El viernes 25 de octubre, exactamente una semana antes de que se descubriese el primer cadáver en el Museo Dupayne, Adam Dalgliesh visitó el lugar por primera vez. La visita fue fortuita, la decisión, impulsiva, y más adelante recordaría aquella tarde como una de esas raras coincidencias de la vida que, pese a darse con mucha mayor frecuencia de la que razonablemente cabría esperar, nunca dejan de sorprender.
Había abandonado el edificio del Ministerio del Interior en Queen Anne’s Gate a las dos y media, tras una larga reunión que se había prolongado toda la mañana y que sólo se había visto interrumpida unos minutos para hacer la pausa habitual de los bocadillos envasados y el café insulso, y estaba recorriendo la escasa distancia que lo separaba de su despacho en New Scotland Yard. Iba solo, y eso también era fortuito: la representación policial en la reunión había sido muy numerosa y, por lo general, Dalgliesh se habría marchado con el subcomisario, pero uno de los subsecretarios del Departamento de Policía Criminal le había pedido a éste que se pasase por su despacho para discutir una cuestión que nada tenía que ver con el asunto de la reunión, por lo que Dalgliesh había salido solo. La reunión había arrojado como resultado la consabida imposición del papeleo y mientras acortaba camino por la estación de metro de Saint James’s Park en dirección a Broadway, se debatía entre regresar a su despacho y arriesgarse a sufrir una tarde llena de interrupciones o llevarse los papeles a casa a su piso a orillas del Támesis y trabajar en paz.
Nadie había fumado en la reunión, pero la atmósfera estaba muy cargada debido a la concentración humana y la falta de ventilación, y en ese momento se deleitaba respirando aire puro y fresco, aunque fuese por tan breve espacio de tiempo. Aunque el día presagiaba borrasca, hacía una temperatura inusualmente suave para aquella época del año. Los cúmulos de nubes atravesaban el cielo, de un azul transparente, sin dejar de dar vueltas, y podría haberse imaginado que era primavera salvo por el penetrante olor a mar del río, tan propio de la estación otoñal -sin duda en parte imaginado- y las bofetadas cortantes del viento cuando salió de la estación.
Al cabo de unos segundos vio a Conrad Ackroyd de pie en el bordillo de la acera en la esquina de la calle Dacre, mirando de izquierda a derecha con esa mezcla de ansiedad y esperanza típica de alguien que espera parar un taxi. Casi de inmediato, Ackroyd lo vio y se acercó caminando hacia él, con los dos brazos extendidos y el rostro sonriente bajo el sombrero de ala ancha. Dalgliesh no tenía modo de evitar el encuentro, y en realidad, tampoco deseaba hacerlo. Pocas personas se mostraban reacias a ver a Conrad Ackroyd: su constante buen humor, su interés por los detalles insignificantes de la vida, su afición a los chismorreos y, por encima de todo, su juventud en apariencia eterna resultaban tranquilizadores. Estaba exactamente igual que cuando Dalgliesh y él se habían conocido décadas antes. Costaba pensar que Ackroyd pudiese sucumbir a una enfermedad grave o sufrir una tragedia personal, y a sus amigos la noticia de su muerte les habría parecido una inversión del orden natural de las cosas. Tal vez, pensó Dalgliesh, en ello residía precisamente el secreto de su popularidad: transmitía a sus amistades la reconfortante ilusión de que el destino era benevolente. Como siempre, iba vestido de forma simpáticamente excéntrica. Llevaba el sombrero de fieltro de ala flexible ladeado con gracia, y cubría su cuerpo menudo, pero fuerte, con una capa de tweed de cuadros escoceses morados y verdes. Dalgliesh no conocía a ningún otro hombre que se pusiese polainas, y en ese momento las llevaba.
– Adam, ¡cuánto me alegro de verte! Me preguntaba si estarías en tu despacho, pero no quería llamar. Me intimida demasiado, amigo mío. No estoy seguro de que me dejasen entrar ni de si saldría si lo hiciesen. He estado almorzando en un hotel de Petty France con mi hermano. Viene a Londres una vez al año y siempre se hospeda allí; es un católico apostólico romano recalcitrante y el hotel le queda muy cerca de la catedral de Westminster. Lo conocen y son muy tolerantes.
«¿Tolerantes respecto a qué?», se preguntó Dalgliesh. Y, ¿se estaba refiriendo Ackroyd al hotel, a la catedral o a ambos?
– No sabía que tuvieses un hermano, Conrad -dijo.
– Pues apenas soy consciente de ello; nos vemos tan de vez en cuando… Es una especie de recluso. Vive en Kidderminster -añadió, como si ese dato lo explicase todo.
Dalgliesh estaba a punto de murmurar una diplomática excusa para su marcha inminente cuando su interlocutor dijo:
– Supongo, jovencito, que no lograré torcer tu voluntad para que se ajuste a la mía, ¿cierto? Quiero pasar un par de horas en el Museo Dupayne de Hampstead. ¿Por qué no vienes conmigo? Conocerás el Dupayne, claro…
– He oído hablar de él, pero nunca lo he visitado.
– Pues deberías, deberías. Es un lugar fascinante. Dedicado al periodo de entreguerras, entre 1919 y 1938; pequeño, pero exhaustivo. Tienen algunos buenos cuadros: Nash, Wyndham Lewis, Ivon Hitchens, Ben Nicholson… A ti te interesaría sobre todo la biblioteca: primeras ediciones, hológrafos y, por supuesto, los poetas de entreguerras. Ven, anda.
– En otra ocasión, tal vez.
– Las ocasiones casi nunca vuelven a presentarse, ¿no te parece? Pero ahora te he atrapado, considéralo una obra del destino. Estoy seguro de que tienes el Jaguar guardado en algún aparcamiento municipal subterráneo. Podemos ir hasta allí.
– Querrás decir que puedo llevarte.
– Y volverás conmigo al Swiss Cottage a tomar el té, ¿a que sí? Nellie nunca me lo perdonaría si no vinieses.
– ¿Cómo está Nellie?
– Estupendamente, gracias. Nuestro médico se jubiló el mes pasado. Después de veinte años juntos, fue una separación triste. Sin embargo, su sucesor parece entender nuestras constituciones físicas y en el fondo tal vez sea mejor contar con alguien más joven.
El matrimonio de Conrad y Nellie Ackroyd estaba tan consolidado que muy pocas personas se molestaban en preguntarse por su incongruencia y se regodeaban cayendo en la especulación lasciva sobre su posible consumación. Físicamente, no podían haber sido más distintos, pues Conrad era regordete, bajito y moreno, con ojos brillantes e inquisitivos, y se movía con tanto brío como un bailarín sobre unos piececillos ágiles, mientras que Nellie era al menos ocho centímetros más alta que él, plana y de tez pálida, y llevaba el cabello rubio entrecano recogido en unas espirales trenzadas a los lados de la cabeza, que semejaban auriculares. Su afición consistía en coleccionar primeras ediciones de historietas de colegialas de las décadas de los veinte y los treinta; su colección de Angela Brazil estaba considerada única. Las debilidades de Conrad y Nellie eran su casa y su jardín, las comidas -Nellie era una cocinera magnífica-, sus dos gatos siameses y la leve condición de hipocondríaco de Conrad. Este todavía dirigía y editaba The Paternoster Review, de la que también era dueño, famosa por la virulencia de sus críticas y artículos sin firma. En su vida privada era el más amable de los Jekyll, y en su papel editorial, un impenitente Hyde.
Cierta cantidad de amigos cuyas vidas voluntariamente sobrecargadas de trabajo y agobios les impedían disfrutar de todos los placeres a excepción de los necesarios, encontraban aun así tiempo para tomar el té con los Ackroyd en su casa eduardiana de Swiss Cottage, con su confortable sala de estar y su ambiente de complacencia ajena a la esclavitud del tiempo. Dalgliesh asistía a esas reuniones de vez en cuando. La merienda era un ritual nostálgico y sin prisas: las delicadas tazas alineadas con sus manos, los bocadillos de pan integral delgado con mantequilla y pedacitos de pepino y las tartas caseras de fruta y bizcocho hacían su esperada aparición, servidos por una sirvienta mayor que habría sido un auténtico regalo para cualquier director de reparto que reclutase actores para un culebrón de ambiente eduardiano. Para los visitantes de edad más provecta, el té evocaba recuerdos de una época más pausada y, para todos, la efímera ilusión de que el peligroso mundo que los rodeaba era igual de susceptible que aquella atmósfera hogareña al orden, la razón, el bienestar y la tranquilidad. Pasar las primeras horas de la tarde de cháchara con los Ackroyd era, en los tiempos que corrían, un exceso demasiado indulgente para con uno mismo. Pese a todo, Dalgliesh sabía que no iba a resultar fácil encontrar una excusa plausible para negarse a llevar a su amigo en coche hasta Hampstead.
– Será un placer llevarte al Dupayne -afirmó-, pero si planeas pasar mucho rato allí tal vez no pueda quedarme.
– No te preocupes, amigo mío. Tomaré un taxi de vuelta a casa.
Dalgliesh sólo tardó unos minutos en recoger los papeles que necesitaba de su despacho, escuchar de labios de su secretario lo ocurrido durante su ausencia y sacar su Jaguar del aparcamiento subterráneo. Ackroyd estaba de pie cerca de la señal giratoria con el aspecto de un niño que esperara obedientemente a que los adultos lo recogiesen. Se arrebujó con cuidado en su capa, subió al coche soltando unos gruñidos de satisfacción, forcejeó con impotencia con el cinturón de seguridad y, dándose por vencido, dejó que Dalgliesh se encargase de abrocharlo. Recorrían Birdcage Walk cuando habló.
– Te vi en South Bank el sábado pasado. Estabas de pie contemplando el río en compañía de una joven guapísima, si me permites el comentario.
– Si hubieras subido te la habría presentado -dijo Dalgliesh sin mirarlo ni alterar el tono de voz.
– Pues estuve a punto de hacerlo hasta que me di cuenta de que iba a estar de trop, de modo que me contenté observando vuestros perfiles, el suyo más que el tuyo, la verdad sea dicha, con más curiosidad de lo que impone la buena educación. ¿Me equivoqué al detectar cierta… compostura? ¿O debería decir contención?
Dalgliesh no respondió, y al observar su rostro y sus delicadas manos, que por un segundo se crisparon en torno al volante, Ackroyd juzgó prudente cambiar de tema.
– Al final he decidido prescindir de las habladurías en la Review -prosiguió-. No merece la pena publicarlas a menos que sean rumores recientes, rigurosos y difamatorios, y en ese caso corres el riesgo de que te denuncien. A la gente le gusta tanto poner pleitos… Estoy intentando diversificarme un poco, de ahí lo de esta visita al Dupayne. Estoy escribiendo una serie de artículos sobre el asesinato como símbolo de su época, o el asesinato como historia social, si lo prefieres. Nellie cree que con esto sí podría obtener el éxito de mi vida, Adam. Está muy entusiasmada. Mira los famosos crímenes Victorianos, sin ir más lejos; no podrían haber ocurrido en ningún otro siglo: esos salones atestados de objetos claustrofóbicos, la respetabilidad de cara a la galería, la sumisión ciega de la mujer… Y el divorcio, si es que la esposa encontraba motivos para justificarlo, algo que ya de por sí resultaba bastante difícil, la convertía en una paria social. No es de extrañar que las pobrecillas empezaran a empapar de arsénico las tiras matamoscas. Sin embargo, ésos son los años más fáciles; los de entreguerras resultan más interesantes. En el Dupayne hay una sala dedicada a los casos de asesinato más famosos de las décadas de los veinte y los treinta, no para despertar el interés del público, te lo aseguro, pues no se trata de esa clase de museos, sino para demostrar lo que quiero poner de relieve: el asesinato, el crimen por excelencia, es un paradigma de su época. -Hizo una pausa y miró fijamente a Dalgliesh por primera vez-. Pareces un poco cansado, jovencito. ¿Va todo bien? No estarás enfermo…
– No, Conrad, no estoy enfermo.
– Precisamente ayer Nellie comentó que no te vemos nunca. Estás demasiado ocupado encabezando esa brigada de nombre inofensivo creada para resolver los asesinatos de naturaleza sensible. Suena extrañamente burocrático; ¿cómo define uno los asesinatos de naturaleza insensible? Aun así, todos sabemos lo que significa. Si el presidente de la Cámara de los Lores aparece muerto de una brutal paliza en salto de cama y con peluca en su woolsack del Parlamento, llamad a Adam Dalgliesh.
– Me parece que no. ¿Te imaginas que le den una brutal paliza mientras la cámara está reunida, sin duda mientras algunas de Sus Señorías contemplan la escena con satisfacción?
– Pues claro que no; sucedería después de que se hubiese levantado la sesión.
– Entonces, ¿por qué iba a estar sentado en el woolsack?
– Lo habrían asesinado en alguna otra parte y habrían trasladado el cadáver. Deberías leer novelas de detectives, Adam. En la actualidad, los asesinatos de la vida real, aparte de estar a la orden del día y de ser, y perdóname el comentario, un poco vulgares, coartan la imaginación. Pese a todo, trasladar el cadáver sería un problema; requeriría grandes dosis de planificación. No creo que funcionase.
Ackroyd hablaba con pesadumbre. Dalgliesh se preguntó si su siguiente entretenimiento sería escribir novelas policiacas. En ese caso, habría que disuadirlo. El asesinato, real o ficticio, y en cualquiera de sus manifestaciones, era aparentemente un entretenimiento poco probable para Ackroyd, pero la curiosidad de éste siempre había abarcado muchos temas, y, una vez seducido por una idea, la perseguía con el entregado entusiasmo de un experto obsesionado con ella durante toda su vida.
Además, parecía probable que la idea persistiese.
– ¿Y no existe una convención -prosiguió- según la cual en el palacio de Westminster jamás muere nadie? ¿No meten el cadáver en la ambulancia con unas prisas indecentes y luego aseguran que el deceso se produjo camino del hospital? Vaya, eso sí arrojaría algunas pistas interesantes sobre la hora real de la muerte. Si fuese una cuestión de herencia, por ejemplo, el tiempo sería importante. Ya tengo el título, por supuesto: Muerte en la Cámara de los Lores.
– Eso llevaría muchísimo tiempo. Mejor será que te ciñas al asesinato como paradigma de su época. ¿Qué esperas encontrar en el Dupayne?
– Inspiración, quizá, pero sobre todo información. La Sala del Crimen es excepcional. Ese no es su nombre oficial, por cierto, pero así es como todos nos referimos a ella. Hay reportajes de la prensa de la época sobre el crimen y el juicio, fotografías fascinantes incluyendo algunas originales y reconstrucciones de la escena del crimen. No entiendo cómo el viejo Max Dupayne logró echarle el guante a todo eso, pero me consta que no siempre era escrupuloso cuando se trataba de adquirir lo que quería. Y por supuesto, el interés del museo en los asesinatos coincide con el mío. La única razón por la que el anciano creó la Sala del Crimen fue para relacionar el crimen con su época, de lo contrario habría visto cómo la sala le hacía el juego al depravado gusto popular. Ya he escogido mi primer caso; es el más obvio: la señora Edith Thompson. Lo conoces, por supuesto.
– Sí, lo conozco.
Cualquier persona interesada en los asesinatos de la vida real, los defectos del sistema de justicia criminal o el horror y las anomalías de la pena capital conocía el caso Thompson-Bywaters, que había generado novelas, obras de teatro, películas y su ración de artículos periodísticos que rezumaban indignación moral.
Ajeno, al parecer, al silencio de su compañero, Ackroyd siguió parloteando alegremente.
– Examinemos los hechos: tenemos a una hermosa joven de veintiocho años casada con un insulso consignatario cuatro años mayor que ella y viviendo en una anodina calle de un aburrido barrio residencial al este de Londres. ¿Dudas de que encontraba consuelo en una vida imaginaria?
– No tenemos ninguna prueba de que Thompson fuese insulso. No estarás sugiriendo el aburrimiento como una justificación para el asesinato, ¿verdad?
– Se me ocurren motivos menos verosímiles, jovencito. Edith Thompson es inteligente además de atractiva, y trabaja como encargada de una empresa de sombreros de señora en la City, lo que en aquellos tiempos significaba algo. Se va de vacaciones con su marido y su hermana, conoce a Frederick Bywaters, un sobrecargo de la línea de ferris P &O ocho años más joven que ella, y se enamora perdidamente. Mientras él está embarcado, ella le escribe apasionadas cartas de amor que, para cualquier persona falta de imaginación, sin duda podrían interpretarse como una incitación al asesinato. La mujer sostiene que le ha puesto bombillas machacadas a Percy en la sopa, la probabilidad de lo cual fue descartada en el juicio por el patólogo forense Bernard Spilsbury. Y luego, el 3 de octubre de 1922, tras una velada en el teatro Criterion de Londres, mientras caminan de regreso a casa, Bywaters aparece de repente y mata a Percy Thompson a puñaladas. Se oye a Edith Thompson gritar: «¡No lo hagas, no lo hagas!» Pero las cartas la inculpaban, por supuesto. Si Bywaters las hubiese destruido, todavía estaría viva.
– Lo dudo -repuso Dalgliesh-. Tendría ciento ocho años. Pero ¿podrías justificar que se trata de un crimen específico de mediados del siglo xx? El marido celoso, el amante más joven, la dependencia sexual… Podría haber sucedido cincuenta o cien años antes. Podría suceder hoy.
– Pero no exactamente del mismo modo. Para empezar, cincuenta años antes ella no habría tenido la oportunidad de trabajar en la City. Es poco probable que hubiese llegado a conocer a Bywaters. Hoy, por supuesto, habría ido a la universidad, habría encontrado cómo canalizar su inteligencia, habría controlado su imaginación desbordante, y lo más probable es que hubiese acabado convertida en una mujer rica y famosa. La veo como una escritora de novelas románticas. Desde luego, nunca se habría casado con Percy Thompson, y de haber cometido algún asesinato los psiquiatras actuales habrían diagnosticado que era proclive a las fantasías delirantes; el jurado habría adoptado un punto de vista distinto respecto a las relaciones extramatrimoniales y el juez no habría echado mano de su inmenso prejuicio contra las mujeres casadas que tienen amantes ocho años menores que ellas, prejuicio a todas luces compartido por el jurado en 1922.
Dalgliesh permaneció en silencio. Desde que a los once años había leído por primera vez la historia de aquella mujer deshecha y drogada a quien habían tenido que llevar casi a rastras al patíbulo, el caso había permanecido agazapado en un rincón de su memoria, latente como una culebra enroscada. No es que el pobre Percy Thompson hubiese merecido la muerte, pero ¿acaso se merecía nadie lo que su viuda había sufrido aquellos últimos días en la celda de los condenados a muerte, cuando al fin cayó en la cuenta de que fuera había un mundo real aún más peligroso que sus fantasías y que en él había hombres que, en un día concreto y a una hora concreta, la sacarían y le partirían el cuello judicialmente? Aun cuando todavía era un crío, el caso había reafirmado su postura radical contra la pena de muerte. Se preguntó si había ejercido una influencia más sutil y persuasiva la convicción, jamás expresada pero cada vez más arraigada en su intelecto, de que las pasiones fuertes debían estar sujetas a la voluntad, de que un amor caracterizado por la entrega total podía ser peligroso y el precio a pagar demasiado alto. ¿No era eso lo que le había enseñado el viejo y experimentado sargento, ahora ya retirado, cuando era un joven aspirante al Departamento de Investigación Criminal?
Decidió apartar de su mente el caso Thompson-Bywaters y volvió a concentrarse en lo que le decía Ackroyd.
– He encontrado mi caso más interesante. Todavía sigue sin resolver, y es fascinante por los elementos que combina, absolutamente típico de los años treinta. No podría haber sucedido en ningún otro momento, al menos del modo en que sucedió. No me cabe duda de que lo conocerás: se trata del caso Wallace. Se han escrito muchas páginas sobre él. En el Dupayne está toda la documentación.
– Lo presentaron una vez en un curso de formación en Branshill, cuando acababan de nombrarme detective inspector. Constituía un ejemplo de cómo no llevar a cabo la investigación de un asesinato. No creo que lo incluyan en la actualidad; seguramente elegirán casos más recientes y relevantes. No andan escasos de ellos, por cierto.
– Así que conoces los hechos. -La decepción de Ackroyd era tan evidente que Dalgliesh se sintió incapaz de impedir que se explayase.
– Refréscame la memoria.
– Corría el año 1931. En el plano internacional, fue el año en que Japón invadió Manchuria, se proclamó la República en España, se produjeron fuertes disturbios en la India y Cawnpore sufrió uno de los peores brotes de violencia interna de la historia del país, Anna Pavlova y Thomas Edison murieron y el profesor Auguste Piccard fue el primer hombre en alcanzar la estratosfera en un globo. En nuestro país, el National Government fue reelegido en las elecciones de octubre, sir Oswald Mosley concluyó la formación de su New Party, y había dos millones setecientos cincuenta mil desempleados. No fue un buen año. Como ves, Adam, he hecho bien mis deberes. ¿A que te he impresionado?
– Mucho. Es una proeza formidable de la memoria, pero no entiendo qué relevancia tiene para un asesinato típicamente inglés en un barrio de las afueras de Liverpool.
– Así puede enmarcarse en un contexto más amplio. Aunque quizá no lo utilice cuando me ponga a escribir. ¿Sigo? ¿No te estaré aburriendo?
– Por favor, sigue. Y no, no me estás aburriendo.
– Las fechas: lunes 19 y martes 20 de enero. El presunto asesino: William Herbert Wallace, cincuenta y dos años, agente de seguros de la compañía Prudential, un hombre con gafas, ligeramente cargado de espaldas, de aspecto anodino que vive con su esposa, Julia, en el número 29 de la calle Wolverton de Anfield. Pasaba los días yendo de casa en casa recaudando el dinero de los seguros. Un chelín por aquí, otro chelín por allí en mitad de un día lluvioso y el final inevitable. Típico de su época. Aunque el dinero apenas te alcance para comer, sigues poniendo un poquito cada semana para asegurarte de que te podrás pagar un entierro decente. Vives en la miseria, pero al menos al final podrás organizar una especie de espectáculo. Nada de ir a toda prisa al crematorio para salir de nuevo al cabo de un cuarto de hora porque si no el siguiente cortejo fúnebre empezará a aporrear la puerta.
»Estaba casado con Julia, de cincuenta y dos años, extracción social un poco superior, rostro delicado, buena pianista. Wallace tocaba el violín y a veces la acompañaba en el salón delantero. Al parecer, no era demasiado bueno: si se hubiese puesto a raspar las cuerdas con entusiasmo mientras ella tocaba, tendríamos un móvil para el asesinato, pero con otra víctima. Bueno, el caso es que se les conocía por ser una pareja muy unida, pero ¿quién sabe? No te estoy distrayendo de la conducción, ¿verdad que no?
Dalgliesh recordó que Ackroyd, que no sabía conducir, siempre había sido un pasajero aprensivo.
– En absoluto.
– Llegamos a la tarde del 19 de enero. Wallace jugaba al ajedrez y tenía que ir a jugar una partida al Club Central de Ajedrez, que se reunía en una cafetería del centro de la ciudad los lunes y los jueves por la tarde. Ese lunes recibieron la llamada de un hombre preguntando por él. Una camarera respondió y llamó al director del club, Samuel Beattie, para que se pusiese al teléfono. Beattie sugirió que, puesto que Wallace debía jugar esa tarde pero aún no había llegado, el hombre volviese a llamar más tarde, pero éste repuso que no podía porque estaba celebrando la fiesta de cumpleaños de su hija, que cumplía los veintiuno, pero que Wallace fuese a verlo al día siguiente a las siete y media para hablar de una proposición de negocios. Dijo llamarse R. M. Qualthrough y vivir en Menlove Gardens East, 25, Mossley Hill. Lo más interesante e importante es que la persona que llamó tenía ciertas dificultades para hacerse entender, ya fuesen genuinas o fingidas. Como resultado de todo ello sabemos que la operadora dejó constancia de la hora de la llamada: las siete y veinte.
»De modo que al día siguiente, Wallace se dirigió a la dirección de Menlove Gardens East que, como ya sabes, no existe. Tuvo que tomar tres tranvías para llegar a la zona de Menlove Gardens, estuvo buscando la dirección alrededor de media hora y preguntó al menos a cuatro personas, incluyendo un policía. Al final se dio por vencido y regresó a casa. Los vecinos de la casa contigua, los Johnston, se disponían a salir cuando oyeron que alguien llamaba a la puerta trasera del número 29. Acudieron a ver qué ocurría y vieron a Wallace, quien les dijo que no podía entrar en su casa. Mientras estaban allí con él, lo intentó de nuevo, y esta vez el pomo de la puerta cedió. Los tres entraron en la casa; el cuerpo de Julia Wallace yacía tendido boca abajo sobre la alfombra del salón delantero tapado con el impermeable ensangrentado de Wallace. La habían matado a golpes en un ataque furibundo y tenía el cráneo fracturado por once golpes propinados con una fuerza descomunal.
»El lunes 2 de febrero, trece días después del asesinato, Wallace fue detenido. Todas las pruebas eran circunstanciales, no se habían encontrado restos de sangre en sus ropas y el arma del crimen no había aparecido. No había ninguna prueba física que lo relacionase con el homicidio. Lo interesante es que las pruebas, las pocas que había, podían apoyar tanto la base de la acusación como la de la defensa, en función de cómo se optase por examinarlas. La llamada al café se había realizado desde una cabina cercana a la calle Wolverton a la hora en que Wallace habría estado pasando por allí. ¿Era porque la había efectuado él mismo o porque el asesino estaba esperando para asegurarse de que Wallace iba camino del club? En opinión de la policía, había estado increíblemente tranquilo durante la investigación, sentado en la cocina con el gato en el regazo, sin dejar de acariciarlo. ¿Era porque le traía sin cuidado o, por el contrario, porque se trataba de un hombre estoico que ocultaba sus emociones? Además, había que considerar las repetidas pesquisas para averiguar dónde estaba la dirección que le habían dado: ¿era una nueva coartada, u ocurría que Wallace, quien se tomaba muy en serio su trabajo de agente de seguros, no se rendía fácilmente?
Mientras esperaba en la cola de otro semáforo, Dalgliesh recordó el caso con mayor nitidez. Si la investigación había sido un caos, el juicio no le había ido a la zaga: el juez había recapitulado a favor de Wallace, pero el jurado lo había condenado, veredicto al que llegó en apenas una hora. Wallace apeló y el caso de nuevo hizo historia cuando el tribunal aceptó la apelación alegando que su culpabilidad no estaba probada más allá de toda duda razonable; en resumidas cuentas, que el jurado se había equivocado.
Ackroyd siguió charlando animadamente mientras Dalgliesh fijaba su atención en la carretera. Ya había supuesto que el tráfico sería intenso, pues el trayecto de regreso a casa los viernes empezaba cada año más temprano, con una congestión agudizada por las familias que salían de Londres en dirección a sus casitas de fin de semana. No habían llegado a Hampstead todavía cuando Dalgliesh ya se estaba arrepintiendo de haber cedido al impulso de ver el museo y estaba calculando mentalmente las horas perdidas. Se ordenó a sí mismo que dejase de preocuparse; llevaba una vida ya lo bastante agobiada, así que, ¿por qué estropear con arrepentimientos aquel agradable respiro? Antes de llegar a Jack Straw’s Castle, la retención del tráfico hizo que tardaran varios minutos en incorporarse a la menor afluencia de coches que transitaban por Spaniards Road, que se desplegaba en línea recta atravesando el Heath. Allí, los arbustos y los árboles crecían cerca del asfalto y daban la sensación de hallarse en pleno campo.
– No vayas tan deprisa, Adam -sugirió Ackroyd-, o nos pasaremos la calle. No se ve fácilmente. Ahora estamos llegando, a unos treinta metros a la derecha.
Desde luego, no era una calle fácil de localizar y, puesto que implicaba girar a la derecha cruzando el tráfico, tampoco resultaba sencillo entrar en ella. Dalgliesh vio una verja abierta y detrás de ésta un camino de entrada flanqueado por una enramada espesa y árboles frondosos. A la izquierda de la entrada había un tablón negro clavado en la pared con una indicación pintada en blanco: museo dupayne. por favor, conduzcan despacio.
– No me parece una invitación -comentó Dalgliesh-. ¿Es que no quieren visitantes?
– No estoy seguro de que los quieran, al menos no en grandes cantidades. Max Dupayne, que fundó este lugar en 1961, lo consideraba una especie de pasatiempo privado. Estaba fascinado, o mejor dicho, obsesionado, con el periodo de entreguerras. Coleccionaba cualquier cosa relacionada con los años veinte y treinta, lo cual explica algunos de los cuadros: pudo comprar antes de que creciese la cotización de los artistas. También adquirió las primeras ediciones de todos los novelistas importantes y de aquellos a quienes consideraba que valía la pena coleccionar. Ahora la biblioteca tiene un gran valor. En principio, el museo estaba dirigido a las personas que compartían su pasión, y esa visión del lugar ha influido en la generación actual. Es posible que las cosas cambien ahora que Marcus Dupayne se ha hecho con el control. Acaba de retirarse de la administración pública. Puede que vea el museo como un reto.
Dalgliesh recorrió una entrada asfaltada tan estrecha que dificultaba el paso para dos coches. A cada lado había una delgada franja de césped y, más allá, un seto espeso de rododendros. Tras éstos, unos árboles altos y delgados, con las hojas amarillentas, contribuían con su presencia a la penumbra del camino. Pasaron junto a un joven arrodillado en el césped en compañía de una mujer mayor de facciones angulosas que estaba de pie junto a él como si dirigiese su trabajo. Entre ambos había una canasta de madera, y parecía que estuviesen plantando bulbos. El chico levantó la vista y los siguió con la mirada mientras pasaban, pero la mujer apenas si se fijó en ellos.
El camino giró hacia la izquierda antes de enderezarse de nuevo, y entonces el museo apareció de pronto ante ellos. Dalgliesh detuvo el coche y se pusieron a contemplarlo en silencio. El camino se dividía para rodear una extensión circular de césped con un arriate central de arbustos, más allá de la cual se alzaba un edificio simétrico de ladrillo, elegante, arquitectónicamente impresionante y mayor de lo que Dalgliesh había esperado. Tenía cinco miradores -el del centro muy adelantado-, dos ventanales, uno encima del otro, cuatro ventanas idénticas en los dos niveles inferiores a cada lado del saledizo central y dos más en el tejado a cuatro aguas. Una puerta acristalada pintada de blanco estaba ubicada en medio de una intrincada composición de ladrillos. El comedimiento y la simetría absoluta del edificio conferían a éste un aire discretamente imponente, más institucional que hogareño. Sin embargo, había un rasgo poco común: donde habría cabido esperar pilastras había una serie de tablas empotradas con capiteles de ladrillo ornamentado que ponían la nota de excentricidad en una fachada que, por lo demás, era tremendamente uniforme.
