La policía había dicho que los especialistas iban a necesitar el resto del miércoles y la mitad del jueves para completar el registro del museo. Esperaban devolver las llaves a última hora de la tarde del jueves. Ya se habían llevado el baúl y, después de la inspección del apartamento de Caroline Dupayne llevada a cabo por Dalgliesh y la inspectora Miskin, parecían haber aceptado que no había justificación para coger las llaves de aquélla y retenerla fuera de lo que, en definitiva, era su casa.
Tras levantarse el jueves tan temprano como de costumbre, Tally se sintió inquieta, pues echaba de menos ir a quitar el polvo y limpiar como cada día. Ahora la jornada carecía de forma para ella, quien experimentaba la confusa sensación de que ya nada era real o reconocible y de que se movía como una autómata en un mundo de fantasía aterradora. Ni siquiera la casa le ofrecía ya refugio para el sentimiento de disolución y continuo desastre que la embargaba. Todavía la consideraba el sosegado centro de su vida, pero la presencia de Ryan había destruido su paz y su orden. No era que el chico se mostrase difícil de forma deliberada, sino que el lugar resultaba, sencillamente, demasiado pequeño para dos personalidades tan distintas entre sí. Un inodoro, y por ende en el cuarto de baño, constituía algo más que un inconveniente. Tally no podía utilizarlo sin pensar, incómoda, que Ryan estaba fuera esperando con impaciencia a que saliese, mientras que él, por su parte, permanecía en su interior una cantidad de tiempo desmesurada y lo dejaba todo perdido. Era muy limpio en su aseo personal, pues se bañaba dos veces al día, lo que hacía que a Tally le preocupasen las facturas del agua y el gas, pero dejaba la ropa sucia de trabajo tirada por el suelo para que ella la recogiese y la metiese en la lavadora. Darle de comer también representaba un problema; ya había supuesto que no tendría los mismos gustos en materia de comida, pero no que ingiriese semejantes cantidades. Además, el chico no se había ofrecido a pagarle nada, y a ella le daba apuro sugerírselo. Se había ido temprano a la cama todas las noches, pero sólo para encender su equipo estéreo. La música pop a todo volumen había convertido las noches de Tally en un infierno. La noche anterior, todavía conmocionada por el descubrimiento del cadáver de Celia Mellock, le había pedido que la bajase un poco y él había accedido sin protestar. No obstante, el ruido, aunque amortiguado, había bastado para destrozarle los nervios, y ni siquiera tapándose los oídos con la almohada había conseguido silenciarlo.
El jueves, inmediatamente después del desayuno, cuando Ryan seguía aún en la cama, decidió ir al West End. Sin saber muy bien cuánto tiempo estaría fuera, no preparó su mochila sino que sólo se llevó un bolso grande y una naranja y un plátano para almorzar. Tomó un autobús a la estación de Hampstead, fue en metro hasta el Embankment y a continuación enfiló la avenida Northumberland, atravesó el bullicio de Trafalgar Square y se dirigió al Mall y a Saint James’s Park. Aquél era uno de sus paseos favoritos por Londres, y poco a poco, mientras bordeaba el lago, fue apoderándose de ella una sensación de paz. El calor, insólito para aquella época del año, había regresado, y se sentó en un banco a comerse la fruta bajo la suave luz del sol, contemplando cómo los padres con sus hijos arrojaban migas de pan a los patos, los turistas se fotografiaban unos a otros con el trasfondo del brillo del agua, las parejas de novios se paseaban cogidas de la mano y los misteriosos hombres vestidos con abrigos oscuros, que le recordaban a espías de alto nivel intercambiándose peligrosos secretos, paseaban de dos en dos.
Hacia las dos y media, más despejada ya, estaba lista para regresar a casa, y tras dar una última vuelta al lago cambió de idea y decidió caminar hasta el río. Llegó a la plaza del Parlamento y a las puertas del palacio de Westminster, donde decidió, siguiendo un impulso, sumarse a la breve cola de gente que se disponía a entrar en la Cámara de los Lores. Había visitado la Cámara de los Comunes con anterioridad, pero no la de los Lores; constituiría una experiencia nueva y le vendría bien sentarse tranquilamente durante media hora. La espera no fue larga. Pasó por los rigurosos controles de seguridad, donde le registraron el bolso y obtuvo su pase. A continuación, siguiendo las indicaciones, subió por la escalera alfombrada hacia la tribuna del público.
Al abrir la puerta de madera, se encontró en lo alto de la cámara y miró hacia abajo con gran asombro. La había visto muchas veces por televisión, pero en ese momento su sombría magnificencia cobró vida con todo su esplendor. En aquella época era imposible que alguien fuese capaz de crear semejante cámara legislativa; la maravilla consistía en que a alguien se le hubiese ocurrido alguna vez. Era como si no hubiese adorno, concepto arquitectónico o trabajo en oro, madera o vidrieras de colores que pudiera considerarse demasiado grandilocuente para aquellos duques, condes, marqueses y barones Victorianos. Desde luego, la razón de su éxito, pensó Tally, quizá fuese que había sido construida con seguridad y confianza. El arquitecto y los artesanos sabían perfectamente qué estaban construyendo y creían en lo que sabían. «Al fin y al cabo -se dijo-, nosotros también tenemos nuestras pretensiones, pues hemos construido la Cúpula del Milenio.» La cámara le recordaba un poco a una catedral, salvo en que se trataba de un edificio laico por entero. El trono de oro con su baldaquino y su candelabro celebraba la realeza terrenal, las estatuas instaladas entre las ventanas, dentro de hornacinas, no eran de santos, sino de barones, y en las altas vidrieras no aparecían escenas de la Biblia sino escudos de armas.
El enorme trono de oro estaba justo enfrente de ella y dominaba su mente igual que la cámara toda. Si algún día Gran Bretaña se convertía en una república, ¿qué sería de él? Sin duda ni siquiera el gobierno más antimonárquico se animaría a destruirlo. Y sin embargo, ¿qué sala de museo era lo bastante grande para albergarlo? ¿Para qué podía utilizarse? Tal vez, pensó, un futuro presidente se sentaría con mucha ceremonia, vestido con traje de calle, bajo aquel baldaquino. Tally poseía una limitada experiencia del mundo, pero aun así había observado que quienes alcanzaban el poder y cierta posición social eran tan amigos de los beneficios que éstos comportaban como aquellos que los habían adquirido por derecho de nacimiento. Se alegró de que hubiese tantas cosas que se ofrecían a su vista y ocupaban sus pensamientos. Algunas de las inquietudes del día se esfumaron por completo.
Abstraída como estaba al principio apenas se fijó en las figuras que ocupaban los bancos de debajo. Y entonces oyó su voz, clara e inconfundible. El corazón le dio un vuelco. Bajó la mirada y vio que estaba de pie frente a uno de los bancos que había entre los del Gobierno y la oposición, de espaldas a ella. El hombre estaba diciendo:
– Milores, solicito formular la pregunta que aparece con mi nombre en el orden del día.
Tally estuvo a punto de agarrarse al brazo de un joven que se había sentado a su lado.
– ¿Quién es ése, por favor? -Le susurró en tono apremiante-. ¿Quién está hablando ahora?
El chico arrugó la frente y le tendió un papel. Sin mirarla, contestó:
– Es lord Martlesham, un diputado independiente.
Tally enderezó la espalda y se inclinó hacia delante, con la mirada fija en la nuca del parlamentario. Rogó que se volviera. ¿Cómo iba a estar segura a menos que le viese la cara? Era imposible que aquel hombre no percibiese la intensidad de su mirada. Tally no atendió a la respuesta del ministro ni a las intervenciones de los demás diputados. El turno de preguntas terminó y se anunció el siguiente asunto. Un grupo de parlamentarios se dispuso a abandonar la cámara y, cuando el hombre se levantó para sumarse a ellos, Tally lo vio con absoluta claridad.
No volvió a mirar a lord Martlesham, pues no tenía necesidad de verificar su identidad. Cabía la posibilidad de que la voz la hubiese confundido, pero la voz y el rostro juntos produjeron en ella una convicción abrumadora: no creía, sino que sabía a ciencia cierta.
Y entonces se sorprendió fuera, en la acera, a la entrada de Saint Stephen’s, sin recordar en absoluto cómo había llegado hasta allí. La calle estaba tan abarrotada de gente como en plena temporada turística. Churchill, desde su pedestal, contemplaba con solidez broncínea su querida Cámara de los Comunes a través de una calzada saturada de taxis, coches y autobuses que apenas se movían. Un policía retenía a los peatones para dirigir los vehículos de los parlamentarios hacia el patio de la cámara y un reguero de turistas esperaba, cámara fotográfica al hombro, a que el semáforo se pusiese en verde para atravesar el cruce en dirección a la abadía. Tally se incorporó a ellos. Necesitaba estar a solas y en calma, reflexionando. Sin embargo, ya había una larga cola frente a la puerta norte de la abadía e iba a resultarle difícil hallar tranquilidad allí. En su lugar, optó por entrar en la iglesia de Saint Margaret, donde se sentó en un banco por la mitad de la nave.
Había unos pocos visitantes, caminando y charlando en voz baja cuando se detenían ante los monumentos, pero ni se fijaba en ellos ni los oía. La vidriera del ala este, elaborada como parte de la dote de Catalina de Aragón, las dos hornacinas con el príncipe Arturo, arrodillado, y la princesa Catalina y los dos santos que había de pie encima de éstos habían despertado su profunda admiración durante su primera visita, pero en ese momento los contempló sin verlos. Se preguntó por qué la embargaba aquel tumulto de emociones; a fin de cuentas, ella había visto el cuerpo de Neville Dupayne, y su imagen volvería a visitarla en sueños durante el resto de su vida. Y ahora, aquella segunda muerte que multiplicaba el horror… hacía que el cadáver estuviera más vivido en su imaginación que si ella misma hubiese levantado la tapa del baúl. Sin embargo, en ninguno de los dos casos nadie le había exigido que asumiese una responsabilidad hasta ese momento. Le había contado a la policía todo lo que sabía, y no habían vuelto a pedirle nada. Ahora estaba íntimamente relacionada con un asesinato, como si la contaminación recorriese sus venas. Se enfrentaba a una decisión personal, y el hecho de que se tratara de una decisión en la que tenía claro cuál era su deber no le servía de alivio. Sabía que debía actuar -Scotland Yard sólo estaba a kilómetro y medio de Victoria Street-, pero necesitaba enfrentarse a las implicaciones de sus actos. Lord Martlesham se convertiría en el sospechoso principal; tenía que serlo, su testimonio así lo revelaba. El que fuese miembro de la Cámara de los Lores no contaba para ella; de hecho, apenas si se le había pasado por la cabeza, ya que no daba importancia a la posición social de la gente. Su problema era que no creía que el hombre que se había acercado a ella preocupado por haberla atropellado fuese un asesino. Sin embargo, si no se encontraban pruebas que lo exonerasen, era muy posible que tuviera que enfrentarse a un juicio e incluso que lo declarasen culpable. No sería la primera vez que condenaban a un inocente, y suponiendo que el caso no llegara a resolverse nunca, llevaría el estigma de asesino durante el resto de su vida. Además, también le preocupaba una convicción menos racional de su inocencia: en algún recoveco de su mente, inaccesible pese al esfuerzo con que trataba de recordar o a sus intentos de meditar con calma al respecto, había algo que ella sabía, un único hecho que debería haber recordado y relatado a la policía.
Se sorprendió recurriendo a un viejo truco de su juventud: cuando se enfrentaba a un problema, mantenía un diálogo interior con una voz muda que a veces reconocía como la de su conciencia, pero más a menudo como un sentido común algo escéptico, una especie de alter ego franco.
«-Ya sabes lo que tienes que hacer. Lo que ocurra después no es responsabilidad tuya.
»-Me siento como si lo fuese.
»-Entonces, si quieres sentirte responsable, acepta la responsabilidad. Ya viste lo que le ocurrió al doctor Neville. Si lord Martlesham es culpable, ¿quieres que salga en libertad? Y si es inocente, ¿por qué no se ha presentado ante la justicia? Si es inocente, tal vez tenga información que pueda llevar hasta el asesino. El tiempo es importante. ¿Por qué dudas todavía?
»-Necesito sentarme tranquilamente y pensar.
»-¿Pensar? ¿Sobre qué? Y ¿por cuánto tiempo? Si el comisario Dalgliesh te pregunta adónde fuiste tras salir de la Cámara de los Lores, ¿qué vas a decirle? ¿Que has estado en la iglesia rezando para saber qué hacer?
»-No estoy rezando. Sé lo que tengo que hacer.
»-Entonces, hazlo. Éste es el segundo asesinato. ¿Cuántos muertos tiene que haber para que reúnas el valor para decir lo que sabes?»
Tally se levantó y, caminando con paso más firme, salió por la pesada puerta de Saint Margaret y enfiló la calle Victoria en dirección a New Scotland Yard. En su visita anterior había sido el sargento Benton-Smith quien la había llevado en coche hasta allí y ella había realizado el trayecto con el corazón lleno de esperanza. Sin embargo, se había marchado de allí con la sensación de que había fracasado, de que los había decepcionado a todos. Ni las fotografías que le habían mostrado ni los retratos robot que habían confeccionado guardaban el menor parecido con el hombre al que buscaban. Ahora tenía buenas noticias para el comisario Dalgliesh. Entonces, ¿por qué acudía a él tan apesadumbrada?
La atendieron en la recepción. Había pensado con cuidado lo que iba a decir.
– ¿Puedo ver al comisario Dalgliesh, por favor? Soy la señora Tallulah Clutton, del Museo Dupayne. Es acerca de los asesinatos. Tengo información importante.
El agente de guardia no se mostró sorprendido. Repitió su nombre y echó mano del teléfono.
– Tengo aquí a la señora Tallulah Clutton, que quiere ver al comisario Dalgliesh por los asesinatos del Dupayne. Dice que es importante. -Al cabo de unos segundos, colgó el auricular y se dirigió a Tally-. Un miembro del equipo del comisario bajará a verla. Es la inspectora Miskin. ¿Conoce a la inspectora Miskin?
– Sí, sí, la conozco, pero preferiría hablar con el señor Dalgliesh, por favor.
– La inspectora Miskin la llevará a ver al comisario.
Tally se sentó donde el agente le indicó, junto a la pared. Como de costumbre, llevaba el bolso colgado del hombro, con la tira cruzada por encima del pecho. Se dijo que aquella precaución contra los robos debía de parecer extraña: a fin de cuentas, estaba en New Scotland Yard. Se pasó la tira por encima de la cabeza y sujetó con fuerza el bolso en su regazo con ambas manos. De pronto, se sintió muy vieja.
La inspectora Miskin se presentó asombrosamente rápido y Tally se preguntó si temerían que cambiase de opinión y se marchara si la hacían esperar mucho tiempo. La inspectora Miskin, no obstante, la saludó con una sonrisa y la condujo hacia la hilera de ascensores. En el pasillo el ajetreo era enorme. Cuando llegó el ascensor entraron apretujándose junto a media docena de hombres altos y silenciosos la mayor parte del tiempo, y subieron varios pisos. Iban ellas dos solas cuando el aparato se detuvo, pero Tally no se fijó en qué botón habían pulsado.
La sala de interrogatorios en la que entraron era extremadamente pequeña e intimidatoria. Vio una mesa cuadrada con dos pares de sillas enfrentadas y, junto a ella, una especie de equipo de grabación en un soporte.
Como si estuviera leyéndole el pensamiento, la inspectora Miskin dijo:
– Me temo que no es muy acogedor, pero aquí no nos molestará nadie. El comisario Dalgliesh hablará con usted directamente. Sin embargo, la vista es bonita, ¿no cree? Hemos pedido algo de té.
Tally se acercó a la ventana. Debajo, vio las torres gemelas de la abadía y, un poco más allá, el Big Ben y el palacio de Westminster. Los coches se movían como juguetes en miniatura y los peatones eran maniquíes escorzados. Lo observaba todo sin ninguna emoción, pendiente sólo de si la puerta se abría o no.
Dalgliesh entró sin hacer ruido y se acercó a ella, quien se sintió tan aliviada al verlo que tuvo que contenerse para no echar a correr hacia él. La condujo hasta una silla y se sentó enfrente, al lado de la inspectora Miskin.
Sin más preámbulos, Tally anunció:
– He visto al conductor que me derribó de la bicicleta. Hoy he estado en la Cámara de los Lores y lo he visto allí, en los escaños de los diputados independientes. Se llama lord Martlesham.
– ¿Lo oyó hablar? -preguntó Dalgliesh.
– Sí, era el turno de preguntas e intervino. Lo reconocí de inmediato.
– ¿Puede ser más específica? ¿Qué reconoció primero, la voz o el aspecto? Los diputados independientes suelen estar de espaldas a la tribuna del público. ¿Le vio la cara?
– No cuando habló, pero estaban al final del turno de preguntas y él era el último. Después de la réplica y de que hablaran uno o dos parlamentarios más, pasaron a otros asuntos. Fue entonces cuando, al levantarse y volverse para marcharse, vi su cara.
– ¿Está usted completamente segura, señora Clutton? -inquirió la inspectora Miskin-. ¿Tan segura como para someterse a un interrogatorio ante un tribunal y no titubear en su respuesta?
El comisario Dalgliesh miró fijamente a Tally.
– Completamente segura -contestó ella. Hizo una pausa y preguntó, tratando de disimular la ansiedad de su voz-: ¿Tendré que identificarlo?
– Todavía no, y es posible que no llegue a hacerlo -respondió Dalgliesh-. Todo dependerá de lo que tenga que decirnos.
