CUARTA PARTE: Rebooting System

Del 1 de julio al 7 de octubre

A pesar de la rica flora de leyendas que circula sobre las amazonas de la Grecia antigua, de América del sur, de África y de otros lugares, tan sólo existe un único ejemplo histórico de mujeres guerreras que esté documentado. Se trata del ejército del pueblo fon, en Dahomey, al oeste de África, la actual Benin.

Estas mujeres guerreras nunca han sido mencionadas en la historia militar oficial. Tampoco se ha rodado ninguna película romántica sobre ellas, y si hoy en día aparecen en algún lugar lo hacen, como mucho, en forma de históricas y borradas notas a pie de página. El único trabajo científico que se ha hecho sobre estas mujeres es Amazons of Black Sparta, del historiador Stanley B. Alpern (Hurst & Co.Ltd, Londres, 1998). Aun así, se trataba de un ejército que se podía medir con cualquiera de los ejércitos de soldados de élite que las fuerzas invasoras tuvieran.

No ha quedado del todo claro cuándo se creó el ejército femenino del pueblo fon, pero ciertas fuentes lo fechan en el siglo XVII. En un principio era una guardia real, pero evolucionó hasta convertirse en un colectivo militar compuesto por seis mil soldados mujeres que tenían un estatus semidivino. Su objetivo no era decorativo. Durante más de doscientos años constituyeron la punta de lanza que los fon utilizaron contra los colonizadores europeos que los invadieron. Eran temidas por los militares franceses, que fueron derrotados en varias batallas campales. El ejército femenino no pudo ser vencido hasta 1892, cuando Francia envió por mar tropas modernas compuestas por artilleros, legionarios, un regimiento de la infantería de marina y la caballería.

Se desconoce cuántas de esas guerreras cayeron en el campo de batalla. Durante varios años las supervivientes continuaron haciendo su particular guerrilla y algunas veteranas de ese ejército fueron entrevistadas y fotografiadas en una década tan reciente como la de los años cuarenta.


Capítulo 23 Viernes, 1 de julio – Domingo, 10 de julio

Dos semanas antes del juicio contra Lisbeth Salander, Christer Malm terminó la maquetación del libro de trescientas sesenta y cuatro páginas que llevaba el austero título de La Sección. El fondo de la portada era a base de tonos azules. Las letras en amarillo. En la parte baja, Christer Malm había colocado los retratos -en blanco y negro y del tamaño de un sello- de siete primeros ministros suecos. Sobre ellos flotaba la imagen de Zalachenko. Christer había usado la foto de pasaporte de éste como ilustración y le había aumentado el contraste, de modo que las partes más oscuras se veían como una especie de sombra que cubría toda la portada. No se trataba de ningún sofisticado diseño, pero resultaba eficaz. Como autores, figuraban Mikael Blomkvist, Henry Cortez y Malin Eriksson.

Eran las cinco y media de la mañana y Christer Malm llevaba toda la noche trabajando. Estaba algo mareado y sentía una imperiosa necesidad de irse a casa y dormir. Malin Eriksson lo acompañó en todo momento corrigiendo, una por una, las páginas que Christer iba aprobando e imprimiendo. Ella ya se encontraba durmiendo en el sofá de la redacción.

Christer Malm metió en una carpeta el documento, las fotos y los tipos de letra. Inició el programa Toast y grabó dos cedes. Uno lo puso en el armario de seguridad de la redacción. El otro lo recogió un somnoliento Mikael Blomkvist poco antes de las siete.

– Vete a casa a dormir -dijo.

– Eso es lo que voy a hacer -contestó Christer.

Dejaron que Malin Eriksson continuara durmiendo y conectaron la alarma de la puerta. Henry Cortez entraría a las ocho, en el siguiente turno. Se despidieron ante el portal levantando las manos y chocándolas en un high five.


Mikael Blomkvist se fue andando hasta Lundagatan, donde, una vez más, cogió prestado sin permiso el olvidado Honda de Lisbeth Salander. Le llevó personalmente el disco a Jan Köbin, el jefe de Hallvigs Reklamtryckeri, cuya sede se hallaba en un discreto edificio de ladrillo situado junto a la estación de trenes de Morgongåva, a las afueras de Sala. La entrega era una misión que no deseaba confiarle a Correos.

Condujo despacio y sin agobios y se quedó un rato mientras los de la imprenta comprobaban que el disco funcionaba. Confirmó con ellos una vez más que el libro estaría para el día en que empezaba el juicio. El problema no era la impresión sino la encuademación, que podía llevarles más tiempo. Pero Jan Köbin le dio su palabra de que al menos quinientos ejemplares de una primera edición de diez mil se entregarían en la fecha prometida. El libro saldría en formato bolsillo aunque un poco más grande del habitual.

Mikael también se aseguró de que todos entendieran que la confidencialidad debía ser total. Cosa que, a decir verdad, resultaba innecesaria: dos años antes y bajo circunstancias similares, Hallvigs imprimió el libro de Mikael sobre el financiero Hans-Erik Wennerström. De modo que ya sabían que los libros que venían de la pequeña editorial de Millennium prometían algo fuera de lo normal.

Luego Mikael regresó a Estocolmo conduciendo sin ninguna prisa. Aparcó delante de su vivienda de Bellmansgatan y subió un momento a su casa para coger una bolsa en la que metió una muda de ropa, la maquinilla de afeitar y el cepillo de dientes. Continuó hasta el embarcadero de Stavsnäs, en Värmdö, donde aparcó y cogió el ferri hasta Sandhamn.

Era la primera vez desde Navidad que pisaba la casita. Abrió los postigos de las ventanas, dejó entrar aire fresco y se tomó una botella de Ramlösa. Como le sucedía siempre que terminaba un trabajo y enviaba el texto a la imprenta -cuando ya nada se podía cambiar-, se sintió vacío.

Luego se pasó una hora barriendo, quitando el polvo, limpiando la ducha, poniendo en marcha la nevera, controlando que el agua funcionara y cambiando las sábanas del loft dormitorio. Fue al supermercado ICA y compró todo lo que iba a necesitar para el fin de semana. Luego encendió la cafetera y se sentó en el embarcadero de delante de la casa a fumarse un cigarrillo sin pensar en nada concreto.

Poco antes de las cinco bajó al embarcadero del barco de vapor para ir a buscar a Monica Figuerola.

– No creía que pudieras cogerte el día libre -le dijo antes de besarla en la mejilla.

– Yo tampoco. Pero le conté a Edklinth la verdad. Durante las últimas semanas he estado trabajando día y noche, y ya empiezo a ser ineficaz. Necesito dos días libres para recargar las pilas.

– ¿En Sandhamn?

– No le he dicho adánde pensaba ir -dijo ella, sonriendo.

Monica Figuerola dedicó un rato a husmear por la casita de veinticinco metros cuadrados de Mikael Blomkvist. El rincón de la cocina, el espacio para la higiene y el loft dormitorio fueron objeto de un examen crítico antes de dar su aprobación con un movimiento de cabeza. Se lavó un poco y se puso un fino vestido de verano mientras Mikael Blomkvist preparaba unas chuletas de cordero en salsa de vino tinto y ponía la mesa en el embarcadero. Cenaron en silencio mientras contemplaban el trasiego de barcos de vela que iban al puerto deportivo de Sandhamn o venían de él. Compartieron una botella de vino.

– Es una casita maravillosa. ¿Es aquí adonde traes a todas tus amiguitas? -preguntó Monica Figuerola de repente.

– A todas no. Sólo a las más importantes.

– ¿Erika Berger ha estado aquí?

– Muchas veces.

– ¿Y Lisbeth Salander?

– Ella estuvo aquí unas cuantas semanas cuando escribí el libro sobre Wennerström. Y también durante las fiestas de Navidad de hace dos años.

– ¿Así que tanto Berger como Salander son importantes en tu vida?

– Erika es mi mejor amiga. Llevamos más de veinticinco años siendo amigos. Lisbeth es una historia completamente distinta. Ella es muy especial y la persona más asocial que he conocido jamás. Se puede decir que la primera vez que la vi me causó una profunda impresión. La quiero mucho. Es una amiga.

– ¿Te da pena?

– No. Una buena parte de todo ese montón de mierda que le ha caído encima se lo ha buscado ella. Pero siento una gran simpatía hacia ella. Sintonizamos.

– Pero ¿no estás enamorado de ella ni de Erika Berger?

Mikael se encogió de hombros. Monica Figuerola se quedó contemplando a un tardío fueraborda Amigo 23 que, con las luces encendidas, pasó ronroneando de camino al puerto deportivo.

– Si amor significa querer mucho a alguien, entonces supongo que estoy enamorado de varias personas -dijo.

– ¿Y ahora de mí?

Mikael asintió. Monica Figuerola frunció el ceño y lo miró.

– ¿Te molesta? -preguntó Mikael.

– ¿Que hayas traído a otras mujeres antes? No. Pero me molesta no saber muy bien qué es lo que está pasando entre nosotros. Y no creo que pueda mantener una relación con un hombre que va por ahí tirándose a quien le da la gana…

– No pienso pedir disculpas por mi vida.

– Y yo supongo que, en cierto modo, me gustas porque eres como eres. Me gusta acostarme contigo porque no hay malos rollos ni complicaciones y me siento segura. Pero todo esto empezó porque cedí a un impulso loco. No me ocurre muy a menudo y no lo tenía planeado. Y ahora hemos llegado a esa fase en la que yo soy una de las mujeres a las que traes aquí.

Mikael permaneció callado un instante.

– No estabas obligada a venir.

– Sí. Tenía que venir. Joder, Mikael…

– Ya lo sé.

– ¡Qué desdichada soy! No quiero enamorarme de ti. Me va a doler demasiado cuando termine.

– Esta casita la heredé cuando murió mi padre y mi madre volvió a Norrland. Lo repartimos todo de manera que mi hermana se quedó con el piso y yo con esto. Hace ya casi veinticinco años…

– Ajá.

– Aparte de unos cuantos conocidos ocasionales a principios de los años ochenta, son exactamente cinco las chicas que han estado aquí antes que tú. Erika, Lisbeth, mi ex esposa, con la que estuve casado en los años ochenta, una chica con la que salí en plan serio a finales de los noventa, y una mujer algo mayor que yo que conocí hace dos años y a la que veo de vez en cuando. Son unas circunstancias un poco especiales…

– ¿Ah, sí?

– Tengo esta casita para escaparme de la ciudad y estar tranquilo. Casi siempre vengo solo. Leo libros, escribo y me relajo sentado en el muelle mirando los barcos. No se trata del secreto nido de amor de un soltero.

Se levantó y fue a buscar la botella de vino que había puesto a la sombra, junto a la puerta de la casita.

– No pienso prometerte nada -dijo-. Mi matrimonio se rompió porque Erika y yo no podíamos mantenernos alejados el uno del otro. Been there, done that, got the t-shirt.

Llenó las copas.

– Pero tú eres la persona más interesante que he conocido en mucho tiempo. Es como si nuestra relación hubiese ido a toda máquina desde el primer día. Creo que me gustas desde que te vi en mi escalera, cuando fuiste a buscarme. Más de una vez, de las pocas que he ido a dormir a mi casa desde entonces, me he despertado en plena noche con ganas de hacerte el amor. No sé si lo que deseo es una relación estable pero me da un miedo enorme perderte.

Mikael la miró.

– Así que… ¿qué quieres que hagamos?

– Habrá que pararse a pensarlo -dijo Monica Figuerola-. Yo también me siento tremendamente atraída por ti.

– Esto empieza a ponerse serio -contestó Mikael.

Ella asintió y, de repente, una gran melancolía se apoderó de ella. Luego, apenas hablaron durante un largo rato. Cuando oscureció, recogieron la mesa, entraron y cerraron la puerta tras de sí.


El viernes de la semana anterior al juicio, Mikael se detuvo delante de Pressbyrån y les echó un vistazo a las portadas de los periódicos matutinos. El presidente de la junta directiva del Svenska Morgon-Posten, Magnus Borgsjö, se había rendido y anunciaba su dimisión. Compró los diarios, se fue andando hasta el Java de Hornsgatan y se tomó un desayuno tardío. Borgsjö alegaba razones familiares como causa de su repentina dimisión. No quería comentar las afirmaciones que lo atribuían al hecho de que Erika Berger se hubiese visto obligada a dimitir desde que él le ordenó silenciar la historia de su implicación en la empresa de venta al por mayor Vitavara AB. Sin embargo, en una pequeña columna se anunciaba que el presidente de Svenskt Näringsliv había decidido designar una comisión para que se investigara qué relación tenían las empresas suecas con las del sureste asiático que utilizaban mano de obra infantil.

Mikael Blomkvist soltó una carcajada.

Luego dobló los periódicos, abrió su Ericsson T10 y llamó a la de TV4, a la que pilló comiéndose un sándwich.

– Hola, cariño -dijo Mikael Blomkvist-. Supongo que seguirás sin querer salir conmigo una noche de éstas.

– Hola, Mikael -contestó riendo la de TV4-. Lo siento, pero no creo que haya otra persona en el mundo que se aleje más de mi tipo de hombre. Aunque te quiero mucho.

– ¿Podrías, por lo menos, aceptar una invitación para cenar esta noche conmigo y hablar de un trabajo?

– ¿Qué estás tramando?

– Hace dos años, Erika Berger hizo un trato contigo sobre el asunto Wennerström. Funcionó muy bien. Y ahora yo quiero hacer otro parecido.

– Cuéntame.

– Hasta que no hayamos acordado las condiciones, no. Al igual que en el caso Wennerström, vamos a publicar un libro que saldrá con un número temático de la revista. Y esta historia va a hacer mucho ruido. Te ofrezco acceso en exclusiva y por anticipado a todo el material, con la condición de que no filtres nada antes de que lo publiquemos. Y esta vez la publicación será especialmente complicada ya que tiene que hacerse en un día determinado.

– ¿Cuánto ruido va a hacer la historia?

– Mucho más que el de Wennerström -dijo Mikael Blomkvist-. ¿Te interesa?

– ¿Bromeas? ¿Dónde quedamos?

– ¿Qué te parece en Samirs gryta? Erika Berger también asistirá.

– ¿Qué pasa con Berger? ¿Ha vuelto a Millennium después de que la echaran del SMP?

– No la echaron. Dimitió en el acto después de tener un desacuerdo con Borgsjö.

– Tiene pinta de ser un auténtico imbécil.

– Tú lo has dicho -dijo Mikael Blomkvist.


Fredrik Clinton escuchaba a Verdi con los auriculares puestos. La música era prácticamente lo único que le quedaba en la vida para transportarlo lejos de los aparatos de diálisis y de su creciente dolor en la región sacra de la espalda. No tarareaba. Cerraba los ojos y seguía los compases con la mano derecha, que volaba en el aire y parecía tener vida propia junto a su cuerpo, que se iba apagando poco a poco.

Así es. Nacemos. Vivimos. Envejecemos. Morimos. Él ya había hecho lo suyo. Lo único que le quedaba era apagarse del todo.

Se sentía extrañamente a gusto con la vida.

Tocaba para su amigo Evert Gullberg.

Era sábado, nueve de julio. Quedaba menos de una semana para que comenzara el juicio y la Sección pudiera archivar de una vez por todas esa miserable historia. Se lo habían comunicado esa misma mañana. Gullberg fue fuerte como pocos. Cuando uno se dispara una bala revestida de nueve milímetros contra la sien espera morir. El cuerpo de Gullberg, en cambio, había tardado tres meses en rendirse, algo que sin duda se debía más a la suerte que a esa insistencia con la que el doctor Anders Jonasson se había negado a dar la batalla por perdida. Fue el cáncer, no la bala, lo que al final determinó su destino.

Sin embargo, había sido una muerte no exenta de dolor, cosa que entristeció a Clinton. Gullberg había sido incapaz de comunicarse con su entorno, pero a ratos se hallaba en una especie de estado consciente. Podía percibir la presencia de cuanto lo rodeaba. Los empleados del hospital advirtieron que sonreía cuando alguien le acariciaba la mejilla y que gruñía cuando, aparentemente, sufría. A veces intentaba comunicarse con el personal formulando palabras que nadie entendía muy bien.

No tenía familia y ninguno de sus amigos lo visitó en su lecho de muerte. Su última imagen de la vida fue la de una enfermera de Eritrea llamada Sara Kitama que estuvo junto a él en los momentos finales y que le cogió la mano cuando se durmió para siempre.

Fredrik Clinton se dio cuenta de que pronto seguiría el camino de su anterior compañero de armas. De eso no cabía duda. La probabilidad de que le trasplantaran el riñon que con tanta desesperación necesitaba se reducía a medida que pasaban los días y la descomposición de su cuerpo seguía su curso. Según los análisis, tanto el hígado como los intestinos iban deteriorándose y reduciendo sus funciones.

Esperaba poder llegar a Navidad.

Pero estaba contento. Experimentó una excitante y casi extrasensorial satisfacción por el hecho de que en sus últimos días se le hubiera brindado la ocasión -de esa inesperada y repentina forma- de volver al servicio.

Era un privilegio que nunca se habría esperado.

Los últimos compases de Verdi terminaron justo cuando Birger Wadensjöö abrió la puerta del pequeño cuarto de descanso que Clinton tenía en el cuartel general de la Sección de Artillerigatan.

Clinton abrió los ojos.

Había llegado a la conclusión de que Wadensjöö era una carga. Resultaba, sencillamente, inapropiado como jefe de la punta de lanza más importante de la Defensa sueca. No le entraba en la cabeza cómo él mismo y Hans von Rottinger podían haber juzgado tan mal a Wadensjöö como para considerarlo el claro heredero.

Wadensjöö era un guerrero que necesitaba que el viento soplara a favor. En los momentos de crisis se mostraba débil e incapaz de tomar decisiones. Un marinero de agua dulce. Una asustadiza carga sin agallas que, si hubiese dependido de él, no habría movido un dedo y habría dejado que la Sección se hundiera.

Era así de sencillo.

Unos tenían el don. Otros fallarían siempre llegada la hora de la verdad.

– ¿Querías hablar conmigo? -preguntó Wadensjöö.

– Siéntate -dijo Clinton. Wadensjöö se sentó.

– Me encuentro ya en una edad en la que no tengo demasiado tiempo para andarme con rodeos. Así que iré directo al grano: cuando esto haya acabado quiero que dejes la dirección de la Sección.

– ¿Ah, sí?

Clinton suavizó el tono.

– Eres una buena persona, Wadensjöö. Pero, por desgracia, resultas completamente inapropiado para suceder a Gullberg y asumir la responsabilidad. Nunca deberíamos habértela dado. Fue un error mío y de Rottinger que, cuando yo me puse enfermo, no nos planteáramos la sucesión de un modo más serio.

– Nunca te he gustado.

– Te equivocas. Fuiste un excelente administrador cuando Rottinger y yo dirigimos la Sección. Habríamos estado perdidos sin ti, y tengo una gran confianza en tu patriotismo. Pero desconfío de tu capacidad de tomar decisiones.

De repente Wadensjöö mostró una amarga sonrisa.

– Después de esto no sé si me apetece quedarme en la Sección.

– Ahora que ya no están ni Gullberg ni Rottinger, soy yo y sólo yo el que toma las decisiones definitivas. Y durante los últimos meses tú me las has obstruido todas.

– No es la primera vez que te digo que las decisiones que tomas son disparatadas. Todo esto nos llevará a la ruina.

– Puede. Pero tu falta de decisión habría sido una ruina segura. Ahora, por lo menos, tenemos una oportunidad, y parece que va a salir bien. Millennium está paralizado. Tal vez sospechen que no andamos lejos, pero carecen de pruebas y no cuentan con ninguna posibilidad de encontrarlas. Ni a nosotros tampoco. Hemos establecido un control férreo sobre todo lo que hacen.

Wadensjöö miró por la ventana. Vio los tejados de algunos edificios del vecindario.

– Lo único que queda es la hija de Zalachenko. Si alguien empezara a hurgar en su historia y escuchara todo lo que tiene que decir, podría ocurrir cualquier cosa. Pero el juicio se celebrará dentro de unos días y luego todo habrá pasado. Esta vez hay que enterrarla muy hondo, para que no vuelva a aparecer nunca jamás.

Wadensjöö negó con la cabeza.

– No entiendo tu actitud -dijo Clinton.

– ¿No? Bueno, es lógico. Acabas de cumplir sesenta y ocho años. Te estás muriendo. Tus decisiones no son racionales, pero, aun así, pareces haber conseguido hechizar a Georg Nyström y Jonas Sandberg. Te obedecen como si fueses Dios todopoderoso.

– Soy Dios todopoderoso en todo lo que se refiere a la Sección. Trabajamos según un plan. Nuestra firmeza le ha dado una oportunidad a la Sección. Y te digo con la más absoluta convicción que la Sección nunca más volverá a pasar por una situación tan delicada. Cuando esto haya acabado, realizaremos una completa revisión de nuestra actividad.

– Entiendo.

– El nuevo jefe va a ser Georg Nyström. En realidad es demasiado viejo, pero es el único capacitado y ha prometido quedarse al menos seis años más. Sandberg es demasiado joven y, al haberte tenido a ti como director, muy poco experimentado. A estas alturas ya debería haber terminado su aprendizaje.

– Clinton, ¿no te das cuenta de lo que has hecho? Has asesinado a una persona. Björck trabajó para la Sección durante treinta y cinco años y tú diste la orden para que lo mataran. ¿No entiendes…?

– Sabes perfectamente que resultaba necesario. Nos habría traicionado. No habría soportado la presión cuando la policía hubiera empezado a apretarle las clavijas.

Wadensjöö se levantó.

– Aún no he terminado.

– Entonces tendremos que seguir más tarde. Tengo cosas que hacer mientras tú estás ahí tumbado fantaseando con ser el Todopoderoso.

Wadensjöö se acercó a la puerta.

– Si estás tan moralmente indignado, ¿por qué no vas a ver a Bublanski y le confiesas tus delitos?

Wadensjöö se volvió hacia el enfermo.

– No creas que no se me ha pasado por la cabeza. Pero, lo creas o no, defiendo a la Sección con todas mis fuerzas.

Justo cuando abrió la puerta se encontró con Georg Nyström y Jonas Sandberg.

– Hola, Clinton -dijo Nyström-. Tenemos que hablar de unos cuantos asuntos.

– Pasa. Wadensjöö ya se iba…

Nyström esperó a que la puerta estuviera cerrada.

– Fredrik, siento una gran inquietud -le comunicó Nyström.

– ¿Por qué?

– Sandberg y yo hemos estado pensando. Están ocurriendo cosas que no entendemos. Esta mañana, la abogada de Salander le ha entregado su autobiografía al fiscal.

– ¿Qué?


El inspector Hans Faste contempló a Annika Giannini mientras el fiscal Richard Ekström servía café de una cafetera termo. Ekström se había quedado perplejo por el documento con el que se desayunó nada más llegar al trabajo esa mañana. Acompañado de Faste, había leído las cuarenta páginas que conformaban la exposición redactada por Lisbeth Salander. Hablaron del extraño documento durante un largo rato. Al final se vio obligado a pedirle a Annika Giannini que viniera para mantener una conversación informal sobre el tema.

Se sentaron en torno a una pequeña mesa de reuniones del despacho de Ekström.

– Gracias por venir -empezó manifestando Ekström-. He leído la… mmm, la declaración que ha entregado esta mañana y siento la necesidad de aclarar algunas cuestiones…

– ¿Sí? -preguntó Annika Giannini, solícita.

– La verdad es que no sé por dónde empezar. Quizá debería empezar diciendo que tanto el inspector Hans Faste como yo estamos absolutamente perplejos.

– ¿Ah, sí?

– Intento comprender sus intenciones.

– ¿Qué quiere usted decir?

– Esta autobiografía, o lo que sea. ¿Cuál es el objetivo?

– Creo que resulta obvio. Mi clienta quiere exponer su versión de los hechos.

Ekström soltó una bonachona carcajada. Se pasó la mano por la barba en un gesto familiar que a Annika, por alguna razón, ya había empezado a irritarle.

– Ya, pero su clienta ha tenido a su disposición unos cuantos meses para explicarse. Y, sin embargo, en todos los interrogatorios que Faste ha intentado hacerle no ha pronunciado palabra.

– Que yo sepa, no hay ninguna legislación que obligue a mi clienta a hablar cuando le venga bien al inspector Faste.

– No, pero quiero decir que… dentro de dos días empieza el juicio contra Salander y a última hora nos sale con éstas. En cierto modo siento una responsabilidad en todo esto que va un poco más allá de mi deber como fiscal.

– ¿Ah, sí?

– Bajo ninguna circunstancia desearía expresarme de una manera que pueda usted intepretar como una falta de respeto. No es mi intención. En este país contamos con una ley de enjuiciamiento criminal. Pero, señora Giannini, usted es abogada de temas relacionados con los derechos de la mujer y nunca jamás ha defendido a un cliente en un proceso penal. Yo no he dictado auto de procesamiento contra Lisbeth Salander porque sea mujer, sino porque ha cometido graves delitos violentos. Creo que usted también se ha dado cuenta de que sufre un considerable trastorno psíquico y de que necesita los cuidados y la asistencia que el Estado le pueda facilitar.

– Permítame que le ayude -se ofreció, amable, Annika Giannini-: tiene usted miedo de que yo no sea capaz de ofrecerle una defensa satisfactoria a mi clienta.

– No hay ninguna intención despectiva en mis palabras -le explicó Ekström-. No estoy cuestionando su competencia; tan sólo he señalado que usted carece de experiencia.

– Entiendo. Déjeme que le diga que estoy completamente de acuerdo con usted: tengo muy poca experiencia en procesos penales.

– Y, aun así, ha rechazado sistemáticamente la ayuda que le han ofrecido otros abogados mucho más duchos en la materia.

– Cumplo los deseos de mi clienta. Lisbeth Salander quiere que yo sea su abogada, así que dentro de dos días la representaré en el juicio.

Annika mostró una educada sonrisa.

– De acuerdo. Pero me pregunto si de verdad piensa usted presentar el contenido de este documento ante el tribunal.

– Por supuesto: es la historia de Lisbeth Salander.

Ekström y Faste se miraron de reojo. Faste arqueó las cejas. En realidad, no entendía cuál era el problema: si la abogada Giannini no se daba cuenta de que iba a hundir por completo a su clienta, que la dejara, joder; eso no era asunto suyo. No tenía más que darle las gracias y archivar el caso.

A Faste no le cabía la menor duda de que Salander estaba loca de atar. Valiéndose de todos sus recursos, había intentado que, por lo menos, le dijera dónde vivía. Pero, interrogatorio tras interrogatorio, la maldita tía permaneció totalmente callada mirando a la pared. No se movió ni un milímetro. Se negó a aceptar los cigarrillos que le ofreció, y los cafés, y los refrescos… Ni siquiera se inmutó cuando él se lo imploró o cuando, en momentos de gran irritación, le levantó la voz.

Habían sido, sin lugar a dudas, los interrogatorios más frustrantes que el inspector Hans Faste había realizado en su vida.

Faste suspiró.

– Señora Giannini -dijo Ekström finalmente-: considero que su clienta debería ser eximida de este juicio. Está enferma. Tengo una evaluación psiquiátrica muy cualificada en la que basarme. Debería recibir la asistencia psiquiátrica que ha estado necesitando durante todos estos años.

– En ese caso, supongo que presentará usted todo este material en el juicio.

– Sí, así es. No es asunto mío decirle cómo realizar la defensa de su clienta. Pero si ésta es la línea que va usted a seguir, la situación es absurda a más no poder. Esta autobiografía contiene acusaciones descabelladas, carentes de todo fundamento, contra una serie de personas… sobre todo contra su ex administrador, el letrado Bjurman, y contra el doctor Peter Teleborian. Espero que no crea en serio que el tribunal vaya a aceptar unas alegaciones que, sin el menor atisbo de pruebas, ponen en tela de juicio la credibilidad de Teleborian. Este documento constituirá el último clavo del ataúd de su clienta, si me perdona la metáfora.

– Entiendo.

– Durante el juicio podrá usted negar que está enferma y pedir una evaluación psiquiátrica forense complementaria, y el asunto se remitirá a la Dirección Nacional de Medicina Forense. Pero, si he de serle honesto, con ese documento que va a presentar Salander no cabe duda de que cualquier otro psiquiatra forense llegará a la misma conclusión que Peter Teleborian, pues su propia historia no hace más que confirmar que se trata de una paranoica esquizofrénica.

Annika Giannini mostró una educada sonrisa.

– Pues hay una alternativa -dijo ella.

– ¿Cuál? -preguntó Ekström.

– Bueno, pues que su historia sea ciento por ciento verdadera y que el tribunal opte por creer a Lisbeth.

El fiscal Ekström puso cara de asombro. Acto seguido, y pasándose la mano por la barba, mostró igualmente una educada sonrisa.


Fredrik Clinton se había sentado en su despacho en la pequeña mesa que estaba junto a la ventana. Escuchó con mucha atención a Georg Nyström y a Jonas Sandberg. Tenía la cara llena de arrugas, pero sus ojos eran dos granos de pimienta reconcentrados y vigilantes.

– Hemos controlado las llamadas y los correos electrónicos recibidos por los colaboradores más importantes de Millennium desde el mes de abril -dijo Clinton-. Hemos podido constatar que Blomkvist, Malin Eriksson y ese tal Cortez están prácticamente resignados. Hemos leído la versión maquetada del próximo número de Millennium. Parece ser que el propio Blomkvist ha retrocedido a una posición en la que reconoce que, a pesar de todo, Lisbeth Salander está loca. Ha escrito una defensa de carácter social a favor de ella; argumenta que no ha recibido el apoyo de la sociedad que, en realidad, debería haber recibido y que por eso, en cierto sentido, no es culpa suya que haya intentado matar a su padre… pero es una simple opinión que no quiere decir nada. No menciona ni una palabra sobre el robo que se produjo en su apartamento, ni sobre el ataque que sufrió su hermana en Gotemburgo, ni sobre informes desaparecidos. Sabe que no puede probar nada.

– Ese es el problema -sentenció Jonas Sandberg-. Blomkvist debe de saber que está pasando algo. Aunque no sabe exactamente qué. Perdóname, pero no me parece el estilo de Millennium. Además, Erika Berger ha vuelto a la redacción. Ese número de Millennium está tan vacío y falto de contenido que parece una broma.

– Entonces… ¿qué quieres decir, que es un montaje?

Jonas Sandberg asintió.

– En teoría, el número de verano de Millennium debería haber salido la última semana de junio. Gracias al correo que Malin Eriksson le ha enviado a Mikael Blomkvist hemos podido averiguar que lo van a imprimir en Södertälje. Pero hoy he hablado con la empresa y me han dicho que ni siquiera les ha llegado el original. Todo lo que tienen es la petición que le hicieron hace ya un mes.

– Mmm -dijo Fredrik Clinton.

– ¿Y dónde lo han imprimido antes?

– En un sitio llamado Hallvigs Reklamtryckeri que está en Morgongåva. Los llamé para preguntarles cómo iban con la impresión haciéndome pasar por alguien que trabaja en Millennium. El jefe de Hallvigs no soltó prenda. Pensaba pasarme por allí esta noche para echar un vistazo.

– De acuerdo. ¿Georg?

– He repasado todas las llamadas de la última semana -dijo Georg Nyström-. Es raro, pero ninguno de los empleados de Millennium habla de nada que tenga que ver con el juicio o el caso Zalachenko.

– ¿Nada?

– No. Sólo se menciona cuando hablan con alguien de fuera. Escucha esto, por ejemplo: un reportero de Aftonbladet llama a Mikael Blomkvist para preguntarle si tiene algún comentario que hacer sobre el juicio.

Puso una grabadora encima de la mesa.

– Sorry, pero no tengo comentarios.

– Tú has estado metido en esta historia desde los inicios. Fuiste tú quien encontró a Salander en Gosseberga. Y sigues sin publicar ni una sola palabra. ¿Cuándo piensas publicar algo?

– Cuando sea el momento. Siempre y cuando tenga algo que publicar.

– ¿Y lo tienes?

– Tendrás que comprar Millennium y averiguarlo.

Apagó la grabadora.

– Es verdad que no hemos pensado en eso antes, pero ahora me he puesto a escuchar al azar algunas conversaciones anteriores. Todas en ese plan. No habla del asunto Zalachenko más que en términos muy generales. Ni siquiera lo trata con su hermana, que es la abogada de Salander.

– Tal vez no tenga nada que decir.

– Se niega en redondo a especular sobre nada. Parece pasarse las veinticuatro horas del día en la redacción; casi nunca está en su casa de Bellmansgatan. Si estuviera trabajando día y noche, debería haber producido algo más que lo que aparecerá en el próximo número de Millennium.

– ¿Y seguimos sin poder hacer escuchas en la redacción?

– Sí -terció Jonas Sandberg-. Allí hay siempre gente. Algo que también resulta extraño.

– Mmm…

– Desde que entramos en el apartamento de Blomkvist siempre ha habido alguien en la redacción. Blomkvist se mete allí y allí se queda; las luces de su despacho permanecen encendidas las veinticuatro horas del día. Y si no es él, es Cortez o Malin Eriksson o ese maricón… ehhh, Christer Malm.

Clinton se pasó la mano por la barbilla. Reflexionó un instante.

– De acuerdo. ¿Conclusiones?

Georg Nyström dudó.

– Bueno… a menos que alguien me demuestre lo contrario, yo diría que están haciendo teatro.

Clinton sintió que un escalofrío le recorría la nuca.

– ¿Por qué no nos hemos dado cuenta de eso antes?

– Porque le hemos prestado atención a lo que decían, pero no a lo que no decían. Nos hemos alegrado al escuchar su desconcierto o comprobarlo en sus correos electrónicos. Blomkvist sabe que alguien les robó el informe sobre Salander de 1991, tanto a él como a su hermana. Pero ¿qué diablos va a hacer al respecto?

– ¿Y no lo denunciaron?

Nyström negó con la cabeza.

– Giannini ha estado presente en los interrogatorios de Salander. Se muestra educada, pero no dice nada relevante. Y Salander no abre la boca.

– Pero eso juega a nuestro favor: cuanto más cierre el pico, mejor. ¿Qué dice Ekström?

– Lo vi hace un par de horas; acababa de recibir la declaración esa de Salander.

Señaló la copia que Clinton tenía en las rodillas.

– Ekström está desconcertado. Es una suerte que Salander no sepa expresarse por escrito. Para alguien no iniciado, ese texto parece una teoría conspirativa completamente demencial y con ingredientes pornográficos. Aunque la verdad es que casi da en el blanco: cuenta con toda exactitud lo que pasó cuando fue encerrada en el Sankt Stefan, sostiene que Zalachenko trabajaba para la Säpo y cosas por el estilo. Dice que debe de tratarse de una pequeña secta dentro de la Säpo, lo cual da a entender que sospecha que existe algo similar a la Sección. En general, hace una descripción muy acertada de todos nosotros. Pero, como decía, no resulta creíble. Ekström está bastante confuso, ya que ese documento parece constituir también la defensa de Giannini en el juicio.

– ¡Mierda! -exclamó Clinton.

Inclinó la cabeza hacia delante y pensó intensamente durante vanos minutos. Luego levantó la mirada.

– Jonas, sube a Morgongåva esta noche y averigua si están tramando algo. Si están imprimiendo Millennium, quiero una copia.

– Me llevo a Falun.

– Bien. Georg, quiero que vayas a ver a Ekström y lo tantees. Hasta ahora todo ha ido sobre ruedas, pero no puedo ignorar lo que me estáis contando.

– De acuerdo.

Clinton permaneció callado un rato más.

– Lo mejor sería que no se celebrara el juicio… -acabó diciendo.

Alzó la vista y miró a Nyström a los ojos. Este asintió. Sandberg hizo lo mismo. Existía un acuerdo tácito entre ellos.

– Nyström, averigua qué posibilidades hay de que eso sea así.


Jonas Sandberg y el cerrajero Lars Faulsson, más conocido como Falun, aparcaron el coche cerca de la estación de trenes y dieron una vuelta por Morgongåva. Eran las ocho y media de la tarde. Había demasiada luz y todavía era pronto para entrar en acción, pero querían inspeccionar el terreno y hacerse una idea general del lugar.

– Si tiene alarma, ni lo intento -dijo Falun.

Sandberg asintió.

– En ese caso, es mejor que mires por la ventana y que si ves algo, tires una piedra, cojas lo que te interese y te vayas echando leches.

