Copenhague, Dinamarca
Sábado, 18 de abril, en la actualidad
23.55 horas
El olor hizo que Cotton Malone recobrara el sentido. Fuerte, acre, un tanto sulfúreo. Y algo más: dulzón y nauseabundo. Como la muerte.
Abrió los ojos.
Yacía boca abajo en el suelo, los brazos extendidos, las palmas contra la noble madera, que -reparó en el acto- estaba pegajosa.
¿Qué había ocurrido?
Había asistido a la asamblea de abril de la Sociedad Danesa de Libreros Anticuarios, a unas manzanas al oeste de su librería, cerca del alegre Tivoli. Le gustaban dichas reuniones mensuales, y ésa no había sido una excepción. Unas copas, un puñado de amigos y mucho hablar de libros. Al día siguiente, por la mañana, había quedado con Cassiopeia Vitt. Su llamada el día anterior pidiendo que se vieran lo había sorprendido. No sabía nada de ella desde Navidad, tiempo en que había pasado unos días en Copenhague. Él volvía a casa en bicicleta, disfrutando de la agradable noche primaveral, cuando decidió pasarse por el insólito lugar donde ella lo había citado: el Museo Grecorromano, una vieja costumbre heredada de su antigua profesión. Cassiopeia rara vez hacía nada de forma impulsiva, de modo que no era mala idea adelantarse un tanto a los acontecimientos.
Encontró el inmueble, que daba al canal de Frederiksholms, y reparó en que en el oscuro edificio había una puerta entreabierta, una puerta que por regla general debería estar cerrada y con la alarma activada. Aparcó la bicicleta. Lo menos que podía hacer era cerrar la puerta y llamar a la policía cuando llegara a casa.
Sin embargo, lo último que recordaba era haber agarrado el tirador.
Ahora se hallaba en el interior del museo.
Con la luz que se colaba por las ventanas con doble acristalamiento vio un espacio decorado con el típico estilo danés: una elegante mezcla de acero, madera, cristal y aluminio. Sentía la parte derecha de la cabeza a punto de estallar, y al palparla notó un bulto reciente.
Se sacudió la niebla que envolvía su cerebro y se puso en pie.
Había visitado el museo una vez y su colección de artefactos griegos y romanos no le había impresionado gran cosa. Sólo era una más de las cien o ciento y pico de colecciones privadas que había en Copenhague, de temática tan variada como la población de la ciudad.
Se apoyó en una vitrina de cristal para mantener el equilibrio y volvió a notar los dedos viscosos y malolientes, con el mismo olor repugnante.
Se percató de que tenía la camisa y los pantalones mojados, al igual que el cabello, el rostro y los brazos. Fuera lo que fuese lo que impregnaba el interior del museo también lo bañaba a él.
Fue dando tumbos hasta la entrada principal y probó a abrir la puerta: cerrada. Con un cerrojo de seguridad doble. Necesitaría una llave para abrirlo desde dentro.
Echó un vistazo al lugar: el techo debía de tener unos nueve metros de altura, y una escalera de madera y cromo llevaba a una segunda planta que se desvanecía en la negrura, el primer piso extendiéndose debajo de ella.
Encontró un interruptor: nada. Se acercó como pudo hasta un teléfono que vio en un mostrador: no daba tono.
Un ruido quebró el silencio: un clic y unos silbidos, como unos engranajes en funcionamiento. Provenía de la segunda planta.
Su adiestramiento como agente del Departamento de Justicia le advertía que no se moviera, pero también lo instaba a investigar.
De modo que subió la escalera sin hacer ruido.
El pasamanos cromado estaba húmedo, como también lo estaban cada uno de los peldaños de contrachapado. Quince escalones más arriba, otras vitrinas de cristal y cromo salpicaban el piso de madera. Relieves en mármol y bronces incompletos sobre pedestales acechaban como fantasmas. Un movimiento captó su atención a unos seis metros: un objeto que rodaba por el suelo, de unos sesenta centímetros de ancho y con los lados redondeados, de color claro, pegado al suelo como uno de esos cortacéspedes robotizados que había visto anunciar una vez. Cuando se topaba con un expositor o una estatua, el chisme se detenía, retrocedía y avanzaba en otra dirección. De la parte superior sobresalía una boquilla que, cada pocos segundos, lanzaba una rociada de aerosol.
Se acercó a él.
El movimiento se detuvo, como si el cachivache notara su presencia. La boquilla giró hacia él y una bruma le mojó los pantalones.
¿Qué era aquello?
El aparato pareció perder interés y se adentró en la oscuridad, arrojando más líquido oloroso en su avance. Malone se asomó a la barandilla y divisó otro artilugio aparcado junto a una vitrina en el piso de abajo.
Aquello le daba mala espina.
Tenía que marcharse. El hedor empezaba a revolverle el estómago.
Entonces, el aparato dejó de moverse y él percibió un sonido nuevo.
Hacía dos años, antes de que se divorciara, dejara de trabajar para el gobierno y se mudara de repente a Copenhague, cuando vivía en Atlanta, se había gastado unos cientos de dólares en una barbacoa de acero inoxidable. El utensilio tenía un botón rojo que, al pulsarlo, encendía una llama de gas. Recordaba el sonido que hacía el dispositivo de encendido cada vez que se apretaba el botón.
El mismo clic que estaba oyendo en ese mismo instante.
Saltaron chispas.
El suelo cobró vida, primero de un amarillo intenso, luego anaranjado oscuro, finalmente decidiéndose por un azul claro a medida que las llamas se extendían, devorando la madera. Al mismo tiempo, otras llamas treparon por las paredes. La temperatura subió de prisa, y él levantó un brazo para protegerse el rostro. El techo se unió a la conflagración y, en menos de quince segundos, la segunda planta ardía por completo.
Los aspersores de los detectores de humo se activaron.
Malone bajó parte de la escalera para esperar a que se apagara el fuego.
Pero entonces reparó en algo: el agua avivaba las llamas.
De pronto el cachivache que había desencadenado el desastre se desintegró en un silencioso abrir y cerrar de ojos, las llamas saliendo despedidas en todas las direcciones, como olas en busca de la orilla.
Una bola de fuego subió hasta el techo y pareció ser bien recibida por el agua. El vapor espesó el aire llenándolo no de humo, sino de una sustancia química que lo mareó.
Bajó los peldaños de dos en dos. Otro silbido recorrió la segunda planta, seguido de dos más. El cristal se hizo añicos, algo se estrelló.
Malone echó a correr hacia la parte delantera del edificio.
El otro artilugio, antes inactivo, revivió y comenzó a esquivar las vitrinas del primer piso, vomitando más aerosol al aire abrasador.
Tenía que salir de allí, pero la puerta principal se abría hacia adentro. Bastidor metálico, madera gruesa. No había forma de abrirla de una patada. Vio que el fuego devoraba la escalera, consumiendo cada peldaño, como si el demonio bajara a saludarlo. Hasta el mismísimo cromo era engullido.
Su respiración se volvió trabajosa debido a la bruma química y a un oxígeno que desaparecía rápidamente. Alguien llamaría a los bomberos, no cabía duda, pero a él no le serviría de mucho. Si una chispa tocaba sus empapadas ropas…
El fuego llegó al arranque de la escalera.
A tres metros de distancia de donde él se encontraba.
Venecia, Italia
Domingo, 19 de abril
0.15 horas
Enrico Vincenti miró fijamente al acusado y preguntó:
– ¿Tiene algo que decir a este Consejo?
Al de Florencia no pareció afectarle la pregunta.
– ¿Qué le parece esto: por qué no se callan, usted y su Liga?
Vincenti sentía curiosidad.
– Por lo visto, cree usted que se nos puede tomar a la ligera.
– Mire, gordinflón, tengo amigos. -A decir verdad, el florentino parecía orgulloso de ello-. Muchos.
– Sus amigos no nos interesan, pero su traición… Eso ya es otra cosa -dejó claro Vincenti.
El florentino se había vestido para la ocasión: lucía un caro traje de Zanetti, camisa de Charvet, corbata de Prada y, cómo no, zapatos de Gucci. Vincenti se dio cuenta de que el conjunto costaba más de lo que la mayoría de la gente ganaba en un año.
– Le propongo algo -empezó el florentino-: me iré y olvidaremos todo este asunto…, sea lo que fuere…, y ustedes podrán volver a hacer lo que quiera que hagan.
Ninguna de las nueve personas que había sentadas junto a Vincenti dijo una palabra. Él los había prevenido contra la arrogancia. Habían contratado al florentino para desempeñar un cometido en Asia Central, un trabajo que el Consejo juzgaba de vital importancia. Por desgracia, él había decidido jugar sucio para satisfacer su avaricia, pero, afortunadamente, el engaño fue descubierto y se adoptaron las medidas oportunas.
– ¿De verdad cree que sus socios lo apoyarán? -inquirió Vincenti.
– No es usted tan ingenuo, ¿no, gordinflón? Ellos fueron quienes me dijeron que lo hiciera.
El otro volvió a pasar por alto la alusión a su corpulencia.
– No es eso lo que han dicho.
Esos socios eran una banda internacional que había sido útil numerosas veces al Consejo. El florentino era un sicario, y el Consejo había hecho la vista gorda con respecto al engaño de la banda con el objeto de dar una lección al mentiroso que tenían delante, con lo cual también darían una lección a la propia banda. Y así había sido: ésta ya había renunciado a los honorarios que se debían y le había devuelto al Consejo un cuantioso depósito. A diferencia del florentino, los socios entendían a la perfección con quiénes estaban tratando.
– ¿Qué sabe usted de nosotros? -preguntó Vincenti.
El florentino se encogió de hombros.
– Que son un puñado de ricos a los que les gusta jugar.
La bravata divirtió a Vincenti. Tras el florentino había cuatro hombres armados, lo cual explicaba por qué el ingrato se creía a salvo: como condición a su comparecencia había insistido en que fueran.
– Hace setecientos años, el Consejo de los Diez controlaba Venecia -explicó Vincenti-. Se suponía que eran hombres demasiado maduros para dejarse influir por las pasiones o las tentaciones, y a ellos les fue encomendado mantener la seguridad pública y aplastar la oposición política. Y eso fue precisamente lo que hicieron durante siglos. Tomaban testimonio en secreto, pronunciaban sentencias y llevaban a cabo ejecuciones, todo en nombre del Estado veneciano.
– ¿Cree que me interesa esta lección de historia?
Vincenti juntó las manos sobre el regazo.
– Pues debería interesarle.
– Este caserón es deprimente. ¿Es suyo?
Cierto, la villa carecía del encanto de una casa vivida, pero zares, emperadores, archiduques y monarcas habían permanecido bajo su techo. Hasta Napoleón había ocupado uno de los dormitorios. De manera que Vincenti dijo con orgullo:
– Nuestro.
– Necesita un interiorista. ¿Hemos acabado?
– Me gustaría terminar lo que le estaba explicando.
El florentino gesticuló con las manos.
– Adelante. Me gustaría irme a dormir.
– Nosotros también somos un Consejo de Diez. Al igual que el original, contratamos a inquisidores para hacer cumplir nuestras decisiones. -Hizo un gesto y tres hombres avanzaron desde el fondo del salón-. Al igual que los originales, nuestro poder es absoluto.
– Ustedes no son el gobierno.
– No. Somos algo muy diferente.
Con todo, el florentino no parecía inmutarse.
– He venido aquí en mitad de la noche porque mis socios me lo ordenaron, no porque esté impresionado. Me traje a estos cuatro para que me protejan, así que es posible que a sus inquisidores les cueste hacer cumplir nada.
Vincenti se levantó de la silla.
– Creo que es preciso aclarar algo. Se lo contrató para que cumpliera un encargo, encargo que usted cambió a su conveniencia.
– A menos que pretendan salir de aquí en una caja, les sugiero que nos olvidemos de esto.
La paciencia de Vincenti se agotó. Le desagradaba sobremanera esa parte de sus deberes oficiales. A un gesto suyo, los cuatro hombres que habían acompañado al florentino agarraron al idiota.
El engreimiento se tornó estupor.
El florentino fue desarmado mientras tres de los hombres lo contenían. Un inquisidor se aproximó y, con un rollo de gruesa cinta, ató los inquietos brazos del acusado a la espalda, las piernas y las rodillas juntas, y le envolvió el rostro, sellando su boca. A continuación los tres hombres lo soltaron y el fornido cuerpo del florentino golpeó la alfombra.
– Este Consejo lo considera culpable de traición a nuestra Liga -anunció Vincenti.
Otro gesto y una puerta de dos hojas se abrió: alguien entró empujando un ataúd de rica madera lacada con la tapa abierta. Los ojos del florentino se desorbitaron cuando pareció comprender cuál sería su suerte.
Vincenti se acercó a él.
– Hace quinientos años, los traidores al Estado eran encerrados en unas estancias de la parte superior del palacio del Dogo, construidas en madera y plomo, expuestas a los elementos: se las conocía como los ataúdes. -Hizo una pausa para que sus palabras hiciesen mella-. Unos sitios horribles. La mayoría de los que entraban morían. Usted cogió nuestro dinero mientras intentaba ganar más por su cuenta. -Meneó la cabeza-. No puede ser. Y, por cierto, sus socios decidieron qué usted sería el precio que pagarían para seguir en paz con nosotros.
El florentino comenzó a forcejear con renovado brío, sus protestas ahogadas por la cinta que le tapaba la boca. Uno de los inquisidores acompañó fuera de la sala a los cuatro hombres que habían acudido con el florentino: su trabajo había concluido. Los otros dos inquisidores levantaron al rebelde y lo metieron en el ataúd.
Vincenti miró la caja y leyó con exactitud lo que decían los ojos del florentino: claro que había traicionado al Consejo, pero sólo había hecho lo que Vincenti, no sus socios, le había ordenado hacer. Era Vincenti quien había cambiado el encargo, y el florentino sólo se había presentado ante el Consejo porque Vincenti le había asegurado en privado que no se preocupara. No era más que una farsa. «No pasa nada, tú sígueme el juego. Todo habrá acabado en menos de una hora.»
– ¿Gordinflón? -inquirió Vincenti-. Arrivederci.
Y cerró de golpe la tapa.
Copenhague
Malone observó que las llamas que descendían por la escalera se detenían a las tres cuartas partes del camino y no daban muestras de querer avanzar más. Se situó ante una de las ventanas y buscó algo con lo que romper el cristal. Las únicas sillas que vio se hallaban demasiado cerca del fuego. El segundo mecanismo seguía paseándose por el primer piso, despidiendo rociadas. Malone no se decidía a moverse. Quitarse la ropa era una opción, pero el cabello y la piel también apestaban a aquella sustancia química.
Tres golpes en el cristal lo asustaron.
Se volvió y, a menos de medio metro, descubrió un rostro familiar: Cassiopeia Vitt.
¿Qué estaba haciendo allí? Sin duda los ojos de Malone reflejaron sorpresa, pero fue directo al grano y chilló:
– ¡Tengo que salir de aquí!
Ella le señaló la puerta y Malone entrelazó los dedos para indicarle que estaba cerrada.
Cassiopeia le dio a entender que se apartara.
Al hacerlo, unas chispas saltaron de la parte inferior del impaciente artilugio. Malone fue hacia él y lo puso boca arriba de una patada. Debajo vio ruedas y un dispositivo mecánico.
Oyó un ruido sordo, y luego otro, y adivinó lo que hacía Cassiopeia: dispararle a la ventana.
Entonces vio algo que antes había pasado por alto: sobre las vitrinas del museo había bolsas de plástico selladas llenas de un líquido transparente.
La ventana se resquebrajó.
No tenía elección: a riesgo de acercarse demasiado a las llamas, agarró una de las sillas que había visto antes y la arrojó contra el cristal. La ventana se hizo pedazos mientras la silla se estrellaba contra la calle al otro lado.
El mecanismo andante se enderezó.
Una de las chispas prendió y unas llamas azules comenzaron a devorar la primera planta, avanzando en todas direcciones, avanzando hacia él.
Malone echó a correr, saltó por la ventana y aterrizó de pie.
Cassiopeia se hallaba a un metro de distancia.
Malone había notado el cambio de presión cuando la ventana se hizo añicos. Sabía algunas cosas sobre los incendios: en ese mismo instante las llamas estaban recibiendo una recarga de oxígeno. Las diferencias de presión también se dejaban sentir. Los bomberos lo llamaban combustión súbita generalizada.
Y esas bolsas de plástico sobre las vitrinas…
Sabía lo que contenían.
Cogió a Cassiopeia de la mano y cruzó la calle a la carrera.
– ¿Qué haces? -preguntó ella.
– Es hora de darnos un baño.
Saltaron desde el antepecho de ladrillo justo cuando una bola de fuego salía despedida del museo.
Samarcanda
Federación de Asia Central
5.45 horas
La ministra Irina Zovastina acarició al caballo y se preparó para el partido. Le encantaba jugar justo después del amanecer, con la cambiante luz de las primeras horas de la mañana, en un campo de hierba humedecida por el rocío. También le encantaban los legendarios purasangres de Fergana, unos sementales que habían adquirido fama por vez primera hacía más de un milenio, cuando fueron intercambiados a los chinos por seda. Su cuadra tenía más de un centenar de corceles criados por placer y por motivos políticos.
– ¿Están listos los demás jinetes? -preguntó a su asistente.
– Sí, ministra. La aguardan en el campo.
Llevaba botas altas de cuero y una chaqueta de piel acolchada sobre un largo chapan. Sobre el corto cabello plateado lucía un sombrero hecho con la piel de un lobo que se preciaba de haber matado ella misma.
– No los hagamos esperar.
Se subió al caballo.
Juntos, ella y el animal habían ganado numerosas veces al buzkashi, un antiguo juego practicado en su día en la estepa por un pueblo que vivía y moría en la silla. El mismísimo Gengis Kan había disfrutado de él. Por aquel entonces a las mujeres no se les permitía ni siquiera mirar, y mucho menos participar.