– Es un buen hombre, ¿verdad? -dijo ella, mirándolo a los ojos-, y estaba sinceramente preocupado por mi estado aquel día, no me equivocaría en algo así. No puedo creer… -Se le quebró la voz.
– Es posible que tenga una explicación para justificar la presencia en el Dupayne y el motivo por el que no acudió antes a nosotros -repuso Dalgliesh-. Quizá también tenga información útil que nos sirva de ayuda. Era muy importante dar con él, y le estamos muy agradecidos.
– Es una suerte que fuese usted hoy a la Cámara de los Lores -intervino la inspectora Miskin-. ¿Por qué lo hizo? ¿Había planeado esa visita?
Con mucha calma, Tally les hizo un relato detallado de su día, sin apartar la mirada de Dalgliesh; habló de su necesidad de alejarse, aunque fuera temporalmente, del museo; del paseo y el almuerzo en Saint James’s Park; de su decisión impulsiva de visitar la Cámara de los Lores. No había ningún dejo de triunfalismo en su voz, y al escucharla a Dalgliesh le pareció que deseaba que la tranquilizase diciéndole que su confesión no constituía un acto de traición. Cuando Tally se hubo terminado el té, que había bebido con avidez, intentó convencerla de que aceptara que la llevasen de vuelta al museo en un coche patrulla, después de asegurarle gentilmente que no llegarían allí con las luces azules encendidas. Ella rechazó su ofrecimiento con la misma gentileza pero firmemente. Regresaría por el mismo camino que de costumbre. Bueno, pensó él, tal vez eso fuese lo mejor, pues la llegada de Tally a bordo de un coche policial sin duda provocaría toda clase de comentarios. Le había pedido silencio y estaba seguro de que la mujer cumpliría su promesa, pero no quería que la molestasen con preguntas. Era una mujer honesta para quien la mentira resultaría repugnante.
Bajó con ella y se despidieron fuera del edificio. Al estrecharle la mano, Tally levantó la vista y dijo:
– Esto va a crearle problemas a ese hombre, ¿no es cierto?
– Algunos, tal vez. Pero si es inocente sabrá que no tiene nada que temer. Ha hecho lo correcto viniendo; pero creo que eso ya lo sabe.
– Sí -respondió Tally, alejándose al fin-. Lo sé, pero no es ningún consuelo.
Dalgliesh regresó al centro de investigaciones. Kate puso al corriente a Piers y a Benton-Smith, quienes la escucharon sin hacer comentarios. Luego Piers formuló la pregunta de rigor:
– ¿Estaba completamente segura, señor? Va a armarse un buen escándalo si metemos la pata con esto.
– Dijo que no tenía ninguna duda. Lo reconoció en cuanto Martlesham se levantó y se puso a hablar. Lo confirmó el verle la cara.
– ¿La voz antes que la cara? -exclamó Piers-. Eso sí que es raro. ¿Y cómo puede estar tan segura? Sólo lo vio inclinándose sobre ella unos segundos y bajo la tenue luz de una farola.
– Sea cual fuere la secuencia de sus procesos mentales -contestó Dalgliesh-, tanto si lo que determinó la identificación fue la fisonomía, la voz o ambos, insiste en afirmar que fue Martlesham quien la derribó de la bicicleta el pasado viernes por la noche.
– ¿Qué sabemos de él, señor? -inquirió Kate-. Es una especie de filántropo, ¿verdad? He leído en alguna parte que lleva ropa, comida y medicamentos a donde más se necesitan. ¿No condujo un camión hasta la mismísima Bosnia? Salió en los periódicos. Puede que Tally Clutton viera su fotografía.
Piers se acercó a la estantería en busca del Who’s Who.
– Es un título hereditario, ¿verdad? -dijo-. Eso significa que fue uno de los pocos poseedores de escaños hereditarios elegidos para permanecer en la cámara después de aquella primera reforma chapucera, así que debió de demostrar su valía. ¿No se refirió alguien a él como «la conciencia de los independientes»?
– No lo creo -repuso Dalgliesh-. ¿No son los independientes una conciencia en sí mismos? Tienes razón en lo de la filantropía, Kate. Fue él quien creó ese sistema mediante el cual los ricos prestan dinero a quienes no consiguen créditos. Se parece a los sindicatos de crédito local, pero los préstamos son sin interés.
Piers estaba leyendo en voz alta el Who’s Who.
– Charles Montague Seagrove Martlesham. Un título bastante antiguo, creado en 1836. Nacido el 3 de octubre de 1955, educado en las instituciones habituales, sucedió a su padre en 1972. Al parecer, éste murió joven. Se casó con la hija de un general. No tienen hijos. Hasta ahora, conforme con los cánones. Aficiones: la música y los viajes. Dirección: la vieja rectoría, Martlesham, Suffolk. No en la mansión familiar, al parecer. Miembro de un número impresionante de organizaciones benéficas. Y éste es el hombre al que estamos a punto de acusar de un doble asesinato. Hummm… puede ser interesante…
– Contén tu entusiasmo, Piers -le aconsejó Dalgliesh-. Las objeciones de antes siguen siendo válidas: ¿por qué iba un hombre que huye de la escena de un asesinato particularmente horrible a pararse a comprobar que no ha dejado malherida a una anciana a la que acaba de derribar de su bicicleta?
– ¿Le avisará, señor? -preguntó Kate.
– Le diré que quiero verlo en relación con la investigación de un asesinato que estamos llevando a cabo en estos momentos. Si siente la necesidad de presentarse con su abogado, será su propia decisión. En este punto no creo que lo haga. -Dalgliesh se sentó a su mesa-. Seguramente seguirá en la cámara. Escribiré una nota pidiéndole que venga a verme lo antes posible. Que se la entregue Benton-Smith y lo acompañe hasta aquí. Lo más probable es que Martlesham tenga alguna dirección en Londres; podríamos ir allí si lo prefiere, pero creo que volverá con Benton.
Kate se acercó a la ventana y esperó mientras Dalgliesh escribía.
– No es probable que sea el asesino, señor -comentó.
– Tiene las mismas probabilidades que los demás: Marcus Dupayne, Caroline Dupayne, Muriel Godby, Tally Clutton, la señora Faraday, la señora Strickland, James Calder-Hale, Ryan Archer… Uno de ellos es un doble homicida. Cuando hayamos escuchado a lord Martlesham estaremos más cerca de saber cuál de ellos lo hizo.
Kate se volvió y lo miró.
– Usted ya lo sabe, ¿no es cierto, señor?
– Creo que todos lo sabemos, pero saberlo y demostrarlo son dos cosas distintas.
Kate sabía que no pronunciaría el nombre hasta que estuviesen preparados para realizar una detención. Vulcano seguiría siendo Vulcano, y ella creía saber por qué. Cuando era un joven detective, Dalgliesh había estado involucrado en una investigación de asesinato con consecuencias nefastas. Un hombre inocente había sido arrestado y condenado. Como detective novato, no había sido responsable del error, pero había aprendido de él. Para Dalgliesh, el mayor peligro en una investigación criminal, sobre todo de asesinato, seguía siendo el mismo: la obsesión por centrarse en un sospechoso principal, el esfuerzo por demostrar la culpabilidad de éste hasta el extremo de desatender otras líneas de investigación, y la inevitable distorsión de juicio debido a la cual los investigadores eran incapaces de considerar que quizás estuviesen equivocados. Un segundo principio era la necesidad de evitar un arresto prematuro capaz de poner en peligro el éxito tanto de la pesquisa como del procedimiento judicial posterior. La excepción era la necesidad de proteger a una tercera persona, y sin duda, pensó Kate, con aquel segundo asesinato Vulcano había dejado de constituir una amenaza. Ya no tardarían en encontrar la solución. El final de todo aquello se vislumbraba antes de lo que ella había creído posible.
Una vez que Benton-Smith se hubo marchado hacia la Cámara de los Lores, Dalgliesh se sentó en silencio un minuto. Kate esperó y finalmente él dijo:
– Ahora quiero que vayas a Swathling’s, Kate, y me traigas a Caroline Dupayne. No está detenida, pero creo que no tendrás problemas para que venga, y será cuando nosotros, y no ella, lo consideremos conveniente. -A continuación, al ver la expresión de sorpresa dibujada en el rostro de Kate, añadió-: Tal vez esté corriendo un riesgo, pero estoy convencido de que la identificación de Tally Clutton es correcta. Y sea lo que sea lo que Martlesham tenga que decirnos, presiento que estará relacionado con Caroline Dupayne y su piso privado en el museo. Si me equivoco y no existe ninguna relación, intentaré localizarte en el móvil antes de que llegues a Richmond.
Al cabo de media hora, lord Martlesham llegó al Yard, donde fue conducido hasta el despacho de Dalgliesh. Entró, sereno pero muy pálido, sin saber si debía estrecharle la mano al policía o no. Se sentaron el uno frente al otro a una mesa, delante de la ventana. Al observar la palidez de aquel rostro, a Dalgliesh no le cupo duda de que lord Martlesham sabía el motivo de que lo hubiesen citado allí. La formalidad de su recibimiento, el hecho de que lo hubieran conducido a aquella habitación sombríamente funcional y la extensión desnuda de madera clara que había entre ellos hablaban por sí solos. No se trataba de una reunión social, y era evidente que su interlocutor nunca había supuesto que lo fuera. Al mirarlo, Dalgliesh comprendió por qué Tally Clutton lo había encontrado atractivo; el suyo era uno de esos rostros para los que las palabras «hermoso» o «guapo» resultan del todo adecuadas, pero que muestran con cándida vulnerabilidad la naturaleza esencial del hombre.
Sin más preámbulos, Dalgliesh lo puso en antecedentes:
– La señora Tallulah Clutton, encargada del mantenimiento del Museo Dupayne, lo ha reconocido esta tarde como el conductor que la derribó de su bicicleta hacia las seis y veinticinco del primero de noviembre. Aquella noche, dos personas fueron asesinadas en el museo, el doctor Neville Dupayne y la señorita Celia Mellock. Tengo que preguntarle si se encontraba usted allí y qué estaba haciendo.
Lord Martlesham había permanecido con las manos en el regazo, pero en ese momento las levantó y las cruzó sobre la mesa. Las venas se le marcaron como cordones oscuros y los nudillos le relucieron como canicas blancas bajo la piel tirante.
– La señora Clutton tiene razón -confirmó-. Estaba allí el viernes y la atropellé. Espero que sus heridas no fuesen más graves de lo que creí entonces. Dijo que estaba bien.
– Sólo sufrió unas cuantas magulladuras. ¿Por qué no se ha presentado antes a la policía?
– Porque esperaba que este momento no llegase nunca. No estaba haciendo nada ilegal, pero no quería que mis movimientos trascendiesen. Por eso me fui tan deprisa de allí.
– Pero más adelante, cuando tuvo noticia del primer asesinato, debió de suponer que era un testigo material de los hechos y como tal estaba obligado a presentarse ante la justicia.
– Sí, creo que eso lo sabía. También sabía que no tenía nada que ver con el asesinato. Ni siquiera sabía que el fuego fuese intencionado. Pensé que alguien había encendido una hoguera y se le había descontrolado. Me convencí de que si me presentaba ante las autoridades sólo complicaría la investigación y me pondría en una situación embarazosa, y no sólo a mí sino a otras personas. Cuando esta mañana me enteré de la segunda muerte, las cosas se complicaron aún más. Decidí que seguiría guardando silencio, pero que si alguien me identificaba, entonces contaría la verdad. No lo consideré una obstrucción a la justicia, pues sabía que no tenía nada que ver con ninguna de las dos muertes. Me pareció innecesario presentarme tras el asesinato del doctor Dupayne, y esa decisión afectó a lo que hice posteriormente. Con cada hora que pasaba era más difícil hacer lo que considero correcto.
– Bueno, y ¿por qué estaba allí?
– Si me hubiese hecho esa pregunta tras la muerte de Dupayne, le habría dicho que aproveché el museo para parar un momento en un viaje por carretera y descansar, y que al despertar me di cuenta de que llegaba tarde a una cita y me apresuré para irme de allí. No tengo mucha práctica mintiendo y dudo que hubiese resultado demasiado convincente, pero creo que habría valido la pena intentarlo. O, por supuesto, podría haber puesto en duda la identificación de la señora Clutton. Habría sido su palabra contra la mía, pero la segunda muerte lo ha cambiado todo. Conocía a Celia Mellock. Fui al museo esa noche a encontrarme con ella.
Se hizo el silencio. A continuación, Dalgliesh preguntó:
– ¿Y llegó a encontrarse con ella?
– No. No estaba allí. Teníamos que encontrarnos en el aparcamiento que hay detrás de los laureles, a la derecha de la casa. La hora acordada era las seis y cuarto, lo más pronto que podía quedar yo. Sin embargo, llegué tarde. Su coche no estaba allí, de modo que intenté llamarla al móvil, pero no obtuve respuesta. Decidí que en realidad no había tenido ninguna intención de reunirse allí conmigo o que se había cansado de esperar, así que me fui. No esperaba encontrar a nadie en el camino e iba más deprisa de lo que debería haber ido. De ahí el accidente.
– ¿Qué clase de relación tenía usted con la señorita Mellock?
– Habíamos sido amantes durante un breve periodo de tiempo. Yo quería romper la relación, pero ella no. Era así de brutal. Sin embargo, pareció aceptar que tenía que terminar; nunca debería haber empezado. No obstante, me pidió que me reuniera con ella por última vez en el museo. Ya le he dicho que el aparcamiento, que por las noches está completamente desierto, era nuestro lugar de encuentro habitual. Nunca temimos que nos descubrieran, y aunque nos hubiesen visto, no estábamos haciendo nada ilegal.
Se produjo un nuevo silencio. Martlesham había permanecido con la mirada baja. Entonces cambió otra vez de posición y volvió a dejar las manos en el regazo.
– Ha dicho que ha venido a contar la verdad, pero ésa no es la verdad, ¿me equivoco? -inquirió Dalgliesh-. Encontraron muerta a Celia Mellock en la Sala del Crimen del museo; creemos que fue asesinada allí. ¿Tiene usted alguna idea de cómo entró en el museo?
Martlesham parecía un jorobado en su asiento. Sin levantar la vista, respondió:
– No, ninguna. ¿No podría haber llegado antes, durante el día, tal vez para encontrarse con otra persona, y luego haberse escondido… en la sala de archivos del sótano, por ejemplo, y haberse quedado atrapada allí con su asesino, cuando cerraron las puertas, a las cinco?
– ¿Cómo sabe lo de la sala de archivos y que las puertas del museo se cierran a las cinco?
– He estado allí. Quiero decir…, lo he visitado.
– No es usted el primero que esgrime eso como explicación. Me parece una coincidencia interesante, pero hay otro modo en que Celia Mellock pudo haber entrado en el museo, ¿no es cierto? Por la puerta del piso de Caroline Dupayne. ¿No es allí donde habían quedado usted y ella?
Y en ese momento, lord Martlesham levantó la cabeza y miró a Dalgliesh a los ojos. Era una mirada de desesperación absoluta.
– Yo no la maté -repuso-. No la quería y nunca le dije lo contrario. Nuestra aventura fue una locura y le hice daño. Ella creía haber encontrado en mí lo que necesitaba: un padre, un amante, apoyo, seguridad… No le di nada de eso. No estaría muerta de no ser por mí, pero yo no la maté, y no sé quién lo hizo.
– ¿Por qué el Museo Dupayne? -insistió Dalgliesh-. Y ¿verdad que no hacían el amor en el aparcamiento? ¿Por qué diablos iban a mantener relaciones sexuales en un sitio incómodo cuando tenían el piso de ella y Londres entero a su disposición? Le estoy sugiriendo que se veían en el piso de Caroline Dupayne. Interrogaré a la señorita Dupayne para que me dé su explicación, pero ahora me gustaría oír la suya. ¿Ha estado en contacto con la señorita Dupayne desde que murió Celia Mellock?
– Sí, la llamé por teléfono cuando me enteré de la noticia -contestó-. Le expliqué lo que le diría a la policía si me identificaban. Se mostró desdeñosa y me espetó que no conseguiría salir airoso del asunto. No parecía preocupada. De hecho, se mostró antipáticamente divertida, cínica incluso. Pero le dije que si me presionaban, tendría que contar toda la verdad.
– ¿Y cuál es toda la verdad, lord Martlesham? -preguntó Dalgliesh casi con delicadeza.
– Sí, supongo que será mejor que se la cuente. Nos veíamos de vez en cuando en el piso que hay encima del museo. Caroline Dupayne nos hizo dos copias de llaves para ambos.
– ¿A pesar de que Celia tenía piso propio? -señaló Dalgliesh.
– Fui allí una vez, es cierto. Sólo una vez. No me sentí seguro y a Celia no le gustaba utilizar su apartamento.
– ¿Cuánto hace que usted y Caroline Dupayne son íntimos amigos?
– Yo no diría que fuésemos íntimos -contestó lord Martlesham con tristeza.
– Pero tienen que serlo, por fuerza. Es una mujer muy reservada y celosa de su intimidad, y sin embargo le deja su piso y les da las llaves a usted y a Celia Mellock. La señorita Dupayne me dijo que no había vuelto a ver a Celia desde que ésta dejó la escuela universitaria Swathling’s en 2001. ¿Está usted diciendo que miente?
Martlesham levantó la vista.
– No, no miente -respondió con una sonrisa compungida-. No se me da muy bien esto, ¿verdad? No estoy a la altura de un interrogador avezado.
– Esto no es ningún juego, lord Martlesham. Celia Mellock está muerta, y también Neville Dupayne. ¿Conocía a este último, íntimamente o no?