– Muy bien -dijo Sandberg.

– Si lo que quieres es sólo un ejemplar de la revista, podríamos ver si hay contenedores de basura en la parte trasera del edificio. Deben de haber tirado pruebas de imprenta o cosas así.

Hallvigs Reklamtryckeri estaba situada en un edificio bajo de ladrillo. Se acercaron por la fachada sur desde la acera de enfrente. Sandberg estaba a punto de cruzar cuando Falun lo agarró del codo.

– Sigue todo recto -dijo.

– ¿Qué?

– Que sigas andando como si estuviéramos dando un paseo.

Pasaron Hallvigs y dieron la vuelta a la manzana.

– ¿Qué pasa? -preguntó Sandberg.

– Ándate con mil ojos. No sólo tienen alarma; hay un coche aparcado junto al edificio.

– ¿Quieres decir que hay alguien allí?

– Es un coche de Milton Security, tío. ¡Joder, la imprenta está vigilada!


– ¡Milton Security! -exclamó Fredrik Clinton. Fue como si le hubieran dado un mazazo en todo el estómago.

– Si no hubiese sido por Falun, habría caído directamente en sus brazos -dijo Jonas Sandberg.

– Algo traman -aseguró Georg Nyström-. No es lógico que una pequeña imprenta situada en un pueblo como Morgongåva contrate la vigilancia de Milton Security.

Clinton asintió. Su boca era una línea rígida. Eran las once de la noche y necesitaba descansar.

– Eso significa que Millennium está preparando algo -dijo Sandberg.

– Eso ya lo he pillado -contestó Clinton-. Vale. Analicemos la situación. Pongámonos en lo peor: ¿qué pueden saber?

Miró a Nyström con intimidación.

– Tiene que ser por el informe sobre Salander de 1991 -dijo-. Han aumentado la seguridad después de que robáramos las copias. Deben de haber supuesto que estaban vigilados. En el peor de los casos, tendrán otra copia del informe.

– Pero Blomkvist parecía desesperado por la pérdida del informe.

– Ya lo sé. Pero puede que nos la hayan pegado. No descartemos esa posibilidad.

Clinton asintió.

– De acuerdo. ¿Sandberg?

– Por lo menos ya conocemos la defensa de Salander. Está contando la verdad tal y como ella la ve. He vuelto a leer esa presunta autobiografía. La verdad es que juega a nuestro favor: contiene unas acusaciones tan graves sobre una violación y unos abusos de poder que, simplemente, parecerán los delirios de una mitómana.

Nyström asintió.

– Además, no puede probar ninguna de sus afirmaciones. Ekström usará el texto en su contra. Echará por tierra su credibilidad.

– De acuerdo. El nuevo informe de Teleborian es excelente. Como es natural, existe la posibilidad de que Giannini se saque de la manga a un experto que afirme que a Salander no le pasa nada y que todo el asunto vaya a parar a la Dirección Nacional de Medicina Forense. Pero, insisto, si Salander no cambia de táctica, se negará también a hablar con ellos y llegarán a la conclusión de que Teleborian tiene razón y de que ella, efectivamente, está loca. Ella misma es su peor enemiga.

– De todos modos, lo mejor sería que no se celebrara ningún juicio -dijo Clinton.

Nyström negó con la cabeza.

– Eso resulta prácticamente imposible. A Salander ya la han encerrado en la prisión de Kronoberg y no mantiene contacto con los otros prisioneros. Todos los días hace una hora de ejercicio en el patio de la azotea, pero ahí no podemos acceder. Y no tenemos ningún contacto entre el personal.

– Entiendo.

– Si queríamos actuar contra ella, deberíamos haberlo hecho cuando estaba ingresada en el hospital. Ahora no podemos actuar a escondidas. Hay casi un ciento por ciento de probabilidades de que se detenga al asesino. ¿Y dónde vamos a encontrar a un shooter que acepte unas condiciones así? Con tan poca antelación resulta imposible montar un suicidio o un accidente.

– Me lo imaginaba. Y, además, las muertes inesperadas tienden a despertar la curiosidad de la gente. Bien, veamos cómo se desarrolla el juicio. Objetivamente nada ha cambiado. Siempre hemos esperado a que ellos muevan ficha. Y todo parece indicar que se trata de esta presunta autobiografía.

– El problema es Millennium -dijo Jonas Sandberg.

Todos asintieron.

– Millennium y Milton Security -precisó Clinton, pensativo-. Salander ha trabajado para Armanskij y Blomkvist ha tenido una relación con ella. ¿Debemos suponer que los dos han hecho causa común?

– Pues si Milton Security está vigilando la imprenta donde se imprime Millennium, no parece del todo ilógico. No puede ser una simple casualidad.

– De acuerdo. ¿Y cuándo piensan publicarlo? Sandberg, dijiste que se han retrasado dos semanas. Si suponemos que Milton Security está vigilando la imprenta para impedir que nadie le eche el guante a Millennium con antelación, significa, por una parte, que piensan publicar algo que no quieren revelar antes de tiempo, y, por otra, que la revista probablemente ya esté impresa.

– Cuando empiece el juicio -dijo Jonas Sandberg-. Es lo más lógico.

Clinton asintió.

– ¿Qué pondrán en la revista? ¿Cuál sería el peor escenario posible?

Los tres reflexionaron durante un largo rato. Fue Nyström quien rompió el silencio.

– En el peor de los casos, les queda una copia del informe de 1991.

Clinton y Sandberg hicieron un gesto afirmativo; habían llegado a la misma conclusión.

– La cuestión es cuánto provecho le pueden sacar -dijo Sandberg-. Ese informe compromete a Björck y a Teleborian. Björck está muerto. Atacarán duramente a Teleborian, aunque él puede afirmar que simplemente realizó un examen psiquiátrico forense normal y corriente. Será su palabra contra la de ellos, y, por descontado, Teleborian se desentenderá de todas esas acusaciones.

– ¿Cómo debemos actuar si publican el informe? -preguntó Nyström.

– Creo que tenemos las de ganar -dijo Clinton-. Si el informe provoca algún revuelo, se centrarán en la Säpo, no en la Sección. Y cuando los periodistas empiecen a hacer preguntas, la Säpo sacará el informe de sus archivos…

– Y no será el mismo informe -dijo Sandberg.

– Shenke ha metido el otro en el archivo; o sea, el modificado, la versión que ha leído el fiscal Ekström. Y se le ha dado un número de registro. De ese modo podremos sembrar, con bastante rapidez, una gran cantidad de desinformación en los medios de comunicación… Porque nosotros tenemos el original, el que pilló Bjurman, y Millennium sólo tiene una copia. Incluso podríamos difundir alguna información que insinuara que Blomkvist ha falsificado el informe.

– Bien. ¿Qué más podría saber Millennium?

– No pueden saber nada de la Sección. Es imposible. Así que se centrarán en la Säpo, lo que hará que Blomkvist parezca un tipo obsesionado con las conspiraciones y la Säpo sostendrá que está chalado.

– Es bastante conocido -dijo Clinton lentamente-. Después del caso Wennerström goza de una alta credibilidad.

Nyström asintió.

– ¿Habría alguna manera de reducir esa credibilidad? -preguntó Jonas Sandberg.

Nyström y Clinton intercambiaron miradas. Luego los dos asintieron. Clinton volvió a mirar a Nyström.

– ¿Crees que podrías conseguir… digamos unos cincuenta gramos de cocaína?

– Tal vez de los yugoslavos.

– Vale. Inténtalo. Pero urge. El juicio empieza dentro de dos días.

– No entiendo… -dijo Jonas Sandberg.

– Es un truco tan viejo como el oficio. Pero sigue siendo enormemente eficaz.


– ¿Morgongåva? -preguntó Torsten Edklinth, frunciendo el ceño. Estaba en casa, sentado en el sofá con la bata puesta y leyendo la autobiografía de Salander por tercera vez, cuando lo llamó Monica Figuerola. Como eran más de las doce de la noche, dio por sentado que no se trataba de nada bueno.

– Morgongåva -repitió Monica Figuerola-. Sandberg y Lars Faulsson subieron hasta allí a eso de las siete de la tarde. Curt Svensson, del equipo de Bublanski, los estuvo siguiendo todo el camino, tarea facilitada por el hecho de que tenemos instalada una emisora en el coche de Sandberg. Aparcaron cerca de la vieja estación de trenes, dieron un paseo por los alrededores y luego volvieron al coche y regresaron a Estocolmo.

– Entiendo. ¿Se encontraron con alguien o…?

– No. Eso es lo raro. Se bajaron del coche, dieron una vuelta y, acto seguido, volvieron al coche y regresaron a Estocolmo.

– Ajá. ¿Y por qué me llamas a las doce y media de la noche para contarme eso?

– Tardamos un rato en comprenderlo. Pasaron por delante del edificio en el que se encuentra Hallvigs Reklamtryckery. He hablado con Mikael Blomkvist; es allí donde imprimen Millennium.

– ¡Joder! -dijo Edklinth.

Comprendió en el acto lo que eso implicaba.

– Como lo acompañaba Falun, supongo que pensaban hacer una visita a la imprenta, pero interrumpieron la expedición -dijo Monica Figuerola.

– ¿Por qué?

– Porque Mikael Blomkvist le ha pedido a Dragan Armanskij que vigile la imprenta hasta que se distribuya la revista. Probablemente descubrieran el coche de Milton Security. He pensado que te gustaría saberlo de inmediato.

– Tienes razón. Eso significa que han empezado a sospechar que hay moros en la costa…

– O, como poco, que se les activaron las alarmas cuando descubrieron el coche. Sandberg dejó a Faulsson en el centro y luego volvió al edificio de Artillerigatan. Sabemos que Fredrik Clinton está allí. Georg Nyström llegó más o menos al mismo tiempo. La cuestión es saber cómo van a actuar.

– El juicio empieza el martes… ¿Puedes llamar a Blomkvist y decirle que aumente las medidas de seguridad en Millennium? Por si acaso.

– Ya tienen una seguridad bastante buena. Y su manera de echar cortinas de humo alrededor de sus teléfonos pinchados es de profesionales. La verdad es que Blomkvist se ha vuelto tan paranoico que ha desarrollado unos métodos para desviar la atención de los que también podríamos sacar provecho nosotros.

– De acuerdo. Pero llámalo de todos modos.


Monica Figuerola colgó su móvil y lo dejó encima de la mesilla de noche. Levantó la mirada y contempló a Mikael Blomkvist, que estaba tumbado desnudo con la cabeza apoyada a los pies de la cama.

– Que te llame para decirte que aumentes las medidas de seguridad de Millennium -le dijo.

– Gracias por la idea -respondió algo seco.

– Te lo digo en serio. Si empiezan a sospechar que hay moros en la costa, corremos el riesgo de que empiecen a actuar de forma improvisada. Y entonces puede que recurran al robo.

– Henry Cortez duerme allí esta noche. Y tenemos una alarma conectada con Milton Security, que está a tres minutos de Millennium.

Permaneció callado un segundo.

– Paranoico… -murmuró.

Capítulo 24 Lunes, 11 de julio

Eran las seis de la mañana cuando Susanne Linder llamó al T10 azul de Mikael Blomkvist desde Milton Security.

– ¿Tú nunca duermes o qué? -preguntó Mikael medio dormido.

Miró de reojo a Monica Figuerola, que ya se encontraba de pie y que ya se había puesto unos pantalones cortos de deporte pero no la camiseta.

– Sí. Pero me despertó el que estaba de guardia. La alarma silenciosa que instalamos en tu casa se activó a las tres de la mañana.

– ¿Sí?

– Así que tuve que ir hasta allí para echar un vistazo. Es un poco complicado de explicar. ¿Puedes pasarte por Milton Security esta mañana? Es bastante urgente.


– Esto es muy serio -dijo Dragan Armanskij.

Eran poco más de las ocho cuando se sentaron ante un televisor de una sala de reuniones de Milton Security. Allí estaban Armanskij, Mikael Blomkvist y Susanne Linder. Armanskij también había convocado a Johan Fräklund -sesenta y dos años, ex inspector de la policía criminal de Solna y actual jefe de la unidad operativa de Milton Security- y al también ex inspector Sonny Bohman, de cuarenta y ocho años, que había seguido el caso Salander desde el principio. Todos reflexionaban sobre la grabación de la cámara de vigilancia que Susanne Linder les acababa de enseñar.

– Lo que hemos visto ha sido a Jonas Sandberg abriendo la puerta de la casa de Mikael Blomkvist a las 03.17 de la madrugada. Y tenía llaves… ¿Os acordáis de que ese cerrajero llamado Faulsson hizo un molde de las llaves de reserva de Blomkvist cuando entró con Göran Mårtensson en la casa hace ya algunas semanas?

Armanskij asintió con cara adusta.

– Sandberg permanece en la casa durante más de ocho minutos. Durante ese tiempo hace lo siguiente: en primer lugar, coge de la cocina una pequeña bolsa de plástico donde mete algo. Luego, con un destornillador, quita la parte trasera de uno de los altavoces que tienes en el salón, Mikael. Y coloca la bolsa ahí.

– Mmm -dijo Mikael Blomkvist.

– El hecho de que vaya a buscar la bolsa a la cocina resulta significativo.

– Es una bolsa de Konsum en la que tenía unos panecillos -dijo Mikael-. Suelo guardarlas para meter en ellas el queso y cosas así.

– Ya, yo también lo hago. Pero lo significativo, claro está, es que la bolsa tiene tus huellas dactilares. Luego se dirige al vestíbulo y coge un periódico viejo de la papelera. Utiliza una página para envolver un objeto que coloca en lo alto del armario.

– Mmm -volvió a murmurar Mikael Blomkvist.

– Otra vez lo mismo: el periódico lleva tus huellas dactilares.

– Entiendo -dijo Mikael Blomkvist.

– Fui a tu casa sobre las cinco. Y me encontré con que lo que había en tu altavoz eran unos ciento ochenta gramos de cocaína. He cogido una muestra de un gramo.

Colocó una pequeña bolsa sobre la mesa.

– ¿Y qué hay en el armario? -preguntó Mikael.

– Unas ciento veinte mil coronas en metálico.

Armanskij le hizo un gesto a Susanne Linder para que apagara la televisión. Miró a Fräklund.

– O sea, que Mikael Blomkvist está implicado en el tráfico de drogas -dijo Fräklund de muy buen humor-. Es evidente que han empezado a sentir algún tipo de inquietud por lo que está haciendo Blomkvist.

– Se trata de un contraataque -dijo Mikael Blomkvist.

– ¿Un contraataque?

– Ayer por la tarde descubrieron a los vigilantes de Milton en Morgongåva.

Les contó lo que había sabido por boca de Monica Figuerola sobre la expedición de Sandberg a Morgongåva.

– Un pillo muy aplicado -dijo Sonny Bohman.

– Pero ¿por qué ahora?

– No hay duda de que les preocupa lo que Millennium pueda montar cuando empiece el juicio -contestó Fräklund-. Si detienen a Blomkvist por tráfico de drogas, su credibilidad disminuirá drásticamente.

Susanne Linder asintió. Mikael Blomkvist pareció dudar.

– Entonces, ¿qué hacemos? -preguntó Armanskij.

– De momento, nada -sugirió Fräklund-. Tenemos un as en la manga: un excelente documento que muestra cómo Sandberg coloca el material inculpatorio en tu casa, Mikael. Dejemos que se pillen bien los dedos. Si hace falta, probaremos tu inocencia en el acto y, por si fuera poco, ofreceremos con ello una prueba más del comportamiento delictivo de la Sección. Me encantaría ser el fiscal cuando sienten en el banquillo a esos granujas.

– No sé -dijo Mikael Blomkvist lentamente-. El juicio empieza pasado mañana. Millennium saldrá el viernes, dos días después. Si piensan colgarme lo del narcotráfico, deben hacerlo antes… y no voy a tener tiempo para explicar que se trata de un montaje antes de que salga la revista. Eso quiere decir que corro el riesgo de ser detenido y de perderme el principio del juicio.

– En otras palabras, que hay más de una razón para que te quites de en medio esta semana -propuso Armanskij.

– Bueno, no… Es que tengo que preparar un trabajo con TV4 y algunas otras cosas. Sería muy poco conveniente…

– Pero ¿por qué justo ahora? -inquirió Susanne Linder.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó Armanskij.

– Han tenido tres meses para echar por tierra la reputación de Blomkvist. ¿Por qué actúan justo ahora? Hagan lo que hagan no van a poder impedir la publicación.

Permanecieron callados un rato.

– Quizá se deba a que no les ha quedado muy claro lo que vas a publicar, Mikael -dijo Armanskij pausadamente-. Saben que estás tramando algo… pero tal vez piensen que lo único que tienes es el informe de Björck de 1991.

Aunque algo escéptico, Mikael asintió con la cabeza.

– Ni se imaginan que tu intención es denunciar a toda la Sección. Si sólo se tratara del informe de Björck, les bastaría con crear desconfianza hacia tu persona. Tus denuncias se ahogarían en tu detención y tu arresto. Gran escándalo: el famoso reportero Mikael Blomkvist detenido por tráfico de drogas. De seis a ocho años de cárcel.

– ¿Me podrías dar dos copias de la película? -pidió Mikael.

– ¿Qué vas a hacer?

– Le voy a dar una a Edklinth. Y la otra es para TV4; los voy a ver dentro de tres horas. Creo que no estaría de más que lo tuviésemos todo preparado para sacarlo en la tele en cuanto la bomba estalle.


Monica Figuerola apagó el DVD y dejó el mando sobre la mesa. Estaban reunidos en el local provisional de Fridhemsplan.

– ¡Cocaína! -dijo Edklinth-. Juegan fuerte.

Monica Figuerola parecía pensativa. Miró de reojo a Mikael.

– Creí que era mejor que estuvieseis al tanto -dijo él, encogiéndose de hombros.

– Esto no me gusta nada -contestó ella-. Eso quiere decir que están desesperados y que no se lo han pensado bien; deberían darse cuenta de que si te detienen por tráfico de drogas, no vas a quedarte de brazos cruzados ni dejar que te encierren sin más en el bunker de Kumla.

– Ya -dijo Mikael.

– Aunque te condenen, se arriesgan a que la gente crea en lo que dices. Y tus colegas de Millennium no se van a callar.

– Y además, eso les cuesta mucho dinero -dijo Edklinth-. Lo que significa que tienen un presupuesto que les permite gastar sin pestañear ciento veinte mil coronas, aparte de lo que valga la droga.

– Ya lo sé -dijo Mikael-. Pero lo cierto es que el plan no está nada mal. Cuentan con que Lisbeth Salander acabe en el psiquiátrico y que yo desaparezca envuelto en una nube de sospechas y desconfianzas. Además, creen que toda la posible atención la va a acaparar la Säpo, no la Sección. Como punto de partida es bastante bueno.

– Pero ¿cómo van a convencer a la brigada de estupefacientes para que realice un registro domiciliario en tu casa? Quiero decir que no basta con dar un aviso anonimo para que alguien eche abajo a patadas la puerta de la casa de un periodista famoso. Y para que el plan funcione es necesario que te conviertas en un sospechoso en los próximos días.

– Bueno, la verdad es que no sabemos gran cosa sobre su planificación temporal -dijo Mikael.

Se sentía cansado y deseaba que todo pasara ya. Se levantó.

– ¿Adónde vas ahora? -preguntó Monica Figuerola-. Me gustaría saber dónde vas a estar.

– He quedado a mediodía con los de TV4. Y a las seis cenaré un guiso de cordero en Samirs gryta con Erika Berger. Tenemos que redactar el comunicado de prensa que vamos a sacar. El resto de la noche lo pasaré en la redacción, supongo.

Al oír el nombre de Erika Berger, los ojos de Monica Figuerola se cerraron ligeramente.

– Quiero que te mantengas en contacto con nosotros durante todo el día. La verdad es que preferiría que estuviésemos en permanente contacto hasta que empiece el juicio.

– Vale. Quizá pueda mudarme a tu casa un par de días -respondió Mikael, sonriendo como si se tratara de una broma.

A Monica Figuerola se le ensombreció la mirada. De reojo, miró rápidamente a Edklinth.

– Monica tiene razón -dijo Edklinth-. Creo que lo mejor sería que te mantuvieras más o menos invisible hasta que todo esto haya pasado. Si los de la brigada de estupefacientes te detuvieran, tendrías que permanecer callado hasta que empiece el juicio.

– Tranquilo -contestó Mikael-. No voy a ser presa del pánico ni estropear nada a estas alturas. Si os ocupáis de lo vuestro, yo me ocuparé de lo mío.


La de TV4 apenas fue capaz de ocultar su excitación por el nuevo material grabado que Mikael Blomkvist le acababa de entregar. A Mikael le hizo gracia su hambre informativa. Durante una semana habían luchado como fieras para hacerse con un material comprensible sobre la Sección que fuera adecuado para un uso televisivo. Tanto su productor como el jefe de Noticias de TV4 se habían dado cuenta de la envergadura del scoop. El reportaje se preparaba con el máximo secreto, con tan sólo unos pocos implicados. Habían aceptado la exigencia de Mikael de que no lo emitieran hasta la noche del tercer día de juicio. Y decidieron realizar un programa especial del informativo Nyheterna de una hora de duración.

Mikael ya le había dado a ella una gran cantidad de fotografías con las que trabajar, pero nada se podía comparar a una imagen en movimiento: un vídeo de una extrema nitidez que mostraba cómo un policía con nombre y apellido colocaba cocaína en el apartamento de Mikael Blomkvist casi le hizo dar saltos de alegría.

– ¡Esto es televisión de primera! -dijo ella-. Ya me imagino los titulares: «Aquí podemos ver a la Säpo colocando cocaína en el apartamento del reportero».

– La Säpo no, la Sección -corrigió Mikael-. No cometas el error de confundirlas.

– Pero joder, Sandberg es de la Säpo -replicó ella.

– Ya, pero en la práctica se le puede considerar un infiltrado. Debes separarlas con precisión milimétrica.

– Vale, el reportaje es de la Sección, no de la Säpo. Mikael, ¿me puedes explicar por qué siempre te ves envuelto en este tipo de sensacionales scoops? Tienes razón: esto va a hacer más ruido que lo del caso Wennerström.

– Uno, que tiene talento… Por irónico que pueda parecer, esta historia también empieza con un Wennerström: el espía de los años sesenta.


A las cuatro de la tarde llamó Erika Berger. Estaba en una reunión con los de la patronal Tidningsutgivarna para darles su opinión sobre las reducciones de plantilla previstas en el SMP, algo que había provocado un intenso conflicto sindical desde que Erika dimitió. Le comunicó a Mikael que iba a llegar tarde a la cita que tenían para cenar en el Samirs gryta a las seis; hasta las seis y media no podría llegar.


Jonas Sandberg ayudó a Fredrik Clinton cuando éste se pasó de la silla de ruedas a la camilla que había en ese cuarto de descanso que constituía el puesto de mando de Clinton en el cuartel general de la Sección, en Artillerigatan. Clinton se había pasado todo el día en su sesión de diálisis y acababa de regresar. Se sentía viejísimo e infinitamente cansado. Apenas había dormido durante los últimos días y lo único que deseaba era que todo terminara de una vez por todas. No había terminado de acomodarse en la cama cuando Georg Nyström se incorporó al grupo.

Clinton concentró sus fuerzas.

– ¿Ya está? -preguntó.

Georg Nyström hizo un gesto afirmativo.

– Acabo de ver a los hermanos Nikoliç -dijo-. Nos va a costar cincuenta mil.

– Nos lo podemos permitir -respondió Clinton.

Si yo fuera joven… ¡Joder!

Volvió la cabeza y examinó, por este orden, a Georg Nyström y a Jonas Sandberg.

– ¿Remordimientos de conciencia? -preguntó.

Los dos negaron con la cabeza.

– ¿Cuándo? -preguntó Clinton.

– Dentro de veinticuatro horas -dijo Nyström-. Resulta tremendamente difícil dar con el paradero de Blomkvist; en el peor de los casos, lo tendrán que hacer delante de la redacción.

Clinton asintió.

– Esta misma tarde, dentro de dos horas, se nos va a presentar una oportunidad -dijo Jonas Sandberg.

– ¿Ah, sí?

– Erika Berger lo acaba de llamar hace un rato. Van a cenar en el Samirs gryta. Es un restaurante cerca de Bellmansgatan.

– Berger… -dijo Clinton, pensativo.

– Por Dios, espero que ella no… -intervino Georg Nyström.

– Tampoco estaría mal del todo -interrumpió Jonas Sandberg.

Clinton y Nyström lo miraron.

– Estamos de acuerdo en que Blomkvist es la persona que mayor amenaza representa contra nosotros y que resulta probable que publique algo en el próximo número de Millennium. No podemos detener la publicación. Así que tenemos que desacreditarle. Si es asesinado como consecuencia de lo que parecerá un ajuste de cuentas del mundo del hampa y luego la policía encuentra drogas y dinero en su casa, la investigación sacará sus propias conclusiones. En cualquier caso, lo último que harán será buscar conspiraciones en el seno de la policía de seguridad.

Clinton asintió.

– No olvidemos que Erika Berger es la amante de Mikael Blomkvist -dijo Sandberg, subrayando las palabras-. Está casada y es infiel. Que ella también falleciera de repente daría lugar a un sinfín de especulaciones que no nos vendrían mal.

Clinton y Nyström se intercambiaron las miradas. Sandberg tenía un talento innato para crear cortinas de humo. Aprendió rápido. Pero tanto Clinton como Nyström tenían sus dudas: Sandberg se mostraba demasiado despreocupado a la hora de decidir sobre la vida y la muerte. Eso no estaba bien. La medida extrema que constituía un asesinato no era algo que se fuera a aplicar simplemente porque se presentara la oportunidad de hacerlo. No se trataba de una panacea universal, sino de una medida a la que tan sólo se podía recurrir cuando no existían otras alternativas.

Clinton negó con la cabeza.

«Collateral damage», pensó. De pronto, sintió asco de todo ese sucio trapicheo.

Después de haber servido toda una vida a la nación, aquí estamos, como simples sicarios. Lo de Zalachenko era necesario. Lo de Björck había sido… lamentable, pero Gullberg tenía razón: habría cedido a la presión. Lo de Blomkvist era… probablemente también necesario. Pero Erika Berger no era más que una espectadora inocente.

Miró de reojo a Jonas Sandberg. Esperaba que el joven no se convirtiera en un psicópata.

– ¿Qué es lo que saben los hermanos Nikoliç?

– Nada. De nosotros, quiero decir. Yo soy el único al que han visto, pero he usado otra identidad y es imposible que den conmigo. Creen que el asesinato tiene algo que ver con el trafficking.

– ¿Y qué pasará con ellos después del asesinato?

– Abandonarán Suecia inmediatamente -dijo Nyström-. Lo mismo que ocurrió después de lo de Björck. Si luego resulta que la investigación policial no da sus frutos, podrán volver de forma discreta dentro de unas cuantas semanas.

– ¿Y el plan?

– Modelo siciliano: se acercarán sin más a Blomkvist, le vaciarán el cargador y se irán de allí. Así de sencillo.

– ¿Arma?

– Tienen una automática. No sé de qué tipo.

– Espero que no acribillen a todo el restaurante. -Tranquilo. Son profesionales y saben cómo hacerlo. Pero si Berger está en la misma mesa que Blomkvist…

«Collateral damage.»

– Escucha -dijo Clinton-: es importante que Wadensjöö no se entere de que estamos implicados en esto. Sobre todo si resulta que Erika Berger se convierte en una de las víctimas. Está ya tan tenso que un día de éstos va a explotar. Me temo que vamos a tener que jubilarlo cuando todo esto acabe.

Nyström asintió.

– Eso quiere decir que cuando recibamos la noticia de que han asesinado a Blomkvist tendremos que hacer teatro. Convocaremos una reunión de crisis y haremos creer que el desenlace de los acontecimientos nos ha dejado atónitos. Especularemos sobre quién podría hallarse detrás de los asesinatos, pero sin decir ni una palabra de drogas ni de nada por el estilo hasta que la policía encuentre el material.


Mikael Blomkvist se despidió de la de TV4 poco antes de las cinco. Habían pasado juntos una buena parte de la tarde repasando los puntos del material que aún no estaban del todo claros. Luego maquillaron a Mikael y ella grabó una larga entrevista con él.

La de TV4 le hizo una pregunta que le costó contestar de una manera comprensible y tuvieron que repetirla varias veces.

¿Cómo es posible que algunos funcionarios de la administración pública lleguen al extremo de cometer un asesinato?

Mikael había estado dándole muchas vueltas a esa cuestión bastante antes de que la de TV4 se la planteara. Seguro que la Sección había considerado a Zalachenko una amenaza insólita, pero, aun así, no era una respuesta satisfactoria. La que Mikael finalmente ofreció tampoco resultó del todo satisfactoria.

– La única explicación razonable que puedo dar es que tal vez con el paso del tiempo la Sección haya llegado a convertirse en una secta en el propio sentido de la palabra. Algo parecido a lo que pasó en el pueblo de Knutby, o con la secta del pastor Jim Jones o con algún otro caso similar. Dictan sus propias leyes, en las que conceptos como el bien y el mal han dejado de ser relevantes, y parecen estar completamente aislados del resto de la sociedad.

– ¿Casi como si se tratara de una especie de enfermedad mental?

– Es una descripción bastante acertada.

Luego cogió el metro hasta Slussen y constató que todavía era pronto para ir a Samirs gryta. Se quedó un rato en Södermalmstorg. Estaba preocupado, pero al mismo tiempo sentía que, de pronto, volvía a estar contento con la vida. Hasta que Erika Berger regresó a Millennium no se dio cuenta de hasta qué catastrófico punto la había echado de menos. Además, la recuperación del timón por parte de Erika no había llevado a ningún conflicto interno cuando Malin Eriksson volvió a su antiguo trabajo de secretaria de redacción. Todo lo contrario: Malin estaba más bien eufórica gracias al hecho de que la vida -utilizando sus propias palabras- volviera a la normalidad.

La vuelta de Erika también les hizo descubrir lo terriblemente cortos de personal que habían andado durante los tres últimos meses. Erika regresó a su puesto de Millennium con un arranque a todo gas y, con la ayuda de Malin Eriksson, consiguió hacerse con parte de la sobrecarga de trabajo organizativo que habían acumulado. También celebraron una reunión de la redacción en la que se decidió que Millennium ampliaría su plantilla y contrataría, al menos, a un nuevo colaborador o tal vez a dos. Sin embargo, no sabían de dónde iban a sacar el dinero.

Al final, Mikael salió a comprar los periódicos vespertinos y a tomar un café al Java de Hornsgatan para matar el tiempo mientras esperaba a Erika.


La fiscal Ragnhild Gustavsson, de la Fiscalía General del Estado, dejó sus gafas de leer en la mesa y contempló a los reunidos. Tenía cincuenta y ocho años, la cara arrugada -aunque de sanas y sonrosadas mejillas- y el pelo corto y canoso. Hacía veinticinco años que era fiscal y llevaba trabajando en la Fiscalía General del Estado desde principios de los años noventa.

Sólo habían pasado tres semanas desde que la llamaron de repente al despacho del fiscal general para ver a Torsten Edklinth. Ese día estaba a punto de terminar unos asuntos rutinarios y de irse seis semanas de vacaciones a su casa de campo de Husarö. En su lugar, le fue encomendada la misión de investigar a un grupo de funcionarios que actuaban bajo el nombre de «la Sección». Todos sus planes de vacaciones fueron cancelados de inmediato. Le comunicaron que dicha investigación sería su principal tarea a partir de ese mismo instante y durante un tiempo indeterminado, y prácticamente le dejaron las manos libres para que ella misma organizara el trabajo y tomara las decisiones oportunas.

– Esta va a ser una de las investigaciones criminales más llamativas de la historia sueca -le dijo el fiscal general.

Ella no pudo más que darle la razón.

Con creciente asombro, escuchó el resumen que Torsten Edklinth le hizo sobre el tema, así como sobre la investigación que éste había realizado por encargo del primer ministro. Aún no la había terminado, pero consideró que se encontraba lo suficientemente avanzada como para presentar el asunto ante un fiscal.

Al principio, Ragnhild Gustavsson intentó hacerse una idea general del material que Torsten Edklinth le había entregado. Cuando empezó a quedarle clara la magnitud de los delitos y de los crímenes, se dio cuenta de que todo lo que hiciera y todas las decisiones que tomara se analizarían con lupa en los futuros libros de historia del país. Desde entonces, había dedicado cada minuto disponible a intentar adquirir una visión general de la más bien incomprensible lista de crímenes y delitos que le había tocado investigar. El caso era único en la historia jurídica sueca y, como se trataba de investigar a un grupo delictivo cuyas operaciones se habían prolongado durante al menos treinta años, comprendió que resultaría necesario establecer una organización de trabajo especial. Se acordó de los investigadores estatales antimafia de Italia, que se vieron obligados a trabajar de manera casi clandestina para sobrevivir durante los años setenta y ochenta. Entendió por qué Edklinth había tenido que trabajar en secreto: no sabía en quién podía confiar.

La primera medida que tomó fue llamar a tres colaboradores de la Fiscalía General del Estado. Eligió a personas a las que conocía desde hacía muchos años. Luego contrató a un prestigioso historiador que trabajaba en el Consejo Nacional para la Prevención de la Delincuencia con el fin de que la asesorara en temas que concernían a la aparición de la policía de seguridad y su evolución a lo largo de los años. Por último, nombró formalmente a Monica Figuerola jefa de la investigación policial.

De este modo, la investigación sobre la Sección adquirió una forma constitucionalmente válida: ya podía ser considerada como cualquier otra investigación policial, aunque se hubiera decretado el más absoluto secreto de sumario.

Durante las dos últimas semanas, la fiscal Gustavsson había convocado a un gran número de personas a una serie de interrogatorios oficiales pero muy discretos. Por allí pasaron, aparte de Edklinth y Figuerola, el inspector Bublanski, Sonja Modig, Curt Svensson y Jerker Holmberg. Luego llamó a Mikael Blomkvist, Malin Eriksson, Henry Cortez, Christer Malm, Annika Giannini, Dragan Armanskij, Susanne Linder y Holger Palmgren. A excepción de los representantes de Millennium, quienes, por principio, no contestaron a ninguna pregunta que pudiera llevar a identificar a sus fuentes, todos dieron de muy buena gana cumplida cuenta de lo que sabían, al tiempo que aportaron la documentación de que disponían.

A Ragnhild Gustavsson no le hizo ni pizca de gracia el hecho de que le presentaran un calendario, establecido por Millennium, por el que se veía obligada a detener a un número concreto de personas en una fecha determinada. Ella consideraba que habría necesitado unos cuantos meses más de preparación antes de llegar a esa fase de la investigación, pero en este caso no tenía elección. Mikael Blomkvist, de la revista Millennium, fue intransigente. Él no estaba sometido a ningún decreto o reglamento estatal y tenía la intención de publicar el reportaje el tercer día del juicio contra Lisbeth Salander. De forma que Ragnhild Gustavsson se vio obligada a adaptarse y a actuar al mismo tiempo para que no desaparecieran ni las personas sospechosas ni las posibles pruebas. Sin embargo, Blomkvist recibió el curioso apoyo de Edklinth y Figuerola, y, al cabo de un tiempo, la fiscal empezó a ser consciente de que el modelo de Blomkvist ofrecía ciertas ventajas. Como fiscal se beneficiaría de un apoyo mediático bien orquestado que le iría muy bien para continuar con el proceso. Además, todo sería tan rápido que no habría tiempo para que la delicada investigación se filtrara por los pasillos de la administración y acabara en manos de la Sección.

– Para Blomkvist se trata, en primer lugar, de desagraviar a Lisbeth Salander y de que se haga justicia con ella. Noquear a la Sección no es más que una consecuencia de lo primero -constató Monica Figuerola.

El juicio contra Lisbeth Salander comenzaría el miércoles, dos días más tarde, y la reunión de ese lunes tenía como objetivo hacer un repaso general del material disponible y repartir las tareas.

Trece personas participaron en ella. Desde la Fiscalía General del Estado, Ragnhild Gustavsson se había llevado a dos de sus colaboradores más cercanos. En representación de protección constitucional participaron la jefa de la investigación policial, Monica Figuerola, y sus colaboradores Stefan Bladh y Anders Berglund. El jefe de protección constitucional, Torsten Edklinth, asistió en calidad de observador.

