CUARTA PARTE

CINCUENTA Y SIETE

Federación de Asia Central

6.50 horas


Vincenti salió del helicóptero. El viaje desde Samarcanda había durado alrededor de una hora. Aunque había nuevas carreteras que conducían al este, atravesando el valle de Fergana, su finca estaba situada más al sur, en el antiguo Tayikistán, y la vía aérea seguía siendo la alternativa más rápida y segura.

Había escogido sus tierras con esmero, en lo alto de las montañas que se elevaban entre las nubes. Nadie había cuestionado la adquisición, ni siquiera Zovastina. Se había limitado a explicar que estaba harto del terreno llano y pantanoso de Venecia, así que había comprado doscientos acres de valles boscosos y rocosas montañas en el Pamir. Ése sería su reino, donde nadie podría verlo ni oírlo, donde estaría rodeado de sirvientes, en su elevado puesto de mando, en un paisaje que una vez fue salvaje y que ahora había sido remodelado y refinado con toques de Italia, Bizancio y China.

Había bautizado la finca con el nombre de «Attico», y durante el vuelo se dio cuenta de que la entrada principal estaba ahora coronada por un elaborado arco de piedra donde se leía ese nombre. También reparó en que se habían levantado más andamios alrededor de la casa y que las obras en el exterior avanzaban rápidamente hacia su finalización. La construcción había sido lenta pero constante, y se alegraría cuando estuviera totalmente acabada.

Se alejó de las aspas aún en movimiento del helicóptero y cruzó un jardín, situado en la ladera de una montaña, que él mismo había enseñado a cultivar, así la finca tendría un toque del paisaje de la campiña inglesa.

Peter O'Conner esperaba en las irregulares rocas de la terraza trasera.

– ¿Está todo en orden? -preguntó a su empleado.

O'Conner asintió.

– Sin problemas.

Permaneció un rato en el exterior, conteniendo el aliento. Nubes de tormenta se arremolinaban en los distantes picos orientales, hacia China. Los cuervos sobrevolaban el valle. Había orientado cuidadosamente su castillo en las alturas para sacar el máximo partido de sus espectaculares vistas. Tan distintas de Venecia. Sin molestos miasmas. Sólo aire cristalino. Le habían dicho que la primavera había sido inusualmente cálida y seca, y estaba agradecido por esa tregua.

– ¿Qué hay de Zovastina? -preguntó.

– En estos momentos, mientras hablamos, está saliendo de Italia con otra mujer; de piel morena, atractiva…, dio el nombre de Cassiopeia Vitt a las autoridades.

Esperó, consciente de que O'Conner era exhaustivo en su trabajo.

– Vitt vive en el sur de Francia. En la actualidad está financiando la reconstrucción de un castillo medieval. Un gran proyecto, y caro. Su padre poseía diversas empresas en España. Grandes corporaciones. Ella lo heredó todo.

– ¿Y qué sabemos de ella? De la persona.

– Es musulmana, pero no es practicante. Ha recibido una buena educación. Es licenciada en Ingeniería e Historia. Soltera. Treinta y ocho años. Esto es, en resumen, todo lo que he podido saber. ¿Quiere más información?

Vincenti negó con un leve movimiento de la cabeza.

– Por ahora, no. ¿Alguna pista sobre lo que está haciendo con Zovastina?

– Mi gente no sabe nada. Zovastina salió de la basílica con ella y fue directamente al aeropuerto.

– ¿Así que está regresando hacia aquí?

O'Conner asintió.

– Debería llegar dentro de cuatro o cinco horas.

Sintió que había algo más.

– Nuestros hombres, los que fueron tras Nelle… Uno fue abatido por un francotirador; el otro escapó. Parece que Nelle estaba preparada.

No le gustaba cómo sonaba eso, pero ese problema tendría que esperar. Casi había llegado a la cima; era demasiado tarde para retroceder.

Entró en la mansión.

Hacía un año que había acabado de decorarla; había invertido millones en pinturas, tapices, mobiliario y obras de arte. Pero insistió en que la comodidad no se viera sacrificada por la magnificencia, así que incluyó un teatro, confortables salones, habitaciones privadas, baños y el jardín. Por desgracia, sólo había podido disfrutar de unas pocas y preciosas semanas allí, contratando a personal de la zona que el propio O'Conner supervisaba. Con todo, «Attico» pronto sería su refugio personal, un lugar donde vivir por todo lo alto y pensar con claridad; además, se había preparado para cualquier eventualidad instalando sofisticadas alarmas, verdaderas obras maestras de los equipos de comunicación, además de una intrincada red de pasajes secretos.

Atravesó las estancias de la planta baja, que se sucedían una tras otra, decoradas al estilo francés; cada uno de sus rincones parecía tan fresco y umbrío como un atardecer de primavera. Un hermoso atrio de inspiración clásica albergaba una escalera de caracol, de mármol, que conducía al segundo piso.

Subió.

Unos frescos que representaban el avance de las ciencias liberales cubrían el techo. Esa parte de la casa le recordaba lo mejor de su posesión veneciana, aunque los parteluces de los imponentes ventanales enmarcaban paisajes alpinos en vez del Gran Canal. Su destino era la puerta de su derecha, un poco más allá del arranque de la escalera, una de las amplias habitaciones para huéspedes.

Entró en silencio. Karyn Walde aún yacía inmóvil en la cama.

O'Conner las había llevado allí, a ella y a su enfermera, desde Samarcanda, en otro helicóptero. Su brazo derecho volvía a estar conectado a un gotero intravenoso. Se acercó, cogió una de las jeringas que estaban dispuestas sobre una mesa de acero inoxidable e inyectó su contenido en uno de los dispositivos de entrada. Unos segundos después, el estimulante hizo que Walde abriera los ojos. En Samarcanda la había dejado inconsciente. Ahora necesitaba que estuviera despierta.

– Vamos -dijo-. Despierte.

Parpadeó y observó que, poco a poco, ella recuperaba la visión.

Pero volvió a cerrar los ojos.

Vincenti agarró un jarro de agua helada que había sobre la mesita de noche y le tiró su contenido a la cara.

Se despertó, sacudiéndose el agua y quitándosela de los ojos.

– Hijo de puta -espetó, incorporándose.

– Le he dicho que se despertara.

No estaba retenida; no era necesario. Su mirada inspeccionó la estancia.

– ¿Dónde estoy?

– ¿Le gusta? Es tan elegante como los lugares a los que está acostumbrada.

Ella reparó en que la luz del sol entraba a través de las ventanas y de las puertas abiertas que daban a la terraza.

– ¿Cuánto tiempo he estado inconsciente?

– Bastante. Ya es de día.

La desorientación reapareció al comprender la realidad.

– ¿Qué está pasando?

– Quiero leerle algo. ¿Me permite?

– ¿Acaso tengo elección?

Había recuperado su sentido de la ironía.

– Realmente, no. Pero creo que valdrá la pena.


Sospeché del experimento clínico W12-23 desde el principio. Inicialmente, Vincenti sólo me asignó a mí y a él mismo para su supervisión. Fue extraño, ya que Vincenti raramente se implicaba personalmente en este tipo de cosas, en especial en un experimento con sólo doce participantes, otra razón por la que sospeché. Muchos de los experimentos que desarrollábamos tenían entre cien o mil participantes, y en una ocasión incluso más. Una muestra de sólo doce pacientes no revelaría, en principio, ningún dato importante sobre los efectos de ninguna sustancia. En particular, teniendo en cuenta el importantísimo criterio de toxicidad, por lo que se daba el peligro de que las conclusiones pudieran ser, simplemente, azarosas.

Cuando expresé estas preocupaciones a Vincenti, explicó que la toxicidad no era el objetivo de este experimento. Y eso también me pareció extraño. Pregunté acerca del agente que estaba siendo testado y Vincenti me dijo que era algo que estaba desarrollando personalmente y que tenía curiosidad por ver si los resultados del laboratorio podían reproducirse en humanos. Era consciente de que Vincenti trabajaba en proyectos clasificados a los que sólo unos pocos tenían acceso, pero en el pasado yo siempre lo había tenido. En este caso, Vincenti dejó claro que sólo él podía manipular la sustancia que estábamos probando y que se conocía como Zeta Eta.

Usando los parámetros específicos que Vincenti proporcionó, conseguimos una docena de voluntarios en varias clínicas de diversas zonas del país. No fue una tarea fácil, pues el VIH era un tema del que los iraquíes no discutían abiertamente, y la enfermedad era poco común. Finalmente, y tras ofrecerles dinero, encontré a los sujetos. Tres de ellos estaban en las primeras fases de desarrollo del VIH; llegaron con un porcentaje de glóbulos blancos que se aproximaba a mil y con un pequeño porcentaje del virus. Ninguno de ellos había mostrado ningún síntoma externo de sida. Otros cinco habían desarrollado la enfermedad y su torrente sanguíneo estaba tomado por los virus, tenían pocos glóbulos blancos y presentaban una amplia variedad de síntomas específicos. Cuatro más estaban casi moribundos, sus glóbulos blancos por debajo de cien, y presentaban claramente una variedad de infecciones secundarias; su fin sólo era cuestión de tiempo.

Una vez al día me desplazaba a la clínica, en Bagdad, y administraba, por vía intravenosa, las dosis de la sustancia en los niveles indicados por Vincenti. Al mismo tiempo, tomaba muestras de sangre y tejidos. Desde la primera inyección, los doce dieron muestras de una mejoría clara. Los recuentos de glóbulos blancos mejoraron radicalmente, y con la mejoría del sistema inmunológico, las infecciones secundarias se disiparon y sus cuerpos empezaron a combatir las distintas afecciones. Algunas, como el sarcoma de Kaposi, que habían desarrollado cinco de los doce, estaban más allá de toda cura, pero las infecciones que el sistema inmunológico podía combatir de modo efectivo empezaron a remitir al inicio del segundo día.

Al tercero, el sistema inmunológico de los doce se había repuesto. Los glóbulos blancos se habían regenerado y sus recuentos aumentaron. Volvieron a tener apetito. Recuperaron peso. La carga viral del VIH descendió casi hasta cero. Si las inyecciones hubieran continuado, no cabe duda de que todos ellos se habrían curado, al menos del VIH y del sida. Pero dejamos de administrar las inyecciones. Al cuarto día, después de que Vincenti se convenció de que la sustancia funcionaba, sustituyó el contenido de las inyecciones por suero salino. Los doce pacientes pronto recayeron. Sus recuentos de linfocitos cayeron y el VIH volvió a prevalecer. Qué era exactamente la sustancia que se estaba probando sigue siendo un misterio. Las pocas pruebas químicas que desarrollé revelaron unos ligeros restos de un componente alcalino en un compuesto a base de agua. Más por curiosidad que por otra cosa, examiné la muestra al microscopio y me sorprendí al detectar organismos vivos en la solución.


Vio que Karyn Walde estaba escuchando atentamente.

– Éste es el informe de un hombre que una vez trabajó para mí. Quería que llegara a mis superiores. Por supuesto, eso nunca ocurrió. Pagué para que lo mataran. En Iraq, durante los ochenta, cuando gobernaba Saddam, era fácil hacerlo.

– ¿Y por qué ordenó su muerte?

– Era un entrometido. Prestaba demasiada atención a cosas que no le concernían.

– Eso no es una respuesta. ¿Por qué había de morir?

Él le mostró una jeringa llena de un líquido claro.

– ¿Un poco más de su somnífero? -preguntó ella.

– No. En realidad, es su mayor deseo. Aquello que, según me dijo usted en Samarcanda, quiere más que nada.

Se detuvo.

– La vida.

CINCUENTA Y OCHO

Venecia

2.55 horas


Malone sacudió la cabeza.

– ¿Ely Lund está vivo?

– No lo sabemos -dijo Edwin Davis-. Pero sospechamos que a Zovastina la ha instruido alguien. Y ayer supimos que Lund era su fuente de información, Henrik nos habló de él, y las circunstancias de su muerte son, desde luego, sospechosas.

– ¿Y por qué cree Cassiopeia que está muerto?

– Porque había de creerlo -dijo Thorvaldsen-. No había modo de demostrar lo contrario. Pero supongo que una parte de ella ha estado preguntándose si esa muerte era real.

– Henrik cree, y yo estoy de acuerdo con él -dijo Stephanie-, que Zovastina intentará usar el vínculo entre Ely y Cassiopeia a su favor. Todo lo que ha ocurrido aquí debe de haber sido un shock para ella, y la paranoia es uno de los riesgos de su posición. Cassiopeia puede jugar con eso.

– Esa mujer está planeando una guerra. Le trae sin cuidado Cassiopeia. La necesitaba para llegar al aeropuerto. Después no será más que una carga. Esto es una locura.

– Cotton -dijo Stephanie-. Hay algo más.

Él esperó.

– Naomi ha muerto.

Él se pasó una mano por el cabello.

– Estoy cansado, asqueado de ver morir a mis amigos.

– Quiero a Enrico Vincenti -dijo ella.

Él también lo quería.

Empezó a pensar de nuevo como un agente, luchando contra el fuerte deseo de tomarse una venganza rápida.

– Dijiste que había algo en el tesoro. Bien, pues enséñamelo.

Zovastina contempló a la mujer que estaba sentada ante ella en la lujosa cabina del jet. Una personalidad llena de coraje, sin duda, y como la prisionera del laboratorio de China, esa belleza conocía el miedo; pero a diferencia de aquella pobre alma, ésta sabía cómo controlarlo.

No habían hablado desde que habían dejado la basílica, y había aprovechado ese tiempo para calibrar a su rehén. Todavía no estaba segura de si la presencia de la mujer era fruto del azar o había sido planeada. Habían pasado demasiadas cosas y demasiado rápidamente.

Y además estaban los huesos.

Estaba segura de que iba a encontrar algo, tan segura como para arriesgarse a hacer ese viaje. Pero habían pasado más de dos mil años. Thorvaldsen quizá tenía razón. Realmente, ¿qué era lo que podía quedar?

– ¿Por qué estaba en la basílica? -preguntó.

– ¿Me ha traído aquí para parlotear?

– La he traído para descubrir qué sabe.

Esa mujer le recordaba demasiado a Karyn. Aquella maldita seguridad en sí misma, exhibida con orgullo. Y aquella peculiar expresión de alerta, que extrañamente atraía a Zovastina y al mismo tiempo la desarmaba.

– Su ropa, su pelo…, parece que haya estado usted nadando.

– Su guardaespaldas me tiró a la laguna.

Eso era una novedad.

– ¿Mi guardaespaldas?

– Viktor. ¿Acaso no se lo dijo? Maté a su compañero en el museo de Torcello. También quería matarlo a él.

– Debió de ser todo un reto.

– La verdad es que no.

Su voz era fría, acida, soberbia.

– ¿Conocía a Ely Lund?

Cassiopeia no dijo nada.

– ¿Cree usted que lo maté?

– Sé que lo hizo. Le habló del enigma de Ptolomeo. La instruyó sobre Alejandro Magno y le contó que el cuerpo del Soma nunca fue el de Alejandro. Relacionó ese cadáver con el robo de San Marcos por parte de los venecianos y usted supo que tenía que ir a Venecia. Lo mató para asegurarse de que no se lo contaría a nadie más. Pero ya se lo había contado a alguien: a mí.

– Y usted se lo contó a Henrik Thorvaldsen.

– Entre otros.

Eso era un problema, y Zovastina se preguntó si había una conexión entre esa mujer y el fallido intento de asesinato. ¿Y Vincenti? Henrik Thorvaldsen era verdaderamente el tipo que podía ser miembro de la Liga Veneciana. Pero como la filiación era altamente confidencial, no tenía modo de confirmarlo.

– Ely nunca la mencionó.

– Pero sí la mencionó a usted.

Verdaderamente, esa mujer era como Karyn. El mismo atractivo irresistible y el mismo carácter franco. Los desafíos atraían a Zovastina, todo aquello que exigiera paciencia y determinación para ser dominado.

Lo haría.

– ¿Y si Ely no estuviera muerto?

CINCUENTA Y NUEVE

Venecia


Malone siguió a los otros hacia el crucero sur de la basílica, donde se detuvieron ante el umbral apenas iluminado de unas puertas encajadas en un elaborado arco de estilo musulmán. Thorvaldsen sacó una llave y abrió las puertas de bronce.

En su interior, un vestíbulo abovedado conducía a una capilla. A la izquierda, iconos y relicarios llenaban los nichos de las paredes. A la derecha se situaba el tesoro, en el que los símbolos más frágiles y preciosos de la extinta república descansaban depositados en urnas o apoyados en las paredes.

– La mayoría de estos objetos provienen de Constantinopla -dijo Thorvaldsen-, cuando Venecia saqueó la ciudad en 1204. Pero las restauraciones, los incendios y los robos le han pasado factura. Cuando cayó la república de Venecia, la mayor parte de la colección fue fundida para conseguir oro, plata y piedras preciosas. Sólo estos doscientos treinta y ocho objetos han conseguido sobrevivir.

