperanza cuando, seis semanas más tarde, él la llamó para comunicarle que estaba dispuesto a ponerla a prueba.

Susanne Linder hizo una amarga mueca y se metió la porra bajo el cinturón, por la parte de atrás. Comprobó que tenía el bote de gas lacrimógeno en el bolsillo derecho de la cazadora y que los cordones de las zapatillas de deporte estaban bien atados. Se dirigió andando a casa de Erika Berger y entró con mucho sigilo en el jardín.

Sabía que el detector de movimientos de la parte trasera aún no estaba instalado, así que, en silencio, continuó caminando por el césped a lo largo del seto que delimitaba el terreno. No lo pudo ver. Le dio la vuelta a la casa y se quedó quieta. De repente lo divisó: una sombra en la penumbra junto al estudio de Greger Backman.

No se da cuenta de lo estúpido que es volviendo aquí. Es incapaz de mantenerse alejado.

Fredriksson estaba agachado intentado ver algo a través de una rendija de las cortinas de un cuarto de estar que quedaba junto al salón. Luego fue hasta la terraza y miró por la rendija de las persianas bajadas de las ventanas que había junto al enorme ventanal panorámico, que seguía cubierto con la madera contrachapada.

De repente, Susanne Linder sonrió.

Aprovechó que él estaba de espaldas para cruzar el jardín a hurtadillas hasta la esquina del chalet. Se ocultó tras unos arbustos de grosellas que crecían junto a la fachada lateral. Lo podría controlar a través del follaje. Desde su posición, Fredriksson debería poder ver el vestíbulo principal y parte de la cocina. A todas luces, había encontrado algo interesante en lo que centrar su atención, pues transcurrieron diez minutos antes de que volviese a moverse. Se acercó a Susanne Linder.

Cuando Fredriksson dobló la esquina y pasó por delante de Susanne Linder, ella se levantó y le dijo en voz baja:

– Oye, Fredriksson.

Él se detuvo en seco y se volvió hacia ella.

Susanne vio brillar sus ojos en la oscuridad. No consiguió apreciar la expresión de su cara, pero oyó cómo contuvo el aliento, como si se encontrara en estado de shock.

– Podemos resolver esto de una manera sencilla o de una difícil -dijo ella-. Vamos a ir hacia tu coche y…

Fredriksson se dio la vuelta y echó a correr.

Susanne Linder cogió la porra telescópica y le asestó un golpe doloroso y devastador en la parte frontal de la rodilla izquierda.

Cayó emitiendo un ahogado quejido.

Alzó la porra para darle otro golpe pero se contuvo. Sintió los ojos de Dragan Armanskij en la nuca.

Se inclinó hacia delante, lo tumbó boca abajo y le puso una rodilla en la parte baja de la espalda. Agarró su mano derecha, se lo llevó con fuerza hasta la espalda y lo esposó. Era débil y no opuso resistencia.


Erika Berger apagó la luz del salón y subió cojeando hasta el piso superior. Ya no necesitaba las muletas, pero todavía le dolía cuando apoyaba la planta del pie. Greger Backman apagó la luz de la cocina y siguió a su mujer. Nunca la había visto tan infeliz. Nada de lo que le decía parecía poder tranquilizarla o atenuar esa angustia que padecía.

Ella se desnudó y se metió bajo las sábanas dándole la espalda.

– No es culpa tuya, Greger -dijo ella al oírlo meterse en la cama.

– No estás bien -dijo él-. Quiero que te quedes en casa unos días.

Greger le pasó un brazo alrededor del hombro. Ella no intentó rechazarlo, pero mostró una actitud pasiva. Él se acercó y, abrazándose a ella, la besó cariñosamente en el cuello.

– Nada de lo que digas o hagas me va a tranquilizar. Sé que necesito un descanso. Me siento como si me hubiese subido a un tren expreso y acabara de descubrir que me he equivocado de vía.

– Podríamos salir a navegar un par de días. Desconectar de todo.

– No. Yo no puedo desconectar de todo.

Ella se volvió hacia él.

– Tal y como están las cosas, huir sería lo peor. Tengo que resolver los problemas. Luego, si quieres, nos vamos.

– De acuerdo -dijo Greger-. Parece ser que no soy de gran ayuda.

Ella le dedicó una tierna sonrisa.

– No. No lo eres. Pero gracias por estar aquí. Te quiero con locura, ya lo sabes.

Él asintió.

– No me puedo creer que sea Peter Fredriksson -dijo Erika Berger-. Nunca he percibido la más mínima hostilidad de su parte.


Susanne Linder se preguntó si no debería llamar a la puerta de Erika Berger, pero, justo en ese momento, vio apagarse las luces de la planta baja. Bajó la vista y miró a Peter Fredriksson. No había pronunciado palabra. Permanecía absolutamente quieto. Reflexionó un buen rato antes de decidirse.

Se agachó, lo cogió por las esposas y, levantándolo, lo apoyó contra la fachada.

– ¿Puedes tenerte de pie? -le preguntó.

Él no contestó.

– Vale, entonces lo haremos de la manera más sencilla. Si opones la más mínima resistencia, le daré el mismo tratamiento a tu rodilla derecha. Y si te resistes, te romperé los brazos. ¿Entiendes lo que te digo?

Percibió que él respiraba con mucha intensidad. ¿Miedo?

Lo condujo hasta la calle a empujones. Luego se lo llevó hasta el coche, aparcado a tres manzanas de allí. Él cojeaba y ella lo ayudaba. Al llegar al vehículo, se encontraron con un hombre que había sacado a pasear al perro y que se detuvo a mirar al esposado Peter Fredriksson.

– Esto es un asunto policial -dijo Susanne Linder con voz firme-. Váyase a casa.

