Libro tercero . La segunda víctima

Miércoles 6 de noviembre – Jueves 7 de noviembre

1

El miércoles 6 de noviembre amaneció de manera imperceptible, cuando la luz del alba empezó a filtrarse a través de un cielo madrugador que se cernía espeso como una manta sobre la ciudad y el río. Kate preparó un té y, como de costumbre, se llevó la taza a la terraza. Sin embargo, aquel día no se respiraba frescor en el ambiente. A sus pies, el Támesis fluía con la lentitud de la melaza, como si en lugar de reflejar las luces que danzaban por el río las absorbiese. Las primeras barcazas del día avanzaban pesadamente, sin dejar ninguna estela. Por lo general, aquel momento era de una profunda satisfacción, y de vez en cuando incluso de felicidad, originada por el bienestar físico y la promesa del nuevo día. La vista de aquel río y el piso de dos habitaciones que tenía a sus espaldas representaba un logro que cada mañana le traía una nueva bocanada de satisfacción y seguridad en sí misma. Había conseguido el trabajo que quería y el piso que deseaba en la parte de Londres que había escogido. Podía esperar un ascenso que, según se rumoreaba, tendría lugar muy pronto. Trabajaba con gente que le gustaba y a la que respetaba. Esa mañana se dijo, como casi todos los días, que ser una mujer soltera con casa propia, un trabajo estable y dinero suficiente para cubrir las necesidades significaba disfrutar de más libertad que cualquier otro ser humano.

Sin embargo, esa mañana no pudo evitar que el pesimismo del día se le contagiase. El caso que tenían entre manos seguía siendo muy reciente pero empezaba a entrar en la fase de decadencia, esa parte deprimentemente familiar de la investigación de un asesinato en que el entusiasmo inicial se convierte en rutina y la perspectiva de una solución rápida va menguando con cada día que pasa. La brigada de investigación especial no estaba acostumbrada al fracaso, y de hecho se la consideraba una garantía contra el mismo. A fin de descartar posibles sospechosos habían tomado las huellas de todo aquel que pudiese haber estado en contacto con el bidón de gasolina o entrado en el garaje de forma lícita, y no habían encontrado ninguna no identificada. Nadie admitió haber quitado la bombilla. Al parecer, Vulcano, ya fuese por inteligencia, por suerte o por una mezcla de ambas, no había dejado ninguna prueba incriminatoria. Era ridículamente prematuro preocuparse por el resultado, ya que el caso todavía estaba en su fase inicial, pero Kate no lograba librarse de un temor seudosupersticioso de que tal vez nunca llegasen a tener pruebas suficientes para justificar una detención. Y no sólo eso, sino que, aun en el caso de tenerlas, ¿permitiría la Fiscalía que el caso llegase a juicio cuando el misterioso conductor que había atropellado a Tally Clutton en la casa seguía sin identificar? Además, ¿existía realmente? Cierto era que contaban con las pruebas de la rueda de la bicicleta aplastada y la magulladura en el brazo de Tally, pero ambas podían provocarse fácilmente con una caída adrede o estrellando la bicicleta contra un árbol. La mujer parecía honesta y costaba trabajo imaginarla como una asesina despiadada, sobre todo si se consideraba el método empleado, aunque menos, tal vez, como cómplice. Al fin y al cabo, tenía más de sesenta años y era evidente que valoraba su trabajo y la seguridad que le proporcionaba aquella casa. Para ella sería tan importante que el museo continuase abierto como para los dos Dupayne. La policía no sabía nada acerca de su vida privada, sus temores, sus necesidades psicológicas, los recursos de los que disponía para protegerse del desastre. Sin embargo, si el misterioso conductor existía y se trataba de un visitante inocente, ¿por qué no había aparecido todavía? ¿O acaso estaba siendo ingenua? ¿Por qué iba a hacerlo? ¿Por qué iba a someterse aquél a un interrogatorio policial, a exponer a la luz pública su vida privada, a airear algunos posibles secretos, cuando podía permanecer callado sin que nadie lo encontrase? Aunque fuese inocente, sabía que la policía lo trataría como un sospechoso, probablemente como el principal sospechoso, y si el caso quedaba sin resolver, sería considerado un posible asesino durante toda su vida.

Aquella mañana el museo abría a las diez en punto para que lo visitasen los cuatro invitados canadienses de Conrad Ackroyd. Dalgliesh le había indicado que estuviese allí presente con Benton-Smith. No le había dado ninguna explicación, pero recordaba sus palabras de un caso anterior: «Cuando se trata de un asesinato, procura permanecer lo más cerca posible de los sospechosos y de la escena del crimen.» Aun así, Kate no atinaba a comprender qué esperaba conseguir. Dupayne no había muerto en el museo y Vulcano no habría tenido ninguna razón para entrar en la casa cuando había llegado el viernes anterior. Además, ¿cómo iba a hacerlo sin las llaves? Tanto la señorita Godby como la señora Clutton habían afirmado con rotundidad que al marcharse la puerta del museo había quedado cerrada con llave. Vulcano se habría escondido entre los árboles, en el cobertizo o, lo más probable, en el rincón del garaje a oscuras, esperando, bidón de gasolina en mano, el ruido de la puerta al abrirse y a que la negra figura de su víctima extendiese la mano hacia el interruptor de la luz. La casa en sí no estaba infectada por el horror, pero por primera vez Kate se sintió reacia a volver allí. También estaba contaminándose con el olor agrio del fracaso.

Para cuando estuvo lista para marcharse, el día apenas se había animado, pero no llovía salvo por unos cuantos goterones que salpicaban la acera. Debía de haber llovido a primera hora de la mañana, pues las carreteras estaban grasientas, pero el agua no había refrescado el aire. Ni siquiera cuando llegó al terreno más elevado de Hampstead y bajó las ventanillas del coche se alivió la opresión de la polución atmosférica y la nube sofocante. Las farolas seguían encendidas en el camino de entrada al museo, y cuando dobló la última esquina vio que había luz en todas las ventanas, como si el lugar se preparase para una celebración. Consultó el reloj: eran las diez menos cinco. El grupo visitante ya debía de estar allí.

Aparcó, como de costumbre, detrás de los arbustos de laurel, pensando de nuevo en lo cómodo que resultaba como escondite para cualquiera que quisiera estacionar sin ser visto. Ya se había formado una hilera ordenada de coches; reconoció el Ford Fiesta de Muriel Godby y el Mercedes de Caroline Dupayne. El otro vehículo era un minibús, y pensó que debían de haberlo alquilado para transportar a los canadienses, probablemente durante toda su estancia en Inglaterra. Era evidente que Benton-Smith no había llegado todavía.

Pese al resplandor, la puerta estaba cerrada, y tuvo que llamar al timbre. Le abrió Muriel Godby, quien la saludó con adusta formalidad, lo cual sugería que, pese a que aquella visitante en particular no era distinguida ni bienvenida, convenía, por prudencia, mostrarle el debido respeto.

– El señor Ackroyd y su grupo han llegado y están tomando café en el despacho del señor Calder-Hale. Hay una taza para usted, inspectora, si le apetece.

– De acuerdo. Subiré, entonces. El sargento Benton-Smith debe de estar por llegar. Dígale que se reúna con nosotros, ¿quiere?

La puerta del despacho de Calder-Hale estaba cerrada, pero oyó un murmullo de voces. Después de llamar y entrar, vio a dos parejas y a Ackroyd sentados en diversas sillas, la mayor parte de ellas procedentes, era obvio, de las otras salas. El propio Calder-Hale estaba apoyado contra su mesa y Caroline Dupayne ocupaba la silla giratoria de éste. Todos sostenían tazas de café. Los hombres se pusieron de pie al ver entrar a Kate.

Ackroyd hizo las presentaciones. El profesor Ballantyne y la señora Ballantyne, el profesor McIntyre y la doctora McIntyre. Los cuatro eran de universidades de Toronto y estaban interesados especialmente en historia social inglesa del periodo de entreguerras.

– Les he explicado la trágica muerte del doctor Dupayne -dijo Ackroyd dirigiéndose a Kate-, y que el museo está cerrado al público mientras la policía lleva a cabo la investigación. Bien, ¿comenzamos? Bueno, a menos que quiera un café, inspectora.

La referencia superficial a la tragedia fue recibida sin comentarios. Kate repuso que no quería café, aunque tampoco había sido exactamente una invitación que esperasen que aceptara. Los cuatro visitantes parecían dar por sentada su presencia. Si se estaban preguntando por qué, como personas ajenas al museo, necesitaban ir acompañados por una oficial de policía de rango superior en lo que, en definitiva, era una visita privada, la educación les impedía hacer ningún comentario. La señora Ballantyne, de rostro agradable y edad avanzada, no pareció darse cuenta de que Kate era una agente de policía, e incluso le preguntó al salir del despacho si visitaba el museo con regularidad.

– Sugiero que comencemos por la planta baja con la sala de historia y sigamos con la Galería de Deportes y Entretenimiento antes de subir a la planta de la galería y a la Sala del Crimen. Dejaremos la biblioteca para el final. Conrad describirá las exposiciones de la Sala del Crimen; está más en su línea que en la mía -anunció Calder-Hale.

En ese punto los interrumpió el ruido de pisadas subiendo la escalera a toda prisa, y al cabo de un instante Benton-Smith apareció en la puerta. Kate lo presentó un tanto mecánicamente y el reducido grupo inició su recorrido. A Kate le irritó que su compañero hubiese llegado tarde, pero al consultar su reloj, se dio cuenta de que no podría recriminárselo luego: en realidad, había llegado a la hora acordada.

Bajaron a la sala de historia, donde una pared con una variedad de vitrinas y estanterías se ocupaba de los principales eventos de la historia británica desde noviembre de 1918 hasta julio de 1939. Enfrente, una composición similar mostraba lo que ocurría en el mundo en general. Las fotografías poseían una calidad extraordinaria, y algunas, supuso Kate, eran valiosas e insólitas. El grupo, que avanzaba muy despacio, contempló la llegada de los jefes de Estado a la Conferencia de Paz, la firma del Tratado de Versalles y el hambre y la miseria de Alemania en comparación con las celebraciones de los victoriosos aliados. Una procesión de reyes destronados desfiló ante ellos, con sus ordinarios rostros dignificados -y a veces ridiculizados- por uniformes ostentosos y gorros ridículos. Los nuevos poderosos preferían un uniforme más práctico y proletario, y sus botas altas estaban hechas para avanzar por ríos de sangre. Muchas de las fotografías de carácter político no tenían demasiado significado para Kate, pero vio que Benton-Smith conversaba apasionadamente con uno de los profesores canadienses acerca de la importancia para la mano de obra organizada de la huelga general de mayo de 1926. Entonces recordó que Piers le había dicho que Benton tenía una licenciatura en Historia. Claro, cómo no… A veces Kate reflexionaba, con ironía, que pronto sería la única persona menor de treinta y cinco años sin un título universitario. Tal vez, con el tiempo, acabara por conferirle prestigio. Los visitantes parecían dar por sentado que tanto ella como Benton estaban tan interesados en las exposiciones como ellos y que tenían el mismo derecho a expresar sus opiniones. Siguiéndolos, Kate se dijo con humor que una investigación de asesinato estaba convirtiéndose en una especie de evento social.

Siguió al grupo hasta la galería que se ocupaba de los deportes y el entretenimiento; allí estaban las tenistas con sus diademas y sus molestas faldas largas, y los hombres con sus pantalones de franela blancos, perfectamente planchados; vio pósteres de excursionistas con sus mochilas y sus shorts, adentrándose en una campiña inglesa idealizada; miembros de la Liga Femenina de Salud y Belleza con pantalones bombachos de raso negro y blusas blancas, ejecutando sus ejercicios rítmicos en masa… Había carteles de ferrocarril originales en los que aparecían montañas azules y arenas amarillas, niños con el pelo cortado a lo paje blandiendo cubos y palas, padres en sus discretos trajes de baño aparentemente ajenos al clamor distante de una Alemania armándose para la guerra. Y también allí estaba el abismo omnipresente e insalvable entre ricos y pobres, entre privilegiados y marginados, subrayado por la inteligente disposición de las fotografías, en las que padres y amigos en el torneo de críquet de Eton-Harrow de 1928 podían compararse con los rostros sombríos e inexpresivos de los niños desnutridos fotografiados en su excursión anual de la escuela dominical.

A continuación subieron por la escalera en dirección a la Sala del Crimen. A pesar de que las luces ya estaban encendidas, la oscuridad del día se había intensificado y se percibía un desagradable olor a humedad en el ambiente. Caroline Dupayne, que hasta entonces había permanecido casi todo el tiempo en silencio, dijo:

– Aquí huele a cerrado. ¿No podemos abrir una ventana, James? Que entre un poco de aire fresco.

Calder-Hale se acercó a una ventana y, tras un ligero forcejeo, la abrió unos quince centímetros por la parte superior.

Ackroyd tomó el relevo. «¡Qué hombrecillo tan extraordinario!», pensó Kate, con aquel cuerpo regordete y cuidadosamente entallado, lleno de energía, y aquel rostro tan inocentemente entusiasmado como el de un niño encima de aquella ridícula pajarita de lunares. Dalgliesh había referido a los miembros del equipo su primera visita al Dupayne; siempre agobiado de trabajo, había dedicado un tiempo precioso a llevar a Ackroyd en coche al museo. Kate se preguntó, y no por primera vez, por la singularidad de la amistad masculina, esa camaradería que, aparentemente, no se cimentaba sobre ninguna base de la personalidad, sobre ninguna opinión compartida del mundo, sino, al menos gran número de veces, en un interés común o una experiencia mutua, poco exigente, poco expresiva y que no cuestionaba nada. ¿Qué diablos tenían Dalgliesh y Conrad Ackroyd en común? Sin embargo, saltaba a la vista que el segundo estaba disfrutando de lo lindo. Sin duda, sus conocimientos acerca de los casos de asesinato exhibidos era excepcional, pues hablaba sin consultar nota alguna. Trató durante largo rato el caso Wallace, y los visitantes examinaron con actitud diligente el cartel del Club Central de Ajedrez donde se aseguraba que aquél debía jugar la tarde anterior al asesinato, y contemplaron en respetuoso silencio el juego de ajedrez de Wallace, expuesto en la vitrina.

– La barra de hierro de la vitrina no es el arma del crimen -explicó Ackroyd-; de hecho, nunca la encontraron. Sin embargo, se descubrió que en la casa faltaba una barra similar empleada para rascar las cenizas de la parte inferior de la chimenea. Estas dos fotografías que la policía tomó del cuerpo de la víctima con escasos minutos de diferencia también son interesantes: en la primera se ve el chubasquero arrugado de Wallace, cubierto de manchas de sangre, tapando el hombro derecho de la víctima, mientras que en la segunda ha sido retirado.

La señora Ballantyne observó las fotografías con una mezcla de repugnancia y lástima. Su marido y el profesor McIntyre estaban hablando sobre los muebles y los cuadros de la abarrotada sala de estar, ese santuario, casi nunca utilizado, de respetabilidad de clase media-alta que a ellos, como historiadores sociales, les parecía obviamente más fascinante que la sangre y la masa encefálica destrozada.

– Fue un caso único en tres aspectos -concluyó Ackroyd-: el Tribunal de Apelación anuló el veredicto basándose en que era «incierto teniendo en cuenta las pruebas», con lo que venía a decir que el jurado se había equivocado. Aquello debió de ser mortificante para el presidente del tribunal, lord Hewart, quien vio la apelación y según cuya filosofía el sistema judicial británico era prácticamente infalible. En segundo lugar, el sindicato de Wallace financió la apelación, pero no hasta después de haber convocado a las personas relacionadas en la oficina de Londres y haber celebrado una especie de juicio en miniatura. En tercer lugar, fue el único caso para el que la Iglesia anglicana autorizó una plegaria especial para guiar al Tribunal de Apelación a la decisión correcta. Se trata de una oración magnífica (la Iglesia sabía cómo redactar la liturgia en aquellos tiempos) y pueden verla impresa en el programa del oficio religioso expuesto en la vitrina. A mí me gusta sobre todo la última frase: «Y oremos por los sabios consejos de nuestro soberano el Rey, que sean fieles a las órdenes cristianas del apóstol Pablo. Que nada se juzgue hasta que Nuestro Señor ilumine los secretos ocultos de la oscuridad y haga manifiestos los consejos del corazón.» Al fiscal, Edward Hemmerde, le enfureció la oración y probablemente aún más cuando ésta surtió efecto.

El profesor Ballantyne, el mayor de los dos visitantes masculinos, comentó:

– Los consejos del corazón… -Extrajo una libreta y el grupo esperó pacientemente mientras él, leyendo el oficio religioso, anotaba la última frase de la oración.

Ackroyd no tenía tantas cosas que decir acerca del caso Rouse y se concentró en las pruebas técnicas de la posible causa del incendio, sin mencionar la alusión de Rouse a una hoguera. Kate se preguntó si lo habría hecho por prudencia o por sensibilidad; no esperaba que Ackroyd mencionase la similitud con el asesinato de Dupayne, y el experto consiguió eludir el tema con una cierta habilidad.

Kate sabía que sólo las personas directamente relacionadas con el caso habían sido informadas acerca del misterioso conductor y de que las palabras que éste le había dirigido a Tally Clutton habían sido exactas a las de Rouse. Miró a Caroline Dupayne y a James Calder-Hale durante el cuidadoso relato de Ackroyd, pero ninguno de los dos reveló siquiera un atisbo de interés especial.

Pasaron al asesinato del baúl de Brighton. Para Ackroyd se trataba de un caso menos interesante y resultaba más difícil justificarlo como típico de su época. Se concentró en el baúl.

– Éste era precisamente el baúl de hojalata que usaban los pobres cuando viajaban -explicó-. Podía dar cabida a casi todas las pertenencias de Violette Kaye, y al final fue su ataúd. Su amante, Tony Mancini, fue juzgado en el tribunal de Lewis Assize en diciembre de 1934 y absuelto tras una brillante defensa del señor Norman Birkett. Fue uno de los pocos casos en que las pruebas del patólogo forense, sir Bernard Spilsbury, fueron cuestionadas con éxito. El caso es un ejemplo de lo que de verdad importa en un juicio por asesinato: la calidad y la reputación del abogado defensor. Norman Birkett, que más tarde se convertiría en lord Birkett de Ulverston, tenía una voz extremadamente melódica y persuasiva, que constituía un arma de lo más poderosa. Mancini le debía la vida a Norman Birkett y confiamos en que le mostró su debido agradecimiento. Antes de morir, Mancini confesó que había matado a Violette Kaye. Si quería matarla en realidad o no, es otra cuestión.

A juicio de Kate, el pequeño grupo examinó el baúl más por educación que por auténtico interés. La atmósfera parecía cada vez más cargada. En ese momento deseó que el grupo siguiese avanzando. La Sala del Crimen, y en realidad el museo entero, le habían producido una sensación opresiva desde el instante en que había entrado por primera vez. Había algo ajeno a su espíritu en aquella cuidadosa reconstrucción del pasado. Durante años había intentado olvidar su propia historia y le molestaba y sentía cierto temor ante la claridad y la terrible inevitabilidad con que regresaba, mes a mes. El pasado estaba muerto, acabado, era inalterable. No había nada de él que pudiese compensarse y sin duda nada que pudiese comprenderse del todo. Las fotografías en sepia que la rodeaban no tenían más vida que el papel sobre el que estaban impresas. Los hombres y mujeres muertos hacía tanto tiempo ya habían sufrido y causado sufrimiento y se habían ido. ¿Qué impulso extraordinario había empujado al fundador del Dupayne a exhibirlos con tanto esmero? Lo más probable era que no tuviese más relevancia para su época de la que tenían aquellas fotografías de coches antiguos, la ropa, las cocinas, los artefactos del pasado. Algunas de aquellas personas estaban enterradas en cal viva y otras en cementerios, pero si las hubiesen arrojado a una fosa común habría dado exactamente lo mismo. «¿Cómo vivir con seguridad sino en el momento presente -se preguntó-, el momento que, incluso mientras lo mido, se convierte en pasado?» La incómoda convicción que había experimentado al salir de la casa de la señora Faraday se apoderó de ella de nuevo. No podía enfrentarse con tranquilidad a aquellos años anteriores ni anular su poder siendo una traidora para su pasado.