Malone admiró los deslumbrantes cálices, relicarios, cofres, cruces, bandejas e iconos hechos de mármol, madera, cristal, plata y oro. También observó ánforas, ampolletas, manuscritos y elaborados quemadores de incienso, todos ellos antiguos trofeos traídos desde Egipto, Roma o Bizancio.

– Bonita colección -dijo.

– Una de las más hermosas del planeta -afirmó Thorvaldsen.

– ¿Y qué estamos buscando?

– Michener dijo que estaría por aquí -señaló Stephanie.

Se acercaron a una urna de cristal que contenía una espada, el báculo de un obispo, unos pocos recipientes hexagonales y varios relicarios dorados. Thorvaldsen usó otra de las llaves y abrió la urna. Entonces abrió uno de ellos.

– Lo guardan aquí, fuera de la vista.

Malone reconoció el objeto.

– Un escarabeo.

Durante el proceso de momificación, los embalsamadores egipcios adornaban rutinariamente el cuerpo purificado con centenares de amuletos. Muchos eran simplemente decorativos; otros se colocaban para sujetar los miembros del cadáver. El que ahora contemplaba se llamaba así por el insecto que adornaba su superficie -Scarabaeidae-, un escarabajo pelotero. La asociación siempre le había parecido extraña, pero los antiguos egipcios habían reparado en que los escarabajos parecían brotar de la inmundicia, así que identificaron el insecto con Chepera, el creador de todas las cosas, el padre de los dioses, que se hizo a sí mismo de la materia que había creado.

– Es un amuleto para el corazón -explicó.

Stephanie asintió.

– Eso fue lo que dijo Michener.

Sabía que todos los órganos corporales se eliminaban durante la momificación, excepto el corazón. Y siempre se colocaba un escarabeo sobre él como símbolo de la vida eterna. Ése era muy común: hecho de piedra verde, probablemente cornalina. Pero reparó en un detalle.

– Nada de oro. Normalmente, o estaban hechos de oro, o decorados con él.

– Razón por la que probablemente ha sobrevivido -apuntó Thorvaldsen-. La historia señala que el Soma, en Alejandría, fue asaltado por los últimos Ptolomeos. Arrancaron todo el oro, fundieron los sarcófagos que eran de este metal y se llevaron todo lo que tenía algún valor. Este pedazo de piedra no debió de significar nada para ellos.

Malone se inclinó y cogió el amuleto. Quizá diez centímetros de largo por cinco de ancho.

– Es más grande de lo normal -señaló-. Estas cosas suelen medir la mitad.

– Sabe usted mucho sobre ellas -dijo Davis.

Stephanie sonrió.

– El tipo lee. Al fin y al cabo, es librero.

Malone también sonrió, pero continuó observando el amuleto y se dio cuenta de que en los élitros del escarabajo había tres jeroglíficos grabados.



– ¿Qué significan? -preguntó.

– Michener dijo que simbolizaban la vida, la estabilidad y la protección -respondió Thorvaldsen.

Dio media vuelta al amuleto. El reverso estaba grabado con la imagen de un pájaro.



– Lo encontraron con los huesos de san Marcos cuando fueron trasladados de la cripta al altar, en 1835 -dijo Thorvaldsen-. San Marcos fue martirizado en Alejandría y momificado, así que se creyó que este amuleto simplemente formaba parte de ese proceso. Pero como el hecho tenía ciertos tintes paganos, los Padres de la Iglesia decidieron no incluirlo con los restos del santo. Con todo, reconocieron su valor histórico y lo guardaron aquí, en el tesoro. Cuando la Iglesia conoció el interés de Zovastina por san Marcos, el amuleto adquirió mayor importancia. Y cuando Daniels me habló de él recordé las palabras de Ptolomeo.

Y él también: «Toca lo más íntimo de la ilusión dorada.» Las piezas encajaron.

– La ilusión dorada era el propio cadáver, en Menfis, ya que estaba recubierto de oro. ¿Lo más íntimo? El corazón. -Señaló el amuleto-. Esto.

– Lo que significa que los restos que yacen en la basílica no son los de san Marcos -dijo Davis.

Malone asintió.

– Son otra cosa, eso es seguro. Algo que no tiene nada que ver con el cristianismo.

Thorvaldsen señaló el reverso.

– Éste es el jeroglífico egipcio para el fénix, el símbolo del renacimiento.

Otras partes del enigma centellearon en su cabeza.

«Divide el fénix.»

Y supo exactamente qué tenía que hacer.


Cassiopeia se dio cuenta de que la pregunta de Zovastina la había afectado. «¿Y si Ely no está muerto?» Así pues, controló sus emociones y contestó tranquilamente:

– Pero lo está; desde hace meses.

– ¿Está usted segura?

Cassiopeia se lo había preguntado muchas veces -¿cómo no hacerlo?-, pero combatió el dolor que le producía ese deseo y afirmó:

– Ely está muerto.

Zovastina cogió un teléfono y pulsó algunas teclas. Pasaron unos segundos; luego habló:

– Viktor, necesito que le expliques a alguien qué ocurrió la noche en que Ely Lund murió.

Zovastina le tendió el teléfono.

Cassiopeia no se movió. Recordó lo que le había dicho en la lancha. En realidad, nada.

– ¿Puede usted permitirse no escuchar lo que tiene que decir? -preguntó Zovastina con un repugnante brillo de satisfacción en sus ojos negros.

Esa mujer conocía sus debilidades y de algún modo esa revelación asustó a Cassiopeia mucho más que cualquier cosa que Viktor pudiera decirle. Quería saber. Los últimos meses habían sido una tortura, pero…

– Métase ese teléfono por el culo.

Zovastina titubeó y luego sonrió. Finalmente dijo por el auricular:

– Quizá más tarde, Viktor. Ya puedes soltar al cura.

Y colgó.

El avión continuó elevándose entre las nubes, rumbo al este, hacia Asia.

– Viktor vigilaba la casa de Ely por orden mía.

Cassiopeia no quería oírlo.

– Entró por detrás. Ely estaba atado a una silla y el asesino se estaba preparando para dispararle. Viktor disparó primero al asesino, y luego me trajo a Ely e incendió la casa con el asesino dentro.

– No pretenderá que me trague eso.

– Hay mucha gente en mi propio gobierno que desearía verme muerta. Por desgracia, la traición forma parte de nuestra tradición política. Me temen y sabían que Ely me ayudaba. Así que ordenaron su muerte, como ordenaron que se eliminara a otros que también eran mis aliados.

Cassiopeia seguía sin creerlo.

– Ely es seropositivo.

La afirmación captó la atención de Cassiopeia.

– ¿Cómo lo sabe?

– Él me lo contó. Le he estado proporcionando su medicación durante los últimos dos meses. A diferencia de usted, él confía en mí.

Cassiopeia sabía que Ely nunca le hubiera contado a nadie que estaba infectado. Sólo Henrik y Ely sabían que estaba enferma.

Ahora estaba confusa.

Pero se preguntaba si ésa no sería, precisamente, la intención de todo eso.


Malone pasó suavemente la mano por la pátina que cubría el amuleto, recorriendo con sus dedos el contorno del pájaro que para los egipcios representaba el fénix.

– Ptolomeo dijo que había que dividir el fénix.

Sacudió el artefacto y escuchó.

Nada se movió en su interior.

Thorvaldsen pareció entender lo que se disponía a hacer.

– Eso tiene más de dos mil años de antigüedad.

A Malone no podía importarle menos. Cassiopeia estaba en apuros y el mundo pronto sufriría una guerra biológica. Ptolomeo había compuesto un enigma que conducía, obviamente, al lugar donde Alejandro Magno había querido ser enterrado. El guerrero que se había convertido en faraón había poseído, aparentemente, buena información. Y si había dicho «divide el fénix», Malone iba a hacerlo.

Arrojó el objeto, boca abajo, contra el suelo de mármol. Éste saltó violentamente y aproximadamente un tercio del escarabeo se rompió, como si de una nuez se tratara. Distribuyó las piezas sobre el suelo y las examinó.

Entonces, algo salió rodando.

Los otros se arrodillaron junto a él.

Malone lo señaló y dijo:

– El interior estaba dividido, listo para partirse y lleno de arena.

Cogió el pedazo más grande y retiró la arena.

– Miren -indicó Edwin Davis.

Malone también lo vio. Retiró la arena con suavidad y reparó en un objeto cilíndrico, de poco más de un centímetro de diámetro. Entonces se dio cuenta de que en realidad no era un cilindro.

Era una tira de oro.

Enrollada.

Desenrolló cuidadosamente el pequeño legajo y observó algunas letras grabadas aparentemente al azar en uno de los lados.

– Griego -dijo.

Stephanie se acercó un poco más.

– Y fijaos qué delgada es esta pieza. Como una hoja.

– ¿Qué es? -preguntó Davis.

La mente de Malone empezó a encajar las últimas piezas del rompecabezas. Los siguientes versos del enigma de Ptolomeo resultaban ahora decisivos: «La vida proporciona la medida de la verdadera tumba. Pero sé cauteloso, pues sólo dispondrás de una oportunidad.»

Metió la mano en el bolsillo y encontró el medallón que Stephanie le había mostrado.

– En él están, casi invisibles, esas pequeñas letras, ZH. Y sabemos que Ptolomeo acuñó estos medallones cuando creó el acertijo.

Percibió un pequeño símbolo – - en uno de los lados e inmediatamente estableció la conexión.

– El mismo símbolo estaba en el manuscrito que me mostrasteis. En el extremo, bajo el enigma.

Vio claramente las palabras en su mente: «La vida proporciona la medida de la verdadera tumba.»

– ¿Qué tienen que ver los medallones de los elefantes con esta tira de oro? -preguntó Davis.

– Para saber eso -dijo Malone- debemos saber qué es esta tira.

Vio que Stephanie lo estaba entendiendo.

– ¿Y tú lo sabes? -preguntó ella.

Él asintió.

– Sé exactamente lo que es.


Viktor soltó las amarras y dejó que la lancha se deslizara de vuelta al dique de San Marcos. Había llevado a Michener directamente desde la basílica hasta el lugar donde había amarrado pensando que el lugar más seguro para esperar la partida de Zovastina era el agua. Y allí habían permanecido, contemplando las cúpulas iluminadas y los pináculos, el palacio blanco y rosa del dogo, el campanil y las hileras de vetustos edificios, altos y sólidos, tachonados de balcones y ventanas, cubiertos todos ellos por el manto oscuro de la noche. Se alegraría cuando por fin dejara Italia.

Allí todo había salido mal.

– Ya va siendo hora de que usted y yo tengamos una charla -dijo Michener.

Había situado al sacerdote en la cabina delantera de la lancha, solo, mientras él esperaba la llamada de Zovastina, y Michener se había sentado cómodamente y permanecido en silencio.

– ¿Y de qué tenemos que hablar?

– Quizá del hecho de que es usted un espía norteamericano.

SESENTA

Federación de Asia Central


Vincenti concedió a Karyn Walde unos minutos para que asimilara lo que acababa de decirle. Recordó el momento en que él mismo se había dado cuenta por primera vez de que había descubierto la cura para el VIH.

– Le hablé del anciano de las montañas…

– ¿Ahí fue donde lo encontró? -preguntó ella con expectación.

– Creo que «reencontrar» sería una palabra más precisa.

Nunca le había hablado de eso a nadie. ¿Cómo iba a hacerlo? Y ahora se encontró a sí mismo dispuesto a explicarlo.

– Es irónico cómo las cosas más simples resuelven los problemas más complejos. En las primeras décadas del siglo XX, el beriberi se extendió por toda China y mató a centenares de miles de personas. ¿Sabe usted por qué? Para que el arroz se vendiera mejor, los comerciantes empezaron a pulir el grano, lo que eliminó la tiamina, la vitamina Bl, de la cascara. Sin vitamina en su dieta, el beriberi se extendió sin freno entre la población. Cuando dejó de pulirse, la tiamina se encargó de la enfermedad.

»La corteza del tejo del Pacífico es un tratamiento efectivo contra el cáncer. No lo cura pero puede frenar el avance de la enfermedad. El simple moho del pan contiene antibióticos altamente efectivos que acaban con las infecciones bacterianas. Y algo tan básico como una dieta alta en grasas y baja en carbohidratos puede combatir eficazmente la epilepsia en algunos niños; cosas simples. Y entonces descubrí que ese mismo principio funcionaba con el sida.

– ¿Qué había en la planta que masticó?

– Cosa, no. Cosas.

Vincenti vio cómo la aprensión de la mujer se desvanecía al darse cuenta de que lo que podía haber sido una trampa cambiaba rápidamente y se convertía en la solución.

– Hace treinta años inoculamos un virus en el torrente sanguíneo de unos monos. Nuestro conocimiento de los virus en ese momento era rudimentario si lo comparamos con lo que sabemos ahora. Realmente pensamos que era una variante de la rabia, pero la forma, la medida y la biología del organismo eran diferentes.

»En última instancia fue bautizado como VIS, el virus de inmunodeficiencia de los simios. Ahora sabemos que el VIS puede vivir en los monos indefinidamente sin dañar al animal. Primero pensamos que los monos tenían algún tipo de resistencia, pero luego nos dimos cuenta de que la resistencia provenía del virus, que, químicamente, se había dado cuenta de que no podía arrasar a todos los organismos biológicos con los que entraba en contacto. El virus aprendió a coexistir con los monos, sin que los monos supieran siquiera que eran portadores.

– Había oído algo al respecto -dijo ella-. Y también que el sida empezó con el mordisco de un mono.

Él se encogió de hombros.

– ¿Quién sabe? Podría haber sido un mordisco o un arañazo; podría haber sido ingerido. Los monos son un alimento habitual en muchas dietas. No importa cómo ocurrió, el caso es que el virus dejó a los monos y encontró a los humanos. Lo vi de primera mano en el caso de un hombre llamado Charlie Easton; en su interior, el virus había cambiado de VIS a VIH.

Le dio más detalles sobre lo que había ocurrido varias décadas antes, no muy lejos de donde estaban, cuando Easton murió.

– El VIH no tenía ningún sentido de la autoprotección respecto a los humanos, a diferencia de cómo lo había hecho con los monos. Empecé a trabajar, clonando rápidamente las células en los nódulos linfáticos y duplicándolas. Charlie murió al cabo de unas pocas semanas. Pero no fue el primero. El primer caso que fue definitivamente diagnosticado fue el de un inglés, en 1959. Una muestra de suero congelado que se examinó en los noventa mostró VIH en su sangre, y los informes médicos confirmaron los síntomas del sida. Lo más probable es que tanto el SIV como el VIH existieran desde hace muchos siglos. La gente moría en pueblos aislados, y nadie se daba cuenta. Las infecciones secundarias, como la neumonía, eran lo que realmente mataba a la gente, así que los médicos confundían, por pura rutina, el sida con otras cosas. Originalmente, en Estados Unidos, fue bautizado como «neumonía gay». La mejor hipótesis que tenemos es que en los años cincuenta y sesenta, cuando África empezó a modernizarse y la gente comenzó a acumularse en las ciudades, la enfermedad se extendió. Finalmente, algún portador sacó el virus del continente. En los ochenta y los noventa, el VIH ya se había extendido por todo el mundo.

– Una de sus armas biológicas funcionó.

– Realmente nos parece muy poco apropiada para ese cometido. No se contrae con facilidad y no se erradica con facilidad. Lo que no es malo. Algo más fácil y tendríamos la moderna peste negra.

– La tenemos -dijo ella-, sólo que todavía no mata a la gente adecuada.

Comprendía a qué se refería. Hasta hacía poco existían dos principales cepas del virus: el VIH 1, prevalente en África, mientras que el VIH 2 persistía en los consumidores de drogas intravenosas y en los homosexuales. Posteriormente, habían empezado a aparecer nuevas variantes especialmente virulentas en el sureste asiático, que habían adquirido recientemente la etiqueta de VIH 3.

– Easton -dijo ella-. ¿Cree que lo infectó él?

– Entonces sabíamos muy poco sobre cómo se contagiaba el virus. Recuerde: cualquier arma biológica es inútil sin una cura. Así que cuando aquel viejo sanador se ofreció a llevarme a las montañas, fui. Me mostró la planta y me dijo que el jugo de sus hojas podía detener lo que él llamaba «fiebre». Así que comí algunas.

– ¿Y no le dio a Easton? ¿Lo dejó morir?

– Le di el jugo de la planta, pero no surtió efecto.

Ella quedó desconcertada y él dejó que la pregunta quedara en suspense.

– Después de morir Charlie, catalogué el virus como un espécimen inaceptable. Los iraquíes sólo querían hablar de éxitos. Nos dijeron que obviáramos los fracasos. A mediados de los ochenta, cuando se consiguió aislar el VIH tanto en Francia como en Estados Unidos, lo reconocí. Al principio no le di mucha importancia; ¡demonios!, nadie excepto la comunidad gay se veía afectado. Pero hacia 1985 se empezó a hablar de ello en la industria farmacéutica. Quien encontrara la cura ganaría mucho dinero. Así que decidí empezar a investigar. Por entonces, ya sabía bastante más. Así que volví a Asia Central y contraté a un guía para que me llevara a las montañas y pudiera encontrar la planta. Recolecté algunas muestras, hice pruebas y llegué a estar bastante seguro de que esa maldita cosa eliminaba el VIH prácticamente con el contacto.

