Libro segundo . La primera víctima

Viernes 1 de noviembre – Martes 5 de noviembre

1

El cartel escrito a mano en letra clara que estaba colgado en la puerta del aula número cinco vino a confirmar lo que Tally ya sospechaba por la ausencia de gente en los pasillos: la clase había sido cancelada. La señora Maybrook había enfermado pero esperaba estar en condiciones de asistir el siguiente viernes; esa tarde el señor Pollard recibiría gustoso a los alumnos en su clase sobre Ruskin y Venecia a las seis en punto en el aula número siete. Tally no tenía ganas de atender una clase sobre un tema nuevo con un profesor distinto y rostros desconocidos, aunque sólo fuese una hora. Aquélla era la última decepción, la de menor importancia, de un día que había comenzado de forma tan prometedora con la aparición intermitente del sol, que reflejaba una esperanza creciente en que todo saldría bien, pero que había cambiado con la llegada de la oscuridad. Un viento errático cada vez más fuerte y un cielo casi desprovisto de estrellas habían provocado la opresiva sensación de que nada bueno resultaría de todo aquello. Y ahora, para colmo, aquel viaje en vano. Volvió al desierto cobertizo donde se estacionaban las bicicletas y abrió el candado de la rueda de la suya. Era el momento de regresar a la familiar comodidad del hogar, de enfrascarse en la lectura de un libro o de ver un vídeo, de volver a la compañía poco exigente aunque interesada de Vagabundo.

El viaje de regreso a casa nunca se le había hecho tan extenuante. No era sólo que el viento la hubiese pillado por sorpresa, sino que las piernas se le habían vuelto de plomo y la bicicleta se había convertido en un pesado estorbo que exigía que tirase de él con todas sus fuerzas. Sintió un gran alivio cuando, tras esperar a que una breve procesión de coches cruzase Spaniards Road, atravesó ésta y empezó a pedalear por el sendero de entrada. Aquella noche se le hizo interminable; la oscuridad tras la mancha borrosa de nubes era casi palpable y la asfixiaba. Inclinó el cuerpo por encima del manillar, observando el círculo de luz del faro de su bicicleta, que oscilaba sobre el asfalto igual que un fuego fatuo. Era la primera vez que la oscuridad la asustaba de esa manera. Se había convertido en una especie de rutina vespertina atravesar caminando su pequeño jardín hasta la orilla del Heath, recrearse con el olor intenso de la tierra y las plantas, acrecentado por la penumbra, y observar las luces titilantes de Londres en la distancia, de un brillo mucho más agresivo que la miríada de puntitos que cubrían la bóveda del cielo. Sin embargo, esa noche Tally no pensaba volver a salir.

Al doblar el último recodo, tras el cual la casa se hacía visible, frenó de golpe para detenerse con una mezcla de confusión y horror: la vista, el olfato y el oído se unieron para hacer que el corazón le diese un vuelco y le palpitase desbocado como si estuviera a punto de explotar y desgajarse. Algo a la izquierda del museo -quizás el garaje o el cobertizo del jardín- estaba ardiendo.

Acto seguido el mundo se desvaneció por unos segundos: un coche enorme avanzaba a toda velocidad hacia ella, cegándola con sus faros. Se le echó encima antes de que le diese tiempo a apartarse, a pensar siquiera. Instintivamente, se aferró con fuerza al manillar y sintió la sacudida del impacto. Notó que la bicicleta se le escapaba de las manos y salió despedida en una confusión de luz, sonido y tina maraña de metal para ir a parar al borde del césped bajo las ruedas de la bicicleta, que seguían girando sin cesar. Permaneció tendida unos instantes, momentáneamente aturdida y demasiado confusa para moverse; hasta el pensamiento se le había paralizado. A continuación, su mente recobró el control de la situación y Tally trató de levantar la bicicleta. Para su sorpresa, descubrió que podía hacerlo, que le quedaba fuerza en los brazos y las piernas. Estaba magullada, pero las heridas no eran de consideración.

Se levantó no sin dificultad y sujetó la bicicleta. El coche se había detenido. Acertó a distinguir una figura masculina, y oyó una voz decir:

– Lo lamento muchísimo. Pero, ¿se encuentra usted bien?

Aun en aquel momento de tensión, la voz del hombre hizo mella en ella. Se trataba de una voz característica que en otras circunstancias habría sonado tranquilizadora. El rostro que se inclinó hacia el suyo también resultaba característico. Bajo las tenues luces del sendero de entrada lo vio con claridad por espacio de unos segundos. Era atractivo, tenía el cabello claro y una expresión de súplica desesperada en los ojos encendidos.

– Me encuentro perfectamente, gracias -repuso ella-. No estaba pedaleando en ese momento y he caído sobre la hierba. Estoy bien -reiteró.

El hombre parecía genuinamente preocupado, pero a Tally no le pasó inadvertida su necesidad apremiante de marcharse de allí. Apenas esperó a oír la respuesta de ella antes de regresar corriendo al coche. Al llegar a la portezuela, se volvió. Contemplando las llamas, que cada vez eran más altas, gritó en dirección a ella:

– ¡Parece que alguien ha encendido una hoguera!

Acto seguido, el coche desapareció con un estrépito.

En la confusión del momento y en su ansia desesperada de llegar hasta el incendio, de llamar a los bomberos, Tally no se preguntó quién sería aquel hombre y por qué, si el museo estaba cerrado, se encontraba allí, para empezar. Sin embargo, sus últimas palabras evocaron en ella algo terrible; la voz y las imágenes se fundieron en un instante de horrorizado reconocimiento: habían sido las palabras del asesino Alfred Arthur Rouse mientras éste se alejaba tranquilamente del coche en llamas donde su víctima ardía hasta la muerte.

Al tratar de montarse en la bicicleta, Tally advirtió que ésta había quedado inservible. La rueda delantera estaba torcida. Arrojó el vehículo de nuevo contra el suelo y echó a correr hacia el incendio; su corazón palpitaba al compás del repiqueteo acelerado de sus pies. Observó antes incluso de llegar al garaje que éste era el foco del incendio; el techo ardía, y las llamas más altas procedían del pequeño grupo de abedules plateados que crecían a la derecha del garaje. Los oídos le zumbaban por el silbido del viento, el crepitar del fuego y las pequeñas explosiones, semejantes a balazos, de las ramas encendidas. Éstas salían despedidas de las copas de los árboles y, tras recortarse por un instante contra el oscuro cielo caían carbonizadas a sus pies.

Al llegar a la puerta abierta del garaje, quedó paralizada por el terror.

– ¡Oh, no! ¡Dios mío, no! -exclamó. Una nueva ráfaga de aire se llevó de un plumazo aquel grito angustiado; Tally sólo pudo contemplar la escena unos segundos antes de cerrar los ojos, pero sabía que nunca lograría borrar de su mente aquel espectáculo dantesco. No sintió el impulso de entrar a intentar salvar a alguien, pues no había nadie a quien salvar. El brazo que asomaba por la puerta abierta del coche, tan rígido como si fuera el de un espantapájaros, había sido carne, músculos, venas y sangre palpitante, pero ya no lo era. La bola renegrida que se veía a través del parabrisas hecho añicos y la sarta de dientes blancos que relucía entre la carne calcinada habían sido una cabeza humana, pero habían dejado de serlo.

De pronto le vino a la mente una imagen vivida, una ilustración que había visto en sus libros sobre Londres, de las cabezas de los traidores ejecutados clavadas en la punta de unos palos en el puente de Londres. El recuerdo le provocó unos segundos de desconcierto, el convencimiento de que aquello no estaba ocurriendo ahí ni en ese momento, sino que se trataba de una alucinación procedente de otros siglos en una confusión de horror real y a la vez imaginario. El momento pasó y Tally volvió a tomar conciencia de la realidad. Tenía que llamar a los bomberos, y rápido. Su cuerpo parecía un peso muerto clavado en la tierra, sentía los músculos rígidos como el hierro. Pero eso también pasó.

Más tarde no recordaría haber llegado a la puerta de la casa. Se quitó los guantes, los arrojó al suelo, palpó el frío metal de su manojo de llaves en el bolsillo interior del bolso y trató de hacer frente a las dos cerraduras. Mientras maniobraba con la llave de seguridad, se dijo en voz alta:

– Tranquila, tranquila. -De pronto se tranquilizó. Todavía le temblaban las manos, pero el terrible galopar de su corazón se había sosegado, y consiguió abrir la puerta.

Una vez dentro de la casa, fue ganando lucidez con cada segundo que pasaba. Aún no lograba controlar el temblor de sus manos, pero al fin tenía la mente despejada. Lo primero que debía hacer era llamar a los bomberos.

Atendieron su llamada al 999 en cuestión de segundos, pero la espera posterior se le hizo interminable. Cuando una voz femenina le preguntó qué servicio necesitaba, ella respondió:

– Los bomberos, por favor, y es muy urgente. Hay un cuerpo en un coche en llamas. -Al oír una segunda voz, masculina esta vez, proporcionó con mucha calma los detalles necesarios y luego suspiró aliviada al colgar el auricular. No se podía hacer nada por aquel cuerpo carbonizado, por muy rápido que llegase el camión de bomberos; sin embargo, muy pronto acudirían en su auxilio agentes, expertos…, la gente cuya labor consistía en enfrentarse a esa clase de problemas, y le quitarían de encima un terrible peso de responsabilidad e impotencia.

A continuación debía telefonear a Marcus Dupayne. Bajo el teléfono que tenía en su pequeño escritorio de roble, guardaba una tarjeta dentro de una funda de plástico con todos los nombres y números de teléfono a los que podía llamar en caso de emergencia. Hasta una semana antes, el nombre de Caroline Dupayne había encabezado esa lista, pero había sido la propia señorita Caroline quien le había dado instrucciones de que, ahora que Marcus Dupayne se había retirado, era él quien debía ser informado primero ante cualquier emergencia. Había reescrito la tarjeta con su caligrafía clara y cuidadosa y en ese momento estaba marcando el número.

Una voz femenina respondió casi de inmediato.

– ¿La señora Dupayne? -preguntó Tally-. Soy Tally Clutton, del museo. ¿Puedo hablar con el señor Dupayne, por favor? Llamo porque ha habido un terrible accidente.

– ¿Qué clase de accidente? -inquirió la voz con aspereza.

– Se ha producido un incendio en el garaje. He llamado a los bomberos y ahora estoy esperándolos. ¿Podría venir urgentemente el señor Dupayne, por favor?

– No está aquí. Ha ido a ver a Neville a su piso de Kensington. -La voz volvió a sonar brusca-: ¿Está el Jaguar del señor Dupayne ahí?

– En el garaje. Lamento decirle que al parecer hay un cuerpo dentro.

Se produjo un silencio, como si se hubiese cortado la comunicación. Tally ni siquiera era capaz de percibir la respiración de la señora Dupayne. Quería que la mujer colgase para poder llamar a Caroline Dupayne. No había sido así como pensaba comunicar la noticia.

La señora Dupayne habló al fin. Su tono era apremiante, autoritario, y no admitía discusión.

– Compruebe si está ahí el coche de mi marido. Es un BMW azul. Vaya enseguida. Esperaré.

Era más rápido obedecer que discutir con ella. Tally rodeó la parte de atrás de la casa hacia el aparcamiento, detrás de su escudo de arbustos y laureles. Sólo había un coche allí, el Rover del doctor Neville. Una vez de regreso en la casa, cogió a toda prisa el receptor.

– No hay ningún BMW, señora Dupayne.

Nuevo silencio. Esta vez Tally creyó detectar una breve inhalación, un leve suspiro de alivio. Acto seguido, la voz habló con más calma.

– Se lo diré a mi marido en cuanto vuelva. Esta noche tenemos invitados a cenar, de modo que no creo que tarde. No puedo llamarlo al móvil porque lo desconecta cuando conduce. Mientras, llame a Caroline -añadió, y colgó.

Tally no necesitaba que le dijera que debía informar a la señorita Caroline. En esta ocasión tuvo más suerte. Al llamar al teléfono de la escuela le respondió el contestador, y Tally sólo esperó a las primeras palabras del mensaje grabado de Caroline antes de colgar el auricular y probar con el móvil de ésta. La respuesta a su llamada fue rápida. Tally se sorprendió de la forma tranquila y sucinta con que fue capaz de transmitir las noticias.

– Soy Tally, señorita Caroline. Lamento decirle que ha ocurrido algo terrible: el coche del doctor Neville y el garaje están en llamas y el fuego se está propagando a los árboles. He llamado a los bomberos y he intentado hablar con el señor Marcus, pero no está. -Hizo una pausa y de pronto soltó lo que era casi inexpresable-: ¡Me parece que hay un cuerpo dentro del coche!

Era extraordinario que la voz de la señorita Caroline pudiese sonar tan normal, tan controlada.

– ¿Está diciendo que alguien ha muerto abrasado en el interior del coche de mi hermano?

– Eso me temo, señorita Caroline.

– ¿Quién es? -preguntó Caroline en tono súbitamente perentorio-. ¿Es mi hermano?

– No lo sé, señorita Caroline. No lo sé. -Aun para los oídos de la propia Tally, su voz se estaba transformando en un aullido de desesperación. El auricular se le resbaló de las manos sudorosas; se lo pasó a la oreja izquierda.

La voz de Caroline revelaba impaciencia.

– ¿Sigue ahí, Tally? ¿Qué me dice del museo?

– Está intacto. Sólo es el garaje y los árboles que lo rodean. He llamado a los bomberos.

De repente, Tally perdió la serenidad y sintió que unas lágrimas cálidas le escocían en los ojos y que se le apagaba la voz. Hasta el momento todo había sido horror y espanto, pero de pronto la invadió por primera vez una pena terrible. No era que el doctor Neville le cayese especialmente bien, y de hecho ni siquiera lo conocía demasiado; las lágrimas brotaban de un pozo más profundo que el dolor por la muerte de un hombre y por que hubiese sufrido una muerte horrible, y sólo en parte -lo advertía muy bien- constituían una reacción ante el estupor y el pánico. Parpadeando sin cesar y forzándose a mantener la calma, pensó: «Siempre ocurre lo mismo cuando muere alguien a quien conocemos, lloramos un poco por nosotros mismos.» Sin embargo, aquel momento de dolor profundo era algo más que la triste aceptación de su propia mortalidad: formaba parte de un lamento universal por la belleza, el terror y la crueldad del mundo.

La voz de Caroline se había vuelto firme, autoritaria y extrañamente reconfortante.

– Está bien, Tally. Ha hecho lo que debía. Salgo ahora mismo hacía allí. Tardaré unos treinta minutos en llegar.

Tally colgó el auricular y permaneció inmóvil por un momento. ¿Debía llamar a Muriel? Si la señorita Caroline hubiera querido que ésta acudiese al museo, ¿no se lo habría dicho? Sin embargo, Muriel se sentiría dolida y molesta si no la llamaban. Tally sintió que no podía enfrentarse a la perspectiva del descontento de Muriel, quien a fin de cuentas era quien de hecho se encargaba de que el museo funcionase. El incendio seguramente se convertiría en portada de las noticias locales ese fin de semana. Claro que sí. Las noticias como ésa siempre se propagaban con rapidez. Muriel tenía derecho a saberlo de inmediato.

Llamó, pero comunicaba. Lo intentó de nuevo. Si Muriel estaba hablando por teléfono, era poco probable que respondiese a las llamadas de su móvil, y aun así merecía la pena intentarlo. Al cabo de cuatro timbrazos, oyó la voz de Muriel. En cuanto Tally se hubo identificado, Muriel dijo:

– ¿Por qué me llama al móvil? Estoy en casa.

– Pero la línea comunicaba. Debía de estar hablando con alguien.

– No, no estaba hablando con nadie. -Muriel hizo una pausa y añadió-: Espere un momento, ¿quiere? -Se produjo otra pausa, más corta-. El teléfono de la mesita de noche estaba mal colgado -explicó-. ¿Qué pasa? ¿Dónde está?

Parecía enfadada. «Detesta tener que admitir siquiera el fallo más insignificante», pensó Tally.

– En el museo -contestó-. Cancelaron mi clase de la tarde. Me temo que tengo que darle una noticia terrible; ha habido un incendio en el garaje y el coche del doctor Neville estaba dentro. Y hay un cuerpo en su interior. Alguien ha muerto abrasado. Me temo que se trata del doctor Neville. He llamado a los bomberos y se lo he dicho a la señorita Caroline.

Esta vez el silencio se prolongó por más tiempo.

– Muriel, ¿está ahí? -dijo Tally-. ¿Me ha oído?

– Sí, la he oído. Es espantoso. ¿Está segura de que ha muerto? ¿No lo ha podido sacar del coche?

La pregunta era ridícula.

– Nadie podría haberlo salvado -respondió Tally.

– Y se supone que es el doctor Neville…

– ¿Quién más podría estar dentro de su coche? -insistió Tally-. Pero en realidad no estoy segura. No sé quién es, sólo sé que está muerto. ¿Va a venir? He pensado que querría saberlo.

– Pues claro que iré. Fui la última persona que se marchó del museo, debería estar allí. Iré lo más pronto posible. Y no le diga a la señorita Caroline que es el doctor Neville hasta que lo sepamos con certeza. Podría tratarse de cualquiera. ¿A quién más se lo ha dicho?

– He llamado al señor Marcus, pero no ha llegado a casa todavía. Su esposa se lo dirá. ¿Debería llamar al señor Calder-Hale?

– No -respondió Muriel con impaciencia-. Que se lo diga la señorita Caroline cuando llegue. Además, no veo cómo podría resultar útil él. Quédese donde está. Ah, Tally…

– ¿Sí, Muriel?

– Lamento haber sido un poco brusca con usted. Cuando lleguen los bomberos, quédese en la casa. Estaré ahí lo antes posible.

Tally colgó el auricular y salió a la puerta de la casa. Pese al crepitar del fuego y el silbido del viento, distinguió el sonido de unas ruedas aproximándose y dio un grito de alivio. El enorme camión, con unos faros tan brillantes como focos reflectores, avanzó como si fuera un gigantesco monstruo legendario e iluminó la casa y el césped, haciendo añicos la frágil calma con su clamor. Tally echó a correr hacia él, al tiempo que gesticulaba de forma innecesaria en la dirección de las llamas. Se sentía mucho más tranquila; la ayuda había llegado al fin.

2

El subinspector Geoffrey Harkness prefería que los amplios ventanales de su despacho en la sexta planta estuviesen desprovistos de cortinas, gusto que compartía Adam Dalgliesh, una planta por debajo. El año anterior había tenido lugar una reorganización del espacio en New Scotland Yard y ahora las ventanas de Dalgliesh daban a la escena más agradable y bucólica de Saint James’s Park, que a aquella distancia tenía más de promesa que de verdadera vista. Para él, las estaciones venían señaladas por las transformaciones del parque: la primavera floreciendo en los árboles, la exuberancia de éstos en verano, el amarillo y el dorado del otoño, los paseantes apresurados vestidos de cuello alto para protegerse de las dentelladas del frío… A comienzos de la estación estival, las hamacas municipales aparecían de repente como un estallido de lonas de colores y los londinenses, semidesnudos, se sentaban en el césped recién cortado como si fuera una escena de Seurat. En las tardes de verano, mientras caminaba de regreso a casa a través del parque, oía a veces la música de una banda municipal y veía a los invitados de las recepciones al aire libre de la reina pasearse con aire de afectación vestidos con sus mejores galas, algo a lo que no estaban acostumbrados.

Sin embargo, las vistas de Harkness no le hacían ni mucho menos partícipe de aquella diversidad estacional. Al anochecer, cualquiera que fuese la estación, la pared entera era un panorama de Londres, cuyo contorno se recortaba contra la luz. Torres, puentes, casas y calles se ataviaban con joyas, brazaletes y collares de diamantes y rubíes, que hacían más misterioso el oscuro hilo del río. La vista era tan espectacular que eclipsaba el despacho de Harkness y hacía que el mobiliario oficial, acorde con el rango de éste, pareciese un arreglo burdo, y sus objetos personales, las condecoraciones y las distinciones de las fuerzas de policía de otros países, tan ingenuamente pretenciosas como los trofeos de la infancia.

La convocatoria, en forma de petición, había procedido del subcomisario, pero Dalgliesh supo en cuanto entró que no se trataba de un asunto rutinario. Maynard Scobie, del cuerpo especial de seguridad, estaba allí con un colega a quien Dalgliesh no conocía y al que nadie se tomó la molestia de presentar. Más significativo aún era el hecho de que Bruno Denholm, del MI5, se encontrara allí, mirando por la ventana. En ese momento se volvió y ocupó su asiento junto a Harkness. Los rostros de ambos hombres eran muy elocuentes: el subcomisario parecía irritado, y Denholm tenía el aspecto cauteloso pero decidido de quien está a punto de resultar derrotado pero que se sabe en posesión del arma más contundente.

Sin preámbulos de ninguna clase, Harkness fue el primero en hablar.

– Se trata del Museo Dupayne, es una institución privada especializada en los años de entreguerras. En Hampstead, al borde del Heath. ¿Lo conocen, por casualidad?

– He estado una sola vez, hace una semana.

– Eso resultará útil, supongo. Yo nunca había oído hablar del lugar.

– Es poco conocido. No hacen publicidad, aunque es posible que eso cambie. Han cambiado de dirección y ahora Marcus Dupayne va a hacerse cargo del museo.

Harkness se acercó a la mesa de reuniones.

– Será mejor que nos sentemos. Esto quizá nos lleve un buen rato. Ha habido un asesinato o, para ser más exactos, una muerte sospechosa. En opinión del jefe de la brigada de bomberos tal vez se trate de un asesinato. Neville Dupayne ha muerto en un incendio producido en su Jaguar, que se encontraba aparcado en el interior de un garaje del museo. Tenía por costumbre recoger el coche a las seis de la tarde los viernes para irse a pasar el fin de semana fuera. Todo apunta a que este viernes alguien estaba esperándolo y, tras echarle gasolina por la cabeza, le prendió fuego. Eso parece lo más probable. Queremos que usted se ocupe del caso.

Dalgliesh miró a Denholm.

– Por su presencia aquí, deduzco que tiene un interés particular en el caso -dijo.

– Sólo ligeramente, pero nos gustaría que el asunto se solucionase lo antes posible. Sólo conocemos los hechos, pero parece bastante claro.

– Entonces, ¿por qué yo?

– Debe resolverse con el mínimo revuelo posible, ¿me comprende? -explicó Denholm-. Un asesinato siempre trae publicidad, y no queremos que la prensa empiece a hacer demasiadas preguntas, leñemos un contacto allí, James Calder-Hale, que hace las veces de director del museo o algo así. Se trata de un ex funcionario de Exteriores y experto en Oriente Próximo; habla árabe y uno o dos dialectos. Se retiró por motivos de salud hace cuatro años pero mantiene el contacto con amigos. Y, lo que es más importante, ellos siguen en contacto con él. De vez en cuando nos proporciona piezas útiles para solucionar rompecabezas, y nos gustaría que continuase siendo así.

– ¿Está en nómina? -preguntó Dalgliesh.

– No exactamente. A veces se hace necesario realizar ciertos pagos. En general, es autónomo, pero muy útil.

– Al MI5 no le hace ninguna gracia divulgar esta información -explicó Harkness-, pero nosotros insistimos, por necesidad. Por supuesto, es estrictamente confidencial; no podrá difundirla a nadie.

– Si debo realizar la investigación de un asesinato -repuso Dalgliesh-, he de decírselo a mis dos ayudantes. Doy por supuesto que si Calder-Hale resulta ser el asesino de Neville Dupayne y lo detengo, no pondrán ninguna objeción, ¿me equivoco?

Denholm sonrió.

– Creo que descubrirá que está limpio. Tiene una coartada.

«Por supuesto que la tiene», pensó Dalgliesh. El MI5 había sido rápido. Su primera reacción al enterarse del asesinato había sido ponerse en contacto con Calder-Hale. Si la coartada se sostenía, sería eliminado de la lista de sospechosos y todos contentos. Sin embargo, su relación con el MI5 seguía siendo una complicación. Oficialmente, quizá considerasen conveniente mantenerse alejados, pero extraoficialmente vigilarían cada uno de sus movimientos.

– ¿Y cómo proponen que le vendamos esto a la división local? -preguntó-. A primera vista, sólo es un caso más. Una muerte sospechosa no justifica la intervención del equipo de investigación especial. Es probable que deseen saber por qué.

Harkness restó importancia al problema.

– Eso tiene fácil solución. Seguramente insinuaremos que uno de los antiguos pacientes de Dupayne era un personaje público importante y debido a ello queremos encontrar a su asesino sin escándalos de ninguna clase. Nadie va a ser demasiado explícito. Lo más importante es resolver el caso. El jefe de la brigada de bomberos sigue en la escena del crimen, así como Marcus Dupayne y su hermana. Supongo que no hay nada que impida que se ponga a trabajar ahora mismo, ¿verdad?

A continuación tenía que llamar a Emma. De regreso en su propio despacho, lo invadió un sentimiento de desolación tan intenso como las decepciones semiolvidadas de la infancia, y trajo consigo la misma convicción supersticiosa de que un destino maligno se había vuelto contra él, juzgándolo indigno de ser feliz. Había reservado una mesa tranquila en The Ivy a las nueve en punto. Cenarían tarde y planearían el fin de semana juntos. Había calculado la hora meticulosamente. Su reunión en el Yard bien podía durar hasta las siete, de modo que reservar una mesa más temprano habría sido invitar al desastre. Había quedado con Emma en que pasaría a recogerla por el piso de su amiga Clara en Putney hacia las ocho y cuarto. En esos momentos ya debería haber salido hacia allí.

Su secretaria podía cancelar la reserva del restaurante, pero nunca había recurrido a ella para transmitir el mínimo mensaje a Emma y no iba a hacerlo ahora, pues se asemejaría demasiado a revelar aquella parte de su vida privada que se obstinaba en mantener inviolable. Al marcar el número en su móvil, se preguntó si aquella sería la última vez que oiría su voz. El mero hecho de pensarlo lo horrorizó. Si Emma resolvía que aquella última cita frustrada era el fin, estaba decidido a que tuviese lugar cara a cara.

Fue Clara quien respondió a su llamada. En cuanto preguntó por Emma, le dijo:

– Llamas para darle plantón.

– Me gustaría hablar con Emma. ¿Está ahí?

– Ha ido a la peluquería. Volverá enseguida, pero no te molestes en llamarla de nuevo. Ya se lo diré yo.

– Preferiría decírselo personalmente. Dile que la llamaré más tarde.

– No tendría que molestarme -repuso ella-. Supongo que debe de haber un cadáver maloliente en alguna parte esperándote. -Hizo una pausa antes de añadir, en tono de conversación-: Eres un cabrón, Adam Dalgliesh.

Él trató de que su voz no transmitiese la ira que lo embargaba, pero sabía que ella tenía que haberlo percibido por fuerza, brusco como un latigazo.

– Es posible, pero preferiría oírlo de labios de la propia Emma. Además, no necesita guardianas.

– Adiós, comandante, se lo diré a Emma. -Clara colgó el auricular.

Además de decepcionado, Adam se sentía enfadado consigo mismo. No había sabido llevar la llamada telefónica, se había mostrado irrazonablemente ofensivo con una mujer y, para colmo, esa mujer era la amiga de Emma. Decidió esperar un poco antes de telefonear de nuevo. Eso daría a todos tiempo para considerar qué era mejor decir y qué no.

Sin embargo, cuando volvió a llamar, fue una vez más Clara quien se puso al aparato.

– Emma ha decidido volver a Cambridge -le explicó-. Se marchó hace siete minutos. Le he dado tu mensaje.

Aquello puso fin a la llamada. Al acercarse a su armario a fin de recoger la bolsa que contenía el equipo para homicidios, le pareció oír la voz de Clara: «Supongo que debe de haber un cadáver maloliente en alguna parte esperándote.»

Antes, sin embargo, debía escribir a Emma. Rara vez se telefoneaban, y Dalgliesh sabía que era él quien había establecido de forma tácita aquella reticencia a hablar cuando estaban lejos el uno del otro. Le parecía frustrante y angustioso a un tiempo oír la voz de Emma sin poder ver su rostro. Siempre le preocupaba que su llamada pudiese resultarle inoportuna, que empezase a hablarle de banalidades… Las palabras escritas tenían una permanencia mayor y, por lo tanto, más probabilidades de desacierto imborrable, pero al menos se trataba de una forma de comunicación más controlable. En ese momento escribió brevemente, expresó su pesar y su decepción de forma sencilla y dejó en manos de ella que dijera si quería, y cuándo, volver a verlo. Podía ir a Cambridge, si eso le resultaba más conveniente. Firmó la nota con un simple «Adam». Hasta entonces siempre se habían encontrado en Londres; era ella quien había sufrido las molestias de tener que desplazarse y él había llegado a la conclusión de que se sentía menos comprometida en la ciudad, que había cierta seguridad emocional en el hecho de verlo en lo que para ella era terreno común. Escribió la dirección con cuidado, pegó un sello y se metió el sobre en el bolsillo. Lo echaría en el buzón de la oficina de correos que había frente a New Scotland Yard. Ya estaba calculando cuánto tiempo pasaría antes de comenzar a esperar una respuesta.

3

Eran las siete y cincuenta y cinco y los detectives Kate Miskin y Piers Tarrant estaban tomando una copa en un pub de la ribera entre el puente de Southwark y el de Londres. Aquella parte de la ribera cercana a la catedral de Southwark estaba, como siempre al final de la jornada laboral, muy concurrida. La reproducción a tamaño real de la Golden Hinde de Drake, amarrada entre la catedral y el bar, hacía ya rato que había cerrado sus puertas al público, pero aún había un pequeño grupo que rodeaba lentamente el barco y levantaba la vista hacia el castillo de proa como preguntándose, como hacía la propia Kate con frecuencia, cómo era posible que una nave tan pequeña hubiese soportado en el siglo xvi aquella travesía alrededor del mundo por el proceloso mar.

Tanto Kate como Piers habían tenido un día frustrante y agotador. Cuando la brigada de investigación especial estaba temporalmente inactiva, se los asignaba a otros departamentos. Ninguno de los dos se sentía cómodo ante el cambio, y ambos eran conscientes del tácito resquemor de los colegas, que veían la brigada especial de homicidios del comisario Dalgliesh como una división de privilegios exclusivos y encontraban maneras sutiles y ocasionalmente más agresivas de hacer que se sintieran excluidos. Hacia las siete y media el bullicio del pub se había vuelto insoportable, de modo que terminaron rápidamente su pescado con patatas y, con un simple gesto de asentimiento, cogieron sus vasos y se trasladaron a la casi desierta terraza. Ya se habían sentado allí juntos muchas otras noches, pero ésa en particular Kate sintió que el hecho de salir fuera del pub para alejarse del ruido y disfrutar de la tranquila noche otoñal tenía algo de despedida. El barullo de voces a sus espaldas se silenció. El intenso olor a río eliminó los vapores de la cerveza y ambos se quedaron de pie contemplando el Támesis, cuya piel, oscura y vibrante, se estremecía y era azotada por una miríada de luces. El nivel del agua era bajo y una marea crecida y turbia se extinguía sobre los guijarros arenosos en un delgado borde de espuma sucia. Hacia el noroeste, y por encima de las torres del puente ferroviario de la calle Cannon, la cúpula de Saint Paul planeaba sobre la ciudad como un espejismo. Tres de las gaviotas que se pavoneaban por los guijarros alzaron el vuelo con un tumulto de alas y pasaron chillando por encima de la cabeza de Kate antes de abatirse sobre la barandilla de madera de la terraza.

¿Sería aquélla la última vez que se tomaban una copa juntos?, se preguntó Kate. A Piers sólo le quedaban tres semanas para saber si habían aprobado su traslado al Departamento de Seguridad del Estado. Era lo que él quería y lo que llevaba preparando desde hacía tiempo, pero ella sabía que lo echaría de menos. Cuando se había incorporado a la brigada cinco años antes, a Kate le había parecido uno de los agentes más atractivos sexualmente con los que había trabajado. La idea le resultó sorprendente e incómoda al mismo tiempo. Desde luego, no se debía a que lo encontrase particularmente guapo, pues era dos centímetros más bajo que ella, tenía unos brazos simiescos y su espalda ancha y su rostro robusto le conferían un aspecto de rudeza astuta y agresividad. En cambio, la boca era delicada y siempre parecía a punto de curvarse para soltar un chiste cómplice, como también insinuaba la personalidad de un comediante la cara un tanto regordeta con las cejas inclinadas. Había llegado a respetarlo como colega y como hombre y la perspectiva de tener que adaptarse a alguien nuevo no le gustaba en absoluto. Su sexualidad ya no la inquietaba; valoraba demasiado su trabajo y su posición en la brigada para arriesgarlo todo por la satisfacción temporal de una aventura amorosa encubierta. En el cuerpo de policía nada permanecía en secreto durante mucho tiempo, y había sido testigo de la destrucción de muchas carreras y muchas vidas como para sentirse tentada de emprender ese camino engañosamente fácil. No había relaciones amorosas más condenadas de antemano que las basadas en el deseo, el aburrimiento o el ansia de aventura. No le había resultado difícil mantener la distancia en todo salvo en los asuntos profesionales.

Piers protegía su intimidad y sus emociones tan rigurosamente como ella. Después de llevar trabajando con él cinco años Kate conocía poco más sobre su vida fuera del cuerpo que al principio. Sabía que tenía un piso encima de un local comercial en una de las estrechas calles de la City y que le apasionaba explorar los callejones secretos de Square Mile, sus iglesias apiñadas y su misterioso río cargado de historia. Sin embargo, jamás la había invitado a su apartamento, como tampoco ella lo había invitado a ir al suyo, al norte del río, a unos ochocientos metros de donde se encontraban en ese momento. Si uno se veía obligado a enfrentarse a lo peor que hombres y mujeres pueden hacerse mutuamente, si el olor de la muerte a veces parecía impregnar la ropa, tenía que haber un lugar donde fuese posible, tanto física como psicológicamente, cerrarle la puerta a todo salvo al propio ser. Kate sospechaba que Adam Dalgliesh sentía lo mismo en su piso alto del río, en Queenhithe. No sabía si envidiar o compadecer a la mujer que se creía capaz de invadir esa intimidad.

Tres semanas más y Piers seguramente se habría marchado. El subinspector Robbins ya se había ido, después de que le hubiesen concedido al fin su esperado ascenso al rango de inspector. A Kate le parecía que su amigable grupo, unido por un equilibrio tan sumamente delicado de personalidades y lealtades compartidas, se estaba desintegrando.

– Echaré de menos a Robbins -dijo.

– Yo no -repuso Piers-. Esa rectitud opresiva me tenía preocupado. Nunca se me quitaba de la cabeza que es predicador seglar. Me sentía sometido a juicio a todas horas. Robbins es demasiado bueno para ser verdad.

– Pues el cuerpo de policía no está precisamente amenazado por un exceso de rectitud, que digamos.

– ¡Venga ya, Kate! ¿A cuántos oficiales conoces que se comporten también como unos granujas? Tratamos con ellos. Es curioso que la gente siempre espere que la policía sea notablemente más virtuosa que la sociedad donde se los recluta.

Kate guardó silencio por un instante y luego preguntó:

– ¿Por qué el Departamento de Seguridad del Estado? No va a resultarles fácil integrarte en el rango que te corresponde. No me habría extrañado tanto que hubieses intentado entrar en el MI5. ¿No es ésta tu ocasión de codearte con los encopetados de los colegios privados y apartarte de la chusma?

– Soy agente de policía. Si alguna vez lo dejo, no será por el MI5. El MI6, en cambio, sí podría tentarme. -Hizo una pausa y prosiguió-: De hecho, intenté entrar en el servicio secreto cuando salí de Oxford. A mi tutor le pareció que podía encajar y concertó las discretas entrevistas habituales. El comité de evaluación no pensó lo mismo.

Viniendo de Piers, se trataba de una revelación extraordinaria, y Kate supo por el tono exageradamente informal de su compañero que le había costado confesarla. Sin mirarlo, comentó:

– Ellos se lo perdieron, y eso que salió ganando el cuerpo de policía. Y ahora van a mandarnos a un tal Francis Benton-Smith. ¿Lo conoces?

– Vagamente -contestó él-. Te lo regalo. Demasiado guapo: el padre es inglés y la madre, india, de ahí su encanto. La madre es pediatra y el padre da clases en un instituto de secundaria. Es ambicioso y listo, pero le cuesta disimularlo. Te llamará «señorita» a la menor ocasión. Conozco a los de su calaña; vienen a trabajar aquí porque creen que tienen una preparación excepcional y que destacarán entre las medianías. Ya conoces esa teoría según la cual es preferible aceptar un trabajo donde seas más listo que los demás desde el principio, porque con un poco de suerte treparás hasta ponerte por encima de ellos.

– Eso es injusto -repuso Kate-. No hay modo de saber algo así. Además, te estás describiendo a ti mismo. ¿No es por eso por lo que empezaste a trabajar aquí? En cuanto a formación, estabas mucho mejor preparado que los demás. ¿Qué me dices de aquel título de Teología de Oxford?

– Ya te lo he explicado: era la manera más sencilla de entrar en Oxbridge. Claro que ahora sólo tendría que trasladarme a una escuela pública de un barrio marginal y con un poco de suerte el Gobierno obligaría a los de Oxbridge a aceptarme. En fin, el caso es que no creo que tengas que aguantar a Benton mucho tiempo; el ascenso de Robbins no era el único que iba con retraso: corre el rumor de que dentro de unos meses van a ascenderte a inspectora jefe.

El rumor ya había llegado a oídos de Kate, y ¿no era a aquello a lo que también ella había aspirado y por lo que llevaba tanto tiempo luchando? ¿Acaso no era la ambición lo que la había hecho ascender de aquel piso atrincherado en la séptima planta de un bloque de un barrio deprimido a un apartamento que, en su momento, le había parecido la cumbre de todas sus aspiraciones? El cuerpo de policía en el que servía en la actualidad no era el cuerpo de las fuerzas de seguridad en el que había ingresado al inicio de su carrera; había cambiado, pero también había cambiado Inglaterra, y el mundo entero, por no hablar de ella misma. Después del informe Macpherson se había vuelto menos idealista, más cínica acerca de las maquinaciones del mundo de la política, más cautelosa con lo que decía. La joven detective Miskin había sido candorosamente inocente, pero había perdido algo más valioso que la inocencia. Sin embargo, el cuerpo de policía de Londres todavía contaba con su lealtad, y Adam Dalgliesh con su devoción más absoluta. Se dijo que nada seguiría siendo lo mismo. Lo más probable era que pronto ellos dos fuesen los únicos miembros originales de la brigada de investigación especial, y ¿cuánto tiempo más se quedaría él?

– ¿Le pasa algo a AD? -preguntó ella.

– ¿Qué quieres decir con si le pasa algo?

– Es que en los últimos meses me ha parecido que estaba sometido a más estrés del habitual.

– ¿Te extraña? Es una especie de mano derecha del comisario principal. Anda metido en todo: antiterrorismo, el comité de formación de detectives, crítica constante de las deficiencias del cuerpo, el caso Burell, la relación con el MI5, las reuniones maratonianas con las vacas sagradas…, lo que se te ocurra. Pues claro que está sometido a mucho estrés. Todos lo estamos. Él está acostumbrado. Seguramente lo necesita.

– Lo decía por si esa mujer no estará dándole muchos quebraderos de cabeza. Me refiero a la de Cambridge, la chica que conocimos con ocasión del caso de Saint Anselm.

Había mantenido un tono desenfadado, con la mirada fija en el río, pero se imaginaba la expresión divertida de Piers, quien sabía que era probable que Kate se mostrase reacia a pronunciar el nombre de aquella mujer -¿por qué?, por amor de Dios-, pero que no se le había olvidado.

– ¿Nuestra querida Emma? ¿Qué significa eso de darle «quebraderos de cabeza»?

– Venga, no te hagas el tonto, Piers. Sabes perfectamente qué quiero decir.

– No, no lo sé. Podrías estar refiriéndote a cualquier cosa, desde que le critique su poesía hasta que se niegue a irse a la cama con él.

– ¿Crees que… se están yendo a la cama?

– ¡Por Dios, Kate! ¡Y yo qué sé! ¿No se te ha ocurrido pensar que quizá sea justamente lo contrario? ¿Y si es AD quien le está dando quebraderos de cabeza a ella? No sé la cama, pero no se niega a salir a cenar con él, por si te interesa saberlo. Los vi hace un par de semanas en The Ivy.

– ¿Y cómo demonios conseguiste mesa en The Ivy?

– No fui yo, sino la chica que iba conmigo. Me dio por tener delirios de grandeza y, lo que es peor, por gastarme el dinero en una cena que estaba por encima de mis posibilidades. Bueno, el caso es que los vi sentados a una mesa apartada.

– Qué extraña coincidencia.

– No tanto. Así es Londres; tarde o temprano acabas por encontrarte con gente a la que conoces. Eso es lo que hace la vida sexual de uno tan complicada.

– ¿Te vieron?

– AD sí, pero tengo demasiado tacto y buena educación para inmiscuirme en algo sin que me inviten, lo cual no hicieron. Ella sólo tenía ojos para AD. En mi opinión al menos uno de los dos estaba enamorado, si eso te sirve de algún consuelo.

A Kate no le servía de consuelo, pero antes de que le diese tiempo a responder, su móvil empezó a sonar. Escuchó con atención durante al menos medio minuto y luego dijo:

– Sí, señor. Piers está conmigo. Lo entiendo. Vamos para allá. -Se metió el teléfono en el bolsillo.

– Deduzco que era el jefe -dijo Piers.

– Presunto asesinato. Un hombre abrasado vivo en su coche en el Museo Dupayne, en Spaniards Road. Nos encargaremos del caso. AD está en el Yard y se reunirá con nosotros en el museo. Nos traerá el equipo.

– Menos mal que hemos comido. ¿Y por qué nosotros? ¿Qué tiene esta muerte de especial?

– AD no me lo ha dicho. ¿En tu coche o en el mío?

– El mío es más rápido, pero el tuyo está aquí. Además, con el tráfico de Londres totalmente paralizado y el alcalde tonteando con los semáforos, iríamos más rápido en bicicleta.

Kate esperó mientras él devolvía los vasos vacíos al interior del pub. «Qué extraño», pensó. Un solo hombre había muerto y la brigada se pasaría días, semanas, tal vez más tiempo, decidiendo cómo, por qué y quién lo había hecho. Aquello era el asesinato, el crimen por excelencia. Resultaba imposible contabilizar el coste de la investigación. Incluso si no llegaban a detener a nadie, el caso nunca se cerraría. Y sin embargo, en cualquier momento, unos terroristas podían acabar con la vida de millares de personas. No compartió sus pensamientos con Piers cuando éste regresó. Sabía cuál habría sido su respuesta: «Tratar con terroristas no es nuestro trabajo. Nuestro trabajo es éste.» Kate echó un último vistazo al otro lado del río y luego siguió a su compañero hacia el coche.