Estaban a punto de seguir adelante cuando se abrió la puerta y apareció Muriel Godby. Caroline Dupayne estaba junto al baúl y Muriel, un poco acalorada, se acercó a ella. Ackroyd, a punto de presentar el siguiente caso, hizo una pausa, y todos esperaron.

El silencio apabullante y el corro de rostros que se volvieron hacia Muriel desconcertaron a ésta. Estaba claro que pretendía comunicar su mensaje de forma discreta.

– Lady Swathling está al teléfono y pregunta por usted, señorita Dupayne. Le he dicho que está ocupada -le informó.

– Entonces dile que sigo ocupada. La llamaré dentro de media hora.

– Dice que es urgente, señorita Dupayne.

– Vaya, bueno, está bien, iré.

Caroline Dupayne se volvió para marcharse. Muriel Godby aún seguía a su lado y el grupo centró de nuevo su atención en Conrad Ackroyd. Y en ese momento, sucedió. Un teléfono móvil comenzó a sonar rompiendo el silencio, tan inquietante e infausto como una alarma de incendios. No había duda acerca de su procedencia. Todas las miradas se volvieron hacia el baúl. Para Kate, los escasos segundos antes de que se moviera o hablara alguien se hicieron interminables, una suspensión del tiempo en la que vio al grupo paralizado en un retablo, inmóviles como si fueran maniquíes. El sonido metálico continuó.

– Parece que alguien tiene ganas de gastar una broma -dijo Calder-Hale en tono deliberadamente desenfadado-. Un tanto infantil, pero eficaz, desde luego.

Fue Muriel Godby quien actuó. Con el rostro colorado, exclamó: «¡Qué estupidez!», se abalanzó sobre el baúl, se arrodilló y retiró la tapa.

El hedor, asfixiante como un gas, inundó la habitación. Kate, al fondo de todo, sólo acertó a ver un torso encorvado y una mata de pelo amarillo antes de que Muriel apartara las manos de la tapa y ésta cayera de nuevo con un estrépito. A la mujer le temblaban las piernas y sus pies arañaban el suelo como si quisiera levantarse, pero le habían abandonado las fuerzas. Permaneció echada sobre el baúl emitiendo ruidos ahogados, gemidos estremecedores y chillidos lastimeros como un cachorro desconsolado. El teléfono había dejado de sonar. Kate la oyó murmurar: «¡Oh, no! ¡Oh, no!» y por unos segundos también ella quedó paralizada. A continuación, muy despacio, avanzó para hacerse cargo de la situación y realizar su trabajo.

Se volvió hacia el grupo y ordenó con voz estudiadamente serena:

– Retrocedan, por favor.

Se acercó al baúl, rodeó la cintura de Muriel con los brazos y trató de levantarla, pero era un peso muerto. Benton-Smith acudió en su ayuda y juntos incorporaron a Muriel y la llevaron a rastras hasta uno de los sillones.

Kate miró a Caroline Dupayne y preguntó:

– ¿Está la señora Clutton en su casa?

– Supongo…, creo que sí. La verdad es que no lo sé.

– Entonces, lleve a la señorita Godby al despacho de la planta baja y quédese con ella, ¿de acuerdo? Alguien irá con usted en cuanto sea posible. -Acto seguido, se dirigió a Benton-Smith-: Tome la llave de la señorita Dupayne y asegúrese de que la puerta principal está cerrada. Ocúpese de que siga así. Nadie puede marcharse de aquí por el momento. Después llame al comisario Dalgliesh y regrese aquí.

Calder-Hale había permanecido en silencio. Estaba de pie, un poco retirado, con expresión vigilante en los ojos. Volviéndose hacia él, Kate dijo:

– ¿Quieren usted y el señor Ackroyd llevar al grupo a su despacho, por favor? Vamos a necesitar sus nombres y direcciones en este país. Luego podrán marcharse.

Los perplejos visitantes permanecieron inmóviles. Kate estudió sus rostros y le pareció que sólo el anciano profesor Ballantyne, que había estado de pie con su mujer junto al baúl, había llegado a ver el cadáver. Estaba pálido y, tendiendo el brazo, atrajo a su esposa hacia sí.

– ¿Qué es? ¿Hay un animal atrapado ahí dentro? ¿Es un gato muerto? -preguntó la señora Ballantyne, nerviosa.

– Ven aquí, cariño -murmuró su marido, y se unieron al pequeño grupo que desfilaba hacia la puerta.

Muriel Godby se había tranquilizado. Se levantó y dijo con cierta dignidad:

– Lo lamento. Me he llevado tal impresión… Y ha sido tan horrible… Sé que es absurdo, pero por un instante creí que se trataba de Violette Kaye. -Miró con aire lastimoso a Caroline Dupayne-. Perdóneme, perdóneme. Ha sido la impresión.

Haciendo caso omiso de ella, Caroline Dupayne vaciló y luego se dirigió hacia el baúl, pero Kate le impidió el paso.

– Por favor, llévese a la señorita Godby al despacho -le repitió, con mayor firmeza-. Le sugiero que le prepare algo caliente, té o café. Vamos a llamar al comisario Dalgliesh y éste se reunirá con ustedes en cuanto le sea posible. Quizá tarde un poco.

Se produjo un silencio durante el cual Kate esperó a que Caroline protestara. Sin embargo, ésta se limitó a asentir con la cabeza y se volvió hacia Benton-Smith.

– En el armario de las llaves están las de la puerta principal. Se las daré si baja con nosotras.

Kate se quedó a solas. El silencio era absoluto. No se había quitado la chaqueta y en ese momento se palpó los bolsillos para buscar sus guantes, pero entonces recordó que se los había dejado en el coche. Sin embargo, sí llevaba encima un pañuelo grande y limpio. No había prisa, Dalgliesh llegaría pronto con el equipo de homicidios, pero necesitaba al menos abrir el baúl. Aunque no en ese momento. Sería importante disponer de un testigo, de modo que no haría nada hasta que Benton-Smith regresase. Permaneció inmóvil observando el baúl. Benton-Smith llevaba ausente un par de minutos, pero se le estaban haciendo eternos; nada en la habitación parecía real salvo aquel maltrecho receptáculo de horror.

Y en ese momento, por fin, llegó a su lado.

– A la señorita Dupayne no le ha hecho mucha gracia que le digan dónde tiene que esperar -dijo-. La puerta principal ya estaba cerrada y tengo las llaves. ¿Y los visitantes, señorita Miskin? ¿Tiene sentido retenerlos?

– No, cuanto antes salgan de las instalaciones, mejor. Vaya al despacho de Calder-Hale, anote sus nombres y sus señas y dígales unas palabras tranquilizadoras, si es que se le ocurre algo. No admita que hemos encontrado un cadáver, aunque no creo que lo duden.

– ¿Me aseguro de que no hay nada útil que puedan decirnos, algo que les haya llamado la atención?

– No es muy probable. La mujer ya lleva muerta un tiempo y ellos han llegado al museo hace una hora. Deshágase de ellos con la máxima delicadeza y el menor escándalo posible. Interrogaremos al señor Calder-Hale más tarde. El señor Ackroyd debería irse con ellos, pero dudo que logre echar a Calder-Hale. Vuelva en cuanto los haya acompañado a la puerta.

Esta vez, la espera fue más larga. Aunque el baúl estaba cerrado, a Kate le parecía que el olor se intensificaba por momentos. Traía consigo los otros casos, otros cadáveres, y pese a ello era sutilmente distinto, como si el cadáver estuviese proclamando su singularidad aun en la muerte. Kate oyó un murmullo de voces. Benton había cerrado la puerta de la Sala del Crimen al salir, sofocando así cualquier ruido excepto una voz aguda y explicativa que podía haber sido la de Ackroyd y, por espacio de breves minutos, el sonido de las pisadas en las escaleras. Siguió esperando, con la mirada fija en el baúl. Se preguntó si en realidad sería el mismo que había contenido el cuerpo de Violette Kaye. Hasta ese momento, se tratara o no del auténtico, no había encerrado ningún interés especial para ella, pero ahora, allí estaba, negro y un poco abollado, como si quisiera retarla con sus funestos secretos. Encima de él, Tony Mancini la miraba, desafiante, a los ojos. El suyo era un rostro brutal, de ojos oscuros y feroces, boca grande y barba de tres días; estaba claro que el fotógrafo no se había propuesto que pareciese atractivo. Tony Mancini había muerto en su cama porque Norman Birkett lo había defendido, igual que Alfred Arthur Rouse había acabado en la horca porque Norman Birkett había actuado en nombre de la Corona.

Benton-Smith había regresado.

– Una gente muy agradable -comentó-. No han puesto ninguna objeción y no tenían nada que decir salvo que se habían percatado del olor raro en la habitación. Sabe Dios qué historias se llevarán consigo a Toronto… El señor Ackroyd ha protestado un poco. Está muerto de curiosidad. No creo que haya muchas esperanzas de que mantenga la boca cerrada. No he conseguido echar al señor Calder-Hale, quien insiste en que hay cosas que han de acabar en su despacho. El señor Dalgliesh estaba en una reunión, pero ahora sale para aquí. Llegará en unos veinte minutos, más o menos. ¿Quiere esperar, señorita Miskin?

– No -contestó Kate-, no quiero esperar.

Se preguntó por qué era tan importante que fuese ella quien abriese el baúl. Se puso de cuclillas y, con la mano derecha envuelta en el pañuelo, levantó despacio la tapa y la retiró. El brazo parecía pesarle mucho de repente, pero el movimiento ascendente fue tan elegante y normal como si aquella acción formase parte de una ceremonia de inauguración. El hedor era tan insoportable que tuvo que contener la respiración. Como siempre, despertó en ella emociones confusas de las que sólo el estupor, la ira y una triste comprensión de la noción de mortalidad eran reconocibles. Dichas emociones dieron paso a la determinación: aquél era su trabajo, para eso era para lo que la habían entrenado.

La chica estaba agazapada en el baúl como un feto demasiado grande, con las rodillas unidas a la altura del pecho y la cabeza inclinada, casi tocándolas, encima de los brazos cruzados. La impresión era de que la habían empaquetado con delicadeza, como a un objeto, en aquel espacio reducido. El rostro permanecía fuera de la vista, pero unos mechones de pelo amarillo caían con la suavidad de la seda sobre sus piernas y hombros. Llevaba un traje chaqueta de color crema y unos botines caros de piel de color negro. Tenía la mano derecha curvada sobre el brazo izquierdo. Pese a las largas uñas pintadas de un rojo intenso y el grueso anillo de oro en el dedo medio, aquella mano parecía tan pequeña y vulnerable como la de un niño.

– No lleva bolso y no veo el teléfono móvil -señaló Benton-Smith-. Lo más probable es que lo lleve en uno de los bolsillos de la chaqueta. Al menos nos servirá para averiguar quién es.

– No tocaremos nada más -anunció Kate-. Esperaremos al señor Dalgliesh.

– ¿Qué son esas flores muertas desparramadas por el pelo, señorita Miskin? -preguntó Benton-Smith, inclinándose hacia delante.

Las florecillas aún conservaban restos de color morado y Kate reconoció la forma de las dos hojas.

– Son o, mejor dicho, eran violetas africanas -contestó.

2

Dalgliesh sintió un gran alivio cuando llamó al hospital donde Miles Kynaston daba clases y supo que podía estar disponible de inmediato, ya que acababa de empezar una sesión que era posible posponer. Teniendo en cuenta que se trataba de uno de los mejores patólogos del mundo, cabía esperar que se hubiese abalanzado ya sobre algún cadáver hediondo en un campo lejano o que lo hubiesen reclamado para algún caso en el extranjero. Podría haber llamado a otros patólogos del Ministerio del Interior, pues todos eran más que competentes, pero Miles Kynaston siempre había sido el favorito de Dalgliesh. Era interesante, pensó, que dos hombres que tan poco sabían de sus respectivas vidas privadas, que no tenían nada en común salvo el interés por su trabajo y que rara vez se veían salvo en el lugar donde había un cadáver, a menudo en estado de putrefacción, siempre se encontraran con la reconfortante seguridad de la comprensión y el respeto instintivos. La celebridad y la repercusión de algunos casos muy sonados no habían convertido a Kynaston en una prima donna. Acudía con prontitud cada vez que lo convocaban, se abstenía de hacer los chistes macabros que algunos patólogos y detectives empleaban como antídoto contra el horror o el asco, elaboraba informes de autopsia que eran auténticos modelos de claridad y buena prosa y, cuando subía al estrado, todo el mundo lo escuchaba con respeto y atención. De hecho, corría el peligro de que lo considerasen infalible. El recuerdo del gran Bernard Spilsbury seguía fresco en la mente de todos; para el sistema de justicia criminal resultaba contraproducente que un perito no tuviese más que subir al estrado para que todo el mundo lo creyese a pies juntillas.

Corría el rumor de que la verdadera vocación de Kynaston había sido estudiar Medicina, pero que había tenido que cambiar de orientación por su renuencia a enfrentarse al sufrimiento humano. Era obvio que, como patólogo forense, se evitaba esa parte: no sería él quien habría de llamar a puertas desconocidas, armándose de valor para comunicar las terribles noticias a algún padre o marido preocupado. Sin embargo, a Dalgliesh aquel rumor le parecía infundado, pues sin duda el patólogo debía de haber descubierto su aversión a enfrentarse al dolor antes de decidir la carrera. Tal vez lo que había impulsado a Kynaston era una obsesión por la muerte, sus causas, sus múltiples manifestaciones, su universalidad e inevitabilidad, su misterio intrínseco. Sin profesar ninguna creencia religiosa -que Dalgliesh supiese-, trataba los cadáveres como si el sistema nervioso todavía sintiese y los ojos vidriosos aún le suplicaran un veredicto de esperanza. Cuando Dalgliesh observaba las manos pequeñas y regordetas del patólogo, enfundadas en guantes de látex y desplazándose por un cuerpo, a veces tenía la irracional sensación de que Kynaston estaba administrando su propia y laica extremaunción.

Aunque durante años había conservado el mismo aspecto, desde el último encuentro de ambos el patólogo había envejecido perceptiblemente, como si de repente hubiese pasado a la siguiente fase en el continuo del deterioro físico. Su cuerpo parecía más pesado y torpe, y las entradas que coronaban su frente moteada se habían acentuado, pero tenía la vista tan aguda como siempre y el pulso igual de firme.

Pasaban tres minutos de mediodía. Ya había bajado las persianas, como si pretendiera desconectar el tiempo además de evitar la hostilidad de la media luz de última hora de la mañana. A Dalgliesh, la Sala del Crimen se le antojó abarrotada, aunque sólo había seis personas presentes, aparte de Kynaston, él mismo, Kate y Piers. Los dos fotógrafos habían terminado su trabajo y empezaban a recoger sus equipos en silencio, pero un foco seguía iluminando el cuerpo desde arriba. Dos expertos en huellas estaban examinando el baúl mientras Nobby Clark y un segundo oficial especialista en la escena del crimen inspeccionaban minuciosamente el suelo que, a primera vista, ofrecía pocas esperanzas de arrojar pistas físicas. Ataviados con la ropa propia de su oficio, todos se movían con seguridad silenciosa, hablando en voz baja pero con naturalidad, sin susurrar de manera forzada. A Dalgliesh se le ocurrió pensar que parecían absortos en algún rito esotérico secreto. Las fotografías de las paredes estaban alineadas como una hilera de testigos silenciosos, contaminando la habitación con las tragedias y las miserias del pasado: Rouse, con el pelo brillante y bien peinado y su sonrisa displicente de seductor; Wallace, con su jersey de cuello alto y sus ojos afables tras las gafas de montura metálica; Edith Thompson, con un sombrero de ala ancha, riendo junto a su joven amante bajo un cielo de verano.

Habían sacado el cadáver y ahora el cuerpo yacía junto al baúl sobre una sábana de plástico. El brillo despiadado de la luz que la iluminaba directamente eliminaba los últimos vestigios de humanidad, de manera que la mujer resultaba tan artificial como una muñeca a punto de ser embalada. El pelo amarillo brillante mostraba una línea de color castaño en las raíces. Debió de ser guapa en vida, con una sensualidad felina, pero ya no había belleza ni paz en ese rostro inerte. Sus ojos de un azul claro estaban abiertos y eran ligeramente exoftálmicos; se diría que con una ligera presión en la frente, los dos globos se desencajarían y saldrían rodando como canicas por las pálidas mejillas. Tenía la boca entreabierta, y los dientes pequeños y perfectos descansaban en el labio inferior en un remedo de mohín. Un hilillo de mucosidad se había secado en el labio superior. Se apreciaba un moratón a cada lado del delicado cuello, donde la presión asesina de unas manos poderosas le había arrebatado la vida.

Dalgliesh permaneció de pie en silencio mientras Kynaston, encorvado, se desplazaba despacio alrededor del cuerpo, extendía con suavidad los pálidos dedos y movía la cabeza de izquierda a derecha para inspeccionar mejor los hematomas. A continuación buscó el termómetro rectal en el viejo maletín que siempre llevaba consigo. Al cabo de unos minutos, una vez finalizado el examen preliminar, se incorporó.

– La causa de la muerte es evidente: fue estrangulada. El asesino llevaba guantes y era diestro. No hay otras marcas ni arañazos, ni indicios de que la víctima intentase zafarse de la mano que la agarraba. Debió de perder el conocimiento enseguida. La mayor presión la ejerció la mano derecha desde delante. Se aprecia la marca de un dedo pulgar justo por debajo de la mandíbula inferior, sobre el cornu del tiroides. Hay marcas en el lado izquierdo del cuello por la presión de los dedos opuestos. Como pueden observar, éstas se hallan un poco por debajo, siguiendo el lado del cartílago del tiroides.

– ¿Pudo hacerlo una mujer? -preguntó Dalgliesh.

– Habría necesitado ejercer mucha fuerza, pero no una fuerza descomunal. La víctima es delgada y el cuello bastante estrecho. Una mujer podría haberlo hecho, pero no, por ejemplo, una mujer frágil o una persona con artritis en las manos. ¿La hora de la muerte? Eso resulta difícil de determinar, ya que el baúl es prácticamente hermético. Tal vez pueda ser más preciso después de la autopsia. Por el momento, calculo que debe de llevar muerta al menos cuatro días, casi cinco.

– Dupayne murió hace unas ciento ochenta horas, el pasado viernes -señaló Dalgliesh-. ¿Es posible que esta muerte ocurriera a la misma hora aproximadamente?

– Sí es posible, pero ni siquiera la autopsia me permitirá precisarlo con tanta exactitud. Mañana por la mañana tengo un hueco libre a las ocho y media. Intentaré tener un informe listo para primera hora de la tarde.