– No había oído hablar de él hasta que leí la noticia de su asesinato.
– En ese caso, le reitero la pregunta: ¿cuál es la verdad?
Lord Martlesham estaba, por fin, listo para hablar. Había una jarra de agua y un vaso encima de la mesa; trató de servirse un vaso, pero le temblaban las manos. Piers se acercó y lo llenó por él. Esperaron mientras lord Martlesham se lo bebía despacio, pero cuando al fin empezó a hablar, lo hizo con voz serena.
– Ambos éramos miembros de un club que se reúne en el piso de Caroline Dupayne. Se llama Club 96. El motivo por el que vamos allí es el sexo. Creo que lo fundó su marido, pero no estoy seguro. Todo lo relacionado con el club es secreto, incluidos sus miembros. Podemos invitar a alguien a entrar en el club, y ésa es la única persona cuya identidad conocemos. Las reuniones se conciertan en internet, y el sitio web está codificado. Íbamos allí por esa razón en exclusiva, para disfrutar del sexo: el sexo con una mujer, con dos, sexo en grupo…, daba lo mismo. Era, o eso parecía, algo tan fantástico, tan exento de toda clase de ansiedades… Todo se esfumaba. Los problemas que no podemos evitar, los que nos imponemos a nosotros mismos, la desesperación en que caes cuando te das cuenta de que la Inglaterra que conocías, la Inglaterra por la que luchó mi padre, está muriendo y tú estás muriendo con ella, la certeza de saber que tu vida se basa en una mentira… No espero conseguir que lo entienda. No se explotaba ni utilizaba a nadie, nadie lo hacía por dinero, nadie era menor de edad ni vulnerable, nadie tenía que fingir. Éramos como niños, niños traviesos, si lo prefiere, pero había una especie de inocencia en aquellos encuentros.
Dalgliesh no habló. El piso, naturalmente, había sido un lugar ideal. La entrada escondida de la carretera, los árboles y los arbustos, el espacio para aparcar, la entrada independiente al piso, la intimidad total.
– ¿Cómo se convirtió Celia Mellock en miembro del club? -preguntó entonces.
– No lo sé. Eso es lo que he estado tratando de explicar. Era justo lo que daba sentido al club: nadie lo sabía excepto el miembro que la había llevado por primera vez.
– ¿Y no tiene ni idea de quién fue?
– Ninguna. Celia y yo rompimos todas las reglas. Se enamoró. El Club 96 no satisface ese peligroso capricho. Quedábamos para mantener relaciones sexuales fuera del club, lo que está prohibido. Utilizamos el museo para una reunión privada, y también eso va contra las reglas.
– Me extraña que aceptasen a Celia Mellock -comentó Dalgliesh-. Tenía diecinueve años. No se puede esperar demasiada discreción de una chica de esa edad. ¿Tenía acaso la madurez o la sofisticación sexual para desenvolverse en esa clase de escenario? ¿No la consideraban un peligro? ¿Y fue precisamente porque representaba un peligro por lo que tuvo que morir?
Esta vez la protesta fue vehemente.
– ¡No! ¡No! No era esa clase de club. Nadie se sentía nunca en peligro.
«No -pensó Dalgliesh-, probablemente no se sentían en peligro.» No era sólo la conveniencia del piso, la sofisticación de las reglas y la confianza mutua lo que hacía que se sintieran seguros. Se trataba de hombres y mujeres acostumbrados al poder y a la manipulación del mismo, personas que nunca creerían por voluntad propia que podían estar en peligro.
– Celia estaba embarazada de dos meses. ¿Es probable que pensara que usted era el padre? -preguntó.
– Tal vez, y tal vez por eso quería verme con tanta urgencia. Sin embargo, es imposible que yo la dejara embarazada. No puedo dejar embarazada a ninguna mujer. Tuve unas paperas muy fuertes cuando era adolescente y soy estéril. -La mirada que dirigió a Dalgliesh estaba cargada de dolor. Acto seguido, añadió-: Creo que ese hecho ha influido en mi actitud respecto al sexo. No intento buscar excusas, pero el propósito del sexo es la procreación. Si eso no es posible, si no puede llegar a serlo nunca, entonces, de algún modo, el acto sexual deja de ser importante salvo como alivio necesario. Eso era lo único que le pedía yo al Club 96, un alivio necesario.
Dalgliesh no contestó. Permanecieron sentados en silencio un momento, al cabo del cual lord Martlesham prosiguió:
– Hay palabras y acciones que definen a un hombre. Una vez pronunciadas unas y realizadas las otras no hay excusa ni justificación posible, ni explicación aceptable. Te dicen: «Así es como eres. No hay modo de que sigas fingiendo, ahora ya lo sabes.» Pasan a ser inalterables e inolvidables.
– Pero no necesariamente imperdonables -apuntó Dalgliesh.
– No son perdonables para quienes llegan a saberlo, ni para uno mismo. Quizá lo sean para Dios, pero tal como alguien dijo alguna vez, C’est son metier. Sentí algo así cuando me alejé con el coche de aquel incendio. Sabía que no era una hoguera, ¿cómo iba a serlo? Sabía que alguien tal vez estuviese en peligro, alguien que podía necesitar que lo rescatasen. Me entró pánico y me marché de allí.
– Se paró para asegurarse de que la señora Clutton se encontraba bien.
– ¿Está presentando eso como circunstancia atenuante, comisario?
– No, lo constato como un hecho, sencillamente.
Tras un breve silencio, Dalgliesh preguntó:
– Antes de irse, ¿entró en el piso de la señorita Dupayne?
– Sólo para abrir la puerta. El vestíbulo estaba a oscuras y el ascensor se hallaba en la planta baja.
– ¿Está usted seguro? ¿Habían dejado el ascensor en la planta baja?
– Completamente seguro. Eso me convenció de que Celia no estaba en el piso.
Tras otro silencio, Martlesham añadió:
– Igual que un sonámbulo… Es como si hubiera seguido el camino que otros me habían preparado con anterioridad. Fundé una organización benéfica porque vi una necesidad y una forma de cubrirla. Lo cierto es que era evidente: miles de personas empujadas a la desesperación económica, al suicidio incluso, porque no consiguen un crédito salvo de unos tiburones decididos a explotarlos. Sin embargo, quienes más necesitan dinero son aquellos que no pueden obtenerlo. Y hay miles de personas a las que les sobra el dinero y están dispuestas a proporcionar fondos de un día para otro, sin intereses pero con la garantía de que recuperarán el capital. Y funciona. Lo organizamos con voluntarios. Muy poco dinero va a parar a la administración y poco a poco, porque la gente es agradecida, empiezan a tratarte como si fueras una especie de santo seglar. Necesitan creer que la bondad existe, que no a todo el mundo lo mueve la avaricia. Están ávidos de encontrar a un héroe virtuoso. Nunca creí que yo fuese bueno, pero sí que estaba haciendo el bien. Pronunciaba los discursos, los llamamientos que se esperaban de mí, y ahora he visto la verdad acerca de mí mismo, lo que soy en realidad, y me horroriza. No hay modo de ocultarla, imagino. No por mí, sino por los padres de Celia. No debe de haber nada peor para ellos que su muerte, pero desearía que se les ahorrara el mal trago de conocer parte de la verdad. ¿Es necesario que les cuenten lo del club? Y además, hay que considerar a mi esposa. Ya sé que es un poco tarde para pensar en ella, pero no está bien y me gustaría evitar que sufra.
– Si se constituye en prueba ante el tribunal, tendrán que saberlo -le explicó Dalgliesh.
– Igual que el resto del mundo. Los periódicos sensacionalistas ya se encargarán de eso aunque no sea yo quien se siente en el banquillo de los acusados. Yo no la maté, pero soy responsable de su muerte. Si no me hubiera conocido, seguiría con vida. ¿Debo entender que no estoy detenido? No me ha informado de mis derechos.
– No está usted detenido. Necesitamos su declaración y mis colegas se la tomarán ahora mismo. Tendré que volver a hablar con usted. Esa segunda entrevista será grabada según lo estipulado en la Ley de enjuiciamiento criminal y policial.
– Supongo que, llegados a este punto, me aconsejará que me busque un abogado.
– Eso deberá decidirlo usted. En mi opinión, es una buena idea -contestó Dalgliesh.
Pese a la densidad del tráfico, Kate, acompañada de Caroline Dupayne, regresó al Yard al cabo de dos horas. La segunda había pasado la tarde montando a caballo en el campo y su coche había aparecido a la entrada de Swathling’s un minuto antes de la llegada de Kate. No había esperado para cambiarse y todavía llevaba puestos los pantalones de montar. A Dalgliesh se le ocurrió que, de haber llevado su fusta consigo, la impresión de dominatrix habría sido absoluta.
Kate no le había contado nada durante el trayecto y escuchó la identificación que Tally hizo de lord Martlesham sin mostrar más emoción que una sonrisita de inquietud.
– Charles Martlesham me llamó después de que encontraran el cadáver de Celia Mellock -explicó-. Me dijo que, si lo identificaban, intentaría mentir, pero que al final creía que tendría que contar la verdad, tanto sobre lo que estaba haciendo en el Dupayne el viernes pasado como sobre el Club 96. Con franqueza, no creí que llegarían a encontrarlo, pero si lo hacían, sabía que sería un mal mentiroso. Es una pena que Tally Clutton no limitase su educación política a la Cámara de los Comunes.
– ¿Cómo empezó el Club 96? -preguntó Dalgliesh.
– Hace seis años, con mi marido. Él lo creó. Se mató en su Mercedes hace cuatro años, pero eso ya lo saben, por supuesto. No creo que haya mucha información sobre nosotros que no hayan husmeado ya. El club fue idea suya. Solía decir que para hacer dinero hay que buscar una necesidad que no haya sido satisfecha todavía. Nada motiva más a la gente que el dinero, el poder, la fama y el sexo. Los que tienen fama y poder también suelen tener dinero; sin embargo, conseguir sexo, sexo seguro, no es tan fácil. Los hombres de éxito y ambiciosos necesitan sexo, lo necesitan con regularidad y les gusta la variedad. Si van con prostitutas corren el riesgo de ver su fotografía en la prensa sensacionalista o acabar presentando una querella por difamación ante un tribunal. También pueden conseguirlo dándose una vuelta por King’s Cross en coche si les atrae el peligro, o acostándose con las esposas de sus amigos si están preparados para las complicaciones emocionales y matrimoniales. Raymond decía que lo que un hombre poderoso necesitaba era sexo sin sentimiento de culpa con mujeres a las que les gustase la práctica del sexo tanto como a él y que tuviesen lo mismo que perder. Casi todas serían mujeres que valoran su matrimonio pero que se sienten aburridas, sexualmente insatisfechas o que necesitan algo con cierto morbo o secretismo e incluso un poco de riesgo. Así que creó el club. Por aquel entonces mi padre había muerto y yo ya disponía del piso.
– ¿Y Celia Mellock era un miembro del grupo? -preguntó Dalgliesh-. ¿Cuánto tiempo llevaba siéndolo?
– No puedo decírselo, ni siquiera sabía que lo fuese. Así es como funcionaba el club: nadie, y eso me incluye a mí, sabe quiénes son los miembros. Tenemos una página web para que éstos puedan consultar la fecha de la siguiente reunión, si el lugar sigue siendo seguro…, y, por supuesto, siempre lo es. Tras la muerte de Neville, lo único que tuve que hacer fue colgar un mensaje en la página web anunciando que todas las reuniones quedaban suspendidas. Es inútil que me pidan un listado de miembros, pues no existe. El objetivo de todo el asunto era la discreción absoluta.
– A menos que se reconociesen unos a otros -señaló Dalgliesh.
– Llevaban máscaras. Era muy teatral, pero Raymond pensaba que eso le confería un atractivo mayor.
– Cuando la gente practica el sexo una máscara no basta para esconder una identidad.
– De acuerdo, es posible que uno o dos sospechasen quiénes eran sus parejas ocasionales, a fin de cuentas, muchos proceden del mismo mundo, pero ustedes no lograrán descubrir quiénes son.
Dalgliesh permaneció sentado sin decir nada. Caroline Dupayne debió de encontrar opresivo su silencio, pues de repente le espetó:
– ¡Por el amor de Dios, no estoy hablando con el párroco local! Es usted policía, ya ha visto esto antes. La gente se reúne para practicar sexo en grupo e internet es una forma de organizarlo. Sexo en grupo consensuado. Sucede, lo que hacíamos no era ilegal. ¿Tan difícil es conservar el sentido de la proporción? La policía ni siquiera dispone de los recursos para combatir la pedofilia en internet. ¿Cuántos hombres pagan para ver cómo torturan sexualmente a niños pequeños? ¡Miles, cientos de miles! ¿Y la gente que facilita las imágenes? ¿Propone usted en serio malgastar tiempo y dinero tratando de dar caza a los miembros de un club privado para adultos que practican el sexo consentido en una propiedad privada?
– Salvo que en este caso una de las participantes ha sido asesinada. Un asesinato no tiene nada de privado -contestó Dalgliesh.
Caroline Dupayne le había dicho lo que él quería saber, y la dejó marchar. No sentía ninguna desaprobación en especial. ¿Qué derecho tenía a juzgarla? ¿Acaso no había sido su propia vida sexual, guiada por la exigencia, una cuidadosa separación entre la satisfacción física y el compromiso afectivo?
– Estará bien, ¿no es cierto señora Tally? -dijo Ryan-. Quiero decir, que está acostumbrada a estar aquí. ¿No cree que debería quedarme?
Tally había llegado a casa al fin tras viajar apretujada y de pie en el metro. Se había encontrado a Ryan en la sala de estar con la mochila hecha y listo para marcharse. Encima de la mesa había una nota escrita en mayúsculas al dorso de un sobre.
Tally se desplomó en la silla más cercana.
– No, no creo que debas quedarte, Ryan. Lamento que la estancia no te haya resultado cómoda; la casa es tan pequeña…
– ¡Eso es! -exclamó él con vehemencia-. Es que todo es tan pequeño… Pero volveré. Quiero decir que volveré a trabajar el lunes como de costumbre. Iré a casa del Comandante.
Un sentimiento de ansiedad empañó aquella momentánea sensación de alivio. ¿Adónde, se preguntó Tally, iría realmente?
– ¿Y el Comandante se alegra de tenerte de vuelta? -preguntó.
– Dice que está bien -repuso el chico sin mirarla-. Quiero decir que no será por mucho tiempo. Tengo planes, ¿sabe?
– Sí, estoy segura de que los tienes, Ryan, pero ahora es invierno. Hace mucho frío por las noches. Necesitarás cobijo en algún sitio.
– Tengo donde alojarme, ¿de acuerdo? No se preocupe, señora Tally, estoy bien. -Ryan se echó la pesada mochila al hombro y se volvió hacia la puerta.
– ¿Cómo irás a casa? -le preguntó Tally-. Tal vez, si sigue aquí, la señorita Godby pueda llevarte en coche hasta el metro.
– Iré en mi bici nueva, ¿no? La que me compró el Comandante. -Hizo una pausa y añadió-: Bueno, entonces, me voy. Adiós, señora Tally. Gracias por hospedarme en su casa.
A continuación se marchó. Tally estaba tratando de reunir fuerzas para moverse cuando llamaron al timbre de la puerta. Era Muriel. Llevaba puesto su abrigo y era evidente que estaba lista para irse a casa.
– Ya lo he cerrado todo -dijo-, no podía esperar más a que volviera. He visto a Ryan marcharse en bicicleta por el camino de entrada. Llevaba su mochila consigo. ¿Es que se marcha?
– Sí, Muriel. Regresa a casa del Comandante. No se preocupe, Muriel. Estoy acostumbrada a estar sola. Aquí nunca me pongo nerviosa. -Acto seguido, repitió-: No pasa absolutamente nada.
– La señorita Caroline no va a opinar lo mismo. Debería telefonearla y ver qué le aconseja. Es posible que quiera que se quede con ella, Tally. O véngase conmigo si está realmente asustada.
El ofrecimiento no habría podido ser menos cortés. «Se siente en la obligación de ofrecérmelo -pensó Tally-, pero en realidad no quiere que vaya a su casa. Tampoco se ofrecerá a venir y quedarse aquí conmigo, sobre todo después de lo que pasó ayer.» Le pareció advertir una expresión de miedo en los ojos de Muriel, y eso le provocó una punzada de placer: Muriel estaba más asustada que ella.
– Es muy amable por su parte -contestó-, pero estoy perfectamente. Aquí es donde vivo. Tengo pestillos en las ventanas, una cerradura doble en la puerta y el teléfono. No me siento en peligro. ¿Por qué iba a querer nadie asesinarme?
– ¿Por qué quisieron matar al doctor Dupayne o a esa chica? Quienquiera que sea tiene que estar loco. Lo mejor sería que llamase a la señorita Caroline y le pidiera que viniese a buscarla. Podría encontrarle una cama en alguna habitación de Swathling’s.
«Si tan preocupada estás -pensó Tally-, ¿por qué no insistes un poco y me voy a tu casa?» En el fondo, sin embargo, no culpaba a Muriel. Ésta debía de haberlo pensado todo con mucho cuidado: una vez que Tally se fuese a vivir a su casa, la situación se prolongaría durante semanas, tal vez incluso meses. No tendría ninguna razón para regresar a la casa pequeña hasta que se resolviesen los asesinatos, y no había forma de saber cuánto tardarían en conseguirlo. Tenía la convicción -sabía que distaba de ser racional, pero era demasiado fuerte para ignorarla- de que si se iba de la casa nunca volvería a ella. Se imaginó a sí misma buscando desesperadamente una habitación amueblada o siendo acogida por uno de los Dupayne o por Muriel, convertida en una fuente perpetua de ansiedad e irritación para todos ellos. Aquél era su sitio y no permitiría que ningún asesino la echase.