Pero ella había cambiado esa norma.
El caballo, zancudo y de ancho pecho, se tensó cuando ella le acarició el pescuezo.
– Paciencia, Bucéfalo.
Le había dado el nombre del animal con el que Alejandro Magno recorrió Asia, batalla tras batalla. Pero los caballos que tomaban parte en el buzkashi eran especiales. Antes de jugar un partido eran precisos años de entrenamiento para acostumbrarlos al caos del juego. Además de avena y cebada, su dieta incluía huevos y mantequilla. Cuando el animal engordaba era embridado y ensillado y permanecía al sol semanas enteras, no sólo para quemar los kilos de más, sino para enseñarle a ser paciente. Luego seguía un entrenamiento adicional, en forma de galopadas cuerpo a cuerpo. Se alentaba la agresividad, pero siempre disciplinada, de manera que caballo y jinete constituyeran un equipo.
– ¿Está preparada? -preguntó el asistente.
Era tayiko, nacido en las montañas del este, y llevaba casi una década a su servicio. Él era el único a quien la ministra permitía prepararla para el partido.
Se dio unas palmaditas en el pecho.
– Creo que voy bien protegida.
La cazadora forrada de pieles le sentaba como un guante, al igual que los pantalones de cuero. No le venía nada mal que su robusto cuerpo no fuese especialmente femenino. Sus musculosos brazos y piernas revelaban una meticulosa rutina de ejercicios y una dieta rigurosa. Su rostro ancho y de facciones grandes era levemente mongol, al igual que sus hundidos ojos marrones, todo ello gracias a su madre, cuya familia entroncaba con el lejano norte. Años de disciplina voluntaria la habían hecho pronta de oído y lenta de boca. Irradiaba energía.
Muchos habían dicho que no era posible constituir una federación asiática, pero ella les había demostrado que se equivocaban. Kazajistán, Uzbekistán, Kirguistán, Karakalpakstán, Tayikistán y Turkmenistán ya no existían. Quince años atrás esas antiguas repúblicas soviéticas, tras un breve conato de independencia, habían preferido unirse en la recién constituida Federación de Asia Central. Nueve millones y medio de kilómetros cuadrados, sesenta millones de personas, un inmenso territorio que rivalizaba con Norteamérica y Europa en tamaño, magnitud y recursos. Su sueño hecho realidad.
– Tenga cuidado, ministra. Les gusta vencerla.
Ella sonrió.
– Pues será mejor que le pongan ganas.
Hablaban en ruso, aunque ahora el dari, el kazajo, el tayiko, el turcomano y el kirguis eran las lenguas oficiales de la Federación. Como compromiso con los numerosos eslavos, el ruso seguía siendo el idioma de la «comunicación interracial».
Las puertas de la caballeriza se abrieron y ella contempló un campo llano de más de un kilómetro de extensión. Hacia el centro se congregaban veintitrés jinetes, cerca de una oquedad poco profunda. Dentro se hallaba el boz, una cabra muerta sin cabeza, órganos ni patas que había sido remojada en agua fría durante un día para proporcionarle la dureza necesaria para lo que había de soportar.
A cada extremo del campo se alzaba un poste rayado.
Los jinetes seguían cabalgando. Chapandaz, jugadores, igual que ella, listos para empezar.
Su asistente le entregó una fusta. Hacía siglos eran tiras de cuero rematadas en bolas de plomo. En la actualidad se mostraban más benévolos, pero así y todo la fusta se utilizaba no sólo para incitar al caballo, sino también para atacar a los demás jugadores. La suya lucía una bonita empuñadura de marfil.
Se acomodó en la silla.
El sol acababa de coronar el bosque por el este. Antaño su palacio había sido la residencia de los kanes que gobernaron la región hasta finales del siglo XIX, cuando se produjo la invasión rusa. Treinta habitaciones con rico mobiliario uzbeco y porcelana oriental. Lo que ahora era la cuadra, en su día albergaba el harén. Gracias a los dioses, esa época había terminado.
Respiró hondo, embriagándose del dulce aroma del nuevo día.
– Que tenga un buen juego -dijo el asistente.
Ella agradeció el estímulo con un gesto de asentimiento y se dispuso a entrar en el campo.
Sin embargo, no pudo evitar preguntarse qué estaría pasando en Dinamarca.
Copenhague
Viktor Tomas permanecía sumido en las sombras, al otro lado del canal, viendo cómo ardía el Museo Grecorromano. Se volvió hacia su compañero, pero calló lo obvio: tenían problemas.
Había sido Rafael quien había atacado al intruso y había arrastrado el cuerpo inconsciente al museo. De alguna manera, tras su subrepticia incursión, la puerta principal había quedado entreabierta y desde el segundo piso había divisado una sombra que se aproximaba a la entrada. Rafael, que trabajaba en la primera planta, reaccionó en el acto y se situó a un lado. Cierto, debería haberse limitado a esperar para ver cuáles eran las intenciones del visitante. Sin embargo, prefirió meter a la sombra dentro de un tirón y golpearlo en la cabeza con una de las esculturas.
– La mujer -dijo Rafael-. Estaba esperando, con un arma. Eso no es bueno.
Viktor coincidía. Cabello oscuro y largo, buen tipo, enfundada en un ceñido mono. Cuando el edificio se incendió, ella salió de un callejón y se plantó cerca del canal, y cuando vio al hombre en la ventana, sacó un arma y acribilló el cristal.
El hombre también era un problema.
Rubio, alto, fibroso. Había arrojado una silla contra el cristal y a continuación había pegado un salto con sorprendente agilidad, como si ya lo hubiera hecho antes. Luego agarró a la mujer de inmediato y ambos se lanzaron al canal.
El cuerpo de bomberos llegó en cuestión de minutos, justo cuando ellos dos salían del agua, y les dieron unas mantas. Era evidente que las tortugas habían realizado su cometido. Rafael las había bautizado así dado que, en muchos sentidos, parecían tortugas, incluso eran capaces de enderezarse. Menos mal que no quedaría nada de ellas. Estaban hechas de materiales combustibles que se volatilizaban con el intenso calor de la destrucción que engendraban. Ciertamente, cualquier investigador aseguraría sin vacilar que el incendio había sido premeditado, pero sería imposible determinar cuál había sido el método o el mecanismo empleado para ello.
Salvo por el hecho de que el hombre había sobrevivido.
– ¿Causará dificultades? -preguntó Rafael.
Viktor seguía observando cómo los bomberos combatían el fuego. El hombre y la mujer estaban sentados en el pretil de ladrillo, todavía envueltos en las mantas.
Parecían conocerse.
Lo cual le preocupaba más aún.
Así que respondió a Rafael del único modo posible:
– Sin duda.
Malone volvía a ser él mismo. Cassiopeia se hallaba a su lado, arrebujada en la manta. Sólo quedaban restos de las paredes del museo; del interior, nada. El viejo edificio había ardido de prisa. Los bomberos seguían pendientes, concentrados en poner coto al desastre. Por el momento no se había visto afectada ninguna de las construcciones adyacentes.
El aire nocturno olía a hollín, además de a otra cosa -amarga, pero dulzona- similar a la que él había respirado cuando estaba atrapado dentro. El humo continuaba ascendiendo hacia el cielo, enturbiando las brillantes estrellas. Un hombre corpulento ataviado con un sucio equipo amarillo contra incendios dirigió hacia ellos sus andares de pato por segunda vez. Era uno de los jefes de la brigada. Un policía municipal ya les había tomado anteriormente declaración a él y a Cassiopeia.
– Como usted ha dicho de los aspersores -afirmó el jefe en danés-, el agua sólo parecía avivar el fuego.
– ¿Cómo han conseguido controlarlo? -quiso saber Malone.
– Cuando el camión cisterna se ha quedado seco, hemos metido las mangueras en el canal y hemos bombeado directamente de ahí. Ha funcionado.
– ¿Agua salada?
Todos los canales de Copenhague comunicaban con el mar.
El jefe asintió.
– Lo para en seco.
– ¿Han encontrado algo en el edificio? -se interesó Malone.
– Ni rastro de las maquinitas que usted mencionó a la policía. Pero ahí dentro el calor era tal que derritió las estatuas de mármol. -El jefe se pasó una mano por el mojado cabello-. Es un combustible potente. Necesitaremos su ropa, puede que sea la única forma de determinar su composición.
– Puede que no -respondió él-. Yo también me metí en ese canal.
– Cierto. -El jefe sacudió la cabeza-. A los investigadores les va a encantar.
Cuando el bombero se alejó, Malone se encaró con Cassiopeia y comenzó a interrogarla:
– ¿No vas a decirme de qué va todo esto?
– Tú no tenías que estar aquí hasta mañana por la mañana.
– Eso no es una respuesta.
Mechones mojados de abundante cabello oscuro enmarañado le caían por los hombros y enmarcaban toscamente su atractivo rostro. Era española y musulmana y vivía en el sur de Francia. Lista, rica y engreída; ingeniera e historiadora. Sin embargo, su presencia en Copenhague un día antes de lo que le había dicho a él significaba algo. Además, había acudido armada y vestida para luchar: pantalones de cuero oscuros y cazadora de cuero ceñida. Malone se preguntó si Cassiopeia pondría trabas o cooperaría.
– Menos mal que yo estaba presente para salvarte el pellejo -dijo ella.
Él no supo si iba en serio o en broma.
– ¿Cómo sabías que tenías que salvármelo?
– Es una larga historia, Cotton.
– Tengo tiempo, estoy retirado.
– Yo no.
Percibió el toque de amargura en su voz y presintió algo.
– Sabías que el edificio iba a arder, ¿no?
Ella no lo miraba, tenía la vista fija al otro lado del canal.
– Lo cierto es que quería que ardiera.
– ¿Te importaría explicarte?
Cassiopeia permaneció en silencio, absorta en sus pensamientos.
– Estuve aquí, antes. Vi cómo entraban dos hombres en el museo. Vi que te cogían. Tenía que seguirlos, pero no pude. -Se detuvo-. Por ti.
– ¿Quiénes eran?
– Los que dejaron los aparatos.
Ella había estado escuchando cuando él hablaba con la policía, pero durante todo el tiempo a Malone le había dado la impresión de que Cassiopeia ya conocía la historia.
– ¿Qué tal si nos dejamos de tonterías y me dices qué está pasan-. do? Casi me matan por lo que quiera que estés haciendo.
– No deberías hacer caso de las puertas abiertas de noche.
– Cuesta perder las viejas costumbres. ¿Qué está pasando?
– Has visto las llamas y sentido el calor. Es raro, ¿no te parece?
Malone recordó cómo el fuego había bajado la escalera para después detenerse, como si esperara a ser invitado a continuar.
– Sí.
– En el siglo VII, cuando la flota musulmana atacó Constantinopla, debería haber derrotado la ciudad con facilidad: sus armas eran mejores; sus fuerzas, superiores. Pero los bizantinos les reservaban una sorpresa: lo llamaban fuego bizantino, o fuego líquido, y lo arrojaron a los barcos, destruyendo por completo la armada invasora. -Cassiopeia seguía sin mirarlo-. El arma sobrevivió en distintas formas hasta la época de las cruzadas y terminó llamándose fuego griego. La fórmula original era tan secreta que únicamente estaba en manos de los emperadores bizantinos. Tan bien la custodiaron que, cuando el imperio finalmente cayó, la fórmula se perdió. -Respiró hondo, aferrada a la manta-. Pero ha sido encontrada.
– ¿Me estás diciendo que lo que acabo de ver es fuego griego?
– Con una particularidad: éste odia el agua salada.
– ¿Por qué no se lo dijiste a los bomberos cuando llegaron?
– No quiero responder más preguntas de las necesarias.
Sin embargo, él quería saber más.
– ¿Por qué dejar que ardiera el museo? ¿Acaso no hay nada importante dentro?
Miró de nuevo la calcinada mole y distinguió los carbonizados restos de su bicicleta. Notaba algo más en Cassiopeia, que seguía evitando su mirada. Desde que la conocía, nunca había visto en ella señal alguna de recelo, nerviosismo o abatimiento. Cassiopeia era dura, entusiasta, disciplinada y lista. Sin embargo, ahora parecía preocupada.
Un coche apareció en el otro extremo de la acordonada calle. Malone reconoció el caro sedán británico y a la figura encorvada que salió de la parte posterior: Henrik Thorvaldsen.
Cassiopeia se levantó.
– Ha venido a hablar con nosotros.
– ¿Cómo ha sabido que estábamos aquí?
– Están pasando cosas, Cotton.
Venecia
2.30 horas
Vincenti se alegraba de haber evitado un posible desastre con el florentino. Había cometido un error. El tiempo apremiaba y él estaba jugando a un juego peligroso, pero al parecer el destino le había dado otra oportunidad.
– ¿Está bajo control la situación en Asia Central? -le preguntó un miembro del Consejo de los Diez-. ¿Hemos detenido lo que quiera que ese idiota intentara hacer?
Todos los hombres y mujeres habían permanecido en la sala de reuniones después de que se llevaran al florentino, que forcejeaba dentro del ataúd. A esas alturas, una bala en la cabeza habría puesto fin a cualquier resistencia.
– Todo está bien -contestó él-. Me he ocupado personalmente del asunto, pero la ministra Irina Zovastina tiene alma de corista, así que imagino que hará un espectáculo de todo esto.
– No es de fiar -apuntó alguien.
A él le extrañó la vehemencia de semejante afirmación, habida cuenta de que Zovastina era su aliada, pero así y todo se mostró conforme.
– Los déspotas siempre son un problema. -Se puso en pie y se aproximó a un mapa que colgaba en una pared-. Aunque hay que reconocer que sus logros son muchos. Se las arregló para unir seis Estados asiáticos corruptos en una federación que podría funcionar. -Señaló el mapa-. Básicamente ha vuelto a trazar el mapa del mundo.
– ¿Y cómo lo hizo? -preguntó otro-. Sin duda no por la vía diplomática.
Vincenti conocía el informe oficial. Después de la caída de la Unión Soviética, Asia Central había sufrido guerras civiles y conflictos
A medida que cada uno de los Stans emergentes luchaba por conseguir la independencia. La llamada Comunidad de Estados Independientes, sucesora de la URSS, sólo existía nominalmente. La corrupción y la incompetencia campaban por sus respetos. Irina Zovastina había dirigido las reformas locales en el gobierno de Gorbachov, abogando por la perestroika y la glásnost, y encabezando la persecución de numerosos burócratas corruptos. Sin embargo, al final dirigió la carga destinada a expulsar a los rusos, recordando a las gentes el carácter imperialista de Rusia y haciendo sonar la alarma medioambiental al apuntar que miles de asiáticos morían debido a la contaminación rusa. Al cabo se presentó ante la Asamblea de Representantes de Kazajistán y contribuyó a proclamar la república.
Un año más tarde fue elegida presidenta.
Occidente le dio la bienvenida, pues parecía una reformadora en una zona poco dada a las reformas. Luego, hacía quince años, dejó pasmado al mundo con la proclamación de la Federación de Asia Central.
Seis naciones que ahora eran una.
Con todo, el colega de Vincenti tenía razón: no era un milagro, sino más bien una manipulación. De manera que respondió a la pregunta con lógica:
– Lo consiguió con poder.
– Y con el oportuno fallecimiento de opositores políticos.
– Ésa siempre ha sido una vía para llegar al poder -afirmó él-. No podemos criticarla por ello. Nosotros hacemos lo mismo. -Miró a otro de los miembros del Consejo-. ¿Están donde deben los fondos?
El tesorero asintió.
– Tres mil seiscientos millones repartidos entre distintos bancos del mundo entero, limpios, directos a Samarcanda.
– Es de suponer que nuestros miembros están listos, ¿no?
– Un nuevo flujo de inversiones dará comienzo de inmediato. La mayoría de los miembros tienen en mente una expansión ambiciosa. A este respecto han sido cuidadosos, conforme a nuestras directrices.
El tiempo apremiaba. Al igual que sucedía en el Consejo de los Diez primigenio, la mitad del Consejo actual rotaría pronto. El reglamento de la Liga exigía que cada dos años cambiaran cinco miembros. El mandato de Vincenti finalizaría en menos de un mes.
Lo cual era una bendición y un problema.
Hace seiscientos años Venecia era una república oligárquica gobernada por mercaderes mediante un complejo sistema político concebido para evitar el despotismo. Se creía que disensiones e intrigas eran frustradas gracias a procesos que dependían sobremanera del azar. Nunca una sola persona estuvo en posesión de la autoridad. El asesoramiento, la toma de decisiones y la actuación quedaban en manos de grupos, que cambiaban con regularidad.
No obstante, también reinaba la corrupción. Conjuras y chanchullos estaban a la orden del día y se urdían intrigas.
Los hombres siempre encontraban la forma de hacerlo.
Igual que él.
Un mes.
Tiempo más que suficiente.
– ¿Qué hay de la ministra Zovastina? -preguntó uno de los miembros del Consejo, interrumpiendo con ello el hilo de sus pensamientos-. ¿Estará bien?
– Ese bien podría ser el tema del día -contestó Vincenti.
Samarcanda
Federación de Asia Central
6.20 horas
Zovastina espoleó a su caballo, y los otros chapandaz siguieron su ejemplo. Las pezuñas arrasaron la mojada tierra y el barro la salpicó. Mordió la fusta y agarró las riendas con ambas manos. Por el momento nadie había intentado acercarse a la cabra, que descansaba en su terrea cavidad.
– Vamos, Bucéfalo -le dijo al oído al caballo, los dientes apretados-. Es hora de que se enteren de lo que es bueno.
Dio un tirón y el animal salió disparado.
El juego era simple: coger el hoz, cabalgar con él en la mano hasta el otro extremo del campo, rodear el poste, regresar y depositar la cabra muerta en el círculo de la justicia, dibujado con cal en la hierba. Sonaba fácil, pero el problema lo planteaban los chapandaz, que podían hacer casi de todo para robar el boz.