Lo sentó en el asiento de atrás y lo llevó a casa, a Fisksätra. Eran las doce y media de la noche y no se encontraron con nadie al acercarse al portal. Susanne Linder le sacó las llaves y lo condujo hasta su piso, situado en la tercera planta, subiendo por las escaleras.

– Tú no puedes entrar en mi domicilio -dijo Peter Fredriksson.

Era lo primero que decía desde que ella lo esposó.

Abrió la puerta y lo metió a empujones.

– No tienes derecho. Para realizar un registro domiciliario debes…

– Yo no soy policía -le replicó ella en voz baja.

Él se quedó mirándola lleno de desconfianza.

Ella lo agarró por la camisa, lo metió a empujones en el salón y lo sentó en un sofá. Tenía un apartamento de dos habitaciones pulcramente limpio y ordenado. Un dormitorio a la izquierda del salón, la cocina al otro lado del vestíbulo, y un pequeño cuarto para trabajar contiguo al salón.

Echó un vistazo al cuarto de trabajo y suspiró aliviada. The smoking gun. Descubrió enseguida las fotos del álbum de Erika Berger extendidas en una mesa junto a un ordenador. En la pared que quedaba justo al lado, él había clavado una treintena de fotos. Ella contempló la exposición con las cejas arqueadas. Erika Berger era una mujer condenadamente guapa. Y gozaba de una vida sexual más divertida que la de Susanne Linder.

Escuchó a Peter Fredriksson moverse y volvió al salón para contenerlo. Le dio un porrazo, lo arrastró hasta el despacho y lo dejó en el suelo.

– ¡Quédate quieto! -le dijo.

Se acercó hasta la cocina y encontró una bolsa de papel de Konsum. Quitó, una tras otra, las fotos de la pared. Encontró el saqueado álbum y los diarios de Erika Berger.

– ¿Dónde está el vídeo? -preguntó.

Peter Fredriksson no contestó. Susanne Linder se dirigió al salón y encendió la tele. Había una película metida en el vídeo, pero tardó bastante en dar con el canal en el mando.

Sacó la cinta y dedicó un largo rato a asegurarse de que no había hecho copias.

Encontró las cartas de amor de Erika y el informe de Borgsjö. Luego centró su interés en el ordenador de Peter Fredriksson. Constató que tenía un escáner Microtec conectado a un PC IBM. Levantó la tapa del escáner y se topó con una foto en la que se veía a Erika Berger en una fiesta del Club Xtreme celebrada la Nochevieja de 1986, según rezaba en una banderita que había clavada en la pared.

Encendió el ordenador y descubrió que estaba protegido por una contraseña.

– ¿Qué contraseña tienes? -le preguntó.

Peter Fredriksson permaneció obstinadamente quieto en el suelo negándose a hablar con ella.

Una total tranquilidad invadió a Susanne Linder. Sabía que, desde un punto de vista técnico, a lo largo de la noche había cometido un delito tras otro, incluido uno que se podría denominar coacción ilícita e, incluso, secuestro grave. Le daba igual; es más: se sentía más bien eufórica.

Al cabo de un rato, se encogió de hombros, se hurgó los bolsillos y sacó su navaja militar suiza. Quitó todos los cables del ordenador, volvió la parte trasera hacia ella y usó el destornillador estrella para abrir la tapa. Le llevó quince minutos desmontar el ordenador y extraer el disco duro.

Miró a su alrededor. Lo tenía todo, pero para jugar sobre seguro, le dio un buen repaso a los cajones del escritorio, a las pilas de papeles y a las estanterías. De repente, su mirada se depositó en un viejo anuario escolar que se hallaba sobre el alféizar de la ventana. Constató que era del Instituto de Bachillerato de Djursholm y de 1978. ¿No me dijo Erika Berger que era de Djursholm…? Lo abrió y empezó a repasar las fotos clase por clase.

Encontró a Erika Berger, de dieciocho años de edad, con una gorra de estudiante y una radiante sonrisa con hoyuelos. Vestía un fino y blanco vestido de algodón y llevaba un ramo de flores en la mano. Parecía la mismísima personificación de esa típica y cándida adolescente que saca excelentes notas.

Susanne Linder casi pasa por alto el vínculo, aunque aparecía en la página siguiente. Nunca lo habría reconocido, pero el texto del pie de foto no daba lugar a dudas: Peter Fredriksson. Estuvo en el mismo curso que Erika Berger, aunque en otra clase. Vio a un chico flaco con rostro serio mirando a la cámara por debajo de la gorra.

Susanne levantó la mirada y se topó con los ojos de Peter Fredriksson.

– Ya era una puta entonces.

– Fascinante -dijo Susanne Linder.

– Se tiró a todos los chicos del instituto.

– Lo dudo.

– Era una maldita…

– No me lo digas: no te dejó que le quitaras las bragas. ¿A que no?

– Me trató como a una mierda. Se rió de mí. Y cuando empezó en el SMP, ni siquiera me reconoció.

– Ya, ya -le espetó Susanne Linder cansinamente-. Y ahora me vendrás con eso de que has tenido una infancia muy dura. Vale, ¿podemos hablar ya en serio?

– ¿Qué quieres?

– No soy policía -le aclaró Susanne Linder-. Soy alguien que se encarga de gente como tú.

Esperó y dejó que la imaginación de él hiciera el trabajo.

– Quiero saber si has colgado sus fotos en Internet.

Él negó con la cabeza.

– ¿Seguro?

Él asintió.

– Será Erika Berger quien decida si quiere poner una denuncia contra ti por acoso, amenazas ilícitas y allanamiento de morada o si, por el contrario, prefiere llegar a un acuerdo contigo.

Él no dijo nada.

– Si ella decide pasar de ti, que me parece que es el único desgaste de energía que te mereces, yo te vigilaré.

Levantó la porra en el aire.

