QUINTA PARTE

SETENTA Y CUATRO

Vincenti se dirigió a su biblioteca, cerró la puerta y se sirvió una copa de kumis, una especialidad local que había aprendido a disfrutar: leche de yegua fermentada, sin demasiado alcohol pero bastante potente de sabor. Apuró la copa de un trago y saboreó su regusto almendrado.

Se sirvió otra.

Su estómago rugió. Estaba hambriento. Le pediría la cena al chef. Un grueso filete marinado de caballo estaría bien. También había llegado a gustarle esa especialidad local.

Bebió un poco más de kumis.

Las cosas estaban a punto de ponerse en marcha. Las intuiciones de todos los años pasados habían sido correctas. Todo cuanto se interponía en su camino era Irina Zovastina.

Se acercó a su escritorio. La casa estaba equipada con el más sofisticado sistema de comunicaciones por satélite, con conexiones directas con Samarcanda y con la corporación en Venecia. Con la bebida aún en la mano vio un e-mail de Kamil Revin que había llegado media hora antes. Era extraño. Por muy jovial que fuera, Revin desconfiaba de cualquier forma de comunicación que no fuese cara a cara, y controlando él mismo el momento y el lugar.

Abrió el archivo y leyó el mensaje:


LOS NORTEAMERICANOS HAN ESTADO AQUÍ.


Su cansada mente se puso alerta. ¿Norteamericanos? Estaba a punto de responder cuando la puerta del estudio se abrió estrepitosamente y Peter O'Conner entró a toda prisa.

– Cuatro helicópteros de combate se nos están echando encima. De la Federación.

Corrió hacia la ventana y miró hacia el oeste. Al fondo del valle, cuatro puntos se recortaban contra el brillante cielo, haciéndose cada vez más grandes.

– Acaban de aparecer -dijo O'Conner-. Supongo que esto no es una visita de cortesía. ¿Está esperando a alguien?

– No.

Volvió al ordenador y borró el e-mail.

– Aterrizarán antes de diez minutos -añadió O'Conner.

Algo marchaba mal.

– ¿Zovastina ha venido a buscar a la mujer? -preguntó O'Conner.

– Es posible. Pero ¿cómo lo han sabido tan pronto?

Zovastina no podía haber adivinado lo que estaba planeando. Sí, desconfiaba de él como él desconfiaba de ella, pero no había razón para que ninguno de los dos buscara la confrontación. En cualquier caso, no ahora. Y estaba lo de Venecia, y lo ocurrido cuando había actuado contra Stephanie Nelle. ¿Los estadounidenses?

¿Qué era lo que se le escapaba?

– Están aterrizando -anunció O'Conner desde la ventana.

– Vaya a buscarla.

O'Conner salió rápidamente de la habitación.

Vincenti abrió uno de los cajones del escritorio y cogió una pistola. Todavía no se había provisto de todos los dispositivos de seguridad que la finca necesitaba. Estarían listos en las próximas semanas, mientras Zovastina estuviera ocupada preparando la guerra. Él había planeado utilizar esa distracción para su provecho.

Karyn Walde entró en la biblioteca; llevaba un albornoz y zapatillas. Ella sola, sin ayuda. O'Conner la seguía.

– ¿Cómo se encuentra? -le preguntó Vincenti.

– Mejor de lo que he estado en meses. Puedo andar.

Ya había encargado a un médico que viajara allí desde Venecia para tratar sus infecciones secundarias. Por suerte para ella tenían cura.

– Su cuerpo tardará algunos días en recuperarse plenamente. Pero el virus está siendo atacado por un depredador contra el que no tiene defensa. Como nosotros, por cierto.

O'Conner volvió a ocupar su posición junto a la ventana.

– Ya han aterrizado. Tropas… asiáticas. Parece que son suyas.

Vincenti dirigió su mirada a Walde.

– Parece que Irina quiere que vuelva usted con ella. No estamos seguros de lo que está ocurriendo.

Cruzó la habitación en dirección a un imponente gabinete con las puertas de cristal grabado. La madera procedía de China, así como el artesano que lo había elaborado. Pero O'Conner había añadido un extra. Pulsó un botón de un mando a distancia que llevaba en el bolsillo y un mecanismo en la parte superior e inferior del mueble se puso en marcha, haciendo que éste rotara ciento ochenta grados. Más allá había un pasaje iluminado.

Walde estaba impresionada.

– Como en una película de terror.

– Que es en lo que se va a convertir esto -dijo él-, Peter, vaya a ver qué quieren y excúseme por no estar aquí para recibirlos. -A continuación, hizo una señal a la mujer-. Sígame.


Las manos de Stephanie todavía temblaban mientras Ely arrastraba el cadáver hacia la parte trasera de la cabaña. Seguía sin gustarle que Zovastina supiera que se encontraban en la Federación. No era particularmente inteligente alertar a una persona con los recursos que ella tenía a su disposición. Debía confiar en que Thorvaldsen supiera qué estaba haciendo, sobre todo teniendo en cuenta que ella misma también se estaba jugando el cuello.

Ely salió por la puerta delantera de la cabaña, seguido por Thorvaldsen. Llevaba un arma y un montón de libros y papeles.

– Necesitaré esto -dijo.

Observó el sendero que conducía a la carretera. El lugar parecía estar en calma. Thorvaldsen llegó a su lado. Reparó en que sus manos aún temblaban y serenamente las tomó entre las suyas. Silencio. Todavía sostenía el arma y tenía la palma sudorosa. Su mente necesitaba concentrarse en otra cosa, así que preguntó:

– ¿Y qué es lo que vamos a hacer exactamente?

– Sabemos cuál es el lugar -dijo Ely-. Klimax. Así que vamos a ver qué hay allí. Vale la pena.

Stephanie hizo un esfuerzo por recordar las palabras de Ptolomeo: «Asciende por las paredes que esculpieron los dioses. Cuando alcances la cima, contempla el ojo ambarino y atrévete a hallar el refugio remoto.»-Recuerdo el acertijo -dijo Ely-. Necesito comprobar algunas informaciones, hacer memoria sobre otras, pero puedo hacer todo eso de camino.

Ella quería saber.

– ¿Por qué Zovastina iba detrás de los medallones de los elefantes?

– Le mostré la conexión entre una marca que había en los medallones y el enigma. Un símbolo, como dos B unidas a una A. Están en una de las caras de los medallones y en el acertijo. Supuse que debía de ser importante. Como sólo se conocían ocho medallones, dijo que los adquiriría todos para compararlos. Pero me dijo que los compraría.

– No exactamente -repuso Stephanie-. Todavía estoy desconcertada. Todo eso pasó hace más de dos mil años. ¿Por qué no se ha encontrado nada hasta ahora?

Ely se encogió de hombros.

– Es difícil decirlo. La verdad, las pistas no se detectan a simple vista. Se necesitaron rayos X para descubrir lo importante.

– Pero Zovastina lo quiere, sea lo que sea.

Ely asintió.

– En su mente, que siempre me ha parecido un poco excéntrica, ella es Alejandro, o Aquiles, o algún otro héroe épico. Parece disfrutar de esa visión romántica, como si tuviera una misión. Cree que debe de haber algún tipo de cura ahí fuera. Hablaba mucho de ello; era lo más importante para ella, pero no sé por qué. -Ely se detuvo-. No diré que no sea importante para mí también. Su entusiasmo era contagioso. Realmente, empecé a creer que había algo que encontrar.

Stephanie podía percibir que él estaba preocupado por todo lo ocurrido.

– Quizá tengas razón.

– Sería increíble, ¿no te parece?

– Pero ¿cómo es posible que haya una conexión entre san Marcos y Alejandro Magno? -inquirió Thorvaldsen.

– Sabemos que el cuerpo de Alejandro se hallaba en Alejandría hacia el año 391 d. J.C, cuando el paganismo fue finalmente proscrito. Pero después de eso no se lo volvió a mencionar más, en ninguna parte. El cuerpo de san Marcos reaparece en Alejandría hacia el año 400 d. J.C. Recuerda que las reliquias paganas solían ser adoptadas por los cristianos.

»Hay muchos ejemplos en la propia Alejandría. Un ídolo de bronce de Saturno, en el Caesareum, fue fundido para hacer una cruz para el patriarca de Alejandría. El propio Caesareum se convirtió en una catedral cristiana. Mi teoría, después de leer todo lo que he podido sobre san Marcos y Alejandro Magno, es que algún patriarca del siglo IV concibió una manera para, no sólo conservar el cuerpo del fundador de la ciudad, sino también para proporcionar a la cristiandad una potente reliquia. Todos salían ganando. Así que Alejandro se convirtió en san Marcos. ¿Quién notaría la diferencia?

– Una apuesta arriesgada -señaló ella.

– No sé. Me contaste que Ptolomeo dejó algo en la momia de la basílica, algo que os trajo directamente hasta aquí. Diría que mi teoría está firmemente anclada a la realidad.

– Tiene razón -asintió Thorvaldsen-. Merece la pena ir al sur para echar un vistazo.

Ella no estaba del todo de acuerdo, pero cualquier lugar era preferible a ése. Al menos, se moverían. Pero entonces se le ocurrió algo.

– Dijiste que el área donde se halla Klimax es de propiedad privada. Podríamos tener problemas para acceder.

Ely sonrió.

– Quizá el nuevo propietario nos deje echar un vistazo.

SETENTA Y CINCO

Malone estaba atrapado. Debería haberlo sabido: Viktor lo había llevado directamente a Zovastina.

– ¿Ha venido a salvar a la señorita Vitt?

Zovastina hizo un gesto con la mano.

– ¿A quién va a matar? Puede elegir entre los tres. -Señaló a sus guardaespaldas-. Uno de ellos le disparará antes de que pueda disparar al otro. -Le mostró el cuchillo-. Y, entonces, yo cortaré estas cuerdas.

Era cierto. Sus opciones eran limitadas.

– Cogedlo -ordenó a los guardias.

Uno de los hombres corrió hacia él, pero un nuevo sonido llamó la atención de Malone. Balidos. Cada vez más fuertes. El guardia estaba a tres metros de distancia cuando las cabras entraron en estampida desde el camino que conducía al campo de buzkashi. Primero, unas pocas; luego, todo el rebaño irrumpió en el claro.

Las pezuñas golpeaban sordamente la tierra.