– Usted ha dicho que no funcionó con Easton.

– La planta es inútil. Cuando se la suministré a Charlie, las hojas estaban secas. No son las hojas, sino el agua. Allí fue donde las encontré.

Le mostró la jeringa.

– Bacterias.

SESENTA Y UNO

– ¿Sabéis lo que es un escitalo? -preguntó Malone.

Ninguno de ellos lo sabía.

– Coges un bastón, lo envuelves con una tira de cuero, escribes tu mensaje en él, lo desenrollas y añades otras letras. La persona a quien quieres enviar el mensaje tiene un bastón similar, del mismo diámetro, así que cuando envuelve el bastón con la tira de cuero el mensaje es legible. Si se utiliza un bastón de otra medida, todo lo que se consigue es una maraña de letras. Los antiguos griegos utilizaban el escitalo para comunicarse secretamente.

– ¿Cómo demonios sabe usted estas cosas? -preguntó Davis.

Malone se encogió de hombros.

– El escitalo era rápido, efectivo, y era difícil que se produjeran errores, lo que era muy importante en el campo de batalla. Un gran sistema para enviar un mensaje cifrado. Y, respondiendo a su pregunta, leo.

– Pero no tenemos el bastón correcto -dijo Davis-. ¿Cómo vamos a descifrarlo?

– Recuerde el enigma: «La vida proporciona la medida de la verdadera tumba.» -Les mostró el medallón-. ZH. Vida. La moneda es la medida.

– «Pero sé cauteloso, pues sólo dispondrás de una oportunidad» -dijo Stephanie-. Esa tira de oro es muy delgada. No hay modo de desenrollarla y volver a enrollarla. Aparentemente, sólo tienes una oportunidad.

Malone asintió.

– Yo también lo creo.

Malone abrió la marcha; dejaron atrás la basílica y volvieron a los despachos eclesiásticos llevando consigo el medallón y la tira. Calculó que el decadracma tenía poco más de un centímetro de diámetro, así que empezaron a buscar algo que pudiera servirles. Un par de mangos de escoba que encontraron en un armario resultaron ser demasiado grandes, y otros pocos objetos, demasiado pequeños.

– Todas las luces están encendidas -señaló Malone-, pero no hay nadie por aquí.

– Michener despejó el edificio cuando Zovastina se quedó a solas en la basílica -dijo Davis-. Necesitábamos el menor número de testigos posible.

Cerca de una fotocopiadora, en unas estanterías, vieron unas velas. Malone cogió la caja y comprobó que su diámetro apenas era un poco mayor que el del medallón.

– Haremos nuestro propio escitalo.

Stephanie lo entendió inmediatamente.

– Hay una cocina bajo la entrada. Iré a buscar un cuchillo.

Depositó la tira de oro en su palma, protegiéndola con un pliego de papel que había encontrado en la taquilla del tesoro.

– ¿Alguien sabe griego clásico? -preguntó.

Davis y Thorvaldsen negaron con la cabeza.

– Necesitaremos un ordenador. Cualquier palabra que haya en esta tira estará en griego clásico.

– Hay uno en el despacho donde estuvimos antes -sugirió Davis-, bajo la entrada.

Stephanie volvió con un cuchillo de cocina.

– ¿Sabéis? Estoy preocupado por Michener -dijo Malone-. ¿Qué impedirá a Viktor matarlo una vez que Zovastina se haya ido y esté a salvo?

– Eso no va a ser ningún problema -repuso Davis-. Quería que Michener fuera con Viktor.

Malone estaba desconcertado.

– ¿Por qué?

Edwin Davis lo miró fijamente, como si estuviera decidiendo si podía confiar en él.

Y eso irritó a Malone.

– ¿Por qué?

Entonces Stephanie asintió y Davis dijo:

– Viktor trabaja para nosotros.


Viktor estaba asombrado.

– ¿Quién es usted?

– Un sacerdote de la Iglesia católica, como le he dicho. Pero usted es mucho más de lo que parece. El presidente de Estados Unidos quiere que hable con usted.

La lancha estaba a punto de llegar al muelle. Al cabo de unos minutos, Michener se habría ido. El sacerdote había calculado bien el momento de revelarle lo que sabía.

– Me dijeron que Zovastina lo contrató cuando trabajaba en las fuerzas de seguridad de Croacia, donde ya había sido reclutado anteriormente por los norteamericanos. Les resultó usted útil en Bosnia, y cuando se dieron cuenta de que trabajaba para Zovastina, los estadounidenses retomaron la relación con usted.

Viktor juzgó que la información que le daba, toda ella cierta, se la proporcionaba para convencerlo de que el encargo era real.

– ¿Por qué lo hizo? -preguntó Michener-. ¿Por qué vivir una mentira?

Decidió ser honesto.

– Digamos que preferí no ser juzgado por crímenes de guerra. Luché en el otro bando, en Bosnia. Todos hicimos cosas que lamentamos. Tranquilicé mi conciencia cambiando de bando y ayudando a los norteamericanos a capturar a los criminales más buscados.

– Lo que significa que los del otro bando lo odiarían si lo supieran.

– Algo así.

– ¿Los norteamericanos todavía lo amenazan con eso?

– El asesinato no conoce límites. Tengo familia en Bosnia. La represalia en esa parte del mundo incluye a cualquiera que sea cercano a ti. Me fui para escapar de ciertas cosas, pero cuando los estadounidenses descubrieron que estaba trabajando para Zovastina tuve que elegir. O me vendía a los bosnios, o bien a ella. Así que decidí que lo más fácil era unirme a ellos.

– Está jugando usted a un juego peligroso.

Se encogió de hombros.

– Zovastina no sabe nada de mí. Ésa es una de sus debilidades. Cree que todos los que se encuentran a su alrededor están demasiado asustados o atemorizados para desafiarla.

Necesitaba saber.

– La mujer que estaba esta noche en la basílica, Cassiopeia Vitt, la que dejamos con Zovastina…

– Forma parte de esto.

Viktor se dio cuenta en ese momento de la gravedad del error que había cometido. Podía comprometerlo muy seriamente. Así que añadió:

– Nos conocimos en Dinamarca. Intenté matarla, a ella y a otros dos que estaban en la basílica. No tenía ni idea. Cuando le cuente a Zovastina lo que ha ocurrido, soy hombre muerto.

– Cassiopeia no hará tal cosa. Le hablaron de usted antes de llegar a la basílica, esta noche. Cuenta con que la ayude en Samarcanda.

Ahora comprendía sus extraños susurros en el crucero de la iglesia y por qué nadie de los que habían estado en Dinamarca había dicho nada delante de Zovastina.

La lancha llegó al muelle y Michener saltó.

– Ayúdela. Me han dicho que es una mujer con muchos recursos.

Y mataba sin inmutarse.

– Que Dios esté con usted, Viktor. Creo que lo necesitará.

– Es inútil.

El sacerdote esbozó una sonrisa.

– Eso es lo que yo solía pensar. -Meneó la cabeza-. Pero estaba equivocado.

Viktor era como Zovastina, un pagano, aunque no por razones religiosas o morales. Simplemente porque no se había preocupado por lo que le ocurriría después de morir.

– Una cosa más -dijo Michener-. En la basílica, Cassiopeia mencionó a un hombre llamado Ely Lund. Los norteamericanos quieren saber si está vivo.

Otra vez ese nombre. Primero, la mujer; ahora, Michener.

– Lo estaba. Pero no estoy seguro de que todavía lo esté.


Malone sacudió la cabeza.

– ¿Tenéis a alguien dentro? Entonces, ¿para qué nos necesitáis?

– No podemos comprometerlo -dijo Davis.

– ¿Tú lo sabías? -le preguntó a Stephanie.

Ella negó con la cabeza.

– No, hasta hace muy poco.

– Michener resultó ser el perfecto mensajero -explicó Davis-. No estábamos seguros de cómo iban a desarrollarse las cosas, pero al ordenar Zovastina que Viktor se lo llevara, funcionó a la perfección. Necesitamos a Viktor para ayudar a Cassiopeia.

– ¿Quién es Viktor?

– No es uno de los nuestros, formado por nosotros -dijo Davis-. La CIA lo reclutó hace años. Un colaborador inesperado.

– ¿Fue una captación amigable o no?

Sabía que muchos colaboradores cumplían con su servicio a la fuerza.

Davis vaciló.

– No fue amigable -respondió finalmente.

– Pues eso es un problema.

– El año pasado volvimos a contactar con él. Había demostrado su valía.

– Es demasiado opaco, no se puede confiar en él. No soy capaz de decirle el número de veces que he sido traicionado por colaboradores de ese tipo. Son unos vendidos.

– Como he dicho, a día de hoy, ha demostrado ser muy útil.

Malone no estaba en absoluto impresionado.

– Parece que no lleva usted mucho tiempo en este juego.

– Lo suficiente como para saber que hay que asumir riesgos.

– La distancia entre el riesgo y la estupidez no es mucha.

– Cotton -intervino Stephanie-, sé que fue Viktor quien nos llevó hasta Vincenti.

– Y ésa es la razón por la que Naomi está muerta. Otro motivo más para no confiar en él.

Malone depositó el amasijo de papel arrugado sobre la fotocopiadora y cogió el cuchillo que había traído Stephanie. Situó el medallón en el extremo de una de las velas. La moneda estaba deformada por el paso de los siglos, pero el diámetro casi coincidía. Apenas se necesitarían unos retoques para eliminar el exceso de cera.

Le dio la vela a Stephanie y desenrolló cuidadosamente el papel. Sus palmas estaban húmedas, lo que le sorprendió. Cogió la tira de oro por el borde, sosteniéndola suavemente entre su índice y su pulgar. Soltó la punta de la tira y empezó a enrollarla en la vela, que Stephanie sostenía firmemente.

Lentamente fue desenrollando la arrugada lámina.

Las letras que de otro modo eran inconexas se reordenaron conforme la espiral original se restauraba. Entonces recordó algo que había leído alguna vez sobre un escitalo: «Lo que sigue está unido a lo que lo precede.»

Y el mensaje se reveló.

Seis letras griegas:



– Un buen modo de enviar un mensaje cifrado, entonces y ahora. Éste ha sido entregado dos mil trescientos años después.

El oro se pegaba a la vela y comprendió que la advertencia de Ptolomeo, «Pero sé cauteloso, pues sólo dispondrás de una oportunidad», había sido un buen consejo. Ahora no había modo de desenrollar la tira sin que se rompiera en mil pedazos.

– Vamos a por ese ordenador.

SESENTA Y DOS

A Vincenti le gustaba tener el control.

– Es usted una chica lista. Y, sin duda, quiere vivir. Pero ¿qué es lo que sabe de la vida?

No esperó a que Karyn Walde le contestara.

– La ciencia siempre nos ha enseñado que hay dos tipos de seres: las bacterias y los demás. ¿La diferencia? Las bacterias tienen el ADN libre, mientras que los demás seres tienen el ADN agrupado en un núcleo. En los años setenta un microbiólogo llamado Cari Woese descubrió un tercer tipo de forma de vida. Las llamó arqueas, un cruce entre las bacterias y los demás seres. Cuando las descubrió parecía que sólo vivían en los entornos más extremos: el mar Muerto, en manantiales de agua hirviendo, a muchos kilómetros por debajo del nivel del mar, en la Antártida, en pantanos casi carentes de oxígeno, y pensamos que ése era su hábitat natural. Pero en los últimos veinte años se han hallado arqueas en todas partes.

– ¿Esas bacterias que encontró destruyen el virus?

– Y con saña. Y estoy hablando del VIH 1, del VIH 2, del VIS y de todas las cepas híbridas que he probado, incluida la más nueva, la del sureste asiático. Las bacterias tienen una membrana de proteínas que destruye las proteínas que mantienen vivo al virus. Atacan el virus del mismo modo que éste ataca las células de su huésped, y muy rápidamente. La única dificultad es conseguir que el sistema inmunológico del cuerpo no destruya las arqueas antes de que éstas puedan destruir el virus. -La señaló-. En personas como usted, cuyo sistema inmune prácticamente no existe, no es un problema, pues no hay suficientes glóbulos blancos como para destruir las bacterias invasoras. Pero allí donde el VIH acaba de establecerse, donde el sistema inmunológico es relativamente fuerte, los glóbulos blancos destruyen la bacteria antes de que acabe con el virus.

– ¿Y ha encontrado un modo de evitarlo?

Vincenti asintió.

– En realidad, la bacteria soporta la digestión. Y así es como el viejo sanador se las arregló para suministrármelas, sólo que él pensaba que el remedio era la planta. No sólo mastiqué la planta, sino que también bebí el agua, de modo que si en algún momento yo fui portador del virus, se encargaron de él. La verdad es que me parece mejor administrar la dosis mediante una inyección. Así puedes controlar el porcentaje. En las infecciones tempranas de VIH, cuando el sistema inmunológico aún es fuerte, se necesitan más bacterias. En fases más avanzadas, como es su caso, cuando el recuento de linfocitos es casi cero, no se necesitan tantas.

– Por eso, en el ensayo clínico necesitaba usted a gente en distintas fases de la infección. Necesitaba saber qué dosis se requería.

– Chica lista.

– Así pues, quien escribió el informe que usted me leyó y pensó que era extraño que no le interesara la toxicidad estaba equivocado.

– Yo estaba obsesionado con la toxicidad. Debía saber cuántas bacterias se necesitarían para acabar con el virus en distintos estadios de una infección de VIH. Lo mejor es que las bacterias, por sí mismas, son inocuas; podría ingerir usted millones y no ocurriría nada.

– De modo que usó a aquellos iraquíes como cobayas.

Él asintió.

– Tenía que hacerlo para saber si las arqueas funcionaban. Ellos no lo sabían. Finalmente, adapté una cubierta para preservar la efectividad de las bacterias, lo que les da mayor tiempo para devorar al virus. Lo sorprendente es que ese caparazón, en último término, se deshace y el sistema inmunológico acaba absorbiendo las arqueas, como hace con cualquier otro invasor. Las depura. El virus desaparece y también las arqueas. No es deseable que haya demasiadas bacterias, pues eso sobrecarga el sistema inmunológico. Pero por encima de todo es una cura simple y totalmente efectiva de uno de los virus más mortíferos del mundo. Y todavía no he descubierto que tenga ningún efecto secundario.

Sabía que ella había sufrido, de primera mano, los estragos causados por los medicamentos que combatían los síntomas del VIH: erupciones, úlceras, fiebre, fatiga, náuseas, baja presión sanguínea, dolores de cabeza, insomnio…, todos ellos eran habituales.

Volvió a coger la jeringa.

– Esto la curará.

– Démelo -suplicó ella.

– Usted sabe que Zovastina podría haber hecho esto mismo. -Vio que la mentira surtía el efecto deseado-. Ella está al corriente.

– Estaba al corriente… Ella y esos gérmenes. Ha estado obsesionada con ellos durante años.

– Ella y yo trabajamos juntos; pero nunca le ofreció nada.

Negó con la cabeza.

– Nunca. Sólo venía y observaba cómo me moría.

– Tenía el control absoluto. No había nada que usted pudiera hacer. Entiendo que su ruptura, hace años, fue dolorosa. Se sintió traicionada. Cuando usted regresó pidiendo ayuda, se dio cuenta de que le daba la oportunidad perfecta para vengarse. La hubiera dejado morir. ¿Querría devolverle el favor?

Vincenti contempló cómo la mente de la mujer se enfrentaba al momento de la verdad, pero como había sospechado, hacía tiempo que su conciencia se había disuelto.

– Sólo quiero vivir. Si ése es el precio, lo pagaré.

– Va a ser usted la primera persona que se cure del sida.

– Y que consigue contarlo.

Él asintió.

– Tiene razón. Vamos a hacer historia.

Ella no parecía impresionada.

– Si su cura es tan sencilla, ¿por qué nadie ha podido robarla o copiarla?

– Sólo yo sé dónde se encuentran, en estado salvaje, estas arqueas concretas. Créame, hay muchos tipos, pero sólo éstas son efectivas.

Ella entornó los ojos.

– Sabemos por qué yo quiero este trato, pero ¿qué hay de usted?

– Son demasiadas preguntas por parte de una mujer que se está muriendo.

– Usted parece un hombre que quiere proporcionar respuestas.

– Zovastina es un obstáculo para mis planes.

– Cúreme y lo ayudaré a eliminar ese problema.