– ¿Reconoces la casa? -le preguntó Ackroyd.
– No. ¿Por qué? ¿Debería?
– No a menos que hayas visitado la casa Pendell, cerca de Bletchingley. Es una excentricidad de Inigo Jones del año 1636. El próspero industrial Victoriano que mandó construir ésta en 1894 vio la casa Pendell, le gustó y pensó que por qué no mandar hacer una reproducción. A fin de cuentas, el arquitecto original no estaba allí para oponerse. Sin embargo, no llegó hasta el extremo de duplicar el interior, lo cual, por otra parte, fue una buena idea, porque el interior de la casa Pendell resulta un tanto sospechoso. ¿Te gusta?
Ackroyd estaba tan candorosamente ansioso como un niño pequeño, esperando que su ofrecimiento no decepcionase a su compañero.
– Es interesante -respondió Dalgliesh-, aunque nunca se me habría ocurrido pensar que era copia de un edificio de Inigo Jones. Me gusta, pero no estoy seguro de que quisiera vivir en ella; el exceso de simetría me pone nervioso. Jamás había visto paneles empotrados de ladrillo.
– Ni tú ni nadie, según Pesvner. Se supone que son únicos. Yo los apruebo. La fachada sería demasiado discreta sin ellos. Bueno, vamos a ver el interior, que para eso hemos venido. El aparcamiento está detrás de aquellas matas de laurel de la derecha. Max Dupayne detestaba ver coches delante de la casa. En realidad, detestaba la mayor parte de las manifestaciones de la vida moderna.
Dalgliesh volvió a poner en marcha el motor. Una flecha blanca en un cartel de madera lo dirigió al aparcamiento, un área cubierta de gravilla de unos cincuenta metros por treinta con la entrada en el lado sur. Ya había doce coches ordenadamente estacionados en dos filas. Dalgliesh encontró un hueco al fondo.
– No hay mucho espacio -señaló-. ¿Qué hacen un día de mucha afluencia de público?
– Supongo que los visitantes lo intentan al otro lado de la casa. Allí hay un garaje, pero Neville Dupayne lo usa para guardar su Jaguar E. Pero nunca he visto el aparcamiento abarrotado, ni tampoco el museo, por cierto. Esto es lo normal para un viernes por la tarde. Además, algunos de los coches pertenecen a los miembros del personal.
En efecto, no vieron señales de vida mientras se dirigían hacia la puerta principal. Se trataba, pensó Dalgliesh, de una puerta un tanto intimidatoria para el visitante ocasional, pero Ackroyd asió el tirador de latón con confianza, lo hizo girar y abrió la puerta empujándola.
– En verano suele permanecer abierta. La verdad es que con este sol no se corren riesgos. Bueno, pues aquí estamos. Bienvenido al Museo Dupayne.
Dalgliesh siguió a Ackroyd hasta una espaciosa sala con el suelo de mármol blanco y negro. Frente a él se extendía una elegante escalera que al cabo de unos veinte escalones se dividía en dos, hacia el este y hacia el oeste, hasta ir a parar a la galería ancha. A cada lado de la sala había tres puertas de caoba con sendas puertas similares pero más pequeñas que comunicaban con la galería superior. En la pared de la izquierda había una hilera de percheros y debajo de éstos dos largos paragüeros. A la derecha se situaba un mostrador curvado, también de caoba, detrás del cual había una antigua centralita telefónica y una puerta con el indicador de privado que Dalgliesh imaginó que conducía a las oficinas. La única señal de vida era una mujer sentada tras el mostrador de recepción, quien levantó la vista cuando Ackroyd y Dalgliesh se aproximaron.
– Buenas tardes, señorita Godby -la saludó Ackroyd antes de volverse hacia Dalgliesh para añadir-: Te presento a la señorita Muriel Godby, que se encarga de las entradas y nos mantiene a todos a raya. Éste es un amigo mío, el señor Dalgliesh. ¿Tiene que pagar entrada?
– Por supuesto que tengo que pagar entrada -replicó Dalgliesh.
La señorita Godby lo miró, y Dalgliesh vio un rostro cetrino de expresión grave con un par de ojos extraordinarios tras unas gafas estrechas de montura de concha. Los iris eran de color amarillo verdoso y muy brillantes hacia el centro. El cabello, de un color extraño entre rojizo luminoso y dorado, era espeso y liso, y lo llevaba cepillado con la raya al lado y recogido con un pasador para apartárselo de la cara. Tenía la boca pequeña pero firme y un mentón que contrastaba con su edad aparente: no podía tener mucho más de cuarenta años, pero su barbilla y la parte superior del cuello poseían parte de esa flacidez propia de la vejez. A pesar de que le había dedicado una sonrisa a Ackroyd, ésta había sido poco más que un rictus que le confería un aire cauteloso y ligeramente intimidatorio a la vez. Llevaba un conjunto de suéter y chaqueta de lana azul y un collar de perlas, que le hacía parecer tan anticuada como algunas de las fotografías de debutantes inglesas que aparecían en los viejos ejemplares de la revista Country Life. Tal vez, pensó Dalgliesh, la mujer se vistiera así expresamente para ajustarse a las décadas en que se especializaba el museo. Desde luego, la señorita Godby no tenía nada de aniñado ni de ingenuamente atractivo.
Encima del mostrador un cartel enmarcado informaba de que el precio de las entradas era de cinco libras para los adultos, tres libras y media para los pensionistas y los estudiantes, y gratis para los menores de diez años y los desempleados. Dalgliesh le dio su billete de diez libras y obtuvo, además de su cambio, una etiqueta adhesiva redonda y azul. Al recibir la suya, Ackroyd protestó:
– ¿De verdad tenemos que ponernos esto? Pertenezco a la Asociación de Amigos del Museo, me he inscrito en la lista.
La señorita Godby se mostró inflexible.
– Es un sistema nuevo, señor Ackroyd: azul para los hombres, rosa para las mujeres y verde para los niños. Se trata de una forma sencilla de hacer cuadrar la recaudación de la caja con el número de visitantes y facilitar información sobre las personas a las que atendemos. Y además, claro está, significa que el personal puede ver de inmediato quién ha pagado y quién no.
Se alejaron del mostrador.
– Es una mujer eficiente -explicó Ackroyd- que ha trabajado mucho para poner este lugar en orden, pero ojalá supiese dónde está su límite. Desde aquí puedes ver la distribución general: esa primera sala de la izquierda es la sala de pintura, la siguiente está especializada en deporte y entretenimiento, mientras que la tercera es la dedicada a temas de historia. Y allí, a la derecha, tenemos la sala de trajes de época, teatro y cine. La biblioteca está en el piso de arriba, así como la Sala del Crimen. Obviamente, seguro que te interesa ver los cuadros y visitar la biblioteca, y quizás el resto de salas, y me gustaría mucho acompañarte; sin embargo, necesito trabajar, así que será mejor que empecemos por la Sala del Crimen.
Haciendo caso omiso del ascensor, Ackroyd comenzó a subir por la escalera central, con más brío que nunca. Dalgliesh lo siguió, consciente de que Muriel Godby los vigilaba desde su puesto detrás del mostrador, como si todavía dudase que fuese seguro dejarlos continuar sin un guía. Habían llegado a la Sala del Crimen, ubicada en el ala este, en la parte posterior del edificio, cuando se abrió una puerta en lo alto de las escaleras. Se oyó el vocerío de varias personas discutiendo que guardaron silencio cuando un hombre salió apresuradamente. Este vaciló por un instante al ver a Dalgliesh y Ackroyd, los saludó con mi movimiento de la cabeza y se dirigió hacia las escaleras. El abrigo que llevaba se agitaba detrás de él como atrapado en la vehemencia de su marcha. A Dalgliesh le pareció distinguir apenas una mata rebelde de pelo negro y una expresión de enfado y azoramiento en la mirada. Casi de inmediato, otra figura apareció en el vano de la puerta. No expresó sorpresa alguna al ver visitantes, sino que se dirigió directamente a Ackroyd.
– ¿Para qué sirve el museo? Eso es lo que Neville Dupayne acaba de preguntarme. ¿Para qué sirve? Me extraña que sea hijo de su padre, salvo por el hecho de que la pobre Madeleine era soporíferamente virtuosa: no tenía vitalidad suficiente para las travesuras sexuales. Me alegro de verte aquí otra vez. -Miró a Dalgliesh-. ¿Quién es éste?
La pregunta podría haber sonado ofensiva de no haber sido formulada en un tono de perplejidad e interés genuinos, como si se hallara ante una adquisición nueva aunque no especialmente interesante.
– Buenas tardes, James -dijo Ackroyd-. Te presento a un amigo mío, Adam Dalgliesh. Adam, éste es James Calder-Hale, director y genio responsable del Museo Dupayne.
Calder-Hale era alto y delgado casi hasta el raquitismo, tenía un rostro largo y huesudo y una boca ancha de formas precisas. El cabello, que le atravesaba una frente alta, estaba encanecido en franjas irregulares, por lo que presentaba mechones de color dorado pálido veteados de blanco, característica que le daba un toque de teatralidad. Sus ojos, bajo unas cejas tan definidas que probablemente se depilase, reflejaban inteligencia, y conferían fortaleza a un rostro que, por lo demás, podría haber sido descrito como afable. Sin embargo, a Dalgliesh no lo engañaba aquella sensibilidad aparente, pues había conocido a hombres de carácter fuerte y físicamente activos con cara de eruditos idealistas. Calder-Hale llevaba pantalones estrechos y arrugados, camisa de rayas, corbata azul claro inusitadamente ancha con el nudo más bien suelto, pantuflas de felpa a cuadros y una chaqueta larga de punto gris que casi le llegaba a las rodillas. Había expresado su aparente enfado en un falsete agudo de irritación que en opinión de Dalgliesh tenía más de histriónico que de genuino.
– ¿Adam Dalgliesh? He oído hablar de usted. -Sus palabras sonaron más bien como una acusación-. Un caso al que responder y otros poemas. No leo demasiada poesía moderna, pues tengo una predilección pasada de moda por versos que se atengan a la métrica y rimen de vez en cuando, pero al menos los suyos no son prosa reordenada en la página. ¿Sabe Muriel que estáis aquí?
– Me he inscrito en la lista -respondió Ackroyd-. Y mira, llevamos puestas esas etiquetitas adhesivas.
– Ya veo. Una pregunta estúpida. Ni siquiera tú, Ackroyd, habrías logrado cruzar el vestíbulo sin que ella lo supiese. Es una auténtica tirana, pero concienzuda, y necesaria, según me dicen. Os pido disculpas por mi vehemencia de hace un momento, no suelo perder los estribos; con cualquiera de los Dupayne es malgastar energía. Bueno, no dejéis que interrumpa lo que sea que hayáis venido a hacer.
Se volvió para regresar a lo que a todas luces era su despacho. Ackroyd se dirigió a él gritando:
– ¿Qué le has contestado a Neville Dupayne? ¿Para qué le has dicho que sirve el museo?
Calder-Hale vaciló por un segundo y se volvió.
– Le he dicho lo que ya sabía: que el Dupayne, como cualquier otro museo que se precie, facilita la custodia segura, la conservación, el registro y la exposición de artículos de interés del pasado en beneficio de los estudiosos y de otras personas lo bastante interesadas como para visitarlo. Al parecer, Dupayne pensaba que debería tener alguna especie de función social o misional. ¡Increíble! -Miró a Ackroyd y añadió-: Me alegro de haberte visto. -A continuación, inclinó la cabeza para despedirse de Dalgliesh-. Y por supuesto, de haberle conocido a usted. Hay una adquisición en la sala de pintura que quizá le agrade, una acuarela pequeña pero interesante de Roger Fry, donada por uno de nuestros visitantes asiduos. Esperemos poder conservarla.
– ¿Qué quieres decir con eso, James? -preguntó Ackroyd.
– Ah, claro, tú no sabes nada… El futuro de este lugar es incierto; el contrato de arrendamiento termina el mes que viene y se ha negociado otro nuevo. El viejo redactó un fideicomiso muy curioso; según tengo entendido, el museo sólo puede continuar si sus tres hijos, los tres, están de acuerdo en firmar el contrato de arrendamiento. Si cierra será una tragedia, pero a mino se me ha dado ninguna autoridad para evitarla. Yo no soy fideicomisario.
Sin añadir nada más, dio media vuelta, entró en su despacho y cerró la puerta con vigor.
– Supongo que sí será una auténtica tragedia para él -señaló Ackroyd-. Lleva trabajando aquí desde que se retiró del cuerpo diplomático. Sin recibir ningún sueldo, por supuesto, pero puede utilizar la oficina y hace de guía para unos pocos elegidos. Su padre y el viejo Max Dupayne habían sido amigos desde la universidad. Para el viejo, el museo era un capricho privado, como, por supuesto, suelen serlo los museos para algunos de sus directores. No es que le molestasen del todo los visitantes, algunos de ellos eran incluso bienvenidos, pero pensaba que alguien verdaderamente curioso valía por cincuenta visitantes normales y obraba en consecuencia. Si no sabías qué era el Dupayne ni conocías el horario, entonces no necesitabas saberlo. Más información podía atraer a los transeúntes ocasionales, que querrían entrar a protegerse de la lluvia con la esperanza de encontrar algo capaz de mantener calladitos a los niños durante media hora.
– Pero un visitante ocasional no informado -repuso Dalgliesh- podría disfrutar de la experiencia, probarlo, descubrir la fascinación de lo que en nuestra deplorable jerga contemporánea nos animan a llamar «la experiencia museística». Hasta ese punto un museo es instructivo. ¿No se sentiría satisfecho con eso Dupayne?
– En teoría sí, supongo. Si los herederos lo mantienen abierto, es posible que sigan ese camino, pero no tienen mucho que ofrecer aquí, ¿no crees? El Dupayne no es el Victoria & Albert ni el Museo Británico. Si te interesa el periodo de entreguerras, como a mí, el Dupayne te ofrece prácticamente todo cuanto necesitas, pero los años veinte y treinta poseen un atractivo limitado para el público en general. Después de pasar un día aquí ya lo has visto todo. Creo que al viejo siempre le sentó mal que la sala más popular fuese la Sala del Crimen. Ahora, un museo dedicado por entero al crimen sería muy rentable. Me sorprende que nadie lo haya abierto todavía. Está el Black Museum de New Scotland Yard y esa pequeña colección tan interesante que la policía fluvial tiene en Wapping, pero no creo que ninguno de los dos esté abierto al público en general. Sólo se permite la entrada tras presentar una solicitud, estrictamente.
La Sala del Crimen era grande, de al menos nueve metros de largo, y estaba bien iluminada por tres lámparas colgantes, pero para Dalgliesh la impresión inmediata fue de oscuridad claustrofóbica, pese a las dos ventanas orientadas al este y la única ventana orientada al sur. A la derecha de la ornamentada chimenea había una segunda puerta; era sencilla y sin duda permanecía siempre cerrada, pues carecía de pomo o tirador.
Había vitrinas en todas las paredes, y debajo de ellas, estantes para libros relacionados -o al menos eso cabía suponer- con los casos que se exponían, así como cajones con documentos e informes relevantes. Encima de las vitrinas había hileras de fotografías en blanco y negro y sepia, muchas de ellas ampliadas, algunas obviamente originales y abiertamente explícitas. La impresión era la de un cottage de sangre y rostros inertes, de asesinos y víctimas unidos en la muerte, con la mirada fija en el vacío.
Dalgliesh y Ackroyd recorrieron la estancia sin separarse. Allí, expuestos, ilustrados y examinados, estaban los casos de asesinato más famosos de los años de entreguerras. Los nombres, las caras y los hechos acudían en ráfagas a la memoria de Dalgliesh. William Herbert Wallace, más joven, sin duda, que en la fecha del juicio, una cabeza poco memorable pero no desagradable, que surgía de un cuello de camisa alto y almidonado, con la corbata anudada como una soga, la boca entreabierta bajo el bigote, los ojos de expresión afable tras unas gafas de montura metálica. Junto a ésa había otra fotografía de periódico en la que aparecía estrechándole la mano a su abogado tras la apelación. Junto a él estaba su hermano; ambos eran bastante más altos que cualquier otra persona del grupo, Wallace un tanto encorvado. Para la experiencia más terrible de su vida se había vestido con cuidado. Llevaba un traje oscuro y el mismo cuello de camisa alto y la corbata estrecha. El pelo ralo, con la raya escrupulosamente en medio, relucía de tanto cepillarlo. Era un rostro en cierto modo típico del burócrata meticuloso y concienzudo en exceso, tal vez no el de un hombre al que las amas de casa, haciendo uso de su asignación semanal, invitasen a entrar a charlar un rato y tomar una taza de té.
– Y aquí tenemos a la hermosa Marie-Marguerite Fahmy -anunció Ackroyd-, que mató de un tiro a su marido, un playboy egipcio, en el hotel Savoy, nada más y nada menos, en 1923. El caso es famoso por la defensa que hizo Edward Marshall Hall, quien puso punto final al juicio de una manera sorprendente apuntando al jurado con el arma del crimen para luego dejarla caer con un ruido sordo mientras exigía un veredicto de inocencia. Ella lo mató, por supuesto, pero gracias a Hall logró librarse de la condena. También pronunció un discurso censurablemente racista en el que sugería que las mujeres que se casan con los que denominó «orientales» podían esperar la clase de trato que ella había recibido de su marido. Hoy en día tendría problemas con el juez y la prensa. Una vez más, jovencito, estamos ante un crimen típico de su tiempo.
– Pensaba que tenías en cuenta para tu tesis la comisión del crimen, no el funcionamiento del sistema de justicia criminal de la época.
– Tengo en cuenta todas las circunstancias. Y he aquí otro ejemplo de una defensa victoriosa, el famoso crimen del baúl de Brighton, de 1934. Se supone que éste, mi querido Adam, es el baúl original en el que Tony Mancini, un camarero de veintiséis años que ya había cumplido condena por robo, metió el cadáver de su amante, una prostituta llamada Violette Kaye. Se trataba del segundo crimen del baúl de Brighton; el primer cadáver, el de una mujer a la que le faltaban la cabeza y las piernas, había sido encontrado en la estación de tren de Brighton once días antes. Nunca llegaron a detener a nadie por ese asesinato. Juzgaron a Mancini en el tribunal del condado de Lewes en diciembre y Norman Birkett realizó una defensa brillante. De hecho, le salvó la vida a Mancini. El jurado emitió un veredicto de inocencia, pero en 1976 Mancini confesó. Este baúl parece ejercer una atracción morbosa sobre los visitantes del museo.
No ejerció ninguna atracción morbosa sobre Dalgliesh, quien de pronto sintió la necesidad de mirar al mundo exterior y se acercó a una de las dos ventanas del ala este. Debajo, en mitad de una serie de árboles jóvenes, había un cobertizo de madera y, menos de diez metros más allá, un jardincillo regado mediante un aspersor. El chico que había visto en la entrada se estaba lavando las manos, que a continuación se secó restregándolas contra los costados de los pantalones. En ese momento, Ackroyd lo llamó, ansioso por enseñarle su último caso.
Tras conducir a Dalgliesh hasta la segunda de las vitrinas, dijo:
– El crimen del coche en llamas, en 1930. Sin duda, es un candidato idóneo para mi artículo. Tienes que haber oído hablar de él: Alfred Arthur Rouse, un viajante de comercio de treinta y siete años que vivía en Londres. Era un mujeriego compulsivo. Aparte de cometer bigamia, se supone que sedujo a unas ochenta mujeres en el transcurso de sus viajes. En un momento dado, necesitaba desaparecer de forma permanente, a ser posible que lo dieran por muerto, de modo que el 6 de noviembre recogió a un vagabundo y en una carretera solitaria de Northamptonshire lo mató, lo roció con gasolina, prendió fuego al coche y se largó. Por desgracia para él, dos jóvenes que caminaban de regreso a casa hacia su pueblo lo vieron y le preguntaron por el incendio. Él siguió su camino sin detenerse a hablar con ellos y les gritó: «Parece que alguien ha encendido una hoguera.» Ese encuentro ayudó a que lo detuvieran. Si se hubiese escondido en la cuneta y hubiera dejado que los jóvenes pasaran de largo, tal vez se habría salido con la suya.
– ¿Y qué es lo que hace a este crimen propio de su época? -preguntó Dalgliesh.
– Rouse había participado en la guerra, donde había sufrido heridas en la cabeza. Su comportamiento en la escena del crimen y durante el juicio fue excepcionalmente estúpido. Considero a Rouse una víctima de la Primera Guerra Mundial.
«Es posible que lo hiera», pensó Dalgliesh. Sin duda su comportamiento tras el asesinato y su extraordinaria arrogancia en el estrado habían contribuido más que el fiscal a ponerle la soga al cuello. Habría sido interesante conocer el contenido de su hoja de servicios durante la contienda y las circunstancias en que había resultado herido. Pocos de los hombres que habían servido durante mucho tiempo en Flandes habían regresado a casa en condiciones de completa normalidad.
Dejó a Ackroyd con sus pesquisas y se fue en busca de la biblioteca, que estaba en el lado oeste de la misma planta. Se trataba de una sala rectangular con dos ventanas que daban al aparcamiento y una tercera con vistas al camino de entrada. Las paredes estaban cubiertas de librerías de caoba con tres salientes y en el centro de la estancia había una mesa alargada. Encima de una mesita más pequeña ubicada junto a la ventana había una fotocopiadora con un cartel que anunciaba que cada fotocopia costaba diez peniques. Al lado de la máquina estaba sentada una mujer de edad que escribía etiquetas para los objetos exhibidos. En la sala no hacía frío, pero la mujer llevaba bufanda y mitones. Cuando entró Dalgliesh, se dirigió a él con voz dulce y educada:
– Algunas de las vitrinas están cerradas, pero tengo la llave si desea consultar los libros. Los ejemplares del Times y otros periódicos se encuentran en el sótano.
A Dalgliesh le costó un poco dar con la respuesta adecuada: como aún le quedaba por ver la sala de pintura, no tenía tiempo de examinar los libros con tranquilidad, pero no quería que su presencia allí pareciese arbitraria o fruto de un capricho.
– Es mi primera visita, así que sólo estoy dando una vuelta, pero gracias de todos modos -explicó.
Se paseó despacio por delante de las estanterías. Allí estaban, la mayoría en primeras ediciones, los principales novelistas del periodo de entreguerras y algunos cuyos nombres le resultaban desconocidos. Aparecían representados los nombres más obvios, como D. H. Lawrence, Virginia Woolf, James Joyce, George Orwell, Graham Greene, Wyndham Lewis, Rosamond Lehmann, seguidos de una extensa nómina de la variedad y riqueza de aquellos años turbulentos. La sección de poesía contaba con vitrina propia y contenía las primeras ediciones de Yeats, Eliot, Pound, Auden y Louis MacNeice. También estaban, según observó, los poetas de la guerra publicados en los años veinte: Wilfred Owen, Robert Graves, Siegfried Sassoon. Deseó entonces disponer de varias horas para hojear y leer aquellos libros a su antojo, pero aun cuando hubiese dispuesto de tiempo, la presencia de aquella afanosa mujer trabajando en silencio, moviendo laboriosamente las manos enfundadas en sus mitones, lo habría cohibido. Le gustaba estar a solas cuando leía.
Se desplazó hasta el extremo de la mesa central, donde se abrían en abanico media docena de ejemplares del Strand Magazine, con sus portadas de diferentes colores exhibiendo fotografías de la Strand londinense, variando ligeramente la escena en cada ejemplar. Dalgliesh seleccionó el número de mayo de 1922; la portada anunciaba relatos de P. G. Wodehouse, Gilbert Frankau y E. Phillips Oppenheim y un artículo especial de Arnold Bennett, pero era en las primeras páginas de anuncios donde los primeros años de la década de los veinte aparecían de forma más vivida: los cigarrillos a cinco chelines y seis peniques los cien, el dormitorio que podía amueblarse por treinta y seis libras y el marido que, preocupado por lo que a todas luces era la falta de libido de su esposa, le devolvía a ésta el ánimo y el buen humor echándole a escondidas una pizca de sal de frutas en el té matinal.
En ese momento Dalgliesh decidió dirigirse a la sala de pintura. Saltaba a la vista que había sido diseñada para los estudiantes aplicados. Junto a cada cuadro había una tarjeta enmarcada en la que aparecía la lista de los principales museos donde podían contemplarse otros ejemplos de la obra del artista, y las vitrinas que flanqueaban la chimenea contenían cartas, manuscritos y catálogos que llevaron a Dalgliesh a pensar de nuevo en la biblioteca. Era en aquellas librerías, sin duda, donde los años veinte y treinta estaban representados con mayor fidelidad, pues habían sido los escritores (Joyce, Waugh, Huxley), y no los artistas, quienes de manera más convincente habían interpretado e influido en aquel confuso periodo de entreguerras. Avanzando despacio por delante de los paisajes de Paul y John Nash, le pareció que el cataclismo de muerte y sangre que se había producido entre 1914 y 1918 era el origen de un anhelo nostálgico por una Inglaterra de sosiego rural. Tenía ante sí un paisaje idílico pintado en un estilo que, pese a su originalidad, era profundamente tradicional. Se trataba de un paisaje en el que aparecían figuras humanas: los leños apilados junto a las paredes de la granja, los campos de cultivo bajo un cielo límpido, la playa vacía…, todos ellos dolorosos recordatorios de la generación muerta. Era como si, una vez cumplida su jornada de trabajo, hubieran colgado las herramientas y se hubiesen tomado con delicadeza una excedencia de la vida. Y sin embargo no existía paisaje más preciso, más perfectamente ordenado. Aquellos campos no habían sido cultivados para la posteridad, sino para una yerma inmutabilidad. En Flandes, la naturaleza había sido desgajada, violada y corrompida, mientras que allí todo había sido restaurado hasta convertirlo en una placidez imaginaria y eterna. Dalgliesh no había esperado que la pintura paisajística tradicional le resultase tan perturbadora.
Pasó con cierta sensación de alivio a las anomalías religiosas de Stanley Spencer, los retratos idiosincrásicos de Percy Wyndham Lewis y los retratos más temblorosos y pintados de manera más informal de Duncan Grant. La mayoría de los pintores le resultaban familiares; casi todos le proporcionaban placer, aunque presentía que se trataba de artistas que habían recibido una poderosa influencia de los pintores continentales, mucho mejores y más importantes. Max Dupayne no había podido adquirir las obras más destacadas de cada uno de ellos, pero en cualquier caso había conseguido reunir una colección que, en su diversidad, era representativa del arte de los años de entreguerras, lo que en definitiva constituía su objetivo.
Cuando entró en la sala, ya había allí otro visitante, un joven delgado con tejanos, zapatillas de deporte gastadas y un grueso anorak. Bajo su voluminosa figura, sus piernas parecían delgadas como palillos. Al acercarse, Dalgliesh vio un rostro delicado y pálido. Un gorro de lana ocultaba su cabello y sus orejas. Desde que Dalgliesh había entrado en la estancia, el chico había permanecido de pie inmóvil frente a un cuadro que representaba una escena de la guerra cuyo autor era Paul Nash. Dalgliesh también quería examinar aquel cuadro, de modo que ambos lo estudiaron en silencio, el uno junto al otro, por espacio de un minuto.
El cuadro, que se titulaba Passchendaele 2 y le resultaba desconocido, lo contenía todo, el horror, la inutilidad y el dolor, concretado en los cuerpos de aquellos muertos desmadejados y desconocidos. Allí al fin había un cuadro que se expresaba con una resonancia más poderosa que cualquier palabra. No era su guerra, ni tampoco la de su padre. Ya quedaba fuera del recuerdo de los vivos, y aun así, ¿había producido otro conflicto moderno un dolor tan universal?
Dalgliesh estaba a punto de alejarse cuando el joven dijo:
– ¿Considera que es un buen cuadro?
Se trataba de una pregunta seria, pero provocó cierto recelo en Dalgliesh, una reticencia a parecer un entendido.
– No soy artista ni experto en historia del arte -respondió-. Me parece un cuadro muy bueno. Me gustaría tenerlo en mi casa.
Pese a su oscuridad encontraría un rincón en aquel piso medio vacío a orillas de Támesis, pensó. Emma se alegraría, pues seguramente compartiría lo que él estaba sintiendo en ese momento.
– Antes estaba colgado en la pared de la casa de mi abuelo en Suffolk -dijo el chico-. Lo compró para recordar a su propio padre, mi bisabuelo, que murió en Passchendaele.
– ¿Y cómo ha llegado hasta aquí?
– Max Dupayne lo quería. Esperó hasta que al abuelo le entró la desesperación por conseguir dinero y entonces se lo compró. Lo consiguió muy barato.
A Dalgliesh no se le ocurrió ninguna réplica apropiada, y al cabo de un instante preguntó:
– ¿Vienes a verlo a menudo?
– Sí. No pueden impedirme que lo haga. Cuando estoy cobrando el paro no tengo que pagar entrada. -Se apartó unos pasos y añadió-: Por favor, olvide lo que acaba de oír. Nunca se lo había dicho a nadie. Me alegro de que le guste.
Se alejó sin agregar palabra. ¿Habría sido acaso aquel momento de comunicación muda frente al cuadro la causa de esa confidencia tan inesperada? Por supuesto, existía la posibilidad de que mintiese, pero a Dalgliesh no se lo parecía. Le hizo pensar en lo escrupuloso que había sido Max Dupayne en su lucha por satisfacer su obsesión. Decidió no decirle nada a Ackroyd sobre el encuentro y después de un nuevo y lento recorrido por la habitación subió de nuevo a la Sala del Crimen.
Conrad, que estaba sentado en uno de los sillones que había junto a la chimenea con varios libros y publicaciones distribuidos encima de la mesa ante él, todavía no parecía dispuesto a marcharse.
– ¿Sabías que ahora hay un nuevo sospechoso del crimen de Wallace? No ha salido a la luz hasta hace poco.
– Sí -respondió Dalgliesh-, ya lo había oído. Se llamaba Parry, ¿verdad? Pero él también está muerto. No vas a resolver el crimen ahora, Conrad. Y pensaba que lo que te interesaba no era la solución del crimen sino la relación de éste con su época.
– Uno acaba interesándose cada vez más por todo, jovencito. Aun así, tienes razón. No debo permitirme el lujo de desviarme de mi campo de investigación. No te preocupes si has de marcharte. Sólo voy a ir a la biblioteca a hacer unas fotocopias y me quedaré por aquí hasta las cinco, cuando cierran. La señorita Godby ha tenido la amabilidad de ofrecerse a llevarme en coche hasta la estación de metro de Hampstead. En el interior de ese formidable pecho late un corazón de oro.