Ser invitado a jugar al buzkashi con ella se consideraba un honor, y Zovastina escogía a los participantes con sumo cuidado. Ese día eran una mezcla de su guardia personal y nueve invitados, todos los cuales conformaban dos equipos de doce miembros cada uno.
Ella era la única mujer.
Y le gustaba.
Bucéfalo pareció presentir lo que se esperaba de él y se aproximó al boz. Otro jugador golpeó el flanco derecho del caballo y Zovastina recuperó el látigo y fustigó con él al otro jinete, lacerando su rostro con los zarcillos de cuero. Él pasó por alto el ataque y reanudó su arremetida; otros tres jinetes se le unieron con la intención de detenerla.
Dos miembros de su equipo cerraron filas y combatieron a los tres rivales.
Un aluvión de caballos y jinetes daba vueltas en torno al boz.
Previamente, ella había comunicado a su equipo que quería dar la primera vuelta al palo, y éste parecía poner de su parte para complacerla.
Un cuarto jugador del equipo contrario acercó su montura.
El mundo giró a su alrededor cuando los veinticuatro chapandaz comenzaron a dar vueltas. Una de las fustas de sus contrarios le acertó en el pecho, pero la gruesa chaqueta de cuero desvió el golpe. Por regla general, golpear a la ministra era un delito castigado con la muerte, pero esa norma no se aplicaba durante el buzkashi. Ella quería que los jugadores no se contuvieran.
Un jinete resbaló de su montura y fue a parar al suelo.
Nadie se detuvo para ayudarlo: no estaba permitido.
Extremidades rotas, cortes y tajos eran frecuentes. De hecho, en los últimos dos años cinco hombres habían muerto en ese campo. La muerte siempre había sido algo habitual durante el buzkashi. Incluso el código penal de la Federación contenía una excepción al asesinato que sólo era pertinente durante el partido.
Zovastina rodeó la depresión.
Otro jinete trató de coger el boz, pero ella le azotó la mano con el látigo. Después tiró con fuerza de las riendas y frenó a Bucéfalo, haciendo que ambos giraran, y de nuevo cargó contra la cabra antes de que los demás la alcanzaran.
Otros dos hombres se estrellaron contra el suelo.
Cada vez que Zovastina respiraba notaba el sabor de la hierba y el barro en la boca, y escupía, aunque le gustaba el olor de los caballos sudorosos.
Acomodó nuevamente la fusta en la boca y echó el cuerpo hacia adelante, una mano aferrada a la silla, la otra tirando de la cabra. La sangre chorreaba de allí por donde habían cortado las patas y la cabeza del animal. Zovastina levantó la cabra muerta y la sostuvo con fuerza; a continuación, guió a Bucéfalo hacia la izquierda.
Ahora sólo existían tres normas: no atar la cabra, no golpear la mano de quien la sostenía y no hacer tropezar a los caballos.
Era hora de ir hacia el poste.
Acicateó a Bucéfalo.
El otro equipo se acercó, y sus compañeros salieron al galope en su defensa.
La cabra pesaba quizá unos treinta kilos, pero sus fuertes brazos eran más que capaces de retenerla. La sangre seguía empapando su mano y su manga.
Un golpe en la columna llamó su atención. Giró en redondo: dos jinetes contrarios. Y se aproximaban más.
Los cascos aporreaban la blanda tierra como un trueno, atravesado por los frenéticos relinchos de los caballos. Sus chapandaz salieron en su defensa y se sucedió un intercambio de golpes. Ella asía el boz con todas sus fuerzas, con los antebrazos doloridos.
El poste se hallaba a cincuenta metros.
El campo se ensanchaba detrás del palacio de verano en una llanura herbosa que rayaba con un denso bosque. Los soviéticos habían utilizado el complejo como refugio para la élite del partido, lo cual explicaba su supervivencia. Ella había modificado la distribución, pero había tenido la prudencia de conservar algunos aspectos de la ocupación rusa.
Más jinetes se sumaron a la liza mientras ambos equipos luchaban entre sí.
Los látigos restallaban.
Los hombres gemían de dolor.
Se proferían obscenidades.
Zovastina llevaba ventaja, aunque no demasiada. Tendría que frenar para rodear el poste e iniciar la vuelta hacia el círculo de la justicia, lo que les daría ocasión de caer sobre ella. Aunque su equipo se había mostrado complaciente hasta el momento, ahora las reglas permitían que cualquiera robara el boz y se anotara la carrera.
Zovastina decidió pillarlos a todos desprevenidos.
A un talonazo suyo, Bucéfalo viró a la derecha.
Allí no había límites que valieran. Los jinetes podían moverse a su antojo, y de hecho lo hacían. Zovastina los obligó a dirigir su galope hacia el exterior, el grueso de los chapandaz apiñado a su izquierda, y avanzó hacia el borde del campo, donde hileras de altos árboles custodiaban el perímetro. Podía zigzaguear entre ellos -lo había hecho antes-, pero ese día prefirió optar por un camino distinto.
Antes de que ninguno de los otros pudiera reaccionar ante tan repentino cambio, ella se descolgó por la izquierda y atravesó erráticamente el campo, pasando a través del cuerpo de jinetes al galope y haciéndoles aminorar la marcha.
Ese instante de vacilación le permitió a ella lanzarse hacia adelante y dar la vuelta al poste.
Los otros fueron detrás.
Zovastina centró su atención en lo que tenía ante sí.
Un jinete aguardaba a cincuenta metros. Era moreno, con barba, el rostro rígido. Estaba erguido en la silla, y ella vio salir su mano de debajo de una capa de cuero con una pistola. Mantenía el arma cerca, esperándola.
– Vamos, Bucéfalo, enseñémosle que no tenemos miedo.
El caballo salió a todo galope.
El del arma no se movía, y Zovastina lo miró fijamente: nadie la haría retroceder jamás.
El arma la apuntó y un disparo resonó en el campo.
El hombre se tambaleó y acto seguido cayó al mojado suelo. Su caballo, asustado por el ruido, escapó sin jinete.
Ella pisoteó el cadáver, las pezuñas de Bucéfalo hundiéndose en la todavía tibia carne, el cuerpo arrastrado a su paso.
Zovastina continuó cabalgando hasta ver el círculo de la justicia. Luego lo pasó de largo, arrojó el boz en el centro e hizo detener a Bucéfalo.
Los otros participantes se habían detenido junto al cadáver.
Dispararle a un jugador iba totalmente en contra de las normas, pero eso no formaba parte de ningún juego. ¿O acaso sí? Una competición distinta, con distintos jugadores y distintas reglas. Una que ninguno de los hombres que se hallaban allí ese día comprendería o valoraría.
Tiró de las riendas y se enderezó en la silla, dirigiendo una mirada hacia el tejado del palacio. Dentro de uno de los antiguos emplazamientos de los soviéticos, su tirador le indicó que todo había salido bien agitando el fusil.
Ella le devolvió el gesto haciendo corvetear a Bucéfalo, que dejó escapar un relincho de aprobación.
Copenhague
3.10 horas
Cassiopeia siguió a Malone y a Henrik Thorvaldsen hasta la librería del primero. Estaba cansada. Aunque se esperaba una noche larga, los últimos meses empezaban a dejarse sentir, sobre todo las últimas semanas, y por lo visto el suplicio distaba mucho de haber terminado.
Malone encendió las luces.
Le habían contado lo sucedido el otoño anterior -cuando se presentó la ex esposa de Malone…, y lo de la bomba incendiaria-, pero Cassiopeia comprobó que los restauradores habían hecho un trabajo excelente. Se fijó en la factura: nueva, y sin embargo parecía antigua.
– Felicita de mi parte a los artesanos.
Thorvaldsen asintió.
– Quería que fuese igual que antes. Este edificio tenía demasiada historia para que unos fanáticos lo volaran por los aires.
– ¿Quieres quitarte esa ropa mojada? -le preguntó Malone a Cassiopeia.
– ¿No deberíamos mandar primero a Henrik a casa?
Malone sonrió.
– Tengo entendido que le gusta mirar.
– Suena intrigante -afirmó Thorvaldsen-, pero esta noche no estoy de humor.
Ella coincidía.
– Estoy bien. El cuero se seca de prisa. Es una de las razones por las que lo uso cuando trabajo.
– Y ¿en qué estabas trabajando esta noche?
– ¿Seguro que quieres saberlo? Como tú siempre dices, eres librero, no agente. Y estás retirado y todas esas otras excusas.
– Me enviaste un correo electrónico diciéndome que me reuniera contigo en ese museo por la mañana. Según lo que dijiste allí antes, mañana no habría habido museo que valiera.
Ella se sentó en una de las butacas.
– Por eso íbamos a vernos allí. Cuéntaselo, Henrik.
A Cassiopeia le caía bien Malone. La primera vez que lo había visto, el año anterior, en Francia, pensó que era un hombre listo, seguro de sí mismo, guapo. Un abogado excepcional. Había trabajado durante doce años para el Departamento de Justicia estadounidense, en un servicio secreto conocido como Magellan Billet. Luego, hacía dos, lo había dejado todo y le había comprado una librería a Thorvaldsen en Copenhague. Era franco y a veces tosco, como ella, así que no podía quejarse. Le gustaba su rostro vivaz, ese brillo malicioso en los vivarachos ojos verdes, el rubio cabello y la tez siempre morena. Sabía que tenía cuarenta y tantos años y era consciente de que, gracias a una juventud plena que todavía no había decaído, el hombre estaba en el apogeo de su atractivo.
Lo envidiaba.
El tiempo.
A ella se le antojaba tan escaso…
– Cotton -empezó a decir Thorvaldsen-, en Europa han estallado otros incendios. Comenzaron en Francia y siguieron en España, Bélgica y Suiza. Parecidos a lo que acabas de vivir. La policía de cada uno de esos países se dio cuenta de que eran intencionados, pero hasta el momento no se ha podido establecer una relación entre ellos. Dos de los edificios quedaron reducidos a cenizas. Se encontraban en un entorno rural y nadie pareció darle importancia. Los cuatro eran residencias particulares vacías. El de aquí ha sido el primer local público.
– Y ¿cómo atasteis cabos? -preguntó Malone.
– Sabemos lo que buscan -contestó Cassiopeia-: medallones con un elefante.
– Mira por dónde eso es exactamente lo que yo pensaba -dijo Malone-. Cinco incendios en Europa, así que tiene que ser por los medallones. ¿Qué otra cosa iba a ser?
– Existen de verdad -aseguró ella.
– Me alegra saberlo, pero ¿qué demonios es un medallón con un elefante?
– Hace dos mil trescientos años, después de conquistar Asia Menor y Persia, Alejandro Magno puso la mira en la India -explicó. Thorvaldsen-. Pero su ejército lo abandonó antes de que pudiera hacerse con mucho territorio. Libró varias batallas en el país y, por vez primera, se topó con elefantes de guerra, que aplastaron las líneas macedonias y causaron estragos. Los hombres de Alejandro estaban aterrorizados. Más adelante se acuñaron medallones en conmemoración del evento que representaban a Alejandro haciendo frente a los elefantes.
– Los medallones fueron acuñados tras su muerte -continuó Cassiopeia-. No sabemos cuántos se fabricaron, pero en la actualidad sólo se conocen ocho: los cuatro que ya han desaparecido, el de esta noche, dos más que se encuentran en manos privadas y un último que se exhibe en el Museo de Historia y Cultura de Samarcanda.
– ¿La capital de la Federación de Asia Central? -inquirió Malone-. Forma parte de la región que conquistó Alejandro.
Thorvaldsen estaba repantigado en una de las butacas, la torcida espalda adelantando su cuello e instalando la carne del mentón en el delgado pecho. Cassiopeia reparó en que su viejo amigo parecía rendido. Llevaba el suéter holgado y los enormes pantalones de pana de siempre, un uniforme que utilizaba -ella lo sabía- para ocultar su deformidad. Lamentaba haberlo implicado, pero él había insistido. Era un buen amigo. Y había llegado la hora de ver si Malone también lo era.
– ¿Qué sabes de la muerte de Alejandro Magno?
– He leído algo: mucho mito mezclado con datos contradictorios.
– Tu memoria eidética, ¿no?
Malone se encogió de hombros.
– Venía de serie.
Cassiopeia sonrió.
– Lo que ocurrió en junio del año 323 a. J.C. cambió sustancialmente el mundo.
Thorvaldsen le hizo un gesto con el brazo.
– Adelante, cuéntaselo. Ha de saberlo.
Ella obedeció.
El último día de mayo, dentro de los muros de Babilonia, Alejandro asistía a una cena que daba uno de sus Compañeros de confianza. Propuso un brindis, bebió una gran copa de vino sin diluir y a continuación profirió un alarido, como si le hubiesen asestado un fuerte golpe. Lo llevaron de prisa a la cama, donde le sobrevino la fiebre, pero siguió jugando a los dados, desarrollando estrategias con sus generales y haciendo las ofrendas de rigor. Al cuarto día se quejó de que estaba fatigado, y algunos de sus Compañeros repararon en la mengua de su habitual energía. Descansó unos cuantos días más, durmiendo en los baños, pues allí hacía menos calor. A pesar de su debilidad, Alejandro ordenó a la infantería que estuviese lista para marchar al cabo de cuatro días y a la flota que se dispusiese a zarpar dentro de cinco. Sus planes de avanzar hacia el oeste y apoderarse de Arabia estaban a punto de desvelarse. El seis de junio, sintiéndose más débil, le entregó su anillo a Pérdicas para que las labores de gobierno pudiesen continuar debidamente. Ello desató el pánico. Sus tropas temieron que hubiese muerto y, para calmar su desasosiego, Alejandro les permitió desfilar ante su lecho. Saludó a cada uno de los soldados con una sonrisa y, cuando se hubo ido el último hombre, susurró: «A mi muerte, ¿dónde hallaréis un rey que merezca a esos hombres?» Exigió que cuando falleciera llevaran su cuerpo a Egipto, al templo de Amón, pero ninguno de sus Compañeros quería escuchar semejante fatalismo. Su estado empeoró hasta que, el nueve de junio, sus Compañeros le preguntaron: «¿A quién legas tu reino?» Ptolomeo afirmó haber oído: «Al más brillante»; según Seleuco, la respuesta fue «al justo»; según Peitón, «al más fuerte». Se sostuvo una gran discusión para dilucidar quién estaba en lo cierto. Al día siguiente por la mañana, temprano, a los treinta y tres años de edad, tras un reinado de doce años y ocho meses, Alejandro III de Macedonia falleció.
– La gente aún da vueltas a esas últimas palabras -dijo Cassiopeia.
– Y ¿por qué es tan importante? -quiso saber Malone.
– Por su legado -repuso Thorvaldsen-: un reino sin heredero legítimo.
– Y tiene algo que ver con los medallones, ¿no?
– Cotton, compré ese museo a sabiendas de que alguien lo destruiría -explicó Thorvaldsen-. Cassiopeia y yo esperábamos que ocurriera.
– Teníamos que ir un paso por delante de quienquiera que vaya tras los medallones -apuntó ella.
– Me da que han ganado ellos: tienen la cosa esa.
Tras lanzar una mirada a Cassiopeia, Thorvaldsen clavó la vista en Malone y dijo:
– No exactamente.
Viktor sólo se relajó cuando vio cerrada a cal y canto la puerta de la habitación de su hotel. Se hallaban en la otra punta de Copenhague, cerca de Nyhavn, donde los bulliciosos cafés del puerto atendían a unos escandalosos clientes. Se sentó ante el escritorio y encendió una lámpara mientras Rafael se situaba junto a la ventana, que daba a la calle, cuatro plantas más abajo.
Tenía en su poder el quinto medallón.
Los cuatro primeros habían resultado decepcionantes: uno era falso y los otros tres se hallaban en mal estado. Hacía seis meses no sabía gran cosa de esos medallones; ahora se consideraba un experto en lo tocante a su procedencia.
– Todo irá bien -le dijo a Rafael-. Tranquilízate. Nadie nos ha seguido.
– Mantendré los ojos abiertos para asegurarme.
Sabía que Rafael intentaba compensar su exagerada reacción en el museo, de manera que dijo:
– De acuerdo.
– Debería haber muerto.
– Mejor que no haya sido así. Al menos sabemos a qué nos enfrentamos.
Abrió la cremallera de un estuche de piel y sacó un microscopio estereoscópico y una balanza digital.
Depositó la moneda sobre la mesa. La habían encontrado expuesta en una de las vitrinas del museo, con la adecuada explicación: «Medallón con elefante (Alejandro Magno), decadracma, siglo II a. J.C. aprox.»
En primer lugar midió el ancho: 35 milímetros. Bien. Luego encendió la balanza y comprobó el peso: 40,74 gramos. También bien.
Con la ayuda de una lupa examinó la imagen de una cara: un guerrero majestuoso con su casco penachudo, su gorjal, su peto y una capa que le llegaba por la rodilla.
Se sentía satisfecho. Un error evidente en las falsificaciones era la clámide, que en los medallones falsos era larga hasta los pies. El mercado de monedas griegas falsas había gozado de prosperidad durante siglos, y los falsificadores avispados eran unos expertos en engañar a impacientes y aficionados.
Por suerte, él no era ninguna de esas dos cosas.
El primer medallón con elefante de que se tenía conocimiento salió a la luz cuando fue donado al Museo Británico en 1887. Procedía de algún lugar de Asia Central. En 1926 apareció el segundo, de Irán, y en 1959 se descubrió un tercero. El cuarto era de 1964, y en 1973 se encontraron cuatro más cerca de las ruinas de Babilonia. Ocho, en total, que habían circulado por museos y coleccionistas privados. No es que fueran tan valiosos, teniendo en cuenta la diversidad del arte helenístico y las miles de monedas disponibles existentes, pero aun así constituían objetos de colección.