A lo lejos, Malone divisó a Viktor sobre un caballo, desde el que mantenía agrupados a los animales, tratando de no interrumpir su avance. El paso torpe de las bestias se intensificó hasta convertirse en carrera; los más rezagados empujaban a los que estaban delante, forzando a avanzar a todo el rebaño. Su inesperada aparición pareció generar el efecto deseado. Los guardias se desconcertaron momentáneamente y Malone aprovechó ese instante para disparar al que se encontraba frente a él.

Otro disparo y el segundo guardia cayó al suelo.

Malone se dio cuenta entonces de que Viktor era el responsable del disparo.

Las cabras ocuparon el claro, chocando entre sí, todavía aturdidas, dándose cuenta lentamente de que la única vía de escape era a través de los árboles.

El polvo llenaba el aire.

Malone fijó su atención en Zovastina y se abrió camino entre los malolientes animales hacia donde se encontraban ella y Cassiopeia.

El rebaño se retiró hacia el bosque.

Las alcanzó en el mismo momento en que Viktor saltaba de la silla con el arma en la mano. Zovastina seguía de pie, blandiendo el cuchillo, pero Viktor la tenía acorralada, a unos pocos metros de las cuerdas que sujetaban a Cassiopeia a los dos árboles combados.

– Suelte el cuchillo -le ordenó Viktor.

Zovastina pareció sorprendida.

– ¿Qué estás haciendo?

– Detenerla. -Viktor hizo una señal con la cabeza-. Libérela, Malone.

– Yo daré las órdenes -repuso él-. Usted suelte a Cassiopeia y yo vigilaré a la ministra.

– ¿Aún no confía en mí?

– Digamos que prefiero hacerlo a mi manera. -Empuñó la pistola-. Como él ya ha dicho, suelte el cuchillo.

– ¿O qué?-replicó Zovastina-. ¿Me pegará un tiro?

Malone disparó al suelo, entre sus piernas; ella retrocedió.

– El siguiente irá directo a su cabeza.

Soltó el cuchillo.

– Y ahora empújelo hacia aquí con el pie.

La ministra hizo lo que le ordenaba.

– ¿Qué estás haciendo aquí? -le preguntó Cassiopeia.

– Te lo debía. ¿Cabras? -le dijo a Viktor mientras éste desataba a Cassiopeia.

– Uno usa lo que tiene a mano. Parecía una buena opción.

Malone no podía discutir eso.

– ¿Trabajas para los norteamericanos? -preguntó Zovastina dirigiéndose a Viktor.

– Así es.

Un fuego intenso asomó a los ojos de la ministra.

Cassiopeia se deshizo de las cuerdas y arremetió contra ella con el puño apretado, que descargó sobre la cara de la mujer. Una patada en las rodillas y Zovastina cayó de espaldas. Cassiopeia continuó atacándola, plantando su pie en el estómago de la ministra y golpeando su cabeza contra el tronco de un árbol.

Zovastina se retorció en el suelo y después quedó inmóvil.

Malone había contemplado impasible el ataque.

– ¿Es éste tu sistema?

Cassiopeia respiró hondo.

– Le hubiera dado más. -Se detuvo, desentumeciendo sus muñecas-. Ely está vivo: he hablado con él por teléfono. Stephanie y Henrik están con él. Tenemos que irnos.

Malone dirigió su mirada hacia Viktor.

– Pensé que Washington quería que siguiera de incógnito.

– No tenía elección.

– Usted me envió a esta ratonera.

– ¿Acaso le dije que se enfrentara a ella? No me dio oportunidad de hacer otra cosa. Cuando vi su situación, hice lo que tenía que hacer.

Malone no estaba de acuerdo, pero no tenían tiempo de discutir.

– ¿Qué vamos a hacer ahora?

– Marcharnos -dijo Viktor-. No tenemos mucho tiempo. Y nadie va a venir a molestarla.

– ¿Y qué hay del tiroteo? -quiso saber Malone.

– Nadie le dará importancia. -Viktor señaló el espacio que los rodeaba-. Es su campo de ejecuciones. Muchos enemigos han sido eliminados aquí.

Cassiopeia arrastraba el cuerpo inerte de la ministra por el suelo.

– ¿Qué estás haciendo? -preguntó Malone.

– Atar a esta zorra, para que vea lo que se siente.


Stephanie conducía con Henrik a su lado, en el asiento del copiloto, y Ely en el asiento trasero. No habían tenido otra opción más que coger el coche del guardia, pues el suyo tenía las ruedas pinchadas. Abandonaron rápidamente la cabaña, se incorporaron a la carretera y avanzaron rumbo sur, en paralelo a las montañas del Pamir, dirigiéndose hacia lo que dos mil años antes se conocía como monte Klimax.

– Es increíble -dijo Ely.

A través del retrovisor vio cómo el joven estaba admirando el escitalo.

– Cuando leí el enigma de Ptolomeo, me pregunté cómo podía transmitir algún mensaje. Es muy inteligente. -Ely sostuvo el escitalo-. ¿Cómo lo descubristeis?

– Un amigo nuestro lo hizo. Cotton Malone; ahora está con Cassiopeia.

– ¿No deberíamos intentar averiguar algo sobre ella?

Stephanie captó la preocupación que había en la pregunta.

– Hemos de confiar en que Malone sabrá ocuparse del asunto -respondió-. Nuestro problema está aquí. -Volvía a hablar con el tono desapasionado propio de la responsable de una agencia de inteligencia, tranquila e indiferente, pero todavía estaba agitada por lo que había ocurrido en la cabaña-. Cotton es bueno. Sabrá cómo manejar las cosas.

Thorvaldsen también pareció percibir la inquietud de Ely.

– Y Cassiopeia no está indefensa -terció-. Puede cuidar de sí misma. ¿Por qué no nos cuentas lo que necesitamos saber para comprender todo esto? En el manuscrito leímos algo acerca de esa medicina de los escitas. ¿Qué sabes tú de ella?

Vio cómo Ely apartaba cuidadosamente el escitalo a un lado.

– Un pueblo nómada que migró de Asia Central a la Rusia meridional entre los siglos VII y VIII a. J.C. Herodoto escribió sobre ellos. Eran tribales y sanguinarios, temidos. Cortaban las cabezas de sus enemigos y hacían copas con sus cráneos.

– Sin duda, eso le proporciona a uno una reputación -señaló Thorvaldsen.

– ¿Cuál es su conexión con Alejandro? -preguntó ella.

– En los siglos III y IV a. J.C. se establecieron en lo que ahora es Kazajistán. Resistieron con éxito a Alejandro, bloqueando su avance hacia el este en el río Syr Darya. Él los combatió con fiereza, fue herido varias veces, pero finalmente pactaron una tregua. No diría que Alejandro temía a los escitas, pero sí los respetaba.

– ¿Y la medicina? -dijo Thorvaldsen-. ¿Era suya?

Ely asintió.

– Se la mostraron a Alejandro. Fue parte del tratado de paz que firmaron con él, y por lo visto él mismo la usó. Por lo que he leído, era una especie de poción natural. Alejandro, Hefestión y ese médico que mencionan los manuscritos, todos ellos se curaron gracias a ella. Suponiendo que los relatos sean ciertos, claro está.

»Los escitas eran gente extraña -prosiguió Ely-. Por ejemplo, en medio de una batalla contra los persas, todos abandonaron el campo de batalla para cazar un conejo. Nadie sabe por qué, pero consta en una crónica oficial.

«Conocían el oro, lo usaban y lo lucían en grandes cantidades: ornamentos, cinturones, platos, incluso sus armas estaban adornadas con oro. Los túmulos funerarios de los escitas están llenos de piezas de oro. Pero su principal problema era el lenguaje. Eran analfabetos. No ha sobrevivido ningún testimonio escrito sobre ellos. Sólo dibujos, fábulas y relatos de otros. Únicamente conocemos algunas de sus palabras, y es gracias a Herodoto.

Stephanie lo observó a través del retrovisor y percibió que había algo más.

– ¿Por ejemplo? -quiso saber.

– Como he dicho, sólo unas pocas palabras han sobrevivido: pata significa «montar»; spou, «ojo»; oior, «hombre», yarima -buscó entre los papeles que había llevado consigo- no significaba mucho hasta ahora. Recordad el enigma: «Cuando llegues a la cima.» Ptolomeo luchó contra los escitas junto a Alejandro. Los conocía. Arima quiere decir, más o menos, un «lugar en la cima».

– Como un ático -dijo ella.

– Más importante. El lugar que los griegos llamaron Klimax, adonde nos dirigimos, es llamado Arima por los nativos. Lo recuerdo por la última vez que estuve allí.

– ¿Demasiadas coincidencias? -inquirió Thorvaldsen.

– Parece que todas las pistas conducen hacia allí.

– ¿Y qué esperamos encontrar? -preguntó Stephanie.

– Los escitas usaban túmulos para cubrir las tumbas de sus reyes, pero he leído que elegían los lugares montañosos para enterrar a sus líderes más importantes. Éste es el límite del imperio de Alejandro. Su frontera oriental, muy alejada de su hogar. Aquí nadie lo molestaría.

– ¿Quizá por eso lo eligió? -sugirió ella.

– No sé. Todo parece extraño, sin sentido.

Stephanie estaba completamente de acuerdo.


Zovastina abrió los ojos. Estaba tendida en el suelo, e inmediatamente recordó el ataque de Cassiopeia Vitt. Trató de aclarar sus pensamientos, aún confusos, y notó que algo sujetaba firmemente sus muñecas.

Entonces cayó en la cuenta. Estaba atada a los árboles, como Vitt. Meneó la cabeza. Eso era humillante.

Se incorporó y observó el claro.

Las cabras, Malone, Vitt y Viktor se habían ido. Uno de los guardias estaba muerto, pero el otro todavía vivía, apoyado contra un árbol, sangrando de una herida que tenía en el hombro.

– ¿Puedes moverte? -le preguntó.

Él asintió, aunque era evidente que estaba sufriendo. Todos los miembros de su Batallón Sagrado eran duros, almas disciplinadas. Zovastina se había asegurado de ello. Su moderna encarnación era de todo menos temerosa, igual que la original, en tiempos de Alejandro.

El guardia hizo un esfuerzo por ponerse en pie, agarrándose el brazo izquierdo con la mano derecha.

– El cuchillo -dijo ella-. Aquí, en el suelo.

Ni el menor gemido de dolor salió de los labios del hombre. La ministra trató de recordar su nombre, pero no podía. Viktor había contratado a cada uno de los miembros del Batallón Sagrado, y ella se había hecho el propósito de no vincularse afectivamente a ellos. Eran objetos, instrumentos para ser usados. Nada más.