Habían encontrado el móvil, uno de los modelos más recientes, en el bolsillo de la chaqueta. Dirigiéndose al otro extremo de la habitación con las manos enguantadas, Piers pulsó los botones para descubrir el origen de la llamada y a continuación marcó el número.

Respondió una voz masculina.

– Taller de Mercer.

– Me parece que acaba de telefonear a este número y no hemos contestado a su llamada.

– Sí, señor. Era para decir que el coche de Celia Mellock ya está listo. ¿Lo recogerá ella o prefiere que se lo llevemos?

– Será mejor que se lo lleven. Tiene la dirección, ¿verdad?

– Sí, la tenemos. Es el 47 de Manningtree Gardens, Earls Court Road.

– Ahora que lo pienso, será mejor que no lo lleve. Acaba de marcharse y tal vez prefiera recogerlo ella misma. Bueno, ya le diré que está listo. Gracias.

»Tenemos el nombre y la dirección, señor -anunció Piers-. Y ya sabemos por qué no vino en coche al museo. Lo tenía en el taller. Se llamaba Celia Mellock, y la dirección es el 47 de Manningtree Gardens, Earls Court Road.

Habían puesto unos guantes de plástico a la chica muerta y las uñas, muy rojas, brillaban como si las hubiesen sumergido en sangre. El doctor Kynaston le levantó las manos con cuidado y se las cruzó sobre el pecho. Cubrieron el cuerpo con la sábana de plástico y subieron la cremallera de la bolsa. El fotógrafo empezó a desmontar su lámpara y el doctor Kynaston, ahora ya sin guantes, se quitó la bata y la guardó de nuevo en el maletín. Habían llamado al coche del depósito de cadáveres y Piers había bajado a esperarlo. En ese momento se abrió la puerta y entró una mujer con aire decidido.

Kate se dirigió a ella con voz brusca.

– Señora Strickland, ¿qué está haciendo aquí?

– Es miércoles por la mañana -respondió la señora Strickland con toda naturalidad-. Vengo todos los miércoles de nueve y media a una, y los viernes de dos a cinco. Este es el horario que establecimos. Creía que ya lo sabían.

– ¿Quién la ha dejado entrar?

– La señorita Godby, por supuesto. Entiende perfectamente que los voluntarios debemos ser rigurosos con nuestras obligaciones; ha dicho que el museo estaba cerrado al público, pero yo no soy el público.

Se acercó sin vacilar a la bolsa que contenía el cuerpo de la joven muerta.

– Veo que tienen un cadáver aquí dentro. Detecté el olor inconfundible en cuanto abrí la puerta de la biblioteca. Tengo un olfato envidiable. Me preguntaba qué le habría pasado al grupo de visitantes del señor Ackroyd; me dijeron que visitarían la biblioteca y saqué algunas de las publicaciones más interesantes para que las vieran. Es de suponer, teniendo en cuenta las circunstancias, que no van a venir.

– Ya se han marchado, señora Strickland -le explicó Dalgliesh-, y me temo que también a usted habré de pedirle que se marche.

– Lo haré dentro de diez minutos, cuando termine mi jornada, pero antes guardaré las publicaciones que había preparado. Me parece que ha sido una pérdida de tiempo. Ojalá me hubiese informado alguien de lo que estaba sucediendo. A propósito, ¿qué está pasando? Me imagino que se trata de una segunda muerte sospechosa, ya que está usted aquí, comisario. Nadie del museo, espero.

– Nadie del museo, señora Strickland. -Dalgliesh, ansioso por librarse de ella pero sin querer contrariarla, contuvo su impaciencia.

– Un hombre, supongo -dijo-. Veo que no hay ningún bolso. Ninguna mujer iría sin bolso. ¿Y flores marchitas? Parecen violetas africanas. Son violetas, ¿no? ¿Es una mujer?

– Es una mujer, pero debo pedirle que se muestre discreta, hemos de informar a la familia. Alguien debe de estar echándola en falta, preocupándose por saber su paradero. Hasta que se informe a los familiares, cualquier filtración podría dar al traste con la investigación y causar un dolor innecesario. Estoy seguro de que lo entiende. Lamento que no supiéramos que estaba usted en el museo, es una suerte que no haya venido antes…

– Los cuerpos de los muertos no me trastornan -explicó la señora Strickland-. Los de los vivos sí, a veces. No diré nada. Supongo que la familia estará al corriente, me refiero a los Dupayne, claro está.

– La señorita Dupayne estaba aquí cuando encontramos el cuerpo, al igual que el señor Calder-Hale. No me cabe duda de que uno de ellos, o tal vez los dos, habrán llamado a Marcus Dupayne.

La señora Strickland por fin se disponía a dar media vuelta para marcharse.

– Estaba en el baúl, supongo.

– Sí -contestó Dalgliesh-, estaba en el baúl.

– ¿Con las violetas? ¿Trata alguien de relacionarla con Violette Kaye?

Las miradas se encontraron, pero no hubo muestra alguna de reconocimiento. Era como si el momento de intimidad en el piso del Barbican, el vino que compartieron, las confidencias no hubiesen existido en absoluto. Podría haber estado hablando con una desconocida. ¿Era ése el modo que tenía la anciana de distanciarse de alguien en quien había confiado peligrosamente?

– Señora Strickland -siguió Dalgliesh-, debo insistir en que se marche ahora para que podamos continuar con nuestra labor.

– Por supuesto; no quisiera obstruir el cumplimiento de la ley -replicó con un deje irónico. Cuando ya se dirigía a la puerta, se volvió de repente y anunció-: No estaba en el baúl a las cuatro del pasado viernes, por si les sirve de ayuda.

Se produjo un silencio. Si la señora Strickland pretendía marcharse poniendo una dramática nota final, lo había conseguido.

Dalgliesh habló en tono tranquilo.

– ¿Cómo puede estar segura de eso, señora Strickland?

– Porque estaba aquí cuando Ryan Archer abrió el baúl. Y supongo que querrá saber por qué.

Dalgliesh tuvo que vencer el ridículo impulso de contestarle que ni en sueños se le ocurriría preguntárselo. La señora Strickland siguió hablando:

– Fue por pura curiosidad… aunque tal vez sería más apropiado decir «impura» curiosidad. Creo que el chico siempre había querido ver el interior del baúl. Acababa de pasar la aspiradora por el pasillo de la biblioteca. No era un momento adecuado, por supuesto, nunca lo es. Me resulta difícil concentrarme con ese desagradable ruido de fondo y si hay visitantes, tiene que apagarla. Bueno, el caso es que estaba allí. Cuando apagó la aspiradora, entró en la biblioteca; no sé por qué, a lo mejor buscaba un poco de compañía. Yo había terminado unas etiquetas nuevas para la exposición de Wallace y él se acercó a echarles un vistazo. Mencioné que iba a llevarlas a la Sala del Crimen y me preguntó si podía acompañarme. No vi ninguna razón que lo impidiera.

– ¿Y está segura de la hora?

– Completamente. Entramos en la sala justo antes de las cuatro. Nos quedamos unos cinco minutos y luego Ryan se fue a cobrar su paga semanal. Yo me fui poco después de las cinco. Muriel Godby estaba en la recepción y, como ya saben, se ofreció a llevarme en coche a la estación de metro de Hampstead. Esperé mientras ella y Tally Clutton hacían la inspección final del museo. Calculo que serían las cinco y veinte cuando al fin nos fuimos.

– ¿Y el baúl estaba vacío? -preguntó Kate.

La señora Strickland la miró.

– Puede que Ryan no sea el chico más inteligente del mundo ni el más digno de confianza, pero si hubiese encontrado un cuerpo en el baúl, supongo que lo habría mencionado. Aparte de eso, habría habido otros indicios…, es decir, si la mujer hubiese llevado allí un tiempo considerable.

– ¿Recuerda la conversación? ¿Se dijeron algo significativo?

– Según creo recordar, advertí a Ryan que no tocara las piezas de la exposición. No le regañé: su acción me pareció del todo natural. Me parece que mencionó que el baúl estaba vacío y que no había manchas de sangre. Por su voz, parecía decepcionado.

Dalgliesh se volvió hacia Kate.

– A ver si puedes localizar a Ryan Archer. Es miércoles, tendría que estar aquí. ¿Lo viste al llegar?

– No, señor. Seguramente estará en alguna parte del jardín.

– Intenta encontrarlo y que te lo confirme todo. No le digas por qué se lo preguntas; cuanto más tarde en enterarse, mejor. Dudo que resista la tentación de divulgar la historia. Ahora lo primero es comunicar la muerte a los familiares.

La señora Strickland se dio media vuelta para irse.

– Sobre todo, que se lo confirme el muchacho, aunque yo trataría de no alarmarlo: si lo asustan, sólo conseguirán que lo niegue -dijo.

A continuación se marchó. Bajó por la escalera y Kate la vio regresar a la biblioteca.

Benton-Smith montaba guardia junto a la puerta principal.

– Se están impacientando -dijo, señalando el despacho con la cabeza-. La señorita Dupayne ha salido dos veces para preguntar cuándo vendrá a verlos el comisario. Al parecer, la necesitan en la escuela: una posible alumna va a visitar el lugar con sus padres, por eso lady Swathling la había llamado antes.

– Dígale a la señorita Dupayne que el comisario no tardará mucho -le ordenó Kate-. ¿Ha visto a Ryan Archer?

– No, señorita. ¿Qué ocurre?

– La señora Strickland dice que el pasado viernes a las cuatro estuvo en la Sala del Crimen con Ryan y que él abrió el baúl.

Benton ya estaba abriéndole la puerta.

– Eso es útil. ¿Y está segura de la hora?

– Eso dice. Ahora me voy a hablar con Ryan para comprobarlo. Es miércoles, el chico debería andar por algún sitio.

Pese a la escasa luz del día, le sentó bien salir al aire fresco, dejar el museo. Corrió a echarle un vistazo al camino de entrada, pero no halló ni rastro de Ryan. Estaba llegando la furgoneta del depósito de cadáveres y, mientras Kate observaba la escena, Benton-Smith salió del museo y echó a andar a buen paso para abrir la barrera. Kate no se detuvo a esperar, ya trasladarían el cuerpo sin su ayuda; su misión consistía en encontrar a Ryan. Pasó por el garaje quemado en dirección a la parte posterior del museo y encontró al chico trabajando en el jardín de la señora Clutton. Llevaba un abrigo grueso, unos mugrientos vaqueros y un gorro de lana con una borla, y estaba arrodillado junto al parterre frente a la ventana, horadando la tierra con su plantador y sembrando bulbos. Levantó la vista al oírla acercarse y Kate advirtió en su semblante una mezcla de cautela y miedo.

– Tienes que ponerlos más hondo, Ryan -le dijo-. ¿Es que no te lo ha dicho la señora Faraday?

– No sabe que estoy trabajando aquí, aunque le daría lo mismo. Puedo echar una mano con el jardín de la señora Tally cuando tengo tiempo. Esto es para darle una sorpresa la próxima primavera.

– Tú también te llevarás una sorpresa, Ryan, porque no creo que florezcan. Los estás plantando del revés.

– ¿Y eso importa? -Miró consternado el último agujero que había hecho en la tierra.

– Supongo que al final se enderezarán y acabarán saliendo -lo tranquilizó Kate-. No soy ninguna experta. Ryan, ¿miraste en el interior del baúl de la Sala del Crimen? Estoy hablando del viernes pasado. ¿Abriste la tapa?

Él hincó el plantador más hondo y con mucha fuerza en la tierra.

– No, nunca. ¿Por qué iba a hacerlo? Tengo prohibida la entrada en la Sala del Crimen.

– En cambio la señora Strickland asegura que estuviste allí con ella. ¿Estás diciendo que miente?

Ryan tardó un rato en responder:

– Bueno, ahora que lo dice, a lo mejor tiene razón. Ya no me acordaba. Bueno, no es nada malo. Sólo es un baúl vacío.

– Entonces, ¿eso es todo? ¿Estaba vacío?

– Bueno, no había ninguna fulana muerta cuando yo miré. Ni siquiera había sangre. La señora Strickland estaba conmigo, ella se lo dirá. Pero ¿quién se ha quejado?

– No se ha quejado nadie, Ryan. Sólo queríamos estar seguros de los hechos. Entonces, ¿ahora nos estás diciendo la verdad? ¿Estuviste con la señora Strickland justo antes de irte del museo y miraste en el interior del baúl?

– Eso he dicho, ¿no? -A continuación levantó la vista y Kate advirtió que el miedo iba asomando a sus ojos-. ¿Por qué lo pregunta? ¿Qué tiene que ver con la policía? Han encontrado algo, ¿verdad?

Si el chico pregonaba la noticia antes de que se informase a los familiares, sería una catástrofe. Lo mejor era no contarle nada, aunque eso era casi imposible. Pronto acabaría enterándose de la verdad de todos modos.

– Hemos encontrado un cadáver en el baúl -le explicó-, pero no sabemos cómo ha llegado hasta allí. Hasta que lo averigüemos, es muy importante que seas discreto y te advierto que si hablas nos enteraremos, porque nadie más lo hará. ¿Entiendes lo que te digo, Ryan?

– ¿Y qué pasa con la señora Tally? -preguntó con un gruñido-. ¿Tampoco puedo decírselo a la señora Tally? Volverá pronto. Le han arreglado la bicicleta y se ha ido a comprar a Hampstead.

– Ya hablaremos nosotros con la señora Tally. Y ahora, ¿por qué no te vas a casa?

– Ésta es mi casa -respondió-. Voy a quedarme aquí con la señora Tally un tiempo. Me iré cuando esté listo.

– Cuando regrese la señora Tally, ¿le dirás que está aquí la policía y que quiere que vaya al museo?

– De acuerdo, se lo diré. Puedo explicarle por qué, ¿no?

Levantó la vista para mirarla con un gesto inocentemente inexpresivo, pero no la engañó.

– No le digas nada, Ryan. Limítate a hacer lo que te pido. Hablaremos contigo más tarde.

Sin añadir una sola palabra más, Kate se marchó. La furgoneta del depósito de cadáveres, siniestra en aquel negro anonimato, seguía aparcada en la entrada. Kate había llegado a la parte delantera del museo cuando oyó el sonido de unas ruedas sobre la gravilla y, al volverse, vio a la señora Clutton pedaleando por el camino. Llevaba el cesto de la bicicleta lleno de bolsas. Se bajó de la bicicleta y la empujó con cuidado hacia el límite del césped para sortear la barrera. Kate se acercó a ella.

– Acabo de hablar con Ryan -le explicó-. Me temo que debo darle malas noticias: hemos encontrado otro cadáver, el de una joven, en la Sala del Crimen.

La señora Clutton aferró el manillar de su bicicleta con más fuerza.

– ¡Pero si esta misma mañana a las nueve he estado en la Sala del Crimen quitando el polvo! No estaba allí entonces.

No había ninguna forma de suavizar la brutal realidad.

– Estaba en el baúl, señora Clutton.

– ¡Qué horror! Siempre me ha dado miedo que algún crío se metiese dentro y se quedase encerrado, aunque era un miedo irracional. A los niños no se les permite entrar en la Sala del Crimen y un adulto no se quedaría atrapado. La tapa no tiene ningún cierre automático y tampoco pesa tanto. ¿Cómo ha sido?

Habían empezado a andar juntas hacia la casa.

– Siento decirle que no se trata de un accidente -le expuso Kate-. La chica ha sido estrangulada.

En ese momento, a la señora Clutton le fallaron las piernas y, por un momento, Kate temió que cayera al suelo. Le ofreció la mano para sostenerla. La señora Clutton se apoyó en la bicicleta, con los ojos fijos en la lejana furgoneta del depósito de cadáveres. Ya la había visto antes. Sabía lo que era, pero mantuvo el control.

– Otra muerte, otro asesinato -dijo-. ¿Se sabe quién es?

– Creemos que se llama Celia Mellock. ¿Le dice algo ese nombre?

– No, no me suena de nada. ¿Y cómo pudo entrar? No había nadie en el museo cuando Muriel y yo cerramos anoche.

– El comisario Dalgliesh está aquí, además del señor y la señorita Dupayne y el señor Calder-Hale -le explicó Kate-. Le agradeceríamos que se reuniese con ellos.

– ¿Y Ryan?

– No creo que lo necesitemos de momento. Ya lo llamaremos si hemos de hablar con él.

Habían llegado al museo.

– Guardaré la bicicleta en el cobertizo y luego iré a reunirme con ustedes -comentó la señora Clutton.

Sin embargo, Kate no la dejó sola. Anduvieron juntas hasta el cobertizo y esperó mientras la señora Clutton metía las bolsas de la compra en la casa pequeña. No había ni rastro de Ryan, a pesar de que su plantador y su cesto seguían en el parterre. Volvieron las dos juntas al museo, en silencio.

3

Kate regresó a la Sala del Crimen. El doctor Kynaston se había marchado.

– ¿Dónde están? -le preguntó Dalgliesh a Kate.

– Se han trasladado a la galería de arte, señor, incluido Calder-Hale. Tally Clutton ha regresado y está con ellos. ¿Quiere verlos a todos juntos?

– Sería una forma muy útil de cotejar las distintas historias. Conocemos la hora de la muerte con bastante precisión: si tenemos en cuenta el testimonio de la señora Strickland y el examen preliminar del doctor Kynaston, debió de ser el viernes por la tarde-noche, más bien temprano que tarde. El sentido común sugiere que murió poco antes o poco después del asesinato de Dupayne. Un asesinato doble; me niego a creer que tengamos dos asesinos independientes actuando en el mismo sitio y la misma tarde casi a la misma hora.

Tras dejar a Benton-Smith en la Sala del Crimen, Dalgliesh, Kate y Piers recorrieron juntos el pasillo vacío y entraron en la galería de arte. Seis pares de ojos se volvieron hacia ellos, aparentemente al mismo tiempo. La señora Strickland y Caroline Dupayne habían colocado los sillones frente a la chimenea. Muriel Godby y Tally Clutton estaban sentadas en el banco de cuero del centro de la habitación. Marcus Dupayne y James Calder-Hale permanecían de pie junto a una de las ventanas. Al mirar a Muriel Godby y Tally Clutton, Kate recordó a unas pacientes que había visto en una sala de espera de oncología, plenamente conscientes de la presencia de la otra pero sin hablarse ni mirarse a los ojos, pues cada una de ellas sabía que sólo podía soportar con serenidad su propia ansiedad, nada más. Sin embargo, también percibió un ambiente de entusiasmo y aprensión a partes iguales al que sólo la señora Strickland parecía inmune.

– Puesto que están todos aquí -empezó a decir Dalgliesh-, parece un momento oportuno para confirmar la información que ya poseemos y averiguar qué es lo que saben, si es que saben algo en concreto, acerca de esta última muerte. El museo deberá permanecer cerrado para que los especialistas en la escena del crimen puedan inspeccionar todas las dependencias. Necesitaré todas las llaves. ¿Cuántos juegos hay y quién los tiene?

Fue Caroline Dupayne quien contestó.

– Mi hermano y yo tenemos un juego cada uno, y también el señor Calder-Hale, la señorita Godby, la señora Clutton y las dos voluntarias. Aparte, hay una copia de llaves que se guarda en el despacho.

– Estos días he tenido que abrirle la puerta a la señora Strickland. Hace diez días me comentó que había perdido sus llaves y le recomendé que esperáramos una semana o así antes de hacer un duplicado -explicó Muriel Godby.

La señora Strickland no hizo ningún comentario.

Dalgliesh se dirigió a Caroline.

– Esta tarde tendré que acompañarla para ver las habitaciones de su apartamento.

Caroline intentó controlarse con cierta dificultad.