Al cabo de unos minutos, Dalgliesh ya estaba conduciendo, absorto en cuanto había visto. Aquellos años de entreguerras en los que Inglaterra, cuya memoria estaba marcada por los horrores de Flandes y una generación perdida, había ido saliendo adelante a duras penas rayando el deshonor para enfrentarse y superar un peligro mayor. Habían sido dos décadas de extraordinarios cambios sociales. Pese a todo, se preguntó por qué a Max Dupayne le habían parecido tan fascinantes como para dedicar su vida a dejar constancia de ellos; a fin de cuentas, era su propia época la que estaba conmemorando. Había comprado primeras ediciones de la literatura de ficción y conservado los periódicos y las revistas según iban publicándose. «Con estos fragmentos he apuntalado mis ruinas.» ¿Era ésa la razón? ¿Acaso era a sí mismo a quien necesitaba inmortalizar? ¿Constituía aquel museo, fundado por él y en su nombre, su limosna personal para con el olvido? Quizás en ello residía la atracción de todos los museos. Las generaciones mueren, pero cuanto hicieron, pintaron o escribieron, aquello por lo que lucharon y consiguieron, seguía allí, al menos en parte. Al erigir monumentos conmemorativos, no sólo a los famosos sino a las legiones de muertos anónimos, ¿esperábamos acaso asegurarnos indirectamente nuestra propia inmortalidad?
En ese momento, sin embargo, Dalgliesh no estaba de humor para consentir que sus pensamientos derivaran hacia el pasado. El siguiente fin de semana debía dedicarlo por completo a la escritura, y la semana posterior trabajaría doce horas al día, pero tenía libres ese sábado y ese domingo, y nada iba a interferir con eso. Vería a Emma, y el pensar en ella iluminaría la semana entera del mismo modo en que en ese momento lo embargaba de esperanza. Se sentía tan vulnerable como un chiquillo enamorado por vez primera y sabía que se enfrentaba al terror que le producía pensar en la posibilidad de que ella lo rechazase. Pero no podían seguir como hasta el momento, de alguna manera tenía que encontrar el coraje para arriesgarse a ese desencanto, para aceptar la trascendental suposición de que Emma quizá lo amase. Ese fin de semana encontraría el momento, el lugar y, lo que era más importante, las palabras que o bien los separarían o bien los unirían por fin.
De pronto advirtió que todavía llevaba el adhesivo azul pegado a la chaqueta. Se lo arrancó, lo estrujó hasta hacer una bola con él y se lo metió en el bolsillo. Se alegró de haber visitado el museo; había disfrutado de una nueva experiencia y admirado buena parte de cuanto había visto, pero decidió que no volvería allí.
En su despacho con vistas a Saint James’s Park, el mayor de los Dupayne estaba haciendo limpieza en su escritorio. Como era propio de él, lo hacía metódicamente, con meticulosidad y sin prisas. Había pocas cosas que desechar, y menos aún que llevarse consigo, pues casi todos los documentos relacionados con su vida oficial ya habían sido retirados. Una hora antes, el mensajero de uniforme había recogido el último archivo, que contenía sus actas finales, tan callada y bruscamente como si se tratase de una tarea más. Sus escasos libros personales habían sido retirados de manera paulatina de los estantes, que ahora sólo albergaban publicaciones oficiales, estadísticas criminales, libros blancos, el Archbold y volúmenes de legislación reciente. Otras manos, cuya identidad él creía conocer, colocarían libros personales en aquellas estanterías vacías. En su opinión, se trataba de un ascenso inmerecido, prematuro, no lo bastante elaborado, pero lo cierto es que, antes, su sucesor ya había sido destacado como uno de los afortunados que, en la jerga del servicio, era uno de los triunfadores designados.
De modo que antes ya había sido destacado. Para cuando hubo alcanzado el rango de secretario adjunto, su nombre empezaba a barajarse como posible jefe de departamento. Si todo hubiese ido bien, en ese momento estaría marchándose con su título bajo el brazo, sir Marcus Dupayne, y habría un montón de empresas de la City dispuestas a nombrarlo director. Eso era lo que él había esperado, lo que Alison había esperado. Su ambición profesional había sido fuerte pero disciplinada, pues en ningún momento había olvidado que el éxito es imprevisible. La de su esposa, en cambio, había sido desenfrenada, embarazosamente pública. Dupayne pensaba en ocasiones que ése era el motivo de que se hubiera casado con él: cada acto social había sido organizado sin perder de vista su éxito. Una cena no era una reunión de amigos, sino una estratagema en una campaña ideada con sumo cuidado. A Alison nunca se le había pasado por la cabeza que nada de lo que ella hiciese influiría en la carrera de su esposo, ni que la vida extraprofesional de éste carecía de importancia siempre y cuando no fuese públicamente vergonzante. A veces él le decía: «No pretendo acabar convirtiéndome en obispo, director, o ministro. No pienso dejar que me maldigan o me degraden porque el vino esté picado.»
Había llevado un trapo para el polvo dentro del maletín y en ese momento estaba comprobando si habían vaciado todos los cajones del escritorio. Al tantear con la mano el cajón del extremo inferior izquierdo encontró un lápiz gastado. Se preguntó cuántos años llevaría allí. Observó sus dedos, manchados de polvo gris, y se los limpió en el trapo, que dobló con cuidado ocultando la suciedad y luego metió en su bolsa de lona. Dejaría el maletín en el escritorio. La dorada insignia real de éste ya estaba borrosa, pero hizo que acudiera a su memoria el recuerdo del día en que le habían entregado su primer maletín negro oficial, con la brillante insignia como distintivo de su función.
Había celebrado la despedida de rigor, con copas incluidas, antes del almuerzo. El secretario permanente le había dedicado los esperados cumplidos con una fluidez harto sospechosa; estaba acostumbrado a esa clase de actos. Un viceministro había hecho acto de presencia y sólo había consultado su reloj una vez y con disimulo. Había reinado un ambiente de falsa cordialidad intercalada con momentos de frialdad. Alrededor de la una y media, la gente había empezado a marcharse discretamente; al fin y al cabo, era viernes, y sus deberes para con el fin de semana los reclamaban.
Al salir al pasillo vacío y cerrar la puerta de su despacho por última vez le sorprendió, y preocupó un poco, no sentirse emocionado. Tenía que sentir algo, de eso no cabía duda, pero ¿qué?; ¿pena, una leve satisfacción, una punzada de nostalgia, el reconocimiento del fin de una etapa? No sentía nada. En el mostrador de recepción del vestíbulo de entrada estaban los funcionarios habituales, ambos ocupados, lo cual lo eximió de la obligación de pronunciar unas embarazosas palabras de despedida. Decidió seguir su ruta favorita a Waterloo, atravesando Saint James’s Park, bajando por la avenida Northumberland y cruzando el puente de Hungerford. Traspuso las puertas giratorias por última vez y se dirigió a Birdcage Walk para adentrarse en el suave alboroto otoñal del parque. Se detuvo en mitad del puente que atravesaba el lago para contemplar, como hacía siempre, una de las vistas más hermosas de Londres, por encima del agua y la isla hacia las torres y tejados de Whitehall. A su lado había una madre arropando a su bebé en un cochecito de tres ruedas. Junto a ella, un crío de unos dos años arrojaba migas de pan a los patos. El aire se enrareció cuando los patos empezaron a disputarse las migas formando un remolino de agua. Se trataba de una escena que, en sus paseos a la hora del almuerzo, había observado durante más de veinte años, pero en ese momento le devolvió un recuerdo reciente y desagradable.
Una semana antes había realizado el mismo camino. Había visto a una mujer dar de comer a los patos trozos de su bocadillo. Era baja y regordeta y vestía un grueso abrigo de tweed y un gorro de lana que le cubría las orejas. Una vez hubo arrojado las últimas migas, la mujer se volvió y, al advertir su presencia esbozó una tímida sonrisa. Ya desde su juventud, Dupayne encontraba repelentes, casi amenazadoras, las familiaridades inesperadas por parte de desconocidos, de modo que se limitó a inclinar la cabeza con gesto adusto y se alejó a toda prisa. Su reacción había sido tan brusca y desdeñosa como si la mujer se le hubiese insinuado sexualmente. Ya había llegado a los escalones de la columna del duque de York cuando, de pronto, cayó en la cuenta de que aquella mujer no era ninguna desconocida sino Tally Clutton, la encargada de la limpieza del museo. Sin duda al verla con una indumentaria distinta de la bata marrón abotonada hasta arriba que llevaba para trabajar no la había reconocido. En ese momento, el recuerdo hizo que se sintiera irritado, tanto con ella como consigo mismo. Se trataba de un error embarazoso que tendría que reparar cuando volviese a verla. Eso resultaría lo más difícil, pues entonces tendría que hablar del futuro de la mujer. El alquiler de la casa, en la que vivía sin pagar un chelín, debía de ascender a trescientas cincuenta libras semanales como mínimo. Hampstead no era una zona barata, sobre todo el sector con vistas al Heath. Si decidía sustituirla por otra persona, el que no tuviese que pagar alquiler supondría un aliciente. Era posible que lograsen interesar a un matrimonio; ella realizaría las labores de limpieza y el hombre cuidaría del jardín. Por otra parte, Tally Clutton era muy trabajadora y querida por todos. Tal vez constituyese una imprudencia alterar la organización doméstica cuando había que abordar tantos otros cambios. Caroline, por supuesto, se pelearía con quien fuese por conservar tanto a Clutton como a Godby, y él no quería por nada del mundo pelearse con Caroline. No había ningún problema con Muriel Godby, pues resultaba muy económica y era extraordinariamente competente, cualidades raras en los tiempos que corrían. Tal vez más adelante surgiesen problemas en la cadena de mando; estaba claro que Godby se veía a sí misma como responsable ante Caroline, y no era de extrañar, puesto que había conseguido el trabajo gracias a su hermana. Sin embargo, la asignación de tareas y responsabilidades podía esperar hasta que se hubiese firmado el nuevo contrato de arrendamiento. Conservaría a ambas mujeres. El chico, Ryan Archer, no se quedaría por mucho tiempo, los jóvenes nunca lo hacían.
«Ojalá consiguiera apasionarme por el motivo que fuese, sentir algo intensamente», pensó. Hacía mucho tiempo que su carrera había dejado de proporcionarle satisfacción emocional. Incluso la música estaba perdiendo su poder de seducción. Recordó la última vez, hacía sólo tres semanas, que había interpretado el Concierto doble para violín de Bach con un profesor del instrumento. Su interpretación había sido precisa, sensible incluso, pero no había surgido del corazón. Quizá tras media vida de concienzuda neutralidad política, de un cuidadoso ejercicio de documentación de ambas partes de cualquier confrontación, había alimentado una prudencia de espíritu enfermiza. Sin embargo, ahora había esperanza: tal vez encontrara el entusiasmo y la sensación de realización personal que tanto ansiaba dirigiendo el museo que llevaba su nombre. «Necesito esto -pensó-, puedo lograr que el proyecto tenga éxito. No voy a permitir que Neville me lo quite.» Mientras cruzaba el camino del Ateneo, su mente empezó a alejarse de los acontecimientos recientes. La revitalización del museo le proporcionaría un interés que reemplazaría y compensaría tantos años de mediocridad absoluta.
El regreso a su convencional casa en una calle arbolada a las afueras de Wimbledon fue igual que cualquier otro. Como de costumbre, el salón estaba inmaculado. De la cocina llegaba un débil olor a comida, no demasiado penetrante. Alison estaba sentada frente a la lumbre leyendo el Evening Standard. Al verlo entrar, dobló el periódico con cuidado y se levantó para ir a saludarlo.
– ¿Ha ido el ministro del Interior?
– No, no sería lo habitual en estos casos. Ha venido el viceministro, eso sí.
– Bueno, la verdad es que siempre han dejado muy claro lo que opinan de ti: nunca te han dedicado el respeto que te mereces.
Sin embargo, Alison habló con menos rencor del que él esperaba. Al observarla creyó detectar en su voz un entusiasmo contenido, mezcla de culpabilidad y rebeldía.
– Sirve tú el jerez, ¿quieres, cielo? Hay una botella sin empezar en la nevera.
La expresión y el tono cariñoso también constituían un hábito; la imagen que Alison había presentado al mundo durante los veintitrés años de su matrimonio era la de una pareja feliz y afortunada; quizás otros matrimonios fracasasen de manera estrepitosa y humillante, pero el suyo se mantendría seguro.
Cuando él volvió con las bebidas, ella anunció:
– He almorzado con Jim y Mavis. Tienen planeado ir a Australia por Navidad para ver a Moira. Ella y su marido están ahora en Sidney. He pensado que a lo mejor me voy con ellos.
– ¿Jim y Mavis?
– Los Calvert. Acuérdate: ella está conmigo en el Comité de Ayuda a la Tercera Edad. Cenaron aquí hace un mes.
– ¿La pelirroja con halitosis?
– Sí, pero eso no era normal, debió de comer algo que le sentó mal. Ya sabes lo mucho que Stephen y Susie han estado insistiendo para que los visitemos, a ellos y a sus nietos, claro. Creo que es una oportunidad demasiado buena para dejarla escapar: tendré compañía durante el vuelo. Debo confesar que me aterra esa parte del viaje. Jim es tan eficiente que lo más probable es que consiga que nos cambien a primera clase.
– Me es imposible ir a Australia este año o el siguiente. Por lo del museo, ¿sabes? Voy a ser el nuevo responsable. Creía que ya te lo había explicado. Será un trabajo a tiempo completo, al menos al principio.
– Ya lo sé, cariño, pero puedes escaparte y venir un par de semanitas mientras yo estoy allí. Huir del clima.
– ¿Durante cuánto tiempo estás pensando quedarte?
– Seis meses, un año tal vez. No tiene sentido desplazarse tan lejos sólo para una estancia corta. Ni siquiera me alcanzaría a recuperarme del jet lag. No me quedaré con Stephen y Susie todo el tiempo, nadie quiere a una suegra en casa durante meses y meses. Jim y Mavis planean viajar por el país y Jack, el hermano de Mavis, vendrá con nosotros, así que seremos cuatro y yo no sentiré que estoy de más. Dos son compañía, pero tres son multitud.
«Estoy asistiendo al relato de la ruptura de mi matrimonio», pensó Dupayne, y se sorprendió de lo poco que le importaba.
– Podemos permitírnoslo, ¿no es verdad? -prosiguió Alison-. ¿Van a indemnizarte por la jubilación anticipada?
– Sí, podemos permitírnoslo.
La miró con la misma indiferencia con que habría estudiado a una desconocida. A sus cincuenta y dos años, seguía siendo guapa y poseía una elegancia cuidadosamente preservada, casi clínica. Todavía resultaba una mujer deseable, aunque no con frecuencia, y en esas ocasiones sin apasionamiento. Rara vez hacían el amor, y por lo general después de que la bebida y la costumbre indujeran una sexualidad apremiante que pronto quedaba satisfecha. No tenían nada nuevo que descubrir el uno del otro, nada que quisiesen descubrir. Él sabía que a ella esas cópulas ocasionales no le procuraban ningún placer, pero reafirmaban que su matrimonio aún existía. Quizá fuese una esposa infiel, pero siempre era convencional. Sus aventuras amorosas tenían más de discretas que de furtivas: ella fingía que no ocurrían y él hacía como que no se enteraba. Su matrimonio estaba regulado por un concordato que jamás se había ratificado con palabras; él se ocupaba de traer a casa el sueldo y ella se encargaba de que la vida de él fuese cómoda, de que sus prioridades estuviesen cubiertas, sus comidas excelentemente cocinadas y de ahorrarle la mínima molestia en lo que a la organización doméstica se refería. Cada uno respetaba los límites de la tolerancia del otro en lo que, en esencia, componían un matrimonio de conveniencia. Ella había sido una buena madre para Stephen, el único hijo de ambos, y era una abuela que adoraba a los hijos de éste y de Susan, quienes la obsequiarían con un recibimiento mucho más caluroso en Australia del que le prodigarían a él.
– ¿Qué vas a hacer con esta casa? -preguntó ella, ya relajada tras comunicar las noticias-. No necesitas un lugar tan grande. Seguramente valdrá unas setecientas cincuenta mil libras. A los Rawlinson les dieron seiscientas mil por la suya, y eso que necesitaba muchas reformas. Si quieres venderla antes de que yo regrese, a mí no me importa. Lamento no estar aquí para ayudarte, pero lo único que necesitas es una empresa de mudanzas de confianza. Déjalo en sus manos.
De modo que estaba pensando en volver, aunque fuese temporalmente. Tal vez aquella nueva aventura no fuera distinta de las demás salvo en el hecho de que sería más prolongada. Y luego habría asuntos que resolver, incluyendo su parte de las setecientas cincuenta mil libras.
– Sí, lo más probable es que la venda, pero no hay prisa -respondió él.
– ¿Y no puedes trasladarte al piso del museo? Sería lo más lógico.
– Caroline no estaría de acuerdo. Considera el piso su casa desde que se trasladó allí después de que muriera nuestro padre.
– Pero de hecho no vive allí, o al menos no todo el tiempo; tiene su alojamiento en la escuela donde trabaja. Tú estarás allí permanentemente y podrás vigilar un poco la seguridad. Si no recuerdo mal, es un lugar bastante agradable, y muy espacioso. Creo que allí te sentirás muy cómodo.
– Caroline necesita salir de la escuela de vez en cuando. Conservar el piso será el precio que impondrá por avenirse a mantener abierto el museo. Necesito su voto. Ya sabes cómo funciona el fideicomiso.
– Nunca lo he entendido.
– Es muy sencillo; cualquier decisión importante que tenga que ver con el museo, incluida la negociación de un nuevo contrato de arrendamiento, requiere el consentimiento de los tres fideicomisarios. Si Neville no firma, será el fin del museo.
En ese momento, Alison se levantó llena de indignación; era probable que estuviese planeando abandonarlo por otro hombre, marcharse o regresar según su antojo, pero en cualquier disputa relacionada con la familia, siempre se pondría de parte de él. Era capaz de luchar de forma implacable por lo que creía que quería.
– ¡Entonces, tú y Caroline tenéis que obligarlo! ¿Qué más le da a él, de todas formas? Tiene su trabajo, y el museo siempre le ha importado un comino. No puedes permitir que el resto de tu vida se vaya al garete sólo porque Neville no acepte firmar un trozo de papel. Has de poner freno a esa barbaridad.
Él cogió la botella de jerez, se acercó a Alison y rellenó ambas copas. Las levantaron al mismo tiempo, como si se dispusieran a hacer una promesa solemne.
– Sí -repuso con gravedad-. Si es necesario, tendré que ponerle freno a Neville.
El sábado por la mañana, a las diez en punto exactamente, lady Swathling y Caroline Dupayne se disponían a celebrar su reunión semanal en el despacho de la directora de Swathling’s. El hecho de que se tratara de una ocasión casi formal, que sólo se cancelaba cuando surgía alguna emergencia de índole personal y se interrumpía únicamente a las once, cuando llegaba el café, era una circunstancia propia de la relación que unía a ambas, así como la disposición de la estancia. Se sentaban la una frente a la otra en sendos sillones idénticos ante un escritorio Victoriano de caoba colocado ante la amplia ventana con vistas al jardín, donde los cuidados rosales exhibían sus tallos espinosos en un terreno desprovisto de maleza. Más allá del jardín, el Támesis era un atisbo de plata opaca bajo el cielo de la mañana.
La casa Richmond constituía el principal activo que lady Swathling había aportado a aquella empresa. Su suegra había fundado la escuela y se la había legado a su hijo y ahora a su nuera. Hasta la llegada de Caroline Dupayne, ni la escuela ni la casa habían experimentado mejoras, pero la segunda, tanto en los buenos como en los malos tiempos, había continuado siendo hermosa, al igual que su propietaria, según la opinión de ésta y de otros.
Lady Swathling nunca se había preguntado si le gustaba su socia, pues no se trataba de la clase de pregunta que hubiese formulado a nadie, incluida ella misma. La gente resultaba útil o prescindible, y o bien su compañía era agradable, o bien se trataba de unos pesados a los que convenía evitar. Le gustaba que sus conocidos fuesen bien parecidos o, si sus genes y su destino no los habían favorecido, que al menos supieran sacar el máximo partido a su aspecto. Nunca entraba en el despacho para la reunión semanal sin mirarse de reojo en el enorme espejo ovalado que colgaba junto a la puerta. El examen era, a aquellas alturas, automático, y la seguridad y confianza que le proporcionaba, innecesarias. Nunca necesitaba retocarse el cabello, cano con mechas plateadas, que peinaba en peluquerías caras sin que por ello sugiriese una preocupación obsesiva por la apariencia. La elegante falda le llegaba a la mitad de la pantorrilla, largo que siempre había respetado pese a los cambios en la moda. Lucía una rebeca de cachemira echada con aparente despreocupación por encima de una blusa de seda de color crema. Era consciente de que todo el mundo la consideraba una mujer distinguida y éxitosa que llevaba las riendas de su vida, y así era precisamente como se veía a sí misma. Lo que importaba a los cincuenta y ocho años era lo que había importado a los dieciocho: la clase y una buena estructura ósea. Lady Swathling sabía reconocer que su aspecto físico era una baza para la escuela, como así también su título nobiliario. Si bien debía admitirse que, originariamente, había sido una baronía «Lloyd George» otorgada, como bien sabían los cognoscenti, por favores debidos al primer ministro y al partido más que al país, en la actualidad sólo los más ingenuos o los inocentes se preocupaban -o, de hecho, se sorprendían- por esa clase de patrocinio; un título era un título.
Amaba aquella casa con una pasión que no sentía por ningún ser humano. Nunca entraba en ella sin experimentar una íntima satisfacción por el hecho de que le perteneciese. La escuela que llevaba su nombre por fin gozaba de cierto prestigio y había suficiente dinero para mantener la casa y el jardín e incluso ahorrar un poco. Sabía que debía aquel éxito a Caroline Dupayne; recordaba prácticamente cada palabra de la conversación que había mantenido siete años antes con Caroline, su secretaria personal durante siete meses, en la que ésta había presentado su plan para las reformas, con atrevimiento y sin que nadie la hubiese invitado a hacerlo, y al parecer más motivada por su aversión al caos y el fracaso que por pura ambición personal.
– A menos que hagamos algo -había dicho-, las cifras seguirán menguando. Con franqueza, tenemos dos problemas: no estamos dando calidad a cambio de dinero y no sabemos para qué servimos. Ambas cosas son funestas. No podemos seguir viviendo en el pasado, y la actual coyuntura política está de nuestra parte. Ahora no supone ninguna ventaja para los padres enviar a sus hijas a estudiar al extranjero: esta generación de niñas ricas esquía en Klosters cada invierno y lleva viajando desde la infancia. El mundo es un sitio peligroso y lo más probable es que lo sea aún más. Los padres estarán cada vez más deseosos de que sus hijas se conviertan en señoritas en Inglaterra. ¿Y qué queremos decir con eso de convertirse en señoritas? El concepto está pasado de moda, a la juventud ya le resulta risible. No sirve de nada que ofrezcamos la dieta habitual de clases de cocina, arreglos florales, puericultura y normas de conducta sin añadir un poco de cultura. Casi todo eso pueden obtenerlo gratis, si quieren, en las clases nocturnas de las instituciones municipales. Además, tenemos que hacer que nos consideren capaces de realizar una criba: se acabó lo del ingreso automático sólo porque papaíto puede pagar las cuotas. Y nada de imbéciles: es imposible enseñarles algo, y además no quieren aprender. Impiden avanzar al resto de compañeras y las irritan. Se acabaron las inadaptadas sociales, esto no es ningún pabellón de psiquiatría de una residencia cara. Y nada de delincuentes juveniles: birlar cosas de Harrods o Harvey Nicks no se diferencia de robar de Woolworth’s aunque mamá tenga cuenta allí y papaíto pueda comprar a la policía.
Lady Swathling había lanzado un suspiro.
– Hubo una época en la que se podía confiar en que personas de cierto origen social se comportasen de determinada manera.
– ¿Ah, sí? Pues yo no me había dado cuenta -dijo Caroline, y continuó con su perorata implacable-. Por encima de todo, necesitamos dar calidad a cambio de dinero. Al final del año escolar o del curso de dieciocho meses, las alumnas deberían estar en condiciones de demostrar que se han esforzado. Tenemos que justificar lo que les cobramos cada final de mes, que no es poco. Ante todo, necesitan conocimientos de informática. Las dotes de secretaria y administrativa siempre serán un valor en alza. Además, tenemos que garantizar que sepan hablar con fluidez un idioma extranjero. Si ya lo saben, entonces les enseñamos una segunda lengua extranjera. La cocina debería estar incluida: es popular, útil y está de moda socialmente; deberíamos dar clases a nivel de cordon bleu. Las demás asignaturas (sociedad, puericultura, protocolo) deberían ser optativas. El arte no constituirá un problema: tenemos acceso a colecciones privadas y estamos a un paso de Londres. He pensado que podríamos organizar intercambios con otras escuelas similares de París, Madrid y Roma.
– ¿Podemos permitírnoslo? -había preguntado lady Swathling.
– Será complicado los dos primeros años, pero después de eso las reformas empezarán a dar sus frutos. Cuando una chica diga: «He pasado un año en Swathling’s», significará algo, y algo comercializable. Una vez que consigamos el prestigio, las ganancias empezarán a crecer.
Y vaya si habían crecido… Swathling’s se había convertido en lo que Caroline Dupayne había planeado que fuese. Lady Swathling, que nunca olvidaba una ofensa, tampoco olvidaba los triunfos. Caroline Dupayne pasó a ser vicedirectora y más tarde socia. Lady Swathling sabía que la escuela prosperaría sin ella, pero no sin Caroline. Quedaba pendiente el reconocimiento final de su deuda de gratitud. Podía legarle tanto la escuela como la casa. Ella no tenía hijos ni parientes cercanos, por lo que no habría disputas por la herencia, y ahora que Caroline se había quedado viuda (en 1998 Raymond Pratt se había estrellado contra un árbol en su Mercedes) tampoco tenía ningún marido con quien compartir su parte. Lady Swathling aún no la había puesto al corriente de su decisión. Al fin y al cabo, no había ninguna prisa. Les iba muy bien tal como estaban, y disfrutaba sabiendo que, al menos sobre aquello, era ella quien tenía el control.
Repasaron metódicamente los asuntos de la mañana.
– ¿Estás contenta con la nueva chica, Marcia Collinson? -preguntó lady Swathling.
– Encantada -respondió Caroline-. Su madre es idiota, pero ella no. Intentó entrar en Oxford, sin éxito. No tiene sentido que vaya a una academia oficial para preparar sus exámenes, ya tiene cuatro notas máximas. Lo intentará de nuevo el año próximo con la esperanza de que su persistencia se vea recompensada. Al parecer, es Oxford o nada, lo cual no resulta demasiado racional teniendo en cuenta la competencia. Tendría más posibilidades, claro está, si viniese del sistema estatal, y no creo que un año aquí le sirva de mucho. Naturalmente, eso no se lo he dicho. Su prioridad es dominar la informática. Y ha escogido el chino como lengua extranjera.
– ¿Y eso no va a suponer un problema?
– No lo creo. Conozco a una licenciada en Londres que se alegraría de dar clases individuales. A la chica no le interesa pasar un año entero fuera. Parece completamente carente de conciencia social, dice que de eso ya tuvo bastante en la escuela, y en cualquier caso la estancia en el extranjero sólo era una forma de imperialismo benéfico. Suelta la típica cháchara de moda, pero tiene cerebro.
– Bueno, si sus padres pueden pagar las cuotas…
Pasaron al siguiente tema. Durante la pausa para el café, lady Swathling dijo:
– La semana pasada me encontré con Celia Mellock en Harvey Nichols. Sacó a relucir el tema del Museo Dupayne. No sé por qué, a fin de cuentas, sólo estuvo con nosotras dos trimestres. Dijo que era raro que las alumnas nunca lo visitasen.
– El arte del periodo de entreguerras no está en el programa -explicó Caroline-. A las chicas modernas no les interesan demasiado los años veinte y treinta. Como sabes, este trimestre estamos especializándonos en arte moderno. Se podría organizar una visita al Dupayne, pero sería más útil pasar ese tiempo en la Tate Modern.
– Dijo algo curioso al marcharse -prosiguió lady Swathling-: que el Dupayne sin duda merecía una visita y que estaba en deuda contigo por lo de 1996. No especificó a qué se refería. Me preguntaba qué quiso decir.
La memoria de lady Swathling podía ser algo errática, pero nunca con respecto a cifras o fechas. Caroline alargó el brazo para rellenar la taza de café.
– Nada, supongo. Ni siquiera había oído hablar de ella en 1996. Siempre ha tratado de ser el centro de atención. La historia típica, hija única de padres ricos que se lo daban todo excepto su tiempo.
– ¿Tenéis intención de continuar con el museo? ¿No había un problema con el contrato de arrendamiento o algo así?
La pregunta sonó inocua, pero Caroline Dupayne sabía que era algo más que eso. Lady Swathling siempre había valorado la relación indirecta de la escuela con un museo prestigioso aunque pequeño, era una de las razones por las que había aprobado sin reservas la decisión de su socia de recuperar su apellido familiar.
– No hay ningún problema con el contrato -aclaró Caroline-. Mi hermano mayor y yo estamos decididos. El Museo Dupayne continuará.
– ¿Y tu hermano menor? -insistió lady Swathling.
– Neville estará de acuerdo, por supuesto. Firmaremos el nuevo contrato.
La hora era las cinco en punto del domingo 27 de octubre; el lugar, Cambridge. Bajo el puente de Garrett Hostel, los sauces horadaban con sus frágiles varas el ocre oscuro del arroyo. Desde lo alto del puente, Emma Lavenham, profesora de Literatura Inglesa, y su amiga Clara Beckwith contemplaban el paisaje mientras las hojas amarillas se alejaban a la deriva, corriente abajo, como los últimos vestigios del otoño. Emma era incapaz de cruzar un puente sin detenerse a mirar al agua, pero en ese momento Clara se acababa de erguir.
– Será mejor que sigamos andando. En el último tramo hasta Station Road siempre se tarda más de lo que una espera.