4

Fue una llegada muy distinta de su primera visita. Cuando Dalgliesh avanzó al volante del Jaguar por el camino de entrada, incluso la aproximación le resultó extrañamente desconocida. La iluminación difusa de la hilera de farolas intensificaba la oscuridad circundante y los setos recortados parecían más densos y altos, cercando una entrada más estrecha de lo que recordaba. Tras su oscuridad impenetrable los frágiles troncos de unos árboles proyectaban sus ramas semidesnudas hacia el cielo nocturno azul oscuro. Al doblar el último recodo, el edificio apareció ante sus ojos, misterioso como un espejismo. La puerta principal estaba cerrada y las ventanas eran unos rectángulos completamente negros salvo por una única luz encendida en la sala de la izquierda de la planta baja. El precinto policial impedía seguir avanzando, y había un agente uniformado de servicio. Era evidente que esperaban la llegada de Dalgliesh; el agente sólo tuvo que echar un rápido vistazo a la tarjeta de identificación que éste le mostró a través de la ventanilla abierta antes de hacerle el saludo oficial y apartar los postes.

No necesitó indicaciones para llegar al lugar del incendio. A pesar de que no había ninguna llama que iluminase la oscuridad, unas nubecillas de humo acre flotaban a la izquierda de la casa y se percibía el inconfundible hedor a metal quemado, más intenso todavía que el otoñal olor a madera chamuscada. Sin embargo, antes giró a la derecha y se dirigió al aparcamiento que había oculto tras el seto de laureles. El trayecto en coche a Hampstead había sido lento y tedioso, y a Dalgliesh no le sorprendió comprobar que Kate, Piers y Benton-Smith habían llegado antes que él. Vio también que había otros coches aparcados: un BMW, un Mercedes 190, un Rover y un Ford Fiesta. Al parecer los Dupayne y al menos un miembro del personal contratado también estaban allí.

Kate procedió a ponerlo al corriente mientras él sacaba del coche las bolsas y los cuatro equipos de ropa protectora.

– Llegamos hace sólo unos cinco minutos, señor. El agente de investigación de incendios del laboratorio se encuentra en la escena del crimen. Los fotógrafos ya se marchaban cuando hemos llegado.

– ¿Y la familia?

– El señor Marcus Dupayne y su hermana, la señorita Caroline Dupayne, están en el museo. Fue la encargada del mantenimiento, la señora Tallulah Clutton, quien descubrió el fuego. Está en la casa donde vive, detrás del museo, con la señorita Muriel Godby, que trabaja como secretaria y recepcionista. Aún no hemos hablado con ellas, salvo para decirles que venía de camino.

Dalgliesh se dirigió a Piers.

– Diles que me reuniré con ellos lo antes posible, ¿quieres? Primero con la señora Clutton y después con los Dupayne. Mientras tanto, será mejor que tú y Benton-Smith hagáis un reconocimiento rápido del terreno. Probablemente sea una tarea inútil y no podamos realizar ninguna inspección en condiciones hasta mañana, pero conviene hacerlo de todos modos. Luego, reunios conmigo en la escena del crimen.

Él y Kate se dirigieron juntos al lugar del incendio. Unas lámparas de arco brillaban en lo que quedaba del garaje y, al acercarse, Dalgliesh vio la escena tan exageradamente iluminada y preparada como si se dispusieran a filmarla. Sin embargo, ése era el aspecto que una escena del crimen, una vez iluminada, tenía para él; esencialmente artificial, como si el asesino, al destruir a su víctima, hubiese robado hasta los objetos comunes que la rodeaban de cualquier semejanza con la realidad. Los vehículos del cuerpo de bomberos se habían marchado, y los camiones habían horadado profundos surcos en los márgenes de césped ya aplanados por el peso de las mangueras enroscadas.

El agente de investigación de incendios lo había oído aproximarse. Medía más de metro ochenta, tenía un rostro curtido y pálido y una espesa cabellera pelirroja. Llevaba puesto un mono de color azul y botas de lluvia y, colgada al cuello, una máscara protectora. Con su mata de pelo color fuego, que ni siquiera las lámparas de arco lograban eclipsar, su cara huesuda, la postura hierática que adoptó por un instante, semejaba un guardián de las puertas del Averno, y sólo le faltaba una espada para completar la ilusión. Acto seguido, ésta se desvaneció cuando se acercó con paso vigoroso y estrechó con fuerza la mano de Dalgliesh.

– ¿Comisario Dalgliesh? Soy Douglas Anderson, agente de investigación de incendios. Le presento a Sam Roberts, mi ayudante. -Sam resultó ser una chica delgada y con un aire de determinación casi infantil bajo una melena oscura.

Tres figuras, calzadas con botas y vestidas con batas blancas pero con las capuchas echadas hacia atrás, permanecían de pie un poco separadas las unas de las otras.

– Me parece que ya conoce a Brian Clark y a los demás -añadió Anderson.

Clark levantó un brazo en señal de que lo había reconocido, pero no se movió del sitio. Dalgliesh nunca lo había visto estrecharle la mano a nadie, aun cuando el gesto hubiese sido apropiado. Era como si temiese que el mínimo contacto humano pudiese transferir elementos capaces de alterar las pruebas. Dalgliesh se preguntó si los invitados a cenar a casa de Clark corrían el riesgo de ver que éste etiquetaba las tazas del café como pruebas o para detectar las huellas digitales. Clark sabía que la escena de un crimen no podía tocarse hasta que el oficial al mando de la investigación la hubiese visto y los fotógrafos hubieran hecho su trabajo, pero no intentó disimular su impaciencia por ponerse manos a la obra cuanto antes. Sus dos colegas, más relajados, estaban detrás de él, a escasos centímetros, como si fuesen un par de ayudantes de campo ataviados para la ocasión que aguardaran a interpretar su papel en algún rito esotérico.

Dalgliesh y Kate, ya con bata blanca y guantes, se dirigieron hacia el garaje. Lo que quedaba de él estaba a unos veinte metros de la pared del museo. El techo había desaparecido casi por completo, pero las tres paredes aún se mantenían en pie y en las puertas abiertas no había señales del fuego. La única señal que quedaba de los árboles jóvenes que lo rodeaban eran unas astillas renegridas. A aproximadamente ocho metros del garaje había otro cobertizo más pequeño con un grifo de agua a la derecha de la puerta. Sorprendentemente, el fuego sólo lo había chamuscado un poco.

Mientras Kate permanecía en silencio a su lado, Dalgliesh se paró un momento a la entrada del garaje y contempló el lugar. La intensa luz de las lámparas de arco hacía que los contornos de los objetos aparecieran bien definidos y los colores apagados, salvo en la parte delantera del largo capó del coche, que, intacta, relucía como si acabaran de pintarla. Las llamas habían trepado hasta el techo de plástico ondulado, y Dalgliesh vio a través de los bordes ennegrecidos por el humo el cielo nocturno tachonado de estrellas. A su izquierda y a un metro y medio del asiento del conductor del Jaguar había una ventana cuadrada, con el cristal roto y ahumado por el fuego. El garaje, pequeño, de techo bajo, era a todas luces un cobertizo de madera reformado. Había, poco más o menos, un metro y veinte centímetros de espacio a cada lado del coche, y unos treinta centímetros entre la parte delantera del capó y las puertas dobles. La puerta que había a la derecha de Dalgliesh estaba abierta de par en par, mientras que parecía como si alguien hubiese empezado a cerrar la que estaba a su izquierda, del lado del conductor del coche. Había cerrojos en lo alto y al pie de la puerta izquierda, mientras que la derecha estaba provista de una cerradura Yale. Dalgliesh advirtió que la llave se encontraba en su sitio. A su izquierda había un interruptor, y observó que la bombilla había sido extraída de su portalámparas. En el ángulo que se formaba entre la puerta semicerrada y la pared vio un bidón de gasolina de cinco litros tirado de costado. Le faltaba el tapón de rosca y el fuego no lo había tocado.

Douglas Anderson estaba de pie justo detrás de la portezuela entreabierta del coche, atento y silencioso como un chófer que los invitara a ocupar sus asientos. Dalgliesh se acercó al cadáver, seguido de Kate. Estaba echado hacia atrás en el asiento del conductor y vuelto ligeramente hacia la derecha, con los restos del brazo izquierdo a un costado y el derecho extendido y rígido en una parodia de protesta. Vio el cúbito y unos cuantos fragmentos quemados de ropa adheridos a una hebra de músculo. Todo cuanto podía arder en una cabeza había sido destruido, y el fuego se había extendido justo hasta por encima de las rodillas. El rostro, calcinado hasta el punto de haber perdido las facciones, estaba vuelto hacia él, y la cabeza, negra como una cerilla gastada, parecía anormalmente pequeña. Tenía la boca abierta en una mueca, como si se burlara de aquella cabeza grotesca. Sólo los dientes, de un blanco reluciente que contrastaba con la carne carbonizada, y una pequeña porción de cráneo fracturado revelaban que el cadáver correspondía a un ser humano. El coche olía a carne y tela quemadas y, de forma menos convincente pero inconfundible, a gasolina.

Dalgliesh miró a Kate, cuya cara aparecía verdosa bajo el resplandor de las luces y petrificada en una máscara de entereza. Recordó que ella le había confesado en cierta ocasión que temía el fuego; no recordaba cuándo ni por qué, pero aquello había quedado grabado en su mente como todas las insólitas confidencias que le hacía. El afecto que sentía por ella estaba profundamente arraigado en su compleja personalidad y en su experiencia en común. Sentía respeto por sus cualidades como agente de policía y por la valiente determinación que la había llevado a donde estaba en ese momento, un anhelo seudopaternal por su seguridad y su éxito, así como por la atracción que sentía por él como mujer. Esto último nunca se había manifestado abiertamente. Dalgliesh no se enamoraba con facilidad y la inhibición ante la posibilidad de mantener una relación sexual con una colega era para él -y suponía que también para Kate- absoluta. Al observar las rígidas facciones de ésta sintió una súbita oleada de afecto protector, y por un instante se le pasó por la cabeza inventarse una excusa para relevarla del trabajo y llamar a Piers, pero no dijo nada. Tanto éste como Kate eran demasiado inteligentes para no darse cuenta de su argucia, y Dalgliesh no tenía ningún deseo de humillarla, sobre todo ante un colega masculino. Instintivamente se acercó un poco más a ella, que se enderezó tras rozarle por unos segundos el brazo con un hombro. Kate estaría bien.

– ¿Cuándo llegaron los bomberos? -preguntó Dalgliesh.

– Hacia las siete menos cuarto. Cuando vieron que había un cadáver en el coche llamaron al asesor de Homicidios, Charlie Unsworth. Es posible que lo conozca, señor. Cuando trabajaba en la policía de Londres, era agente especializado en escenas del crimen. Realizó la inspección preliminar y no tardó en llegar a la conclusión de que la muerte era sospechosa, de modo que llamó a la unidad de investigación de incendios. Como sabe, estamos de guardia las veinticuatro horas, y llegué aquí a las siete y veintiocho. Decidimos comenzar la investigación de inmediato. Los de la funeraria recogerán el cuerpo en cuanto terminen ustedes. Ya he avisado al depósito. Hemos realizado una inspección preliminar del coche, pero lo trasladaremos a Lambeth. Es probable que haya huellas.

Dalgliesh pensó en su último caso, en la Universidad de Saint Anselm. Si el padre Sebastian estuviese donde estaba él en ese momento, habría hecho la señal de la cruz. Su propio progenitor, un sacerdote anglicano moderado, habría inclinado la cabeza en actitud de oración y habría pronunciado las palabras, santificadas por siglos de uso. Ambos, pensó, eran afortunados por poder invocar respuestas instintivas capaces de otorgar a aquellos restos horriblemente carbonizados el reconocimiento de que alguna vez habían sido un ser humano. Se imponía la necesidad de dignificar la muerte, de afirmar que aquel cadáver, que pronto se convertiría en prueba policial que etiquetar, transportar, diseccionar y evaluar, aún tenía una importancia más allá del armazón calcinado del Jaguar o de los tocones de los árboles muertos.

Al principio, Dalgliesh dejó que fuese Anderson quien hablase. Era la primera vez que se veían, pero sabía que el agente era un hombre con más de veinte años de experiencia en muertes por incendio. Era él, y no Dalgliesh, el experto allí.

– ¿Qué puede decirnos? -le preguntó.

– No hay duda en cuanto al foco del fuego, señor: la cabeza y la parte superior del cuerpo. Como puede ver, las llamas han estado básicamente confinadas en la parte central del coche. Alcanzaron la capota y luego treparon hasta prender el plástico ondulado del techo del garaje. Los cristales de la ventana probablemente se resquebrajaron y la temperatura provocó una afluencia de aire y un aumento del fuego. Por eso éste se extendió a los árboles. De no haberlo hecho, es posible que se hubiese extinguido antes de que alguien se diese cuenta; alguien en el Heath o en Spaniards Road, me refiero. Por supuesto, la señora Clutton lo habría advertido enseguida al regresar, con llamas o sin ellas.

– ¿Y en cuanto a la causa del incendio?

– Gasolina, casi con seguridad. Por supuesto, eso podremos comprobarlo muy rápido. Estamos tomando muestras de la ropa y del asiento del conductor y el análisis del sniffer (el TVA 1000) nos dará una indicación inmediata de si hay carbohidratos presentes. Claro que, por supuesto, el sniffer no es específico. Necesitaremos una cromatografía de gas para la confirmación, y eso, como sabe, tarda una semana. Sin embargo, no creo que haga falta. Percibí el olor a gasolina de sus pantalones y de parte del asiento quemado en cuanto entré en el garaje.

– Y me imagino que eso de ahí es el bidón -señaló Dalgliesh-. Pero ¿dónde está el tapón?

– Aquí, señor. No lo hemos tocado. -Anderson los guió hacia la parte de atrás del garaje. El tapón estaba en el rincón del fondo.

– ¿Accidente, suicidio o asesinato? -inquirió Dalgliesh-. ¿Ha tenido tiempo de formarse una opinión provisional?

– No se trató de un accidente, eso se lo aseguro. Y no creo que fuese suicidio. Según mi experiencia, los suicidas que emplean gasolina no tiran el bidón. Por regla general lo encontramos a los pies del coche. Pero si se roció con gasolina y luego tiró el bidón, ¿por qué no está el tapón al lado o sobre la alfombrilla del coche? A mí me parece que alguien que estaba en el extremo izquierdo del garaje quitó el tapón, y éste no pudo ir rodando hacia el fondo. El cemento está bastante nivelado, pero el suelo hace pendiente desde la pared trasera hasta la puerta. Calculo que la inclinación debe de ser de unos diez centímetros como máximo, pero si el tapón hubiese salido rodando, lo habríamos encontrado cerca del bidón.

– Y el asesino -intervino Kate-, si es que lo hubo, estaba en la oscuridad; no había bombilla en el portalámparas.

– Si la bombilla se hubiese fundido -explicó Anderson-, lo lógico habría sido que la encontrásemos en su sitio. Alguien la quitó. Claro que pudieron hacerlo de manera del todo inocente, tal vez la señora Clutton o el propio Dupayne. Pero si una bombilla se funde, lo normal es dejarla donde está hasta cambiarla por otra. Y luego está el cinturón de seguridad. El fuego lo destruyó por completo, pero la hebilla metálica sigue en su sitio, lo que significa que se lo había abrochado. Nunca he visto eso en un caso de suicidio.

– Si temía cambiar de opinión en el último instante sí es posible que decidiese abrochárselo -apuntó Kate.

– Pero es poco probable. Con la cabeza rociada con gasolina y una cerilla encendida, ¿qué posibilidades hay de cambiar de opinión?

– Entonces, por el momento la reconstrucción de la escena sería así -dijo Dalgliesh-: el asesino quita la bombilla, permanece a oscuras al fondo del garaje, desenrosca el tapón del bidón de gasolina y espera, con las cerillas en la mano o en el bolsillo. Seguramente pensó que ya tenía bastante con sujetar el bidón y las cerillas y decidió tirar el tapón. Desde luego, no iba a arriesgarse metiéndoselo en el bolsillo, pues sabía que tendría que actuar con rapidez si quería salir del garaje sin quedar atrapado por el fuego. La víctima, suponiendo que sea Neville Dupayne, abre las puertas del garaje con la Yale. Sabe dónde encontrar el interruptor de la luz. Como ésta no se enciende, comprende o ve que falta la bombilla. Sólo tiene que recorrer unos pocos pasos para llegar al coche, de modo que no la necesita. Sube y se abrocha el cinturón. Eso es un poco extraño, porque sólo iba a salir del garaje antes de apearse para cerrar las puertas. Lo de abrocharse el cinturón quizá fuese instintivo. Luego, el agresor surge de entre las sombras. Tengo la impresión de que era alguien a quien la víctima conocía, alguien a quien no temía. Abre la portezuela del coche para hablar con él e inmediatamente éste lo rocía con gasolina. El agresor tiene las cerillas a mano, prende una, se la arroja a Dupayne y se aleja rápidamente. No quiere rodear el coche por la parte de atrás, pues perdería unos segundos preciosos. La verdad, tuvo suerte de salir ileso; así que cerró a medias la portezuela del coche para hacerse sitio para pasar. Puede que encontremos huellas, pero no lo creo. El asesino, si existe, debió de ponerse guantes. La puerta izquierda del garaje está entornada. Me imagino que pensó en cerrar ambas puertas del garaje para no dejar pasar el fuego y que luego decidió no perder más tiempo. Tenía que escapar.

– Las puertas parecen pesadas -comentó Kate-. A una mujer le resultaría difícil incluso cerrarlas a medias rápidamente.

– ¿Estaba la señora Clutton sola cuando descubrió el incendio? -preguntó Dalgliesh.

– Sí, señor. Regresaba a casa de una clase. No estoy seguro de qué es lo que hace aquí exactamente, pero creo que se encarga de las exposiciones, las limpia y les quita el polvo y todo eso. Vive en la casa pequeña que está al sur del edificio principal, frente al Heath. Llamó enseguida a los bomberos desde su casa y luego se puso en contacto con Marcus Dupayne y la hermana de éste, Caroline Dupayne. También llamó a la secretaria y recepcionista de aquí, la señorita Muriel Godby. Vive cerca y fue la primera en llegar. La señorita Dupayne fue la siguiente, y su hermano lo hizo poco después. Los mantuvimos a todos bien alejados del garaje. Los Dupayne quieren verlo cuanto antes e insisten en que no piensan marcharse hasta que el cadáver de su hermano haya sido retirado. Eso suponiendo que sea su cadáver.

– ¿Existe alguna prueba que sugiera que no lo es?

– Ninguna. Encontramos las llaves en el bolsillo de los pantalones. Hay una bolsa de viaje en el maletero, pero nada que confirme la identificación. Están sus pantalones, claro. Las rodillas no han resultado quemadas, pero yo no podría…

– Pues claro que no. Una identificación positiva puede esperar a la autopsia, sin que haya ninguna duda seria, claro.

Piers y Benton-Smith emergieron de la oscuridad por detrás del resplandor de las luces.

– No hay nadie en las inmediaciones -informó Piers-, ni vehículos sin identificar. En el cobertizo del jardín hay una cortadora de césped, una bicicleta y los utensilios de jardinería habituales. Ningún bidón de gasolina. Los Dupayne aparecieron hace unos cinco minutos. Se están impacientando.

«Es comprensible», pensó Dalgliesh; al fin y al cabo, Neville Dupayne era su hermano.

– Explicadles que antes tengo que ver a la señora Clutton -dijo-. Me reuniré con ellos lo antes posible. Luego, tú y Benton-Smith venid aquí. Kate y yo estaremos en la casa.

5

En cuanto llegó la brigada de bomberos, uno de los oficiales le sugirió a Tally que esperara en su casa, aunque se trataba de una orden más que de una invitación. Sabía que no querían que los estorbase y tampoco ella tenía ningún deseo de quedarse en los alrededores del garaje. Sin embargo, estaba demasiado nerviosa para permanecer encerrada entre aquellas cuatro paredes y decidió rodear la parte de atrás de la casa en dirección al aparcamiento hasta llegar al camino de entrada, donde se paseó esperando a oír el ruido del primer coche que se aproximara.

Muriel fue la primera en llegar. Había tardado más de lo que Tally esperaba. Cuando hubo aparcado su Ford Fiesta, Tally le explicó su historia. Muriel la escuchó en silencio y luego dijo con firmeza:

– No tiene ningún sentido que aguardemos fuera, Tally. Los bomberos no querrán que estemos en medio. El señor Marcus y la señorita Caroline llegarán en cuanto puedan. Será mejor que esperemos en la casa.

– Eso es lo que me ha dicho el oficial de los bomberos -repuso Tally-, pero es que necesitaba salir.

Muriel la miró fijamente bajo las luces del aparcamiento.

– Ahora, yo estoy aquí. Se encontrará mejor en la casa. El señor Marcus y la señorita Caroline sabrán dónde dar con nosotros.

De modo que regresaron juntas a la casa. Tally se sentó en su sillón habitual y Muriel frente a ella, y permanecieron en un silencio que ambas parecían necesitar. Tally no tenía ni idea de cuánto había durado; lo interrumpió el sonido de unos pasos en el camino. Muriel fue la más rápida en levantarse y se dirigió a la puerta. Tally oyó un murmullo de voces y luego vio a Muriel regresar, seguida del señor Marcus. Por espacio de unos segundos, lo miró con expresión incrédula: «Dios, se ha convertido en un anciano», pensó. Tenía el rostro lívido y los pronunciados pómulos cubiertos por una red de venillas rotas. Tras la palidez de su cara, los músculos de la mandíbula y en torno a la boca estaban tensos, de manera que la cara parecía medio paralizada. Cuando habló, a Tally le sorprendió que su voz apenas hubiese cambiado. Declinó el ofrecimiento de una silla y se quedó de pie muy quieto mientras ella narraba de nuevo su historia. Escuchó en silencio hasta el final. Con el deseo de encontrar algún modo, por insuficiente que fuese, de demostrarle que lo acompañaba en el sentimiento, le ofreció una taza de café. Él la rechazó tan bruscamente que Tally se preguntó si la habría oído.

– Tengo entendido que un agente de New Scotland Yard viene de camino -dijo el señor Marcus entonces-. Lo esperaré en el museo. Mi hermana ya está allí. Vendrá a verla luego.

No fue hasta que llegó al umbral de la puerta cuando se volvió hacia ella y le preguntó:

– ¿Está usted bien, Tally?

– Sí, gracias, señor Marcus. Estoy bien. -Se le quebró la voz y añadió-: Lo siento mucho, lo siento muchísimo.

Él asintió con la cabeza y pareció a punto de decir algo, pero salió en silencio. Al cabo de unos minutos, llamaron al timbre de la puerta. Muriel no tardó en abrir. Regresó sola junto a Tally para decirle que una agente de policía había ido para ver si se encontraban bien y comunicarles que el comisario Dalgliesh se reuniría con ellas lo antes posible.

A solas de nuevo con Muriel, Tally se arrellanó otra vez en su sillón. Con la puerta del porche y la principal cerradas, sólo había un dejo de olor acre a quemado en el vestíbulo, y sentada junto al fuego en la sala de estar casi se imaginaba que nada había cambiado ahí fuera. Las cortinas, con su estampado de hojas verdes, estaban cerradas para impedir el paso a la noche. Muriel había subido el gas del fuego casi hasta el máximo, e incluso Vagabundo había regresado misteriosamente y estaba estirado sobre la alfombra. Tally sabía que fuera habría voces masculinas, pies enfundados en botas pisando con fuerza la hierba mojada, el resplandor de las lámparas de arco, pero allí, en la parte trasera de la casa, todo era quietud. Se dio cuenta de que agradecía la presencia de Muriel, el control autoritario y tranquilo de ésta, y sus silencios, que no sólo no eran de censura sino que resultaban casi amigables.

En ese momento, Muriel se puso de pie y dijo:

– No ha cenado nada ni yo tampoco. Necesitamos comer. Quédese aquí sentada que yo me encargaré de todo. ¿Tiene huevos en la nevera?

– Sí, hay una huevera llena -contestó Tally-. Son de granja, pero me temo que no son orgánicos.

– Con que sean de granja ya está bien. No, no se mueva. Creo que seré capaz de encontrar lo que necesite.

Qué extraño resultaba, pensó Tally, sentir alivio en ese momento por tener la cocina inmaculada, por haber sacado un paño limpio del cajón esa misma mañana y por que los huevos fuesen frescos. De pronto la invadió un tremendo agotamiento de espíritu que nada tenía que ver con el cansancio. Recostándose de nuevo en el sillón, desplazó la mirada por la sala de estar, haciendo un inventario mental de todos los objetos como para asegurarse de que nada había cambiado y el mundo seguía siendo un lugar familiar. El consuelo de los pequeños ruidos que procedían de la cocina era casi sensualmente placentero, y cerró los ojos para escucharlos. Le pareció que Muriel había desaparecido largo rato, y entonces reapareció con la primera de dos bandejas y la sala de estar se inundó con el olor a huevos y tostadas con mantequilla. Se sentaron a la mesa la una frente a la otra. Los huevos revueltos estaban en su punto: cremosos, calientes y ligeramente picantes por la pimienta. Había una pizca de perejil en cada plato. Tally se preguntó de dónde habría salido antes de recordar que había puesto un manojo en una taza justo el día anterior.

Muriel había preparado té.

– Creo que el té va mejor que el café con los huevos revueltos, pero puedo preparar café si lo prefiere -le ofreció.

– No, gracias, Muriel -repuso Tally-. Así está perfecto. Es muy amable.

Lo era, en efecto. Tally no se había dado cuenta del hambre que tenía hasta que empezó a comer. Los huevos revueltos y el té caliente la reanimaron. Sintió la tranquilizadora seguridad de que formaba parte del museo, de que no era sólo la encargada que lo limpiaba y cuidaba de él y agradecía el refugio que le proporcionaba su casa, sino que formaba parte del pequeño grupo de personas para las que el Dupayne era su vida compartida. Sin embargo, qué poco sabía de ellas… ¿Quién habría pensado que encontraría en la compañía de Muriel semejante consuelo? Había esperado que ésta se mostrase eficiente y serena, pero su amabilidad la había tomado por sorpresa. Si bien había que reconocer que las primeras palabras que había pronunciado Muriel al llegar habían sido para quejarse de que el cobertizo de la gasolina debería haber estado cerrado, que se lo había dicho a Ryan más de una vez, lo cierto era que se había olvidado de esa queja casi de inmediato y se había dedicado a escuchar la historia de Tally y a asumir el control de la situación.

En ese instante estaba diciéndole:

– No querrá quedarse esta noche sola. ¿Tiene parientes o amigos a cuya casa ir?

A Tally no se le había ocurrido pensar que se quedaría sola cuando todos se fuesen, y aquellas palabras venían a sumar una preocupación más. Si llamaba a Basingstoke, Jennifer y Roger estarían encantados de ir a Londres a recogerla con el coche. A fin de cuentas, no se trataría de una visita ordinaria, sino que la presencia de Tally, al menos por esa vez, sería una buena fuente de entretenimiento y conjeturas para todo el vecindario. Por supuesto, tendría que telefonearles, y más le valía hacerlo de inmediato, antes de que leyeran la noticia de la muerte en los periódicos. Sin embargo, decidió que podía esperar al día siguiente. En ese momento estaba demasiado cansada para hacer frente a sus preguntas y su inquietud. Sólo sabía una cosa con certeza: no quería irse de la casa. Tenía un temor seudosupersticioso de que una vez que la abandonase no volviera a acogerla nunca más.

– Aquí estaré bien, Muriel. Me he acostumbrado a la soledad. Siempre me he sentido segura aquí.

– Sí, pero a mí me parece que esta noche es distinto, ¿no cree? Ha sufrido una conmoción terrible. La señorita Caroline no querrá ni oír hablar de que se quede aquí sin compañía. Probablemente le sugiera que regrese con ella a la escuela.

Y eso, pensó Tally, era casi tan malo como la perspectiva de Basingstoke. Al instante, barajó unas cuantas objeciones: su camisón y su bata estaban limpios y en un estado más que respetable, pero eran viejos; ¿qué aspecto tendrían en el apartamento de la señorita Caroline en Swathling’s? ¿Y el desayuno? ¿Sería en el piso de la señorita Caroline o en el comedor de la escuela? Lo primero resultaría embarazoso. ¿Qué diablos iban a decirse la una a la otra? Sintió que no podría soportar la curiosidad ruidosa de una sala llena de adolescentes. Estas preocupaciones parecían pueriles y degradantes comparadas con el horror que se desarrollaba fuera, pero no lograba desterrarlas de su pensamiento.

Se produjo un silencio y a continuación fue Muriel quien habló.

– Podría quedarme aquí esta noche si quiere. No tardaré mucho en ir por mis cosas y volver. La invitaría a mi casa, pero tengo la impresión de que prefiere permanecer aquí.

A Tally parecían habérsele aguzado los sentidos. «Y tú preferirías quedarte aquí que tenerme en tu casa», pensó. El ofrecimiento tenía el doble propósito de impresionar a la señorita Caroline y al mismo tiempo ayudar a Tally. Pese a todo, ésta se sintió agradecida.

– Si no es demasiada molestia, Muriel -contestó-, me gustaría mucho tener un poco de compañía esta noche.

«Gracias a Dios -se dijo-, que la cama adicional siempre tiene sábanas limpias, aunque nunca espere a nadie. Meteré una botella de agua caliente mientras Muriel va a su casa, subiré una de las violetas africanas y pondré unos cuantos libros en la mesita de noche. Haré que se sienta cómoda. Mañana se llevarán el cadáver y estaré bien.»

Siguieron comiendo en silencio. De pronto, Muriel anunció:

– Tenemos que conservar el ánimo para cuando llegue la policía. Hemos de estar preparadas para sus preguntas. Creo que deberíamos ir con cuidado cuando hablemos con la policía; no queremos que se lleven una impresión equivocada, ¿verdad?

– ¿Qué quiere decir con que deberíamos ir con cuidado, Muriel? Les diremos la verdad y ya está.

– Pues claro que les diremos la verdad. A lo que me refiero es que no deberíamos contarles cosas que no sean asunto nuestro en realidad, cosas sobre la familia, como esa conversación que mantuvimos tras la reunión de los fideicomisarios, por ejemplo. No deberíamos decirles que el doctor Neville quería cerrar el museo. Si necesitan esa información, ya se la dará el señor Marcus. En el fondo no es asunto nuestro.

– No pensaba decírselo -repuso Tally con gesto de preocupación.

– Ni yo tampoco. Es importante que no se hagan una idea equivocada.

– Pero Muriel, fue un accidente, tiene que serlo -dijo Tally, horrorizada-. ¿Insinúa que la policía pensará que la familia ha tenido algo que ver? No pueden creer eso, es ridículo… ¡Es perverso!

– Claro que lo es, pero se trata de la clase de argumento al que la policía podría aferrarse. Sólo estoy advirtiéndole que deberíamos ir con cuidado. Y le preguntarán por ese conductor, por supuesto. Enséñeles la bicicleta destrozada. Eso será una prueba.

– ¿Prueba de qué, Muriel? ¿Acaso cree que pensarán que miento, que no ocurrió nada de eso?

– Quizá no lleguen tan lejos, pero necesitarán alguna clase de prueba. La policía no se cree nada. Los han entrenado para pensar así. Tally, ¿está absolutamente segura de que no lo reconoció?

Tally se sentía confusa. No quería hablar del incidente, ni en ese momento ni con Muriel.

– No lo reconocí -respondió-, pero ahora que lo pienso, tengo la sensación de haberlo visto antes. No recuerdo cuándo ni dónde, salvo que no fue en el museo. Me acordaría si viniese regularmente. A lo mejor he visto su foto en alguna parte, en los periódicos o en la televisión. O tal vez se parece a alguien famoso. Sólo es una impresión, pero no resulta de gran ayuda, imagino.

– Bueno, si no lo sabe, pues no lo sabe, pero tendrán que intentar encontrarlo. Es una pena que no se quedase con el número de la matrícula.

– Fue todo tan rápido, Muriel… Desapareció casi en cuanto me levanté. No caí en memorizar la matrícula, pero ¿por qué iba a hacerlo? Sólo fue un accidente, no estaba herida. Entonces ignoraba lo del doctor Neville.

Oyeron que alguien llamaba a la puerta principal. Antes de que Tally atinara a levantarse, Muriel ya había echado a andar. Regresó seguida de un hombre alto de pelo oscuro y de la mujer policía que había hablado con ellas antes.

– Éste es el comisario Dalgliesh, y ha vuelto con la detective inspectora Miskin -le explicó Muriel. A continuación se dirigió a Dalgliesh-: ¿Les apetece a usted y a su colega un poco de café? También hay té si lo prefieren. No tardará mucho.

Había empezado a amontonar platos y tazas en la mesa.

– Un poco de café estaría bien, muchas gracias -contestó Dalgliesh.

Muriel asintió con la cabeza y, sin añadir palabra, se llevó la bandeja repleta. «Se arrepiente de haberles ofrecido café -pensó Tally-. Preferiría quedarse aquí y escuchar lo que digo.» Se preguntó si el comisario no habría aceptado el café sólo porque prefería hablar con ella a solas. Se sentó a la mesa en la silla opuesta mientras la señorita Miskin ocupaba un lugar junto al fuego. Asombrosamente, Vagabundo dio un súbito salto y se acomodó en el regazo de la agente. Era algo que hacía rara vez, pero siempre con aquellos invitados que aborrecían los gatos. La señorita Miskin no pensaba dejar que Vagabundo se tomase confianzas con ella; con delicadeza pero con gesto firme, se lo quitó de encima para dejarlo sobre la alfombra.

Tally miró a Dalgliesh. Para ella, los rostros estaban suavemente modelados o bien labrados, y el del comisario estaba labrado: era apuesto y autoritario, y sus ojos oscuros tenían una expresión comprensiva. Además, poseía una voz atractiva, y las voces siempre habían sido importantes para ella. De pronto recordó las palabras de Muriel: «La policía no se cree nada. Los han entrenado para pensar así.»

– Esto ha sido un shock para usted, señora Clutton -empezó a decir el policía-. ¿Se siente con fuerzas para responder a unas preguntas? Siempre resulta útil ir a los hechos lo antes posible, pero si prefiere esperar, volveremos mañana temprano.

– No, por favor, preferiría contárselo ahora. Estoy bien. No quiero esperar toda una noche.

– ¿Puede decirnos exactamente qué sucedió desde el momento en que el museo cerró esta tarde hasta ahora? Tómese el tiempo que necesite. Intente recordar todos los detalles, aunque parezcan insignificantes.

Tally le contó su historia. Bajo los atentos ojos de Dalgliesh, supo que la estaba contando bien y con claridad. Sintió una necesidad irracional de obtener su aprobación. La señorita Miskin había extraído un bloc y estaba tomando notas discretamente, pero cuando Tally desvió la vista hacia ella, advirtió que la miraba fijamente. Ninguno de los dos la interrumpió.

Al final, Dalgliesh dijo:

– El conductor que la atropello y luego se dio a la fuga… Ha dicho que su rostro le resultaba vagamente familiar. ¿Cree que conseguiría recordar quién es o dónde lo ha visto?

– No lo creo. Si de veras lo hubiese visto antes, seguramente lo habría recordado enseguida. Tal vez no el nombre, pero sí dónde lo había visto. En cambio, fue algo mucho menos… certero. Es sólo que tengo la impresión de que es muy conocido, de que quizás haya visto su fotografía en alguna parte; pero claro, también es posible que se parezca a alguien conocido, a un actor de televisión, un deportista o un escritor, alguien así. Lamento no poder serles de más utilidad.

– Nos ha sido de gran utilidad, señora Clutton. Le pediremos que pase por el Yard en algún momento mañana, cuando le venga bien, para mirar algunas fotos de caras y puede que para hablar con uno de nuestros retratistas. Juntos tal vez logren trazar un retrato robot. Evidentemente, tenemos que tratar de encontrar a ese conductor.

En ese momento, Muriel entró con el café. Lo había preparado con grano recién molido y el aroma inundó la casa. La señorita Miskin se acercó a la mesa y lo tomaron juntos. Acto seguido, a invitación de Dalgliesh, Muriel contó su historia.

Se había ido del museo a las cinco y cuarto. El museo cerraba a las cinco y ella normalmente se quedaba a terminar su trabajo hasta las cinco y media salvo los viernes, cuando intentaba marcharse un poco antes. Junto con la señora Clutton habían comprobado que todos los visitantes se hubiesen marchado. Luego había llevado en coche a la señora Strickland, una voluntaria, hasta la estación de metro de Hampstead y de ahí había ido a casa a South Finchley, adonde había llegado hacia las seis menos cuarto. No se fijó en la hora exacta en que Tally la llamó a su móvil, pero creía que eran sobre las siete menos veinte. Había vuelto al museo de inmediato.

– Es posible que el fuego se originase al prender gasolina -intervino la inspectora Miskin-. ¿Guardan gasolina en las instalaciones? Y si es así, ¿dónde, exactamente?

Muriel miró a Tally antes de responder.

– La gasolina se traía para la cortadora de césped. El jardín no es responsabilidad mía, pero sabía que el combustible estaba allí, como todo el mundo, creo. Le advertí varias veces a Ryan Archer, el ayudante de jardinería, que el cobertizo debía estar cerrado. El equipo y las herramientas son caros.

– Pero, que ustedes sepan, ¿se cerraba alguna vez con llave el cobertizo?

– No -respondió Tally-, la puerta no tiene cerradura.

– ¿Alguna de las dos recuerda cuándo fue la última vez que vieron el bidón de gasolina?

Ambas mujeres volvieron a intercambiar una mirada.

– Hace tiempo que no voy al cobertizo -dijo Muriel-. No recuerdo cuándo fue la última vez.

– Pero sí habló con el jardinero sobre cerrarlo con llave. ¿Cuándo fue eso?

– Poco después de que nos trajeran la gasolina. Lo hizo la señora Faraday, la voluntaria que trabaja en el jardín. Creo que fue a mediados de septiembre, pero ella le facilitará la fecha con mayor exactitud.

– Gracias. Necesitaré los nombres y direcciones de todo el personal que trabaja en el museo, incluyendo los voluntarios. ¿Es ésa una de sus responsabilidades, señorita Godby?

Muriel se ruborizó ligeramente.

– Desde luego -respondió-. Les daré los nombres esta noche, si lo desean. Si van a ir al museo a hablar con el señor y la señorita Dupayne, podría ir con ustedes.

– No será necesario -dijo el comandante-. El señor Dupayne me facilitará los nombres. ¿Sabe alguna de ustedes el nombre del taller adonde el señor Dupayne llevaba su Jaguar?

– Se encargaba del mantenimiento el señor Stan Carter -respondió Tally-, del taller Duncan’s, en Highgate. A veces lo veía cuando traía el coche después de una reparación y charlábamos un rato.

Aquélla fue la última pregunta. Los dos policías se levantaron. Dalgliesh le tendió la mano a Tally y dijo:

– Gracias, señora Clutton. Nos ha servido de gran ayuda. Uno de mis agentes se pondrá en contacto con usted mañana. ¿Estará aquí? No creo que sea demasiado agradable quedarse en la casa esta noche.

– Me he ofrecido a quedarme a pasar la noche con la señora Clutton -intervino Muriel en tono frío-. Por supuesto, a la señorita Dupayne no se le ocurriría dejar que se quedase aquí sola esta noche. Volveré al trabajo, como de costumbre, el lunes a las nueve, aunque imagino que el señor y la señorita Dupayne querrán cerrar el museo, al menos hasta después del funeral. Si me necesitan mañana, podría ir, por supuesto.

– No creo que eso sea necesario -repuso Dalgliesh-. Necesitaremos que tanto el museo como las instalaciones queden cerrados al público, al menos los siguientes tres o cuatro días. Los agentes de policía se quedarán aquí para vigilar hasta que el cadáver y el coche hayan sido retirados. Esperaba que fuese esta noche, pero al parecer no sucederá hasta primera hora de la mañana. En cuanto al conductor que vio la señora Clutton, ¿la descripción que ha hecho de él le resulta familiar?

– En absoluto -respondió-. Parece un visitante típico del museo, pero nadie a quien reconozca específicamente. Es una lástima que Tally no memorizase el número de la matrícula. Lo más extraño es lo que dijo. No sé si visitó usted la Sala del Crimen, comisario, cuando estuvo aquí con el señor Ackroyd, pero uno de los casos que se exhiben es una muerte debida a un incendio.

– Sí, conozco el caso Rouse. Y recuerdo lo que dijo éste.

Dalgliesh guardó silenció, como si aguardara a que una de ellas hiciese algún comentario adicional. Tally lo miró y luego observó a la inspectora Miskin. Ninguno de los dos dejaba traslucir nada.

– ¡Pero no es lo mismo! -exclamó Tally al fin-. No puede serlo. Esto fue un accidente.

Siguieron callados y por fin Muriel dijo:

– El caso Rouse no fue un accidente, ¿no?

Nadie respondió. La mirada de Muriel, cuyo rostro estaba colorado, se desplazó del comandante a la inspectora Miskin como si buscase desesperadamente una señal tranquilizadora.

– Todavía es demasiado pronto para decir con absoluta certeza por qué murió el doctor Dupayne -explicó Dalgliesh con calma-. Lo único que sabemos por el momento es la causa de su muerte. Veo, señora Clutton, que tiene usted cerraduras de seguridad en la puerta principal y pestillos en las ventanas. No creo que corra ningún peligro aquí, pero no estaría de más que se asegurase de que lo cierra todo con cuidado antes de irse a la cama. Y no abra la puerta a nadie después de que anochezca.

– Nunca lo hago -contestó Tally-. Nadie que yo conozca vendría después de que cierra el museo sin llamar antes. Pero nunca he sentido miedo aquí. Estaré bien una vez que pase esta noche.

Un minuto más tarde, los policías dieron las gracias de nuevo por el café, y se levantaron para marcharse. Antes de irse, la inspectora Miskin dio a Tally y a Muriel una tarjeta con un número de teléfono. Si recordaban algo más, debían llamarlos de inmediato. Muriel, con su aire de ama y señora del lugar, los acompañó hasta la puerta.

Sentada a solas a la mesa, Tally miró fijamente las dos tazas de café vacías como si aquellos objetos cotidianos tuviesen el poder de asegurarle que su mundo no se había venido abajo.

6

Dalgliesh se llevó a Piers consigo para entrevistarse con los dos Dupayne y dejó a Kate y Benton-Smith con el oficial de bomberos, indicándoles que si era necesario hablaran por última vez con Tally Clutton y Muriel Godby. Cuando se acercaba a la parte delantera de la casa, vio con sorpresa que la puerta estaba abierta de par en par. Un delgado haz de luz se derramaba desde el vestíbulo e iluminaba el arriate que había delante de la casa, confiriéndoles la ilusión de que ya era primavera. En el sendero de gravilla, unos guijarros diminutos relucían como si fueran joyas. Dalgliesh llamó al timbre antes de entrar acompañado por Piers. La puerta entreabierta podía interpretarse como una discreta invitación, pero él no dudaba de que existían límites en lo que podía darse por sentado y lo que no. Entraron en el amplio vestíbulo. Vacío y en silencio, semejaba un escenario enorme preparado para la representación de una obra contemporánea. Casi se imaginaba los personajes saliendo a escena por las puertas de la planta baja y subiendo por la escalera central para tomar sus posiciones con ensayada autoridad.