Volvió a centrarse en el examen.
El guerrero, joven y bien rasurado, sostenía en la mano izquierda una sarissa coronada por una punta con forma de hoja. La mano derecha empuñaba un relámpago. Sobre él se veía a una Niké voladora, la diosa alada de la victoria, y a la izquierda del guerrero el tallador había imprimido un curioso monograma.
Viktor no sabía si era BA o BAB, ni tampoco qué representaban esas letras, pero un medallón auténtico debía mostrar ese extraño símbolo.
Todo parecía estar en orden. No faltaba ni sobraba nada.
Le dio la vuelta a la moneda, que tenía los bordes extremadamente deformes, la pátina color peltre desgastada y lisa como por efecto del agua. El tiempo iba borrando poco a poco el delicado grabado de ambas caras. Lo cierto es que era asombroso que hubiesen sobrevivido.
– ¿Todo bien? -le preguntó a Rafael, que seguía junto a la ventana.
– No seas condescendiente conmigo.
Viktor alzó la cabeza.
– Lo he preguntado porque quería saberlo.
– No doy una, ¿eh?
Su compañero captó el tono derrotista.
– Viste que alguien se acercaba a la puerta del museo y reaccionaste. Punto.
– Fue una estupidez. Las muertes llaman mucho la atención.
– No habrían encontrado ningún cadáver. Deja de preocuparte. Además, a mí me pareció bien dejarlo allí.
Volvió a fijarse en el medallón. El anverso mostraba al guerrero, ahora soldado de caballería, con el mismo atuendo, atacando a un elefante que retrocedía. A lomos del animal había dos hombres: uno blandía una sarissa y el otro intentaba sacarse del pecho la pica de un soldado de caballería. Todos los numismáticos coincidían en que el regio guerrero de ambas caras de la moneda representaba a Alejandro y los medallones conmemoraban una batalla con elefantes de guerra.
Sin embargo, la prueba determinante de la autenticidad vendría dada por el microscopio.
Encendió el foco y depositó el decadracma en la platina.
Las monedas auténticas contenían una anomalía: unas letras minúsculas ocultas en el grabado, añadidas por antiguos talladores con la ayuda de una lupa primitiva. Los expertos creían que las letras representaban algo similar a las filigranas de los modernos billetes, tal vez para garantizar la autenticidad. Las lupas no eran habituales en la Antigüedad, así que descubrir la marca entonces habría sido prácticamente imposible. La inscripción se descubrió cuando apareció el primer medallón, años atrás, pero de los cuatro que habían robado hasta el momento sólo uno presentaba esa rareza. Si el medallón era genuino, entre los pliegues del ropaje del soldado se verían dos letras griegas: ZH.
Enfocó el microscopio y vio unos caracteres menudos.
Pero no eran letras, sino números.
36 44 77 55.
Alzó la mirada del ocular.
Rafael lo observaba.
– ¿Qué pasa?
Su dilema acababa de aumentar. Antes había utilizado el teléfono de la habitación para hacer varias llamadas. Sus ojos se posaron en la pantalla del aparato: cuatro pares de números que comenzaban por 36.
No eran los mismos que acababa de ver por el microscopio, pero supo en el acto lo que representaban los dígitos del supuestamente antiguo medallón: un número de teléfono danés.
Venecia
6.30 horas
Vincenti se examinó en el espejo mientras su ayuda de cámara doblegaba la chaqueta y permitía que el traje de Gucci cubriera su corpachón. Un cepillo de pelo de camello hizo desaparecer toda la pelusa de la oscura lana. A continuación se ajustó la corbata y se aseguró de que el pliegue fuese bien pronunciado. El ayuda de cámara le entregó un pañuelo color burdeos, y él dispuso la seda convenientemente en el bolsillo superior.
Sus 136 kilos de peso tenían buen aspecto dentro del traje a medida. El estilista milanés que tenía a su servicio le había aconsejado que los colores oscuros no sólo transmitían autoridad, sino que además desviaban la atención de su estatura. Y eso no era fácil, pues todo en él era grande: mejillas abultadas, frente rugosa, nariz corva. No obstante, le encantaba la comida sustanciosa y hacer dieta le parecía un pecado.
A un gesto suyo, el ayuda de cámara sacó brillo a sus zapatos de cordones de Lorenzo Banfi. Se miró de soslayo por última vez y a continuación consultó el reloj.
– Señor -dijo el ayuda de cámara-, esa mujer ha llamado cuando se estaba usted duchando.
– ¿Por la línea privada?
El hombre asintió.
– ¿Ha dejado algún número?
El valet se metió la mano en el bolsillo y sacó un papel. Vincenti se las había arreglado para dormir algo antes y después de la reunión del Consejo. Dormir, a diferencia de ponerse a dieta, no era una pérdida de tiempo. Sabía que lo esperaban y odiaba llegar tarde, pero decidió llamar desde la intimidad de su dormitorio. No tenía sentido anunciarlo todo a los cuatro vientos por un móvil.
El ayuda de cámara salió de la estancia.
Vincenti fue hasta el teléfono de la mesilla y marcó un número internacional. A los tres zumbidos, una voz de mujer respondió y él dijo:
– Ministra, veo que sigues entre los vivos.
– Y me alegra saber que tu información era cierta.
– No te habría importunado con una patraña.
– Sin embargo, todavía no me has dicho cómo supiste que alguien intentaría matarme hoy.
Hacía tres días le había comunicado a Irina Zovastina el plan del florentino.
– La Liga vela por sus miembros y tú, ministra, eres uno de los más importantes.
Ella soltó una risita.
– Qué engreído eres, Enrico.
– ¿Ganaste al buzkashi?
– Naturalmente. Dos veces en el círculo. Dejamos el cuerpo del asesino en el campo y lo pisoteamos hasta despedazarlo. Los pájaros y los perros disfrutan de los restos.
Él se estremeció. Ése era el problema con Asia Central: aunque quería entrar a formar parte del siglo XXI a toda costa, su cultura seguía arraigada en el XV. La Liga tendría que hacer todo lo posible por cambiarlo. Aun cuando la empresa fuera como convertir a un carnívoro en vegetariano.
– ¿Conoces la Ilíada ? -preguntó ella.
Vincenti sabía que tendría que seguirle la corriente.
– Sí.
– «A muchas almas fuertes de héroes arrojó al Hades y a ellos hizo presa de los perros y de las aves todas.»Él sonrió.
– ¿Te crees Aquiles?
– Hay mucho de admirable en él.
– ¿Acaso no era un hombre orgulloso? En exceso, si mal no recuerdo.
– Pero guerrero. Siempre fue un guerrero. Dime, Enrico, ¿qué hay de tu traidor? ¿Se ha resuelto el problema?
– El florentino disfrutará de un bonito entierro al norte de aquí, en la región de los lagos. Le enviaremos flores. -Decidió comprobar si ella estaba de humor-. Tenemos que hablar.
– ¿De tu pago por salvarme la vida?
– De tu parte del trato, la que tratamos hace tiempo.
– Estaré lista para reunirme con el Consejo dentro de unos días. Primero debo solucionar unos asuntos.
– Me interesa más que nos reunamos tú y yo.
Ella rió.
– Lo creo. La verdad es que a mí también, pero he de ocuparme de unos asuntos.
– Mi permanencia en el Consejo terminará pronto. Después tendrás que hablar con otros. Y puede que no sean tan complacientes.
Zovastina rompió a reír.
– Me encanta lo de complaciente. Me gusta tratar contigo, Enrico, de veras.
– Tenemos que hablar.
– Pronto. Primero has de zanjar ese otro problema del que hemos hablado, los norteamericanos.
Cierto.
– No te apures, pienso ocuparme hoy mismo.
Copenhague
– ¿Cómo que «no exactamente»? -le preguntó Malone a Thorvaldsen.
– Encargué un medallón falso. Es bastante fácil, por cierto. En el mercado hay numerosas falsificaciones.
– Y ¿por qué lo hiciste?
– Cotton -dijo Cassiopeia-, esos medallones son importantes.
– Vaya, si no me lo dices, ni me entero. Lo que no he oído es en qué sentido y por qué.
– ¿Qué sabes de Alejandro Magno después de su muerte? -le preguntó Thorvaldsen-. ¿Qué fue de su cuerpo?
Malone había leído algo al respecto.
– Algunas cosas.
– Dudo que sepas lo que sabemos nosotros -aseveró Cassiopeia. Se puso en pie junto a una de las estanterías-. El pasado otoño me llamó un amigo que trabajaba en el Museo de Cultura de Samarcanda. Había descubierto algo que tal vez yo quisiera ver, un manuscrito antiguo.
– ¿De cuándo?
– Del siglo I o II d. J.C. ¿Has oído hablar de la fluorescencia de rayos X?
Él negó con la cabeza.
– Es un procedimiento relativamente nuevo -aclaró Thorvaldsen-. Durante los primeros años de la Edad Media, el pergamino era tan escaso que los monjes desarrollaron una técnica de reciclaje mediante la cual rascaban la tinta original y a continuación utilizaban de nuevo la piel para devocionarios. Con la fluorescencia, los rayos X que genera un acelerador de partículas son bombardeados sobre el pergamino reciclado. Por suerte la tinta que se empleaba hace siglos contenía un montón de hierro. Cuando los rayos X entran en contacto con esa tinta, las moléculas ocultas en el pergamino resplandecen y las imágenes pueden grabarse. La verdad es que es extraordinario. Como un fax del pasado. Las palabras que fueron borradas antaño, sobre las que se escribió con otra tinta, reaparecen a partir de su mapa molecular.
– Cotton, lo que sabemos de primera mano de Alejandro se limita a los escritos de cuatro hombres que vivieron casi quinientos años después que él -dijo Cassiopeia-.Las Efemérides reales, el supuesto diario de Alejandro, presuntamente contemporáneo, no sirve para nada: el vencedor reescribiendo la historia. La Vida de Alejandro Magno, que muchos citan como autoridad, es pura ficción y tiene poco que ver con la realidad. Los otros dos, sin embargo, fueron escritos por Arriano y Plutarco, ambos afamados cronistas.
– He leído la Vida de Alejandro Magno; es una historia muy buena.
– Pero no es más que eso. Alejandro es como Arturo, un hombre cuya vida real ha sido sustituida por una leyenda romántica. En la actualidad se lo considera un gran conquistador benevolente, una suerte de estadista, pero lo cierto es que asesinó a un número de personas sin precedentes y esquilmó los recursos de las tierras de las que se apropió. Mató a amigos debido a su paranoia y condujo a la mayoría de sus tropas a una muerte prematura. Era un jugador que echó a suertes su vida y la vida de quienes lo rodeaban. No hay nada mágico en él.
– No estoy de acuerdo -dijo Malone-. Era un gran comandante militar, la primera persona que unió el mundo. Sus conquistas eran sangrientas y brutales porque así es la guerra. Es cierto que estaba empeñado en hacer conquistas, pero su mundo parecía dispuesto a ser conquistado. Era astuto desde el punto de vista político, un griego que acabó siendo persa. Por lo que he leído, le interesaba más bien poco el nacionalismo estrecho de miras, lo cual no es criticable. Cuando murió, sus generales, los Compañeros, se repartieron el imperio, lo que garantizaba el dominio de la cultura griega durante siglos. Y así fue. El período helenístico cambió por completo la civilización occidental. Y todo eso empezó con él.
Vio que Cassiopeia disentía.
– Ese legado era lo que se discutía en el antiguo manuscrito -dijo-. Lo que de verdad ocurrió tras la muerte de Alejandro.
– Sabemos lo que ocurrió -aseguró Malone-. Su imperio fue víctima de sus generales, que jugaron a apoderarse de su cuerpo. Hay montones de relatos contradictorios según los cuales cada uno de ellos trató de apropiarse del cadáver durante el cortejo fúnebre. Todos querían el cuerpo como símbolo de poder. Por eso fue momificado. Los griegos quemaban a sus muertos, pero no así a Alejandro. Era preciso que su cuerpo perdurara.
– El manuscrito se ocupa del período de tiempo que media entre el fallecimiento de Alejandro en Babilonia y el traslado de su cuerpo al oeste -explicó Cassiopeia-. Transcurrió un año; un año que es de vital importancia para los medallones.
Un leve sonido rompió el silencio de la habitación.
Malone vio que Henrik se sacaba un teléfono móvil del bolsillo y respondía. Cosa rara. Thorvaldsen odiaba esos chismes y, en particular, odiaba a quienes hablaban por ellos delante de él.
Malone miró a Cassiopeia y le preguntó:
– ¿Es importante?
Su expresión seguía siendo hosca.
– Es lo que estábamos esperando.
– ¿Por qué estás tan alegre?
– Puede que no lo creas, Cotton, pero también yo tengo sentimientos.
A él le sorprendió el cáustico comentario. Cuando Cassiopeia estuvo en Copenhague por Navidad habían disfrutado de unas cuantas veladas agradables en Christiangade, la mansión que Thorvaldsen poseía en la costa, al norte de la ciudad. Él incluso le había hecho un regalo, una preciosa edición del siglo XVII sobre ingeniería medieval. El proyecto de reconstrucción del que Cassiopeia se ocupaba en Francia, levantar piedra a piedra un castillo con herramientas y materias primas de hacía setecientos años, continuaba avanzando. Incluso habían convenido en que, en primavera, él iría a visitarla.
Thorvaldsen puso fin a la llamada.
– Era el ladrón del museo.
– Y ¿cómo es que te ha llamado? -quiso saber Malone.
– Mandé grabar este número de teléfono en el medallón. Quería dejar bien claro que nos mantenemos a la espera. Le he dicho que si quiere el decadracma original tendrá que comprarlo.
– Sabiendo eso es probable que decida liquidarte.
– Eso esperamos.
– Y ¿cómo pretendes evitar que eso suceda? -inquirió Malone.
Cassiopeia dio un paso adelante, el rostro rígido.
– Ahí es donde entras tú.
Viktor colgó el teléfono. Durante ese tiempo Rafael había permanecido junto a la ventana, escuchando la conversación.
– Quiere que nos veamos dentro de tres horas, en una casa al norte de la ciudad, por la carretera de la costa. -Sostuvo en alto el medallón-. Si han hecho esto es que sabían que veníamos, y desde hace tiempo. Es muy bueno. El falsificador conocía su oficio.
– Deberíamos dar parte de esto.
Viktor no opinaba lo mismo. La ministra Zovastina lo había enviado porque él era su principal hombre de confianza. Treinta hombres la protegían a diario, su Batallón Sagrado. Seguía el modelo de la unidad de combate más feroz de la antigua Grecia, que luchó con valentía hasta que Filipo de Macedonia y su hijo, Alejandro Magno, la masacraron. Había oído a Zovastina hablar del tema. A los macedonios los impresionó tanto la valentía del Batallón Sagrado que erigieron un monumento en su memoria, que todavía seguía en pie en Grecia. Cuando Zovastina tomó el poder, resucitó con entusiasmo el concepto. Viktor fue su primera adquisición, y fue él quien reclutó a los veintinueve restantes, incluido Rafael, un italiano al que había conocido en Bulgaria y trabajaba para las fuerzas de seguridad del Estado.
– ¿No deberíamos llamar a Samarcanda? -insistió Rafael.
Miró fijamente a su compañero. Rafael, más joven, era listo y activo. A Viktor había terminado cayéndole bien, lo que explicaba por qué soportaba errores que no habría consentido a otros. Como arrastrar al museo a aquel tipo. Aunque, después de todo, tal vez no hubiese sido un error.
– No podemos llamar -repuso en voz queda.
– Si esto llega a saberse nos matará.
– Pues habrá que evitar que llegue a saberse. Hasta ahora lo hemos hecho bien.
Así era: cuatro robos. Todos a coleccionistas privados que, por fortuna, guardaban sus pertenencias en endebles cajas fuertes o las exhibían de cualquier manera. Habían enmascarado cada uno de esos delitos con incendios y se habían guardado bien las espaldas.
O quizá no.
El del teléfono parecía saber qué se traían entre manos.
– Vamos a tener que resolver esto nosotros solos -aseveró.
– Tienes miedo de que ella me eche la culpa a mí.
A su compañero se le hizo un nudo en la garganta.
– La verdad es que tengo miedo de que nos la eche a los dos.
– Estoy preocupado, Viktor. Soy una carga para ti.
Viktor le lanzó una mirada en exceso modesta.
– Los dos la hemos liado. -Toqueteó el medallón-. Estas malditas cosas sólo causan problemas.
– ¿Por qué las quiere?
Viktor meneó la cabeza.
– Ella no es de las que se explican. Pero seguro que es importante.
– El otro día me enteré de algo sin querer.
El otro alzó la vista y vio unos ojos rebosantes de curiosidad.
– Y ¿dónde te enteraste de ese algo?
– Cuando estaba destinado a su servicio personal, justo antes de que nos fuésemos, la semana pasada.
La guardia diaria de Zovastina rotaba. Había una norma clara: nada de lo que se oía o decía importaba, lo único importante era la seguridad de la ministra. Sin embargo, eso era distinto. Quería saberlo.
– Di.
– Planea algo.
Viktor levantó el medallón.
– ¿Qué tiene que ver con esto?
– Ella lo dijo. Se lo dijo a alguien por teléfono. Lo que estamos haciendo evitará un problema. -Rafael se detuvo-. Su ambición no conoce límites.
– Pero ha hecho muchas cosas, lo que nadie ha sido nunca capaz de hacer. Se vive bien en Asia Central, por fin.
– Lo vi en sus ojos, Viktor. Nada de eso le basta. Quiere más.
Su amigo disimuló su propia inquietud con una mirada de perplejidad.
– Estaba leyendo una biografía de Alejandro que ella me comentó -prosiguió Rafael-. Le gusta recomendar libros, sobre todo acerca de él. ¿Conoces la historia del caballo de Alejandro, Bucéfalo?