Vincenti no se fiaba de esa afirmación incondicional, pero mantener con vida a esa mujer tenía sentido. Canalizaría su ira. Primero había pensado que asesinar a Zovastina era la solución, y por eso había permitido al florentino tener carta blanca, pero había cambiado de opinión y había traicionado a su socio en la conspiración. Un asesinato sólo la hubiera convertido en una mártir. Hacerla sufrir, ésa era la mejor forma. Tenía enemigos, pero estaban asustados. Quizá pudiera infundirles un poco de coraje a través del alma amargada a la que estaba contemplando.

Ni la Liga ni él mismo estaban interesados en la conquista del mundo. Las guerras eran caras en muchos sentidos; quizá el más evidente era la pérdida de dinero y recursos nacionales. La Liga quería su nueva utopía tal como era, no como Zovastina quería que fuera. Para él, quería miles de millones en beneficios y saborear su fama como el hombre que había vencido el VIH. Louis Pasteur, Linus Pauling, Jonas Salk y, ahora, Enrico Vincenti.

Así que vació el contenido de la inyección en el gotero. -¿Cuánto va a tardar? -preguntó con voz expectante y una expresión vivaz.

– Dentro de unas pocas horas se sentirá mucho mejor.


Malone se sentó ante el ordenador y fue directamente a Google. Allí localizó las webs relacionadas con el griego clásico y finalmente abrió una página que ofrecía traducciones. Tecleó las seis letras -KAIMAS- y se sorprendió tanto por su pronunciación como por su significado.

Klimax en griego -dijo-. «Cima» en inglés.

Encontró otro sitio que también ofrecía la traducción. Tecleó las mismas letras del alfabeto y recibió la misma respuesta.

Stephanie todavía sostenía la vela envuelta con la tira de oro.

– Ptolomeo se tomó muchas molestias para dejarnos esto -dijo Thorvaldsen-. La palabra debe de tener una gran importancia.

– ¿Y qué pasará cuando lo descifremos? -quiso saber Malone-. ¿Cuál es el gran plan?

– El gran plan -dijo una voz nueva- es que Zovastina tiene intención de matar a millones de personas.

Todos se volvieron y vieron a Michener de pie en el umbral.

– Acabo de dejar a Viktor en la laguna. Le sorprendió mucho todo lo que sabía de él.

– Supongo que sí -convino Thorvaldsen.

– ¿Se ha ido ya Zovastina? -preguntó Malone.

Michener asintió.

– Lo he comprobado. Han despegado hace un rato.

Malone quería saber más.

– ¿Y cómo sabe Cassiopeia lo de Viktor? -Entonces cayó en la cuenta, y se encaró con Thorvaldsen-. La llamada. Fuera, en el muelle, cuando llegamos. Se lo dijiste entonces.

El danés asintió.

– Necesitaba esa información. Tuvimos suerte de que no lo matara en Torcello. Pero, por supuesto, entonces yo no sabía nada de esto.

– Más improvisación -dijo Malone dirigiendo su comentario a Davis.

– Lo asumo, pero funcionó.

– Y tres hombres han muerto.

Davis no dijo nada.

Quería saber.

– ¿Y si Zovastina no hubiera insistido en llevarse a un rehén para asegurarse su huida al aeropuerto?

– Por suerte, eso no sucedió.

– Es usted un maldito temerario. -Malone estaba cada vez más irritado-. Si tienen a Viktor infiltrado, ¿por qué no saben si Ely Lund está vivo?

– Ese hecho no era importante hasta ayer, cuando ustedes tres se involucraron. Zovastina tenía un maestro, sólo que no sabíamos quién era. Tiene sentido que sea Lund. Una vez que lo supimos, necesitamos contactar con Viktor.

– Viktor dijo que Ely Lund estaba vivo. Pero probablemente ya no -apuntó Michener.

– Cassiopeia no tiene ni idea de lo que debe afrontar -repuso Malone-. Allí anda a ciegas.

– Fue ella misma quien dispuso todo esto -dijo Stephanie-, quizá esperando que Ely todavía esté vivo.

Malone no quería oír eso por varias razones, ninguna de las cuales quería afrontar de momento.

– Cotton -dijo Thorvaldsen-, preguntaste el porqué de todo esto. Más allá del obvio desastre que supone una guerra biológica, ¿qué pasa si esa sustancia es algún tipo de medicina natural? Los antiguos creían eso. Alejandro también. Los cronistas que escribieron los manuscritos también lo pensaban. ¿Y si hay algo ahí? No sabemos por qué, pero Zovastina lo quiere. Ely lo quería. Cassiopeia lo quiere.

Continuaba escéptico.

– Maldita sea, no sabemos nada.

Stephanie se acercó a él con la vela.

– Sabemos que este acertijo es real.

Tenía razón sobre ese punto, y había que admitirlo. Sentía curiosidad, una terrible curiosidad que siempre lo llevaba a tener problemas.

– Y sabemos que Naomi está muerta -añadió ella.

Volvió a observar el escualo. «Cima.» ¿Acaso se refería a un lugar? Si era eso, debía de tratarse de una denominación que tendría sentido en tiempos de Ptolomeo. Sabía que Alejandro Magno había insistido en que su imperio fuera cartografiado cuidadosamente. La cartografía era entonces una técnica muy poco desarrollada, pero había visto reproducciones de los antiguos mapas. Así que decidió mirar qué había en la web. Veinte minutos de búsqueda no arrojaron ningún resultado que indicara que KAIMAH -«cima»- existiera.

– Debe de haber otra fuente -dijo Thorvaldsen-. Ely tenía un refugio en el Pamir. Una cabaña. Iba allí para trabajar y pensar. Cassiopeia me lo contó. Ahí guardaba sus libros y sus notas, una buena cantidad de información sobre Alejandro Magno. Ella dijo que había muchos mapas de esa época.

– Eso está en la Federación -señaló Malone-. Dudo mucho que Zovastina nos vaya a proporcionar un visado.

– ¿A cuánto está de la frontera? -preguntó Davis.

– A unos cincuenta kilómetros.

– Podemos entrar a través de China. Están cooperando con nosotros en esto.

– ¿Y qué es esto? -inquirió Malone-. Más aún, ¿por qué estamos metidos nosotros en esto? ¿Acaso no tienen ustedes la CIA y una multitud de agencias de inteligencia?

– La verdad, señor Malone, es que se implicó usted mismo, como Thorvaldsen y Stephanie. Públicamente, Zovastina es la única aliada que tenemos en la región, así que políticamente no podemos permitirnos desafiarla. Usando agentes ordinarios nos arriesgamos a exponernos. Pero como tenemos a Viktor infiltrado, que nos mantiene informados, conocemos casi todos sus movimientos. Pero esto se está complicando. Entiendo el dilema con Cassiopeia…

– La verdad es que no. Pero es por eso por lo que estoy aquí. Voy a ir a buscarla.

– Preferiría que fuera usted a la cabaña y comprobara qué hay allí.

– Ésa es la gran ventaja de estar retirado: puedo hacer lo que me dé la gana. -Malone se dirigió entonces a Thorvaldsen-. Stephanie y tú id a la cabaña.

– De acuerdo -dijo su amigo-. Cuida de ella.

Malone contempló a Thorvaldsen. El danés había ayudado a Cassiopeia y cooperaba con el presidente, implicándolos a todos. Pero a su amigo no le gustaba la idea de que Cassiopeia estuviera sola.

– Tienes un plan, ¿verdad? -dijo Thorvaldsen.

– Creo que sí.

SESENTA Y TRES

4.30 horas


Zovastina bebió de una botella de agua y permitió que su pasajera siguiera inmersa en el flujo de sus torturados pensamientos. Durante la última hora habían volado en silencio, a pesar de que había atormentado a Cassiopeia con la posibilidad de que Ely Lund estuviera vivo. Sin duda, su prisionera estaba llevando a cabo una misión. ¿Personal? ¿O profesional? Eso aún estaba por ver.

– ¿Cómo se enteraron el danés y usted de mis proyectos?

– Mucha gente conoce sus proyectos.

– Si lo saben tan bien, ¿por qué no me han detenido?

– Quizá estemos en ello.

La ministra sonrió.

– ¿Un ejército de tres? ¿Usted, el anciano y el señor Malone? Por cierto, ¿Malone es amigo suyo?

– Departamento de Justicia de Estados Unidos.

Supuso que lo que había ocurrido en Amsterdam había generado interés, pero la situación no tenía sentido. ¿Cómo podían haberse movilizado los norteamericanos tan rápidamente y haber sabido que estaba en Venecia? ¿Michener? Quizá. Departamento de Justicia de Estados Unidos. Los estadounidenses. Y entonces otro problema cruzó también por su mente. Vincenti.

– No tiene usted ni idea de lo mucho que sabemos -dijo Cassiopeia.

– No necesito tener idea. La tengo a usted.

– No soy indispensable.

Zovastina dudó de esa afirmación.

– Ely me enseñó muchas cosas. Más de lo que nunca hubiera sospechado. Me abrió los ojos al pasado. Supongo que también se los abrió a usted.

– Esto no le va a funcionar. No puede usarlo contra mí.

Necesitaba quebrar a esa mujer. Todo su plan se había basado en moverse en secreto. Exponerse podía conducirla no sólo al fracaso, sino también a la represalia. Cassiopeia Vitt representaba, por el momento, la manera más fácil y rápida de averiguar cuál era el alcance de sus problemas.

– Fui a Venecia a encontrar respuestas -dijo-. Ely me lo indicó. Creía que el cuerpo que hay en la basílica podía conducir a la verdadera tumba de Alejandro Magno. Pensaba que ese lugar podía albergar el secreto de una antigua cura. Algo que podría ayudarlo incluso a él.

– Eso es un sueño.

– Pero un sueño que compartía con usted, ¿no es así?

– ¿Está vivo?

Por fin, una pregunta directa.

– No me creerá, sea cual sea la respuesta.

– Pruébelo.

– No murió en ese incendio.

– Eso no es una respuesta.

– Eso es todo cuanto va a obtener usted.

El avión zozobró al atravesar una turbulencia que hizo vibrar las alas; los motores continuaron con su constante zumbido, conduciéndolas hacia el este. No había nadie más en la cabina aparte de ellas. Dos de sus guardaespaldas, que habían hecho el vuelo a Venecia, estaban muertos, y sus cadáveres eran ahora problema de Michener y de la Iglesia. Sólo Viktor había mantenido el tipo y se había comportado, como siempre.

Ella y su prisionera eran muy parecidas. Ambas se preocupaban por la gente que padecía VIH. Cassiopeia Vitt hasta el punto de haberse enrolado en un dudoso viaje a Venecia y ponerse en peligro físico y político. ¿Locura? Quizá.

Pero los héroes, a veces, han de actuar como locos.

SESENTA Y CUATRO

Federación de Asia Central

8.50 horas


Vincenti se había refugiado en el laboratorio que había construido bajo su mansión; sólo él y Grant Lyndsey estaban en su interior. Lyndsey acababa de llegar desde China, una vez cumplidas sus obligaciones. Dos años antes había tomado a Lyndsey como su hombre de confianza. Necesitaba a alguien al frente de la supervisión de los ensayos clínicos con los virus y los antígenos. Además, alguien debía apaciguar a Zovastina.

– ¿Y la temperatura? -preguntó.

Lyndsey revisó los datos.

– Estable.

El laboratorio era el reino de Vincenti. Un espacio pasivo, estéril, encerrado entre paredes de color crema, sobre un suelo de baldosas negras. Una hilera de mesas de acero inoxidable se alineaban en el centro. Frascos, vasos y buretas se apilaban en estantes metálicos por encima de un autoclave, varios equipos de destilación, un centrifugador, balanzas analíticas y dos ordenadores. La simulación digital desempeñaba un papel clave en su experimentación, algo muy distinto de lo que sucedía cuando trabajaba para los iraquíes, cuando el método de ensayo y error costaba tiempo, dinero y equivocaciones. Los sofisticados programas actuales eran capaces de reproducir casi todos los efectos químicos y biológicos, siempre que se proporcionaran algunos parámetros. Y durante el último año Lyndsey había hecho un trabajo espléndido estableciendo los parámetros para probar virtualmente ZH.

– La solución está a temperatura ambiente -dijo Lyndsey-. Y están nadando como locas. Sorprendente.

El estanque en el que había encontrado las arqueas era de naturaleza termal, y su temperatura casi alcanzaba los treinta y ocho grados. Producir las bacterias en la cantidad que iban a necesitar y transportarlas por todo el mundo a una temperatura tan elevada parecía casi imposible. Así que las había modificado, adaptando lentamente las arqueas a un entorno térmico cada vez más y más bajo. Curiosamente, a temperatura ambiente su actividad sólo se ralentizaba, quedaban casi hibernadas, pero una vez se reintegraban a un torrente sanguíneo de unos treinta y siete grados se reactivaban rápidamente.

– El ensayo clínico acabó hace unos días -declaró Lyndsey-, y ha confirmado que pueden ser conservadas a temperatura ambiente durante bastante tiempo. He mantenido a éstas durante más de cuatro meses. Su adaptabilidad es increíble.

– Y así es como han sobrevivido millones de años, esperando que las encontráramos.

Vincenti se inclinó sobre una de las mesas y metió sus carnosas manos, enfundadas en unos guantes de goma, en un contenedor herméticamente sellado. Por encima de sus cabezas se oía el zumbido del aire, impulsado a través de microfiltros laminados, libre de impurezas; el constante rugido era casi hipnótico. Miró a través de un panel de plexiglás y manipuló hábilmente el portaobjetos cuyo contenido se estaba evaporando. Tomó una pequeña muestra de un cultivo activo de VIH y la mezcló con otra solución que ya estaba allí. Entonces selló el portaobjetos y lo situó bajo el microscopio. Liberó sus manos del pegajoso látex y enfocó el objetivo.

Dos ajustes y encontró el enfoque requerido.

Una sola mirada bastó.

– El virus ha desaparecido casi con el simple contacto. Es como si hubieran estado esperando para devorarlo.

Sabía que sus modificaciones biológicas habían sido la clave del éxito. Unos pocos años antes, un bufete de abogados de Nueva York al que había contratado le advirtió que el descubrimiento de un nuevo mineral, o de una nueva planta, no era algo que pudiera patentarse. Einstein no pudo patentar su célebre E = me2, ni tampoco Newton su ley de la gravedad. Eran manifestaciones de la naturaleza, ajenas a todo. Pero las plantas manipuladas genéticamente, los animales multicelulares creados por el hombre y las arqueas alteradas respecto a su estado natural, todo eso sí se podía patentar.

Posteriormente había contactado de nuevo con el mismo bufete y había iniciado el proceso para patentarlo. Se necesitaría la aprobación de la FDA. [1] Doce años era la media de tiempo que tardaba una solución experimental en pasar del laboratorio al botiquín médico: el sistema norteamericano que aprobaba los medicamentos era el más riguroso del mundo. Y conocía sus particularidades. Sólo cinco de cada cuatro mil compuestos supervisados por la FDA en la fase de ensayo preclínico llegaban a ser probados con humanos. Y sólo uno de esos cinco conseguía finalmente la aprobación. Siete años antes se había establecido un nuevo protocolo de prueba, más rápido, para los medicamentos que curaban enfermedades mortales, y los medicamentos contra el sida estaban, específicamente, en esa categoría. Aun así, el tiempo que tardaba la FDA en aprobarlos era de entre seis y nueve meses. Los procedimientos de aprobación europeos también eran restrictivos, pero no tenían nada que ver con la rigidez de la FDA. En las naciones africanas y asiáticas, donde el problema era mayor, no se requería la aprobación gubernamental.

Por lo tanto, ahí sería donde empezaría a vender.

Que el mundo contemplara cómo ellos se curaban mientras los pacientes norteamericanos y europeos morían. Entonces llegaría la aprobación, sin que tuviera que pedirla siquiera.

– Nunca he preguntado -dijo Lyndsey-, y nunca me lo has dicho, pero ¿dónde encontraste estas bacterias?

Se había acabado el tiempo de guardar silencio. Necesitaba que Lyndsey lo supiera absolutamente todo. Pero contestar dónde implicaba también hablar de cuándo.

– ¿Has considerado alguna vez el valor de una compañía que manufacturara condones antes de que se descubriera el VIH? Sin duda, había un mercado. ¿Cuánto? ¿Varios millones al año? Pero tras la aparición del sida se manufacturan y se venden miles de millones en todo el mundo. ¿Y qué me dices de las medicinas que alivian los síntomas? Tratar el sida es una perfecta máquina de hacer dinero. Un cóctel que combine tres medicamentos vale entre doce mil y dieciocho mil dólares al año. Multiplica eso por los millones que están infectados y estaremos hablando de miles de millones gastados en medicamentos que no curan nada.

»Piensa en los beneficios que provienen de otros suministros, como guantes de látex, batas, jeringuillas estériles. ¿Tienes idea de cuántos millones de agujas estériles se venden y se distribuyen para intentar que el VIH no se extienda entre los drogadictos? Y, como en el caso de los condones, su precio se ha multiplicado. Y el margen es infinito. Para una empresa dedicada a la manufactura y el suministro de medicamentos, como Philogen, el VIH ha traído una indudable bonanza económica.