– ¿De veras es eso necesario, comisario? El único acceso a las galerías desde mi apartamento está permanentemente cerrado y sólo la señorita Godby y yo misma tenemos acceso a la entrada de la planta baja.

– Si no fuera necesario, no se lo pediría.

– No podemos irnos del museo así, sin más -terció Calder-Hale-. Tengo asuntos pendientes y papeles que debo llevarme para trabajar mañana.

– No le pedimos que se marche inmediatamente -repuso Dalgliesh-, pero me gustaría que nos entregaran las llaves a media tarde. Mientras, los agentes especialistas en la escena del crimen y el sargento Benton-Smith permanecerán aquí, y la Sala del Crimen, como es lógico, permanecerá cerrada para ustedes.

La consecuencia de aquello les resultó tan clara como poco grata: mientras permaneciesen en el interior del museo, estarían sometidos a una discreta pero eficaz vigilancia.

– De modo que no ha sido un accidente -inquirió Marcus Dupayne-. Pensaba que tal vez la chica se había metido en el interior del baúl, por curiosidad o por algún tipo de apuesta, que la tapa le cayó encima y se quedó atrapada. ¿No es ésa una posibilidad? ¿Muerte por asfixia?

– No en este caso -respondió Dalgliesh-, pero antes de que sigamos hablando, sería conveniente que dejáramos el museo a los especialistas en la escena del crimen. Señora Clutton, ¿le importaría que utilizásemos su sala de estar?

Tally Clutton y la señora Strickland se habían puesto de pie. En ese momento, desconcertada, Tally miró a Caroline Dupayne, quien se encogió de hombros y dijo:

– Es su casa mientras viva usted allí. Si cabemos todos, ¿por qué no?

– Creo que habrá sitio suficiente -respondió Tally-. Podría traer más sillas del comedor.

– Entonces, vamos y acabemos ya con esto -sentenció Caroline Dupayne.

El pequeño grupo abandonó la galería y esperó un momento en el pasillo mientras Dalgliesh volvía a cerrar la puerta con llave. Rodearon la casa en silencio como un alicaído cortejo fúnebre que abandonara el crematorio. Mientras seguía a Dalgliesh por el porche de la casa pequeña, Kate casi esperaba encontrar unos sándwiches y un refresco en la mesa de la sala de estar.

Una vez dentro, se produjo un pequeño revuelo cuando Marcus Dupayne, con la ayuda de Kate, llevó unas cuantas sillas más y los presentes se acomodaron alrededor de la mesa del centro. Sólo Caroline Dupayne y la señora Strickland parecían sentirse cómodas; ambas escogieron la silla que quisieron, se sentaron rápidamente y esperaron, Caroline Dupayne con adusta conformidad y la señora Strickland con gesto de expectación controlada, como si estuviese lista para quedarse mientras lo que sucediese le resultara interesante.

El alegre ambiente hogareño de la habitación resultaba extraño para esa clase de reunión, sobre todo teniendo en cuenta el asunto que debían tratar. La estufa de gas estaba encendida al mínimo, seguramente, pensó Kate, para contentar al enorme gato anaranjado que estaba hecho un ovillo en uno de los dos sillones junto a la fuente de calor. Piers, que pretendía limitarse a contemplar la escena apartado del grupo, lo echó de allí sin miramientos. El animal, ofendido, se dirigió a la puerta sacudiendo la cola y luego salió disparado hacia las escaleras.

– ¡Vaya por Dios! -exclamó Tally-. ¡Ahora se meterá en el parterre! Vagabundo sabe que tiene prohibido hacer eso. Perdónenme.

Salió corriendo tras él mientras los demás esperaban con la incómoda sensación de los invitados que llegan en un momento inoportuno. Tally apareció en la puerta con un dócil Vagabundo en brazos.

– Lo dejaré fuera. Normalmente sale hasta última hora de la tarde, pero esta mañana ha tomado posesión del sillón y se ha quedado dormido. Me ha dado pena molestarlo.

La oyeron reñir al gato y luego cerrar la puerta principal. Caroline Dupayne miró a su hermano, arqueando las cejas y torciendo la boca con una breve sonrisa burlona. Por fin estaban listos.

Dalgliesh se quedó de pie junto a la ventana del lado sur.

– La chica muerta se llama Celia Mellock. ¿Alguno de ustedes la conocía?

No le pasó desapercibida la mirada fugaz que Muriel Godby dirigió a Caroline Dupayne, pero la primera no dijo nada y fue Caroline quien contestó.

– Tanto la señorita Godby como yo la conocemos o, mejor dicho, la conocíamos. Fue alumna de Swathling’s el año pasado, pero se marchó al final del segundo trimestre, es decir, la primavera de 2001. La señorita Godby trabajó como recepcionista en la escuela el trimestre anterior. No he visto a Celia desde que se fue. Yo no le di clases, pero sí la entrevisté a ella y a su madre antes de admitirla. Sólo se quedó dos trimestres y no era muy buena estudiante.

– ¿Están sus padres en Inglaterra? Sabemos que la dirección de la señorita Mellock es el 47 de Manningtree Gardens, Earls Court Road. Hemos llamado por teléfono, pero no contesta nadie.

– Imagino que ésa será su dirección, no la de sus padres -repuso Caroline Dupayne-. La verdad es que no tengo muchos datos sobre la familia. Su madre se casó por tercera vez aproximadamente un mes antes de que Celia ingresara en la escuela. No recuerdo el nombre del nuevo marido, creo que es un industrial o algo así. Rico, por supuesto. La propia Celia no era pobre: su padre dejó un fondo fiduciario y ella tuvo acceso al capital a los dieciocho. Demasiado joven, pero así son las cosas. Creo recordar que su madre solía pasar la mayor parte del invierno fuera. Si no se encuentra en Londres, seguramente estará en las Bermudas.

– Tiene usted una memoria prodigiosa, muchas gracias -dijo Dalgliesh.

Caroline Dupayne se encogió de hombros.

– No suelo fallar al elegir a las alumnas, pero esta vez me equivoqué. Tenemos pocos fracasos en Swathling’s, de modo que suelo recordarlos.

En ese momento, Kate tomó el relevo.

– ¿Conoció usted bien a Celia Mellock mientras estuvo en la escuela? -le preguntó a Muriel Godby.

– No, en absoluto. Tenía muy poco contacto con las alumnas, y el poco contacto que tenía no era agradable. Algunas de ellas me detestaban, todavía no entiendo por qué. Una o dos se mostraban verdaderamente hostiles y las recuerdo muy bien, pero no era el caso de esa chica. No creo que viniese a menudo a la escuela y dudo que llegásemos a hablar alguna vez.

– ¿Alguien más conocía a la chica? -Nadie contestó, pero negaron con la cabeza-. ¿Tiene alguien alguna idea de por qué pudo haber venido al museo?

Una vez más, negaron con la cabeza.

– Es de suponer que viniese como visitante -se aventuró a decir Marcus Dupayne-, ya fuese sola o con su asesino. Es poco probable que viniese por casualidad. Tal vez la señorita Godby la recuerde.

Todas las miradas se volvieron hacia Muriel.

– Dudo que la hubiese reconocido si la hubiese visto entrar en el museo -contestó-. Puede que ella me hubiese reconocido a mí y me hubiese dicho algo, pero es poco probable. Si yo no me acuerdo de ella, ¿por qué iba ella a acordarse de mí? No entró en el museo mientras yo estaba en recepción.

– Es de suponer que en Swathling’s tendrán el nombre y la dirección de la madre de la señorita Mellock. ¿Quiere llamar a la escuela y preguntarlo, por favor? -pidió Dalgliesh.

Era obvio que la petición no fue recibida con agrado.

– ¿Y no parecerá un poco raro? La chica se marchó el año pasado y después de sólo dos trimestres -objetó Caroline.

– ¿Y los expedientes se destruyen tan rápido? Seguro que no. No es preciso que hable con lady Swathling, pídale a una de las secretarias que busque el archivo. ¿No es usted la codirectora del centro? ¿Por qué no puede pedir cualquier información que necesite?

La mujer siguió vacilando.

– ¿Y no puede averiguarlo por otros medios? La muerte de la chica no guarda ninguna relación con Swathling’s.

– Todavía no sabemos con qué guarda relación. Celia Mellock había sido alumna de Swathling’s, usted es la codirectora, y han encontrado muerta a la chica en el museo.

– Hombre, dicho así…

– Sí, dicho así. Debemos informar a la familia. Seguramente habrá otras formas de averiguar la dirección, pero ésta es la más rápida.

Caroline acabó cediendo y levantó el auricular del teléfono.

– ¿Señorita Cosgrove? Necesito la dirección y el número de teléfono de la madre de Celia Mellock. El expediente está en el armario de la izquierda, la sección de ex alumnas.

La espera se prolongó durante un minuto y luego Caroline anotó la información y se la pasó a Dalgliesh.

– Gracias -le contestó él y le entregó la nota a Kate-. Intenta concertar una entrevista lo antes posible.

Kate salió de la casa para llamar desde su teléfono móvil. La puerta se cerró tras ella.

La opacidad de primera hora de la mañana se había desvanecido, pero no hacía sol y el viento era frío. Kate decidió hacer la llamada desde su coche. La dirección era de la calle Brook y respondió al teléfono una voz empalagosa de alguien que a todas luces formaba parte del servicio. Lady Holstead y su marido se encontraban en su casa de las Bermudas; no estaba autorizado para dar el número.

– Soy la detective inspectora Miskin, de New Scotland Yard -se presentó Kate-. Si quiere comprobar mi identidad, le daré un número para que llame. Preferiría no perder tiempo, necesito hablar urgentemente con sir Daniel.

Hubo una pausa.

– ¿Tiene la bondad de esperar un momento, inspectora? -dijo la voz.

Kate oyó el ruido de unos pasos. Al cabo de treinta segundos, la voz volvió a hablar y le dio el número de las Bermudas, repitiéndolo con cuidado.

Kate colgó y se lo pensó dos veces antes de realizar la segunda llamada. Sin embargo, no había otra opción: tendría que comunicar la noticia por teléfono. En las Bermudas debía de ser cuatro horas más temprano. Era posible que para ellos fuese muy pronto, pero no una hora intempestiva o irrazonable. Marcó el número y obtuvo una respuesta casi inmediata.

Le contestó una voz masculina, brusca y cargada de indignación.

– ¿Sí? ¿Quién es?

– Soy la detective inspectora Miskin, de New Scotland Yard. Necesito hablar con sir Daniel Holstead.

– Holstead al habla. Y sepa que es una hora especialmente desconsiderada para llamar. ¿De qué se trata? No será otro intento de robo en el piso de Londres, espero.

– ¿Está usted solo, sir Daniel?

– Estoy solo. Quiero saber de qué diablos va todo esto.

– Se trata de su hijastra, sir Daniel.

Antes de que Kate tuviese tiempo de continuar, el hombre la interrumpió.

– ¿Y en qué puñetas se ha metido ahora? Oiga, mi esposa ya no es responsable de ella, y por mi parte yo nunca lo he sido. La chica tiene diecinueve años, lleva su propia vida y tiene su propio piso. Que aprenda a resolver sus asuntos ella sola. Desde el día en que empezó a hablar no ha hecho más que traer problemas a su madre. ¿Qué ha sido ahora?

Saltaba a la vista que sir Daniel no estaba de muy buen humor a primera hora de la mañana, circunstancia que podía llegar a resultar una ventaja.

– Me temo que he de darle malas noticias, sir Daniel -dijo Kate-. Celia Mellock ha sido asesinada. Hemos encontrado su cuerpo esta mañana temprano en el Museo Dupayne, Hampstead Heath.

El silencio era tan absoluto que Kate se preguntó si la habría oído. Estaba a punto de hablar cuando Holstead dijo:

– ¿Asesinada? Asesinada, ¿cómo?

– Fue estrangulada, sir Daniel.

– ¿Me está diciendo que han encontrado a Celia estrangulada en un museo? ¿Esto no será alguna broma macabra?

– Lo siento, pero no. Puede comprobar la información telefoneando al Yard. Pensamos que sería mejor hablar primero con usted para que pudiera comunicar la noticia a su esposa. Lo siento, comprendo que esto debe de ser un golpe terrible.

– ¡Dios! ¡Vaya si lo es! Volveremos hoy mismo con el jet de la empresa. De todas formas, no creo que podamos darles ninguna información. No hemos visto a Celia en los últimos seis meses, y ella nunca llama. No tiene ninguna razón para llamar, supongo. Ya le he dicho que lleva su propia vida. Siempre ha dejado muy claro lo que pensaba de cualquier interferencia por parte de su madre o de mí. Iré ahora mismo a comunicar la noticia a lady Holstead. Ya me pondré en contacto con ustedes cuando lleguemos. No tendrán ninguna idea de quién lo ha hecho, supongo.

– Por el momento no, sir Daniel.

– ¿Ningún sospechoso? ¿Ningún novio conocido? ¿Nada?

– De momento, no.

– ¿Quién está a cargo de la investigación? ¿Lo conozco?

– El comisario Adam Dalgliesh. Irá a verlo a usted y a su esposa cuando regresen. Es posible que contemos con más información para entonces.

– ¿Dalgliesh? El nombre me suena. Llamaré al comisario cuando haya hablado con mi esposa. Podría haberme comunicado la noticia con un poco más de delicadeza. Adiós, inspectora.

Antes de que Kate tuviera tiempo para replicar, ya le había colgado el teléfono. Llevaba parte de razón, pensó. Si le hubiese comunicado la noticia del asesinato inmediatamente, no habría escuchado aquel pequeño arrebato de rencor. Sabía más cosas sobre sir Daniel Holstead de lo que él habría deseado. Aunque la idea le dio cierta sensación de satisfacción, se preguntó por qué también le hacía sentirse un poco avergonzada.

4

Kate regresó a la casa y ocupó de nuevo su asiento, no sin antes confirmar a Dalgliesh con un asentimiento que el mensaje había sido transmitido. Vio que Marcus Dupayne seguía sentado a la cabecera de la mesa, con las manos entrelazadas ante sí y el rostro impenetrable. En ese momento se dirigió a Dalgliesh:

– Supongo que estamos en libertad para marcharnos si eso es lo que cualquiera de nosotros quiere o necesita hacer.

– Son completamente libres. Les he pedido que se reunieran aquí para interrogarlos porque éste es el modo más rápido de obtener la información que necesito. Si a cualquiera de ustedes le resulta inconveniente, puedo fijar la entrevista para cualquier otro momento, más adelante.

– Gracias. Me ha parecido oportuno establecer cuál es la situación legal -dijo Marcus-. Como es lógico, mi hermana y yo deseamos colaborar en cuanto nos sea posible. Esta muerte nos ha causado un impacto terrible. Es una tragedia, para la chica, para su familia y para el museo.

Dalgliesh no respondió. A decir verdad, dudaba de que el museo fuese a resentirse por aquello. Una vez reabierta, la Sala del Crimen resultaría doblemente atractiva; ya se imaginaba a la señora Strickland sentada en la biblioteca, escribiendo con sus manos artríticas un nuevo cartel explicativo y flanqueada por los dos hermanos Dupayne: «El baúl original en el que permanecieron escondidos los cuerpos sin vida de Violette Kaye y Celia Mellock se halla actualmente en posesión de la policía. El baúl que tienen ante ustedes es una réplica.» La imagen le resultó harto desagradable.

– ¿Podrían, entre todos, volver a relatar lo que hicieron el viernes pasado? -les pidió-. Por supuesto, ya sabemos qué es lo que hicieron cuando cerró el museo; ahora necesitamos una explicación detallada de lo acontecido durante el día.

Caroline Dupayne miró a Muriel Godby. Fue ella quien empezó, pero poco a poco, todos los presentes, con la excepción de Calder-Hale, fueron aportando pormenores o confirmando sus palabras. Surgió un detallado relato del día, hora a hora, desde el momento en que Tally Clutton llegó a las ocho en punto para sus tareas habituales de limpieza hasta que Muriel Godby cerró con llave la puerta principal del museo y llevó en coche a la señora Strickland a la estación de metro de Hampstead.

Y al final Piers intervino:

– De modo que hay dos ocasiones en las que Celia Mellock y su asesino pudieron entrar sin ser vistos: a las diez de la mañana y a la una y media, cuando la señorita Godby abandonó la recepción y fue a la casa pequeña a buscar a la señora Clutton.

– Pero la recepción no pudo estar desatendida más de cinco minutos -adujo Muriel Godby-. Si tuviésemos un sistema telefónico como es debido, o si la señora Clutton se aviniera a llevar móvil, yo no tendría que ir a la casa. Es ridículo tratar de organizarse con un sistema anticuado que ni siquiera tiene contestador.

– Suponiendo que la señorita Mellock y su asesino hubiesen entrado sin ser vistos -prosiguió Piers-, ¿hay alguna habitación en la que pudiesen haberse escondido por la noche? ¿Cómo funciona el sistema de cierre interno de las puertas?

Muriel Godby respondió.

– Cuando cerramos la puerta principal a las cinco para que no entren más visitantes, recorro todas las salas con Tally para comprobar que no queda nadie en el museo. A continuación cierro las dos únicas puertas para las que hay llave, la galería de arte y la biblioteca. Esas dos salas contienen las exposiciones más valiosas. Ninguna otra sala se cierra con llave, salvo el despacho del señor Calder-Hale, y eso no es responsabilidad mía. Normalmente lo mantiene cerrado cuando no está. No intenté abrir esa puerta.

Calder-Hale habló por primera vez.

– Y si lo hubiese hecho, la habría encontrado cerrada.

– ¿Y el sótano? -preguntó Piers.

– Abrí la puerta y vi que la luz seguía encendida. Desde la plataforma de hierro miré hacia el sótano. Allí no había nadie, así que apagué la luz. Esa puerta no tiene cerradura. Con la señora Clutton también comprobé que todas las ventanas estuviesen cerradas. Me fui a las cinco y cuarto con la señora Strickland y la dejé en la estación de metro de Hampstead. Luego regresé a casa, pero todo eso ya lo saben, inspector. Ya nos interrogaron al respecto el viernes pasado.

Piers hizo caso omiso de la protesta.

– ¿De modo que cabe en lo posible que alguien se escondiese aquí abajo, en los archivos, entre las estanterías correderas de acero? ¿No bajó para comprobarlo?

En ese momento intervino Caroline Dupayne.

– Inspector, dirigimos un museo, no una comisaría de policía. No hemos sufrido ningún allanamiento ni intento de robo en los últimos veinte años. ¿Por qué demonios iba la señorita Godby a registrar la sala de los archivos? Aunque alguien se hubiese escondido cuando se cerró el museo, ¿cómo iba a salir? Las ventanas de la planta baja permanecen cerradas por la noche. La señorita Godby, con la señora Clutton, llevó a cabo su cometido habitual.

Su hermano había permanecido en silencio, pero en ese momento decidió hablar.

– Todos nos sentimos desconcertados. Huelga decir que estamos tan ansiosos como ustedes por conseguir que este misterio se resuelva. Nuestra intención es colaborar al máximo en la investigación, pero no existe ninguna razón para suponer que cualquiera de las personas que trabajan en el museo tiene algo que ver con la muerte de la chica. Es posible que la señorita Mellock y su asesino viniesen al museo como simples visitantes o con algún propósito que sólo ellos conocían. Sabemos cómo pudieron entrar y cómo pudieron esconderse. Cualquier intruso podía marcharse sin ser visto. Después de la muerte de mi hermano, mi hermana y yo les esperamos a ustedes aquí en la biblioteca. Dejamos la puerta entornada, sabiendo que iban a venir. Los estuvimos esperando más de una hora, tiempo más que suficiente para que el asesino huyese sin ser visto.