Había viajado desde Londres para pasar el día con Emma en Cambridge. Tras unas horas de charla, comida y paseo por el jardín del personal docente, a media tarde habían sentido la necesidad de realizar un ejercicio más vigoroso y habían decidido acercarse andando a la estación por la ruta más larga, rodeando por detrás los colegios universitarios y luego atravesando la ciudad. A Emma le encantaba Cambridge al principio del año académico. Su representación mental del verano era la imagen de unas piedras relucientes envueltas en la calima, de pastos en sombra, de flores despidiendo su perfume contra los muros bruñidos por el sol, de bateas capitaneadas con energía experta a través del agua centelleante o meciéndose suavemente bajo las ramas frondosas, de música de baile y vocerío distante. Sin embargo, no era su trimestre favorito; había algo delirante, conscientemente juvenil y extremadamente angustioso en aquellas semanas veraniegas. Había que hacer frente al trauma de los exámenes finales y el frenético repaso de última hora, la inexorable búsqueda de placeres a la que pronto habría que renunciar y la conciencia melancólica de las separaciones y despedidas inminentes. Prefería el primer trimestre del año académico, con el interés que producía conocer a los nuevos alumnos, las cortinas echadas para no dejar entrar los atardeceres cada vez más oscuros y las primeras estrellas, el tañido distante de campanas discordantes y, como en ese momento, el olor a río, neblina y tierra arcillosa de Cambridge. El invierno había tardado en hacer acto de presencia aquel año, tras uno de los otoños más hermosos que recordaba. Pero había empezado al fin. Las farolas brillaban sobre una alfombra de hojas de color marrón dorado, cuyo crujido sentía bajo sus suelas, y percibía en el aire el primer olor agridulce del invierno.
Emma llevaba un abrigo largo de tweed, botas altas de cuero e iba sin sombrero; el cuello vuelto del abrigo le flanqueaba el rostro. Clara, unos ocho centímetros más baja, caminaba con paso decidido junto a su amiga. Vestía una chaqueta corta de forro polar y gorro de lana a rayas por encima del flequillo liso y castaño. Colgada al hombro, llevaba la bolsa que usaba los fines de semana, que, aunque contenía las botas que había comprado en Cambridge, transportaba con tanta facilidad como si estuviese vacía.
Clara se había enamorado de Emma durante el primer trimestre. No era la primera vez que experimentaba una fuerte atracción hacia una mujer evidentemente heterosexual, pero, tras aceptar la frustración con su irónico estoicismo habitual, se había propuesto ganarse su amistad. Había estudiado Matemáticas y se había sacado la carrera con matrícula de honor, afirmando que una segunda mejor nota era demasiado aburrida como para considerarla siquiera y que sólo una matrícula o una tercera mejor nota merecían el sacrificio de soportar tres años de duro trabajo en la húmeda ciudad de las llanuras. Puesto que en la moderna Cambridge era imposible no trabajar demasiado, hasta el extremo del agotamiento incluso, ¿por qué no, de paso, esforzarse un poco más de la cuenta y sacar una matrícula? No sentía ningún deseo de hacer carrera académica, convencida de que la Academia, con el debido empeño, convertía a los hombres en amargados o en pedantes, mientras que las mujeres, a menos que acabasen por imponerse otros intereses, se volvían más excéntricas. Después de la universidad se había trasladado de inmediato a Londres, donde, para sorpresa de Emma y en parte también para la suya propia, desarrollaba una brillante y altamente lucrativa carrera profesional en la City como directora financiera. El buque insignia de la prosperidad económica se había ido a pique, dejando tras de sí una estela de fracaso y desilusión, pero Clara se había mantenido a flote. Ya le había explicado a Emma su inesperada elección profesional.
– Gano un sueldo desproporcionado e irracional; la tercera parte me alcanza para vivir con holgura, e invierto el resto. Los tipos se estresan porque les dan unas primas de medio millón de libras y empiezan a llevar la existencia de alguien que gana cerca de un millón al año: la casa cara, el coche caro, la ropa cara, la mujer cara, la bebida… Y luego, por supuesto, les aterroriza que los pongan de patitas en la calle. La empresa podría echarme mañana y a mí no me importaría demasiado. Mi objetivo consiste en ganar tres millones y luego irme a hacer algo que de verdad me interese.
– ¿Como qué?
– Annie y yo hemos pensado en abrir un restaurante cerca del campus de una de las facultades modernas. Es una clientela cautiva desesperada por que les sirvan comida decente a precios asequibles: sopa casera, ensaladas que sean algo más que lechuga troceada y medio tomate… En general menú vegetariano, claro, pero imaginativo. He pensado en Sussex, tal vez, en las afueras de Falmer. Es una idea. A Annie le parece bien, sólo que opina que deberíamos hacer algo socialmente útil.
– Hay pocas cosas más socialmente útiles que dar comida decente a la juventud por un precio razonable.
– Cuando se trata de gastar un millón, Annie piensa a nivel internacional. Tiene complejo de Madre Teresa o algo así.
Siguieron andando en amigable silencio.
– ¿Cómo se ha tomado Giles tu deserción? -preguntó Clara entonces.
– Como cabía esperar: mal. Su cara era un rosario de emociones que iban de la sorpresa a la ira pasando por la incredulidad y la autocompasión. Parecía un actor ensayando expresiones faciales delante del espejo. Me pregunté cómo diablos pudo gustarme alguna vez.
– Pero te gustaba.
– Oh, sí. Ese no era el problema.
– Él creía que tú le querías.
– No, eso no es verdad. Él creía que lo encontraba tan fascinante como él se encontraba a sí mismo y que sería incapaz de resistirme a casarme con él si se dignaba proponérmelo.
Clara se echó a reír.
– Cuidado, Emma, eso suena a amargura.
– No, sólo a honestidad. Ninguno de los dos tiene nada de lo que enorgullecerse. Nos hemos utilizado mutuamente. Él era mi defensa y yo la niña bonita de Giles, lo cual me convertía en intocable. En la selva académica aún se acepta la supremacía del macho dominante. Me dejaban en paz, lo que me permitía concentrarme en lo que de verdad importaba: mi trabajo. No era admirable, pero tampoco era deshonesto. Nunca le dije que lo quería. Nunca le he dicho esas palabras a nadie.
– Y ahora quieres decirlas y oírlas, y de parte de un detective de policía y poeta, nada menos. Supongo que lo de poeta es lo más comprensible. Pero ¿qué clase de vida tendrías? ¿Cuánto tiempo habéis pasado juntos desde ese primer encuentro? Habéis intentado quedar siete veces y sólo lograsteis hacerlo cuatro. Puede que Adam Dalgliesh se alegre de estar a disposición del ministro del Interior, el jefe de policía y los altos mandos del Ministerio del Interior, pero no veo por qué tú deberías alegrarte. Su vida está en Londres, y la tuya aquí.
– No es sólo Adam -respondió Emma-. Yo tuve que cancelar nuestra cita una vez.
– Cuatro citas, aparte de ese asunto tan confuso de cuando os conocisteis. Un asesinato no es una presentación muy ortodoxa, que digamos. Es imposible que lo conozcas.
– Lo conozco lo suficiente. En cualquier caso, nadie puede conocerlo completamente. Amarlo no me da derecho a entrar y salir de su mente como si fuese mi despacho en la universidad. Jamás me he relacionado con una persona más reservada, pero conozco las facetas de él que importan.
Emma se preguntó si esto último era cierto. Él estaba familiarizado con los recovecos de la mente humana donde se agazapaban horrores que ella ni siquiera era capaz de concebir. Ni aun la atroz escena en la iglesia de Saint Anselm le había mostrado lo peor que los seres humanos pueden hacerse los unos a los otros. Ella conocía esa clase de horrores por la literatura, pero él los exploraba a diario en su trabajo. A veces, cuando despertaba con las primeras luces del alba, la visión que ella tenía de Adam era la de un rostro oscuro enmascarado, unas manos suaves e impersonales en unos pulcros guantes de látex. ¿Qué no habrían tocado aquellas manos? Emma ensayaba las preguntas que dudaba poder hacerle algún día. ¿Por qué lo haces? ¿Es necesario para tu poesía? ¿Por qué escogiste este trabajo? ¿O acaso te escogió él a ti?
– Trabaja con una mujer detective -le explicó-, Kate Miskin. Está en su equipo. Los he visto juntos. Sí, de acuerdo, él era su superior y ella lo llamaba «señor», pero había un compañerismo, una complicidad que parecía excluir a cualquiera que no perteneciese al cuerpo de policía. Ése es su mundo, yo no soy parte de él. Nunca lo seré.
– No sé por qué querrías serlo. Es un mundo muy turbio; además, él tampoco forma parte del tuyo.
– Pero podría llegar a formar parte. Es poeta, entiende mi mundo, podemos hablar de él y, de hecho, hablamos de él durante horas. Sin embargo, no hablamos del suyo. Ni siquiera he estado en su piso. Sé que vive en Queenhithe, sobre el Támesis, pero no lo he visto, sólo puedo imaginármelo. Eso también forma parte de su mundo. Si alguna vez me pide que vaya allí, sabré que todo marcha bien, que quiere que forme parte de su vida.
– Quizá te lo pida el próximo viernes por la noche. Por cierto, ¿cuándo piensas venir?
– Pensaba coger uno de los trenes de la tarde y llegar a Putney hacia las seis, si es que estás en casa hacia esa hora. Adam pasará a recogerme a las ocho y cuarto, si a ti te va bien.
– Para ahorrarte las molestias de atravesar Londres sola para ir al restaurante. Por lo menos, es un tipo bien educado. ¿Vendrá con un ramo propiciatorio de rosas rojas?
Emma se echó a reír.
– No, no creo que venga con flores, y si lo hiciese, no creo que fuesen rosas rojas.
Habían llegado al monumento a los caídos que se alzaba al final de Station Road. En su pedestal, la estatua del joven soldado avanzaba con majestuosa indiferencia hacia su muerte. Cuando el padre de Emma era director de su colegio universitario, su niñera las llevaba, a ella y a su hermana, a dar un paseo por el jardín botánico de los alrededores. De regreso a casa tomaban un pequeño desvío para que las niñas pudiesen obedecer la orden de la niñera de saludar al soldado. La niñera, una viuda de la Segunda Guerra Mundial, había muerto hacía ya muchos años, al igual que la madre y la hermana de Emma. Sólo su padre, que llevaba una vida solitaria entre libros en el apartamento de una mansión de Marylebone, quedaba vivo en la familia, pero Emma nunca pasaba por delante del monumento sin experimentar una punzada de remordimiento por haber dejado de saludar al soldado. Irracionalmente, le parecía una falta de respeto deliberada hacia algo más que las generaciones muertas en la guerra.
En el andén de la estación, las parejas estaban prodigándose sus prolongadas despedidas, en algunos casos paseando cogidas de la mano. Una de ellas (la chica permanecía apoyada contra la pared del vestíbulo de la estación) parecía tan inmóvil como si los hubiesen pegado con cola.
– ¿No te aburre la vorágine del carrusel sexual? -soltó Emma de repente.
– ¿Qué quieres decir?
– Me refiero al moderno ritual del apareamiento. En Londres seguramente se ve más que aquí. Chico encuentra chica, se gustan y se van a la cama, a veces después de la primera cita. O funciona, y se convierten en pareja reconocida, o no. A veces acaba a la mañana siguiente, cuando ella ve el estado en que se encuentra el cuarto de baño, la dificultad de sacarlo a él de la cama para que vaya a trabajar y su aceptación evidente de que será ella la encargada de exprimir las naranjas y preparar el café. Si funciona, es el chico quien al final se va a vivir con la chica. Normalmente suele ser así, ¿no? ¿Has conocido algún caso en que sea ella quien se va a vivir a casa de él?
– Maggie Foster se fue a vivir con su chico -respondió Clara-. Me parece que no la conoces. Estudió Matemáticas en King’s y sacó sobresaliente. Todo el mundo pensaba que el piso de Greg era más práctico para su trabajo y no podía ponerse a colgar otra vez todas sus acuarelas del siglo xviii.
– Está bien, admito tu ejemplo de Maggie Foster. Así que se van a vivir juntos. Eso, una vez más, puede funcionar o no, sólo que la separación, por supuesto, es más complicada, más cara e, invariablemente, amarga. Por regla general, es porque uno de ellos quiere un compromiso que el otro no puede ofrecerle. O sí funciona. Se deciden por una modalidad de pareja reconocida o por el matrimonio, normalmente porque a la mujer se le despierta el instinto maternal. La madre empieza a planear la boda, el padre calcula los costes, la tía se compra un sombrero nuevo… Alivio general alrededor de la pareja. Una escaramuza victoriosa más sobre el caos moral y social.
Clara se echó a reír.
– Bueno, es mejor que el ritual de apareamiento de la generación de nuestras abuelas. La mía escribía un diario, y está todo ahí. Era la hija de un prominente abogado que vivía en Leamington Spa, donde están las famosas aguas termales. Nunca se planteó la cuestión de que trabajase, por supuesto. Tras el colegio, vivió en casa para hacer la clase de cosas que hacían las hijas mientras sus hermanos iban a la universidad: preparar arreglos florales, repartir las tazas en las reuniones para tomar el té, participar en unas cuantas obras benéficas respetables, pero ninguna que pudiese hacerla entrar en contacto con la realidad más sórdida de la pobreza, contestar las aburridas cartas familiares con las que no se podía importunar a su madre, ayudar con las recepciones al aire libre… Mientras, todas las madres organizaban una vida social para asegurarse de que sus hijas conocían a los hombres adecuados: partidos de tenis, pequeños bailes privados, fiestas en el jardín… A los veintiocho años, la chica ya empezaba a ponerse nerviosa, y a los treinta, se quedaba para vestir santos. ¡Pobres de aquellas que eran normalitas, o de carácter difícil, o tímidas!
– Pobres de ellas también hoy, dicho sea de paso -señaló Emma-. El sistema es igual de brutal a su manera, ¿no te parece? Sólo que al menos podemos organizarlo nosotras mismas, y hay una alternativa.
Clara se rió de nuevo.
– No sé de qué te quejas; tú no eres de las que no paran de subirse y bajarse del carrusel, como lo llamas. Te quedarás ahí subida a lomos de tu reluciente corcel echando a patadas a todos los pretendientes. ¿Y por qué hacer que suene como si el tiovivo fuese siempre heterosexual? Todos somos espectadores. A algunos nos sonríe la suerte, y también a los que, por lo general, no se conforman con menos. Y a veces, conformarse con menos resulta ser, a la postre, la mejor opción.
– Pues yo no quiero conformarme con menos. Sé a quién quiero y lo que quiero, y no es una aventura pasajera. Sé que si me voy a la cama con él, me costará demasiado si luego decide romper. La cama no va a hacer que me sienta más comprometida de lo que lo estoy.
El tren de Londres avanzó retumbando hasta el andén número uno. Clara dejó en el suelo su bolsa de lona y se dieron un breve abrazo.
– Hasta el viernes entonces -dijo Emma.
Obedeciendo a un impulso, Clara volvió a unir las manos por detrás del cuerpo de su amiga.
– Si te da plantón el viernes -dijo-, creo que deberías plantearte si tenéis algún futuro juntos.
– Si me da plantón el viernes, a lo mejor lo hago.
Emma se quedó de pie observando, pero sin despedirse con la mano, hasta perder el tren de vista.
Desde su infancia, la palabra «Londres» había evocado en Tallulah Clutton la imagen de una ciudad legendaria, un mundo de misterio y agitación. Se decía a sí misma que el ansia casi física de su infancia y su juventud no era irracional ni obsesiva, sino que hundía sus raíces en la realidad, pues, al fin y al cabo, era londinense de nacimiento: había llegado al mundo en una casa adosada de dos plantas en una estrecha callejuela de Stepney. Sus padres, sus abuelos y su abuela materna, cuyo nombre había heredado, habían nacido en el East End. La ciudad le correspondía por derecho de cima. Su propia supervivencia había sido fortuita, y en sus estados de ánimo más fantasiosos la veía como mágica. Cuando en 1942 un bombardeo destruyó la calle, sólo ella, con apenas cuatro años, había sido sacada con vida de entre los escombros. Le parecía conservar un recuerdo de aquel momento, avivado tal vez por el relato que hacía su tía del rescate. Con el paso de los años, cada vez estaba menos segura de si lo que recordaba eran las palabras de su tía o el acontecimiento en sí, el instante en que la sacaban a la luz, cubierta de polvo gris pero riendo y extendiendo los brazos como si quisiera tomar entre ellos la calle entera.
Desterrada en la infancia a una tienda de barrio en los arrabales de Leeds para que la criasen la hermana de su madre y el marido de ésta, una parte de su espíritu se había quedado en aquella calle destrozada. Había sido educada concienzudamente y quizás, incluso, querida, pero puesto que ni su tía ni su tío eran personas efusivas o expresivas, el amor era algo que no esperaba ni entendía. Había dejado la escuela a los quince años, después de que algunos de los profesores subrayasen su inteligencia, y nadie había conseguido disuadirla. Todos sabían que la aguardaba la tienda familiar.
Cuando el joven contable de rostro agraciado que acudía con regularidad a auditar los libros con su tío empezó a aparecer con más asiduidad de la necesaria y a mostrar su interés por ella, pareció natural que aceptase su posterior y un tanto vacilante propuesta de matrimonio. Al fin y al cabo, había suficiente espacio en el piso de encima de la tienda, así como en su cama. Tenía diecinueve años. Sus tíos no disimularon su alivio. Terence dejó de cobrar por sus servicios, comenzó a ayudar a media jornada en la tienda y la vida se hizo más sencilla. Tally disfrutaba con su forma de hacer el amor, metódica aunque poco imaginativa, y suponía que era feliz. Sin embargo, él murió de un ataque al corazón nueve meses después de que naciese la hija de ambos, y la antigua vida se restauró de nuevo: las horas interminables, la ansiedad económica constante, el sonido bien recibido aunque tiránico de la campanilla en la puerta de la tienda, la lucha infructuosa por competir con los nuevos supermercados… Se le desgarraba el corazón de pena al ver los fútiles esfuerzos de su tía por volver a atraer a los antiguos clientes; las hojas externas de las coles y las lechugas que arrancaba para que éstas pareciesen menos mustias; las ofertas anunciadas que no engañaban a nadie; la buena disposición a ofrecer créditos con la esperanza de que al final pagasen la factura. No podía evitar sentir que toda su juventud había estado dominada por el olor a fruta podrida y el sonido de la campanilla en la puerta.
Sus tíos le habían dejado en herencia la tienda, y cuando murieron, con un mes de diferencia el uno del otro, Tally la puso a la venta. No tuvo más remedio que malbaratarla, pues sólo los masoquistas o los idealistas poco prácticos se mostraban interesados en salvar un viejo negocio familiar en quiebra. Sin embargo, el hecho es que finalmente consiguió venderla, se quedó con diez mil libras del total obtenido, le dio el resto a su hija, que se había marchado de casa hacía tiempo, y marchó a Londres en busca de trabajo. En cuestión de una semana lo encontró en el Museo Dupayne, y nada más ver la casa de la mano de Caroline Dupayne y contemplar el Heath desde la ventana de su dormitorio, supo que había dado con su hogar.
Durante los sombríos y abrumadores años de su niñez, su breve matrimonio y su fracaso como madre, el sueño de Londres había persistido. En la adolescencia, y posteriormente, se había fortalecido hasta adquirir la solidez de la piedra y el ladrillo, y el brillo del sol sobre el río, las amplias avenidas ceremoniales y los estrechos caminos que conducían a los patios semiescondidos. La historia y el mito adoptaban una morada local y un nombre y la gente imaginada se volvía de carne y hueso. Londres la había acogido de nuevo como a una hija pródiga y ella no se había sentido decepcionada. No tenía la ingenua expectativa de moverse siempre en terreno seguro, pues la representación en el museo de la vida entre las dos guerras mundiales le decía lo que ya sabía, que aquel Londres no era la capital que sus padres habían conocido. La de ellos había sido una ciudad más pacífica en una Inglaterra más amable. Tally pensaba en Londres como un marinero podía pensar en el mar: era su elemento natural, pero poseía un poder formidable al que se acercaba con cautela y respeto. En sus excursiones los días entre semana y los domingos había ideado sus estrategias de protección: llevaba el dinero, suficiente para un día, en un monedero que escondía bajo su abrigo, en invierno, o su rebeca ligera, en verano; transportaba la comida que necesitaba, su plano de autobuses y una botella de agua en una mochila pequeña a la espalda. Calzaba unos zapatos resistentes y, si sus planes incluían una larga visita a una galería o un museo, llevaba consigo un ligero taburete plegable de lona para sentarse. Así pertrechada, se desplazaba de cuadro en cuadro, dentro de un pequeño grupo que seguía las charlas explicativas en la National Gallery o la Tate, absorbiendo información como si de sorbos de vino se tratara, ebria de la riqueza de toda aquella munificencia a su alcance.
La mayor parte de los domingos iba a una iglesia distinta para disfrutar en silencio de la música, la arquitectura y la liturgia, y si bien de cada una de ellas adquiría una experiencia estética en lugar de religiosa, encontraba en el orden y el ritual la satisfacción de una necesidad no identificada. Educada como miembro de la Iglesia anglicana, había asistido a la parroquia local todos los domingos por la mañana y por la tarde. Iba sola. Sus tíos trabajaban quince horas al día en su intento desesperado de mantener a flote la tienda, y para cuando llegaba el domingo estaban agotados. El código moral por el que se regían incluía la limpieza, la respetabilidad y la prudencia; la religión era para quienes tenían tiempo para ella, un capricho de la clase media. Ahora, Tally entraba en las iglesias de Londres con la misma curiosidad y sed de nuevas experiencias que cuando visitaba los museos. Siempre había creído, para su propia sorpresa incluso, en la existencia de Dios, pero dudaba que a Este lo conmoviese la adoración del hombre o las tribulaciones y excéntricas rarezas y payasadas de Su creación.
Todas las tardes regresaba a la casa que se alzaba a la orilla del Heath. Constituía su santuario, el lugar desde el que se aventuraba a salir y al que volvía, cansada pero satisfecha. Nunca cerraba la puerta sin una sensación de alegría. La religión que practicaba, las plegarias nocturnas que rezaba, siempre expresaban gratitud. Hasta entonces se había sentido sola pero no solitaria, mientras que ahora era una persona solitaria que nunca se sentía sola.
Aun si llegaba a suceder lo peor y se quedaba sin hogar, estaba decidida a no irse a vivir con su hija. Roger y Jennifer Crawford vivían justo a las afueras de Basingstoke en una moderna casa de cuatro dormitorios que formaba parte de lo que los promotores inmobiliarios habían descrito como «dos cuadrantes de casas para ejecutivos». Los cuadrantes estaban separados de la contaminación de las viviendas para no ejecutivos por verjas de acero cuya instalación, que había encontrado una fuerte oposición entre los moradores de las últimas, tanto su hija como su yerno consideraban una victoria de la ley y el orden, la protección y el afianzamiento de los valores de la propiedad y una validación de la distinción social. Había un complejo de viviendas de protección oficial a un kilómetro escaso de distancia bajando por la misma calle, cuyos habitantes eran considerados bárbaros inadecuadamente controlados.
A veces Tally pensaba que el éxito del matrimonio de su hija residía no sólo en la ambición compartida, sino en la voluntad de ella y su esposo de tolerar e incluso simpatizar con los motivos de queja del otro. Había llegado a la conclusión de que tras dichas quejas reiteradas yacía un sentimiento de autocomplacencia mutua. Creían que habían sabido apañárselas muy bien por sí mismos y se habrían llevado un disgusto tremendo si cualquiera de sus amigos hubiese pensado lo contrario. Si algo les preocupaba era la incertidumbre del futuro de Tally y la posibilidad de que un día tuvieran que proporcionarle un lugar donde vivir. Tally comprendía y compartía esa inquietud.
Llevaba cinco años sin visitar a su familia salvo por los tres días en Navidad, ese ritual anual de consanguinidad que tanto pavor le provocaba. La recibían con una educación escrupulosa y una estricta adhesión a las normas sociales aceptadas, que no ocultaban la ausencia de cariño real ni de afecto genuino. A Tally esto no le molestaba, pues si algo aportaba a la familia, desde luego no era amor. Sin embargo, deseaba que hubiese algún modo aceptable de librarse de la visita. Sospechaba que su hija y su yerno sentían lo mismo, pero que los cohibía la necesidad de obedecer las convenciones. Hospedar a la madre viuda y solitaria por Navidad se admitía como un deber que, una vez establecida la costumbre, no podía evitarse sin el riesgo de convertirse en protagonista de chismes malintencionados o de un ligero escándalo. Así, cada Nochebuena sin excepción, en un tren que su hija y su yerno le sugerían como conveniente, Tally llegaba a la estación de Basingstoke. Allí Roger o Jennifer le arrebataban la sobrecargada maleta y daba comienzo el suplicio anual.
La Navidad en Basingstoke distaba de ser tranquila: llegaban amigos elegantes, vivaces y efusivos. Se devolvían las visitas. Tenía la impresión de una sucesión de habitaciones calurosas llenas de rostros sonrojados, voces chillonas y escandalosa cordialidad subrayada con sexualidad. La gente la saludaba, en algunos casos con amabilidad genuina, y ella sonreía y respondía antes de que Jennifer la alejase con delicadeza. No quería que aburriese a sus invitados. Tally se sentía aliviada en lugar de ofendida. No podía contribuir a las conversaciones sobre coches, vacaciones en el extranjero, la dificultad de encontrar una buena au pair, la ineficacia del ayuntamiento, las maquinaciones del comité del club de golf y la falta de cuidado de los vecinos a la hora de cerrar las puertas. Apenas veía a sus nietos, salvo en la comida de Navidad. Clive permanecía casi todo el día en su cuarto, que contenía las necesidades básicas de un adolescente de diecisiete años: televisión, vídeo y DVD, ordenador e impresora, equipo estéreo y altavoces. Samantha, dos años menor y, al parecer, en un estado de malhumor permanente, rara vez aparecía por casa, y cuando lo hacía se pasaba las horas hablando en voz baja por su teléfono móvil.
Sin embargo, todo aquello había terminado. Diez días antes, tras meditarlo mucho y después de tres o cuatro borradores, Tally redactó la carta. ¿Les importaba mucho si no iba ese año? La señorita Caroline no estaría en su piso durante las vacaciones y si ella también se marchaba no habría nadie para echarle un vistazo. No pasaría el día sola, había varios amigos que le habían enviado invitaciones. Por supuesto, no sería lo mismo que pasarlo con la familia, pero estaba segura de que lo entenderían. Les enviaría sus regalos a principios de diciembre.
Se sintió un poco culpable por la falta de sinceridad de la carta, pero al cabo de unos días llegó la respuesta. Había cierto tono de queja en ella, y la insinuación de que Tally se dejaba explotar demasiado, pero el alivio de ambos era evidente. Su excusa había sido lo bastante válida y conseguirían explicar su ausencia de forma convincente a sus amistades. Aquella Navidad la pasaría sola en la casa, y ya había estado planeando a qué iba a dedicar el día: el paseo matutino hasta una iglesia local y la satisfacción de formar parte de una multitud y estar aparte a un tiempo; pollo picantón para almorzar seguido, tal vez, de uno de esos pudines en miniatura de Navidad y media botella de vino, vídeos de alquiler, libros de la biblioteca e hiciera el tiempo que hiciese, un paseo por el Heath.
Sin embargo, esos planes eran de pronto menos seguros. Al día siguiente de que llegase la carta de su hija, Ryan Archer, que había entrado a verla después de terminar su jornada en el jardín, le había dado a entender que pasaría la Navidad solo. El Comandante estaba pensando en irse al extranjero. Tally le había dicho en un arranque impulsivo:
– Pero no puedes pasar las fiestas en una casa ocupada, Ryan. Ven a cenar aquí si quieres, pero avísame con unos días de antelación para así comprar la comida.
Él había aceptado, pero no sin cierta vacilación, y ella aún dudaba que escogiese cambiar la camaradería de la casa ocupada por el plácido tedio de una vivienda junto al Heath. El caso era que ya lo había invitado. Si acudía, Tally al menos se aseguraría de que comiese bien. Por primera vez en años estaba ansiosa por que llegase la Navidad.
Sin embargo, ahora sobre todos sus planes se cernía una aguda sensación de ansiedad: ¿sería ésa la última Navidad que iba a pasar en la casa?
El cáncer había regresado, y esta vez se trataba de una sentencia de muerte. Ese era el diagnóstico, y James Calder-Hale lo aceptaba sin miedo y con un solo motivo de desconsuelo: necesitaba tiempo para dar por concluido su libro sobre el periodo de entreguerras. De hecho, no necesitaba demasiado, lo terminaría en cuatro, quizá seis meses, aunque el ritmo de trabajo fuese menor. Era posible que aún se le concediera tiempo, pero justo en el instante en que la palabra tomaba forma en su mente, la desechó; «conceder» implicaba el otorgamiento de un premio. Pero ¿quién lo otorgaba? El hecho de que muriese más tarde o más temprano era una cuestión de patología. El tumor se tomaría su tiempo. O, si se prefería describirlo de modo todavía más sencillo, tendría mala o buena suerte, pero al final el cáncer ganaría.
Se descubrió incapaz de creer que hiciese lo que hiciera, le hicieran lo que le hiciesen, su actitud mental, su coraje o su fe en los médicos sería capaz de alterar esa victoria inevitable. Era posible que otros se preparasen para vivir esperanzados, para ganarse ese tributo póstumo «tras una lucha valiente». El no tenía estómago para luchas, sobre todo cuando se enfrentaba con un enemigo tan bien atrincherado.
Una hora antes su oncólogo, con tacto profesional, le había comunicado la noticia de que no remitiría; a fin de cuentas, tenía mucha experiencia. Con una lucidez digna de admiración le había planteado los posibles tratamientos posteriores y los resultados que razonablemente cabía esperar. Tras unos minutos, no demasiados, en que fingió sopesar las opciones, Calder-Hale había aceptado el tratamiento recomendado. La visita no se desarrollaba en el hospital sino en la consulta del especialista, en la calle Harley, y a pesar de que lo habían citado a primera hora, para cuando lo llamaron la sala de espera empezaba a llenarse. Expresar en voz alta su propio diagnóstico, la convicción de que había fracasado, habría supuesto una ingratitud equivalente a un atentado contra los buenos modales cuando el médico se había tomado tantas molestias. Sentía como si fuese él quien estuviera otorgando la ilusión de la esperanza.