En cuanto sus pasos retumbaron en el mármol, Marcus y Caroline Dupayne aparecieron en la puerta de la galería de arte. Apartándose a un lado, Caroline Dupayne les hizo señas de que pasaran. Durante los escasos segundos que duraron las presentaciones de rigor, Dalgliesh se percató de que tanto él como Piers estaban siendo sometidos al mismo examen meticuloso que los Dupayne. La impresión que le causó Caroline Dupayne fue magnífica e inmediata; era tan alta como su hermano -ambos medían poco menos de metro ochenta-, de espaldas anchas y brazos y piernas largos. Llevaba pantalones y una chaqueta de tweed a juego con un jersey de cuello alto. Las palabras «guapa» o «atractiva» no eran las más precisas para definirla, pero la estructura ósea sobre la que se construye la belleza se hacía patente en los pómulos prominentes y en la bien definida pero delicada línea de la barbilla. Su cabello era oscuro, con débiles franjas plateadas, y lo llevaba corto y peinado hacia atrás en ondas muy marcadas, estilo que parecía informal pero que según sospechaba Dalgliesh, sólo se conseguía yendo a una peluquería cara. Fijó en él sus ojos oscuros y le sostuvo la mirada durante cinco segundos con expresión analizadora y desafiante. No era una mirada abiertamente hostil, pero Dalgliesh supo que, en aquella mujer, tenía a un adversario en potencia.

El único parecido que Marcus Dupayne guardaba con su hermana era la tonalidad oscura del pelo, en su caso más generosamente salpicado de gris, así como los pómulos marcados. Tenía el rostro liso y los ojos oscuros poseían la mirada interior de un hombre cuyas obsesiones eran cerebrales y del todo controladas. Sus errores serían errores de juicio, no de impulsividad o descuido. Para un hombre como él existía un procedimiento para todo en la vida, así como en la muerte. Metafóricamente, aun en ese preciso instante estaría ordenando que le trajeran el archivo, buscando el precedente y sopesando la respuesta adecuada. No mostraba ningún indicio del antagonismo disimulado de su hermana, pero los ojos, de mirada más profunda que los de ella, reflejaban recelo y preocupación. Tal vez, a fin de cuentas, aquélla fuese una emergencia para la que los precedentes no sirviesen de gran ayuda. Durante casi cuarenta años había estado protegiendo a su ministro. ¿A quién, se preguntó Dalgliesh, se preocuparía de proteger ahora?

Advirtió que habían estado sentados en los dos sillones que había a los lados de la chimenea, al fondo de la habitación. Entre los sillones se hallaba una mesita baja sobre la que descansaba una bandeja con una cafetera, una jarrita de leche y dos tazas. También había dos vasos largos, dos copas de vino, una botella de vino y otra de whisky. Sólo habían utilizado las copas de vino. El único asiento adicional era el banco plano forrado en cuero que ocupaba el centro de la estancia. No era demasiado apropiado para una sesión de preguntas y respuestas, y nadie se aproximó a él.

Marcus Dupayne miró a su alrededor como si de pronto cayese en la cuenta de las deficiencias de la galería.

– Tenemos unas sillas plegables en el despacho -explicó-. Iré a buscarlas. -Se volvió hacia Piers-. Tal vez pueda ayudarme. -No le pedía un favor, sino que se lo ordenaba.

Durante los minutos que esperaron en silencio Caroline Dupayne se acercó al cuadro de Nash y pareció ponerse a examinarlo. Su hermano y Piers regresaron con las sillas al cabo de unos pocos segundos, y Marcus se hizo con el control dé la situación, colocándolas con cuidado frente a los dos sillones, en los que él y su hermana volvieron a acomodarse. El contraste entre la profunda comodidad de la piel y las rígidas tablas de las sillas plegables hablaba por sí solo.

– Ésta no es la primera vez que visita el museo, ¿no es cierto? -inquirió Marcus Dupayne-. ¿No estuvo aquí hace una semana, más o menos? James Calder-Hale lo mencionó.

– Sí, estuve aquí el viernes pasado con Conrad Ackroyd -contestó Dalgliesh.

– Sin duda, fue una visita más feliz que ésta. Perdónenme por introducir esta inadecuada nota social en lo que para ustedes debe de ser básicamente una visita oficial. Para nosotros también lo es, por supuesto.

Dalgliesh les expresó las palabras de condolencia habituales. Por mucho tacto y cuidado que pusiese al pronunciarlas, siempre le parecían banales y vagamente impertinentes, como si estuviese reclamando alguna implicación emocional en la muerte de la víctima. Caroline Dupayne frunció el entrecejo. Tal vez le molestaba aquella cortesía preliminar por considerarla poco sincera y una pérdida de tiempo. Dalgliesh no la culpaba.

– Entiendo que tienen ustedes muchas cosas que hacer, comisario, pero llevamos esperando más de una hora -dijo ella al fin.

– Lo lamento, pero creo que ésa será la primera de numerosas molestias a partir de ahora. Necesitaba hablar con la señora Clutton, que fue la primera persona en llegar al lugar donde se produjo el incendio. ¿Se sienten los dos con ánimo de responder a nuestras preguntas ahora? Si no, podríamos regresar mañana.

Fue Caroline quien respondió.

– No hay duda de que volverá mañana de todos modos, pero por el amor de Dios, acabemos con los preliminares cuanto antes. Ya había pensado que debía de estar en la casa pequeña. ¿Cómo se encuentra Tally Clutton?

– Muy impresionada, y consternada, como es lógico dadas las circunstancias, pero trata de sobrellevarlo. La señorita Godby está con ella.

– Preparando el té, seguro. El remedio inglés para cualquier catástrofe. Nosotros, como puede ver, nos hemos permitido algo un poco más fuerte. No voy a ofrecerles nada, comisario. Ya conocemos los formalismos. Supongo que no hay ninguna duda de que es de nuestro hermano el cadáver que encontraron en el coche…

– Tendremos que realizar una identificación formal, por supuesto, y si es necesario la ficha dental y la prueba de ADN lo demostrarán -respondió Dalgliesh-. Pero no creo que haya lugar a dudas. Lo siento. -Hizo una pausa y añadió-: ¿Hay algún familiar o pariente más cercano aparte de ustedes dos?

Fue Marcus Dupayne quien contestó, y lo hizo en un tono de voz tan controlado como si hablase con su secretaria.

– Tiene una hija soltera, Sarah. Vive en Kilburn. No conozco la dirección exacta, pero mi esposa sí. La tiene en nuestra lista de felicitaciones navideñas. Llamé a mi esposa al llegar aquí y está de camino a Kilburn para comunicar la noticia. Me llamará en cuanto haya tenido ocasión de ver a Sarah.

– Necesitaré el nombre completo y la dirección de la señorita Dupayne -comentó Dalgliesh-. Evidentemente, no la molestaremos esta noche. Espero que su esposa le sirva de ayuda y apoyo.

Aunque le pareció que Marcus Dupayne torcía un poco el gesto, repuso sin alterarse:

– Nunca hemos estado muy unidos, pero haremos cuanto esté en nuestra mano, naturalmente. Me imagino que mi esposa se ofrecerá a pasar la noche con ella si eso es lo que Sarah quiere, o, por supuesto, puede que prefiera venirse con nosotros. En cualquier caso, mi hermana y yo la veremos mañana por la mañana.

Caroline Dupayne se revolvió en su asiento, impaciente, y espetó con brusquedad:

– No le podemos decir mucho, ¿no le parece? No hay nada que sepamos con certeza. Lo que querrá saber, claro está, es cómo murió su padre. Eso es lo que estamos esperando a oír.

La rápida mirada que Marcus Dupayne lanzó a su hermana pudo haber contenido una advertencia.

– Supongo que es demasiado pronto para respuestas definitivas -dijo-, pero ¿hay algo que puedan decirnos? Cómo empezó el fuego, por ejemplo, si fue un accidente…

– El fuego empezó en el coche. Rociaron con gasolina la cabeza del ocupante y luego le prendieron fuego. Es imposible que se tratara de un accidente.

Se produjo un silencio que duró unos veinte segundos, al cabo del cual fue Caroline Dupayne quien habló.

– Entonces podemos hablar sin rodeos. Está diciendo que el incendio quizás haya sido intencionado.

– Sí, estamos tratando este caso como una muerte sospechosa.

Se produjo un nuevo silencio. La palabra «asesinato», esa palabra abrumadora e inflexible, pareció retumbar de forma tácita en el aire callado. Era necesario formular la siguiente pregunta, lo cual, con toda probabilidad, sería algo poco grato en el mejor de los casos, y comportaría dolor, en el peor. A algunos agentes de Homicidios tal vez les pareciera más oportuno dejar cualquier clase de interrogatorios para el día siguiente, pero ésa no era la costumbre de Dalgliesh. Las primeras horas tras una muerte sospechosa eran cruciales y sus anteriores palabras -«¿Se sienten con ánimo de responder a unas preguntas?»- no habían sido un mero formulismo. En aquella fase, y el hecho le resultaba interesante, eran los Dupayne quienes podían controlar la entrevista.

– Voy a hacerles una pregunta que no resulta fácil formular ni responder -dijo-. ¿Había algo en la vida de su hermano por lo que él pudiera llegar a suicidarse?

Deberían haber estado preparados para aquella pregunta, a fin de cuentas llevaban una hora a solas. Sin embargo, el modo en que reaccionaron sorprendió a Dalgliesh. Una vez más se produjo un silencio, acaso demasiado largo para que fuese del todo natural, y el comisario creyó advertir un recelo controlado en los Dupayne, quienes harían todo lo posible, al parecer, para evitar que sus miradas se cruzasen. Sospechó que no sólo se habían puesto de acuerdo en lo que dirían sino también en quién hablaría primero. Fue Marcus.

– Mi hermano no era un hombre que compartiese sus problemas, menos aún con los miembros de la familia, probablemente; pero nunca me ha dado ninguna razón para temer la posibilidad de que se quitara la vida. Si me hubiese hecho esa pregunta hace una semana habría sido más categórico y le habría dicho que la idea me parecía del todo ridícula, pero ahora no puedo estar tan seguro. Cuando el miércoles nos vimos por última vez en la reunión de los fideicomisarios se lo veía más estresado de lo habitual. Como a todos nosotros, le preocupaba el futuro del museo. No estaba convencido de que tuviésemos los recursos necesarios para mantenerlo en funcionamiento y se inclinaba por el cierre. Sin embargo, parecía incapaz de atender a razones o de tomar parte racional en las discusiones. Durante nuestra reunión, alguien lo llamó desde el hospital para decirle que la mujer de uno de sus pacientes se había suicidado. Aquello le afectó mucho, y poco después abandonó la reunión. Nunca lo había visto así antes. No estoy sugiriendo que pensara darse muerte, la idea sigue pareciéndome absurda, sólo digo que se hallaba sometido a un estrés considerable y que tal vez tuviese asuntos que le preocupaban y de los cuales no sabíamos nada.

Dalgliesh miró a Caroline Dupayne, quien intervino afirmando:

– Antes de la reunión del miércoles llevaba semanas sin verlo. Desde luego, parecía preocupado y estresado, pero dudo que fuese por culpa del museo. No le interesaba en absoluto, y mi hermano y yo no esperábamos que cambiase de actitud. La reunión que mantuvimos fue la primera, y sólo hablamos de los pasos previos. El fideicomiso es inequívoco pero complicado, y hay muchas cosas que solucionar. No me cabe duda de que Neville habría acabado por convencerse. Tenía su ración de orgullo familiar. Si estaba sometido a un gran estrés, y creo que lo estaba, quizás haya que achacárselo a su trabajo. Se involucraba mucho y demasiado profundamente, y hacía años que trabajaba en exceso. Yo no sabía demasiadas cosas de su vida, pero sí sabía eso. Los dos lo sabíamos.

Antes de que Marcus pudiese hablar, Caroline se apresuró a añadir:

– ¿No podemos continuar con esto en otro momento? Ambos nos hallamos todavía en estado de shock, nos sentimos cansados y no podemos pensar con claridad. Nos hemos quedado porque queríamos ver cómo trasladaban el cadáver de Neville, pero creo que eso no va a suceder esta noche.

– Lo harán mañana por la mañana, confío que temprano. Me temo que esta noche será imposible.

Caroline Dupayne pareció olvidarse de su deseo de que la entrevista terminase cuanto antes.

– Si se trata de un asesinato -dijo con impaciencia-, ya tiene a un sospechoso principal. Tally Clutton debe de haberle hablado del conductor que, yendo a toda velocidad por el camino de entrada, la derribó de su bicicleta. Estoy segura de que encontrarlo debe de ser más urgente que interrogarnos a nosotros.

– Hemos de tratar de dar con él -admitió Dalgliesh-. La señora Clutton dijo que creía haberlo visto antes, pero que no recordaba cuándo ni dónde. Espero que le dijera lo que alcanzó a ver de él: era un hombre alto de pelo claro, atractivo y con una voz especialmente agradable. Conducía un coche grande de color negro. ¿Le recuerda a alguien esta descripción tan breve?

– En Gran Bretaña debe de haber unos cien mil hombres que respondan a ella -contestó Caroline-. ¿De veras esperan que le pongamos un nombre a esa descripción?

– A mi entender -dijo Dalgliesh manteniendo la calma-, cabe la posibilidad de que conozcan a alguien, un amigo o un visitante regular del museo, y que el retrato hecho por la señora Clutton les haga recordar.

Caroline Dupayne no respondió.

– Perdone a mi hermana si le parece que no ayuda demasiado con su actitud -la disculpó su hermano-. Los dos deseamos cooperar. Se trata tanto de nuestro deseo como de nuestra obligación. Nuestro hermano ha sufrido una muerte horrible y queremos que su asesino, si es que lo ha habido, comparezca ante la justicia. Tal vez el interrogatorio adicional pueda esperar a mañana. Mientras tanto, pensaré en ese conductor misterioso, pero no creo que pueda servirles de ayuda. Puede que sea un visitante regular del museo, pero nadie a quien reconozca. ¿No es más probable que estuviera aparcado aquí sin permiso y que se asustara al ver el incendio?

– Ésa es una explicación perfectamente plausible -convino Dalgliesh-. Desde luego, podemos dejar el resto de preguntas para mañana, pero hay algo que me gustaría aclarar: ¿cuándo fue la última vez que vieron a su hermano?

– Yo lo he visto esta misma tarde -respondió Marcus Dupayne tras cambiar una mirada con su hermana-. Quería hablar del futuro del museo con él. La reunión del miércoles no fue satisfactoria y no llegamos a ninguna conclusión. Pensé que sería útil que los dos hablásemos del asunto tranquilamente juntos. Sabía que tenía que venir a las seis a llevarse el coche tal como hacía todos los viernes por la tarde sin excepción, de modo que llegué a su piso hacia las cinco. Está en la calle Kensington High y allí es imposible aparcar, por lo que dejé el coche en uno de los espacios de Holland Park y crucé el parque andando. No era un buen momento; Neville seguía afligido y enfadado y no estaba de humor para hablar del museo, así que me di cuenta de que no solucionaba nada quedándome y me marché al cabo de diez minutos. Sentía la necesidad de quitarme la frustración dando una caminata, pero temía que cerrasen el parque, así que volví al coche por la calle de Kensington Church y la avenida Holland Park. El tráfico en la avenida estaba fatal; a fin de cuentas era viernes por la noche. Cuando Tally Clutton llamó a mi mujer para comunicarle lo del incendio, ésta no me pudo localizar en el móvil, de modo que no me enteré de la noticia hasta que llegué a casa. Eso fue al cabo de unos minutos de la llamada de Tally, y me dirigí aquí de inmediato. Mi hermana ya había llegado.

– De manera que usted fue la última persona que vio a su hermano con vida, que sepamos por el momento. ¿Tuvo la impresión cuando se despidió de él de que estaba seriamente deprimido?

– No. De haberla tenido, es obvio que no lo habría dejado solo.

Dalgliesh se volvió hacia Caroline Dupayne.

– La última vez que vi a Neville fue en la reunión para el fideicomiso el miércoles -le explicó ella-. No me puse en contacto con él desde entonces ni para hablar del futuro del museo ni para ningún otro asunto. La verdad, no creí que fuese a servir de gran cosa. Pensé que se había comportado de una forma muy rara en la reunión y que sería mejor que lo dejásemos solo un tiempo. Supongo que querrá conocer mis movimientos esta noche. Me marché del museo poco después de las cuatro y fui en coche a Oxford Street. Suelo ir a Marks & Spencer y a Selfridges Food Hall los viernes a comprar comida para el fin de semana, tanto si lo paso en mi apartamento de Swathling’s como en mi piso de aquí. No fue fácil encontrar sitio para aparcar, pero tuve suerte de dar con uno de pago. Siempre desconecto el móvil cuando estoy de compras, y no volví a encenderlo hasta que volví al coche. Supongo que era poco después de las seis, porque acababa de perderme el principio del boletín informativo de la radio. Tally me llamó al cabo de una media hora, cuando todavía estaba en Knightsbridge. Volví aquí de inmediato.

Era el momento de terminar la entrevista. Dalgliesh no tenía inconveniente en lidiar con el mal disimulado antagonismo de Caroline Dupayne, pero se daba cuenta de que tanto ella como su hermano estaban cansados. Marcus, en especial, parecía al borde del agotamiento. Los retuvo sólo unos minutos más. Ambos confirmaron que sabían que su hermano recogía su Jaguar a las seis en punto los viernes, pero no tenían ni idea de adónde iba y nunca se lo habían preguntado. Caroline dejó muy claro que la pregunta le parecía poco razonable; no esperaba que Neville la interrogase sobre lo que hacía en sus fines de semana, ¿por qué iba ella a interrogarlo a él? Si tenía otra vida, mejor para él. No tuvo reparos en admitir que sabía que había un bidón de gasolina en el cobertizo, puesto que estaba en el museo cuando la señorita Godby le había pagado a la señora Faraday por el mismo. Marcus Dupayne dijo que hasta fechas recientes, rara vez aparecía por el museo. Sin embargo, dado que conocía la existencia de una cortadora de césped, suponía que había gasolina para hacerla funcionar guardada en alguna parte. Ambos insistieron en que no conocían a nadie que le desease ningún mal a su hermano, y aceptaron sin poner ninguna objeción que las instalaciones del museo y, por lo tanto, la propia casa tendrían que permanecer cerradas al público mientras la policía proseguía con la investigación sobre el terreno. Marcus aseguró que, de todas formas, habían decidido cerrar el museo una semana o hasta la ceremonia privada de incineración del cadáver de Neville.

Ambos hermanos acompañaron a Dalgliesh y Piers a la puerta principal de forma tan meticulosa como si hubiesen sido huéspedes invitados. Los policías se adentraron en la noche. Al este de la casa, Dalgliesh vio el destello de las lámparas de arco donde dos agentes vigilaban la escena que quedaba detrás del precinto policial que impedía el acceso al garaje. No había rastro de Kate ni de Benton-Smith; seguramente ya estarían en el aparcamiento. El viento había cesado pero, permaneciendo un momento de pie, en silencio, Dalgliesh percibió un leve susurro, como si su último aliento todavía zarandease los arbustos y agitase con suavidad las escasas hojas de los árboles jóvenes. El cielo nocturno era como el dibujo de un chiquillo, un chapoteo irregular de color añil con derroches de nubes mugrientas. Se preguntó qué aspecto tendría el cielo en Cambridge. Emma ya debía de hallarse en su casa. ¿Estaría contemplando la vista de Trinity Great Court o, como habría hecho él tal vez, estaría paseándose por el patio, completamente confusa? ¿O era aún peor? ¿Acaso sólo había tardado ese viaje de una hora a Cambridge en convencerse de que ya había tenido bastante, de que no quería volver a verlo nunca más?

Dalgliesh se obligó a concentrarse de nuevo en el asunto que los había llevado hasta allí, y señaló:

– Caroline Dupayne está empeñada en mantener abierta la posibilidad del suicidio y su hermano le sigue el juego, aunque tiene sus reticencias. Desde su punto de vista es comprensible, pero ¿por qué iba Dupayne a suicidarse? Quería que el museo cerrase. Ahora que está muerto, los dos fideicomisarios que quedan pueden asegurarse de que el museo continúa existiendo.

De repente sintió la necesidad de estar a solas.

– Quiero echarle un último vistazo a la escena del crimen. Kate te va a llevar en coche, ¿verdad? Diles a ella y a Benton que nos reuniremos en mi despacho dentro de una hora.

7

Eran las once y veinte cuando Dalgliesh y los miembros del equipo se reunieron en su despacho para revisar los avances en la investigación. Después de tomar asiento en una de las sillas de la mesa de reuniones que había frente a la ventana, Piers se alegró de que AD no hubiese escogido su propio despacho para la reunión. Como de costumbre, se encontraba en un estado de desorden semiorganizado; invariablemente, podía localizar cualquier archivo que fuese necesario, pero nadie que viese el lugar creería eso posible. Sabía que AD no habría hecho ningún comentario; el jefe sí era una persona metódicamente ordenada, pero sólo exigía de sus subordinados integridad, dedicación y eficiencia. Si lo lograban en un despacho donde reinaba el caos y la confusión, no veía ninguna razón para interferir en ello. Sin embargo, Piers se alegraba de que los ojos oscuros y sentenciosos de Benton-Smith no estuviesen paseándose por las resmas de papel acumuladas en su escritorio. En contraste con aquel desorden, mantenía su apartamento en la ciudad en un orden casi obsesivo, como si fuese una forma más de conservar separadas su vida laboral y su vida privada.

Iban a tomar café descafeinado. Kate, como sabía, no podía ingerir cafeína después de las siete de la tarde sin correr el riesgo de pasar la noche en vela, y parecía absurdo y una pérdida de tiempo hacer dos cafeteras. La secretaria de Dalgliesh se había marchado a casa hacía rato, y Benton-Smith había salido a preparar el café. Piers esperaba su taza sin entusiasmo; el café descafeinado parecía una contradicción terminológica, pero al menos el tener que servirlo y después lavar las tazas pondría a Benton-Smith en su sitio. Se preguntó por qué aquel hombre le resultaba tan irritante -la palabra «desagradable» le parecía demasiado fuerte-. No era que le molestase su espectacular atractivo físico, fortalecido por un ego de lo más saludable; nunca le había importado demasiado que un colega fuese más guapo que él, a menos que fuera más inteligente o tuviese más éxito. Un poco sorprendido ante su propia percepción, pensó: «Se debe a que es ambicioso, como yo, del mismo modo. Superficialmente no podríamos ser más distintos. La verdad es que no me cae bien porque nos parecemos demasiado.»

Dalgliesh y Kate se acomodaron en sus asientos y permanecieron en silencio. Piers, cuyos ojos habían quedado fijos en el panorama de luces bajo la ventana del quinto piso, paseó la mirada por la estancia. Le resultaba familiar, pero en ese momento tuvo la desconcertante impresión de que la veía por vez primera. Se divirtió mentalmente evaluando el carácter del ocupante del despacho a partir de las escasas pistas que éste proporcionaba. A primera vista, era el típico despacho de un superior, equipado para cumplir con las normas que regulaban el mobiliario considerado apropiado para su rango. A diferencia de algunos de sus colegas, AD no había sentido la necesidad de decorar sus paredes con diplomas, fotos o escudos de fuerzas de seguridad extranjeras. Y no había ninguna fotografía enmarcada en su despacho. Le habría sorprendido descubrir semejante prueba de una vida privada. Sólo había dos características poco corrientes: una pared estaba cubierta por completo de estanterías para libros, pero éstas, como Piers sabía muy bien, no constituían un testimonio de determinado gusto personal. Los estantes contenían obras de tipo profesional: las leyes del Parlamento, informes oficiales, libros blancos, libros de consulta, volúmenes de historia, el Archbold de los alegatos en derecho penal, volúmenes sobre criminología, medicina forense e historia de la policía, y las estadísticas criminales de los cinco años anteriores. La otra característica inusual eran las litografías de Londres. Piers supuso que a su jefe no le gustaban las paredes completamente desnudas, pero incluso la elección de los cuadros tenía cierta impersonalidad. El no habría escogido óleos, por supuesto, pues hubieran sido inapropiados y pretenciosos. Sus colegas, en el caso de que se fijaran en las litografías, probablemente las juzgarían como indicadoras de un gusto excéntrico pero inofensivo. No podían, pensó Piers, ofender a nadie y sólo intrigarían a quienes tuviesen alguna idea de lo que debían de haber costado.

Benton-Smith llegó con el café. De vez en cuando, en aquellas sesiones de última hora de la noche, Dalgliesh abría su armario y sacaba copas y una botella de vino tinto. Esa noche no lo haría, por lo visto. Decidido a rechazar el café, Piers se acercó la jarra de agua y se sirvió un vaso.

– ¿Cómo llamamos a este presunto asesino? -preguntó Dalgliesh.

Tenía por costumbre dejar que los miembros del equipo hablasen del caso y luego intervenir, pero antes decidían un nombre para su presa invisible y, por el momento, incognoscible. A Dalgliesh le desagradaban los motes policiales habituales.

– ¿Qué les parece Vulcano, el dios del fuego? -sugirió Benton-Smith.

«Tenía que ser él», pensó Piers.

– Bueno, al menos es más corto que Prometeo.

Todos tenían sus cuadernos de notas abiertos frente a sí.

– De acuerdo, Kate, ¿empiezas tú? -propuso Dalgliesh.

Kate tomó un sorbo de café, decidió, al parecer, que estaba demasiado caliente, y apartó un poco la taza. No era costumbre de Dalgliesh pedir al miembro más veterano de su equipo que hablase el primero, pero esa noche lo hizo. Kate ya habría meditado sobre cuál era el mejor modo de presentar sus argumentos.

– Comenzamos planteándonos la muerte del doctor Dupayne como un asesinato y todo lo que hemos descubierto hasta ahora confirma esa primera hipótesis. El accidente queda descartado. Tuvieron que rociarlo con gasolina y, fuese del modo que fuese, tuvo que ser de manera intencionada. La prueba principal contra la hipótesis del suicidio es el hecho de que llevaba abrochado el cinturón de seguridad; además, alguien había quitado la bombilla a la izquierda de la puerta y el bidón de gasolina y el tapón del bidón se hallaban en una posición extraña. Encontraron el tapón al fondo del garaje y el bidón a unos dos metros de la puerta del coche. No hay ningún problema con la hora de la muerte. Sabemos que el doctor Dupayne guardaba su Jaguar en el museo y lo recogía todos los viernes a las seis. También contamos con el testimonio de Tallulah Clutton, que confirma que la hora de la muerte fue las seis de la tarde o poco después. Así pues, buscamos a alguien que conocía los movimientos del doctor Dupayne, que tenía llave del garaje y que sabía que había un bidón de gasolina en el cobertizo, que siempre estaba abierto. Iba a añadir que el asesino debía de conocer los movimientos de la señora Clutton, quien normalmente asistía a una clase los viernes por la tarde, pero no estoy segura de que eso sea relevante. Vulcano debió de hacer un reconocimiento previo y enterarse a qué hora cerraba el museo y de que la señora Clutton estaría en su casa al anochecer. Se trata de un crimen rápido. El asesino seguramente supuso que le daría tiempo a desaparecer antes de que la señora Clutton oyese o incluso oliese el fuego.

Kate hizo una pausa.

– ¿Algún comentario sobre el resumen de Kate? -preguntó Dalgliesh.

Fue Piers quien decidió intervenir primero.

– No ha sido un crimen impulsivo, sino cuidadosamente planeado. No puede tratarse de un homicidio sin premeditación. A primera vista, los sospechosos son la familia Dupayne y el personal del museo, ya que todos poseen la información necesaria y tienen un móvil. Los Dupayne querían que el museo siguiese abierto, como se supone que también era el deseo de Muriel Godby y de Tallulah Clutton. Godby perdería un buen trabajo y Clutton se quedaría sin empleo y sin hogar.

– Pero no matas a un hombre de una forma tan horrible sólo para conservar tu trabajo -arguyó Kate-. Está claro que Muriel Godby es una secretaria eficiente y con experiencia. No pasará mucho tiempo sin trabajo. Lo mismo puede decirse de Tallulah Clutton. Hay mucha demanda para las amas de llaves o empleadas del hogar de confianza. Aunque no encuentre trabajo rápidamente, seguro que tiene una familia. Ninguna de las dos me parece verdaderamente sospechosa.

– Hasta que averigüemos más datos, es prematuro hablar de un móvil -señaló Dalgliesh-. Todavía no sabemos nada de la vida privada de Neville Dupayne, de la gente con la que trabajaba, del lugar al que iba cuando recogía su Jaguar los viernes… Además, tenemos el problema del misterioso conductor que atropello a la señora Clutton.

– Si es que existe -puntualizó Piers-. Sólo tenemos el brazo magullado de la mujer y la rueda de bicicleta torcida. Pudo haber provocado la caída ella misma y hacer ver que la habían atropellado. No se necesita mucha fuerza para doblar una rueda de bicicleta. Podría haberla estrellado contra una pared.

Benton-Smith había permanecido en silencio, pero en ese momento decidió intervenir.

– No creo que estuviese implicada -dijo-. No pasé en la casa mucho tiempo, pero me pareció una testigo honesta. Me gustó.

Piers se reclinó en su asiento y empezó a recorrer el borde de su vaso con el dedo antes de decir con tranquilidad controlada:

– ¿Y qué demonios tiene eso que ver? Hemos de considerar las pruebas. Que nos gusten o no los testigos no viene al caso.

– Para mí, sí -replicó Benton-Smith-. La impresión que me causa un testigo forma parte de las pruebas. Si eso sirve para un jurado, ¿por qué no para la policía? No me imagino a Tallulah Clutton cometiendo este asesinato, ni cualquier otro, dicho sea de paso.

– Supongo que en ese caso -siguió Piers- para usted, Muriel Godby sería la principal sospechosa en lugar de cualquiera de los Dupayne, ya que es menos atractiva que Caroline Dupayne y, en cuanto a Marcus, ningún funcionario retirado sería capaz de cometer un asesinato.

– No -respondió con calma Benton-Smith-. Sería mi principal sospechosa porque este asesinato, si es que ha sido un asesinato, lo cometió alguien muy listo, pero no tan listo como él o ella se cree que es. Lo cual señala a Godby en lugar de señalar a cualquiera de los Dupayne.

– ¿Listo pero no tanto como él o ella cree? -repitió Piers-. Mmm, ese fenómeno debería resultarle familiar, sargento…

Kate miró a Dalgliesh, quien era consciente de las ventajas que una rivalidad podía aportar a la investigación; nunca había querido un equipo de cómodos conformistas que se admirasen mutuamente, pero desde luego, Piers había ido demasiado lejos. Pese a ello, estaba segura de que AD no lo regañaría delante de un oficial de rango inferior.

Y no lo hizo. En vez de eso, haciendo caso omiso de Piers, Dalgliesh se dirigió a Benton-Smith.

– Su razonamiento es válido, sargento, pero resulta peligroso llevarlo demasiado lejos. Incluso un asesino inteligente puede tener lagunas de conocimiento y experiencia. Cabe la posibilidad de que Vulcano esperase que el coche explotara y que el cadáver, el garaje y el propio automóvil quedasen completamente destruidos, sobre todo teniendo en cuenta que no debía de imaginar que la señora Clutton llegaría a la escena del crimen tan temprano. Un fuego devastador podría haber destruido la mayor parte de las pistas, pero dejemos el perfil psicológico y concentrémonos en los pasos a seguir.

Kate se volvió hacia Dalgliesh.

– ¿Se ha creído la historia de la señora Clutton, señor? -preguntó-. Me refiero al accidente y al conductor que se da a la fuga.

– Sí, me parece verosímil. Publicaremos el anuncio optimista habitual pidiéndole a ese hombre que se ponga en contacto con nosotros, pero si no lo hace, encontrarlo no va a ser tarea fácil. Lo único que tenemos es la impresión momentánea de la señora Clutton, que por otra parte era notablemente vivida, ¿no os parece? Ese rostro inclinándose sobre ella con lo que describió como una expresión de horror y compasión… ¿Os parece que eso concuerda con nuestro asesino, un hombre que, de forma intencionada, acaba de rociar a su víctima con gasolina para luego quemarla viva? Lo lógico es que quisiera largarse de allí cuanto antes. ¿Se pararía por haber derribado a una anciana de su bicicleta? Y si lo hiciese, ¿mostraría esa clase de preocupación?

– El comentario que hizo sobre la hoguera -comentó Kate-, evocando el caso Rouse: es obvio que impresionó a la señora Clutton y a la señorita Godby. Ninguna de las dos me pareció compulsiva ni irracional, pero sí advertí que eso les preocupaba. Desde luego, no nos enfrentamos a un asesino que se inspira en asesinatos famosos, pues lo único que ambos crímenes tienen en común es un hombre muerto en un coche en llamas.

– Probablemente se trate de una coincidencia -sugirió Piers-, la clase de comentario hecho de pasada que podría hacer cualquiera en esas circunstancias. Intentaba justificar que estaba ignorando un incendio. Y Rouse también.

– Lo que preocupó a esas dos mujeres fue el pensar que las dos muertes tal vez tuviesen algo más en común que unas pocas palabras -expuso Dalgliesh-. Quizá fuese la primera vez que ambas tomaban conciencia de que Dupayne posiblemente había sido asesinado. Sin embargo, supone una complicación. Si no lo encuentran y llevamos a un sospechoso a juicio, el testimonio de la señora Clutton constituirá un regalo para la defensa. ¿Algún otro comentario sobre el resumen de Kate?

Benton-Smith había permanecido muy quieto y en silencio. En ese momento, decidió hablar.

– Creo que podríamos hallarnos ante un caso de suicidio.

– ¿Ah, sí? Pues adelante, cuéntenos por qué -exigió Piers de inmediato, irritado.

– En realidad no estoy diciendo que fuese un suicidio, sólo digo que las pruebas para demostrar que se trata de un asesinato no son tan concluyentes como afirmamos. Los Dupayne nos han contado que la mujer de uno de sus pacientes se ha quitado la vida, y tal vez deberíamos averiguar por qué. Es probable que a Neville Dupayne le hubiese afectado esa muerte más de lo que sus hermanos creen. -Se volvió hacia Kate-. Y siguiendo con su argumentación, Dupayne llevaba puesto el cinturón de seguridad. Bien, pues sugiero que quería asegurarse de estar bien atado, sin posibilidad de moverse. ¿No existe siempre el riesgo de que, una vez ardiendo, cambiase de opinión, tratase de salir corriendo e intentara rodar por la hierba para apagarlo? Quería morir, y morir en el Jaguar. Luego está el lugar donde se encontraron el bidón y el tapón. ¿Por qué diablos iba a dejar el bidón cerca del coche? ¿No era más natural tirar el tapón primero y luego el bidón? ¿Por qué iba a importarle adónde iban a parar?

– ¿Y la bombilla desaparecida? -inquirió Piers.

– No tenemos pruebas que demuestren cuánto tiempo hacía que faltaba esa bombilla. Todavía no hemos conseguido ponernos en contacto con Ryan Archer. Podría haberla quitado, cualquiera podría haberlo hecho, el propio Dupayne, sin ir más lejos. No se puede levantar un caso de asesinato sobre una bombilla desaparecida.

– Pero no hemos encontrado ninguna nota de suicidio -objetó Kate-. Los suicidas, por lo general, quieren explicar por qué lo hacen. ¡Y qué manera de elegir su muerte! Lo que quiero decir es que este hombre era médico, tenía acceso a numerosos fármacos. Podría habérselos llevado consigo al coche y quitarse la vida en el Jaguar si eso era lo que quería. ¿Por qué iba a quemarse a lo bonzo y morir agonizando de esa manera?

– Probablemente fue muy rápido -adujo Benton-Smith.

Piers perdió la paciencia.

– ¡Y un cuerno! No lo bastante rápido. No me trago su teoría, Benton. Supongo que ahora dirá que fue el propio Dupayne quien quitó la bombilla y colocó el bidón donde lo encontramos para que su suicidio pareciese un asesinato. Un bonito regalo de despedida para la familia. Es el acto propio de un niño caprichoso o de un loco.

– Es una posibilidad -contestó Benton-Smith sin alterarse.

– ¡Sí, claro, todo es posible! -exclamó Piers, airado-. ¡Hasta que Tallulah Clutton lo hiciese porque había estado manteniendo una aventura amorosa con Dupayne y éste iba a dejarla por Muriel Godby! Por favor, mantengámonos dentro de los límites de la realidad…

– Hay un hecho que podría indicar que no se trata de un asesinato sino de un suicidio -intervino Dalgliesh-. A Vulcano tuvo que resultarle difícil rociarle la cabeza con gasolina a Dupayne empleando el bidón. Debió de salir demasiado despacio. Si necesitaba incapacitar a su víctima, aunque fuese por escasos segundos, tendría que verter la gasolina en algo parecido a un cubo. O eso, o primero lo dejó inconsciente de un golpe. Seguiremos reconociendo el terreno en cuanto amanezca, pero aunque hubiese utilizado un cubo, dudo que lo encontremos.

– No había ningún cubo en el cobertizo del jardín, claro que Vulcano pudo haberlo llevado consigo -apuntó Piers-. Tal vez vertió la gasolina en el garaje, no en el cobertizo, antes de quitar la bombilla y luego le dio una patada al bidón. Querría tocarlo lo menos posible, a pesar de llevar guantes, pero era importante dejar el bidón en el garaje si quería que pareciese un suicidio o un accidente.

Kate intervino entonces, tratando de mantener a raya su entusiasmo.

– Luego, después de cometer el crimen, Vulcano debió de tirar toda su ropa protectora al cubo. Más tarde ya le resultaría fácil deshacerse de las pruebas incriminatorias. El cubo seguramente era de los más corrientes, de plástico. Podía aplastarlo y arrojarlo a un contenedor, una papelera que tuviese a mano o una zanja.

– Por el momento, todo eso sólo son conjeturas -señaló Dalgliesh-. Corremos el peligro de empezar a proponer teorías adelantándonos a los hechos. Vamos a avanzar un poco, ¿de acuerdo? Necesitamos asignar las tareas para mañana. He quedado en ir a ver a Sarah Dupayne a las diez de la mañana con Kate; tal vez nos dé alguna pista sobre lo que hacía su padre los fines de semana. Existe la posibilidad de que llevara una doble vida, en cuyo caso necesitamos saber dónde, a quién veía, con quién se relacionaba, etcétera. Estamos dando por sentado que el asesino llegó antes al museo, realizó todos los preparativos y esperó a oscuras en el garaje, pero es posible que Dupayne no estuviera solo cuando llegó. Quizá Vulcano iba con él o habían quedado en encontrarse allí. Piers, será mejor que tú y Benton-Smith os entrevistéis con el mecánico del taller de Duncan’s, un tal Stanley Carter. Tal vez Dupayne le hiciese algunas confidencias. En cualquier caso, él debe de tener alguna idea de cuántos kilómetros hacía el coche los fines de semana. Y necesitamos interrogar a Marcus y Caroline Dupayne otra vez y, cómo no, a Tallulah Clutton y Muriel Godby. Tras una noche de descanso, es posible que recuerden algo que no nos hayan dicho. Luego están las voluntarias, la señora Faraday, que se encarga del jardín, y la señora Strickland, la calígrafa. Y, por supuesto, Ryan Archer. Es raro que ese Comandante con quien se supone que vive no haya contestado a las llamadas telefónicas. Ryan vendrá a trabajar a las diez el lunes, pero necesitamos hablar con él antes de entonces. Y hay una prueba que esperamos contrastar: la señora Clutton ha declarado que cuando llamó a Muriel Godby, la línea estaba ocupada y tuvo que llamarla al móvil. Conocemos la versión de Godby, según la cual el auricular no estaba bien colgado. Sería interesante saber si ella se hallaba en casa o no cuando se hizo la llamada. Usted es una especie de experto en eso, ¿no es así, sargento?

– No soy un experto, señor, pero tengo algo de experiencia. Con un móvil, la estación de base utilizada queda registrada al principio y al final de cada llamada, ya sea emitida o recibida, incluyendo las llamadas a los buzones de voz. El sistema también registra la estación de base utilizada por la otra persona si forma parte de la red. Los datos se guardan durante varios meses y se divulgan cuando la ley lo exige. He participado en casos en los que hemos logrado conseguirlos, pero no siempre resulta de utilidad. En las ciudades, sobre todo, es imposible obtener posiciones de mayor precisión que un par de cientos de metros, tal vez menos. El servicio tiene mucha demanda, de modo que es posible que debamos esperar.

– Habría que intentarlo. Y deberíamos entrevistarnos con la mujer de Marcus Dupayne. Es probable que confirme la historia de su marido, quien sostiene que su intención era ir a ver a su hermano esa tarde -dijo Dalgliesh.

– Siendo su esposa seguramente lo hará -convino Piers-. Han contado con tiempo suficiente para ponerse de acuerdo en su versión, pero eso no significa que el resto sea verdad. Muy bien podría haberse subido al coche, conducido hasta el museo, matado a su hermano y después regresado a casa. Necesitamos examinar más detenidamente los tiempos exactos, pero calculo que es posible.

En ese instante sonó el teléfono de Piers, que respondió y escuchó a su interlocutor. A continuación, dijo:

– Creo que será mejor que hable con el comisario Dalgliesh, sargento -dijo y le pasó a éste el móvil.

Dalgliesh escuchó en silencio y luego dijo:

– Gracias, sargento. Tenemos una muerte sospechosa en el Museo Dupayne y existe la posibilidad de que Archer sea un testigo presencial de los hechos. Necesitamos encontrarlo. Haré que dos de mis agentes vayan a ver al comandante Arkwright en cuanto se reponga y vuelva a su casa. -Devolviéndole el teléfono a Piers, anunció-: Era el sargento Masón, de la estación de Paddington. Acaba de volver al piso del comandante Arkwright en Maida Vale después de visitarlo en el hospital de Saint Mary. Cuando el Comandante regresó a su casa esta tarde a eso de las siete, Ryan Archer lo agredió con un atizador. La mujer del piso de abajo oyó el golpe cuando cayó al suelo y llamó una ambulancia y a la policía. El comandante no está herido de gravedad, sólo es una herida superficial en la cabeza, pero lo tendrán toda la noche en observación. Le dio al sargento Masón las llaves de su piso para que la policía fuese a comprobar que las ventanas estaban bien cerradas. Ryan Archer no se encuentra allí. Salió huyendo tras la agresión y por el momento no hay noticias de él. Creo que es poco probable que lo veamos de vuelta en el trabajo el lunes por la mañana. Vamos a emitir una orden de búsqueda y la dejaremos en manos de quienes cuenten con el personal necesario.