El hombre avanzó tambaleándose hacia el cuchillo y logró cogerlo del suelo.

Se acercó a las cuerdas, pero perdió el equilibrio y cayó de rodillas.

– Puedes hacerlo -lo animó ella-. Resiste el dolor. Céntrate en tu deber.

El guardia parecía estar haciendo acopio de todas sus fuerzas. El sudor caía por su frente y Zovastina reparó en que manaba sangre de su herida. Sorprendentemente, no se había desvanecido. Pero la verdad era que ese fornido individuo parecía hallarse en una excelente forma física.

Alzó el cuchillo, jadeó unas pocas veces y cortó las ataduras que asían su muñeca izquierda. Ella agarró la mano temblorosa del hombre, intentando estabilizarla, mientras él le entregaba el cuchillo; luego se liberó a sí misma de la otra atadura.

– Échate. Descansa -dijo.

Oyó cómo se tendía mientras ella rebuscaba entre la hierba. Cerca del otro cuerpo encontró una pistola.

Volvió hacia el guardia herido.

Él había visto su vulnerabilidad, y realmente, por primera vez en mucho tiempo, la ministra se había sentido vulnerable.

El hombre yacía boca arriba, todavía agarrándose el hombro.

Se plantó junto a él. Sus oscuros ojos se posaron en ella y, al verlos, Zovastina se dio cuenta de que él ya sabía lo que iba a ocurrir.

Sonrió al ver su coraje.

Entonces, apuntó con el arma a su cabeza y disparó.

SETENTA Y SEIS

Malone echó un vistazo al áspero terreno que se desplegaba abajo, ante ellos, una mezcla de tierra árida, pastos, onduladas colinas y árboles. Viktor pilotaba el helicóptero, que habían localizado en un hangar a pocos kilómetros del palacio. Conocía el aparato. De fabricación rusa, con dobles motores que propulsaban los rotores principales y de cola. Los soviets lo conocían como «tanque volador». La OTAN lo había apodado Cocodrilo, debido a su color, de camuflaje, y a su inconfundible fuselaje. En suma, un espléndido helicóptero de combate; ése en particular, modificado por un enorme compartimento trasero para cargar un pequeño contingente de tropas. Afortunadamente, habían salido del palacio y de Samarcanda sin ningún problema.

– ¿Dónde aprendió a pilotar? -quiso saber Malone.

– En Bosnia. En Croacia. Eso fue lo que hice en mi servicio militar. Buscar y destruir.

– Un buen lugar para templar los nervios.

– Y para morir.

Malone no podía discutir eso.

– ¿Vamos muy lejos? -preguntó Cassiopeia a través de los auriculares.

Volaban hacia el este, a casi 300 km/h, hacia la cabaña de Ely en el Pamir. Zovastina se liberaría pronto, si no lo había hecho ya, así que Malone preguntó:

– ¿Y si alguien nos sigue?

Viktor señaló al frente.

– Esas montañas nos proporcionarán cobijo. No se puede rastrear nada ahí. Las alcanzaremos dentro de unos instantes, y nos hallamos a pocos minutos de la frontera china. Siempre podemos escapar por allí.

– No te comportes como si no me hubieras oído -dijo Cassiopeia-. ¿Cuánto falta?

Malone había evitado, intencionadamente, responder. Estaba ansiosa. Quería decirle que sabía que estaba enferma, que supiera que le importaba a alguien, que entendía su frustración. Pero sabía más. En vez de eso, dijo:

– Vamos tan de prisa como podemos. -Hizo una pausa-. Pero seguro que es mejor que estar atada a unos árboles.

– Creo que nunca lo olvidaré.

– Pues eso.

– Vale, Cotton. Estoy algo ansiosa, pero tienes que entenderme. Pensaba que Ely estaba muerto. Quería que estuviera vivo, pero sabía, creía… -Se interrumpió-. Y ahora…

Malone se volvió y percibió la excitación en sus ojos, que lo llenaron de tristeza y de energía al mismo tiempo. Se contuvo y finalizó el pensamiento de Cassiopeia:

– Y ahora está con Stephanie y Henrik. Así que cálmate.

Ella iba sentada sola en el compartimento trasero. Malone vio cómo daba unos golpecitos en el hombro a Viktor.

– ¿Sabía que Ely estaba vivo?

Él asintió con la cabeza.

– Le mentí en la lancha, en Venecia, cuando le dije que estaba muerto. Tenía que decir algo. La verdad es que fui yo quien salvó a Ely. Zovastina pensó que alguien podía fijarse en él. Era su consejero y los crímenes políticos son comunes en la Federación. Ella quería que Ely estuviera protegido. Después de que atentaran contra él, lo ocultó. No he tratado con él desde entonces. Aunque yo era el jefe de la guardia, era ella quien estaba al cargo. Así que realmente no sé qué le sucedió. Aprendí a no formular preguntas y a hacer sólo lo que me ordenaban.

Malone reparó en que Viktor usaba un tiempo verbal pasado al referirse a su trabajo.

– Lo matará si lo encuentra.

– Conocía las reglas antes de que todo esto empezara.

Continuaron el vuelo, sin sobresaltos ni incidentes. Malone nunca había volado en un Hind. Su instrumental era impresionante, al igual que su armamento. Misiles teledirigidos, ametralladoras, cañones dobles…

– Cotton -dijo Cassiopeia-, ¿tienes algún modo de comunicarte con Stephanie?

No era una pregunta que quisiera responder en ese momento, pero no tenía elección.

– Sí.

– Dámelo.

Buscó el teléfono de Magellan Billet que Stephanie le había proporcionado en Venecia y marcó el número mientras se quitaba los auriculares. Transcurrieron unos pocos segundos antes de que un zumbido confirmara la conexión y oyera la voz de Stephanie saludándolo.

– Vamos hacia ahí -dijo él.

– Hemos dejado la cabaña -señaló ella-. Nos dirigimos hacia el sur, por una autopista, la M-45, hacia lo que una vez fue el monte Klimax. Ely sabe dónde está. Dice que los nativos lo llaman Arima.

– Cuéntame más.

Malone escuchó y le repitió la información a Viktor, que asintió.

– Sé dónde está.

Hizo virar el helicóptero hacia el sureste y aumentó la velocidad.

– Estamos de camino -le dijo Malone a Stephanie-. Todo tranquilo por aquí.

Vio que Cassiopeia quería el teléfono, pero no pensaba pasárselo, así que negó con la cabeza, esperando que entendiera que ése no era el momento. No obstante, para confortarla, le preguntó a Stephanie:

– ¿Ely está bien?

– Sí, aunque nervioso.

– Sé a lo que te refieres. Llegaremos antes que vosotros. Volveré a llamarte. Podemos hacer un reconocimiento aéreo hasta que lleguéis allí.

– ¿Viktor ha sido de alguna ayuda?

– No estaríamos aquí si no fuera por él.

Colgó el teléfono y le contó a Cassiopeia hacia dónde se dirigía Ely.

De pronto, una alarma resonó en la cabina.

La mirada de Viktor se posó en el radar, que indicaba dos objetivos acercándose desde el oeste.

– Black Sharks -anunció-. Vienen directos hacia nosotros.

Malone conocía esas naves. La OTAN las llamaba Hokum. KA-50. Rápidas, eficaces, equipadas con misiles teledirigidos y cañones de treinta milímetros. Vio que Viktor también se había dado cuenta de la emboscada.

– Nos han encontrado de prisa -dijo Malone.

– Hay una base aquí cerca.

– ¿Qué piensa hacer?

Empezaron a ascender, ganando altitud, cambiando de rumbo. Mil ochocientos metros. Dos mil. Casi tres mil…

– ¿Sabe cómo usar las armas? -preguntó Viktor.

Malone iba sentado en el asiento del artillero, así que echó un vistazo al panel de mandos. Afortunadamente, sabía leer ruso.

– Puedo intentarlo.

– Entonces, prepárese para el combate.

SETENTA Y SIETE

Samarcanda


Zovastina observaba a sus generales mientras consideraban el plan de guerra. Los hombres que estaban sentados alrededor de la mesa de juntas eran los subordinados de su mayor confianza, aunque atemperaba esa confianza con la sospecha de que uno o más de uno podía ser un traidor. Después de todo lo que había ocurrido en las últimas veinticuatro horas no podía estar segura de nada. Todos esos hombres habían estado con ella desde el principio, ascendiendo con ella, construyendo con tesón la fuerza militar de la Federación, preparándose para lo que iba a ocurrir.

– Primero, empezaremos con Irán -declaró.

Conocía las cifras. La población actual de Pakistán ascendía a ciento setenta millones. Afganistán, treinta y dos millones. Irán, sesenta y ocho millones. Los tres países eran objetivos potenciales. Al principio, había planeado un ataque simultáneo, pero ahora creía que un golpe estratégico era mejor. Si los puntos de infección se escogían con cuidado -lugares con una gran densidad de población- y los virus se dispersaban con habilidad, los modelos informáticos habían previsto una reducción de la población del 70 por ciento o más en poco menos de catorce días. Les contó a sus hombres lo que ya sabían y añadió:

– Necesitamos sembrar el pánico. Originar una crisis. Los iraníes, sin duda, querrán nuestra ayuda. ¿Qué es lo que habéis planeado?

– Empezaremos con sus efectivos militares y el gobierno -dijo uno de sus generales-. La mayoría de los agentes víricos operan antes de cuarenta y ocho horas. Pero utilizaremos varios tipos. Así, identificarán rápidamente uno de los virus, pero para entonces ya tendrán que combatir a otro. Eso debería hacer que bajaran la guardia y evitaran cualquier respuesta médica efectiva.

Había estado preocupada por este aspecto, pero ya no lo estaba.

– Los científicos me han dicho que los virus han sido modificados de modo que su detección y su prevención serán aún más difíciles.

Ocho hombres rodeaban la mesa, todos ellos miembros de su ejército y de las fuerzas aéreas. Asia Central había languidecido durante muchos años entre China, la URSS, la India y Oriente Medio; no formaba parte de ninguno de esos países, pero todos la codiciaban. El juego había acabado dos siglos antes, cuando Rusia y Gran Bretaña lucharon por el dominio de la zona sin tener en cuenta los deseos de la población autóctona.

Ya no más.

Ahora, Asia Central hablaría con una sola voz a través de un parlamento elegido democráticamente, ministros, elecciones, tribunales y el gobierno de la ley.