Al salir a la calle Harley, decidió ir en taxi a la estación de Hampstead Heath y cruzar el Heath para pasar junto a Hampstead Ponds, el viaducto a Spaniards Road y el museo. Se sorprendió haciendo un resumen de su vida y constatando, con una mezcla de asombro e indiferencia, que cincuenta y cinco años que habían parecido tan trascendentales dejaban, en realidad, un legado muy exiguo. Los hechos acudían a su mente en ráfagas de frases breves y entrecortadas. Hijo único de un próspero abogado de Cheltenham. Padre afable, aunque distante. Madre extravagante, melindrosa y convencional, que no constituía problema para nadie a excepción de su marido. Educación en el antiguo colegio de su padre y luego en Oxford. El Ministerio de Asuntos Exteriores y una carrera, principalmente en Oriente Próximo, cuyos progresos nunca habían pasado de lo normal. Podría haber escalado hasta puestos importantes, pero habían salido a relucir sus dos defectos capitales: la falta de ambición y la impresión de que no se tomaba el trabajo con la suficiente seriedad. Capacidad de hablar árabe con fluidez y facilidad para atraer la amistad pero no el amor. Breve matrimonio con la hija de un diplomático egipcio a la que le había parecido que quería un marido inglés pero que pronto había decidido que él no era el marido inglés que buscaba. Sin hijos. Jubilación anticipada tras el diagnóstico de una enfermedad que, de forma inesperada y desconcertante, había entrado en fase de remisión.
Paulatinamente, desde el diagnóstico de su enfermedad se había ido disociando de las expectativas de la vida. Pero ¿no había ocurrido aquello años antes? Cuando había requerido el alivio del sexo, había pagado por él, de forma discreta, cara y con la mínima inversión de tiempo y emoción. En ese momento no recordaba cuándo había decidido al fin que las molestias y los gastos ya no merecían la pena, no tanto por el desgaste espiritual que suponía experimentar tanta vergüenza como por el derroche de dinero en algo que sólo le producía aburrimiento. Los placeres, dolores, emociones, ilusiones, triunfos y fracasos que habían rellenado los intersticios de aquel esbozo de vida no tenían la capacidad de inquietarlo. Le resultaba difícil creer que lo hubiesen logrado alguna vez.
¿No era la pereza, esa letargia del espíritu, uno de los pecados capitales? A quienes poseían sentimientos religiosos debía de parecerles una blasfemia intencionada el rechazo de toda felicidad. El hastío de Calder-Hale era menos dramático. Se trataba más bien de una indiferencia plácida en la que sus únicas emociones, incluso los súbitos ataques ocasionales de ira, eran mero teatro. Y el verdadero teatro, ese juego de chicos al que se había sentido atraído más por una docilidad bondadosa que por compromiso auténtico, resultaba tan poco apasionante como el resto de su vida ajena a la tarea de escribir. Reconocía su importancia, pero se sentía menos un participante que el espectador imparcial de los esfuerzos y locuras de otros hombres.
Y ahora le quedaba un único asunto sin terminar, la única tarea capaz de provocarle entusiasmo… Quería completar su historia del periodo de entreguerras. Ya llevaba ocho años trabajando en ella, desde que el viejo Max Dupayne, amigo de su padre, le enseñase el museo por primera vez. Lo había cautivado de inmediato, y una idea que había permanecido latente en un rincón escondido de su cerebro cobró vida de repente. Cuando Dupayne le ofreció el trabajo de director del museo, sin sueldo pero con derecho a despacho propio, sintió que era el acicate que necesitaba para empezar a escribir. Invirtió más dedicación y entusiasmo que en cualquier otra tarea que hubiese emprendido antes. La perspectiva de morir sin haberlo terminado le era intolerable. Nadie se molestaría en publicar una historia incompleta. Cuando muriese, la única labor a la que se había entregado en cuerpo y alma quedaría reducida a archivos de notas medio legibles y resmas de hojas mecanografiadas que acabarían en la basura. A veces, su necesidad de completar el libro era tan intensa que lo perturbaba. Él distaba de ser un historiador profesional, y los que lo eran no tendrían piedad en el momento de emitir un juicio, pero el libro no pasaría inadvertido. Había entrevistado a una interesante variedad de octogenarios e intercalado con habilidad los testimonios personales con los acontecimientos históricos. Iba a presentar opiniones originales, a veces inconformistas, que inspirarían respeto. Pero estaba atendiendo a sus propias necesidades, no a las de los demás. Por razones que no podía explicar de manera satisfactoria, veía la historia como una justificación de su vida.
Si el museo cerraba antes de que acabase el libro, sería el fin. Creía saber cómo funcionaba el cerebro de los tres fideicomisarios, y le amargaba. Marcus Dupayne buscaba un empleo que le procurara prestigio y aliviase el aburrimiento de la jubilación. Si el hombre hubiese tenido más éxito, si lo hubiesen nombrado sir, los cargos de director de la City, las comisiones y los comités oficiales estarían esperándolo. Calder-Hale se preguntó qué podría haberle ido mal. Seguramente nada que Dupayne hubiese podido prever: un cambio de gobierno, las preferencias de un nuevo ministro, una renovación en la jerarquía… El conseguir hacerse con el puesto más alto solía ser una cuestión de suerte.
No estaba seguro del motivo por el cual Caroline Dupayne quería que el museo continuase abierto. La posibilidad de conservar el apellido familiar seguramente tenía algo que ver con ello. También había que considerar la cuestión del uso de su piso, que le permitía alejarse de la escuela. Además, siempre se opondría a Neville. Que él recordase, los hermanos nunca se habían llevado bien. Como no sabía nada de su infancia, sólo podía hacer suposiciones respecto a los orígenes de aquella aversión mutua, que se veía exacerbada por la actitud de cada uno respecto al trabajo del otro. Neville no se molestaba en ocultar el desprecio que sentía por cuanto Swathling’s simbolizaba, mientras que su hermana expresaba abiertamente su menosprecio por la psiquiatría. «Ni siquiera es una disciplina científica -solía decir-, sino el último recurso de los desesperados o el consentimiento de las neurosis de moda. No sabéis describir la diferencia entre mente y cerebro de manera que tenga sentido. Seguramente habéis hecho más daño en los últimos cincuenta años que cualquier otra rama de la medicina, y hoy en día sólo podéis ayudar a los pacientes porque los neurocientíficos y las empresas farmacéuticas os han proporcionado las herramientas. Sin sus pastillitas estaríais otra vez en el mismo punto que hace veinte años.»
No habría consenso entre Neville y Caroline Dupayne sobre el futuro del museo, y Calder-Hale creía saber cuál de las dos voluntades acabaría por imponerse. Aunque no es que fuesen a implicarse demasiado en el cierre del lugar; si el nuevo inquilino deseaba tomar posesión rápidamente, sería una tarea hercúlea realizada contra reloj, llena de obstáculos y de complicaciones económicas. Él era el director del museo y se daba por supuesto que le correspondía llevarse la peor parte. Sería el final de toda esperanza de concluir su libro.
Inglaterra se había alegrado con un hermoso mes de octubre, más típico de los tiernos avatares de la primavera que del lento declinar del año hacia su decrepitud multicolor. En ese momento, de repente, el cielo, que había sido una extensión de azul claro y despejado, se vio ensombrecido por una nube de tamaño creciente y mugrienta como el humo de una fábrica. Cayeron las primeras gotas de lluvia y a Calder-Hale apenas le dio tiempo a abrir el paraguas antes de que le sorprendiese el aguacero. Era como si la nube hubiese vaciado la precaria carga que llevaba justo encima de su cabeza. Calder-Hale vio una arboleda a unos metros y corrió a cobijarse bajo un castaño de Indias, dispuesto a esperar pacientemente a que escampase. Por encima de él, los nervios oscuros del árbol se hacían visibles entre las hojas amarillentas y, al levantar la vista, sintió que las gotas le caían despacio sobre el rostro. Se preguntó por qué era placentero sentir aquellas pequeñas e irregulares salpicaduras de la primera acometida de la lluvia sobre la piel, secándose casi al instante. Tal vez no fuese más que el consuelo de saber que aún estaba en condiciones de complacerse con las bendiciones inesperadas de la existencia. Hacía ya tiempo que los aspectos físicos más intensos, ordinarios y urgentes habían perdido su atractivo. Ahora que el apetito se había vuelto exigente y el sexo rara vez era una necesidad apremiante, al menos todavía podía deleitarse con el roce de una gota resbalándole por la mejilla.
En ese momento, vio la casa donde vivía Tally Clutton. Había enfilado aquel estrecho camino desde el Heath infinidad de veces durante los cuatro años anteriores, pero al topar con aquella casa siempre experimentaba una sorpresa inesperada. Parecía cómodamente instalada en su sitio entre la hilera de árboles, y sin embargo constituía un anacronismo. Quizás el arquitecto del museo, obligado por el capricho de su patrón a construir una réplica exacta del siglo xviii para el edificio principal, había diseñado la casa pequeña de acuerdo con sus propios deseos. En el lugar donde se alzaba, detrás del museo y apartada de la vista, a su cliente seguramente no le molestaría demasiado el que fuese discordante. Parecía una ilustración sacada de un cuento infantil, con sus dos miradores en la planta baja, a cada lado del porche, el par de ventanas sencillas encima, bajo el tejado, y el cuidado jardín delantero con el sendero enlosado que llevaba a la puerta principal flanqueado por sendas parcelas de césped y un seto bajo de ligustro. En mitad de cada una de esas parcelas había un arriate oblongo y ligeramente elevado, y allí Tally Clutton había plantado sus habituales ciclámenes blancos y púrpura y sus pensamientos blancos.
Al acercarse a la puerta del jardín, Tally apareció entre los árboles. Llevaba el viejo chubasquero que solía ponerse para los trabajos de jardinería y sostenía en las manos un cajón de madera y un desplantador. Aunque le había dicho -él no conseguía recordar cuándo- que tenía sesenta y cuatro años, aparentaba ser más joven. Su rostro, de tez un tanto curtida, empezaba a mostrar los surcos y las arrugas de la edad, pero era un rostro agradable, de mirada penetrante tras las gafas, tranquilo. Se trataba de una mujer satisfecha, pero no, gracias a Dios, demasiado dada a esa jovialidad resuelta y desesperada con que algunas personas mayores intentan desafiar el desgaste de los años.
Cada vez que volvía a entrar en las propiedades del museo después de un paseo por el Heath, se pasaba por la casita para ver si estaba Tally. Si era por la mañana, ella le servía café, y si era por la tarde, té con tarta de frutas. Aquella rutina había empezado unos tres años antes, cuando Calder-Hale se había visto sorprendido sin paraguas por una tormenta terrible y había llegado calado hasta los huesos hasta la casa de Tally Esta lo había visto por la ventana y había salido a la puerta para ofrecerle algo caliente y la oportunidad de aguardar a que se secara su ropa. La preocupación de la mujer por su aspecto debió de vencer cualquier atisbo de timidez, y él recordaba con gratitud la calidez de la chimenea de carbón y el café caliente con un chorrito de whisky que Tally le había preparado. Sin embargo, ella no había vuelto a invitarlo a entrar, y él tenía la impresión de que la inquietaba el que pudiese pensar que necesitaba compañía o pretendiese imponerle de algún modo una obligación. Siempre era él quien golpeaba la puerta o la llamaba por su nombre, pero estaba seguro de que sus visitas eran bienvenidas.
En ese momento, preguntó:
– ¿Llego tarde para el café?
– Por supuesto que no, señor Calder-Hale. Estaba plantando bulbos de narciso entre un chaparrón y otro. Creo que quedarán mejor debajo de los árboles. Ya he intentado plantarlos en los macizos del centro, pero tienen un aspecto muy deprimente una vez que se marchitan las flores. La señora Faraday dice que para arrancar las hojas debemos esperar a que estén completamente amarillas o el año que viene no tendremos flores. Pero tardan tanto…
La siguió hasta el porche, la ayudó a quitarse el chubasquero y aguardó mientras la mujer se sentaba en el banco estrecho, se quitaba las botas de agua y se ponía las zapatillas. A continuación la siguió por el diminuto recibidor hasta la sala de estar.
Al encender el fuego, Tally dijo:
– Tiene los pantalones muy mojados. Será mejor que se siente aquí a secárselos. No tardaré mucho con el café.
Él apoyó la cabeza contra el respaldo del sillón y estiró las piernas en dirección a la fuente de calor. Había sobrestimado sus fuerzas y el paseo había resultado demasiado largo. En ese momento, el cansancio casi resultaba placentero. Aquella habitación era uno de los pocos lugares, aparte de su propio despacho, donde podía sentarse sin experimentar ninguna tensión. Y en qué sitio tan agradable lo había convertido Tally… Era un cuarto confortable sin ostentación y no estaba abarrotado de objetos o muebles, ni era recargado ni conscientemente femenino. La chimenea era la victoriana original, con el hogar rodeado de cerámica de Delft azul y una campana de hierro ornamental. El sillón de cuero donde estaba sentado, con su respaldo abotonado y sus cómodos brazos, era justo para su estatura. Enfrente había una butaca en la que solía sentarse Tally.
A los lados de la chimenea había estantes que contenían los libros de historia y sobre Londres de Tally. Calder-Hale sabía que era una apasionada de esa ciudad, como tampoco ignoraba, por conversaciones anteriores, que también le gustaban las biografías y memorias. En cuanto a novelas, había unos pocos ejemplares, todos de autores clásicos, encuadernados en piel. En el centro de la habitación había una mesita circular y dos sillas Windsor, donde Tally solía comer. Calder-Hale había vislumbrado por la rendija de la puerta, a la derecha del pasillo, una mesa de madera cuadrada con cuatro sillas en lo que era, a todas luces, el comedor. Se preguntó con qué frecuencia se utilizaría aquella habitación. Nunca había visto a ningún desconocido en la casa, y tenía la sensación de que la vida de su moradora transcurría entre las cuatro paredes de esa sala de estar. La ventana del lado sur disponía de un amplio alféizar sobre el que descansaba su colección de violetas africanas, de color púrpura claro y oscuro y blancas.
Llegaron el café y las galletas y él se levantó con cierta dificultad y se acercó a Tally para ayudarla con la bandeja. Al percibir aquel aroma tan reconfortante, descubrió que tenía mucha sed.
Cuando estaban juntos, Calder-Hale solía hablar de lo primero que le venía a la cabeza. Sospechaba que sólo la crueldad y la estulticia la escandalizaban, igual que a él. Con ella, sentía que no había nada que le estuviese prohibido decir. A veces, su conversación parecía un soliloquio, pero uno en el que las respuestas de ella siempre eran bienvenidas y a menudo sorprendentes.
– ¿No le deprime -le estaba preguntando en ese momento- limpiar y quitar el polvo a la Sala del Crimen, rodeada de tantos ojos muertos?
– Supongo que me he acostumbrado a ellos -contestó Tally-. No quiero decir con esto que los vea como amigos, eso sería una estupidez, pero forman parte del museo. Cuando vine aquí por primera vez, solía imaginarme lo que habían sufrido sus víctimas, o lo que habían sufrido ellos mismos, pero no, no me deprimen. Para ellos, ya ha acabado todo, ¿no es así? Hicieron lo que hirieron, pagaron por ello y se han ido. Ahora ya no sufren. Hay tantas cosas que lamentar en nuestro mundo que no tendría sentido afligirse por los errores cometidos hace tanto tiempo. Sin embargo, a veces sí me pregunto adónde han ido todos, no sólo los asesinos y sus víctimas, sino toda esa gente cuyas fotos están en el museo. ¿Usted no se lo pregunta?
– Pues no, no me lo pregunto. Y es porque ya lo sé. Morimos como animales, casi siempre por las mismas causas y, menos unos pocos afortunados, sufriendo los mismos dolores.
– ¿Y ése es el fin?
– Sí. Constituye un alivio, ¿no cree?
– ¿De modo que lo que hagamos y el modo en que obremos no importa, salvo en esta vida?
– ¿Y dónde, si no, iba a importar, Tally? Ya me parece bastante difícil tener que comportarse con razonable honradez aquí y ahora para martirizarse por hacer méritos en previsión de un más allá de cuento de hadas.
Ella cogió la taza de él para rellenársela.
– Supongo que es de tanto ir a las sesiones de catequesis y a la iglesia dos veces todos los domingos -dijo-. Mi generación todavía cree a medias que tal vez nos llamen a rendir cuentas.
– Es posible, pero el tribunal estará aquí, en el juzgado, y el juez llevará una peluca blanca. Y con un mínimo de inteligencia la mayoría de nosotros casi siempre consigue evitarlo. Pero ¿qué se imaginaba usted? ¿Un libro de contabilidad gigante con columnas para el debe y el haber y el Ángel del Registro anotándolo todo?
Calder-Hale hablaba en tono afable, como por otra parte siempre hacía cuando se dirigía a Tally Clutton. Esta sonrió y dijo:
– Algo así. Cuando tenía unos ocho años creía que ese libro era como el libro rojo de contabilidad que mi tío usaba para su negocio. Tenía la palabra «Contabilidad» escrita en negro en la tapa y los márgenes de las páginas eran rojos.
– Bueno, la fe poseía una utilidad social -señaló él-. Todavía no hemos encontrado un sustituto eficaz del todo. Ahora construimos nuestra propia moralidad. «Lo que quiero está bien y tengo derecho a tenerlo.» Puede que las generaciones mayores todavía carguen con algún recuerdo popular del complejo de culpa judeocristiano, pero eso debería haberse acabado con la generación siguiente.
– Me alegra el que no vaya a estar aquí para presenciarlo.
Él sabía muy bien que Tally no era una persona ingenua, pero en ese momento sonreía con expresión serena. Su moralidad privada, fuera la que fuera, no iba más allá de la bondad y el sentido común… Pero ¿por qué diablos iba a ir más allá de eso? ¿Qué más necesitaba ella o cualquier otro ser humano?
– Supongo que un museo es una celebración de la muerte -comentó ella-. Las vidas de personas muertas, los objetos que hacían, las cosas que consideraban importantes, sus ropas, sus casas, sus comodidades diarias, su arte…
– No. Un museo nos habla de la vida -discrepó él-. Habla de la existencia individual, de cómo se vivía. Habla de la vida colectiva de la época, de hombres y mujeres organizando sus sociedades. Habla de la continuación de la vida de la especie Homo sapiens. A nadie que sienta una pizca de curiosidad humana pueden desagradarle los museos.
– A mí me encantan -insistió ella-, pero porque me permiten creer que vivo en el pasado. No me refiero a mi propio pasado, eso es muy aburrido y ordinario, sino al pasado de todas aquellas personas que han sido londinenses antes que yo. Nunca entro allí sola, nadie puede hacerlo.
«Incluso pasear por el Heath es distinto para cada uno de nosotros», pensó él, que en tales ocasiones advertía la transformación de los árboles y el cielo, y disfrutaba de la suavidad de la hierba bajo sus pies. Ella imaginaba a las lavanderas de los Tudor aprovechando las primaveras despejadas, colgando la ropa sobre los arbustos de aulaga para que se secase, los carruajes y los coches de caballos alejándose traqueteando de los hedores de la ciudad en la época de la peste y el gran incendio para encontrar refugio en la parte alta de Londres, y a Dick Turpin esperando a lomos de su caballo bajo el cobijo de los árboles.
En ese momento Tally se levantó para llevar la bandeja a la cocina. Él hizo lo propio y le quitó la bandeja de las manos. Cuando levantó la vista para mirarlo, el rostro de ella parecía, por primera vez, preocupado.
– ¿Va a ir a la reunión el miércoles, cuando se decida el futuro del museo? -le preguntó.
– No, Tally, no me corresponde estar allí. Yo no soy fideicomisario. Sólo hay tres, los Dupayne. A ninguno de nosotros nos han dicho nada. Todo son rumores.
– Pero ¿de veras es posible que lo cierren?
– Lo harán si Neville Dupayne se sale con la suya.
– Me pregunto por qué. El no trabaja aquí. Rara vez aparece por el museo, salvo los viernes para recoger su coche. No le interesa nada, así que, ¿por qué le importa?
– Porque detesta lo que considera nuestra obsesión nacional con el pasado. Está demasiado involucrado en los problemas del presente. El museo es un objeto muy conveniente para enfocar ese odio: su padre lo fundó, se gastó una fortuna en él y lleva el apellido de la familia. Es de algo más que el museo de lo que quiere deshacerse.
– ¿Y puede?
– Oh, sí. Si no firma el nuevo contrato de arrendamiento, el museo cerrará. Pero no debería preocuparme; Caroline Dupayne es una mujer muy terca, dudo que Neville sea capaz de enfrentarse a ella. Lo único que tiene que hacer es firmar un trozo de papel.
Lo absurdo de aquellas palabras le chocó en cuanto las hubo pronunciado. ¿Desde cuándo firmar un documento no era importante? La gente había sido condenada o indultada en función de una firma. Una firma podía desheredar a alguien u otorgarle una fortuna, o representar la diferencia entre la vida y la muerte. Sin embargo, era poco probable que tal cosa se cumpliese en el caso de la firma de Neville Dupayne en el nuevo contrato de arrendamiento. Al llevar la bandeja a la cocina, se alegró de perder de vista la cara de preocupación de Tally. Nunca la había visto así; de pronto se dio cuenta de la enormidad de lo que le esperaba a esa mujer: aquella casa, aquella sala de estar, eran tan importantes para ella como para él lo era el libro que estaba escribiendo. Y además tenía más de sesenta años. Aunque en los tiempos que corrían no se consideraba que una persona a esa edad fuese vieja, no resultaba nada fácil buscar un nuevo trabajo y un nuevo hogar. Existían numerosas ofertas, pues siempre había sido difícil encontrar amas de llaves de confianza, pero aquel trabajo y aquel lugar eran perfectos para ella.
Lo embargó una incómoda sensación de lástima y a continuación, por un instante, una debilidad tan súbita que tuvo que dejar rápidamente la bandeja encima de la mesa y descansar irnos minutos. Experimentó al mismo tiempo el deseo de que hubiese algo que él pudiese hacer, algún regalo magnífico que poner a sus pies capaz de lograr que todo volviese a ir bien. Jugueteó un momento con la ridícula idea de hacer a Tally beneficiaría de su testamento, pero sabía que era incapaz de semejante acto de liberalidad excéntrica; no podía llamarlo generosidad porque para entonces ya no tendría ninguna necesidad de dinero. Siempre había ido gastando de acuerdo con sus ingresos, y el capital restante lo legaba -en un testamento cuidadosamente redactado por el abogado de la familia unos quince años antes- a sus tres sobrinos. Era curioso que, con lo poco que le importaba lo que éstos, a quienes veía en raras ocasiones, pensasen de él, sí le importase en cambio la buena opinión que tuvieran de él una vez muerto. Había vivido cómodamente y casi siempre rodeado de seguridad. ¿Y si encontraba las fuerzas para llevar a cabo un último acto excéntrico y magnífico que fuese extraordinario para otra persona?
Entonces oyó la voz de Tally.
– ¿Está usted bien, señor Calder-Hale?
– Sí -contestó-. Estoy perfectamente, Gracias por el café. Y no se preocupe por el miércoles. Tengo el presentimiento de que todo saldrá bien.
Eran en ese momento las once y media. Como de costumbre, Tally había limpiado el museo antes de que abriese sus puertas y, a menos que la requiriesen para algo determinado, hasta la hora de cierre, a las cinco, no tenía más quehaceres concretos aparte de la rutinaria inspección final con Muriel Godby. Sin embargo, le quedaba trabajo por hacer en la casita y había pasado más tiempo del habitual con el señor Calder-Hale. Ryan, el chico que ayudaba con las tareas de limpieza pesadas y con el jardín, llegaría con sus bocadillos a la una en punto.
Desde la primera dentellada de los días más fríos de otoño, Tally le había sugerido a Ryan que almorzase dentro de la casa. Durante el verano lo veía apoyar la espalda contra uno de los árboles, con la bolsa abierta a su lado, pero a medida que los días se hacían más fríos había tomado la costumbre de comer en el cobertizo donde guardaba la cortadora de césped, sentado en un cajón vuelto del revés. A ella le parecía mal que el chico tuviese que soportar tanta incomodidad, pero aun así vaciló al hacer su ofrecimiento, pues no pretendía imponerle una obligación o dificultarle la posibilidad de que rehusara. Sin embargo, el muchacho había aceptado de inmediato, y desde esa mañana llegaba puntualmente a la una con su bolsa de papel de estraza y su lata de coca-cola.
Ella no tenía ningún deseo de acompañarlo a la hora del almuerzo -pues habría parecido una invasión de su propia intimidad-, de modo que había adquirido la costumbre de tomar un ligero almuerzo a las doce a fin de que todo estuviese despejado y guardado para cuando él llegase. Si había preparado sopa, le dejaba un poco, sobre todo si ese día hacía frío, y el chico parecía agradecérselo. Después, instruido por ella, era él quien hacía café para ambos -café de verdad, nada de gránulos sacados de un bote- y lo servía. Nunca se quedaba más de una hora, y Tally ya se había acostumbrado a oír el ruido de sus pisadas en el sendero de entrada todos los lunes, miércoles y viernes, sus días laborables. Nunca se había arrepentido de haberle hecho aquella primera invitación, pero los martes y jueves no podía evitar sentir cierto alivio, no exento de culpabilidad, por disponer de toda la mañana para ella sola.
Tal como le había pedido con delicadeza desde el primer día, el chico se quitaba las botas de trabajo en el porche, colgaba su chaqueta y se iba al cuarto de baño para lavarse antes de reunirse con ella. Traía consigo un perfume a tierra y hierba y un débil olor masculino que a ella le gustaba. Tally se maravillaba de su aspecto, invariablemente limpio y cuidado, de sus manos, de huesos delicados como los de una chica, que contrastaban, en extraña discordancia, con sus brazos morenos y musculosos.
Su cara era redonda, de pómulos firmes y tez ligeramente sonrosada y tan suave como el terciopelo. Tenía los ojos pardos y grandes, bastante separados entre sí, los párpados superiores muy prominentes, una nariz respingona, y un hoyuelo en la barbilla. Llevaba el pelo cortado a cepillo, lo que resaltaba la redondez de su cabeza. Para Tally era como la cara de un bebé que los años hubieran ampliado de tamaño pero sin ninguna impronta de experiencia adulta. Sólo sus ojos desdecían esa aparente inocencia intacta: podía alzar los párpados y contemplar el mundo con una indiferencia pasmada y encantadora, o lanzar una mirada desconcertantemente brusca, maliciosa y enterada a un tiempo. Esta dicotomía reflejaba lo que sabía, retazos dispersos de sofisticación que recogía como quien recoge desperdicios del camino de entrada, todo ello combinado con una asombrosa ignorancia de extensas áreas de conocimiento que la generación de Tally había adquirido antes de dejar la escuela.
Había encontrado a Ryan tras colocar un anuncio en el tablón de demandas de empleo de una papelería local. La señora Faraday, la voluntaria responsable del jardín, había comentado que la tarea de limpiar las hojas y podar los arbustos y los árboles jóvenes se le empezaba a hacer demasiado pesada. Había sido ella quien había sugerido poner un anuncio en lugar de recurrir a la oficina de empleo. Tally había dado el número de teléfono de la casa sin mencionar en absoluto el museo. Cuando Ryan había llamado, lo había entrevistado en compañía de la señora Faraday y ambas habían optado por someterlo a un mes de prueba. Antes de dejar que se marchase, le había pedido referencias.
– Ryan, ¿hay alguien, alguien para el que hayas trabajado, que pueda escribir una carta de recomendación?
– Trabajo para el Comandante. Le limpio la plata y hago algunas chapuzas en la casa. Se lo pediré a él.
No había proporcionado más información, pero al cabo de dos días había llegado una carta procedente de Maida Vale:
Apreciada señora:
Ryan Archer me ha dicho que está pensando en ofrecerle el trabajo de ayudante de jardinería y de mantenimiento en general. No es que sea especialmente habilidoso con los trabajos y arreglos de la casa, pero sí ha realizado algunas tareas para mí de modo satisfactorio y muestra cierta voluntad de aprender cuando está interesado. Aunque no dispongo de ninguna referencia personal con respecto a sus dotes como jardinero, si es que las posee, dudo que sepa distinguir un pensamiento de una petunia. No destaca especialmente por su puntualidad, pero cuando al fin llega es capaz de trabajar de firme bajo la supervisión adecuada. Según mi experiencia, las personas son honradas o no lo son, y no hay nada que hacer al respecto. El chico lo es.
Tras esta poco entusiasta carta de recomendación, y con la aprobación de la señora Faraday, Tally lo había contratado.
La señorita Caroline había mostrado poco interés, y Muriel había rechazado cualquier responsabilidad.
– La organización doméstica es tarea suya, Tally. No deseo interferir. La señorita Caroline ha aceptado que cobre el salario mínimo establecido y yo misma le pagaré de mi dinero para gastos todos los días antes de que se marche. Por supuesto, le exigiré un recibo. Si necesita ropa de trabajo, eso también puede salir del dinero para gastos, pero será mejor que la compre usted y no se lo encargue a él. Puede hacer la limpieza del suelo de aquí, incluyendo las escaleras, pero no quiero verlo en ninguna otra parte del museo si no es bajo supervisión.
– El comandante Arkwright, que nos envió una carta de recomendación, dice que el chico es honrado -le había explicado Tally.
– Tal vez lo sea, pero quizá también sea propenso a hablar demasiado, y no tenemos forma de saber si sus amigos son gente honrada. Creo que convendría que usted y la señora Faraday elaborasen un informe formal sobre su progreso después del primer mes de prueba.
Tally había hecho la reflexión de que, para tratarse de alguien que no tenía ningún deseo de interferir en los asuntos domésticos, Muriel estaba comportándose como cabía esperar. Sin embargo, el experimento había funcionado; desde luego, Ryan era impredecible -nunca podía estar segura de que apareciese cuando se lo esperaba-, pero se había vuelto más responsable a medida que transcurrían los meses, sin duda porque necesitaba dinero en mano al término de la jornada. Si bien no se trataba de un trabajador entusiasta, no era ningún holgazán, y la señora Faraday, a quien no se complacía fácilmente, parecía encontrarlo de su agrado.
Aquella mañana, Tally había preparado sopa de pollo con los restos de la cena de la víspera, y en ese momento Ryan estaba dando cuenta de ella con satisfacción evidente, calentándose los finos dedos en el cuenco.
– ¿Se necesita mucho valor para matar a alguien? -preguntó de pronto.
– Nunca me ha parecido que los asesinos fuesen particularmente valientes, Ryan. Lo más probable es que sean cobardes. A veces se necesita más coraje para no matar a alguien.
– No entiendo qué quiere decir, señora Tally.
– Ni yo. Sólo era un simple comentario, y bastante estúpido ahora que lo pienso. El asesinato no es un tema agradable.
– No, pero resulta interesante. ¿Le he dicho que el señor Calder-Hale me llevó a dar una vuelta por el museo el viernes por la mañana?
– No, no me lo habías dicho, Ryan.