Sin embargo, Ragnhild Gustavsson había decidido que un asunto de este calibre -cuestión de credibilidad- no podía limitarse a la DGP /Seg. Por eso había convocado al inspector Jan Bublanski y a su equipo, compuesto por Sonja Modig, Jerker Holmberg y Curt Svensson, de la policía abierta, pues llevaban trabajando en el caso Salander desde Pascua y estaban familiarizados con la historia. Y también había llamado a la fiscal Agneta Jervas y al inspector Marcus Erlander de Gotemburgo; la investigación sobre la Sección tenía una relación directa con la investigación sobre el asesinato de Alexander Zalachenko.

Cuando Monica Figuerola mencionó que tal vez hubiera que tomarle declaración al anterior primer ministro, Thorbjörn Fälldin, los policías Jerker Holmberg y Sonja Modig se rebulleron inquietos en sus sillas.

Durante cinco horas se analizó a cada uno de los individuos que habían sido identificados como activistas de la Sección, tras lo cual se precisó qué delitos se habían cometido y se tomó la decisión de llevar a cabo las pertinentes detenciones. En total, siete personas fueron identificadas y vinculadas al piso de Artillerigatan. Además de éstas, se determinó la identidad de no menos de nueve sujetos que, en teoría, tenían relación con la Sección, aunque nunca acudían al piso de Artillerigatan. Se trataba en su mayoría de gente que trabajaba en la DGP /Seg de Kungsholmen, pero que se había reunido con alguno de los activistas de la Sección.

– Resulta todavía imposible determinar el alcance de la conspiración. Ignoramos las circunstancias bajo las cuales estas personas se reúnen con Wadensjöö o con algún otro miembro de la Sección. Pueden ser informadores o puede que les hayan hecho creer que se encontraban trabajando en alguna investigación interna o algo por el estilo. De manera que la duda que tenemos sobre su implicación sólo podrá resolverse si se nos brinda la oportunidad de tomarles declaración. Además, cabe mencionar que se trata tan sólo de las personas que hemos podido descubrir durante las semanas que la investigación ha estado abierta, así que es posible que haya más gente implicada cuya identidad aún desconocemos.

– Pero el jefe administrativo y el jefe de presupuesto…

– Respecto a esos dos podemos afirmar con seguridad que trabajan para la Sección.

Eran las seis de la tarde del lunes cuando Ragnhild Gustavsson decidió que se tomaran un descanso de una hora para cenar, después de lo cual se retomarían las deliberaciones.

Fue en el momento en que todos se levantaron y se disponían a salir cuando el colaborador de Monica Figuerola de la unidad operativa del Departamento de protección constitucional, Jesper Thorns, solicitó su atención para informarla de las novedades de las pesquisas realizadas en las últimas horas.

– Clinton se ha pasado gran parte del día en diálisis y ha vuelto a Artillerigatan sobre las cinco. El único que ha hecho algo de interés ha sido Georg Nyström, aunque no estamos seguros de qué.

– Vale -dijo Monica Figuerola.

– A las 13.30 horas, Nyström fue a la estación central y se reunió con dos personas. Fueron andando hasta el hotel Sheraton y tomaron café en el bar. La reunión duró algo más de veinte minutos, tras lo cual Nyström volvió a Artillerigatan.

– Muy bien. Y ¿quiénes son esas dos personas?

– No lo sabemos. Caras nuevas. Dos hombres de unos treinta y cinco años que, a juzgar por su aspecto, parecen ser de la Europa del Este. Desafortunadamente, nuestro hombre los perdió de vista cuando bajaron al metro.

– De acuerdo -dijo Monica Figuerola, cansada.

– Aquí están las fotos -comentó Jesper Thorns mientras le entregaba una serie de fotografías realizadas por el agente que seguía a Nyström.

Ella observó las imágenes ampliadas de unos rostros que no había visto en su vida.

– Bien, gracias -dijo para, a continuación, dejar las fotos sobre la mesa y levantarse en busca de algo para cenar.

Curt Svensson se encontraba justo a su lado y contempló las fotos.

– ¡Anda! -dijo-. ¿Están metidos los hermanos Nikoliç en eso?

Monica Figuerola se detuvo.

– ¿Quiénes?

– Esos dos; son dos elementos de mucho cuidado -dijo Curt Svensson-. Tomi y Miro Nikoliç.

– ¿Sabes quiénes son?

– Sí. Dos hermanos de Huddinge. Serbios. Los estuvimos buscando más de una vez cuando yo trabajaba en la unidad de bandas callejeras; por aquella época tendrían unos veinte años. Miro Nikoliç es el más peligroso de los dos. Por cierto, desde hace más de un año está en busca y captura por un delito de lesiones graves. Pero creía que los dos se habían ido a Serbia para meterse a políticos o algo así.

– ¿Políticos?

– Sí. Se fueron a Yugoslavia durante la primera mitad de los años noventa para poner su granito de arena en las labores de limpieza étnica. Trabajaron para Arkan, el jefe de la mafia yugoslava, que lideraba algún tipo de milicia fascista particular. Adquirieron fama de shooters.

¿Shooters?

– Sí. O sea, sicarios. Luego han estado yendo de un lado para otro entre Belgrado y Estocolmo. Su tío lleva un restaurante en Norrmalm para el que trabajan oficialmente de vez en cuando. Nos han dado unos cuantos soplos sobre su participación en por lo menos dos asesinatos relacionados con ajustes de cuentas internos entre los propios yugoslavos en la llamada «guerra del tabaco», pero nunca hemos podido cogerlos por nada.

Monica Figuerola contempló las fotos en silencio. Luego, de repente, se puso lívida. Se quedó mirando fijamente a Torsten Edklinth.

– ¡Blomkvist! -gritó con pánico en la voz-. ¡No se van a contentar con desacreditarlo! ¡Piensan matarlo y dejar que la policía encuentre la cocaína y saque sus propias conclusiones cuando el crimen sea investigado!

Edklinth le devolvió una mirada fija.

– Iba a reunirse con Erika Berger en el Samirs gryta -exclamó Monica Figuerola, cogiendo a Curt Svensson del hombro.

– ¿Vas armado?

– Sí…

– Acompáñame.

Monica Figuerola salió coriendo de la sala de reuniones. Su despacho se hallaba tres puertas más allá, en ese mismo pasillo. Abrió su despacho y sacó su arma reglamentaria de un cajón del escritorio. En contra de toda normativa, dejó abierta la puerta de par en par al dirigirse a toda velocidad hacia los ascensores. Curt Svensson se quedó indeciso durante algún que otro segundo.

– ¡Vete con ella! -le dijo Bublanski a Curt Svensson-. ¡Sonja: acompáñalos!


Mikael Blomkvist entró en Samirs gryta a las seis y veinte. Erika Berger acababa de llegar y había encontrado una mesa libre junto a la barra, cerca de la entrada. Mikael le dio un beso en la mejilla. Pidieron cervezas y guiso de cordero. Les pusieron las cervezas.

– ¿Qué tal la de TV4? -preguntó Erika Berger.

– Tan fría como siempre.

Erika Berger se rió.

– Si no tienes cuidado, te vas a obsesionar con ella. Imagínate: existe una chica que no cae rendida a los pies de Mikael Blomkvist.

– La verdad es que hay más chicas que tampoco han caído -dijo Mikael Blomkvist-. ¿Qué tal tu día?

– Desperdiciado. Pero he aceptado participar en un debate sobre el SMP en el Publicistklubben. Será mi última contribución a ese tema.

– Qué bien.

– Es que no te puedes imaginar lo que me alegra estar de vuelta en Millennium -dijo ella.

– Pues tú ni te imaginas lo que yo me alegro de que hayas vuelto. Aún no me lo puedo creer.

– Ha vuelto a ser divertido ir a trabajar.

– Mmm.

– Soy feliz.

– Tengo que ir al baño -dijo Mikael, levantándose.

Dio unos pasos y casi chocó con un hombre de unos treinta y cinco años que acababa de entrar. Por su aspecto, Mikael imaginó que provenía de la Europa del Este y se lo quedó mirando. Luego descubrió la ametralladora.


Al pasar Riddarholmen, Torsten Edklinth los llamó y les explicó que ni Mikael Blomkvist ni Erika Berger tenían disponibles sus móviles. Tal vez los hubieran apagado para cenar.

Monica Figuerola soltó un taco y pasó Södermalmstorg a más de ochenta kilómetros por hora sin quitar la mano del claxon. Enfiló Hornsgatan dando un violento giro. Curt Svensson tuvo que apoyar la mano contra la puerta. Sacó su arma reglamentaria para comprobar que estaba cargada. Sonja Modig hizo lo mismo en el asiento de atrás.

– Tenemos que pedir refuerzos -comentó Curt Svensson-. Los hermanos Nikoliç son de mucho cuidado.

Monica Figuerola asintió.

– Esto es lo que vamos a hacer -dijo-: Sonja y yo entramos directamente en Samirs gryta… y esperemos que estén allí sentados. Curt, como tú conoces a los hermanos Nikoliç, te quedarás fuera vigilando.

– De acuerdo.

– Si todo está tranquilo, meteremos inmediatamente a Blomkvist y a Berger en el coche y nos los llevaremos a Kungsholmen. Cualquier cosa rara que veamos, nos quedamos dentro y pedimos refuerzos.

– Vale -respondió Sonja Modig.

Monica Figuerola se encontraba todavía en Hornsgatan cuando la emisora policial chisporroteó bajo el cuadro de mandos:

«A todas las unidades. Aviso de tiroteo en Tavastgatan, Södermalm. En el restaurante Samirs gryta.»

Monica Figuerola sintió un repentino pinchazo en el estómago.


Erika Berger vio cómo Mikael Blomkvist se dirigía a los aseos y chocaba junto a la entrada con un hombre de unos treinta y cinco años. Sin saber muy bien por qué, frunció el ceño: le pareció que el desconocido se quedaba mirando fijamente a Mikael con cara de asombro. Erika se preguntó si se conocerían.

Luego vio al hombre retroceder un paso y dejar caer una bolsa al suelo. Al principio no entendió lo que estaba sucediendo. Se quedó paralizada cuando el hombre levantó un arma automática contra Mikael Blomkvist.


Mikael Blomkvist reaccionó por puro instinto. Alzó su mano izquierda, agarró el cañón y lo elevó hacia el techo. Hubo una fracción de segundo en la que la boca del arma pasó por delante de su cara.

El repiqueteo de la ametralladora resultó ensordecedor dentro del pequeño local. Una lluvia de yeso y cristal de las lámparas cayó sobre Mikael cuando Miro Nikoliç soltó una ráfaga de once balas. Durante un breve instante, Mikael Blomkvist se quedó mirando a su atacante a los ojos.

Luego Miro Nikoliç tiró del arma dando un paso hacia atrás y consiguió arrebatársela a Mikael, al que pilló completamente desprevenido. De pronto se dio cuenta de que se encontraba en peligro de muerte. Se abalanzó sin pensárselo sobre su agresor en vez de intentar buscar protección. Más tarde comprendió que si hubiese reaccionado de otra manera, si se hubiese agachado o hubiese retrocedido, Nikoliç lo habría acribillado a tiros allí mismo. Consiguió hacerse de nuevo con el cañón de la ametralladora. Usó el peso de su cuerpo para acorralar al hombre contra la pared. Oyó otros seis o siete disparos y tiró desesperadamente del arma para dirigir el cañón hacia el suelo.


Al producirse la segunda tanda de tiros, Erika Berger se agachó de forma instintiva. Se cayó y se dio con una silla en la cabeza. Luego se acurrucó en el suelo y, al alzar la mirada, descubrió en la pared tres impactos de bala justo en el sitio donde ella estaba hacía un instante.

En completo estado de shock, volvió la cabeza y vio a Mikael Blomkvist luchando con aquel hombre junto a la entrada. Mikael había caído de rodillas y tenía agarrado el cañón de la ametralladora con las dos manos mientras intentaba quitársela a su agresor. Erika vio cómo éste luchaba para soltarse. No dejaba de darle a Mikael puñetazos en la cara y la cabeza.


Monica Figuerola frenó en seco frente a Samirs gryta y, abriendo la puerta del coche de un golpe, echó a correr hacia el restaurante. Llevaba su Sig Sauer en la mano y, al reparar en el vehículo que se encontraba aparcado justo delante del restaurante, le quitó el seguro al arma.

En cuanto vio a Tomi Nikoliç al volante, al otro lado del parabrisas, le apuntó en la cara con la pistola.

– ¡Policía! ¡Arriba las manos! -le gritó.

Tomi Nikoliç las levantó.

– ¡Sal del coche y túmbate en el suelo! -aulló con rabia en la voz.

Volvió la cabeza, le echó una rápida mirada a Curt Svensson y le dijo:

– ¡El restaurante!

Curt Svensson y Sonja Modig echaron a correr cruzando la calle.

Sonja Modig pensó en sus hijos. Iba contra cualquier instrucción policial entrar corriendo en un edificio con el arma en alto sin contar de antemano con un buen refuerzo en el lugar y sin tener chalecos antibalas y un buen dominio de la situación…

Luego oyó el estallido de un disparo dentro del restaurante.


Mikael Blomkvist consiguió meter el dedo entre el gatillo y el aro cuando Miro Nikoliç volvió a disparar. Oyó unos cristales romperse a sus espaldas. Sintió un tremendo dolor en el dedo, ya que aquel hombre apretó el gatillo una y otra vez y se lo pilló; pero mientras el dedo permaneciera allí, el arma no podría dispararse. Le llovieron puñetazos en uno de los lados de la cabeza y de repente sintió que tenía cuarenta y cinco años y que estaba en muy mala forma física.

No aguanto más. Tengo que terminar con esto, pensó.

Fue su primera idea racional desde que descubrió al hombre de la ametralladora.

Apretó los dientes e introdujo el dedo aún más allá por detrás del gatillo.

Luego hizo fuerza con las piernas, presionó su hombro contra el cuerpo del hombre y se forzó a ponerse otra vez de pie. Soltó el arma, que había agarrado con su mano derecha, y se protegió con el codo de los puñetazos. Nikoliç le golpeó entonces en la axila y en las costillas. Por un segundo volvieron a encontrarse cara a cara.

Acto seguido, Mikael notó que alguien le quitaba de encima al hombre. Sintió un último y desolador dolor en el dedo y vio el enorme cuerpo de Curt Svensson. Agarrándolo con firmeza por el cuello, Svensson levantó literalmente a Miro Nikoliç y le golpeó la cabeza contra la pared que había junto al marco de la puerta. Miro Nikoliç se desplomó sobre el suelo como un fardo.

– ¡Túmbate! -le oyó gritar a Sonja Modig-. ¡Policía! ¡Estáte quieto!

Volvió la cabeza y la vio con las piernas abiertas y sosteniendo el arma con las dos manos mientras intentaba adquirir una visión general de la caótica situación. Al final, apuntó al techo con el arma y dirigió la mirada a Mikael Blomkvist.

– ¿Estás herido? -preguntó.

Mikael se la quedó mirando aturdido. Sangraba por las cejas y la nariz.

– Creo que me he roto el dedo -dijo antes de sentarse en el suelo.


Monica Figuerola recibió la ayuda de la policía de Södermalm menos de un minuto después de haber forzado a Tomi Nikoliç a tumbarse en la acera. Se identificó, dejó que los uniformados agentes se ocuparan del prisionero y a continuación entró corriendo en el restaurante. Se detuvo en la entrada e intentó hacerse una idea general de la situación.

Mikael Blomkvist y Erika Berger se hallaban sentados en el suelo. Él tenía la cara llena de sangre y parecía encontrarse en estado de shock. Monica respiró aliviada: estaba vivo. Luego, al ver cómo Erika Berger pasaba un brazo alrededor del hombro de Mikael, frunció el ceño.

Sonja Modig se hallaba agachada y examinó la mano de Blomkvist. Curt Svensson estaba esposando a Miro Nikoliç, que tenía el aspecto de haber sido atropellado por un tren expreso. Vio una ametralladora tirada en el suelo del mismo modelo que utilizaba el ejército sueco.

Alzó la mirada y vio al personal del restaurante también en estado de shock y a los clientes aterrorizados, así como vajilla rota, sillas y mesas volcadas y otros destrozos causados por el tiroteo. Percibió el olor de la pólvora. Pero no vio ningún muerto o herido. Los agentes del furgón de la policía de Södermalm empezaron a entrar en el restaurante con las armas apuntando al techo. Alargó la mano y tocó el hombro de Curt Svensson. Él se levantó.

– ¿Dijiste que Miro Nikoliç estaba en busca y captura?

– Correcto. Por un delito de lesiones graves hace más o menos un año. Una pelea en Hallunda.

– De acuerdo. Haremos lo siguiente: yo me largo de aquí echando leches con Blomkvist y Berger. Tú te quedas. La versión oficial de lo ocurrido será que tú y Sonja Modig vinisteis aquí para cenar juntos y tú reconociste a Nikoliç de tu época en la unidad de bandas callejeras. Cuando intentaste detenerlo, él sacó el arma y se puso a disparar. Tú lo desarmaste y lo redujiste.

Curt Svensson puso cara de asombro.

– No se lo van a creer… Hay testigos.

– Los testigos hablarán de alguien que se peleaba y de alguien que disparaba. Sólo hace falta mantener esta versión hasta que salgan los periódicos mañana. La historia es que los hermanos Nikoliç fueron detenidos por pura casualidad porque tú los reconociste.

Curt Svensson barrió con la mirada todo aquel caos. Luego asintió brevemente.


Ya en la calle, Monica Figuerola se abrió camino entre los policías y metió a Mikael Blomkvist y Erika Berger en la parte trasera de su coche. Se dirigió al oficial que estaba al mando de los agentes, habló con él en voz baja durante unos treinta segundos e hizo un movimiento de cabeza señalando su vehículo. El oficial dio la sensación de hallarse desconcertado, pero al final hizo un gesto afirmativo. Cogió el coche, se fue hasta Zinkensdamm, aparcó y volvió la cabeza.

– ¿Estás muy mal?

– Me ha dado unos cuantos puñetazos. Pero los dientes siguen intactos. Me he hecho daño en el dedo meñique.

– Vamos a urgencias, al Sankt Göran.

– ¿Qué ha pasado? -murmuró Erika Berger-. ¿Y tú quién eres?

– Perdón -dijo Mikael-. Erika, ésta es Monica Figuerola. Trabaja en la Säpo. Monica, ésta es Erika Berger.

– Me lo imaginaba -dijo Monica Figuerola con una voz neutra. Ni siquiera la miró.

– Monica y yo nos hemos conocido a raíz de la investigación. Es mi contacto en la Säpo.

– Entiendo -dijo Erika Berger antes de entrar en un repentino estado de shock y ponerse a temblar.

Monica Figuerola miró fijamente a Erika Berger.

– ¿Qué es lo que ha pasado? -preguntó Mikael.

– Hemos malinterpretado lo que pretendían con la cocaína -dijo Monica Figuerola-. Creímos que querían tenderte una trampa para desprestigiarte. En realidad pensaban matarte y dejar que la policía encontrara la cocaína cuando registraran tu casa.

– ¿Qué cocaína? -preguntó Erika Berger.

Mikael cerró los ojos un momento.

– Llévame al Sankt Göran -dijo.


– ¿Detenidos? -exclamó Fredrik Clinton. Sintió una pequeña presión, leve como una mariposa, en la zona cardíaca.

– Creemos que no pasará nada -dijo Georg Nyström-. Parece haber sido pura casualidad.

– ¿Casualidad?

– Miro Nikoliç estaba en busca y captura por una vieja historia de una agresión. Un madero de la violencia callejera lo ha reconocido por casualidad y lo ha detenido al entrar en Samirs gryta. Nikoliç ha sido presa del pánico y ha intentado liberarse a tiros.

– ¿Blomkvist?

– No está involucrado. Ni siquiera sabemos si se encontraba en el restaurante cuando se realizó la detención.

– No me lo puedo creer, joder -dijo Fredrik Clinton-. ¿Qué saben los hermanos Nikoliç?

– ¿De nosotros? Nada. Creen que tanto el encargo de Björck como el de Blomkvist eran trabajos relacionados con el trafficking.

– Pero saben que Blomkvist era el objetivo.

– Cierto. Pero veo difícil que se pongan a decir que estaban allí para cometer un asesinato por encargo. Creo que se quedarán callados hasta el juicio. Los condenarán por tenencia ilícita de armas y supongo que también por agredir a un funcionario.

– ¡Menudo par de payasos! -dijo Clinton.

– Sí, han metido la pata. De momento tendremos que dejar a Blomkvist en paz, aunque en realidad no ha pasado nada.


Eran las once de la noche cuando Susanne Linder y dos fornidos tipos del Departamento de protección personal de Milton Security fueron a buscar a Mikael Blomkvist y Erika Berger a Kungsholmen.

– ¡Hay que ver lo que te mueves! -le dijo Susanne Linder a Erika Berger.

– Sorry -contestó Erika, cariacontecida.

En el coche, de camino al hospital de Sankt Göran, Erika había sufrido un serio shock. De repente reparó en que tanto ella como Mikael Blomkvist podrían haber muerto.

Mikael pasó una hora en urgencias. Le hicieron radiografías, le dejaron la cara hecha un emplasto y el dedo corazón de la mano izquierda hecho un paquete de vendas. Sufría graves lesiones en la articulación y lo más probable era que perdiera la uña. Irónicamente, el daño más grave se lo hizo cuando Curt Svensson acudió en su ayuda y le quitó de encima a Miro Nikoliç. Como Mikael tenía el dedo corazón pillado con el gatillo del arma se lo rompió en el acto. Fue un dolor infernal, pero su vida no corría precisamente peligro.

A Mikael, el shock le sobrevino casi dos horas más tarde, una vez llegado al Departamento de protección constitucional de la DGP /Seg y cuando estaba informando de los acontecimientos al inspector Bublanski y a la fiscal Ragnhild Gustavsson. De pronto, le entraron tiritonas y se sintió tan cansado que estuvo a punto de dormirse entre pregunta y pregunta. Luego surgió una cierta discusión.

– No sabemos lo que están tramando -dijo Monica Figuerola-. No sabemos si Blomkvist era la única víctima prevista o si también iba a morir Erika Berger. No sabemos si volverán a intentarlo o si hay alguna otra persona de Millennium en el punto de mira… Y, ya puestos, ¿por qué no matar también a Salander, que es quien constituye la verdadera amenaza para la Sección?

– Mientras atendían a Mikael en el hospital he llamado a los colaboradores de Millennium y los he puesto al corriente de la situación -dijo Erika Berger-. Todos van a estarse quietecitos hasta que salga la revista. No habrá nadie en la redacción, permanecerá vacía.

La primera reacción de Torsten Edklinth fue ponerles enseguida un guardaespaldas a Mikael y Erika. Pero luego se dio cuenta -y Monica Figuerola también- de que contactar con el Departamento de protección personal de la policía de seguridad llamaría la atención y de que tal vez no fuera la jugada más inteligente.

Erika Berger resolvió el problema renunciando a ser escoltada por la policía. Levantó el auricular, llamó a Dragan Armanskij y le explicó la situación. Algo que dio lugar a que Susanne Linder fuese llamada en el acto, ya bien entrada la noche, para trabajar.


Mikael Blomkvist y Erika Berger fueron alojados en la planta alta de una safe house situada más allá de Drottningholm, de camino al centro de Ekerö. Se trataba de un chalet grande de los años treinta con vistas al lago Mälaren, un jardín impresionante y diversas construcciones y terrenos anexos. El inmueble era propiedad de Milton Security, pero estaba ocupado por una tal Martina Sjögren, de sesenta y ocho años de edad y viuda del colaborador Hans Sjögren, quien falleció quince años antes en acto de servicio al pisar el suelo podrido de una casa abandonada de las afueras de Sala. Después del entierro, Dragan Armanskij habló con Martina Sjögren y la contrató como ama de llaves y administradora general del inmueble. Ella vivía gratis en un anexo de la planta baja y mantenía la planta superior preparada para las ocasiones -pocas al año- en las que Milton Security, con muy poco tiempo de antelación, avisaba de que necesitaba ocultar allí a alguna persona que, por razones reales o imaginadas, temía por su seguridad.

Monica Figuerola los acompañó. Se dejó caer en una silla de la cocina y aceptó el café que Martina Sjögren le sirvió mientras Erika Berger y Mikael Blomkvist se instalaban en la planta de arriba y Susanne Linder comprobaba las alarmas y el equipo electrónico de vigilancia de la casa.

– Hay cepillos de dientes y otros útiles de aseo en la cómoda que está fuera del cuarto de baño -gritó Martina Sjögren por la escalera.

Susanne Linder y los dos guardaespaldas de Milton Security se instalaron en las habitaciones de la planta baja.

– No he parado desde que me despertaron a las cuatro de esta mañana -comentó Susanne Linder-. Repartíos los turnos de guardia como queráis, pero, por favor, dejadme dormir por lo menos hasta las cinco de la mañana.

– Puedes dormir toda la noche; nosotros nos encargamos de esto -respondió uno de los guardaespaldas.

– Gracias -dijo Susanne Linder para, acto seguido, irse a la cama.

Monica Figuerola escuchaba distraídamente mientras los dos guardaespaldas conectaban las alarmas de detección de movimientos en el jardín y echaban a suertes a quién le tocaría el primer turno. El que perdió se preparó un sándwich y se sentó en una habitación con televisión que se hallaba junto a la cocina. Monica Figuerola estudió las floreadas tazas de café. Ella tampoco había parado desde primera hora de la mañana y se sentía bastante hecha polvo. Pensó en volver a casa cuando Erika Berger bajó y se sirvió una taza de café. Se sentó al otro lado de la mesa.

– Mikael se ha quedado frito en cuanto se ha metido en la cama.

– El bajón de la adrenalina… -dijo Monica Figuerola.

– ¿Y ahora qué pasará?

– Os tendréis que ocultar durante un par de días. Dentro de una semana todo esto habrá pasado, acabe como acabe. ¿Cómo te encuentras?

– Bueno. Sigo estando un poco tocada. Este tipo de cosas no me pasa todos los días. Acabo de llamar a mi marido para explicarle por qué no iré a casa esta noche.

– Mmm.

– Estoy casada con…

– Sé con quién estás casada.

Silencio. Monica Figuerola se frotó los ojos y bostezó.

– Tengo que ir a casa a dormir -dijo ella.

– ¡Por Dios! Déjate de tonterías y acuéstate con Mikael -dijo Erika.

Monica Figuerola la contempló.

– ¿Tan obvio es? -preguntó.

Erika asintió con la cabeza.

– ¿Te ha dicho algo Mikael?…

– Ni una palabra. Suele ser bastante discreto. Pero a veces es como un libro abierto. Y tú me miras con una más que evidente hostilidad… Es obvio que intentáis ocultar algo.

– Es por mi jefe -dijo Monica Figuerola.

– ¿Tu jefe?

– Sí. Edklinth se pondría furioso si supiera que Mikael y yo nos hemos…

– Entiendo.

Silencio.

– No sé lo que hay entre tú y Mikael, pero no soy tu rival -dijo Erika.

– ¿No?

– Mikael y yo nos acostamos de vez en cuando. Pero no estoy casada con él.

– Tengo entendido que vuestra relación es especial. Me habló de vosotros cuando estuvimos en Sandhamn.

– ¿Has estado en Sandhamn con él? Entonces es serio.

– No me tomes el pelo.

– Monica: espero que tú y Mikael… Intentaré mantenerme al margen.

– ¿Y si no puedes?

Erika Berger se encogió de hombros.

– Su ex esposa flipó cuando Mikael le fue infiel conmigo. Lo echó a patadas. Fue culpa mía. Mientras Mikael esté soltero y sin compromiso no pienso tener ningún remordimiento de conciencia. Pero me he prometido que si él inicia una relación seria con alguien, yo no me pondré en medio.

– No sé si atreverme a apostar por él.

– Mikael es especial. ¿Estás enamorada de él?

– Creo que sí.

– Pues ya está. Dale una oportunidad. Ahora vete a la cama.

Monica meditó el tema durante un rato. Luego subió a la planta de arriba, se desnudó y se metió bajo las sábanas con Mikael. Él murmuró algo y le puso un brazo alrededor de la cintura.

Erika Berger permaneció sola en la cocina reflexionando un largo rato. De pronto, se sintió profundamente desgraciada.

Capítulo 25 Miércoles, 13 de julio – Jueves, 14 de julio

Mikael Blomkvist siempre se había preguntado por qué los altavoces de los tribunales tenían un volumen tan bajo y eran tan discretos. Le costó oír las palabras que avisaban de que el juicio del caso contra Lisbeth Salander comenzaría a las 10.00 en la sala 5. No obstante, consiguió llegar a tiempo y colocarse junto a la entrada. Fue uno de los primeros a los que dejaron pasar. Se sentó en el lugar destinado al público, en el lado izquierdo de la sala, desde donde mejor se veía la mesa de la defensa. Los otros sitios se fueron llenando con rapidez; el interés de los medios de comunicación había ido aumentando gradualmente al acercarse el juicio y, en la última semana, el fiscal Richard Ekström había sido entrevistado a diario.

Ekström había hecho sus deberes.

A Lisbeth Salander se le imputaban los delitos de lesiones y lesiones graves en el caso Carl-Magnus Lundin; de amenazas ilícitas, intento de homicidio y lesiones graves en el caso del fallecido Karl-Axel Bodin, alias Alexander Zalachenko; dos cargos de robo: por una parte, en la casa de campo que el difunto letrado Nils Bjurman poseía en Stallarholmen, y por otra, en el piso que tenía en Odenplan; utilización ilícita de vehículos de motor ajenos -una Harley-Davidsson propiedad de un tal Sonny Nieminen, miembro de Svavelsjö MC-; tres delitos de tenencia ilícita de armas: un bote de gas lacrimógeno, una pistola eléctrica y la P-83 Wanad polaca que se halló en Gosseberga; un delito de robo u ocultación de pruebas -la descripción de éste se había efectuado en términos poco precisos, pero se referían a la documentación que encontró en la casa de campo de Bjurman-; así como una serie de delitos menores. En total, a Lisbeth Salander se le imputaban dieciséis cargos.

Ekström también había filtrado una serie de datos que insinuaban que el estado mental de Lisbeth Salander dejaba bastante que desear. Por una parte, se apoyaba en el examen psiquiátrico forense realizado por el doctor Jesper H. Löderman el día en que Lisbeth cumplió dieciocho años, y, por otra, en un informe que había sido redactado por el doctor Peter Teleborian, tal y como decidió el tribunal en una reunión anterior. Como esa chica enferma, fiel a su costumbre, se negaba categóricamente a hablar con los psiquiatras, el análisis se efectuó basándose en «observaciones» que ya comenzaron a hacerse un mes antes del juicio, desde el mismo momento en que ingresó en Kronoberg, Estocolmo, en régimen de prisión preventiva. Teleborian, cuya experiencia en tratar a la paciente se retrotraía a muchos años, determinó que Lisbeth Salander sufría un grave trastorno psíquico, y para definir su naturaleza exacta empleaba términos como psicopatía, narcisismo patológico y esquizofrenia paranoide.

Los medios de comunicación también informaron de que se le habían realizado siete interrogatorios policiales. En todos ellos, la acusada ni siquiera se dignó decir buenos días. Los primeros fueron realizados en Gotemburgo mientras que el resto tuvo lugar en la jefatura de policía de Estocolmo. Las grabaciones de los interrogatorios daban fe de los amables intentos de persuasión de los agentes, de promesas y amenazas encubiertas y de numerosas e insistentes preguntas. Ni una sola respuesta.

Ni siquiera un carraspeo.

En algunas ocasiones se oía la voz de Annika Giannini en las cintas cuando ella hacía constar que, como era obvio, su clienta no tenía intención de contestar a ninguna cuestión. La acusación contra Lisbeth Salander se basaba exclusivamente, por lo tanto, en las pruebas forenses y en aquellos hechos que la investigación policial había podido determinar.

En algunos momentos, el silencio de Lisbeth puso a su abogada en una situación incómoda, ya que la obligaba a permanecer casi tan callada como su clienta. Lo que Annika Gianninni y Lisbeth Salander trataron en privado era confidencial.

Ekström tampoco ocultaba que lo que él ambicionaba era, en primer lugar, exigir asistencia psiquiátrica forzosa para Lisbeth Salander y, en segundo lugar, una considerable sentencia penitenciaria. El procedimiento normal era el inverso, pero Ekström consideró que en el caso de Salander existían unos trastornos psíquicos tan manifiestos y un informe psiquiátrico forense tan claro que no le quedaba otra alternativa. Era extremadamente raro que un tribunal se pronunciara en contra de un informe psiquiátrico forense.

Consideró asimismo que la declaración de incapacidad de Salander no debería ser anulada. En una entrevista explicó, con cara de preocupación, que en Suecia había un gran número de personas sociópatas con unos trastornos psíquicos tan graves que constituían un peligro no sólo para sí mismos sino también para el resto de la población, y que a la ciencia no le quedaba más alternativa que mantenerlas encerradas. Mencionó el caso de Anette, una chica violenta que protagonizó todo un culebrón mediático en la década de los setenta y que, treinta años después, todavía seguía ingresada en una institución psiquiátrica. Cualquier intento de aligerar las restricciones tenía como resultado que Anette, fuera de sí y de la manera más violenta posible, la emprendiera contra familiares y empleados o intentara hacerse daño a sí misma. Ekström consideraba que Salander sufría una forma de trastorno psicopático parecido.

El interés de los medios de comunicación había aumentado también por la sencilla razón de que la abogada de Salander, Annika Giannini, no se había pronunciado. En todas las ocasiones en las que se le brindó la oportunidad de presentar las opiniones de la defensa se negó a ser entrevistada. Los medios de comunicación se hallaban, consecuentemente, en una complicada situación en la que la parte de la acusación los colmaba de información mientras que la parte de la defensa no había ofrecido, ni una sola vez, la menor insinuación sobre lo que Salander pensaba de los cargos que se le imputaban ni sobre la estrategia que la defensa iba a utilizar.

Estas circunstancias fueron comentadas por el experto jurídico que uno de los periódicos vespertinos contrató para cubrir el asunto. En una de sus crónicas, el experto constató que aunque Annika Giannini era una respetada abogada defensora de los derechos de la mujer, carecía por completo de experiencia en casos penales fuera de ese ámbito, lo cual le llevó a extraer la conclusión de que resultaba inapropiada para defender a Lisbeth Salander. Mikael Blomkvist también supo a través de su hermana que numerosos abogados famosos se habían puesto en contacto con ella para ofrecerle sus servicios. Annika Giannini, por encargo de su clienta, había declinado amablemente todas esas ofertas.


Mientras esperaba que se iniciara el juicio, Mikael miró por el rabillo del ojo al resto del público asistente. En el sitio más cercano a la salida descubrió a Dragan Armanskij.

Sus miradas se cruzaron un instante.

Ekström tenía un considerable montón de papeles sobre su mesa. Con un movimiento de cabeza, saludó a unos periodistas en señal de reconocimiento.

Annika Giannini se hallaba sentada en su mesa, justo enfrente de Ekström. Estaba organizando sus papeles y no miró a nadie. Mikael tuvo la sensación de que su hermana estaba algo nerviosa. El típico miedo escénico, pensó.

Luego entraron en la sala el presidente del tribunal, el asesor y los vocales. El presidente era el juez Jörgen Iversen, un hombre canoso de cincuenta y siete años de edad, de rostro demacrado y paso firme. Mikael había preparado un texto sobre su trayectoria profesional y constató que se trataba de un juez muy correcto y experimentado que había presidido numerosos y célebres juicios.

Por último, Lisbeth Salander fue conducida a la sala.

A pesar de que Mikael estaba acostumbrado a la capacidad que tenía Lisbeth Salander para vestirse de forma escandalosa, le dejó perplejo el hecho de que Annika Giannini le hubiera permitido aparecer enfundada en una negra minifalda de cuero rota por las costuras y una camiseta de tirantes con el texto I am irritated que no ocultaba casi nada de sus tatuajes. Llevaba unas botas, un cinturón de remaches y unos calcetines altos, hasta la rodilla, a rayas negras y lilas. Tenía una buena decena de piercings en las orejas y unos cuantos aritos en los labios y las cejas. Lucía una especie de hirsuto y enmarañado rastrojo de pelo negro de tres meses que no se cortaba desde la operación. Además, iba más maquillada de lo habitual: un lápiz de labios gris, las cejas pintadas y un rímel negro azabache mucho más abundante que lo que Mikael le había visto jamás. En la época en la que estuvieron juntos, ella siempre mostró un interés más bien escaso por el maquillaje.