– Si alguna vez te acercas a la casa de Erika Berger o le envías un correo o la acosas de alguna otra manera, yo volveré a verte. Y te daré tal somanta de palos que no te reconocerá ni tu madre. ¿Me has entendido?

Él no dijo nada.

– En otras palabras, el final de esta historia está en tus manos. ¿Te interesa?

Asintió lentamente.

– En ese caso yo convenceré a Erika Berger para que permita que te vayas. No te molestes en aparecer por el trabajo; estás despedido a efectos inmediatos.

Él asintió.

– Desaparecerás de su vida y de Estocolmo. Me importa una mierda lo que hagas o adónde vayas. Búscate un trabajo en Gotemburgo o en Malmö. Pide la baja. Haz lo que quieras. Pero deja en paz a Erika Berger.

Asintió.

– ¿Estamos de acuerdo?

De repente Peter Fredriksson se echó a llorar.

– No quería hacerle daño -dijo-. Sólo quería…

– Sólo querías convertir su vida en un infierno y lo has conseguido. ¿Tengo tu palabra?

Asintió.

Ella se agachó, lo puso boca abajo y le quitó las esposas. Se llevó la bolsa de Konsum con la vida de Erika Berger y lo dejó tirado en el suelo.


Eran las dos y media de la madrugada del lunes cuando Susanne Linder salió por el portal del edificio de Peter Fredriksson. Su primera intención fue esperar hasta el día siguiente, pero luego pensó que, si se hubiese tratado de ella, le habría gustado enterarse esa misma noche. Además, su coche seguía aparcado en Saltsjöbaden. Llamó a un taxi.

Greger Backman abrió la puerta antes de que le diera tiempo a tocar el timbre. Llevaba vaqueros y no parecía recién despertado.

– ¿Está despierta Erika? -preguntó Susanne Linder.

Asintió.

– ¿Hay novedades? -preguntó.

Susanne asintió y sonrió.

– Entra. Estamos hablando en la cocina.

Entró.

– Hola, Berger -dijo Susanne Linder-. Deberías intentar dormir de vez en cuando.

– ¿Qué ha pasado?

Le dio la bolsa de Konsum.

– A partir de ahora Peter Fredriksson promete dejarte en paz. Sabe Dios si nos podemos fiar de una promesa tal, pero si mantiene su palabra, nos causará menos quebraderos de cabeza que poner la denuncia y pasar por un juicio. Tú decides.

– ¿Es él?

Susanne Linder asintió. Greger Backman sirvió café, pero Susanne lo rechazó: llevaba unos cuantos días tomando demasiado café. Se sentó y les contó lo que había ocurrido esa misma noche ante su misma casa.

Erika Berger permaneció en silencio un largo rato. Luego se levantó, subió a la planta superior y volvió con su ejemplar del anuario del instituto. Contempló la cara de Peter Fredriksson durante mucho tiempo.

– Lo recuerdo -terminó diciendo-. Pero no tenía ni idea de que se trataba del mismo Peter Fredriksson que trabajaba en SMP. Hasta que no lo he visto aquí ni siquiera me acordaba de su nombre.

– ¿Qué pasó? -preguntó Susanne Linder.

– Nada. Absolutamente nada. El era un chico callado y sin ningún tipo de interés que estaba en otra clase del mismo curso. Creo que estuvimos juntos en alguna asignatura. Francés, si no recuerdo mal.

– Me dijo que pasaste de él.

Erika asintió.

– Es posible. Yo no lo conocía y no formaba parte de nuestra pandilla.

– ¿Le acosasteis o algo parecido?

– ¡No, por Dios! Nunca he aprobado ese tipo de cosas. En el instituto teníamos campañas en contra del acoso escolar y yo era la presidenta del consejo de alumnos. No puedo recordar que se dirigiera a mí ni una sola vez ni que intercambiara una sola palabra con él.

– Vale -dijo Susanne Linder-. Lo que está claro, en cualquier caso, es que te guardaba bastante rencor. Ha estado de baja durante dos largos períodos por estrés y porque sufrió un colapso. Quizá las causas de esas bajas fueran otras que no conocemos.

Se levantó y se puso la cazadora de cuero.

– Me llevo su disco duro. Técnicamente se trata de material robado y no deberías tenerlo aquí. No te preocupes, lo destrozaré nada más llegar a casa.

– Espera, Susanne… ¿Cómo voy a poder agradecerte esto?

– Bueno, me puedes apoyar cuando toda la furia desatada de Dragan Armanskij me caiga encima como una tormenta del cielo.

Erika la contempló seriamente.

– ¿Te la has jugado con esto?

– No sé… la verdad es que no lo sé.

– Podemos pagarte por…

– No. Pero Armanskij quizá te facture esta noche. Espero que sí, porque significará que aprueba lo que he hecho y, entonces, difícilmente podrá despedirme.

– Me aseguraré de que me pasa la factura.

Erika Berger se levantó y le dio un largo abrazo a Susanne Linder.

– Gracias, Susanne. Si alguna vez necesitas ayuda, aquí tienes a una amiga. Sea lo que sea.

– Gracias. No dejes esas fotos en cualquier lugar. Por cierto, Milton Security te puede instalar unos armarios de seguridad muy chulos.

Erika Berger sonrió.

Capítulo 22 Lunes, 6 de junio

El lunes, Erika Berger se despertó a las seis de la mañana. A pesar de no haber dormido más que un par de horas se sentía extrañamente descansada. Supuso que se trataba de algún tipo de reacción física. Por primera vez en muchos meses, se puso ropa de hacer footing y salió a correr a un ritmo furioso hasta el muelle del barco de vapor. Sin embargo, lo de furioso sólo fue verdad durante unos cuantos centenares de metros; luego su lesionado talón empezó a dolerle tanto que aminoró la marcha y continuó corriendo con más parsimonia. Disfrutaba del dolor del pie a cada paso que daba.