Una sola voz.

La suya.

– ¿Y qué hay de los europeos y los norteamericanos? -preguntó un general-. ¿Cómo reaccionarán ante nuestra agresión?

– Eso es precisamente lo que no va a ocurrir -aclaró ella-. No habrá agresión. Simplemente ocuparemos y distribuiremos ayuda y proporcionaremos auxilio a la diezmada población. Estarán demasiado ocupados enterrando a sus muertos como para preocuparse por nosotros.

Había aprendido de la historia. Los conquistadores que habían obtenido los mayores éxitos -griegos, mongoles, hunos, romanos y otomanos-, todos ellos habían practicado la tolerancia con las tierras de las que se habían apropiado. Hitler podría haber cambiado el rumbo de la segunda guerra mundial si simplemente hubiera aprovechado la ayuda de los millones de ucranianos que odiaban a los soviéticos en vez de aniquilarlos. Sus fuerzas entrarían en Irán como salvadores, y no como opresores, consciente de que cuando sus virus cumplieran su cometido no habría oposición alguna para desafiarla. Entonces se anexionaría los territorios, los repoblaría. Desplazaría a la población de las antiguas regiones soviéticas arruinadas hacia las nuevas tierras. Mezclaría las razas. Haría precisamente lo que Alejandro Magno había hecho con su revolución helenística, sólo que al revés, migrando del este al oeste.

– ¿Estamos seguros de que los estadounidenses no intervendrán? -insistió uno de los generales.

Zovastina entendía su aprensión.

– Los estadounidenses no dirán ni harán nada. ¿Por qué tendrían que preocuparse? Después de la debacle iraquí, no interferirán, especialmente si estamos ocupándonos de esa carga. La verdad es que estarán encantados con la perspectiva de eliminar a Irán.

– Una vez que entremos en Afganistán morirán norteamericanos -señaló uno de los hombres-. Sus fuerzas todavía están allí.

– Cuando eso pase, intentaremos quitarle importancia -repuso la ministra-. Queremos que el resultado final sea que los norteamericanos se retiren del país cuando nosotros tomemos el control. Supongo que será una decisión popular en Estados Unidos. Usemos un virus que sea vulnerable. Infecciones estratégicas, dirigidas a grupos y regiones específicos. La mayoría de los muertos deben ser nativos, en especial, talibanes, y hemos de asegurarnos de que las bajas entre los estadounidenses sean sólo un daño colateral.

Miró al resto de los hombres que se encontraban alrededor de la mesa. Ninguno de ellos había dicho una sola palabra sobre el cardenal que lucía en la cara, consecuencia de su pelea con Cassiopeia Vitt. ¿La filtración estaba allí? ¿Cómo sabían tanto los norteamericanos acerca de sus intenciones?

– Van a morir millones de personas -dijo uno de los hombres en un susurro.

– Millones de problemas -puntualizó ella-. Irán es un refugio de terroristas, un lugar gobernado por locos. Eso es lo que Occidente dice una y otra vez. Ya es hora de acabar con el problema, y tenemos la solución. La gente que sobreviva vivirá mejor, y nosotros también. Tendremos su petróleo y su gratitud. Lo que hagamos con ellos determinará nuestro éxito.

Escuchó la discusión sobre la cantidad de tropas, los planes de contingencia y las estrategias que debían seguir. Varios escuadrones habían sido entrenados para propagar los virus y estaban listos para dirigirse hacia el sur. Estaba complacida. Los años de preparación llegaban a su fin. Se imaginó cómo debía de sentirse Alejandro Magno cuando pasó de Grecia a Asia e inició su conquista global. Como él, también había previsto el éxito total. Una vez que controlara Irán, Pakistán y Afganistán, avanzaría por todo Oriente Medio. Ese dominio, no obstante, sería más sutil; los brotes virales aparecerían como una simple expansión de las infecciones iniciales. Si había interpretado correctamente a Occidente, Europa, China, Rusia y Estados Unidos se recluirían en sí mismos. Cerrarían sus fronteras. Minimizarían los viajes. Esperarían a que el desastre sanitario fuera contenido en unos países por los que, obviamente, nadie se preocupaba. Su inacción le daría tiempo para reivindicar más vínculos en la cadena de naciones que se alzaban entre la Federación y África. Actuando correctamente conquistaría todo Oriente Medio en cuestión de meses, y sin un solo disparo.

– ¿Tenemos el control de los antígenos? -preguntó finalmente el jefe de personal.

Ella estaba esperando la pregunta.

– Sí.

La inestable paz que la mantenía unida a Vincenti estaba a punto de acabar.

– Philogen nos ha proporcionado reservas para tratar a nuestra población -indicó uno de los hombres-, pero no tenemos las cantidades necesarias para detener el avance viral en las naciones que son nuestro objetivo, una vez que la victoria sea segura.

– Estoy al corriente del problema -repuso ella.

Un helicóptero la aguardaba.

Se levantó.

– Señores, vamos a iniciar la mayor conquista desde la Antigüedad. Los griegos llegaron y nos vencieron, llevándonos a la edad helenística, lo que finalmente acabó dando forma a la civilización occidental. Ahora asistiremos a un nuevo amanecer en el desarrollo de la humanidad: la edad asiática.

SETENTA Y OCHO

Cassiopeia se sujetó al banco de acero del compartimento trasero. El aparato dio varios bandazos cuando Viktor inició las maniobras de evasión para eludir a sus perseguidores. Sabía que Malone era consciente de que quería hablar con Ely, pero ella también sabía que ahora no era el momento. Apreciaba que Malone hubiera arriesgado el pellejo. ¿Cómo habría escapado de Zovastina sin su ayuda? Difícilmente lo hubiera hecho, incluso con Viktor allí. Thorvaldsen le había dicho que Viktor era un aliado, pero también le había advertido de sus limitaciones. Su misión era permanecer en la sombra, pero aparentemente esa prioridad había cambiado.

– Nos están disparando -dijo Viktor a través de los auriculares.

El helicóptero se ladeó a la derecha, cortando el aire. Su arnés la mantenía firmemente asida al mamparo. Se agarró al banco con más fuerza. Estaba luchando por contener una arcada cada vez más intensa pues, la verdad fuera dicha, era propensa a marearse. Por lo general, evitaba los barcos y no tenía problemas con los aviones mientras volaran sin altibajos. Eso, sin embargo, era un problema. Su estómago parecía enrollarse y subir hasta su garganta conforme iban cambiando de altitud, como un ascensor que ha enloquecido. No podía hacer nada salvo resistir y pedir al cielo que Viktor supiera lo que estaba haciendo.

Vio que Malone manejaba los controles del armamento y oyó disparos que procedían de ambos lados del fuselaje. Miró en dirección a la cabina del piloto y, a través del parabrisas, atisbo los picos de las montañas surgiendo entre las nubes, a ambos lados del aparato.

– ¿Todavía nos siguen? -preguntó Malone.

– Cada vez más de prisa -respondió Viktor-, e intentan disparar.

– Nos sobran algunos misiles.

– Estoy de acuerdo. Pero dispararlos aquí puede ser peligroso, para ellos y para nosotros.

Emergieron a un cielo más claro. El helicóptero viró abruptamente a la derecha y empezó a caer en picado.

– ¿Tenemos que hacer esto? -preguntó ella, intentando mantener su estómago bajo control.

– Eso me temo -respondió Malone-. Debemos servirnos de estos valles para evitarlos. Entrar y salir, como en un laberinto.

Cassiopeia sabía que Malone había pilotado aviones de combate y aún tenía la licencia de piloto.

– A algunos de nosotros no nos gustan este tipo de cosas.

– Te invito a echar la papa cuando quieras.

– No voy a darte ese gusto.

Gracias a Dios, no había comido desde el día anterior, en Torcello.

Más picos afilados aparecieron mientras el aparato rugía cruzando el cielo del atardecer. El ruido del motor era ensordecedor. Sólo había volado en unos pocos helicópteros, pero nunca en situación de combate; era como un viaje, en tres dimensiones, en una montaña rusa.

– Hay dos helicópteros más en nuestro radar -dijo Viktor-. Pero están fuera de nuestra trayectoria.

– ¿Adónde nos dirigimos? -preguntó Malone.

El helicóptero hizo otro quiebro.

– Al sur -dijo Viktor.


Malone observó el monitor del radar. Las montañas eran a la vez una protección y un problema, pues dificultaban seguir el rastro de sus perseguidores. Los objetivos aparecían y desaparecían sin cesar. La maquinaria militar norteamericana se basaba en el control por satélite y en aviones de vigilancia aérea para obtener imágenes claras. Por suerte, la Federación de Asia Central no poseía esos dispositivos tan sofisticados.

La pantalla del radar quedó vacía.

– Ya no nos siguen -anunció Malone.

Debía admitir que Viktor sabía pilotar. Estaban zigzagueando entre las montañas del Pamir; los rotores pasaban peligrosamente cerca de los grises precipicios. Nunca había aprendido a pilotar un helicóptero, aunque siempre había deseado hacerlo. Y tampoco había estado a los mandos de un caza supersónico desde hacía diez años. Había conservado su licencia de piloto durante algunos pocos años después de entrar en el Magellan Billet, pero había dejado que caducara. En su momento no se había preocupado, pero ahora desearía haber conservado esas habilidades.

Viktor estabilizó el helicóptero a mil ochocientos metros de altitud.

– ¿Ha abatido a alguno? -preguntó.

– Es difícil decirlo. Creo que sólo los hemos obligado a mantenerse a distancia.

– Nos dirigimos a unos ciento cincuenta kilómetros al sur. Conozco Arima. He estado antes allí, pero hace bastante tiempo.

– ¿Hay montañas en todo el trayecto?

Viktor asintió.

– Y más valles. Creo que puedo eludir cualquier radar. Esta zona no es un área de seguridad. La frontera con China ha estado abierta durante años. La mayoría de los suministros de Zovastina provienen del sur, de Afganistán y Pakistán.

Cassiopeia se echó hacia adelante en el asiento, acercándose a ellos.

– ¿Se acabó?

– Parece ser que sí -respondió Malone.

– Voy a dar un rodeo para evitar más encuentros -dijo Viktor-. Tardaremos un poco más, pero cuanto más al este vayamos, más seguros estaremos.

– ¿Cuánto vamos a tardar? -quiso saber ella.

– Quizá media hora.