– Bueno, es su propia responsabilidad -dijo Muriel-. Yo ya se lo he sugerido. He venido para darle las llaves del museo. Nos las han devuelto hacia las dos y le prometí al sargento Benton-Smith que se las daría. Y será mejor que me lleve las llaves de la casa que le dio a Ryan. Son las únicas copias y su sitio está en el despacho.
– Vaya por Dios -exclamó Tally-, me parece que a Ryan se le ha olvidado dármelas y a mí no se me ha ocurrido pedírselas. Pero volverá el lunes.
Muriel le expresó su reprimenda habitual, pero no lo decía de corazón. Era indudable que desde el segundo asesinato había cambiado.
– Nunca debería haberle dejado las llaves -le dijo-. Podría haber seguido un horario normal y esperado a que usted le abriera la puerta. Si lo ve el lunes antes que yo, asegúrese de que se las da.
Se marchó. Tally cerró la puerta con llave y luego fue a sentarse en una silla frente al fuego. Estaba agotada; el trauma que le había producido reconocer a lord Martlesham, su visita a New Scotland Yard, la preocupación por Ryan y ahora la pequeña rencilla con Muriel habían incrementado su cansancio. Tal vez hubiese sido más sensato por su parte aceptar el ofrecimiento del comisario Dalgliesh de que la llevasen a casa en coche, pero poco a poco el cansancio se fue haciendo casi placentero y la paz, como siempre cuando se sentaba a solas al final de la jornada, regresó y la tranquilizó. Disfrutó de aquella sensación un momento y luego, más descansada, se levantó y empezó a poner la casa en orden.
Subió a la planta de arriba y descubrió que Ryan no se había molestado en quitar las sábanas de su cama y el aire olía a cerrado. Descolgó la llave de la ventana del pequeño gancho y abrió las hojas dobles. Un dulce aire otoñal penetró en la estancia. Se quedó quieta por un instante disfrutando y contemplando el vacío oscuro del Heath antes de cerrar la ventana de nuevo. Deshizo la cama y metió las sábanas y las fundas de almohada en el cesto de la ropa sucia. Ya las lavaría al día siguiente, pues esa noche no se sentía capaz de soportar el ruido de la lavadora. Acto seguido retiró las toallas mojadas que Ryan había dejado en el suelo del cuarto de baño, limpió el lavabo y tiró de la cadena del inodoro. Sintió una especie de remordimiento eliminando cualquier vestigio del chico con el desorden que éste había dejado tras de sí. ¿Dónde dormiría esa noche? Estuvo tentada de llamar al Comandante y preguntarle si de verdad esperaba que Ryan fuese a su casa esa noche, pero no tenía el número de teléfono, pues el chico sólo le había dado la dirección de Maida Vale. Podía buscar el número en el listín telefónico, pero el hecho de llamar sin duda se consideraría una intromisión imperdonable. Ryan tenía casi dieciocho años y ella no era su abuela ni su tutora. Sin embargo, no conseguía librarse del pequeño peso de la culpa y la responsabilidad. De algún modo, le había fallado al chico, y había sido un fracaso de tolerancia y amabilidad. La casa era su santuario y su querido hogar, pero tal vez su vida solitaria había hecho de ella una egoísta. Recordó cómo se había sentido en Basingstoke. ¿Era así como había hecho que se sintiese Ryan?
Empezó a pensar en su cena, pero aunque no había comido nada desde su especie de picnic, no tenía hambre y no le tentó ninguno de los paquetes de comida precocinada apilados en la nevera. En vez de eso, se preparó una taza de té, abrió un paquete de galletas digestivas con sabor a chocolate y se sentó ante la mesa de la cocina. El azúcar consiguió reanimarla. Después, y casi sin pensarlo, se puso el abrigo, abrió la puerta y salió a la oscuridad. A fin de cuentas, así era como acababa siempre la jornada, y aquella noche no tenía por qué ser diferente; necesitaba el corto paseo por el Heath, la vista reluciente de Londres extendiéndose a sus pies, el aire frío en las mejillas, el olor a tierra y a verdor, un momento de soledad que nunca era soledad completa, de misterio sin miedo ni lamentos.
En alguna parte en aquella extensión de silencio y oscuridad, algunas personas solitarias debían de estar paseando, tal vez en busca de sexo, de compañía, acaso de amor. Ciento cincuenta años antes, una criada de la casa había enfilado el mismo camino, cruzado la misma verja, para reunirse con su amante y encontrar una muerte terrible. Aquel misterio nunca se había resuelto, y la víctima, al igual que las víctimas de los asesinos cuyos rostros bajaban la mirada desde las paredes de la Sala del Crimen, había pasado a engrosar las filas del ingente ejército de los muertos amorfos. Tally pensaba en ella con lástima en ocasiones, pero su sombra no tenía capacidad para perturbar la paz nocturna o asustarla. Se pertrechó con la bendita certeza de que no era esclava del terror, de que el horror de las dos muertes no podía retenerla cautiva en su casa ni estropear aquella excursión solitaria bajo el cielo nocturno.
Fue tras abandonar el Heath y cerrar la verja tras de sí cuando, al levantar la vista hacia la mole negra del museo, detectó la luz. Brillaba en la ventana sur de la Sala del Crimen, no tanto como si se hubiesen dejado encendidas todas las luces de la pared, sino con un resplandor más difuso. Permaneció unos segundos mirándola fijamente, preguntándose si no se trataría de un reflejo de las luces de la casa pequeña. Sin embargo, por supuesto, eso era imposible. Sólo había dejado las luces encendidas en la sala de estar y el pasillo y apenas se filtraban por las rendijas de las cortinas echadas, por lo que no tenían modo de iluminar ninguna parte del museo. Al parecer se habían dejado encendida una lámpara en la Sala del Crimen, casi con toda probabilidad una de las de lectura junto a los sillones, frente a la chimenea. Tal vez uno de los Dupayne o el señor Calder-Hale había estado allí examinando algún documento y se había olvidado de apagarla. Aun así, era raro que Muriel, al recorrer las salas antes de marcharse, no se hubiese percatado de que la luz estaba encendida.
Tally se dijo con firmeza que no tenía por qué sentir miedo y que debía actuar con sensatez. Sería ridículo telefonear a Muriel, quien para entonces ya debía de haber llegado a su casa, o a cualquiera de los Dupayne, antes de comprobar que sólo se trataba de un simple descuido. Llamar a la policía se le antojaba igualmente absurdo. Lo más sensato sería comprobar que la puerta principal estuviese cerrada y la alarma activada. De ese modo tendría la certeza de que no había nadie en el museo. Si encontraba la puerta abierta volvería a la casa pequeña de inmediato, se encerraría con llave y llamaría a la policía.
Salió de nuevo, linterna en mano, y se abrió paso con el máximo sigilo posible entre los negros tocones de los árboles quemados en la parte delantera de la casa. Ya no se veían luces; el pálido brillo sólo era perceptible desde las ventanas sur y este. La puerta principal estaba cerrada con llave. Al entrar, encendió la luz a la derecha de la puerta y avanzó rápidamente para silenciar la alarma. Después de la oscuridad del exterior, el vestíbulo parecía resplandecer. Se quedó quieta un momento pensando en lo extraño y desconocido que le resultaba de repente. Como todos los espacios en que, por lo general, abundan las figuras, los sonidos y la actividad humanas, parecía estar misteriosamente a la espera. Tally sintió cierta reticencia a dar un paso hacia delante, como si el hecho de romper el silencio fuese a liberar algo malo e inexplicable. Entonces hizo acto de presencia el contumaz sentido común que la había acompañado a lo largo de los últimos días. No tenía nada que temer, nada que resultase raro o antinatural. Había ido allí con un propósito muy sencillo: apagar una simple luz. Regresar a la casa e irse a dormir a sabiendas de que la luz seguía encendida supondría ceder al miedo, perder -acaso para siempre- la seguridad y la paz que aquel lugar y la casa le habían proporcionado durante los ocho años anteriores.
Cruzó el vestíbulo con decisión escuchando el eco de sus pasos sobre el mármol y subió por la escalera. La puerta de la Sala del Crimen estaba cerrada, pero no precintada. La policía debía de haber completado su inspección antes de lo esperado. Tal vez Muriel, todavía traumatizada por el descubrimiento del cadáver de Celia, ni siquiera se había atrevido a abrir la puerta. No era propio de ella, pero Muriel no había vuelto a ser la misma desde aquel horrible hallazgo. Por mucho que no admitiese que tenía miedo, Tally había visto que éste le oscurecía los ojos. Cabía la posibilidad de que hubiese temido realizar la comprobación final del edificio, sobre todo estando sola, y que por ello hubiera sido menos concienzuda de lo habitual.
Abrió la puerta y vio de inmediato que estaba en lo cierto: alguien se había dejado encendida la lámpara de lectura junto al sillón de la derecha y encima de la mesa había dos libros cerrados y lo que parecía un cuaderno. Alguien había estado leyendo. Se acercó a la mesa y advirtió que había sido el señor Calder-Hale. El cuaderno le pertenecía, pues reconoció su letra pequeña y casi ilegible. Debía de haber ido al museo a recoger sus llaves en cuanto la policía le había comunicado que ya podía devolvérselas. ¿Cómo había sido capaz de sentarse allí tan tranquilamente a trabajar después de lo sucedido?
Era la primera vez que entraba en la Sala del Crimen tras el descubrimiento del cadáver de Celia, y cayó en la cuenta al instante de que había algo diferente, inusual: faltaba el baúl. Debía de hallarse bajo custodia policial, o quizás en el laboratorio forense. Su presencia había sido tan dominante en la estancia, se trataba de un objeto al mismo tiempo tan ordinario y solemne, que su ausencia constituía un mal presagio.
No avanzó de inmediato para apagar la luz, sino que permaneció medio minuto en el hueco de la puerta. Las fotografías no la asustaban; nunca lo habían hecho. Ocho años de quitar diariamente el polvo, de abrir y cerrar las vitrinas, de dar brillo a los cristales, habían acabado con casi todo el interés que pudiera tener. Sin embargo, en ese momento, la tenue media luz de la habitación le produjo una sensación nueva y desagradable. Se dijo que no era miedo, sino simple desasosiego. Debería acostumbrarse a estar en la Sala del Crimen, y para ello más le valía empezar cuanto antes.
Se acercó a una de las ventanas del costado este y miró a través de ella hacia la noche. ¿Era allí donde había estado Celia aquel viernes fatídico? ¿Era por eso por lo que había muerto, por contemplar desde allí los árboles en llamas y ver al asesino agacharse junto al grifo del agua para lavarse las manos enguantadas? ¿Qué habría sentido el criminal al levantar la cabeza y descubrirla allí, con la cara pálida, el cabello largo y amarillo, y una expresión de horror en los ojos? La muchacha por fuerza tenía que haber sabido cuáles eran las implicaciones de lo que acababa de presenciar; entonces, ¿por qué había esperado a que aquellos pasos fuertes y apresurados la alcanzasen, a que aquellas manos la agarrasen por el cuello? ¿O acaso había intentado escapar, tratando de abrir en vano la puerta cerrada del piso o bajando por la escalera a toda prisa para, al fin, caer en brazos de su asesino expectante? ¿Era así como había ocurrido? Dalgliesh y los subordinados de éste le habían contado muy poco. Sabía que, desde el primer asesinato, habían estado constantemente en el museo, interrogando, examinando, buscando, hablando…, pero nadie sabía lo que pensaban. Desde luego, era imposible que dos asesinos escogiesen actuar el mismo día, a la misma hora y en el mismo lugar. Tenían que estar relacionados, y si lo estaban, sin duda Celia había muerto por lo que había visto.
Tally se quedó un momento pensando en la chica muerta, en el asesinato anterior, en lord Martlesham inclinándose sobre ella y en el terror y la compasión que reflejaba su rostro. Y de repente se acordó. Dalgliesh le había pedido que reflexionase cuidadosamente sobre cada momento de aquel viernes, que le contase todo, por trivial que pareciese. Había intentado hacerlo de forma meticulosa y no se le había ocurrido nada nuevo que decir. Sin embargo, en ese instante, en un segundo de absoluta certidumbre, lo recordó. Era un hecho y debía informar acerca de él. Ni siquiera se cuestionó si moralmente debía hacerlo, si no corría el riesgo de que se interpretara de manera incorrecta. Nada parecido a la incertidumbre que había sentido en la iglesia de Saint Margaret después de reconocer a lord Martlesham la atormentaba en esos momentos. Se volvió y se dirigió rápidamente a la lámpara para apagarla. La puerta de la Sala del Crimen estaba entreabierta y la luz del pasillo y la galería superior se derramaba sobre el entarimado como un barniz dorado. Cerró la puerta a sus espaldas y bajó corriendo por la escalera.
Nerviosa como se sentía por su descubrimiento, no consideró la posibilidad de esperar a volver a la casa para telefonear, sino que levantó el receptor del mostrador de recepción y marcó de memoria el número que le había dado la inspectora Miskin. Sin embargo, no fue ésta quien respondió.
– Sargento Benton-Smith -dijo la voz.
Tally no quería transmitirle el mensaje a otra persona que no fuese el comisario Dalgliesh.
– Soy Tally Clutton, sargento -explicó-. Deseo hablar con el señor Dalgliesh. ¿Se encuentra ahí?
– En este momento está ocupado, señora Clutton, pero acabará en breve. ¿Quiere que le dé algún recado?
De pronto, a Tally le pareció que lo que tenía que contar no era tan importante. Las dudas empezaron a agolparse en su mente.
– No, gracias. Es que he recordado algo que necesito decirle, pero puede esperar a mañana -respondió.
– ¿Está usted segura? -insistió el sargento-. Si es urgente, podemos encargarnos nosotros.
– No, no es urgente. Además, preferiría hablar con él en persona que por teléfono. Me imagino que estará en el museo mañana, ¿no es así?
– Estoy seguro de que sí -le contestó Benton-Smith-, pero podría ir a verla esta noche.
– No, no, eso sería una molestia para él. Sólo es un detalle y tal vez estoy exagerando un poco. Mañana hablaré con él. Estaré aquí hasta el mediodía.
Colgó el auricular. Ya no tenía nada más que hacer allí. Conectó el sistema de seguridad, se dirigió rápidamente hacia la puerta principal, la cerró con cuidado y salió. Al cabo de dos minutos ya estaba de regreso, sana y salva, en su casa.
Cuando la puerta principal se hubo cerrado, el museo quedó sumido en un silencio absoluto. De pronto, la puerta del despacho se abrió con sigilo y una figura oscura avanzó por la zona de recepción en dirección al vestíbulo. Sin encender ninguna luz, avanzó con pasos discretos pero decididos y subió por la escalera. La mano asió el pomo de la puerta de la Sala del Crimen y la abrió lentamente como si temiera alertar a los ojos vigilantes. La figura se acercó a la vitrina donde se exponía el caso William Wallace, la mano enguantada palpó el ojo de la cerradura, insertó una llave en él, la hizo girar y levantó la tapa de cristal de la vitrina. En la otra mano sostenía una bolsa de plástico, y una a una fue extrayendo las piezas de ajedrez para luego introducirlas en la bolsa. A continuación, la mano se desplazó por el fondo de la vitrina hasta encontrar lo que buscaba: la barra de hierro.
Acababan de dar las siete y media y el equipo estaba reunido en el centro de investigación.
– De modo que ahora sabemos el quién, el cómo y el porqué; sin embargo, todo es circunstancial. No hay ni una sola prueba física que relacione de una manera a Vulcano con alguna de las víctimas. El caso todavía no está listo. Puede ocurrir que la fiscalía quiera arriesgarse con más de un cincuenta por ciento de posibilidades de condena, pero si se las ve con un abogado defensor competente, el fiscal probablemente pierda el juicio.
– Y hay algo seguro, señor -señaló Piers-: el abogado defensor será más que competente. Podría convertir el caso de la muerte de Dupayne en un suicidio, pues hay pruebas suficientes de que se hallaba sometido a un fuerte estrés. Y si Dupayne no fue asesinado, entonces el vínculo entre ambos crímenes desaparece. La muerte de Celia Mellock podría tener un móvil sexual o ser un homicidio sin premeditación. Lo más molesto sigue siendo la posibilidad de que entrara en el museo el viernes por la tarde sin que nadie lo advirtiese y su asesino se marchara de allí sin que nadie lo viera. Podría haber llegado a cualquier hora del día con la intención de reunirse con Martlesham más tarde.
»Si lo hizo en taxi -continuó Piers-, es una lástima que el taxista todavía no haya acudido a la policía. Pero aún es pronto; tal vez esté de vacaciones.
Kate se dirigió a Dalgliesh.
– Sin embargo se sostiene, señor. Quizá sea circunstancial, pero es fuerte. Piense en los hechos más relevantes: la ausencia del bolso y la razón de que éste desapareciese, las huellas en la puerta del piso, el hecho de que el ascensor estuviese en la planta baja cuando llegó Martlesham, las violetas rotas, el intento de hacer que los asesinatos pareciesen seguir el patrón de crímenes anteriores.
– Sólo en el caso de la segunda muerte -puntualizó Benton-Smith-. El primero casi seguro que fue una coincidencia. Pero quienquiera que matase a Celia podría haber sabido, y seguramente lo sabía, lo del primer asesinato.
– Entonces, ¿es demasiado pronto para efectuar una detención, señor? -preguntó Kate.