Se sentía renacida. Era como si el Hombre de la guadaña hubiera pasado por delante de su puerta y, en el último momento, hubiera cambiado de opinión y continuado hasta la casa del vecino. No le entraba en la cabeza la suerte que había tenido: Peter Fredriksson había tenido sus fotos durante cuatro días y no había hecho nada con ellas. El escaneado que había realizado daba a entender que tenía algo en mente pero que aún no lo había llevado a cabo.

Pasase lo que pasara, este año sorprendería a Susanne Linder con un regalo de Navidad caro. Pensaría en algo especial.

A las siete y media dejó que Greger siguiera durmiendo, se sentó en su BMW y condujo hasta la redacción del SMP, en Norrtull. Aparcó en el garaje, cogió el ascensor hasta la redacción y se instaló en su cubo de cristal. La primera medida que tomó fue llamar a un conserje.

– Peter Fredriksson ha dimitido del SMP a efectos inmediatos -dijo-. Coge sus pertenencias personales de su mesa, mételas en una caja y envíasela a su casa esta misma mañana.

Contempló el mostrador de noticias. Anders Holm acababa de llegar. Sus miradas se encontraron y él la saludó con un movimiento de cabeza.

Ella le devolvió el saludo.

Holm era un cabrón, pero tras el enfrentamiento que tuvieron unas cuantas semanas atrás había dejado de crear problemas. Si continuara mostrando esa misma actitud, quizá sobreviviera como jefe de Noticias. Quizá.

Sintió que era capaz de cambiar el rumbo del barco.

A las 8.45 divisó a Borgsjö cuando éste salió del ascensor y desapareció por la escalera interna para dirigirse a su despacho, en la planta de arriba. Tengo que hablar, con él hoy mismo.

Fue a por café y le dedicó un rato a la agenda de la mañana: se presentaba pobre en noticias. El único texto interesante lo constituía una noticia breve que comunicaba de forma aséptica que el domingo Lisbeth Salander había abandonado el hospital y que ya se le había aplicado la prisión preventiva. Dio su visto bueno y se lo envió a Anders Holm.

A las 8.59 Borgsjö la llamó.

– Berger: sube ahora mismo a mi despacho.

Luego colgó.

Magnus Borgsjö estaba lívido cuando Erika Berger abrió la puerta. Se puso de pie, se la quedó mirando y dio un buen golpe en la mesa con una pila de papeles.

– ¿Qué coño es esto? -le gritó.

A Erika Berger se le encogió el corazón. Le bastó con echarle un vistazo a la portada para saber qué era lo que Borgsjö se había encontrado esa mañana en su correo.

A Fredriksson no le había dado tiempo a hacer nada con las fotos de Erika. Pero sí a enviarle el reportaje de Henry Cortez a Borgsjö.

Erika se sentó tranquilamente delante de él.

– Eso es un texto que el reportero Henry Cortez ha escrito y que la revista Millennium tenía intención de publicar en el número que salió hace una semana.

Borgsjö daba la impresión de estar desesperado.

– ¿Cómo coño te atreves? Yo te traigo al SMP y lo primero que haces es empezar a conspirar contra mí. ¿Qué tipo de puta mediática eres?

Erika Berger entornó levemente los ojos y se quedó gélida. Ya estaba harta de la palabra «puta».

– ¿Piensas realmente que esto le importa a alguien? ¿Crees que vas a poder acabar conmigo echándome mierda encima? ¿Y por qué cojones me lo has enviado de forma anónima?

– No es así, Borgsjö.

– Entonces cuéntame cómo es.

– El que te ha enviado el texto de forma anónima ha sido Peter Fredriksson. Está despedido del SMP desde ayer.

– ¿Qué coño estás diciendo?

– Es una larga historia. Pero llevo dos semanas con ese texto intentando pensar en alguna manera apropiada para sacar el tema contigo.

– ¿Tú estás detrás de este texto?

– No, no lo estoy. Henry Cortez investigó y escribió toda la historia. Yo no tenía ni idea.

– ¿Y esperas que me lo crea?

– En cuanto mis colegas de Millennium se dieron cuenta de que tú aparecías en el reportaje, Mikael Blomkvist paró la publicación. Me llamó y me dio una copia. Por consideración hacia mí. Me robaron el texto y al final ha terminado en tus manos. Millennium quiso brindarme la oportunidad de hablar contigo antes de publicarlo. Algo que piensan hacer en el número de agosto.

– Jamás he conocido a nadie en el mundo del periodismo con menos escrúpulos. Te llevas la palma.

– Vale. Ya lo has leído, y tal vez también le hayas echado un vistazo a la parte de la investigación. Cortez tiene un reportaje sin fisuras; para ir derechito a imprenta, vamos. Y tú lo sabes.

– ¿Y eso qué cojones significa?

– Que si continúas siendo el presidente de la junta del SMP cuando Millennium publique el artículo, le harás daño al periódico. Me he devanado los sesos intentando encontrar una salida, pero no he encontrado ninguna.

– ¿Qué quieres decir?

– Que tienes que dimitir.

– ¿Me estás tomando el pelo? Yo no he hecho nada que viole ninguna ley.

– Magnus, ¿en serio no eres consciente de la envergadura de esta denuncia? No me hagas convocar a la junta. Resultará vergonzoso.

– Tú no vas a convocar a nadie. Tu trabajo en el SMP ha terminado.

– Sorry. Tan sólo la junta puede despedirme. Deberás convocar una reunión extraordinaria. Sugeriría que esta misma tarde.

Borgsjö rodeó la mesa y se acercó tanto a Erika Berger que ella pudo sentir su aliento.

– Berger: tienes una sola oportunidad de sobrevivir a esto. Vas a ir a ver a tus malditos amigos de Millennium y te asegurarás de que esta historia no vaya a la imprenta nunca jamás. Si juegas bien tus cartas, puede que me plantee olvidar todo este asunto.