– Me vio arrancando las malas hierbas del arriate delantero cuando llegó. Me dio los buenos días y le pregunté: «¿Puedo ver el museo?» Y él contestó: «Como poder, puedes, pero más bien es una cuestión de si tienes permiso o no. No veo por qué no deberías tenerlo.» Así que me dijo que me asease y que me reuniese con él en el vestíbulo principal. No creo que a la señorita Godby le pareciese buena idea, por la mirada que me lanzó.
– Fue un detalle por parte del señor Calder-Hale acompañarte a ver el museo. Trabajando aquí y todo… Bueno, estuvo bien que tuvieras oportunidad de visitarlo.
– ¿Y por qué no podía verlo antes y solo? ¿Es que no confían en mí?
– No es que no te lo permitamos porque no confiemos en ti, sino que a la señorita Godby no le gusta que quien no ha pagado la entrada se pasee a su antojo. Es igual para todo el mundo.
– No para usted.
– Bueno, eso es porque no puede serlo, Ryan. Yo tengo que quitar el polvo y limpiar.
– Ni para la señorita Godby.
– Pero es que ella es la recepcionista. Tiene que ser libre de ir a donde le plazca. El museo no podría funcionar de otro modo. A veces debe acompañar a los visitantes cuando el señor Calder-Hale no está aquí.
«O cuando no cree que son lo bastante importantes», pensó. En vez de eso, preguntó:
– ¿Disfrutaste de la visita al museo?
– Me gustó la Sala del Crimen -respondió Ryan.
«Oh, Dios», exclamó Tally para sus adentros. Bueno, tal vez no fuese tan sorprendente; el chico no era el único que prolongaba su visita en aquella sala.
– Ese baúl de hojalata… -prosiguió Ryan-. ¿De veras cree que es el que contenía el cuerpo de Violette?
– Creo que sí, el viejo señor Dupayne era muy maniático con respecto a su origen…, con el lugar de donde procedían los objetos. No sé cómo se hizo con algunos de ellos, pero supongo que tenía sus contactos.
Ryan ya se había terminado la sopa y sacó los bocadillos de su bolsa; al parecer eran de salami y estaban hechos de gruesas rebanadas de pan blanco.
– ¿Así que si levantara la tapa del baúl vería sus restos de sangre? -preguntó.
– No puedes levantar la tapa, Ryan. Está prohibido tocar los objetos en exposición.
– Pero ¿y si lo hiciera?
– Seguramente verías una mancha, pero nadie puede estar seguro de que sea la sangre de Violette.
– Pero podrían hacer una prueba.
– Creo que ya la hicieron, pero aunque sea sangre humana, eso no significa que sea la sangre de ella. No se conocía el ADN en aquellos tiempos. Ryan, ¿no te parece una conversación un poco morbosa?
– Me pregunto dónde está ahora.
– Seguramente en un cementerio de Brighton. No creo que nadie lo sepa con certeza. Era una prostituta, pobre mujer, y quizá no hubiese dinero suficiente para hacerle un funeral decente. Lo más probable es que la enterrasen en lo que se llama una fosa común.
Tally se preguntó si en efecto habría sido así. Tal vez la fama la había elevado al rango de quienes adquieren categoría con la muerte. Quizás hubiese habido un funeral fastuoso, caballos con penachos negros, multitudes de curiosos siguiendo el cortejo fúnebre, fotografías en los periódicos locales, acaso incluso en la prensa nacional. Qué ridículo le habría parecido a Violette cuando era joven, años antes de que la asesinaran, que alguien le hubiese profetizado que sería más famosa muerta que en vida, que casi setenta años después de su asesinato, una mujer y un chico en un mundo inconcebiblemente distinto, estarían hablando de sus exequias…
Levantó la mirada y oyó hablar a Ryan.
– Creo que el señor Calder-Hale sólo me acompañó porque quería saber qué es lo que hago.
– Pero Ryan, ya sabe qué es lo que haces: eres el ayudante de jardinería.
– Quería saber qué es lo que hago los demás días -puntualizó el chico.
– ¿Y qué le dijiste?
– Le dije que trabajo en un bar muy cerca de King’s Cross.
– Pero Ryan, ¿es eso cierto? Creía que trabajabas para el Comandante.
– Y lo hago, pero no se lo digo a todo el mundo.
Cinco minutos más tarde, mientras lo miraba ponerse sus botas de trabajo, Tally advirtió lo poco que sabía de él. Le había contado que había estado bajo la custodia de las autoridades locales, pero no le había explicado por qué ni dónde. A veces le decía que vivía en una casa ocupada, y otras que estaba en casa del Comandante. Pero si él era reservado, también lo era ella, y el resto del personal del Dupayne. «Trabajamos juntos -pensó-, nos vemos con mucha frecuencia, a veces incluso todos los días, hablamos, nos consultamos cosas, tenemos un objetivo común… Y en lo más profundo de nosotros está nuestro yo insondable.»
Era la última visita domiciliaria del día del doctor Neville Dupayne, y también la que éste más temía. Aun antes de aparcar el coche había empezado a armarse de valor para enfrentarse al tormento de los ojos de Ada Gearing, unos ojos que en cuanto le abriese la puerta escrutarían los suyos con una súplica muda. Los pocos escalones que conducían al pasillo del primer piso parecían tan agotadores como si estuviese subiendo al ático. Tendría que esperar en la puerta, como siempre. Albert, aun en su fase catatónica, respondía al sonido del timbre de la entrada, a veces con un terror que lo retenía tembloroso en su sillón, otras levantándose a una velocidad sorprendente y empujando a su esposa a un lado para llegar el primero a la puerta. Después serían los ojos de Albert los que sondearían los suyos, unos ojos viejos que pese a todo eran capaces de reflejar emociones tan distintas como el miedo, el odio, el recelo y la desesperanza.
Esa noche casi deseaba que fuese Albert. Atravesó el pasillo en dirección a la puerta del centro, que tenía una mirilla, dos cerraduras de seguridad y una ventana cubierta por fuera con tela metálica. Suponía que se trataba de la forma más barata de garantizar protección, pero era algo que siempre le había preocupado; si Albert prendía fuego a la casa, la puerta sería la única salida. Hizo una pausa antes de llamar al timbre. Estaba oscureciendo. Con cuánta rapidez, una vez que se retrasaban los relojes, las horas del día se difuminaban y la oscuridad ganaba terreno a hurtadillas. Las luces estaban encendidas en los puentes, y al levantar la vista vio el enorme edificio que semejaba un transatlántico gigantesco anclado en la oscuridad.
Sabía que no había forma de llamar al timbre sin hacer demasiado ruido, pero a pesar de ello lo apretó con suavidad. La espera de esa tarde no era más larga de lo habitual; ella tendría que asegurarse de que Albert estaba sentado en su sillón, más sereno tras el sobresalto del timbre. Al cabo de un minuto oyó el ruido de los cerrojos y vio que era ella quien le abría la puerta. Al instante, él inclinó la cabeza de manera casi imperceptible a modo de saludo y entró en la casa. Ella cerró la puerta y echó los cerrojos de nuevo.
Mientras la seguía por el corto pasillo, Neville dijo:
– Lo siento. He llamado al hospital antes de salir y me han dicho que todavía no hay plazas libres en la unidad especial, pero Albert encabeza la lista de espera.
– Ya lleva ocho meses en esa lista, doctor. Supongo que estamos esperando a que alguien muera -apuntó ella.
– Sí -convino él-. A que alguien muera.
Desde hacía seis meses mantenían la misma conversación. Antes de entrar en la sala de estar, él preguntó:
– ¿Cómo se encuentra?
Ella siempre se había mostrado reticente a hablar de su marido mientras éste permanecía allí sentado, en apariencia sin escuchar o sin que le importara.
– Hoy, tranquilo -contestó-. Lleva tranquilo toda la semana. Pero el miércoles pasado, cuando vino la agente de los servicios sociales, se escabulló por la puerta antes de que lograra impedírselo. Es muy rápido cuando está de humor. Bajó por la escalera y salió a la calle. Luego hubo un forcejeo. En situaciones así la gente te mira, no sabe por qué empujas de esa manera a un viejo. La trabajadora social intentó persuadirlo, hablándole con dulzura, pero él no estaba dispuesto a atender a razones. Eso es lo que me aterra, que un día salga a la calle y lo atropellen.
Yeso, pensó él, era exactamente lo que ella temía. La irracionalidad que suponía provocaba en él una mezcla de tristeza e irritación. Su marido estaba siendo arrastrado al abismo del Alzheimer; el hombre con quien se había casado se había convertido en un extraño confuso y a veces violento, incapaz de proporcionarle compañerismo y apoyo. Estaba físicamente exhausta por intentar cuidar de él, pero se trataba de su marido. La aterrorizaba el que un día saliese a la calle y un coche se lo llevara por delante.
La pequeña sala de estar con las cortinas floreadas y los visillos recogidos a los lados, los muebles gastados, la sólida y anticuada estufa de gas, probablemente tenían el mismo aspecto que cuando los Gearing se habían mudado allí. Sin embargo, ahora había un televisor de pantalla ancha en un rincón y un vídeo debajo, y él sabía que el bulto en el bolsillo del delantal de la señora Gearing era su teléfono móvil.
Colocó la silla de siempre entre ambos. Había asignado la media hora de costumbre para pasarla con ellos. No tenía buenas noticias que darles ni había nada que pudiese hacer para ayudarlos más de que lo que ya lo hacía, pero al menos podía ofrecerles su tiempo. Haría lo que acostumbraba: sentarse tranquilamente como si tuviera todo el tiempo del mundo y escuchar. En la habitación hacía un calor incómodo. La estufa de gas emitía una llama sibilante que le quemaba las piernas y le secaba la garganta. El aire desprendía un hedor agridulce compuesto por una mezcla de sudor rancio, comida frita, ropa sucia y orina. Al respirarlo, le parecía detectar cada olor por separado.
Albert estaba sentado en su sillón, inmóvil. Se agarraba con fuerza a los brazos del mismo con las manos nudosas y lo miraba fijamente con los ojos entornados y una extraordinaria malevolencia. Llevaba zapatillas de felpa, pantalones anchos de chándal de color azul marino con sendas rayas blancas en las perneras y una chaqueta de pijama cubierta con un cárdigan largo gris. Neville se preguntó cuánto habrían tardado Ada y la enfermera en vestirlo.
– ¿Cómo se las arregla? ¿Todavía viene la señora Nugent? -inquirió, consciente de la inutilidad de la pregunta.
En ese momento ella habló con total libertad, sin preocuparse por si su marido la entendía o no. Tal vez empezaba a darse cuenta de lo absurdo de aquellas conversaciones susurradas al otro lado de la puerta.
– Oh, sí, sigue viniendo. Ahora todos los días. No sabría arreglármelas sin ella. Me preocupa, doctor. Cuando Albert se pone difícil le dice cosas horribles, cosas para zaherirla por el hecho de ser negra. Son terribles, de verdad. Sé que no lo dice a propósito, sé que es porque está enfermo, pero ella no tendría que oírlas. Antes nunca era así. Y ella es tan buena… No se ofende, pero lo cierto es que me pone de mal humor. Y ahora esa mujer, la vecina, la señora Morris, lo ha oído decir esas barbaridades y asegura que si llega a oídos de la asistencia social nos llevarán a juicio por racistas y nos pondrán una multa. Dice que se llevarán a la señora Nugent y que ya se encargarán ellos de que no podamos contratar a ninguna enfermera más, ni blanca ni negra. Y a lo mejor la señora Nugent se harta de todos modos y se va a otra parte donde no tenga que oír semejantes cosas. Y no podría culparla, la verdad. Además, Ivy Morris tiene razón; te pueden denunciar por ser racista, sale en los periódicos. ¿Cómo voy a pagar la multa? El dinero apenas nos alcanza.
Las personas de su edad y su clase social eran demasiado orgullosas para quejarse de su pobreza. El hecho de que, por primera vez, hubiese mencionado el dinero demostraba lo agudo de su estado de ansiedad.
– Nadie va a llevarlos a juicio -repuso él con firmeza-. La señora Nugent es una mujer sensata y con experiencia. Sabe que Albert está enfermo. ¿Quiere que hable yo con los servicios sociales?
– ¿Lo haría, doctor? Tal vez sería mejor viniendo de usted. Ahora me pongo tan nerviosa… Cada vez que oigo el timbre de la puerta creo que es la policía.
– No será la policía.
Neville se quedó otros veinte minutos. Escuchó, tal como había hecho tantas veces, lo mucho que angustiaba a la esposa de Albert la posibilidad de que retirasen el cuidado de éste. Sabía que no se las arreglaría, pero algo, acaso el recuerdo de sus votos matrimoniales, era aún más fuerte que la necesidad de ayuda. Él intentó de nuevo garantizarle que en la unidad especial del hospital Albert llevaría una vida mejor, que recibiría la atención que no podía recibir en casa, que ella podría visitarlo siempre que quisiese, que si fuese capaz de entender, él lo entendería.
– Es posible -dijo ella-; pero ¿me perdonaría?
¿Qué sentido tenía, se preguntó él, tratar de convencerla de que no debía sentir ningún remordimiento? Siempre era presa de esas dos emociones dominantes, el amor y el sentimiento de culpa. ¿Qué poder tenía él, con su sabiduría laica e imperfecta, de purgarla de algo tan profundamente arraigado, tan primario?
Ella le sirvió una taza de té antes de que se fuera. Siempre lo hacía. El no lo quería, y tuvo que vencer la impaciencia mientras ella intentaba persuadir a Albert de que bebiese, engatusándolo como a un niño. Al fin, Neville se sintió capaz de marcharse.
– Mañana llamaré al hospital y le haré saber si hay alguna noticia -comentó.
En la puerta, ella lo miró y dijo:
– Doctor, no creo que pueda continuar así.
Fueron las últimas palabras que pronunció mientras la puerta se cerraba entre ambos. Él echó a andar, adentrándose en el frío nocturno, y oyó por última vez el áspero ruido de los cerrojos.
Acababan de dar las siete en punto y Muriel Godby estaba horneando galletas en su pequeña pero inmaculada cocina. Había adquirido la costumbre desde que aceptara su trabajo en el Dupayne de encargarse de las galletas para el té de la señorita Caroline cuando ésta se encontraba en el museo y para las reuniones trimestrales de los fideicomisarios. Sabía muy bien que la reunión del día siguiente sería crucial, pero eso no era óbice para que alterase su rutina. A Caroline Dupayne le gustaban las galletas especiadas hechas con mantequilla, levemente crujientes y horneadas hasta adquirir un tono dorado pálido. Ya las había sacado del horno y en ese momento estaban enfriándose en el estante. Empezó los preparativos para hacer las galletas de frutos secos cubiertas de chocolate. Estas le parecían menos apropiadas para acompañar el té de los fideicomisarios, pues el doctor Neville solía acercar las suyas a la taza para que se derritiese el chocolate. Sin embargo, al señor Marcus le gustaban y se llevaría una decepción si no se las ofrecía.
Dispuso los ingredientes tan cuidadosamente como si de una demostración televisiva se tratase: avellanas, almendras escaldadas, guindas, cáscara de limón y de naranja, pasas sultanas, un pedazo de mantequilla, azúcar blanco, nata líquida y una tableta del mejor chocolate negro. Mientras troceaba los ingredientes, la invadió una sensación misteriosa y fugitiva, una agradable fusión de cuerpo y mente que nunca había experimentado antes de llegar al Dupayne. Le ocurría rara vez y de forma inesperada, y constituía una especie de cosquilleo en la sangre. Suponía que aquello era la felicidad. Hizo una pausa, con el cuchillo suspendido sobre las avellanas, y por un instante se dejó llevar por esa sensación. ¿Era aquello, se preguntó, lo que la mayoría de la gente sentía casi toda su vida, incluso durante parte de su infancia? A ella nunca le había ocurrido. La sensación desapareció y, sonriendo, Muriel se puso de nuevo manos a la obra.
Hasta cumplir dieciséis años había vivido confinada en una especie de prisión de régimen abierto, en cumplimiento de una sentencia contra la que no cabía apelación y por alguna ofensa que nadie le había explicado nunca de manera precisa. Aceptó los parámetros, mentales y físicos, de su encarcelamiento: la casa adosada de la década de los treinta en un barrio poco recomendable de las afueras de Birmingham, con su entramado de vigas negras imitación estilo Tudor, su pequeño jardín trasero y sus verjas altas que protegían éste de la curiosidad de los vecinos. Los límites se extendían hasta la escuela de educación secundaria a la que podía ir a pie en diez minutos a través del parque municipal, con sus parterres matemáticamente exactos y sus previsibles cambios de plantas: narcisos en primavera, geranios en verano y dalias en otoño. Hacía tiempo que había aprendido la ley de supervivencia de la cárcel consistente en pasar inadvertida y evitar meterse en líos.
Su padre era el carcelero. Se trataba de un hombrecillo meticuloso y más pequeño de lo normal, de andar presumido y un leve sadismo semivergonzante que, por prudencia, mantenía dentro de unos límites soportables para sus víctimas. Muriel había considerado a su madre una compañera de reclusión, pero el infortunio compartido no había supuesto empatía ni compasión. Había cosas que era mejor no decir en voz alta, silencios -las dos lo sabían- cuyo quebrantamiento sólo podía acarrear consecuencias catastróficas. Cada una contenía su sufrimiento en unas manos cuidadosas, manteniendo la distancia como si temiesen contaminarse con la culpa indeterminada de la otra. Muriel sobrevivía a fuerza de coraje y silencio, y gracias a su oculta vida interior. Las victorias de sus fantasías nocturnas eran dramáticas y exóticas, pero nunca se engañaba a sí misma diciéndose que constituían otra cosa que ilusiones, recursos útiles para hacer la vida más tolerable, pero no complacencias que una fuera a confundir con la realidad. Fuera de su prisión había un mundo real, y algún día saldría en libertad y lo heredaría.
Creció sabiendo que su padre sólo amaba a su hija mayor. Para cuando Simone cumplió los catorce años, la mutua obsesión de ambos se afianzó de tal modo que ni Muriel ni su madre dudaban de su primacía. Para Simone eran los regalos, las carantoñas, la ropa nueva, las salidas los fines de semana con su padre. Cuando Muriel se iba a la cama en su cuarto pequeño de la parte de atrás de la casa, seguía oyendo el murmullo de sus voces, la risa aguda y medio histérica de Simone. Su madre era la sirvienta de los dos, pero sin salario de criada. Acaso también ella había atendido a sus necesidades por su voyeurismo involuntario.
Muriel no sentía envidia ni rencor, pues Simone no tenía nada que ella quisiese. Al cumplir los catorce conoció la fecha de su liberación: su decimosexto cumpleaños. Entonces sólo tendría que asegurarse de que era capaz de mantenerse económicamente y ninguna ley podría obligarla a volver a casa. Su madre, quizá dándose cuenta al fin de que no tenía vida alguna, se despojó de ésta con la discreta incompetencia que había caracterizado su papel como ama de casa y madre. Una pulmonía leve no tiene por qué ser mortal, salvo para quienes no sienten ningún deseo de combatirla. Al mirar a su madre en el ataúd de la capilla de reposo de la funeraria -un eufemismo que llenaba a Muriel de rabiosa impotencia- había contemplado el rostro de una desconocida. Dibujada en él aparecía, a sus ojos, una sonrisa de secreta satisfacción. Era posible que aquélla fuese una manera de conseguir la libertad, pero no sería la suya.
Al cabo de nueve meses, cuando cumplió los dieciséis años, se marchó de casa y dejó a Simone y a su padre en su mundo autocompasivo de miradas cómplices, roces leves y caprichos infantiles consentidos. Muriel sospechaba -aunque no lo sabía con certeza ni le importaba- lo que hacían juntos. No les avisó de sus intenciones; la nota que dejó para su padre, colocada con cuidado en el centro de la repisa de la chimenea, se limitaba a informar de que se iba de casa para buscar trabajo y cuidar de sí misma. Sabía cuáles eran sus bazas, pero era menos consciente de sus carencias. Tenía para ofrecer al mercado sus seis respetables certificados de educación secundaria, su habilidad como taquígrafa y mecanógrafa, una mente abierta a las nuevas tecnologías en desarrollo, inteligencia y un cerebro metódico. Marchó a Londres con el dinero que llevaba ahorrando desde que había cumplido catorce años, encontró una habitación amueblada cuyo alquiler le resultaba asequible y se puso a buscar trabajo. Estaba preparada para ofrecer lealtad, dedicación y energía, y se sintió herida al comprobar que dichos atributos se valoraban menos que otros dones más apetecibles, como el atractivo físico, un carácter sociable y risueño y la voluntad de complacer. Encontraba trabajo con facilidad, pero ninguno le duraba demasiado tiempo; siempre los dejaba por mutuo acuerdo, demasiado orgullosa para protestar o pedir una compensación cuando tenía lugar la ya esperada entrevista y su jefe le sugería que sería más feliz en un empleo donde valorasen mejor sus cualidades. Sus jefes le daban buenas referencias, haciendo especial hincapié en sus virtudes. Los motivos de su marcha no quedaban expuestos con demasiada claridad, puesto que no se sabía del todo cuáles eran.
Nunca volvió a ver a su padre y a su hermana ni a tener noticias de ellos. Doce años después de haberse marchado de casa, ambos estaban muertos: Simone se había suicidado y dos semanas después su padre había sufrido un ataque al corazón. La carta en que el notario de éste daba cuenta de la noticia había tardado seis semanas en llegar. Muriel sólo sintió la pena vaga e indolora que en ocasiones provoca la tragedia de otras personas. Aun así, le sorprendió el que su hermana hubiera encontrado el valor necesario para escoger morir de forma tan dramática. Aquellas muertes, no obstante, cambiaron su vida: no había ningún otro pariente vivo, de modo que heredó la casa familiar. No regresó a ella, pero dio instrucciones a un agente inmobiliario de que vendiese la propiedad y todo cuanto contenía.
A partir de entonces se liberó de su vida en habitaciones amuebladas; compró una casita de ladrillo en South Finchley, junto a uno de esos caminos semirrurales que todavía pueden encontrarse incluso en los barrios céntricos. Con sus ventanas pequeñas y feas y su tejado alto, era una casa de aspecto desagradable pero de construcción sólida y permitía una privacidad razonable. Delante había espacio para aparcar el coche, ahora que podía permitirse uno. Al principio se limitaba a acampar en la propiedad mientras, semana tras semana, iba adquiriendo muebles de las tiendas de segunda mano, pintaba las habitaciones y confeccionaba las cortinas.
Su vida laboral era menos satisfactoria, pero afrontaba los malos tiempos con valentía, una virtud que nunca le había faltado. Su penúltimo empleo, el de mecanógrafa-recepcionista en Swathling’s, había significado una degradación de categoría profesional. Sin embargo, el trabajo ofrecía posibilidades y la había entrevistado la señorita Dupayne, quien le había insinuado que, con el tiempo, tal vez necesitara una secretaria personal. El trabajo había sido un desastre; despreciaba profundamente a las alumnas, pues las consideraba estúpidas, arrogantes y maleducadas, las niñas mimadas de los nuevos ricos. Una vez que las alumnas se tomaron la molestia de fijarse en ella, la antipatía había sido mutua. Les parecía una metomentodo, demasiado vulgar y carente de la deferencia que esperaban de una inferior. Resultaba muy útil tener un blanco para sus críticas y sus bromas; pocas eran maliciosas por naturaleza, y algunas incluso la trataban con cortesía, pero ninguna se oponía abiertamente a aquel menosprecio universal. Hasta las más dulces se acostumbraron a llamarla GH: las siglas de Godby la Horrible.
Dos años antes, las cosas habían llegado a un punto crítico: Muriel había encontrado el diario de una de las estudiantes y lo había guardado en un cajón de la mesa de secretaría esperando a entregárselo la próxima vez que la chica pidiese su correo. No había visto ninguna razón para buscar a la dueña, y ésta la había acusado de retener el diario deliberadamente. Se había puesto a chillar y Muriel se había limitado a mirarla con frío desprecio: el pelo en punta teñido de rojo, el arete dorado en una de las aletas de la nariz y los labios pintados gritando obscenidades. Al arrebatarle el diario de las manos, le había soltado sus últimas palabras:
– Lady Swathling me ha pedido que te diga que quiere verte en su despacho y ¿sabes qué te digo? Que ya sé para qué quiere hablar contigo: te va a poner de patitas en la calle. No eres la clase de persona que esta escuela quiere tener en la recepción. Eres fea y estúpida y todas nos alegraremos mucho de perderte de vista.
Muriel se había sentado en silencio y luego había cogido su bolso. Iban a rechazarla una vez más. En ese momento vio a Caroline Dupayne acercarse a ella. Acto seguido, la oyó decir:
– Acabo de hablar con lady Swathling. Creo que le vendría bien tomar la iniciativa. Está usted desperdiciando sus cualidades en este trabajo: necesito una secretaria-recepcionista en el Museo Dupayne; me temo que el dinero no será el mismo, pero hay verdaderas perspectivas profesionales. Si le interesa, le sugiero que acuda al despacho y presente su renuncia antes de que hable lady Swathling.
Y eso fue lo que Muriel hizo. Al fin había encontrado un trabajo en el que se sentía valorada. Había hecho bien. Había encontrado su libertad y, sin darse cuenta, también había encontrado el amor.
Eran las nueve pasadas cuando Neville Dupayne acababa de terminar su última visita y se dirigía en coche a su piso con vistas a la calle Kensington High. En Londres usaba un Rover siempre que el trayecto en transporte público era complicado y hacía necesario el coche. El vehículo que amaba con toda su alma, el Jaguar E rojo del 63, estaba guardado en el garaje del museo hasta que lo recogiese, como era habitual, a las seis en punto de la tarde del viernes. Tenía por costumbre trabajar hasta tarde de lunes a jueves si era necesario a fin de disponer del fin de semana para salir de Londres, algo que se le había hecho imprescindible. Para estacionar el Rover contaba con un permiso de aparcamiento para residentes, pero siempre tenía que dar la frustrante vuelta a la manzana antes de encontrar un hueco donde ubicarlo. El tiempo había vuelto a cambiar durante el transcurso de la tarde y en ese momento Neville caminaba los cien metros que lo separaban de su casa bajo una llovizna.
Vivía en el ático de un enorme edificio de la posguerra, arquitectónicamente mediocre pero cómodo y bien conservado; su tamaño y anodina conformidad, incluso las apretadas hileras de ventanas idénticas como rostros anónimos, parecían garantizar la intimidad que tanto anhelaba. Nunca pensaba en el piso como en su hogar, una palabra que no evocaba en él ninguna asociación en particular y cuya definición le habría resultado difícil de formular. Sin embargo, lo aceptaba como refugio, con su paz esencial realzada por el apagado y constante murmullo de la concurrida calle cinco pisos más abajo, el cual llegaba hasta sus oídos de manera incluso agradable, como el gemido rítmico de un mar distante. Después de cerrar la puerta tras de sí y volver a programar la alarma, recogió las cartas desperdigadas por la moqueta, colgó su húmedo abrigo, arrojó el maletín a un lado y, después de entrar en la sala de estar, bajó las persianas para mitigar las luces de Kensington.
El piso era cómodo. Al comprarlo, unos quince años antes, después de trasladarse a Londres desde el centro de Inglaterra tras el fracaso de su matrimonio, se había molestado en seleccionar las piezas mínimas necesarias de muebles de diseño y, por consiguiente, no había tenido necesidad de cambiar su elección inicial. Le gustaba escuchar música de vez en cuando y poseía un equipo de estéreo moderno y caro. No sentía ningún interés especial por la tecnología, y sólo exigía que funcionase con eficacia. Si una máquina se averiaba, la reemplazaba con un modelo distinto puesto que el dinero era menos importante que ahorrar tiempo y evitar la frustración que suponía discutir con alguien. Odiaba el teléfono, que estaba en el pasillo, y rara vez contestaba, prefiriendo escuchar los mensajes grabados todas las noches. Quienes lo necesitaran con urgencia, incluida su secretaria en el hospital, disponían de su número de móvil. Nadie más lo tenía, ni siquiera su hija ni sus hermanos. La importancia de dichas exclusiones, cuando pensaba en ello, lo dejaba indiferente. Sabían dónde encontrarlo.
La cocina estaba tan nueva como cuando había mandado reformarla después de adquirir el apartamento. Neville se alimentaba a conciencia, pero obtenía escaso placer del arte culinario y dependía en gran medida de los platos precocinados que compraba en los supermercados del centro. En ese momento acababa de abrir el frigorífico y estaba decidiendo si prefería tarta de pescado con guisantes congelados o moussaka, cuando llamaron al timbre. Aquel sonido, enérgico y consistente, se oía tan rara vez en el apartamento que experimentó el mismo sobresalto que habría sentido si alguien se hubiese puesto a aporrear la puerta. Pocas personas sabían dónde vivía y nadie se presentaría sin avisar. Se acercó a la puerta y pulsó el botón del interfono con la esperanza de que se hubiesen equivocado de piso. El corazón le dio un vuelco al oír la voz fuerte y autoritaria de su hija.
– Papá, soy Sarah. Te he estado llamando. ¿Es que no has recibido mis mensajes?
– No, lo siento. Acabo de llegar y todavía no he escuchado el contestador. Sube.
Abrió la puerta principal del edificio y esperó a oír el quejido del ascensor. Había sido una dura jornada y al día siguiente tendría que vérselas con un problema diferente pero igual de complicado: el futuro del Museo Dupayne. Necesitaba tiempo para ensayar su estrategia, la justificación para su reticencia a firmar el nuevo contrato de arrendamiento, los argumentos que tendría que presentar de manera convincente para combatir la determinación de sus hermanos. Había albergado la esperanza de contar con una noche relajada en la que tal vez encontrara el ánimo necesario para tomar una decisión definitiva, pero ahora era poco probable que lograse disfrutar de esa tranquilidad. Si Sarah había ido a verlo, significaba que estaba metida en un lío.
En cuanto abrió la puerta y le cogió el paraguas y el chubasquero, comprendió que el problema era grave. Sarah nunca había sido capaz de controlar, y mucho menos disimular, la intensidad de sus emociones. Ya desde niña sus berrinches habían sido apasionados y agotadores, sus momentos de felicidad y entusiasmo, frenéticos, y su desesperación contagiaba a sus padres el mal humor que se apoderaba de ella. Siempre, en cualquier ocasión, su apariencia, el modo en que iba vestida, traicionaban el tumulto de su vida interior. Neville recordó una noche -¿hacía cinco años?- en que a Sarah le pareció oportuno que su último amante pasase a recogerla por el piso de Kensington. Se había quedado de pie justo donde estaba en ese momento, con la melena morena recogida en lo alto de la cabeza y las mejillas sonrojadas de alegría. Al mirarla, se había sorprendido de encontrarla hermosa. Ahora, su cuerpo parecía haber adoptado prematuramente la forma del de una mujer de mediana edad. Llevaba el pelo atado en una cola de caballo para apartarlo de un rostro crispado por la desesperación. Al mirarle la cara, tan parecida a la suya y sin embargo tan misteriosamente distinta, Neville vio la angustia reflejada en irnos ojos oscuros y ensombrecidos que parecían concentrados en su propia desdicha. Sarah se dejó caer sobre un sillón.