Ofrecía un aspecto ligeramente vulgar, por expresarlo de manera diplomática. Digamos que gótico. Parecía una vampiresa sacada de alguna artística película del pop-art de los años sesenta. Mikael advirtió que en cuanto ella hizo acto de presencia, algunos de los reporteros que se encontraban entre el público contuvieron el aliento asombrados mientras sonreían entretenidos. Cuando por fin pudieron ver a esa chica de tan mala reputación y sobre la que habían corrido tantos ríos de tinta, todas sus expectativas quedaron de sobra cubiertas.

Luego se dio cuenta de que, en realidad, Lisbeth Salander se había disfrazado. Por regla general, solía vestirse de modo descuidado y, al parecer, sin gusto. Mikael siempre había dado por descontado que no lo hacía por seguir ninguna moda, sino para afirmar su identidad. Lisbeth Salander marcaba su propio territorio como si fuera un dominio hostil. Mikael siempre había considerado las tachuelas de su chupa de cuero iguales al mecanismo de defensa de las púas del erizo. Una señal de advertencia para con su entorno: «No intentes acariciarme. Te dolerá.»

Sin embargo, al entrar en la sala del tribunal llevaba una vestimenta tan exagerada que a Mikael le resultó más bien algo paródica.

Entonces fue consciente de que no era una casualidad, sino parte de la estrategia de Annika.

Si Lisbeth Salander hubiese llegado con el pelo engominado, una blusa de lazos y unos impecables zapatos, habría dado la impresión de ser una estafadora que intentaba venderle una historia al tribunal. Simple cuestión de credibilidad. Ahora se presentaba ante ellos tal cual era. Aunque de manera algo exagerada, la verdad; para que no se le escapara a nadie. No fingía ser algo que no era. El mensaje que enviaba a los miembros del tribunal estaba bien claro: no tenía por qué avergonzarse ni hacerles la pelota; le traía sin cuidado que tuvieran algún problema con su aspecto. La sociedad la había acusado de ciertas cosas y el fiscal la había arrastrado hasta allí. Con su simple presencia ya había dejado claro que tenía la intención de rechazar los argumentos del fiscal por considerarlos meras tonterías.

Caminó segura de sí misma y se sentó en el lugar que le correspondía, junto a su abogada. Barrió al público con la mirada; no había en ella ni el menor atisbo de curiosidad. Dio más bien una impresión desafiante, como si estuviera tomando buena nota mental de las personas que ya la habían condenado en las páginas de los periódicos.

Era la primera vez que Mikael la veía desde que ella yaciera como una sangrante muñeca de trapo sobre el banco de la cocina de Gosseberga. Sin embargo, había pasado más de un año y medio desde la última vez que la vio en circunstancias normales. Si es que la expresión «circunstancias normales» resultaba adecuada tratándose de Lisbeth Salander… Se cruzaron las miradas unos segundos. Ella le sostuvo la suya un breve instante sin darle ni la más mínima muestra de que lo conocía. Examinó, en cambio, los intensos moratones que Mikael tenía en la mejilla y la sien, y la tirita que le atravesaba la ceja derecha. Por espacio de un segundo, Mikael creyó intuir el asomo de una sonrisa en los ojos de Lisbeth. Pero no estaba seguro de si se lo había imaginado. Luego el juez Iversen golpeó la mesa con la maza y comenzó el juicio.


El público estuvo presente en la sala un total de treinta minutos. Pudo escuchar la exposición inicial de los hechos del fiscal Ekström, en la que presentó los cargos de la acusación.

Aunque ya los conocían, todos los reporteros, a excepción de Mikael Blomkvist, los apuntaron, aplicados. Mikael ya tenía escrito su reportaje y sólo había ido al juicio para hacerse notar y cruzar su mirada con la de Lisbeth.

La exposición inicial de Ekström duró poco más de veintidós minutos. Luego le tocó el turno a Annika Giannini. Su réplica duró treinta segundos. Su voz fue firme.

– Esta defensa rechaza todos los cargos a excepción de uno: mi clienta se declara culpable de la tenencia ilícita de armas que supone el bote de gas lacrimógeno. En la totalidad de los demás cargos de los que se la acusa, mi clienta niega cualquier responsabilidad o intención criminal. Vamos a demostrar que las afirmaciones del fiscal son falsas y que mi clienta ha sido objeto de graves abusos judiciales. Exijo que se la declare inocente, que se anule su declaración de incapacidad y que sea puesta en libertad.

Un crujir de papel de cuaderno se oyó entre los reporteros. Por fin se había revelado la estrategia de la abogada Giannini, aunque no era la que ellos esperaban. La conjetura más extendida había sido la de que Annika Giannini utilizaría la enfermedad mental de su clienta para explotarla a su favor. De repente, Mikael sonrió.

– Bien -dijo el juez Iversen antes de tomar nota.

Miró a Annika Giannini.

– ¿Ha terminado?

– Esa es mi petición.

– ¿Quiere el fiscal añadir algo? -preguntó Iversen.

Fue en ese momento cuando el fiscal Ekström pidió que la vista se realizara a puerta cerrada. Alegó que se trataba de proteger el estado psíquico y el bienestar de una persona vulnerable, así como algunos detalles que podían ir en detrimento de la seguridad del Estado.

– Supongo que se refiere usted al llamado caso Zalachenko -dijo Iversen.

– Correcto. Alexander Zalachenko llegó a Suecia buscando protección como refugiado político tras haber huido de una terrible dictadura. Aunque el señor Zalachenko ya haya fallecido, algunos de los aspectos que conciernen al trato que se le dio, a sus relaciones personales y a cuestiones similares siguen estando clasificados. Por esa razón solicito que la vista oral se realice a puerta cerrada y que se considere el secreto profesional para aquellos puntos del juicio que presentan un carácter particularmente delicado.

– Entiendo -dijo Iversen, arrugando la frente.

– Además, una gran parte del juicio tratará sobre la tutela de la acusada. Afecta a temas que, en circunstancias normales, son clasificados casi de forma automática. Como muestra de deferencia con la acusada me gustaría celebrar el juicio a puerta cerrada.

– ¿Qué postura adopta la abogada Giannini respecto a la petición del fiscal?

– Por nuestra parte no hay ningún inconveniente.

El juez Iversen reflexionó un breve instante. Consultó a su asesor y luego comunicó, para gran irritación de los reporteros presentes, que aceptaba la petición del fiscal. En consecuencia, Mikael Blomkvist abandonó la sala del juicio.


Dragan Armanskij esperó a Mikael Blomkvist al pie de las escaleras del juzgado. El calor de julio era abrasador y Mikael vio que el sudor de sus axilas le empezaba a manchar la camisa. Nada más salir, sus dos guardaespaldas se unieron a él. Saludaron a Dragan Armanskij con un movimiento de cabeza y se pusieron a escudriñar los alrededores.

– Me resulta raro andar con dos guardaespaldas -dijo Mikael-. ¿Cuánto me va a costar todo esto?

– Invita la empresa -dijo Armanskij-. Tengo un interés personal en mantenerte con vida. Pero la verdad es que nos hemos gastado unas doscientas cincuenta mil coronas pro bono durante los últimos meses.

Mikael asintió.

– ¿Un café? -preguntó, señalando el café italiano de Bergsgatan.

Armanskij asintió. Mikael pidió un caffe latte y Armanskij eligió un espresso doble con una cucharadita de leche. Se sentaron en la terraza, a la sombra. Los guardaespaldas se situaron en una mesa contigua. Tomaron Coca-Cola.

– A puerta cerrada -constató Armanskij.

– Era de esperar. Pero nos favorece porque así podremos controlar mejor el flujo informativo.

– Bueno, da igual, pero el fiscal Richard Ekström me empieza a caer cada vez peor.

Mikael estaba de acuerdo. Se tomaron los cafés mirando hacia el juzgado donde se iba a decidir el futuro de Lisbeth Salander.

– Custer's last stand -dijo Mikael.

– Va bien preparada -lo consoló Armanskij-. Y debo admitir que tu hermana me ha impresionado. Cuando empezó a planear la estrategia creí que lo decía en broma, pero cuanto más lo pienso más inteligente me parece.

– Este juicio no se va a decidir ahí dentro -dijo Mikael.

Llevaba meses repitiendo esas palabras como si fuera un mantra.

– Te van a llamar como testigo -dijo Armanskij.

– Ya lo sé. Estoy preparado. Pero eso no sucederá hasta pasado mañana; o eso es al menos lo que esperamos.


El fiscal Richard Ekström había dejado olvidadas sus gafas bifocales en casa y tuvo que subirse a la frente las que tenía y entornar los ojos para poder leer algo de las notas que había tomado con letra más pequeña. Antes de volver a ponerse las lentes y recorrer la sala con la mirada, se pasó la mano rápidamente por su rubia barba.

Lisbeth Salander se hallaba sentada con la espalda recta y contemplándolo con una impenetrable mirada. Su cara y sus ojos permanecían inmóviles. No parecía estar del todo presente. Había llegado la hora de su interrogatorio.

– Quiero recordarle, señorita Salander, que habla usted bajo juramento -empezó, por fin, a decir Ekström.

Lisbeth Salander no se inmutó. El fiscal Ekström pareció esperar algún tipo de respuesta y aguardó unos cuantos segundos. Arqueó las cejas.

– Bueno… Como ya he dicho, habla usted bajo juramento -repitió.

Lisbeth Salander ladeó ligeramente la cabeza. Annika Giannini estaba ocupada leyendo algo en las actas del sumario y no daba la impresión de tener ningún interés en lo que hacía el fiscal Ekström. Este recogió sus papeles. Tras un instante de incómodo silencio se aclaró la voz.

– Bueno -dijo Ekström con un tono de voz razonable-. Vayamos directamente a los acontecimientos de la casa de campo del difunto letrado Bjurman, en las afueras de Stallarholmen, ocurridos el seis de abril de este mismo año y que constituyen el punto de partida de la exposición que realicé esta mañana. Intentemos aclarar las razones que la llevaron a ir a Stallarholmen y pegarle un tiro a Carl-Magnus Lundin.

Ekström intimidó a Lisbeth Salander con la mirada. Ella siguió sin inmutarse. De repente, el fiscal pareció resignarse. Hizo un gesto con las manos y pasó a contemplar al presidente del tribunal: al juez Jörgen Iversen se lo veía pensativo. Acto seguido, miró de reojo a Annika Giannini, que seguía inmersa en la lectura de sus papeles, ajena por completo a su entorno.

El juez Iversen carraspeó. Luego se dirigió a Lisbeth Salander:

– ¿Debemos entender su silencio como que no quiere contestar a las preguntas? -preguntó.

Lisbeth Salander giró la cabeza y se enfrentó con la mirada del juez Iversen.

– Contestaré con mucho gusto a las preguntas -le respondió.

El juez Iversen asintió.

– Entonces, ¿por qué no contesta a mi pregunta? -terció el fiscal Ekström.

Lisbeth Salander volvió a mirar a Ekström. Permaneció callada.

– ¿Hace usted el favor de contestar a la pregunta? -intervino el juez Iversen.

Lisbeth giró nuevamente la cabeza hacia el presidente de la sala y arqueó las cejas. Su voz sonó fuerte y clara.

– ¿Qué pregunta? Hasta ahora -señaló con un movimiento de cabeza a Ekström- no ha hecho más que una serie de afirmaciones no confirmadas. Yo no he oído ninguna pregunta.

Annika Giannini alzó la vista. Puso un codo en la mesa y apoyó la cara en la mano mostrando un repentino interés con la mirada.

El fiscal Ekström perdió el hilo durante unos cuantos segundos.

– ¿Puede hacer el favor de repetir la pregunta? -propuso el juez Iversen.

– Yo le he preguntado si… ¿Fue usted a la casa de campo que el abogado Bjurman tenía en Stallarholmen con el objetivo de disparar a Carl-Magnus Lundin?

– No, has dicho que querías aclarar las razones que me llevaron a ir a Stallarholmen y pegarle un tiro a Carl-Magnus Lundin. Eso no es una pregunta. Es una afirmación general en la que te adelantas a mi respuesta. Yo no soy responsable de las afirmaciones que tú quieras hacer.

– No sea tan impertinente. Conteste a la pregunta.

– No.

Silencio.

– ¿No?

– Es la respuesta a la pregunta.

El fiscal Richard Ekström suspiró. Iba a ser un día largo. Lisbeth Salander lo observaba expectante.

– Tal vez sea mejor que empecemos por el principio -dijo-. ¿Estuvo usted en la casa de campo que el difunto letrado Bjurman tenía en Stallarholmen la tarde del seis de abril?

– Sí.

– ¿Cómo se desplazó hasta allí?

– Fui en un tren de cercanías hasta Södertälje y luego cogí el autobús que va a Strängnäs.

– ¿Por qué razón fue a Stallarholmen? ¿Había quedado con Carl-Magnus Lundin y su amigo Sonny Nieminen?

– No.

– ¿Y a qué se debía la presencia de esos dos hombres allí?

– Eso se lo tendrás que preguntar a ellos.

– Ahora se lo pregunto a usted.

Lisbeth Salander no contestó. El juez Iversen carraspeó.

– Supongo que la señorita Salander no contesta porque, desde un punto de vista semántico, ha vuelto a realizar usted una afirmación -terció el juez Iversen con amabilidad.

De repente, Annika Giannini soltó una risita lo bastante alta como para que se oyera. Enseguida guardó silencio y volvió a concentrarse en sus papeles. Ekström la miró irritado.

– ¿Por qué cree que Lundin y Nieminen aparecieron por la casa de campo de Bjurman?

– No lo sé. Supongo que fueron allí para provocar un incendio. En el maletín de su Harley-Davidsson, Lundin llevaba un litro de gasolina metido en una botella.

Ekström arrugó el morro.

– ¿Por qué fue usted a la casa de campo del abogado Bjurman?

– Estaba buscando información.

– ¿Qué tipo de información?

– La que sospecho que Lundin y Nieminen fueron a destruir porque podía contribuir a aclarar quién asesinó a ese cabrón.

– ¿Considera usted que el letrado Bjurman era un cabrón? ¿Lo he entendido bien?

– Sí.

– ¿Y por qué tiene esa opinión?

– Era un sádico cerdo, un hijo de puta y un violador, así que era un cabrón.

Lisbeth citó tal cual las palabras que le tatuó al difunto letrado Bjurman en el estómago, confesando de este modo, aunque indirectamente, que era ella la autora del texto. Eso, sin embargo, no formaba parte de la acusación contra Lisbeth Salander. Bjurman nunca puso ninguna denuncia por lesiones y, además, no se podía probar si se lo había dejado tatuar voluntariamente o si se lo habían realizado a la fuerza.

– En otras palabras, afirma que su administrador abusó de usted sexualmente. ¿Puede contarnos cuándo tuvieron lugar esos supuestos abusos?

– La primera vez el martes 18 de febrero de 2003, y la segunda el viernes 7 de marzo de ese mismo año.

– Se ha negado a contestar a todas las preguntas que le han hecho los interrogadores que han intentado hablar con usted. ¿Por qué?

– No tenía nada que decirles.

– He leído la supuesta autobiografía que inesperadamente me entregó su abogada hace un par de días. Tengo que decir que es un documento extraño; ya volveremos sobre eso. Pero en ese texto afirma usted que el abogado Bjurman la forzó en una primera ocasión a realizarle sexo oral y que en la segunda se pasó una noche entera sometiéndola a repetidas violaciones y a una grave tortura.

Lisbeth no contestó.

– ¿Es eso correcto?

– Sí.

– ¿Denunció las violaciones a la policía?

– No.

– ¿Por qué no?

– Los policías nunca me han hecho caso cuando he intentado contarles algo. Así que no tenía ningún sentido denunciar nada.

– ¿Habló de esos abusos con algún conocido suyo? ¿Alguna amiga?

– No.

– ¿Por qué no?

– Porque no era asunto de nadie.

– Vale. ¿Contactó usted con algún abogado?

– No.

– ¿Se dirigió a algún médico para que le examinara las lesiones que, según usted, le ocasionó?

– No.

– Y tampoco se dirigió a ningún centro de acogida de mujeres.

– Acabas de hacer una afirmación.

– Perdón. ¿Se dirigió a algún centro de acogida?

– No.

Ekström se volvió hacia el presidente de la sala.

– Quiero llamar la atención del tribunal sobre el hecho de que la acusada ha afirmado que fue víctima de dos abusos sexuales, uno de los cuales debe ser considerado de extrema gravedad. Sostiene que la persona culpable de esas violaciones fue su administrador, el difunto letrado Nils Bjurman. Asimismo, habría que considerar los siguientes hechos…

Ekström hojeó sus papeles.

– La investigación realizada por la brigada de delitos violentos no ha revelado nada en el pasado del abogado Nils Bjurman que pueda reforzar la credibilidad de lo que cuenta Lisbeth Salander. Bjurman nunca ha sido juzgado por ningún delito. Nunca ha sido objeto de ninguna investigación. Nadie lo ha denunciado jamás. Antes de encargarse de la acusada, también fue el administrador o el tutor de otros numerosos jóvenes y ninguno de ellos ha manifestado que fueran sometidos a ningún tipo de abuso. Todo lo contrario: insisten en que Bjurman siempre se portó correcta y amablemente con ellos.

Ekström pasó la página.

– También es mi deber recordar que a Lisbeth Salander la han catalogado como esquizofrénica paranoica. Se trata de una mujer joven con tendencias violentas documentadas que, desde su más temprana adolescencia, ha tenido graves problemas para relacionarse con la sociedad. Ha pasado varios años en una institución psiquiátrica y se encuentra sometida a la tutela de un administrador desde que cumplió los dieciocho años. Por muy lamentable que pueda resultar, hay razones para ello. Lisbeth Salander constituye un peligro para sí misma y para su entorno. Estoy convencido de que lo que necesita no es una reclusión penitenciaria; lo que necesita es asistencia médica.

Hizo una pausa dramática.

– Hablar del estado mental de una persona joven es una tarea repugnante. Hay muchas cosas que vulneran su integridad, y su estado psíquico siempre es objeto de múltiples interpretaciones. No obstante, en el caso que nos ocupa no debemos olvidar la distorsionada visión que Lisbeth Salander tiene del mundo. Se manifiesta con toda claridad en esa pretendida autobiografía. En ninguna otra parte su falta de contacto con la realidad resulta tan patente como aquí; no es necesario recurrir a testigos ni interpretar lo que una u otra persona quiera afirmar. Contamos con sus propias palabras. Podemos juzgar por nosotros mismos la credibilidad de sus afirmaciones.

Depositó su mirada en Lisbeth Salander. Ella se la devolvió. Y a continuación sonrió. Cobró un aspecto malvado. Ekström frunció el ceño.

– ¿Quiere la señora Giannini añadir algo? -preguntó el juez Iversen.

– No -contestó Annika Giannini-. Tan sólo que las conclusiones del fiscal Ekström no son más que tonterías.


La sesión de la tarde se inició con el interrogatorio de la testigo Ulrika von Liebenstaahl, de la comisión de tutelaje, a quien Ekström había llamado para intentar averiguar si existía algún tipo de queja contra el abogado Bjurman. La señora Von Liebenstaahl lo negó en redondo: esas afirmaciones le parecieron insultantes.

– Llevamos un riguroso control de los asuntos de administración y tutelaje. Durante casi veinte años, el abogado Bjurman trabajó para la comisión de tutelaje antes de ser asesinado de tan vergonzosa manera.

A pesar de que Lisbeth Salander no estaba acusada de homicidio y de que ya había quedado claro que fue Ronald Niedermann el que asesinó a Bjurman, Ulrika von Liebenstaahl contempló a Lisbeth Salander con una mirada fulminante.

– Durante todos esos años no hemos recibido ni una sola queja contra el abogado Bjurman. Era una persona concienzuda que dio frecuentes muestras de un fuerte compromiso para con sus clientes.

– ¿Así que no cree usted verosímil que sometiera a Lisbeth Salander a una grave violencia sexual?

– Lo considero absurdo. Tenemos sus informes mensuales, y yo misma me reuní con él en varias ocasiones para tratar este caso.

– La abogada Annika Giannini ha exigido formalmente que la tutela administrativa de Lisbeth Salander se anule a efectos inmediatos.

– A nadie le alegra más que a nosotros anular una tutela administrativa. Sin embargo, tenemos una responsabilidad que nos obliga a atenernos a la normativa vigente. Desde la comisión hemos puesto la condición de que los expertos psiquiátricos, siguiendo el procedimiento normal, declaren curada a Lisbeth Salander antes de que se pueda plantear una posible modificación del estado de su tutela.

– Entiendo.

– Eso significa que debe someterse a un reconocimiento psiquiátrico. Algo que, como todos sabemos, se niega a hacer.

El interrogatorio de Ulrika von Liebenstaahl duró más de cuarenta minutos durante los cuales se estudiaron los informes mensuales de Bjurman.

Annika Giannini hizo una sola pregunta justo antes de que terminara el interrogatorio.

– ¿Se encontraba usted en el dormitorio del abogado Bjurman la noche del 7 al 8 de marzo de 2003?

– Claro que no.

– Así que, en otras palabras, no tiene ni la más mínima idea de si los datos que aporta mi clienta son verdaderos o no…

– La acusación contra el abogado Bjurman es absurda.

– Esa es su opinión. ¿Puede usted proporcionarle una coartada o documentar de alguna otra manera que no sometió a mi clienta a abusos sexuales?

– Eso es imposible, claro que no. Pero la probabilidad…

– Gracias. Eso es todo -concluyó Annika Giannini.


A eso de las siete de la tarde, Mikael Blomkvist se encontró con su hermana en Slussen, concretamente en las oficinas de Milton Security, para hacer un resumen de la jornada.

– Ha sido más o menos como me esperaba -dijo Annika-. Ekström se ha tragado la autobiografía de Salander.

– Bien. ¿Cómo se está comportando ella?

Annika se rió.

– Estupendamente; si hasta parece una psicópata auténtica. Actúa con total naturalidad.

– Mmm.

– Hoy se ha tratado más que nada el tema de Stallarholmen. Mañana será lo de Gosseberga, los interrogatorios con gente de la brigada forense y cosas similares. Ekström va a intentar demostrar que Salander fue allí para matar a su padre.

– De acuerdo.

– Pero puede que tengamos un problema técnico: por la tarde Ekström llamó a una tal Ulrika von Liebenstaahl, de la comisión de tutelaje. Y empezó a decir que yo no tenía derecho a defender a Lisbeth.

– ¿Por qué?

– Sostiene que Lisbeth está bajo tutela administrativa y que no tiene derecho a elegir un abogado por sí misma.

– ¿Cómo?

– Es decir, que técnicamente hablando yo no puedo ser su abogada si la comisión de tutelaje no lo aprueba.

– ¿Y?

– Para mañana por la mañana el juez Iversen deberá haber tomado una decisión al respecto. Cuando terminó la sesión de hoy intercambié con él unas breves palabras; creo que va a decir que puedo seguir representándola. Mi argumento ha sido que la comisión de tutelaje ha tenido tres meses para recurrir y que me parecía una impertinencia que protestara cuando el juicio ya se había iniciado.

– El viernes testificará Teleborian. Tienes que ser tú quien lo interrogue.


El jueves, tras haber estudiado una serie de mapas y fotografías y escuchado las largas conclusiones técnicas sobre lo acontecido en Gosseberga, el fiscal Ekström determinó que todas las pruebas indicaban que Lisbeth Salander había ido en busca de su padre con el propósito de matarlo. El eslabón más fuerte de la cadena de pruebas era que ella había llevado a Gosseberga un arma de fuego, una P-83 Wanad polaca.

El hecho de que Alexander Zalachenko (según la historia de Salander) o tal vez el asesino de policías Ronald Niedermann (según la declaración prestada por Zalachenko antes de ser asesinado en el hospital de Sahlgrenska) hubiesen intentado, a su vez, matar a Lisbeth Salander, así como el hecho de que la enterraran en el bosque, no significaba en absoluto que ella no hubiese perseguido a su padre hasta Gosseberga con el premeditado objetivo de matarle. Además, casi lo consigue, porque le dio con un hacha en la cara. Ekström exigía que Lisbeth Salander fuera condenada por intento de homicidio o, en su defecto, conspiración para cometer homicidio, así como, en todo caso, por lesiones graves.

La versión de Lisbeth Salander era que había ido hasta Gosseberga para enfrentarse a su padre y hacerle confesar los asesinatos de Dag Svensson y Mia Bergman. Esta afirmación era de suma importancia para la cuestión de la premeditación.

Cuando Ekström terminó de interrogar al testigo Melker Hansson, de la brigada forense de la policía de Gotemburgo, la abogada Annika Giannini le hizo unas pocas y breves preguntas.

– Señor Hansson, ¿hay algo, lo que sea, en su investigación y en toda la documentación forense que ha recopilado que, de alguna manera, pueda determinar que Lisbeth Salander esté mintiendo sobre el objetivo de su visita a Gosseberga? ¿Puede usted probar que ella fue allí para matar a su padre?

Melker Hansson reflexionó un instante.

– No -dijo finalmente.

– Entonces, ¿no puede pronunciarse sobre las intenciones de Salander?

– No.

– ¿Quiere eso decir que la conclusión del fiscal Ekström, aun siendo elocuente y detallada, es por lo tanto una mera especulación?

– Supongo que sí.

– ¿Hay algo en las pruebas forenses que contradiga la afirmación de Lisbeth Salander de que se llevó el arma polaca, una P-83 Wanad, por pura casualidad? ¿Algo que contradiga que simplemente se hallaba en su bolso porque, tras habérsela quitado el día anterior a Sonny Nieminen en Stallarholmen, no supo qué hacer con ella?

– No.

– Gracias -dijo Annika Giannini. Acto seguido, se sentó. Fueron sus únicas palabras durante la hora que duró la declaración de Hansson.


Hacia las seis de la tarde del jueves, Birger Wadensjöö abandonó el edificio de Artillerigatan de la Sección con la sensación de hallarse rodeado de amenazantes nubarrones y de avanzar hacia una inminente hecatombre. Hacía ya unas cuantas semanas que había comprendido que su cargo -el de director, es decir, el de jefe de la Sección para el Análisis Especial- no era más que una fórmula desprovista de significado. Sus opiniones, protestas o súplicas no surtían el menor efecto: Fredrik Clinton había asumido el mando y tomaba todas las decisiones. Si la Sección hubiese sido una institución pública y transparente, no habría importado; le hubiera bastado con dirigirse a su superior para denunciar ese hecho.

Pero tal y como estaban las cosas en esos momentos no había nadie a quien acudir para protestar. Se encontraba solo y abandonado al capricho de una persona que él consideraba psíquicamente enferma. Y lo peor era que la autoridad de Clinton resultaba absoluta. Mocosos como Jonas Sandberg y fieles servidores como Georg Nyström: todos parecían ponerse firmes y cumplir sin rechistar el más mínimo deseo de ese loco enfermo terminal.

Reconoció que Clinton era una autoridad discreta que no trabajaba para su propio beneficio. Podía incluso admitir que trabajaba por el bien de la Sección o, por lo menos, por lo que él consideraba el bien de la Sección. Era como si toda la organización se encontrara en caída libre, en un estado de sugestión colectiva en la que avezados colaboradores se negaban a admitir que cada movimiento que se hacía, cada decisión que se tomaba y se ejecutaba no hacía más que acercarlos cada vez más al abismo.

Wadensjöö sintió una presión en el pecho cuando entró en Linnégatan, calle en la que ese día había encontrado un sitio para aparcar. Desactivó la alarma del coche y sacó las llaves. Ya estaba a punto de abrir la puerta cuando percibió unos movimientos a sus espaldas y se dio la vuelta. Entornó los ojos a contraluz. Tardó unos segundos en reconocer a aquel hombre alto y fuerte que se encontraba sobre la acera.

– Buenas tardes, señor Wadensjöö -dijo Torsten Edklinth, jefe del Departamento de protección constitucional-. Llevo más de diez años apartado del trabajo de campo, pero hoy me ha parecido que tal vez mi presencia resulte apropiada.

Wadensjöö miró desconcertado a los dos policías civiles que flanqueaban a Edklinth. Eran Jan Bublanski y Marcus Erlander.

De repente se dio cuenta de lo que le iba a pasar.

– Tengo el triste deber de comunicarle que el fiscal general ha decidido detenerle por una serie de delitos tan larga que sin duda llevará semanas catalogarlos todos con exactitud.

– Pero ¿qué es esto? -protestó Wadensjöö indignado.

– Esto es el momento en el que queda detenido como sospechoso de cooperación para cometer homicidio. También se le acusa de extorsión, sobornos, escuchas ilegales, varios casos de grave falsificación y grave malversación, robo, abuso de autoridad, espionaje y un largo etcétera. Ahora se va usted a venir conmigo a Kungsholmen, donde hablaremos tranquila y seriamente.

– ¡Yo no he cometido ningún homicidio! -dijo Wadensjöö, conteniendo el aliento.

– Eso lo tendrá que decidir la investigación.

– ¡Fue Clinton! ¡Todo esto es culpa de Clinton! -dijo Wadensjöö.

Torsten Edklinth asintió, contento.


Todo policía está familiarizado con el hecho de que hay dos maneras de realizar un interrogatorio a un sospechoso: con el poli bueno y con el poli malo. El poli malo amenaza, suelta palabrotas, da puñetazos en la mesa y, por lo general, se comporta como un borde con el único objetivo de atemorizar al detenido y provocar así su sumisión y confesión. El poli bueno -a ser posible, un señor mayor algo canoso-, invita a cigarrillos y café, asiente con simpatía y emplea un tono comprensivo.

La mayoría de los policías -aunque no todos- también saben que, por lo que al resultado respecta, la técnica interrogativa del poli bueno resulta, a todas luces, superior. Un ladrón ya curtido y duro de pelar no se deja impresionar lo más mínimo por el poli malo. Y un inseguro aficionado que tal vez confiesa dejándose intimidar por un poli malo, siempre acaba de todos modos confesando, al margen de la técnica interrogativa que se utilice.

Mikael Blomkvist escuchó el interrogatorio de Birger Wadensjöö desde una sala contigua. Su presencia había sido objeto de una serie de disputas internas antes de que Edklinth decidiera que, sin lugar a dudas, podrían sacar provecho de las observaciones de Blomkvist.

Mikael constató que Torsten Edklinth empleaba una tercera variante de interrogatorio policial: el policía indiferente, estrategia que, en este caso concreto, parecía funcionar aún mejor. Edklinth entró en la sala de interrogatorios, sirvió café en unas tazas de porcelana, enchufó la grabadora y se reclinó en la silla.

– Tenemos contra ti todas las pruebas técnicas imaginables. Nuestro único interés en oír tu versión es, sencillamente, que nos confirmes las cosas que ya sabemos. Aunque sí nos gustaría, tal vez, que nos respondieras a una pregunta: ¿por qué? ¿Cómo pudisteis ser tan idiotas de empezar a liquidar a la gente, aquí, en Suecia, como si estuviésemos en el Chile de la dictadura de Pinochet? La grabadora está en marcha. Si quieres decir algo, éste es el momento. Si no quieres hablar, la apago, te quitamos la corbata y los cordones de los zapatos y te subimos a los calabozos, a la espera de abogado, juicio y sentencia.

Luego Edklinth se tomó un trago de café y permaneció completamente callado. Como en los dos minutos que siguieron Wadensjöö no dijo nada, alargó la mano y apagó la grabadora. Se levantó.

– Voy a asegurarme de que te vengan a buscar dentro de un par de minutos. Adiós.

– Yo no he matado a nadie -soltó Wadensjöö cuando Edklinth ya había abierto la puerta. Este se detuvo en el umbral.

– No me interesa mantener una conversación general contigo. Si quieres dar explicaciones, me siento y pongo la grabadora. Toda la Suecia oficial, sobre todo el primer ministro, espera con ansiedad tus palabras. Si me lo cuentas, puedo ir a ver al primer ministro esta misma noche para darle tu versión de los acontecimientos. Si no me lo cuentas, serás en cualquier caso procesado y condenado.

– Siéntate -dijo Wadensjöö.

Resultó obvio para todo el mundo que ya se había resignado. Mikael respiró aliviado. Lo acompañaban Monica Figuerola, la fiscal Ragnhild Gustavsson, Stefan, el anónimo colaborador de la Säpo, así como otras dos personas del todo desconocidas. Mikael sospechó que una de las dos, como poco, representaba al ministro de Justicia.

– Yo no tuve nada que ver con los asesinatos -dijo Wadensjöö cuando Edklinth volvió a poner en marcha la grabadora.

– Los asesinatos -le dijo Mikael Blomkvist a Monica Figuerola.

– Schhh -contestó ella.

– Fueron Clinton y Gullberg. Yo no tenía ni idea de lo que iban a hacer. Lo juro. Me quedé en estado de shock cuando me enteré de que Gullberg había matado de un tiro a Zalachenko. No me podía creer que fuera verdad… No me lo podía creer. Y cuando me enteré de lo de Björck por poco me da un infarto.

– Háblame del asesinato de Björck -dijo Edklinth sin cambiar el tono de voz-. ¿Cómo se llevó a cabo?

– Clinton contrató a alguien No sé ni siquiera cómo lo hicieron, pero eran dos yugoslavos. Serbios, si no me equivoco. Fue Georg Nyström quien les hizo el encargo y les pagó. Nada más saberlo, comprendí que todo aquello acabaría siendo nuestra ruina.

– Retomémoslo desde el principio -propuso Edklinth-. ¿Cuándo empezaste a trabajar para la Sección?

Cuando Wadensjöö comenzó a hablar ya no hubo quien lo parara. El interrogatorio se prolongó durante casi cinco horas.

Capítulo 26 Viernes, 15 de julio

El viernes por la mañana, el doctor Peter Teleborian, que se hallaba sentado en el banquillo de los testigos, inspiró mucha confianza. Fue interrogado por el fiscal Ekström durante más de noventa minutos y contestó a todas las preguntas con calma y autoridad. Unas veces su rostro mostraba una expresión de preocupación y otras entretenimiento.

– Resumiendo… -dijo Ekström, hojeando sus notas-, su juicio como psiquiatra, tras muchos años de experiencia, es que Lisbeth Salander sufre de una esquizofrenia paranoide.

– Siempre he dicho que realizar una evaluación exacta de su estado entraña una dificultad extrema. Como ya se sabe, la paciente es prácticamente autista en su relación con los médicos y las autoridades. Mi opinión es que sufre una grave enfermedad psíquica, aunque ahora mismo sería incapaz de ofrecer un diagnóstico exacto. Tampoco puedo decir en qué estado de psicosis se encuentra sin realizar unos estudios mucho más amplios.

– En cualquier caso, usted considera que no se encuentra en un estado psíquicamente sano.

– Todo su historial no es más que una elocuente prueba de que ése no es el caso.

– Ha tenido ocasión de leer la autobiografía, por llamarla de alguna forma, que Lisbeth Salander ha redactado y que le ha dejado al tribunal a modo de explicación. ¿Quiere hacer algún comentario al respecto?

Peter Teleborian hizo un gesto con las manos y se encogió de hombros sin pronunciar palabra.

– Pero ¿qué credibilidad le concede a la historia?

– Aquí no hay ninguna credibilidad. Lo único que hay es una serie de afirmaciones, unas más fantásticas que otras, sobre unas cuantas personas. En general, su redacción confirma las sospechas de que sufre de esquizofrenia paranoide.

– ¿Podría poner algún ejemplo?

– Lo más obvio es, claro está, esa supuesta violación de la que culpa a su administrador, el señor Bjurman.

– ¿Podría usted ser más preciso?

– La descripción ofrece todo lujo de detalles. Estamos ante el clásico ejemplo de una de esas absurdas y exageradas fantasías que pueden tener los niños. Sobran casos similares de conocidos juicios de incesto en los que el niño realiza unas detalladas descripciones que caen por su propio y absurdo peso y en los que se carece por completo de pruebas técnicas. Se trata, por lo tanto, de unas fantasías eróticas que hasta un niño de muy corta edad podría tener… Más o menos como si estuviesen viendo una película de terror en la televisión.

– Pero Lisbeth Salander no es una niña, sino una mujer adulta -dijo Ekström.