Erika Berger suspiró.

– Magnus, no entiendes la gravedad del asunto. Yo no tengo ningún tipo de influencia sobre lo que Millennium vaya a publicar. Esta historia verá la luz con independencia de lo que yo diga. Lo único que a mí me interesa es cómo va a afectar al SMP. Por eso debes dimitir.

Borgsjö agarró el respaldo de la silla con las dos manos y se inclinó hacia ella.

– Tal vez tus amiguitos de Millennium se lo piensen mejor si se enteran de que tú serás despedida en el mismo instante en el que filtren esas putas difamaciones.

Él se incorporó.

– Hoy voy a ir a Norrköping a una reunión -dijo.

Se quedó mirándola y luego añadió con énfasis:

– SveaBygg.

– Ajá.

– Mañana, a mi regreso, me informarás de que este asunto está ya zanjado. ¿Entendido?

Se puso la americana. Erika Berger lo observó con los ojos entornados.

– Arregla esto con discreción y quizá sobrevivas en el SMP. Ahora, fuera de mi vista.

Ella se levantó, volvió a su cubo de cristal y permaneció quieta en su silla durante veinte minutos. Luego cogió el teléfono y le pidió a Anders Holm que viniera a su despacho. Él ya había aprendido la lección y se presentó en menos de un minuto.

– Siéntate.

Anders Holm arqueó una ceja y se sentó.

– Bueno, ¿y qué es lo que he hecho mal esta vez? -preguntó irónicamente.

– Anders, éste es mi último día en el SMP. Voy a presentar mi dimisión ahora mismo. Convocaré al vicepresidente y al resto de la junta a una reunión para la hora de comer.

Él la miró perplejo.

– Voy a proponerte como redactor jefe en funciones.

– ¿Qué?

– ¿Te parece bien?

Anders Holm se reclinó en la silla y contempló a Erika Berger.

– Joder, pero si yo nunca he querido ser redactor jefe -dijo.

– Ya lo sé. Pero tienes suficiente mano dura. Y estás dispuesto a andar pisoteando cadáveres para publicar una buena historia. Sólo desearía que esa cabecita tuya fuera un poco más sensata.

– ¿Qué ha pasado?

– Yo tengo un estilo diferente al tuyo. Tú y yo siempre hemos discutido sobre cómo enfocar las cosas y nunca nos pondremos de acuerdo.

– No -dijo-. Nunca estaremos de acuerdo. Pero es posible que mi estilo esté anticuado.

– No sé si «anticuado» es la palabra más adecuada. Eres un periodista de noticias cojonudo pero te comportas como un cabrón. Algo completamente innecesario. Aunque lo cierto es que la mayoría de las veces nos hemos peleado porque tú has sostenido en todo momento que, como jefe de Noticias, no puedes dejar que las consideraciones personales influyan en la cobertura de las noticias.

De repente, Erika Berger le dedicó una maliciosa sonrisa. Abrió su bolso y sacó el original del reportaje sobre Borgsjö.

– Veamos entonces cómo evalúas tú las noticias. Esto que ves aquí es un reportaje que nos ha dado Henry Cortez, colaborador de la revista Millennium. La decisión que he tomado esta mañana es que lo publiquemos. Como la principal noticia del día.

Echó la carpeta a las rodillas de Holm.

– Tú eres jefe de Noticias. Va a ser muy interesante saber si compartes mi evaluación de la noticia.

Anders Holm abrió la carpeta y se puso a leer. Ya en la introducción sus ojos se abrieron de par en par. Se incorporó en la silla y, recto como un palo, miró fijamente a Erika Berger. Luego bajó la vista y leyó el texto de principio a fin. Abrió también el sobre con la documentación y la estudió detenidamente. Le llevó diez minutos. Acto seguido, dejó lentamente la carpeta.

– Se va a armar la de Dios.

– Ya lo sé. Por eso hoy es mi último día aquí. Millennium pensaba publicarlo en el número de junio, pero Mikael Blomkvist lo paró. Me dio el texto para que pudiera hablar con Borgsjö antes.

– ¿Y?

– Borgsjö me ha ordenado callarlo.

– Entiendo. ¿Así que piensas publicarlo en el SMP como acto de rebeldía?

– No. Como acto de rebeldía no. Es nuestra única opción. Si el SMP publica la historia tendremos una oportunidad de salir de ésta con la cabeza bien alta. Borgsjö debe dimitir. Pero eso también significa que yo no podré quedarme.

Holm permaneció callado durante dos minutos.

– Joder, Berger… No pensaba que fueras tan dura. Creía que nunca te lo diría, pero, si tienes tantos cojones, la verdad es que lamento que te vayas.

– Tú podrías impedir la publicación, pero si los dos damos nuestro visto bueno… ¿piensas publicarlo?

– Claro que lo publicaremos. Va a filtrarse de todos modos.

– Exacto.

Anders Holm se levantó e, inseguro, permaneció junto a la mesa de Erika.

– Vete a trabajar -le ordenó Erika Berger.


Cuando Holm hubo abandonado el despacho, Erika dejó pasar cinco minutos antes de levantar el auricular del teléfono y marcar el número que Malin Eriksson tenía en Millennium.

– Hola, Malin. ¿Está Henry Cortez por ahí?

– Sí. En su mesa.

– ¿Puedes decirle que vaya a tu despacho y conecte los altavoces del teléfono? Tenemos que negociar una cosa.

Quince segundos después Henry Cortez ya se hallaba allí.

– ¿Qué pasa?

– Henry, hoy he hecho algo poco ético.

– ¿Ah, sí?

– Le he entregado tu reportaje a Anders Holm, el jefe de Noticias del SMP.