– Necesitamos seguir con el interrogatorio, y esta vez bajo la ley de Enjuiciamiento Criminal y Policial y con un abogado presente. Si no obtenemos una confesión, y no espero que se produzca ninguna, es posible que con un poco de paciencia consigamos una admisión perjudicial para el culpable o una variación de la historia. Mientras tanto, tenemos el mensaje de Tally Clutton. ¿Qué es lo que ha dicho exactamente?
– Que quería darle cierta información, señor, y que prefería hacerlo personalmente -contestó Benton-Smith-. Estaba ansiosa por verlo en persona, señor, pero ha dicho que no era urgente. Dijo que ya hablaría con usted mañana. Me ha dado la impresión de que se arrepentía de haber llamado.
– ¿Y Ryan Archer? ¿Sigue con ella en la casa?
– No ha dicho que no estuviera allí.
Dalgliesh se quedó callado un momento y a continuación anunció:
– No esperaremos a mañana. Quiero que vengas conmigo, Kate. No me gusta la idea de que se quede en esa casa esta noche con la única protección del chico.
– Pero no cree que corra ningún peligro, ¿no es cierto? -preguntó Piers-. Vulcano se vio obligado a cometer ese segundo asesinato. No tenemos ninguna razón para suponer que vaya a haber un tercero.
Dalgliesh no contestó. Se volvió hacia Kate.
– ¿Te importaría quedarte esta noche con ella, Kate? Lo más probable es que el chico esté en el cuarto de invitados, así que seguramente deberás dormir en el sillón.
– No me importa, señor.
– Entonces, vamos a ver qué es lo que tiene que decirnos la señora Clutton. Llámala, ¿quieres? Y dile que vamos de camino. Piers y Benton, a no ser que os llame nos reuniremos aquí mañana por la mañana a las ocho.
En circunstancias normales, Tally habría estado preguntándose qué preparar para la cena, si sacar la bandeja y comer viendo la televisión o, como hacía habitualmente, sentarse a la mesa de centro. Prefería cierta formalidad, pues se sentía en parte culpable al pensar que demasiadas comidas en el sillón con una bandeja sobre las rodillas eran el camino seguro hacia la dejadez. Cuando se sentaba a la mesa estaba más cómoda y convertía la cena, para la que solía tomarse muchas molestias, en uno de los reconfortantes rituales de su vida solitaria.
Sin embargo, aquella noche ningún preparativo, por nimio que fuese, despertaba su interés. Tal vez había sido un error tomar aquel tentempié a base de té y galletas. Se sorprendió paseándose inquieta alrededor de la mesa, como si se tratase de un preámbulo inútil que parecía incapaz de controlar. La revelación que había tenido en el museo era tan simple pero tan extraordinaria por sus implicaciones que no podía pensar en otra cosa que no fuese su asombro ante el descubrimiento. En una de sus numerosas visitas anteriores el comisario Dalgliesh le había pedido que pensase en lo sucedido el día de la muerte del doctor Neville y que anotase cualquier detalle, por insignificante que fuese, que no hubiera recordado antes. Ninguno había acudido a su mente. Aquello era un detalle, supuso, pero se preguntó por qué no se le había ocurrido antes. Desde luego, el hecho de pensar una y otra vez sobre lo ocurrido durante la jornada no le había ayudado a recordarlo. Tenía que haber sido alguna fusión de ideas, de vista, sonido y pensamiento a un tiempo lo que había provocado que se encendiese la chispa en su memoria. Sentada a la mesa, con los brazos extendidos sobre ésta, permanecía tan quieta y rígida como un muñeco a la espera de que le sirvieran un imaginario plato de comida. Intentó razonar, preguntarse si no estaría equivocándose con la hora, la secuencia o la implicación de lo que recordaba. Pero sabía que no se equivocaba. Estaba absolutamente convencida.
El timbre del teléfono la sobresaltó. Era raro que la llamase alguien una vez cerrado el museo, de modo que descolgó el auricular con un poco de temor. Quizá fuera Jennifer de nuevo, y se sentía demasiado cansada para soportar las preguntas y la fastidiosa preocupación de su hija. Dejó escapar un suspiro de alivio: era la inspectora Miskin para decir que el comisario Dalgliesh quería verla esa noche. Ambos iban de camino.
De pronto Tally sintió que el corazón le daba un vuelco, y se agarró al borde de la mesa presa del pánico. Un grito sobrenatural desgarró el aire. Al principio creyó que era humano, pero luego cayó en la cuenta de que aquel grito de agonía provenía de la garganta de un animal. ¡Era Vagabundo! Se abalanzó sobre el armario para buscar las llaves de la puerta y se dirigió hacia ella. Cogió la linterna del voladizo del porche y el chubasquero. Se echó éste por encima de los hombros e intentó meter las llaves en sendas cerraduras, pero se deslizaron contra el metal. Se forzó a controlar el pulso y las llaves encajaron en el ojo de la cerradura. A continuación, descorrió los pestillos. La puerta se abrió al fin, y echó a correr hacia la oscuridad.
El cielo nocturno estaba encapotado, apenas se veía alguna estrella y sólo un atisbo de la luna en forma de hoz. La única luz procedía de la puerta de la casa, que había dejado entornada. Soplaba un viento leve que se movía entre los árboles y la hierba como un ser animado y le tocaba la cara con manos pegajosas. Los gritos se oían más cerca, provenientes de la orilla del Heath. Tally corrió por el sendero, abrió la puerta de mimbre y trazó un arco con la linterna iluminando los árboles más cercanos. Al fin lo encontró.
Vagabundo estaba colgado de una de las ramas bajas, con un cinturón atado a una de sus patas traseras. Se balanceaba y chillaba, arañando el aire en vano con las tres patas libres. Tally echó a correr instintivamente y alzó los brazos, pero la rama estaba demasiado alta y lanzó un grito cuando las garras del animal le arañaron el dorso de la mano, donde sintió deslizarse un cálido hilo de sangre.
– ¡Ahora vuelvo, ahora vuelvo! -exclamó y salió corriendo hacia la casa. Necesitaba guantes, una silla y un cuchillo. ¡Gracias a Dios que las sillas de la sala de estar eran lo bastante resistentes para aguantar su peso! Cogió una, extrajo un cuchillo de trinchar de su sitio y al cabo de unos segundos regresó junto al árbol.
Tardó un poco en afirmar la silla sobre la tierra blanda a fin de subirse a ella. Para tranquilizar a Vagabundo le murmuraba palabras cariñosas, pero el animal no hacía caso. Lo envolvió entonces con el chubasquero y dando un fuerte tirón consiguió levantarlo hasta que pudo encaramarse a la rama. Los chillidos cesaron de inmediato. El cinturón era más difícil. La forma más sencilla de liberar a Vagabundo habría sido desatar la hebilla que le rodeaba la pata trasera, pero Tally no podía arriesgarse a que la arañase de nuevo. En su lugar, insertó la hoja del cuchillo bajo el cinturón y lo cortó. Le llevó más de un minuto, pero al final el cuero cedió y, arrebujando a Vagabundo con el chubasquero, consiguió bajar hasta el suelo. Soltó al animal de inmediato y éste salió disparado hacia el Heath.
De repente, Tally sintió cómo la embargaba un cansancio insoportable. La silla parecía haberse vuelto demasiado pesada y, con el impermeable echado sobre los hombros, la arrastró tras de sí por el corto sendero del jardín. Se sorprendió llorando silenciosamente. Lo único que quería en ese momento era volver a la casa, cerrar la puerta y esperar la llegada de la policía. Quien le hubiese hecho aquello a Vagabundo era un ser malvado, y sin duda sólo había una persona malvada trabajando en el Museo Dupayne. Arrastró la silla por el porche. La llave seguía en la cerradura; la hizo girar, antes de localizar los pestillos. La puerta del vestíbulo se hallaba abierta, y, sin intentar cerrarla, Tally entró casi tambaleándose en la sala de estar. Consiguió colocar la silla de nuevo en su sitio y a continuación se quedó quieta un momento, inclinada sobre la silla, completamente exhausta.
Y entonces, aunque demasiado tarde, oyó el rumor de las pisadas atravesando el vestíbulo. A causa del enorme cansancio, tardó demasiado incluso en darse cuenta del peligro que corría. Se había vuelto a medias cuando la barra de hierro la golpeó y la hizo caer sobre la moqueta, con la cabeza a treinta centímetros de la estufa y el chubasquero aún sobre los hombros. Vio, sin la menor sorpresa, el rostro de su asaltante, y luego no oyó ni vio nada más, mientras las piezas de ajedrez caían como lluvia encima de su cuerpo. Pasaron unos segundos antes de que perdiese el conocimiento por completo. Tuvo tiempo de pensar en lo sencillo que era morir, y en dar las gracias al Dios, en el que siempre había creído y a quien tan poco había pedido.
Subieron al coche de Dalgliesh, quien condujo sin pronunciar palabra. Tenía tendencia a sumirse en aquellos periodos de silencio y Kate lo conocía demasiado bien para interrumpirlos. Era un buen conductor y estaban avanzando lo más rápido posible. Habría sido inútil sulfurarse por los inevitables retrasos del tráfico, pero Kate percibía la impaciencia creciente de su superior.
– Llama otra vez a la señora Clutton, Kate -indicó Dalgliesh cuando llegaron a Hampstead-. Dile que no tardaremos casi nada.
Esta vez la llamada no obtuvo respuesta.
Y en ese momento estaban enfilando el camino de entrada del Museo Dupayne. El Jaguar avanzó más deprisa; sus faros parecían devorar la oscuridad, y cuando Dalgliesh dobló el último recodo, el edificio apareció con todas las luces encendidas como si estuviese preparado para una gran fiesta. Vieron que alguien había levantado la barrera. El coche pasó junto al flanco oriental de la casa y los escombros ennegrecidos del garaje y se detuvo con una sacudida en el sendero de gravilla. No había luces en la casa pequeña, pero la puerta estaba abierta. Dalgliesh entró corriendo y encendió la luz: la estufa de gas de la chimenea estaba encendida al mínimo, y Tally yacía sobre la alfombra, con la cabeza hacia las llamas. Tenía un chubasquero alrededor de los hombros y de la herida abierta en el cráneo manaba sangre. Las piezas de ajedrez de color negro y marfil estaban esparcidas por encima de su cuerpo como en un último gesto de desdén.
Fue entonces cuando oyeron, lejano pero inconfundible para sus oídos expertos, el ruido de un coche. Kate se dirigió a la puerta, pero Dalgliesh la cogió del brazo.
– Ahora no, Kate. Te necesito aquí. Que Piers y Benton-Smith se encarguen de practicar la detención. Llama a una ambulancia y luego telefonea a Piers.
Mientras Kate marcaba el número, Dalgliesh se arrodilló junto al cuerpo de Tally Clutton. El reguero de sangre se había detenido, pero al colocarle los dedos en la garganta, el pulso se le paró de repente. Rápidamente, enrolló el chubasquero y se lo puso debajo de la nuca, le abrió la boca y comprobó que no llevaba dentadura postiza. Se inclinó sobre ella y empezó a practicarle el boca a boca. No oía las palabras perentorias de Kate ni el silbido de la estufa de gas, sólo su propia respiración y el cuerpo que estaba tratando de resucitar. Y entonces, como por obra de un milagro, sintió el latido de un pulso. Tally Clutton estaba respirando. Al cabo de unos minutos, abrió los ojos y dirigió a Dalgliesh una mirada ciega. Soltó un gemido que parecía de satisfacción, ladeó la cabeza y quedó de nuevo inconsciente.
La espera de la ambulancia se hizo interminable, pero Dalgliesh sabía que era inútil telefonear de nuevo. Habían recibido una llamada y se presentarían en cuanto pudiesen. Lanzó un suspiro de alivio en cuanto la oyó llegar y vio a los enfermeros entrar en la casa.
– Lamentamos el retraso -se disculpó uno de los enfermeros-. Ha habido un accidente en la carretera y han reducido el tráfico a un solo carril.
Kate y Dalgliesh se miraron, pero ninguno de los dos habló. No tenía sentido interrogar a los enfermeros, pues la preocupación de éstos se centraba en la misión que tenían entre manos. Además, tampoco había necesidad de que lo supiesen de inmediato. Para cuando regresasen al Yard, Piers ya habría comunicado si había efectuado o no la detención. Tanto si Vulcano estaba vivo como si no, aquél era el final del caso.
Dalgliesh y Kate observaron la escena mientras Tally era introducida en la ambulancia, envuelta en mantas y atada a la camilla. Dieron su nombre y algunos detalles a los enfermeros y éstos les dijeron adónde iban a llevarla.
Las llaves de la puerta principal estaban en la cerradura. Kate apagó la estufa de gas, comprobó las ventanas de la planta superior y la inferior y se fueron de la casa después de apagar las luces y cerrar la puerta principal.
– Conduce tú, ¿quieres, Kate?
Él sabía que ella estaría encantada, porque le gustaba conducir el Jaguar. Cuando llegaron al camino de entrada, le pidió que se detuviera y se apeó. Sabía que ella no lo acompañaría ni le preguntaría qué estaba haciendo. Caminó un poco y levantó la vista hacia la mole negra del museo, preguntándose si volvería a visitarlo alguna vez. Se sintió triste y agotado a la vez, pero no le resultaba extraño, pues siempre le ocurría lo mismo cuando resolvía un caso. Pensó en las vidas que la suya había tocado tan íntima y brevemente, en los secretos que había descubierto, en las mentiras y las verdades, en el horror y el dolor. Aquellas vidas seguirían adelante, igual que la suya. En el camino de regreso para reunirse con Kate, pensó en el fin de semana que tenía ante sí y lo inundó una tímida sensación de gozo.
Treinta y cinco minutos antes, Toby Blake, de diecinueve años y dos meses de edad, enfiló Spaniards Road con su Kawasaki en el último trecho de su camino a casa. Había sido un trayecto frustrante, pero los jueves por la noche siempre lo eran. Zigzaguear con ingeniosa pericia entre los coches y autobuses casi inmóviles y adelantar a los coches caros para desconsuelo de sus conductores tenía sus satisfacciones, pero no era para eso para lo que estaba hecha la Kawasaki. En ese momento, vio por primera vez la carretera reluciente, pálida y vacía ante sí. Había llegado el momento de comprobar lo que aquella máquina era capaz de hacer.
Aceleró, el motor rugió y la moto saltó hacia delante como un tigre. Toby, cuyos ojos brillaron bajo la visera del casco, sonrió con deleite al sentir las ráfagas de aire, la vertiginosa excitación de la velocidad, el poder que significaba tener el control. Delante, un coche salió a gran velocidad de un camino de entrada. El chico no tuvo tiempo de frenar, ni siquiera de advertir la presencia del vehículo. Sólo lo vislumbró un segundo, horrorizado, y entonces la Kawasaki golpeó el costado derecho del capó, salió dando vueltas hacia el otro lado de la carretera y chocó contra un árbol. El chico fue despedido hacia arriba, sacudiendo los brazos, y luego se estrelló contra la cuneta y quedó inmóvil. El coche perdió el control, dio unas cuantas vueltas de campana y golpeó contra el arcén.
Tras diez segundos de absoluto silencio los faros de un Mercedes iluminaron la carretera. El Mercedes se paró, al igual que el coche que lo seguía. Se oyeron pasos apresurados, exclamaciones de horror, voces apremiantes que hablaban por teléfonos móviles. Unas caras ansiosas miraban a la persona que aparecía desplomada sobre el volante del coche accidentado. Las voces se consultaban entre sí. Acordaron que debían esperar a que llegase la ambulancia. Pasaron otros automóviles, que se detuvieron. Los trámites para el rescate seguían su curso.
En el lado de la carretera, el chico yacía muy quieto. No había rastros de heridas ni de sangre. Parecía sonreír en sueños.
Esta vez se trataba de un hospital moderno y, al menos para Dalgliesh, de territorio desconocido. Lo condujeron al pabellón correspondiente y al final se encontró en un largo pasillo sin ventanas. No olía a hospital, pero el aire era distinto de cualquier otro, como si hubieran eliminado científicamente cualquier vestigio de miedo o enfermedad. No había duda de cuál era la habitación correcta; dos agentes uniformados montaban guardia junto a la puerta y se levantaron a saludarlo cuando se acercó. Dentro había una agente femenina, que se puso de pie también y lo saludó en voz baja antes de marcharse y cerrar la puerta. El y Vulcano estaban a solas, cara a cara.
Muriel Godby se encontraba sentada en una silla junto a la cama. El único indicio de heridas era la escayola que le cubría el brazo y la muñeca izquierdos y un moratón en la mejilla izquierda. Llevaba un camisón de algodón a cuadros, al parecer provisto por el hospital, y estaba tranquila. Se había cepillado con cuidado el cabello, que llevaba recogido hacia atrás con un pasador de concha. Los ojos, de un amarillo verdoso, bucearon en los de Dalgliesh con el resentimiento mal disimulado del paciente que recibe otra visita no deseada. No había en ellos ningún rastro de temor.
– ¿Cómo está? -le preguntó sin acercarse a ella.
– Viva, como puede ver.
– Supongo que ya sabrá que el motorista murió. Se rompió el cuello -le informó Dalgliesh.
– Iba demasiado rápido. Ya le he dicho muchas veces a la señorita Caroline que debería haber señales de advertencia más visibles. Pero no ha venido usted aquí a hablar de eso. Ya tiene mi confesión, y de mi puño y letra. Eso es todo lo que voy a decir.