Se la había oído mencionar a Zovastina. Una vez, cuando Alejandro era pequeño, su padre adquirió un bonito caballo indomable. Alejandro reprobó tanto a su padre como a los domadores reales, y afirmó que él podía doblegarlo. Filipo lo dudaba, pero después de que Alejandro prometiera comprar el caballo con su propio dinero si no salía airoso, el rey le concedió la oportunidad. Al ver que el caballo parecía asustado de su propia sombra, Alejandro lo situó de cara al sol y, tras poner a prueba sus dotes de persuasión, consiguió montarlo.
Le contó a Rafael lo que sabía.
– Y ¿sabes lo que le dijo Filipo a Alejandro cuando consiguió domar al animal?
Rafael negó con la cabeza.
– Dijo: «Busca un reino que se iguale a tu grandeza, porque Macedonia es pequeña para ti.» Ése es su problema, Viktor: su Federación es mayor que Europa, pero no es lo bastante grande. Zovastina quiere más.
– Eso no es problema nuestro.
– Lo que estamos haciendo de alguna manera encaja en su plan.
Viktor no respondió, aunque también estaba preocupado.
Rafael pareció intuir su renuencia.
– Le has dicho al del teléfono que le llevaríamos cincuenta mil euros. No tenemos dinero.
El otro agradeció el cambio de tema.
– No lo necesitaremos. Conseguiremos el medallón sin gastar nada.
– Hemos de eliminar a quienquiera que esté haciendo esto.
Rafael tenía razón. La ministra Zovastina no toleraría errores.
– Es verdad -convino-. Los mataremos a todos.
Samarcanda
Federación de Asia Central
11.30 horas
El hombre que entró en el estudio de Irina Zovastina era bajo, rechoncho, de rostro apagado y una mandíbula que denotaba testarudez. Era el tercero al mando de la Fuerza Aérea Unificada de la Federación, pero también el dirigente encubierto de un partido político secundario cuya voz había alcanzado un volumen alarmante en los últimos tiempos. A aquel kazajo que se resistía en secreto a toda influencia eslava le gustaba hablar de los tiempos nómadas, de hacía cientos de años, mucho antes de que los rusos lo cambiasen todo.
Al mirar fijamente al rebelde, Zovastina se preguntó cómo ese cráneo pelado y esos ojos insulsos le granjeaban las simpatías de nadie; sin embargo, los informes aseguraban que era listo, elocuente y persuasivo. Lo habían llevado al palacio hacía dos días, tras enfermar de súbito de una fiebre altísima que lo hacía sangrar por la nariz y le provocaba accesos de tos que lo dejaban exhausto y un dolor en las caderas que él describía como martillazos. Su médico le había diagnosticado una infección vírica con posible neumonía, pero los tratamientos convencionales no habían dado resultado.
Ese día, sin embargo, parecía encontrarse bien.
Descalzo, lucía uno de los albornoces de color marrón rojizo del palacio.
– Tiene buen aspecto, Enver. Mucho mejor.
– ¿Por qué me encuentro aquí? -inquirió él en un tono inexpresivo en el que no había ni rastro de agradecimiento.
Antes había estado preguntando al personal, el cual, siguiendo órdenes de ella, había dado a entender su traición. Curiosamente, el coronel no parecía tener miedo. Es más, se mostraba desafiante evitando el ruso y habiéndole en kazajo, de manera que Zovastina decidió complacerlo y empleó la antigua lengua.
– Ha estado enfermo de muerte. Ordené que lo trajeran aquí para que mis médicos pudieran ocuparse de usted.
– No recuerdo nada de ayer.
Ella le indicó que tomara asiento y sirvió té de un juego de plata.
– Se encontraba usted mal y yo estaba preocupada, así que decidí ayudar.
Él la miraba con claro recelo. Zovastina le entregó una taza con su plato.
– Té verde con un toque de manzana. Tengo entendido que le gusta.
El hombre no lo aceptó.
– ¿Qué es lo que quiere, ministra?
– Me ha traicionado y ha traicionado a esta Federación. Ese partido político suyo ha estado instigando a la gente a la desobediencia civil.
Él no reflejó sorpresa.
– No deja usted de repetir que tenemos derecho a decir lo que pensamos.
– ¿Y me cree?
Zovastina depositó la taza sobre la mesa y decidió dejar de ejercer de anfitriona.
– Hace tres días fue expuesto a un agente viral, uno que mata entre veinticuatro y cuarenta y ocho horas después. La muerte sobreviene por una fiebre fulminante, líquido en los pulmones y un debilitamiento de las paredes arteriales que causa una gran hemorragia interna. Su infección no había evolucionado hasta ese punto, pero a estas alturas debería haber sido así.
– ¿Y cómo es que me he curado?
– Yo la detuve.
– ¿Usted?
– Quería que experimentara lo que soy capaz de infligir.
El militar guardó silencio, al parecer asimilando la realidad.
– Es usted coronel de nuestra fuerza aérea. Juró defender esta Federación con su vida.
– Y lo haría.
– Sin embargo, no parece causarle ningún problema instar a cometer traición.
– Se lo preguntaré de nuevo: ¿qué quiere?
Su tono había perdido toda cortesía.
– Su lealtad.
Él no dijo nada, y Zovastina cogió de la mesa un mando a distancia. De repente, una pantalla plana que descansaba en un rincón del escritorio cobró vida: mostraba a cinco hombres que pululaban entre una multitud examinando puestos bajo unos vivos toldos rebosantes de productos frescos.
Su invitado se puso en pie.
– Este vídeo lo grabó una de las cámaras del mercado de Navoi. Resultan bastante útiles para mantener el orden y combatir la delincuencia, pero también nos permiten seguirles la pista a nuestros enemigos. -Vio que él reconocía los rostros-. Sí, Enver. Son sus amigos luchando contra esta Federación. Estoy al tanto de sus planes.
Ella conocía bien la filosofía del partido del coronel. Antes de que llegaran los comunistas, cuando la mayoría de los kazajos vivían en yurtas, las mujeres formaban parte integrante de la sociedad y ocupaban más de una tercera parte de los cargos políticos. Sin embargo, los soviéticos y el islam las habían apartado. En la década de 1990 la independencia no sólo trajo consigo una depresión económica, sino que además permitió que las mujeres regresaran a la vanguardia, donde poco a poco habían vuelto a adquirir relevancia política. La Federación consolidó esa resurrección.
– En realidad no quiere que todo vuelva a ser como antes, Enver. ¿Regresar a la época en que recorríamos las estepas? Por aquel entonces las mujeres dirigían esta sociedad. No, usted sólo quiere poder político. Y si es capaz de encender a la gente con ideas de un pasado glorioso, lo usará en nuestro beneficio. Es usted igual de malo que yo.
Él le escupió a los pies.
– Esto es lo que opino de usted.
Zovastina se encogió de hombros.
– No cambia nada. -Señaló la pantalla-. Antes de que se ponga el sol, cada uno de esos hombres será infectado como lo fue usted. No se darán cuenta de nada hasta que un moqueo, una irritación de garganta o un dolor de cabeza les indique que tal vez se estén resfriando. Recuerda esos síntomas, ¿verdad, Enver?
– Es usted el mal bicho que siempre he creído que era.
– Si fuese un mal bicho lo habría dejado morir.
– ¿Por qué no lo hizo?
Zovastina apuntó con el mando y cambió de canal. Apareció un mapa.
– Esto es lo que hemos conseguido: una nación asiática unificada que cuenta con la aceptación de todos los líderes.
– No le preguntó al pueblo.
– ¿De veras? Hace quince años que hicimos posible esta realidad, y la economía de las antiguas naciones ha experimentado una mejora considerable. Hemos construido colegios, casas, carreteras. La sanidad es notablemente mejor, nuestras infraestructuras se han modernizado. La electricidad, el agua, el tratamiento de aguas residuales (nada de lo cual existía con los soviéticos) funcionan ahora. El expolio ruso de nuestra tierra y nuestros recursos ha cesado. Empresas internacionales invierten miles de millones aquí, el turismo está creciendo, el producto interior bruto se ha incrementado en un mil por ciento. La gente es feliz, Enver.
– No toda.
– Es imposible contentar a todo el mundo; lo único que podemos hacer es complacer a la mayoría. Justo lo que no se cansa de predicar Occidente.
– ¿A cuántos más ha presionado como a mí?
– Tampoco a tantos. La mayoría ven por sí solos que lo que hacemos es provechoso. Comparto la riqueza y el poder con mis amigos. Y permita que le diga que, si alguno de ustedes tiene una idea mejor, estoy dispuesta a escuchar. Pero, por el momento, nadie ha propuesto nada mejor. La escasa oposición a la que nos enfrentamos, usted incluido, sólo quiere ocupar el poder, nada más.
– Qué fácil le resulta ser generosa cuando sus gérmenes nos pueden meter en vereda de un plumazo.
– Pude dejarlo morir y zanjar el problema, pero, Enver, matarlo sería una estupidez. Hitler, Stalin, los emperadores romanos, los zares rusos y todos y cada uno de los monarcas europeos cometieron el mismo error: eliminaron precisamente a quienes podían apoyarlos cuando en verdad necesitaban ayuda.
– Quizá tuviesen razón. Mantener con vida a los enemigos puede ser peligroso.
Ella notó una leve distensión de su amargura, así que preguntó:
– ¿Sabe algo de Alejandro Magno?
– Otro invasor occidental.
– Y en una docena de años nos conquistó a todos, apoderándose de Persia y Asia Menor. Más territorio del que consiguió el Imperio romano tras mil años de luchas. Y, ¿cómo gobernaba? No a base de fuerza. Cuando se hacía con un reino siempre permitía que el antiguo gobernante mantuviera el poder. De ese modo ganaba amigos que enviaban hombres y pertrechos cuando él los necesitaba, con lo que podía ampliar las conquistas. Después compartía las riquezas. Triunfó porque comprendió cómo debía utilizar el poder.
Era difícil saber si estaba haciendo algún progreso, pero el kazajo había mencionado algo importante: Zovastina se hallaba rodeada de enemigos, y la tentativa de asesinato de antes aún rondaba por su cabeza. Siempre procuraba suprimir a la oposición o ganársela, pero nuevas facciones parecían surgir a diario. El propio Alejandro al cabo fue víctima de una paranoia irracional. Ella no podía repetir ese error.
– ¿Qué dice, Enver? Únase a nosotros.
Zovastina lo observó mientras él meditaba la oferta. Es posible que ella no le cayera bien, pero, según los informes, ese guerrero, un aviador formado por los soviéticos que combatió con ellos en muchas de sus absurdas luchas, detestaba mucho más otra cosa.
Había llegado la hora de ver si era cierto.
La ministra señaló Pakistán, Afganistán e Irán en la pantalla.
– Ellos son nuestro problema.
Vio que él estaba de acuerdo.
– ¿Qué pretende hacer? -inquirió el coronel, interesado.
– Acabar con ellos.
Copenhague
8.30 horas
Malone miró fijamente la casa. Él, Thorvaldsen y Cassiopeia habían salido de su librería hacía media hora y se habían dirigido hacia el norte por la carretera de la costa. Diez minutos al sur de la espléndida propiedad de Thorvaldsen habían dejado la carretera principal y aparcado ante una modesta vivienda de una planta que descansaba en medio de una arboleda de nudosas hayas. Primaverales narcisos y jacintos tapizaban sus muros, el ladrillo y la madera rematados por un tejado a dos aguas asimétrico. Las aguas, de un pardo grisáceo, del estrecho de Sund lamían una playa rocosa que quedaba a unos cuarenta y cinco metros por detrás.
– No hace falta que pregunte de quién es esto.
– Está destartalada -repuso Thorvaldsen-. Linda con mis terrenos. Fue una ganga, pero la ubicación es estupenda.
Malone opinaba lo mismo: un inmueble de primera.
– ¿Y quién se supone que vive aquí?
Cassiopeia sonrió.
– El propietario del museo, ¿quién si no?
Malone se dio cuenta de que ella estaba de mejor humor, sin embargo, era evidente que sus dos amigos tenían los nervios de punta. Se había cambiado de ropa antes de abandonar la ciudad y había sacado de debajo de la cama su Beretta, cortesía de Magellan Billet. La policía le había ordenado dos veces que la entregara, pero Thorvaldsen se había servido de sus contactos con el primer ministro danés para obstaculizar ambas intentonas. A lo largo del año anterior, aun estando retirado, Malone la había necesitado en repetidas ocasiones, lo cual era inquietante, pues uno de los motivos por los que había dejado el gobierno era no tener que llevar un arma.
Entraron en la casa. La luz penetraba a raudales por unas ventanas empañadas por una película de salitre. La decoración del interior era un batiburrillo de cosas antiguas y nuevas, una combinación de estilos que resultaba agradable por el mero hecho de ser auténtica. En cuanto a su estado, Malone se fijó en que pedía a gritos numerosas reparaciones.
Mientras Cassiopeia registraba la casa, Thorvaldsen se sentó en un sofá polvoriento tapizado de tweed.
– Todo lo que había en el museo la otra noche era una copia. Saqué los originales cuando compré el lugar. No es que hubiera nada de mucho valor, pero no podía permitir que lo destruyeran.
– Te tomaste muchas molestias -apuntó Malone.
Cassiopeia terminó con el reconocimiento y regresó.
– Hay mucho en juego.
Como si él no lo supiera a esas alturas.
– Mientras esperamos a que alguien venga a intentar matarnos (el tipo con el que hablaste por teléfono hace tres horas), ¿podrías explicarme al menos por qué les hemos dado tanto tiempo?
– Soy perfectamente consciente de lo que he hecho -aseguró Thorvaldsen.
– ¿Por qué son tan importantes esos medallones?
– ¿Has oído hablar de Hefestión? -preguntó Thorvaldsen.
– Sí.
– Era el mejor amigo de Alejandro, probablemente su amante. Murió unos meses antes que él.
– El manuscrito molecular que se descubrió en Samarcanda completa los documentos históricos, aporta nueva información -explicó Cassiopeia-. Ahora sabemos que Alejandro se sentía tan culpable por la muerte de Hefestión que ordenó ejecutar a su médico personal, un hombre llamado Glaucias. Lo hizo desmembrar atándolo entre dos árboles que estaban afianzados al suelo.
– Y, ¿qué hizo el médico para merecer tal cosa?
– No fue capaz de salvar a Hefestión -repuso Thorvaldsen-. Al parecer, Alejandro poseía una cura, algo que, al menos en una ocasión anterior, había detenido la misma fiebre que mató a Hefestión. En el manuscrito aparece descrita como un simple «bebedizo». Sin embargo, hay algunos detalles interesantes.
Cassiopeia se sacó del bolsillo una hoja doblada.
– Léelo tú mismo.
Cuan vergonzoso que el rey mandase ejecutar al pobre Glaucias. El médico no tenía la culpa. Advirtió a Hefestión que no comiera ni bebiera nada, y sin embargo él hizo ambas cosas. De haberse abstenido, es posible que hubiesen contado con el tiempo necesario para sanarlo. Cierto, Glaucias no tenía a mano el bebedizo, la vasija se había hecho añicos días antes por accidente, pero él esperaba la llegada de más procedente del este. Años antes, durante la persecución de los escitas, Alejandro se sintió mal del estómago. A cambio de una tregua, los escitas le ofrecieron el bebedizo, un remedio que ellos empleaban desde hacía tiempo. Sólo Alejandro, Hefestión y Glaucias sabían de él, pero una vez Glaucias había administrado el milagroso líquido a su ayudante. El cuello del hombre se había hinchado de tal modo que apenas podía tragar saliva, como si tuviese piedras en la garganta, y su boca vomitaba líquido con cada espiración. Tenía el cuerpo lleno de heridas y en sus músculos no quedaba un soplo de fuerza. La respiración era fatigosa. Glaucias le dio el bebedizo y al día siguiente el hombre se restableció. Glaucias le contó al ayudante que había empleado el remedio varias veces con el rey, una cuando se hallaba al borde de la muerte, y el rey siempre se había recuperado. El ayudante le debía a Glaucias la vida, pero no pudo hacer nada para salvarlo de la ira de Alejandro. Contempló desde las murallas de Babilonia cómo los árboles desgarraban a su salvador. Cuando Alejandro regresó de la explanada mandó llamar al ayudante y le preguntó si sabía del bebedizo. Habiendo presenciado la horrible muerte de Glaucias, el miedo lo obligó a decir la verdad, y el rey le ordenó no hablarle a nadie del líquido. Diez días después Alejandro yacía en su lecho de muerte, la fiebre devastando su cuerpo, sus fuerzas mermadas, igual que Hefestión. Su último día de vida, mientras sus Compañeros y generales buscaban consejo en la oración, Alejandro susurró que quería el remedio. El ayudante se armó de valor y, recordando a Glaucias, se lo negó. En los labios del rey afloró una sonrisa. El ayudante disfrutó viendo morir a Alejandro, sabiendo que podría haberlo salvado.
– El historiador oficial, un hombre que también había perdido a un ser querido cuando Alejandro ordenó ejecutar a Calístenes cuatro años antes, dejó constancia del episodio -explicó Cassiopeia-. Calístenes era sobrino de Aristóteles, y ejerció de historiador personal de Alejandro hasta la primavera de 327 a. J.C, momento en que se vio enredado en una trama de asesinato. Para entonces, la paranoia de Alejandro ya alcanzaba cotas peligrosas, de manera que decretó la muerte de Calístenes. Dicen que Aristóteles nunca perdonó a Alejandro.
Malone asintió.
– Hay quien afirma que fue Aristóteles quien envió el veneno que supuestamente mató a Alejandro.
Thorvaldsen se mofó del comentario.
– El rey no fue envenenado, el manuscrito lo demuestra. Alejandro murió de una infección, probablemente de malaria. Semanas antes había estado marchando por unos pantanos. Sin embargo, no se sabe a ciencia cierta. Y esa pócima, el «bebedizo», lo había curado antes y curó al ayudante.