– ¿Sí?…

– Le he ordenado que lo publique mañana en el SMP. Con tu byline. Y, como es natural, te pagaremos. Puedes cobrar lo que te parezca.

– Erika… ¿Qué coño está pasando?

Le resumió lo sucedido durante las últimas semanas y cómo Peter Fredriksson por poco la destroza.

– ¡Joder! -exclamó Henry Cortez.

– Sé que ésta es tu historia, Henry. Pero no me ha quedado otra elección. ¿Te parece bien?

Henry Cortez permaneció en silencio durante unos segundos.

– Gracias por llamarme, Erika. Vale, publica el reportaje con mi byline. Si a Malin le parece bien, por supuesto.

– Está bien -dijo Malin.

– Perfecto -contestó Erika-. Podéis avisar a Mikael, supongo que aún no ha llegado.

– Yo hablaré con Mikael -respondió Malin Eriksson-. Pero, Erika: ¿esto significa que desde hoy estás en el paro?

Erika se rió.

– He decidido que voy a tomarme unas vacaciones durante lo que queda de año. Créeme, unas semanas en el SMP han sido más que suficientes.

– No me parece buena idea que empieces a planear tus vacaciones -dijo Malin.

– ¿Por qué no?

– ¿Te podrías pasar por Millennium esta tarde?

– ¿Para qué?

– Necesito ayuda. Si quieres volver a ser la redactora jefe, puedes empezar mañana mismo.

– Malin, tú eres la redactora jefe de Millennium. Y punto.

– Vale. Entonces empieza como secretaria de redacción -dijo Malin, riéndose.

– ¿Hablas en serio?

– Por Dios, Erika: te echo tanto de menos que creo que me voy a morir. Acepté el puesto de Millennium, entre otras cosas, para tener la oportunidad de trabajar contigo. Y de repente coges y te me vas a otro sitio.

Erika Berger permaneció callada durante un minuto. Ni siquiera se le había pasado por la cabeza la posibilidad de volver a Millennium.

– ¿Sería bienvenida? -preguntó con cierta prudencia.

– ¿Tú qué crees? Mucho me temo que montaríamos una enorme fiesta y que yo sería la primera en organizarla. Y regresarías justo a tiempo para la publicación de lo que tú ya sabes.

Erika miró el reloj de su mesa: las diez menos cinco. En menos de una hora todo su mundo había dado un giro radical. De pronto, se dio cuenta de cuánto echaba de menos volver a subir las escaleras de Millennium.

– Aquí tengo todavía para unas cuantas horas de trabajo. ¿Te parece bien que pase sobre las cuatro?


Susanne Linder miró a Dragan Armanskij directamente a los ojos mientras le contaba con toda exactitud lo sucedido durante la noche. Lo único que omitió fue el pirateo del ordenador de Fredriksson y su propia convicción de que había sido obra de Lisbeth Salander. Y lo hizo por dos razones: por una parte porque le pareció demasiado irreal; por la otra, porque sabía que Dragan Armanskij, al igual que Mikael Blomkvist, andaba implicado en grado sumo en el asunto Salander.

Armanskij la escuchó con atención. Cuando Susanne Linder terminó, permaneció callada esperando su reacción.

– Greger Backman me llamó hace una hora -dijo.

– Ajá.

– Él y Erika Berger se pasarán a lo largo de esta semana para firmar un contrato. Quieren darle las gracias a Milton y en especial a ti por el trabajo realizado.

– Entiendo. Es bueno que los clientes estén contentos.

– También ha solicitado un armario de seguridad para su casa. Lo instalaremos esta misma semana, al igual que todas las demás alarmas.

– Bien.

– Quiere que facturemos el trabajo que has hecho este fin de semana.

– Mmm.

– En otras palabras, que va a ser una factura bastante gorda lo que les vamos a enviar.

– Ajá.

Armanskij suspiró.

– Susanne, ¿eres consciente de que Fredriksson puede ir a la policía y denunciarte por un montón de cosas?

Ella asintió.

– Es cierto que, si lo hace, lo pagará muy caro, pero quizá piense que merece la pena.

– No creo que tenga los suficientes cojones para ir a la policía.

– Tal vez, pero te has saltado por completo todas las instrucciones que te di.

– Lo sé -reconoció Susanne Linder.

– ¿Cómo crees que debo reaccionar ante eso?

– Eso sólo lo puedes decidir tú.

– Pero ¿cómo piensas que debería reaccionar?

– Lo que yo piense es lo de menos. Siempre te quedará la opción de despedirme.

– No creo. No me puedo permitir perder a un colaborador de tu calibre.

– Gracias.

– Pero si vuelves a hacer algo parecido, me voy a cabrear mucho.

Susanne Linder asintió.

– ¿Qué has hecho con el disco duro?

– Lo he destruido. Lo fijé esta mañana a un torno de sujeción y lo hice añicos.

– De acuerdo. Hagamos borrón y cuenta nueva.


Erika Berger se pasó el resto de la mañana llamando a los miembros de la junta directiva del SMP. Localizó al vicepresidente en su casa de campo de Vaxholm y lo hizo meterse en el coche y dirigirse a la redacción a toda prisa. Tras el almuerzo, se reunió una junta considerablemente diezmada. Erika Berger dedicó una hora a dar cumplida cuenta del contenido de la carpeta de Cortez y de las consecuencias que había tenido.

Como cabía suponer, las propuestas de buscar una solución alternativa -en cuanto terminó de hablar- no se hicieron esperar. Erika explicó que el SMP tenía la intención de publicar la historia en el número del día siguiente. También les informó de que era su último día de trabajo y de que su decisión era irrevocable.

Erika consiguió que la junta aprobara e incluyera en las actas dos decisiones: que se le pidiera a Magnus Borgsjö que pusiera de inmediato su cargo a disposición de la junta y que Anders Holm pasara a ser redactor jefe en funciones. A continuación, se disculpó y dejó que los demás miembros de la junta debatieran la situación sin su presencia.