La confesión era muy extensa, pero meramente factual, no exponía ninguna excusa ni mostraba ningún remordimiento. El asesinato había sido planeado el miércoles siguiente a la reunión de los fideicomisarios. El viernes, el día del crimen, Godby había llevado en el maletero de su coche el cubo, un mono protector, guantes, gorro de ducha y cerillas, además de una bolsa de plástico de gran tamaño para arrojarlo todo después de cometer el crimen. Después de dejar a la señora Strickland en la estación de metro de Hampstead, no había ido a su casa sino que había regresado al museo. Sabía que Tally Clutton se habría ido a su clase del viernes, y aquella mañana había tomado la precaución de desconectar su teléfono fijo por si llamaba alguien. Había esperado en el garaje a oscuras hasta que Neville Dupayne se hubo sentado en su Jaguar y luego había avanzado unos pasos llamándolo por su nombre. Sorprendido pero reconociendo su voz, Neville había vuelto la cara hacia ella y recibido todo el impacto de la gasolina. Sólo había necesitado unos segundos para encender y arrojar las cerillas. El último sonido humano que él había oído había sido la voz de ella. Cuando Tally le telefoneó más tarde, acababa de llegar a casa. Había tenido tiempo de colgar el auricular, poner el mono en la lavadora, fregar el cubo y lavarse a conciencia antes de dirigirse de nuevo al museo. Durante el fin de semana había arrancado el asa del cubo y hecho trizas los guantes y el gorro de ducha y por la noche los había arrojado entre los escombros de un contenedor cercano.
No había mucha información en aquella confesión que Dalgliesh desconociese salvo un hecho: durante su estancia en Swathling’s, Celia Mellock se había burlado de ella, la había ofendido y había intentado que la echasen. La chica era pelirroja en aquella época y no se había teñido el pelo castaño de amarillo hasta más tarde, pero desde el momento en que Godby se hizo cargo de la Sala del Crimen, el reconocimiento había sido absoluto por ambas partes. Para Godby, asesinarla había constituido un placer además de una necesidad.
– No sé por qué ha venido, comisario -estaba diciendo-. Usted y yo hemos terminado. Sé que pasaré diez años en la cárcel, pero ya he cumplido una condena más larga en mi vida. Además, he conseguido lo que quería, ¿no es cierto? Los Dupayne no cerrarán el museo para honrar la memoria de su hermano. Cada día que abra sus puertas, cada visitante que llegue, cada éxito me lo deberán a mí, y ellos lo sabrán. Pero deje mi vida en paz. Tiene derecho a saber lo que hice y cómo lo hice; lo sabe de todos modos, ya que lo averiguó. En eso consiste su trabajo, y se supone que es muy bueno en él. Ni siquiera tiene derecho a saber por qué lo hice, pero no me importaría dar una razón si con eso todos se quedan más contentos. La he dejado por escrito y es bastante simple: el doctor Neville Dupayne mató a mi hermana con su negligencia. Ella lo llamó y, como él no acudió, se roció con gasolina y se prendió fuego. Por culpa de Dupayne perdió la vida, y yo no iba a permitir que también fuera el responsable de que perdiese mi trabajo.
– Hemos hecho averiguaciones sobre la vida del doctor Dupayne antes de que se trasladase a Londres -explicó-. Su hermana, señora Godby, murió hace quince años, doce después de que usted se hubiese marchado de casa. ¿Llegó a conocer al doctor Dupayne en aquella época? ¿Qué relación tenía usted con su hermana? ¿Estaban muy unidas?
Ella lo miró fijamente a la cara y Dalgliesh pensó que nunca había visto semejante concatenación de odio, desdén y… sí, triunfo. Cuando al fin habló, resultó sorprendente que sonase tan normal; era la misma voz con que había contestado tranquilamente a sus preguntas la semana anterior.
– Le he dicho que tiene derecho a saber lo que hice, pero no a saber lo que soy. No es usted un cura ni un psiquiatra. Mi pasado es mío y de nadie más, no pienso deshacerme de él regalándoselo. Sé cosas sobre usted, comisario Dalgliesh; la señorita Caroline me las dijo después de que viniera la primera vez. Son la clase de cosas que a ella le interesan. Es usted escritor, ¿no es así? Poeta. No tiene bastante con meterse en las vidas de otras personas, en hacer que las detengan, en conseguir que las envíen a la cárcel, sino que pretende entenderlas, meterse en su cerebro, utilizarlas como materia prima. Pero a mí no puede utilizarme. No tiene derecho.
– No, no tengo derecho -admitió Dalgliesh, y le pareció que el rostro de Muriel Godby se dulcificaba y lo invadía la tristeza.
– Nunca podremos llegar a conocernos usted y yo, comisario -dijo ella.
Al llegar a la puerta, Dalgliesh se volvió de nuevo para mirarla.
– No -repuso-, no podremos; pero ¿acaso eso nos hace diferentes de otras dos personas cualesquiera?
La habitación de Tally Clutton, en otra parte del hospital, era muy distinta. Al entrar, Dalgliesh percibió un perfume casi insufrible de flores. Tally estaba en la cama, con la cabeza afeitada en parte y cubierta de forma muy poco favorecedora por un gorro de gasa bajo el cual se veía claramente un vendaje acolchado. Le tendió la mano y esbozó una sonrisa de bienvenida.
– Me alegro mucho de que haya venido, comisario. Esperaba que lo hiciera. Acerque una silla. Sé que no puede quedarse mucho rato, pero quería hablar con usted.
– ¿Qué tal se encuentra ahora?
– Mucho mejor. La herida de la cabeza no es demasiado grave. No le dio tiempo a rematarme. Los médicos dicen que se me paró el corazón unos minutos a causa del shock. Si no hubiese llegado usted, estaría muerta. Hubo un tiempo en que pensaba que morir no importaba demasiado, pero ahora me parece distinto. No soportaría la idea de no volver a ver otra primavera inglesa. -Hizo una pausa y añadió-: Sé lo del motorista. Pobre chico. Me han dicho que sólo tenía diecinueve años y que era hijo único. No dejo de pensar en sus padres. Supongo que se lo podría considerar la tercera víctima.
– Sí -convino Dalgliesh-, la tercera y la última.
– ¿Sabe que Ryan ha vuelto a casa del Comandante? -dijo.
– Sí, el Comandante llamó para decírnoslo. Pensó que tal vez querríamos saber dónde estaba Ryan.
– Es su vida, claro está, me refiero a Ryan… Supongo que eso es lo que quiere, pero esperaba que se tomaría más tiempo para pensar sobre ello, sobre su futuro. Si se han peleado una vez, pueden volver a pelearse, y la próxima… bueno, quizá sea más serio.
– No creo que se repita -la tranquilizó Dalgliesh-. Al comandante Arkwright le preocupa ese chico, le tiene mucho cariño, de modo que no dejará que le suceda nada malo.
– Sé que Ryan es gay, claro, pero ¿no estaría mucho mejor con alguien más de su edad, no tan rico, sin tanto que ofrecer?
– No creo que el comandante Arkwright y él sean amantes, pero Ryan casi es mayor de edad. No podemos controlar su vida por él.
– Creo que debería de haberse quedado conmigo más tiempo -prosiguió ella, más para sí que para Dalgliesh-, al menos hasta estar seguro de lo que quería, pero sabía que, en el fondo, yo no deseaba que siguiese en mi casa. Estoy tan acostumbrada a vivir sola, a disponer del cuarto de baño a mi antojo… Siempre he detestado tener que compartir el cuarto de baño. Él lo sabía, no es tonto. Pero no era sólo el cuarto de baño; tenía miedo de tomarle demasiado cariño, de dejarlo entrar en mi vida. No me refiero a verlo como un hijo, eso sería ridículo, sino a la bondad humana, a preocuparme por él, a que llegase a importarme de veras. Tal vez sea ésa la mejor clase de amor. Utilizamos la misma palabra para cosas tan distintas… Muriel amaba a Caroline, ¿no es así? Mató por ella. Eso tenía que ser amor.
– Tal vez se tratara de una obsesión, una clase muy peligrosa de amor -contestó Dalgliesh.
– Pero el amor es peligroso, ¿no le parece? Supongo que durante toda mi vida he temido la parte del compromiso que conlleva. Ahora empiezo a entenderlo. -Lo miró a los ojos-. El que tiene miedo a amar sólo está vivo a medias.
Continuó mirándolo como si buscara que la iluminase con su sabiduría, que la tranquilizase de algún modo, pero era imposible saber qué pensaba Dalgliesh.
– Hay algo que quería usted decirme -comentó él.
Ella sonrió.
– Ahora ya no importa, pero me parecía importante cuando lo llamé. Se trata de algo que recordé. Cuando Muriel llegó poco después del incendio, lo primero que dijo es que tendríamos que haber cerrado con llave la puerta del cobertizo, donde estaba la gasolina. Bueno, pues yo no le dije que habían rociado al doctor Neville con gasolina. No podría habérselo dicho ya que, en aquel momento, todavía no lo sabía. Entonces, ¿cómo lo sabía ella? Al principio pensé que recordar aquello era importante, pero luego me dije que quizá lo hubiese adivinado. -Hizo una pausa y añadió-: ¿No habrá noticias de Vagabundo, por casualidad?
– No he estado en el museo esta mañana, pero no he oído que hubiese vuelto.
– Supongo que no es muy importante mientras haya tantas cosas de las que preocuparse. Si no regresa, espero que encuentre a alguien que lo acoja. No es un gato simpático, no puede contar con su encanto. Fue horriblemente cruel lo que Muriel le hizo, ¿y por qué? Podría haber llamado a la puerta de la casa y yo le habría abierto, y no tendría que haberse preocupado por si la reconocía o no. Al fin y al cabo, estaría muerta. Y ahora también lo estaría de no ser por usted.
– Tenía que matarla en la sala para que pareciese que seguía el patrón del caso Wallace -explicó él-, y no estaba segura de que le abriese la puerta si llamaba. Creo que tal vez oyó que nos telefoneaba desde el museo y temió que usted se negara a dejarla entrar. -Con la esperanza de hacerla pensar en otra cosa, comentó-: Estas flores son preciosas.
– ¿Sí, verdad? -dijo la anciana con voz más alegre-. Las rosas amarillas son del señor Marcus y la señorita Caroline, y la orquídea de la señora Strickland. La señora Faraday y el señor Calder-Hale han llamado y vendrán a verme esta tarde. La noticia se ha propagado muy rápido, ¿no le parece? La señora Strickland me ha enviado una nota; cree que deberíamos hacer que un sacerdote fuese al museo. No estoy segura de para qué exactamente, si para rezar un poco, para echar un poco de agua bendita o para hacer un exorcismo. Asegura que al señor Marcus y a la señorita Caroline les parece una buena idea siempre y cuando no tengan que tomar parte. Dicen que no hará ningún bien pero que seguramente tampoco ningún daño. Es una sugerencia sorprendente por parte de la señora Strickland, ¿no le parece?
– Sí, un poco sorprendente tal vez.
Tally Clutton parecía exhausta de pronto.
– Creo que será mejor que me vaya -dijo él-. No le conviene cansarse.
– Pero si no estoy cansada… Es un alivio tan grande poder hablar… La señorita Caroline ha venido a verme esta mañana y ha sido muy amable. No creo haberla entendido del todo. Quiere que me quede en la casa pequeña y que asuma parte de las tareas de Muriel. No se trata de la recepción ni de la contabilidad, por supuesto, ya han puesto un anuncio buscando a alguien cualificado para eso. Ahora vamos a necesitar mucha más ayuda. No, lo que haré será contribuir en la limpieza de su piso. Dice que es posible que se quede allí más a menudo en el futuro. Son tareas muy sencillas, básicamente limpiar el polvo, vaciar la nevera, meter las sábanas en la lavadora… De vez en cuando se quedan varios amigos suyos, gente que necesita una cama para pasar la noche. Por supuesto, estoy encantada con su oferta.
La puerta se abrió y entró una enfermera, que lanzó una elocuente mirada a Dalgliesh.
– Tengo que hacer algunas cosas con la señora Clutton -anunció-. Tal vez quiera esperar fuera.
– Creo que es hora de que me vaya de todos modos -repuso él.
Se inclinó para estrechar la mano que yacía sin fuerzas sobre el cobertor, pero la anciana le dio un firme apretón. Bajo las vendas, los ojos que miraron a los suyos no poseían en absoluto la ansiedad inquisitiva de la vejez. Se despidieron y Dalgliesh volvió a recorrer el pasillo anónimo y estéril. No había nada que hubiese necesitado decirle, nada que la hubiese ayudado. Decirle lo que el trabajo podía implicar en realidad suponía casi con certeza que no lo aceptase. Se arriesgaría a perder su casa y su sustento, ¿y para qué? Ya estaba cayendo bajo el influjo extraordinario de Caroline Dupayne, pero no era tan ingenua como Muriel Godby. Estaba demasiado segura de su propia personalidad como para obsesionarse con ella. Tal vez con el tiempo llegara a darse cuenta de lo que ocurría en el piso. Si eso sucedía, tomaría su propia decisión.
Se encontró con Kate, que se acercaba por el pasillo. Estaba allí, y él lo sabía, para organizar el traslado de Muriel Godby.
– El especialista asegura que se encuentra perfectamente. Es obvio que quieren deshacerse de ella lo antes posible. Han llamado los del Departamento de Relaciones Públicas, señor. Quieren una rueda de prensa hoy mismo, más tarde.
– Podemos emitir un comunicado, pero si me quieren allí en persona, la rueda de prensa puede esperar hasta el lunes. Tengo cosas que hacer en el despacho y esta tarde saldré pronto.
Kate desvió la mirada, pero no antes de que Dalgliesh viese la nube de tristeza.
– Por supuesto, señor -dijo-, ya me lo había dicho. Sé que tiene que marcharse pronto esta tarde.
Hacia las once y media, los asuntos urgentes que aguardaban su atención ya habían sido solucionados y Dalgliesh estaba listo para redactar su informe sobre la investigación, que tanto el comisario principal como el viceministro habían solicitado leer. Era la primera vez que le pedían que remitiese un informe detallado sobre una investigación al viceministro, y esperaba que aquello no sentase un precedente, pero antes todavía quedaba un asunto pendiente. Le pidió a Kate que llamase a Swathling’s y le dijese a Caroline Dupayne que el comisario Dalgliesh quería verla urgentemente en New Scotland Yard.
Caroline Dupayne llegó una hora después. Iba vestida para un almuerzo formal: el abrigo verde oscuro de seda colgaba dibujando unos pliegues muy pronunciados y el cuello subido le enmarcaba la cara.
El pintalabios contrastaba con la palidez de su cutis. Tomó asiento en la silla que le ofrecían y lo estudió sin disimulo, como si aquél fuese su primer encuentro y ella estuviese valorándolo sexualmente, contemplando distintas posibilidades.
– Supongo que debería felicitarlo -dijo.
– Eso no es necesario ni apropiado. Le he pedido que venga porque tengo dos preguntas más que hacerle.
– ¿Aún trabajando, comisario? Pregunte y, si puedo, contestaré.
– En algún momento del pasado miércoles o después, ¿le dijo usted a Muriel Godby que la despedía, que ya no quería que trabajase en el museo?
Él esperó.
– La investigación ha terminado -dijo ella al fin-, Muriel está detenida. No quiero sonar desagradable ni que parezca que no quiero cooperar, pero ¿no ha dejado eso de ser asunto suyo, comisario?
– Por favor, conteste.
– Sí, se lo dije el miércoles por la tarde después de haber ido al piso. No exactamente con esas palabras, pero se lo dije. Estábamos juntas en el aparcamiento. No se lo consulté a nadie antes de decírselo y la decisión fue sólo mía. Ni mi hermano ni James Calder-Hale consideraban que fuese la persona adecuada para la recepción. Antes me había peleado con ellos por defenderla; para mí la eficiencia y la lealtad son importantes, pero el miércoles decidí que tenían razón.
Una pieza más del puzzle encajó en su lugar. De modo que era por eso por lo que Muriel Godby había vuelto al museo el jueves por la noche y estaba en el despacho cuando Tally había llamado a la policía.
Al interrogarla, había dicho que quería ponerse al día con el trabajo atrasado, pero si eso era cierto, ¿por qué marcharse y volver? ¿Por qué no quedarse sin más?
– Había ido a recoger sus cosas -dijo él-. No podía hacerlo mientras hubiese gente alrededor. Habría supuesto una humillación intolerable.
– Para recoger sus pertenencias y para algo más: para dejarme una lista de cosas pendientes que quedaban por hacer y decirme cómo había que dirigir el despacho -puntualizó ella-. Concienzuda hasta el fin.
Hablaba sin piedad, casi con desdén.
– Es posible que a sus colegas no les pareciese la persona adecuada para el trabajo, pero ésa no fue la razón por la que la despidió, ¿me equivoco? El miércoles por la noche usted ya sabía sin asomo de duda que había matado a su hermano y a Celia. No la quería en la plantilla del museo cuando yo me pusiese a investigar. Además, existía el vínculo con Swathling’s. Siempre ha sido importante mantener la escuela inmaculada, lejos de cualquier asociación con un asesinato, ¿no es cierto?
– Ésas eran consideraciones menores. Con un poco de suerte, heredaré Swathling’s; yo he construido esa escuela. No quiero que comience a declinar antes de tener la oportunidad de asumir el control. Y tiene razón en lo del museo: era conveniente deshacerse de Muriel antes de que la policía la arrestase, pero ésa no constituía la razón principal por la que le dije que se fuera. Cuando la verdad salga a la luz, ni Swathling’s ni el Dupayne se librarán del escándalo. La escuela no sufrirá demasiadas consecuencias, pues ya hace mucho tiempo que la abandonó. Y dudo que el museo se vea perjudicado; la gente ya quiere saber cuándo tenemos planeado reabrirlo. El Museo Dupayne al fin es importante.