Malone asintió y Cassiopeia no puso ninguna objeción. Esquivar balas era una cosa, pero esquivar misiles aire-aire era otra muy distinta. Los equipos ofensivos soviéticos, como sus armas, eran de primera categoría. La sugerencia de Viktor era acertada.

Malone se acomodó en su asiento y contempló los picos desnudos, que emergían abruptamente. En la distancia, la neblina hacía que el paisaje pareciera un anfiteatro de picos coronados de blanco. Un río, con su torrente fangoso, trazaba venas de color púrpura entre las colinas. Tanto Alejandro Magno como Marco Polo habían hollado esa tierra; toda ella había sido, una vez, un campo de batalla. Dependientes de los británicos al sur, de los rusos al norte, de chinos y afganos al este y al oeste. Durante la mayor parte del siglo XX, Moscú y Pekín lucharon por el control, tentándose mutuamente y estableciendo al fin una paz muy frágil; sólo el Pamir se alzaba como vencedor.

Alejandro Magno había escogido sabiamente ese lugar como su última morada.

Pero Malone se preguntaba…

¿Estaba realmente allí?

¿Esperando?

SETENTA Y NUEVE

14.00 horas


Zovastina había volado desde Samarcanda a la finca de Vincenti directamente, en el helicóptero más rápido de su fuerza aérea.

La mansión de Vincenti se divisaba allá abajo, excesiva, cara y, como su propietario, prescindible. Permitir que el capital floreciera en la Federación quizá no fuera tan buena idea. Se necesitarían cambios. Habría que contener a la Liga Veneciana.

Pero había otras prioridades.

El helicóptero aterrizó.

Después de que Edwin Davis abandonó el palacio, ordenó a Kamil Revin que contactara con Vincenti y lo alertara de su visita. Pero el aviso se había retrasado lo bastante como para dar a sus tropas tiempo de llegar. Le habían dicho que la casa estaba ahora bajo control, así que ordenó a sus hombres que se fueran en los mismos helicópteros que los habían llevado allí, con excepción de nueve soldados. El personal de la casa había sido evacuado. Zovastina no tenía ningún problema con los habitantes de la zona que intentaban ganarse la vida: su disputa era con Vincenti.

Bajó del helicóptero y cruzó los cuidados terrenos que rodeaban la casa, dirigiéndose hacia una terraza de piedra desde donde accedió a la mansión. Aunque Vincenti pensaba que la ministra no tenía ningún interés en la finca, ella había seguido cuidadosamente su construcción. Cincuenta y tres habitaciones. Once dormitorios. Dieciséis baños. Su arquitecto le había proporcionado, de buen grado, los planos. Conocía el majestuoso comedor, los elaborados salones, la cocina de gourmet y la bodega. Contemplando de primera mano la decoración, era fácil comprender por qué había costado una cifra con ocho ceros.

En el vestíbulo principal, dos de sus soldados estaban apostados frente a la puerta delantera. Dos más flanqueaban una escalera de mármol. Todo allí le recordaba a Venecia. Y no le gustaba recordar el fracaso.

Hizo un gesto a uno de los centinelas, que se acercó a ella, sosteniendo un rifle. La escoltó a través de un pequeño corredor y entró en lo que parecía ser una biblioteca. Tres hombres más, armados, ocupaban la sala; también había un tercero. Aunque nunca se habían encontrado, ella conocía su nombre y su historial.

– Señor O'Conner, tiene que tomar usted una decisión.

El hombre, que estaba sentado en un sofá de cuero, se levantó y se encaró con ella.

– Ha trabajado para Vincenti durante mucho tiempo. Depende de usted. Y, francamente, sin usted no hubiera llegado tan lejos.

Permitió que el halago hiciera su efecto mientras inspeccionaba la opulenta estancia.

– Vincenti vive bien. Siento curiosidad. ¿Comparte su riqueza con usted?

O'Conner no respondió.

– Déjeme decirle algunas cosas que quizá sepa o quizá no. En el último año, Vincenti ha facturado más de cuarenta millones de euros con su compañía. Posee una fortuna de más de un billón de euros. ¿Cuánto le paga?

No hubo respuesta.

– Ciento cincuenta mil euros -dijo ella, y contempló la expresión del hombre al encontrarse cara a cara-. Como puede ver, señor O'Conner, sé bastantes cosas. Ciento cincuenta mil euros por todo lo que usted hace por él. Ha intimidado, coaccionado e incluso matado. Él gana decenas de millones y usted recibe ciento cincuenta mil euros. Él vive así y usted… -vaciló- simplemente vive.

– Nunca me he quejado -repuso O'Conner.

Ella se detuvo tras el escritorio de Vincenti.

– No, no lo ha hecho, lo cual es admirable.

– ¿Qué quiere?

– ¿Dónde está Vincenti?

– Se ha ido. Se fue antes de que sus hombres llegaran.

Ella sonrió.

– Eso es. Otra cosa que sabe hacer usted muy bien: mentir.

Él se encogió de hombros.

– Puede creer lo que quiera. Seguramente sus hombres ya habrán registrado toda la casa.

– Lo han hecho y, tiene usted razón, no hemos encontrado a Vincenti. Pero usted y yo sabemos por qué.

Zovastina reparó en las exquisitas tallas de alabastro que adornaban el escritorio. Figuras chinas. Realmente, nunca se había interesado en el arte oriental. Levantó una de las estatuillas: un hombre semidesnudo, contorsionado.

– Durante la construcción de esta monstruosidad, Vincenti incorporó pasajes secretos; supuestamente, para uso del servicio. Pero usted y yo sabemos para qué se usan realmente. También ha construido un enorme sótano excavado en la roca que está bajo nuestros pies. Probablemente, ahí es donde está.

El rostro de O'Conner no mostró emoción alguna.

– Así que, como ya le he dicho, señor O'Conner, debe usted tomar una decisión. Encontraré a Vincenti, con o sin su ayuda. Pero con su ayuda aceleraría el proceso y, debo admitirlo, el tiempo es oro. Por eso estoy dispuesta a negociar. Podría usar a un hombre como usted, un hombre de recursos -hizo una pausa-, en absoluto codicioso. Así que debe tomar una decisión. ¿Cambiará usted de bando o seguirá con Vincenti?

Zovastina había ofrecido la misma alternativa a otros. La mayoría de ellos eran miembros de la asamblea nacional, parte de su gobierno, o de la naciente oposición. A algunos no valía la pena reclutarlos, y era más fácil matarlos y seguir adelante, pero la mayor parte habían resultado ser conversiones valiosas. Todos ellos eran asiáticos, rusos o una mezcla de ambos. Pero ahora había tendido el cebo a un norteamericano y tenía curiosidad por ver si picaría.

– La elijo a usted -dijo O'Conner-. ¿Qué puedo hacer?

– Responda a mi pregunta.

O'Conner se llevó la mano al bolsillo e inmediatamente uno de los soldados lo apuntó con el rifle. Rápidamente, O'Conner le mostró sus manos vacías.

– Necesito algo para responder a su pregunta.

– Adelante -dijo ella.

Sacó un mando plateado con tres botones.

– A esas habitaciones se accede desde determinadas puertas de esta casa. Pero a la habitación del sótano sólo se llega desde aquí. -Accionó el dispositivo-. Uno de estos botones abre todas las puertas en caso de incendio. El otro actúa como alarma. El tercero… -señaló al otro lado de la estancia y pulsó- abre esto.

Un vistoso gabinete de estilo chino giró sobre sí mismo, revelando un pasadizo apenas iluminado.

La ministra se sintió llena de la calidez de la victoria.

Se acercó a uno de sus soldados de infantería y desenfundó su Makarov de nueve milímetros.

Luego se volvió y disparó a O'Conner en la cabeza.

– No necesito lealtades perecederas.

OCHENTA

Las cosas no iban bien, y Vincenti lo sabía. Pero si se quedaba quieto, mantenía la calma y tenía cuidado, eso podría jugar a su favor. O'Conner sabría manejar el asunto, como siempre. Pero Karyn Walde y Grant Lyndsey eran otro cantar.

Karyn andaba de un lado a otro del laboratorio, como un animal enjaulado; sus fuerzas parecían haber regresado, alimentadas por la ansiedad.

– Debe relajarse -dijo él-. Zovastina me necesita. No va a hacer ninguna estupidez.

Sabía que sus antígenos la mantendrían a raya, lo que era la razón por la que, precisamente, no había permitido que ella supiera mucho al respecto.

– Grant, asegura tu ordenador. Protégelo todo con contraseña, tal como convinimos.

Vincenti se daba cuenta de que Lyndsey estaba incluso más ansioso que Karyn, pero mientras ella parecía estar nutriéndose de la ira, él estaba atenazado por el miedo. Necesitaba que ese hombre pensara con claridad, así que dijo:

– Estaremos bien aquí. No te preocupes.

– Ella ha desconfiado de mí desde el principio. Odiaba tener que tratar conmigo.

– Puede que te odie, pero te necesita, todavía te necesita. Utiliza eso a tu favor.

Lyndsey no lo escuchaba. Estaba inclinado sobre el teclado, murmurando entre dientes, aterrado.

– Pero ¿queréis calmaros? -dijo, alzando la voz-. Ni siquiera sabemos si está aquí.

Lyndsey levantó la mirada del ordenador y la dirigió hacia él.

– Ya ha pasado mucho tiempo. ¿Qué están haciendo esas tropas aquí? ¿Qué demonios está pasando?

Eran buenas preguntas, pero Vincenti debía confiar en O'Conner.

– La mujer que se llevó del laboratorio el otro día… -dijo Lyndsey-, estoy seguro de que nunca volvió a la Federación. Lo vi en sus ojos. Zovastina iba a matarla. Por diversión. Está dispuesta a matar a millones de personas. ¿Qué somos para ella?

– Su salvación -declaró Vincenti.

O, al menos, eso esperaba.


Stephanie salió de la autopista y se desvió por una calzada flanqueada por grandes álamos, alineados a lo largo del vial como si de centinelas se tratara. Habían hecho un buen tiempo, recorriendo los ciento cincuenta kilómetros en menos de dos horas. Ely había comentado durante el trayecto cómo viajar había cambiado mucho en los últimos años, pues la construcción de carreteras y túneles se había convertido en una prioridad para la Federación. Así, se había abierto una nueva red viaria a través de las montañas, que había disminuido considerablemente las distancias de norte a sur.

– Este lugar está distinto -dijo Ely desde el asiento trasero-. Hace dos años estuve aquí. Esta carretera era de piedra y grava.