«Durante los últimos dieciocho años, nuestro negocio ha crecido vertiginosamente, nuestra planta de fabricación de condones ha triplicado su tamaño. Las ventas de todos nuestros productos han crecido enormemente. Incluso hemos desarrollado un par de medicamentos para combatir los síntomas que se venden muy bien. Hace diez años convertí la compañía en una sociedad anónima, amplié el capital y usé el mercado de los suministros médicos y las divisiones de medicamentos para financiar su expansión. Compré una firma de cosméticos, otra de detergentes, una cadena de grandes almacenes y una industria de alimentos congelados, sabiendo que un día Philogen podría saldar fácilmente la deuda.

– ¿Cómo lo sabías?

– Encontré esas bacterias hace treinta años, y me di cuenta de su potencial hace veinte. Entonces ya tenía la cura del VIH, sabiendo que podría lanzarla en cualquier momento.

Vincenti observó cómo, poco a poco, Lyndsey entendía lo que le estaba contando.

– ¿Y no se lo dijiste a nadie?

– Absolutamente a nadie. -Necesitaba saber si Lyndsey era tan amoral como él creía-. ¿Es eso un problema? Simplemente, esperé a que hubiera un mercado.

– A sabiendas de que lo que tenías no era una solución parcial, algo que, en última instancia, el virus pudiera superar. A sabiendas de que tenías la cura. El único modo de destruir totalmente el virus. Incluso si alguien encontraba un medicamento que pudiera combatirlo, el tuyo funcionaría mejor, más rápido, de un modo más seguro, y sus costes serían muy inferiores.

– Ésa era la idea.

– ¿No te importó que millones de personas murieran?

– ¿Acaso crees que el mundo se preocupa por el sida? Sé realista, Grant. Muchas palabras y pocos hechos. Es una enfermedad muy particular. La percepción es que principalmente mata a negros, gays y drogadictos. Es una enfermedad que ha levantado un tronco y ha revelado toda la vida que bulle debajo de él, los asuntos centrales de nuestra existencia: sexo, muerte, poder, dinero, amor, odio, pánico. Al sida se lo ha conceptualizado, imaginado, investigado y financiado de todas las maneras posibles, y se ha convertido en la más política de las enfermedades.

Entonces recordó también lo que Karyn Walde había dicho antes: «Sólo que todavía no mata a la gente adecuada.»

– ¿Y qué hay de las otras compañías farmacéuticas? -dijo Lyndsey-. ¿No te asustaba la posibilidad de que también encontraran una cura?

– Existía el riesgo, sí. Pero he vigilado a nuestra competencia. Digamos que su investigación no les ha traído más que errores. -Vincenti se sentía bien. Después de todo ese tiempo le gustaba hablar sobre ello-. ¿Te gustaría ver dónde viven las bacterias?

Los ojos del otro se iluminaron.

– ¿Aquí?

Él asintió.

– Muy cerca.

SESENTA Y CINCO

Samarcanda

9.15 horas


Dos de los guardaespaldas de Zovastina sacaron a Cassiopeia del avión. Le habían dicho que la llevarían hasta el palacio y que permanecería allí.

– ¿Se da cuenta de que se ha buscado un buen problema? -le dijo a Zovastina desde la puerta abierta del coche.

Seguramente la ministra no quería tener esa conversación allí, en medio de la pista de aterrizaje, con los empleados del aeropuerto y su guardia personal tan cerca. En el avión, a solas, había sido el momento. Pero Cassiopeia había permanecido en silencio, a propósito, durante las dos últimas horas de vuelo.

– Los problemas son un modo de vida aquí -replicó Zovastina.

Mientras la introducían en el asiento trasero, con las manos esposadas a la espalda, Cassiopeia decidió asestar la puñalada.

– Se equivocó usted con los huesos.

La ministra pareció considerar el reto. Venecia había sido un fracaso, en todos los sentidos, así que no fue ninguna sorpresa para ella que Zovastina se acercara y le preguntara:

– ¿Y cómo es eso?

El silbido de los motores y una fuerte brisa primaveral rasgaban el aire, lleno de humo. Cassiopeia se sentó tranquilamente en el asiento trasero y miró a través del parabrisas.

– Había algo que usted quería encontrar -miró directamente a la ministra-, y no lo encontró.

– Burlarse de mí no la va a ayudar.

Ella ignoró la amenaza.

– Si quiere resolver el enigma, tendrá que negociar.

Era fácil interpretar a esa bruja. Ciertamente, Zovastina sospechaba que sabía cosas. ¿Por qué, si no, la había llevado allí? Y Cassiopeia había sido muy cuidadosa, sabiendo que no podía revelar demasiado. Al fin y al cabo, su vida dependía literalmente de cuánta información pudiera ocultar de un modo efectivo.

Uno de los guardias avanzó y susurró algo al oído de Zovastina. La ministra escuchó y Cassiopeia vio que su rostro expresaba, apenas por un momento, una gran conmoción. Luego Zovastina asintió y el guardia se retiró.

– ¿Problemas? -preguntó Cassiopeia.

– Los gajes de ser ministra. Usted y yo hablaremos más tarde.

Y se fue.


La puerta delantera de la casa estaba abierta, aunque todo estaba intacto. No había ningún rastro de que hubieran forzado la entrada. En su interior, dos de los miembros de su Batallón Sagrado esperaban. Zovastina miró a uno de ellos y le preguntó:

– ¿Qué ha ocurrido?

– Han disparado a dos de nuestros hombres en la cabeza, en algún momento de la pasada noche. La enfermera y Karyn Walde se han ido. Sus ropas todavía están aquí. El despertador de la enfermera estaba programado para las seis de la mañana. Nada indica que quisieran partir voluntariamente.

Se dirigió al dormitorio principal. No podía ser una coincidencia, así que decidió seguir una corazonada. Se acercó a uno de los teléfonos y marcó el número de su secretaria personal. Le dijo lo que quería y esperó tres minutos, hasta que la mujer volvió a ponerse al teléfono.

– Vincenti entró anoche en la Federación -dijo-, a la 1.40. Avión privado. Usó su visado abierto.

Aún creía que Vincenti había estado detrás del intento de asesinato. Debía de saber que ella no estaba en la Federación. Estaba claro que su gobierno tenía una multitud de problemas -Henrik Thorvaldsen y Cassiopeia Vitt eran una prueba clara de ello-, pero ¿qué tenían que ver con eso?

– Ministra -dijo su secretaria a través del hilo telefónico-, estaba intentando localizarla. Tiene usted una visita.

– ¿Vincenti? -preguntó precipitadamente.

– Otro norteamericano.

– ¿El embajador?

En Samarcanda había diversas embajadas extranjeras, y muchos de sus días estaban ocupados atendiendo las visitas de sus numerosos representantes.

– Edwin Davis, el asesor de Seguridad Nacional del presidente norteamericano. Entró en el país hace unas horas, con pase diplomático.

– ¿Sin anunciarse?

– Simplemente, apareció en el palacio pidiendo verla. Ha dicho que no hablará con nadie de las razones por las que está aquí. Eso tampoco era una coincidencia.

– Estaré allí dentro de unos minutos.

SESENTA Y SEIS

Samarcanda

10.30 horas


Malone bebía una Coca-Cola light mientras observaba cómo el Lear Jet 36 A se aproximaba a la terminal. El aeropuerto de Samarcanda se extendía al norte de la ciudad, una única pista de aterrizaje que no sólo acogía tráfico comercial, sino también militar y privado. En su vuelo desde Italia habían adelantado tanto a Viktor como a Zovastina gracias al F-16-E Strike Eagle que el presidente Daniels había ordenado poner a su disposición. Habían llegado a la base aérea de Aviano, a ochenta y ocho kilómetros al norte de Venecia, tras un rápido vuelo en helicóptero, y el viaje hacia el este, gracias a la velocidad supersónica de más de dos mil kilómetros por hora, les había llevado poco más de dos horas. Zovastina y el Lear Jet que estaba contemplando en ese mismo instante habían necesitado casi cinco horas.

Dos F-16 habían llegado a Samarcanda sin incidentes, pues Estados Unidos poseía el derecho de aterrizar, sin restricciones, en todas las bases y aeropuertos de la Federación. Aparentemente, Estados Unidos era un aliado, pero esa distinción, Malone lo sabía, era efímera, sobre todo en esa parte del mundo. El otro avión había transportado a Edwin Davis, que a esas horas debía de estar en el palacio. Al presidente Daniels no le había gustado la idea de implicar a Davis y hubiera preferido mantenerlo al margen, pero percibió, sabiamente, que Malone no iba a aceptar un no por respuesta. Además, como el presidente había dicho riendo entre dientes, el plan tenía al menos un diez por ciento de posibilidades de salir adelante, así que… ¡qué demonios!

Bebió el último trago del refresco, bastante insulso para el gusto del norteamericano, pero agradable. Había dormido una hora durante el vuelo; era la primera vez en veinte años que subía en un avión de combate. Había aprendido a pilotarlos al principio de su carrera militar, antes de licenciarse en Derecho y unirse al cuerpo de abogados de la marina norteamericana. Los amigos de su padre que estaban en el cuerpo lo habían presionado para que tomara ese rumbo.

Su padre…

Todo un comandante. Hasta que un día de agosto el submarino que capitaneaba se hundió. Malone tenía entonces diez años, pero ese recuerdo siempre iba acompañado de una punzada de tristeza. Para cuando se alistó en la marina, los compañeros de su padre habían llegado a los más altos rangos y ya habían hecho planes para el hijo de Forrest Malone. Así que, sin cuestionarlo, hizo lo que le pidieron y acabó como agente de Magellan Billet.

Nunca lamentó haber tomado esas decisiones, y su carrera en el Departamento de Justicia había sido memorable. Incluso retirado, el mundo no lo había ignorado. Los templarios, la biblioteca de Alejandría, y ahora, la tumba de Alejandro Magno. Meneó la cabeza. Decisiones… Todo el mundo las tomaba.

Como el hombre que en ese instante bajaba del Lear Jet. Viktor. El informador del gobierno. Un agente infiltrado.

Un problema.

Tiró la botella a la basura y esperó a que Viktor saliera a la pista de aterrizaje. Un AWACS E3 que siempre estaba en órbita sobre Oriente Medio había seguido el rastro del Lear Jet desde Venecia, de modo que Malone sabía, con total precisión, cuándo llegaría.

Viktor apareció como en la basílica, con su rostro demacrado y sus ropas sucias. Caminaba con la rigidez de un hombre que ha pasado una larga noche.

Malone se escondió tras un muro bajo y esperó a que Viktor doblara hacia la terminal; entonces salió y lo siguió.

– Le ha costado bastante.

Viktor se detuvo y se volvió. Ni el menor signo de sorpresa ensombreció su rostro.

– Creí que tenía que ayudar a Vitt.

– Y yo estoy aquí para ayudarlo a usted.

– Usted y sus amigos me tendieron una emboscada en Copenhague. No me gusta que me manipulen.

– ¿Y quién lo hace?

– Vuelva por donde ha venido, Malone. Déjeme llevar esto a mi manera.

Malone le mostró una pistola. Una de las ventajas de llegar con un vuelo militar era que no había registros para el personal militar de Estados Unidos o sus pasajeros.

– Me han ordenado que lo ayude. Y eso es lo que voy a hacer, tanto si le gusta como si no.

– ¿Va a dispararme? -Viktor meneó la cabeza-. Cassiopeia Vitt mató a mi compañero en Venecia e intentó matarme a mí también.

– Por entonces, ella no sabía que usted estaba con nosotros.

– Suena como si pensara que eso es un problema.

– No he decidido aún si es usted un problema o no.

– Esa mujer es el problema -dijo Viktor-. Dudo que vaya a dejar que ninguno de los dos la ayudemos.

– Probablemente tenga razón, pero va a tener que asumirlo. -Decidió frenar un poco-. Me han dicho que ha sido usted un buen agente. Así que vamos a ayudarla.

– Ya iba a hacerlo. Sólo que no contaba con un ayudante.

Se guardó el arma bajo la chaqueta.

– Introdúzcame en el palacio.

Viktor pareció sorprendido por la petición.

– ¿Eso es todo?

– No debería ser un problema para el jefe del Batallón Sagrado. Nadie lo va a cuestionar.

Viktor meneó la cabeza.

– Su gente está loca. ¿Es que quieren morir todos? Ya es bastante malo que ella esté allí, ¿y ahora usted? No me hago responsable de esto. Y, por cierto, es una locura incluso que nos vean hablar; Zovastina lo conoce.

Malone ya lo había comprobado. Las pistas no estaban equipadas con cámaras. Éstas se encontraban más allá, en la terminal. No había nadie más por los alrededores, y ésa era la razón por la que había decidido que ése era un buen lugar para mantener una conversación.

– Usted sólo introdúzcame en el palacio. Si me señala la dirección correcta puedo hacer el trabajo sucio. Eso le proporcionará una tapadera. Usted no tiene que hacer nada, salvo cubrirme las espaldas. Washington quiere proteger su identidad a toda costa. Por eso estoy aquí.

Viktor hizo un gesto de incredulidad.

– ¿Y a quién se le ha ocurrido este ridículo plan?

Malone sonrió.

– A mí.

SESENTA Y SIETE

Vincenti condujo a Lyndsey más allá de los jardines de la casa, hasta un sendero de piedra que ascendía hasta las cumbres. Había ordenado que ese antiguo sendero se allanara, que en determinados puntos excavaran escaleras en la roca y que llevaran corriente eléctrica, sabiendo que iba a recorrer ese camino más de una vez. Tanto el camino como la montaña estaban dentro de los límites de la finca. Cada vez que volvía a ese lugar pensaba en el viejo sanador, trepando por la roca, como un gato, aferrándose al camino con sus pies descalzos. Vincenti lo había seguido, escalando con ansiedad, como un niño que sube la escalera detrás de su padre, preguntándose qué habrá en el desván.

Y no lo había decepcionado.

Lo rodeaban rocas grises veteadas por venas de cristal brillante, en lo que parecía una catedral natural. Las piernas le dolían a causa del esfuerzo y sentía los pulmones y el pecho oprimidos. Recorrió otro trecho de la ladera y algunas gotas de sudor empezaron a aparecer en su frente.

Lyndsey, un hombre delgado y enjuto, no parecía estar afectado por el esfuerzo.

Vincenti dejó escapar un profundo suspiro de agradecimiento cuando se detuvo en el último repecho.

– Al oeste, la Federación. Al este, China -dijo-. Estamos en la frontera.

Lyndsey contempló el paisaje. La luz del atardecer iluminaba un distante pedazo de imponentes abismos y pirámides. Una manada de caballos galopaba en silencio, más allá de la casa.

Vincenti estaba disfrutando al compartir su secreto. Contárselo a Karyn Walde le había despertado cierta necesidad de reconocimiento. Había descubierto algo importante y se las había arreglado para tener un control exclusivo sobre ello, lo que no era poco mérito, teniendo en cuenta que toda la región había estado bajo el dominio soviético. Pero la Federación había cambiado todo eso, y gracias a la Liga Veneciana había conseguido navegar en medio de todos esos cambios para su propio beneficio.

– Por aquí -dijo, dirigiéndose hacia una grieta-. Hemos de pasar por aquí.

Tres décadas antes había sido fácil atravesar ese estrecho paso, pero pesaba setenta kilos menos. Ahora apenas cabía.

La grieta se abría un poco más allá, dejando paso a una cámara gris, bajo una bóveda irregular de afiladas rocas, totalmente cerrada. Una suave luz se deslizaba desde la entrada. Se acercó a un interruptor y encendió las luces que pendían del techo. En el suelo de piedra había dos estanques, cada uno de unos tres metros de diámetro: uno de color pardo; el otro, de un verde intenso, ambos iluminados por luces suspendidas en el agua.

– Estas montañas están llenas de manantiales de agua caliente -explicó-. Desde la Antigüedad hasta hoy, los habitantes de estas tierras han creído que tienen propiedades medicinales. En eso, tenían razón.

– ¿Por qué las iluminaste?

Vincenti se encogió de hombros.

– Necesitaba estudiar el agua y, como puedes ver, es chocante su contraste de color.

– ¿Aquí es donde viven las arqueas?

Señaló el estanque verde.

– Ése es su hogar.

Lyndsey se inclinó, tocó la superficie transparente y una multitud de pequeñas olas la agitaron. En el estanque ya no quedaba ninguna de las plantas que había cuando Vincenti visitó por primera vez ese lugar. Aparentemente habían muerto hacía tiempo. Pero no eran importantes.

– Más de treinta y ocho grados -dijo, refiriéndose al agua-. Pero nuestras modificaciones les permiten vivir ahora a temperatura ambiente.

Una de las tareas de Lyndsey había sido preparar un plan de acción -que la compañía llevaría a cabo cuando Zovastina actuara- para cuando supuestamente se necesitaran cantidades ingentes de antígenos, así que Vincenti preguntó:

– ¿Estamos preparados?