– ¿Y cuándo llegó a la conclusión de que ella era la responsable?
– Más o menos al mismo tiempo que usted, imagino, cuando descubrí que alguien había echado el cerrojo de la puerta que comunica el piso con la Sala del Crimen. Sólo Godby y yo teníamos llaves. La diferencia entre nosotros dos es que usted tenía que encontrar las pruebas, y yo no. Y ahora quiero hacerle una pregunta: puesto que ha confesado, nos ahorraremos el juicio, pero ¿cuántas probabilidades hay de que mi vida privada salga a la luz? Me refiero, por supuesto, al Club 96. No es relevante con respecto al modo en que murió ninguna de las dos víctimas. ¿No es eso de lo que se ocupa el sumario del juez de instrucción, de la causa de la muerte? ¿Es necesario mencionarlo?
Parecía tan tranquila como si estuviese preguntando qué fecha era. No mostró la menor preocupación, y desde luego no estaba haciendo un pedido.
– Eso dependerá en gran medida de las preguntas que decida formular el juez de instrucción -contestó él-. Los dos sumarios no han concluido todavía.
Ella sonrió.
– Bueno, creo que ya verá que el juez de instrucción se muestra discreto.
– ¿Le dijo a Muriel Godby que conocía la verdad? -quiso saber Dalgliesh-. ¿La desafió?
– No. Ella estaba al corriente de lo del Club 96, por supuesto, o al menos sospechaba su existencia; a fin de cuentas, era ella quien se encargaba de las sábanas y quien sacaba las botellas de champán vacías. Ni la desafié ni cuando la despedí hice ninguna alusión directa a los crímenes. Me limité a ordenarle que se llevara sus cosas de su escritorio y que se largase en cuanto nos devolvieran nuestras llaves. Mientras tanto, la quería fuera de mi vista.
– ¿Qué fue exactamente lo que se dijeron? ¿Cómo se lo tomó?
– ¿Usted qué cree? Me miró como si estuviera condenándola a cadena perpetua, aunque supongo que es precisamente lo que hice. Por un instante pensé que se iba a desmayar. Cuando acertó a hablar, las palabras salieron de su boca como un graznido. Dijo: «¿Y qué pasará con el museo? ¿Qué pasa con mi trabajo?» Respondí que no se preocupase, que no era indispensable. Mi hermano y James Calder-Hale hacía meses que querían librarse de ella. Le dije que Tally se encargaría de la limpieza de mi piso.
– ¿Y eso fue todo?
– No exactamente. Gritó: «¿Y qué pasará conmigo?» Contesté que más le valía esperar que la policía considerase los asesinatos obra de un loco que seguía el patrón de crímenes anteriores. Esa fue mi única referencia a los hechos. Luego subí a mi coche y me marché.
Con aquellas últimas palabras, pensó Dalgliesh, Tally Clutton había sido condenada a muerte.
– El asesinato de su hermano fue su regalo para usted -señaló-. Era por usted por quien ella quería salvar el museo. Quizás esperaba incluso que se mostrase agradecida.
– Entonces es que no me conocía -replicó Caroline-, y usted tampoco. Cree que yo no quería a Neville, ¿verdad?
– No, no lo creo.
– Nosotros, los Dupayne, no expresamos nuestras emociones. Nos educaron para no hacerlo, y en una escuela muy dura. No somos sentimentales con la muerte, ni con la nuestra ni con la de nadie. No vamos por ahí abrazándonos y besuqueándonos en lugar de asumir las responsabilidades de la verdadera compasión. Pero sí quería a Neville; lo consideraba el mejor de todos nosotros. En realidad, era adoptado. No creo que nadie conociese la identidad de la madre salvo nuestro padre. Marcus y yo siempre hemos supuesto que era hijo suyo. ¿Por qué iba a adoptarlo si no? No era un hombre con impulsos generosos. Mi madre hacía lo que él quería, ésa era su función en la vida. Adoptaron a Neville antes de que yo naciese. Nos peleábamos a menudo, yo sentía muy poco respeto por su trabajo y él despreciaba el mío. Puede que también me despreciase a mí, pero yo no lo despreciaba a él. Era el hermano mayor, siempre presente, un Dupayne. Cuando supe la verdad, no soporté tener a Muriel Godby bajo el mismo techo. -Hizo una pausa y preguntó-: ¿Eso es todo?
– Todo lo que tengo derecho legítimo a preguntarle -respondió Dalgliesh-. Me preocupa Tally Clutton. Dice que le ha ofrecido que se encargue de cuidar el piso en lugar de Muriel.
Caroline se levantó, echó mano de su bolso y repuso con una sonrisa:
– No se preocupe. El trabajo se limitará estrictamente a quitar un poco el polvo, pasar el aspirador… Sé valorar la bondad aunque yo no aspire a ella. Y si el Club 96 vuelve a constituirse, no se reunirá en el Dupayne. No queremos a la poli local echando abajo la puerta y entrando con la excusa de que han recibido un soplo de que allí hay drogas o pederastas. Adiós, comisario. Es una lástima que no nos hayamos conocido en otras circunstancias.
Kate, que había permanecido en silencio, se fue con ella y regresó al cabo de unos minutos.
– Dios mío, qué mujer tan arrogante… Y además, el orgullo familiar. Valoraban a Neville porque era mitad Dupayne. ¿Cree que ha dicho la verdad con respecto a la adopción?
– Sí, Kate, estaba diciendo la verdad.
– Y el Club 96… ¿qué sacaba ella de todo eso?
– Algo de dinero, imagino. La gente debía de dejar regalos con la excusa de que así ayudaba a pagar la limpieza o las bebidas, pero básicamente creo que disfrutaba del poder. En eso, ella y Godby se parecían mucho.
Se imaginó a Godby sentada tras el mostrador de recepción, evitando, sin que nadie lo supiese, que el museo cerrara, preguntándose tal vez si algún día se atrevería a confesarle a Caroline lo que había hecho por ella, el regalo exorbitante que le había hecho por amor.
– Caroline Dupayne seguirá adelante con el club, me imagino -dijo Kate-. Si al final hereda Swathling’s, podrían reunirse allí con suficiente seguridad, sobre todo durante las vacaciones. ¿Cree que deberíamos advertir a Tally Clutton?
– No es asunto nuestro, Kate. No podemos poner orden en las vidas de los demás. Tally Clutton no es tonta, ya tomará sus propias decisiones. No nos corresponde a nosotros hacer que se enfrente a una decisión moral que tal vez nunca tenga que resolver. Necesita su trabajo y su casa, eso está claro.
– ¿Quiere decir que podría llegar a un compromiso?
– Cuado hay mucho en juego, la gente suele hacerlo, aun los virtuosos.
Eran las cinco en punto y el último seminario de la semana había terminado. La alumna que estaba sentada frente a Emma junto al fuego había llegado sola. Su compañera se había quedado en casa con gripe, la primera víctima del nuevo trimestre. Emma esperaba fervientemente que no fuese el comienzo de una epidemia. Sin embargo, Shirley parecía reacia a marcharse. Emma miró a la chica, acurrucada en su silla, con la mirada baja y retorciendo las manos pequeñas y bastante sucias, en el regazo. Sabía detectar la aflicción con demasiada claridad para hacer caso omiso de ella. Se sorprendió rezando para sus adentros: «Oh, Dios, por favor, haz que no me pida demasiado, al menos ahora. Que sea rápido.»
Tenía que tomar el tren de las seis y cuarto y Adam debía reunirse con ella a las siete y tres minutos en King’s Cross. Llevaba toda la tarde temiendo oír su voz por teléfono diciéndole que no podía quedar con ella, que anulaba la cita de nuevo, pero no había llamado. Había pedido un taxi para las cinco y media en previsión del tráfico intenso. Ya tenía hecha la maleta. Al doblar su bata y su camisón, había sonreído pensando que, de haberla visto, Clara le habría dicho que parecía que estaba preparándose para su luna de miel. Apartó de su mente la imagen de la figura alta y morena de Adam esperándola en el acceso al andén y preguntó:
– ¿Te preocupa algo?
La miró a los ojos.
– Los otros alumnos creen que estoy aquí no porque sea lista, sino porque el gobierno le ha pagado a Cambridge para que me acepte.
– ¿Te ha dicho alguien eso? -inquirió Emma con aspereza.
– No, nadie. No han dicho nada, pero eso es lo que creen. Está en los periódicos. Saben que eso pasa.
Emma se inclinó hacia delante.
– Eso no pasa aquí, en esta universidad, y no ha pasado contigo -contestó-. No es verdad, Shirley, sencillamente. Escúchame, esto es importante: el gobierno no le dice a Cambridge cómo seleccionar a sus estudiantes. Si lo hiciese, si cualquier gobierno lo hiciese, Cambridge no lo obedecería. Seleccionamos a la gente en función de su inteligencia y su potencial. Estás aquí porque te lo mereces.
– Pues yo no me siento como si lo mereciera -musitó Shirley.
– Piénsalo, Shirley. El sistema de becas es internacional y muy competitivo. Si queremos que Cambridge conserve su posición actual en el mundo, tenemos que seleccionar a los mejores. Estás en Cambridge por tus propios méritos, queremos que sigas con nosotros y queremos que seas feliz aquí.
– Los demás parecen tan seguros de sí mismos… Algunos ya se conocían de antes de venir. Cambridge no les resulta extraño, saben qué deben hacer, están juntos. Y en cambio, a mí todo me resulta extraño. Siento que no pertenezco a este sitio. Fue un error venir a Cambridge, eso es lo que algunas de las amigas de mi madre me dijeron, que no encajaría.
– Pues se equivocaban. Es cierto que ayuda venir a estudiar con amigos, pero algunos de los alumnos que parecen tan seguros tienen las mismas preocupaciones que tú. El primer trimestre en la universidad nunca es fácil. En toda Inglaterra los estudiantes nuevos sienten la misma incertidumbre que tú. Cuando somos desgraciados, pensamos, equivocadamente, que nadie más puede serlo más que nosotros, pero eso es inherente al ser humano.
– Es imposible que usted se sienta así, doctora Lavenham.
– Por supuesto que es posible, y de hecho a veces me siento así. ¿Te has inscrito en alguna de las asociaciones estudiantiles?
– Todavía no. Es que hay tantas… No estoy segura de dónde podría encajar.
– ¿Por qué no te apuntas a una que te interese de verdad? No lo hagas sólo para conocer gente y hacer amigos. Escoge algo en lo que disfrutes, algo nuevo tal vez. Conocerás a gente y harás amigos.
La chica asintió con la cabeza y murmuró algo que quizá fuese: «Lo intentaré.» Emma estaba preocupada. Ésa era la clase de problemas de los estudiantes que le causaban mayor ansiedad. ¿En qué momento, si acaso había un momento concreto, debía aconsejarles que recurriesen a la orientación profesional o a la ayuda psicológica? No captar las señales de una grave depresión a menudo tenía consecuencias desastrosas, pero reaccionar exageradamente podía destruir la misma confianza que intentaba fomentar. ¿Estaba desesperada Shirley? No lo creía. Confiaba en que su actitud fuese la correcta. Sin embargo, podía brindarle otra clase de ayuda que sin duda necesitaría.
– A veces, cuando llegamos aquí -dijo con dulzura-, resulta difícil saber cómo trabajar de la forma más eficiente posible, cómo sacar el mayor provecho de nuestro tiempo. Es fácil malgastarlo trabajando duro en aspectos que no son esenciales y descuidando lo importante. Redactar trabajos académicos requiere mucha práctica. Este fin de semana no estaré en Cambridge, pero hablaremos sobre ello el lunes, si crees que te resultará de utilidad.
– Oh, sí, ya lo creo, doctora Lavenham. Me será muy útil. Muchas gracias.
– ¿A las seis, entonces?
La chica asintió y se dirigió hacia la puerta. Al llegar a ésta se volvió para dar las gracias una última vez y luego se marchó. Emma consultó su reloj. Era hora de ponerse el abrigo, recoger la maleta y bajar a esperar el taxi. Llegó a la estación de Cambridge antes de darse cuenta de que se había dejado el móvil en su habitación de la universidad. Tal vez, pensó, su olvido se debía más a un temor subconsciente de oírlo sonar durante el viaje que a un simple descuido. Ahora podía viajar tranquila.
Por fin Dalgliesh estaba listo para marcharse. Su secretaria asomó la cabeza por la puerta.
– Han llamado del Ministerio del Interior, señor Dalgliesh. El ministro quiere verlo. Lo han hecho desde su despacho privado, es urgente.
Cuando llamaban un viernes por la tarde, solía serlo.
– ¿Les has dicho que me voy fuera el fin de semana casi de inmediato?
– Se lo he dicho, y han contestado que era una suerte haberlo pillado a tiempo, antes de que se marchara. Es importante. También han llamado al señor Harkness.
De modo que Harkness estaría allí. «¿Y quién más?», se preguntó Dalgliesh. Mientras se ponía el abrigo, consultó su reloj: tenía cinco minutos para acortar camino por la estación de Saint James’s Park y llegar a Queen Anne’s Gate. Probablemente, sufriría el retraso habitual con el ascensor. Al menos los de seguridad lo conocían, y no lo retendrían al mostrarles su pase. Si tenía suerte, en seis minutos llegaría al despacho del ministro. No perdió tiempo comprobando si Harkness ya se había ido y corrió hacia el ascensor.
Pasaron siete minutos exactos hasta que lo condujeron a los salones privados y el despacho del ministro. Descubrió que Harkness ya estaba allí, además del viceministro, Bruno Denholm, del MI6, y el subsecretario del Ministerio de Asuntos Exteriores de Gran Bretaña y la Commonwealth, un oficial de mediana edad de aspecto joven y sofisticado cuya actitud de sosegado distanciamiento dejaba patente que sería un simple espectador. Todos los presentes estaban acostumbrados a esa clase de reuniones urgentes y eran expertos en convertir lo inesperado y lo desagradable en razonable e inocuo. Aun así, Dalgliesh percibió cierto ambiente de incomodidad, casi de vergüenza.
El ministro lo saludó con la mano e hizo unas presentaciones breves y en su mayor parte innecesarias. Era un hombre que había adoptado los buenos modales, en especial hacia sus subordinados, como política laboral. Dalgliesh pensó que, en general, le resultaba útil; al menos, tenía el mérito de la originalidad. Sin embargo, su ofrecimiento de jerez -«A menos, caballeros, que les parezca demasiado pronto; también hay té o café si lo prefieren»- y su escrupulosa atención al lugar donde tomaban asiento le parecieron tácticas dilatorias deliberadas, y la aceptación del jerez por parte de Harkness, al parecer en nombre de todos ellos, una indulgencia que equivalía a un alcoholismo incipiente. Dios, ¿es que no iban a empezar nunca? Sirvieron el jerez, excelente y muy seco, y se sentaron a la mesa. El ministro abrió la carpeta que tenía ante sí y Dalgliesh observó que contenía su informe sobre los asesinatos del Museo Dupayne.
– Lo felicito, comisario -dijo el ministro-. Un caso delicado resuelto con eficacia y celeridad. Vuelve a poner sobre el tapete la cuestión de si deberíamos o no extender la cobertura de la brigada de investigaciones especiales a todo el país. Estoy pensando en concreto en los recientes y lamentables secuestros y asesinatos de niños. Una brigada nacional con experiencia y especializada estaría en situación de ventaja en estos casos tan relevantes. Me imagino que tendrán sus opiniones al respecto.
Dalgliesh estuvo a punto de contestar que la cuestión no era ninguna novedad y que todas las opiniones, incluida la suya, eran ya conocidas, pero contuvo su impaciencia y respondió:
– Las ventajas son evidentes si la investigación debe abarcar la totalidad del país. Sin embargo, hay algunas objeciones: nos arriesgamos a perder información local y el contacto con la comunidad, ambos factores importantes en cualquier investigación. También existe el problema de la relación y la colaboración con los cuerpos de seguridad correspondientes, y cuya moral podría verse minada si los casos más complicados se reservan para una brigada a todas luces privilegiada tanto por el personal con que cuenta como por los medios de que dispone. Lo que necesitamos es una mejora de la formación de todos los detectives, sin importar su rango. El público empieza a perder confianza en la capacidad de la policía para resolver los crímenes locales.
– Y eso, por supuesto, es lo que su comisión está considerando en estos momentos -repuso el ministro-, el reclutamiento y la formación del cuerpo de detectives. Me pregunto si sería ventajoso que nos encargásemos de esta cuestión más amplia, como es la creación de una brigada nacional.
Dalgliesh no puntualizó que no se trataba de su comisión, sino sencillamente de una comisión para la que trabajaba.
– Es muy probable que el director se muestre de acuerdo con una ampliación adicional de las competencias si eso es lo que quiere el ministro del Interior. Si se hubiese incluido desde el principio, habríamos tenido una filiación muy distinta. Nos vemos en problemas a la hora de invitar a algunos miembros a integrar la comisión en esta última fase.
– ¿Podría conseguirse en el futuro?
– Desde luego que sí, si es lo que sir Desmond quiere.
Sin embargo, Dalgliesh se dio cuenta de que aquella mención a un asunto tan antiguo sólo era una cuestión preliminar. El ministro pasó a hablar del informe de los asesinatos.
– En su informe consta claramente que el club privado, o tal vez debería decir la reunión de amigos de la señorita Caroline Dupayne, no guardaba relación con la muerte del doctor Neville Dupayne ni con la de Celia Mellock -dijo.
– Sólo hubo una persona responsable: Muriel Godby -respondió Dalgliesh.