»Prioridades para mañana -prosiguió Dalgliesh-: Kate y yo haremos una visita a Sarah Dupayne por la mañana y luego iremos al piso de Neville Dupayne. Piers, después de que tú y Benton hayáis ido al taller, quedad con Kate para ir a ver al comandante Arkwright. Más tarde tendremos que interrogar a las dos voluntarias, la señora Faraday y la señora Strickland. He llamado a James Calder-Hale. Se tomó la noticia del asesinato con tanta calma como yo esperaba y tendrá la bondad de recibirnos a las diez el domingo por la mañana, momento en que estará en el museo para acabar unas tareas personales pendientes. Para las nueve de mañana deberíamos saber el lugar y la hora de la autopsia. Me gustaría que tú, Kate, fueses allí con Benton. Y usted, Benton, encárguese de que la señora Clutton le eche un vistazo al fichero de delincuentes. No es probable que reconozca a nadie, pero la impresión del especialista en retratos robot a partir de su descripción quizá resulte de utilidad. Parte de esto podría filtrarse el domingo o el lunes. Cuando se conozca la noticia, se armará un gran revuelo en la prensa. Por suerte, ahora mismo están pasando suficientes cosas para que no aparezca en todas las portadas. ¿Te encargas tú de las relaciones públicas, Kate? Y habla con los de logística para convertir uno de los despachos en sala de incidencias. No tiene sentido ir a molestar a los de Hampstead, ya andan bastante escasos de espacio tal como están. ¿Alguna pregunta? Manteneos en contacto mañana, porque igual habrá que alterar el programa.

8

Eran las once y media. Tally, abrigada con su bata de lana, cogió la llave y abrió el cerrojo de la ventana de su dormitorio. La señorita Caroline había insistido en la seguridad de la casa tras asumir la responsabilidad del museo después de la muerte de su padre, pero a Tally nunca le había gustado dormir con la ventana cerrada. En ese momento, la abrió de par en par y el aire frío le entumeció los sentidos, trayendo consigo la paz y el silencio nocturnos. Ése era el momento, al final de la jornada, que tanto le gustaba. Sabía que la paz que se extendía a sus pies era ilusoria: allí fuera, en la oscuridad, los depredadores cercaban a sus presas, se libraba la guerra perpetua de la supervivencia y el aire cobraba vida con millares de pequeñas refriegas y movimientos sigilosos imperceptibles para sus oídos. Esa noche, además, se incorporaba otra imagen, la de unos dientes blancos reluciendo en una mueca en una cabeza ennegrecida. Sabía que nunca lograría borrarla por completo de su memoria. Sólo podía minimizar su poder aceptándola como una realidad terrible con la que tendría que vivir, igual que otros millones de personas tenían que vivir con sus horrores en un mundo devastado por la guerra. Sin embargo, por fin no había vestigio del olor a humo, y recorrió con la mirada las silenciosas hectáreas sobre las que se derramaban las luces de Londres, que semejaba un cofre lleno de joyas sobre un páramo de oscuridad que no parecía cielo ni tierra.

Se preguntó si Muriel, en aquel cuarto diminuto contiguo al suyo, ya estaría dormida. Había regresado a la casa más tarde de lo que Tally esperaba y le había explicado que se había dado una ducha en casa, pues prefería una ducha a un baño. Había llevado consigo una botella de leche adicional, los cereales que le gustaban para desayunar y un bote de Horlicks, la bebida nutritiva. Había calentado la leche, había preparado un buen vaso para ambas y luego se habían sentado a ver las noticias; las imágenes en movimiento que pasaban ante sus ojos al menos les transmitían una ilusión de normalidad. Se dieron las buenas noches en cuanto hubo terminado el boletín informativo. Tally se sentía agradecida por contar con la compañía de Muriel, pero al mismo tiempo se alegraba de que ésta se marchara al día siguiente. También sentía gratitud hacia la señorita Caroline; ella y el señor Marcus habían ido a la casa cuando el comisario Dalgliesh y su equipo se hubieron marchado al fin. Había sido la señorita Caroline quien había hablado en nombre de ambos.

– Lo lamentamos muchísimo, Tally. Ha sido algo terrible para usted. Queremos agradecerle el que fuera tan valiente y reaccionase con tanta prontitud. Nadie podría haberlo hecho mejor.

Para alivio de Tally, no le habían hecho preguntas y tampoco se habían quedado demasiado rato. Era extraño, se dijo, que hubiese tenido que ocurrir aquella tragedia para darse cuenta de que sentía simpatía por la señorita Caroline, una mujer que o bien caía maravillosamente a la gente o bien ésta la encontraba detestable. Reconociendo el poder de la señorita Caroline, Tally aceptó que la razón fundamental de que le cayese bien era un tanto censurable: sencillamente, podría haberle hecho la vida imposible en el Dupayne y había decidido no hacerlo.

La casa la arropó como hacía siempre. Era el lugar en el cual, después de tan largos años de penalidades y sacrificios, había abierto sus brazos a la vida, igual que en aquel momento en que unas manos enormes pero delicadas la habían sacado de los escombros para conducirla a la luz.

Siempre contemplaba la oscuridad sin miedo. Poco después de llegar al Dupayne, un viejo jardinero, ya jubilado, se había deleitado relatándole cierto asesinato que había tenido lugar en la época victoriana en la entonces casa privada. Se había recreado en la descripción del cuerpo, una criada muerta, degollada, despatarrada a los pies de un roble al borde del Heath. Estaba embarazada y había corrido el rumor de que un miembro de la familia, su jefe o uno de los dos hijos de éste, había sido el responsable de la muerte de la chica. Algunos aseguraban que el espíritu de la chica, que no había encontrado reposo todavía, se paseaba al caer la noche por el Heath. Nunca se le había aparecido a Tally, cuyos miedos y ansiedades adoptaban formas más tangibles. Sólo en una ocasión había sentido un verdadero escalofrío, más de interés que de miedo, al percibir movimiento bajo el roble. Vio dos figuras oscuras surgir de entre las sombras, acercarse, hablar entre sí y separarse de nuevo. Reconoció en una de ellas al señor Calder-Hale. No fue la última vez que lo vio pasearse acompañado por la noche. Nunca había comentado aquellas apariciones ni con él ni con nadie. Entendía el atractivo que podía tener deambular en la oscuridad, y en cualquier caso no era asunto suyo.

Después de dejar la ventana entornada, se metió al fin en la cama. Le resultó difícil conciliar el sueño. Allí tendida, completamente a oscuras, los sucesos del día se agolparon en su mente, más vividos y nítidos que en la realidad. Sin embargo, había algo que quedaba más allá del alcance de la memoria, algo fugitivo, que se negaba a desvelarse pero que yacía en un rincón de su cerebro produciéndole una inquietud vaga y desenfocada. Quizás esa turbación tuviese su origen en el sentimiento de culpa por no haber hecho lo suficiente, por ser, de algún modo, responsable, ya que si ella no hubiese ido a su clase el doctor Neville tal vez seguiría con vida. Sabía que se trataba de un remordimiento irracional y resolvió que debía intentar quitárselo de la cabeza. Y en ese momento, con la mirada fija en la masa borrosa y pálida de la ventana entreabierta, la asaltó un recuerdo de infancia, sentada en la penumbra de una hosca iglesia victoriana en aquel barrio periférico de Leeds, escuchando la liturgia de vísperas. Hacía casi sesenta años que no oía esa oración, pero en ese momento las palabras acudieron a su mente con tanta vivacidad como si las escuchase por primera vez. «Tú, Señor, que iluminas la noche y haces que después de las tinieblas surja otra vez la luz, haz que, durante la noche que ahora empieza, nos veamos exentos de toda culpa, protégenos de los peligros que nos acechan y que, al clarear el nuevo día, podamos reunimos otra vez en tu presencia, para darte gracias nuevamente. Por Jesucristo nuestro Señor.» Retuvo la imagen de aquella cabeza quemada, recitó la plegaria en voz alta y se sintió reconfortada.

9

Sarah Dupayne vivía en el tercer piso de un edificio antiguo, en una anodina calle de casas adosadas del siglo xix en la frontera de Kilburn, que los agentes inmobiliarios locales sin duda preferían anunciar como West Hampstead. Frente al número 16 había una pequeña parcela de césped descuidado y arbustos deformes que no llegaban a alcanzar la categoría de parque. Las dos casas semiderruidas contiguas al terreno estaban siendo reconvertidas, al parecer, en una sola vivienda. Entre la nada despreciable cantidad de carteles de agencias inmobiliarias clavados en los reducidos jardines delanteros, uno correspondía al número 16. Unas cuantas construcciones revelaban, por sus puertas relucientes y las paredes restauradas, que la clase de jóvenes profesionales con aspiraciones había empezado a colonizar la calle. Sin embargo, pese a su cercanía a la estación de Kilburn y a los atractivos de Hampstead, todavía conservaba el aire descuidado y ligeramente desolado de una calle de transeúntes. Para ser sábado por la mañana, estaba inusitadamente tranquila, y no se detectaban indicios de actividad tras las cortinas.

A la derecha de la puerta del número 16 había tres timbres. Dalgliesh pulsó el que había debajo de la tarjeta con el apellido «Dupayne». El nombre que aparecía bajo éste había sido borrado a conciencia y era indescifrable. Respondió una voz de mujer al timbre y Dalgliesh se anunció.

– Es inútil que intente abrirle desde aquí, el maldito cacharro está roto -explicó la voz-. Ahora mismo bajo.

Al cabo de menos de un minuto, la puerta principal se abrió. Vieron a una mujer de constitución robusta, facciones bien marcadas, frente ancha y una melena negra y espesa recogida firmemente en la nuca con un pañuelo. Cuando se soltara el cabello, la exuberancia de éste debía de darle un aire agitanado y picaresco, pero en ese momento su rostro, apagado y sin restos de maquillaje salvo por una pincelada de pintalabios brillante, parecía manifiestamente vulnerable. Dalgliesh calculó que debía de rondar la cuarentena, pero los pequeños estragos del tiempo ya habían dejado su huella en las arrugas de la frente y en los pequeños pliegues de insatisfacción en las comisuras de la ancha boca. Vestía pantalones negros, camiseta y una chaqueta de lana de color púrpura. No llevaba sujetador, y los prominentes pechos se le balanceaban al andar.

Haciéndose a un lado para dejarlos pasar, dijo:

– Soy Sarah Dupayne. Lo siento, pero no hay ascensor. Suban, ¿quieren?

Percibieron cierto olor a whisky en su aliento.

Mientras los conducía con paso firme por la escalera, Dalgliesh pensó que era más joven de lo que aparentaba. La tensión de las doce horas anteriores sin duda le había robado cualquier asomo de juventud. Se sorprendió de encontrarla sola, pues lo lógico habría sido que, en semejantes circunstancias, alguien hubiese ido a hacerle compañía.

El piso en el que entraron daba a la pequeña parcela de enfrente y era muy luminoso. Había dos ventanas y una puerta a la izquierda que estaba abierta y que sin duda conducía a la cocina. La estancia resultaba inquietante; Dalgliesh tuvo la impresión de que había sido amueblada con cierto cuidado y con piezas caras, pero que los ocupantes habían perdido todo interés por ella y emocionalmente ya se habían mudado a otra parte. En las paredes pintadas se veían rayas de suciedad que sugerían que algunos cuadros habían sido descolgados, y sobre la repisa de la chimenea victoriana sólo lucía un pequeño jarrón Doulton con dos ramilletes de crisantemos blancos, marchitos. El sofá, que dominaba la habitación, era de cuero y de diseño moderno. El otro mueble grande era una larga librería que cubría una de las paredes; estaba medio vacía y los libros se tropezaban desordenadamente unos con otros.

Sarah Dupayne los invitó a sentarse y se acomodó en un puf cuadrado de cuero que había junto a la chimenea.

– ¿Les apetece un poco de café? -les ofreció-. Se supone que no pueden tomar alcohol, ¿verdad? Me parece que todavía me queda leche en la nevera. Yo he estado bebiendo, como seguramente habrán notado, pero no mucho. Puedo responder a sus preguntas sin problemas, si es eso lo que les preocupa. ¿Les importa si fumo?

Sin aguardar respuesta, hurgó en el bolsillo de su chaqueta y sacó un mechero y un paquete de cigarrillos. Encendió uno y dio una calada tan profunda como si la nicotina fuese una droga capaz de salvarle la vida.

– Lamento que tengamos que molestarla siendo tan reciente la muerte de su padre -dijo Dalgliesh-, pero cuando se trata de una muerte sospechosa, los días inmediatamente posteriores suelen ser los más importantes. Necesitamos obtener información esencial cuanto antes.

– ¿Muerte sospechosa? ¿Está seguro? Eso significa asesinato. La tía Caroline pensaba que quizá se tratara de un suicidio.

– ¿Y le dio alguna razón para ello?

– La verdad es que no. Dijo que ustedes estaban convencidos de que no pudo haber sido un accidente. Supongo que pensó que el suicidio era la única opción probable. Cualquier cosa es más probable que un asesinato, porque, ¿quién iba a querer matar a mi padre? Era psiquiatra, no era un traficante de drogas ni nada por el estilo. Que yo sepa, no tenía ningún enemigo.

– Pues debe de tener uno al menos -señaló Dalgliesh.

– En ese caso, no es nadie que yo conozca.

– ¿Le habló de alguien que pudiera desearle algún mal? -preguntó Kate.

– ¿Desearle algún mal? ¿Es eso lenguaje policial? Rociarle el cuerpo con gasolina para después prenderle fuego no me parece que sea desearle algún mal. ¡Dios, es increíble! No, no sé de nadie que le deseara ningún mal. -Puso un énfasis especial en todas sus palabras, con un tono de sarcasmo en la voz.

– ¿Calificaría la relación de su padre con sus hermanos de buena? -inquirió Kate-. ¿Se llevaban bien?

– No es usted muy sutil, que digamos, ¿verdad? No, creo que a veces, de hecho, se odiaban. Pero eso pasa en todas las familias, ¿o es que no se ha dado cuenta? Los Dupayne no son la familia mejor avenida del mundo, pero eso no es tan raro. Lo que quiero decir es que se puede ser una familia disfuncional sin que sus miembros quieran quemarse vivos los unos a los otros.

– ¿Cuál era la actitud de su padre respecto a la firma del nuevo contrato de arrendamiento? -preguntó Dalgliesh.

– Dijo que no pensaba firmarlo. Fui a verlo el martes, la noche antes de que celebrasen la reunión de los fideicomisarios. Le dije que pensaba que debía oponerse y no firmar. Para serles sincera, quería mi parte del dinero. Él tenía otras consideraciones.

– ¿Cuánto esperaba obtener cada uno?

– Tendrá que preguntárselo a mi tío. Unas veinticinco mil, creo. En los tiempos que corren, no es una gran fortuna, pero alcanza para poder vivir sin trabajar uno o dos años. Papá quería que el museo cerrase por motivos más loables. Pensaba que nos preocupábamos demasiado por el pasado, una especie de nostalgia nacional, y que eso nos impedía enfrentarnos a los problemas del presente.

– Esos fines de semana que pasaba fuera… -dijo Dalgliesh-, parece ser que era una costumbre regular recoger el coche todos los viernes a las seis. ¿Sabe adónde iba?

– No, nunca me lo decía y yo nunca le preguntaba. Sé que pasaba los fines de semana fuera de Londres, pero no me había percatado de que se iba todos los viernes. Me imagino que por eso trabajaba hasta tan tarde los cuatro días restantes, para dejarse el sábado y el domingo libres. Tal vez llevase otra vida. Ojalá. Me gustaría pensar que fue un poco feliz antes de morir.

– Pero ¿nunca le mencionó adónde iba, o si se estaba viendo con alguien? -insistió Kate-. ¿No hablaba de eso con usted?

– No hablábamos. No quiero decir con ello que no nos llevásemos bien. Era mi padre, y yo lo quería. Es sólo que no nos comunicábamos demasiado. El siempre estaba agobiado de trabajo, yo también, vivíamos en mundos diferentes… ¿De qué íbamos a hablar? En fin, que al final del día seguramente acababa como yo, rendido y muerto de sueño delante de la tele. Además, trabajaba casi todas las tardes hasta última hora, ¿por qué iba a subir hasta Kilburn sólo para contarme el día tan nefasto que había tenido? Aunque tenía una novia, podrían preguntarle a ella.

– ¿Sabe quién es?

– No, pero espero que lo averigüen. Ese es su trabajo, ¿no? Encontrar a la gente…

– ¿Cómo sabe que tenía una novia?

– Cuando me estaba mudando de Balham aquí, le pregunté si podía quedarme en su piso un fin de semana. Había tenido mucho cuidado, pero yo me di cuenta. Estuve husmeando un poco…, las mujeres siempre lo hacemos. No les diré cómo lo supe para que no les suban los colores; además, no era asunto mío, desde luego. Pensé: «Ojalá que tenga suerte.» Lo llamaba «papá», por cierto. Cuando cumplí los catorce, sugirió que tal vez quisiera llamarlo Neville. Supongo que creía que eso era lo que yo quería, que fuese más un amigo que un padre; tendencias modernas, ya saben. Bueno, pues se equivocaba; lo que quería era llamarlo «papá» y subirme a su regazo. Es una ridiculez, ¿verdad? Les diré una cosa: no sé qué les ha contado el resto de la familia, pero papá no se suicidó. Nunca me haría una cosa así.

Kate advirtió que Sarah estaba al borde de las lágrimas. Arrojó el cigarrillo, a medio fumar, a la chimenea vacía. Le temblaban las manos.

– No es un buen momento para que esté sola -dijo Dalgliesh-. ¿No tiene algún amigo o amiga que pueda quedarse con usted?

– No se me ocurre nadie. Y no quiero que el tío Marcus me suelte el típico pésame o la tía Caroline me mire con aire socarrón y provocador para que muestre alguna emoción, deseando que sea una hipócrita.

– Si prefiere que lo dejemos, podemos volver más tarde -sugirió Dalgliesh.

– Estoy bien, sigan. No creo que se queden mucho más de todos modos. Quiero decir que es poco lo que puedo agregar.

– ¿Quiénes son los herederos de su padre? ¿Le habló alguna vez de su testamento?

– No, pero supongo que debo de serlo yo. ¿Quién más va a haber? No tengo hermanos y mi madre murió el año pasado. Bueno, no habría heredado nada de todas formas, porque se divorciaron cuando yo tenía diez años. Ella vivía en España, y yo nunca la veía. No volvió a casarse porque quería la pensión, pero eso no arruinó a mi padre precisamente. Y no creo que les haya dejado algo a Marcus o Caroline. Luego iré al piso de Kensington y averiguaré el nombre del notario de papá. El piso debe de valer lo suyo, por supuesto. Compraba con muy buen criterio. Supongo que también querrán ir allí.

– Sí -contestó Dalgliesh-, habrá que echarle un vistazo a sus papeles. Tal vez podamos ir allí con usted. ¿Tiene la llave?

– No, no quería que estuviese entrando y saliendo de su vida cuando me diese la gana. Digamos que era problemática, y supongo que lo hacía para prevenirse. ¿No encontraron sus llaves en el…, en su bolsillo?

– Sí, tenemos un juego. Preferiría haber tomado prestadas las suyas, señorita Dupayne.

– Supongo que habrán confiscado las de papá como parte de las pruebas. El portero nos dejará entrar. Vayan cuando quieran, me gustaría estar allí a solas. Tengo planeado pasar un año en el extranjero en cuanto se calmen un poco las cosas. ¿Deberé esperar a que se haya resuelto el caso? Bueno, quiero decir… ¿puedo irme después de la investigación y del funeral?

– ¿Querrá hacerlo? -preguntó Dalgliesh con delicadeza.

– Supongo que no. Papá me diría que no se puede huir, que siempre te llevas a ti misma contigo. Es una frase muy trillada, pero es cierta. Ahora me llevaría mucho más equipaje, ¿verdad?

Dalgliesh y Kate se pusieron en pie. Dalgliesh extendió la mano.

– Sí -respondió-. Lo siento.

No hablaron hasta que salieron y se dirigieron al coche.

– Le interesa mucho el dinero, ¿no? -dijo Kate, pensativa-. Es importante para ella.

– ¿Lo bastante importante para cometer un parricidio? Esperaba que el museo cerrase. Estaba segura de que, al final, recibiría sus veinticinco mil.

– Tal vez deseaba tenerlo más temprano en lugar de más tarde. Se siente culpable por algo.

– Porque no quería a su padre -repuso Dalgliesh-, o no lo quería lo suficiente. El sentimiento de culpa es inseparable del dolor, pero tiene algo más en la cabeza que le preocupa, aparte del asesinato de su padre, por horrible que haya sido. Necesitamos saber qué hacía él los fines de semana. Es posible que Piers y Benton-Smith obtengan alguna información del mecánico del taller, pero creo que nuestra mejor baza sería la secretaria personal de Dupayne. Averigua quién es, ¿quieres, Kate? Y concierta una cita con ella, para hoy a ser posible. Dupayne era médico psiquiatra en Saint Oswald. Yo lo intentaría primero ahí.

Kate llamó al servicio de información telefónica y luego telefoneó al hospital. Tardaron varios minutos en ponerla en contacto con la extensión que solicitaba. La conversación sólo duró un minuto, tiempo durante el cual Kate se limitó básicamente a escuchar.

Tapando el auricular con la mano, se dirigió a Dalgliesh:

– La secretaria del doctor Dupayne es la señora Angela Faraday. Trabaja los sábados por la mañana, pero el consultorio cierra a la una y cuarto. Estará sola en su oficina entre esa hora y las dos. Podrá recibirlo entonces, pues al parecer no hace pausa para el almuerzo y sólo se toma unos bocadillos en su despacho.

– Gracias, Kate. Dile que estaré allí a la una y media en punto.

Una vez concertada la cita y terminada la llamada, Kate añadió:

– Qué curiosa coincidencia que se llame igual que la voluntaria jardinera del museo… Si es que se trata de una coincidencia; Faraday no es un apellido muy corriente.

– Si no es una coincidencia y están emparentadas -apuntó Dalgliesh-, eso nos abre un abanico de interesantes posibilidades. Mientras, veamos qué encontramos en el piso de Kensington.

Al cabo de media hora aparcaban ante las puertas del edificio. Los botones del interfono estaban numerados pero no llevaban inscrito ningún nombre, salvo el que correspondía al número trece, donde aparecía el rótulo de «portero». Kate pulsó el timbre y medio minuto después salió un hombre colocándose la chaqueta del uniforme. Era de complexión robusta y mirada triste, y tenía un bigote muy poblado que a Kate le hizo pensar en una morsa. Se presentó con un apellido largo y complicado que sonaba a polaco. Aunque taciturno, no se mostró desatento y respondió a sus preguntas despacio pero con buena disposición. Sin duda tenía que estar al corriente de la muerte de Neville Dupayne, pero no la mencionó, y tampoco lo hizo Dalgliesh. A Kate se le ocurrió que aquella cuidadosa reticencia común daba a la conversación un carácter un tanto surrealista. Dijo, en respuesta a sus preguntas, que el doctor Dupayne era un caballero muy callado, que lo veía pocas veces y que no recordaba cuándo habían hablado por última vez. Que él supiese, nunca recibía visitas. Guardaba dos copias de llaves de cada uno de los pisos en su despacho. Al pedírselas, les entregó las del número once sin poner objeciones, limitándose a solicitar un recibo.

El registro resultó poco satisfactorio; el piso, que daba a la calle Kensington High, tenía la apariencia de limpieza excesiva e impersonal propia de las casas listas para ser mostradas a posibles inquilinos. El aire olía a piso cerrado: aun a aquella altura, Dupayne había tomado la precaución de cerrar todas las ventanas antes de marcharse a pasar el fin de semana fuera. Haciendo un recorrido preliminar por la sala de estar y los dos dormitorios, Dalgliesh pensó que nunca había visto la casa de una víctima que, aparentemente, ofreciese tan pocas pistas sobre la vida privada de ésta. Las ventanas estaban provistas de persianas de listones de madera, como si el dueño temiese que incluso el hecho de elegir cortinas conllevase el riesgo de desvelar una opción personal. Las paredes estaban pintadas de blanco y no había ningún cuadro en ellas. La librería contenía alrededor de una docena de libros de medicina, pero por lo demás, las lecturas de Dupayne se restringían básicamente a biografías, autobiografías e historia. Por lo visto, llenaba sus ratos de ocio escuchando música, pues el equipo era moderno y los numerosos discos compactos que había en un armario mostraban una inclinación por la clásica y el jazz de Nueva Orleans.

Dalgliesh dejó a Kate la tarea de examinar los dormitorios y se acomodó frente al escritorio. Allí, tal como había esperado, todos los papeles y documentos se hallaban ordenados meticulosamente. Descubrió que las facturas regulares estaban domiciliadas, un método de pago sencillo y exento de problemas. Las correspondientes al taller le llegaban cada tres meses, y las pagaba al cabo de pocos días. Su cartera de acciones mostraba un capital de poco más de doscientas mil libras invertidas con prudencia. Los extractos bancarios, archivados en una carpeta de cuero, no revelaban cobros significativos o retiradas de dinero importantes. Efectuaba donativos generosos de forma regular a entidades benéficas, principalmente a las relacionadas con las enfermedades mentales. Las únicas anotaciones de interés eran las de los extractos de sus tarjetas de crédito, donde cada semana aparecía el pago efectuado a un hotel o un hostal. Las localidades eran distintas y las cantidades no demasiado importantes. Por supuesto, sería posible averiguar si el pago se había realizado para una o para dos personas, pero Dalgliesh prefería esperar. Aún cabía la posibilidad de descubrir la verdad a través de otras fuentes.

Kate regresó del dormitorio.

– La cama de la habitación de invitados está preparada, pero no hay indicios de que alguien se haya quedado allí recientemente. Creo que Sarah Dupayne tenía razón, señor. Ha habido una mujer en este apartamento: en el cajón de abajo hay un albornoz de lino doblado y tres pares de bragas. Están lavadas pero no planchadas. En el armario del cuarto de baño hay un desodorante de una marca que sólo usan las mujeres y un vaso con un cepillo de dientes extra.

– Podrían ser de su hija -repuso Dalgliesh.

Kate llevaba demasiado tiempo trabajando con él para ruborizarse fácilmente, pero en ese momento se sonrojó y apareció un dejo de bochorno en el tono de su voz:

– No creo que las bragas sean de su hija. ¿Por qué bragas y no un camisón o zapatillas de estar por casa? En mi opinión, si aquí venía una amante y a ésta le gustaba que él la desvistiera, seguramente traía bragas limpias consigo. El albornoz es demasiado pequeño para un hombre, y el de Dupayne está colgado en la puerta del cuarto de baño.

– Si su compañera de viaje de todos los viernes era una novia, me pregunto dónde quedaban, si era él quien pasaba a recogerla o era ella quien acudía al museo a esperarlo. Parece poco probable, pues correría el riesgo de que alguien se quedase a trabajar hasta más tarde y la viese. Por el momento todo son conjeturas. Veamos qué nos dice su secretaria. Te dejaré en el Dupayne, Kate. Me gustaría ver a Angela Faraday yo solo.

10

Piers sabía por qué Dalgliesh había decidido que fuesen él y Benton-Smith quienes interrogaran a Stan Carter en el taller. Para Dalgliesh los coches eran meros vehículos destinados a transportarlo de un lugar a otro. Les exigía habilidad, rapidez, comodidad y cierto grado de belleza. Su actual Jaguar cumplía dichos requisitos, pero más allá de eso, él no veía ninguna razón para hablar de sus excelentes prestaciones ni para reflexionar sobre qué nuevos modelos merecería la pena probar. Las charlas sobre automóviles lo aburrían soberanamente. Piers, que rara vez conducía por la ciudad y a quien le gustaba ir andando de su piso en la City hasta New Scotland Yard, compartía la actitud de su jefe pero la combinaba con un gran interés por los diferentes modelos y su rendimiento. Si una charla sobre coches podía animar a Stan Carter a mostrarse más comunicativo, Piers era la persona indicada.

El taller de Duncan ocupaba la esquina de una carretera secundaria donde Highgate converge con Islington. El muro alto de ladrillo gris, con manchurrones allí donde se había intentado sin éxito borrar las pintadas, estaba interrumpido por una puerta doble provista de candado. Las dos hojas de la puerta estaban abiertas, y en el interior, a la derecha, había un pequeño despacho. Una mujer joven, cuyo cabello, de un amarillo inverosímil y recogido en la coronilla con un enorme pasador de plástico, semejaba una cresta, estaba sentada frente al ordenador. A su lado se inclinaba para examinar la pantalla un hombre fornido con una chaqueta de cuero negro. Este se incorporó cuando Piers llamó a la puerta y fue a abrirle.

Piers abrió la cartera y se identificó:

– Policía. ¿Es usted el encargado?

– Eso dice el jefe.

– Nos gustaría hablar con el señor Stanley Carter, ¿está aquí?

Sin molestarse en echar un vistazo a la placa de identificación, señaló con un movimiento de la cabeza la parte trasera del taller.

– Ahí detrás. Está trabajando.

– Nosotros también -contestó Piers-. No le entretendremos demasiado.

El encargado regresó a la pantalla del ordenador y cerró la puerta. Piers y Benton-Smith rodearon un BMW y un Volkswagen Golf que debían de pertenecer al personal, puesto que ambos eran modelos recientes. Detrás de los vehículos, el taller adquiría dimensiones mayores, con paredes de ladrillo pintado de blanco y un techo alto. En la parte de atrás había una plataforma de madera que hacía las veces de piso adicional, a la que se accedía por una escalera que quedaba a mano derecha. La parte delantera de la plataforma estaba decorada con una hilera de radiadores relucientes que semejaban los trofeos capturados en una batalla. La pared de la izquierda estaba cubierta de estantes de acero y por todas partes -a veces colgadas en ganchos y etiquetadas, pero la mayor parte de las veces en un revoltijo que daba la impresión de caos organizado- aparecían las herramientas propias del oficio. El lugar tenía para Piers el mismo aspecto familiar que otros similares, con sus montones de piezas acumuladas por si en algún momento resultaban de utilidad. Alineados en el suelo había bombonas de oxiacetileno, latas de pintura y disolvente, bidones de gasolina aplastados y una prensa, mientras que encima de los estantes colgaban llaves inglesas, cables de arranque, bandas de ventilador, gafas de soldador y varias pistolas de pintura. El taller estaba iluminado por dos tubos fluorescentes largos. El aire frío olía a aceite y pintura, y el único ruido que se oía era un leve golpeteo procedente de debajo del chasis de un Alvis gris de 1940 que había en el elevador. Piers se agachó.

– ¿El señor Carter? -gritó.

El golpeteo cesó. Dos piernas se deslizaron de debajo del vehículo y luego se materializó un cuerpo, vestido con un mono sucio y un suéter grueso de cuello alto. Stan Carter se puso de pie, se sacó un trapo del bolsillo y se frotó las manos lentamente, prestando atención a cada uno de los dedos mientras miraba a los agentes con expresión serena. Satisfecho con la redistribución del aceite en sus dedos, les estrechó la mano con fuerza, primero a Piers y luego a Benton-Smith, y a continuación se restregó las palmas en las perneras como para quitarles cualquier rastro de contaminación. Estaban ante un hombrecillo enjuto con una tonsura en la cabeza y un flequillo tupido de pelo cano, cortado muy corto en línea recta encima de una frente alta. Tenía la nariz larga y aguileña y la palidez de sus pómulos era típica de un hombre cuya vida laboral se desarrollaba en un recinto cerrado. Se lo podía confundir con un monje, pero no había nada contemplativo en aquellos ojos atentos y perspicaces. Mantenía el cuerpo muy erguido.

Piers dedujo que debía de haber sido soldado. Hizo las presentaciones de rigor y a continuación, añadió:

– Estamos aquí para preguntarle por el doctor Neville Dupayne. ¿Se ha enterado de que ha muerto?

– Me he enterado. Lo habrán asesinado, supongo. No estarían aquí si no fuese así.

– Sabemos que usted se ocupaba del mantenimiento de su Jaguar E. ¿Podría decirnos cuánto tiempo lleva haciéndolo y en qué consiste normalmente su trabajo?

– En abril hará doce años. Él lo conducía y yo cuidaba del coche, siempre la misma rutina. Lo recogía a las seis todos los viernes por la tarde de su garaje en el museo y regresaba los domingos a última hora o hacia las siete y media los lunes por la mañana.

– ¿Y lo dejaba aquí?

– Por lo general lo llevaba directamente al garaje, que yo sepa. Solía ir allí los lunes o los martes y lo traía para la revisión, limpiarlo, comprobar el aceite y el agua, llenar el depósito…, en fin, hacer lo que sea necesario. Le gustaba que el coche estuviese impecable.

– ¿Qué sucedía cuando lo traía aquí directamente?

– Nada. Lo dejaba para la revisión, sin más. Sabía que estoy aquí a las siete y media, así que si tenía que decirme algo relacionado con el coche venía aquí primero y luego tomaba un taxi para ir al museo.

– Si el doctor Dupayne traía el coche, ¿le hablaba de su fin de semana, de dónde había estado, por ejemplo?

– Era bastante reservado, en realidad, salvo cuando se trataba del coche. Puede que charlásemos un rato, del tiempo que había hecho ese fin de semana, tal vez.

– ¿Cuándo lo vio por última vez? -preguntó Benton-Smith.

– Hace dos semanas, el lunes. Trajo el coche justo a las siete y media.

– ¿Qué aspecto tenía? ¿Le pareció que estaba deprimido?

– No más que cualquier persona una mañana lluviosa de lunes.

– Conducía rápido, ¿verdad? -inquirió Benton-Smith.

– Bastante rápido, imagino. No tiene sentido conducir un Jaguar E para ir de paseo.

– Si supiéramos hasta dónde llegaba, eso nos daría una idea de adónde iba. No se lo decía, supongo -añadió Benton-Smith.

– No, no era asunto mío adónde iba. Ya me lo han preguntado antes.

– Pero debía de tomar nota del kilometraje -intervino Piers.

– Es posible. Al coche le toca la revisión completa cada cinco mil kilómetros. Por lo general, no hay mucho que hacer. Tardaba un poco revisando el carburador, pero era un buen coche. Iba muy suave, al menos mientras cuidé de él.

– Apareció en 1961, ¿verdad? -dijo Piers-. No creo que Jaguar haya hecho una máquina más bonita.

– No era perfecta -contestó Carter-. A algunos conductores les parecía pesada y no a todo el mundo le gustaba su carrocería, pero ése no era el caso del doctor Dupayne. Le tenía muchísimo cariño a ese coche. Supongo que se alegraría de que el Jaguar y él se fuesen juntos de este mundo.

Haciendo caso omiso de aquel sorprendente arranque de sentimentalismo, Piers preguntó:

– ¿Y el kilometraje?

– Rara vez menos de ciento sesenta kilómetros cada fin de semana, por lo general entre doscientos cincuenta y trescientos. En ocasiones bastante más. Eso era sobre todo cuando volvía los lunes.

– ¿E iba solo? -inquirió Piers.

– ¿Cómo voy a saberlo? Nunca vi a nadie con él.

– Vamos, señor Carter -dijo Benton-Smith en tono de impaciencia-, ha de tener alguna idea de si alguien lo acompañaba. Semana tras semana revisando el coche y limpiándolo…; tarde o temprano hay alguna prueba, un olor distinto, incluso.

Carter lo miró fijamente.

– ¿Qué clase de olor? ¿Pollo al curry con patatas? Normalmente conducía con la capota baja, hiciese el día que hiciese, a menos que lloviera. -Acto seguido, añadió con un dejo malhumorado-: Nunca vi a nadie con él y nunca olí nada raro. ¿Por qué iba a ser asunto mío con quién iba?

– ¿Y las llaves? -preguntó Piers-. Si recogía el coche del museo los lunes o los martes debía de tener llaves tanto del Jaguar como del garaje.

– Cierto. Están guardadas en el despacho, en el armario de las llaves.

– ¿Permanece cerrado ese armario?

– La mayor parte del tiempo, sí. Y la llave está en el cajón del escritorio, o puesta en la cerradura, sobre todo si Sharon o el señor Morgan se encuentran en el despacho.

– ¿Eso significa que otras personas podrían hacerse con las llaves de ese armario? -inquirió Benton-Smith.

– No sé cómo. Siempre hay alguien aquí, y las puertas de la calle se cierran a las siete. Si trabajo hasta más tarde, entro por la puerta lateral con mi propia llave. Hay un timbre. El señor Dupayne sabía dónde dar conmigo. Además, las llaves de los coches no están identificadas con ningún nombre. Nadie más que nosotros podría saber a cuál pertenece cada una de ellas.

Se volvió y miró al Alvis indicando claramente que era un hombre ocupado y que había dicho cuanto sabía.

Piers le dio las gracias, le entregó su tarjeta y le pidió que se pusiese en contacto con él si más tarde recordaba algún detalle relevante que no hubiese mencionado.

En el despacho, Bill Morgan confirmó la información sobre las llaves más amablemente de lo que Piers había esperado: les mostró el armario de las llaves y, cogiendo la llave correspondiente al cajón de la derecha de su escritorio, lo abrió y cerró varias veces como para demostrar la facilidad con que funcionaba. Vieron la hilera habitual de ganchos para los llaveros, todos ellos sin ninguna identificación.

De camino al coche, que por algún milagro no había sido adornado con una multa por mal aparcamiento, Benton-Smith dijo:

– No le hemos sacado demasiado.

– Probablemente todo cuanto podíamos sacarle. Y ¿qué sentido tenía preguntarle si Dupayne estaba deprimido? Llevaba un par de semanas sin verlo. Además, sabemos que no se trata de un suicidio. Y no hacía falta que se pusiese tan duro con él por lo del posible acompañante, Benton. Esa clase de tipos no reaccionan ante las intimidaciones.

– No me pareció que estuviera intimidándolo, señor -repuso Benton-Smith fríamente.

– No, pero estuvo a punto de hacerlo. Apártese, sargento, yo conduciré.

11

No era la primera vez que Dalgliesh visitaba Saint Oswald; recordaba dos ocasiones anteriores en que, como detective sargento, había acudido allí a interrogar a las víctimas de un intento de homicidio. El hospital estaba en una plaza de North West London, y cuando llegó a las puertas abiertas de hierro vio que, al menos en apariencia, nada había cambiado. El edificio decimonónico de ladrillo de color ocre era gigantesco, y con sus torres cuadradas, sus enormes arcos redondos y sus ventanas estrechas y ojivales semejaba más una institución educativa victoriana o un conjunto lúgubre de iglesias que un hospital.

Encontró sitio para su Jaguar sin dificultad en el aparcamiento destinado a las visitas y, tras cruzar un pórtico enorme, entró por unas puertas que se abrieron automáticamente ante su proximidad. Advirtió que en el interior sí se habían producido cambios: ahora había un moderno mostrador de recepción, de grandes dimensiones, atendido por dos empleados, y, a la derecha de la entrada, una puerta abierta que conducía a una sala de espera amueblada con sillones de piel y una mesita baja con revistas.

No informó de su presencia a la recepción, pues la experiencia le había enseñado que en los hospitales rara vez interceptaban a quienes entraban con paso decidido. Entre una multitud de carteles indicadores vio uno con una flecha que señalaba el camino a la consulta externa de Psiquiatría, y echó a andar en esa dirección por el pasillo de suelo de vinilo. La decadencia que él recordaba había desaparecido por completo: las paredes estaban recién pintadas y cubiertas de una sucesión de fotografías en sepia de la historia del hospital. El ala infantil de 1870 mostraba unas cunas de barrotes, niños con la cabeza vendada y rostros frágiles y serios, damas victorianas de visita con sus miriñaques y sus sombreros aparatosos y enfermeras ataviadas con uniformes que les llegaban hasta los tobillos y gorras altas con ribetes trenzados. Había fotos del hospital en ruinas durante los bombardeos de las V2 y otras que mostraban a los equipos de tenis y de fútbol del hospital, los días de apertura al público en general y la ocasional visita de la realeza.

La consulta externa de Psiquiatría estaba en el sótano, y Dalgliesh bajó por la escalera, como indicaba la flecha, hasta una sala de espera que en esos momentos se hallaba casi desierta. Había otro mostrador de recepción con una atractiva chica asiática sentada frente al ordenador. Dalgliesh dijo que tenía una cita con la señora Angela Faraday y, sonriendo, la recepcionista le señaló una puerta que había al fondo y le dijo que el despacho de la señora Faraday estaba a la izquierda. Dalgliesh llamó a la puerta y una voz de mujer respondió de inmediato.

La sala era pequeña y estaba abarrotada de archivadores. Apenas había espacio para un escritorio, una silla y un sillón. La ventana daba a un muro trasero de ladrillo de color ocre. Debajo había un arriate más bien pequeño en el que una gran hortensia, sin hojas y con el tallo seco, exhibía su traje de flores marchitas. Junto a la planta, en el suelo arenoso, había un rosal sin podar con las hojas marrones y un capullo rosado a todas luces enfermo.

La mujer que le tendió la mano debía de rondar la treintena. Su rostro era de rasgos finos y su expresión inteligente; la boca, pequeña, pero de labios carnosos. El cabello oscuro le caía como plumas sobre la frente alta y las mejillas. Tenía unos ojos enormes bajo las cejas prominentes y curvadas, y Dalgliesh pensó que nunca había visto tanto dolor en una mirada humana. Era menuda y parecía tensa, como si su cuerpo sólo contuviera un dolor que amenazase con convulsionarlo en un torrente de lágrimas.

– ¿Quiere sentarse? -le ofreció señalando el sillón que había junto a la mesa.

Dalgliesh vaciló por un instante, pensando que aquél debía de ser el sillón de Neville Dupayne, pero no había ningún otro y se dijo que su reticencia instintiva era una tontería.

Ella dejó que fuese Dalgliesh quien comenzara.

– Le agradezco mucho que accediera a recibirme. La muerte del doctor Dupayne debe de haber supuesto una conmoción terrible para la gente que lo conocía y trabajaba con él. ¿Cuándo se ha enterado?

– Esta mañana temprano, en las noticias locales de la radio. No han dado ningún detalle, sólo que un hombre había muerto en un incendio en el interior de un coche en el Museo Dupayne. En ese momento he sabido que se trataba de Neville. -No lo miró, pero separó las manos, que tenía cruzadas en el regazo-. Por favor, dígamelo, debo saberlo -añadió-. ¿Lo han asesinado?

– De momento no podemos estar seguros. Creo que es probable que lo asesinaran. En cualquier caso, hemos de tratar esta muerte como sospechosa. Si se demuestra que se trata de un homicidio, necesitamos obtener el máximo de información posible sobre la víctima. Por eso estoy aquí. La hija del doctor Dupayne nos dijo que usted llevaba diez años trabajando para él. Se llega a conocer bien a una persona en diez años. Espero que me ayude a conocerlo mejor.

Angela Faraday lo miró fijamente, con una intensidad extraordinaria, y Dalgliesh sintió como si estuvieran juzgándolo. Sin embargo, había algo más: el requerimiento de una garantía tácita de que podía hablar sin tapujos y ser comprendida.

Él esperó y al cabo ella se limitó a decir, sencillamente:

– Yo lo amaba. Hemos sido amantes durante seis años, hasta hace tres meses; el sexo se acabó, pero el amor no. Creo que Neville se sintió aliviado. Le preocupaba la necesidad constante de secretismo, el engaño. Ya le resultaba bastante difícil arreglárselas sin todo eso, de modo que cuando volví con Selwyn, para él fue algo menos por lo que preocuparse. Bueno, lo cierto es que nunca lo abandoné. Creo que una de las razones por las que me casé con Selwyn fue que, en el fondo de mi corazón, sabía que Neville no me querría para siempre.

– ¿Fue usted quien puso fin a la relación, o él? -preguntó Dalgliesh con delicadeza.