– Cultivar las pequeñas cantidades que hemos estado usando con las zoonosis fue fácil. Una producción a gran escala será diferente.

También había pensado mucho en ello, y ésa era la razón por la cual se había asegurado el crédito de Arthur Benoit. Construiría la infraestructura, contrataría personal, crearía redes de distribución y llevaría a cabo más investigaciones. Todo ello requeriría grandes cantidades de dinero.

– Nuestras estructuras de producción en Francia y España pueden reconvertirse fácilmente en plantas de fabricación -señaló Lyndsey-. A pesar de todo, lo que yo recomendaría finalmente sería una planta de fabricación separada, pues necesitaremos millones de litros. Afortunadamente, las bacterias se reproducen con facilidad.

Era el momento de ver si el hombre estaba verdaderamente interesado.

– ¿Has soñado alguna vez con entrar en la historia? -preguntó Vincenti.

Lyndsey rió.

– ¿Y quién no?

– Imagina a los colegiales de las décadas venideras, buscando el VIH y el sida en las enciclopedias, y allí está tu nombre, como el hombre que ayudó a vencer la plaga de finales del siglo XX. -Recordó el placer que había sentido al pensar en ello por primera vez. No era muy distinto de la mirada de curiosidad y asombro que ahora mostraba Lyndsey-. ¿Te gustaría formar parte de ello?

– Por supuesto -respondió el otro sin vacilar ni un segundo.

– Puedo concederte ese deseo, pero con condiciones. No hace falta decir que no puedo hacer esto yo solo. Necesito a alguien que supervise, personalmente, la producción; alguien que comprenda la biología. La seguridad es, por supuesto, un asunto vital. Una vez que el producto esté patentado me sentiré mejor, pero todavía se necesitará a alguien que se ocupe rutinariamente de todo esto. Tú eres la elección lógica, Grant. A cambio, recibirás parte del mérito del descubrimiento y una compensación generosa. Y cuando digo generosa estoy hablando de millones.

Lyndsey abrió la boca para decir algo, pero Vincenti lo hizo callar levantando un dedo.

– Eso es lo bueno. Ahora viene lo malo. Si te conviertes en un problema, o te vuelves avaricioso, ordenaré a O'Conner que te meta una bala en la cabeza. Antes, en el laboratorio, te he explicado cómo hemos controlado a la competencia. Déjame que me explique mejor.

Entonces le habló a Lyndsey de un microbiólogo danés que en 1997 fue hallado en estado de coma cerca de su laboratorio. De otro, en California, que desapareció; su coche abandonado fue encontrado junto a un puente; su cuerpo nunca se localizó. Un tercero fue hallado en 2001 en la cuneta de una carretera secundaria de Inglaterra, víctima aparente de un tiroteo fortuito. Un cuarto fue asesinado en una granja francesa. Otro murió de una forma verdaderamente peculiar; su cadáver había sido descubierto diez años antes en el conducto de aire acondicionado de su laboratorio. Otros tres murieron simultáneamente en 1999, cuando su avión privado se estrelló en el mar Muerto.

– Eso es lo que le ocurrió a nuestra competencia -dijo-. Estaban haciendo progresos…, demasiados. Así que, Grant, haz lo que te digo. Agradéceme las oportunidades que te doy, y ambos llegaremos a viejos y seremos ricos.

– No vas a tener ningún problema por mi parte.

Pensó que había acertado al escogerlo. Lyndsey había manejado a Zovastina con maestría, sin comprometer ni una sola vez los antígenos. También había mantenido la seguridad en el laboratorio. Todo había funcionado a la perfección y había sido, en buena medida, gracias a ese hombre.

– Siento curiosidad por una cosa -dijo Lyndsey.

Vincenti decidió concederle ese deseo.

– ¿Por qué ahora? Has mantenido oculta la cura, así que, ¿por qué no esperar más?

– Los planes de guerra de Zovastina hacen que ahora sea el momento. A través de ella conseguimos un lugar en el que la investigación podía ser completada sin que nadie supiera nada. No veo razón para esperar más. Sólo tengo que detener a Zovastina antes de que vaya demasiado lejos. ¿Y qué hay de ti, Grant? Ahora que lo sabes todo, ¿te preocupa esto?

– Guardaste el secreto durante veinte años. Yo apenas lo conozco desde hace una hora. No es mi problema.

Vincenti sonrió. Buena actitud.

– Habrá una avalancha de publicidad. Y tú serás parte de ello. Pero yo controlaré lo que digas, así que mide tus palabras. Deberías ser más visto que oído. Pronto tu nombre estará junto al de los grandes. -Pasó sus manos por encima de un rótulo invisible-. Grant Lyndsey, uno de los científicos que acabó con el VIH.

– Suena bien.

– Vamos a hacerlo público en los próximos treinta días. Mientras, quiero que trabajes con los abogados que llevan el tema de la patente. Planeo comunicarles mañana mismo nuestro descubrimiento. Cuando se haga el anuncio, te quiero en la palestra. También quiero muestras…, harán grandes fotos, y cultivos de las bacterias. Tendremos a los relaciones públicas haciendo fotos. Será un buen espectáculo.

– ¿Los demás saben esto?

Vincenti negó con la cabeza.

– Ni un alma, salvo la mujer que está en la casa, quien está experimentando, en estos momentos, los beneficios de la cura. Necesitamos a alguien para exhibir, y ella es tan buena como cualquier otra.

Lyndsey se acercó al otro estanque. Era interesante que no se hubiera dado cuenta de lo que había en el fondo, lo que era otra de las razones por las que había escogido a ese hombre.

– Te dije que éste era un lugar muy antiguo. ¿Ves las letras en el fondo del estanque?

Lyndsey reparó entonces en ellas.

– Significan «vida» en griego clásico. No tengo ni idea de cómo llegaron aquí. Sí que sé, gracias al viejo sanador, que los griegos controlaron esta zona, lo que lo explicaría. Llamaban Klimax a esta montaña, «cima» en inglés. ¿Por qué? Probablemente tenía que ver con que los asiáticos llamaban Arima a este lugar. Decidí usar ese nombre para mis tierras.

– Vi el signo en la puerta, cuando entré. «Attico.» ¿Qué significa?

– Es la traducción italiana de Arima. Significa lo mismo. Un lugar en lo alto, como un ático.

SESENTA Y OCHO

Samarcanda


Zovastina entró en la sala de audiencias del palacio y se plantó frente a un hombre delgado con una alborotada mata de pelo gris. Su ministro de Asuntos Exteriores, Kamil Revin, también estaba allí, sentado en una esquina. El norteamericano se presentó como Edwin Davis y presentó una carta del presidente de Estados Unidos que daba fe de sus credenciales.

– Si es posible, ministra -dijo Davis en voz baja-, ¿podemos hablar en privado?

Ella estaba desconcertada.

– Todo cuanto quiera decirme puede ser oído por Kamil.

– Dudo que usted quiera que oiga lo que vamos a discutir.

Las palabras sonaron a desafío, pero la expresión del enviado no mostraba ninguna emoción, así que Zovastina decidió ser cautelosa.

– Déjanos -le ordenó a Kamil.

El joven vaciló, pero después de lo de Venecia y lo de Karyn, suponía que la ministra no estaba de muy buen humor.

– Ahora -dijo.

El ministro de Asuntos Exteriores se levantó y salió.

– ¿Siempre trata a su gente así?

– Esto no es una democracia. Los hombres como Kamil hacen lo que se les dice o…

– … uno de sus gérmenes visitará sus cuerpos.

Debería haber sabido que había más gente que estaba al corriente de sus asuntos, pero esa vez la información venía directamente de Washington.

– No recuerdo que su presidente se haya quejado nunca de la paz que la Federación ha traído a la región. Hubo un tiempo en que esta zona era un verdadero problema; ahora Norteamérica disfruta de las ventajas de tener un amigo. Y gobernar aquí no es una cuestión de persuasión, sino de fuerza.

– No me malinterprete, ministra. Sus métodos no son asunto nuestro. Estamos de acuerdo. Tener un aliado merece los ocasionales… -Davis dudó- reemplazos de personal. -Sus ojos transmitían una expresión de frío respeto-. Ministra, he venido aquí para comunicarle algo. El presidente creyó que los canales diplomáticos usuales no eran adecuados. Esta conversación ha de quedar entre nosotros, como amigos.

¿Qué otra opción tenía?

– De acuerdo.

– ¿Conoce a una mujer llamada Karyn Walde?

Sus piernas se tensaron al sentir que la emoción la embargaba. Pero mantuvo la compostura y decidió ser honesta.

– Sí. ¿Por qué?

– Ha sido secuestrada esta noche. Aquí, en Samarcanda. Sabemos que fue su amante y padece sida.

Zovastina luchó por mantener un aspecto impasible.

– Parece que sabe usted mucho de mi vida.

– Nos gusta saber todo lo que podemos sobre nuestros amigos. A diferencia de usted, vivimos en una sociedad abierta, en la que nuestros secretos están visibles en la televisión o en Internet.

– ¿Y qué los ha llevado a hurgar en los míos?

– ¿Acaso importa eso? La verdad es que fue fortuito.

– ¿Y qué es lo que sabe de la desaparición de Karyn?

– Un hombre llamado Enrico Vincenti se la llevó. La ha alojado en su finca aquí, en la Federación, unas tierras que adquirió como parte de sus tratos con la Liga Veneciana.

El mensaje estaba claro. Ese hombre sabía muchas cosas.

– Vincenti. Él es su problema.

– ¿Y eso por qué?

– Admitiré que sólo se trata de una especulación por nuestro lado. En la mayor parte del mundo, nadie se preocuparía por su orientación sexual. Claro, usted estuvo casada tiempo atrás, pero por lo que hemos podido saber fue por salvar las apariencias. Él murió trágicamente…

– Él y yo nunca habíamos cruzado una palabra. Entendió por qué estaba aquí. La verdad es que me gustaba.

– No es asunto nuestro y no pretendía insultarla, pero ha permanecido soltera desde entonces. Karyn Walde trabajó para usted durante un tiempo; fue una de sus secretarias. Así que imagino que mantener una relación con ella debió de resultarle fácil. Nadie les prestaría mucha atención mientras fueran discretas. Pero Asia Central no es Europa occidental. -Davis sacó de su chaqueta una pequeña grabadora-. Déjeme que le ponga algo.

Activó el dispositivo y permaneció de pie, al otro lado de la mesa que estaba situada entre ellos.


Es bueno saber que tu información es exhaustiva.

No te hubiera molestado por algo sin fundamento.

Pero todavía no me has dicho cómo sabías que alguien iba a intentar asesinarme hoy.

La Liga se preocupa por todos sus miembros. Y tú, ministra, eres uno de los más destacados.

Eres tan considerado, Enrico.


Davis apagó la grabadora.

– Vincenti y usted hablando por teléfono hace dos días. Una llamada internacional, fácil de detectar.

Volvió a pulsar play.


Hemos de hablar.

¿Del pago por salvarme la vida?

Se acerca el final de nuestro trato, tal como lo discutimos hace ya tiempo.

Podré reunirme con el Consejo dentro de unos pocos días. Pero antes hay cosas que quiero resolver.

Estoy más interesado en saber cuándo nos encontraremos.

De eso estoy segura. Yo también. Pero antes hay cosas que debo acabar.

Mi tiempo en el Consejo acabará pronto. Por tanto, tendrás que tratar con otros. Quizá no sea tan cómodo.

Disfruto mucho tratando contigo, Enrico. Nos entendemos muy bien.

Tenemos que hablar.

Pronto. Primero, tenemos otro problema que tratar. Los norteamericanos.

No te preocupes. Había planeado encargarme de ello hoy mismo.


Davis apagó el dispositivo.

– Vincenti se ocupó del problema. Mató a uno de nuestros agentes. Encontramos su cadáver junto al de otro hombre, el mismo que intentó asesinarla.

– ¿Y permitieron que muriera estando al corriente de esa conversación?

– Lamentablemente, no tuvimos esta grabación hasta después de su desaparición.

No le gustaba el modo en que sus ojos iban de la grabadora a ella misma, al tiempo que una extraña inquietud acompañaba su creciente ira.

– Aparentemente, usted y Vincenti estaban embarcados en una aventura en la que eran aliados. Estoy aquí, como amigo, insisto, para decirle que él pretende cambiar ese trato. Eso es lo que creemos. Vincenti la necesita fuera del poder. Con Karyn Walde puede avergonzarla, o como mínimo causarle enormes problemas políticos. La homosexualidad no es aceptada aquí. Los fundamentalistas religiosos, a los que ha mantenido a raya, tendrían finalmente munición para volver a la carga. Tendría problemas tan graves que ni siquiera sus gérmenes podrían solucionarlos.

No había considerado esa posibilidad, pero lo que los norteamericanos decían tenía sentido. ¿Por qué, si no, querría llevarse Vincenti a Karyn? Pero aún había algo que mencionar.

– Como ha dicho, se está muriendo de sida; de hecho, quizá ya esté muerta.

– Vincenti no es idiota. Tal vez crea que una declaración en el lecho de muerte podría tener más relevancia. Usted tendría un montón de preguntas que responder: sobre esa casa, sobre por qué estaba aquí, sobre la enfermera… Me han dicho que sabe cosas, ella y muchos de su Batallón Sagrado, quienes vigilaban la casa. Vincenti también tiene a la enfermera. Eso es mucha gente a la que controlar.

– Esto no es Estados Unidos. Se puede controlar la televisión.

– Pero ¿puede controlarse el fundamentalismo? Y si a eso añadimos el hecho de que tiene un montón de enemigos a quienes les gustaría ocupar su lugar… Creo que precisamente ese hombre al que acabamos de dejar entra en esa categoría. Por cierto, se encontró con Vincenti anoche; lo recogió en el aeropuerto y lo llevó a la ciudad.

Ese hombre estaba muy bien informado.

– Ministra, no queremos que Vincenti tenga éxito, sea lo que sea lo que está planeando. Ésa es la razón por la que estoy aquí, para ofrecerle nuestra ayuda. Conocemos su viaje a Venecia y que Cassiopeia Vitt ha regresado con usted. Como digo, ella no es un problema. De hecho, sabe bastante acerca de lo que estaba usted buscando en Venecia. Hay algo que usted pasó por alto.

– Dígame qué es.

– Si lo supiera, lo haría. Tendría que preguntarle a Vitt. Ella y sus colegas, Henrik Thorvaldsen y Cotton Malone, saben algunas cosas respecto a algo llamado el enigma de Ptolomeo y sobre unos objetos conocidos como medallones. -Davis alzó las manos en un gesto que parodiaba una rendición-. No lo sabemos ni nos importa; es asunto suyo. Todo cuanto sé es que había algo que usted buscaba en Venecia y que por lo visto no encontró. Si ya lo sabía, le pido disculpas por hacerla perder el tiempo. Pero el presidente Daniels quería que lo supiera; como la Liga Veneciana, él también se preocupa por sus amigos.

Suficiente. Ese hombre necesitaba que lo pusieran en su sitio.

– Debe de tomarme por una idiota.

Intercambiaron unas miradas en silencio.

– Dígale a su presidente que no necesito su ayuda -declaró finalmente Zovastina.

Davis pareció ofendido.

– Si yo fuera usted -añadió ella-, abandonaría la Federación tan rápidamente como ha venido.

– ¿Es eso una amenaza, ministra?

Ella negó con la cabeza.

– Sólo un comentario.

– Extraño modo de hablarle a un amigo.

La ministra se mantuvo firme.

– Usted no es mi amigo.


La puerta se cerró tras Edwin Davis, que acababa de salir de la estancia. La mente de Irina Zovastina se agitaba con una habilidad que siempre había sabido canalizar cuando se presentaba el momento oportuno.

Kamil Revin volvió a entrar y se acercó a su escritorio. Ella examinó a su ministro de Asuntos Exteriores. Vincenti se creía muy listo, se las daba de ser un buen espía. Pero ese asiático de educación rusa, que decía ser un musulmán pero que nunca había pisado una mezquita, había actuado como el perfecto emisario de la desinformación. Lo había hecho salir de la reunión porque así no podría repetir lo que no sabía.

– Olvidaste mencionar que Vincenti estaba en la Federación -dijo ella.

Revin asintió.

– Llegó anoche, por negocios. Está en el Intercontinental, como siempre.

– Está en su finca, en las montañas.

Pudo percibir la sorpresa en la mirada del joven. ¿Era sincera o tal vez una buena actuación? Era difícil decirlo. Pero él parecía sentir sus sospechas.

– Ministra, he sido su aliado. He mentido por usted. Le he entregado a sus enemigos. He vigilado durante años a Vincenti y he actuado fielmente siguiendo sus órdenes.

Zovastina no tenía tiempo para discutir.

– Entonces, demuéstrame tu lealtad. Tengo una misión especial que sólo tú puedes llevar a cabo.