– ¿Recuerdas los síntomas? -preguntó Cassiopeia-. Fiebre, hinchazón del cuello, mucosidad, fatiga, lesiones. Suena a algo vírico. Pero el líquido restableció por completo al ayudante.
Él no estaba convencido.
– No se puede dar mucho crédito a un manuscrito de más de dos mil años de antigüedad. No sabes si es auténtico.
– Lo es -aseveró ella.
Malone esperó a que se explicara.
– Mi amigo era un experto, y la técnica que utilizó para descubrir la escritura es la más moderna, no se presta a falsificaciones. Estamos hablando de leer palabras en un ámbito molecular.
– Cotton, Alejandro sabía que su cuerpo sería objeto de disputas -dijo Thorvaldsen-. Se sabe que, días antes de morir, aseguró que «sus prominentes amigos se embarcarían en grandes juegos funerarios» cuando él hubiese desaparecido; un comentario curioso que ahora empezamos a entender.
Malone se había quedado con algo más y le preguntó a Cassiopeia:
– Has dicho que tu amigo del museo era un experto. ¿Era?
– Ha muerto.
Ahora sabía el porqué de su dolor.
– ¿Erais íntimos?
Cassiopeia no contestó.
– Podrías habérmelo dicho -le reprochó él.
– No, no podía.
Sus palabras lo hirieron.
– Basta con decir que toda esta intriga gira en torno a encontrar el cuerpo de Alejandro -intervino Thorvaldsen.
– Buena suerte. Lleva mil quinientos años desaparecido.
– Ésa es la cuestión -dijo con frialdad Cassiopeia-. Tal vez nosotros sepamos dónde se encuentra y el hombre que viene a matarnos no.
Samarcanda
12.20 horas
Tras observar los impacientes rostros de los estudiantes, Zovastina preguntó:
– ¿Cuántos de vosotros habéis leído a Homero?
Sólo se alzaron un puñado de manos.
– Al igual que vosotros, la primera vez que leí su épica estaba en la universidad.
Había acudido al Centro de Enseñanza Superior del Pueblo en una de sus numerosas apariciones semanales. Intentaba programar al menos cinco ocasiones para que la prensa y las gentes la vieran y la oyeran. Antaño un instituto ruso sin apenas fondos, en la actualidad el centro era un lugar digno destinado a la enseñanza académica. Se había ocupado de ello porque los griegos tenían razón: un Estado analfabeto acaba por no ser un Estado.
Leyó un párrafo del ejemplar de la Ilíada que tenía abierto delante:
– «La piel del cobarde se muda y se pone de todos los colores y su corazón no se le contiene en el pecho quieto y sin temblor, sino que él se agacha aquí y allá, sentándose sobre sus talones, y el corazón le palpita fuertemente en el pecho, pensando en las diosas de la muerte, y es un crujir de dientes. En cambio, no se muda la piel del valiente ni se turba demasiado, una vez que se ha apostado ya en emboscada, y sólo desea verse metido cuanto antes en la penosa refriega.»Los estudiantes parecieron disfrutar el recitado.
– Las palabras de Homero, hace más de dos mil ochocientos años, todavía tienen sentido.
Cámaras y micrófonos apuntaban hacia ella desde el fondo del aula. Estar allí la hizo retroceder veintiocho años en el tiempo. Al norte de Kazajistán, a otra clase.
Y a su profesor.
– No hay nada malo en llorar -le dijo Sergej.
Las palabras la habían conmovido, más de lo que creía posible. Miraba con fijeza al ucraniano, poseedor de una visión única del mundo.
– Sólo tienes diecinueve años -añadió-. Recuerdo la primera vez que leí a Homero. También me afectó.
– Aquiles es un alma tan atormentada…
– Todos somos almas atormentadas, Irina.
Le gustaba que él pronunciase su nombre. Él sabía cosas que ella ignoraba, comprendía cosas que ella todavía no había vivido. Y ella quería conocer esas cosas.
– No llegué a conocer a mi madre ni a mi padre. Ni a nadie de mi familia.
– No son importantes.
Ella se mostró sorprendida.
– ¿Cómo puede decir eso?
Él le señaló el libro.
– El destino del hombre es sufrir y morir. Lo que ha desaparecido carece de importancia.
Ella se había preguntado durante años por qué parecía condenada a vivir en soledad. Tenía pocos amigos, ninguna relación; para ella la vida era un eterno desafío de deseos y carencias. Igual que Aquiles.
– Irina, un día conocerás la dicha del desafío. La vida es un reto tras otro, una batalla tras otra. Siempre, como Aquiles, en pos de la excelencia.
– Y, ¿qué hay del fracaso?
Él se encogió de hombros.
– Es la consecuencia de no haber triunfado. Recuerda lo que dijo Homero: «Son las circunstancias las que gobiernan al hombre, no el hombre las circunstancias.»A ella se le pasó por la cabeza otro verso del poema.
– «Constantemente, por voluntad de unos y otros, estamos sufriendo los dioses los más terribles males por complacer a los hombres.»Su profesor asintió.
– No lo olvides nunca.
– Menuda historia -le dijo a la clase-. La Ilíada. Una guerra que se prolongó durante nueve largos años. Luego, en el décimo, una disputa hizo que Aquiles abandonara la lucha. Un héroe griego henchido de orgullo, un guerrero cuya humanidad nacía de su gran pasión, invulnerable salvo en los talones.
Zovastina vio sonrisas en algunos rostros.
– Todo el mundo tiene un punto débil -afirmó.
– ¿Cuál es el suyo, ministra? -quiso saber uno de los estudiantes.
Ella les había dicho que no fuesen tímidos. Preguntar era bueno.
– ¿Por qué me enseña estas cosas? -le preguntó a Sergej.
– Conocer tu cultura es entenderla. ¿Te das cuenta de que bien podrías ser descendiente de los griegos?
Ella lo miró con perplejidad.
– ¿Cómo es posible?
– Hace mucho tiempo, antes de la llegada del islam, cuando Alejandro y los griegos se adueñaron de esta tierra, muchos de sus hombres se quedaron aquí después de que él volviera a casa. Se asentaron en nuestros valles y tomaron por esposas a nuestras mujeres. Algunas de nuestras palabras, nuestra música, nuestras danzas eran suyas.
Ella no había caído en la cuenta.
– Mi afecto por las gentes de esta Federación -fue su respuesta-. Vosotros sois mi debilidad.
Los estudiantes aplaudieron en señal de aprobación, y ella pensó de nuevo en la Ilíada y en las lecciones que ofrecía: la gloria de la guerra, el triunfo de los valores militares sobre la familia, el honor personal, la venganza, el valor, la transitoriedad de la vida humana.
«No se muda la piel del valiente ni se turba demasiado.»¿Y acaso se había mudado la suya antes, cuando hizo frente al asesino en potencia?
– Dices que te interesa la política -comentó Sergej-. Si es así, no olvides nunca a Homero. Nuestros maestros rusos no saben nada del honor. Nuestros antepasados griegos lo sabían todo a ese respecto. No seas como los rusos, Irina. Homero tenía razón: «Fallarle a tu comunidad es el mayor fallo de todos.»
– ¿Cuántos de vosotros conocéis a Alejandro Magno? -preguntó a los estudiantes.
Se levantaron unas cuantas manos.
– ¿Os dais cuenta de que algunos de vosotros podríais ser griegos? -Les contó lo que Sergej le había contado a ella hacía tanto tiempo sobre los griegos que permanecieron en Asia-. El legado de Alejandro forma parte de nuestra historia: valentía, caballerosidad, resistencia. Él unió por vez primera Occidente y Oriente, y su leyenda se extendió por todos los rincones del mundo. Figura en la Biblia, en el Corán. Los ortodoxos griegos lo santificaron, los judíos lo consideran un héroe popular. Existe una versión suya en las sagas germánicas, islandesas y etíopes. Durante siglos se han escrito epopeyas y poemas sobre él. Su historia es la historia de todos nosotros.
Le resultaba fácil entender por qué Alejandro se había sentido tan atraído hacia Homero, por qué había vivido la Ilíada. La única forma de conseguir la inmortalidad era mediante acciones heroicas. Hombres como Enrico Vincenti eran incapaces de entender el honor. Aquiles estaba en lo cierto: «No tienen un espíritu concorde lobos y corderos.»Vincenti era un cordero; ella, un lobo.
Y no habría concordia.
Esos encuentros con estudiantes resultaban beneficiosos en numerosos aspectos, uno de los cuales era hacerle recordar el pasado. Hacía dos mil trescientos años, Alejandro Magno había recorrido treinta y dos mil kilómetros y había conquistado el mundo conocido. Creó un idioma común, fomentó la tolerancia religiosa, estimuló la diversidad racial, fundó setenta ciudades, estableció nuevas rutas comerciales y marcó el comienzo de un renacimiento que duró doscientos cincuenta años. Aspiraba a la areté, el ideal de excelencia griego.
Ahora le tocaba a Zovastina hacer gala de ella.
Terminó con la clase y se excusó.
Cuando salía del edificio, uno de sus guardaespaldas le entregó un papel. Ella lo desdobló y leyó el mensaje, un correo electrónico que había llegado hacía media hora e incluía las señas del remitente en clave y una única línea: «VENGA A VERME ANTES DE QUE SE PONGA EL SOL.»
Irritante, pero no tenía elección.
– Que dispongan el helicóptero -ordenó.
Venecia
8.35 horas
Para Vincenti, Venecia era una obra de arte: esplendor bizantino en abundancia, pinceladas islámicas y referencias a la India y China. Medio oriental, medio occidental: un pie en Europa y el otro en Asia. Una creación humana única nacida a partir de un conjunto de islas que un día consiguieron unirse para formar el mayor de los Estados mercantiles, una gran potencia naval, una república de mil doscientos años de antigüedad cuyos nobles ideales incluso llamaron la atención los padres fundadores de Norteamérica. Envidiada, cuestionada y hasta temida, comerciaba indistintamente con todos los bandos, amigos o enemigos. Amante del dinero sin escrúpulos y consagrada a las ganancias, que incluso trataba la guerra como una inversión prometedora. Ésa había sido Venecia a lo largo de los siglos.
Y él mismo durante las dos últimas décadas.
Compró su villa en el Gran Canal con los primeros beneficios que obtuvo de su joven compañía farmacéutica. Parecía más que apropiado que él y su empresa, valorada ahora en miles de millones de euros, tuvieran su sede allí.
Le encantaba Venecia en particular por la mañana temprano, cuando no se oía nada salvo la voz humana. Un paseo matutino desde su palazzo con vistas al canal hasta su ristorante preferido, en la plaza Campo del León, constituía su único conato de ejercicio, uno que no podía evitar: la única manera de desplazarse era a pie o en barco, ya que en Venecia estaban prohibidos los vehículos.
Ese día caminaba con renovada energía. El problema con el florentino le había dado quebraderos de cabeza. Con ello resuelto, ahora podía centrar su atención en los últimos obstáculos finales. Nada le satisfacía más que un plan bien ejecutado. Por desgracia, pocos lo eran.
Sobre todo cuando se hacía necesario valerse del engaño.
El aire de la mañana ya se había sacudido el desagradable frío invernal. A todas luces la primavera había regresado al norte de Italia. También el viento parecía más suave, y el cielo lucía un bonito tono salmón, iluminado por un sol que surgía del océano del este.
Fue serpenteando por las sinuosas calles, tan estrechas que llevar abierto un paraguas habría supuesto un desafío, y cruzó varios de los puentes que unían la ciudad. Pasó ante tiendas de ropa y papelerías, una vinatería, una zapatería y un par de verdulerías bien surtidas, todas ellas cerradas a esa hora.
Llegó al final de la calle y entró en la plaza.
En un extremo se alzaba una antigua torre, una vieja iglesia convertida en teatro, y en el otro se erguía el campanario de una iglesia carmelita. Entremedio se sucedían casas y establecimientos que exhibían el lustre propio de la edad y la autosuficiencia. A él no le gustaban demasiado los campos, pues tendían a ser secos, viejos y urbanos. Eran distintos de los canales, donde los palazzos se abrían paso hasta el frente igual que en una multitud la gente avanza a empujones pugnando por respirar.
Escudriñó la desierta plaza: todo en orden.
Como a él le gustaba.
Era un hombre con riquezas, poder y futuro. Vivía en una de las mejores ciudades del mundo, y su estilo de vida era el que correspondía a una persona prestigiosa y tradicional. Su padre, un ser anodino que le inculcó el amor por la ciencia, le dijo de pequeño que se tomara la vida como viniera. Un buen consejo. La vida era reacción y recuperación. Uno siempre tenía problemas o acababa de resolverlos o estaba a punto de meterse en ellos. El truco estaba en saber en qué punto se encontraba uno y actuar en consecuencia.
Él acababa de resolver un problema.
Y estaba a punto de meterse en otro.
Durante los dos últimos años había presidido el Consejo de los Diez, que regía la Liga Veneciana. Cuatrocientos treinta y dos hombres y mujeres cuyas ambiciones se veían frustradas por una excesiva reglamentación gubernamental, una legislación mercantil restrictiva y unos políticos que iban reduciendo las ganancias de las empresas. Estados Unidos y la Unión Europea eran, con mucho, los peores sitios: cada día surgía un nuevo impedimento que mermaba los beneficios. Los miembros de la Liga gastaban miles de millones en intentar impedir la promulgación de más leyes. Y mientras unos políticos se dejaban influir calladamente y colaboraban, otros trataban de hacerse un nombre sancionando a los colaboradores.
Un frustrante círculo de nunca acabar.
Por esta razón, la Liga había decidido crear un espacio donde los negocios no sólo prosperaran, sino que rigieran. Un lugar similar a la república veneciana primigenia, la cual, durante siglos, estuvo gobernada por hombres que poseían la capacidad mercantil de los griegos y la audacia de los romanos: empresarios que eran a un tiempo hombres de negocios, soldados, gobernadores y estadistas. Una ciudad-Estado que acabó siendo un imperio. Periódicamente, la república de Venecia constituía ligas con otras ciudades-Estado -alianzas que garantizaban considerablemente la supervivencia- y la idea funcionaba bien. Su moderna encarnación exponía una filosofía similar. Él había trabajado mucho para reunir su fortuna y estaba de acuerdo con algo que Irina Zovastina le había dicho una vez: «A todo el mundo le gusta más algo si le ha costado ganarlo.»
Cruzó la plaza y se aproximó al café, que abría a diario a las seis de la mañana sólo para él. La mañana era su momento preferido del día. Su mente parecía más despierta antes de las doce. Entró en el ristorante y saludó a su propietario. «Emilio, ¿podrías hacerme un favor? Diles a mis invitados que volveré en breve. Antes he de hacer algo, pero no me llevará mucho.»
El hombre sonrió y asintió, asegurándole que no habría ningún problema.
Eludió a sus directivos, que lo esperaban en el comedor contiguo, y se dirigió a la cocina. El olor a pescado a la parrilla y huevos fritos se le antojó tentador. Se detuvo un instante a admirar lo que se estaba cocinando y a continuación salió por una puerta trasera a otro de los innumerables callejones de Venecia, éste oscurecido por altos edificios de ladrillo llenos de excrementos de aves.
Tres inquisidores aguardaban a unos metros. A una señal suya echaron a andar en fila india. Al llegar a una intersección torcieron a la derecha y enfilaron otro callejón. Él reparó en un tufo familiar -una mezcla de desagüe y piedra podrida-, el mal de Venecia. Pararon ante la puerta trasera de un edificio que albergaba una tienda de moda en la planta baja y apartamentos en las tres restantes. Sabía que estaban al otro lado de la plaza, en diagonal al café.
Otro inquisidor los esperaba en la puerta.
– ¿Está ahí? -preguntó Vincenti.
El interpelado asintió con la cabeza.
Vincenti hizo un gesto y tres de los hombres entraron en el edificio mientras el cuarto aguardaba fuera. Vincenti subió tras ellos una escalera de metal. En la tercera planta se detuvieron ante la puerta de uno de los apartamentos. Él permaneció en el pasillo mientras los hombres sacaban las armas y uno de ellos se disponía a abrir de una patada.
Vincenti asintió.
El zapato se estrelló contra la madera y la puerta se abrió violentamente hacia adentro.
Los hombres irrumpieron en el piso.
A los pocos segundos, uno de ellos hizo una señal y él entró en el apartamento y cerró la puerta.
Dos inquisidores tenían agarrada a una mujer. Delgada, rubia y atractiva. Una mano tapaba su boca, el cañón de un arma en su sien izquierda. Estaba asustada, pero tranquila. Era de esperar, al tratarse de una profesional.
– ¿Le sorprende verme? -le preguntó él-. Lleva casi un mes vigilando.
Los ojos de ella no respondieron.
– No soy idiota, aunque es evidente que su gobierno no debe de opinar lo mismo.
Sabía que trabajaba para el Departamento de Justicia de Estados Unidos, era una agente de una unidad internacional especial llamada Magellan Billet. La Liga Veneciana ya se había topado antes con dicha unidad, hacía unos años, cuando la Liga comenzó a invertir en Asia Central. Lo cierto es que era de esperar: Norteamérica recelaba. De esas pesquisas no había salido nada, pero ahora Washington parecía volver a fijarse en su organización.
Examinó el equipo de la espía: una cámara de largo alcance montada en un trípode, un teléfono móvil, una libreta. Sabía que preguntarle sería inútil: ella podía decirle poco, o nada, que él no supiera ya.
– Ha interrumpido mi desayuno.
Hizo otro gesto y uno de los hombres confiscó los juguetes.
Vincenti se acercó a la ventana y miró al aún desierto campo. Su siguiente decisión bien podría determinar su futuro. Estaba a punto de entrar en un juego peligroso que no agradaría ni a la Liga Veneciana ni a Irina Zovastina, mucho menos a los norteamericanos. Tenía planeado tan osado paso desde hacía mucho.