– Sí, y es verdad que nos falta por determinar con exactitud el nivel mental en el que se encuentra. Pero en el fondo tiene usted razón en una cosa: es adulta. Y probablemente ella sí se crea la descripción que nos ha dado.

– ¿Quiere decir que se trata de una mentira?

– No; si ella se cree lo que está diciendo, no se trata de ninguna mentira. Se trata de una historia que demuestra que ella no sabe separar la fantasía de la realidad.

– Entonces, ¿no fue violada por el abogado Bjurman?

– No. La probabilidad de que eso haya ocurrido habría que considerarla inexistente. Ella necesita cuidados médicos cualificados.

– Usted también aparece en el relato de Lisbeth Salander…

– Sí, eso resulta un poco morboso, por llamarlo de alguna manera… Pero nos encontramos de nuevo ante una fantasía a la que ella da salida. Si debemos creer a la pobre chica, yo soy más bien un pedófilo…

Sonrió y siguió:

– Pero es una manifestación exacta de lo que estoy diciendo. En la biografía de Salander podemos leer que la mayor parte del tiempo que pasó en Sankt Stefan la maltrataron inmovilizándola con correas a una camilla y que, por las noches, yo me presentaba en su habitación. He aquí un clásico ejemplo de su incapacidad para interpretar la realidad. O, mejor dicho, de cómo ella interpreta la realidad.

– Gracias. Cedo el testigo a la defensa por si la señora Giannini desea hacer alguna pregunta.

Como durante los dos primeros días del juicio Annika Giannini apenas preguntó ni protestó, todos esperaban que actuara del mismo modo: que hiciera unas cuantas preguntas de rigor para, a continuación, dar por concluido el interrogatorio. «La verdad es que el trabajo de la defensa es tan lamentable que hasta da vergüenza», pensó Ekström.

– Sí. Deseo hacer unas preguntas -dijo Annika Giannini-. La verdad es que tengo bastantes preguntas y es muy posible que esto se alargue. Son las once y media. Propongo que hagamos una pausa para comer, de manera que a la vuelta pueda interrogar al testigo sin interrupciones.

El juez Iversen decidió levantar la sesión para almorzar.


A Curt Svensson lo acompañaban dos agentes uniformados cuando, a las doce en punto, puso su enorme mano sobre el hombro del comisario Georg Nyström en la puerta del restaurante Mäster Anders, de Hantverkargatan. Éste, asombrado, alzó la vista y miró a Curt Svensson, que casi le estampa la placa en las narices.

– Buenos días. Queda usted detenido como sospechoso de cooperación para cometer homicidio y por intento de asesinato. La totalidad de los cargos le serán comunicados por el fiscal general esta misma tarde. Le sugiero que nos acompañe voluntariamente -dijo Curt Svensson.

Georg Nyström parecía no entender el idioma en el que hablaba Curt Svensson. Pero constató que Curt Svensson era una persona a la que convenía acompañar sin protestar.


El inspector Jan Bublanski estaba acompañado por Sonja Modig y siete agentes uniformados cuando el colaborador Stefan Bladh, de protección constitucional, les dejó entrar a las doce en punto en esa sección cerrada del edificio de la jefatura de policía de Kungsholmen que constituía la sede de la Säpo. Atravesaron los pasillos hasta que Stefan se detuvo y señaló un despacho. La secretaria del jefe administrativo se quedó perpleja cuando Bublanski le enseñó su identificación.

– Haga el favor de permanecer quieta. Esto es una intervención policial.

Se acercó hasta la puerta del despacho interior y, al abrirla, sorprendió al jefe administrativo, Albert Shenke, en plena conversación telefónica.

– ¿Qué es esto? -preguntó Shenke.

– Soy el inspector Jan Bublanski. Queda usted detenido por delinquir contra la Constitución sueca. Los diferentes cargos de la acusación le serán comunicados a lo largo de la tarde.

– ¡Esto es inaudito! -protestó Shenke.

– ¿A que sí? -replicó Bublanski.

Precintó el despacho de Shenke y colocó en la puerta a dos agentes a los que les dio la orden de que no dejaran pasar a nadie. Los autorizó a usar las porras e incluso a sacar sus armas reglamentarias si alguien intentaba entrar utilizando la fuerza.

Continuaron la procesión por el pasillo hasta que Stefan señaló otra puerta y se repitió el procedimiento con el jefe de presupuesto Gustav Atterbom.


Jerker Holmberg recibió el refuerzo de una patrulla del distrito de Södermalm cuando, a las doce en punto, llamó a la puerta de unas oficinas alquiladas provisionalmente en la tercera planta de un edificio situado justo enfrente de la redacción de Millennium, en Götgatan.

Como nadie abría, Jerker Holmberg ordenó que los agentes que lo acompañaban forzaran la puerta, pero antes de que les diera tiempo a hacer uso de la palanqueta se abrió una pequeña rendija.

– ¡Policía! -dijo Jerker Holmberg-. ¡Salga con las manos donde yo pueda verlas!

– ¡Soy policía! -respondió el inspector Göran Mårtensson.

– Ya lo sé. Y tiene licencia para un puto montón de armas.

– Claro, es que soy policía en misión especial.

– ¡Y una mierda! -le replicó Jerker Holmberg.

Le ayudaron a poner a Mårtensson contra la pared y a quitarle el arma reglamentaria.

– Queda detenido por escuchas ilegales, falta grave en el ejercicio de sus funciones, allanamiento de morada en repetidas ocasiones en la casa que el periodista Mikael Blomkvist tiene en Bellmansgatan y, probablemente, por unos cuantos cargos más. Espósalo.

Jerker Holmberg hizo una rápida inspección de las oficinas y constató que allí había suficiente material electrónico como para montar un estudio de grabación. Le ordenó a un agente que se quedara vigilando el lugar y le dio instrucciones muy precisas para que permaneciera sentado y quieto en una silla y no dejara huellas dactilares.

Cuando sacaron a Mårtensson por el portal del inmueble, Henry Cortez alzó su Nikon digital e hizo una serie de veintidós fotografías. Era cierto que no era fotógrafo profesional y que la calidad de las fotos dejaba bastante que desear. Pero las imágenes fueron vendidas al día siguiente a un periódico vespertino a cambio de una cantidad de dinero realmente escandalosa.


Monica Figuerola fue la única de los policías que participaron en las redadas de ese día que fue víctima de un imprevisto incidente. Ya había recibido los refuerzos de la unidad de intervención del distrito de Norrmalm y de tres colegas de la DGP /Seg cuando, a las doce en punto, entró por el portal del edificio de Artillerigatan y subió las escaleras hasta la última planta, propiedad de la empresa Bellona.

La operación había sido planificada con poco tiempo de antelación. Una vez congregada la fuerza policial ante la puerta del piso, ella dio la señal. Dos corpulentos agentes uniformados levantaron un ariete de acero de cuarenta kilos y derribaron la puerta con dos golpes bien precisos. La fuerza de intervención, provista de chalecos antibalas y armas de refuerzo, apenas tardó diez segundos en ocupar el piso.

Según el dispositivo de vigilancia montado frente al inmueble desde el amanecer, cinco personas identificadas como colaboradores de la Sección entraron en ese portal a lo largo de la mañana. En cuestión de segundos, los cinco fueron detenidos y esposados.

Monica Figuerola llevaba chaleco antibalas. Recorrió el piso del que fuera cuartel general de la Sección desde los años sesenta y, una por una, abrió todas las puertas. Constató que necesitaría la ayuda de un arqueólogo para catalogar la gran cantidad de papeles que atestaba las habitaciones.

No habían pasado más que unos segundos desde que entró cuando abrió la puerta de un pequeño espacio situado muy al fondo del piso y descubrió que se trataba de un dormitorio. De repente, se encontró cara a cara con Jonas Sandberg. El había sido uno de los interrogantes que se plantearon en el reparto de tareas de esa mañana. Durante la noche anterior, el policía que lo estuvo vigilando le perdió la pista: su coche seguía aparcado en Kungsholmen y por la noche no se dejó caer por casa. Por la mañana no habían sabido cómo localizarlo y detenerlo.

Tienen vigilancia nocturna en el piso por razones de seguridad. Claro. Y Sandberg está descansando porque le ha tocado el turno de noche.

Jonas Sandberg sólo llevaba puestos unos calzoncillos y parecía que acababa de despertarse. Alargó la mano para coger su arma reglamentaria, que estaba encima de la mesilla de noche. Monica Figuerola se inclinó hacia delante y tiró el arma al suelo, lejos de Sandberg.

– Jonas Sandberg, queda usted detenido como sospechoso de complicidad en el asesinato de Gunnar Björck y Alexander Zalachenko, así como en el intento de asesinato de Mikael Blomkvist y Erika Berger. Póngase los pantalones.

Jonas Sandberg le dirigió un puñetazo a Monica Figuerola. Ella lo paró sin inmutarse.

– Estás de coña, ¿no? -dijo.

Ella agarró el brazo de Sandberg y le giró la muñeca con tanta fuerza que lo hizo caer al suelo de espaldas. Lo puso boca abajo y apoyó una rodilla en su región lumbar.Lo esposó. Era la primera vez desde que empezó a trabajar en la DGP /Seg que usaba las esposas estando de servicio.

Entregó a Sandberg a uno de los agentes uniformados y siguió su camino. Para acabar, abrió la última puerta, situada al final del pasillo. Según los planos de la oficina de urbanismo, se trataba de un cuartucho que daba al patio. Se detuvo en el umbral y se quedó mirando al espantapájaros más demacrado que había visto en su vida. Ni por un segundo dudó de que se hallaba frente a un enfermo terminal.

– Fredrik Clinton, queda usted detenido por complicidad en asesinato, intento de asesinato y una larga serie de diferentes delitos -dijo Monica-. Quédese quieto en la cama. Hemos llamado a una ambulancia para trasladarlo a Kunsgholmen.


Christer Malm se había colocado justo delante de la entrada de Artillerigatan. A diferencia de Henry Cortez, sabía utilizar su Nikon digital. Usó un teleobjetivo corto, por lo que las fotos fueron muy profesionales.

Mostraban cómo, uno tras otro, los miembros de la Sección salían por la puerta acompañados de la policía, eran introducidos en los coches y, por último, cómo una ambulancia venía a buscar a Fredrik Clinton. Sus ojos miraron al objetivo de la cámara justo en el momento en el que Christer pulsó el disparador. Había en ellos preocupación y desconcierto.

Algún tiempo después, esa imagen ganó el premio de «La Fotografía del Año».

Capítulo 27 Viernes, 15 de julio

A las doce y media el juez Iversen golpeó la mesa con la maza, dando así por reanudada la vista oral. No pudo evitar advertir la presencia de una tercera persona en la mesa de Annika Giannini. Holger Palmgren estaba sentado en una silla de ruedas.

– Hola, Holger -dijo el juez Iversen-. Hacía mucho tiempo que no te veía en una sala de tribunal.

– Buenos días, juez Iversen. Bueno, es que algunos casos son tan complicados que los juniors necesitan un poco de ayuda.

– Pensaba que habías dejado de ejercer.

– He estado de baja. Pero la abogada Giannini me ha contratado para este caso como su asesor.

– Entiendo.

Annika Giannini se aclaró la voz.

– También cabe añadir que Holger Palmgren representó durante muchos años a Lisbeth Salander.

– No tengo nada que objetar -contestó el juez Iversen.

Le hizo un movimiento de cabeza a Annika Giannini para que empezara. Ella se levantó. Siempre la había disgustado esa pésima costumbre sueca de realizar una vista oral con todos sentados alrededor de una mesa manteniendo un tono informal, casi como si se tratara de una cena. Se sentía mucho mejor cuando hablaba de pie.

– Creo que tal vez debamos empezar con los últimos comentarios de esta mañana. Señor Teleborian, ¿por qué desestima usted sistemáticamente todas las afirmaciones que provienen de Lisbeth Salander?

– Porque es obvio que son falsas -contestó Peter Teleborian.

Estaba tranquilo y relajado. Annika Giannini asintió y se dirigió al juez Iversen.

– Señor juez: el señor Peter Teleborian afirma que Lisbeth Salander miente y se imagina cosas. Ahora la defensa va a probar que todas y cada una de las palabras que se encuentran en la autobiografía de Lisbeth Salander son verdaderas. Vamos a aportar documentación que demuestra que así es: tanto gráfica y escrita como con la ayuda de algunos testimonios. Hemos llegado ya a ese punto del juicio en el que el fiscal ha expuesto las líneas principales de su demanda. Las hemos escuchado y ahora conocemos exactamente la naturaleza de las acusaciones realizadas contra Lisbeth Salander.

De repente, Annika Giannini notó que tenía la boca seca y que le temblaba la mano. Inspiró profundamente y bebió un poco de Ramlösa. Luego se agarró con firmeza al respaldo de la silla para no revelar sus nervios.

– De la exposición del fiscal podemos extraer la conclusión de que le sobran opiniones, pero que, para su desgracia, le faltan pruebas. Cree que Lisbeth Salander disparó a Carl-Magnus Lundin en Stallarholmen. Afirma que ella fue a Gosseberga con la intención de matar a su padre. Supone que mi clienta es una esquizofrénica paranoica y que sufre todo tipo de enfermedades psíquicas. Y esa suposición se basa en una sola fuente: el doctor Peter Teleborian.

Hizo una pausa y recuperó el aliento. Se obligó a hablar despacio.

– A día de hoy las pruebas se apoyan, única y exclusivamente, en Peter Teleborian. Si él tuviera razón, todo sería perfecto: en tal caso, lo que más le convendría a mi clienta sería recibir esos especializados cuidados médicos de los que hablan tanto él como el fiscal.

Pausa.

– Pero si el doctor Teleborian se equivoca, el asunto toma un cariz completamente distinto. Y si, además, miente conscientemente, entonces estamos hablando de que ahora mismo mi clienta está siendo objeto de una violación de sus derechos que se ha venido cometiendo durante muchos años.

Se dirigió a Ekström.

– Lo que esta tarde haremos será demostrar que su testigo se equivoca y que a usted, como fiscal, le han engañado vendiéndole todas esas falsas conclusiones.

Peter Teleborian mostró una complacida sonrisa. Hizo un gesto con las manos y movió la cabeza invitando a Annika Giannini a continuar. Ella se dirigió al juez Iversen.

– Señor juez: voy a demostrar que la llamada evaluación psiquiátrica forense de Peter Teleborian es falsa de principio a fin. Voy a demostrar que miente conscientemente sobre Lisbeth Salander. Voy a demostrar que mi clienta ha sido objeto de una grave vulneración de sus derechos constitucionales. Y voy a demostrar que es tan inteligente y está tan cuerda como cualquier otra persona de esta sala.

– Perdone, pero… -replicó Ekström.

– Un momento -se apresuró a decir Annika, levantando un dedo-; durante dos días le he dejado hablar sin interrumpirlo. Ahora me toca a mí.

Volvió a dirigirse al juez Iversen.

– No pronunciaría una acusación tan grave ante un tribunal si no tuviera una sólida base de pruebas.

– Descuide… Continúe -dijo Iversen-, pero no quiero saber nada de grandes teorías conspirativas. Recuerde que la pueden procesar por difamación, incluso por afirmaciones hechas ante el tribunal.

– Gracias. Lo tendré en cuenta.

Se volvió hacia Teleborian, que daba la impresión de seguir disfrutando con la situación.

– En repetidas ocasiones esta defensa ha solicitado que se le permitiera consultar el historial médico de Lisbeth Salander correspondiente a la época en la que estuvo ingresada en su clínica de Sankt Stefan, durante sus primeros años de adolescencia. ¿Por qué no nos ha sido entregado?

– Porque un tribunal de primera instancia decidió clasificarlo y eso se hizo pensando en el bien de Lisbeth Salander, pero si una instancia superior anula esa decisión, por supuesto que lo entregaré.

– Gracias. Durante los dos años que Lisbeth Salander pasó en Sankt Stefan, ¿cuántas noches estuvo inmovilizada con correas en una camilla?

– Así, a bote pronto, no sabría decirlo.

– Ella afirma que fueron trescientas ochenta de las setecientas ochenta y seis que pasó en Sankt Stefan.

– No podría decir un número exacto, pero eso es una exageración desmesurada. ¿De dónde sale esa cifra?

– De su autobiografía.

– ¿Me quiere usted decir que después de tanto tiempo todavía recuerda el número de noches exactas que pasó amarrada a la camilla? Eso es absurdo.

– ¿Lo es? ¿De cuántas se acuerda usted?

– Lisbeth Salander era una paciente muy agresiva y muy inclinada a la violencia, de modo que en más de una ocasión hubo que encerrarla en una habitación libre de estímulos. Quizá sea conveniente que explique el objetivo de la habitación libre de estímulos…

– Gracias, no será necesario. En teoría es una habitación en la que un paciente no debe recibir ningún estímulo sensorial que le pueda causar inquietud. ¿Cuántos días y cuántas noches pasó Lisbeth Salander, con trece años de edad, inmovilizada en un sitio así?

– Unos… grosso modo quizá una treintena de ocasiones mientras permaneció ingresada en la clínica.

– Treinta. Eso es tan sólo una ínfima parte de las trescientas ochenta que afirma ella.

– Indudablemente.

– Menos del diez por ciento de la cifra que ella da.

– Sí.

– ¿Nos ofrecería su historial médico una información más exacta del tema?

– Es posible.

– Estupendo -dijo Annika Giannini antes de sacar un considerable montón de papeles de su maletín-. Me gustaría entonces proceder a entregarle al tribunal una copia del historial de Lisbeth Salander de Sankt Stefan. He sumado el número de veces que pasó inmovilizada en la camilla y me sale un total de trescientas ochenta y una, es decir, una cifra incluso superior a la que ha indicado mi clienta.

Los ojos de Peter Teleborian se abrieron de par en par.

– Oiga, un momento… eso es información confidencial. ¿De dónde la ha sacado?

– Me la ha dado un reportero de la revista Millennium. Así que muy confidencial no creo que sea, cuando se encuentra tirada por ahí en la mesa de cualquier redacción cogiendo polvo. Quizá deba añadir que hoy mismo la revista Millennium va a publicar algunos fragmentos de ese historial. De modo que considero que también habría que brindarle a este tribunal la oportunidad de que lo leyera.

– Eso es ilegal…

– No. Lisbeth Salander ha autorizado su publicación. El caso es que mi clienta no tiene nada que ocultar…

– Su clienta fue declarada incapacitada y no tiene derecho, por sí misma, a tomar ninguna decisión al respecto.

– Ya volveremos luego a ese punto. Analicemos primero lo que ocurrió en Sankt Stefan.

El juez Iversen frunció el ceño y cogió el historial que Annika Giannini le entregó.

– Para el fiscal no he hecho ninguna copia; hará ya cosa de un mes que él recibió estos documentos en los que se demuestra cómo se vulneró la integridad de mi clienta.

– ¿Cómo? -preguntó Iversen.

– El fiscal Ekström ya recibió, de mano de Teleborian, una copia de este historial clasificado en una reunión mantenida en su despacho a las 17.00 horas del sábado 4 de junio de este mismo año.

– ¿Es eso cierto? -preguntó Iversen.

El primer impulso de Richard Ekström fue negarlo todo. Luego se dio cuenta de que tal vez Annika Giannini dispusiera de alguna documentación que lo probara.

– Solicité consultar algunas partes del historial bajo secreto profesional -reconoció Ekström-. Tuve que asegurarme de que Salander tenía realmente el pasado que se decía.

– Gracias -dijo Annika Giannini-. Eso nos confirma que el doctor Teleborian no sólo ha mentido, sino que también, al entregar un historial que está clasificado, cómo él mismo afirma, ha cometido un delito.

– Tomamos nota de eso -dijo Iversen.


De repente, se vio al juez Iversen muy despierto. De una manera muy poco habitual, Annika Giannini acababa de realizar un duro ataque a un testigo y ya había destrozado una parte importante de su testimonio. Y afirma que puede documentar todo lo que dice. Iversen se ajustó las gafas.

– Doctor Teleborian, partiendo de este historial que usted mismo ha redactado, ¿puede decirme ahora cuantos días y cuántas noches pasó Lisbeth Salander inmovilizada con correas?

– No recordaba que hubiesen sido tantos, pero si eso es lo que dice el historial, no me queda más remedio que creérmelo.

– Trescientos ochenta y un días con sus respectivas noches. ¿No es un número excepcionalmente alto?

– Es mucho más de lo normal, sí.

– Si usted tuviera trece años y alguien lo amarrara con un correaje de cuero a una camilla con estructura de acero durante más de un año, ¿cómo se sentiría? ¿Lo viviría como una tortura?

– Debe usted entender que la paciente resultaba peligrosa no sólo para sí misma sino también para los demás…

– Vale, vamos a ver… Peligrosa para sí misma: ¿alguna vez Lisbeth Salander se ha hecho daño a sí misma?

– Temíamos que…

– Repito la pregunta: ¿alguna vez Lisbeth Salander se ha hecho daño a sí misma? ¿Sí o no?

– Un psiquiatra tiene que aprender a interpretar cada caso de forma global. Por lo que respecta a Lisbeth Salander podemos apreciar, por ejemplo, que tiene el cuerpo lleno de una gran cantidad de tatuajes y piercings, algo que también es una muestra de un comportamiento autodestructivo y una forma de infligir daño a su cuerpo. Eso podemos interpretarlo como una manifestación de odio hacia sí misma.

Annika Giannini se volvió hacia Lisbeth Salander.

– ¿Son tus tatuajes una manifestación de odio hacia ti misma? -preguntó.

– No -contestó Lisbeth Salander.

Annika Giannini se volvió a dirigir a Teleborian.

– ¿Me está usted diciendo que yo, que llevo pendientes y que, de hecho, tengo un tatuaje en un sitio bastante íntimo, represento un peligro para mí misma?

Holger Palmgren no pudo reprimir una risita que acabó convirtiendo en carraspeo.

– No, no es eso… Los tatuajes también pueden formar parte de un ritual social.

– ¿Quiere decir que los tatuajes de Lisbeth Salander no se incluyen en este ritual social?

– Usted misma puede observar que sus tatuajes son grotescos y que cubren una parte considerable de su cuerpo. No se trata del típico fetichismo estético ni de una forma normal de decorar su cuerpo.

– ¿Cuál es el tanto por ciento?

– ¿Perdón?

– ¿A partir de qué porcentaje de superficie corporal tatuada deja de ser un fetichismo estético y se convierte en una enfermedad mental?

– Está usted tergiversando mis palabras.

– ¿Ah, sí? Entonces, ¿por qué, según su opinión, es un ritual social completamente aceptable si se trata de mí u otros jóvenes, pero cuando se trata de mi clienta juega en su contra a la hora de evaluar su estado psíquico?

– Como ya he dicho, un psiquiatra debe intentar adquirir una visión global. Los tatuajes son sólo un indicio, uno de los muchos que debo considerar a la hora de evaluar su estado.

Annika Giannini guardó silencio unos segundos y le clavó la mirada a Peter Teleborian. Empezó a hablar muy despacio.

– Pero, doctor Teleborian, usted empezó a amarrar a mi clienta cuando tenía doce años y estaba a punto de cumplir trece. En esa época no llevaba ningún tatuaje, ¿a que no?

Peter Teleborian dudó unos segundos. Annika retomó la palabra.

– Supongo que no la amarró usted a la camilla porque pronosticara que en el futuro ella tendría la intención de hacerse tatuajes.

– No, claro que no. Sus tatuajes no tienen nada que ver con el estado en que se encontraba en 1991.

– Y con eso volvemos a la pregunta que le formulé al principio: ¿alguna vez Lisbeth Salander se hizo daño a sí misma para que usted se viera obligado a mantenerla amarrada a una camilla durante un año? ¿Se cortó, por ejemplo, con una navaja, una cuchilla de afeitar o algo parecido?

Por un momento, Peter Teleborian pareció inseguro.

– No, pero teníamos motivos para creer que constituía un peligro para sí misma.

– Motivos para creer… ¿Quiere decir que la amarró por una simple conjetura…?

– Realizamos nuestras evaluaciones.

– Llevo ya cinco minutos haciendo la misma pregunta. Usted afirma que el comportamiento autodestructivo de mi clienta fue lo que provocó que, de los dos años que la atendió, usted la tuviera inmovilizada más de uno. ¿Sería tan amable de darme, de una vez por todas, algún ejemplo de ese supuesto comportamiento autodestructivo del que ella dio muestras con tan sólo doce años?

– Bueno, la chica estaba, por ejemplo, extremadamente malnutrida. Eso se debía, entre otras cosas, a que se negaba a comer. Sospechamos que era anoréxica. Tuvimos que alimentarla a la fuerza en varias ocasiones.

– ¿Por qué?

– Porque se negaba a comer, naturalmente.

Annika Giannini se dirigió a su clienta.

– Lisbeth, ¿es correcto que te negaste a comer en Sankt Stefan?

– Sí.

– ¿Por qué?

– Porque ese cabrón me ponía psicofármacos en la comida.

– Ajá. Así que el doctor Teleborian te quería dar una medicación… ¿Y por qué no querías tomarla?

– No me gustaban los medicamentos que me daba. Me producían cansancio y me dejaban sin fuerzas. No podía pensar y estaba como atontada la mayor parte del tiempo. Resultaba desagradable. Y ese cabrón se negó a informarme de lo que contenía ese medicamento.

– De modo que te negaste a tomarla…

– Sí. Entonces empezó a meterme esa mierda en la comida. Y dejé de comer. Cada vez que me ponía algo en la comida me negaba a comer durante cinco días.

– Entonces, ¿pasaste hambre?

– No siempre. A veces, algunos cuidadores me pasaban a escondidas algún que otro bocadillo. Recuerdo en especial a uno que me daba de comer por las noches. Lo hizo en varias ocasiones.

– ¿Quieres decir que el personal de Sankt Stefan, al ver que estabas hambrienta, te dio de comer para que no pasaras hambre?

– Fue sólo cuando estuve en guerra con ese cabrón por lo de la medicación.

– ¿Así que existía una razón completamente lógica para que te negaras a comer?

– Sí.

– Entonces, ¿no se debía a que no quisieras comida?

– No. A menudo pasé hambre.

– ¿Es correcto afirmar que estalló un conflicto entre tú y el doctor Teleborian?

– Sí, podríamos llamarlo así…

– Acabaste en Sankt Stefan porque rociaste gasolina sobre tu padre para luego prenderle fuego.

– Sí.

– ¿Por qué lo hiciste?

– Porque maltrataba a mi madre.

– ¿Alguna vez se lo contaste a alguien?

– Sí.

– ¿A quién?

– Se lo conté a los policías que me interrogaron, a la comisión de asuntos sociales, a la comisión tutelar de menores, a varios médicos, a un pastor y a ese cabrón.

– ¿Cuándo dices «ese cabrón» te refieres a…?

– Ese de ahí.

Señaló al doctor Peter Teleborian.

– ¿Por qué lo llamas cabrón?

– Cuando llegué a Sankt Stefan intenté explicarle le ocurrido.

– ¿Y qué te dijo el doctor Teleborian?

– No quiso escucharme. Me dijo que eran fantasías. Y que como castigo me iba a amarrar a la camilla hasta que dejara de fantasear. Y luego me intentó meter los psicofármacos.

– ¡Tonterías! -dijo Peter Teleborian.

– ¿Por eso no hablas con él?

– No le dirijo la palabra desde el día en que cumplí trece años; ése fue el regalo de cumpleaños que me hice a mí misma. Esa noche también estuve amarrada.

Annika Giannini se volvió a dirigir a Peter Teleborian.

– Doctor Teleborian, parece ser que la razón por la que mi clienta se negaba a comer era que ella no aceptaba que usted le administrara aquellos psicofármacos.

– Es posible que ella lo vea así.

– ¿Y usted cómo lo ve?

– Tenía una paciente extraordinariamente difícil. Sigo manteniendo que su comportamiento indicaba que era peligrosa para sí misma, pero es posible que se trate de una cuestión de interpretación. En cambio, sí que era violenta y mostraba una conducta psicótica. No cabía duda de que resultaba peligrosa para los demás. De hecho, llegó a Sankt Stefan porque había intentado matar a su padre.

– Ya llegaremos a ese punto. Durante dos años usted fue el responsable de su tratamiento. Lisbeth permaneció trescientos ochenta y un días, con sus respectivas noches, inmovilizada en una camilla. ¿Podríamos decir que ésa fue su forma de castigarla cada vez que mi clienta no hacía lo que usted le decía?

– Eso es un auténtico disparate.

– ¿Ah, sí? Veo que, según su historial, casi todas las inmovilizaciones tuvieron lugar durante el primer año… trescientas veinte de un total de trescientas ochenta y una ocasiones. ¿Por qué dejó de amarrarla?

– La paciente evolucionó y se volvió más equilibrada.

– ¿No se debió a que sus métodos fueron tachados de excesivamente brutales por el resto del personal?

– ¿Qué quiere usted decir?

– ¿Acaso el personal no presentó quejas contra, entre otras cosas, la alimentación forzosa de Lisbeth Salander?

– Como es lógico, siempre existen diferentes opiniones. Eso no tiene nada de extraño. Pero alimentarla a la fuerza se convirtió en una carga porque ella se resistía con mucha violencia…

– Porque se negaba a tomar psicofármacos que le producían cansancio y apatía. No tenía ningún problema con la comida cuando no contenía drogas. ¿No habría sido un método de tratamiento más razonable esperar un poco antes de recurrir a esas medidas de fuerza?

– Con todos mis respetos, señora Giannini: yo soy médico. Imagino que mi competencia en ese campo resulta algo mayor que la suya. Mi trabajo es juzgar qué tratamientos son los más adecuados.

– Es verdad que no soy médica, doctor Teleborian. Aunque lo cierto es que lo que se dice competencia no me falta del todo, pues, además de abogada, soy licenciada en psicología por la Universidad de Estocolmo. Es algo más que necesario para mi profesión.

Un silencio total invadió la sala. Tanto Ekström como Teleborian miraron atónitos a Annika Giannini. Ella continuó, implacable.

– ¿No es cierto que su forma de tratar a mi clienta provocó a un fuerte conflicto entre usted y su superior, el médico jefe por aquel entonces, Johannes Caldin?

– No… No es cierto.

– Johannes Caldin falleció hace varios años, así que no podrá prestar declaración. Pero tenemos en la sala a una persona que se reunió con el médico jefe Caldin en varias ocasiones. Se trata de mi asesor, Holger Palmgren.

Se volvió hacia él.

– ¿Nos puedes contar por qué?

Holger Palmgren se aclaró la voz. Seguía sufriendo las secuelas de su derrame cerebral y tuvo que concentrarse para formular las palabras sin ponerse a balbucir.

– Fui nombrado tutor de Lisbeth cuando su madre fue tan gravemente maltratada por el padre que se quedó minusválida y no pudo cuidar de su hija. La madre sufrió irreparables daños cerebrales y repetidos derrames.

– ¿Estás hablando de Alexander Zalachenko?

El fiscal Ekström se inclinó hacia delante en señal de atención.

– Correcto -dijo Palmgren.

Ekström carraspeó.

– Querría señalar que acabamos de entrar en un tema en el que existe un alto grado de confidencialidad.

– Es difícil que sea un secreto el hecho de que Alexander Zalachenko maltratara durante una larga serie de años a la madre de Lisbeth Salander -replicó Annika Giannini.

Peter Teleborian levantó la mano.

– Me temo que el asunto no está tan claro como pretende hacernos creer la señora Giannini.

– ¿Qué quiere decir?

– Es indudable que Lisbeth Salander fue testigo de una tragedia familiar y que en 1991 algo desencadenó un grave maltrato. Pero lo cierto es que no hay ningún documento que confirme que esa situación se prolongara durante muchos años, tal y como la señora Giannini sostiene. Aquello podría haber sido un hecho aislado o una simple discusión que se le fue de las manos. La verdad es que no existe ninguna documentación que demuestre que, en efecto, fue el señor Zalachenko el que maltrató a la madre. Según la información que obra en nuestro poder, ella ejercía la prostitución, así que no sería difícil pensar en la existencia de otros posibles autores.

Annika Giannini miró asombrada a Peter Teleborian. Por un segundo pareció haberse quedado muda. Luego intensificó la mirada.

– ¿Puede explicarnos eso? -pidió.

– Lo que quiero decir es que, en la práctica, sólo disponemos de las afirmaciones de Lisbeth Salander.

– ¿Y?

– Para empezar eran dos hermanas. La hermana de Lisbeth, Camilla Salander, nunca ha hecho acusaciones de ese tipo. Ella negó que hubiera malos tratos. Luego, no lo olvidemos, si en realidad hubiesen existido malos tratos de la envergadura que su clienta sostiene, habrían sido reflejados, como es lógico, en los informes de los servicios sociales.

– ¿Existe alguna declaración de Camilla Salander a la que podamos tener acceso?

– ¿Declaración?

– ¿Dispone usted de alguna documentación que demuestre que, efectivamente, se interrogó a Camilla Salander sobre lo ocurrido en su casa?

Lisbeth Salander se rebulló inquieta en su silla al oír el nombre de su hermana. Miró a Annika Giannini por el rabillo del ojo.

– Supongo que los servicios sociales investigaron el caso…

– Hace un momento usted ha afirmado que Camilla Salander nunca dijo que Alexander Zalachenko maltratara a su madre; es más: ha afirmado que ella lo negó. ¿De dónde ha sacado usted ese dato?

De repente, Peter Teleborian se quedó callado unos cuantos segundos. Annika Giannini vio que se le transformó la mirada al darse cuenta de que había cometido un error. Comprendió adonde quería ir a parar ella, pero ya no había manera de evadir la pregunta.

– Creo recordar que quedó claro en el informe policial -acabó diciendo.

– ¿Cree recordar?… Yo, en cambio, he buscado con todas mis ganas el informe de una investigación policial que hable de los acontecimientos ocurridos en Lundagatan cuando Alexander Zalachenko sufrió aquellas severas quemaduras. Lo único que he logrado encontrar han sido los escuetos partes redactados por los agentes allí presentes.

– Es posible…

– Así que me gustaría saber cómo se explica que usted haya leído un informe policial al que esta defensa no ha conseguido acceder.

– No puedo contestar a esa pregunta -dijo Teleborian-. Yo consulté el informe de la investigación cuando hice la evaluación psiquiátrica forense de Lisbeth Salander, inmediatamente después del intento de asesinato de su padre.

– ¿Y el fiscal Ekström también ha podido ver ese informe?

Ekström se rebulló en su silla y se tiró de la perilla. Ya se había dado cuenta de que había subestimado a Annika Giannini. Sin embargo, no tenía ninguna razón para mentir.

– Sí, lo he visto.

– ¿Por qué la defensa no ha tenido acceso a ese material?

– No pensé que fuera relevante para el caso.

– ¿Sería tan amable de decirme cómo ha conseguido ver el informe? Cuando me dirigí a la policía me dijeron, simplemente, que ese informe no existe.

– Fue realizado por la policía de seguridad. Está clasificado.

– ¿Así que la Säpo ha investigado un caso de grave maltrato a una mujer y luego ha decidido clasificar el informe?

– Eso se debió al autor… a Alexander Zalachenko. Era un refugiado político.

– ¿Quién hizo el informe?

Silencio.

– No he oído nada. ¿Quién figuraba como autor del informe?

– Fue redactado por Gunnar Björck, del Departamento de extranjería de la DGP /Seg.

– Gracias. ¿Es el mismo Björck del que mi clienta afirma que colaboró con Peter Teleborian para falsificar la evaluación psiquiátrica que le efectuaron en 1991?

– Supongo que sí.


Annika Giannini se dirigió de nuevo a Peter Teleborian.

– En 1991 el tribunal decidió encerrar a Lisbeth Salander en una clínica psiquiátrica. ¿A qué fue debida esa decisión?

– El tribunal hizo una meticulosa evaluación de los actos cometidos por su clienta y de su estado psíquico; no olvidemos que había intentado matar a su padre con una bomba incendiaria. No se trata de una actividad a la que se dediquen los adolescentes normales, al margen de que lleven tatuajes o no.

Peter Teleborian sonrió educadamente.

– ¿Y en qué se basó el tribunal? Si lo he entendido bien, tenían una sola evaluación psiquiátrica en la que basarse. Había sido redactada por usted y un policía llamado Gunnar Björck.