– Digamos que ambos, aunque principalmente yo. Mi marido es un hombre bueno y amable, y lo quiero, puede que no de la misma manera en que quiero a Neville, pero éramos…, somos felices. Y además, está la madre de Selwyn, a quien seguramente habrá conocido. Es voluntaria en el Dupayne. No es una mujer de trato fácil, pero adora a su hijo y ha sido muy buena con nosotros; nos ha comprado una casa y el coche y disfruta haciéndolo feliz. Empecé a darme cuenta de todo el dolor que podía llegar a causar. Selwyn es una de esas personas que aman sin medir las consecuencias. No es muy listo, pero sabe de amor. Nunca sospecharía nada, jamás se imaginaría siquiera que pudiese engañarlo. Empecé a sentir que lo que había entre Neville y yo estaba mal. Aunque no creo que él sintiera lo mismo, no tenía una esposa por la que preocuparse, y él y su hija no están muy unidos, pero la verdad es que no se mostró demasiado afligido cuando lo nuestro terminó. Verá, yo siempre había estado más enamorada de él de lo que él lo estaba de mí. Llevaba una vida tan ocupada, tan estresante, que lo más probable es que para él fuese un alivio no tener que preocuparse más por mí, de mi felicidad, de si alguien descubría lo nuestro…

– ¿Y alguien… lo descubrió?

– No, que yo sepa. En los hospitales los chismes son algo de lo más común, como supongo que ocurre en todas las instituciones, pero teníamos mucho cuidado. No creo que nadie lo supiese. Y ahora está muerto y no hay nadie con quien pueda hablar de él. Es curioso, ¿no? Me refiero a que sólo hablar de él con usted ya constituya un alivio. Era un buen hombre, señor Dalgliesh, y un buen psiquiatra. Él no creía que lo fuese; nunca conseguía distanciarse lo suficiente para su propia tranquilidad mental. Se preocupaba en exceso por el estado del servicio psiquiátrico. Estamos en el siglo xxi, en uno de los países más ricos del mundo, y ni siquiera somos capaces de cuidar de los ancianos, de los enfermos mentales, de quienes se han pasado una vida entera trabajando, contribuyendo, enfrentándose a toda clase de penalidades y a la pobreza. Y ahora que han llegado a viejos, están trastornados y necesitan cuidados y afecto, una cama de hospital tal vez, tenemos muy poco que ofrecerles. También le preocupaban sus pacientes esquizofrénicos, los que no tomaban su medicación. Pensaba que debía haber asilos, lugares donde los admitieran hasta que se les pasaran las crisis que sufrían, donde se sintieran tranquilos por saberse protegidos. Y a eso debemos sumar los enfermos de Alzheimer. Algunas de las personas que deben cuidarlos se enfrentan a problemas tremendos a causa de ello. Neville no podía distanciarse de su sufrimiento.

– Si se considera que tenía un exceso de trabajo crónico, tal vez no resulte sorprendente que no quisiera dedicar más tiempo al museo del que ya dedicaba -aventuró Dalgliesh.

– No le dedicaba ningún tiempo. Asistía a las reuniones trimestrales de los fideicomisarios más o menos por obligación. Por lo demás, se mantenía a distancia y dejaba que su hermana se ocupase de la gestión.

– ¿No le interesaba?

– Era más fuerte que eso: odiaba ese lugar. Decía que ya le había robado una parte suficiente de su vida.

– ¿Le explicó alguna vez a qué se refería con eso exactamente?

– Pensaba en su niñez. No hablaba demasiado de ella, pero la suya no fue una infancia feliz. No tuvo suficiente amor. Su padre dedicaba todas sus energías al museo. También al dinero, aunque debió de gastarse una buena cantidad en la educación de sus tres hijos: colegios secundarios privados, internados, universidades… De quien sí hablaba de vez en cuando Neville era de su madre, pero me daba la impresión de que no fue una mujer fuerte, ni psicológica ni físicamente. Temía demasiado a su marido como para proteger a sus hijos.

«No tuvo suficiente amor -pensó Dalgliesh-, pero ¿es que hay suficiente alguna vez? Y proteger a sus hijos… ¿de qué? ¿De violencia, de abusos, de…?»

– Neville opinaba que estábamos demasiado obsesionados con el pasado -prosiguió la mujer-: la historia, la tradición, los objetos que coleccionamos… Decía que nos sobrecargamos de vidas muertas, de ideas muertas, en lugar de tratar de resolver los problemas del presente, pero él estaba obsesionado con su propio pasado. No se puede borrar así como así, ¿verdad? Lo pasado, pasado está, pero sigue con nosotros. Es siempre lo mismo, ya se trate de un país o de una persona. Sucedió. Nos hizo ser como somos. Hemos de entenderlo.

«Neville Dupayne era psiquiatra -se dijo Dalgliesh-. Debía entender mejor que nadie el modo en que esos tentáculos fuertes, indestructibles, pueden cobrar vida y adherirse con fuerza a la mente.»

La mujer se había lanzado a hablar y Dalgliesh se percató de que ya no podía parar.

– No me estoy explicando demasiado bien. Sólo es algo que presiento, y no hablábamos de ello demasiado a menudo, de su infancia, del fracaso de su matrimonio, del museo… No había tiempo. Cuando al fin conseguíamos pasar una tarde juntos, lo único que él quería en realidad era comer, hacer el amor, dormir… No deseaba recordar, sólo encontrar alivio. Al menos yo podía darle eso. Después de hacer el amor solía pensar que cualquier mujer habría podido darle lo mismo. Allí tumbada me sentía más lejos de él que en la consulta tomando sus dictados o hablando de sus pacientes de la semana. Cuando amas a alguien te mueres por satisfacer todas y cada una de las necesidades de ese alguien, pero no puedes, ¿no es cierto? Nadie puede. Sólo estamos en condiciones de dar lo que la otra persona está dispuesta a aceptar. Lo siento, no sé por qué le cuento todo esto.

«¿No ha sido siempre así? -pensó Dalgliesh-. La gente me cuenta cosas. No necesito investigar ni preguntar. Sencillamente hablar.» Había empezado cuando era un joven detective sargento y luego le había sorprendido e intrigado, además de nutrir su poesía y de hacer que se diese cuenta, no sin avergonzarse en parte de ello, de que le resultaría muy útil. La lástima y la compasión siempre se hallaban presentes. Desde la infancia había conocido el sufrimiento de la vida, y eso también había nutrido su poesía, pensó.

– ¿Cree que las presiones de su trabajo, la infelicidad que compartía, hacían que no sintiese deseos de seguir viviendo? -le preguntó.

– ¿Está hablando de suicidio? ¡Nunca! -repuso Angela Faraday, tajante-. Nunca, jamás. El suicidio era algo de lo que hablábamos algunas veces, y él estaba completamente en contra. No me refiero a las personas muy mayores o los enfermos terminales que se quitan la vida; todos podemos entender esa clase de suicidios. Estoy hablando de los jóvenes. Neville decía que el suicidio muchas veces era un acto de agresión y producía un sentimiento de culpa terrible entre amigos y familiares. No dejaría a su hija semejante herencia.

– Gracias -dijo Dalgliesh-, eso me ha resultado muy útil. Una última cosa más: sabemos que el doctor Dupayne guardaba su Jaguar en un garaje del museo, se lo llevaba poco después de las seis de la tarde todos los viernes y no regresaba hasta el domingo muy tarde o el lunes por la mañana. Lógicamente, necesitamos saber adónde iba esos fines de semana, si visitaba a alguien de forma regular o algo así.

– ¿Quiere decir si tenía otra vida, una vida secreta aparte de mí?

– Me refiero a si esos fines de semana tuvieron algo que ver con su muerte. Su hija no tiene ni idea de adónde iba, y al parecer nunca se lo preguntó.

Angela Faraday se levantó de repente de su silla y se dirigió a la ventana. Tras un momento de silencio, dijo:

– No, seguro que no lo hizo. No creo que a ningún miembro de la familia le importase ni se lo preguntara. Llevaban vidas independientes, como la realeza. Me he preguntado muchas veces si no era por culpa de su padre. Neville hablaba de él en ocasiones. No sé por qué ese hombre se molestó en tener hijos. Su pasión era el museo, adquirir piezas de exposiciones, gastar dinero en él… Neville quería a su hija, pero se sentía culpable por ella. Verá, temía haberse comportado exactamente del mismo modo que su padre, haberle dedicado a su trabajo el cuidado y la atención que debería haberle prestado a Sarah. Creo que por eso es por lo que quería que el museo cerrase. Por eso y porque tal vez necesitaba dinero.

– ¿Para sí mismo? -inquirió Dalgliesh.

– No, para ella -respondió Angela Faraday, que había regresado a la mesa.

– ¿Y le dijo alguna vez a usted adónde iba esos fines de semana?

– Adónde iba, no, pero sí lo que hacía. Los fines de semana suponían una liberación para él. Adoraba ese coche. No era mecánico y no podía repararlo ni revisarlo, pero le encantaba conducirlo. Todos los viernes se iba al campo y hacía largas caminatas. Se pasaba el sábado y el domingo caminando. Se hospedaba en pequeños hostales, hoteles rurales, a veces en un bed and breakfast. Le gustaba comer bien y la comodidad, así que escogía con cuidado. Sin embargo, no repetía sus visitas con demasiada regularidad. No quería despertar la curiosidad de la gente ni que le hiciesen preguntas. Caminaba por el valle de Wye, por la costa de Dorset, a veces junto al mar, en Norfolk o Suffolk. Eran esos paseos solitarios lejos de la gente, lejos del teléfono, lejos de la ciudad, que lo mantenían cuerdo.

Angela Faraday había estado contemplándose las manos, cruzadas ante sí encima de la mesa, pero en ese momento alzó la mirada hacia Dalgliesh, y éste vio de nuevo, con una punzada de lástima, los oscuros pozos de una pena inconsolable.

– Iba solo, siempre solo -prosiguió con un hilo de voz-. Eso era lo que necesitaba y eso era lo que me dolía. Ni siquiera quería que yo lo acompañase. Después de casarme no me habría resultado fácil escaparme los fines de semana, pero lo habría hecho. Teníamos muy poco tiempo para pasarlo juntos, apenas unas horas robadas en su piso, pero jamás los fines de semana. Nunca paseamos el uno en compañía del otro, hablando, para luego pasar la noche entera en la misma cama.

– ¿Le preguntó alguna vez por qué? -inquirió Dalgliesh con tacto.

– No, me daba demasiado miedo que me dijese la verdad, esto es, que necesitaba más su soledad que a mí. -Hizo una pausa y añadió-: Pero lo que sí hice fue otra cosa, él nunca lo sabrá y ahora ya no importa. Lo organicé todo para tener libre el próximo fin de semana; eso implicaba mentirle a mi marido y a mi suegra, pero lo hice. Iba a pedirle a Neville que me llevase consigo, sólo por una vez. No habría sido más que una vez, se lo habría prometido. Si hubiese podido pasar a su lado ese fin de semana, creo que habría estado dispuesta a desprenderme de él.

Guardaron silencio. Fuera de aquel despacho, la vida del hospital seguía adelante, los nacimientos y las muertes, el dolor y la esperanza, la tarea extraordinaria de personas corrientes, pero nada de eso llegaba hasta ellos. A Dalgliesh le resultaba difícil contemplar tanto dolor sin buscar palabras de consuelo. No podía ofrecerle ninguna. Su trabajo consistía en descubrir al asesino de su amante, no tenía derecho a engañarla para que pensase que estaba ahí en calidad de amigo.

Esperó hasta que la mujer se hubo tranquilizado un poco y luego prosiguió:

– Una última pregunta: ¿tenía él algún enemigo, algún paciente que pudiese querer hacerle daño?

– Si alguien lo odiaba lo bastante para desear verlo muerto, creo que yo lo hubiese sabido. No solía despertar una simpatía irresistible entre la gente, pues era demasiado solitario para eso, pero lo respetaban y caía bien. Claro que siempre hay un riesgo, ¿no? Los psiquiatras lo aceptan y no me parece que corran más riesgos que el personal que trabaja en Urgencias, sobre todo los sábados por la noche, cuando la mitad de los pacientes acuden borrachos o drogados. La de enfermera o médico en Urgencias es una profesión de riesgo. Esa es la clase de mundo que hemos fabricado. Por supuesto, hay pacientes agresivos, pero de ahí a planear un asesinato… Además, ¿cómo iban a saber ellos lo del coche y que lo recogía todos los viernes?

– Sus pacientes lo echarán de menos -comentó Dalgliesh.

– Algunos de ellos, y durante un tiempo. La mayoría sólo pensarán en sí mismos: «¿Quién va a cuidar de mí ahora? ¿Quién me visitará en la consulta del próximo miércoles?» Y yo tendré que seguir viendo su letra en los historiales de los pacientes. Me pregunto cuánto tardaré en olvidar su voz.

Hasta ese momento había logrado controlarse, pero de repente su voz se alteró.

– Lo más terrible es que ni siquiera consigo llorar su muerte, al menos abiertamente. No puedo hablar de Neville con nadie; la gente oye habladurías sobre su fin y se pone a especular. Se horrorizan, por supuesto, y parecen de veras consternados, pero también se los ve entusiasmados. La muerte violenta es un hecho terrible, pero también es intrigante. Les interesa, lo veo en sus ojos. El asesinato corrompe, ¿no es cierto? Se lleva tantas cosas consigo, no sólo una vida…

– Sí, es un crimen que contamina -comentó Dalgliesh.

Angela Faraday se echó a llorar. El se acercó y ella lo abrazó, aferrándole la chaqueta con las manos. Dalgliesh advirtió que había una llave puesta en la puerta, acaso como medida preventiva necesaria, y arrastrándola a medias por la habitación fue a echarla.

– Lo siento, lo siento -exclamó la mujer entre sollozos, pero el llanto no cesaba. Dalgliesh vio una segunda puerta en la pared izquierda y, después de dejar con suavidad a la mujer en su silla, abrió la puerta con cuidado. Sintió un alivio inmenso al comprobar que era lo que él esperaba: la puerta conducía a un pequeño pasillo con un cuarto de baño a la derecha. Regresó junto a la señora Faraday, que ya se había tranquilizado un poco, y la ayudó a aproximarse a la puerta del lavabo para luego cerrarla tras ella. Creyó oír el ruido del agua del grifo. Nadie llamó a la otra puerta ni trató de abrirla. La mujer tardó apenas tres minutos en regresar, al parecer serena, perfectamente peinada y sin rastro del llanto incontrolado salvo por cierta hinchazón en los ojos.

– Lo lamento, debo de haberle hecho sentir incómodo -se excusó.

– No tiene por qué disculparse, sólo lamento no poder ofrecerle ningún consuelo.

Ella siguió hablando en tono formal, como si no hubiesen mantenido más que una conversación oficial.

– Si hay algo más que necesite saber, si puedo ayudarlo en algo más, por favor, no dude en llamar. ¿Quiere el número de teléfono de mi casa?

– Me sería muy útil -respondió Dalgliesh. Ella garabateó los dígitos en su bloc de notas, arrancó la página y se la dio-. Le agradecería que revisara los historiales de los pacientes y ver si hay algo ahí que pudiese ayudarnos con la investigación -agregó él-. Un paciente resentido o que intentase demandarlo, un familiar que no estuviese satisfecho con él, cualquier cosa que sugiera que tenía un enemigo entre las personas a las que trataba.

– No creo que eso sea posible. Si lo hubiese tenido, yo lo habría sabido. Además, los historiales de los pacientes son confidenciales, el hospital no permitiría que le entregase algo sin la debida orden judicial.

– Lo sé. Si fuera necesario, habría que obtener la orden judicial.

– Es usted un policía extraño, ¿verdad? Pero es policía al fin y al cabo, y no sería inteligente por mi parte olvidarme de eso.

Le tendió la mano y él se la estrechó. La notó muy fría.

Avanzando por el pasillo en dirección a la sala de espera y la puerta principal, Dalgliesh sintió la súbita necesidad de tomarse un café, momento que coincidió con el descubrimiento de un cartel que señalaba la cafetería. En ese mismo lugar, cuando visitaba el hospital al inicio de su carrera, había tomado alguna comida ligera o una taza de té. Recordó que por entonces la cafetería estaba regentada por la Asociación de Amigos del Hospital, y se preguntó si conservaría el mismo aspecto. Seguía siendo una sala de unos seis por tres metros con ventanas que daban a un pequeño jardín empedrado. El ladrillo gris frente a las ventanas ojivales reforzaba la impresión de hallarse en una iglesia. Las mesas que recordaba con sus manteles rojos de cuadros habían sido sustituidas por mesas más robustas con tablero de fórmica, pero la barra que había a la izquierda de la puerta, con sus humeantes recipientes de café o té y sus aparadores de cristal para la comida, parecía exactamente la misma. También el menú había variado un poco: patatas cocidas con distintos rellenos, alubias y huevos con tostadas, rollos de beicon, sopa de tomate y hortalizas y una variedad de tartas y galletas. Era una hora tranquila, la gente que quería almorzar ya se había marchado y había una enorme pila de platos sucios en una mesita auxiliar debajo de un cartel donde se pedía a los clientes que levantasen sus mesas. Los únicos comensales eran dos robustos obreros vestidos con mono de trabajo y sentados al fondo del local y una joven con un bebé en una sillita de paseo. Parecía por completo ajena a la presencia de una chiquilla de unos dos años que, chupándose el dedo, daba vueltas alrededor de la pata de una silla y cantaba una melodía desafinada hasta que, de pronto, se quedó inmóvil observando a Dalgliesh con una expresión de curiosidad en los ojos. La madre estaba sentada ante una taza de té, con la mirada perdida en el jardín mientras mecía la sillita. Resultaba imposible saber si aquel aspecto de trágico distanciamiento era producto del cansancio o de la pena. Dalgliesh se dijo que un hospital era un lugar extraordinario en el que los seres humanos se encontraban los unos a los otros por un breve espacio de tiempo, soportando una carga individual de esperanza, angustia o desesperación, y que sin embargo se trataba de un mundo curiosamente familiar y complaciente, aterrador y tranquilizador a un tiempo, por paradójico que pareciese.

El café, que una señora mayor servía en la barra, era barato pero bueno y se lo bebió de un sorbo. De repente le entró prisa por marcharse de allí. Aquel breve respiro había sido un lujo en un día sobrecargado de trabajo. La perspectiva de interrogar a la suegra de la señora Faraday había adquirido mayor interés e importancia. ¿Estaba al corriente de la infidelidad de su nuera? Y si así era, ¿cuánto le había importado?

Regresó al pasillo principal y descubrió a Angela Faraday inmediatamente delante de él. Se detuvo a examinar una de las fotografías en sepia para darle tiempo a esquivarlo. Cuando ella llegó a la sala de espera, apareció un hombre joven, con tanta prontitud como si hubiera reconocido el sonido de las pisadas. Dalgliesh vio un rostro de belleza considerable, delicado, de huesos finos y ojos de una intensa luminosidad. El joven no reparó en Dalgliesh, sino que miraba fijamente a su esposa al tiempo que la cogía de la mano y el rostro se le iluminaba con una confianza ciega y una dicha casi infantil.

Dalgliesh esperó hasta que hubieron salido del hospital. Por alguna razón que no acertaba a explicarse, habría preferido no presenciar aquel encuentro.

12

El comandante Arkwright vivía en el apartamento del primer piso de un edificio histórico remodelado de Maida Vale. La casa, que se conservaba en un excelente estado, se alzaba tras unas verjas de hierro que parecían recién pintadas. Habían sacado brillo a la placa de bronce en que aparecían los nombres de los cuatro inquilinos hasta dejarla de color blanco plateado, y a los lados de la puerta había sendos tiestos, cada uno de los cuales contenía un laurel. Una voz masculina respondió rápidamente cuando Piers pulsó el timbre. No había ascensor.

En lo alto de las escaleras enmoquetadas, el comandante Arkwright los aguardaba bajo el dintel de la puerta abierta. Era un hombrecillo atildado que llevaba un traje hecho a medida con chaleco a juego y lo que podría haber sido un corbatín del regimiento. El bigote, una delgada línea hecha a lápiz que contrastaba con las pobladas cejas, era de un color naranja difuminado. El cabello apenas si se le veía. Llevaba la cabeza, que parecía insólitamente pequeña, cubierta en su totalidad por un gorro ceñido de muselina de algodón bajo el que un trozo de gasa blanca quedaba visible por encima de la oreja izquierda. Piers pensó que el gorro le daba el aspecto de un Pierrot de avanzada edad, sin trabajo pero no por ello desanimado. Sus ojos eran de un azul intenso. Examinó a Piers y a Kate de arriba abajo, pero no había hostilidad en su cara. Echó un vistazo a sus placas de identificación sin mostrarse inquieto, limitándose a asentir con la cabeza como si aprobase el que fueran tan sumamente puntuales.

De inmediato saltaba a la vista que el comandante coleccionaba antigüedades, en especial figuras conmemorativas de Staffordshire. El estrecho recibidor estaba tan abarrotado que Kate y Piers entraron en él con extraordinario cuidado, como si estuvieran adentrándose en un mercadillo de anticuarios repleto hasta los topes. Un estante estrecho recorría la totalidad de la longitud de la pared en la que se exhibía una colección impresionante: el duque de Clarence, el desdichado hijo de Eduardo VII, y su prometida, la princesa May; la reina Victoria en traje oficial; un Garibaldi montado a caballo; Shakespeare apoyado en una columna coronada por libros, con la cabeza reclinada sobre el brazo derecho; destacados predicadores Victorianos despotricando desde el pulpito… En la pared opuesta había una colección heterogénea, formada en su mayor parte por objetos de la época victoriana, siluetas en sus marcos ovalados, una muestra de bordado en su bastidor, con fecha de 1852, pequeños óleos de escenas rurales del siglo xix en los que los trabajadores del campo y sus familias, con poco convincente aspecto de estar bien alimentados y limpios, aparecían retozando o sentados tranquilamente a las puertas de sus pintorescas casas. Piers registró cada detalle con ojos expertos y no sin sentir cierta sorpresa por el hecho de que nada de todo aquello dejase constancia de la carrera militar del comandante.

Arkwright los condujo a una sala de estar, cómoda aunque amueblada en exceso con una vitrina abarrotada de figuras de Staffordshire similares, y luego, por un breve pasillo, hasta un invernadero construido en el jardín. Estaba amueblado con cuatro sillones de caña y una mesa con tablero de cristal. Los estantes que rodeaban la pared cerca de la base contenían una notable selección de plan tas, todas ellas en flor y en su mayor parte de hoja perenne.

El comandante tomó asiento e indicó a Piers y a Kate que ocuparan los otros sillones. Parecía tan alegremente distendido como si fuesen viejos amigos. Antes de que Piers o Kate tuviesen tiempo de hablar, preguntó con voz ronca y entrecortada:

– ¿Han encontrado ya al chico?

– Todavía no, señor.

– Lo encontrarán. No creo que se haya tirado al río. No es de esa clase de personas. Aparecerá en cuanto se entere de que no estoy muerto. No tienen ustedes que preocuparse por el altercado que tuvimos, aunque en realidad tampoco están preocupados, ¿no es cierto? Tienen otros asuntos más importantes. No habría llamado a la policía ni a la ambulancia si la señora Perrifield, la vecina de abajo, no hubiese subido al oír que me caía. La mujer tiene buenas intenciones, pero también acostumbra a interferir en los asuntos ajenos. Ryan tropezó con ella cuando salía disparado de la casa. Había dejado la puerta abierta, y ella llamó a la ambulancia y a la policía antes de que pudiese impedírselo. Estaba un poco aturdido; bueno, la verdad es que estaba inconsciente. Me sorprende que no llamase a los bomberos, a los militares y a cualquiera que se le ocurriese. Además, no voy a presentar cargos.

Piers estaba ansioso por obtener una respuesta rápida a una cuestión de vital importancia, de modo que fue directo al grano.

– No nos preocupa eso, señor, al menos no principalmente. ¿Puede decirnos a qué hora llegó a casa Ryan Archer ayer por la tarde?

– Me temo que no. Estaba en South Ken en una subasta de cerámica de Staffordshire. Había una o dos piezas que me gustaban. Pujé por todas. Antes era capaz de hacerme con una pieza conmemorativa por treinta libras, pero eso es cosa del pasado.

– ¿Y a qué hora regresó usted, señor?

– Hacia las siete, más o menos. Me encontré con un amigo en la puerta de la sala de subastas y fuimos a un pub local a tomar algo. Ryan ya estaba aquí cuando llegué.

– ¿Y qué estaba haciendo, señor?

– Viendo la televisión en su cuarto. Alquilé un aparato para él. El chico ve programas diferentes de los que veo yo y me gusta tener un poco de intimidad por las tardes. En general, funciona.

– ¿Cómo lo encontró? -preguntó Kate.

– ¿A qué se refiere?

– ¿Estaba nervioso, triste, distinto de lo habitual?

– No lo vi hasta al cabo de unos quince minutos. Sólo lo llamé para comprobar si estaba en casa y me contestó. No recuerdo lo que dijimos. Luego salió de su habitación y empezó la discusión. La verdad es que fue culpa mía.

– ¿Puede decirnos qué sucedió exactamente?

– Todo comenzó cuando nos pusimos a hablar de las Navidades. Había planeado llevármelo a Roma, tenía el hotel reservado, los billetes comprados… Dijo que había cambiado de opinión, que alguien lo había invitado a pasar juntos la Navidad, una mujer.

Escogiendo sus palabras con sumo cuidado, Kate preguntó:

– ¿Y eso le molestó? ¿Se sintió usted decepcionado, celoso?

– Celoso no, estaba completamente furioso. Le he dicho que ya había comprado los malditos billetes.

– ¿Le creyó?

– La verdad es que no, lo de la mujer, quiero decir.

– ¿Y qué pasó luego?

– Era evidente que no quería ir a Roma. Pensé que podía habérmelo dicho antes de que hiciese las reservas. Además, había pedido información sobre la posibilidad de apuntarlo a unos cursos de extensión cultural para adultos. El chico es inteligente, pero prácticamente es un inculto. Faltaba a clase la mayor parte del tiempo. Le había dejado los folletos para que se los mirase y después habláramos de las posibilidades. Bien, pues no había hecho nada. Tuvimos una fuerte discusión por ese motivo. Yo pensaba que a él le apetecía, pero está claro que no. Dijo que estaba harto de que me metiera en su vida, o algo así. No lo culpo. Como ya he dicho, toda la culpa es mía. Empleé las palabras equivocadas.

– ¿Cuáles fueron?

– Le dije: «Nunca llegarás a nada en la vida», e iba a añadir: «a menos que recibas un poco de educación o de formación», pero no tuve ocasión de terminar la frase. Ryan se puso como loco. Ésas debían de ser las palabras que oía de labios de su padrastro. Bueno, no el padrastro exactamente, sino el hombre que vivía con su madre. Es la historia típica, deben de haberla escuchado un millar de veces. El padre los abandona, la madre tiene una sucesión de amantes hasta que al final uno de ellos se va a vivir con ella. El hijo y el amante se detestan y uno de ellos tiene que irse, no es difícil imaginar cuál de los dos. El hombre, evidentemente, era un bestia. Es curioso que a algunas mujeres les guste esa clase de cosas. Bueno, el caso es que más o menos echó a Ryan de su casa. Es raro que Ryan no le diera con un atizador.

– Le dijo a la encargada de la limpieza del museo que había vivido en centros de internamiento para menores desde que era pequeño -señaló Kate.

– ¡Patrañas! Vivió en su casa hasta cumplir los quince. Su padre murió dieciocho meses antes de eso. Ryan ha insinuado más de una vez que fue una muerte especialmente trágica, pero nunca ha llegado a explicármelo. Puede que sólo se trate de otra de sus fantasías. No, nunca estuvo interno en ningún centro. El chico es un desastre, pero no tanto como lo sería si las autoridades le hubiesen echado el guante.

– ¿Se había mostrado violento con usted antes?

– Nunca. No es un chico agresivo. Como ya he dicho, ha sido culpa mía. Pronuncié las palabras incorrectas en el momento equivocado.

– ¿Y no le contó nada acerca del día que había tenido, de lo que había estado haciendo en el trabajo, a qué hora se había ido, cuándo había llegado a casa?

– Nada. Aunque tampoco es raro, ¿no? No tuvimos mucho tiempo para charlar antes de que perdiese los estribos, agarrase el atizador y se abalanzara sobre mí. Me dio un golpe en el hombro derecho. Me tiró al suelo y di con la cabeza contra el borde del televisor. El puñetero aparato también acabó en el suelo.

– ¿Puede contarnos algo de su vida aquí, cuánto tiempo llevan viviendo juntos, cómo se conocieron? -preguntó Piers.

– Lo recogí en Leicester Square hace nueve meses, quizá diez. Es difícil calcular el tiempo; a finales de enero o principios de febrero. Era distinto de los otros chicos. En cuanto habló comprendí que iba a meterse en líos. La de la prostitución es una vida terrible. Si sigues ese camino, más te vale estar muerto. Todavía no había empezado, pero pensé que podría hacerlo. En aquella época estaba durmiendo en la calle, así que lo traje aquí conmigo.

– Y empezaron a vivir juntos. Quiero decir que se hicieron amantes -apuntó Kate con franqueza.

– Es gay, por supuesto, pero no fue por eso por lo que me lo traje a casa. Tengo a otra persona, hace años ya. Ahora está trabajando de asesor en el Lejano Oriente, durante seis meses, pero volverá a principios de enero. La verdad es que para entonces espero que Ryan se haya establecido en otro sitio; este piso es demasiado pequeño para los tres. Ryan vino a mi habitación aquella primera noche; al parecer, creía que tenía que pagarme en especies por su alojamiento. Enseguida le dejé las cosas claras al respecto. Nunca mezclo sexo y trato social, jamás lo he hecho. Además, no me atraen demasiado los jóvenes. Hacen que me sienta extraño, me atrevería a decir, pero así son las cosas. Me caía bien el chico y sentía lástima por él, pero eso es todo. Iba y venía, ¿saben? A veces me decía que iba a estar fuera, y otras, no. Por lo general regresaba al cabo de una o dos semanas, en busca de un baño, ropa limpia, una cama cómoda… Vivía en casas ocupadas, pero ninguna le duraba demasiado.

– ¿Sabía usted que trabajaba de jardinero en el Museo Dupayne?

– Yo mismo le di una carta de recomendación. Me explicó que trabajaba allí los lunes, miércoles y viernes. Normalmente, esos días se iba temprano y regresaba hacia las seis. Yo daba por supuesto que estaba donde decía estar, en el Dupayne.

– ¿Cómo iba hasta allí? -quiso saber Kate.

– En metro y andando. Tenía una bicicleta vieja, pero desapareció.

– ¿No es muy tarde las cinco para estar trabajando en invierno? El sol se pone mucho antes.

– Según él, siempre había algo que hacer. No sólo ayudaba en el jardín, sino también en la casa. Yo no le hacía preguntas, para no recordarle a su padrastro, y Ryan no tolera que se metan en su vida. No lo culpo, yo también siento lo mismo. Oigan, ¿no quieren tomar nada? ¿Té o café? No me he acordado de preguntarles antes.

Kate le dio las gracias y repuso que tenían que irse. El comandante asintió con la cabeza y añadió:

– Espero que lo encuentren. Si lo hacen, díganle que estoy bien. La cama sigue aquí por si decide volver. Por el momento, en cualquier caso. Y él no mató a ese doctor…, ¿cómo se llama? ¿Dupayne?

– El doctor Neville Dupayne.

– Ya pueden quitarse esa idea de la cabeza. El chico no es ningún asesino.

– Si lo hubiese golpeado más fuerte en otra parte, podría haberlo sido -señaló Piers.

– Bueno, pero no lo hizo, ¿no? Tengan cuidado con esa regadera al salir, ¿quieren? Siento no haberles sido de mayor utilidad. ¿Me avisarán cuando lo encuentren?

Asombrosamente, al llegar a la puerta les tendió la mano. Estrechó la de Kate con tanta fuerza que ésta por poco se estremece de dolor.

– Sí, señor, le avisaremos, no se preocupe -respondió ella.

Cuando la puerta se hubo cerrado, Kate se dirigió a Piers.

– Podríamos probar con la señora Perrifield -propuso-. Tal vez ella sepa a qué hora llegó Ryan a casa. Parece la clase de mujer que está atenta a las actividades de sus vecinos.

Llamaron al timbre en la planta baja. Les abrió una mujer mayor y corpulenta. Iba maquillada con excesivo entusiasmo y lucía un peinado más bien rígido. Vestía un traje estampado con cuatro bolsillos en la chaqueta y adornado con enormes botones de bronce. Abrió la puerta sin retirar la cadenilla y los miró con recelo a través de la rendija. Sin embargo, cuando Kate le enseñó la placa y explicó que estaban interrogando a los vecinos acerca de Ryan Archer, quitó la cadena de inmediato y los invitó a entrar. Kate sospechó que quizá tuvieran dificultades para irse de allí, de modo que explicó que esperaban no entretenerla mucho tiempo y le preguntó si podía decirles a qué hora había llegado Ryan a casa la tarde anterior.

La señora Perrifield se mostró vehemente en sus reiteradas afirmaciones de que le habría gustado ayudar pero que ¡pobre de ella! le resultaba imposible. Los viernes por la tarde asistía a sus partidas de bridge. El día anterior había estado jugando con unas amigas en South Kensington y después del té se había quedado a tomar un poco de jerez. Había regresado a casa apenas quince minutos después de la atroz agresión. Piers y Kate tuvieron que escuchar hasta el último detalle de cómo la señora Perrifield había logrado salvarle la vida, de manera fortuita, al comandante gracias a su rápida reacción. Esperaba que a partir de ahora el anciano tomara conciencia de que no se podía ser tan confiado ni compasivo. Ryan Archer no era la clase de inquilino que querían en una casa respetable. Repitió lo mucho que lamentaba no estar en situación de ayudarlos y Kate le creyó: no tenía ninguna duda de que a la señora Perrifield le habría encantado decirles que Ryan había regresado a casa oliendo a gasolina directamente del lugar donde se había cometido el crimen.

En el camino de regreso al coche, Kate dijo:

– Así que Ryan no tiene coartada, al menos que nosotros sepamos. Pero me cuesta trabajo creer…

– ¡Oh, por el amor de Dios, Kate, tú también no! -la interrumpió Piers-. Ninguno de ellos parece un asesino. Es un sospechoso como los demás, y cuanto más tiempo permanezca desaparecido, más feas se le pondrán las cosas.

13

La casa de la señora Faraday era la octava de una hilera de viviendas adosadas de mediados del siglo xix en el lado sur de una plaza de Islington. Las casas, construidas sin duda para el estrato superior de la clase trabajadora, debían de haber sufrido la transformación habitual producida por el aumento de los alquileres, el abandono, las secuelas de la guerra y la ocupación múltiple, pero hacía ya tiempo que habían sido tomadas por los miembros de la clase media que valoraban la proximidad con la City, la cercanía de los buenos restaurantes y el teatro Almeida y la satisfacción de proclamar que vivían en una comunidad interesante y social y étnicamente diversa. Por el número de rejas en las ventanas y de sistemas de alarma contra robos, era obvio que los ocupantes habían tomado toda clase de preocupaciones contra cualquier manifestación inoportuna de dicha diversidad. La hilera de viviendas poseía una atractiva unidad arquitectónica. Las fachadas idénticas de estuco de color crema y los balcones de hierro negro se intercalaban con la pintura brillante de las puertas de distintos colores y la variedad de aldabas de bronce. En primavera, aquella armonía arquitectónica debía de revivir con las flores de los cerezos, cuyos troncos estaban protegidos por rejas, pero ese día, el sol otoñal lucía sobre una avenida estampada de ramas desnudas, tiñendo los troncos de oro. Alguna que otra maceta colgada de una ventana brillaba con la hiedra trepadora y el amarillo de los pensamientos de invierno.

Kate pulsó el timbre de la placa de bronce y obtuvo una rápida respuesta. Fueron cortésmente recibidos por un hombre de edad con el pelo blanco peinado hacia atrás con esmero y un rostro de expresión indefinida. Su atuendo tenía un toque de ambigüedad excéntrica: pantalones negros a rayas, chaqueta de lino marrón que parecía recién planchada y pajarita de lunares.

– ¿El comisario Dalgliesh y la inspectora Miskin? La señora Faraday los está esperando. Está en el jardín, pero tal vez no les importe ir hasta allí -dijo-. Yo soy Perkins -añadió, como si eso justificase de algún modo su presencia.

No era la casa ni el recibimiento que Kate había esperado. En aquellos tiempos había muy pocas casas en las que fuese el mayordomo quien salía a abrir la puerta, aunque el hombre al que estaban siguiendo tampoco tenía el aspecto de un mayordomo. Por su porte y el aire de seguridad semejaba un antiguo criado, ¿o acaso se trataba de un pariente de la familia que había decidido, para su perversa diversión, interpretar un papel?

El recibidor era estrecho, y lo parecía más aún por el esbelto reloj de pared de caoba que había a la derecha de la puerta. Las paredes estaban cubiertas de acuarelas, colgadas tan próximas las unas a las otras que apenas dejaban ver el papel estampado de color verde oscuro. A través de la rendija de una puerta, a la izquierda, Kate atisbo unas paredes repletas de libros, una elegante chimenea y un retrato al óleo encima de la misma. No cabía esperar encontrar en semejante casa láminas de caballos salvajes galopando por la orilla del mar ni de mujeres orientales con el rostro verdoso. Una barandilla de caoba elegantemente tallada conducía a la planta superior. Al final del pasillo, Perkins abrió una puerta pintada de blanco que daba a un invernáculo que abarcaba toda la anchura de la casa. La atmósfera que reinaba allí resultaba íntima e informal; había abrigos colgados de las sillas de mimbre, revistas encima de una mesa, también de mimbre, y una multitud de plantas verdes que oscurecían el cristal y conferían a la luz una ligera tonalidad verde como si estuviesen bajo el agua. Un pequeño tramo de escalones daba acceso al jardín, y un sendero de piedrecillas conducía hasta el invernadero. A través del cristal vieron la figura de una mujer que se agachaba y levantaba rítmicamente con la precisión de un baile formal. No detuvo sus movimientos ni siquiera cuando Kate y Dalgliesh llegaron a la puerta y observaron que estaba lavando y desinfectando unas macetas. Había un bol de agua jabonosa sobre el alféizar y la mujer cogía una a una las macetas, se inclinaba para sumergirlas en un cubo de desinfectante para plantas y a continuación las colocaba en un estante alto por orden de tamaño. Al cabo de unos segundos decidió ir a ver a sus visitantes y abrió la puerta. Los recibió con un fuerte olor a antiséptico.

Era alta, de casi un metro ochenta de estatura, y vestía unos pantalones de pana mugrientos, un suéter de lana estilo marinero de color azul oscuro, y botas y guantes rojos de goma. Tenía el cabello gris y lo llevaba peinado hacia atrás para retirárselo de una frente pronunciada, atado bajo un sombrero de fieltro que se había encajado con desenfado sobre un rostro de expresión inteligente y huesos marcados. Sus ojos eran oscuros y vivaces, y sus pestañas espesas, y aunque la piel de encima de la nariz y los pómulos estaba bastante curtida, apenas tenía arrugas en el cutis. Sin embargo, cuando se quitó los guantes, Kate vio por las líneas azules de las venas y la delicada y ajada piel de las manos que era mayor de lo que había supuesto; debía de tener más de cuarenta años cuando había dado a luz a su hijo. Kate miró a Dalgliesh, cuyo rostro no le transmitía nada, aunque sabía que seguramente estaba pensando lo mismo que ella. Se hallaban ante una mujer imponente.

– ¿La señora Faraday? -preguntó Dalgliesh.

– Pues claro -repuso la mujer en tono autoritario, articulando cuidadosamente las palabras-, ¿quién iba a ser si no? Ésta es mi casa, éste mi jardín, y éste mi invernadero, y ha sido mi mayordomo quien les ha invitado a pasar. -Su voz, pensó Kate, sonaba deliberadamente desenfadada, como si quisiera despojar a las palabras de cualquier atisbo de ofensa-. Y usted, claro está, debe de ser el comandante Dalgliesh -prosiguió-. No se moleste en enseñarme su placa o lo que sea que traigan. Estaba esperándolo, por supuesto, pero no sé por qué pensaba que vendría solo. A fin de cuentas, ésta no es una visita social.

La mirada que lanzó a Kate, pese a no ser hostil, fue tan rápidamente sentenciosa como si estuviese evaluando los defectos y virtudes de una nueva sirvienta. Dalgliesh hizo las presentaciones de rigor y la señora Faraday, de manera un tanto sorprendente, les estrechó la mano antes de ponerse otra vez los guantes.

– Por favor, perdónenme si continúo con mi labor. No es mi tarea favorita, así que una vez que empiezo me gusta acabar cuanto antes. Esa silla de mimbre está medianamente limpia, señorita Miskin, pero me temo que no tengo ningún asiento que ofrecerle a usted, señor Dalgliesh, más que esta caja vuelta del revés. Creo que la encontrará bastante segura.

Kate se sentó, pero Dalgliesh siguió de pie. Antes de que pudiera hablar, la señora Faraday continuó:

– Han venido por la muerte del doctor Dupayne, por supuesto. Deduzco que su presencia aquí significa que no creen que fuera un accidente.

Dalgliesh había decidido ir directo al grano.

– Ni un accidente ni un suicidio; lamento decirle que se trata de una investigación por asesinato, señora Faraday.

– Eso sospechaba yo, pero ¿no le están dedicando una atención y unos medios un tanto inusuales? Perdónenme, pero la muerte del doctor Dupayne, pese a ser sin duda muy lamentable, ¿merece la dedicación de un comisario además de una inspectora? -Como no obtuviera respuesta, añadió-: Por favor, hagan sus preguntas. Si puedo ayudarles, obviamente me gustaría hacerlo. Conozco algunos detalles, por supuesto. Las noticias como ésa se extienden muy deprisa. Fue una muerte horrible.

La señora Faraday continuó con su tarea. Al ver que sacaba las macetas del agua jabonosa para luego sumergirlas en el líquido desinfectante y depositarlas en las estanterías, Dalgliesh tuvo un vivido recuerdo de su infancia en el cobertizo del jardín de la rectoría. Cuando era niño una de sus tareas consistía en ayudar al jardinero con la limpieza anual de los tiestos. Recordó el cálido olor a madera del cobertizo y las historias que le contaba el viejo Sampson sobre sus hazañas en la Primera Guerra Mundial. Aunque la mayor parte de ellas, según descubrió más adelante, eran ficticias, en aquella época habían logrado cautivar a un chaval de diez años, convirtiendo así las tareas de limpieza en un placer que esperaba con ansia. El viejo poseía una imaginación portentosa. Dalgliesh sospechó que, en ese momento, tenía ante sí a una mujer cuyas mentiras, si es que les mentía, serían más convincentes.

– ¿Puede explicarnos cuáles son sus compromisos en el museo? -le preguntó-. Tenemos entendido que es usted una de las voluntarias. ¿Cuánto tiempo lleva allí y qué es lo que hace? Sé que quizá no le parezca relevante, pero en este momento necesitamos la máxima información posible acerca de la vida del doctor Dupayne, tanto profesionalmente como en relación con el museo.