Como su padre le había dicho en repetidas ocasiones, los mansos no merecen nada.
Sin dejar de mirar por la ventana, alzó el brazo derecho e hizo un rápido movimiento de muñeca. Un chasquido le indicó que el cuello de la mujer se había roto limpiamente. Matar le daba igual; mirar era otra cosa.
Sus hombres sabían qué hacer.
Un coche esperaba abajo para llevarse el cuerpo al otro lado de la ciudad, donde aguardaba el ataúd de la noche anterior. Dentro había sitio de sobra para uno más.
Dinamarca
Malone escrutó al hombre que acababa de llegar, solo, conduciendo un Audi con una viva pegatina en el parabrisas que indicaba que el vehículo era de alquiler. El tipo era bajo y fornido, con una mata de pelo despeinado, ropas amplias y unos hombros y unos brazos que apuntaban a que estaba acostumbrado al trabajo duro. Debía de rondar la cuarentena y sus rasgos sugerían una influencia eslava: nariz ancha, ojos hundidos.
El hombre subió al porche delantero y anunció:
– No voy armado, pero, si quiere, puede comprobarlo.
Malone lo apuntaba con su arma.
– Da gusto tratar con profesionales.
– Usted es el del museo.
– Y usted el que me dejó dentro.
– No fui yo, pero di mi aprobación.
– Cuánta sinceridad para ser un hombre que tiene una arma apuntándolo.
– Las armas me dan igual.
Malone lo creyó.
– No veo el dinero.
– Yo no he visto el medallón.
Se hizo a un lado y dejó entrar al hombre.
– ¿Cómo se llama?
Su invitado se detuvo en el umbral y lo miró con dureza.
– Viktor.
Cassiopeia, que observaba desde los árboles, vio que Malone y el del coche entraban en la casa. Que hubiese acudido solo o no, no supondría ningún problema.
La representación estaba a punto de empezar.
Y Cassiopeia esperaba, por el bien de Malone, que ella y Thorvaldsen hubieran calculado bien.
Malone se apartó mientras Thorvaldsen y el tal Viktor hablaban. Seguía alerta, vigilando con la intensidad de quien había pasado una docena de años siendo agente del gobierno. También él se había enfrentado a menudo a un adversario desconocido con su sola inteligencia y sabiduría, rezando para que nada fuese mal y él pudiera salir de una pieza.
– Ha estado robando estos medallones por todo el continente -aseveró Thorvaldsen-. ¿Por qué? No tienen mucho valor.
– Eso no lo sé. Usted quiere cincuenta mil euros por el suyo, que es cinco veces más de lo que vale.
– Y, por increíble que parezca, usted está dispuesto a pagar, lo que significa que lo suyo no es el coleccionismo. ¿Para quién trabaja?
– Para mí.
Thorvaldsen soltó una risita.
– Sentido del humor. Me gusta. Percibo un acento de Europa del Este en su inglés. ¿La antigua Yugoslavia? ¿Croacia?
Viktor guardaba silencio, y Malone reparó en que el visitante no había tocado una sola cosa de la casa.
– Supongo que no va a contestar a esa pregunta -prosiguió Thorvaldsen-. ¿Cómo quiere que cerremos el trato?
– Me gustaría examinar el medallón. Si me satisface, tendré el dinero listo mañana. Hoy es imposible, es domingo.
– Depende de dónde esté su banco -puntualizó Malone.
– El mío está cerrado.
Y la mirada vacía de Viktor le dijo que no añadiría más.
– ¿Cómo supo lo del fuego griego? -le preguntó Thorvaldsen.
– Está usted bien informado.
– Tengo un museo grecorromano.
A Malone se le erizó el vello de la nuca. La gente como Viktor, que no parecía muy parlanchina, sólo hacía concesiones cuando sabía que su interlocutor no viviría lo bastante para repetirlas.
– Sé que va tras los medallones de los elefantes -afirmó Thorvaldsen-, y los tiene todos salvo el mío y otros tres. Me atrevería a decir que es usted un sicario, no tiene ni la menor de idea de por qué son tan importantes y además le da igual. Un fiel servidor.
– Y, ¿quién es usted? Sin duda no es sólo el propietario de un museo grecorromano.
– Se equivoca: el museo es mío, y quiero que me paguen los destrozos. Por eso el precio es tan alto.
Thorvaldsen se metió la mano en el bolsillo y sacó una cajita de plástico transparente, que le lanzó a Viktor. Éste la atrapó con ambas manos. Malone vio que su invitado depositaba el medallón en la palma de la mano. Era del tamaño de una moneda de cincuenta céntimos, color peltre, con símbolos grabados en ambas caras. Viktor sacó del bolsillo una lupa de joyero.
– ¿Es usted un experto? -quiso saber Malone.
– Sé lo bastante.
– Están los micrograbados -aseguró Thorvaldsen-. Unas letras griegas: ZH. Zeta y eta. Es increíble que aquellos hombres pudieran grabarlas.
Viktor continuaba con su examen.
– ¿Satisfecho? -inquirió Malone.
Viktor escudriñó el medallón y, aunque no tenía el microscopio ni la balanza, le parecía auténtico.
A decir verdad, era el mejor hasta el momento.
Había ido desarmado porque quería que esos hombres se creyeran al mando. Lo que hacía falta allí era sutileza, no fuerza. Sin embargo, le preocupaba una cosa: ¿dónde estaba la mujer?
Alzó la vista y dejó caer la lupa en la mano derecha.
– ¿Le importa que lo examine más a fondo, junto a la ventana? Necesito más luz.
– Naturalmente que no -concedió Thorvaldsen.
– ¿Cómo se llama? -quiso saber Viktor.
– ¿Qué le parece Ptolomeo?
Viktor sonrió.
– Hubo muchos. ¿Cuál es usted?
– El primero, el general más oportunista de Alejandro. A la muerte de éste reclamó Egipto como recompensa. Un tipo listo. Sus herederos lo conservaron durante siglos.
El otro sacudió la cabeza.
– Al final los derrotaron los romanos.
– Igual que mi museo, nada permanece.
Viktor se aproximó al empañado cristal. El del arma montaba guardia junto a la puerta. Él sólo necesitaría un instante. Mientras se ponía de cara a la luz, dándoles la espalda un momento, hizo su jugada.
Cassiopeia vio salir a un hombre de entre los árboles, por el otro extremo de la casa. Era joven, delgado y ágil. Aunque la noche anterior no había visto la cara de ninguno de los dos que incendiaron el museo, reconoció el caminar ligero y los ademanes cautelosos: era uno de los ladrones.
E iba directo al coche de Thorvaldsen.
Concienzudos, había que reconocerlo, pero no necesariamente cuidadosos, teniendo en cuenta que sabían que alguien les llevaba un poco de ventaja.
Vio que hundía una navaja en ambas ruedas traseras y se retiraba.
Malone se percató del cambio: Viktor había dejado caer la lupa en su mano derecha mientras sostenía el medallón con la izquierda. Pero cuando la lupa volvió al ojo de Viktor y éste reanudó el examen, Malone notó que ahora el medallón estaba en la mano derecha, los dedos índice y pulgar de la izquierda doblados, escamoteando la moneda.
No estaba mal. Combinado hábilmente con el acto de dirigirse hacia la ventana para dar con la luz apropiada. Una distracción perfecta.
Su mirada se cruzó con la de Thorvaldsen, pero el danés asintió de prisa, dando a entender que él también lo había visto. Viktor sostenía la moneda en la luz, examinándola con la lupa. Thorvaldsen meneó la cabeza para indicarle que lo dejara estar.
– ¿Satisfecho? -volvió a preguntar Malone.
Viktor depositó la lupa de joyero en la mano izquierda y se la metió en el bolsillo junto con el medallón auténtico. A continuación levantó la moneda con la que acababa de dar el cambiazo, sin duda la falsa del museo.
– Es auténtica.
– ¿Vale cincuenta mil euros? -inquirió el danés.
Viktor asintió.
– Haré que me envíen el dinero. Díganme dónde.
– Llame mañana al número del medallón, como ha hecho antes, y organizaremos el canje.
– Ahora vuelva a meterla en su caja -recomendó Malone.
Viktor fue hacia la mesa.
– Menudo jueguecito se traen ustedes dos entre manos.
– No es ningún jueguecito -corrigió Thorvaldsen.
– ¿Cincuenta mil euros?
– Como le he dicho, acabaron con mi museo.
Malone vio la confianza reflejada en los prudentes ojos de Viktor. Se había metido en algo sin conocer a su enemigo, creyéndose más listo, y eso siempre era peligroso.
Sin embargo, Malone había cometido un error peor: se había ofrecido voluntario confiando únicamente en que sus dos amigos supieran lo que hacían.
Provincia de Xinjiang, China
15.00 horas
Zovastina miraba por la ventanilla del helicóptero mientras dejaban el espacio aéreo de la Federación y se adentraban en la región más occidental de China. En su día, la zona había sido una puerta trasera cerrada a cal y canto a la Unión Soviética, custodiada por un enorme contingente de tropas. Ahora las fronteras estaban abiertas y había libertad de transporte y comercio. China había sido uno de los primeros países en reconocer formalmente la Federación, y tratados entre ambas naciones garantizaban el libre desplazamiento y el comercio.
La provincia de Xinjiang constituía el 16 por ciento de la superficie de China, montañas y desierto en su mayor parte, repleta de recursos naturales. Era completamente distinta del resto del país: menos comunista, más islámica. Antaño conocida como Turquestán Oriental, su identidad entroncaba más con Asia Central que con el Reino Medio.
La Liga Veneciana había desempeñado un papel decisivo en la formalización de unas relaciones cordiales con los chinos, otro motivo por el que Zovastina había decidido unirse al grupo. La gran expansión económica occidental había empezado hacía cinco años, cuando Pekín comenzó a invertir miles de millones en infraestructura y remodelación por todo Xinjiang. Los miembros de la Liga obtuvieron muchos de los contratos de los sectores petroquímico y minero, de fabricación de maquinaria, de obras públicas y de construcción. Sus amigos en la capital de China eran numerosos, ya que el dinero hablaba con tanta fuerza en el mundo comunista como en cualquier otra parte, y ella se había servido de esos contactos para sacar el máximo partido político.
El vuelo desde Samarcanda duraba poco más de una hora en el veloz helicóptero. Zovastina había hecho ese recorrido muchas veces y, como siempre, contemplaba el accidentado terreno imaginando las antiguas caravanas que un día viajaron al este y al oeste por la famosa ruta de la seda. Jade, coral, hilo, vidrio, oro, hierro, ajo, té -incluso enanos, mujeres núbiles y caballos tan fieros que se decía que sudaban sangre- eran objeto de intercambio. Alejandro Magno nunca llegó tan al este, pero Marco Polo sí había caminado por esas tierras.
Ante sí divisó Kashgar.
La ciudad se asentaba en el filo del desierto de Taklamakán, a ciento veinte kilómetros al este de la frontera con la Federación, entre las sombras de las nevadas montañas del Pamir, una de las más altas y áridas del mundo. Una joya de oasis, la metrópoli más occidental de China existía, igual que Samarcanda, desde hacía más de dos mil años. Antaño un lugar de bulliciosos mercados al aire libre y concurridos bazares, en la actualidad era pasto del polvo, los lamentos y los falsetes de los muecines que llamaban a la oración a los hombres en sus cuatrocientas mezquitas. Trescientas cincuenta mil almas vivían entre sus hoteles, almacenes, negocios y lugares sagrados. Las murallas habían desaparecido hacía tiempo, y ahora una autopista, otro componente de la gran expansión económica, ceñía la ciudad y encauzaba a los verdes taxis en todas las direcciones.
El helicóptero se escoró al norte allí donde se combaba el paisaje. El desierto, hacia el este, no quedaba muy lejos. Taklamakán significa literalmente «irás y no regresarás», una buena descripción para un lugar barrido por unos vientos tan calientes que podían aniquilar -y de hecho lo hacían- caravanas enteras en cuestión de minutos.
Vio su destino: un edificio de cristal negro en medio de un pedregal, el inicio de un bosque a medio kilómetro por detrás. Nada identificaba aquella estructura de dos plantas, que ella sabía propiedad de Philogen Pharmaceutique, una empresa luxemburguesa con sede en Italia cuyo mayor accionista era un americano expatriado con nombre italiano: Enrico Vincenti.
Zovastina se había encargado de averiguar la historia personal de Vincenti.
Virólogo de profesión, contratado por los iraquíes en la década de los setenta para tomar parte en un programa de armamento biológico que el por aquel entonces nuevo dirigente, Saddam Hussein, quería desarrollar. Hussein vio en la Convención sobre Armas Bacteriológicas de 1972, que prohibió la guerra bacteriológica en todo el mundo, una gran oportunidad. Vincenti trabajó con los iraquíes hasta justo antes de que estallara la primera guerra del Golfo, momento en que Hussein se apresuró a poner fin a la investigación. La paz trajo consigo a los inspectores de la ONU, que forzaron un abandono casi permanente, así que Vincenti se marchó y montó una compañía farmacéutica que creció a un ritmo sin precedentes durante la década de 1990. Ahora era la mayor de Europa, con una impresionante colección de patentes, un enorme grupo de empresas multinacional. Todo un logro para un científico mercenario surgido de la nada. Algo a lo que ella llevaba mucho tiempo dándole vueltas.
El helicóptero aterrizó y Zovastina entró en el edificio de prisa.
Las paredes de cristal exteriores no eran más que una fachada. Cual mesas apiladas, dentro se alzaba otra estructura. Una pasarela de pizarra pulida rodeaba esta construcción, flanqueada por frondosas plantas de interior. Los muros de piedra de dentro se veían interrumpidos por tres puertas de doble hoja. Zovastina sabía que esa disposición única tenía por objeto garantizar discretamente la seguridad. Nada de setos exteriores terminados en alambre de espino, nada de vigilancia, cámaras ni cualquier cosa que pusiera sobre aviso a alguien de que el edificio era especial.
Zovastina atravesó el perímetro exterior y se aproximó a una de las entradas, el paso cortado por una verja metálica. Tras un mostrador de mármol había un guardia jurado. La verja estaba controlada por un escáner de mano, pero ella no tuvo que detenerse.
Al otro lado aguardaba un hombre con expresión maliciosa, de cincuenta y tantos años, cabello cano y ralo y rostro ratonil. Unas gafas con montura metálica protegían unos ojos inexpresivos. Llevaba una bata de laboratorio negra y dorada sin abotonar, un distintivo de seguridad afianzado a la solapa anunciaba: «Grant Lyndsey.»
– Bien venida, ministra -la saludó él en inglés.
Zovastina respondió al saludo con una mirada que pretendía reflejar enfado. Su correo electrónico transmitía urgencia, y aunque a ella no le había hecho ninguna gracia la orden, había cancelado las actividades de esa tarde para ir allí.
Entraron en el edificio interior.
Al otro lado de la entrada principal, el camino se bifurcaba. Lyndsey dobló a la izquierda y la condujo a través de un laberinto de corredores sin ventanas. Todo estaba limpio como en un hospital y olía a cloro, y las puertas disponían de cerraduras electrónicas. Al llegar a una en la que se leía «Científico jefe», Lyndsey cogió el distintivo de la solapa y deslizó la tarjeta por una ranura.
En el despacho sin ventanas predominaba la decoración moderna. Cada vez que Zovastina acudía allí le llamaba la atención lo mismo: no había fotos familiares, diplomas en las paredes ni tampoco recuerdos. Era como si aquel hombre no tuviera vida, lo cual probablemente no se alejara mucho de la verdad.
– Tengo que enseñarle una cosa -afirmó Lyndsey.
La trataba de igual a igual, cosa que ella despreciaba, y su tono siempre dejaba claro que él vivía en China y no estaba sometido a ella.
Encendió un monitor que, desde una cámara instalada en el techo, mostró a una mujer de mediana edad sentada en una silla, viendo la televisión. Zovastina sabía que la estancia se hallaba en la segunda planta del edificio, en la sala de pacientes, pues ya había visto imágenes de allí antes.
– La semana pasada solicité que me enviaran una docena de la cárcel -explicó Lyndsey-, tal como hemos venido haciendo.
Zovastina ignoraba que se hubiera realizado otro ensayo clínico.
– ¿Por qué no se me ha informado?
– No sabía que tuviera que hacerlo.
Ella escuchó lo que Lyndsey no decía: Vincenti está al mando. Éste es su laboratorio, su gente, sus mejunjes. Antes le había mentido a Enver: no había sido ella quien lo había curado, sino Vincenti. Un técnico de ese laboratorio le había administrado el antígeno. Aunque ella poseía los patógenos biológicos, Vincenti controlaba los remedios. Un mecanismo de equilibrio de poder nacido de la desconfianza que existía desde el principio para garantizar que su capacidad de negociación permaneciera igualada.
Lyndsey apuntó con un mando a distancia y la pantalla cambió a otras habitaciones de pacientes, ocho en total, cada una de las cuales estaba ocupada por un hombre o una mujer. A diferencia de la primera, esos pacientes yacían boca arriba y con gotero.
No se movían.
El científico se quitó las gafas.
– Sólo utilicé a doce, dado que estaban disponibles sin necesidad de avisar con mucha antelación. Necesitaba elaborar un estudio rápido sobre el antígeno para el nuevo virus. Lo que le dije hace un mes: es de cuidado.
– Y, ¿dónde lo encontró?
– Es una especie de roedor que se encuentra al este de aquí, en la provincia de Heilongjiang. Habíamos oído que la gente enfermaba después de comerlos. Está claro que en la sangre de esas ratas hay un complejo virus. Con una pequeña modificación, el bichejo tiene garra: la muerte sobreviene al cabo de menos de un día. -Señaló la pantalla-. Ésa es la prueba.
Lo cierto es que Zovastina había pedido un agente más agresivo,, algo que fuese más rápido incluso que los veintiocho que ya tenía.