– Este asfalto es reciente -señaló ella.

La fértil tierra del valle, salpicada de pastos, se extendía bajo los árboles y acababa en una serie de desnudas colinas que rápidamente se convertían en riscos y luego en montañas. Divisó a algunos pastores guiando sus rebaños de corderos y cabras. Los caballos cabalgaban libremente. La carretera avanzaba, recta, bajo los árboles, llevándolos al este, hacia una galería distante de laderas plateadas.

– Vinimos aquí en una misión de exploración -explicó Ely-. Hay muchos chids, las casas típicas del Pamir, construidas con piedra y yeso, de tejado plano. Nos alojamos en una de ellas. Había un pequeño pueblo cerca de aquí, en ese valle, pero ya no está.

No habían sabido nada más de Malone, así que Stephanie intentó no sacar conclusiones y, simplemente, alcanzarlo. No tenía ni idea de cuál era su situación; sólo sabía que se las había ingeniado para liberar a Cassiopeia y comprometer a Viktor. Edwin Davis y el presidente Daniels no estarían muy contentos, pero las cosas raramente salían como se planeaban.

– ¿Por qué está todo tan verde? -preguntó Henrik-. Siempre pensé que esta zona era seca y abrupta.

– La mayoría de los valles lo son, pero donde hay agua el paisaje es bastante bonito. Como un pedazo de Suiza. Hemos padecido sequía últimamente y temperaturas cálidas. Es bastante habitual en la zona.

Delante de ellos, en una posición elevada, más allá de la delgada línea de los árboles, divisó una imponente estructura de piedra asentada sobre un promontorio, tras el que se erigían los picos, desprovistos de nieve, de las montañas. La casa se alzaba airosa, coronada por empinados tejados de pizarra negra; su exterior era un mosaico de piedra lisa en varios tonos de marrón, plata y oro. Diversas ventanas con parteluces se repartían simétricamente, rompiendo la uniformidad de la elegante fachada; cada una de ellas estaba enmarcada por gruesas cornisas, y reflejaban los rayos de sol del atardecer. Tres pisos. Cuatro chimeneas de piedra. Andamiajes en uno de los lados. Todo el conjunto le recordaba a una de las muchas mansiones que se podían ver en el norte de Atlanta, o a alguna de las que aparecían en el Architectural Digest.

– Eso sí que es una casa -dijo ella.

– Pues no estaba aquí hace dos años -apuntó Ely.

Thorvaldsen miró a través del parabrisas.

– Por lo que parece, su propietario es un hombre de posibles.

La morada se erguía unos ochocientos metros más allá, sobre un verde valle que se elevaba directamente hacia el promontorio. Enfrente, una puerta de hierro cerraba el camino. Dos pilares de piedra, como minaretes, sostenían un arco de hierro forjado en el que se leía la palabra «Attico».

– Ático, en italiano -dijo Thorvaldsen-. Parece que el nuevo propietario está al corriente de la denominación local.

– Aquí, los nombres de los lugares son sagrados -explicó Ely-. Ésa es una de las razones por las que los asiáticos odiaban a los soviéticos. Los cambiaron todos. Por supuesto, se restauraron cuando la Federación se creó. Otro motivo por el cual Zovastina es tan popular.

Stephanie buscó algún modo de contactar con la casa, un interruptor o un portero automático, pero no vio nada. No obstante, de detrás de los minaretes salieron dos hombres. Jóvenes, delgados, vestidos con ropa de camuflaje y armados con rifles AK-74. Uno los apuntó con el arma mientras el otro abría la puerta.

– Interesante bienvenida -dijo Thorvaldsen.

Uno de los hombres se acercó al coche e hizo una señal, gritando algo en una lengua que Stephanie no entendía.

Aunque no era necesario entenderlo.

Sabía exactamente lo que quería.


Zovastina entró en el pasadizo. Había cogido el mando de la mano yerta de O'Conner y lo había usado para cerrar el portal. Una hilera de bombillas conectadas por cables colgaban a intervalos dentro de armazones de metal. El estrecho corredor acababa diez metros más adelante, ante una puerta metálica.

Se acercó a ella y escuchó. No se oía nada. Probó con el pestillo. Se abrió.

Al otro lado, una escalera de piedra excavada en la roca descendía abruptamente. Impresionante. Su oponente, ciertamente, había sido previsor.


Vincenti consultó su reloj. A esas alturas ya debería haber sabido algo de O'Conner. El teléfono que colgaba en la pared proporcionaba línea directa con el piso de arriba. Había resistido la tentación de llamar para no revelarse; había permanecido escondido durante casi tres horas y estaba hambriento, aunque sus entrañas rugían más a causa de la ansiedad que del hambre.

Había pasado el rato asegurando los datos que contenían los dos ordenadores del laboratorio. También había concluido con un par de experimentos que él y Lyndsey habían desarrollado para verificar que las arqueas podían ser almacenadas sin ningún riesgo a temperatura ambiente, al menos durante los dos meses que necesitaban entre la producción y la venta. Concentrarse en los experimentos había aplacado la aprensión de Lyndsey, pero Walde seguía inquieta.

– Deshazte de todo -le dijo a Lyndsey-. Tira todos los líquidos, las soluciones de conservación, las muestras. No dejes nada.

– ¿Qué están haciendo? -inquirió Karyn.

Vincenti no tenía ganas de discutir con ella.

– No lo necesitamos.

Se levantó de la silla en la que había estado sentada.

– ¿Y qué hay de mi tratamiento? ¿Me dio suficiente? ¿Estoy curada?

– Lo sabremos mañana o pasado.

La observó con una mirada calculadora.

– Es usted demasiado exigente, tratándose de una mujer que se está muriendo.

– No me ha respondido. ¿Estoy curada?

Él ignoró la pregunta y se concentró en la pantalla del ordenador. Con unos movimientos del ratón copió todos los datos en un pendrive. Luego inició la encriptación del disco duro.

Karyn lo agarró por la camisa.

– Fue usted quien vino a mí. Quería mi ayuda. Quería a Irina. Me dio esperanzas. No me deje ahora.

Esa mujer podía acarrearle más problemas de los que merecía, pero decidió ser conciliador.

– Podemos hacer más -dijo tranquilamente-. Es fácil. Y si es necesario, podemos llevarla donde viven las bacterias y dejar que beba. Así también son eficaces.

Pero esa afirmación no pareció satisfacerla.

– Está mintiendo, hijo de puta. -Lo soltó-. No puedo creer que esté metida en este lío.

Ni él tampoco. Pero ya era demasiado tarde.

– ¿Todo listo? -le preguntó a Lyndsey.

El otro asintió.

Vincenti oyó el sonido de unos cristales que se hacían añicos. Se volvió y vio a Karyn empuñando los pedazos rotos de un frasco y arremetiendo contra él, llevando su improvisada daga cerca del estómago del hombre. Sus ojos ardían.

– Necesito saberlo. ¿Estoy curada?

– Respóndele -dijo otra voz.

Vincenti se volvió hacia la entrada del laboratorio.

Irina Zovastina estaba en el umbral, empuñando un arma.

– ¿Está curada, Enrico?

OCHENTA Y UNO

Malone divisó una casa unos tres kilómetros más allá. Viktor los había conducido hasta allí desde el norte, después de virar hacia el este y bordear la frontera china. Evaluó la estructura y estimó que debía de medir unos doce mil kilómetros cuadrados, aproximadamente, distribuidos en tres niveles. Se aproximaban por la parte trasera; la fachada estaba orientada a un valle rodeado por montañas en tres de sus lados. La casa parecía haber sido situada intencionadamente en un promontorio llano, con vistas a la amplia explanada. Había andamiajes en uno de los costados, donde, según parecía, los obreros habían estado trabajando. Vio una pila de arena y mortero. Más allá del promontorio se estaba erigiendo un cercado de hierro, una parte del cual ya estaba construida, y otra, señalada. Sin trabajadores. Sin seguridad. Nadie a la vista.

A un lado había un garaje con una capacidad para cinco o seis vehículos cuya puerta estaba cerrada. Un jardín cuidadosamente cultivado se extendía entre una terraza y el inicio de una ladera que acababa en la base de una de las montañas. En los árboles brotaban las nuevas hojas de la primavera.

– ¿De quién es esta casa? -quiso saber Malone.

– No tengo ni idea -dijo Viktor-. La última vez que estuve aquí, hace dos o tres años, no estaba.

– ¿Es éste el lugar? -preguntó Cassiopeia, mirando por encima del hombro.

– Esto es Arima.

– Está todo demasiado tranquilo ahí abajo, ¿no os parece? -señaló Malone.

– Las montañas nos han protegido mientras nos acercábamos -explicó Viktor-. El radar está limpio. Estamos solos.

Malone vio que un sendero bien definido se deslizaba a través de una ladera cubierta de arbustos; luego seguía por una loma rocosa y desaparecía en una sombría grieta. También divisó lo que parecía ser un tendido eléctrico, que ascendía por la desnuda roca, paralelo al camino, fijado cerca del suelo.

– Parece que alguien está muy interesado en esa montaña -comentó.

– Ya lo veo, ya -convino Cassiopeia.

– Necesitamos saber a quién pertenece este lugar -añadió él-, pero debemos estar preparados. -Todavía llevaba encima el arma que había introducido en el país, aunque apenas la había usado-. ¿Hay armas a bordo?

Viktor asintió.

– En el compartimento trasero.

Malone miró a Cassiopeia.

– Ve a buscar una para cada uno.


Zovastina disfrutó al ver la sorpresa que se dibujaba en los rostros de Lyndsey y Vincenti.

– ¿Acaso creíais que era estúpida?

– Maldita seas, Irma -le espetó Karyn.

– Ya es suficiente.

Zovastina la apuntó con el arma.

Karyn vaciló ante el desafío; luego se retiró al punto más alejado, detrás de una de las mesas. La ministra volvió a centrar su atención en Vincenti.

– Te advertí sobre los norteamericanos. Te dije que nos vigilaban, ¿y así es como demuestras tu gratitud?

– ¿Esperas que me crea eso? De no ser por los antígenos, me habrías matado hace tiempo.

– Tú y tu Liga queríais un refugio, y os lo concedí. Queríais libertad económica, y la tenéis. Queríais tierras, mercados, modos de blanquear vuestro dinero. Yo os di todo eso, pero no es suficiente, ¿verdad?

Vincenti volvió a mirarla fijamente, en apariencia, haciendo esfuerzos por contenerse.