– Señora Giannini: eso trata sobre las teorías conspirativas de la señorita Salander. Aquí tengo que…

– Perdone, pero aún no he formulado la pregunta -dijo Annika Giannini para, a continuación, dirigirse de nuevo a Holger Palmgren-: Holger, estábamos hablando de que viste al jefe del doctor Teleborian, el médico jefe Caldin.

– Sí. Yo acababa de ser nombrado tutor de Lisbeth Salander. Todavía no la conocía; tan sólo me había cruzado con ella un par de veces. Como a todos los demás, me dio la impresión de que, psíquicamente, estaba muy enferma. Pero como iba a ser su tutor, deseaba informarme sobre su estado general de salud.

– ¿Y qué te dijo el doctor Caldin?

– Pues que era la paciente del doctor Teleborian. El doctor Caldin no le había dedicado ninguna atención especial; tan sólo las habituales evaluaciones y cosas así. Hasta pasado un año no empecé a hablar de cómo rehabilitarla para volver a integrarla en la sociedad. Yo propuse una familia de acogida. No sé exactamente qué ocurrió en Sankt Stefan, pero, de repente, un día, cuando Lisbeth llevaba más de un año allí, el doctor Caldin empezó a interesarse por ella.

– ¿Y cómo se manifestó ese interés?

– Me dio la sensación de que él hizo otra evaluación distinta a la del doctor Teleborian. En una ocasión me contó que había decidido cambiar su tratamiento. No me di cuenta hasta más tarde de que se refería a lo que aquí se ha venido llamando «inmovilización». Caldin decidió, simplemente, que ella no fuera inmovilizada; que no había razones para hacerlo.

– Entonces, ¿se puso en contra del doctor Teleborian?

– Perdone, pero está usted hablando de oídas -objetó Ekström.

– No -dijo Holger Palmgren-. No hablo de oídas; le pedí que me redactara un escrito para ver cómo se podría volver a integrar a Lisbeth Salander en la sociedad. Y el doctor Caldin me lo entregó. Todavía lo conservo.

Le dio un papel a Annika Giannini.

– ¿Puedes contarnos lo que pone aquí?

– Es una carta del doctor Caldin dirigida a mí. Está fechada en octubre de 1992, o sea, cuando Lisbeth Salander ya llevaba veinte meses en Sankt Stefan. En la carta el doctor Caldin escribe expresamente que (cito) «mi decisión de que no se inmovilice a la paciente ni se la alimente a la fuerza ha tenido también como resultado visible que ella esté tranquila. No hay necesidad de psicofármacos. Sin embargo, la paciente se muestra extremadamente cerrada y poco comunicativa, y necesita más medidas de apoyo». Fin de la cita.

– O sea, que deja bien patente que se trata de una decisión suya.

– Correcto. También fue el doctor Caldin en persona el que tomó la decisión de que Lisbeth se integrara en la sociedad a través de una familia de acogida.

Lisbeth asintió. Se acordaba del doctor Caldin de la misma manera que se acordaba de todos los detalles de su estancia en Sankt Stefan. Se había negado hablar con él: era un loquero, otro más de la lista de batas blancas que querían hurgar en sus sentimientos. Pero fue amable y bondadoso. Ella estuvo en su despacho y lo escuchó cuando él le contó lo que opinaba de ella.

A Caldin pareció dolerle cuando ella se negó a dirigirle la palabra. Al final, Lisbeth lo miró a los ojos y le explicó su decisión:

– Jamás hablaré contigo ni con ningún otro loquero. No escucháis lo que digo. Podéis tenerme encerrada aquí hasta el día en que me muera. No va a cambiar nada. No hablaré con vosotros.

Lleno de asombro, el doctor Caldin la miró a los ojos. Luego asintió con la cabeza como si se hubiese dado cuenta de algo.

– Doctor Teleborian… Constato que fue usted quien encerró a Lisbeth Salander en una clínica psiquiátrica. Fue usted el que aportó al tribunal ese informe que constituyó la única base para que se tomara esa decisión. ¿Es correcto?

– Es correcto en lo que se refiere a los hechos. Pero yo opino que…

– Luego tendrá tiempo de sobra para expresar su opinión. Cuando Lisbeth Salander estaba a punto de cumplir dieciocho años, usted volvió a intervenir en su vida e intentó de nuevo que la encerraran en una clínica.

– En aquella ocasión no fui yo el que hizo la evaluación médica forense…

– Cierto: el informe fue redactado por un tal doctor Jesper H. Löderman, quien, casualmente, era uno de sus doctorandos por aquel entonces. Usted fue el director de su tesis; por lo tanto, que el informe fuese aprobado dependía de usted.

– No hay nada que no fuera ético ni correcto en esas evaluaciones. Se hicieron respetando todas las reglas del juego.

– Ahora Lisbeth Salander tiene veintisiete años y, por tercera vez, nos encontramos con que intenta convencer al tribunal de que ella está psíquicamente enferma y de que debe ser ingresada en un centro psiquiátrico.

El doctor Peter Teleborian inspiró profundamente. Annika Giannini venía bien preparada; lo había sorprendido con una serie de insidiosas preguntas en las que había conseguido tergiversar sus respuestas. Ella, además, no se había dejado seducir por sus encantos e ignoró por entero su autoridad. Él estaba acostumbrado a que la gente asintiera de forma aprobatoria cuando hablaba.

¿Qué es lo que sabe?

Miró de reojo al fiscal Ekström, pero se percató de que de ése era mejor no esperar ninguna ayuda. Tenía que capear el temporal él sólito.

Se recordó a sí mismo que, a pesar de todo, él era toda una autoridad.

Da igual lo que ella diga. Lo que cuenta es mi evaluación.

Annika Giannini cogió el informe psiquiátrico forense de la mesa.

– Echemos un vistazo a su último informe. Dedica bastante energía a analizar la vida espiritual de Lisbeth Salander. Una buena parte de este informe se ocupa de las interpretaciones que usted ha hecho sobre su persona, su comportamiento y sus hábitos sexuales.

– Intenté ofrecer una visión general.

– Muy bien. Y partiendo de esa visión general llega usted a la conclusión de que Lisbeth Salander sufre de esquizofrenia paranoide.

– Bueno, no quería ceñirme a un diagnóstico demasiado exacto.

– Pero usted no llegó a esa conclusión hablando con Lisbeth Salander, ¿a que no?

– Sabe usted muy bien que su clienta se niega a contestar cuando yo o cualquier otra autoridad intentamos hablar con ella. Ese comportamiento resulta, ya de por sí, bastante elocuente. Se puede interpretar como que los rasgos paranoicos de la paciente se manifiestan con tanta intensidad que es incapaz, literalmente, de llevar una sencilla conversación con una persona de cierta autoridad. Piensa que todo el mundo quiere hacerle daño y se siente tan amenazada que se encierra en su impenetrable caparazón y se queda muda.

– Advierto que se expresa usted con sumo cuidado. Ha dicho que ese comportamiento «se puede interpretar como…».

– Sí, es verdad: me expreso con prudencia. La psiquiatría no es una ciencia exacta y debo tener cuidado con mis conclusiones, si bien es cierto que los psiquiatras no hacemos suposiciones a la ligera.

– Tiene usted mucho cuidado en cubrirse las espaldas, cuando lo que sucede, en realidad, es que no ha intercambiado ni una sola palabra con mi clienta desde la noche en que cumplió trece años, puesto que ella, con gran coherencia por su parte, se niega a hablar con usted.

– No sólo conmigo. No es capaz de entablar una conversación con ningún psiquiatra.

– Eso significa, tal y como escribe usted aquí, que sus conclusiones se basan en su experiencia profesional y en la observación de mi clienta.

– Correcto.

– ¿Y qué conclusiones se pueden sacar observando a una chica que está sentada y cruzada de brazos y que se niega a hablar?

Peter Teleborian suspiró y, con un gesto en su rostro, dio a entender que le resultaba muy cansado tener que explicar obviedades. Sonrió.

– De una paciente que permanece callada sólo se puede sacar la conclusión de que se trata de una paciente que es buena en el arte de permanecer callada. Eso es, ya de por sí, un comportamiento perturbado, pero yo no baso mis conclusiones en eso.

– Esta tarde llamaré a declarar a otro psiquiatra. Se llama Svante Branden, es médico jefe de la Dirección Nacional de Medicina Forense y especialista en psiquiatría forense. ¿Lo conoce usted?

Peter Teleborian volvió a sentirse seguro. Sonrió. Había dado por hecho que Giannini iba a llamar a otro psiquiatra para intentar cuestionar sus conclusiones. Era una situación para la que ya venía preparado; podría confrontar, palabra por palabra y sin ningún tipo de problema, cada objeción que se le hiciera. Sería incluso más fácil tratar el tema con un compañero de profesión en una distendida disputa entre colegas que con alguien como Annika Giannini, que no tenía ninguna clase de inhibición y que estaba dispuesta a burlarse de sus palabras.

– Sí. Es un psiquiatra forense de reconocido prestigio. Pero debe entender, señora Giannini, que hacer una evaluación de este tipo es un proceso académico y científico. Usted puede estar en desacuerdo con mis conclusiones, y hasta es posible que otro psiquiatra interprete un comportamiento o un acontecimiento de una manera distinta a como lo haría yo. Se trata de diferentes puntos de vista o, tal vez, incluso, de hasta qué punto conoce un médico a su paciente. Quizá él llegue a una conclusión completamente distinta sobre Lisbeth Salander. No sería nada raro dentro de la psiquiatría.

– No lo he llamado para eso. No ha visto ni examinado a Lisbeth Salander y no va a sacar ninguna conclusión sobre su estado psíquico.

– Ah…

– Le he pedido que lea su informe y toda la documentación que usted ha aportado sobre Lisbeth Salander y que le eche un vistazo al historial de los años en los que estuvo ingresada en Sankt Stefan. Le he pedido que haga una evaluación, no sobre el estado de salud de mi clienta, sino sobre si, desde un punto de vista estrictamente científico, las conclusiones a las que usted ha llegado se sostienen.

Peter Teleborian se encogió de hombros.

– Con todos mis respetos… creo que tengo mejores conocimientos sobre Lisbeth Salander que ningún otro psiquiatra del país. He seguido su evolución desde que tenía doce años y, por desgracia, mis conclusiones han sido siempre confirmadas por su comportamiento.

– Muy bien -dijo Annika Giannini-. Entonces veamos esas conclusiones. Dice usted en su informe que el tratamiento se interrumpió cuando ella tenía quince años y fue destinada a una familia de acogida.

– Correcto. Fue un grave error. Si hubiésemos podido terminar el tratamiento, quizá hoy no estaríamos aquí.

– ¿Quiere usted decir que si hubiese tenido posibilidad de mantenerla inmovilizada con correas un año más, tal vez se habría vuelto más dócil?

– Ese ha sido un comentario de muy mal gusto.

– Le pido disculpas. Cita extensamente el informe que su doctorando, Jesper H. Löderman, realizó cuando Lisbeth Salander estaba a punto de cumplir dieciocho años. Escribe usted que «el abuso de alcohol y drogas, así como la promiscuidad a la que ella se ha entregado desde que salió de Sankt Stefan, no hacen sino confirmar su comportamiento autodestructivo y antisocial». ¿A qué se refiere con eso?

Peter Teleborian permaneció callado durante unos segundos.

– Bueno… déjeme que haga memoria. Desde que se le dio el alta de Sankt Stefan, Lisbeth Salander tuvo, tal y como yo predije, problemas con el alcohol y las drogas. Fue detenida por la policía en repetidas ocasiones. Además, un informe de los servicios sociales determinó que mantenía, sin ningún tipo de control, relaciones sexuales con hombres mayores, y que era muy probable que se dedicara a la prostitución.

– Analicemos eso. Dice usted que abusaba del alcohol. ¿Con qué frecuencia se emborrachaba?

– ¿Perdón?

– ¿Estaba borracha todos los días desde que salió de Sankt Stefan y hasta que cumplió los dieciocho años? ¿Se emborrachaba una vez por semana?

– Eso, como usted comprenderá, no lo sé.

– Pero ha dado por sentado que abusaba del alcohol…

– Era menor de edad y, en repetidas ocasiones, fue detenida en estado de embriaguez por la policía.

– Es la segunda vez que comenta que fue detenida en repetidas ocasiones. ¿Cuántas veces ocurrió? ¿Una vez por semana… una vez cada dos semanas…?

– No, no tantas…

– Lisbeth Salander fue detenida por embriaguez en dos ocasiones cuando contaba, respectivamente, dieciséis y diecisiete años de edad. En una de ellas se encontraba tan borracha que la llevaron al hospital. Esas son todas las «repetidas ocasiones» a las que usted se refiere. ¿Estuvo borracha algún día más?

– No lo sé, pero uno puede sospechar que su comportamiento…

– Perdone, ¿he oído bien? No sabe si en toda su adolescencia estuvo ebria en más de dos ocasiones, pero sospecha que así fue. Y, aun así, se atreve a afirmar que Lisbeth Salander se encuentra en un círculo vicioso de alcohol y drogas.

– Bueno, ésas fueron las conclusiones de los servicios sociales. No las mías. Se trataba de ver en su conjunto la situación en la que Lisbeth Salander se encontraba. Como cabía esperar, desde que se le interrumpió el tratamiento y su vida se convirtió en un círculo vicioso de alcohol, intervenciones policiales y una descontrolada promiscuidad, su pronóstico no resultaba nada alentador.

– ¿A qué se refiere con lo de «descontrolada promiscuidad»?

– Sí… Es un término que indica que no tenía control sobre su propia vida. Mantenía relaciones sexuales con hombres mayores.

– Eso no es ilegal.

– No, pero es un comportamiento anormal para una chica de dieciséis años. De modo que nos podemos preguntar si mantenía esas relaciones por su propia voluntad o si era coaccionada.

– Pero usted afirmó que era prostituta.

– Quizá fuera una consecuencia lógica de su falta de formación, de su incapacidad para asimilar las enseñanzas del colegio y, por lo tanto, de continuar con sus estudios, y de la dificultad para encontrar un trabajo. Es posible que viera a esos hombres mayores como figuras paternales y que las recompensas económicas por los servicios sexuales prestados las viera tan sólo como una bonificación extra. En cualquier caso, lo considero un comportamiento neurótico.

– ¿Quiere decir que una chica de dieciséis años que mantiene relaciones sexuales es una neurótica?

– Está tergiversando mis palabras.

– Pero ¿no sabe si ella recibió alguna vez una recompensa económica por sus servicios sexuales?

– Nunca la detuvieron por prostitución.

– Algo por lo que difícilmente podrían haberla detenido, ya que no constituye delito.

– Eh, sí; eso es verdad. Pero en su caso se trata de un compulsivo comportamiento neurótico.

– Y partiendo de ese pobre material no ha dudado ni un instante en sacar la conclusión de que Lisbeth Salander es una enferma mental. Cuando yo tenía dieciséis años cogí una cogorza de muerte bebiéndome media botella de vodka que le robé a mi padre. ¿Quiere eso decir que soy una enferma mental?

– No, claro que no.

– ¿No es cierto que usted mismo, en Uppsala, cuando tenía diecisiete años, estuvo en una fiesta en la que se emborrachó tanto que se fue con un grupo al centro y todos juntos se pusieron a romper cristales en una plaza? ¿Y no es menos cierto que lo detuvo la policía, lo metieron en el calabozo hasta que se le pasó la borrachera y luego le pusieron una multa?

Peter Teleborian pareció quedarse perplejo.

– ¿A que sí?

– Sí… Uno hace tantas tonterías cuando se tienen diecisiete años… Pero…

– Pero eso no le indujo a deducir que sufría una grave enfermedad mental, ¿verdad?


Peter Teleborian estaba irritado. Esa maldita… abogada tergiversaba constantemente sus palabras y se centraba en detalles insignificantes. Se negaba a ver el caso en su conjunto. Insertaba razonamientos por completo irrelevantes, como lo de que él se había emborrachado… ¿Cómo diablos se había enterado ella de eso? Carraspeó y alzó la voz.

– Los informes de los servicios sociales resultaron inequívocos y confirmaron en todo lo esencial que Lisbeth Salander llevaba una vida que giraba en torno al alcohol, las drogas y la promiscuidad. Los servicios sociales también dejaron claro que Lisbeth Salander era prostituta.

– No. Los servicios sociales nunca afirmaron que ella fuera prostituta.

– Fue detenida en…

– No. No fue detenida. La cachearon en una ocasión, cuando contaba diecisiete años, porque la sorprendieron en Tantolunden en compañía de un hombre considerablemente mayor. Durante el mismo año fue detenida por embriaguez. En esa ocasión también se encontraba acompañada de un hombre bastante mayor. Los servicios sociales temían que quizá se dedicara a la prostitución. Pero nunca ha salido a la luz ninguna prueba que confirme esa sospecha.

– Tenía una vida sexual muy libertina en la que mantenía relaciones con una gran cantidad de personas, tanto chicos como chicas.

– En su informe, cito de la página cuatro, usted se detiene en los hábitos sexuales de Lisbeth Salander. Sostiene que su relación con su amiga Miriam Wu confirma los temores de que padeciera una psicopatía sexual. ¿Podría ser más explícito?

De repente Peter Teleborian se calló.

– Espero sinceramente que no piense defender que la homosexualidad es una enfermedad mental… Ese tipo de afirmaciones podría ser punible.

– No, claro que no. Me refiero a los ingredientes de sadismo sexual de su relación.

– ¿Quiere decir que ella es sádica?

– Yo…

– Tenemos la declaración que la policía le tomó a Miriam Wu. No existía ninguna violencia en su relación.

– Se dedicaban al sexo BDSM y…

– Ahora creo de verdad que se ha pasado leyendo los tabloides. En determinadas ocasiones Lisbeth Salander y su amiga Miriam Wu se entregaban a unos juegos sexuales en los que Miriam Wu ataba a mi clienta y la satisfacía sexualmente. No es ni especialmente raro ni está prohibido. ¿Es por eso por lo que quiere encerrar a mi clienta?

Peter Teleborian hizo un gesto de rechazo con la mano.

– Si me lo permite, le hablaré de mi vida personal: cuando estaba en el instituto me emborraché varias veces. Con dieciséis años cogí una cogorza de campeonato. He probado las drogas. He fumado marihuana y en una ocasión, hará ya unos veinte años, tomé cocaína. Perdí mi virginidad con un compañero de clase cuando tenía quince años, y, con veinte, tuve una relación con un chico que me ataba las manos al cabecero de la cama. Con veintidós años mantuve una relación de varios meses con un hombre que tenía cuarenta y siete… En otras palabras, ¿soy una enferma mental?

– Señora Giannini: está usted frivolizando sobre el tema; sus experiencias sexuales son irrelevantes en este caso.

– ¿Por qué? Cuando leo la evaluación psiquiátrica, por llamarla de alguna manera, que le hizo a Lisbeth Salander me encuentro con que, sacados de su contexto, todos los puntos encajan perfectamente conmigo. ¿Por qué estoy yo sana y Lisbeth Salander es una sádica peligrosa?

– No son ésos los detalles decisivos; usted no ha intentado matar a su padre en dos ocasiones…

– Doctor Teleborian: lo cierto es que no debe usted meterse en con quién se acuesta Lisbeth Salander; eso no es asunto suyo. Como tampoco lo es saber de qué sexo es su pareja o a qué prácticas se entregan en sus relaciones sexuales. Pero, aun así, saca usted de contexto detalles de su vida y los utiliza como pruebas de que ella es una enferma mental.

– La vida escolar de Lisbeth Salander, desde que estaba en primaria, se reduce a una serie de anotaciones en expedientes que hablan de violentos ataques de rabia contra profesores y compañeros de clase.

– Un momento…

De pronto, la voz de Annika Giannini sonó como una rasqueta quitando la capa de hielo de los cristales del coche.

– Mire a mi clienta.

Todos dirigieron la mirada hacia Lisbeth Salander.

– Mi clienta se crió en unas circunstancias familiares terribles, con un padre que, sistemáticamente, durante años, sometió a su madre a graves maltratos.

– Es…

– No me interrumpa. Alexander Zalachenko aterrorizaba a la madre de Lisbeth Salander. Ella no se atrevía a protestar. No se atrevía a ir al médico. No se atrevía a contactar con un centro de acogida de mujeres. La fue destrozando poco a poco y al final la maltrató de forma tan brutal que sufrió daños cerebrales irreparables. La persona que tuvo que asumir la responsabilidad, la única persona que intentó asumir la responsabilidad de la familia, mucho antes de ni siquiera llegar a la pubertad, fue Lisbeth Salander. Y lo tuvo que hacer sola, ya que el espía Zalachenko era más importante que la madre de Lisbeth.

– Yo no puedo…

– Nos encontramos, entonces, con que la sociedad abandona a la madre de Lisbeth y a sus hijas. ¿Le sorprende que Lisbeth tuviera problemas en el colegio? Mírela. Es pequeña y flaca. Siempre ha sido la chica más pequeña de la clase. Era retraída y rara y no tenía amigos. ¿Sabe usted cómo suelen tratar los niños a los compañeros de clase que son diferentes?

Peter Teleborian suspiró.

– Puedo volver a mirar los expedientes del colegio y repasar, unos tras otro, los casos en los que Lisbeth dio muestras de violencia -dijo Annika Giannini-; todos ellos estuvieron precedidos por provocaciones. Reconozco muy bien las señales del acoso escolar. ¿Sabe usted una cosa?

– ¿Qué?

– Yo admiro a Lisbeth Salander. Ella es más dura que yo. Si a mí, con trece años, me hubieran inmovilizado con correas durante un año, sin duda me habría derrumbado por completo. Lisbeth devolvió el golpe con la única arma que tenía a su disposición: su desprecio hacia usted. Ella se niega a hablar con usted.

De repente Annika Giannini alzó la voz. Hacía ya tiempo que su nerviosismo se había disipado. Ahora sentía que controlaba la situación.

– En la declaración que hizo usted esta mañana insistió bastante en sus fantasías; dejó bien claro, por ejemplo, que la descripción de Lisbeth sobre la violación cometida por el abogado Bjurman es una fantasía.

– Correcto.

– ¿En qué basa esa conclusión?

– En mi experiencia de cómo ella suele fantasear.

– Su experiencia de cómo ella suele fantasear… ¿Y cómo sabe usted cuándo fantasea ella? Cuando ella dice que ha pasado trescientos ochenta días, con sus respectivas noches, inmovilizada con unas correas, ¿es, según su opinión, una fantasía, a pesar de que su propio historial demuestre que su afirmación es cierta?

– Eso es otra cosa. No existe ni el menor atisbo de prueba forense que demuestre que Bjurman violara a Lisbeth Salander. Quiero decir que unas agujas en los pezones y esa violencia tan grave de la que habla habrían necesitado, sin duda, un traslado urgente en ambulancia al hospital… Es obvio que eso no pudo haber tenido lugar.

Annika Giannini se dirigió al juez Iversen.

– He pedido que se me facilitara un proyector para hacer una presentación visual de un DVD…

– Ahí lo tiene -dijo Iversen.

– ¿Podemos correr las cortinas?

Annika Giannini abrió su PowerBook y conectó los cables del proyector. Se volvió hacia su clienta.

– Lisbeth, vamos a ver una película. ¿Estás preparada?

– Ya lo he vivido -dijo Lisbeth secamente.

– ¿Y me das tu consentimiento para que la enseñe?

Lisbeth Salander asintió. No hacía más que mirar fijamente a Peter Teleborian.

– ¿Puedes contarnos cuándo se grabó esta película?

– El 7 de marzo de 2003.

– ¿Y quién la grabó?

– Yo. Usé una cámara oculta, uno de esos equipos estándar de Milton Security.

– ¡Un momento! -gritó el fiscal Ekström-. ¡Esto empieza a parecer un circo!

– ¿Qué es lo que vamos a ver? -quiso saber el juez Iversen, empleando un tono severo.

– Peter Teleborian afirma que lo relatado por Lisbeth Salander es una fantasía. Yo voy a demostrar, en cambio, con un documento gráfico, que es verdadero palabra por palabra. La película tiene noventa minutos; mostraré tan sólo ciertos pasajes. Advierto que contiene algunas escenas desagradables.

– ¿Es esto algún tipo de truco? -preguntó Ekström.

– Hay una buena manera de averiguarlo -respondió Annika Giannini y metió el DVD en el ordenador.

– Ni siquiera te enseñaron las horas en el colegio -dijo a modo de saludo el abogado Bjurman con desabrido tono.

Al cabo de nueve minutos, el juez Iversen golpeó la mesa con la maza justo en el momento en que el abogado Nils Bjurman quedaba inmortalizado para la posteridad al introducir violentamente un consolador en el ano de Lisbeth Salander. Annika Giannini había puesto el volumen bastante alto. Los gritos medio apagados que Lisbeth dejaba escapar a través de la cinta adhesiva que cubría su boca resonaron en toda la sala.

– ¡Quite la película! -dijo Iversen con un tono de voz muy alto y firme.

Annika Giannini pulsó la tecla de stop. Se encendieron las luces. El juez Iversen se había sonrojado. El fiscal Ekström se había quedado petrificado. Peter Teleborian estaba lívido.

– Abogada Giannini, ¿qué duración ha dicho que tiene esa película? -preguntó el juez Iversen.

– Noventa minutos. La violación propiamente dicha tuvo lugar repetidamente a lo largo de unas cinco o seis horas; no obstante, mi clienta recuerda de forma muy vaga la violencia de las últimas horas.

Annika Giannini se volvió hacia Peter Teleborian.

– Aunque sí está la escena en la que Bjurman atraviesa el pezón de mi clienta con una aguja y que el doctor Teleborian sostiene que es una muestra más de la exagerada fantasía de Lisbeth Salander. Tiene lugar en el minuto setenta y dos y estoy dispuesta a mostrar esa escena ahora mismo.

– Gracias, pero no va a ser necesario -dijo Iversen-. Señorita Salander…

Se quedó callado un segundo sin saber cómo continuar.

– Señorita Salander, ¿por qué grabó usted esa película?

– Bjurman ya me había violado una vez, pero quería más. En aquella primera ocasión el muy asqueroso me obligó a hacerle una mamada. Creí que me obligaría a hacerle lo mismo una vez más, de modo que pensé que así podría conseguir unas pruebas lo suficientemente buenas como para poder chantajearlo y mantenerlo alejado de mí. Lo juzgué mal.

– Pero teniendo una documentación tan… tan convincente, ¿por qué no puso una denuncia policial por grave violación?

– Yo no hablo con policías -contestó Lisbeth Salander con voz monótona.


De repente, Holger Palmgren se levantó de la silla de ruedas. Se apoyó contra el borde de la mesa. Su voz sonó muy clara:

– Por principio, nuestra clienta no habla con policías ni con ninguna otra autoridad estatal ni, sobre todo, con los psiquiatras. La razón es muy sencilla: desde que era niña intentó, una y otra vez, hablar con policías, psicólogos y las autoridades que fueran para explicar que su madre era maltratada por Alexander Zalachenko. En todas esas ocasiones fue castigada porque los funcionarios del Estado habían decidido que Zalachenko era más importante que Salander.

Carraspeó y siguió.

– Y cuando al final se dio cuenta de que nadie la escuchaba, la única salida que le quedó para intentar salvar a su madre fue la de utilizar la violencia contra Zalachenko. Y entonces ese cabrón que se llama a sí mismo doctor -señaló con el dedo a Teleborian- redacta un falso informe psiquiátrico que la declara mentalmente enferma y que le brinda la posibilidad de tenerla amarrada a una camilla de Sankt Stefan durante trescientos ochenta días. ¡Qué asco!

Palmgren se sentó. Iversen pareció sorprenderse por el exabrupto que acababa de soltar Palmgren. Se dirigió a Lisbeth Salander.

– Tal vez quiera usted descansar…

– ¿Por qué? -preguntó Lisbeth.

– De acuerdo, prosigamos. Abogada Giannini: la película será examinada. Quiero un informe técnico que certifique su autenticidad. Pero continuemos…

– Con mucho gusto. A mí también me resulta muy desagradable todo esto. Pero la verdad es que mi clienta ha sido víctima de abuso físico, psicológico y judicial. Y la persona que más culpa tiene en todo esto es Peter Teleborian. Traicionó su juramento hipocrático y traicionó a su paciente. Junto con Gunnar Björck, colaborador de un grupo ilegal de la policía de seguridad, redactó un informe psiquiátrico pericial con el propósito de encerrar a una testigo difícil. Creo que este caso debe de ser único en la historia jurídica sueca.

– Esas acusaciones son tremendas -dijo Peter Teleborian-. Yo he intentado ayudar a Lisbeth Salander de la mejor manera que he sabido. Ella intentó matar a su padre. Resulta obvio que algo le pasaba…

Annika Giannini lo interrumpió.

– Ahora me gustaría atraer la atención del tribunal con el segundo informe psiquiátrico pericial que el doctor Teleborian realizó sobre mi clienta, el mismo informe que se ha presentado hoy en esta sala. Yo afirmo que es falso, al igual que la falsificación de 1991.

– ¡Pero bueno, esto es…!

– Juez Iversen, ¿puede pedirle al testigo que deje de interrumpirme?

– Señor Teleborian…

– Ya me callo. Pero estas acusaciones son inauditas. No le extrañe que me indigne…

– Señor Teleborian, guarde silencio hasta que se le haga una pregunta. Prosiga, abogada Giannini.

– Este es el informe psiquiátrico pericial que el doctor Teleborian le ha presentado al tribunal. Se basa en las llamadas observaciones que se le realizaron a mi clienta, las cuales tuvieron lugar, en teoría, a partir del mismo momento en que la trasladaron a la prisión de Kronoberg, el 6 de junio, y hasta, supuestamente, el 5 de julio.

– Sí, así lo tengo entendido -dijo el juez Iversen.

– Doctor Teleborian, ¿es cierto que no tuvo usted ninguna posibilidad de realizarle a mi clienta alguna prueba u observación antes del 6 de junio? Como ya sabemos, ella estuvo aislada en el hospital de Sahlgrenska hasta ese mismo día…

– Sí.

– Durante el tiempo que mi clienta permaneció en el Sahlgrenska, usted intentó hablar con ella en dos ocasiones. En ambas le negaron el acceso. ¿Es eso cierto?

– Sí.

Annika Giannini abrió de nuevo su maletín y sacó un documento. Rodeó la mesa y se lo entregó al juez Iversen.

– Muy bien -asintió Iversen-. Esta es una copia del informe del doctor Teleborian. ¿Qué se supone que va a demostrar este documento?

– Quiero llamar a dos testigos que están esperando en la puerta del tribunal.

– ¿Quiénes son esos testigos?

– Mikael Blomkvist, de la revista Millennium, y el comisario Torsten Edklinth, jefe del Departamento de protección constitucional de la policía de seguridad.

– ¿Y están esperando ahí fuera?

– Sí.

– Hágalos entrar -dijo el juez Iversen.

– Eso es antirreglamentario -protestó el fiscal Ekström, que llevaba un largo rato callado.


Prácticamente en estado de shock, Ekström se había dado cuenta de que Annika Giannini estaba a punto de fulminar a su testigo clave. La película resultaba demoledora. Iversen ignoró a Ekström y, con la mano, le hizo una seña al conserje para que abriera la puerta. Mikael Blomkvist y Torsten Edklinth entraron en la sala.

– Quiero llamar, en primer lugar, a Mikael Blomkvist.

– Entonces tendré que pedirle a Peter Teleborian que se retire un momento.

– ¿Ya han terminado ustedes conmigo? -preguntó Teleborian.

– No, ni de lejos -dijo Annika Giannini.

Mikael Blomkvist ocupó el lugar de Teleborian en el banquillo de los testigos. El juez pasó rápidamente por todas las formalidades y Mikael pronunció las palabras por las que juraba decir toda la verdad.

Annika Giannini se acercó a Iversen y le pidió que le devolviera el informe que le acababa de entregar. Acto seguido, se lo dio a Mikael.

– ¿Has visto este documento con anterioridad?

– Sí, lo he visto. Tengo tres versiones en mi poder. La primera me la dieron alrededor del 12 de mayo, la segunda el 19 de mayo y la tercera, que es ésta, el 3 de junio.

– ¿Puedes contarnos cómo conseguiste esta copia?

– Lo recibí en calidad de periodista; me la dio una fuente que no voy a revelar.

Lisbeth Salander miró fijamente a Peter Teleborian: estaba lívido.

– ¿Qué hiciste con el informe?

– Se lo di a Torsten Edklinth, del Departamento de protección constitucional.

– Gracias, Mikael. Me gustaría llamar ahora a Torsten Edklinth -dijo Annika Giannini, volviendo a coger el informe. Se lo dio a Iversen, que lo sostuvo en la mano, pensativo.

Se repitió el procedimiento del juramento.

– Comisario Edklinth, ¿es correcto afirmar que Mikael Blomkvist le dio un informe psiquiátrico pericial sobre Lisbeth Salander?

– Sí.

– ¿Cuándo lo recibió?

– Se registró en la DGP /Seg con fecha de 4 de junio.

– ¿Y se trata del mismo informe que acabo de entregarle al juez Iversen?

– Si mi firma figura al dorso, se trata del mismo informe.

Iversen le dio la vuelta al documento y constató que la firma de Torsten Edklinth se encontraba allí.

– Comisario Edklinth, ¿puede usted explicarme cómo es posible que reciba en mano un informe psiquiátrico pericial sobre una persona que sigue aislada en el hospital de Sahlgrenska?

– Sí, puedo.

– Cuéntenoslo.

– El informe psiquiátrico pericial de Peter Teleborian es una falsificación que él redactó en colaboración con una persona llamada Jonas Sandberg, al igual que hizo en 1991 con la ayuda de Gunnar Björck.

– Eso es mentira -protestó ligeramente Teleborian.

– ¿Es mentira? -preguntó Annika Giannini a Torsten Edklinth.

– No, en absoluto. Quizá deba mencionar que Jonas Sandberg es una de las aproximadamente diez personas que han sido detenidas hoy por decisión del fiscal general del Estado. Está detenido por haber participado en el asesinato de Gunnar Björck. Forma parte de un grupo ilegal que ha operado dentro de la policía de seguridad y que ha protegido a Alexander Zalachenko desde los años setenta. Se trata de la misma banda que anduvo detrás de la decisión de encerrar a Lisbeth Salander en 1991. Tenemos abundantes pruebas, al igual que la confesión del jefe de ese grupo.

Un silencio sepulcral se extendió por toda la sala.

– ¿Desea el señor Peter Teleborian comentar algo al respecto? -quiso saber Iversen.

Teleborian negó con la cabeza.

– En ese caso, le comunico que va a ser denunciado por perjurio y es muy posible que también por otros cargos -dijo el juez Iversen

– Con la venia… -intervino Mikael Blomkvist.

– ¿Sí? -preguntó Iversen.

– Peter Teleborian tiene problemas más grandes que ésos. En la puerta hay dos policías que quieren llevárselo para interrogarlo.

– ¿Me está pidiendo que los haga pasar? -preguntó el juez Iversen

– Creo que sería una buena idea.

Iversen le hizo una seña al conserje con la mano para que dejara entrar a la inspectora Sonja Modig y a una mujer que el fiscal Ekström reconoció enseguida. Su nombre era Lisa Collsjö, inspectora de la brigada de asuntos especiales, una unidad de la Dirección General de la Policía cuya misión, entre otras cosas, era ocuparse de los abusos sexuales cometidos contra los niños y de los delitos de pornografía infantil.

– Bien, ¿a qué se debe su presencia aquí?

– Hemos venido a detener a Peter Teleborian, siempre y cuando eso no interfiera en el desarrollo de esta vista oral.

Iversen miró de reojo a Annika Giannini.

– Todavía no he terminado del todo con él, pero vale.

– Adelante -dijo Iversen.

Lisa Collsjö se acercó a Peter Teleborian.

– Queda usted detenido por cometer un delito grave contra la ley de pornografía infantil.

Peter Teleborian se quedó mudo. Annika Giannini constató que toda la luz que pudiera haber en sus ojos se había apagado por completo.

– Concretamente, por tenencia de más de ocho mil fotografías de pornografía infantil en su ordenador.

Se inclinó hacia delante y cogió el maletín del ordenador portátil que Teleborian llevaba consigo.

– Este ordenador queda confiscado -dijo.

Mientras era conducido fuera de la sala y salía por la puerta del tribunal, la mirada de Lisbeth Salander le abrasó como fuego la espalda.