– Exacto, y siendo así, no parece necesario afligir aún más a su madre haciendo público el motivo por el que la chica estaba en el museo.
Dalgliesh pensó que la habilidad para creer que todo el mundo era menos inteligente y más ingenuo que uno mismo constituía una cualidad muy útil en un político profesional, pero él no estaba dispuesto a aceptarla.
– Esto no tiene nada que ver con lady Holstead, ¿no es cierto? Ella y su segundo marido eran muy conscientes de la clase de vida que llevaba su hija. ¿A quién estamos protegiendo exactamente, señor? -Sintió la maliciosa tentación de sugerir unos cuantos nombres, pero se resistió. El sentido del humor de Harkness era limitado, y en cuanto al del ministro, lo desconocía.
El ministro miró al oficial de Asuntos Exteriores, quien dijo:
– Un ciudadano extranjero, un hombre importante y buen amigo de este país, ha pedido que le aseguremos que ciertos asuntos privados seguirán siéndolo.
– Pero ¿no está preocupándose innecesariamente? -exclamó Dalgliesh-. Creía que sólo dos pecados son causa de oprobio en la prensa nacional: la pedofilia y el racismo.
– No en su país.
El ministro tomó el relevo de inmediato.
– Antes de garantizárselo, hay algunos detalles sobre los que he de estar seguro, sobre todo acerca de que no va a haber interferencias con el curso de la justicia. Huelga decirlo, pero es evidente que la justicia no exige estigmatizar a los inocentes.
– Espero que mi informe sea lo bastante claro, señor -dijo Dalgliesh.
– Claro y detallado. Quizá no me he expresado con suficiente claridad: debería haber dicho que me gustaría contar con su garantía con respecto a ciertos asuntos. Este club, el que dirige la señorita Dupayne…, entiendo que se trataba de un club exclusivamente privado cuyos miembros se reunían en una propiedad privada, que ninguno de ellos era menor de dieciséis años y que no había dinero de por medio. Lo que hacían tal vez sea reprobable para algunas personas, pero desde luego no era ilegal.
– La señorita Dupayne no regentaba una casa de citas y ninguno de los miembros de su club estuvo relacionado con la muerte de Neville Dupayne ni con la de Celia Mellock -repuso Dalgliesh-. La chica no habría muerto si no hubiese estado en la Sala del Crimen a una hora determinada y no habría estado allí de no haber sido miembro del Club 96, pero, tal como he dicho, sólo una persona fue responsable de su muerte: Muriel Godby.
El ministro arrugó la frente. Había tenido mucho cuidado en omitir el nombre del club.
– ¿No hay ninguna duda sobre eso? -preguntó.
– No, señor. Contamos con su confesión. Aparte de eso, la habríamos arrestado esta mañana: Tallulah Clutton reconoció a su agresora antes de perder el conocimiento. Encontramos la barra de hierro manchada de sangre en el coche de Godby. Aunque todavía debemos analizar la sangre, no hay duda de que es la de Clutton.
– Bien -comentó el ministro-, pero volviendo a las actividades en el piso de la señorita Dupayne: usted sugiere que la chica, que se había citado esa tarde con lord Martlesham, llegó a ir al piso, entró en la Sala del Crimen descorriendo el pestillo de la puerta y, motivada acaso por la curiosidad y por el hecho de que le habían prohibido expresamente que entrase en el museo por allí, vio por una de las ventanas del lado este a Muriel Godby lavándose las manos junto al grifo del jardín. Godby levantó la vista y la vio, entró en el museo, estranguló a su víctima, que no pudo escapar hacia el piso por estar cerrada la puerta, que carecía de pomo por la parte del museo, y metió el cadáver en el baúl. Sin duda era lo bastante fuerte para hacerlo. A continuación, entró en el piso por la puerta externa, de la que tenía una llave, apagó todas las luces y, por último, bajó con el ascensor a la planta baja y se marchó. Lord Martlesham llegó casi inmediatamente después. La ausencia del coche de Celia Mellock, que lo había llevado al taller, el que las luces del vestíbulo de entrada estuvieran apagadas y ver el ascensor en la planta baja lo convencieron de que la chica no había acudido a la cita. Luego vio fuego en el garaje, le entró pánico y se fue con su coche. A la mañana siguiente, Godby llegó temprano como de costumbre, por lo que tuvo tiempo y la oportunidad de romper los tallos de la maceta de violetas africanas del despacho de Calder-Hale, y las esparció sobre el cadáver con el propósito, claro está, de hacer que el segundo asesinato pareciese seguir el patrón de otro crimen famoso. También volvió a cerrar y a echar el pestillo de la puerta de acceso a la Sala del Crimen desde el piso y se aseguró de que Mellock no hubiese dejado allí ninguna prueba incriminatoria de su presencia. No podría haber hecho eso inmediatamente después del asesinato, como tampoco el número de las violetas africanas. Una vez que el incendio empezó a propagarse, debía marcharse, y muy rápido, antes de que cundiese la alarma. Entiendo por qué Godby tenía que llevarse el bolso consigo: era importante que no encontrasen la llave del piso en el cuerpo de Mellock, y no podía perder el tiempo buscándola. Por supuesto, hay detalles secundarios, pero ésa es la esencia del caso. -Levantó la vista con la sonrisa satisfecha de un hombre que de nuevo ha demostrado su habilidad para leer e interpretar un informe.
– Así es como vi el caso -explicó Dalgliesh-. Desde el principio tuve el convencimiento de que los dos asesinatos estaban relacionados. Mis sospechas se confirmaron cuando obtuvimos el testimonio que aparece en mi informe y según el cual el baúl estaba vacío a las cuatro del viernes. El hecho de que se cometieran, a la misma hora y en el mismo lugar, dos asesinatos que nada tenían que ver entre sí es inverosímil.
– Pero, y perdóneme, la chica pudo haber llegado al museo antes y con otro amante, reunirse con él en la sala de archivos del sótano y luego permanecer escondida en el museo tras el cierre de éste. Y si entró en el museo por otro sitio distinto del piso, entonces el hecho de que fuese miembro del club privado de la señorita Dupayne fue del todo irrelevante en su asesinato. Por tanto, no sería necesaria ninguna referencia al club.
– Me pidieron un informe completo, señor -repuso Dalgliesh-, y eso es lo que he presentado. No estoy dispuesto a modificarlo ni a redactar otro. Puesto que Godby ha firmado una confesión y piensa declararse culpable, no habrá juicio. Si se requiere para uso interno una versión abreviada de la investigación, el departamento no tendrá ningún problema en facilitarla. Y ahora, señor, me gustaría marcharme. Tengo una cita privada urgente.
Vio la expresión de sorpresa de Harkness y el ceño fruncido del ministro, pero éste repuso con afabilidad:
– De acuerdo. Cuento con la garantía que estaba buscando, que ni la ley ni la justicia requieren que el testimonio de la vida privada de la señorita Mellock se haga público. Creo, caballeros, que hemos acabado con este asunto.
Dalgliesh sintió la tentación de señalar que nadie le había dado semejante garantía y que ninguno de los presentes en aquella habitación, incluido él mismo, estaba capacitado para dársela.
– Es posible, claro está, que lord Martlesham decida hablar -dijo Harkness.
– He hablado con lord Martlesham. Tiene una conciencia hiperdesarrollada que le causa algunos problemas, pero no tiene ningún deseo de causar problemas a los demás.
– Se han abierto dos sumarios, ministro, y ahora se abrirá otro más.
– Bueno -dijo el ministro con total tranquilidad-, pero me parece que verán que para establecer las causas de la muerte el juez de instrucción limitará sus preguntas a la información relevante. Al fin y al cabo, eso es lo que se supone que debe hacer un juez de instrucción. Gracias, caballeros. Lamento haberle retenido, comisario. Que pase un buen fin de semana.
Mientras corría hacia el ascensor, Dalgliesh miró su reloj: tema tres cuartos de hora para llegar a King’s Cross. Debía ser más que suficiente. Había planeado el trayecto con mucha antelación: conducir de la calle Victoria a King’s Cross un viernes por la tarde a la hora punta era tentar al desastre, sobre todo con la nueva sincronización de los semáforos que había programado el alcalde, de modo que había dejado el coche en el aparcamiento de su edificio. Lo más rápido, y sin duda lo más obvio era tomar el metro de Circle o de District en la estación de Saint James’s Park e ir hasta Victoria -la parada siguiente- para, una vez allí, hacer transbordo a la línea de Victoria. Sólo eran cinco estaciones y, con un poco de suerte, estaría en King’s Cross en quince minutos.
Había tenido que descartar el plan de pasar el rato de espera en la British Library, pues la reunión con el ministro había alterado todos sus cálculos anteriores.
El trayecto empezó con buen pie: un tren de la línea de Circle llegó al cabo de tres minutos y en Victoria no hubo que esperar. Una vez en el vagón de la línea de Victoria en dirección norte empezó a relajarse y consiguió borrar de su mente las complicaciones del día y empezar a pensar en las complicaciones de índole muy distinta y en las promesas de la noche que tenía ante sí. Sin embargo, después de Green Park llegó el primer indicio de inminentes problemas: el tren aminoró hasta una velocidad casi imperceptible, se detuvo durante lo que a Dalgliesh le pareció una eternidad y luego empezó a dar sacudidas para avanzar a paso de tortuga. Pasaron varios minutos en los que Dalgliesh permaneció de pie apretado entre varios cuerpos calurosos, aparentemente tranquilo, pero por dentro frustrado e impotente. Llegaron al fin a la estación de Oxford Circus, donde las puertas se abrieron al grito de: «¡Cambio de tren!»
Entre el caos de los pasajeros que bajaban del vagón mezclados con los que habían estado esperando para subir, Dalgliesh oyó a un hombre gritarle a un guardia que pasaba por su lado:
– ¿Qué ocurre?
– La línea está bloqueada un poco más adelante, señor. Un tren averiado.
Dalgliesh no esperó a oír nada más. Pensó con rapidez; no había ninguna otra línea directa a King’s Cross, de modo que lo intentaría con un taxi.
Tuvo suerte, pues una pasajera estaba apeándose de uno en la esquina de Argyll. Corriendo a toda velocidad, Dalgliesh llegó a la portezuela del vehículo antes de que la pasajera tuviera tiempo de bajarse.
Esperó con impaciencia mientras la mujer buscaba cambio en su monedero. A continuación dijo:
– A King’s Cross, y lo más rápido posible.
– De acuerdo, señor. Será mejor que tomemos la ruta habitual: Mortimer y luego Goodge en dirección a Euston Road.
Ya había arrancado el vehículo. Dalgliesh intentó acomodarse en el asiento y controlar su impaciencia. Si llegaba tarde, ¿cuánto tiempo lo esperaría ella? ¿Diez minutos, veinte? ¿Por qué iba a esperarlo en realidad? Intentó llamarla al móvil, pero no obtuvo respuesta.
El trayecto, tal como esperaba, fue insoportablemente lento, y a pesar de que la velocidad mejoró de forma considerable una vez que llegaron a Euston Road, aún seguía siendo poco más que un traqueteo parsimonioso. Y a continuación vino el desastre: delante, una furgoneta había chocado contra un coche. No era un accidente grave, pero la furgoneta había quedado atravesada en la calle. El tráfico estaba parado, y así seguiría hasta que llegase la policía para poner fin al atasco. Dalgliesh le dio un billete de diez libras al taxista, se bajó del vehículo y echó a correr.
Para cuando entró a toda prisa en la estación de King’s Cross, llegaba veinte minutos tarde.
Aparte del personal uniformado, el pequeño andén que cubría la línea de Cambridge estaba desierto. ¿Qué habría hecho Emma? ¿Qué habría hecho él en su lugar? No habría querido ir a casa de Clara y pasar la noche escuchando las quejas y las condolencias de su amiga.
Emma volvería a donde se sentía como en casa, a Cambridge. Y allí era adónde iría él. Tenía que verla esa noche, tenía que saber lo peor o lo mejor. Aunque no quisiese escucharlo, podría darle la carta. Sin embargo, cuando le preguntó a un empleado de la estación la hora del siguiente tren, descubrió el motivo por el que el andén estaba tan vacío: había problemas con la vía y nadie sabía cuándo iban a solucionarlos. El convoy que había llegado a las siete y tres minutos había sido el último. ¿Acaso estaban todos los dioses de los viajes confabulándose para desbaratar sus planes?
– También están los trenes lentos a Cambridge desde Liverpool Street, señor -dijo el empleado-. Será mejor que lo intente allí. Eso es lo que están haciendo la mayoría de los pasajeros.
No tenía ninguna posibilidad de conseguir un taxi, ya que había visto la longitud de la cola en la parada de éstos al entrar corriendo en la estación, pero de pronto vislumbró una vía alternativa y, con un poco de suerte, más rápida. Tanto la línea de Circle como la de Metropolitan podían llevarlo a Liverpool Street en cuatro paradas si, por algún milagro, no se estropeaba. Atravesó a la carrera la estación de tren en dirección a la de metro e intentó abrirse paso entre la muchedumbre que bajaba por la escalera. Encontrar las monedas para la taquilla automática le pareció un inconveniente insoportable, pero al fin llegó al andén y al cabo de cuatro minutos llegó un tren de la línea de Circle. En Liverpool Street subió los escalones de dos en dos, pasó junto a la moderna torre del reloj y se detuvo al fin en el nivel más alto, observando el amplio panel azul con los horarios de las salidas que había en el andén inferior. El tren a Cambridge, con la lista de las diez estaciones en que paraba, tenía previsto salir del andén número seis. Le quedaban menos de diez minutos para dar con ella.
A causa del cierre de la línea de King’s Cross, una pequeña multitud se agolpaba en el punto de acceso a los andenes. Después de sumarse a la cola y abrirse paso, le gritó a la mujer que estaba apostada en el control de acceso:
– Tengo que encontrar a una persona, es muy urgente.
La mujer no hizo nada por detenerlo. El andén estaba abarrotado de gente, y delante había una muchedumbre avanzando junto al tren, empujándose ante las puertas de los vagones y buscando desesperadamente un asiento vacío.
De pronto, Dalgliesh vio a Emma. Caminaba con aire un tanto desconsolado -o eso le pareció a él-, con su maleta en la mano y en dirección a la cabeza del tren. Dalgliesh extrajo la carta del bolsillo y corrió hacia ella.
Emma se volvió y a él sólo le dio tiempo de ver su esbozo de sorpresa y luego, por algún milagro, su rápida e involuntaria sonrisa antes de depositar el sobre en sus manos.
– No soy el capitán Wentworth -dijo-, pero lee esto, por favor, ahora mismo. Te esperaré al final del andén.
En ese momento estaba de pie solo. Se había alejado para no verla meterse la carta en el bolsillo y subir al tren. Se obligó a mirarla: se había separado de la multitud menguante y estaba leyendo la carta. Dalgliesh recordaba cada una de las palabras que había escrito en ella.
Me he dicho a mí mismo que escribo esto porque así te daré tiempo a que lo pienses antes de darme una respuesta, pero quizá sólo se trate de cobardía. Leer que me rechazas será más soportable que verlo en tus ojos. No tengo ninguna razón para albergar esperanzas. Sabes que te quiero, pero mi amor no me otorga ningún derecho. Otros hombres te han dicho ya estas palabras y volverán a hacerlo. Y no puedo prometerte que vaya a hacerte feliz, pues sería un arrogante si diera por supuesto que poseo semejante don. Si fuese tu padre, tu hermano o sencillamente un amigo, encontraría multitud de razones que argumentar en contra de mí mismo, pero ya las conoces todas. Sólo los grandes poetas podrían hablar por mí, pero no es éste el momento para citar las palabras de otros hombres. Sólo puedo escribir lo que hay en mi corazón. Mi única esperanza es que te importe lo suficiente para correr el riesgo de emprender esta aventura juntos. Yo no arriesgo nada, pues no puedo esperar mayor felicidad que la de ser tu amante y tu marido.
Allí de pie, quieto y expectante, le pareció que la vida en torno a él se había desvanecido misteriosamente, como si se hubiese tratado de un sueño.
El ritmo irregular de los pasos, los trenes que se disponían a partir, los encuentros y las despedidas, el griterío, las puertas de los vagones cerrándose, las tiendas y las cafeterías de la enorme estación y el rumor lejano de la ciudad, todo había desaparecido. Permaneció bajo la magnífica bóveda del techo como si sólo existiesen su ser expectante y la figura distante de ella.
Y en ese momento, se le aceleró el corazón. Emma caminaba hacia él con paso decidido. Se encontraron y él la tomó de las manos. Ella lo miró fijamente con los ojos arrasados en lágrimas.
– Amor mío, ¿necesitas más tiempo? -preguntó él.
– No, no necesito más tiempo. ¡Y la respuesta es sí, sí y sí!
Él no la tomó en sus brazos ni se besaron. Para expresar el amor que sentían necesitaban intimidad. Por el momento Dalgliesh se contentó con sentir las manos de ella en las suyas y dejar que la felicidad lo embargara.
Echó la cabeza hacia atrás y celebró su victoria con una sonora carcajada.
Y entonces ella también se echó a reír.
– ¡Menudo sitio para una proposición de matrimonio! Bueno, podría haber sido peor, por ejemplo en King’s Cross. -Emma consultó su reloj y añadió-: Adam, el tren se va dentro de tres minutos. Podríamos despertarnos con el murmullo de las fuentes de Trinity Great Court.
Dalgliesh le soltó las manos, y cogió la maleta de ella.
– Pero es que el Támesis pasa por debajo de mi ventana.
Riendo todavía, ella lo agarró del brazo.
– En ese caso, vayámonos a casa.