A las dos de la tarde bajó al Departamento de recursos humanos y redactó un contrato. Luego subió a la redacción de Cultura para hablar con el jefe de la sección, Sebastian Strandlund, y con la reportera Eva Carlsson.

– Según tengo entendido, aquí en Cultura consideráis que Eva Carlsson es una buena reportera y que tiene talento.

– Así es -dijo el jefe de Cultura Strandlund.

– Y en la petición presupuestaria de los dos últimos años solicitasteis que se ampliara la sección de Cultura con, al menos, dos personas.

– Sí.

– Eva, teniendo en cuenta toda esa correspondencia en la que te has visto envuelta, quizá surjan maliciosos rumores si te doy un puesto fijo. ¿Sigues interesada?

– Por supuesto que sí.

– En ese caso, mi última decisión en el SMP será la firma de este contrato.

– ¿Tu última decisión?

– Es una larga historia. Termino hoy. ¿Podréis hacerme el favor de guardar silencio al respecto durante una o dos horas?

– ¿Qué?…

– Dentro de un rato os llegará un comunicado.

Erika Berger firmó el contrato y se lo pasó a Eva Carlsson.

– Buena suerte -dijo sonriendo.


– El desconocido hombre mayor que participó en la reunión celebrada en el despacho de Ekström el sábado pasado se llama Georg Nyström y es comisario -dijo Monica Figuerola, dejando las fotos sobre la mesa, delante de Torsten Edklinth.

– Comisario -murmuró Edklinth.

– Stefan lo identificó anoche. Llegó en coche al piso de Artillerigatan.

– ¿Qué sabemos de él?

– Procede de la policía abierta y trabaja en la DGP /Seg desde 1983. En 1996 le ofrecieron un puesto como investigador con responsabilidad propia, en el que aún continúa. Hace controles internos y analiza los asuntos ya concluidos por la DGP /Seg.

– De acuerdo.

– Desde el pasado sábado, un total de seis personas de interés han entrado en el portal de Artillerigatan. Aparte de Jonas Sandberg y Georg Nyström, en la casa también se encuentra Fredrik Clinton, aunque esta mañana se lo llevaron al hospital para su sesión de diálisis.

– ¿Y los otros tres?

– Un señor que se llama Otto Hallberg. Trabajó en la DGP /Seg en los años ochenta, pero en realidad ahora se encuentra vinculado al Estado Mayor de la Defensa. Pertenece a la Marina y al servicio de inteligencia militar.

– Ajá. ¿Por qué no me sorprende?

Monica Figuerola puso otra foto sobre la mesa.

– A este chico no lo hemos identificado. Se fue a comer con Hallberg. A ver si conseguimos identificarlo esta tarde, cuando vuelva a casa después del trabajo.

– Sin embargo, la persona más interesante es ésta.

Colocó otra foto en la mesa.

– A éste lo conozco -dijo Edklinth.

– Se llama Wadensjöö.

– Exacto. Trabajó en la brigada antiterrorista hará unos quince años. General de despacho. Fue uno de los candidatos al puesto de jefe aquí en la Firma. No sé lo que pasó con él.

– Presentó su dimisión en 1991. Adivina con quién estaba comiendo hace más o menos una hora.

Monica Figuerola depositó la última foto sobre la mesa.

– El jefe administrativo Albert Shenke y el jefe de presupuesto Gustav Atterbom -señaló Edklinth-. Quiero que se vigile a todos estos tipos las veinticuatro horas del día. Quiero saber con quién se reúnen.

– Imposible. Sólo dispongo de cuatro personas. Y algunos tienen que trabajar con la documentación.

Edklinth asintió y, pensativo, se pellizcó el labio inferior. Un instante después, levantó la vista y miró a Monica Figuerola.

– Necesitamos más gente -dijo-. ¿Crees que podrías contactar discretamente con el inspector Jan Bublanski y preguntarle si le apetecería cenar conmigo esta noche después del trabajo? Digamos sobre las siete.

Edklinth se estiró para coger el teléfono y marcó un número de memoria.

– Hola, Armanskij. Soy Edklinth. ¿Me dejarías que te devolviera esa cena tan agradable a la que me invitaste hace poco?… No, insisto. ¿Te parece bien las siete?


Lisbeth Salander había pasado la noche en la prisión de Kronoberg, en una celda cuyas dimensiones serían de dos por cuatro metros. Del mobiliario no había mucho que decir. Se durmió cinco minutos después de que la encerraran y se despertó el lunes por la mañana, muy temprano. Se puso a hacer los ejercicios de estiramiento que el fisioterapeuta de Sahlgrenska le había mandado. Acto seguido, le trajeron el desayuno y luego se quedó sentada en la litera mirando al vacío en silencio.

A las nueve y media la condujeron hasta una sala de interrogatorios situada en el otro extremo del pasillo. El guardia era un señor mayor de baja estatura, calvo, con cara redonda y unas gafas que tenían la montura de pasta. La trató con una apacible y bondadosa corrección.

Annika Giannini la saludó amablemente. Lisbeth ignoró a Hans Faste. Luego conoció al fiscal Richard Ekström y se pasó la siguiente media hora sentada en una silla y con la mirada puesta en un punto de la pared que quedaba un poco más arriba de la cabeza de Ekström. No pronunció palabra alguna y no movió ni un solo músculo.

A las diez, Ekström interrumpió su fracasado interrogatorio. Le irritaba no haber conseguido provocar la más mínima reacción en ella. Por primera vez, se mostró inseguro al contemplar a esa delgada chica que parecía una muñeca. ¿Cómo era posible que hubiese podido agredir a Magge Lundin y Sonny Nieminen en Stallarholmen? ¿El tribunal se llegaría a creer esa historia? ¿Incluso si él presentaba pruebas convincentes?