Capítulo 28 Viernes, 15 de julio – Sábado, 16 de julio

El juez Jörgen Iversen golpeó el borde de la mesa con el bolígrafo para acallar el murmullo que había surgido a raíz del arresto de Peter Teleborian. Luego guardó silencio durante un buen rato, dando evidentes muestras de que no sabía cómo proceder. Se dirigió al fiscal Ekström.

– ¿Tiene algo que añadir a lo que ha sucedido durante la última hora?

Richard Ekström no tenía ni idea de qué decir. Se levantó, miró a Iversen y luego a Torsten Edklinth antes de volver la cabeza y encontrarse con la implacable mirada de Lisbeth Salander. Comprendió que la batalla ya estaba perdida. Dirigió la mirada a Mikael Blomkvist y se dio cuenta, con repentino terror, de que también corría el riesgo de acabar apareciendo en la revista Millennium… Algo que sería una verdadera catástrofe.

Lo cierto era que no comprendía lo que había ocurrido; cuando se inició el juicio, entró con la certeza de que controlaba todos los entresijos de la historia.

Tras las numerosas y sinceras conversaciones previamente mantenidas con el comisario Georg Nyström, había conseguido entender el delicado equilibrio que la seguridad del reino requería. Le aseguraron que el informe que se hizo sobre Salander en 1991 era una falsificación. Le proporcionaron la información inside que él necesitaba. Hizo muchas preguntas -cientos de preguntas- y se las contestaron todas. Un engaño. Y ahora Nyström, según la abogada Giannini, se hallaba detenido. Había confiado en Peter Teleborian, que le había parecido tan… tan competente y tan preparado. Tan convincente.

Dios mío. ¿En qué lío me he metido?

Y luego:

¿Cómo coño voy a salir de él?

Se pasó la mano por la barba. Carraspeó. Se quitó lentamente las gafas.

– Lo lamento, pero parece ser que me han informado mal sobre unos importantes aspectos de esta investigación.

Se estaba preguntando si podría echarles la culpa a los policías investigadores y le vino a la mente el inspector Bublanski. Pero él jamás lo apoyaría. Si Ekström diera un paso en falso, Bublanski convocaría una rueda de prensa. Lo hundiría.

La mirada de Ekström se cruzó con la de Lisbeth Salander. Ella aguardaba pacientemente con una mirada que revelaba tanto curiosidad como deseo de venganza.

Sin contemplaciones.

Pero todavía podría conseguir que la declararan culpable por el delito de lesiones graves de Stallarholmen. Y probablemente pudiera lograr que la condenaran por el intento de homicidio de su padre en Gosseberga. Eso significaba que se vería obligado a cambiar toda su estrategia sobre la marcha y dejar todo lo que tuviera que ver con Peter Teleborian. Y eso, a su vez, significaba que todas esas afirmaciones que aseguraban que ella era una loca psicópata se vendrían abajo; y también quería decir que la versión de Lisbeth se reforzaría hasta llegar a 1991. Toda su declaración de incapacidad se desmoronaría y con eso…

Y tenía esa maldita película que…

Acto seguido cayó en la cuenta.

¡Dios mío! ¡Es inocente!

– Señor juez: no sé lo que ha ocurrido, pero acabo de darme cuenta de que ni siquiera me puedo fiar ya de los papeles que tengo en la mano.

– ¿No? -dijo Iversen en un tono seco.

– Creo que me voy a tener que ver obligado a pedir una pausa o que el juicio se interrumpa hasta que me haya dado tiempo a averiguar con exactitud qué es lo que ha ocurrido.

– ¿Señora Giannini? -dijo Iversen.

– Exijo que mi clienta sea absuelta de todos los cargos y que sea puesta en libertad inmediatamente. También exijo que el tribunal se pronuncie sobre la declaración de incapacidad de la señorita Salander. Considero que debe ser resarcida del daño que se le ha hecho.

Lisbeth Salander miró al juez Iversen.

Sin contemplaciones.

El juez Iversen le echó un ojo a la autobiografía de Lisbeth Salander. Luego miró al fiscal Ekström.

– Yo también creo que es una buena idea averiguar exactamente qué es lo que ha ocurrido. Pero mucho me temo que usted no es la persona más adecuada para realizar esa investigación.

Meditó un rato.

– En todos los años que llevo de jurista y de juez, jamás he vivido, ni de lejos, una situación jurídica similar a la del caso que nos ocupa. Debo admitir que no sé qué hacer. Ni siquiera había oído hablar de que el testigo principal del fiscal fuera arrestado ante el tribunal, en pleno juicio, y de que lo que parecían ser unas pruebas convincentes resultaran ser unas simples falsificaciones. Sinceramente, no sé lo que quedará de los cargos de la acusación del fiscal en este momento.

Holger Palmgren carraspeó.

– ¿Sí? -preguntó Iversen.

– Como representante de la defensa, no puedo hacer otra cosa que compartir sus opiniones. A veces hay que dar un paso hacia atrás y dejar que la cordura y el sentido común se impongan sobre las formalidades. Quiero señalar que usted, como juez, sólo ha visto el principio de un caso que va a sacudir los cimientos de la Suecia oficial. A lo largo del día de hoy se ha detenido a diez policías de la Säpo. Serán procesados por asesinato y por una serie tan larga de delitos que, sin duda, pasará mucho tiempo antes de que se pueda terminar la investigación.

– Supongo que ahora debería levantar la sesión y hacer una pausa.

– Con todos mis respetos, creo que sería una decisión desafortunada.

– Le escucho.

Obviamente, a Palmgren le costaba encontrar las palabras. Pero hablaba despacio, de modo que no se le trababan.

– Lisbeth Salander es inocente. Su «fantasiosa autobiografía», palabras con las que el señor Ekström ha rechazado con tanto desprecio lo que nuestra clienta ha contado, es, de hecho, la única verdad. Y se puede documentar. Lisbeth ha sido objeto de un escandaloso abuso judicial. Como tribunal, lo que podemos hacer ahora es atenernos a las formalidades y continuar con el juicio hasta que resulte absuelta, o bien… la alternativa es obvia, dejar que una nueva investigación se encargue de todo lo relacionado con Lisbeth Salander. Esa investigación ya está en marcha, pues forma parte de todo este lío que la Fiscalía General tiene ahora ante sí.

– Entiendo lo que quiere decir.

– Como juez que es, usted decide. Lo más sensato en este caso sería no aprobar el sumario del fiscal e instarle a que se fuera a casa e hiciera sus deberes.

El juez Iversen contempló pensativo a Ekström.

– Lo justo es poner en libertad a nuestra clienta a efectos inmediatos. Además, se merece una disculpa, aunque supongo que el desagravio llevará su tiempo y dependerá del resto de la investigación.

– Entiendo su punto de vista, letrado Palmgren. Pero antes de que pueda absolver a su clienta tengo que tener clara toda la historia. Y me temo que eso me llevará un tiempo…

Dudó y contempló a Annika Giannini.

– Si decido suspender el juicio hasta el lunes y les complazco en parte decidiendo que no hay razones para que su clienta permanezca en prisión preventiva, lo que significa que, por lo menos, no se la va a sentenciar a ninguna pena de cárcel, ¿puede usted garantizarme que ella se presentará para continuar el proceso cuando se la llame?

– Por supuesto -respondió Holger Palmgren rápidamente.

– No -dijo Lisbeth Salander con un severo tono de voz.

Todas las miradas se dirigieron hacia la persona protagonista de todo aquel drama.

– ¿Cómo? -preguntó el juez Iversen.

– En cuanto me sueltes, me iré de viaje. No pienso dedicar ni un solo minuto más a este juicio.

El juez Iversen miró asombrado a Lisbeth Salander.

– ¿Se niega usted a presentarse?

– Correcto. Si quieres que conteste a más preguntas, tendrás que mantenerme en prisión preventiva. Desde el mismo instante en que me liberes todo esto será historia para mí. Y eso no incluye estar un indefinido tiempo a tu disposición, ni a la de Ekström, ni a la de un policía.

El juez Iversen suspiró. Holger Palmgren parecía aturdido.

– Estoy de acuerdo con mi clienta -dijo Annika Giannini-. Es el Estado y las autoridades quienes han abusado de Lisbeth Salander, no al revés. Se merece salir por esa puerta con una absolución en la maleta y dejar atrás toda esta historia.

Sin contemplaciones.

El juez Iversen miró su reloj.

– Son poco más de las tres. No me deja más alternativa que la de mantener a su clienta en prisión preventiva.

– Si ésa es su decisión la aceptaremos. Como representante de Lisbeth Salander, exijo que sea absuelta de los delitos de los que la acusa el fiscal Ekström. Exijo que ponga en libertad a mi clienta sin ningún tipo de restricción y a efectos inmediatos. Y exijo que la anterior declaración de incapacidad se anule y que ella recupere de inmediato sus derechos civiles.

– La cuestión de su declaración de incapacidad es un proceso considerablemente más largo. No puedo decidirlo así como así. Necesito primero que los expertos psiquiátricos la examinen y elaboren un informe.

– No -dijo Annika Giannini-. No lo aceptamos.

– ¿Cómo?

– Lisbeth Salander debe tener los mismos derechos civiles que todos los demás suecos. Ha sido víctima de un delito. La declararon incapacitada basándose en documentos falsos; ya lo hemos demostrado. Por lo tanto, la decisión de someterla a tutelaje y administración carece de base legal y debe ser anulada sin condiciones. No hay ninguna razón para que mi clienta se someta a un examen psiquiátrico forense. No hay nada que obligue a nadie a demostrar que no está loco cuando es víctima de un delito.

Iversen meditó el asunto un breve instante.

– Señora Giannini -dijo Iversen-. Me doy cuenta de que esta situación es excepcional. Ahora voy a conceder una pausa de quince minutos para que podamos estirar las piernas y serenarnos un poco. No tengo ningún deseo de mantener esta noche a su clienta en prisión preventiva si es inocente, pero entonces esta sesión de hoy deberá continuar hasta que hayamos terminado.

– Muy bien -dijo Annika Giannini.


En el descanso, Mikael Blomkvist le dio un beso en la mejilla a su hermana.

– ¿Qué tal ha ido?

– Mikael, estuve brillante contra Teleborian. Lo fulminé por completo.

– Ya te dije yo que ibas a ser invencible en este juicio. Al fin y al cabo, esta historia no va de espías y sectas estatales, sino de la violencia que se comete habitualmente contra las mujeres y de los hombres que lo hacen posible. En lo poco que pude verte estuviste fantástica. Lisbeth va a ser absuelta.

– Sí. No hay duda.


Tras el descanso, el juez Iversen golpeó la mesa con la maza.

– ¿Sería usted tan amable de contarme esta historia de principio a fin para que me quede claro qué es lo que realmente ocurrió?

– Con mucho gusto -dijo Annika Giannini-. Empecemos con el asombroso relato de un grupo de policías de seguridad que se hace llamar la Sección y que se ocupó de un desertor soviético a mediados de los años setenta. La historia al completo ha aparecido publicada hoy en la revista Millennium. Algo me dice que esta noche será la principal noticia de todos los informativos.


A eso de las seis de la tarde, el juez Iversen decidió poner a Lisbeth Salander en libertad y anular su declaración de incapacidad.

No obstante, la decisión se tomó con una condición: el juez Jörgen Iversen exigía que Lisbeth Salander se sometiera a un interrogatorio formal en el que diera cuenta de lo que sabía del asunto Zalachenko. Al principio, Lisbeth se negó en redondo. Esa negación indujo a un momento de discusión hasta que el juez Iversen alzó la voz. Se inclinó hacia delante y le clavó una severa mirada.

– Señorita Salander, que yo anule su declaración de incapacidad significa que, a partir de ahora, tiene usted exactamente los mismos derechos que los demás ciudadanos. Pero también significa que tiene las mismas obligaciones. Es decir, que es su maldito deber responsabilizarse de su economía, pagar impuestos, acatar la ley y colaborar con la policía en casos de delitos graves. En otras palabras: la convocaré a prestar declaración como cualquier otra ciudadana que disponga de información útil para una investigación.

La lógica de la argumentación hizo efecto en Lisbeth Salander. Se mordió el labio inferior y pareció disgustarse, pero dejó de discutir.

– Cuando la policía tenga su testimonio, el instructor del sumario, en este caso, la Fiscalía General, considerará si debe llamarla como testigo en un posible y futuro juicio. Como todos los demás ciudadanos suecos, usted podrá negarse a acudir; cómo decida usted actuar no es asunto mío, pero ha de saber que no tiene carta blanca. Si se niega a personarse, podrá, al igual que cualquier persona mayor de edad, ser condenada por desobediencia a la ley o perjurio. No hay excepciones.

Lisbeth Salander se enfurruñó todavía más.

– Usted dirá -concluyó Iversen.

Tras un minuto de reflexión asintió secamente.

De acuerdo, una pequeña concesión.

Durante el repaso del asunto Zalachenko de esa tarde, Annika Giannini atacó duramente al fiscal Ekström. Al cabo de cierto tiempo, el fiscal Ekström admitió que había ocurrido más o menos como Annika Giannini lo relató: recibió la ayuda del comisario Georg Nyström en la instrucción del sumario y aceptó información de Peter Teleborian. En el caso de Ekström no existía ninguna conspiración; como instructor del sumario se había dejado manipular, de buena fe, por la Sección. Cuando realmente comprendió la envergadura del asunto, decidió sobreseer los cargos contra Lisbeth Salander. La decisión significó que se podría prescindir de bastantes formalidades burocráticas. Iversen pareció aliviado.

Holger Palmgren estaba agotado tras su primer día en una sala de tribunal después de muchos años. Tuvo que volver a la cama de la residencia de Ersta. Lo llevó un vigilante uniformado de Milton Security. Antes de irse, puso la mano en el hombro de Lisbeth Salander. Se miraron un rato. Luego, ella asintió y sonrió ligeramente.


A las siete de la tarde, Annika Giannini le hizo una apresurada llamada a Mikael Blomkvist y le comunicó que Lisbeth Salander había sido absuelta de todos los cargos, pero que tendría que permanecer en la jefatura de policía unas cuantas horas más para prestar declaración.

La llamada se produjo cuando todos los colaboradores de Millennium se encontraban en la redacción. Los teléfonos no habían cesado de sonar desde que, a la hora de la comida, empezaron a distribuir, por mensajero, los primeros ejemplares de la revista a las otras redacciones periodísticas de Estocolmo. A lo largo de la tarde, TV4 había emitido en exclusiva las primeras noticias sobre Zalachenko y la Sección. Aquello era una auténtica fiesta mediática.

Mikael se situó en medio de la redacción, se metió los dedos en la boca y silbó.

– Me acaban de avisar de que Lisbeth Salander ha sido absuelta de todos los cargos

Hubo un aplauso espontáneo. Luego todos siguieron hablando por teléfono como si no hubiese pasado nada.

Mikael alzó la vista y se centró en la televisión que había encendida en la sala. El especial informativo de Nyheterna de TV4 acababa de empezar. En los titulares se mostraba un pequeño fragmento de la película en la que se veía a Jonas Sandberg colocando la cocaína en el apartamento de Bellmansgatan.

– En la imagen pueden ustedes observar cómo un funcionario de la Säpo esconde cocaína en casa del periodista Mikael Blomkvist, de la revista Millennium

Acto seguido apareció en imagen la presentadora

– Durante el día de hoy se ha detenido a una decena de agentes de la policía de seguridad acusados de numerosos delitos de gravedad; entre ellos, varios asesinatos. Bienvenidos a este informativo especial que hoy tendrá una duración mayor de lo habitual.

Mikael quitó el sonido justo cuando la de TV4 entró en imagen y se vio a sí mismo sentado en un sillón del estudio. Ya sabía lo que había dicho. Desplazó la mirada hasta la mesa donde Dag Svensson había estado trabajando. No quedaba ni el menor rastro de su reportaje sobre trafficking; el escritorio había vuelto a ser un vertedero de revistas y desorganizados montones de papeles de los que nadie se quería hacer cargo.

Fue en esa misma mesa donde el caso Zalachenko empezó para Mikael. Deseó que Dag Svensson hubiera podido vivir aquel final Algunos ejemplares de su recién impreso libro sobre el trafficking se encontraban ya allí, junto al libro sobre la Sección.

Te habría encantado todo esto.

Oyó que el teléfono de su despacho estaba sonando, pero le dio pereza cogerlo. Cerró la puerta, entró en el despacho de Erika Berger y se dejó caer en uno de los cómodos sillones que había al lado de la mesita, junto a la ventana. Erika estaba hablando por teléfono. Miró a su alrededor. Ya hacía un mes que ella había vuelto, pero aún no había tenido tiempo de abarrotar la estancia con todos esos objetos personales que había recogido cuando dejó su trabajo en abril: tenía vacía la librería y todavía no había colgado ningún cuadro.

– ¿Qué tal? -preguntó Erika cuando colgó.

– Creo que soy feliz -dijo.

Ella se rió.

– La Sección va a arrasar. Están como locos en todas las redacciones. ¿Quieres ir a Aktuellt a las nueve para hacer una entrevista?

– No.

– Me lo imaginaba.

– Vamos a tener que hablar de esto durante meses. No hay prisas.

Ella asintió.

– ¿Qué vas a hacer esta noche?

– No lo sé.

Mikael se mordió el labio inferior.

– Erika… Yo…

– Figuerola -dijo Erika Berger, y sonrió.

Él asintió.

– ¿Va en serio?

– No lo sé.

– Ella está enamoradísima de ti.

– Creo que yo también estoy enamorado de ella -dijo él.

– Me mantendré alejada hasta que lo tengas claro.

Él hizo un gesto afirmativo.

– Bueno, a lo mejor -aclaró ella.


A las ocho, Dragan Armanskij y Susanne Linder llamaron a la puerta de la redacción. Consideraron que el momento exigía champán y traían una bolsa de Systembolaget con botellas. Erika Berger abrazó a Susanne Linder y le enseñó la redacción mientras Armanskij se sentaba en el despacho de Mikael.

Tomaron champán. Nadie dijo nada en un buen rato. Fue Armanskij quien rompió el silencio.

– ¿Sabes, Blomkvist? Cuando nos conocimos a raíz de aquella historia de Hedestad me caíste fatal.

– ¿Sí?

– Subisteis a firmar cuando contrataste a Lisbeth como investigadora.

– Me acuerdo perfectamente.

– Creo que me diste envidia. Hacía tan sólo un par de horas que la conocías y ella ya se reía contigo. Yo llevaba años intentando ser su amigo y ni siquiera logré que sonriera.

– Bueno… yo tampoco he tenido mucho éxito que digamos.

Permanecieron un rato en silencio.

– Qué bien que esto haya acabado -dijo Armanskij.

– Amén -zanjó Mikael.


Fueron los inspectores Jan Bublanski y Sonja Modig los que realizaron el interrogatorio formal de la testigo Lisbeth Salander. No habían hecho más que llegar a sus respectivas casas, después de una jornada laboral particularmente larga, cuando tuvieron que volver casi enseguida a jefatura.

Salander se encontraba acompañada por Annika Giannini, quien, sin embargo, no tuvo que hacer muchos comentarios. Lisbeth Salander contestó con precisión a todas las preguntas que Bublanski y Modig le formularon.

Mintió sistemáticamente respecto a dos cuestiones principales. Al describir lo ocurrido en Stallarholmen se obstinó en mantener que había sido Sonny Nieminen el que, por error, le disparó en el pie a Carl-Magnus «Magge» en el mismo instante en el que ella le daba con una pistola eléctrica. ¿Que de dónde había sacado la pistola eléctrica? Se la había quitado a Magge Lundin, explicó.

Tanto Bublanski como Modig se mostraron escépticos. Pero no existían pruebas ni testigos que pudieran contradecir su explicación. Si acaso, Sonny Nieminen, pero él se negó a pronunciarse sobre el incidente. La verdad era que no tenía ni idea de lo que sucedió unos segundos después de que la descarga de la pistola eléctrica lo dejara K.O.

Por lo que a Gosseberga se refería, Lisbeth explicó que su objetivo había sido ir hasta allí para enfrentarse a su padre y persuadirlo de que se entregara a la policía.

Lisbeth Salander puso carita de inocente.

Nadie podía determinar si decía la verdad o no. Annika Giannini no tenía nada que decir al respecto.

El único que sabía con certeza que Lisbeth Salander había ido hasta Gosseberga con la intención de terminar de una vez por todas sus relaciones con él era Mikael Blomkvist. Pero a él lo habían echado del juicio poco después de que la vista se hubiese retomado. Nadie sabía que él y Lisbeth Salander habían mantenido largas conversaciones nocturnas por Internet mientras ella estuvo aislada en Sahlgrenska.


Los medios de comunicación se perdieron por completo la puesta en libertad de Lisbeth. Si se hubiese conocido la hora, un nutrido grupo de periodistas habría ocupado el edificio de la jefatura de policía. Pero los reporteros estaban agotados tras el caos surgido en esa jornada en la que había salido Millennium y algunos miembros de la Säpo habían sido detenidos por otros miembros de la Säpo.

La de TV4 era la única periodista que, como venía siendo habitual, sabía de qué iba la historia. Su programa, de una hora de duración, se convirtió en un clásico y unos meses después le valió el premio al mejor reportaje informativo de televisión del año.

Sonja Modig sacó a Lisbeth Salander de jefatura. Bajó con ella y Annika Giannini hasta el garaje y luego las llevó al bufete que la abogada tenía en Kungsholms Kyrkoplan. Allí se subieron al coche de Annika Giannini. Antes de arrancar, Annika esperó a que Sonja Modig hubiera desaparecido. Acto seguido enfiló rumbo a Södermalm.

Cuando estaban a la altura del edificio del Riksdag, Annika rompió el silencio.

– ¿Adónde? -preguntó.

Lisbeth reflexionó unos segundos.

– Déjame en Lundagatan.

– Miriam Wu no está.

Lisbeth miró de reojo a Annika Giannini.

– Se fue a Francia poco después de que le dieran el alta en el hospital. Vive con sus padres, si quieres contactar con ella.

– ¿Por qué no me lo has contado?

– No me lo preguntaste.

– Mmm.

– Necesitaba distanciarse de todo. Esta mañana Mikael me ha dado esto y me ha dicho que probablemente quisieras recuperarlo.

Annika le dio un juego de llaves. Lisbeth lo cogió sin pronunciar palabra.

– Gracias. ¿Me puedes dejar entonces en algún sitio de Folkungagatan?

– ¿Ni siquiera a mí me quieres contar dónde vives?

– Otro día. Ahora quiero estar sola.

– Vale.

Annika había encendido su móvil después del interrogatorio, justamente cuando abandonaron el edificio de jefatura de policía. Empezó a pitar cuando pasó Slussen. Miró la pantalla.

– Es Mikael. Ha llamado cada diez minutos más o menos durante las últimas horas.

– No quiero hablar con él.

– De acuerdo. Pero ¿te puedo hacer una pregunta personal?

– Sí.

– ¿Qué es lo que Mikael te ha hecho en realidad para que lo odies tanto? Quiero decir que si no fuera por él, lo más probable es que hoy te hubieran encerrado en el psiquiátrico.

– No odio a Mikael. No me ha hecho nada. Es sólo que ahora mismo no lo quiero ver.

Annika Giannini miró de reojo a su clienta.

– No pienso entrometerme en tus relaciones personales, pero te enamoraste de él, ¿verdad?

Lisbeth miró por la ventanilla lateral sin contestar.

– Por lo que respecta a las relaciones sentimentales, mi hermano es un completo irresponsable. Se pasa la vida follando y no es capaz de ver cuánto daño les puede hacer a las mujeres que lo consideran algo más que un ligue ocasional.

La mirada de Lisbeth se topó con la de Annika.

– No quiero hablar de Mikael contigo.

– Vale -dijo Annika.

Paró el coche junto al bordillo de la acera poco antes de Erstagatan.

– ¿Está bien aquí?

– Sí.

Permanecieron un instante en silencio. Luego Annika apagó el motor.

– ¿Qué pasa ahora? -preguntó Lisbeth.

– Pues lo que pasa es que a partir de ahora ya no estás sometida a tutela administrativa. Puedes hacer lo que te dé la gana. Aunque hoy hemos avanzado mucho en el tribunal, la verdad es que todavía queda bastante papeleo. En la comisión de tutelaje se abrirá una investigación para exigir responsabilidades, y también se hablará de una compensación y cosas por el estilo. Y la investigación criminal seguirá.

– No quiero ninguna compensación. Quiero que me dejen en paz.

– Lo entiendo. Pero mucho me temo que da igual lo que tú pienses. Este proceso va más allá de tus intereses personales. Te aconsejo que te busques un abogado que te pueda representar.

– ¿No quieres seguir siendo mi abogada?

Annika se frotó los ojos. Después de las emociones de ese día se sentía completamente vacía. Quería irse a casa, ducharse y dejar que su marido le masajeara la espalda.

– No lo sé. No confías en mí. Y yo no confío en ti. La verdad es que no tengo ganas de involucrarme en un largo proceso donde sólo me encuentro con frustrantes silencios cuando propongo algo o quiero hablar de alguna cosa.

Lisbeth permaneció callada un largo rato.

– Yo… Las relaciones no se me dan muy bien. Pero la verdad es que confío en ti.

Sonó casi como una excusa.

– Es posible. Pero no es mi problema que se te den fatal las relaciones. Aunque sí lo sería si te vuelvo a representar.

Silencio.

– ¿Quieres que siga siendo tu abogada?

Lisbeth asintió. Annika suspiró.

– Vivo en Fiskargatan 9, al lado de la plaza de Mosebacke. ¿Me puedes llevar hasta allí?

Annika miró a su clienta por el rabillo del ojo. Al final arrancó el motor. Dejó que Lisbeth la guiara hasta la dirección correcta. Paró el coche un poco antes de donde se encontraba el edificio.

– De acuerdo -dijo Annika-. Intentémoslo. Te representaré, pero éstas son mis condiciones: cuando necesite hablar contigo quiero que me cojas el teléfono; cuando necesite saber cómo quieres que actúe, exijo respuestas claras; si te llamo y te digo que tienes que ver a un policía o a un fiscal, o que hagas alguna otra cosa relacionada con la investigación, será porque he considerado que resulta imprescindible. Exijo que te presentes en el lugar y a la hora acordados y que no me vengas con excusas. ¿Podrás vivir con eso?

– Vale.

– Y si empiezas a complicarme la vida, dejaré de ser tu abogada. ¿Lo has entendido?

Lisbeth asintió.

– Otra cosa: no quiero verme envuelta en ningún drama entre tú y mi hermano. Si tienes problemas con él, los tendrás que arreglar tú sólita. Pero la verdad es que él no es tu enemigo.

– Ya lo sé. Lo arreglaré. Pero necesito tiempo.

– ¿Qué piensas hacer ahora?

– No lo sé. Puedes contactar conmigo por correo electrónico. Prometo contestar en cuanto pueda, aunque quizá no lo mire todos los días…

– Tener una abogada no te convierte en ninguna esclava. De momento, nos contentaremos con eso. Anda, sal del cohe: estoy hecha polvo y quiero irme a casa a dormir.

Lisbeth abrió la puerta y salió. Se detuvo cuando estaba a punto de cerrar. Dio la impresión de que deseaba decir algo y no encontraba las palabras. Por un momento, Lisbeth se le antojó a Annika casi casi vulnerable.

– Está bien -dijo Annika-. Vete a casa a descansar. ¡Y no te metas en líos!

Lisbeth Salander se quedó en la acera siguiendo con la mirada el coche de Annika Giannini hasta que las luces traseras desaparecieron al doblar la esquina.

– Gracias -acabó diciendo.

Capítulo 29 Sábado, 16 de julio – Viernes, 7 de octubre

Encontró su Palm Tungsten T3 sobre la cómoda de la entrada. Allí estaban las llaves del coche y la bandolera que perdió cuando Magge Lundin la atacó frente a su mismo portal. Allí había también algunas cartas abiertas y otras sin abrir que alguien había traído del apartado postal de Hornsgatan. Mikael Blomkvist.

Dio una detenida vuelta por la parte amueblada de su piso. Por todas partes encontró rastros de él. Había dormido en su cama y trabajado en su mesa. Había usado su impresora. En la papelera, Lisbeth vio los borradores del texto sobre la Sección y unos cuantos apuntes y hojas emborronadas.

Ha comprado un litro de leche, pan, queso, un tubo de paté de huevas de pescado y diez paquetes de Billys Pan Pizza y lo ha metido todo en la nevera.

En la mesa de la cocina encontró un pequeño sobre blanco que llevaba su nombre. Era una nota de él. El mensaje era breve: su número de teléfono móvil. Nada más.

De repente, Lisbeth Salander comprendió que la pelota estaba en su tejado; él no pensaba contactar con ella: había terminado el reportaje, le había devuelto las llaves y no tenía intención de llamarla. Que lo hiciera ella, si quería algo. Joder, qué tío más cabezota.

Preparó una buena cafetera de café y cuatro sándwiches, se sentó en el vano de la ventana y se puso a mirar hacia Djurgården. Encendió un cigarrillo y se quedó pensativa.

A pesar de que ya había pasado todo, le dio la sensación de que su vida se encontraba -ahora más que nunca- en un callejón sin salida.

Miriam Wu se había ido a Francia. Fue culpa mía, por poco te matan. Había temido el momento en el que tendría que reencontrarse con Miriam Wu, y había decidido que ésa sería su primera parada en cuanto fuera puesta en libertad. Y coge y se larga a Francia.

De repente se sintió en deuda con un montón de personas.

Holger Palmgren. Dragan Armanskij. Debería contactar con ellos y darles las gracias. Paolo Roberto. Y Plague y Trinity. Incluso esos malditos policías, Bublanski y Modig, objetivamente hablando, se habían puesto de su parte. No le gustaba estar en deuda con nadie. Se sentía como la ficha de un juego sobre el que no tenía ningún control.

Kalle Blomkvist de los Cojones. Y puede que hasta esa Erika Berger de los Cojones, con sus hoyuelos, su elegante ropa y su maldito aplomo.

«Se acabó», dijo Annika Giannini cuando salieron de la jefatura de policía. Sí. El juicio había terminado. Para Annika Giannini. Y para Mikael Blomkvist, que había publicado su texto y salido en la tele y al que, sin duda, también le darían algún puto premio.

Pero para Lisbeth Salander no había acabado: tan sólo era el primer día del resto de su vida.


A las cuatro de la mañana dejó de pensar. Tiró su atuendo de punky al suelo del dormitorio, fue al cuarto de baño y se duchó. Se quitó todo el maquillaje que había llevado en el tribunal y se vistió con unos oscuros e informales pantalones de lino, una camiseta de tirantes blanca y una cazadora fina. Hizo una pequeña maleta con algo de ropa para cambiarse, ropa interior, un par de camisetas más, y se puso unos cómodos zapatos.

Cogió su Palm y pidió un taxi para la plaza de Mosebacke. Fue hasta Arlanda, adonde llegó poco antes de las seis. Estudió el panel de salidas y compró un billete para el primer sitio que se le antojó. Utilizó su propio pasaporte y su verdadero nombre. La dejó atónita que ni el personal del mostrador de venta de billetes ni el de facturación parecieran reconocerla ni reaccionaran al ver su nombre.

Pudo conseguir plaza en el vuelo a Málaga, donde aterrizó a mediodía bajo un calor sofocante. Dubitativa, se quedó un momento en la terminal. Al final consultó un mapa y reflexionó sobre lo que iba a hacer en España. Lo decidió pasados un par de minutos. Le daba pereza ponerse a pensar en líneas de autobús u otros medios de transporte. Se compró un par de gafas de sol en una tienda del aeropuerto, se dirigió a la parada de taxis y se sentó en el asiento trasero del primero que vio libre.

– Gibraltar. Pago con tarjeta de crédito.

Fueron por la nueva autopista de la Costa del Sol y tardaron tres horas. El taxi la dejó en el control de pasaportes de la frontera con el territorio inglés. Luego Lisbeth subió andando hasta The Rock Hotel, situado en Europa Road, en la misma cuesta que ascendía hasta el peñón, de cuatrocientos veinticinco metros de alto, donde preguntó si había alguna habitación libre. Les quedaba una doble. Dijo que se quedaría dos semanas y entregó su tarjeta de crédito.

Se duchó, se envolvió en una toalla de baño y se sentó en la terraza, donde se puso a contemplar el estrecho de Gibraltar. Vio unos buques de carga y unos veleros. A lo lejos, tras la neblina, pudo divisar Marruecos. Le resultaba tranquilizador.

Estuvo así un rato. Luego se fue a la cama y se durmió.


Al día siguiente, Lisbeth Salander se despertó a las cinco y media de la mañana. Se levantó, se duchó y tomó un café en el bar de la planta baja. A las siete dejó el hotel, fue a comprar una bolsa de mangos y manzanas, cogió un taxi hasta The Peak y se acercó hasta donde se hallaban los monos. Era tan temprano que casi no había turistas; estaba prácticamente sola con los animales.

Gibraltar le gustaba. Era su tercera visita a esa extraña roca que tenía esa ciudad inglesa de absurda densidad de población a orillas del mar Mediterráneo. Gibraltar era un lugar que no se parecía a ningún otro. La ciudad había permanecido aislada durante décadas: una colonia que, inquebrantable, se resistía a incorporarse a España. Por supuesto, los españoles protestaban contra la ocupación. (Sin embargo, Lisbeth Salander consideraba que los españoles deberían cerrar el pico mientras ocuparan el enclave de Ceuta en territorio marroquí, al otro lado del estrecho.) Gibraltar era un lugar que estaba curiosamente aislado del resto del mundo, una ciudad compuesta por una extraña roca, algo más de dos kilómetros cuadrados de superficie urbana y un aeropuerto que empezaba y terminaba en el mar. La colonia era tan pequeña que hubo que aprovechar cada centímetro cuadrado, de modo que la expansión tuvo que hacerse hacia el mar. Incluso para poder entrar en la ciudad, los visitantes tenían que atravesar la pista de aterrizaje del aeropuerto.

Gibraltar le daba al concepto compact living un sentido nuevo.

Lisbeth vio a un corpulento mono macho subir a la muralla que se hallaba junto al paseo. Miró fijamente a Lisbeth. Era un Barbary Ape. Ella sabía muy bien que no había que intentar acariciar a esos animales.

– Hola, amigo -dijo-. He vuelto.

La primera vez que visitó Gibraltar ni siquiera había oído hablar de sus monos. Sólo había subido al pico para disfrutar de la vista y se quedó completamente sorprendida cuando, siguiendo a un grupo de turistas, se vio de pronto en medio de una manada de monos que trepaban y se colgaban por doquier a ambos lados del camino.

Era una sensación especial caminar a lo largo de un sendero y de repente tener a dos docenas de monos alrededor. Los observó con la mayor de las desconfianzas. No eran peligrosos ni agresivos. Sin embargo, poseían la suficiente fuerza para causar devastadoras mordeduras si se les provocaba o se sentían amenazados.

Encontró a uno de los cuidadores, le mostró su bolsa y le preguntó si podía darles fruta a los monos. Este contestó que sí.

Sacó un mango y lo puso sobre la muralla, a cierta distancia del macho.

– Tu desayuno -dijo ella para, acto seguido, apoyarse contra la muralla y darle un mordisco a una manzana.

El macho se la quedó mirando, le enseñó los dientes y, contento, se llevó el mango.


A eso de las cuatro de la tarde, cinco días después, Lisbeth se cayó de un taburete de la barra del Harry's Bar, situado en una bocacalle de Main Street, a dos manzanas de su hotel. Llevaba borracha desde que dejó la roca de los monos y la mayoría del tiempo la había pasado en el bar de Harry O'Connell, que era el propietario y que hablaba con un forzado acento irlandés, aunque lo cierto era que no había pisado Irlanda en su vida. Él la había estado observando con cara de preocupación.

Cuatro días antes, una tarde en la que Lisbeth pidió su primera bebida, Harry O'Connell le pidió el pasaporte, ya que esa chica le pareció demasiado joven. Supo que se llamaba Lisbeth y empezó a llamarla Liz. Ella solía entrar después de la hora de comer, se sentaba en uno de los altos taburetes del fondo y se apoyaba contra la pared. Luego se dedicaba a ingerir una considerable cantidad de cervezas o de whisky.