– ¿Qué te apetece tomar? ¿Vino, café, té? -le ofreció él.
– Me da lo mismo. Vino está bien. Cualquier cosa que tengas abierta.
– ¿Blanco o tinto?
– Oh, Dios, papá…, ¿qué más da? De acuerdo, tinto.
Él sacó la botella que tenía más a mano del armario donde guardaba el vino y cogió dos copas.
– ¿Y algo de comer? -preguntó-. ¿Has cenado ya? Estaba a punto de calentarme algo.
– No tengo hambre. He venido porque hay unas cosas que debemos resolver. Para empezar, más vale que te lo diga ya: Simon se ha ido.
De modo que era eso. La noticia no le sorprendía. Sólo había visto al novio de Sarah, con quien ésta convivía, una vez, y le había bastado para darse cuenta, con una mezcla de pena e irritación confusas, que se trataba de un nuevo error. Se trataba del patrón recurrente de la vida de su hija: sus pasiones eran devoradoras, impulsivas e intensas, y a punto como estaba de cumplir los treinta y cuatro, su necesidad de adquirir un compromiso amoroso se veía alimentada por una desesperación creciente. Él sabía que nada de lo que le dijese le procuraría alivio sino que, por el contrario, le molestaría. El trabajo de Neville la había privado en la adolescencia del interés y las preocupaciones propias de un padre, y el divorcio le había dado un nuevo motivo de queja. Ahora, lo único que exigía era un poco de ayuda práctica.
– ¿Cuándo ha sido? -preguntó él.
– Hace tres días.
– ¿Y es definitivo?
– Pues claro que es definitivo. Llevaba un mes siendo definitivo, pero yo no me había dado cuenta. Y ahora tengo que irme muy, muy lejos. Al extranjero.
– ¿Y qué pasa con el trabajo, con la escuela?
– Lo he dejado.
– ¿Quieres decir que les has avisado con un trimestre de antelación?
– No, no les he avisado. Lo he dejado sin más. No tenía ninguna intención de volver a esa casa de locos para que unos niñatos se rían de mi vida sexual.
– Pero ¿se reirían? ¿Cómo iban a saberlo?
– Por favor, papá, ¡despierta! Pues claro que lo saben. Se ocupan personalmente de saber esa clase de cosas. Ya es bastante malo que te digan que no serías profesora si valieses para otra cosa, para que además te echen en cara tus fracasos sexuales.
– Pero das clases a chicos de entre nueve y trece años. Son niños.
– Esos niños saben más de sexo a los once años de lo que sabía yo a los veinte. Y a mí me prepararon para enseñar, no para pasarme la mitad del tiempo rellenando formularios y el resto tratando de imponer un poco de orden entre veinticinco críos agresivos, malhablados y problemáticos sin el menor interés por aprender. He estado malgastando mi tiempo, se acabó.
– No pueden ser todos así.
– Pues claro que no todos son así, pero hay los suficientes para hacer que dar una clase sea imposible. Tengo a dos a quienes les han prescrito tratamiento psiquiátrico. Los han examinado pero no hay plazas para ellos en ningún hospital, así que ¿qué ocurre? Que nos los mandan de vuelta a nosotros. Tú eres psiquiatra; son tu responsabilidad, no la mía.
– Pero ¡dejarlo así, sin más! Eso no es propio de ti. Es injusto para el resto del personal docente.
– El director podrá soportarlo. He recibido muy poco apoyo de su parte en estos últimos meses. Bueno, el caso es que lo he dejado.
– ¿Y el piso? -preguntó él. Lo habían comprado a medias. Él le había prestado el dinero para la entrada y suponía que era el sueldo de ella el que pagaba la hipoteca.
– Lo venderemos, por supuesto -repuso-. Pero ahora no hay ninguna esperanza de dividir los beneficios. No va a haber ningún beneficio. Ese centro que piensan abrir enfrente para delincuentes juveniles sin hogar ha acabado con cualquier posibilidad de ello. Nuestro abogado debería haber estado al corriente, pero no sirve de nada demandarlo por negligencia. Necesitamos vender el piso por lo que nos den. Eso lo dejo en manos de Simon. Lo llevará con eficiencia porque sabe que es legalmente responsable conmigo por la hipoteca. Yo me marcho. El caso, papá, es que necesito dinero.
– ¿Cuánto?
– Lo bastante para vivir con holgura en el extranjero durante un año. No te lo pido a ti, al menos no directamente: quiero mi parte de los beneficios del museo. Por mí, que lo cierren. Puedo pedirte un préstamo decente, unas veinte mil, y devolvértelas cuando el sitio haya cerrado. Todos tenemos derecho a algo, ¿no? Me refiero a los fideicomisarios y a los nietos.
– No sé a cuánto -respondió-. Según la escritura del fideicomiso, todos los objetos de valor, incluyendo los cuadros, serán ofrecidos a otros museos. Nos corresponde una parte de lo que quede una vez vendido. Podrían ser unas veinte mil para cada uno, supongo. No lo he calculado.
– Será suficiente. Hay una reunión de los fideicomisarios mañana, ¿verdad? He telefoneado a la tía Caroline para preguntárselo. Tú no deseas que continúe abierto, ¿verdad? Quiero decir que siempre has sabido que al abuelo le importaba más el museo que tú o cualquier miembro de su familia. Siempre fue su capricho. Además, no va nada bien. Tal vez el tío Marcus crea que puede hacer que funcione, pero no puede. Sólo conseguirá gastar dinero hasta que al final tenga que dejarlo. Quiero que me prometas que no vas a firmar el nuevo contrato de arrendamiento. Eso me permitirá pedirte el préstamo con la conciencia tranquila. De lo contrario no podré aceptar tu dinero, pues no tendré modo de devolvértelo. Estoy harta de verme metida en deudas, de tener que estar agradecida.
– Sarah, no tienes que estar agradecida.
– ¿Ah, no? No soy idiota, papá. Ya sé que darme dinero te resulta más fácil que quererme, siempre lo he aceptado. Ya de niña supe que el amor era lo que les dabas a tus pacientes, no a mamá ni a mí.
Se trataba de una antigua recriminación y Neville la había oído muchas veces, tanto en boca de su esposa como de Sarah. Sabía que había parte de verdad en ella, pero no tanta como ambas habían llegado a creer. Constituía una queja demasiado obvia, demasiado simplista y demasiado cómoda. La relación entre ellos había sido mucho más sutil y compleja de lo que aquella teoría psicológica podía explicar. No discutió con su hija, sino que se limitó a esperar.
– Quieres que el museo cierre, ¿no es así? -prosiguió ella-. Siempre has sabido lo que os hizo a ti y a la abuela. Es el pasado, papá. Habla de gente muerta y años muertos. Siempre has dicho que estamos excesivamente obsesionados con nuestro pasado, con guardar y coleccionar sólo porque sí. Por amor de Dios, ¿es que no puedes enfrentarte, aunque sólo sea por una vez, a tus hermanos?
La botella de vino había permanecido intacta. Neville dio la espalda a su hija, descorchó la botella de Margaux y sirvió dos copas.
– Creo que el museo debería cerrar -declaró-, y he pensado en la posibilidad de decirlo en la reunión de mañana. No espero que los demás estén de acuerdo. Va a ser una confrontación de voluntades.
– ¿Qué quieres decir con eso de que has pensado «en la posibilidad» de decirlo mañana? Pareces el tío Marcus. A estas alturas ya tendrías que saber qué es lo que deseas que pase. Y no tienes que hacer nada, ¿no? Ni siquiera has de convencerlos. Ya sé que serías capaz de cualquier cosa antes de enfrentarte a una riña familiar. Lo único que tienes que hacer es negarte a firmar el nuevo contrato de arrendamiento en la fecha prevista e irte. No pueden obligarte.
Él le ofreció una copa de vino y preguntó:
– ¿Para cuándo necesitas el dinero?
– Para dentro de unos días. Estoy pensando en irme a Nueva Zelanda; Betty Carter está allí. No creo que te acuerdes de ella, pero estudiamos juntas. Se casó con un neozelandés y siempre me está invitando a pasar unas vacaciones con ellos. Se me ha ocurrido que podría empezar en South Island y luego tal vez continuar hasta Australia y después California. Quiero vivir durante un año sin necesidad de trabajar, y después decidir qué hacer a continuación. Desde luego, no será dedicarme a la enseñanza.
– No te apresures. Habrá requisitos para los visados, billetes de avión que reservar… No es un buen momento para marcharse de Inglaterra. Vivimos en un mundo muy inestable y peligroso…
– Pues razón de más para largarse lo más lejos posible. No me preocupa el terrorismo, ni aquí ni en ningún otro sitio. Debo marcharme. He fracasado en todo. Si me quedo un solo mes más en este país de mierda, me volveré loca.
Él estuvo a punto de decirle que no podría evitar llevarse a sí misma allá donde fuera, pero no lo hizo. Sabía cuánto desdén -y sería un desdén justificado- provocaría en ella semejante tópico. Cualquier consultora sentimental de cualquier revista femenina le habría servido de la misma ayuda que él. Sin embargo, estaba la cuestión del dinero.
– Si quieres te daré un cheque esta misma noche -le ofreció-. Y me mantendré firme en mi decisión de cerrar el museo. Es lo que hay que hacer.
Se sentó frente a ella. No se miraron el uno al otro, pero al menos estaban bebiendo vino juntos. De repente lo invadió una súbita ansia con respecto a su hija, tan intensa que, de haber estado de pie, la habría tomado impulsivamente en sus brazos. ¿Era eso amor? Sin embargo, sabía que se trataba de algo menos iconoclasta y perturbador, algo a lo que podía hacer frente, esa mezcla de lástima y sentimiento de culpa que había sentido por los Gearing. No obstante, había hecho una promesa y sabía que tenía que mantenerla. También sabía, y el ser consciente de ello hizo que sintiera asco de sí mismo, que se alegraba de que su hija se marchara de Inglaterra. Su vida ya de por sí sobrecargada de trabajo y obligaciones sería más sencilla si Sarah estaba en el otro extremo del mundo.
La hora de la reunión de los fideicomisarios el miércoles 30 de octubre, las tres en punto, había sido determinada -y así lo entendía Neville- a conveniencia de Caroline, quien tenía compromisos tanto por la mañana como por la tarde. Desde luego, no se adaptaba a los de él. Después del almuerzo nunca estaba en su mejor momento, y aquello lo había obligado a reorganizar sus visitas a domicilio vespertinas. Se reunirían en la biblioteca del primer piso, como solían hacer en las raras ocasiones en que, como fideicomisarios, tenían asuntos que tratar. Se trataba del lugar más obvio, pero no era el que Neville habría escogido. Le traía demasiados recuerdos de la infancia, de cuando entraba allí obedeciendo a la llamada de su padre, con las manos sudorosas y el corazón latiéndole con fuerza. Su padre nunca le había pegado; su crueldad verbal y el desprecio manifiesto hacia su hijo mediano habían constituido un maltrato mucho más sofisticado y habían dejado en Neville cicatrices invisibles pero indelebles. Jamás había hablado de su padre con Marcus o Caroline salvo en términos generales. Al parecer, habían sufrido menos que él o nada en absoluto. Marcus siempre había sido un niño reservado, solitario y poco comunicativo, más tarde brillante en la escuela y la universidad y armado contra las tensiones de la vida familiar con una autosuficiencia poco imaginativa. Caroline, la más joven y la única hija, siempre había sido la favorita de su padre en la medida en que éste era capaz de demostrar afecto. El museo lo había sido todo para el gran hombre, y la esposa de éste, incapaz de competir y encontrar un pequeño consuelo en sus hijos, había abandonado la competición muriendo antes de cumplir los cuarenta años.
Neville llegó puntual a la cita, pero Marcus y Caroline ya estaban allí. Se preguntó si no habrían quedado antes y discutido su estrategia con antelación. Era lo más probable… Cada maniobra en aquella batalla debía planearse con cuidado. Cuando entró, se hallaban de pie al fondo de la habitación, juntos, y en ese momento se dirigían hacia él, Marcus con un maletín negro en la mano.
Caroline parecía vestida para guerrear: llevaba unos pantalones negros, camisola de lana gris a rayas blancas y un pañuelo de seda rojo atado al cuello cuyas puntas ondeaban igual que una bandera desafiante. Marcus, como si pretendiese dar relieve a la importancia oficial de la reunión, iba vestido formalmente, representando el estereotipo de un funcionario inmaculado. A su lado, Neville se sintió como si su raída gabardina y su viejo y arrugado traje gris le hiciesen parecer un pariente pobre y suplicante. Al fin y al cabo, era un médico especialista, y desde que no tenía la obligación de pasar la pensión alimenticia, distaba de ser pobre. Bien podría haberse permitido un traje nuevo si no hubiese carecido del tiempo y las energías para comprarlo. Por primera vez, al reunirse con sus hermanos, se sintió en desventaja por el modo en que iba vestido; el hecho de que la sensación fuese irracional y degradante a un tiempo la hacía aún más enojosa. Rara vez había visto a Marcus con ropa informal, como los shorts de color caqui, la camiseta a rayas o el jersey grueso de cuello redondo que llevaba en vacaciones. Lejos de transformarlo, el cuidadoso aire de despreocupación realzaba su conformidad esencial. Vestido informalmente siempre había parecido a los ojos de Neville un poco ridículo, como un boy scout ya crecidito. Sólo parecía sentirse a gusto en sus trajes hechos a medida. En ese momento estaba muy a gusto.
Neville se quitó la gabardina, la arrojó sobre una silla y se acercó a la mesa central. Habían colocado tres sillas entre las lámparas de pantalla de pergamino; en cada sitio había una carpeta de papel manila y un vaso de cristal. En una bandeja colocada entre dos de las lámparas había una jarra de agua. Como era la que estaba más cerca, Neville se aproximó a la silla que quedaba más alejada y acto seguido, mientras se sentaba, se percató de que iba a estar física y psicológicamente en desventaja desde el principio. Sin embargo, ya no podía cambiarse de sitio.
Marcus y Caroline ocuparon sus asientos, y el primero se delató con una simple mirada fugaz: la silla más alejada en teoría iba a ser para él. Dejó el maletín a su lado. Neville tuvo la impresión de que la mesa estaba preparada para un examen oral decisivo. No había duda de cuál de ellos era el examinador, como tampoco de quién se esperaba que suspendiera. Las abarrotadas librerías con sus puertas acristaladas parecían venírsele encima y le evocaban una fantasía infantil según la cual estaban mal hechas y se separarían de la pared, a cámara lenta primero, para caer a continuación con estruendo y enterrarlo bajo el peso asesino de los libros. Los huecos oscuros de los pilares salientes a su espalda suscitaron en él el mismo terror de peligro acechante. La Sala del Crimen, que sin duda podría haberle inducido un terror más poderoso aunque menos personal, sólo le había provocado lástima y curiosidad. De adolescente había permanecido de pie contemplando en silencio aquellos rostros indescifrables, como si la intensidad de su mirada pudiese arrancarles de algún modo parte de sus temibles secretos. Se quedaba mirando el rostro anodino y estúpido de Rouse: ante sí tenía a un hombre que le había ofrecido a un vagabundo llevarlo en coche con la intención de quemarlo vivo. Neville se imaginaba la gratitud con que el cansado viajero se habría subido al coche que lo conduciría a su muerte. Al menos Rouse había tenido la misericordia de dejarlo inconsciente con un golpe o estrangularlo antes de prenderle fuego, pero sin duda por conveniencia más que por compasión. El vagabundo había sido un hombre desconocido, al que nadie identificó ni reclamó jamás. Sólo a causa de su terrible muerte había adquirido una efímera notoriedad. La sociedad, que tan poco se había preocupado por él en vida, lo había vengado con todo el peso de la ley.
Neville esperó mientras su hermano, con parsimonia, abría el maletín, extraía unos papeles y se ajustaba las gafas.
– Gracias por venir -dijo Marcus-. He preparado tres carpetas con los documentos que necesitamos. No he incluido copias de la escritura del fideicomiso puesto que, a fin de cuentas, los tres conocemos de sobra sus términos, aunque la tengo en mi maletín por si alguno de vosotros quiere consultarla. El párrafo relevante para el asunto que nos ocupa es la cláusula número tres, que establece que todas las decisiones importantes relacionadas con el museo, incluyendo la negociación de un nuevo contrato de arrendamiento, el nombramiento de los cargos de responsabilidad y todas las adquisiciones por valor superior a quinientas libras, deben ser acordadas mediante la firma de todos los fideicomisarios. El presente contrato vence el 15 de noviembre de este año y su renovación, por lo tanto, requiere nuestras firmas. En el caso de que el museo se venda o se cierre, el fideicomiso establece que tanto los cuadros valorados en más de quinientas libras como las primeras ediciones se ofrezcan a museos de reconocido prestigio. La Tate tiene la primera opción con respecto a los cuadros y la British Library con respecto a los libros y manuscritos. El resto de artículos debe venderse y lo recaudado debe repartirse entre los fideicomisarios que ocupen dicho cargo y los descendientes directos de nuestro padre. Eso significa que los beneficios se dividirían entre nosotros tres, mi hijo y los dos hijos de éste, y la hija de Neville. La clara intención de nuestro padre en el momento de establecer el fideicomiso familiar es, por ende, que el museo siga existiendo.
– Pues claro que debe seguir existiendo -intervino Caroline-. Sólo por curiosidad: ¿cuánto recibiríamos cada uno si cerrase?
– ¿Si no firmáramos el contrato los tres? No he encargado ninguna tasación, de modo que las cifras sólo corresponden a mis estimaciones. La mayor parte de las colecciones que queden después de las donaciones poseen un interés histórico o sociológico considerable, pero seguramente no son demasiado valiosas en el mercado. Según mis cálculos obtendríamos alrededor de veinticinco mil libras cada uno.
– Ah, bueno, es una cifra respetable, pero por ese dinero no vale la pena vender algo que nos corresponde por derecho de nacimiento.
Marcus pasó una página de su dossier.
– Os he facilitado una copia del nuevo contrato con el título de Apéndice B. Los términos, salvo por el alquiler anual, no varían en ningún aspecto significativo. El plazo de validez es de treinta años, y el alquiler se renegocia cada cinco. Veréis que el coste sigue siendo razonable, incluso muy ventajoso, y mucho más favorable de lo que conseguiríamos por una propiedad semejante dadas las condiciones actuales del mercado. Esto, como sabéis, se debe a que al propietario sólo se le permite arrendarlo a una organización relacionada con el mundo de las letras o de las artes.
– Todo eso lo sabemos -señaló Neville.
– Sí, ya sé que lo sabemos, pero me ha parecido útil reiterar los hechos antes de empezar con la toma de decisiones.
Neville fijó la mirada en las obras de H. G. Wells de la librería de enfrente. Se preguntó si alguien las leería en la actualidad.
– Lo que hemos de decidir es cómo enfocamos lo del cierre -anunció-. Debo informaros de que no tengo ninguna intención de firmar un nuevo contrato de arrendamiento. Es hora de que el Museo Dupayne cierre sus puertas. Me parece correcto dejar clara mi posición desde un principio.
Se produjo un silencio de varios segundos. Neville decidió entonces mirar a Marcus y a Caroline a la cara. Ninguno de los dos dejaba traslucir ninguna emoción o sorpresa. Aquel primer disparo era el comienzo de una batalla que habían esperado y para la que estaban preparados. Tenían pocas dudas acerca del resultado final, sólo se interrogaban acerca de la estrategia más eficaz.
La voz de Marcus, cuando éste al fin habló, era serena.
– Creo que se trata de una decisión prematura. Ninguno de nosotros puede decidir de manera razonable el futuro del museo hasta que hayamos considerado si, económicamente, estamos en situación de continuar. Cómo hacer, por ejemplo, para asumir el coste del nuevo alquiler y qué cambios son necesarios para traer este museo al siglo xxi.
– Siempre y cuando seáis muy conscientes de que seguir discutiéndolo es una pérdida de tiempo. No estoy obrando por impulso. He estado reflexionando al respecto desde que murió nuestro padre. Ha llegado la hora de que el museo cierre y las colecciones vayan a parar a otros lugares.
Ni Marcus ni Caroline respondieron. Neville no realizó ninguna manifestación de protesta más, la reiteración sólo conseguiría debilitar sus argumentos. Era mejor dejarlos hablar y luego limitarse a reafirmar rápidamente su decisión.
Marcus prosiguió como si Neville no hubiese dicho nada.
– El Apéndice C establece mis propuestas para reorganizar y financiar de la manera más eficaz el museo. He incluido las cuentas del año pasado, las cifras de visitantes y el presupuesto de los proyectos. Observaréis que he propuesto financiar el nuevo arrendamiento vendiendo un solo cuadro, un Nash tal vez, con lo que respetaríamos los términos del fideicomiso si la recaudación se destina por entero a la mejora del funcionamiento del museo. Podemos deshacernos de un solo cuadro sin demasiado perjuicio, pues, a la postre, el Dupayne no es primordialmente un museo de arte. Siempre y cuando dispongamos de una parte representativa de la obra de los principales artistas del periodo, podemos justificar la existencia de la galería. Luego tenemos que examinar la cuestión del personal contratado. James Calder-Hale está realizando una labor útil y eficiente, y creo que puede continuar tal como está por el momento; ahora bien, si el museo va a desarrollarse, sugiero que al final contratemos a un director cualificado. En la actualidad nuestro personal consta de James; Muriel Godby, la secretaria-recepcionista; Tallulah Clutton, que ocupa la casa y se encarga de todo salvo de las tareas pesadas de limpieza; y Ryan Archer, jardinero a tiempo parcial y chico para todo. Luego están las dos voluntarias, la señora Faraday, que nos asesora con respecto al jardín y el terreno en general, y la señora Strickland, la calígrafa. Los servicios de ambas nos resultan muy útiles.
– Me habrás incluido en la lista, espero -comentó Caroline-. Vengo aquí al menos dos veces a la semana y prácticamente dirijo el lugar desde que murió papá. Si alguien realiza algún control general, ésa soy yo.
– No hay ningún control general -repuso Marcus-, ése es el problema. No estoy subestimando lo que haces, Caroline, pero tanto la estructura como el funcionamiento es de aficionados. Tenemos que empezar a pensar profesionalmente si vamos a realizar los cambios fundamentales que necesitamos para sobrevivir.
Caroline frunció el entrecejo.
– No necesitamos cambios fundamentales -dijo-, lo que tenemos es algo único. Estoy de acuerdo en que es a pequeña escala y nunca va a atraer al público como un museo más exhaustivo, pero se fundó con un propósito, y lo cumple. Por las cifras que has presentado, parece como si esperaras obtener financiación oficial. Olvídalo. En esos sorteos no nos asignarán una sola libra, ¿por qué iban a hacerlo? Y si lo hiciesen tendríamos que complementar la subvención, lo que sería imposible. Las autoridades locales ya están bastante presionadas (todas lo están) y el gobierno central ni siquiera puede financiar de manera decente los grandes museos nacionales, el Victoria & Albert y el Británico. Estoy de acuerdo en que debemos incrementar nuestros ingresos, pero no a costa de vender nuestra independencia.
– No vamos a recurrir al dinero público ni al Gobierno ni a las autoridades locales ni a los sorteos para obtener subvenciones -explicó Marcus-. Además, tampoco nos lo darían. Y lo lamentaríamos si nos lo diesen. Pensad en el Museo Británico: un déficit de cinco millones. El Gobierno insiste en una política de entradas gratuitas, los financia de forma inadecuada, se meten en problemas y tienen que volver a recurrir al Gobierno mendigando más dinero. ¿Por qué no venden su inmenso excedente, cobran irnos precios razonables por las entradas a todos salvo a los grupos más desfavorecidos y se hacen independientes de una vez por todas?
– No pueden deshacerse legalmente de donativos benéficos ni existir sin ayuda, y estoy de acuerdo en que nosotros sí podemos -convino Caroline-. Y no veo por qué los museos y las galerías han de ser gratuitos. Otras clases de oferta cultural no lo son, como los conciertos de música clásica, el teatro, la danza, la BBC…, eso suponiendo que seáis de la opinión de que la BBC sigue produciendo cultura… Y no tengo ninguna intención de dejar el piso, por cierto. Ha sido mío desde que papá murió y lo necesito. No puedo vivir en una habitación amueblada en Swathling’s.
– No tenía pensado obligarte a deshacerte del piso, Caroline -repuso Marcus en tono pausado-. No es apto para las exposiciones y el acceso mediante un ascensor o a través de la Sala del Crimen sería poco práctico. No nos falta espacio.
– Ni se te ocurra tampoco deshacerte de Muriel ni de Tally. Se ganan de sobra sus ridículos salarios.
– No estaba pensando en deshacerme de ellas. Godby en especial es demasiado eficiente para dejarla escapar. Estoy pensando en ampliar el ámbito de sus responsabilidades, sin interferir, claro está, en lo que hace para ti. Sin embargo, necesitamos a alguien más cálido y simpático en la recepción. Estaba pensando en contratar a una estudiante como secretaria-recepcionista. Una con las aptitudes adecuadas, naturalmente.
– ¡Venga ya, Marcus! ¿Qué clase de estudiante? ¿Una de la Facultad de Labores del Hogar? Más vale que te asegures de que sepa leer y escribir. Muriel sabe utilizar el ordenador, internet y llevar la contabilidad. Encuentra a una estudiante que sepa hacer todo eso con su sueldo y habrás tenido una suerte enorme.
Neville había permaneció callado durante todo aquel intercambio de palabras. Quizá los adversarios estuviesen atacándose mutuamente, pero su objetivo era, en esencia, el mismo: mantener abierto el museo. Esperaría su ocasión. Se sorprendió, aunque no por primera vez, de lo poco que conocía a sus hermanos. Nunca había creído que el hecho de ser psiquiatra le diese una llave maestra para acceder al cerebro humano, y sin embargo no había dos mentes cuyo acceso tuviese más bloqueado que las dos que compartían con él la espuria intimidad de la consanguinidad. Marcus era sin duda mucho más complicado de lo que dejaba traslucir su cuidadosamente controlado exterior burocrático. Tocaba el violín casi como un profesional, lo cual debía de significar algo, y eso por no mencionar sus bordados. Sí, en definitiva, aquellas manos pálidas y bien cuidadas poseían unas habilidades especiales. Al observar las manos de su hermano, Neville se imaginaba los dedos largos de manicura perfecta en una vorágine de actividad: redactando elegantes actas en informes oficiales, tensando las cuerdas del violín, enhebrando sus agujas con hilo de seda o desplazándose tal como lo hacían en ese momento por los papeles metódicamente dispuestos. Ése era Marcus, con su anodina casa de barrio residencial de las afueras, su esposa ultrarrespetable que probablemente jamás le había causado un solo momento de ansiedad, su brillante hijo, que se estaba labrando una lucrativa carrera como cirujano en Australia. Y Caroline. Neville se preguntó cuándo había empezado a saber lo que subyacía en el corazón de la vida de su hermana. Nunca había visitado la escuela, pues despreciaba todo lo que él creía que representaba: una preparación privilegiada para una vida disipada de ociosidad e indolencia. La vida de Caroline allí era un misterio para él. Sospechaba que su matrimonio la había decepcionado, pero había durado once años. ¿Cómo era ahora su vida sexual? Costaba creer que fuese célibe además de solitaria. De pronto se sintió fatigado y le resultaba difícil mantener los ojos abiertos. Se forzó a sí mismo a permanecer despierto y oyó la voz monótona y sosegada de Marcus.
– Las investigaciones que he llevado a cabo durante el pasado mes me han llevado a una conclusión inevitable: si quiere sobrevivir, el Museo Dupayne debe cambiar, y cambiar de un modo radical. Ya no podemos continuar como un pequeño almacén especializado en el pasado para unos cuantos especialistas, investigadores o historiadores. Tenemos que abrirnos al público y vernos como educadores y mediadores, no como meros guardianes de las décadas pasadas. Por encima de todo, debemos hacernos globales. La política fue establecida por el Gobierno, ya en mayo de 2000, en su publicación Centros para el cambio social: Museos, galerías y archivos para todos. Ve la mejora social dominante como una prioridad y establece que los museos deberían, y cito textualmente: «Identificar a las personas que están excluidas socialmente […] comprometerlas y establecer sus necesidades […] desarrollar proyectos cuyo objetivo sea mejorar las vidas de las personas con riesgo de exclusión social.» Tienen que percibirnos como agentes del cambio social.
Caroline soltó una carcajada sarcástica y ronca a un tiempo.
– Dios mío, Marcus. ¡Me sorprende que no llegaras a ocupar la cartera de algún ministerio importante! Tienes todo lo que se necesita. Te has tragado toda esa jerga contemporánea de un solo y glorioso bocado. ¿Qué se supone que debemos hacer? ¿Ir a Highgate y Hampstead y averiguar qué colectivos no nos están honrando con su visita a este museo? ¿Concluir que tenemos demasiadas madres solteras con dos hijos, gays, lesbianas, pequeños comerciantes, minorías étnicas? Y luego ¿qué hacemos? ¿Atraerlos instalando un tiovivo en el jardín para los críos, ofreciéndoles té gratis y un globo de regalo? Si un museo realiza su trabajo como es debido, la gente que está interesada vendrá, y no será de una sola clase. La semana pasada estuve en el Museo Británico con un grupo de la escuela; a las cinco y media salían personas de toda condición: jóvenes, viejos, blancos, negros, de aspecto opulento, gente bien venida a menos… Lo visitan porque el museo es gratuito y magnífico. Nosotros no podemos ser ninguna de las dos cosas, pero sí podemos seguir haciendo lo que hemos venido haciendo desde que papá lo fundó. Por favor, sigamos como hasta ahora, ni más ni menos, que ya será bastante complicado.
– Si los cuadros van a parar a otros museos, no se perderá nada -intervino Neville-. Todavía seguirán exhibiéndose al público, y es probable que mucha más gente los vea.
Caroline se mostró desdeñosa.
– No necesariamente. Es más, yo diría que eso es muy poco probable. La Tate posee miles de cuadros que no expone por falta de espacio. Dudo que la National Gallery o la Tate estén demasiado interesadas en lo que podamos ofrecerles. Tal vez sea distinto en el caso de los museos provinciales más pequeños, pero no hay ninguna garantía de que vayan a quererlos. El sitio de los cuadros está aquí. Forman parte de una historia planeada y coherente de las décadas de entreguerras.