SESNTA Y NUEVE

A Stephanie le gustaba ver a Henrik Thorvaldsen totalmente exhausto. Habían volado desde Aviano en dos F-16, ella en uno y Thorvaldsen en otro. Habían seguido a Malone y a Edwin Davis, que ya habían aterrizado en Samarcanda, mientras que ella y Thorvaldsen habían seguido en dirección este y aterrizado en Kashgar, justo en la frontera de la Federación con China. A Thorvaldsen no le gustaba volar. Era un mal necesario, según había dicho antes de despegar. Pero un vuelo en un avión supersónico no era un vuelo ordinario. Había ocupado la posición tras el piloto, donde habitualmente se sentaba el supervisor del armamento. Excitante y terrorífico, los giros y las piruetas a más de 2.000 km/h la habían mantenido en tensión durante las dos horas que había durado el vuelo.

– No puedo creer que haya hecho esto -decía Thorvaldsen.

Ella reparó en que todavía estaba temblando. Un coche los esperaba en el aeropuerto de Kashgar. El gobierno chino había cooperado plenamente en todo lo que Daniels les había pedido. Por lo visto, estaban bastante preocupados por su vecino y deseaban colaborar con Washington para descubrir si sus miedos eran reales o imaginarios.

– No ha sido tan malo -dijo Stephanie.

– Una cosa que no he de olvidar: nunca, jamás, no importa lo que digan, he de volver a volar en una de esas cosas.

Ella sonrió. Estaban conduciendo a través de la cordillera del Pamir, ya en territorio de la Federación: la frontera era poco más que un cartel de bienvenida. Habían ido ascendiendo, pasando a través de una sucesión de colinas rocosas y valles igualmente rocosos. Ella sabía que pamir era el nombre de este tipo particular de valle, lugares donde el invierno era largo y la lluvia, escasa. Abundaban las extensiones de matorral y maleza, pino enano y pedazos dispersos de pasto. La mayor parte de la zona estaba deshabitada, pueblos aquí y allá y alguna yurta ocasional, lo que claramente distinguía el escenario de los Alpes o los Pirineos, donde ella y Thorvaldsen habían estado juntos tiempo atrás.

– Había leído algo sobre esta zona -dijo ella-, pero nunca había estado aquí. Es increíble.

– Ely amaba el Pamir. Hablaba de él de un modo casi religioso, y ahora comprendo por qué.

– ¿Lo conocías bien?

– Oh, sí. Conocía a sus padres. Él y mi hijo eran amigos. Prácticamente vivía en Christiangarde cuando él y Cal eran niños.

Thorvaldsen, sentado en el asiento del copiloto, parecía inquieto, y no a causa del vuelo. Ella sabía la razón.

– Cotton cuidará de Cassiopeia.

– No sé si Zovastina tiene a Ely. -Thorvaldsen pareció súbitamente resignado-. Viktor tiene razón: probablemente esté muerto.

La carretera se suavizaba mientras avanzaban entre las montañas en dirección a otro valle. El aire era sorprendentemente cálido, y ya no había nieve en los picos más bajos. Sin duda, la Federación de Asia Central había sido bendecida por la naturaleza, pero ella leía los informes de la CIA. La Federación había convertido el área en un objetivo para generar desarrollo económico. Electricidad, teléfono, agua y servicios de saneamiento se estaban implantando; también se estaban mejorando las carreteras. Ésa daba la impresión de ser un buen ejemplo; el asfalto parecía nuevo.

La vela con la tira de oro todavía enrollada estaba depositada en un contenedor de acero inoxidable en el asiento trasero. Un escitalo actualizado que mostraba una única palabra en griego clásico: KAIMAE. ¿Adónde conducía? No tenían ni idea, pero quizá hubiera algo en el retiro de las montañas de Ely Lund que podría ayudar a explicar su significado. Ambos viajaban armados. Dos nueve milímetros y sus respectivas municiones, cortesía del ejército norteamericano que los chinos habían permitido.

– El plan de Malone debería funcionar -dijo Stephanie.

Pero estaba de acuerdo con Cotton. Los agentes infiltrados, como Viktor, no eran de fiar. Prefería, con diferencia, un agente ordinario, alguien que se preocupaba de su jubilación.

– Malone está preocupado por Cassiopeia -repuso Thorvaldsen-. No lo admitirá, pero se preocupa. Lo veo en sus ojos.

– Pude ver el dolor en su rostro cuando le dijiste que está enferma.

– Ésa es una de las razones por las que creo que ella y Ely se relacionaron. Sus penurias, de algún modo, también formaban parte de su atracción.

Dejaron atrás otros dos pueblos aislados y siguieron conduciendo hacia el oeste. Finalmente, tal como Cassiopeia le había dicho a Thorvaldsen, la carretera se bifurcaba; tomaron el ramal que conducía al norte. Diez kilómetros después, el paisaje se fue haciendo más boscoso. Enfrente, junto a un sendero de tierra que desaparecía entre los oscuros bosques, divisaron un poste clavado en el suelo. Pendiendo de él había un pequeño cartel en el que se leía «Soma».

– Ely bautizó este lugar con propiedad -dijo ella-. Como la tumba de Alejandro en Egipto.

Tomó el desvío y el coche traqueteó y se balanceó al entrar en el rudo camino. La calzada ascendía unos cuatrocientos metros entre los árboles y acababa en una cabaña de una sola planta. Un porche cubierto protegía la puerta delantera.

– Parece una cabaña del norte de Dinamarca -comentó Thorvaldsen-. No me sorprende. Estoy seguro de que para él era algo así como su hogar.

Aparcó y salieron al cálido atardecer. Los bosques a su alrededor se extendían en silencio. Entre los árboles, al norte, se veían más montañas. Una águila volaba por encima de sus cabezas.

La puerta delantera de la cabaña se abrió y ambos se volvieron.

Un hombre salió.

Era alto y atractivo, de pelo rubio y ondulado; llevaba vaqueros, una camisa por fuera y unas botas. Thorvaldsen lo contempló, rígido, pero sus ojos se suavizaron al instante; el danés había adivinado fácilmente la identidad del hombre.

Ely Lund.

SETENTA

Samarcanda

11.40 horas


Cassiopeia percibió un olor de heno mojado y caballos y supo que había sido alojada cerca de un establo. La estancia era una habitación de invitados o algo parecido, con un mobiliario adecuado pero no elegante, probablemente para albergar al servicio. Unos porticones de madera cerraban herméticamente las ventanas; la puerta estaba cerrada y, supuso, también custodiada. De camino al palacio había observado que había hombres armados en el tejado. Escaparse de esa prisión podía resultar complicado.

La habitación estaba equipada con un teléfono que no funcionaba y un televisor sin señal. Se sentó en la cama y se preguntó qué sucedería a continuación. Había conseguido llegar a Asia, ¿y ahora qué? Había intentado batir a Zovastina jugando con las obsesiones de esa mujer. Era difícil decir cuánto éxito había tenido. Algo preocupaba a la ministra en el aeropuerto, lo bastante como para que Cassiopeia dejara repentinamente de ser una prioridad. Pero al menos aún estaba viva.

Se oyó una llave en la cerradura y la puerta se abrió.

Viktor entró, seguido por dos hombres armados.

– Levántese -ordenó.

Ella no se movió.

– No deberías ignorarme.

Se abalanzó sobre ella y la abofeteó en la cara; la fuerza la hizo caer de la cama a la alfombra. Ella se repuso del impacto y se puso de pie, dispuesta a luchar. Los dos hombres que estaban tras Viktor desenfundaron sus armas.

– Eso ha sido por Rafael -dijo su captor.

La rabia inundó los ojos de Cassiopeia, pero sabía que ese hombre estaba haciendo exactamente lo que se suponía que debía hacer.

Thorvaldsen había dicho que era un aliado, aunque secreto, así que le siguió el juego.

– Es usted duro cuando tiene a dos hombres a sus espaldas.

Viktor rió entre dientes.

– ¿Está diciéndome que le tengo miedo?

Se mordisqueó el labio inferior.

Viktor saltó sobre ella y le retorció el brazo, presionándolo contra la espalda y doblando su muñeca hacia arriba. Él era fuerte, pero ella confiaba en que sabría lo que hacía, así que se rindió. La esposó, primero una muñeca y luego otra. Sus piernas también fueron inmovilizadas mientras Viktor la mantenía boca abajo; después le dio media vuelta.

– Traedla -ordenó.

Los dos hombres la agarraron por los pies y los hombros y la llevaron por un camino de gravilla, hacia los establos. Allí la colocaron sobre el lomo de un caballo. La sangre se agolpó en su cabeza mientras colgaba boca abajo. Viktor la ató con una áspera cuerda y condujo al caballo al exterior.

Él y los otros hombres andaban junto al animal, en silencio, por una extensión cubierta de hierba de las dimensiones de dos campos de fútbol aproximadamente. En ella pacían algunas cabras, dispersas, y su perímetro estaba rodeado por unos imponentes árboles. Tras dejar el prado se internaron en el bosque y siguieron un sendero que conducía a un claro rodeado de árboles.

La desataron y la bajaron del caballo. Ella se irguió. La sangre tardó unos momentos en bajarle de la cabeza. La escena centelleaba en su mente; entonces lo vio todo con claridad: dos altos álamos habían sido combados hacia el suelo y atados a un tercero. Dos cuerdas descendían de la copa de cada árbol y caían sobre el suelo. Fue arrastrada hacia allí, le quitaron las esposas y la ataron por las muñecas a cada una de las cuerdas.

A continuación, le quitaron los grilletes.

Estaba de pie, con los brazos extendidos, y se dio cuenta de lo que pasaría si dos de los árboles eran liberados de sus ataduras.

Más allá del bosque, otro caballo se aproximaba. Una montura alta, desgarbada, sobre la que cabalgaba Zovastina. La ministra llevaba chaqueta y botas de cuero. Contempló la escena, dijo a Viktor y a los demás que se retiraran y desmontó.

– Sólo usted y yo -dijo Zovastina.


Viktor espoleó a su montura y regresó a los establos al galope. Tan pronto como había llegado al palacio, Zovastina le había encargado que preparara los árboles. No era la primera vez. Tres años antes había ejecutado del mismo modo a un hombre que había estado planeando una revolución. No había forma de convertirlo a su causa, de modo que lo habían atado entre los troncos, habían traído al resto de los conspiradores para que lo vieran y ella misma había cortado las ataduras. Su cuerpo quedó hecho pedazos cuando los árboles volvieron a su posición inicial, parte de sus miembros colgando de uno y el resto del otro. Después de eso, sus correligionarios habían cambiado fácilmente de opinión. El caballo siguió galopando hacia las cuadras.


Malone esperaba en la caballeriza. Viktor lo había introducido en el palacio en el interior del maletero de un coche. Nadie había registrado ni hecho ninguna pregunta al jefe de la guardia. Una vez que el coche estuvo aparcado en el garaje había salido sigilosamente y Viktor le había proporcionado las credenciales de palacio. Sólo Zovastina podía reconocerlo; eso, unido al hecho de que Viktor lo escoltara, permitió que llegaran sin dificultades a los establos, un lugar seguro para esperar, según él.

A Malone no le gustaba esa situación. Cassiopeia y él estaban a merced de un hombre del que no sabían nada, por mucho que Edwin Davis asegurara que Viktor no había traicionado su confianza hasta el momento. Sólo esperaba que Davis pudiera confundir lo bastante a Zovastina como para proporcionarles algo de tiempo. Todavía llevaba su arma y había esperado pacientemente durante la última hora. En el exterior no se oía nada.

Los establos eran imponentes, como correspondía a la ministra de la gran Federación. Había contado cuarenta caballerizas cuando Viktor lo había llevado hasta allí. La cuadra estaba equipada con diversas sillas de excelente calidad y otros accesorios exquisitos. Malone no era un jinete experto, pero sabía cómo manejar un caballo. La única ventana de la habitación se abría a la parte trasera del establo; no se veía nada.

Ya era suficiente. Había llegado el momento de actuar.

Desenfundó el arma y abrió la puerta.

Nadie a la vista.

Giró a la izquierda y se dirigió a la puerta de los establos, que estaba abierta, al fondo, avanzando entre caballerizas que albergaban impresionantes ejemplares.

Más allá de las puertas divisó a un jinete que galopaba directamente hacia los establos. Retrocedió, pegándose a la pared, y fue aproximándose a la salida con el arma en ristre. El jinete dio el alto, el animal se detuvo y Malone pudo oírlo resoplar, exhausto tras el galope.

El jinete saltó de la silla.

Sus pies tocaron el suelo.

Estaba listo. Un hombre entró a toda velocidad en el recinto; entonces, se detuvo de manera brusca y se volvió. Viktor.

– No sigue usted demasiado bien las instrucciones. Le dije que se quedara en las caballerizas.

Malone bajó el arma.

– Necesitaba un poco de aire.

– Ordené que despejaran este lugar, pero aun así podría haber venido alguien.

No estaba de humor para aguantar un sermón.

– ¿Qué está pasando?

– Es Vitt. Tiene problemas.

SETENTA Y UNO

Stephanie observó cómo Thorvaldsen abrazaba cálidamente a Ely Lund, como un padre que ha encontrado a un hijo perdido.

– Es estupendo verte -dijo Thorvaldsen-, pensé que te habías ido para siempre.

– ¿Qué demonios estás haciendo aquí? -preguntó Ely, sorprendido.

Thorvaldsen pareció recuperar la compostura y le presentó a Stephanie.

– Ely -dijo ella-, somos algo así como una momia egipcia: el tiempo se nos acaba. Han pasado muchas cosas. ¿Podemos hablar?

Los condujo al interior de la cabaña. Ésta era sencilla, apenas amueblada, pero estaba llena de libros, periódicos y papeles amontonados. Stephanie reparó en que no había ningún aparato eléctrico.

– No tengo electricidad -explicó Ely-. Cocino con gas y me caliento con el fuego de la chimenea. Pero hay agua potable y mucha intimidad.

– ¿Cómo llegaste aquí? -preguntó Thorvaldsen-. ¿Eres prisionero de Zovastina?

Una mirada de desconcierto asomó al rostro del joven.

– No, en absoluto. Ella me salvó la vida. Ha estado protegiéndome.

Escucharon a Ely, quien les explicó cómo un hombre había irrumpido en su casa de Samarcanda y lo había amenazado con un arma. Pero antes de que ocurriera nada, otro hombre lo había salvado matando al primero. Luego, incendiaron la casa con su atacante dentro y lo llevaron ante Zovastina, quien le explicó que sus enemigos políticos lo habían señalado como objetivo. A continuación lo condujeron en secreto a esa cabaña, donde había pasado los últimos meses. Sólo un único guardia, que vivía en el pueblo, pasaba por allí un par de veces al día para llevarle provisiones y comprobar que todo estaba en orden.

– El guardia tiene un teléfono móvil -dijo Ely-. Así es como nos comunicamos Zovastina y yo.

Stephanie necesitaba saber.

– ¿Le has hablado del enigma de Ptolomeo, de los medallones y de la tumba perdida de Alejandro Magno?

Ely sonrió.

– A la ministra le encanta hablar de ello. La Ilíada es su pasión. Bueno, todo lo griego en general. Me hizo muchas preguntas. Todavía me las hace, casi a diario. Y sí, le hablé de los medallones y de la tumba perdida.

Ella comprendió que Ely no tenía ni idea de lo que estaba ocurriendo y del peligro que todos, incluido él, corrían.

– Zovastina tiene prisionera a Cassiopeia. Su vida puede estar en peligro.

Stephanie vio que la confianza lo abandonaba.

– ¿Cassiopeia está aquí? ¿En la Federación? ¿Por qué querría hacerle daño la ministra?

– Ely -intervino Thorvaldsen-, digamos que Zovastina no es tu salvadora, sino más bien tu carcelera; aunque ha construido tu prisión de un modo muy inteligente, por lo que estás preso sin que ni siquiera te des cuenta.

– No sabes cuántas veces he querido llamar a Cassiopeia, pero la ministra dijo que necesitábamos mantener el secreto. Podía poner a otros en apuros, incluida Cassiopeia, si los involucraba. Me aseguró que todo esto acabaría muy pronto y que podría llamar a quien quisiera y volver a mi vida.

Stephanie decidió ir al grano.

– Resolvimos el enigma de Ptolomeo. Encontramos un escitalo que contenía una palabra. -Le entregó un pedazo de papel en el que se leía RAIMAS-. ¿Puedes traducirlo?

Klimax. «Cima» en griego clásico.

– ¿Qué significado podría tener? -preguntó ella.

Ely pareció deshacerse de cualquier especulación.

– ¿En el contexto del acertijo?

– Supuestamente es el lugar donde está situada la tumba. «Toca lo más íntimo de la ilusión dorada. Divide el fénix. La vida proporciona la medida de la verdadera tumba.» Hicimos todo eso y -señaló el papel- esto fue lo que encontramos.

Ely pareció captar la enormidad del asunto. Se acercó a una de las mesas y cogió un libro de una de las estanterías. Lo hojeó, encontró lo que buscaba y luego lo dejó sobre la mesa. Stephanie y Thorvaldsen se acercaron y vieron un mapa bajo la leyenda «Conquistas de Alejandro en Bactriana».