– Habría corrido un gran riesgo, por supuesto -señaló la señora Strickland-. Cabía la posibilidad de que usted o Caroline salieran de la biblioteca, o de que el comisario Dalgliesh se presentara en cualquier momento.

Marcus Dupayne acogió el comentario con la impaciencia contenida con que habría recibido la intervención de un subordinado en una reunión del departamento.

– Corrió un riesgo, claro que sí. No le quedaba más remedio si no quería quedarse atrapado en el museo toda la noche. Sólo tenía que echar un breve vistazo por la puerta del sótano para comprobar que el vestíbulo se encontraba desierto y que la puerta principal estaba entreabierta. No pretendo sugerir que el asesinato se produjese en el sótano: la Sala del Crimen parece el lugar más probable. Sin embargo, la sala de archivos ofrecía el mejor, e incluso el único, escondite seguro hasta que pudiese escapar. No afirmo que sucediera de este modo, sólo planteo la posibilidad de que ocurriera así.

– Pero la puerta de la biblioteca también estaba entreabierta -objetó Dalgliesh-. Usted o su hermana habrían oído a cualquiera que pasarse por el vestíbulo, ¿no es así?

– Puesto que es evidente que alguien cruzó el vestíbulo y que nosotros no oímos nada, la respuesta no admite duda alguna -repuso-. Si mal no recuerdo, nos habíamos sentado con nuestras copas frente a la chimenea. No estábamos cerca de la puerta, y desde allí no veíamos el vestíbulo.

Su hermana miró directamente a Dalgliesh.

– No quisiera entrometerme en su trabajo, comisario -dijo-, pero ¿no existe una razón probable para que Celia acudiera al museo? Tal vez viniese con un amante. A lo mejor era de la clase de personas que necesitan un elemento de riesgo para dar al sexo un punto de morbo adicional. Celia tal vez sugirió el Dupayne como un posible lugar de encuentro, y el hecho de saber que yo era una de las fideicomisarias del museo quizás añadía una pizca de peligro al encuentro. Luego las cosas se descontrolaron y acabó muerta.

Kate llevaba un rato sin hablar.

– Por lo que sabía de la señorita Mellock -le preguntó a Caroline-, ¿esperaría este tipo de comportamiento de ella?

Hubo una pausa. Caroline recibió la pregunta con incomodidad.

– Como ya he dicho, yo nunca le di clases y no sé nada acerca de su vida privada, pero era una alumna infeliz, confusa y difícil. También se dejaba influenciar con facilidad. No me sorprendería nada de lo que hubiese podido hacer.

«Tendríamos que contratar a este personal para la brigada -pensó Piers-. Media hora más y tendrán los dos asesinatos resueltos.» Sin embargo, lo cierto era que aquel pedante de Marcus Dupayne tenía parte de razón: el escenario tal vez fuese improbable, pero era posible. Sería un regalo para cualquier abogado defensor. Sin embargo, si de verdad había sucedido así, con un poco de suerte Nobby Clark y sus chicos encontrarían alguna prueba, tal vez en la sala de archivos del sótano. Pero no había sucedido así. Superaba los límites de la credibilidad que dos asesinos no relacionados estuviesen en el museo la misma noche casi a la misma hora para matar a dos víctimas tan diferentes. Celia Mellock había muerto en la Sala del Crimen, no en el sótano, y empezaba a pensar que sabía por qué. Miró al otro lado de la habitación, a su jefe. La expresión de Dalgliesh era grave y un poco distante, casi contemplativa. Piers conocía esa mirada y se preguntó si los pensamientos de ambos no estarían recorriendo caminos paralelos.

– Ya tenemos las huellas de todos ustedes, tomadas tras el asesinato del doctor Dupayne -explicó Dalgliesh-. Lamento los inconvenientes que puedan ocasionarles el cierre de la Sala del Crimen y la clausura temporal del museo, pero esperamos acabar el lunes. Mientras tanto, creo que hemos terminado con todos excepto con la señora Clutton y la señora Strickland. Por supuesto, tenemos todas sus direcciones.

– ¿No estamos autorizados a saber cómo murió la chica? -indagó Marcus Dupayne-. Supongo que la noticia se filtrará a la prensa en breve. ¿No tenemos un derecho razonable a ser los primeros en saberlo?

– La noticia no se filtrará ni se hará pública hasta que la familia haya sido informada -contestó Dalgliesh-. Les agradecería que todos ustedes guardasen silencio para evitar una angustia innecesaria a los parientes y amigos de la víctima. Una vez que el asesinato se haga público, evidentemente la prensa estará interesada, pero de eso se encarga el Departamento de Relaciones Públicas del Cuerpo de Policía de Londres. Es posible que quieran tomar sus propias medidas para no sufrir el acoso de los periodistas.

– ¿Y la autopsia? -inquirió Caroline Dupayne-. ¿Y el sumario? ¿Cuándo será eso?

– La autopsia se llevará a cabo mañana por la mañana y el sumario en cuanto lo decida la oficina del juez de instrucción -explicó Dalgliesh-. Como en el caso de la muerte de su hermano, se abrirá el sumario y luego serán llamados a declarar.

Los dos Dupayne y Calder-Hale se pusieron en pie para marcharse. A Piers le pareció que a los hermanos les molestaba que los hubiesen excluido del resto de la reunión y, por lo visto, la señorita Godby sentía lo mismo. Esta se levantó de mala gana y miró a Tally Clutton con una mezcla de curiosidad y resentimiento.

Una vez cerrada la puerta, Dalgliesh tomó asiento frente a la mesa.

– Le agradezco que no haya mencionado las violetas -le dijo a la señora Strickland.

– Usted me pidió que fuese discreta, y yo no he dicho nada -repuso ella con naturalidad.

Tally Clutton se levantó a medias del asiento. Había palidecido.

– ¿Qué violetas? -preguntó.

– Había cuatro violetas africanas marchitas en el cadáver, señora Clutton -le explicó Kate con delicadeza.

Con los ojos desencajados por el horror, Tally miró a todos los presentes y soltó en un susurro:

– ¡Violette Kaye! Así que son asesinatos que imitan asesinatos anteriores…

Kate se desplazó hasta el asiento que había a su lado.

– Es una posibilidad que debemos tener en cuenta. Lo que necesitamos saber es cómo el asesino obtuvo acceso a las violetas.

Dalgliesh se dirigió a ella con tacto y hablándole despacio.

– Hemos visto pequeñas macetas con esas violetas en dos habitaciones, la del señor Calder-Hale y la suya. Vi las plantas del señor Calder-Hale el domingo por la mañana hacia las diez, cuando fui a entrevistarme con él. Entonces estaban intactas, aunque pensé que iba a aplastarlas por el modo en que cerró la persiana de la ventana. La inspectora Miskin cree que no había ninguna flor tronchada cuando estuvo en el despacho del señor Calder-Hale con los visitantes de éste poco antes de las diez de esta mañana, y el sargento Benton-Smith se fijó en ellas cuando entró en la habitación poco después del hallazgo del cadáver de Celia Mellock. No faltaba ninguna de la maceta hacia las diez y media de esta mañana. Lo hemos comprobado y en estos momentos sigue sin faltar ninguna. En una de las plantas que tiene usted en el alféizar de la ventana he observado cuatro tallos rotos, de modo que por lo visto las violetas encontradas proceden de esta maceta en concreto. Eso significa que la persona que las puso en el cuerpo de Celia Mellock tenía acceso a su casa.

Tally se limitó a contestar lacónicamente, como si no albergase la menor duda de que iban a creerla:

– ¡Pero las que hay aquí son las del despacho del señor Calder-Hale! Cambié su maceta por una de las mías el domingo por la mañana.

Kate era una experta en ocultar su entusiasmo.

– ¿Cómo sucedió eso? -preguntó con calma.

Sin embargo, Tally se volvió hacia Dalgliesh para contestar.

– Le regalé una maceta de violetas africanas al señor Calder-Hale para su cumpleaños. Eso fue el 3 de octubre. Supongo que fue una tontería; este tipo de regalos habría que consultarlos antes con las personas en cuestión. Nunca tiene plantas en su despacho; tal vez está demasiado ocupado para tomarse la molestia de cuidarlas. Sabía que estaría en su despacho trabajando el domingo, porque casi siempre viene los domingos, así que se me ocurrió entrar a regar las violetas y quitar las flores o las hojas secas antes de que él llegase. Fue entonces cuando vi que faltaban cuatro flores. Pensé, como ustedes, que debían de haberse roto cuando él bajó la persiana. Tampoco había regado la maceta lo suficiente y las hojas no tenían muy buen aspecto, así que me traje aquí la planta para cuidarla un poco y la cambié por una de las mías. No creo que llegase a fijarse en el cambio.

– ¿Cuándo vio por última vez íntegra la maceta de violetas africanas en el despacho del señor Calder-Hale? -le preguntó Dalgliesh.

Tally Clutton reflexionó unos instantes.

– Creo que fue el jueves, el día antes del asesinato del doctor Dupayne, cuando limpié su despacho. Siempre está cerrado, pero hay una llave en el armario. Recuerdo que ya en ese momento pensé que la maceta no tenía muy buen aspecto, pero las flores estaban intactas.

– ¿A qué hora del domingo sustituyó las macetas?

– No lo recuerdo con exactitud, pero era temprano, poco después de llegar. Puede que entre las ocho y media y las nueve.

– Tengo que preguntárselo, señora Clutton -dijo Dalgliesh-. ¿No rompió esas flores usted misma?

Sosteniéndole la mirada, respondió con la docilidad de un chiquillo obediente.

– No, yo no arranqué ninguna de esas flores.

– ¿Y está segura de todo lo que nos ha contado? ¿Las violetas africanas del despacho del señor Calder-Hale estaban intactas el jueves 31 de octubre y las encontró rotas y las sustituyó el domingo 3 de noviembre? ¿No tiene la menor duda al respecto?

– No, señor Dalgliesh. No tengo ninguna duda, en absoluto.

Le dieron las gracias por haberles permitido utilizar la casa pequeña y se dispusieron a marcharse. Había sido útil tener allí a la señora Strickland como testigo de su interrogatorio a Tally y en ese momento la mujer dejó muy claro que no tenía la menor intención de marcharse enseguida de allí. Tally parecía agradecer su compañía y se ofreció con cierta vacilación a preparar un poco de sopa y una tortilla antes de que Ryan regresase. El chico no había dado señales de vida desde que Kate habló con él e iba a ser necesario verlo e interrogarlo de nuevo, sobre todo acerca de lo que había hecho el viernes anterior.

El lunes, después de que Tally lo hubiese llevado de vuelta, había proporcionado un testimonio útil: la evidencia del resentimiento que existía entre Neville Dupayne y sus hermanos acerca del futuro del museo. Había dicho que después de cobrar su paga semanal, había vuelto a una casa ocupada en la que había vivido anteriormente con el propósito de invitar a sus amigos a una copa, pero había encontrado que los dueños de la casa habían vuelto a vivir en su propiedad. Entonces había empezado a deambular por la zona de Leicester Square durante un rato antes de decidir volver andando a Maida Vale. Le parecía que había llegado a casa hacia las siete, pero no estaba seguro. La policía no había podido corroborar su versión. Su relato de la agresión coincidía con la declaración del Comandante, aunque no había querido dar ninguna razón de por qué las palabras del anciano le habían parecido tan ofensivas. Era difícil considerar a Ryan Archer como un sospechoso principal, pero el simple hecho de que pudiese ser un sospechoso ya constituía un problema. Dondequiera que estuviese en ese momento, Dalgliesh esperaba de todo corazón que mantuviese la boca cerrada.

Calder-Hale seguía en su despacho, y Kate y Dalgliesh fueron a verlo juntos. No podían afirmar que se mostrara poco dispuesto a colaborar, aunque parecía sumido en la apatía. Estaba recogiendo papeles y documentos con aire parsimonioso y metiéndolos en un maletín ancho y deteriorado. Cuando le dijeron que habían encontrado cuatro violetas africanas en el cadáver, mostró tan poco interés como si hubieran mencionado un detalle insulso que nada tenía que ver con él. Echando un vistazo a las violetas de su ventana con aire distraído, comentó que no se había fijado en que alguien hubiese cambiado las macetas. Tally era muy amable por haber recordado su cumpleaños, pero él prefería no celebrar tales eventos. No le gustaban las violetas africanas, aunque no tenía ninguna razón en concreto para esa aversión; sencillamente, le parecían unas plantas sin ningún atractivo especial. Habría sido una falta de delicadeza decirle esto a Tally, así que no lo había hecho. Solía cerrar la puerta de su despacho con llave al marcharse, pero no lo hacía de forma sistemática. Después de que Dalgliesh y Piers lo hubiesen interrogado el domingo, había seguido trabajando hasta las doce y media y luego había regresado a casa; no recordaba si ese día había cerrado la puerta con llave al marcharse. Dado que el museo estaba cerrado al público y seguiría cerrado hasta después del funeral de Dupayne, cabía la posibilidad de que no se hubiese molestado en echar la llave.

Durante el interrogatorio había continuado recogiendo sus papeles, ordenando su escritorio, y había llevado una taza al cuarto de baño para lavarla. A continuación se dispuso a marcharse sin la menor intención de seguir respondiendo a más preguntas. Tras entregarle su juego de llaves del museo a Dalgliesh, le dijo que le agradecería vivamente que se las devolviesen lo antes posible. Para él resultaba una enorme molestia el hecho de no poder utilizar su despacho.

Por último, Dalgliesh y Kate llamaron a Caroline Dupayne y a Muriel Godby desde el despacho de la planta baja. Al parecer, la señorita Dupayne ya había aceptado la idea de que hubiesen decidido inspeccionar su apartamento. La puerta estaba en la parte de atrás del edificio, en el ala oeste, y era una puerta discreta. La señorita Dupayne la abrió con la llave y entraron en un pequeño vestíbulo con un moderno ascensor controlado por botones. Tras marcar la secuencia de dígitos, Caroline Dupayne dijo:

– Este ascensor lo instaló mi padre. Vivió aquí durante su vejez y estaba obsesionado con la seguridad. A mí también me ocurre cuando me quedo aquí a solas. Y valoro mi intimidad tanto como sin duda usted valora la suya, comisario. Considero esta inspección una intrusión.

Dalgliesh no contestó. Si encontraban algún indicio de que Celia Mellock hubiera estado allí o de que hubiera entrado en el museo por el apartamento, entonces la señorita Dupayne tendría que tolerar un registro profesional que sí iba a ser una intrusión. El recorrido por el apartamento, por llamarlo de algún modo, fue superficial, pero a él no le preocupó que así fuese. Caroline les mostró sucintamente las dos habitaciones de invitados, ambas con sus respectivos cuartos de baño con ducha, que no mostraban indicios de haber sido utilizadas recientemente; la cocina, con un frigorífico enorme; un cuarto de plancha con una inmensa lavadora secadora, y la sala de estar. No podría haber sido más distinta de la de Neville Dupayne: allí había unas cómodas sillas y un sofá con una tapicería verde pálido, la librería baja recorría la longitud de tres paredes, y unas alfombras cubrían casi la totalidad del suelo. Por encima de las librerías, en las paredes colgaban pequeños cuadros, acuarelas, litografías y óleos. Aun en aquel día tristón, la luz se derramaba por las dos ventanas con sus vistas del cielo. Era una sala acogedora que, con su silencio etéreo, debía de procurarle cierto alivio de la frialdad y la falta de intimidad de su ruidoso apartamento en Swathling’s, de manera que Dalgliesh comprendió la importancia que tenía para ella.

Por último, Caroline Dupayne les acompañó a su dormitorio. La estancia sorprendió a Kate; no era lo que había esperado. Era sencilla pero cómoda, incluso lujosa, y pese al ligero toque de austeridad, muy femenina. Allí, como en todas las demás habitaciones, las ventanas estaban provistas de persianas además de cortinas. No entraron; se limitaron a permanecer de pie un momento en la puerta, que Caroline había abierto de par en par. Dupayne se apoyó en el marco y miró fijamente a Dalgliesh. Kate atrapó una mirada que era desafiante y lasciva a la vez. La mirada la intrigó. Hasta cierto punto, explicaba en parte la actitud de Caroline hacia la investigación. A continuación, aún en silencio, Caroline cerró la puerta.

Sin embargo, lo que le interesaba a Dalgliesh era el posible acceso al museo. Una puerta pintada de blanco conducía a un tramo corto de escalones enmoquetados y a un pasillo estrecho. A continuación había una puerta de caoba con dos pestillos. Una llave colgaba en un gancho de la pared, a la derecha. Caroline Dupayne permaneció inmóvil y en silencio. Después de extraer sus guantes de látex del bolsillo, Dalgliesh se los puso, descorrió los pestillos y abrió la puerta. La llave giró con facilidad, pero la puerta pesaba mucho y, una vez abierta, el policía tuvo que apoyar todo su peso en ella para que no se cerrara.

Tenían ante sí la Sala del Crimen. Nobby Clark y uno de los agentes de huellas digitales les dirigieron una mirada de sorpresa.

– Examinen las huellas de la parte de esta puerta que da al museo -anunció Dalgliesh. A continuación, cerró la puerta y corrió los pestillos de nuevo.

Caroline Dupayne no había hablado durante los minutos anteriores, y la señorita Godby no había dicho una sola palabra desde la llegada de ambos. Al regresar al apartamento, Dalgliesh les preguntó:

– ¿Confirman que sólo ustedes dos tienen llaves de la puerta de la planta baja?

– Ya se lo he dicho -insistió Caroline Dupayne-. No existen más llaves. Nadie puede entrar en el apartamento desde la Sala del Crimen, no hay ningún pomo en la puerta. Eso, por supuesto, está hecho así de forma intencionada, según las instrucciones de mi padre.

– ¿Cuándo fueron, cualquiera de las dos, por primera vez al piso tras el asesinato del doctor Dupayne?

Muriel Godby tomó la palabra:

– Entré el sábado temprano porque sabía que la señorita Dupayne tenía planeado quedarse el fin de semana en el piso. Limpié un poco el polvo y comprobé que todo estaba en orden. En ese momento la puerta que da al museo estaba cerrada.

– ¿Y es normal que comprobase usted esa puerta? ¿Por qué debía hacerlo?

– Porque forma parte de mi rutina. Cuando vengo al apartamento, compruebo que todo esté correcto.

– Yo llegué hacia las tres de la tarde y pasé aquí el sábado por la noche sola. Me marché hacia las diez y media del domingo. Que yo sepa, nadie ha estado aquí desde entonces.

«Y si hubieran estado -pensó Dalgliesh-, la concienzuda Muriel Godby habría eliminado cualquier rastro.» Los cuatro se dirigieron a la planta baja en silencio, y también en silencio la señorita Dupayne y la señorita Godby les entregaron sus copias de las llaves del museo.