– Entonces tendrán que entrevistarse con los miembros de su familia así como con las personas que trabajaban con él en el hospital. Una de ellas, como supongo deben de saber, es mi nuera. Mi relación personal con la familia se remonta a hace doce años. Mi marido era amigo de Max Dupayne, el fundador del museo, y siempre lo hemos ayudado. Cuando Max vivía, tenían un jardinero muy mayor y no demasiado competente, y Max me preguntó si podía ayudarlo yendo una vez a la semana, o al menos con cierta regularidad, para darles consejo. En la actualidad, me imagino que ya lo saben, el jardín lo cuida Ryan Archer, que también hace alguna que otra chapuza y colabora a tiempo parcial en las tareas de limpieza. El chico es ignorante pero voluntarioso, y mis visitas han continuado. Después de la muerte de Max Dupayne, James Calder-Hale, el archivero, me pidió que siguiera yendo. Él asumió la tarea de cribar a los voluntarios.

– ¿Necesitan una criba de voluntarios? -intervino Kate.

– Una pregunta razonable. Al parecer, el señor Calder-Hale era de la opinión de que había demasiados y de que la mayoría daba más quebraderos de cabeza de los necesarios. Los museos suelen atraer a personas entusiastas con pocas habilidades prácticas que ofrecer. Redujo el número de voluntarios a tres: la señorita Babbington, que ayudaba a Muriel Godby en la recepción, la señora Strickland, que trabaja en la biblioteca, y yo. La señorita Babbington tuvo que dejarlo hace un año a causa de sus problemas de artritis. Ahora sólo estamos nosotras dos, y no nos vendría mal un poco más de ayuda.

– La señora Clutton nos dijo que fue usted quien llevó el bidón de gasolina para la cortadora de césped. ¿Cuándo fue eso? -quiso saber Dalgliesh.

– En septiembre, más o menos cuando cortamos el césped por última vez. A Ryan se le había acabado la gasolina y me ofrecí a llevar un bidón para ahorrarnos los gastos de transporte. Nunca llegó a utilizarse. La máquina fallaba desde hacía un tiempo y el chico era incapaz de encargarse de su mantenimiento, y mucho menos de repararla. Llegué a la conclusión de que había que sustituirla. Mientras tanto, Ryan utilizaba la cortadora de césped manual. El bidón de gasolina se quedó en el cobertizo.

– ¿Quién sabía que estaba ahí?

– Ryan, claro está, la señora Clutton, que guarda su bicicleta en el cobertizo, y es probable que la señorita Godby. Le dije que habría que sustituir la vieja cortadora. A ella le preocupaba el coste, pero era obvio que no había ninguna prisa; seguramente no haría falta cortar la hierba hasta la primavera. Ahora que lo pienso, debí de decirle lo de la gasolina, porque me pagó lo que costaba y tuve que firmar un recibo. Es posible que los Dupayne y el señor Calder-Hale lo supieran. Tendrán que preguntarles a ellos.

– ¿Y no pensó usted que, puesto que ya no era necesario, podía llevarse el bidón a casa? -señaló Kate.

La señora Faraday le lanzó una mirada que sugería que esa clase de pregunta no se le podía ocurrir a una persona inteligente.

– No, no lo pensé. ¿Debería haberlo hecho? Me habían pagado por él.

Kate, negándose a dejarse intimidar, decidió cambiar de enfoque.

– Lleva doce años yendo al museo. ¿Lo describiría como un lugar alegre? Me refiero a las personas que trabajan allí.

La señora Faraday cogió el siguiente tiesto, lo examinó con mirada crítica, lo sumergió en el desinfectante y lo colocó en el banco.

– La verdad es que me es imposible saberlo. Ningún miembro del personal ha acudido a mí para decirme que estuviese descontento, y si lo hubiese hecho no lo habría escuchado -repuso. Como si temiese que su respuesta hubiese parecido amenazadora, añadió-: Tras la muerte de Max Dupayne había cierta falta de control, en general. Caroline Dupayne ha estado a cargo del museo de forma nominal, pero tiene sus propias responsabilidades en la escuela donde trabaja. Como ya he dicho, el señor Calder-Hale se ocupa de los trabajadores voluntarios y el chico se encarga del jardín, o al menos intenta mantenerlo en unas condiciones aceptables. Cuando llegó Muriel Godby, las cosas mejoraron un poco. Es una mujer competente y parece que le entusiasman las responsabilidades.

Dalgliesh se preguntó cómo introducir la complicación de la relación de su nuera con Neville Dupayne. Necesitaba saber si la aventura amorosa era tan secreta como Angela Faraday había afirmado y, en especial, hasta qué punto la señora Faraday podía habérselo imaginado o si le habían contado algo al respecto.

– Ya hemos hablado con su nuera en calidad de secretaria personal del doctor Dupayne y tengo entendido que en general se encargaba de la consulta externa. Obviamente, se trata de una persona cuya opinión sobre el estado de ánimo del señor Dupayne reviste gran importancia.

– ¿Y su estado de ánimo tiene alguna relación con el hecho de que fuese asesinado? Supongo que no estará sugiriendo ahora que podría tratarse de un suicidio…

– Yo soy quien tiene que decidir qué es relevante y qué no lo es, señora Faraday -replicó Dalgliesh.

– ¿Y la relación de mi nuera con Neville Dupayne era relevante? Se lo habrá dicho, ¿no? Bueno, claro que se lo habrá dicho; el amor, la satisfacción de ser deseado, es siempre una especie de triunfo. A muy pocas personas les importa confesar que han sido deseables. Por lo que respecta a las costumbres sexuales, en la actualidad no es el adulterio lo deleznable.

– Me parece que para su nuera la relación resultaba más angustiosa que satisfactoria, a causa de la necesidad de mantenerla en secreto, la preocupación de que su hijo pudiese enterarse y hacerle daño…

– Sí -repuso la señora Faraday con amargura-, Angela tiene conciencia.

– ¿Y se enteró su hijo, señora Faraday? -inquirió Kate.

Se produjo un silencio. La señora Faraday era demasiado inteligente para no darse cuenta de la importancia de la pregunta, que además, pensó Kate, no debía de haberla pillado por sorpresa. En cierto sentido, ella misma los había invitado a que la formularan, pues era quien había mencionado en primer lugar la aventura amorosa de su nuera. ¿Lo había hecho porque estaba convencida de que la verdad acabaría por salir a la luz y que su silencio necesitaría entonces alguna explicación? Dio la vuelta al tiesto, examinándolo con cuidado, y luego se inclinó y lo sumergió en el desinfectante. Dalgliesh y Kate esperaron.

– No, no lo sabe -respondió la señora Faraday tras incorporarse-, y es mi obligación asegurarme de que no se entere nunca. Espero contar con su colaboración, comisario. Me imagino que ninguno de ustedes dos pretende infligir dolor de forma deliberada.

Dalgliesh oyó que Kate respiraba hondo y retenía el aire por un instante.

– Lo que pretendo es investigar un homicidio, señora Faraday -repuso Dalgliesh-. No puedo ofrecer más garantía que la de decirle que los hechos irrelevantes no se harán públicos de forma innecesaria. Me temo que cuando se investiga un asesinato resulta imposible no causar dolor. Ojalá fuese sólo a los culpables. -Hizo una pausa y añadió-: ¿Cómo lo supo usted?

– Viéndolos juntos. Fue hace tres meses, cuando uno de los miembros de la familia real fue al hospital a inaugurar el nuevo complejo teatral. Neville Dupayne y Angela no estaban juntos oficialmente, nada de eso. Él figuraba en la lista de facultativos que iban a ser presentados y ella ayudaba con los preparativos, daba instrucciones a los visitantes, acompañaba a los VIP…, esa clase de cosas. Pero entonces se encontraron un momento y se pararon a charlar un par de minutos. Vi la cara de ella y el modo en que se cogían de la mano rápidamente y se soltaban con la misma rapidez. Fue suficiente. No se puede disimular el amor, al menos cuando a uno lo sorprenden sin que lo sepa.

– Pero si usted se dio cuenta, ¿por qué no iban a darse cuenta los demás? -preguntó Kate.

– Quizás algunas personas que trabajasen muy de cerca con ellos, pero Angela y Neville Dupayne llevaban sus vidas privadas de forma independiente. Dudo que alguien me lo dijese a mí o a mi hijo aunque lo sospechara. Puede que sea objeto de habladurías entre el personal del hospital, pero no una razón para inmiscuirse en sus vidas o para intentar hacerles daño. Yo los vi en un momento en el que estaban desprevenidos. No tengo ninguna duda de que habían aprendido a fingir muy bien.

– Su nuera me dijo que la relación había terminado -le explicó Dalgliesh-. Habían decidido que el posible daño no justificaba el que continuaran.

– ¿Y usted le creyó?

– No vi ninguna razón para no hacerlo.

– Bueno, pues le mintió. Tenían planeado reunirse el próximo fin de semana. Mi hijo me llamó para sugerirme que lo pasara con él porque Angela iba a ir a Norwich a ver a una vieja amiga del colegio. Nunca ha hablado de su colegio ni de sus amigas. Iban a pasar juntos el fin de semana por primera vez.

– No puede estar segura de eso, señora Faraday -dijo Kate.

– Sí puedo estar segura.

De nuevo se produjo un silencio. La señora Faraday prosiguió con su tarea.

– ¿Se sentía usted contenta con el matrimonio de su hijo? -preguntó Kate.

– Muy contenta. Tuve que aceptar el hecho de que no le iba a ser fácil encontrar una esposa. A muchísimas mujeres les encantaría acostarse con él, pero no pasar el resto de sus vidas a su lado. Angela parecía sentir un cariño auténtico hacia él, creo que aún lo siente. Se conocieron en el museo, por casualidad. Fue hace tres años. Selwyn tenía una tarde libre y fue a ayudarme con el jardín. Había una reunión de los fideicomisarios después del almuerzo y Neville Dupayne se había olvidado su agenda y sus papeles, de modo que telefoneó al hospital y Angela se los llevó. Después ella quiso ver qué estábamos plantando y estuvimos charlando un rato. Fue entonces cuando ella y Selwyn se conocieron. Me sentí muy feliz y aliviada cuando empezaron a salir y al final se comprometieron. Angela parecía la esposa perfecta para él, buena, sensata y con instinto maternal. Por supuesto, sus sueldos no son ninguna maravilla, pero pude comprarles una pequeña casa y darles un coche. Era obvio lo mucho que ella significaba para Selwyn, lo que aún significa, de hecho.

– Vi a su hijo. Estaba en la sala de espera de Saint Oswald cuando me marché después de ver a su nuera -dijo Dalgliesh.

– ¿Y qué impresión le produjo?

– Pensé que tenía una cara extraordinaria. Podría decirse que es un hombre muy bello.

– También lo era mi marido, pero no tanto. Apuesto sería tal vez un término más apropiado. -La señora Faraday pareció quedarse pensativa un instante y luego una sonrisa nostálgica transformó su rostro-. Muy apuesto. Bello es una palabra extraña para aplicársela a un hombre.

– Parece apropiada.

Ella ya había examinado y sumergido en desinfectante el último tiesto. Ahora estaban ordenados en filas según el tamaño. Mirándolos con la satisfacción de haber terminado un trabajo bien hecho, dijo:

– Creo que será mejor que les hable de Selwyn. No es inteligente. Diría que siempre ha tenido dificultades de aprendizaje, pero esa frase, como diagnóstico, ha perdido todo el sentido. Puede sobrevivir en nuestra sociedad implacable, pero le resulta imposible competir. Fue educado con niños supuestamente «normales», pero no obtuvo ningún certificado oficial y ni siquiera se presentó a los exámenes salvo en dos asignaturas no académicas. La universidad, evidentemente, no era una opción que pudiésemos plantearnos, ni aun cuando asistiera a una de esas facultades que ocupan el último lugar de la lista, donde están tan desesperados por aumentar las cifras del alumnado que, según tengo entendido, aceptan a gente prácticamente analfabeta. No habrían aceptado a Selwyn. Su padre era muy inteligente y él es nuestro único hijo. Como es lógico, sus limitaciones, a medida que fueron manifestándose, supusieron una decepción para mi esposo (la palabra dolor no sería lo bastante fuerte), pero quería a su hijo, igual que lo quiero yo. Lo que ambos deseábamos era que Selwyn fuese feliz, que encontrase un trabajo dentro de sus posibilidades donde pudiese resultar útil a los demás y que fuese satisfactorio para él. La felicidad no constituyó un problema: nació con un don especial para ser dichoso. Trabaja como bedel de hospital en Saint Agatha. Le gusta el trabajo y se le da muy bien. Uno o dos de los bedeles más antiguos se interesan por él, así que tiene amigos. También tiene una esposa a la que quiere. Mi intención es que esto último siga siendo así.

– ¿Qué estaba haciendo usted, señora Faraday, entre las cinco y media y las seis y media de ayer? -inquirió Dalgliesh con calma.

La pregunta fue brutalmente directa, pero la mujer debía de estar esperándola. Le había entregado en bandeja un móvil sin que nadie se lo pidiera. ¿Le daría también una coartada?

– Cuando oí que Neville Dupayne había muerto deduje que ustedes hurgarían en su vida privada, que la relación entre mi nuera y él saldría a la luz tarde o temprano -contestó-. Sus colegas en el hospital no iban a transmitirnos, ni a mí ni a mi marido, sus sospechas acerca de la relación, ¿por qué iban a hacerlo? Ahora bien, lo más probable es que adopten una actitud distinta cuando hay un asesinato de por medio. También me doy cuenta, por supuesto, de que podría convertirme en sospechosa. Ayer tenía planeado ir al museo y esperar a que llegase Neville Dupayne. Sabía, claro está, que los viernes iba a recoger su Jaguar. Me imagino que todos en el museo lo sabían. Me parecía la ocasión perfecta para verlo con absoluta intimidad. No habría tenido ningún sentido concertar una cita con él en el hospital. Siempre podía excusarse con el argumento de que no disponía de tiempo. Además, estaba la complicación adicional de la presencia de Angela allí. Quería verlo a solas para tratar de convencerlo de que pusiese fin a la relación.

– ¿Tenía alguna idea de cómo iba a conseguirlo? Es decir, ¿qué argumentos pensaba emplear además del daño que le estaba haciendo a su hijo? -preguntó Kate.

– No, no contaba con nada específico con lo que amenazarlo, si es a eso a lo que se refiere. Selwyn no era paciente suyo, no creo que su caso le interese a las autoridades sanitarias. Mi única arma, si es que queremos utilizar ese término, sería un llamamiento a su decencia. A fin de cuentas, cabía la posibilidad de que estuviese lamentando mantener esa relación, de que quisiese ponerle fin. Salí de casa a las cinco en punto. Tenía planeado estar en el museo hacia las cinco y media o poco después por si él llegaba más temprano. El edificio cierra sus puertas a las cinco, de modo que para entonces el personal ya se habría ido. Podía verme la señora Clutton, pero me pareció que era poco probable dado que su casa está en la parte de atrás. En cualquier caso, tenía derecho a estar allí.

– ¿Y llegó a ver al señor Dupayne?

– No, al final desistí. Había mucho tráfico, como todos los viernes, por otra parte, y tuve que detenerme muchas veces además de parar en los semáforos en rojo. Tuve tiempo para pensar, y llegué a la conclusión de que era una idea descabellada. Neville Dupayne estaría ansioso por empezar su fin de semana, por irse. Sería el peor momento para abordarlo, y sólo tendría una oportunidad. Si fallaba, habría sido inútil. Me dije que tendría más posibilidades si hablaba primero con Angela; al fin y al cabo, nunca había hablado con ella de su relación con el doctor Dupayne, y ella ignoraba que yo estuviese al tanto. El hecho de que yo lo supiera tal vez lo cambiaría todo a sus ojos. Siente un gran afecto por mi hijo, no es una depredadora implacable. Seguramente tendría más posibilidades de éxito con ella que con él. A Selwyn le gustaría ser padre. He consultado a los médicos y no hay ninguna razón por la que sus hijos no puedan ser normales; además, tengo la impresión de que a mi nuera también le gustaría tener hijos, y no creo que esperara tenerlos con Dupayne. Por supuesto, necesitarían alguna ayuda económica. Cuando llegué a Hampstead Pond decidí regresar a casa. No me fijé en qué hora era, ¿por qué iba a hacerlo? Pero estaba aquí a las seis y veinte, y Perkins se lo confirmará.

– ¿La vio alguien que pudiera reconocerla, a usted o al coche?

– No, que yo sepa. Y ahora, a menos que tengan más preguntas, creo que voy a regresar a la casa. Por cierto, comisario, les agradecería que no hablasen directamente con Selwyn. Estaba trabajando en Saint Agatha cuando asesinaron a Dupayne. En el hospital se lo confirmarán sin necesidad de hablar con él.

La entrevista había terminado, y habían obtenido, pensó Kate, más información de la que esperaban.

La señora Faraday no los acompañó a la puerta principal, sino que dejó que lo hiciera Perkins, quien aguardaba en el jardín de invierno. Al llegar a la puerta, Dalgliesh se dirigió a él:

– ¿Podría decirnos, por favor, la hora a la que la señora Faraday regresó a casa ayer por la tarde?

– Eran las seis y veinte, comisario. Eché un vistazo al reloj por casualidad.

Les abrió la puerta de par en par; más que una invitación a que se marcharan, parecía una orden.

Recorrieron el camino de vuelta al coche en silencio. Una vez sentada y con el cinturón puesto, Kate estalló.

– ¡Gracias a Dios que no es mi suegra! En esta vida sólo le importa una persona, y es su precioso hijo. Le apuesto a que no se habría casado con Angela si marmita no hubiese dado su bendición: es ella quien compra la casa, quien les da el coche… ¿Que al niño le gustaría tener un bebé?, pues seguro que también se lo compraría. Y si eso implica que Angela deje su trabajo, entonces marmita mantendrá a la familia. No existe el menor indicio de que Angela pueda tener otra opinión, de que tal vez no quiera tener hijos, o al menos por el momento, de que sea posible que, de hecho, disfrute trabajando en el hospital, de que valore su independencia… Esa mujer es increíblemente despiadada.

Le sorprendió la intensidad de su propia ira, que no sólo iba contra la señora Faraday por su arrogancia y su superioridad natural, sino contra sí misma por haber dado rienda suelta a una emoción tan poco profesional. La ira en la escena del crimen era un sentimiento natural y a menudo constituía un acicate loable para entrar en acción; al detective que se hubiese vuelto tan indiferente, tan insensibilizado a causa de la naturaleza de su trabajo que ni la lástima ni el dolor hallaran un hueco para manifestarse en su respuesta ante el dolor y la destrucción humanos, más le valía buscarse otro trabajo. Sin embargo, la ira contra un sospechoso era un lujo capaz de distorsionar peligrosamente la capacidad de discernimiento. Además, mezclada con la ira que Kate trataba de controlar había un sentimiento igualmente censurable. Honesta por naturaleza, lo reconoció no sin cierta vergüenza: era rencor de clase.

Siempre había considerado la lucha de clases el recurso de las personas fracasadas, inseguras o envidiosas, y ella no era ninguna de las tres cosas. Entonces, ¿por qué estaba tan enfadada? Había empleado muchos años y energía tratando de superar el pasado, de dejar atrás de una vez por todas su condición de hija ilegítima, el hecho de que nunca conocería el nombre de su padre, aquella existencia en el bloque de barrio con su abuela gruñona, el olor, el ruido y la desesperanza que todo lo impregnaba… Y aun así, dedicándose a un trabajo que la había alejado de los edificios Ellison Fairweather más eficazmente que cualquier otro, ¿no había dejado allí una parte de sí misma, una especie de vestigio de lealtad hacia los desposeídos y los pobres? Había cambiado de estilo de vida, de amigos e incluso, por etapas casi imperceptibles, de manera de hablar. Se había convertido en parte de la clase media. Sin embargo, a la hora de la verdad, ¿no seguía todavía del lado de aquellos vecinos casi olvidados? Y ¿no eran las señoras Faraday, la clase media próspera, culta y liberal quienes, al final, controlaban sus vidas? «Nos critican por reaccionar con respuestas intolerantes que ellos jamás experimentarán -pensó-. No tienen que vivir en un barrio de viviendas del ayuntamiento con un ascensor cubierto de pintadas y una violencia incipiente pero constante. No envían a sus hijos a escuelas donde las clases son auténticos campos de batalla y el ochenta por ciento de los niños ni siquiera habla nuestro idioma. Si sus hijos se convierten en delincuentes, no los envían a un tribunal de menores sino a un psiquiatra. Si necesitan tratamiento médico urgente, siempre pueden recurrir a la medicina privada. No es de extrañar que se permitan el lujo de ser tan puñeteramente liberales.»

Permaneció sentada en silencio, observando los largos dedos de Dalgliesh sobre el volante. Sin duda, pensó, el aire del interior del vehículo debía de estar palpitando con la turbulencia de sus sentimientos.

– No es tan simple como eso, Kate -repuso él.

«No, nada lo es nunca, pero resulta lo bastante simple para mí», se dijo Kate. De pronto, inquirió:

– ¿Cree que estaba diciéndonos la verdad, acerca de que su nuera y Dupayne seguían manteniendo su relación? Sólo tenemos su palabra. ¿Es posible que Angela le mintiese, señor, cuando habló con usted?

– No, en mi opinión la mayor parte de lo que me dijo era verdad. Y ahora, con la muerte de Dupayne, tal vez se haya convencido a sí misma de que el affaire había terminado definitivamente, de que un fin de semana con él habría señalado el final. El dolor a menudo afecta la percepción de la verdad de las personas, pero por lo que respecta a la señora Faraday, no importa si los amantes tenían la intención o no de pasar juntos ese fin de semana. Si ella cree que la tenían, eso constituye un móvil.

– Y contaba con los medios y con la ocasión -señaló Kate-: sabía que la gasolina estaba en el cobertizo, ella misma la había llevado; sabía que Neville Dupayne estaría en el garaje a las seis en punto y que el personal del museo se habría marchado, pues así nos lo dijo, ¿no? Todo.

– Ha sido sincera, sorprendentemente sincera -convino Dupayne-. Pero en cuanto a la relación amorosa, sólo nos dijo lo que sabía que averiguaríamos. No me la imagino pidiéndole a su sirviente que nos mintiera, y si de hecho tenía planeado matar a Dupayne, se habría asegurado de hacerlo de manera que su hijo no resultase sospechoso. Comprobaremos la coartada de Selwyn Faraday, pero si su madre afirma que estaba trabajando en el hospital, me parece que descubriremos que así era.

– En cuanto a la relación de su esposa con Dupayne, ¿es necesario que se entere? -preguntó Kate.

– No, a menos que presentemos cargos contra su madre. -Dalgliesh hizo una pausa y añadió-: Fue un acto de crueldad horrible.

Kate no respondió. Era imposible que Dalgliesh pretendiese decir con eso que la señora Faraday jamás habría cometido semejante asesinato, pero ambos procedían de la misma clase social; él se habría sentido como pez en el agua en esa casa, en su compañía, pues se trataba de un mundo que entendía muy bien. Sin embargo, aquello era ridículo, Dalgliesh sabía, incluso mejor que ella misma, que no había modo de predecir, así como de comprender en profundidad, de qué eran capaces los seres humanos. Ante una tentación irresistible, todo se dejaba de lado: las sanciones morales y legales, la educación privilegiada y aun las creencias religiosas. La comisión de un asesinato a menudo sorprendía al propio asesino. Ella había visto, en los rostros de hombres y mujeres, estupefacción ante lo que habían hecho.

– Siempre es más fácil cuando no tienes que presenciar la muerte en sí -estaba diciendo Dalgliesh-. El sádico puede disfrutar con la crueldad. La mayoría de los homicidas prefieren convencerse de que no lo hicieron, o de que no infligieron demasiado sufrimiento, de que la muerte fue rápida o sencilla, o incluso de que le hicieron un favor a la víctima matándola.

– Pero nada de eso se cumple en el caso de este asesinato -replicó Kate.

– No -admitió Dalgliesh-: en este asesinato, no.

14

El despacho de James Calder-Hale estaba en el primer piso de la parte de atrás de la casa, situado entre la Sala del Crimen y la galería dedicada a la Industria y el Empleo. En su primera visita, Dalgliesh había advertido las palabras disuasorias inscritas en la placa de bronce a la izquierda de la puerta: «director del museo. estrictamente prohibido el paso.» Sin embargo, en ese momento estaba esperándolo. Calder-Hale abrió la puerta en cuanto llamó.

Dalgliesh se sorprendió ante el tamaño de la habitación. A pesar de que el Dupayne se limitaba, en ámbito y aspiraciones, al periodo de entreguerras, adolecía menos que otros museos más famosos o pretenciosos de falta de espacio. Aun así llamaba la atención que Calder-Hale tuviese el privilegio de ocupar una sala considerablemente mayor que el despacho de la planta baja.

Se había instalado allí con todo lujo de comodidades. Había un escritorio enorme, con compartimentos adosados, colocado en ángulo recto con la única ventana, que daba a un seto de hayas altas, en esos momentos en su dorado esplendor otoñal, y tras éste, al tejado de la casa donde vivía la señora Clutton y los árboles del Heath. La chimenea, a todas luces victoriana original pero menos ostentosa que las que había en las galerías, estaba equipada con una estufa de gas que simulaba ascuas ardiendo. La estufa estaba encendida, y sus llamas rojas y su azul titilante conferían a la estancia una atmósfera hogareña muy acogedora, incrementada por dos sillones de orejas, uno a cada lado de la chimenea. Encima de ésta colgaba el único cuadro del despacho, una acuarela que representaba la calle de un pueblo y parecía obra de Edward Bawden. Unas estanterías hechas a medida recubrían todas las paredes salvo encima de la chimenea y a la izquierda de la puerta, donde había un armario pintado de blanco con una encimera de vinilo y sobre ella un microondas, una tetera eléctrica para calentar agua y una cafetera. Junto al armario había una pequeña nevera y encima de ésta, un armario de pared. A la derecha de la habitación, una puerta entreabierta dejaba parcialmente visible lo que sin duda era un cuarto de baño. Dalgliesh vio el borde de una ducha y un lavamanos. Se le ocurrió pensar que, si así lo deseaba, Calder-Hale no tenía por qué salir nunca de su despacho.

Había papeles por todas partes: carpetas de plástico con recortes de prensa, algunos de color marrón por el paso de los años; archivadores en los estantes más bajos; montones de manuscritos apilados que rebosaban los compartimentos del escritorio; paquetes de textos mecanografiados atados con cinta adhesiva y amontonados en el suelo… Aquel exceso de documentos quizá representara la acumulación administrativa de décadas, aunque la mayor parte de las páginas de los manuscritos parecían recientes. Sin embargo, estaba claro que la labor del director de un museo no tenía por qué incluir semejante volumen de papeleo. Lo más probable era que Calder-Hale se hallara inmerso en algún proyecto personal relacionado con la escritura, o bien que fuese uno de esos diletantes que como más disfrutan es entregándose a algún ejercicio académico que no tienen ninguna intención -y a menudo son psicológicamente incapaces- de terminar. Calder-Hale parecía un candidato poco probable a pertenecer a ese último grupo, aunque existía la posibilidad de que resultase tan personalmente misterioso y complejo como algunas de sus actividades. Y por valiosas que fuesen esas hazañas, era tan sospechoso como cualquiera de las personas vinculadas con el Museo Dupayne. Al igual que ellos, disponía de los medios y de la oportunidad. Estaba por ver si tenía un móvil, pero quizá poseyese la crueldad necesaria, incluso más que los otros.

Calder-Hale hizo un gesto con la mano en dirección a la cafetera, en la que aún había un par de dedos de café, y preguntó:

– ¿Quieren un poco? Una cafetera llena se hace enseguida. -A continuación, después de que Dalgliesh y Piers hubiesen rechazado su ofrecimiento, se sentó en la silla giratoria que había tras su escritorio y los miró-. Más vale que se pongan cómodos en los sillones, aunque supongo que esta entrevista no se prolongará mucho tiempo…

Dalgliesh se sintió tentado de responder que duraría cuanto fuese necesario. En la habitación hacía un calor incómodo, pues la estufa de gas era un complemento de la calefacción central. Dalgliesh le pidió que la apagara y, con parsimonia, Calder-Hale se acercó y cerró la espita. Por primera vez, el comisario cayó en la cuenta de que aquel hombre tenía aspecto de enfermo. En su primer encuentro, sulfurado por la indignación, real o fingida, Calder-Hale le había dado la impresión de que gozaba de excelente salud. Ahora, en cambio, advirtió la palidez de debajo de sus ojos, la elasticidad de la piel encima de los pómulos y un ligero temblor en las manos mientras cerraba la espita.

Antes de volver a ocupar su asiento, Calder-Hale se acercó a la ventana y tiró de las cuerdas de la persiana de listones de madera, que se desenrolló con gran estruendo y estuvo a punto de volcar una maceta con violetas africanas.

– Detesto esta penumbra -dijo. Acto seguido, colocó la planta sobre su escritorio y añadió, como si fuese necesaria alguna disculpa o explicación-: Tally Clutton me dio esta planta el 3 de octubre. Alguien le había dicho que cumplía cincuenta y cinco años. Es la flor que menos me gusta, pero manifiesta una irritante resistencia a morir.

Se acomodó en su silla y la hizo girar hacia los dos policías a quienes miró con cierta complacencia. A fin de cuentas, gozaba de la posición físicamente dominante.

– Estamos tratando la muerte del doctor Dupayne como un asesinato -le explicó Dalgliesh-. Está descartado que fuera un accidente y no hay pruebas que avalen la hipótesis de un suicidio. Le pedimos su colaboración. Si hay algo que sepa o sospeche que puede resultarnos de ayuda, necesitamos que nos informe de ello ahora.

Calder-Hale cogió un lápiz y empezó a hacer garabatos en la carpeta que tenía delante.

– Nos resultaría útil que ustedes nos brindaran información -respondió-. Lo único que sé, lo único que todos sabemos, es lo que nos hemos dicho unos a otros: que alguien roció a Neville con gasolina de un bidón del cobertizo y luego le prendió fuego. Entonces, ¿están seguros de que no fue un suicidio?

– Las pruebas físicas están en contra.

– ¿Y qué me dice de las pruebas psicológicas? Cuando vi a Neville el viernes de la semana pasada, día en que usted estuvo aquí con el señor Conrad Ackroyd, resultaba obvio que se hallaba sometido a un gran estrés. No sé cuáles eran sus problemas, aparte del exceso de trabajo, que podemos dar por sentado. Además, había elegido la profesión equivocada; si quieres encargarte de la más intratable de las enfermedades humanas, más vale que te asegures de que posees la suficiente fortaleza mental y de que eres capaz de distanciarte cuando es necesario. El suicidio es comprensible; el asesinato, no. ¡Y un asesinato tan horrendo, menos aún! No tenía enemigos, que yo sepa; claro que, ¿cómo iba yo a saberlo? Apenas nos veíamos. Empezó a guardar el coche aquí tras la muerte de su padre, y desde entonces venía en su busca todos los viernes a las seis. A veces, cuando él llegaba, yo me marchaba. Nunca explicaba adónde iba, y nunca se lo pregunté. Llevo aquí como director cuatro años y no creo que haya visto a Neville por el museo más de una docena de veces.

– ¿Qué hacía él aquí el viernes pasado?

Calder-Hale había perdido el interés en sus garabatos y en ese momento estaba intentando hacer equilibrios con el lápiz en la mesa.

– Quería saber cuál era mi opinión acerca del futuro de la institución. Como ya le habrán informado los Dupayne, hay que firmar el nuevo contrato de arrendamiento hacia el 15 de este mes. Me consta que tenía sus dudas acerca de si quería que el museo siguiese abierto. Le dije que carecía de sentido que me pidiese mi apoyo: yo no soy fideicomisario y no iba a estar presente en la reunión. Además, él ya conocía mi opinión. Los museos honran el pasado en una época que adora la modernidad casi tanto como el dinero y la fama, así que no es de extrañar que atraviesen tantas dificultades. El Dupayne supondrá una pérdida si cierra, pero sólo para las personas que valoran lo que ofrece. ¿Lo valoran los Dupayne? Si ellos no tienen la voluntad de salvar este lugar, nadie más la tendrá.

– Se supone que ahora su continuidad estará garantizada -repuso Dalgliesh-. ¿Le habría importado mucho que no se hubiese firmado el contrato?

– Habría sido un inconveniente, para mí y para algunas personas a las que les interesa lo que hago aquí. En los últimos años me he sentido a mis anchas en este lugar, como pueden ver, pero tengo mi propio piso y una vida fuera de aquí. Dudo que, a la hora de la verdad, Neville se hubiese opuesto; al fin y al cabo, era un Dupayne. Creo que habría firmado con sus hermanos.

– ¿Dónde estaba usted, señor Calder-Hale, entre las cinco y las siete del viernes por la tarde, más o menos? -intervino Piers por primera vez, en tono inflexible.

– ¿Pretende una coartada? ¿No exageran un poco? Sin duda, la hora que les interesa es las seis. Pero ante todo seamos meticulosos. A las cinco menos cuarto salí de mi piso en la plaza Bedford y fui en moto a mi dentista, que está en la calle Weymouth; tenía que acabar de pulirme una funda. Normalmente dejo la moto en la calle Marylebone, pero no había sitio, de modo que fui a Marylebone Lane, en Cross Keys Close, y aparqué allí. Salí de la calle Weymouth hacia las cinco y veinticinco, y espero que la enfermera y la recepcionista puedan confirmar la hora. Descubrí que me habían robado la moto, así que me fui andando a casa, acortando camino por las calles al norte de Oxford Street y tomándome mi tiempo, pero supongo que no llegué hasta las seis. Entonces llamé a la comisaría de policía de mi zona, donde confío hayan registrado la llamada. Parecían extraordinariamente indiferentes al robo que había sufrido, y no he tenido noticias de ellos desde entonces. Con la cifra actual de crímenes con armas de fuego y la amenaza del terrorismo, dudo que la sustracción de una motocicleta constituya una prioridad. Dejaré pasar un par de días, la daré por perdida y reclamaré al seguro. La habrán arrojado a alguna zanja, seguramente. Es una Norton, ya no las hacen; le tenía mucho cariño, pero no tan obsesivo como el que sentía el pobre Neville por su Jaguar.

Piers había anotado todas las horas.

– ¿Y no hay nada más que pueda decirnos? -insistió Dalgliesh.

– Nada. Siento no haberles resultado más útil, pero como ya he dicho, apenas conocía a Neville.

– Habrá oído hablar del encuentro de la señora Clutton con el misterioso conductor…

– He oído tantas cosas sobre la muerte de Neville como imagino que habrán oído ustedes. Marcus y Caroline me han referido la entrevista que mantuvieron con ellos el viernes y he hablado con Tally Clutton. Es una mujer honesta, por cierto. Pueden confiar en todo cuanto les diga.

Le preguntaron si la descripción de la señora Clutton le resultaba familiar, y Calder-Hale respondió:

– Parece más bien el visitante medio del Dupayne. Dudo que tenga importancia. Es poco probable que, en su huida, un asesino se pare a auxiliar a una mujer mayor, sobre todo si acaba de quemar viva a su víctima. Además, ¿por qué arriesgarse a que ella memorizase el número de la matrícula?

– Vamos a poner un anuncio. Puede que aparezca -comentó Piers.

– Yo no confiaría en ello. Quizá se trate de una de esas personas sensatas que no consideran la inocencia una protección contra las maquinaciones casuísticas de la policía.

– Señor Calder-Hale -intervino Dalgliesh-, creo que es posible que usted sepa por qué murió Dupayne. En ese caso, si lo dijese ahora me ahorraría tiempo a mí y molestias a ambos.

– No lo sé. Ojalá lo supiese, y de ser así se lo diría. Soy capaz de aceptar la necesidad ocasional de cometer un asesinato, pero no este asesinato ni empleando este método. Tengo mis sospechas, podría darles cuatro nombres y en orden de probabilidad, pero imagino que disponen ustedes de la misma lista y en el mismo orden.

Al parecer no había nada más que averiguar por el momento. Dalgliesh estaba a punto de levantarse cuando Calder-Hale preguntó:

– ¿Han visto ya a Marie Strickland?

– Oficialmente no. Tuvimos un breve encuentro el viernes de la semana pasada, cuando vine al museo. Supongo que se trataba de la señora Strickland. Trabajaba en la biblioteca.

– Es una mujer increíble. ¿La han investigado ya?

– ¿Deberíamos hacerlo?

– Me preguntaba si se habían interesado por su pasado. En la guerra, fue una de las agentes femeninas del Servicio de Operaciones Especiales que fueron arrojadas en paracaídas sobre Francia la víspera del día D. El proyecto consistía en reconstruir una red en la zona ocupada del norte que había sido desmantelada el año anterior por un problema de alta traición. Su grupo sufrió el mismo destino. En el equipo había un traidor que, según se rumorea, había sido el amante de Strickland. Fueron los únicos a los que no apresaron, torturaron y asesinaron.

– ¿Cómo lo sabe usted? -inquirió Dalgliesh.

– Mi padre trabajaba con Maurice Buckmaster en el cuartel general del SOE en Baker Street. Él tuvo parte de responsabilidad en la catástrofe. Le habían advertido, así como a Buckmaster, pero ambos se negaron a creer que los mensajes por radio que estaban recibiendo procediesen de la Gestapo. Por supuesto, yo aún no había nacido, pero mi padre me contó parte de la historia antes de morir. En sus últimas semanas, antes de que comenzaran a administrarle morfina, quiso compensar veinticinco años de incomunicación. La mayor parte de lo que me contó no es ningún secreto. En cualquier caso, con la divulgación de los documentos oficiales todo está saliendo a la luz.

– ¿Usted y la señora Strickland han hablado alguna vez de esto?

– No creo que ella sospeche siquiera que conozco la historia. Debe de saber que soy el hijo de Calder-Hale, o que al menos estoy emparentado con él, pero eso no sería ninguna razón para quedar y mantener una charla íntima sobre el pasado. Al menos de ese pasado, y sobre todo con mi apellido. Aun así, me ha parecido que tal vez les interesaría saberlo. Siempre me siento un poco incómodo en compañía de Marie Strickland, aunque nunca lo bastante para desear que no estuviese aquí. Sencillamente, su valentía me resulta incomprensible, hace que me sienta como si no estuviese a la altura de las circunstancias. Combatir en una batalla es una cosa, pero arriesgarse a la traición, la tortura y una muerte solitaria es otra muy distinta. Debía de ser extraordinaria de joven, una combinación de delicada belleza inglesa y crueldad. La atraparon una vez, en una misión anterior, pero se las apañó para salir indemne. Imagino que los alemanes no podían creer que fuese otra cosa de lo que parecía. Y ahora se pasa las horas sentada en la biblioteca, una viejecita con las manos artríticas y ojos apagados, escribiendo carteles con caligrafía elegante que quedarían igual de bien si Muriel los imprimiese en su ordenador.

Siguieron sentados en silencio. Calder-Hale parecía exhausto tras su último y amargamente irónico comentario. Estaba mirando hacia una pila de papeles que había encima del escritorio, pero más con una especie de cansada resignación que con entusiasmo. No iban a averiguar nada más, había llegado el momento de marcharse.

En el camino de regreso al coche, ninguno de los dos habló de la señora Strickland.

– No es una gran coartada, ¿verdad? -comentó Piers-. La moto aparcada en una calle muy transitada. ¿Quién podría decir a qué hora la dejaron allí o se la llevaron? Seguramente iba con el casco puesto, lo que constituye un disfraz muy eficaz. Si la abandonaron por ahí, lo más probable es que sea entre la maleza de Hampstead Heath.

– Tenemos la hora a la que se marchó del dentista -apuntó Dalgliesh-. Probablemente podrá confirmarse con exactitud. La recepcionista debe de llevar un registro de las visitas. Si es cierto que se fue a las cinco y veinticinco, ¿pudo llegar al Dupayne antes de las seis? Se supone que sí, si tuvo suerte con el tráfico y los semáforos. Habría necesitado algo más de tiempo. Será mejor que Benton-Smith cronometre el recorrido, a ser posible con una Norton. Quizá los del taller nos echen una mano con eso.

– Necesitaremos un par de esas motos, señor. Me apetecería echar una carrera.

– Con una bastará, ya hay bastantes descerebrados haciendo el loco en la carretera. Benton-Smith puede hacer el trayecto varias veces. Será mejor que le indiques rutas alternativas; Calder-Hale podría haber probado con varias. Y no hace falta que Benton se pase, Calder-Hale no se habría arriesgado a saltarse los semáforos.

– ¿No me necesita en la autopsia, señor?

– No, y que Kate se lleve a Benton, así adquirirá experiencia. La causa de la muerte es obvia, pero resultará interesante conocer su estado general de salud y el nivel de alcoholemia.

– ¿Cree probable que estuviera borracho, señor? -preguntó Piers.

– Hasta el punto de estar completamente ebrio, no; pero si había bebido mucho, eso daría credibilidad a la teoría del suicidio.

– Creía que habíamos descartado el suicidio.

– Y lo hemos hecho, pero estoy pensando en la defensa. A un jurado tal vez le pareciera razonable. La familia está ansiosa por que les entreguen el cadáver a fin de proceder a la incineración. Al parecer, tienen un hueco en el crematorio para el jueves.

– ¡Menuda rapidez! -exclamó Piers-. Debieron de reservar hora poco después de que su hermano muriera. Un poco insensible, como si no quisiesen esperar a acabar el trabajo que ya había empezado otra persona. Al menos, no hicieron la reserva antes de que lo matasen.

Dalgliesh no respondió, y una vez en el interior del Jaguar ambos se sujetaron los cinturones en absoluto silencio.

15

Marcus Dupayne había convocado una reunión del personal para las diez en punto del lunes 4 de noviembre. Lo había hecho mediante una nota redactada en un tono tan oficial que en lugar de cuatro personas parecía que fuera a reunirse un organismo institucional.

A pesar de que el museo había permanecido cerrado y de que su labor de limpiar el polvo apenas era necesaria, Tally acudió al museo a realizar sus tareas matutinas habituales al igual que había hecho durante el fin de semana, ya que continuar con su rutina normal le proporcionaba seguridad y tranquilidad.

Una vez de regreso en la casa, se quitó el mono de trabajo, se aseó y, tras meditarlo unos minutos, se puso una blusa limpia y regresó al museo justo antes de las diez. Estaba previsto que la reunión se celebrase en la biblioteca, y Muriel ya estaba allí, preparando las tazas para el café. Tally comprobó que, como de costumbre, había horneado ella misma las galletas. Aquella mañana parecían de avena, simplemente; tal vez, se dijo, las de chocolate le habían parecido demasiado festivas para la ocasión.

Los dos Dupayne llegaron puntuales, y el señor Calder-Hale lo hizo poco después. Estuvieron unos minutos tomando café en torno a la mesita que había frente a la ventana norte, como si quisiesen separar un acto social de poca trascendencia del asunto tan serio que tenían entre manos, y a continuación se trasladaron a sus sitios en la mesa central.