– Alejandro avanzó hacia el este y conquistó lo que actualmente es Afganistán y la Federación, lo que en sus días fue Turkmenistán, Tayikistán y Kirguistán. Nunca llegó a cruzar el Pamir, hacia China. En vez de eso, se dirigió al sur, hacia la India, donde sus conquistas acabaron cuando su ejército se amotinó. -Ely señaló el mapa-. Esta área, entre los ríos Yaxartes y Oxus, fue conquistada por Alejandro en el año 330 a. J.C. Al sur estaba Bactriana; al norte, Escitia.



Stephanie encajó inmediatamente todas las piezas.

– Aquí fue donde Alejandro conoció la medicina de los escitas -señaló.

Ely parecía impresionado.

– Exacto. Samarcanda existía ya entonces, en la región llamada Sogdiana, aunque la ciudad se llamaba Maracanda. Alejandro estableció allí una de sus muchas Alejandrías y la llamó Alejandría Escate, la más lejana. Era la ciudad más oriental de su imperio, y una de las últimas que fundó.

Ely señaló con el dedo un punto en el mapa y, con un bolígrafo, trazó una X.

– Klimax era una montaña, aquí, en el antiguo Tayikistán, ahora en la Federación, un lugar reverenciado por los escitas y después por Alejandro, tras negociar la paz con ellos. Se dice que sus reyes eran enterrados en estas montañas, aunque nunca se ha encontrado ninguna prueba de ello. El museo de Samarcanda envió un par de expediciones pero no hallaron nada. Es un lugar bastante agreste, la verdad.

– Ahí es donde señala exactamente el escitalo -dijo Thorvaldsen-. ¿Has estado alguna vez allí?

Ely asintió.

– Hace dos años, como integrante de una expedición. Me dijeron que buena parte de esa zona es ahora de propiedad privada. Uno de mis colegas del museo dijo que había una finca imponente en la base de la montaña; algo monstruoso, en plena construcción.

Stephanie recordó lo que Edwin Davis le había contado sobre la Liga Veneciana. Sus miembros estaban comprando propiedades, así que siguió una corazonada.

– ¿Sabes de quién es?

Ely negó con la cabeza.

– Ni idea.

– Hemos de saberlo -dijo Thorvaldsen-. ¿Puedes llevarnos hasta allí?

El joven asintió.

– Está a unas tres horas, al sur.

– ¿Cómo te sientes?

Stephanie comprendió a qué se refería el danés.

– Ella lo sabe -añadió Thorvaldsen-. En circunstancias normales no hubiera dicho nada, pero estas circunstancias no tienen nada de normal.

– Zovastina me ha procurado las medicinas que necesito a diario. Ya te he dicho que se había portado bien conmigo. ¿Cómo está Cassiopeia?

Thorvaldsen meneó la cabeza.

– Lamentablemente, me temo que su salud es ahora la menor de sus preocupaciones.

En el exterior se oyó un coche que se acercaba.

Stephanie corrió de inmediato a la ventana. Un hombre salió de un Audi; llevaba un rifle.

– Es mi guardia -dijo Ely-. Viene del pueblo.

El hombre disparó a las ruedas del coche.

SETENTA Y DOS

Samarcanda


Cassiopeia estaba teniendo problemas con Zovastina.

– Me acaba de visitar el asesor de Seguridad Nacional del presidente de Estados Unidos. Me ha dicho lo mismo que usted me contó en el aeropuerto. Que me dejé algo en Venecia y que usted sabe qué es.

– ¿Y cree que eso va a hacer que se lo cuente?

La ministra contempló los dos enormes árboles y sus troncos combados, que casi tocaban el suelo gracias a la tensión de las cuerdas.

– Este claro ha estado preparado desde hace años. Algunos han padecido la agonía de ser descuartizados vivos. De hecho, un par de ellos sobrevivieron después de que sus brazos fueron arrancados. Tardaron unos minutos en morir desangrados. -Meneó la cabeza-. Una forma horrible de dejar este mundo.

Cassiopeia estaba indefensa. No podía hacer otra cosa más que intentar echarse un farol. Viktor, que supuestamente estaba allí para ayudarla, no había hecho nada salvo empeorar su situación.

– Después de que Hefestión muriera, Alejandro ordenó matar a su médico personal de este modo -explicó Zovastina-. Pensé que era ingenioso, así que volví a instaurar la práctica.

– Yo soy todo cuanto usted tiene -repuso Cassiopeia sin inmutarse.

La ministra parecía sentir curiosidad.

– ¿De verdad? ¿Y qué es lo que puede ofrecerme?

– Por lo visto, Ely no compartió con usted lo mismo que compartió conmigo.

Zovastina se acercó. Era una mujer atlética, de piel cetrina. Lo que resultaba preocupante era la pasajera mirada de locura que ocasionalmente asomaba a sus ansiosos ojos negros. Especialmente ahora, que sus entrañas se retorcían movidas por la curiosidad y la ira.

– ¿Conoce la Ilíada ? Cuando finalmente Aquiles deja a un lado su ira y mata a Héctor, dice algo interesante: «Pues ojalá que de algún modo mi furia y mi corazón me lanzaran a mí mismo a cortar en pedazos tus carnes y comérmelas crudas (¡tales cosas me has hecho!), como que no hay quien pueda apartar a los perros de tu cabeza, ni aunque traigan aquí y pongan en la balanza diez y veinte veces tu rescate y me prometan otras cosas más.» Dígame, ¿por qué está aquí?

– Usted me ha traído.

– Y usted no se resistió.

– Arriesgó mucho al ir a Venecia, ¿por qué? No creo que sólo fuera por motivos políticos.

Cassiopeia reparó en que los ojos de Zovastina parecían un poco menos beligerantes.

– A veces estamos llamados a actuar por otros, a arriesgarnos. Ningún propósito que exija esfuerzos carece de riesgos. He estado buscando la tumba de Alejandro con la esperanza de que encerrara la respuesta a algunos problemas preocupantes. Ely probablemente le haya hablado de la medicina de Alejandro. ¿Quién sabe si estará ahí? Pero encontrar ese lugar…, ¡qué glorioso sería!

Zovastina no parecía movida tanto por la furia como por la admiración. Daba la impresión de estar auténticamente conmovida por ese pensamiento. Por una parte, se comportaba como una exaltada romántica, consumida por ideas de grandeza adquiridas mediante empresas peligrosas. Por otra, según decía Thorvaldsen, estaba la muerte de millones de personas.

La ministra agarró con fuerza la barbilla de Cassiopeia.

– Debe decirme lo que sabe.

– El sacerdote le mintió. En el tesoro de la basílica hay un amuleto que se encontró junto a los restos de san Marcos. Un escarabeo con un fénix grabado en él. «Toca lo más íntimo de la ilusión dorada. Divide el fénix.»Zovastina no parecía escucharla.

– Eres hermosa. -Su aliento hedía a cebolla-. Pero eres una mentirosa y una embustera. Engañarme de esta manera…

Luego la soltó y se alejó.

Cassiopeia oyó los balidos de las cabras.


Malone subió al caballo.

– Ninguno de los guardias se fijará en nosotros -dijo Viktor-. Está conmigo.

Y volvió a saltar sobre su montura.

– Están más allá del campo de juego, en el bosque. Planean matar a Vitt.

– ¿Y a qué estamos esperando?

Viktor espoleó a su caballo. Malone lo siguió.

Galoparon desde el establo hacia campo abierto. Malone vio que había postes con banderolas en los extremos del campo y un círculo de tierra en su centro, y supo a qué se jugaba allí. Buzkashi. Había leído algunas cosas sobre ese juego, sobre su violencia y sobre cómo las muertes eran habituales en lo que era una exhibición simultánea de barbarie y belleza. Zovastina era, aparentemente, una buena conocedora de ese juego, y seguramente los caballos de los establos eran criados para participar en él, como el ejemplar que ahora mismo montaba, que avanzaba con siniestra rapidez y habilidad. Dispersas por la zona herbosa había cabras que parecían proporcionar un excelente mantenimiento del campo; quizá un centenar o más. Eran robustas, y se iban apartando conforme los caballos se abrían paso al galope.

Miró hacia atrás y vio puestos de guardia en la azotea del palacio. Como Viktor había predicho, nadie parecía alarmado, seguramente porque estaban acostumbrados a las hazañas de la ministra. Delante, en el extremo más alejado del campo, se alzaba una espesa arboleda. Dos caminos se adentraban en ella. Viktor detuvo su caballo. Malone también refrenó el suyo; sus piernas colgaban sobre las oscuras marcas de sudor que surcaban los flancos del animal.

– Están a unos cien metros por ese sendero, en otro claro -declaró Viktor-. Ahora es cosa suya.

Y saltó de la silla empuñando su pistola.


– Tenemos un problema -dijo Stephanie-. ¿Hay algún otro modo de salir de aquí?

Ely señaló la cocina.

Ella y Thorvaldsen corrieron hacia allí en el mismo momento en que la puerta delantera de la cabaña se abría con estrépito. El guardia gritaba órdenes en un lenguaje que Stephanie no comprendía. Encontró la puerta de la cocina y la abrió, procurando que Thorvaldsen no hiciera ruido. Ely estaba hablando con el hombre en su misma lengua.

La joven salió cautelosamente al exterior y Thorvaldsen la siguió.

Tras ellos se oyeron unos disparos, hechos por un arma automática; las balas se incrustaron en las pesadas planchas de madera que habían dejado atrás.

Se arrojaron al suelo mientras la ventana estallaba, los cristales cayendo encima de ellos. Las balas impactaron en los árboles. Stephanie oyó a Ely gritar algo a su atacante y aprovechó ese momento para incorporarse y correr hacia el coche. Thorvaldsen seguía en el suelo, intentando levantarse, así que sólo cabía esperar que Ely entretuviera al guardia el tiempo suficiente.

Llegó al coche, abrió la puerta trasera y cogió una de las automáticas.

Thorvaldsen salió por la parte trasera de la cabaña.

Stephanie se parapetó tras el coche y desde allí apuntó. Con el arma, hizo una señal a Thorvaldsen para que se dirigiera directamente hacia el porche delantero. Salió de su línea de fuego justo cuando el guardia aparecía con el rifle apoyado en la cintura. Pareció ver a Thorvaldsen primero y se movió para apuntarle.

Ella disparó dos veces.

Las dos balas impactaron en el pecho del hombre.

Disparó dos veces más.

El guardia cayó al suelo.

El silenció la envolvió. No se movió hasta que Ely apareció tras el guardia muerto. Thorvaldsen salió del porche. Stephanie estaba apuntando de nuevo, asiendo fuertemente la culata del arma. Temblando. Había matado a un hombre.

El primero.

Thorvaldsen avanzó hacia ella.

– ¿Estás bien?

– Había oído lo que contaban los demás. Les dije que era su trabajo. Pero ahora lo entiendo: matar a alguien es un asunto muy serio.

– No tenías elección.

Ely sorteó el cuerpo.

– No escuchaba. Le dije que no erais una amenaza.

– Pero lo somos -repuso Thorvaldsen-. Estoy seguro de que sus órdenes eran evitar que alguien contactara contigo. Eso sería lo último que Zovastina querría.

La mente de Stephanie empezó a despejarse.

– Hemos de irnos.

SETENTA Y TRES

Malone se adentró en el bosque, oscuro, silencioso y, aparentemente, lleno de amenazas. Atisbo un claro algo más adelante, donde el sol se filtraba serenamente entre la bóveda de hojas. Miró atrás y no vio a Viktor, pero entendió por qué había desaparecido. Oyó voces y aceleró el paso; se detuvo tras un grueso tronco que estaba cerca del final del sendero.

Vio a Cassiopeia atada entre dos árboles, con los brazos estirados. Zovastina estaba de pie junto a ella.

Viktor tenía razón.

Un gran problema.


Zovastina estaba intrigada y, al mismo tiempo, furiosa.

– No parece importarte que vayas a morir.

– Si me importara, no me hubiera prestado a venir con usted.

La ministra decidió que era el momento de dar a la mujer una razón para vivir.

– Me preguntaste por Ely en el avión…, si estaba vivo. No te contesté. ¿Quieres saberlo?

– No creeré ni una palabra de lo que usted me diga.

Ella se encogió de hombros.

– Una afirmación muy considerada. Yo tampoco lo haría.

Sacó un teléfono de su bolsillo y marcó un número.


Stephanie oyó sonar el teléfono y miró el cadáver que yacía sobre el suelo rocoso.

Thorvaldsen también lo oyó.

– Es Zovastina -dijo Ely-. Me llama al móvil que él lleva. Stephanie se acercó al cuerpo, cogió el aparato y le dijo a Ely: -Responde.

– Aquí hay alguien que quiere hablar contigo -oyó Cassiopeia que decía Zovastina.

La mujer le acercó el teléfono al oído. No tenía intención de decir nada, pero la voz que le llegó desde el otro lado del aparato hizo que un escalofrío recorriera su espina dorsal.

– ¿Qué ocurre, ministra? -Pausa-. ¿Ministra?

No podía contenerse. La voz confirmaba todas sus dudas.

– Ely, soy Cassiopeia.

Se hizo el silencio.

– ¿Ely? ¿Estás ahí?

Sus ojos ardían.

– Estoy aquí…, sólo que no doy crédito. Me alegro tanto de oírte.

– Y yo también.

La emoción la embargaba. De repente, todo había cambiado.

– ¿Qué estás haciendo aquí? -preguntó él.

– Buscándote. Sabía…, esperaba que no estuvieras muerto. -Intentó contener con todas sus fuerzas la emoción que sentía-. ¿Estás bien?

– Sí, estoy bien, aunque preocupado por ti. Henrik está aquí con una mujer llamada Stephanie Nelle.

Eso era toda una novedad. Cassiopeia intentó dejar a un lado su agitación y concentrarse. En apariencia, Zovastina no era consciente de lo que ocurría en el lugar en el que se encontraba Ely.

– Dile a la ministra lo que acabas de contarme.

Zovastina escuchó.


Stephanie oyó a Ely repetir la frase. Comprendió el shock que debía de estar experimentando Cassiopeia, pero ¿por qué quería que Ely le contara a la ministra que estaban allí?


Zovastina habló por el teléfono.

– ¿Cuándo han llegado tu amigo Thorvaldsen y esa mujer?

– Hace un rato. Su guardia intentó matarlos, pero ahora está muerto.

– Ministra -dijo otra voz, que reconoció instantáneamente.

Thorvaldsen.

– Tenemos a Ely.

– Y yo tengo a Cassiopeia Vitt. Diría que le quedan, aproximadamente, unos diez minutos de vida.

– Hemos resuelto el enigma.

– Hablan demasiado. Usted y Vitt. ¿Hay algo más que quiera decirme?

– Oh, sí. Estaremos en la tumba de Alejandro antes de que anochezca. Pero usted nunca lo sabrá.

– Están en mi Federación -replicó ella.

– Pero hemos podido entrar, tomar un prisionero y largarnos con él sin que usted se haya enterado.

– Pero han decidido contármelo…

– Lo único que usted tiene y que nosotros queremos es a Cassiopeia -declaró Thorvaldsen-. Vuelva a llamar si quiere negociar.

Y colgó.


– ¿Crees que eso ha sido inteligente? -le preguntó Stephanie a Thorvaldsen.

– Hemos de conseguir que esté alerta.

– Pero no sabemos qué está ocurriendo allí.

– Dime algo que no sepa.

La joven vio que Thorvaldsen estaba preocupado.

– Tenemos que confiar en que Cassiopeia sepa cómo manejar este asunto -dijo él.


Zovastina luchaba contra el sentimiento de inquietud que la embargaba. Esa gente iba a pelear con uñas y dientes, debía admitirlo.

Extrajo un cuchillo de su funda de cuero.

– Tus amigos están aquí -dijo dirigiéndose a Cassiopeia-. Y tienen a Ely. Lamentablemente, y en contra de lo que cree Thorvaldsen, no tienen nada que me interese.

A continuación se acercó al rollo de cuerda y sentenció:

– Prefiero verte morir.


Malone lo vio y lo oyó todo. Aparentemente, Ely Lund estaba al teléfono. Vio cómo Cassiopeia se conmovía, pero también se dio cuenta de que había alguien más al teléfono. ¿Henrik? ¿Stephanie? Seguramente estaban con Lund ahora.

No podía esperar mucho más, por lo que decidió salir de su escondite.

– Ya es suficiente.

Zovastina estaba de pie, de espaldas a él, y Malone vio que se detenía en su ademán de cortar las cuerdas.

– El cuchillo -dijo-. Suéltelo.

Cassiopeia lo observaba con una mirada ansiosa. Él también se sentía así. Un mal palpito, casi como si lo estuvieran esperando.

– Señor Malone -dijo Zovastina mientras se volvía hacía él con una feroz mirada de satisfacción-. No puede usted matarnos a todos a la vez.

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