5

Era poco después de medianoche cuando Dalgliesh regresó al fin a su piso a orillas del río encima de un almacén reformado del siglo xix, en Queenhithe. Disponía de su propia entrada y de un ascensor de seguridad. Allí, salvo en horario laboral, vivía sobre las oficinas silenciosas y vacías, en la soledad que necesitaba. Hacia las ocho de la tarde, incluso las encargadas de la limpieza se habían marchado ya. Al regresar a casa se imaginaba bajo sus pies las salas desiertas con los ordenadores apagados, las papeleras vacías, las llamadas telefónicas sin respuesta y el pitido ocasional del fax, el único ruido capaz de quebrar el inquietante silencio. El edificio había sido un almacén de especias, y un aroma penetrante y evocador había impregnado los paneles de madera y todavía se detectaba débilmente a pesar del intenso olor del Támesis. Como siempre, se situó junto a la ventana. El viento había dejado de soplar, y unos frágiles jirones de nubes manchados de carmesí por el fulgor de la ciudad colgaban inmóviles en un cielo violáceo plagado de estrellas. Quince metros por debajo de su ventana, la corriente arrastraba y lamía las paredes de ladrillo; el dios pardo de T. S. Eliot había asumido su oscuro misterio nocturno.

Había recibido una carta de Emma en respuesta a la suya. Acercándose a su escritorio, la releyó. Era breve pero explícita: podía estar en Londres el viernes por la tarde. Pensaba tomar el tren de las seis y cuarto, con el que llegaría a King’s Cross a las siete y tres minutos. Le pedía que fuera a recogerla en el acceso a los andenes. Saldría de casa a eso de las cinco y media, de modo que si a él no le iba bien la hora, ¿podía llamarla entonces? Firmaba con un simple «Emma». Repasó las escasas líneas con los elegantes trazos verticales de su letra tratando de descifrar qué se escondía tras aquellas palabras. ¿Acaso la brevedad expresaba la insinuación de un ultimátum? Eso no sería propio de Emma, aunque tenía su orgullo, y después de la última cancelación de la cita por parte de él, cabía la posibilidad de que le estuviese diciendo que aquélla era su última oportunidad, la última oportunidad para ambos.

No se atrevía a albergar la esperanza de que ella lo amase, y aunque ella estuviese en la frontera del amor, todavía era posible que se echase atrás. La vida de Emma discurría en Cambridge, y la suya en Londres. Por supuesto, podía renunciar a su trabajo en la policía; había heredado de su tía una suma suficiente como para considerarse relativamente rico. Era un poeta respetado. Desde la adolescencia había sabido que la poesía iba a ser el motor principal de su vida, aunque nunca había querido dedicarse profesionalmente a ella. Para él, había sido importante desempeñar un trabajo útil para la sociedad -pues no dejaba de ser digno hijo de su padre-, un trabajo en el que pudiera mantenerse activo en el plano físico y, a ser posible, correr algún que otro peligro de vez en cuando. Establecería su propio escalafón, si no en la nauseabunda trapería del corazón de W. B. Yeats, al menos en un mundo muy alejado de la tentadora paz de aquella rectoría de Norfolk, de los privilegiados años posteriores de colegios privados y de Oxford. La policía le había dado todo lo que había estado buscando y más. Su trabajo le había garantizado su intimidad, lo había protegido de las obligaciones del éxito, de las entrevistas, de las conferencias, de los viajes al extranjero, de la publicidad implacable y, lo más importante, de formar parte del mundillo literario de Londres. Además, había nutrido lo mejor de su poesía. No podía abandonarlo, y sabía que Emma no se lo pediría, como tampoco él le pediría a ella que sacrificase su carrera. Si por algún milagro ella lo amaba, ya encontrarían algún modo de llevar una vida juntos.

Estaría en la estación de King’s Cross el viernes para recibir ese tren. Aunque se produjesen acontecimientos importantes el viernes por la tarde, Kate y Piers eran más que capaces de solucionar cualquier incidencia que se presentara durante el fin de semana. Sólo una detención podía retenerlo en Londres, y no había ninguna inminente. Ya había organizado el plan para el viernes por la tarde: iría pronto a King’s Cross y pasaría media hora en la British Library para luego recorrer a pie la escasa distancia que separaba la biblioteca de la estación. Aunque se abriesen los cielos, ella lo encontraría esperándola en el acceso a los andenes cuando llegase.

Su última obligación consistía en escribirle una carta a Emma. No sabía muy bien por qué, en ese momento de sosiego, necesitaba hallar las palabras que la convencieran del amor que sentía por ella. Tal vez llegase el momento en que ya no quisiese oír su voz o, al escucharla, tal vez necesitase tiempo para pensar antes de responder. Si ese momento llegaba alguna vez, tendría la carta lista.

6

El jueves 7 de noviembre, la señora Pickering llegó para abrir la tienda de beneficencia a las nueve y media en punto, según su costumbre. Le molestó comprobar que había una bolsa negra de plástico fuera, en la puerta. La parte superior estaba abierta, y dejaba al descubierto el revoltijo habitual de lana y algodón. Tras abrir la puerta, entró arrastrando la bolsa y chasqueando la lengua con irritación. Desde luego, era el colmo. En el cartel que había pegado en el cristal del escaparate se decía bien clarito que los donantes no debían dejar las bolsas en la puerta por el riesgo de robo, pero era inútil. Se dirigió a la trastienda para colgar su abrigo y el sombrero, tirando de la bolsa. Tendría que esperar a que llegase la señora Fraser, poco antes de las diez. Era la señora Fraser, nominalmente al frente de la tienda de beneficencia y toda una experta en poner los precios a los artículos, quien registraría el contenido de la bolsa y decidiría qué había que poner en el escaparate y cuánto había que cobrar por ello.

La señora Pickering no albergaba grandes expectativas acerca de su hallazgo, pues todos los voluntarios sabían que a las personas cuya ropa merecía la pena les gustaba entregarla en mano, y no dejarla fuera para que alguien se la quedase. Sin embargo, no pudo resistirse a hacer una inspección previa. Desde luego, no parecía haber nada interesante en aquel fardo de vaqueros descoloridos, suéteres de lana apelmazada después de tantos lavados, una chaqueta larga de punto tejida a mano -que parecía muy prometedora hasta que vio los agujeros de las polillas en las mangas- y media docena de pares de zapatos agrietados y deformados. Después de coger las prendas una por una y de examinarlas, decidió que seguramente la señora Fraser las desecharía todas. Y justo en ese instante, su mano palpó un trozo de cuero y una fina cadena de metal. La cadena se había enredado con los cordones de unos zapatos masculinos, pero cuando tiró de ella, se sorprendió al descubrir un bolso de mano que a todas luces debía de ser carísimo.

La posición de la señora Pickering en la jerarquía de la tienda era más bien baja, un hecho que aceptaba sin resentimiento. Daba el cambio con lentitud, se equivocaba con los billetes o las monedas en euros y tendía a perder el tiempo cuando el establecimiento estaba abarrotado, charlando con los clientes y ayudándolos a decidir qué prenda se ajustaba mejor a su talla y a su estilo. Ella misma reconocía estos defectos, pero no le preocupaban en lo más mínimo. La señora Fraser le había comentado en una ocasión a una compañera de trabajo:

– Es un desastre en la caja registradora, por supuesto, y habla por los codos, pero es completamente de fiar y sabe tratar a los clientes, de modo que tenemos mucha suerte de contar con ella.

La señora Pickering sólo había captado la última parte de esta frase, pero lo más probable es que no se hubiese ofendido aunque la hubiese oído entera. Sin embargo, aunque la valoración de la calidad y los precios eran privilegios reservados a la señora Fraser, ella también sabía reconocer una piel de calidad cuando la veía. Aquél era sin duda un bolso caro y fuera de lo corriente. Lo alisó acariciándolo levemente, percibiendo la suavidad de la piel, y luego lo devolvió a su sitio en lo alto del fardo.

Dedicó la siguiente media hora a quitar el polvo a los estantes, como de costumbre, reordenando los artículos según las indicaciones de la señora Fraser, volviendo a colocar la ropa que unas manos descuidadas habían descolgado de sus perchas y disponiendo las tazas para el Nescafé que prepararía en cuanto llegase la señora Fraser quien, como de costumbre, llegó puntualmente. Después de cerrar la puerta tras ella y de lanzar una mirada preliminar de aprobación al interior de la tienda, entró en la trastienda con la señora Pickering.

– He encontrado este fardo de ropa -le explicó la señora Pickering-. Estaba en la puerta, como siempre. Parece increíble cómo es la gente, en el cartel lo pone bien clarito. No parece muy interesante, salvo por un bolso.

La señora Fraser, tal como bien sabía su compañera, no podía resistirse a una nueva bolsa de ropa donada. Mientras la señora Pickering encendía el aparato eléctrico para calentar el agua y vertía las cucharadas de Nescafé, la señora Fraser se acercó al bolso. Se produjo un silencio. La señora Pickering la observó mientras abría el bolso, examinaba el cierre con cuidado y le daba la vuelta en sus manos. A continuación, se dispuso a inspeccionar el interior.

– Es un Gucci, y parece casi nuevo. ¿Quién nos habrá dado esto? ¿Vio usted quién dejó el saco de ropa?

– No, ya estaba aquí cuando llegué, aunque el bolso no estaba encima de todo. Estaba casi en el fondo. Me puse a rebuscar por curiosidad y lo encontré.

– Qué raro; es el bolso de una mujer rica. Los ricos no nos suelen dar lo que ya no usan, lo que hacen es enviar a sus criadas para que lo vendan en esas tiendas de segunda mano de categoría, así es como siguen siendo ricos. Conocen el valor de lo que tienen. Nunca habíamos tenido un bolso tan caro.

La mujer deslizó los dedos en un bolsillo lateral y extrajo una tarjeta de visita. Olvidándose del café, la señora Pickering se acercó y ambas la examinaron juntas. Era pequeña y las letras eran elegantes y sencillas. Leyeron: «Celia Mellock», y en la esquina inferior izquierda: «Pollyanne Promotions, agentes teatrales, Covent Garden, WC2.»

– ¿No tendríamos que ponernos en contacto con la agencia para tratar de localizar a la dueña? -sugirió la señora Pickering-. Podríamos devolver el bolso. Tal vez lo haya puesto en la bolsa por error.

La señora Fraser no quería saber nada de semejantes miramientos tan poco oportunos.

– Si la gente nos trae cosas por error, es responsabilidad suya venir a reclamárnoslas. No podemos llegar a esa clase de conclusiones. A fin de cuentas, no debemos olvidar nuestra causa, el asilo para animales viejos y abandonados. Si nos dejan la mercancía fuera, estamos en nuestro derecho a venderla.

– Podríamos pedirle a la señora Roberts que le echara un vistazo -dijo la señora Pickering-. Creo que nos daría un buen precio. ¿No tiene que venir esta tarde?

A la señora Roberts, una voluntaria ocasional y no especialmente formal, se le daba bien el regateo, pero como siempre daba como mínimo un diez por ciento más de lo que la señora Fraser se atrevía a pedir a los clientes normales, ninguna de las dos mujeres veía ningún inconveniente moral en complacer a su colega.

Sin embargo, la señora Fraser no respondió. Se había quedado muy callada, tanto que, por un momento, pareció incapaz de realizar ningún movimiento.

– Ya me acuerdo -dijo al fin-. Conozco ese nombre. Celia Mellock. Lo he oído esta mañana en las noticias de la radio local. Es la chica a la que han encontrado muerta en ese museo… ¿cómo se llama? El Dupayne, ¿verdad?

La señora Pickering permaneció en silencio. Le sorprendía el evidente aunque reprimido entusiasmo de su compañera, pero no alcanzaba a comprender la importancia de aquel descubrimiento. Sintiendo al fin que se hacía necesario algún comentario, señaló:

– Vaya, por lo visto decidió donar el bolso a la beneficencia antes de que la matasen.

– Desde luego, ¡no pudo haberlo decidido después de que la mataran, Grace! Y mire el resto de cosas, no creo que sean de Celia Mellock. Es evidente que alguien metió su bolso entre todo lo demás para deshacerse de él.

La señora Pickering siempre había sentido gran admiración por la inteligencia de la señora Fraser y, ante aquella asombrosa capacidad de deducción, se esforzó por encontrar un comentario que estuviera a la altura de las circunstancias.

– ¿Y qué cree usted que deberíamos hacer? -preguntó al fin.

– La respuesta es muy sencilla: dejamos el cartel de «cerrado» en la puerta y no la abrimos a las diez. Y ahora, llamamos a la policía.

– ¿A Scotland Yard? -exclamó la señora Pickering.

– Exacto. Son quienes se encargan del asesinato de Mellock, y siempre hay que intentar hablar con los de arriba.

La siguiente hora y tres cuartos resultaron sumamente gratificantes para ambas mujeres. La señora Fraser realizó la llamada mientras su amiga permanecía a su lado, admirando la claridad con que daba la noticia del hallazgo. Al final oyó a la señora Fraser decir:

– Sí, ya lo hemos hecho, y nos quedaremos en la trastienda para que la gente no nos vea y empiece a llamar a la puerta. Hay una entrada por la puerta de atrás, si quieren llegar con discreción.

Acto seguido colgó.

– Van a enviarnos a alguien. Nos han dicho que no abramos y que los esperemos en la trastienda.

La espera no se prolongó por mucho tiempo. Dos agentes masculinos llegaron en coche por la calle de atrás, uno de ellos bajo y fornido por lo que, evidentemente, era el veterano, y otro alto y moreno tan guapo que la señora Pickering apenas podía quitarle los ojos de encima. El veterano se presentó como el inspector Tarrant y a su colega como el sargento Benton-Smith. Al estrecharle la mano, la señora Fraser le lanzó una mirada como queriendo decir que no estaba segura de que los agentes de policía debieran ser tan apuestos como aquél. La señora Pickering relató lo sucedido una vez más mientras la señora Fraser, haciendo gala de un considerable autodominio, permanecía a un lado, preparada para corregir cualquier inexactitud por pequeña que fuese y para proteger a su compañera del acoso policial.

El inspector Tarrant se puso unos guantes antes de manipular el bolso y deslizarlo en el interior de una bolsa de plástico de gran tamaño que a continuación selló y en cuya solapa escribió algo.

– Señoras, les agradecemos mucho que nos hayan comunicado este hallazgo. El bolso puede resultarnos muy útil. Es posible que necesitemos saber quién lo ha tocado. ¿Creen que podrían acompañarnos ahora mismo para que les tomemos las huellas? Así podremos descartarlas de las que encontremos en el bolso. Cuando ya no sean necesarias, las destruiremos, por supuesto.

La señora Pickering se había imaginado a sí misma siendo conducida a New Scotland Yard en Victoria Street, en todo su esplendor, cuyo rótulo giratorio había visto tantas veces por televisión. En vez de eso, para su decepción, las acompañaron a la comisaría local de policía, donde les tomaron las huellas sin mayor ceremonia. Mientras tomaban con delicadeza cada uno de los dedos de la señora Pickering y los presionaban sobre la almohadilla de tinta, la mujer sintió toda la excitación de una experiencia completamente nueva y se puso a charlar con alegría sobre el proceso. La señora Fraser, conservando su dignidad, se limitó a preguntar qué procedimiento seguían para garantizar que las huellas se destruirían cuando fuese pertinente. Al cabo de media hora habían regresado a la tienda y estaban delante de una taza de café recién hecho. Tras el nerviosismo de la mañana, ambas sintieron que lo necesitaban.

– Se lo han tomado con mucha calma, ¿no? -comentó la señora Pickering-. No nos han dicho nada, la verdad. ¿Cree que el bolso es una pista importante?

– Pues claro que lo es, Grace. De lo contrario no se habrían tomado tantas molestias ni nos hubiesen pedido las huellas. -Estuvo a punto de añadir: «Toda esa aparente indiferencia forma parte de su estrategia policial», pero en su lugar, dijo-: Me ha parecido un tanto innecesario que el inspector Tarrant insinuara que si algo de esto salía a la luz, sabrían que una de nosotras dos se había ido de la lengua. A fin de cuentas, le aseguramos que no se lo contaríamos a nadie y es evidente que ambas somos mujeres responsables. Eso debería haberle bastado.

– Pero Elinor, no creo que estuviese insinuando eso… Aunque es una lástima, ¿no? Siempre me gusta contarle algo a John al final de la jornada, cuando salgo de aquí. Creo que le gusta oírme hablar de la gente que he conocido, sobre todo los clientes. Algunos tienen unas historias tan interesantes cuando hablas con ellos, ¿no cree? Es una lástima no poder compartir con él lo más emocionante que ha pasado jamás.

En su fuero interno, la señora Fraser estaba de acuerdo con ella. En el camino de vuelta en el coche patrulla había imprimido en la señora Pickering la necesidad de que guardara silencio, pero ya estaba considerando la perfidia. Por supuesto que se lo contaría a su marido; al fin y al cabo, Cyril era magistrado y conocía la importancia de guardar un secreto.

– Me temo que su John tendrá que esperar, Grace. Sería un desastre si esto se divulgase en el campo de golf. Y no debe olvidar, Grace, que de hecho fue usted quien encontró el bolso. Es posible que la llamen a declarar como testigo.

– ¡Cielo santo! -La señora Pickering hizo una pausa justo cuando estaba a punto de llevarse la taza de café a los labios y luego la dejó de nuevo en el platillo-. ¿Quiere decir que tendría que subir al estrado? ¿Que tendría que declarar ante un tribunal?

– Bueno, no creo que celebren el juicio en un urinario público, ¿no le parece?

«Desde luego -pensó la señora Pickering-, para ser la nuera de un antiguo alcalde, a veces Elinor puede ser sumamente ordinaria.»

7

Sir Daniel Holstead llamó a Dalgliesh y concertaron una reunión para una hora más tarde, a las nueve y media. Eso apenas les daría a él y a su esposa ocasión de recuperarse del vuelo, pero su ansiedad por escuchar lo que tuviese que decirles la policía había sido decisiva. Dalgliesh dudaba de que ninguno de los dos hubiese podido conciliar el sueño desde que se habían enterado de la noticia. Juzgó prudente y considerado ir a ver a la pareja en persona, acompañado por Kate. En el edificio donde vivían, un moderno bloque de la calle Brook, había un conserje que inspeccionó sus placas de identificación y los anunció por teléfono antes de conducirlos a un ascensor controlado por un dispositivo de seguridad. Marcó los números del código, los invitó a pasar y luego explicó:

– Sólo tiene que pulsar este botón, señor. Es un ascensor privado que lleva directamente al piso de sir Daniel.

En un lado del ascensor había un asiento bajo y acolchado; mientras que los tres lados restantes estaban forrados de espejos. Dalgliesh se vio a sí mismo y a Kate reflejados en una sucesión aparentemente interminable. Ambos permanecieron en silencio. El trayecto de subida fue rápido y el ascensor se detuvo con suavidad. Casi al instante, las puertas se abrieron sin hacer ruido.

Se encontraron en un pasillo amplio con una serie de puertas a cada lado. En la pared del fondo colgaban dos hileras de láminas de aves exóticas. Al salir del ascensor, vieron a dos mujeres que avanzaban en dirección a ellos con paso silencioso por la mullida moqueta. Una de las mujeres, con un traje pantalón negro y un aire de seguridad ligeramente intimidatorio, poseía la briosa eficiencia de una secretaria personal. La otra, con el pelo más claro y más joven, llevaba una bata blanca y una camilla de masaje plegable, colgada del hombro.

– Hasta mañana entonces, señorita Murchison -se despidió la mujer de mayor edad-. Si puede acabar en una hora, podré colarla entre la cita con el peluquero y la manicura. Tendrá que llegar un cuarto de hora antes. Me consta que a lady Holstead no le gusta tomarse los masajes con prisas.

La masajista entró en el ascensor y la puerta se cerró. A continuación, la mujer se dirigió a Dalgliesh:

– ¿El comisario Dalgliesh? Sir Daniel y lady Holstead lo están esperando. Por aquí, por favor.