– Les he pedido que vinieran por tres razones -empezó Marcus Dupayne-. La primera es para agradecer a James, a Muriel y a Tally sus expresiones de condolencia por la muerte de nuestro hermano. En un momento como éste, el dolor se convierte en estupor y éste en horror. Tendremos tiempo, acaso no el suficiente, para llorar a Neville y darnos cuenta de lo que tanto nosotros como sus pacientes hemos perdido. La segunda razón es hacerles saber que mi hermana y yo ya hemos tomado una decisión con respecto al futuro del Museo Dupayne, y la tercera es para hablar de nuestra respuesta a la investigación policial de lo que ya han decidido, y nosotros tenemos que aceptar, que es un asesinato, y cómo debemos enfrentarnos a la publicidad que, como es lógico, ha despertado el caso. Dejé la reunión hasta esta mañana porque me pareció que el fin de semana estaríamos todos demasiado consternados para pensar con claridad.

– ¿Es de suponer, entonces, que se va a firmar el nuevo contrato de arrendamiento y que el Dupayne seguirá funcionando? -preguntó Calder-Hale.

– El contrato ya se ha firmado -contestó Marcus-. Esta mañana Caroline y yo hemos ido a Lincoln’s Inn a las ocho y media.

– ¿Antes de que Neville haya sido incinerado? -exclamó James-. Vaya, vaya… Aquí huele a chamusquina, diría yo.

Caroline pasó por alto el comentario y repuso en tono glacial:

– Ya habíamos realizado todos los pasos previos. Sólo quedaba pendiente la firma de los otros dos fideicomisarios. Habría sido prematuro celebrar esta reunión sin estar en situación de asegurarles que el museo seguiría abierto.

– ¿Y no habría sido correcto esperar unos cuantos días?

Marcus permaneció impasible.

– ¿Y por qué exactamente? ¿Te estás volviendo sensible a la opinión pública o hay alguna objeción ética o teológica que no haya tenido en cuenta?

James esbozó una sonrisa irónica que más pareció una mueca, pero no contestó.

– El juez de instrucción abrirá el sumario mañana por la mañana -prosiguió Marcus-, y si nos entregan el cadáver, la incineración tendrá lugar el jueves. Mi hermano no era religioso, de modo que será una ceremonia laica y privada. Sólo asistirán los familiares más cercanos. Parece ser que el hospital quiere organizar más tarde una misa en su memoria en la capilla y, por supuesto, estaremos presentes. Imagino que cualquier otra persona que quiera asistir será bien recibida. Sólo he mantenido una breve conversación telefónica con el administrador. Todavía no hay nada concreto.

»Y ahora, en cuanto al futuro del museo, seré el nuevo administrador general y Caroline continuará trabajando a tiempo parcial y será responsable de lo que podríamos describir como la parte visible de la casa: entradas, administración, financiación y mantenimiento. Usted, Muriel, seguirá respondiendo ante ella. Sé que ambas tienen una especie de acuerdo privado relacionado con el cuidado de su piso, y eso continuará siendo así. Nos gustaría que tú, James, siguieses ejerciendo de director del museo con responsabilidad sobre las adquisiciones, la conservación de las piezas y la organización de exposiciones, las relaciones con los investigadores y el reclutamiento de voluntarios. Usted, Tally, continuará como hasta ahora, viviendo en la casa pequeña y respondiendo ante mi hermana de la limpieza general y ante Muriel cuando ésta necesite ayuda en recepción. Escribiré a nuestras dos voluntarias actuales, la señora Faraday y la señora Strickland, para pedirles que continúen si lo desean. Si el museo amplía su ámbito de actividad, como espero que suceda, es posible que necesitemos personal contratado adicional, y sin duda no nos vendría mal la ayuda de más voluntarios. James seguirá encargándose de las entrevistas. El chico, Ryan, puede seguir, eso si se digna aparecer.

– Estoy preocupada por Ryan -intervino Tally.

– No creo que la policía vaya a sospechar de Ryan Archer -dijo Marcus en tono desdeñoso-. ¿Qué motivo podía tener ese chico, aunque fuese lo bastante inteligente para planear este asesinato?

– No creo que deba preocuparse, Tally -repuso James con delicadeza-. El comandante Dalgliesh nos ha contado lo sucedido: el chico se ha escapado porque agredió al comandante Arkwright y seguramente creyó que lo había matado. Aparecerá cuando se dé cuenta de que no lo ha hecho. Además, la policía está buscándolo. No podemos hacer nada al respecto.

– Evidentemente, necesitan hablar con él -añadió Marcus-. No podemos esperar que se muestre discreto.

– Pero ¿qué puede decirles? -preguntó Caroline.

Se produjo un silencio que no se quebró hasta que habló Marcus.

– Tal vez sea el momento de que pasemos al tema de la investigación. Lo que me sorprende es el grado de implicación de la policía. ¿Por qué el comisario Dalgliesh? Pensaba que su brigada se dedicaba a investigar casos de homicidio de especial dificultad o confidencialidad. No entiendo por qué la muerte de Neville forma parte de ese grupo.

James se reclinó peligrosamente en su asiento y dijo:

– Puedo sugerirte unas cuantas razones: Neville era psiquiatra, quizás estuviese tratando a alguien poderoso cuya reputación necesite algo más que la protección habitual. No sería conveniente, por ejemplo, que se hiciese público que un alto cargo del Ministerio de Economía es cleptómano, que un obispo es un bígamo redomado, o que una estrella del pop tiene predilección por las menores de edad. También cabe la posibilidad de que la policía sospeche que el museo se está utilizando con propósitos delictivos, para recibir mercancía robada y ocultarla entre los objetos de las exposiciones, u organizando una red de espionaje para terroristas internacionales.

Marcus frunció el entrecejo.

– Me parece que las humoradas son un tanto inapropiadas en un momento como éste, James, pero sí que podría tener algo que ver con el trabajo de Neville. Debía de conocer un buen número de secretos peligrosos, ya que su trabajo lo ponía en contacto con una gran variedad de personas, la mayoría de ellas psicológicamente trastornadas. No sabemos nada de su vida privada; ignoramos adónde iba los viernes y con quién se veía, si se llevaba a alguien consigo o se reunía con ese alguien en su destino. Era él quien encargó las copias de llaves del garaje, y no tenemos forma de saber cuántas había hecho o quién tenía acceso a las mismas. Esa copia del armario de abajo seguramente no era la única.

– La inspectora Miskin me preguntó por esa llave cuando ella y el sargento vinieron a vernos a mí y a Tally el viernes, luego de que se marchara el comisario Dalgliesh -explicó Muriel-. Sugirieron que tal vez alguien se llevó la llave del garaje, la sustituyó por otra Yale y más tarde devolvió la llave correcta. Les dije que yo no habría notado la diferencia, de ser así. Una Yale se parece mucho a otra a menos que la examines de cerca.

– Y luego está el misterioso conductor -intervino Caroline-. Evidentemente, es el primer sospechoso, por el momento. Esperemos que la policía logre encontrarlo.

James estaba haciendo unos garabatos de extraordinaria complejidad. Sin abandonar su tarea, dijo:

– Si no lo encuentran, les resultará difícil endilgarle el crimen a otra persona. Puede que alguien esté esperando que siga desaparecido, en más de un sentido.

Muriel decidió intervenir.

– Y además no hay que olvidar esas palabras tan extrañas que le dijo a Tally: «Parece que alguien ha encendido una hoguera.» Eso es exactamente lo que dijo Rouse. ¿No podría tratarse de uno de esos asesinatos que siguen el patrón de otros crímenes anteriores?

Marcus arrugó la frente.

– No creo que debamos dar alas a nuestra fantasía; lo más probable es que se tratara de una mera coincidencia. Aun así, el conductor tiene que ser encontrado, pero hasta que eso ocurra nuestro deber es ofrecer a la policía toda la ayuda posible. Eso no significa darles voluntariamente información que no nos hayan pedido. Sería una imprudencia ponerse a hacer especulaciones, ya sea entre nosotros o con otras personas. Sugiero que nadie hable con la prensa ni devuelva las llamadas que haga ésta. Si alguien se muestra muy insistente, pueden remitirlo al Departamento de Relaciones Públicas de la policía de Londres o al comisario Dalgliesh. Se habrán dado cuenta de que han colocado una barrera en el camino de entrada. Aquí tengo llaves para todos, aunque, evidentemente, sólo las necesitarán quienes tengan coche. Tally, creo que podrá rodear la barrera con su bicicleta, o si no pasarla por debajo. El museo permanecerá cerrado esta semana, pero espero reabrirlo el próximo lunes. Sólo hay una excepción: Conrad Ackroyd ha concertado una visita con un pequeño grupo de académicos canadienses que llegan el miércoles, y voy a decirle que abriremos especialmente para ellos. Cabe esperar que el asesinato atraiga a un mayor número de visitantes y es posible que no sea fácil de absorber al principio. Pasaré el máximo de tiempo posible en el museo y espero asumir las tareas de acompañar a los grupos, pero no podré estar aquí el miércoles, pues tengo una consulta con el banco. ¿Alguna pregunta?

Echó un vistazo alrededor, pero nadie habló. A continuación, Muriel dijo:

– Creo que a todos nos gustaría decir lo felices que nos hace la noticia de que el Museo Dupayne seguirá abierto. Usted y la señorita Caroline pueden contar con todo nuestro apoyo para hacer que su continuación sea un éxito.

No hubo ningún murmullo de asentimiento. Tal vez, pensó Tally, el señor Calder-Hale compartía su opinión de que no eran las palabras ni el momento más adecuado.

Fue entonces cuando sonó el teléfono. Lo habían conectado en la biblioteca y Muriel se levantó rápidamente a contestar la llamada. Escuchó a su interlocutor, se volvió y anunció:

– Es el comisario Dalgliesh, está tratando de identificar a uno de los visitantes del museo y confía en que lo ayude.

– Entonces será mejor que atiendas la llamada en el despacho -se limitó a decir Caroline Dupayne-. Mi hermano y yo usaremos esta habitación un rato más.

Muriel apartó la mano del auricular.

– Espere un momento, comisario. Ahora mismo bajo al despacho.

Tally la siguió por la escalera y salió por la puerta principal. Una vez en el despacho, Muriel descolgó.

– Cuando vine con el señor Ackroyd hace dos viernes -dijo Dalgliesh-, había un joven en la galería de arte. Se mostró muy interesado en el Nash. Estaba solo, tenía la cara delgada, llevaba unos vaqueros azules muy gastados en las rodillas, un anorak grueso, un gorro de lana que le cubría las orejas y unas zapatillas de deporte azules y blancas. Me dijo que había visitado antes el museo, y me preguntaba si, por casualidad, se acuerda usted de él.

– Sí, creo que sí. No era nuestro visitante habitual, así que me fije en él especialmente. La primera vez que vino no lo hizo solo, sino con una chica. Ella llevaba un bebé en una de esas mochilas, ya sabe, uno de esos trastos en los que el niño va cogido al pecho con las piernas colgando. Recuerdo haber pensado que parecía un mono abrazado a su madre. No se quedaron mucho rato. Creo que sólo visitaron la galería de arte.

– ¿Los acompañó alguien durante la visita?

– No parecía necesario. Recuerdo que la chica llevaba un bolso, de algodón floreado, con una cinta. Supongo que sería para los pañales y el biberón de la criatura. Bueno, el caso es que lo dejó en la consigna. No se me ocurre nada portátil que pudiese interesarles robar, y la señora Strickland estaba trabajando en la biblioteca, así que no podían echar mano de ninguno de los libros.

– ¿Tenía alguna razón para suponer que quisiesen hacerlo?

– No, pero muchos de los ejemplares son primeras ediciones muy valiosas. Toda precaución es poca. Pero como ya he dicho, la señora Strickland se encontraba allí. Es la voluntaria que escribe nuestras etiquetas. Quizá se acuerde de ellos si fueron a la biblioteca.

– Tiene usted muy buena memoria, señorita Godby.

– Bueno, como ya le he dicho, comisario, no eran la clase de visitantes habituales que suele venir al museo.

– ¿Y quiénes son esos visitantes?

– Pues en general de mediana edad, algunos muy mayores, que supongo son quienes recuerdan los años de entreguerras. Luego están los investigadores, los escritores y los historiadores. Los visitantes del señor Calder-Hale suelen ser estudiantes serios. Me parece que a algunos de ellos les enseña el museo concertando una cita especial después de nuestro horario de visita normal. Naturalmente, no firman en el libro de registro.

– ¿Y no apuntaría usted, por casualidad, el nombre del joven? ¿Firmó en el libro?

– No. Sólo firman los miembros de la Asociación de Amigos del Museo que no pagan. -Acto seguido, su tono de voz cambió, y añadió con un dejo de satisfacción-: Acabo de acordarme. Creo que podré ayudarlo, comisario. Hace tres meses, puedo darle la fecha exacta si lo necesita, programamos una conferencia con diapositivas sobre pintura y grabados en los años veinte que tuvo lugar en la galería de arte y que pronunció un distinguido amigo del señor Ackroyd. La entrada costaba diez libras y esperábamos que fuese la primera de una serie. Los programas no estaban listos todavía; algunos conferenciantes habían prometido su asistencia, pero tenía problemas para establecer las fechas convenientes. Saqué un libro y pedí a los visitantes que estuviesen interesados en asistir que dejaran su nombre y dirección.

– ¿Y el chico le dio la suya?

– Su esposa lo hizo. Fue aquella vez que vinieron juntos. Bueno, doy por supuesto que era su esposa, ya que vi que llevaba una alianza de boda. El visitante que se fue justo antes que ellos había firmado, de modo que me pareció natural invitar a la pareja a hacerlo, de lo contrario habría parecido un poco extraño, así que la mujer los anotó. Cuando se alejaban de la recepción e iban camino de la puerta, me pareció que él estaba regañándola, diciéndole que no debería haberlo hecho. Por supuesto, ninguno de los dos asistió a la conferencia. A diez libras por cabeza, no esperaba que lo hicieran.

– ¿Podría comprobar los nombres, por favor? Esperaré.

Muriel se marchó para regresar al cabo de menos de un minuto.

– Creo que he encontrado al joven que busca -dijo-. La chica los inscribió como un matrimonio: el señor David Wilkins y la señora Michelle Wilkins, Goldthorpe Road, 15A, Ladbroke Grove.

16

Cuando Muriel regresó de atender la llamada de Dalgliesh, Marcus dio por finalizada la reunión. La hora eran las diez cuarenta y cinco.

En cuanto Tally entró por la puerta de la casa sonó el teléfono. Era Jennifer.

– ¿Eres tú, mamá? Escucha, no puedo hablar mucho rato. Te llamo desde el trabajo. He intentado telefonearte esta mañana temprano. ¿Estás bien?

– Perfectamente, gracias, Jennifer, no te preocupes.

– ¿Estás segura de que no te quieres venir con nosotros un tiempo? ¿Seguro que estás a salvo en esa casa? Roger podría ir a recogerte.

Tally pensó que, ahora que la noticia del asesinato había aparecido en los periódicos, los compañeros de trabajo de Jennifer debían de estar haciendo preguntas. Tal vez le habían insinuado que debía rescatar a su madre de manos de aquel asesino aún desconocido y llevarla a Basingstoke para que se quedara allí hasta que se resolviese el caso. Tally se sintió culpable por un instante. Quizás estuviera siendo irrazonablemente sentenciosa, a lo mejor Jennifer estaba preocupada de veras, pues la había llamado a diario desde la aparición de la noticia. Sin embargo, de algún modo tenía que impedir que fuese Roger. Utilizó el único argumento con el que sabía que podía convencerla.

– Por favor, no te preocupes, cariño. No es necesario, de verdad. Prefiero no dejar la casa. No quiero arriesgarme a que los Dupayne metan aquí a otra persona, aunque sea temporalmente. Tengo cerrojos en las puertas y en las ventanas y me siento completamente segura. Ya te diré si empiezo a ponerme nerviosa o algo parecido, pero estoy segura de que no ocurrirá.

Casi le pareció oír el alivio en la voz de Jennifer, quien preguntó:

– Pero ¿qué pasa? ¿Qué está haciendo la policía? ¿Te están molestando? ¿Te preocupa la prensa?

– La policía está siendo muy amable. Por supuesto, nos han interrogado a todos, y supongo que volverán a hacerlo.

– Pero no creerán que…

– No, no -la interrumpió Tally de inmediato-. Estoy segura de que nadie del museo está bajo sospecha, pero intentan obtener el máximo de información posible sobre el doctor Neville. La prensa no nos preocupa. Este número no aparece en el listín telefónico y tenemos una barrera en el camino de entrada, así que no pueden entrar coches. La policía resulta muy útil tanto con eso como con las ruedas de prensa. El museo permanece cerrado de momento, pero esperamos abrir de nuevo la semana que viene. El funeral del doctor Neville está previsto para el jueves.

– Y supongo que irás, mamá.

Tally se preguntó si estaría a punto de darle algún consejo sobre qué ponerse, de modo que se apresuró en contestar:

– No, no, será una ceremonia muy íntima a la que sólo asistirá la familia.

– Bueno, pues si es verdad que te encuentras bien…

– Estupendamente bien, gracias, Jennifer. Me alegro de que hayas llamado. Dale un beso a Roger y a los niños de mi parte.

Colgó el auricular mucho más rápido de lo que a Jennifer podía parecerle educado y casi de inmediato, el aparato volvió a sonar. Cuando contestó, oyó la voz de Ryan, que hablaba en tono muy bajo con un confuso barullo de fondo.

– Señora Tally, soy Ryan.

Tally emitió un suspiro de alivio y se pasó deprisa el auricular al oído izquierdo, con el que oía mucho mejor.

– Ah, Ryan, me alegro mucho de que llames. Nos tenías preocupados. ¿Estás bien? ¿Dónde estás?

– En el metro de Oxford Circus. Señora Tally, no tengo dinero, ¿puede llamarme usted? -Parecía desesperado.

– Sí, claro -respondió ella en tono muy tranquilo-. Dame el número, y habla con claridad, Ryan, que apenas te oigo.

Gracias a Dios, pensó, que siempre tenía a mano un bloc de notas y un bolígrafo. Anotó los dígitos e hizo que el chico los repitiera.

– Quédate donde estás -le ordenó-. Te llamaré enseguida.

Ryan debió de descolgar el auricular al instante.

– Lo he matado, ¿verdad? -dijo-. El Comandante… Está muerto.

– No, no lo está, Ryan. La herida no fue de consideración y no va a presentar cargos, pero claro, la policía quiere interrogarte. ¿Sabes que el doctor Neville ha sido asesinado?

– Ha salido en los periódicos. Creerán que también lo hice yo. -Más que preocupado, Ryan sonaba enfurruñado.

– Pues claro que no. Intenta ser sensato y pensar con claridad. Lo peor que puedes hacer es huir. ¿Dónde has dormido?

– Encontré un sitio cerca de King’s Cross, una casa tapiada con tablones con un sótano en la parte delantera. Llevo andando desde el amanecer. No quería ir a la casa ocupada porque sabía que la policía me buscaría allí. ¿Está segura de que el Comandante está bien? Usted no me mentiría, ¿verdad que no, señora Tally?

– No, yo no miento, Ryan. Si lo hubieses matado, habría salido en el periódico, pero ahora tienes que venir a casa. ¿Te queda dinero?

– No, y no puedo usar el móvil. Me he quedado sin saldo.

– Iré a buscarte. -Tally pensó rápidamente; encontrarlo en Oxford Circus no iba a ser tarea fácil y tardaría tiempo en llegar hasta allí. La policía lo estaba buscando y podía detenerlo en cualquier momento. Era importante que ella lo encontrase primero-. En la calle Margaret -agregó-, cerca de donde estás ahora, hay una iglesia, la de Todos los Santos. Sube por la calle Great Portland en dirección a la BBC y encontrarás la calle Margaret a la derecha. Quédate sentado muy quietecito en la iglesia hasta que yo llegue. Nadie te hará preguntas ni te molestará. Si alguien se dirige a ti, será porque piensa que necesitas ayuda. Di que estás esperando a una amiga. O puedes arrodillarte, así seguro que nadie te habla.

– ¿Como si estuviera rezando? ¡Dios me matará fulminándome con un rayo!

– Pues claro que no, Ryan. Él no hace esas cosas.

– ¡Sí que las hace! Terry, el último novio de mi madre, me lo dijo. Está en la Biblia.

– Bueno, pues Él ya no hace esas cosas. -«Vaya, pensó Tally, eso ha sonado como si quisiera decir que ahora es más bueno y ya no hace cosas malas. ¿Cómo nos hemos metido en esta ridícula discusión teológica?»-. Todo va a ir bien -afirmó enérgicamente-. Ve a la iglesia como te he dicho. Yo iré tan rápido como pueda. ¿Te acuerdas de las instrucciones para llegar hasta allí?

Percibió el mal humor en su tono de voz.

– Que suba en dirección a la BBC. La calle Margaret está a la derecha. Eso es lo que ha dicho.

– Muy bien. Ahora salgo para allá.

Tally colgó el auricular. La excursión iba a salirle cara y quizá tardase más de lo que deseaba. No estaba acostumbrada a llamar a un taxi y hubo de buscar el número en el listín telefónico. Hizo hincapié en que era urgente y la chica que respondió le dijo que harían lo posible por enviarle un taxi en quince minutos, más de lo que Tally esperaba. Había terminado sus tareas matinales en el museo, pero se preguntó si no tendría que volver y decirle a Muriel que se ausentaría una hora o así. El señor Marcus y la señorita Caroline seguían allí, y cualquiera de los dos podía requerir su presencia. Tras meditarlo unos minutos, se sentó a su mesa y escribió una nota: «Muriel: he tenido que ir a West End, pero volveré antes de la una. He pensado que querría saberlo en caso de que alguien pregunte dónde estoy. Todo está en orden. Tally.»

Decidió dejar la nota en la puerta del museo antes de marcharse. A Muriel le parecería una forma de comunicación un tanto extraña, pero no podía arriesgarse a que la interrogaran. ¿Y la policía? Debían saberlo de inmediato para que cancelasen la búsqueda, pero si la policía llegaba primero Ryan lo consideraría un acto de traición. Sin embargo, no podrían hacerlo si ella no les decía dónde encontrarlo… Se puso el sombrero y el abrigo, comprobó que llevaba dinero suficiente en el monedero para ir y volver a la calle Margaret y a continuación llamó al número que le había dado la inspectora Miskin. Una voz masculina respondió al instante.

– Soy Tally Clutton -anunció ella-. Ryan Archer acaba de llamarme. Está bien y voy a ir a buscarlo. Lo traeré de vuelta aquí.

Colgó el receptor sin esperar respuesta. El teléfono sonó antes de que llegase a la puerta, pero hizo caso omiso de él, salió a toda prisa y cerró la casa con llave. Tras depositar la nota a través del buzón de la puerta del museo, enfiló el camino de entrada para aguardar el taxi en el otro lado de la barrera. La espera se le hizo interminable, y no pudo evitar consultar el reloj constantemente. Pasaron casi veinte minutos hasta que llegó el taxi.

– A la iglesia de Todos los Santos, en la calle Margaret -indicó al conductor-, y, por favor, lo más rápido que pueda.

El hombre, ya mayor, no respondió. Debía de estar harto de que los pasajeros le pidiesen que fuese a toda velocidad cuando ir a toda velocidad era imposible.

Encontraron todos los semáforos en rojo y en Hampstead se incorporaron a una larga caravana de furgonetas y taxis que avanzaba muy despacio en dirección sur hacia Baker Street y el West End. Tally iba sentada con la espalda completamente recta, sujetando el bolso con firmeza y forzándose a mantener la calma y a tener paciencia, puesto que carecía de sentido ponerse nerviosa. El taxista hacía cuanto podía.

Cuando llegaron a Marylebone Road, se inclinó hacia delante y dijo:

– Si le resulta difícil llevarme hasta la puerta de la iglesia por el sentido único, déjeme al final de la calle Margaret.

– Puedo dejarla en la puerta de la iglesia sin problemas -repuso el taxista, lacónico.

Al cabo de cinco minutos, así lo hizo.

– Voy a recoger a una persona -explicó ella-. Espere aquí un momento, ¿quiere? ¿O prefiere que le pague ahora?

– No, está bien -dijo él-. Esperaré.

Tally se horrorizó ante la cifra que aparecía en el taxímetro. Si regresar costaba igual de caro, al día siguiente tendría que ir al banco.

Cruzó el patio, pequeño y poco prometedor, y empujó la puerta. Hacía un año que había visitado la iglesia de Todos los Santos por primera vez, cuando Jennifer le había enviado un cheque-regalo para libros por Navidad y ella se había comprado Las mil mejores iglesias de Inglaterra, de Simon Jenkins. Había decidido visitar todos los templos de Londres que proponía el autor, pero a causa de las distancias el progreso había sido más bien lento. Sin embargo, la búsqueda le había abierto los ojos a una nueva dimensión de la vida londinense y al legado tanto arquitectónico como histórico que no había visitado con anterioridad.

Aun en aquellas circunstancias de máxima ansiedad, con el avance inexorable del taxímetro y la posibilidad de que Ryan no la hubiese esperado, el interior magníficamente ornamentado impuso su momento de serena estupefacción. Desde el suelo hasta el techo, no había parte que hubiese quedado sin adornar: las paredes relucían con mosaicos y murales, y el lujoso retablo con su hilera de santos pintados obligaba a dirigir la vista hacia el esplendor del altar mayor. En su primera visita, su respuesta ante aquel artefacto ornamentado había sido incierta, de asombro más que de admiración. No había sido hasta la segunda visita cuando se había sentido como en casa. Estaba acostumbrada a verlo durante la misa mayor, cuando los sacerdotes se desplazaban con aire ceremonioso ante el altar mayor y las intensas voces del coro se alzaban al compás del vaivén del acre incienso. En ese momento, cuando la puerta se cerró tras ella con un chirrido, el ambiente silencioso y las apretadas hileras de sillas vacías le transmitieron un aire de misterio más sutil. En alguna parte, supuso, debía de haber algún guardián, pero ella no veía a ninguno. Había dos monjas sentadas en la fila delantera frente a la estatua de la Virgen y unas cuantas velas ardían ininterrumpidamente, sin parpadear ni siquiera cuando Tally cerró la puerta.

Vio a Ryan casi de inmediato. Estaba sentado al fondo y se aproximó enseguida para reunirse con ella.

– Tengo un taxi esperando fuera -dijo ella, con un estremecimiento de alivio-. Iremos directos a casa.

– Estoy hambriento, señora Tally, y me siento un poco débil. ¿No podemos comernos una hamburguesa? -Su tono se había vuelto infantil, semejante al quejido de un niño pequeño.

«¡Vaya por Dios -exclamó ella para sus adentros-, esas hamburguesas repugnantes!» De vez en cuando, Ryan llevaba algunas para el almuerzo y las calentaba en la parrilla; el poderoso olor a cebolla tardaba en desaparecer. Pero lo cierto era que el chico tenía aspecto de estar débil y la tortilla que había previsto prepararle seguramente no era lo que necesitaba.

La perspectiva de una comida rápida lo reanimó de inmediato. Ryan abrió para Tally la portezuela del taxi, y dirigiéndose al conductor con seguridad chulesca, dijo:

– A la hamburguesería más cercana, y que sea rápido.

Llegaron al cabo de unos minutos y Tally pagó la carrera, dejándole al taxista una libra de propina. Una vez dentro del restaurante, le dio a Ryan un billete de cinco libras para que se pusiese en la cola y pidiese lo que quisiera y un café para ella. El chico regresó con una hamburguesa doble con queso y un batido grande y luego volvió por el café de ella. Eligieron un asiento lo más lejos posible de la ventana y Ryan cogió la hamburguesa y empezó a engullirla con voracidad.

– ¿Has estado bien en la iglesia? -le preguntó Tally-. ¿Te ha gustado?

– Ha estado bien -repuso él, encogiéndose de hombros-. Un poco rara. Tienen las mismas varillas que tenemos en casa.

– ¿Te refieres al incienso?

– Una de las chicas de la casa ocupada, Mamie, solía encenderlas y luego nos sentábamos a oscuras y ella se comunicaba con los muertos.

– Eso es imposible, Ryan. No podemos comunicarnos con los muertos.

– Bueno, pues ella podía. Habló con mi padre. Me dijo cosas que no tenía modo de saber a menos que hubiese hablado con él.

– Pero esa chica vivía contigo en la casa, Ryan. Seguro que sabía cosas de ti y de tu familia, y algunas de las cosas que te dijo debió de adivinarlas, sencillamente.

– No -insistió él-. Habló con mi padre. ¿Puedo tomar otro batido?

Para el viaje de vuelta encontraron un taxi. No fue hasta entonces cuando Ryan preguntó por el asesinato. Tally le explicó los hechos sin hacer demasiado hincapié en los aspectos más desagradables del descubrimiento y sin darle ningún detalle.

– Hay un equipo de New Scotland Yard investigando el caso -dijo-, el comisario Dalgliesh y tres ayudantes. Querrán hablar contigo, Ryan. Como es lógico, tendrás que contestar a sus preguntas con toda honestidad. Todos necesitamos que este horrible misterio se resuelva cuanto antes.

– ¿Y el Comandante? Usted dijo que está bien, ¿no?

– Sí, está bien. La herida de la cabeza le sangró mucho, pero en realidad no fue grave. Sin embargo, podría haberlo sido, Ryan. ¿Por qué narices perdiste los nervios de ese modo?

– Fue él quien me provocó, ¿vale?

Ryan se volvió para mirar fijamente a través de la ventanilla y Tally creyó prudente no añadir nada más. Le sorprendió que el chico mostrase tan poca curiosidad acerca de la muerte del doctor Neville, pero las noticias aparecidas en la prensa, hasta el momento, habían sido cortas y ambiguas. Lo más probable era que le preocupase demasiado su agresión al Comandante como para interesarse por el doctor Neville.

Tally pagó la carrera, horrorizada por el coste total, y una vez más añadió una libra como propina. El taxista parecía satisfecho. Ella y Ryan se agacharon para cruzar la barrera y se dirigieron en silencio hacia la casa.

El inspector Tarrant y el sargento Benton-Smith salían en ese preciso instante del museo.

– De modo que ha encontrado usted a Ryan, señora Clutton -dijo el inspector-. Perfecto. Tenemos unas cuantas preguntas para ti, jovencito. El sargento y yo nos vamos para comisaría. Será mejor que vengas con nosotros. No tardaremos mucho.

– ¿Y no podrían hablar con Ryan en la casa pequeña? -sugirió Tally de inmediato-. Podría dejarlos a solas en la sala. -Estuvo a punto de cometer la tontería de ofrecerles café como aliciente.

La mirada de Ryan se desplazó de Tally al inspector.

– Entonces, ¿me van a detener?

– No, sólo vamos a llevarte a comisaría para hablar. Tenemos que aclarar algunas cosas. Puedes llamarlo ayudar a la policía en su investigación.

Ryan se animó de repente.

– ¿Ah, sí? Sé lo que significa eso. Quiero un abogado.

– No serás menor de edad, ¿no?

La voz del inspector se volvió áspera de pronto. Tally supuso que tratar con menores debía de ser difícil y llevar mucho tiempo. La idea no podía gustarle a la policía.

– No, casi tengo dieciocho años.

– Eso es todo un alivio. Llama a un abogado si quieres, los tenemos a puñados. O a un amigo.

– De acuerdo. Telefonearé al Comandante.

– ¿A ese señor tan indulgente? Muy bien, puedes llamarlo desde comisaría.

Ryan se fue con ellos más o menos de buen grado, aunque con cierto aire bravucón. Tally sospechaba que estaba dispuesto a disfrutar de sus minutos de fama. Entendía por qué la policía no había querido interrogarlo en la casa; aunque los hubiese dejado a solas, ella habría estado demasiado cerca para que hiciesen su trabajo a sus anchas. También se hallaba implicada en aquel misterio, posiblemente como sospechosa. Querían hablar con Ryan en completa intimidad. El corazón le dio un vuelco al pensar que sin duda conseguirían de él lo que quisiesen.

17

A Kate no le sorprendió que Dalgliesh fuese con ella a interrogar a David Wilkins. En realidad era necesario, pues sólo él podía identificarlo. Wilkins había estado en el Dupayne la semana anterior al asesinato de Neville y había admitido que le guardaba rencor al museo. Pese a tratarse de un sospechoso poco probable, tenían que ir a verlo, y nunca se sabía en qué parte de una investigación Dalgliesh podía decidir participar de forma activa. Era, en definitiva, un poeta con el interés propio de un escritor por las vidas ajenas. Su poesía constituía un misterio para ella. El hombre que había publicado Un caso al que responder y otros poemas no guardaba ninguna relación con el veterano detective para el que trabajaba con un compromiso apasionado. Reconocía algunos de sus estados de ánimo, temía sus críticas ocasionales aunque serenas y se alegraba de saber que la consideraba un miembro importante de su equipo, pero no lo conocía. Y hacía ya tiempo que había aprendido a controlar primero y dejar de lado después cualquier esperanza de conseguir su amor. Otra persona, sospechaba, le había ganado por la mano. Kate siempre había creído en la necesidad de limitar la ambición a aquello que era alcanzable. Se decía a sí misma que si algún día Dalgliesh era afortunado en el amor, ella se alegraría, pero le sorprendía y experimentaba cierta inquietud por el resentimiento vehemente que sentía hacia Emma Lavenham. ¿Es que esa mujer no se daba cuenta de lo que le estaba haciendo a él?

Caminaron los últimos cincuenta metros bajo una ligera llovizna. Goldthorpe Road era una hilera de casas adosadas de finales de la época victoriana que recorría el extremo norte de Ladbroke Grove. No cabía duda de que algún día aquellos sólidos monumentos a las aspiraciones domésticas decimonónicas serían adquiridos, renovados y convertidos en pisos caros y fuera del alcance de cualquiera salvo de un par de profesionales asalariados con visión de futuro. Sin embargo, por el momento las décadas de abandono habían sumido la calle en el deterioro más absoluto; las agrietadas paredes se hallaban en un estado desastroso a causa de la contaminación londinense, el estuco de los pórticos se había caído a trozos, dejando al descubierto los ladrillos de debajo, y la pintura de las puertas principales se estaba descascarillando. No hacía falta ver las hileras de timbres para advertir que se trataba de una calle ocupada por numerosos vecinos, pero se hallaba sumida en un silencio extraño, alarmante incluso, como si los habitantes, presagiando algún contagio inminente, se hubieran escabullido durante la noche.

El piso de los Wilkins, en el número 15A, estaba en los bajos. Unas cortinas finas, combadas por la parte central, colgaban de la única ventana. El pestillo de la verja de hierro estaba roto y la puerta se mantenía cerrada mediante una percha de alambre retorcida en un lazo. Dalgliesh la levantó y él y Kate descendieron por los peldaños de piedra hasta la zona de los bajos. Alguien se había esmerado barriéndola, pero seguía habiendo un húmedo montón de desechos formado por paquetes de cigarrillos, trozos de periódicos, bolsas de estraza arrugadas y un pañuelo mugriento que el viento había empujado hasta un rincón. La puerta estaba a la izquierda, donde la acera formaba una especie de arco y hacía la entrada invisible desde la calle. El número 15A estaba pintado de forma tosca en blanco en la pared, y Kate observó que había dos cerraduras, una Yale y, debajo de ésta, otra de seguridad. Junto a la puerta había un tiesto de plástico verde que contenía un geranio; el tallo era leñoso, las pocas hojas estaban secas y marrones y la única flor de color rosa en toda la planta era tan pequeña como una margarita. ¿Cómo, se preguntó Kate, podía alguien esperar que floreciese si no le daba el sol?

Su llegada no había pasado inadvertida. Al volver la cabeza a la derecha, Kate advirtió que las cortinas temblaban. Llamó y esperaron. Al mirar a Dalgliesh, Kate vio que éste estaba observando las verjas de la entrada, inexpresivo. La farola que iluminaba la calle a través de las ráfagas de llovizna derramó su luz por la tensa curva de la mandíbula y las facciones de su rostro. «Oh, Dios -pensó-, parece muerto de cansancio.»

Seguía sin haber respuesta, y al cabo de un minuto volvió a llamar. Esta vez, alguien abrió la puerta con cautela. Encima de la cadena, un par de ojos asustados miraron a los de Kate, quien preguntó:

– ¿Está el señor Wilkins en casa? Queremos hablar con él. Somos de la policía.

Había intentado que su presencia no provocara la alarma en aquella mujer, si bien, al mismo tiempo, se había dado cuenta de que era inútil: una visita de la policía rara vez constituía una buena noticia, y en aquella calle seguramente significaba el presagio de alguna catástrofe.

La cadena seguía en su sitio.

– ¿Es por el alquiler? -inquirió la chica-. David se está encargando de eso. Ahora no se encuentra en casa, ha ido a la farmacia a buscar sus medicinas.

– No tiene nada que ver con el alquiler -le explicó Kate-. Estamos realizando una investigación acerca de un caso y creemos que el señor Wilkins tal vez pueda ayudarnos con cierta información.

Aquello no resultó mucho más tranquilizador. Todo el mundo sabía qué quería decir «ayudar a la policía en sus investigaciones». La rendija de la puerta se hizo más amplia hasta que la cadena se extendió por completo.

Dalgliesh se volvió y dijo:

– ¿Es usted la señora Michelle Wilkins?

La chica asintió y él siguió hablando:

– No entretendremos mucho a su marido. Ni siquiera estamos seguros de que vaya a servirnos de ayuda, pero hemos de intentarlo. Si tiene que volver pronto, a lo mejor podríamos esperarlo.

Pues claro que podían esperarlo, se dijo Kate. Dentro o fuera, podían esperarlo. Pero ¿por qué toda aquella indecisión?

En ese momento la chica retiró la cadena. Vieron a una mujer joven y delgada que aparentaba poco más de dieciséis años. El cabello castaño claro le caía en franjas a los lados de un rostro estrecho en el que unos ojos llenos de ansiedad miraron por un instante a Kate con expresión de súplica. Llevaba los consabidos vaqueros azules, unas zapatillas de deporte mugrientas y un jersey de hombre. Les indicó en silencio que la siguieran por un pasillo estrecho, esquivando a su paso un cochecito plegable. Delante, la puerta del cuarto de baño estaba abierta y dejaba entrever una taza pasada de moda con una cisterna alta y una cadena colgando. Al pie del lavamanos y apilado contra la pared había un montón de toallas y ropa blanca.

Michelle Wilkins se apartó y les hizo señas de que pasaran por una puerta a la derecha. La estrecha sala ocupaba la totalidad del ancho de la casa. Había dos puertas en la pared del fondo, ambas abiertas de par en par, una de las cuales conducía a una cocina atestada de cosas y la otra a lo que a todas luces era el dormitorio. Una cuna con barrotes y un diván doble ocupaban casi en su totalidad el espacio debajo de la única ventana. La cama estaba sin hacer, las almohadas fruncidas y el edredón, a punto de caer al suelo, dejaba al descubierto una arrugada sábana bajera.

La sala sólo estaba amueblada con una mesa cuadrada y cuatro sillas de madera, un sofá maltrecho cubierto por una funda de algodón, una cómoda de madera de pino y, junto a la estufa de gas, un enorme televisor. En todos los años que llevaba en la policía Kate nunca había estado en habitaciones más andrajosas y deprimentes. Rara vez le preocupaban, pero en ese momento sintió, algo prácticamente insólito en ella, una cierta incomodidad, vergüenza incluso. ¿Qué sentiría ella si la policía se presentara de improviso, pidiendo o exigiendo entrar en su piso? Estaría inmaculado, ¿por qué no iba a estarlo? No había nadie allí para desordenarlo más que ella. Aun así, la intrusión le resultaría insoportable. Su deber y el de Dalgliesh era estar allí, pero seguía siendo una intrusión.

Michelle Wilkins cerró la puerta del dormitorio y luego hizo un ademán que podía haber sido una invitación a que se sentasen en el sofá. Dalgliesh aceptó, pero Kate avanzó hacia la mesa, en cuyo centro había un moisés con un bebé rollizo de mejillas sonrosadas. Supuso que era una niña, pues llevaba un vestido corto de volantes de algodón rosa, un babero bordado con margaritas y una chaqueta blanca de punto. En contraste con el resto de la habitación, todo en ella estaba limpio. Su cabecita, cubierta de una pelusilla de color blanco lechoso, descansaba sobre una almohada inmaculada; la manta, retirada en ese momento, estaba impoluta, y el vestido tenía aspecto de recién planchado. Parecía una hazaña extraordinaria que una chica tan frágil pudiese haber dado a luz a un bebé tan alegremente robusto, que no paraba de dar vigorosas patadas con sus fuertes piernas, separadas por un bulto de pañales. De pronto, la niña se quedó quieta, levantó las manos, que semejaban estrellas de mar, y se concentró en el movimiento de los dedos como si poco a poco cayese en la cuenta de que eran suyos. Tras varios intentos frustrados, consiguió meterse un pulgar en la boca y empezó a chuparlo con fruición.

Michelle Wilkins se acercó a la mesa y Kate y ella miraron juntas al bebé.

– ¿Qué tiempo tiene? -le preguntó Kate.

– Ocho meses. Se llama Rebecca, pero Davie y yo la llamamos Becky.

– No sé mucho de bebés, pero parece muy despierta para su edad -comentó Kate.

– Sí, sí que lo es. Ya arquea la espalda y puede incorporarse. Cuando Davie y yo la sujetamos derecha, intenta ponerse de pie.

Kate estaba inmersa en un mar de confusión emocional. ¿Qué se suponía que debía sentir? ¿La amarga advertencia del paso inexorable de los años, la cada vez más escasa posibilidad de convertirse en madre tras superar la treintena? ¿No era ése el dilema a que se enfrentaban todas las mujeres de éxito en su profesión? Entonces, ¿por qué no lo lamentaba? ¿Se trataba tan sólo de una reticencia temporal? ¿Llegaría el día en que se viese embargada por la necesidad, física o psicológica, de tener un hijo, de saber que una parte de sí misma sobreviviría a su muerte, de ser presa de un ansia capaz de convertirse en tan imperativa y abrumadora que acabaría recurriendo a algún humillante recurso moderno para conseguir su deseo? La sola idea la horrorizó. Seguro que no. Ilegítima, criada por una anciana abuela, no había conocido a su madre. «No sabría por dónde empezar. Sería un desastre. No puedes dar lo que nunca has tenido», pensó. Sin embargo, ¿qué eran las responsabilidades de su trabajo, incluso en su versión más exigente, comparadas con aquella de traer a otro ser humano al mundo, de ser responsable de él hasta que tuviese dieciocho años, sin poder evitar que te importe o preocupe hasta el día de tu muerte? Y sin embargo la chica que tenía a su lado lo llevaba estupendamente. «Hay un mundo de experiencias del que no sé nada», se dijo Kate. De repente, y con cierta tristeza, se sintió muy limitada.

– Su marido visitaba la galería de arte Dupayne con mucha frecuencia, ¿no es así? -inquirió Dalgliesh-. Nos conocimos allí hace diez días; los dos estábamos admirando el mismo cuadro. ¿Solía acompañarlo usted?