– Por lo visto, tenemos agendas diferentes. Algo, supongo, que ni siquiera tu Liga conoce. Algo que implica a Karyn. -Zovastina se dio cuenta entonces de que Vincenti nunca admitiría ninguna de esas acusaciones. Pero estaba Lyndsey; él era distinto. Así que se centró en él-. Y tú también formas parte de esto.

El científico la contempló con indisimulado terror.

– Vete de aquí, Irina -dijo Karyn-. Déjalo en paz. Déjalos en paz, a los dos. Están haciendo grandes cosas.

El desconcierto embargó a la ministra.

– ¿Grandes cosas?

– Me ha curado, Irina. Tú no. Él, él me ha curado.

Su curiosidad aumentó al sentir que Karyn podía proporcionarle la información que necesitaba.

– El VIH no se puede curar -apuntó.

Karyn rió.

– Ése es tu problema, Irina. Crees que nada es posible sin ti. El gran Aquiles en un viaje heroico para salvar a su amado. Ésa eres tú. Un mundo de fantasía que sólo existe en tu mente.

Su cuello se tensó, la mano que sostenía el arma la empuñó con más fuerza.

– Yo no vivo en ningún poema épico -prosiguió Karyn-. Esto es real; no tiene que ver con Homero, ni con los griegos. Tiene que ver con la vida y con la muerte. Mi vida. Mi muerte. Y este hombre -agarró a Vincenti por el brazo-, este hombre me ha curado.

– ¿Qué patrañas le has contado? -le espetó Zovastina a Vincenti.

– ¿Patrañas? -replicó Karyn-. Tú no hiciste nada. Él lo hizo todo. Él tiene la cura.

La ministra contempló a Karyn. Era un manojo de energía pura y dura, un torbellino de emociones.

– ¿Tienes alguna idea de lo que hice para intentar salvarte? -inquirió-. ¿De las decisiones que tuve que tomar? Volviste a mí porque estabas en apuros y te ayudé.

– No hiciste nada por mí. Sólo por ti misma. Me veías sufrir, veías cómo me moría…

– La medicina moderna no tiene nada que ofrecer. Estoy intentando encontrar algo que pueda ayudarte. Eres una zorra desagradecida.

Su voz era cada vez más alta, a causa de la indignación.

La tristeza ensombreció el rostro de Karyn.

– No lo tienes, ¿verdad? Nunca lo has tenido. Una posesión. Eso es todo lo que soy para ti, Irina. Algo que podías controlar. Por eso te traicioné. Por eso estuve con otras mujeres, con otros hombres, para demostrarte que no podías dominarme. Nunca lo has tenido.

El corazón de Irina se rebeló, pero su cerebro estaba de acuerdo con lo que Karyn decía. Se volvió hacia Vincenti.

– ¿Has encontrado la cura para el sida?

Él la observó, inexpresivo.

– ¡Dímelo! -gritó. Tenía que saberlo-. ¿Encontraste la medicina de Alejandro? ¿El lugar del que hablaban los escitas?

– No tengo ni idea de qué es eso -repuso él-. No sé nada de Alejandro ni de los escitas ni de ninguna medicina. Pero ella dice la verdad. Hace mucho tiempo encontré una cura en la montaña que hay tras la casa. Un sanador local me habló del lugar. Lo llamaba, en su lengua, Arima, «ático». Es una sustancia natural que nos puede hacer ricos a todos.

– Así que se trata de eso… De una manera de hacer dinero.

– Tu ambición será la ruina de todos nosotros.

– ¿Por eso intentaste matarme? ¿Para detenerme? Sí, ya sé, me advertiste. ¿Acaso perdiste tu aplomo?

Él negó con la cabeza.

– Decidí que había un modo mejor de hacerlo.

Zovastina recordó lo que Edwin Davis le había dicho y se dio cuenta de que era cierto. Se acercó a Karyn.

– Ibas a usarla para difamarme. Volver a la gente en mi contra. Primero, curarla. Después, usarla. ¿Y después qué, Enrico? ¿Matarla?

– ¿Es que no me has oído? -intervino Karyn-. Me ha salvado.

A Zovastina no podía importarle menos. Acoger a Karyn había sido un error. Había tomado decisiones arriesgadas sólo por ella.

Y todo, para nada.

– ¡Irina! -gritó Karyn-. Si la gente de esta maldita Federación supiera cómo eres realmente, nadie te seguiría. Eres un fraude, un fraude y una asesina. Todo lo que conoces es el dolor. Ése es tu placer. El dolor. Sí, quería destruirte. Quería que te sintieras tan insignificante como me has hecho sentir a mí.

Karyn era la única a quien ella había mostrado su alma, una cercanía que nunca había sentido con ningún otro ser humano. Homero tenía razón: «Una vez que el daño está hecho, incluso un tonto se da cuenta.»Disparó a Karyn en el pecho.

Y luego, en la cabeza.


Vincenti había estado esperando a que Zovastina actuara. Todavía sostenía el pendrive en su puño izquierdo. Había mantenido esa mano sobre la mesa mientras su derecha abría lentamente el cajón superior.

El arma que había llevado consigo estaba dentro.

Zovastina disparó a Karyn Walde una tercera vez.

Él cogió la pistola.


La ira de la ministra aumentaba cada vez que apretaba el gatillo. Las balas atravesaron el demacrado cuerpo de Karyn y se incrustaron en la pared que había tras ella. Su antigua amante no llegó a darse cuenta de lo que ocurría, ya que murió de prisa, su cuerpo contorsionado en el suelo, desangrándose.

Grant Lyndsey había permanecido sentado, en silencio, durante toda la conversación. No era nada. Una alma débil, un inútil. Vincenti, no obstante, era distinto. No se vendría abajo sin luchar, aunque probablemente era consciente de que iba a morir.

Así que Zovastina lo apuntó a él.

De repente, el hombre mostró su mano derecha, que sostenía una pistola.

Le disparó cuatro veces, vaciando el cargador del arma.

Rosas de sangre florecieron en la camisa de Vincenti.

Sus ojos miraron al cielo, su mano soltó el arma, que cayó estrepitosamente al suelo al mismo tiempo que su robusto cuerpo.

Dos problemas resueltos.

Luego Zovastina se acercó a Lyndsey y lo apuntó a la cara con el arma descargada. El horror volvió a aparecer en su rostro. No importaba que el cargador estuviera vacío; la pistola bastaba para conseguir lo que quería.

– Te advertí que te quedaras en China -le dijo.

OCHENTA Y DOS

Stephanie, Henrik y Ely estaban siendo conducidos al interior de la casa. Los habían llevado allí desde la puerta de la mansión; su coche, estacionado en un garaje apartado. Nueve soldados de infantería custodiaban el interior. Stephanie no había visto personal de servicio. Se encontraban en lo que parecía ser una biblioteca, una espaciosa y elegante habitación con imponentes ventanas que enmarcaban las vistas panorámicas del exuberante valle que se extendía más allá de la casa. Tres hombres con rifles AK-74 y la cabeza rapada estaban apostados junto a las ventanas, alertas; había otro más en la puerta y un tercero junto a un gabinete de estilo oriental. En el suelo yacía un cadáver: caucásico, de mediana edad, tal vez norteamericano, con una bala en la cabeza.

– Esto no me gusta nada -le susurró a Henrik.

– No veo cómo salir de ésta.

Ely parecía tranquilo. Pero había vivido bajo amenazas durante los últimos meses, y probablemente aún estaba confuso por todo lo que estaba sucediendo, aunque quería confiar en Henrik. O, para ser sincero, en Cassiopeia, de la que sabía que estaba cerca. Era obvio que el joven se preocupaba por ella. Pero el reencuentro no iba a producirse pronto. Stephanie esperaba que Malone hubiera sido más cuidadoso que ella. Seguía teniendo su teléfono en el bolsillo. Curiosamente, aunque la habían registrado, le habían permitido conservarlo.

Un clic llamó su atención.

Se volvió y observó cómo el gabinete de estilo oriental giraba sobre sí mismo, dejando al descubierto un pasadizo. Un hombre pequeño, de aspecto travieso, con una incipiente calvicie y preocupación en el rostro, emergió de la oscuridad, seguido por Irina Zovastina, quien empuñaba un arma. El guardia dejó pasar a su ministra, retrocediendo hacia las ventanas. Zovastina pulsó un botón del mando y el gabinete se cerró de nuevo. Luego arrojó el dispositivo sobre el cadáver.

Zovastina entregó su arma a uno de sus guardias y, en su lugar, tomó su AK-74. Se dirigió directamente hacia Thorvaldsen y lo golpeó en el estómago con la culata. El danés se quedó sin aliento y se retorció, apretándose el vientre con las manos.

Tanto Stephanie como Ely se acercaron para ayudarlo, pero los otros guardias los apuntaron directamente con sus armas.

– He decidido -dijo Zovastina- que, en vez de llamarlos, como han sugerido antes, era mejor hacerlos venir personalmente.

Thorvaldsen se esforzaba por respirar y mantenerse en pie, resistiendo el dolor.

– Es bueno saberlo… Me ha causado… una fuerte impresión.

– ¿Quién es usted? -preguntó Zovastina dirigiéndose a Stephanie.

Ella se presentó y añadió:

– Departamento de Justicia de Estados Unidos.

– ¿Malone trabaja para usted?

– Sí -mintió.

Zovastina miró a Ely.

– ¿Qué te han contado estos dos espías?

– Que es usted una mentirosa. Que me ha retenido contra mi voluntad, sin que yo mismo lo supiera. -Se detuvo, quizá intentando hacer acopio de valor-. Que está planeando una guerra.


Zovastina estaba enfadada consigo misma. Había permitido que la emoción la dominara. Matar a Vincenti había sido necesario. Pero ¿y Karyn? Lamentaba haberla matado, aunque no tenía elección. Había que hacerlo. ¿La cura para el sida? ¿Cómo era posible? ¿La estaban engañando? ¿O simplemente despistando? Vincenti había estado trabajando en algo desde hacía tiempo, lo sabía. Por eso había contratado a espías, como Kamil Revin, que la habían mantenido informada.

Miró a sus tres prisioneros y le aclaró a Thorvaldsen:

– Puede que fuera por delante de mí en Venecia, pero eso no va a volver a ocurrir. -Señaló a Lyndsey con el rifle-. Ven aquí.