No había reparado en la presencia de Kate ni se había presentado a sí misma. La siguieron por el pasillo hasta una puerta que abrió con aplomo y anunció:

– El comisario Dalgliesh y su colega, lady Holstead. -A continuación, cerró la puerta tras de sí.

La habitación tenía el techo bajo pero era muy amplia, con cuatro ventanales que daban a Mayfair. Los muebles eran magníficos, incluso lujosos, y del estilo de una suite de hotel de las más caras. Pese a la disposición de varias fotografías en sus marcos de plata en una mesita auxiliar junto a la chimenea, apenas se observaban muestras de posibles gustos personales. La chimenea de mármol era ornamentada y resultaba evidente que no había formado parte de la habitación original. El suelo estaba cubierto por una moqueta de color gris plata y sobre ésta aparecía un surtido de alfombras de gran tamaño, cuyos colores ofrecían una tonalidad más brillante de los cojines de raso, los sofás y los sillones. Encima de la chimenea había un retrato de una mujer de pelo claro con un vestido de color escarlata.

La misma mujer del retrato estaba sentada junto al fuego, pero en cuanto Dalgliesh y Kate entraron, se levantó con ademán elegante y se acercó a ellos, tendiéndoles una mano temblorosa. Su marido, que hasta entonces había estado de pie detrás del sillón, la acompañó pasándole la mano bajo el brazo. La impresión era de delicada angustia femenina sostenida por una impresionante fuerza masculina. Su marido la condujo de vuelta al sillón con ternura.

Sir Daniel era un hombre corpulento, ancho de espaldas, con facciones marcadas y un pelo gris oscuro y fuerte peinado hacia atrás para apartarlo de una frente ancha. Tenía los ojos más bien pequeños, subrayados por unas bolsas dobles, y la mirada que fijaron en Dalgliesh era totalmente impasible. Al observar aquel rostro inexpresivo, Dalgliesh recuperó un recuerdo de su infancia: un terrateniente local, coadjutor de su padre, había invitado a cenar a la rectoría a un multimillonario, en una época en que un millón aún significaba algo. También él era un hombre corpulento, afable, un invitado agradable. Adam, que por entonces tenía sólo catorce años, quedó sumamente desconcertado al descubrir en el transcurso de la cena que el millonario en cuestión era un hombre estúpido. Ese día aprendió que la capacidad para amasar grandes sumas de dinero de un modo concreto es un talento muy beneficioso para su poseedor y acaso también para otros, pero que no implica ninguna virtud, sabiduría o inteligencia más allá de una experiencia en el terreno lucrativo. Dalgliesh llegó a la conclusión de que era tan fácil como peligroso catalogar a los muy ricos, aunque sin duda poseían ciertas cualidades en común, entre ellas el ejercicio del poder con plena seguridad en sí mismos. Es posible que a sir Daniel lo impresionase un juez del Tribunal Supremo pero desde luego, sabía cómo no dejarse amilanar ante un comisario y una inspectora de la policía londinense.

– Gracias por venir tan rápido -dijo su esposa-. ¿Quieren tomar asiento? -Acto seguido, miró a Kate-. Lo siento, no se me ocurrió que vendría acompañado.

Dalgliesh presentó a Kate y los cuatro ocuparon los dos inmensos sofás situados en ángulo recto con respecto al fuego. Dalgliesh habría preferido casi cualquier otro asiento de la habitación en lugar de aquella opulencia asfixiante. Se sentó en el borde, inclinando el cuerpo hacia delante, y miró a los Holstead.

– Lamento haberme visto en la obligación de comunicarles una noticia tan terrible, y por teléfono -se disculpó-. Es demasiado pronto para darles los detalles sobre cómo murió la señorita Mellock, pero haré todo lo posible.

Lady Holstead se inclinó hacia delante.

– Oh, sí, por favor, se lo ruego. El sentimiento de impotencia es tremendo… Me parece que todavía no lo he asimilado. Casi esperaba que me dijera que se trata de un terrible error. Por favor, perdóneme si no consigo ser más coherente. El vuelo… -Se desmoronó.

– Habría sido de agradecer que nos comunicaran la noticia con un poco más de tacto, comisario -intervino el marido-. La agente que llamó, supongo que fue usted, inspectora, no se mostró demasiado considerada. No me dio ninguna indicación de que se tratase de una llamada especialmente importante.

– No lo habríamos telefoneado y despertado a esas horas de no haberse tratado de un asunto importante. Lamento haberle dado la impresión de que se le comunicaba la noticia de forma un tanto brusca. Por supuesto, la inspectora Miskin prefirió hablar con usted en lugar de hacerlo con lady Holstead para que usted decidiese cuál era la mejor forma de transmitirle la noticia.

Lady Holstead se volvió hacia él.

– Y fuiste muy delicado, cariño. Hiciste cuanto estaba en tu mano, pero la verdad es que no se pueden dar noticias como ésa de una forma suave, ¿no es cierto? La verdad es que no. Decirle a una madre que han asesinado a su hija… Es imposible suavizar esa noticia. Imposible.

La consternación, pensó Dalgliesh, era bastante genuina. ¿Cómo no iba a serlo? Era desafortunado que todo en lady Holstead sugiriese cierta teatralidad rayana en el fingimiento, pues iba vestida con un traje negro que recordaba un uniforme militar, con una falda corta y una hilera de botoncillos de bronce en los puños. Parecía recién salida de la peluquería y el maquillaje, el cuidadoso toque de colorete en las mejillas y el meticuloso perfil de los labios, no habría sido posible de no haber mantenido el pulso firme. El dobladillo de la falda le llegaba justo por encima de las rodillas y estaba sentada con las piernas delgadas y esbeltas muy juntas, cuyos huesos destacaban bajo el brillo del nailon de calidad. Cabía considerar que tanta perfección se debía al coraje de una mujer que prefería enfrentarse a las grandes tragedias de la vida así como a sus pequeñas contrariedades con el mejor aspecto posible. Dalgliesh no advirtió ningún parecido con su hija, pero tampoco le sorprendió: la muerte violenta borraba algo más que la apariencia de vida.

Su marido, al igual que Dalgliesh, estaba sentado en el borde del sofá, con los brazos colgando entre las rodillas. Tenía el rostro impasible y sus ojos, fijos casi constantemente en el rostro de su esposa, eran vigilantes. Dalgliesh pensó que no podía esperarse de él que sintiera una pérdida personal por una chica a la que apenas había conocido y que probablemente había sido una molestia en su ajetreada vida. Y ahora no le quedaba más remedio que afrontar aquella tragedia pública por la que tendría que expresar un sentimiento adecuado. Seguramente no era distinto de los demás hombres: anhelaba disfrutar de una tranquilidad hogareña con una esposa feliz o, al menos, satisfecha, no una madre perpetuamente doliente. Pero todo aquello pasaría. Ella se perdonaría a sí misma por su falta de afecto, tal vez incluso llegara a convencerse de que sí había amado a su hija, aunque fuese de una forma poco gratificante, y acaso acabara aceptando que no es posible amar por obligación, ni siquiera a un hijo. En ese momento, la mujer parecía más desorientada que conmocionada por el dolor, mientras tendía los brazos hacia Dalgliesh en un ademán más histriónico que patético. Tenía las uñas muy cuidadas y pintadas de un rojo brillante.

– Todavía no puedo creerlo -dijo-. A pesar de su presencia aquí, no tiene sentido. Cuando veníamos en el avión imaginaba que aterrizaríamos y que ella estaría aquí esperándonos, explicando que todo había sido un error. Si la viese, lo creería, pero no quiero verla. No creo que lo soportara. No es necesario que la vea, ¿verdad que no? No pueden obligarme a hacerlo.

Dirigió una mirada implorante a su marido. A sir Daniel le costó disimular la impaciencia de su voz.

– Por supuesto que no pueden. Si es necesario, yo la identificaré.

La mujer se dirigió a Dalgliesh de nuevo.

– Que tu hija muera antes que tú… No es natural, no es así como tiene que ser.

– No -contestó él-, no es así como debe suceder.

Su propio hijo, un varón, había muerto con su madre poco después de nacer. Últimamente pensaba en ellos mucho más a menudo que en los años anteriores, despertando recuerdos que habían permanecido dormidos en su memoria: la joven esposa muerta; aquel matrimonio impulsivo y juvenil, cuando darle a ella lo que tan desesperadamente deseaba, él mismo, le había parecido un regalo tan simple; la cara de su hijo nacido muerto, con su expresión de satisfacción casi petulante, como si él, que nunca había conocido nada, que nunca conocería nada, lo supiese todo ya. El dolor por la pérdida de su hijo se había diluido en la agonía aún mayor de la muerte de su esposa y en una sensación abrumadora de participar de un dolor universal, de formar parte de algo que no había entendido con anterioridad. Sin embargo, los largos años habían ido tejiendo poco a poco su misericordiosa cicatriz. Todavía encendía una vela en el aniversario de la muerte de ella porque eso era lo que habría querido, pero ya podía recordarla con tristeza nostálgica y sin dolor. Y ahora, si todo iba bien, todavía podía nacer un hijo, de él y de Emma. El hecho de que semejante pensamiento, compuesto por el miedo y por un anhelo infundado, le acudiese a la mente en ese preciso instante lo turbó.

Era consciente de la intensidad de la mirada de lady Holstead. En ese momento se produjo entre ellos algo que ella podía interpretar como comprensión compartida.

– Lo entiende, ¿verdad? -le dijo ella-. Veo que lo entiende. ¿Y descubrirán quién la ha matado? Prométamelo.

– Haremos cuanto esté en nuestra mano -aseguró-, pero necesitamos su ayuda. Sabemos muy poco de la vida de su hija, sus amigos, sus intereses… ¿Sabe si se veía a menudo con alguien, alguien con quien se hubiera citado en el Museo Dupayne?

Ella miró a su marido con gesto impotente.

– Me parece que no se hace cargo de la situación, comisario -contestó sir Daniel-. Creí que ya había dejado claro que mi hijastra vivía como una mujer independiente. Tuvo acceso a su dinero al cumplir dieciocho años, se compró el piso de Londres y prácticamente desapareció de nuestras vidas.

Su esposa se volvió hacia él.

– Es lo que hacen todos los jóvenes, cariño. Quieren ser independientes. Lo entendí, los dos lo entendimos.

– Antes de trasladarse -prosiguió Dalgliesh-, ¿vivía aquí con ustedes?

Una vez más fue sir Daniel quien contestó.

– Normalmente sí, pero pasaba algún tiempo en nuestra casa de Berkshire, donde solemos dejar el mínimo de personal, y de vez en cuando ella se dejaba caer por allí, a veces con amigos. Utilizaban la casa para hacer fiestas, normalmente para molestia del personal.

– ¿Y usted o lady Holstead llegaron a conocer a algunos de esos amigos? -quiso saber Dalgliesh.

– No. Imagino que eran más bien parásitos temporales, y no auténticos amigos. Nunca hablaba de ellos. Aun cuando estábamos en Inglaterra, rara vez la veíamos.

– Creo que se tomó muy mal mi divorcio de su padre -intervino lady Holstead-, y luego, cuando él murió en aquel accidente aéreo, me echó a mí las culpas. Si hubiésemos seguido juntos, él no habría estado en ese avión. Ella adoraba a Rupert.

– Así que me temo que no le podemos decir gran cosa -añadió sir Daniel-. Sé que intentó iniciar una carrera en el mundo de la canción pop en algún momento y que se gastó grandes cantidades de dinero en clases de canto. Incluso llegó a tener un agente, pero al final no salió nada. Antes de cumplir la mayoría de edad, conseguimos convencerla de que fuese a una escuela de señoritas, a Swathling’s, durante un año. Había tenido una educación muy descuidada. Swathling’s cuenta con una buena reputación pero, como cabía esperar, no se quedó el curso entero.

– No sé si saben que la señorita Caroline Dupayne -intervino Kate-, una de las fideicomisarias del museo, es la codirectora de Swathling’s.

– ¿Quiere decir que Celia fue al museo para verse con ella?

– La señorita Dupayne asegura que no, y no parece muy probable, pero debía de conocer el museo a través de ese contacto.

– Pero alguien debió de verla llegar, ¿no? Alguien debió de ver con quién estaba.

– El museo anda escaso de personal -explicó Dalgliesh- y es posible que tanto ella como su asesino entrasen en el museo sin ser vistos. También es posible que su asesino se marchara ese viernes por la noche sin ser visto, de momento aún no hemos comprobado esta cuestión. El hecho de que el doctor Neville Dupayne también fuese asesinado ese viernes sugiere que puede haber alguna relación, pero este extremo también está pendiente de confirmación. La investigación se halla en su fase preliminar. Por supuesto, ya les iremos informando de los avances. La autopsia se está realizando esta mañana y la causa de la muerte, estrangulamiento, era evidente.

– Por favor, dígame que fue una muerte rápida -le pidió lady Holstead-. Por favor, dígame que no sufrió.

– Creo que fue rápido, lady Holstead. -¿Qué otra cosa podía decirle? ¿Por qué agobiarla con el peso del último momento de terror absoluto de su hija?

– ¿Cuándo nos entregarán el cuerpo? -quiso saber sir Daniel.

– El sumario se abrirá mañana; no sé cuándo decidirá entregar el cuerpo el juez de instrucción.

– Organizaremos un funeral íntimo, una incineración -explicó sir Daniel-. Les agradeceremos que nos ayuden a mantener alejados a los curiosos.

– Haremos todo lo posible. La mejor manera de garantizar la intimidad es mantener en secreto el lugar y la hora.

Lady Holstead se volvió hacia su marido.

– Pero cariño… ¡no podemos enterrarla como si fuera una desconocida! Sus amigos querrán despedirse de ella. Tendría que haber al menos una misa fúnebre, una iglesia bonita en alguna parte. Londres sería lo más conveniente. Salmos, flores… algo hermoso para celebrar su vida… una misa que la gente recuerde.

Miró a Dalgliesh como si pudiese esperar de éste que convocase el escenario adecuado, el párroco, el organista, la congregación y las flores.

Fue su marido quien habló.

– Celia no pisó una iglesia en su vida. Si un asesinato es lo bastante notorio o trágico, se puede llenar una catedral entera. Dudo que éste sea el caso. No tengo ningún deseo de dar pie a la prensa sensacionalista a que publique una foto en portada.

No podría haber demostrado su autoridad con mayor claridad. Su esposa lo miró, luego bajó los ojos y dijo dócilmente:

– Como tú digas, cariño.

Se marcharon poco después. Sir Daniel había pedido, o más bien exigido, que lo mantuvieran informado de los avances en la investigación y los policías le habían asegurado con cautela que así lo harían. No iban a descubrir nada más y la pareja no tenía nada más que decir. Sir Daniel los acompañó a la puerta del ascensor y luego hasta la planta baja. Dalgliesh se preguntó si su cortesía se debía a que quería decirles algo en privado, pero no añadió nada.

En el coche, Kate permaneció en silencio unos minutos y luego dijo:

– Me pregunto cuánto habrá tardado esta mañana en ponerse todo ese maquillaje y pintarse las uñas. No parecía la madre más afligida del mundo, ¿no cree?

Dalgliesh mantuvo la mirada fija en la carretera que se desplegaba ante sí.

– Si es importante para su amor propio afrontar el día bien arreglada y maquillada, si es una rutina tan normal para ella como una ducha matinal, ¿esperas que la relegue sólo para parecer apropiadamente afligida? -observó-. Los ricos y famosos son tan capaces de cometer un asesinato como el resto de nosotros; sus privilegios no les otorgan inmunidad a los siete pecados capitales. Deberíamos recordar que también son capaces de experimentar otras emociones humanas, incluyendo la confusa devastación del dolor.

Había hablado en tono reposado y como para sí mismo, pero Kate lo interpretó de un modo muy distinto. Dalgliesh rara vez expresaba una crítica pero cuando lo hacía, la detective se guardaba muy bien de tratar de excusarse o explicarse. Permaneció en silencio, intensamente ruborizada y sintiéndose muy desdichada.

El comisario prosiguió, con voz más suave, como si nunca hubiese pronunciado las palabras anteriores.

– Quiero que Piers y tú entrevistéis a lady Swathling. Averiguad si está dispuesta a darnos más información sobre Celia Mellock que Caroline Dupayne. Habrán hablado entre ellas, por supuesto. Sobre eso no podemos hacer nada.

Fue entonces cuando sonó el móvil de Kate.

– Es Benton-Smith -explicó tras responder-. Acaban de recibir una llamada de una tienda benéfica en Highgate, señor. Parece que han encontrado el bolso. Piers y Benton van de camino.

8

Lady Swathling recibió a Kate y Piers en lo que evidentemente era su despacho. Al tiempo que les indicaba que se acercasen a un sofá con un ademán tan artificioso como un saludo real, les dijo:

– Por favor, siéntense. ¿Les apetece tomar algo? ¿Café? ¿Té? Sé que no pueden tomar alcohol estando de servicio.

A oídos de Kate, su tono consiguió transmitir con sutileza que cuando no estaban de servicio se hallaban, por lo general, sumidos en un constante sopor etílico. Antes de que Piers pudiera responder, ella se adelantó:

– No, gracias. No quisiéramos entretenerla.

El despacho tenía el aspecto discordante de las salas con una doble función, cuya función principal no queda clara. El escritorio doble adosado a la ventana sur, el ordenador, el fax y la hilera de archivadores metálicos que cubrían la pared a la izquierda de la puerta constituían el despacho. La parte de la derecha de la habitación tenía el aspecto hogareño y confortable de una sala de estar. En la elegante chimenea de época, las llamas azules simuladas por una estufa de gas despedían un calor suave que complementaba el de los radiadores. Sobre la repisa de la chimenea, con su serie de figurillas de porcelana, había un retrato al óleo. Una mujer del siglo xviii, con los labios fruncidos y los ojos más bien protuberantes, ataviada con un vestido azul de cuello bajo confeccionado con raso azul brillante, sostenía una naranja en sus dedos afilados tan delicadamente como si esperase que explotara de un momento a otro. En la pared del fondo destacaba un armario que contenía diversas tazas y platos de porcelana de color rosa y verde. A la derecha del fuego había un sofá y a la izquierda un sillón, cuya tapicería y cojines inmaculados entonaban con los rosas y verdes del armario. El lado derecho de la sala había sido cuidadosamente arreglado para producir un efecto determinado, del cual lady Swathling formaba parte.

Fue ella quien tomó la iniciativa. Antes de que Kate y Piers pudiesen hablar, les dijo:

– Habrán venido a verme por la tragedia del Museo Dupayne, la muerte de Celia Mellock. Naturalmente, deseo ayudarles con sus pesquisas si está en mi mano, pero no acierto a imaginar cómo creen que podría hacerlo. La señorita Dupayne sin duda les habrá dicho que Celia abandonó esta escuela la primavera del pasado año después de sólo dos trimestres. No tengo información de ninguna clase acerca de su vida o actividades después de esa fecha.

– En un caso de homicidio -le explicó Kate-, necesitamos obtener el máximo de información posible sobre la víctima. Esperamos que nos proporcione algún dato sobre la señorita Mellock: sus amigos, tal vez, qué tal era como estudiante, si le interesaban las visitas a los museos…

– Me temo que no sé nada de eso. Sin duda esa clase de preguntas deberían hacérselas a su familia o a las personas que la conocían. Estas dos trágicas muertes no tienen nada que ver con Swathling’s.