La chica se inclinó de pronto sobre la cuna y empezó a ajustar la manta. El pelo lacio le cayó hacia delante oscureciéndole la cara. Ni siquiera parecía haberlo oído. A continuación, dijo:

– Fui una vez, hará unos tres meses. Davie no tenía trabajo en aquella época, así que le permitieron entrar gratis, pero la mujer de recepción dijo que yo tenía que pagar porque no estaba cobrando el paro. Eran cinco libras, y no podíamos permitírnoslo. Le dije a Davie que fuese solo, pero no quiso. Entonces llegó un hombre y se acercó al mostrador a preguntar qué pasaba. La mujer lo llamó doctor Dupayne, o sea que debía de tener algo que ver con el museo. Exigió que me dejase pasar: «¿Qué quiere que haga esta mujer, esperar fuera bajo la lluvia con su bebé?» Luego me dijo que dejase el cochecito donde se cuelgan los abrigos, justo en la puerta, y que entrase con Becky.

– Y no creo que eso le hiciese demasiada gracia a la mujer de la recepción -señaló Kate.

A Michelle se le iluminó el rostro.

– No, no le hizo ninguna gracia. Se puso roja y lanzó al doctor Dupayne una mirada de odio. Nos alegramos mucho de alejarnos de ella y mirar los cuadros.

– ¿Algún cuadro en particular? -preguntó Dalgliesh.

– Sí, uno que era del abuelo de Davie. Por eso a Davie le gusta ir a verlo.

En ese instante oyeron el chasquido de la verja y ruido de pisadas en la entrada. Michelle Wilkins desapareció sin hacer ruido por la puerta. Llegó hasta ellos un sordo murmullo de voces procedente del pasillo. David Wilkins entró y se quedó indeciso en la puerta como si fuese él la visita y no Dalgliesh y la inspectora. Su esposa se acercó a él y Kate vio que las manos de ambos se rozaban para unirse a continuación.

– Soy el comisario Dalgliesh -se presentó éste, poniéndose de pie-, y ella es la inspectora Miskin, de la policía de Londres. Sentimos haber venido así, sin avisar. No le entretendremos mucho rato. ¿Nos sentamos?

Cogidos todavía de la mano, el matrimonio se aproximó al sofá. Dalgliesh y Kate se sentaron frente a la mesa. El bebé, que hasta ese momento había estado gorjeando suavemente, dejó escapar un repentino grito. Michelle corrió a la mesa y tomó a la pequeña en brazos. Sujetándola contra el hombro, regresó al sofá. La pareja centró toda su atención en Rebecca.

– ¿Tiene hambre? -preguntó el chico.

– Ve a buscar el biberón, Davie.

Kate comprendió que poco más se podía hacer hasta que hubiesen dado de comer a Rebecca. El biberón apareció con una rapidez extraordinaria y Michelle Wilkins lo acercó a la boca de su hija, quien empezó a succionar con avidez de la tetilla. El único sonido que se oía era el de los vigorosos chupetones. La sala se había vuelto hogareña de repente, y muy tranquila. Parecía ridículo ponerse a hablar de un asesinato.

– Seguramente habrá adivinado que el motivo por el que estamos aquí es el Museo Dupayne. Confío en que sabrá que el doctor Neville Dupayne ha sido asesinado.

El chico asintió con la cabeza, pero no habló. Se había acurrucado junto a su esposa y ambos miraban fijamente a la niña.

– Estamos hablando con el máximo de personas posible que o bien trabajaban en el Dupayne o bien lo visitaban con regularidad -prosiguió Dalgliesh-. Estoy seguro de que entenderá por qué lo hacemos. Primero debo preguntarle dónde se encontraba y qué estaba haciendo el viernes pasado entre las cinco y las siete de la tarde, aproximadamente.

Michelle Wilkins levantó la vista.

– Estabas en el médico, Davie -dijo, antes de volverse hacia Dalgliesh-. La consulta vespertina empieza a las cinco y cuarto y Davie tenía hora para las seis menos cuarto. No es que lo visiten a esa hora exacta, pero siempre llega allí con tiempo, ¿verdad que sí, Davie?

– ¿A qué hora lo recibió el médico? -preguntó Kate.

– Hacia las seis y veinte. No tuve que esperar mucho, la verdad -contestó Davie.

– ¿La consulta está cerca de aquí?

– Está en Saint Charles Square, no muy lejos.

– Tienes tu tarjeta de visitas médicas, ¿verdad, Davie? -dijo su esposa en tono esperanzado-. Enséñales la tarjeta.

David hurgó en el bolsillo de sus pantalones, sacó la tarjeta y se la tendió a Kate. Estaba arrugada y contenía una larga lista de citas con el médico. No cabía duda de que el chico tenía hora en la consulta el viernes anterior por la tarde; sería cuestión de minutos verificar que hubiese acudido de verdad. Anotó los detalles y le devolvió la tarjeta.

– David tiene ataques fuertes de asma y el corazón delicado -explicó Michelle-. Por eso no siempre puede trabajar. A veces cobra la baja por enfermedad y otras, el paro. Empezó en un trabajo nuevo el lunes pasado, ¿a que sí, Davie? Ahora que vivimos aquí, todo tendría que ir un poco mejor.

– Hábleme del cuadro -pidió Dalgliesh-. Dijo que había pertenecido a su abuelo. ¿Cómo fue a parar al Museo Dupayne?

Kate se preguntó por qué Dalgliesh seguía adelante con la entrevista; ya habían obtenido lo que querían. Nunca había creído que David Wilkins fuese un verdadero sospechoso, pero tampoco el comisario, así pues, ¿por qué no marcharse ya? Sin embargo, en lugar de sentirse molesto por la pregunta, el chico parecía ansioso por hablar.

– Sí, perteneció a mi abuelo. Tenía una pequeña tienda en Cheddington, que está en Suffolk, cerca de Halesworth. Le iba bien hasta que llegaron los supermercados y el negocio se fue a la quiebra, pero antes de eso compró ese Nash. Había salido a subasta en una casa local, y mis abuelos se acercaron a pujar por un par de poltronas. Al abuelo le gustó el cuadro y se lo quedó. En el pueblo no despertaba demasiado interés porque les parecía muy lúgubre, y además no había otros cuadros, de modo que no creo que la gente supiera que iba a subastarse, pero Max Dupayne sí lo sabía, sólo que llegó demasiado tarde. Intentó convencer al abuelo de que se lo vendiese, pero el abuelo no quiso. Dupayne le dijo: «Si alguna vez cambia de parecer, sepa que estaré interesado, aunque no le ofreceré el precio que le ofrezco ahora. No es un cuadro valioso, pero me gusta.» Sin embargo, al abuelo también le gustaba. Verá, a su padre, es decir, a mi bisabuelo, lo mataron en la Primera Guerra Mundial en Passchendaele, y creo que quería ese cuadro como una especie de homenaje. Lo tuvieron colgado en la sala de estar hasta que la tienda acabó por cerrar y se trasladaron a una casa en Lowestoft. Luego, las cosas empezaron a irles muy mal. Bueno, el caso es que Max Dupayne debió de mantener el contacto con ellos, porque llegó un día a preguntar por el cuadro y dijo otra vez que quería comprarlo. El abuelo había contraído muchas deudas, así que no tuvo más remedio que acceder.

– ¿Sabe cuánto pagó? -preguntó Dalgliesh.

– Dijo que le daría al abuelo lo que había pagado por él, que era poco más de trescientas libras. Por supuesto, se trataba de mucho dinero para el abuelo cuando lo compró, y creo que riñó con mi abuela por eso, pero entonces tuvo que desprenderse de él.

– ¿Y no se le ocurrió llamar a alguna casa de subastas para que se lo tasaran? -intervino Kate-. ¿Sotheby’s, Christie’s, algo así?

– No, no creo. No tenía ni idea de cómo funcionaban las casas de subastas. Según él, el señor Dupayne le había dicho que no conseguiría la misma cantidad si lo vendía de esa forma, que se llevaban una buena comisión y que Hacienda iría tras él. Habló de tener que pagar el impuesto de plusvalías.

– Bueno, pues no lo habría tenido que pagar. No ganó nada de todos modos, ¿verdad que no? -comentó Kate.

– Ya lo sé, pero creo que el señor Dupayne lo embaucó y al final consiguió que se lo vendiera. Cuando el abuelo murió, papá me lo contó, y cuando averigüé dónde estaba el cuadro, fui a verlo.

– ¿Con la esperanza de recuperarlo? -preguntó Dalgliesh.

Se produjo un silencio. En los minutos anteriores David había olvidado que estaba hablando con un policía; en ese momento miró a su esposa, quien se cambió al bebé de lado en el regazo y dijo:

– Será mejor que se lo digas, Davie. Dile lo del hombre enmascarado; tú no hiciste nada malo.

Dalgliesh esperó. Siempre había sabido cuándo esperar, reflexionó Kate. El chico habló al cabo de un minuto.

– Vale. De acuerdo, la idea de robarlo se me pasó por la cabeza. Sabía que no podría recuperarlo comprándolo, y había leído cosas sobre los robos en las galerías de arte, sobre cómo cortan los lienzos de sus marcos y los enrollan y se los llevan. No era que pensase hacerlo, sólo que me gustaba fantasear con la idea. Sabía que habría alguna clase de alarma en la puerta, pero se me ocurrió que podría entrar por la ventana y hacerme con el cuadro antes de que llegara alguien. Pensé que la policía tardaría al menos diez minutos en presentarse si alguien la llamaba, y además no había nadie lo bastante cerca para oír la alarma. Era una idea estúpida, ahora lo sé, y solía darle vueltas y más vueltas.

– Pero no lo hiciste, Davie -intervino su esposa-. Sólo lo pensaste, y no pueden arrestarte por planear algo que no llegaste a hacer, es la ley.

«Bueno, no exactamente», pensó Kate. Sin embargo, Wilkins no había tramado ninguna conspiración para provocar una explosión, después de todo.

– Pero al final no lo intentó, ¿verdad? -preguntó Dalgliesh.

– Fui allí una noche pensando en hacerlo, pero entonces llegó alguien. Fue el 14 de febrero. Fui en bicicleta y la escondí entre los arbustos junto al camino de entrada; me había llevado una bolsa negra grande de plástico, como esas de la basura, para envolver el cuadro. No sé si habría llegado a intentar cometer el robo, la verdad. Cuando llegué me di cuenta de que no tenía nada lo bastante contundente para romper la ventana de la planta baja y de que ésta estaba más alta de lo que yo creía. En realidad, no lo había planeado bien. Y entonces oí el ruido de un coche. Me escondí entre los arbustos y me quedé agazapado, observando; era un coche potente y el conductor lo llevó al aparcamiento que hay detrás de los laureles. Lo vi apearse y luego salí huyendo. Me asusté. Mi bicicleta estaba un poco más abajo en el camino y la alcancé a través de los arbustos. Sé que no me vio.

– Pero usted sí lo vio a él -señaló Kate.

– Pero no como para reconocerlo. No le vi la cara; cuando salió del coche, llevaba puesta una máscara.

– ¿Qué clase de máscara? -quiso saber Dalgliesh.

– No una de esas que se ven en los programas de crímenes de la tele, como medias o pasamontañas. Esta sólo le cubría los ojos y el pelo, como las que se pone la gente en los carnavales.

– ¿De modo que regresó a casa en su bicicleta y se olvidó de la idea de robar el cuadro? -resumió Dalgliesh.

– No creo que llegase a planteármelo seriamente. Lo que quiero decir es que creí que era serio en ese momento, pero sólo en mi imaginación. Si lo hubiese intentado de verdad, me habría tomado más molestias.

– Pero si hubiera conseguido robarlo, no habría podido venderlo -dijo Kate-. Quizá cuando lo compró su abuelo no lo considerasen muy valioso, pero ahora lo es.

– No pretendía venderlo, sino colgarlo en esa pared de ahí. Lo quería en esta habitación, lo quería porque al abuelo le encantaba y porque le recordaba a su padre. Lo quería por el pasado.

De repente, un par de lágrimas rodaron por las mejillas del chico. Este levantó un puño y se las enjugó, igual que un niño. En un intento de consolarlo, su esposa le pasó a Rebecca, y David la acunó mientras hundía los labios en su pelo.

– No hizo usted nada malo y le agradecemos que nos haya ayudado -dijo Dalgliesh-. Tal vez volvamos a encontrarnos cuando vaya a ver el cuadro de nuevo. Mucha gente disfruta viéndolo; sé que yo disfruté. De no haber sido por su abuelo, ahora no estaría en el Museo Dupayne y puede que no tuviéramos oportunidad de verlo.

Como si también ella se hubiese olvidado de que eran policías, Michelle Wilkins les preguntó:

– ¿Les apetece un poco de té? Siento no haber caído antes en ofrecérselo. También tenemos Nescafé.

– Es usted muy amable -le agradeció Dalgliesh-, pero creo que es mejor que nos vayamos. Gracias otra vez, señor Wilkins, por colaborar con nosotros, y si se le ocurre algo más, puede encontrarnos en New Scotland Yard. El número está en esta tarjeta.

Fue Michelle Wilkins quien los acompañó hasta la puerta.

– No está metido en ningún lío, ¿verdad que no? -preguntó al despedirse-. No hizo nada malo. Sería incapaz de robar nada, de verdad.

– No -la tranquilizó Dalgliesh-, no está metido en ningún lío. No ha hecho nada malo.

Una vez dentro del coche, Dalgliesh y Kate se abrocharon el cinturón de seguridad. Ninguno de ellos abrió la boca. Kate sentía una mezcla de depresión y furia. «¡Dios, qué horror! -pensó-. Sólo son un par de críos esperando a que los explote cualquiera que crea que valga la pena hacerlo. Aunque la niña tenía buen aspecto… Me pregunto cuánto pagarán por ese cuchitril. Y sin embargo, el que vivan ahí no los va a ayudar a obtener un piso de protección oficial. Se jubilarán antes de poder optar a uno. Más les valdría dormir en la calle, al menos así tendrían prioridad en la lista de espera. Aunque no necesariamente para obtener un sitio decente; lo más probable es que acabaran en una pensión. Dios, éste es un país terrible para ser pobre. Eso, si eres una persona honesta. A los parásitos y a los pillos no les va nada mal, pero intenta ser independiente y ya veremos qué ayuda te ofrecen.»

– No ha sido una entrevista demasiado útil, ¿no le parece, señor? Wilkins vio al hombre enmascarado en febrero. Eso fue ocho meses antes del asesinato de Dupayne, y no me imagino a Wilkins y a su mujer como posibles sospechosos. Quizá sintiera rencor hacia la familia Dupayne, pero ¿por qué ensañarse con Neville? -reflexionó Kate.

– Comprobaremos su coartada, pero me parece que descubriremos que el viernes pasado por la tarde estuvo en la consulta del médico. David Wilkins sólo intenta comunicarse.

– ¿Comunicarse, señor?

– Con su padre y su abuelo. Con el pasado, con la vida.

Kate guardó silencio. Al cabo de un par de minutos, Dalgliesh añadió:

– Llama al museo, ¿quieres, Kate? Averigua si hay alguien ahí. Sería interesante ver qué tienen que decir los Dupayne acerca de su visitante enmascarado.

Muriel Godby respondió a la llamada. Le pidió a Kate que esperase pero habló de nuevo al cabo de escasos segundos. Le informó de que tanto Caroline Dupayne como el señor Calder-Hale se encontraban en el museo. La señorita Caroline estaba a punto de marcharse, pero esperaría hasta que llegase el comisario Dalgliesh.

18

Cuando llegaron, encontraron a Caroline Dupayne examinando una carta en la recepción, en compañía de la señorita Godby. De inmediato los condujo al despacho. A Dalgliesh le llamó la atención que estuviese en el museo un lunes y se preguntó por cuánto tiempo podía ausentarse de su trabajo en la escuela. La familia seguramente pensaba que si la policía iba a infestar el lugar, un Dupayne debía estar presente para vigilar un poco. Él estaba de acuerdo. En tiempos de peligro, nada hay menos político que distanciarse uno mismo de la acción.

– Un joven que vino al museo la noche del 14 de febrero -dijo- vio a un hombre llegar en coche. Llevaba puesta una máscara. ¿Tiene alguna idea de quién podía ser?

– Ninguna. -Reaccionó ante la demanda con lo que Dalgliesh percibió como la cuidadosa demostración de un interés más bien tibio. A continuación, añadió-: Qué pregunta tan extraña, comisario… Oh, perdone, se preguntaba si tal vez se trataba de alguien que había venido a verme, teniendo en cuenta que era 14 de febrero, el día de San Valentín… No, estoy ya muy mayor para esa clase de juegos. En realidad, ya era demasiado mayor a los veintiuno. Aunque ese hombre debía de ir a alguna fiesta. De vez en cuando padecemos ese problema; aparcar en Hampstead es prácticamente imposible, y si la gente conoce este lugar, es una tentación entrar y dejar los coches aquí. Por suerte, ahora parece que ya no ocurre tan a menudo, aunque no podemos estar seguros del todo. El sitio no es el más conveniente y el paseo a pie por Spaniards Road es bastante lúgubre por la noche. Tally vive aquí, por supuesto, pero ya le he dicho que si oye ruidos después de que anochezca no salga de la casa, y que si se siente preocupada, me llame. El museo está aislado y vivimos en un mundo peligroso, usted lo sabe mejor que yo.

– ¿No se les ha ocurrido instalar una verja de protección? -sugirió Dalgliesh.

– Lo hemos pensado, pero la verdad es que no sería muy práctica. Además, ¿quién iba a ocuparse de abrirla y cerrarla? El acceso al museo debe ser abierto. -Hizo una pausa y agregó-: No veo qué relación guarda esto con el asesinato de mi hermano.

– Nosotros tampoco, por el momento. Demuestra de nuevo lo fácil que resulta a menudo entrar sin ser visto.

– Pero eso ya lo sabíamos. Fue precisamente lo que hizo el asesino de Neville; me interesa más el joven que vio al misterioso visitante enmascarado. ¿Qué estaba haciendo aquí, aparcando sin permiso?

– No, no llevaba coche. Sólo tenía curiosidad. No hizo ningún daño ni intentó entrar.

– ¿Y el visitante enmascarado?

– Al parecer, aparcó y también se marchó. El joven se asustó y no esperó a averiguar qué hacía.

– Sí, no me extraña, que se asustara, quiero decir. Este lugar es muy tenebroso por las noches y ya había habido un asesinato aquí antes, ¿lo sabía?

– No, nunca lo había oído. ¿Un crimen reciente?

– Fue en 1897, dos años después de que se construyera la casa. Una sirvienta, Ivy Grimshaw, fue encontrada muerta a puñaladas en la orilla del Heath. Estaba embarazada. Las sospechas recayeron sobre el dueño de la casa y sus dos hijos, pero no había pruebas que relacionasen a ninguno de los tres con el crimen y, evidentemente, se trataba de personalidades locales respetables y prósperas. Tal vez lo más importante fuese que eran los propietarios de una fábrica de botones que daba de comer a la población local. A la policía le pareció más cómodo creer que Ivy había salido a reunirse con su amante y que éste la había matado de un navajazo, librándose de paso de su inoportuno hijo.

– ¿Y había pruebas de la existencia de ese supuesto novio o amante?

– Ninguna que saliera a la luz. La cocinera le contó a la policía que Ivy le había confiado que no tenía ninguna intención de dejar que la echaran a la calle y que podía ponerles las cosas difíciles a la familia, pero más adelante, la mujer se retractó. Se fue a trabajar en otro sitio en la costa meridional tras recibir, según tengo entendido, un sustancioso regalo de despedida de parte de su agradecido señor. Al parecer, la historia de un supuesto novio fue aceptada por todos y el caso se dio por cerrado. Es una pena que no sucediera en los años treinta, porque podríamos haberlo incluido en la Sala del Crimen.

«Sólo que ni siquiera en los años treinta -reflexionó Dalgliesh-, habría sucedido exactamente así.» El brutal asesinato de una joven inmoral y sin amigos había quedado impune y la respetable población local había conservado su trabajo. Quizá la tesis de Ackroyd fuese simplista y su elección de ejemplos convenientemente selectiva, pero se fundamentaba en la verdad. Con frecuencia, el asesinato era un paradigma de su época.

Arriba, en su despacho, y abandonando a regañadientes sus labores de escritura, Calder-Hale dijo:

– ¿El 14 de febrero? Seguramente un invitado a una fiesta del día de San Valentín, aunque es raro que fuese solo. Por lo general, la gente suele acudir a esa clase de reuniones en pareja.

– Es aún más extraño que se pusiera la máscara aquí -señaló Dalgliesh-. ¿Por qué no esperar hasta que llegase a la fiesta?

– Bueno, pues aquí no tuvo lugar ninguna fiesta. A menos que Caroline estuviese celebrando alguna.

– Ella afirma que no.

– No, no sería propio de ella -apuntó Calder-Hale-. Me imagino que ese hombre estaría utilizando el sitio para aparcar el coche sin permiso. Hace un par de meses eché a un coche lleno de jóvenes que salían de parranda. Traté de asustarlos con la amenaza de que iba a llamar a la policía. El caso es que se marcharon sin hacer ruido y hasta llegaron a disculparse. Lo más probable es que no quisieran dejar su Mercedes a mi disposición. -Hizo una pausa y añadió-: ¿Y el joven? ¿Qué dijo que estaba haciendo aquí?

– Explorando el lugar, sin más. Se fue a toda prisa después de que llegara el hombre enmascarado. Era del todo inofensivo.

– ¿Sin coche?

– Sin coche.

– Qué raro… -Calder-Hale volvió a enfrascarse en sus documentos-. Su visitante enmascarado, si es que ha existido de veras, no está relacionado de ningún modo conmigo. Puede que tenga mis asuntillos, pero las máscaras me parecen, en general, demasiado histriónicas.

Era evidente que la entrevista había llegado a su fin. Mientras se volvía para marcharse, Dalgliesh pensó: «Eso es prácticamente admitir sus actividades secretas, pero ¿por qué no? Le han dicho que yo estoy al corriente; ambos jugamos al mismo juego y esperemos que en el mismo bando. Lo que haga, por trivial que sea y aunque parezca de aficionados, forma parte de un plan más ambicioso. Es importante y debe ser protegido…, protegido contra todo salvo contra una acusación de asesinato.»

También hablaría con Marcus Dupayne, pero esperaba que le diese más o menos la misma explicación: alguien que sabía de la existencia del aparcamiento para hacer uso de él de forma gratuita durante unas horas. Era bastante razonable. Sin embargo, había un pequeño detalle que lo intrigaba: ante la perspectiva de dos misteriosos visitantes, tanto Caroline Dupayne como James Calder-Hale se habían mostrado menos preocupados por el conductor enmascarado que por el misterioso joven que lo había visto. Se preguntó por qué.

Calder-Hale seguía entre el grupo de posibles incriminados: esa misma tarde, un poco antes, Benton-Smith había cronometrado el trayecto en motocicleta desde Marylebone hasta el Dupayne. Su segundo viaje había sido cuatro minutos más rápido que el primero.

– Tuve suerte con los semáforos -había dicho-. Si Calder-Hale hubiese igualado mi tiempo, eso le habría dado tres minutos y medio para preparar el asesinato. Podría haberlo hecho, señor, pero sólo con suerte, y no se puede basar un plan de asesinato en la suerte.

– Por otra parte -había replicado Piers-, quizá pensase que con todo valía la pena intentarlo. Esa cita con el dentista le proporcionaba una especie de coartada. No podía esperar de forma indefinida si su móvil era que el museo permaneciese abierto. Lo que me sorprende es por qué tendría que importarle si lo cierran o no. Es cierto que dispone de un despacho muy cómodo y acogedor, pero si quiere trabajar en privado, hay otros despachos en Londres.

«Pero ninguno que ofrezca una ubicación tan oportuna para las actividades de Calder-Hale para el MI5», pensó Dalgliesh.

19

Cuando Kate llamó para concertar una cita, informó de que la señora Strickland había solicitado ver al comisario Dalgliesh por iniciativa propia. Semejante petición era un tanto insólita, pues no podía considerarse que durante el encuentro de ambos en la biblioteca, en el transcurso de la primera visita de Dalgliesh al museo, hubiesen entablado alguna clase de relación personal; sin embargo, el policía se complació en acceder. La señora Strickland no era, por el momento, una posible sospechosa, y hasta que esto ocurriese sería una estupidez renunciar por culpa del protocolo policial a cualquier información útil que estuviese en situación de proporcionarles.

La dirección, que le fue facilitada por Caroline Dupayne, estaba en el Barbican, y resultó ser un piso en la séptima planta. No había esperado que la mujer viviera allí; el imponente edificio de cemento de ventanas y pasillos apretados parecía más adecuado para los jóvenes financieros de la City que para una anciana viuda. Sin embargo, cuando ésta abrió la puerta y lo condujo hasta el salón, Dalgliesh comprendió por qué había escogido ese apartamento: tenía vistas al amplio patio y, más allá del lago, a la iglesia. Debajo, las figuras en escorzo de las parejas y los pequeños grupos que llegaban para asistir a las actuaciones vespertinas se paseaban en lo que parecía un estampado de color deliberadamente cambiante. El ruido de la ciudad, siempre enmudecido al final de la jornada laboral, era un zumbido rítmico más tranquilizador que fastidioso. La señora Strickland vivía en un tranquilo refugio urbano con un panorama de cielos en constante transformación y de actividad humana incesante donde podía sentirse parte de la vida de la ciudad y, al mismo tiempo, permanecer ajena a todo aquel ajetreo frenético y bullicioso. Sin embargo, era una mujer realista: Dalgliesh se había fijado en las dos cerraduras de seguridad de la puerta principal.

El interior del piso era igual de asombroso. Dalgliesh habría esperado que el propietario fuese próspero pero joven, ajeno todavía al peso de los años muertos, a las posesiones familiares, a los recuerdos sentimentales y a los objetos que, mediante largas asociaciones, relacionaban el pasado con el presente y creaban una ilusión de permanencia. Si un casero hubiese amueblado un piso para satisfacer a un inquilino exigente capaz de pagar un alquiler elevado, el apartamento habría tenido más o menos aquel aspecto. La sala estaba amueblada con piezas modernas de madera clara y diseño elegante. A la derecha de la ventana, que ocupaba casi toda la pared, había un escritorio con una luz direccional y una silla giratoria. Saltaba a la vista que la señora Strickland se llevaba el trabajo a casa alguna vez. Dalgliesh vio una mesa redonda frente a la ventana, con dos sillones de cuero gris y, en la pared, un único cuadro, un bajorrelieve abstracto en óleo supuso que de Ben Nicholson. Tal vez lo hubiera elegido para no transmitir nada acerca de ella, aparte del hecho de que podía permitirse comprarlo. Le pareció interesante que una mujer que había eliminado el pasado de forma tan implacable hubiese decidido trabajar en un museo. El único mueble que paliaba el anonimato funcional del piso era la librería hecha a medida que iba del suelo hasta el techo por la pared de la derecha. Estaba repleta de ejemplares encuadernados en piel colocados tan cerca unos de otros que parecían unidos con pegamento. A la mujer le había parecido que merecía la pena conservar aquellos libros; era obvio que se trataba de una biblioteca personal. Dalgliesh se preguntó de quién.

La señora Strickland le hizo señas de que se sentara en uno de los sillones.

– Normalmente, a esta hora suelo tomarme una copita de vino. A lo mejor le apetece acompañarme. ¿Prefiere tinto o blanco? Tengo clarete o un Riesling.

Dalgliesh aceptó el clarete. La mujer salió de la habitación con paso un tanto rígido y regresó al cabo de unos minutos, empujando la puerta con los hombros para abrirla. Él se levantó de inmediato para ayudarla y cogió la bandeja con la botella, el sacacorchos y dos copas para depositarla encima de la mesa. Se sentaron el uno frente al otro y ella dejó que él se encargara de descorchar la botella y servir el vino, observándolo, o eso le pareció a Dalgliesh, con indulgente satisfacción. Aun considerando el cambio de actitud social sobre el momento en que los últimos años de la mediana edad traspasan el umbral definitivo e inexorable de la vejez, la señora Strickland era vieja. Dalgliesh calculó que debía de tener unos ochenta y cinco años, y si se consideraba su historia personal, no podían ser muchos menos. De joven, se dijo, debía de haber gozado de aquella admirada belleza inglesa de las rubias con ojos azules que tan engañosa resultaba a menudo. Dalgliesh había visto suficientes fotografías y reportajes sobre mujeres durante la guerra, en uniforme o en ropa de civil, para saber que aquella dulzura femenina podía ir ligada a una fuerte determinación, a veces incluso a la crueldad. La de ella había sido una belleza vulnerable, especialmente susceptible a los estragos de los años. La piel, esponjosa, estaba cubierta por un entramado de arrugas finas y los labios casi parecían no tener sangre. Sin embargo, seguía habiendo rastros de color dorado en el cabello, gris, escaso y recogido en una trenza en la nuca. Sus ojos, cuyo iris se había difuminado en un tono azul lechoso pálido, seguían siendo enormes bajo las cejas delicadamente torneadas, y en ese momento miraron a los de Dalgliesh con una expresión entre inquisitoria y alerta. Cuando extendió la mano para alcanzar la copa de vino, Dalgliesh observó que la tenía deforme por la excrecencia de la artritis, y cuando se cerró en torno a la copa de vino, se preguntó cómo conseguía escribir una caligrafía tan hermosa.

Como si le hubiese adivinado el pensamiento, la señora Strickland se miró los dedos y dijo:

– Todavía puedo escribir, pero no estoy segura de por cuánto tiempo seguiré siendo útil. Es extraño, los dedos me tiemblan de vez en cuando, pero nunca cuando estoy haciendo caligrafía. No tengo ningún título ni nada parecido, es sólo algo que me ha gustado siempre.

El vino era excelente y la temperatura, la adecuada.

– ¿Cómo empezó a colaborar con el Museo Dupayne? -preguntó Dalgliesh.

– A través de mi marido. Era profesor de Historia en la Universidad de Londres y conocía a Max Dupayne. Cuando murió Christopher, Max me preguntó si les podía ayudar con los carteles y las etiquetas. Luego, cuando Caroline Dupayne lo sucedió, yo continué. James Calder-Hale se encargó de los voluntarios y redujo considerablemente el número de éstos, para algunos de forma más bien tajante. Dijo que había demasiada gente trotando por el museo, la mayoría personas solitarias. Todos teníamos que tener una tarea útil para quedarnos. La verdad es que ahora no nos vendría nada mal un poco más de ayuda, pero el señor Calder-Hale parece reacio a reclutar nuevos voluntarios. Muriel Godby necesita que alguien le eche una mano en la recepción, siempre y cuando encontremos a la persona adecuada. Por el momento la relevo yo, pero sólo algunas veces, cuando estoy en el museo.

– Parece muy eficiente -comentó Dalgliesh.

– Lo es. Las cosas han cambiado mucho desde que llegó hace dos años. Caroline Dupayne nunca ha tomado parte activa en la gestión cotidiana. No puede, claro, debido a sus obligaciones en la escuela. La señorita Godby se encarga de la contabilidad para satisfacción del gestor, y ahora lo lleva todo con mucha más soltura. Pero no ha venido aquí para que le aburra con los detalles de la oficina, ¿no es así? Quiere hablar de la muerte de Neville.

– ¿Lo conocía usted bien?

La señora Strickland hizo una pausa, tomó un sorbo de vino y dejó la copa en la mesa.

– Creo que en el museo yo era quien mejor lo conocía, y no resultaba nada fácil conocerlo, se lo aseguro. Venía muy raramente, pero el año pasado en ocasiones llegaba pronto los viernes y subía a la biblioteca. No ocurría a menudo, una vez cada tres semanas o así. No daba ninguna explicación; a veces se paseaba un rato y luego se sentaba con un viejo ejemplar de Blackwood’s Magazine. Otras veces me pedía que le abriese un armario y escogía un libro. La mayor parte de las veces se sentaba en silencio. Otras, hablaba.

– ¿Lo describiría como un hombre feliz?

– No, no diría que fuese un hombre feliz. No es fácil calibrar la felicidad de otra persona, ¿verdad? Pero tenía un exceso de trabajo, le preocupaba estar defraudando a sus pacientes, no tener tiempo suficiente para ellos, y le enfurecía el estado de los servicios psiquiátricos. Pensaba que ni el gobierno ni la sociedad en general se preocupaban lo bastante por los enfermos mentales.

Dalgliesh se preguntó si Dupayne le habría confiado adónde iba los fines de semana o si sólo se lo había dicho a Angela Faraday. La interrogó al respecto.

– No -contestó ella-. Era muy reacio a hablar de su vida íntima. Sólo lo hicimos en una ocasión. Creo que venía porque le relajaba verme trabajar; he estado pensando al respecto y ésa me parece la explicación más plausible. Yo siempre seguía con lo que estaba haciendo y a él le gustaba ver cómo se formaban las letras. Tal vez lo encontraba tranquilizador.

– Estamos tratando esta muerte como un asesinato -le explicó Dalgliesh-. Parece muy poco probable que se tratase de un suicidio, pero ¿le sorprendería esa posibilidad, me refiero a la idea de que quisiese acabar con su vida?

En ese momento, la anciana voz, que había sido cansina, recuperó su fuerza.

– Me habría dejado perpleja -repuso ella con firmeza-. Jamás se habría suicidado. Olvídelo. Tal vez a algunos miembros de la familia la idea les resulte muy cómoda, pero ya puede quitársela de la cabeza. Neville no se mató.

– ¿De veras está tan segura?

– Absolutamente segura. Parte de la razón es una conversación que mantuvimos dos semanas antes de su muerte, debió de ser el viernes anterior a que usted viniera al museo por primera vez. Dijo que su coche todavía no estaba listo. Un hombre del taller, creo que se llamaba Stanley Carter, le había prometido que se lo entregaría hacia las seis y cuarto. Me quedé después de que cerrara el museo y pasamos toda una hora juntos. Estuvimos hablando del futuro de la biblioteca, y dijo que vivíamos demasiado en el pasado. Aludía a nuestros propios pasados además de a nuestra historia. Me sorprendí haciéndole confidencias. Eso es algo que me cuesta mucho, comisario; no suelo hacer confidencias sobre mí a nadie. Me habría parecido impertinente, y en cierto modo degradante, utilizarlo como mi psiquiatra privado gratuito, pero debió de ser algo parecido. Sin embargo, él también me utilizó a mí. De hecho nos utilizamos el uno al otro. Le dije que en la vejez no resulta tan fácil sacudirse el pasado de encima; regresan los viejos pecados, agravados por los años. Y las pesadillas, los rostros de los muertos que no deberían haber muerto vuelven y te miran, no con expresión de amor, sino de reproche. Para algunos de nosotros, esa pequeña muerte diaria puede suponer cada noche un descenso a un infierno muy privado. Hablamos de la expiación y del perdón. Soy la única hija de una madre francesa católica romana muy devota y un padre ateo. Pasé buena parte de mi infancia en Francia. Le dije que los creyentes tienen la oportunidad de enfrentarse a la culpa mediante la confesión, pero ¿cómo hacemos para encontrar la paz quienes no tenemos fe? Recordé las palabras de un filósofo, creo que Roger Scruton: «El consuelo de las cosas imaginarias no es un consuelo imaginario.» Le dije que a veces ansiaba incluso el consuelo imaginario. Neville me contestó que teníamos que aprender a absolvernos a nosotros mismos. El pasado no se puede cambiar y hemos de afrontarlo con honestidad y sin excusas para luego dejarlo de lado; obsesionarse con el sentimiento de culpa es un capricho destructivo. Dijo que ser humano es sentirse culpable: soy culpable, ergo soy.

Hizo una pausa, pero Dalgliesh no habló. Quería saber por qué estaba tan segura de que Dupayne no se había suicidado. Llegaría a ese punto a su debido tiempo. Advirtió con compasión que el relato de aquella conversación resultaba doloroso para ella. La vio alargar la mano para alcanzar la botella; le temblaban los dedos. Cogió la botella en su lugar y llenó ambas copas hasta arriba.

Al cabo de un minuto, la señora Strickland prosiguió:

– A una le gustaría llegar a la vejez y recordar sólo los momentos felices de la vida, pero no funciona así, salvo para los más afortunados. Igual que la polio puede volver en alguna forma y atacar de nuevo, también pueden hacerlo los errores del pasado, los fallos, los pecados. Dijo que lo comprendía, y comentó: «Mi mayor error vuelve a mí en forma de llamaradas de fuego.»

El silencio se prolongó por más tiempo. Esta vez Dalgliesh se vio forzado a preguntar:

– ¿Le explicó por qué?

– No, y no le pregunté. Habría sido imposible, pero sí dijo una cosa. Tal vez pensó que yo imaginaba que aquello tenía algo que ver con que no quisiese que el museo permaneciera abierto. Bueno, el caso es que dijo que no tenía nada que ver con nadie del Dupayne.

– ¿Está usted segura de eso, señora Strickland? Lo que le estaba diciendo, el error que volvía en forma de llamaradas de fuego, ¿no tenía nada que ver con el museo?

– Completamente segura. Ésas fueron sus palabras.

– ¿Y el suicidio? Ha dicho que estaba segura de que no se había suicidado.

– También hablamos de eso. Creo que dije que cuando se es muy viejo, se puede saber con certeza que el alivio llegará pronto. Continué diciendo que me alegraba de esperar ese alivio, pero que ni en los peores momentos de mi vida se me había pasado por la cabeza quitarme yo misma de en medio. Fue entonces cuando dijo que el suicidio le parecía indefendible, salvo para los ancianos o los que sufren dolores constantes sin esperanzas de curación ni de mejoría. El suicidio dejaba una carga demasiado pesada sobre la familia del suicida. Aparte de la pérdida, siempre existía la culpa y el horror latente de que el impulso de autodestrucción pudiera ser hereditario. Le contesté que me parecía que estaba siendo un poco duro con las personas a las que la vida se les hacía insoportable, que su desesperación final no debía suscitar censura sino lástima. A fin de cuentas, él era psiquiatra, un miembro del sacerdocio moderno, ¿no consistía su trabajo en comprender y absolver? No le molestaron mis palabras. Admitió que tal vez había sido demasiado tajante, pero había algo de lo que estaba seguro: una persona en su sano juicio que se suicida, siempre debería dar una explicación. La familia y los amigos que deja atrás tienen derecho a saber por qué sienten ese dolor. Neville Dupayne nunca se habría suicidado, comisario. O quizá sería mejor decir que nunca se habría suicidado sin dejar una carta con una explicación. -Miró a Dalgliesh a los ojos-. Tengo entendido que no dejó ninguna nota, ninguna aclaración.

– No encontramos ninguna.

– Lo cual no es exactamente lo mismo.

Esta vez fue ella quien alcanzó la botella y la sostuvo. Dalgliesh meneó la cabeza, pero ella se rellenó su propia copa. Observándola, Dalgliesh experimentó una revelación tan asombrosa que la expresó con total naturalidad y casi sin pensar.

– ¿Era Neville Dupayne adoptado?

Las miradas de ambos se encontraron.

– ¿Por qué hace esa pregunta, señor Dalgliesh?

– No estoy seguro, se me acaba de ocurrir. Perdóneme.

Ella sonrió y, por un instante, el detective vislumbró el poderoso encanto que había desconcertado a la mismísima Gestapo.

– ¿Perdonarlo? -exclamó-. ¿Por qué? Tiene usted toda la razón, era adoptado. Neville era mi hijo, mío y de Max Dupayne. Me marché de Londres cinco meses antes del parto, él se quedó con Max y Madeleine a los pocos días de nacer y más tarde fue adoptado. Esas cosas se arreglaban mucho más fácilmente en aquellos tiempos.

– ¿Y eso… lo sabe mucha gente? -inquirió Dalgliesh-. ¿Saben Caroline y Marcus Dupayne que Neville era su hermanastro?

– Saben que era adoptado. Marcus sólo tenía tres años y Caroline, claro está, todavía no había nacido cuando tuvo lugar la adopción. Los tres niños se enteraron cuando eran muy pequeñitos, pero no les dijeron que yo era la madre y Max el padre. Crecieron aceptando la adopción como un aspecto de la vida más o menos normal.

– Pues no me lo mencionaron -señaló Dalgliesh.

– No me sorprende. ¿Por qué iban a hacerlo? Ninguno de los dos tiene tendencia a airear los asuntos familiares privados y el hecho de que fuese adoptado no es relevante para la muerte de Neville.

– ¿Y nunca recurrió a la ley existente para descubrir su origen?

– Nunca, que yo sepa. No tenía intención de discutir este asunto con usted. Sé que puedo confiar en su discreción, que no dirá a nadie lo que le acabo de contarle, ni siquiera a los miembros de su equipo.

Dalgliesh hizo una pausa.

– No diré nada a menos que la adopción resulte relevante para mi investigación -señaló.

Había llegado la hora de marcharse. La señora Strickland lo acompañó a la puerta y le tendió la mano. Cuando se la estrechó, Dalgliesh sintió que el gesto era algo más que una despedida inesperadamente formal: era una confirmación de su promesa.

– Tiene usted un don para fomentar las confidencias, señor Dalgliesh. Debe de ser muy útil para un detective, la gente le cuenta cosas que después puede utilizar contra ella. Supongo que usted diría que es en favor de la justicia.

– No creo que utilizase una palabra tan magna. Podría decir que es en favor de la verdad.

– ¿Tan pequeña es esa palabra? A Poncio Pilato no se lo parecía. Sin embargo, no creo que le haya contado nada de lo que vaya a arrepentirme. Neville era un buen hombre y lo echaré de menos. Sentía un gran afecto por él, pero ningún amor maternal. ¿Cómo iba a haberlo sentido? Y ¿qué derecho tengo yo, que lo entregué tan fácilmente, a reclamarlo ahora como hijo mío? Soy demasiado vieja para llorarlo, pero no lo bastante para no sentirme furiosa. Descubrirá quién lo mató y ese alguien pasará diez años en la cárcel. Me gustaría verlo muerto.

Durante el camino de regreso al coche Dalgliesh no dejó de dar vueltas a cuanto había averiguado. La señora Strickland había solicitado verlo a solas para transmitirle dos cosas: su convicción absoluta de que Neville Dupayne no se había suicidado y el críptico comentario de éste sobre ver su error en forma de llamaradas de fuego. No había tenido la intención de divulgar la verdad acerca de los verdaderos padres de Neville y seguramente era sincera en su creencia de que esa información resultaba irrelevante para la muerte de su hijo. Dalgliesh no estaba tan seguro. Reflexionó sobre el entramado de relaciones personales centrado en el museo: el traidor del Servicio de Operaciones Especiales que había traicionado a sus camaradas y Henry Calder-Hale, cuya ingenuidad había contribuido a dicha traición, el amor secreto y el nacimiento secreto, vidas vividas intensamente bajo la amenaza de la tortura y la muerte. La agonía había terminado, los muertos no volverían más que en sueños. Era difícil dilucidar si alguna parte de aquella historia podía proporcionar un móvil para la muerte de Neville Dupayne, pero sí se le ocurría una razón por la que a los Dupayne podía haberles parecido prudente no divulgar que Neville había sido adoptado. El hecho de que un hermano de sangre frustrase algo que se deseaba intensamente ya debía de ser lo bastante difícil de soportar: viniendo de un hermano adoptado sería aún más imperdonable y la solución, tal vez, más fácil de contemplar.

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