– Todos están con respiración asistida. Llevan días clínicamente muertos. Necesito practicar las autopsias para verificar los parámetros infecciosos, pero quería que los viera antes de abrirlos.
– ¿Y el antígeno?
– Una dosis y los doce empezaron a recuperarse. En cuestión de horas la situación cambió por completo. Luego les suministré un placebo a todos salvo a la primera mujer, que es el control. Como era de esperar, los otros no tardaron en recaer y morir. -Volvió a la imagen de la primera mujer-. Pero ella no tiene el virus, está perfectamente bien.
– ¿Por qué era necesario el estudio?
– Usted quería un virus nuevo y yo necesitaba ver si los ajustes funcionaban. -Lyndsey le dirigió una sonrisa-. Y, como le he dicho, debía comprobar el antígeno.
– ¿Cuándo tendré el nuevo virus?
– Puede llevárselo hoy mismo, por eso la llamé.
A Zovastina no le gustaba transportar los virus, pero sólo ella conocía la ubicación del laboratorio. Su trato era con Vincenti, un arreglo personal entre ambos. De ninguna manera le confiaría a nadie los frutos de ese trato. Y los chinos nunca detendrían el helicóptero.
– Prepare el virus -dijo.
– Todo está congelado y envasado.
Ella señaló la pantalla.
– ¿Y ésa?
Él se encogió de hombros.
– Volveremos a infectarla. Habrá muerto antes de mañana.
Zovastina seguía con los nervios de punta. Pisoteando al aprendiz de asesino había descargado parte de su frustración, pero en ese intento de asesinato quedaban preguntas sin responder. ¿Cómo lo había sabido Vincenti? ¿Quizá porque había sido él quien lo había ordenado? Era difícil de decir. Sin embargo, la habían pillado desprevenida, Vincenti había ido un paso por delante, y a ella eso no le hacía ninguna gracia.
Como tampoco se la hacía Lyndsey.
Indicó la pantalla.
– Que la dispongan también para partir. Inmediatamente.
– ¿Lo cree prudente?
– Eso es asunto mío.
El otro sonrió.
– ¿Una pequeña diversión?
– ¿Le gustaría venir a verla?
– No, gracias. Prefiero quedarme aquí, en el lado chino de la frontera.
Zovastina se puso en pie.
– Yo, en su lugar, no me movería de él.
Dinamarca
Malone permanecía con el arma a punto mientras Thorvaldsen cerraba el trato con Viktor.
– Podemos realizar el intercambio aquí -propuso el danés-. Mañana.
– No me parece usted de los que necesitan dinero -comentó Viktor.
– Soy de los que opinan que cuanto más, mejor.
Malone reprimió una sonrisa: su amigo destinaba millones de euros a causas del mundo entero. Él a menudo se preguntaba si no sería una de esas causas, dado que, hacía dos años, Thorvaldsen se había empeñado en ir a Atlanta para ofrecerle la oportunidad de cambiar de vida en Copenhague, oportunidad que había aprovechado y de la que nunca se había arrepentido.
– Siento curiosidad -afirmo Viktor-. La calidad de la falsificación era extraordinaria. ¿Quién fue el artífice?
– Alguien con talento que se enorgullece de su trabajo.
– Felicítelo de mi parte.
– Parte de sus euros irán a parar a él. -Thorvaldsen hizo una pausa-. Me gustaría hacerle yo una pregunta: ¿va a ir tras los otros dos medallones que quedan en Europa?
– ¿Usted qué cree?
– ¿Qué hay del tercero, en Samarcanda?
Viktor no contestó, pero sin duda recibió el mensaje del danés: «Sé perfectamente lo que se trae entre manos.»Viktor se dispuso a marcharse.
– Llamaré mañana.
Thorvaldsen no se levantó cuando el otro se fue.
– Espero tener noticias suyas.
La puerta delantera se abrió y se cerró.
– Cotton -dijo Thorvaldsen al tiempo que se sacaba una bolsa de papel del bolsillo-, tenemos poco tiempo. Mete aquí con cuidado la caja con el medallón.
Él comprendió en el acto.
– ¿Las huellas? ¿Por eso le diste la moneda?
– Ya viste que no tocó nada, pero tenía que coger el medallón para darnos el cambiazo.
Malone se sirvió del cañón del arma para empujar el estuche de plástico, procurando que cayera de plano en el receptáculo. Luego arrebujó la parte superior de éste, dejando una bolsa de aire. Conocía el procedimiento. A diferencia de lo que se veía en televisión, el papel, y no el plástico, era el mejor material para guardar unas huellas, ya que la probabilidad de que éstas se desdibujaran era mucho menor.
El danés se puso en pie.
– Vámonos. -Vio que su amigo se paseaba por la habitación con la cabeza gacha-. Hemos de darnos prisa.
Malone reparó en que Thorvaldsen se dirigía a la parte posterior de la casa.
– ¿Adónde vas?
– A salir de aquí.
Él echó a andar en pos de su amigo y ambos salieron por la puerta de la cocina a una terraza con barandilla que daba al mar. A unos cuarenta y cinco metros se veía un muelle entre la rocosa costa donde aguardaba una motora. El cielo matinal se había encapotado. Acechaban unos nubarrones plomizos y un viento fresco procedente del norte azotaba el estrecho, arremolinando las espumosas aguas pardas.
– ¿Nos vamos? -preguntó él cuando Thorvaldsen hubo bajado de la terraza.
El danés seguía moviéndose con asombrosa rapidez, teniendo en cuenta su espalda deforme.
– ¿Dónde está Cassiopeia? -se interesó Malone.
– En aprietos -contestó su amigo-. Pero es nuestra única salvación.
Cassiopeia vio que el hombre salía de la casa, se subía a su coche de alquiler y bajaba a toda velocidad el sendero bordeado de árboles que enlazaba con la carretera. Acto seguido encendió una pantalla de cristal líquido portátil que estaba conectada por radio a dos cámaras de vídeo que ella misma había instalado la semana anterior: una en la entrada a la carretera y la otra en lo alto de un árbol, a cincuenta metros de la casa.
En el minúsculo monitor, el vehículo se detuvo. Rajarruedas salió del bosque, y el conductor abrió la portezuela y salió. Ambos hombres echaron a correr unos metros por el sendero, hacia la casa.
Cassiopeia sabía exactamente a qué esperaban, así que apagó el dispositivo y abandonó su escondite.
Viktor aguardó para comprobar si tenía razón. Había aparcado el coche a la vuelta de un recodo, en el camino de tierra apisonada, y observaba la casa al amparo del tronco de un árbol.
– Ésos no irán a ninguna parte -aseguró Rafael-. Tienen dos ruedas pinchadas.
Viktor sabía que la mujer debía de haber estado vigilando.
– No fingí en ningún momento -aseguró Rafael-. Actué como si estuviera en guardia y no me percatara de nada.
Eso era lo que Viktor le había ordenado hacer.
Se sacó del bolsillo el medallón que había conseguido robar. Las órdenes de la ministra Zovastina eran claras: recuperarlos y devolverlos intactos. Ya tenían cinco; sólo faltaban tres.
– ¿Cómo eran? -quiso saber Rafael.
– Desconcertantes.
Lo decía en serio: había previsto sus movimientos, casi demasiado bien, lo cual le preocupaba.
La misma mujer delgada de movimientos felinos salió del bosque. Seguro que había visto las ruedas rajadas y corría a informar a los suyos. Lo complació saber que estaba en lo cierto. Sin embargo, ¿por qué la mujer no lo había impedido? Tal vez su cometido sólo fuese observar. Se percató de que llevaba algo pequeño y rectangular, y deseó haber traído unos prismáticos.
Rafael se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y extrajo el control remoto. Viktor apoyó una mano en el brazo de su compañero y advirtió:
– Aún no.
La mujer se detuvo, examinó las ruedas y corrió hacia la puerta principal.
– Dale tiempo.
Tres horas antes, después de fijar el encuentro, habían ido directamente allí. Un reconocimiento a fondo confirmó que la casa estaba vacía, de manera que escondieron bolsas de fuego griego bajo la elevada base y en el desván. En lugar de que una de las tortugas prendiera fuego a la mezcla, habían manipulado una batería de radio.
La mujer desapareció en el interior de la casa.
Viktor contó en silencio hasta diez y se preparó para levantar la mano del brazo de Rafael.
Malone estaba de pie en la lancha, con Thorvaldsen a su lado.
– ¿Cómo que Cassiopeia está en aprietos?
– La casa está repleta de fuego griego. Esos dos se nos adelantaron y lo dispusieron todo. Ahora que está en posesión del medallón, Viktor no tiene intención de dejarnos salir con vida.
– Y están esperando para asegurarse de que Cassiopeia se encuentra dentro.
– Eso creo. Pero estamos a punto de ver si es así.
Cuando la puerta se cerró, Cassiopeia cruzó la casa a todo correr. La maniobra era arriesgada. Su única esperanza residía en que los ladrones le diesen unos segundos antes de hacer detonar la mezcla. Los nervios le hormigueaban, su cerebro funcionaba a mil por hora, la melancolía sustituida por una descarga de adrenalina.
En el museo, Malone había notado su nerviosismo, había intuido que algo iba mal.
Y así era.
Sin embargo, en ese momento no podía preocuparse por ello. Ya había malgastado bastante energía en cosas que no podía cambiar. En ese preciso instante encontrar la puerta trasera era lo único importante.
Salió de sopetón al apagado día.
Malone y Thorvaldsen esperaban en la motora.
La casa impedía que los matones viesen cómo escapaban desde el camino de delante. Ella aún sostenía la pantalla compacta.
Quedaban sesenta metros hasta el agua.
Saltó desde la terraza de madera.
Malone vio que Cassiopeia abandonaba la casa y corría hacia ellos.
Quince metros.
Nueve.
Se oyó un tremendo silbido y la casa se incendió de repente. Si un segundo antes estaba intacta, ahora las llamas asomaban por las ventanas y por la parte inferior y se alzaban hacia el cielo por el tejado. Como el papel flash que utilizaban los magos, pensó él. Ninguna explosión; combustión instantánea. Total. Absoluta. Y, dada la ausencia de agua salada, imparable.
Cassiopeia llegó al muelle y subió a la lancha.
– Por los pelos -dijo Malone.
– Agáchate -pidió ella.
Se agazaparon en la lancha y Malone vio que ella ajustaba un receptor de vídeo y aparecía la imagen de un coche.
A él subieron dos hombres, y Malone reconoció a Viktor. El vehículo se alejó y desapareció de la pantalla. Cassiopeia pulsó un interruptor y otra imagen les mostró que el coche entraba en la carretera.
Thorvaldsen daba la impresión de estar satisfecho.
– Parece que la treta ha funcionado.
– ¿No crees que podrías haberme dicho lo que estaba pasando? -espetó Malone.
Cassiopeia le dirigió una sonrisa burlona.
– ¿Y dónde habría estado la gracia?
– El tipo ese tiene el medallón.
– Que es exactamente lo que queríamos -apuntó Thorvaldsen.
La casa seguía ardiendo, nubes de humo subiendo hacia el cielo. Cassiopeia arrancó el motor fuera borda y dirigió la embarcación hacia mar abierto. La mansión de la costa del danés se hallaba a escasos kilómetros al norte.
– Pedí que me mandaran la lancha nada más llegar -explicó éste mientras agarraba a Malone por el brazo y lo llevaba a popa. Un rocío de agua fría y salada salpicaba la proa-. Te agradezco que hayas venido. Íbamos a pedirte que nos ayudaras hoy, después de que acabaran con el museo. Por eso Cassiopeia quedó contigo. Necesita tu ayuda, pero dudo que vaya a pedírtela ahora.
Malone quería hacer más preguntas, pero sabía que no era el momento. Su respuesta, no obstante, se hallaba fuera de toda duda:
– La tiene. -Hizo una pausa-. Ambos la tenéis.
Thorvaldsen le apretó el brazo en señal de reconocimiento. Cassiopeia miraba concentrada al frente, guiando la lancha entre el oleaje.
– ¿Es malo? -quiso saber Malone.
El rugido del motor y el viento hicieron que sólo Thorvaldsen oyera la pregunta.
– Bastante. Pero ahora hay esperanza.
Provincia de Xinjiang, China
15.30 horas
En la parte posterior del helicóptero, Zovastina permanecía en su asiento con el cinturón abrochado. Por regla general viajaba de manera más lujosa, pero ese día había preferido el aparato militar, más rápido. Lo pilotaba un miembro de su Batallón Sagrado. La mitad de su guardia personal, incluido Viktor, tenía licencia de piloto. Iba sentada frente a la presa del laboratorio y junto a ella había otro de sus guardaespaldas. La habían subido a bordo esposada, pero Zovastina había ordenado que la soltaran.
– ¿Cómo te llamas? -le preguntó a la mujer.
– ¿Acaso importa?
Hablaban a través de los auriculares en jakasio, idioma que ella sabía que ninguno de los otros pasajeros entendía.
– ¿Cómo te encuentras?
La mujer vaciló antes de responder, como si se planteara si mentir o no.
– Hacía años que no me sentía tan bien.
– Me alegro. Nuestro objetivo es mejorar la vida de nuestros ciudadanos. Tal vez cuando salgas de prisión sepas apreciar más nuestra nueva sociedad.
Una mirada de desprecio se dibujó en el rostro marcado de la mujer. Nada en ella era atractivo, y Zovastina se preguntó cuántas derrotas habrían hecho falta para despojarla de todo amor propio.
– Dudo que vaya a formar parte de su nueva sociedad, ministra. Mi condena es larga.
– Me han dicho que te viste envuelta en una operación de tráfico de cocaína. Si los soviéticos siguieran aquí, te habrían ejecutado.
– ¿Los rusos? -La mujer rió-. Ellos eran quienes compraban la droga.
A Zovastina no le extrañó.
– Así es la nueva vida.
– ¿Qué ha sido de los otros que fueron conmigo?
Zovastina decidió ser sincera.
– Han muerto.
Aunque era evidente que la mujer estaba acostumbrada a las dificultades, ella notó cierta inquietud. Comprensible, la verdad. Allí estaba ella, a bordo de un helicóptero con la ministra de la Federación de Asia Central, después de sacarla de la cárcel de prisa y corriendo y de someterla a una prueba médica desconocida de la cual era la única superviviente.
– Me ocuparé de que te reduzcan la condena. Aunque es posible que tú no nos aprecies, la Federación sí aprecia tu ayuda.
– ¿Se supone que debo mostrarme agradecida?
– Te ofreciste voluntaria.
– No recuerdo que nadie me diera otra opción.
La mujer miró por la ventanilla los silentes picos de la cordillera del Pamir, que señalaban la frontera y el territorio amigo, y Zovastina se percató de ello.
– ¿No quieres formar parte de lo que está a punto de suceder?
– Quiero ser libre.
A Zovastina se le pasó por la cabeza algo de sus años universitarios que Sergej había dicho hacía tiempo: la ira siempre parecía ir dirigida contra los individuos; el odio prefería a las clases. El tiempo curaba la ira, pero nunca el odio. De manera que preguntó:
– ¿Por qué albergas tanto odio?
La mujer la estudió con cara inexpresiva.
– Debería haber sido uno de los que murieron.
– ¿Por qué?
– Sus cárceles son sitios feos de los que pocos salen.
– Lógico, es para disuadir a la gente de ingresar en ellas.
– Muchos no tienen elección. -La mujer hizo una pausa-. A diferencia de usted, ministra.
El bastión montañoso aumentó de tamaño en la ventanilla.
– Hace siglos, los griegos vinieron al este y cambiaron el mundo. ¿Lo sabías? Conquistaron Asia, cambiaron nuestra cultura. Ahora los asiáticos están a punto de ir al oeste para hacer eso mismo. Tú estás contribuyendo a que sea posible.
– Me importan un bledo sus planes.
– Mi nombre, Irina, Eirene en griego, significa «paz». Eso es lo que buscamos.
– ¿Y matar a prisioneros traerá esa paz?
A la mujer le daba igual el destino; por el contrario, la vida entera de Zovastina parecía haber estado predestinada. Por el momento había forjado un nuevo orden político, igual que Alejandro. En sus oídos resonó alto y claro otra lección de Sergej: «Recuerda, Irina, lo que Arriano dijo de Alejandro: que siempre fue su propio rival.» Sólo en los últimos años había llegado a entender ese mal. Miró con fijeza a la mujer que había echado a perder su vida por unos miles de rublos.
– ¿Sabes quién era Menandro?
– No, pero imagino que me lo va a decir usted.
– Era un dramaturgo griego del siglo IV a. J.C. Escribía comedias.
– Prefiero las tragedias.
Zovastina empezaba a hartarse de tanto derrotismo. No se podía cambiar a todo el mundo. A diferencia del coronel Enver, que había visto las posibilidades que ella le ofrecía y se había reformado por propia voluntad. Hombres como él resultarían útiles en años venideros, pero esa pobre alma no era más que la personificación del fracaso.
– Menandro escribió algo que siempre me ha parecido cierto: «Si quieres vivir una vida sin dolor, has de ser un dios o un cadáver.»Zovastina extendió la mano y le soltó los correajes. El guardaespaldas, sentado junto a la rea, abrió de golpe la portezuela de la cabina. La mujer pareció aturdida momentáneamente al sentir el gélido aire y oír el rugido del motor.
– Yo soy un dios -afirmó Zovastina-. Tú, un cadáver.
El guardaespaldas le arrancó el auricular a la mujer, que al parecer comprendió lo que estaba a punto de ocurrir y empezó a oponer resistencia.
Pero él le dio un empujón.
Zovastina vio cómo el cuerpo giraba en el aire cristalino y desaparecía en los picos más abajo.
El hombre cerró la portezuela y el aparato siguió rumbo hacia el oeste, de vuelta a Samarcanda.
Por vez primera desde esa mañana se sentía satisfecha.
Ahora todo estaba bien.