Cuando tomaba cerveza le daba igual la marca o el tipo; aceptaba lo primero que él le servía. Pero cuando se decantaba por el whisky siempre elegía Tullamore Dew, a excepción de una sola vez en la que se quedó mirando las botellas que había tras la barra y pidió Lagavullin. Cuando Harry se lo puso, lo olió, arqueó las cejas y luego se tomó un Trago Muy Pequeño. Dejó la copa y la miró fijamente durante un minuto con una cara con la que dio a entender que consideraba su contenido como un enemigo amenazador.

Luego apartó la copa y le dijo a Harry que le diera algo que no se utilizara para embrear un barco. Él volvió a ponerle Tullamore Dew y Lisbeth se consagró de nuevo a su bebida. Harry constató que durante los últimos cuatro días ella sólita se había tragado más de una botella. Las cervezas no las había contado. Harry estaba más que sorprendido de que una chica con un cuerpo tan menudo pudiera meterse tanto entre pecho y espalda, pero suponía que si ella quería beber, lo haría de todas maneras, fuera donde fuese, en su bar o en cualquier otro sitio.

Bebía con tranquilidad, no hablaba con nadie y no montaba broncas. Su único pasatiempo, aparte de consumir alcohol, parecía ser un ordenador de mano con el que jugaba y que, de vez en cuando, conectaba a un teléfono móvil. En más de una ocasión él intentó entablar una conversación con ella, pero lo único que consiguió fue un arisco silencio. Parecía evitar las compañías. Algunas veces, cuando el bar se llenaba de gente, ella se iba a la terraza, y otras se metía en un restaurante italiano situado dos puertas más abajo y cenaba allí, tras lo cual volvía al bar de Harry y pedía más Tullamore Dew. Solía salir sobre las diez de la noche y empezaba a caminar lentamente, haciendo eses en dirección norte.

Aquel día en concreto había bebido más de la cuenta y más deprisa que de costumbre, así que Harry empezó a echarle un ojo. Hacía poco más de dos horas que estaba allí y ya llevaba siete copas de Tullamore Dew. Fue entonces cuando Harry decidió no servirle ni una más. Sin embargo, antes de que tuviera ocasión de poner en práctica su decisión, oyó el estruendo que ella produjo cuando se cayó del taburete.

Dejó una copa que estaba lavando, salió de detrás de la barra y la levantó. Ella pareció ofenderse.

– Creo que ya has bebido bastante -dijo él.

Ella lo miró sin poder concentrar la mirada.

– Creo que tienes razón -contestó ella con una voz de una sorprendente nitidez.

Se apoyó en la barra con una mano y con la otra se hurgó el bolsillo de la pechera para sacar unos billetes, y luego se dirigió hacia la salida dando tumbos. El la cogió suavemente por el hombro.

– Espera un momento. ¿Qué te parece si vamos al cuarto de baño, vomitas esos últimos tragos y te quedas un rato en el bar? No quiero dejarte ir en este estado.

Lisbeth no protestó cuando él la condujo al baño. Se metió los dedos en la garganta e hizo lo que Harry le había propuesto. Cuando ella salió, él ya le había servido un gran vaso de agua mineral con gas. Se la tomó entera y eructó. Le sirvió otro vaso.

– Mañana te sentirás fatal -dijo Harry.

Ella asintió.

– No es asunto mío, pero si yo fuera tú, estaría un par de días sin beber.

Ella volvió a asentir. Luego regresó al baño y vomitó.

Se quedó en Harry's Bar un par de horas más antes de que su mirada se aclarara lo suficiente como para que Harry se atreviera a dejarla marchar. Abandonó el lugar tambaleándose, bajó hasta el aeropuerto y continuó andando por la playa hasta la marina. Paseó hasta que fueron las ocho y media y la tierra dejó de moverse bajo sus pies. Entonces volvió al hotel. Subió a su habitación, se lavó los dientes, se echó agua en la cara, se cambió de ropa y bajó hasta el bar, donde pidió un café y una botella de agua mineral.

Permaneció sentada en silencio y sin hacerse notar, junto a un pilar, mientras estudiaba a la gente del bar. Vio a una pareja de unos treinta años enfrascada en una discreta conversación. La mujer llevaba un vestido claro de verano. El hombre la tenía cogida de la mano por debajo de la mesa. Dos mesas más allá había una familia negra, él con unas incipientes canas en las sienes, ella con un hermoso y colorido vestido amarillo, negro y rojo. Tenían dos hijos que estaban a punto de entrar en la adolescencia. Estudió a un grupo de hombres de negocios vestidos con camisa blanca y corbata y con las americanas colgadas en el respaldo de sus respectivas sillas. Se encontraban tomando cerveza. Vio a un grupo de pensionistas que, sin duda, eran turistas americanos. Los hombres llevaban gorras de béisbol, polos y pantalones de sport. Las mujeres llevaban exclusivos vaqueros de marca, tops rojos y gafas de sol con cordones. Vio entrar desde la calle a un hombre con una americana clara de lino, camisa gris y corbata oscura que fue a buscar la llave a la recepción antes de dirigirse al bar para pedir una cerveza. Ella se hallaba a tres metros de él y lo enfocó con la mirada cuando éste cogió un teléfono móvil y se puso a hablar en alemán.

– Hola, soy yo… ¿todo bien?… Tenemos la próxima reunión mañana por la tarde… no, creo que se va a solucionar… me quedaré cinco o seis días y luego iré a Madrid… no, no estaré de vuelta hasta finales de la semana que viene… yo también… te quiero… claro que sí… te llamaré esta semana… un beso.

Medía un metro ochenta y cinco centímetros y tendría unos cincuenta o cincuenta y cinco años. Su pelo era rubio, algo canoso, y más tirando a largo que a corto. Tenía un mentón poco pronunciado y una cintura a la que le sobraban unos cuantos kilos. Aun así se conservaba bastante bien. Estaba leyendo el Financial Times. Cuando terminó su cerveza se dirigió al ascensor. Lisbeth Salander se levantó y lo siguió.

Él pulsó el botón de la sexta planta. Lisbeth se puso a su lado y apoyó el cogote contra la pared del ascensor.

– Estoy borracha -dijo ella.

Él la miró.

– ¿Ah, sí?

– Sí. He tenido una semana horrible. Déjame adivinar: eres uno de esos hombres de negocios de Hannover o de algún otro sitio del norte de Alemania. Estás casado. Quieres a tu mujer. Y tienes que quedarte aquí en Gibraltar unos cuantos días más. Eso es todo lo que he podido sacar de tu llamada telefónica.

Él la miró asombrado.

– Yo soy de Suecia. Siento la irresistible necesidad de acostarme con alguien. Me importa una mierda que estés casado y no quiero tu número de teléfono.

Él arqueó las cejas.

– Estoy en la habitación 711, una planta más arriba que la tuya. Pienso ir a mi habitación, desnudarme, ducharme y meterme bajo las sábanas. Si quieres acompañarme, llama a mi puerta dentro de media hora. Si no, me dormiré.

– ¿Es esto algún tipo de broma? -preguntó cuando se paró el ascensor.

– No. Me da pereza salir a algún bar para ligar. O bajas a mi habitación o paso del tema.

Veinticinco minutos más tarde llamaron a la habitación de Lisbeth. Ella salió a abrir envuelta en una toalla de baño.

– Entra -dijo.

Él entró y, lleno de suspicacia, recorrió la habitación con la mirada

– Estoy sola -dijo ella.

– ¿Qué edad tienes en realidad?

Lisbeth estiró la mano, cogió su pasaporte, que estaba encima de una cómoda, y se lo dio.

– Pareces más joven.

– Ya lo sé -le respondió. Luego se quitó la toalla y la tiró a una silla. Se acercó a la cama y retiró la colcha.

Él se quedó observando fijamente sus tatuajes. Ella lo miró de reojo por encima del hombro.

– Esto no es ninguna trampa. Soy una mujer, estoy soltera y llevo aquí un par de días. Hace meses que no me acuesto con nadie.

– ¿Y por qué me has elegido a mí?

– Porque eras la única persona del bar que no parecía estar acompañada.

– Estoy casado…

– No quiero saber quién es, ni tampoco quién eres tú. Y no quiero hablar de sociología. Quiero follar. O te desnudas o vuelves a tu habitación.

– ¿Así, sin más?

– ¿Por qué no? Ya eres mayorcito y sabes lo que hay que hacer.

Él reflexionó medio minuto. Daba la sensación de que se iba a ir. Ella se sentó en el borde de la cama a esperar. Él se mordió el labio inferior. Luego se quitó los pantalones y la camisa y se quedó en calzoncillos, como si no supiera qué hacer.

– Todo -dijo Lisbeth Salander-. No pienso follar con alguien que lleve calzoncillos. Y tienes que usar condón. Yo sé con quién he estado, pero no con quién has estado tú.

Se quitó los calzoncillos, se acercó a ella y le puso una mano en el hombro. Lisbeth cerró los ojos cuando él se agachó y la besó. Sabía bien. Ella dejó que él la tumbara sobre la cama. Pesaba.


El abogado Jeremy Stuart MacMillan sintió cómo se le ponía el vello de punta en el mismo momento en que abrió la puerta de su bufete de Buchanan House en Queensway Quay, por encima de la marina. Le vino un olor a tabaco y oyó el crujir de una silla. Eran poco menos de las siete de la mañana y lo primero que le pasó por la cabeza fue que había sorprendido a un ladrón.

Luego percibió un aroma de café recién hecho que provenía de la cocina. Al cabo de unos segundos entró dubitativamente por la puerta, atravesó el vestíbulo y le echó un vistazo a su amplio despacho, elegantemente amueblado. Lisbeth Salander estaba sentada en la silla de su escritorio, dándole la espalda y con los pies apoyados en el alféizar de la ventana. El ordenador de la mesa estaba encendido y al parecer no había tenido problemas para averiguar su contraseña. Tampoco a la hora de abrir su armario de seguridad: sobre las rodillas tenía una carpeta con correspondencia y contabilidad sumamente privadas.

– Buenos días, señorita Salander -acabó diciendo.

– Mmm -contestó ella-. En la cocina tienes café recién hecho y cruasanes.

– Gracias -dijo él mientras suspiraba resignado.

Bien era cierto que había comprado el bufete con el dinero de Lisbeth y a petición de ella, pero Stuart no se esperaba que se le presentara allí sin previo aviso. Además, ella había encontrado -y, al parecer, leído- una revista porno gay que él escondía en un cajón.

¡Qué vergüenza! O tal vez no.

Por lo que se refería a las personas que lo irritaban, Lisbeth Salander se le antojaba la persona más intransigente que jamás había conocido, pero luego, por otra parte, ni tan siquiera arqueaba las cejas ante las debilidades de la gente. Ella sabía que, oficialmente, él era heterosexual, pero que su oscuro secreto consistía en que le atraían los hombres y que, desde que se divorciara, hacía ya quince años, se había dedicado a hacer realidad sus fantasías más íntimas.

¡Qué raro! Me siento seguro con ella.


Ya que se encontraba en Gibraltar, Lisbeth había decidido visitar al abogado Jeremy MacMillan, que se ocupaba de su economía. No se ponía en contacto con él desde principios de año y quería saber si, durante su ausencia, él la había estado arruinando.

Pero no urgía, y tampoco era la razón por la que había ido directamente a Gibraltar cuando fue puesta en libertad. Lo había hecho porque sentía una imperiosa necesidad de alejarse de todo, y, en ese sentido, Gibraltar era perfecto. Había pasado casi una semana borracha y luego unos cuantos días más acostándose con ese hombre de negocios alemán que acabó presentándose como Dieter. Dudaba de que ése fuera su verdadero nombre, pero no hizo ni el más mínimo intento por averiguarlo. Él se pasaba todo el día metido en reuniones. Por la noche cenaba con Lisbeth y luego subían a la habitación de él o de ella.

No era del todo malo en la cama, constató Lisbeth. Tal vez un poco falto de costumbre y, a ratos, innecesariamente bruto.

Lo cierto era que Dieter estaba asombrado de que ella se hubiese ligado así, sin más, a un hombre de negocios alemán con sobrepeso que ni siquiera había intentado ligar con nadie. En efecto, estaba casado y no solía ser infiel ni buscar compañía femenina cuando se encontraba de viaje. Pero cuando el destino le puso en bandeja a una delgada y tatuada chica le resultó imposible resistir la tentación, dijo él.

A Lisbeth no le preocupaba mucho lo que él dijera. Ella no tenía más intención que la de pasarlo bien en la cama, pero le sorprendió que él, de hecho, se esforzara en satisfacerla. Fue en la cuarta noche, la última que pasaron juntos, cuando a él le dio una crisis de ansiedad y empezó a comerse la cabeza sobre lo que su esposa le diría. Lisbeth Salander pensó que debería mantener el pico cerrado y no contarle nada a su mujer.

Pero no le dijo nada.

El ya era mayorcito y podía haber rechazado su invitación. No era problema de ella que él sintiera remordimientos o decidiera confesárselo todo a su mujer. Lisbeth yacía en la cama de espaldas a él y lo escuchó durante quince minutos hasta que, irritada, levantó la vista hacia el techo, se dio la vuelta y se sentó a horcajadas encima de él.

– ¿Crees que podrías dejar tu angustia de lado un momento y volver a satisfacerme? -preguntó.

Jeremy MacMillan era una historia muy distinta. Él no ejercía ninguna atracción sobre Lisbeth Salander. Era un canalla. Por raro que pudiera parecer, su aspecto físico era bastante similar al de Dieter. Tenía cuarenta y ocho años, encanto, algo de sobrepeso y un pelo rizado y rubio peinado hacia atrás y por el que empezaban a asomar algunas canas. Llevaba unas gafas con una fina montura dorada.

Hubo una vez en la que fue un jurista comercial de sólida formación «Oxbridge» y asentado en Londres. Tenía un futuro prometedor; era socio de un bufete al que contrataban grandes empresas así como advenedizos y forrados yuppies que se dedicaban a comprar inmuebles y a diseñar estrategias para evadir impuestos. Había pasado los felices años ochenta relacionándose con famosos nuevos ricos. Había bebido mucho y esnifado cocaína en compañía de personas junto a las que, en realidad, no habría querido despertarse al día siguiente. Nunca llegó a ser procesado, pero perdió a su mujer y a sus dos hijos, y fue despedido por haber descuidado los negocios y haberse presentado borracho en un juicio de reconciliación.

Sin apenas pensárselo, en cuanto se le pasó la borrachera huyó avergonzado de Londres. ¿Por qué eligió precisamente Gibraltar? No lo sabía, pero en 1991 se asoció con un abogado local y abrió un modesto bufete en un callejón que, oficialmente, se ocupaba de una serie de actividades poco glamurosas de reparto de bienes y testamentos. De forma algo menos oficial, MacMillan & Marks se dedicaba a establecer empresas buzón y a hacer de hombre de paja de diversos y oscuros personajes europeos. El negocio tiraba para delante hasta que Lisbeth Salander eligió a Jeremy MacMillan para que le administrara los dos mil cuatrocientos millones de dólares que le había robado al derrocado imperio del financiero Hans-Erik Wennerström.

Sin duda, MacMillan era un canalla. Pero Lisbeth lo consideraba su canalla, y él se había sorprendido a sí mismo manifestando una intachable honradez para con ella. Al principio lo contrató para una tarea sencilla. Por una modesta suma, él le creó una serie de empresas buzón que Lisbeth podría utilizar y en las que invirtió un millón de dólares. Contactó con él por teléfono, de modo que ella no era más que una lejana voz para él. MacMillan nunca le preguntó de dónde venía el dinero. Hizo lo que ella le pidió y le facturó un cinco por ciento del montante. Poco tiempo después, Lisbeth le pasó una cantidad mayor de dinero que él debería usar para fundar una empresa, Wasp Enterprises, que compró una casa en Estocolmo. De este modo, el contacto con Lisbeth Salander se volvió lucrativo, aunque para él no se tratara más que de calderilla.

Dos meses más tarde, ella fue a visitarlo por sorpresa a Gibraltar. Lo llamó y le propuso una cena privada en su habitación de The Rock, que tal vez no fuera el hotel más grande de La Roca pero sí el de más solera. No sabía a ciencia cierta con qué se iba a encontrar, aunque nunca se hubiera imaginado que su clienta fuera una chica menuda como una muñeca que parecía recién salida de la pubertad. Se creyó víctima de una especie de extraña broma.

Cambió de opinión enseguida. La extraña chica habló despreocupadamente con él sin mostrarle jamás una sonrisa ni el menor asomo de calor humano. Ni tampoco frío, ciertamente. Él se quedó paralizado cuando ella, en cuestión de minutos, le echó abajo por completo esa fachada profesional de mundana respetabilidad que él tanto se esforzaba por conservar.

– ¿Qué quieres? -preguntó.

– He robado una cierta cantidad de dinero -contestó ella con gran seriedad-. Necesito a un canalla que me la administre.

Él se preguntó si ella estaría bien de la cabeza, pero le siguió el juego con educación: constituía una potencial víctima de un rápido regateo que podría proporcionarle algún dinerillo. Luego se quedó paralizado, como si hubiese sido alcanzado por un rayo, cuando ella le explicó a quién había robado el dinero, cómo lo había hecho y a cuánto ascendía la suma. El caso Wennerström era el tema de conversación más candente del mundo financiero internacional.

– Entiendo.

Su cerebro empezó a barajar posibilidades.

– Eres un hábil jurista comercial y un buen inversor. Si fueses un idiota, jamás te habrían dado los trabajos que te dieron en los años ochenta. Lo que pasa es que te comportaste como un idiota y te despidieron.

Él arqueó las cejas.

– A partir de ahora sólo trabajarás para mí.

Ella lo miró con los ojos más ingenuos que él había visto en su vida.

– Exijo dos cosas. Primero, que nunca jamás cometas un delito ni te veas implicado en algo que pueda ocasionarnos problemas o que atraiga el interés de las autoridades por mis empresas y cuentas. Segundo, que jamás me mientas. Nunca jamás. Ni una sola vez. Bajo ningún pretexto. Si me mientes, nuestra relación profesional cesará inmediatamente y si me cabreas demasiado, te arruinaré.

Ella le sirvió una copa de vino.

– No hay ninguna razón para mentirme. Ya conozco todo lo que merezca la pena saber de tu vida. Sé cuánto ganas en un buen mes y en uno malo. Sé cuánto gastas. Sé que casi nunca te alcanza el dinero. Sé que tienes ciento veinte mil libras de deudas, tanto a largo como a corto plazo, y que para poder pagarlas te ves siempre obligado a correr riesgos haciendo chanchullos. Te vistes de manera elegante e intentas mantener las apariencias, pero te estás hundiendo y llevas muchos meses sin comprarte una americana nueva. En cambio, hace dos semanas llevaste una vieja americana a una tienda para que le arreglaran el forro. Coleccionabas libros raros pero los has ido vendiendo poco a poco. El mes pasado vendiste una temprana edición de Oliver Twist por setecientas sesenta libras.

Ella se calló y lo miró fijamente. Él tragó saliva.

– La verdad es que la semana pasada hiciste un buen negocio. Una estafa bastante ingeniosa contra esa viuda a la que representas. Le soplaste seis mil libras que es difícil que eche en falta.

– ¿Cómo coño sabes eso?

– Sé que has estado casado, que tienes dos hijos en Inglaterra que no te quieren ver y que, desde que te divorciaste, mantienes sobre todo relaciones homosexuales. Al parecer eso te da vergüenza, porque evitas los bares gays y que tus amistades te vean en la calle con alguno de tus amigos, y porque a menudo pasas la frontera y vas a España en busca de hombres.

Jeremy MacMillan se quedó mudo del shock. Fue preso de un repentino pánico. No tenía ni idea de cómo se había enterado ella de todo eso, pero lo cierto era que tenía suficiente información como para aniquilarlo.

– Sólo te lo diré una vez: me importa una mierda con quién te acuestas. No es asunto mío. Quiero saber quién eres, pero nunca utilizaré mis conocimientos. No voy a amenazarte ni chantajearte por eso.

MacMillan no era idiota. Como es natural, se dio cuenta de que la información que ella poseía sobre él suponía una amenaza. Ella tenía el control. Por un momento sopesó la idea de cogerla, levantarla y tirarla por encima de la barandilla de la terraza, pero se controló. Nunca jamás había sentido tanto miedo.

– ¿Qué quieres? -consiguió pronunciar con mucho esfuerzo.

– Quiero que seamos socios. Dejarás todos los demás negocios a los que te dedicas y trabajarás en exclusiva para mí. Vas a ganar más dinero del que jamás hayas podido soñar.

Ella le explicó lo que quería que hiciera y cómo deseaba que estuviera organizado todo.

– Yo quiero ser invisible -le aclaró-. Tú te encargas de mis negocios. Todo debe ser legal. Los líos en los que me pueda meter yo sólita ni te afectarán ni repercutirán en nuestros negocios.

– De acuerdo.

– Pero sólo me tendrás a mí como cliente. Te doy una semana para que lo liquides todo con los clientes que ahora tienes y para que termines con tus pequeños trapicheos.

También se dio cuenta de que ella acababa de hacerle una oferta que no se le repetiría en la vida. Reflexionó sesenta segundos y luego aceptó. Sólo tenía una pregunta:

– ¿Cómo sabes que no te voy a engañar?

– No lo hagas. Te arrepentirás el resto de tus miserables días.

No había razón alguna para andar con trapicheos. La tarea que Lisbeth Salander le había encomendado tenía tanto potencial económico que habría sido absurdo arriesgarlo todo por simple calderilla. Siempre y cuando no tuviera demasiadas pretensiones y no se metiera en líos, su futuro estaba asegurado.

De modo que no pensaba engañar a Lisbeth Salander.

Consecuentemente se volvió honrado, o por lo menos todo lo honrado que se podía considerar a un abogado quemado venido a menos que gestionaba un dinero robado de astronómicas proporciones.

A Lisbeth no le interesaba en absoluto administrar su propio capital. El trabajo de MacMillan consistía en invertir el dinero que ella tenía y en asegurarse de que había liquidez en las tarjetas que ella utilizaba. Hablaron durante horas. Ella le explicó cómo quería que marchara su economía. El trabajo de MacMillan era asegurarse de que todo funcionara sin problemas.

Una gran parte del dinero robado lo invirtió en fondos estables que, desde un punto de vista económico, la hacían independiente para el resto de su vida, incluso en el caso de que se le ocurriera llevar una vida extremadamente lujosa y despilfarradora. Sus tarjetas de crédito se alimentarían de esos fondos.

Respecto al resto del capital, podría jugar con él como mejor se le antojara e invertirlo donde más le conviniera, con la única condición de que no invirtiese en algo que pudiera acarrearle algún tipo de problemas con la policía.

Ella le prohibió que se dedicara a esos ridículos y pequeños delitos y timos del montón que -si la mala suerte les acompañara- podrían dar lugar a investigaciones policiales que, a su vez, podrían ponerla a ella en el punto de mira.

Lo que quedaba por determinar era cuánto ganaría él por su trabajo.

– De entrada te voy a pagar quinientas mil libras. Con eso podrás saldar todas tus deudas y aún te quedará una buena cantidad de dinero. Luego ganarás tu propio dinero. Crearás una sociedad en la que tú y yo figuremos como propietarios. Tú te quedarás con el veinte por ciento de todos los beneficios que genere la empresa. Quiero que seas lo suficientemente rico como para que no te veas tentado a andar chanchulleando, pero no tan rico como para que no te esfuerces en seguir ganando dinero.

Empezó su nuevo trabajo el uno de febrero. A finales de marzo ya había pagado todas sus deudas personales y estabilizado su economía. Lisbeth había insistido en que le diera prioridad a sanear su propia economía para que pudiera ser solvente. En mayo rompió la sociedad con su alcohólico colega George Marks, el otro cincuenta por ciento de MacMillan & Marks. Sintió una punzada de remordimiento hacia su ex socio, pero meterlo en los negocios de Lisbeth Salander estaba descartado.

Comentó el tema con Lisbeth Salander un día en el que ella se dejó caer por Gibraltar en una visita espontánea que le hizo a principios de julio y descubrió que MacMillan trabajaba en casa en vez de hacerlo en el modesto bufete situado en ese callejón donde antes realizaba sus actividades.

– Mi ex socio es un alcohólico y no podría con esto. Todo lo contrario: podría haberse convertido en un enorme factor de riesgo. Pero hace quince años, cuando yo llegué a Gibraltar, él me salvó la vida metiéndome en sus negocios.

Lisbeth meditó el tema durante un par de minutos mientras estudiaba la cara de MacMillan.

– Entiendo. Eres un canalla pero tienes lealtad. Una característica loable, sin duda. Te propongo que le crees una cuenta con algo de dinero que él pueda gestionar. Asegúrate de que se saque unos cuantos billetes al mes para que pueda ir tirando.

– ¿Te parece bien?

Ella asintió y escudriñó su vivienda de soltero. Vivía en un estudio con cocina americana en una de las callejuelas que quedaban cerca del hospital. Lo único agradable era la vista. Claro que, tratándose de Gibraltar, resultaba casi imposible que no lo fuera.

– Necesitas un despacho y una casa mejor -constató Lisbeth.

– Todavía no he tenido tiempo -contestó él.

– Ya -le respondió ella.

Luego Lisbeth fue y le compró un despacho. Optó por uno de unos ciento treinta metros cuadrados que tenía una pequeña terraza que daba al mar y que estaba situado en la Buchanan House de Queensway Quay, algo que, sin lugar a dudas, era upmarket en Gibraltar, contrató a un decorador de interiores que reformó y amuebló la estancia.


MacMillan recordó que cuando él se ocupó de todo el papeleo, Lisbeth supervisó personalmente la instalación de los sistemas de alarma, el equipo informático y ese armario de seguridad en el que, para su sorpresa, ella estaba hurgando cuando él entró en el despacho.

– ¿He caído ya en desgracia? -preguntó él.

Ella dejó la carpeta de la correspondencia en la que se había sumergido.

– No, Jeremy. No has caído en desgracia.

– Bien -dijo antes de ir a por un café-. Tienes la capacidad de aparecer cuando uno menos se lo espera.

– Últimamente he estado muy ocupada. Sólo quería ponerme al día de las novedades.

– Según tengo entendido, te han estado buscado por triple asesinato, te han pegado un tiro en la cabeza y te han procesado por un buen número de delitos. Hubo un momento en el que de verdad me llegaste a preocupar. Pero creía que seguías encerrada. ¿Te has fugado?

– No. Me han absuelto de todos los cargos y me han puesto en libertad. ¿Qué es lo que sabes?

Dudó un segundo.

– De acuerdo; nada de mentiras piadosas. Cuando me enteré de que estabas metida en la mierda hasta arriba, contraté a una agencia de traducción que peinó los periódicos suecos y me puso al día de todo. Sé bastante.

– Si todo lo que sabes es lo que dicen los periódicos, no sabes nada. Pero supongo que has descubierto algunos secretos sobre mi persona.

Él asintió.

– ¿Y ahora qué va a pasar? -preguntó MacMillan.

Ella lo miró asombrada.

– Nada. Seguimos como antes. Nuestra relación no tiene nada que ver con los problemas que yo tenga en Suecia. Cuéntame lo que ha ocurrido en todo este tiempo. ¿Te has portado bien?

– Ya no bebo -dijo-. Si es eso a lo que te refieres.

– No. Mientras no repercuta en los negocios, tu vida privada no es asunto mío. Me refiero a si soy más rica o más pobre que hace un año.

Cogió la silla destinada a las visitas y se sentó. ¿Qué más daba que ella hubiera ocupado su silla? No había ningún motivo para enzarzarse en una lucha de prestigio con ella.

– Me entregaste dos mil cuatrocientos millones de dólares. Invertimos doscientos en fondos para ti. Y me diste el resto para que jugara con él.

– Sí.

– Aparte de los intereses que te han producido, tus fondos personales no se han modificado gran cosa. Puedo aumentar los beneficios si…

– No me interesa aumentar los beneficios.

– De acuerdo. Has gastado una suma ridícula. Tus gastos más grandes han sido el piso que te compré y el fondo sin ánimo de lucro que abriste para el abogado Palmgren. Por lo demás, sólo has hecho un gasto normal, que tampoco se puede considerar como especialmente excesivo. Los intereses han sido buenos. Cuentas más o menos con la misma cantidad con la que empezaste.

– Bien.

– El resto lo he invertido. El año pasado no ingresamos ninguna cantidad importante. Yo estaba algo oxidado y dediqué un tiempo a estudiar el mercado. Tuvimos algunos gastos. Ha sido este año cuando hemos empezado a generar ingresos. Mientras tú has estado encerrada hemos ingresado poco más de siete millones. De dólares, claro.

– De los cuales te corresponde un veinte por ciento.

– De los cuales me corresponde un veinte por ciento.

– ¿Estás contento?

– He hecho más de un millón de dólares en seis meses. Sí. Estoy contento.

– Ya sabes: la avaricia rompe el saco. Puedes retirarte cuando te sientas satisfecho. Pero aun así, sigue dedicándoles de vez en cuando alguna que otra horita a mis negocios.

– Diez millones de dólares -dijo.

– ¿Qué?

– Cuando haya ganado diez millones de dólares lo dejaré. Me alegro de que hayas venido. Quería tratar unas cuantas cosas contigo.

– Tú dirás…

Él hizo un gesto con la mano.

– Esto es tanto dinero que estoy la hostia de acojo-nado. No sé cómo manejarlo. Aparte de ganar cada vez más, no sé cuál es el objetivo de nuestras actividades. ¿A qué se va a destinar el dinero?

– No lo sé.

– Yo tampoco. Pero el dinero puede convertirse en un fin en sí mismo. Y eso es demencial. Por eso he decidido dejarlo cuando haya ganado diez millones de dólares. No quiero tener esa responsabilidad durante demasiado tiempo.

– Vale.

– Antes de dejarlo, me gustaría que decidieras cómo quieres que se administre tu fortuna en el futuro. Tiene que haber un objetivo, unas directrices marcadas y una organización a la que pasarle el testigo.

– Mmm.

– Es imposible que una sola persona se dedique a los negocios de esa manera. He dividido el dinero en inversiones fijas a largo plazo: inmuebles, valores y cosas así. Tienes una lista completa en el ordenador.

– La he leído.

– La otra mitad la he destinado a especular, pero se trata de tanto dinero que no me da tiempo a controlarlo todo. Por eso he fundado una empresa de inversiones en Jersey. De momento, tienes seis empleados en Londres. Dos jóvenes y hábiles inversores y personal administrativo.

– ¿Yellow Ballroom Ltd? Me preguntaba qué era eso.

– Nuestra empresa. Está aquí, en Gibraltar, y he contratado a una secretaria y a un joven y prometedor abogado… Por cierto, aparecerán dentro de media hora.

– Vale. Molly Flint, de cuarenta y un años, y Brian Delaney, de veintiséis.

– ¿Quieres conocerlos?

– No. ¿Es Brian tu amante?

– ¿Qué? No.

Pareció quedarse perplejo.

– No mezclo…

– Bien.

– Por cierto… no me interesan los chicos jóvenes… sin experiencia, quiero decir.

– No, a ti te atraen más los chicos que tienen una actitud algo más dura que la que un mocoso te pueda ofrecer. Sigue siendo algo que no es asunto mío, pero Jeremy…

– ¿Sí?

– Ten cuidado.


En realidad no había pensado quedarse en Gibraltar más que un par de semanas para volver a encontrar el norte. Descubrió que no tenía ni idea de qué hacer ni adonde ir. Se quedó doce semanas. Consultó su correo electrónico una vez al día y contestó obedientemente a los ocasionales correos de Annika Giannini. No le dijo dónde estaba. No contestó a ningún otro correo.

Seguía acudiendo al Harry's Bar, pero ahora sólo entraba para tomarse alguna que otra cerveza por las noches. Pasó la mayor parte de los días en The Rock, bien en la terraza, bien en la cama. Tuvo una esporádica relación con un oficial de la marina inglesa de treinta años, pero aquello se quedó sólo en un one night stand y, a grandes rasgos, se trató de una experiencia carente de interés.

Se dio cuenta de que estaba aburrida.

A principios de octubre cenó con Jeremy MacMillan; durante su estancia sólo se habían visto en contadas ocasiones. Ya había caído la noche y se encontraban tomando un afrutado vino blanco y hablando del destino que le darían a los miles de millones de Lisbeth cuando, de pronto, él la sorprendió preguntándole qué era lo que la apesadumbraba.

Ella lo contempló mientras reflexionaba. Luego, de forma igual de sorprendente, le habló de su relación con Miriam Wu y de cómo ésta había sido maltratada y casi asesinada por Ronald Niedermann. Por su culpa. Aparte de unos recuerdos que, de su parte, le dio Annika Giannini, Lisbeth no sabía nada de Miriam Wu. Y ahora se había mudado a Francia.

Jeremy MacMillan permaneció callado un largo rato.

– ¿Estás enamorada de ella? -preguntó de repente.

Lisbeth Salander meditó la respuesta. Al final negó con la cabeza.

– No. No creo que yo sea de las que se enamoran. Era una amiga. Y lo pasábamos muy bien en la cama.

– Nadie puede evitar enamorarse -dijo él-. Tal vez uno quiera negarlo, pero es posible que la amistad sea la forma más frecuente de amor.

Ella se quedó mirándolo perpleja.

– ¿Te cabreas si te doy un consejo?

– No.

– ¡Ve a París, por Dios! -dijo él.


Aterrizó en el aeropuerto de Charles De Gaulle a las dos y media de la tarde, cogió el autobús hasta el Arco del Triunfo y se pasó dos horas dando vueltas por los barrios de alrededor buscando un hotel libre. Fue andando hacia el sur, hacia el Sena, y al final consiguió una habitación en el pequeño hotel Victor Hugo de la Rue Copernic.

Se duchó y llamó a Miriam Wu. Quedaron sobre las nueve de la noche en un bar cercano a Notre-Dame. Miriam Wu llevaba una blusa blanca y una americana. Estaba radiante. Lisbeth se sintió avergonzada de inmediato. Se saludaron con un beso en la mejilla.

– Siento no haber contactado contigo ni haberme presentado en el juicio -dijo Miriam Wu.

– No te preocupes. De todos modos, el juicio se celebró a puerta cerrada.

– Estuve ingresada en el hospital durante tres semanas y luego, cuando volví a Lundagatan, todo me resultó caótico. No podía dormir. Tenía pesadillas con ese maldito Niedermann. Llamé a mi madre y le dije que quería venirme.

Lisbeth asintió.

– Perdóname.

– No seas idiota. Soy yo la que he venido hasta aquí para pedirte disculpas a ti.

– ¿Por qué?

– No caí en la cuenta. Nunca se me ocurrió que te exponía a un peligro de muerte cediéndote mi casa mientras yo seguía empadronada allí. Por mi culpa por poco te matan. Entendería que me odiaras.

Miriam Wu se quedó atónita.

– Ni siquiera se me había ocurrido. Fue Ronald Niedermann el que me intentó matar. No tú.

Permanecieron calladas un rato.

– Bueno -dijo Lisbeth al final.

– Sí -soltó Miriam Wu.

– No he venido hasta aquí porque esté enamorada de ti -le explicó Lisbeth.

Miriam asintió con la cabeza.

– Lo pasábamos de puta madre en la cama, pero no estoy enamorada de ti -subrayó Lisbeth.

– Lisbeth… Creo…

– Lo que quería decirte era que espero que… ¡Joder!

– ¿Qué?

– No tengo muchos amigos…

Miriam Wu hizo un gesto afirmativo.

– Voy a quedarme en París una temporada. Mis estudios de Suecia se fueron a la mierda, pero me he matriculado aquí. Me quedaré al menos un año.

Lisbeth asintió.

– Luego no sé lo que haré. Pero volveré a Estocolmo. Estoy pagando los gastos de la casa de Lundagatan y pienso quedarme en el piso. Si te parece bien.

– La casa es tuya. Haz lo que quieras con ella.

– Lisbeth, eres muy especial -dijo-. Me gustaría mucho seguir siendo tu amiga.

Hablaron durante dos horas. Lisbeth no tenía por qué ocultarle su pasado a Miriam Wu. El caso Zalachenko era conocido por todos los que tenían acceso a la prensa sueca y Miriam Wu había seguido el asunto con gran interés. Le contó con todo detalle lo que ocurrió en Nykvarn la noche en la que Paolo Roberto le salvó la vida.

Luego se fueron a la habitación que Miriam tenía en la residencia estudiantil que quedaba cerca de la universidad.

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