A las doce, le dieron a Lisbeth un almuerzo sencillo, y la siguiente hora la dedicó a resolver ecuaciones en su mente. Se centró en un pasaje de astronomía esférica de un libro que había leído hacía ya dos años.

A las dos y media la volvieron a llevar a la sala de interrogatorios. El guardia que la acompañó esta vez era una mujer joven. La sala estaba vacía. Se sentó en una silla y siguió meditando sobre una ecuación particularmente compleja.

Al cabo de diez minutos se abrió la puerta.

– Hola, Lisbeth -saludó amablemente Teleborian.

Él sonrió. Lisbeth Salander se quedó helada. Los elementos de la ecuación que había formulado en el aire se le cayeron al suelo y se le desperdigaron. Oyó como los números y los signos rebotaban y tintineaban como si hubiesen cobrado forma física.

Peter Teleborian se quedó quieto y la observó durante uno o dos minutos antes de sentarse frente a ella. Lisbeth seguía con la mirada fija en la pared.

Al cabo de un rato, desplazó la mirada y lo miró a los ojos.

– Lamento que hayas acabado así -dijo Peter Teleborian-. Haré todo cuanto esté en mi mano para ayudarte. Espero que consigamos crear un ambiente de confianza mutua.

Lisbeth examinó cada centímetro de la persona que tenía enfrente. El pelo enmarañado. La barba. Esa pequeña separación entre sus dos dientes delanteros. Sus finos labios. La americana marrón. La camisa con el cuello abierto. Oyó la pérfida amabilidad de su suave voz:

– También espero poder ayudarte mejor que la última vez que nos vimos.

Dejó sobre la mesa un pequeño cuaderno y un bolígrafo. Lisbeth bajó la mirada y observó el bolígrafo. Era un tubo afilado de color plata.

Análisis de consecuencias.

Reprimió el impulso de extender la mano y coger el bolígrafo.

Sus ojos buscaron el dedo meñique izquierdo de él. Descubrió una débil línea blanca justo donde ella, quince años antes, le había clavado los dientes y cerrado la mandíbula con tanta rabia que casi le cortó el dedo. Fueron necesarios tres enfermeros para inmovilizarla y abrirle la mandíbula a la fuerza.

En aquella ocasión yo era una pequeña y asustada niña que apenas había alcanzado la pubertad. Ahora soy adulta. Ahora puedo matarte cuando quiera.

Fijó la mirada en un punto de la pared situado por detrás de Teleborian, recogió los números y los signos matemáticos que se le habían caído al suelo y empezó a recomponer la ecuación.

El doctor Peter Teleborian contempló a Lisbeth Salander con una expresión neutra en el rostro. No se había convertido en un psiquiatra de renombre mundial por carecer de conocimientos sobre el ser humano, todo lo contrario: poseía una gran capacidad para leer sentimientos y estados de ánimo. Tuvo la impresión de que una gélida sombra atravesó la sala, pero lo interpretó como un signo de que la paciente sentía miedo y vergüenza bajo su inmutable apariencia. Lo vio como una buena señal de que ella, a pesar de todo, reaccionaba ante su presencia. También se mostró satisfecho con el hecho de que ella no hubiera modificado su comportamiento. Se ahorcará ella sólita.


La última medida que Erika Berger tomó en el SMP fue sentarse en su cubo de cristal y redactar un comunicado para los colaboradores. Se encontraba bastante irritada cuando se puso a escribirlo y, aun a sabiendas de que se trataba de un error, le salieron dos folios enteros en los que explicaba por qué abandonaba el SMP y lo que pensaba de ciertas personas. Borró todo el texto y volvió a empezar empleando un tono más objetivo.

No mencionó a Peter Fredriksson. Si lo hiciera, todo el interés se centraría en él, y las verdaderas razones se ahogarían en un mar de titulares sobre el acoso sexual.

Alegó dos motivos. El más importante era que se había encontrado con una masiva oposición dentro de la dirección al presentar su propuesta de que los jefes y los propietarios redujeran sus sueldos y sus bonificaciones. Por culpa de eso, se vería obligada a iniciar su época en el SMP con drásticas reducciones de personal, algo que no sólo constituía un incumplimiento de las perspectivas presentadas cuando la convencieron para que aceptara el cargo, sino que también imposibilitaría cualquier intento de cambiar y reforzar el periódico a largo plazo.

El segundo motivo fue el reportaje que revelaba las actividades de Borgsjö. Erika explicó que éste le había ordenado que silenciara la historia y que eso no formaba parte de su trabajo. De modo que, al no tener elección, se veía obligada a abandonar la redacción. Terminó diciendo que los problemas del SMP no había que buscarlos en el personal sino en la dirección.

Leyó su escrito sólo una vez, corrigió un error de ortografía y se lo envió a todos los colaboradores del grupo. Hizo dos copias y le mandó una al Pressens tidning y otra al órgano sindical Journalisten. Luego metió su laptop en la bolsa y fue a ver a Anders Holm.

– Hasta luego -dijo.

– Hasta luego, Berger. Ha sido un horror trabajar contigo.

Se sonrieron.

– Una última cosa -dijo.

– ¿Qué?

– Johannes Frisk ha estado trabajando en un reportaje por encargo mío.

– Nadie sabe en qué diablos anda metido.

– Apóyalo. Ya ha llegado bastante lejos y yo voy a estar en contacto con él. Déjaselo terminar. Te prometo que saldrás ganando.

Pareció pensativo. Luego asintió.

No se dieron la mano. Ella dejó el pase de la redacción sobre la mesa de Holm y bajó al garaje a por su BMW. Poco después de las cuatro estaba aparcando cerca de la redacción de Millennium.

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