Marcus cerró su dossier y cruzó las manos encima de la portada.
– Antes de que hable Neville quisiera hacer hincapié en dos aspectos. El primero es el siguiente: los términos del fideicomiso están establecidos de esta forma para garantizar que el Museo Dupayne continúe existiendo. Podemos estar de acuerdo en eso. Una mayoría de nosotros desea que continúe. Esto significa, Neville, que no hemos de convencerte con nuestras razones, sino que te corresponde a ti convencernos a nosotros. El segundo aspecto es éste: ¿estás seguro de tus propios motivos? ¿No deberías considerar la posibilidad de que lo que hay detrás de tu oposición no tiene nada que ver con las dudas racionales de si el museo es viable económicamente o si cumple con un propósito útil? ¿No es posible que tu motivación sea la venganza, la venganza contra nuestro padre, el deseo de devolverle el golpe porque el museo significaba más para él que su familia, de que era más importante para él que tú? Si estoy en lo cierto, ¿no es eso un poco infantil, quizás incluso innoble?
Las palabras, que viajaron hasta el otro lado de la mesa en el tono lánguido y monocorde de Marcus, aparentemente sin ningún rencor, pronunciadas por un hombre razonable que presentaba una teoría razonable, golpearon a quien iban dirigidas con la fuerza de una bofetada. Neville se sintió retroceder en su asiento. Sabía que su cara debía de estar trasluciendo la intensidad y confusión de su reacción, el estupor, la ira y la sorpresa que le producía la acusación de Marcus. Había esperado una discusión, pero no que su hermano se aventurase a entrar en aquel terreno peligroso. Advirtió que Caroline tenía el cuerpo echado hacia delante y que lo miraba fijamente. Estaban aguardando su respuesta. Sintió la tentación de decir que con un psiquiatra en la familia ya era suficiente, pero se abstuvo, pues no era momento para ironías baratas. En vez de eso, tras un silencio que pareció durar medio minuto, recobró la compostura y fue capaz de expresarse con tranquilidad.
– Aunque eso fuese cierto, y no es más cierto en mi caso que en el de cualquier otro miembro de la familia, no afectaría en absoluto mi decisión. Carece por completo de sentido continuar con esta discusión, sobre todo si va a degenerar en un análisis psicológico. No pienso firmar el nuevo contrato de arrendamiento, y ahora, si me perdonáis, debo volver con mis pacientes.
Fue en ese preciso instante cuando sonó su móvil. Había tenido la intención de apagarlo durante el transcurso de la reunión, pero se le había olvidado. Alcanzó su gabardina y hurgó en el bolsillo. Oyó la voz de su secretaria; ésta no tuvo que decirle quién era.
– Ha llamado la policía. Querían llamarlo, pero les he dicho que yo le comunicaría la noticia. La señora Gearing ha intentado matar a su marido y quitarse la vida con una sobredosis de aspirina soluble y bolsas de plástico en la cabeza.
– ¿Están bien?
– Los de la ambulancia han logrado salvar a Albert. Se pondrá bien. Ella ha muerto.
Neville sentía los labios hinchados y rígidos, pero aun así logró decir:
– Gracias por avisarme. Hablaremos luego.
Cortó la comunicación y regresó con paso vacilante a la silla, sorprendido de que sus piernas le respondieran. Advirtió la mirada indiferente de Caroline.
– Perdonad -dijo-. Han llamado para informarme de que la esposa de uno de mis pacientes se ha suicidado.
Marcus alzó la vista de sus papeles.
– ¿No tu paciente sino su esposa?
– Así es.
– En tal caso, no veo qué necesidad había de molestarte.
Neville no contestó, permaneció con las manos cruzadas en el regazo, temeroso de que sus hermanos reparasen en que le temblaban. Lo invadió una ira aterradora que se acumuló en su garganta igual que un vómito. Necesitaba soltarla como si en un chorro nauseabundo lograra deshacerse de todo el dolor y la culpa. Recordó las últimas palabras que le había dicho Ada Gearing: «No creo que pueda continuar así.» Hablaba en serio. Con estoicismo y resignación, se había dado cuenta de cuál era su límite. Ella se lo había advertido y él no la había escuchado. Era extraordinario que ni Marcus ni Caroline pareciesen advertir la devastadora oleada de asco que sentía hacia sí mismo. Levantó la vista para mirar a Marcus. Su hermano fruncía el entrecejo con aire ensimismado, pero no parecía demasiado preocupado y se disponía a formular sus argumentos y diseñar una estrategia. El rostro de Caroline se leía más fácilmente: estaba pálida de ira.
Paralizados por unos segundos en su retablo de confrontación, ninguno de ellos había oído que la puerta se abría. En ese momento, un movimiento reclamó su atención; Muriel Godby estaba de pie en el hueco con una bandeja repleta de cosas.
– La señorita Caroline me pidió que trajese el té a las cuatro en punto. ¿Lo sirvo ya?
Caroline asintió con la cabeza y empezó a apartar los papeles para hacer sitio en la mesa. De pronto, Neville no pudo soportarlo más. Se levantó y, cogiendo su gabardina, se dirigió a ellos por última vez.
– He terminado. No tengo nada más que decir. Todos estamos malgastando nuestro tiempo. Más vale que empecéis a planificar el cierre. Nunca firmaré ese contrato de arrendamiento. ¡Nunca! ¡Y no podéis obligarme!
Vio en sus rostros un espasmo momentáneo de desdeñosa repulsión. Sabía que debían de estar viéndolo como a un niño rebelde que descarga su rabia impotente sobre los adultos. Pero no se sentía impotente. Tenía poder y ellos lo sabían.
Se encaminó a ciegas hacia la puerta. No estaba seguro de cómo ocurrió, si golpeó con el brazo la bandeja o si Muriel Godby se había movido como protesta instintiva para bloquearle el paso, el caso es que la bandeja salió disparada de las manos de la mujer. Neville pasó rozándola, consciente únicamente del grito de horror de ella, del arco que dibujó el chorro de té hirviendo y del estrépito de la porcelana al romperse. Sin volver la vista, se precipitó escaleras abajo, pasó ante los ojos atónitos de la señora Strickland cuando ésta los levantó del mostrador de recepción y salió como un torbellino del museo.
El miércoles 30 de octubre, fecha en que debían reunirse los fideicomisarios, empezó para Tally como cualquier otro día. Se fue al museo antes del alba y pasó una hora entregada a su rutina habitual. Muriel llegó temprano. Llevaba consigo una cesta y Tally supuso que, como de costumbre, había horneado unas galletas para el té de la reunión. Recordando su época de colegiala, se dijo para sí: «Le está haciendo la pelota a la profesora», y sintió una punzada de simpatía por Muriel que reconoció como una mezcla censurable de lástima y ligero desdén.
Al volver de la pequeña cocina en la parte de atrás del vestíbulo, Muriel le explicó la programación de la jornada. El museo abriría por la tarde, excepto la biblioteca. La señora Strickland había recibido instrucciones de trabajar en la galería de arte. La sustituiría en la recepción cuando Muriel fuese a servir el té, de ese modo no habría necesidad de llamar a Tally. La señora Faraday había llamado para decir que sufría un resfriado y que no iba a venir. Tal vez Tally pudiera echarle un vistazo a Ryan cuando éste se dignase llegar para asegurarse de que no se aprovechaba de la ausencia de la mujer.
Una vez de regreso en la casa, Tally se sintió muy inquieta. Su paseo de rigor por el Heath, que había dado pese a la llovizna, sólo le había servido para dejarla más cansada de lo habitual sin tranquilizar su mente ni su cuerpo. A mediodía descubrió que no tenía hambre y decidió posponer su almuerzo consistente en sopa y huevos revueltos hasta que Ryan hubiese dado cuenta del suyo. Aquel día el chico había llevado media barrita de pan integral cortada en rebanadas y una lata de sardinas. La anilla de la lata había saltado al intentar abrirla, y había tenido que ir a buscar un abrelatas a la cocina. Aquello fue demasiado para la lata y, cosa rara en él, el muchacho la pifió y puso el mantel perdido de manchas de aceite. Un intenso olor a pescado inundó la casa. Tally corrió a abrir la puerta y una ventana, pero el viento había arreciado y salpicó el cristal de motas de lluvia. Al volver a la mesa, observó a Ryan mientras éste untaba el pescado desmenuzado en el pan con el cuchillo de la mantequilla en lugar de hacerlo con el que ella había dispuesto para eso. Le pareció un motivo de queja insignificante, pero de pronto deseó que el chico se marchara cuanto antes. El huevo revuelto ya no le apetecía, y decidió meterse en la cocina y abrir una lata de sopa de alubias con tomate. Llevó el tazón y la cuchara sopera a la sala de estar y se sentó con Ryan a la mesa.
– ¿Es verdad que el museo va a cerrar y que van a echarnos a todos? -preguntó él con la boca llena de pan.
Tally logró disimilar el tono de preocupación de su voz.
– ¿Quién te ha dicho eso, Ryan?
– Nadie. Lo he oído por casualidad, por ahí.
– ¿Y te parece bonito escuchar conversaciones ajenas?
– No pretendía hacerlo. Estaba pasando la aspiradora por el vestíbulo el lunes y la señorita Caroline estaba en la recepción hablando con la señorita Godby. Oí que decía: «Si no podemos convencerlo el miércoles, el museo cerrará, es tan simple como eso. Pero creo que entrará en razón.» Luego, la señorita Godby dijo algo que no conseguí oír. Sólo oí algunas palabras más antes de que la señorita Caroline se marchara. Le dijo: «No lo comentes con nadie.»
– Entonces, ¿no te parece que tú tampoco deberías comentarlo con nadie?
Ryan miró a Tally con expresión inocente.
– Bueno, la señorita Caroline no me lo decía a mí, ¿no? Hoy es miércoles, por eso los tres van a venir esta tarde.
Tally cogió el tazón de sopa, pero no había empezado a tomársela, pues temía que le resultase difícil levantar la cuchara para llevársela a los labios sin que le temblase la mano.
– Me sorprende que llegases a oír tantas cosas, Ryan, porque debían de hablar en voz muy baja, ¿no?
– Sí, hablaban en voz baja, como si fuese un secreto. Sólo oí las últimas palabras, pero nunca se fijan en mí cuando estoy limpiando. Es como si no estuviese allí. Y si se dieron cuenta, supongo que pensaron que no iba a oírlas por el ruido de la aspiradora. A lo mejor les daba igual si las oía o no, porque no soy importante.
No había resentimiento en su voz, pero miraba fijamente a Tally, quien sabía que aguardaba una respuesta. Sólo le quedaba un mendrugo en el plato y, sin apartar la vista de ella empezó a desmenuzarlo para a continuación hacer bolitas con la miga y colocarlas en el borde.
– Pues claro que eres importante, Ryan, y también lo es el trabajo que haces aquí. Que no se te pase por la cabeza que no se te valora. Eso sería absurdo.
– No me importa si me valoran o no. Al menos, los demás. Me pagan, ¿no es así? Si no me gustase el trabajo, me iría, y parece que es lo que tendré que hacer.
Por un instante, la preocupación de Tally por el chico superó la que sentía por ella misma.
– ¿Adónde irás, Ryan? ¿Qué clase de trabajo buscarás? ¿Has pensado en algo?
– Espero que el Comandante tenga planes para mí. Los planes se le dan estupendamente. ¿Y qué hará usted, señora Tally?
– No te preocupes por mí, Ryan. Hay muchísimo trabajo hoy en día como asistenta doméstica. Las páginas de anuncios de The Lady están llenas de ofertas. O puede que me retire.
– Pero ¿dónde vivirá?
Se trataba de una pregunta incómoda. Indicaba que, de algún modo, el chico conocía la enorme ansiedad que la embargaba. ¿Acaso alguien le había dicho algo? ¿Lo habría oído también por casualidad? Le vinieron a la mente fragmentos de conversaciones imaginarias. «Tally va a ser un problema. No podemos echarla así, sin más. No tiene a donde ir, que yo sepa.»
– Eso dependerá del trabajo, ¿no? -repuso en tono sosegado-. Espero quedarme en Londres, pero no tiene sentido decidir nada hasta que sepamos qué va a ocurrir aquí.
Ryan la miró a los ojos y Tally casi creyó que estaba siendo sincero.
– Podría venirse a la casa ocupada si no le importa compartir. Los gemelos de Evie arman mucho ruido y huelen un poco, pero no está demasiado mal… Lo que quiero decir es que para mí está bien, pero no estoy seguro de que le gustase.
Pues claro que no le gustaría. ¿Cómo podía haber imaginado siquiera que quizá le gustase? ¿Estaba intentando, aunque fuese de manera poco apropiada, ser sinceramente útil, o estaba tomándole el pelo? La idea era desagradable. Tally intentó mantener un tono de voz afable, incluso divertido.
– No creo que llegue a ese extremo, gracias, Ryan. Las casas de okupas son para los jóvenes. ¿No crees que deberías volver al trabajo? Se hace de noche muy deprisa y ¿no tienes que podar alguna hiedra marchita en la pared oeste?
Era la primera vez que le sugería que se marchara, pero el muchacho se levantó al instante sin rencor evidente. Recogió unas cuantas migas del mantel, retiró su plato, el cuchillo y el vaso de agua a la cocina y regresó con un trapo húmedo con el que empezó a frotar las manchas de aceite.
– Deja eso, Ryan. Tendré que lavar el mantel -dijo ella, tratando de disimular su irritación.
Después de dejar el trapo encima de la mesa, el chico se marchó. Tally suspiró aliviada cuando la puerta se cerró tras él.
La tarde transcurrió lentamente. Tally se mantuvo ocupada con pequeñas faenas en la casa, pues estaba demasiado nerviosa para sentarse a leer. De pronto se le hizo insoportable no saber lo que estaba sucediendo o, si no tenía modo de saberlo, insoportable permanecer allí, apartada como si pudiesen hacer caso omiso de ella. No sería difícil encontrar una excusa para ir al museo a hablar con Muriel. La señora Faraday había mencionado que no le vendrían mal más bulbos para plantarlos a los lados de la entrada. ¿Podía comprarlos Muriel con el dinero destinado a gastos?
Cogió su impermeable y se cubrió la cabeza con una capucha de plástico. Fuera, seguía cayendo una lluvia fina y fría que hacía relucir las hojas de los laureles y le salpicaba la cara. Cuando llegó a la puerta, Marcus Dupayne salía del museo. Caminaba deprisa, con el semblante serio, y no pareció verla a pesar de que se cruzaron a escasos metros. Vio que ni siquiera había cerrado la puerta principal. Ésta se hallaba entreabierta, y después de empujarla entró en el vestíbulo, iluminado tan sólo por las dos lámparas del mostrador de recepción, donde Caroline Dupayne y Muriel estaban poniéndose el abrigo. Detrás de ellas, la sala era un lugar misterioso y desconocido plagado de sombras y rincones cavernosos, en el que la escalera central conducía a un vacío negro. Nada le resultaba familiar, simple ni reconfortante. Por un segundo tuvo una visión de los rostros de la Sala del Crimen, víctimas y asesinos por igual descendiendo en lenta y silenciosa procesión desde la oscuridad. Se percató de que las dos mujeres se habían vuelto y la miraban. A continuación, el cuadro vivo se desvaneció.
– Muy bien, Muriel, tú cierras y conectas la alarma -dijo Caroline Dupayne, siempre eficiente.
Dando unas buenas noches que no iban dirigidas ni a Muriel ni a Tally específicamente, se dirigió hacia la puerta y se marchó.
Muriel abrió el armario de las llaves y extrajo las de la puerta principal y de seguridad.
– La señorita Caroline y yo hemos inspeccionado las salas, así que no es necesario que se quede -le explicó-. Tuve un pequeño accidente con la bandeja del té, pero ya lo he limpiado todo. -Hizo una pausa y añadió-: Creo que será mejor que empiece a buscarse otro trabajo.
– ¿Quiere decir que sólo yo he de hacerlo?
– Quiero decir todos nosotros. La señorita Caroline ha prometido ayudarme. Creo que está pensando en algo que tal vez me convenga considerar. Pero sí, todos nosotros.
– ¿Qué ha ocurrido? ¿Los fideicomisarios ya han tomado una decisión?
– Todavía no, al menos oficialmente. Han tenido una reunión muy difícil. -Muriel hizo una nueva pausa antes de continuar con el ligero dejo de placer de quien da malas noticias-. El doctor Neville quiere cerrar el museo.
– ¿Puede?
– Puede impedir que siga abierto, lo cual es lo mismo. No le diga a nadie que se lo he dicho. Como le he explicado, todavía no es oficial pero, a fin de cuentas, usted lleva trabajando aquí ocho años. Creo que tiene derecho a que alguien le avise.
Tally consiguió dominar su tono de voz.
– Gracias por decírmelo, Muriel. No, no diré nada. ¿Cuándo cree que será definitivo?
– Ahora mismo ya podría considerarse definitivo. El nuevo contrato de arrendamiento tiene que estar firmado el 15 de noviembre. Eso les da al señor Marcus y a la señorita Caroline poco más de dos semanas para persuadir a su hermano de que cambie de opinión. No va a cambiar.
Dos semanas. Tally murmuró unas palabras de agradecimiento y se encaminó hacia la salida. Mientras regresaba a la casa sintió que le temblaban las piernas y que los hombros se le doblaban bajo un peso enorme. Era imposible que la echasen en dos semanas, ¿no? La razón se impuso rápidamente. No, seguramente pasarían semanas, tal vez meses, un año incluso antes de que se mudasen los nuevos inquilinos. Previamente habría que trasladar las colecciones y los muebles, una vez se conociese su destino, y eso no podía hacerse con prisas. Se dijo que dispondría de mucho tiempo para decidir qué hacer después. No se engañó pensando que los nuevos inquilinos quizás aceptasen que se quedara en la casa. La necesitarían para su propio personal, claro. Como tampoco se engañó pensando que con sus ahorros le alcanzaría para un estudio en Londres. Los había invertido cuidadosamente, pero con la recesión ya no arrojaban beneficios. Bastaría para una entrada, pero ¿cómo iba ella, con más de sesenta años y sin una fuente de ingresos garantizada, a conseguir que le concediesen una hipoteca? Sin embargo, otros habían sobrevivido a peores catástrofes, y de algún modo ella también lo lograría.
El jueves no ocurrió nada significativo ni una declaración oficial acerca del futuro. Ninguno de los Dupayne hizo acto de presencia y sólo hubo un escaso reguero de visitantes que a los ojos de Tally parecían un grupo desanimado y aislado que se paseaba como preguntándose qué lo había llevado a semejante lugar. El viernes por la mañana, Tally abrió el museo a las ocho en punto, como de costumbre, desconectó el sistema de alarma, volvió a programarlo y, seguidamente, encendió todas las luces e inició su inspección. Puesto que había habido pocos visitantes el día anterior, no era necesario limpiar ninguna de las salas del primer piso. La planta baja, la más trabajosa a la hora de hacer la limpieza, era responsabilidad de Ryan. Ahora sólo había que quitar unas pocas huellas de algunas de las vitrinas, sobre todo de la Sala del Crimen, y sacar brillo a las superficies de las mesas y a las sillas.
Muriel llegó como siempre a las nueve en punto y comenzó la jornada en el museo; esperaban a un grupo de seis académicos de Harvard que habían llamado para reservar hora. El señor Calder-Hale había concertado la visita y se encargaría personalmente de enseñar las instalaciones, pero la Sala del Crimen le interesaba poco y por lo general era Muriel quien acompañaba a los grupos en esta parte del recorrido. Aun cuando aceptaba que el asesinato a menudo era tan simbólico como representativo de la época en que había sido cometido, sostenía que eso mismo podía demostrarse sin necesidad de dedicar una sala entera a los criminales y sus víctimas. Tally sabía que se negaba a explicar o entrar en detalles sobre lo expuesto a los visitantes y se mantenía inflexible en cuanto a la prohibición de abrir el baúl simplemente para que aquéllos, ávidos de un escalofrío más de horror, examinaran las supuestas manchas de sangre.
Muriel se había mostrado sumamente represiva. A las diez fue a buscar a Tally, que estaba detrás del garaje hablando con Ryan sobre qué arbustos debían podarse y si era necesario telefonear a la señora Faraday, que seguía sin presentarse, para pedirle consejo. Muriel había dicho:
– He de dejar el mostrador de recepción un momento, me reclaman en la Sala del Crimen. Si le diese la gana de hacerse con un teléfono móvil, podría localizarla cuando no esté en la casa.
La negativa de Tally a tener un móvil era un motivo de queja constante, pero ella se mantenía en sus trece. Aborrecía aquellos cacharros, y no sólo porque la gente tuviese la costumbre de dejarlos encendidos en las galerías de arte y museos, o porque hablasen a voz en grito mientras ella iba sentada tranquilamente en el autobús, en su asiento favorito de la primera fila del segundo piso, contemplando el espectáculo que se desarrollaba a sus pies. Tally sabía que su aversión por los teléfonos móviles iba más allá de aquellos contratiempos. De manera irracional pero ineludible, su timbre había sustituido al insistente sonido que había dominado su infancia y su vida adulta: el tintineo metálico de la campanilla de la tienda.
Sentada en la recepción, distribuyendo las entradas adhesivas, que constituían la forma que tenía Muriel de llevar la cuenta de visitantes, Tally sintió que se le alegraba el corazón al oír el murmullo contenido de voces procedente de la galería de arte. El día reflejaba su estado de ánimo. El jueves el cielo había caído en picado sobre la ciudad, impermeable como una alfombra gris, como absorbiendo su vida y su energía. Aun a la orilla del Heath el aire había tenido un sabor agrio como el hollín. Sin embargo, el viernes por la mañana el tiempo había cambiado. El aire seguía siendo frío, pero más vivificador. A mediodía, un viento refrescante sacudía las copas ralas de los árboles, moviéndose entre los arbustos y perfumando el aire con el olor a tierra de las postrimerías del otoño.
Mientras Tally estaba en la recepción, llegó la señora Strickland, una de las voluntarias. Era una calígrafa aficionada e iba al Dupayne los miércoles y los viernes para sentarse en la biblioteca y escribir los avisos y carteles que se requiriesen, con lo que cumplía un triple propósito, puesto que era competente para responder la mayor parte de las preguntas de los visitantes sobre los libros y manuscritos amén de echar un discreto vistazo a sus vaivenes por la sala. A la una y media volvieron a llamar a Tally a recepción para que sustituyese a Muriel mientras ésta almorzaba en el despacho. A pesar de que el número de visitantes había disminuido para entonces, el museo parecía más animado de lo que había estado en semanas. A las dos se había formado una pequeña cola. Mientras esbozaba una sonrisa de bienvenida y entregaba el cambio, el optimismo de Tally se incrementó. Tal vez, al final encontraran un modo de salvar el museo. Sin embargo, todavía no se había dicho una sola palabra al respecto.
Poco antes de las cinco todos los visitantes se habían marchado y Tally regresó por última vez para reunirse con Muriel en su recorrido de inspección. En los viejos tiempos con el señor Dupayne, aquélla había sido responsabilidad exclusiva de la primera, pero una semana después de la llegada de Muriel ésta había tomado la costumbre de acompañarla. Tally, quien sabía instintivamente que no le convenía enemistarse con la protegida de la señorita Caroline, no le había puesto ninguna objeción. Juntas, como era habitual, recorrieron una sala tras otra, cerraron con llave las puertas de la galería de arte y la biblioteca, y echaron un vistazo a la sala de archivos del sótano, que siempre estaba bien iluminada porque la escalera de hierro era peligrosa. Todo estaba en orden. Los visitantes no se habían dejado ningún objeto personal. Las tapas de piel que cubrían las vitrinas de cristal de las exposiciones habían sido devueltas a su sitio y sólo había que ordenar un poco las escasas publicaciones periódicas que había encima de la mesa de la biblioteca en sus cubiertas de plástico para que quedasen en perfecto estado para el día siguiente. Apagaron las luces a sus espaldas.
De vuelta en el vestíbulo principal, y levantando la vista hacia la oscuridad que había encima de las escaleras, Tally se preguntó, como hacía muchas veces, sobre la peculiar naturaleza de aquel vacío silencioso. Para ella, después de las cinco el museo se convertía en un lugar misterioso y desconocido, tal como suele ocurrir con los lugares públicos cuando se ha marchado todo el mundo y el silencio, cual espíritu extraño y de mal agüero, entra a hurtadillas para tomar posesión de las horas nocturnas. El señor Calder-Hale se había marchado a última hora de la mañana con su grupo de visitantes, la señorita Caroline se había ido hacia las cuatro y poco después Ryan había cobrado su paga del día y se había dirigido a pie hacia la estación de metro de Hampstead. En ese momento sólo quedaban Tally, Muriel y la señora Strickland. Muriel se había ofrecido a llevar en coche a la señora Strickland a la estación y ambas se habían marchado hacia las cinco y cuarto, un poco antes que de costumbre. Tally se quedó mirando el coche mientras éste desaparecía por el camino de entrada y después echó a andar a través de la oscuridad en dirección a la casa.
El viento se estaba levantando en rachas caprichosas que le arrancaban a tiras el optimismo de las horas diurnas. Luchando contra él en el costado este de la casa, se lamentó de no haber dejado las luces encendidas en el interior de su residencia. Desde la llegada de Muriel había aprendido a economizar, pero la calefacción y la electricidad de la casa dependían de un circuito separado del museo, y a pesar de que no había recibido ninguna queja Tally sabía que las facturas se examinaban minuciosamente. Además, Muriel, por supuesto, tenía razón en el sentido de que más que nunca era importante ahorrar dinero, pero al acercarse a la densa oscuridad, deseó con todas sus fuerzas que la luz de la sala hubiese estado encendida para que su brillo a través de las cortinas la tranquilizase diciéndole que aquél seguía siendo su hogar. Se detuvo en la puerta para observar, por encima de la extensión del Heath, el resplandor distante de Londres. Aun cuando oscureciese y el Heath se transformara en un vacío negro bajo el cielo nocturno, seguía siendo su lugar amado y familiar.
Se oyó un ruido entre los arbustos y apareció Vagabundo. Sin ninguna demostración de afecto ni reconocimiento de la presencia de ella, se paseó por el camino y se sentó a esperar a que le abriese la puerta. Vagabundo era un gato callejero. Hasta Tally tenía que admitir que existían muy pocas posibilidades de que alguien quisiera quedarse con él por voluntad propia. Era el gato más grande que había visto nunca, de color anaranjado, una cara cuadrada y plana en la que un ojo estaba ligeramente por debajo del otro, unas zarpas enormes y una cola de la que no parecía saberse dueño del todo, pues pocas veces la utilizaba para mostrar otra emoción que el fastidio. Había salido del Heath el invierno anterior y había permanecido apostado a la puerta de la casa durante dos días hasta que Tally, obrando quizá de manera imprudente, le había sacado un plato de comida para gatos. El animal la había engullido con voracidad y luego había entrado por la puerta abierta hasta la sala y había tomado posesión de un sillón. Ryan, que estaba trabajando ese día, lo había observado con recelo desde la puerta.
– Entra, Ryan. No va a atacarte, sólo es un gato -había dicho Tally-. No puede evitar tener ese aspecto.
– Pero es que es muy grande. ¿Qué nombre va a ponerle?
– No lo he pensado. Tigre o Mermelada son demasiado obvios. Además, lo más probable es que se vaya.
– No tiene pinta de querer irse a ningún sitio. ¿Los gatos callejeros no son todos vagabundos? Podría llamarlo Vagabundo.
Y se le quedó el nombre de Vagabundo.
La reacción de los Dupayne y del personal del museo, expresada a medida que se lo fueron encontrando a lo largo de las dos semanas siguientes, había sido poco entusiasta. La voz de Marcus Dupayne había formulado su desaprobación sin remilgos:
– No lleva collar, lo que indica que nadie lo valoraba especialmente. Supongo que podría poner un anuncio para encontrar al dueño, pero lo más seguro es que éste se alegre de haberlo perdido de vista. Si se queda con él, Tally, asegúrese de que no entra en el museo.
La señora Faraday lo había contemplado con la expresión reprobadora de un jardinero, limitándose a decir que suponía que sería imposible mantenerlo alejado del césped, tal como en efecto ocurrió.
– ¡Qué gato tan horroroso! -había exclamado la señora Strickland-. ¡Pobrecillo! ¿Y no sería más piadoso sacrificarlo? No creo que deba quedarse con él, Tally. Podría tener pulgas. No dejará que se acerque a la biblioteca, ¿verdad? Soy alérgica al pelo de gato.
Tally no esperaba que Muriel se mostrase comprensiva, de modo que su reacción no supuso ninguna sorpresa.
– Será mejor que se asegure de que no pisa el museo. A la señorita Caroline no le haría ni pizca de gracia y yo ya tengo bastante trabajo sin tener que vigilarlo a él. Y espero que no esté pensando en montar una gatera en la casa. Al próximo ocupante no creo que le guste.
Sólo Neville Dupayne pareció no percatarse de su presencia.
Vagabundo inauguró rápidamente una nueva rutina: Tally le daba de comer cuando se levantaba por las mañanas y a continuación desaparecía y rara vez se lo volvía a ver hasta media tarde, cuando se sentaba a la puerta de la casa a esperar que lo dejara entrar para su segunda comida del día. Después de eso volvía a desaparecer hasta las nueve, cuando pedía que lo dejara entrar y a veces se dignaba sentarse un momento en el regazo de Tally para luego ocupar su sillón habitual hasta que la mujer decidía irse a la cama y lo sacaba para que pasase la noche fuera.
Al abrir la lata de sardinas, la comida favorita de Vagabundo, se sorprendió a sí misma alegrándose de verlo. Alimentarlo formaba parte de sus tareas diarias, y de pronto, con la perspectiva de un futuro incierto, la rutina constituía una seguridad reconfortante de normalidad y una pequeña defensa contra los cambios traumáticos. También así sería el resto de la tarde para ella. Al poco se prepararía para su clase semanal de arquitectura georgiana londinense, que tenía lugar a las seis todos los viernes en la escuela local. Cada semana, a las cinco y media en punto, iba en bicicleta hasta allí y llegaba lo bastante pronto para tomarse una taza de café y un bocadillo en el ruidoso anonimato de la cantina.
A las cinco y media, felizmente ajena a los horrores que acontecerían más tarde, encendió las luces, cerró la puerta de la casa y, después de sacar la bicicleta del cobertizo, encendió y ajustó su único faro y se puso a pedalear enérgicamente por el sendero de entrada.