Piers miró fijamente a lady Swathling con una expresión a medio camino entre la admiración y el desprecio. Kate reconoció aquella mirada: se había predispuesto en contra de lady Swathling. En ese momento, se dirigió a ella con suavidad:

– Pero hay una relación, ¿no le parece? Celia Mellock fue alumna aquí, la señorita Dupayne es la codirectora, Muriel Godby trabajaba aquí y Celia murió en el museo. Me temo que en un caso de homicidio, lady Swathling, es necesario hacer preguntas tan molestas para los inocentes como inoportunas para los culpables.

«Ya traía esta respuesta preparada -se dijo Kate-. Es un comentario brillante y volverá a utilizarlo.»

Surtió efecto sobre lady Swathling.

– Celia no era una alumna satisfactoria -respondió-, en gran medida porque era una joven desdichada y no mostraba el menor interés en nada de cuanto ofrecemos aquí. La señorita Dupayne tenía sus dudas respecto a su aceptación en el centro, pero lady Holstead, a quien conozco personalmente, se mostró muy persuasiva. Anteriormente la chica había sido expulsada de otros dos colegios, y su madre y su padrastro estaban ansiosos por que obtuviese algo de formación. Por desgracia, Celia vino aquí de mala gana, lo cual nunca permite un buen comienzo. Como ya les he dicho, no sé nada acerca de su vida más reciente. Apenas la traté mientras estuvo en Swathling’s y nunca volví a verla cuando se fue.

– ¿Conocía usted al doctor Dupayne, lady Swathling? -preguntó Kate de improviso.

La mujer acogió la pregunta con una mezcla de repulsión e incredulidad.

– No lo conocía en absoluto. No me consta que hubiese visitado la escuela nunca. El señor Marcus Dupayne vino al concierto de una de nuestras alumnas hace unos dos años, pero no su hermano. Ni siquiera habíamos hablado nunca por teléfono y desde luego, nunca nos habíamos conocido en persona.

– ¿No lo llamaron para que visitase o tratase a alguna de sus alumnas? -insistió Kate-. ¿A Celia Mellock, por ejemplo?

– Desde luego que no. ¿Es que alguien ha insinuado tal cosa?

– Nadie, lady Swathling. Sólo me lo preguntaba.

– ¿Qué relación existía entre Celia y Muriel Godby? -intervino Piers.

– Absolutamente ninguna. ¿Por qué iba a haberla? La señorita Godby era, simplemente, la recepcionista. No caía muy bien a algunas de las chicas pero, que yo recuerde, Celia Mellock nunca se quejó de ella. -Hizo una pausa y añadió-: Y por si estaban pensando en preguntarlo, cosa que habría lamentado enormemente, estuve en la escuela todo el viernes pasado desde las tres de la tarde, hora en que regresé de un almuerzo, en adelante, durante el resto del día y la noche. Mis citas de la tarde están anotadas en la agenda que hay en mi mesa y mis visitas, incluyendo la de mi abogado, quien vino a las cuatro y media, podrán confirmar mi versión. Lamento no serles de mayor utilidad. Si recuerdo algún detalle relevante, me pondré en contacto con ustedes, por supuesto.

– ¿Y está segura de que no volvió a ver a Celia después de que se marchara de Swathling’s? -insistió Kate.

– Ya se lo he dicho, inspectora. Y ahora, si no hay más preguntas, mis obligaciones me esperan. Claro está, remitiré una carta con mis condolencias a lady Holstead.

Se levantó de la silla con cierta brusquedad y se dirigió hacia la puerta. Fuera, el portero uniformado que los había recibido ya estaba esperándolos. Kate dedujo que había permanecido allí fuera durante toda la entrevista.

Cuando llegaron al coche, Piers dijo:

– Un poco artificial, ¿no te parece? No es difícil adivinar cuáles son sus prioridades: primero ella y luego la escuela. ¿Te has fijado en lo diferentes que eran esos dos escritorios? Uno prácticamente vacío, y las bandejas de entrada y salida del otro llenas de papeles. Tampoco es muy difícil adivinar quién se sienta en cada cual. Lady Swathling impresiona a los padres con su elegancia aristocrática y Caroline Dupayne hace todo el trabajo.

– ¿Por qué lo hace? ¿Qué saca ella de todo eso?

– Tal vez espera tomar el relevo. Aunque no logrará hacerse con el edificio, a menos que se lo deje en herencia. A lo mejor es eso precisamente lo que espera. No creo que pueda permitirse el lujo de comprarlo.

– Imagino que su trabajo está bien remunerado -comentó Kate-. Lo que más curioso me resulta no es el motivo que tiene Dupayne para trabajar aquí, sino por qué le interesa tanto que el museo continúe abierto.

– Orgullo familiar -sugirió Piers-. El piso es su casa. Debe de querer escapar de la escuela de vez en cuando. No te ha hecho mucha gracia lady Swathling, ¿verdad?

– Ni la escuela. Ni a ti tampoco. Es una especie de recinto de lujo al que los malditos ricos envían a sus hijas con la esperanza de quitárselas de encima. Ambas partes saben de antemano cuál es el trato y qué esperan obtener a cambio de pagar un riñón: asegurarse de que la niña no se queda embarazada, de que se mantiene bien lejos de las drogas y el alcohol, y de que conoce al tipo adecuado de hombres.

– Eso es un poco exagerado. Una vez salí con una chica que había estudiado en ese centro. No parecía haberle hecho ningún daño: no era una lumbrera de Oxbridge exactamente, pero sabía cocinar. Y ése no era su único talento.

– Y tú, por supuesto, eras el tipo adecuado de hombre.

– A su mamá no se lo pareció. ¿Te apetece conducir?

– No, será mejor que lo hagas tú, hasta que me calme. Bueno, ¿le decimos a AD que es probable que lady Swathling sepa algo pero que no ha querido hablar?

– ¿Estás sugiriendo que es una sospechosa?

– No, no nos habría dado esa coartada si no estuviera segura de que se sostiene. La comprobaremos si es necesario, pero en este momento me parece una pérdida de tiempo. Está limpia en lo que respecta a los dos asesinatos, pero podría ser cómplice.

Piers se mostró desdeñoso.

– Eso es ir un poco lejos. Considera los hechos: por el momento, estamos dando por supuesto que ambos asesinatos están relacionados, y eso significa que si lady Swathling está implicada en el asesinato de Celia, también lo está en el de Neville Dupayne. Y si en todo lo que ha dicho hay algo que me ha parecido cierto, es cuando ha asegurado que ni siquiera lo conocía. ¿Y por qué iba a importarle que el museo cierre? Puede incluso que le interese mantener a Caroline Dupayne más atada a la escuela. No, no creo que esté involucrada. De acuerdo, hay algo sobre lo que ha mentido o que no nos ha querido contar, pero ¿qué tiene eso de nuevo?

9

Eran las tres y cuarto del jueves 7 de noviembre y en el centro de investigaciones el equipo hablaba sobre los avances en la investigación. Benton-Smith había traído bocadillos un poco antes y la secretaria de Dalgliesh había preparado una enorme cafetera de café bien cargado. En ese momento, ya habían retirado cualquier resto de comida y se habían concentrado en sus papeles y cuadernos de notas.

El hallazgo del bolso había sido interesante, pero no los había conducido a nada nuevo. Cualquiera de los sospechosos podía haberlo metido en la bolsa negra tanto si lo había planeado de antemano como si había obedecido a un impulso. Resultaba más probable que la idea se le hubiese ocurrido a una mujer en lugar de a un hombre, pero eso no constituía una prueba consistente. Seguían a la espera de obtener información del servicio de telecomunicaciones sobre la ubicación del móvil de Muriel Godby cuando ésta había respondido a la llamada de Tally Clutton; las solicitudes de información interpuestas al servicio eran muy numerosas y había otras demandas prioritarias. Todas las pesquisas realizadas sobre la vida profesional de Neville Dupayne antes de que se trasladara a Londres desde la zona central de Inglaterra en 1987 sólo habían dado como resultado un mutismo absoluto por parte del cuerpo de policía local. Nada de todo ello resultaba especialmente decepcionante, pues apenas había transcurrido una semana desde que se iniciara el caso.

En ese momento, Piers y Kate debían informar al resto del equipo sobre su visita al piso de Celia. Para sorpresa de Dalgliesh, Kate permaneció en silencio y fue Piers quien habló. Al cabo de unos segundos se hizo evidente que se estaba divirtiendo. En frases breves y entrecortadas, la imagen cobró vida.

– Es un piso situado en una planta baja con vistas a un jardín central. Árboles, parterres, un césped bien cuidado, en el lado caro del edificio. Rejas en las ventanas y dos cerraduras de seguridad en la puerta. Una amplia sala de estar en la parte delantera y tres dormitorios dobles con cuarto de baño completos en suite. Lo más probable es que lo comprase como inversión siguiendo los consejos del abogado de papá y en la actualidad diría que debe de valer más de un millón. Una cocina agresivamente moderna, pero ningún indicio de que nadie se moleste en cocinar. El frigorífico apesta a leche agria y comida de supermercado caducada. Cuando se fue, dejó la casa hecha un desastre: ropa tirada encima de todas las camas, cómodas atestadas y armarios roperos repletos hasta los topes. Unos cincuenta pares de zapatos, veinte bolsos, unos cuantos vestidos provocativos diseñados para mostrarlo todo sin arriesgarse a ser detenida por la policía. En general el resto son cacharros caros de diseño. No ha habido mucha suerte con el examen de su escritorio: no se esforzaba por pagar las facturas a tiempo ni por contestar cartas oficiales, ni siquiera las de sus abogados. Una compañía de la City se encarga de su cartera de valores, la mezcla habitual de valores de renta variable y títulos del Estado. Es evidente que el dinero no le duraba en las manos.

– ¿Algún indicio de la existencia de un posible novio? -preguntó Dalgliesh.

En ese momento fue Kate quien tomó el relevo.

– En el cesto de la ropa sucia había una sábana bajera con manchas. Parecen restos de semen, pero no son recientes. Nada más. Tomaba la píldora, encontramos la caja en el armario del baño. Nada de drogas, pero mucho alcohol. Parece ser que probó suerte como modelo, hay un book de fotografías. También había querido dedicarse al mundo de la canción pop: sabemos que estaba inscrita en esa agencia y que pagaba un ojo de la cara por las clases de canto. Creo que se estaban aprovechando de ella. Lo más extraño, señor, es que no encontramos invitaciones ni ninguna evidencia de que tuviera amistades. Sería lógico pensar que con un apartamento de tres habitaciones, quisiera compartirlo, aunque sólo fuera por tener un poco de compañía y por repartir los gastos. No encontramos pruebas de que hubiese recibido ninguna visita, aparte de esa sábana manchada. Llevamos el maletín con los instrumentos, de modo que la metimos en una bolsa para pruebas y nos la llevamos. La he enviado al laboratorio.

– ¿Libros? ¿Fotos? -preguntó Dalgliesh.

– Todas las revistas femeninas del mercado, incluyendo las de moda -respondió Kate-. Libros de bolsillo, la mayoría ficción popular. Fotografías de estrellas del pop. Nada más. -A continuación, añadió-: No encontramos ninguna agenda ni libreta de direcciones. Tal vez los llevase en su bolso, en cuyo caso los tiene su asesino, si es que no los ha destruido. Había un mensaje en su contestador, los del taller llamaban para decir que su coche estaba listo y que ya podía recogerlo. Si no acudió al museo con su asesino, entonces lo más seguro es que fuera en taxi; no me imagino a una chica así tomando el autobús. Hemos estado en la oficina del transporte público con la esperanza de que puedan localizar al conductor. No había ningún otro mensaje ni ninguna carta privada. Era extraño: todo ese desorden y ninguna prueba de vida social o personal. Sentí lástima por ella. Creo que estaba muy sola.

Piers mostró cierto desdén.

– No veo por qué narices iba a estarlo. Sabemos que la Santísima Trinidad moderna es el dinero, el sexo y la fama. Ella tenía los dos primeros y bastantes esperanzas de obtener la tercera.

– Ninguna esperanza realista -objetó Kate.

– Pero tenía dinero. Vimos los extractos del banco y la cartera de valores. Su padre le dejó dos millones y medio, no es una inmensa fortuna según los baremos modernos, pero con esta suma se puede vivir bien. Una chica con esa cantidad de dinero y su propio piso en Londres no tiene por qué permanecer sola mucho tiempo.

– A menos que sea una chica dependiente -replicó Kate-, de la clase de chica que se enamora, se aferra a alguien y no suelta a ese alguien. Con dinero o sin dinero, los hombres podían considerarla problemática.

– Es evidente que uno de ellos la consideró problemática y pasó a la acción de forma muy expeditiva -dijo Piers. Hubo un silencio y luego prosiguió-: Un hombre tendría que ser muy poco exigente para aguantar todo eso. La asistenta le había pasado una nota por debajo de la puerta diciendo que no iba a poder ir a limpiar el jueves porque tenía que llevar a su hijo al hospital. Espero que al menos le pagara bien.

Dalgliesh intervino con voz tranquila.

– Si por casualidad te asesinan un día de éstos, Piers, lo cual no queda del todo fuera de los límites de lo posible, esperemos que el agente de la investigación que hurgue entre tus pertenencias íntimas no sea demasiado proclive a emitir juicios de valor.

– Es una posibilidad que tengo presente, señor -respondió Piers en tono grave-. Al menos lo encontrará todo en orden.

«Eso me lo he merecido», pensó Dalgliesh. Siempre había sido una parte de su trabajo que le había resultado difícil, la falta total de intimidad para la víctima. El asesinato era capaz de despojar a las personas de algo más que de la propia vida: el cuerpo era empaquetado, etiquetado, analizado; agendas, diarios, cartas confidenciales… todos los aspectos de la vida de la víctima eran investigadas y diseccionados. Unas manos extrañas se desplazaban entre la ropa, recogían y examinaban las pequeñas posesiones, registraban y etiquetaban para la opinión pública los tristes desechos de una existencia a veces patética. También aquella vida, en apariencia privilegiada, había sido patética. La imagen que tenían en ese momento era la de una chica rica pero vulnerable y solitaria, que intentaba abrirse paso en un mundo que ni siquiera su dinero podía comprar.

– ¿Han precintado el piso? -quiso saber Dalgliesh.

– Sí, señor. Y hemos entrevistado al conserje. Vive en un piso en el lado norte; sólo lleva seis meses en el puesto y no sabe nada acerca de ella.

– Esa nota por debajo de la puerta -siguió Dalgliesh-… parece que la asistenta no tenía la llave, a menos, claro está, que alguien entregase la nota en su lugar. Es posible que tengamos que localizarla. ¿Y Brian Clark y su equipo?

– Llegarán allí a primera hora de la mañana, señor. La sábana es importante, obviamente. Eso lo tenemos. Dudo que encuentren algo más. No la mataron allí, no es la escena del crimen.

– Pero es mejor que los especialistas echen un vistazo -repuso Dalgliesh-. Benton-Smith y tú reunios con ellos allí. Algún vecino podría tener información sobre posibles visitantes.

Pasaron al informe de la autopsia del doctor Kynaston, que habían recibido una hora antes. Piers examinó su copia.

– Puede que asistir a una de las autopsias del doctor Kynaston sea instructivo -señaló-, pero no es muy terapéutico. No tanto por la increíble minuciosidad y precisión de su trabajo como por la música que pone. No esperaría un coro de The Yeoman of the Guard, pero dadas las circunstancias es duro escuchar el Agnus Dei del Requiem de Fauré. Por un momento temí que se desmayara usted, sargento.

Al mirar a Benton-Smith, Kate vio que su rostro se ensombrecía y sus ojos negros emitían un brillo indignado. Sin embargo, encajó la pulla sin pestañear y repuso con calma:

– Es que me desmayé un momento. -Hizo una pausa y luego se dirigió a Dalgliesh-. Era mi primera autopsia en la que la víctima es una mujer joven, señor.

Dalgliesh tenía la mirada concentrada en el informe de la autopsia.

– Sí, siempre son las peores, las chicas jóvenes y los niños -dijo-. Si alguien es capaz de asistir a una autopsia de cualquiera de estos dos grupos sin inmutarse, tal vez debería preguntarse si ha elegido el trabajo adecuado. Veamos qué nos dice el doctor Kynaston.

El informe del patólogo confirmaba lo que había descubierto durante su primer examen. La máxima presión se había ejercido con la mano derecha oprimiendo la laringe y fracturando el cornu superior del tiroides en su base. Había un pequeño moratón en la nuca que sugería que habían empujado a la chica contra la pared durante el estrangulamiento, pero ninguna prueba de contacto físico entre el agresor y la víctima, ni tampoco ninguna prueba bajo las uñas que sugiriese que la chica hubiese ofrecido resistencia con las manos. Un hallazgo interesante era que Celia Mellock estaba embarazada de dos meses.

– De modo que tenemos un posible móvil adicional -señaló Piers-. Pudo haberse citado con su novio o amante para hablar de lo que debían hacer, o tal vez intentó presionarlo para que se casara con ella. Pero ¿por qué escoger el Dupayne? Tenía piso propio.

– Y en el caso de esta chica, rica y sexualmente activa -intervino Kate-, el embarazo no es un móvil probable para un asesinato, no sería más que un pequeño inconveniente del que podría deshacerse pasando una noche en una clínica cara. ¿Y cómo es posible que estuviera embarazada cuando, por lo visto, tomaba la píldora? O fue de forma deliberada o había dejado de preocuparse por los anticonceptivos. La caja que encontramos estaba por estrenar.

– No creo que la matasen porque estuviera embarazada -comentó Dalgliesh-. La asesinaron por estar en el lugar donde estaba. Tenemos a un único asesino, y la víctima original y objetivo inicial exclusivo era Neville Dupayne.

La imagen, aunque todavía no era más que una suposición, había adquirido una asombrosa nitidez en su mente: aquella figura andrógina, pues su género era desconocido todavía, abriendo el grifo de la parte posterior del cobertizo; un fuerte chorro de agua que eliminaba todos los restos de gasolina de las manos enfundadas en guantes de goma; el rugido abrasador del fuego y entonces, amortiguado, el ruido del cristal al romperse y el primer crujido de la madera cuando las llamas atraparon en sus brazos el árbol más cercano. ¿Y qué era lo que había hecho a Vulcano levantar la vista hacia la casa, una premonición o el miedo de que el incendio pudiese estar descontrolándose? Habría sido en esa mirada hacia lo alto cuando vio, mirándolo desde la ventana de la Sala del Crimen, a una chica con los ojos muy abiertos y el pelo amarillo enmarcado en un halo de fuego. ¿Fue acaso en aquel momento único y con aquella simple mirada cuando Celia Mellock quedó sentenciada a muerte?

Oyó hablar a Kate.

– Pero seguimos teniendo el problema de cómo accedió Celia a la Sala del Crimen. Una forma sería a través de la puerta del piso de Caroline Dupayne, pero en ese caso, ¿cómo entró en el piso y por qué fue allí? ¿Y cómo podríamos demostrarlo cuando es del todo posible que ella y su asesino entrasen en el museo cuando no había nadie en el mostrador de recepción?

Fue entonces cuando sonó el teléfono. Kate descolgó el auricular, escuchó a su interlocutor al otro lado del hilo y dijo:

– De acuerdo, bajaré inmediatamente. -Acto seguido, se dirigió a Dalgliesh-: Tally Clutton está aquí, señor. Quiere verlo. Dice que es importante.

– Debe de serlo para que haya venido personalmente -intervino Piers-. Supongo que sería demasiado esperar que hubiese reconocido al fin al conductor.

Kate ya estaba en la puerta.

– Que pase a la sala pequeña, ¿de acuerdo, Kate? Iré a verla contigo ahora mismo.

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