El hombre estaba paralizado, con la mirada fija en el arma. Zovastina hizo un gesto y uno de los soldados empujó a Lyndsey hacia ella. El hombre trastabilló y cayó al suelo, intentó ponerse de pie pero ella se lo impidió justo cuando estaba de rodillas, acercando el cañón del AK-74 a su nariz.

– Dime exactamente qué está pasando aquí. Contaré hasta tres. Uno…

Silencio.

– Dos…

Más silencio.

– Tres…


El mal presagio de Malone empeoraba por momentos. Todavía se encontraban a unos tres kilómetros de la mansión, usando las montañas como resguardo, y aún no se veían signos de actividad ni dentro ni fuera de la casa. Sin duda, la finca que estaba allí abajo costaba decenas de millones de dólares. Y estaba en una región del mundo donde sencillamente no había tanta gente que pudiera permitirse tales lujos, exceptuando, quizá, a la propia ministra Zovastina.

– Hemos de examinar este lugar -dijo.

Volvió a fijarse en el sendero que ascendía por la inhóspita montaña y en el conducto a ras de suelo. El calor del atardecer danzaba en oleadas a lo largo de la vertiente de roca. Volvió a pensar en el enigma de Ptolomeo: «Asciende por las paredes que esculpieron los dioses. Cuando alcances la cima, contempla el ojo ambarino y atrévete a hallar el refugio remoto.»Paredes esculpidas por los dioses.

Montañas…

Malone decidió que no podían seguir sobrevolando la zona.

Así que se despojó del auricular y cogió su teléfono.

Stephanie contempló al hombre que estaba de rodillas en el suelo, gimiendo, mientras Zovastina contaba hasta tres.

– Por favor, Dios mío -dijo-. No me mate.

El arma todavía apuntaba hacia él.

– Dime lo que quiero saber -le ordenó Zovastina.

– Vincenti tenía razón. Lo que dijo en el laboratorio… Viven en una montaña, allí atrás, siguiendo el camino, en un estanque verde. Hay electricidad, luces. Las encontró hace mucho tiempo. -Hablaba de prisa, con las palabras agolpándose en una confesión frenética-. Me lo contó todo. Yo lo ayudé a modificarlas. Conozco su trabajo.

– ¿Qué son? -preguntó ella tranquilamente.

– Bacterias. Arqueas. Una forma única de vida.


Stephanie percibió un cambio de tono en su voz, como si el hombre sintiera que había encontrado un nuevo aliado.

– Devoran a los virus. Los destruyen, pero no dañan al organismo. Por eso hicimos todos esos ensayos clínicos, para ver cómo reaccionaban con sus virus.

La ministra parecía estar considerando lo que oía. Stephanie captó la referencia a Vincenti y se preguntó si la casa pertenecería a él.

– Lyndsey -dijo Zovastina-, estás diciendo tonterías. No tengo tiempo…

– Vincenti le mintió acerca de los antígenos.

Eso le interesaba.

– Usted creyó que había uno para cada zoonosis. -Lyndsey negó con la cabeza-. No es así. Sólo hay uno. -Señaló el lado opuesto de la habitación, hacia las ventanas, hacia la parte trasera de la casa-. Ahí atrás. Las bacterias están en el estanque verde. Eran los antígenos para todos los virus que encontramos. Le mintió. Le hizo creer que había muchas variedades, pero no es así. Sólo hay una.

Zovastina presionó el cañón de su arma contra la cara de Lyndsey.

– Si Vincenti me mintió, entonces tú hiciste lo mismo.

El teléfono móvil de Stephanie sonó en su bolsillo.

Zovastina alzó la vista.

– El señor Malone, finalmente -dijo, y con el arma le indicó lo que debía hacer-. Conteste.

Stephanie vaciló.

Entonces, Zovastina apuntó con el rifle a Thorvaldsen.

– Él no me sirve de nada, salvo para que responda.

Stephanie cogió el teléfono. Zovastina se acercó y escuchó.

– ¿Dónde estás?

Zovastina asintió con la cabeza.

– Aún no hemos llegado -respondió Stephanie.

– ¿Cuánto os falta?

– Una media hora. Está más lejos de lo que creía.

Zovastina asintió, aprobando la mentira.

– Pues nosotros estamos aquí -dijo Malone-, contemplando una de las casas más condenadamente grandes que he visto jamás, en especial, en medio de la nada. El lugar parece desierto. Hay un camino empedrado, quizá a un kilómetro y medio, que conduce a la cima. Estamos en el aire, a unos tres kilómetros del edificio. ¿Puede darnos Ely algo más de información? Hay un camino que conduce a la cima de la montaña, hacia una grieta. ¿Deberíamos investigarlo?

– Déjame preguntar.

Zovastina asintió de nuevo.

– Dice que es una buena idea -mintió Stephanie.

– Le echaremos una ojeada. Llámame cuando lleguéis.

Stephanie colgó el teléfono y Zovastina se lo arrebató de las manos.

– Bien, ahora veremos cuánto saben realmente Cotton Malone y Cassiopeia Vitt.

OCHENTA Y TRES

Cassiopeia encontró tres armas en el armario. Conocía la marca: Makarov, un poco más corta y contundente que la habitual Beretta, pero sin duda una arma bastante buena.

El helicóptero empezó a descender y a través de las ventanas vio que estaban bajando rápidamente, cada vez más cerca del suelo. Malone había hablado con Stephanie por teléfono. Por lo visto, aún no estaban allí. Quería ver a Ely, para asegurarse de que estaba bien. Le había llorado, aunque no plenamente, siempre albergando dudas, siempre esperando. Pero eso ya se había acabado. Había tenido razón al continuar con la búsqueda de los medallones. Razón al apuntar hacia Zovastina. Razón al matar a los hombres de Venecia. E incluso si hubiera estado equivocada sobre Viktor, no sentía el menor remordimiento por su compañero. Zovastina, y no ella, había empezado la batalla.

El helicóptero tocó el suelo y las turbinas se apagaron. El rugido del motor fue sustituido por un escalofriante silencio. Abrió la puerta del compartimento trasero. Malone y Viktor la vieron salir. El atardecer era seco, el sol agradable, el aire cálido. Miró su reloj: las tres y veinticinco. Había sido un día muy largo, y no veía el final. Sólo había dormido un par de horas en el vuelo desde Venecia, con Zovastina, pero había sido un sueño inquieto.

Entregó un arma a cada hombre.

Malone tiró su otra pistola en el helicóptero y sujetó el arma al cinto. Viktor lo imitó.

Estaban a unos ciento cincuenta metros de la casa, justo detrás de la arboleda. El camino que conducía a la montaña se extendía a la derecha. Malone se agachó y vio el grueso cable eléctrico que corría en paralelo.

– Definitivamente, alguien está interesado en que aquí haya electricidad.

– ¿Qué hay ahí? -preguntó Viktor.

– Quizá lo que su antigua jefa ha estado buscando.


Stephanie comprobó que Thorvaldsen estaba bien mientras Zovastina ordenaba a dos de los soldados que bajaran al laboratorio.

– ¿Estás bien? -le preguntó.

Él asintió.

– He estado peor.

Pero ella lo dudaba. Pasaba de los sesenta, tenía la columna desviada y no se encontraba en lo que ella consideraba una buena forma física.

– No deberías escuchar a esta gente -dijo Zovastina dirigiéndose a Ely.

– ¿Por qué no? Está usted encañonando a todo el mundo. Ha golpeado a un anciano. ¿Va a hacerlo también conmigo?

Zovastina rió entre dientes.

– ¿Un erudito que quiere pelea? No, mi brillante amigo. Tú y yo no necesitamos luchar. Necesito que me ayudes.

– Entonces detenga todo esto, deje que se vayan y tendrá mi ayuda.

– Desearía que fuera así de simple.

– Tiene razón. No puede ser tan simple -intervino Thorvaldsen-. No cuando está planeando una guerra biológica, y convertirse en una versión moderna de Alejandro Magno, que matará a millones de personas para reconquistar todo lo que él conquistó y más aún.

– No se burle de mí -advirtió Zovastina.

Thorvaldsen parecía imperturbable.

– Le hablaré como me dé la gana.

Zovastina levantó el AK-74.

Pero Ely saltó, situándose delante de Thorvaldsen.

– Si quiere encontrar esa tumba -puntualizó-, baje el arma.

Stephanie se preguntaba si esa déspota codiciaba lo bastante ese antiguo tesoro como para permitir que la desafiaran abiertamente ante sus hombres.

– Tu utilidad está declinando rápidamente -replicó Zovastina.

– La tumba podría estar a poca distancia de aquí -dijo Ely.

Stephanie admiró la determinación de Ely. Estaba agitando un trozo de carne ante un león, esperando que su intensa hambre fuera superior al deseo instintivo de atacar. Pero parecía haber leído perfectamente el pensamiento de Zovastina.

La ministra bajó el arma.

Los dos soldados volvieron cargando un ordenador en cada brazo.

– Todo está aquí -dijo Lyndsey-. Los experimentos, los datos, los métodos para tratar a las arqueas. Todo encriptado. Pero puedo deshacerlo. Sólo yo y Vincenti conocíamos la contraseña. Confíe en mí. Me lo contó todo.

– Hay expertos que pueden desencriptarlo. No te necesito.

– Pero los otros tardarán mucho tiempo en reproducir el tratamiento químico que se necesita para tratar a las bacterias. Vincenti y yo hemos trabajado en ello durante los últimos tres años. No tiene usted tiempo. No tiene el antígeno.

Stephanie supuso que ese idiota sin carácter estaba ofreciendo lo único que poseía.

Zovastina gritó algo en una lengua que Stephanie no entendió y los soldados que habían traído los ordenadores abandonaron la estancia. Luego volvió a encañonarlos con el arma y les dijo que siguieran a los hombres que habían salido.

Regresaron al vestíbulo, en dirección a la entrada principal, y desde allí se encaminaron a la parte trasera de la planta baja. Otro soldado apareció y Zovastina le preguntó algo en un idioma que parecía ruso. El hombre asintió e indicó una puerta cerrada.

Se detuvieron frente a ella y, tras abrirla, Stephanie, Thorvaldsen, Ely y Lyndsey fueron conducidos a su interior; luego la puerta se cerró tras de sí.

Stephanie inspeccionó su prisión.

Una despensa vacía, quizá de unos dos metros y medio por tres, revestida de madera sin pulir. El aire olía a antiséptico.

Lyndsey embistió contra la puerta y golpeó la madera.

– ¡Puedo ayudarla! -gritó-. ¡Déjeme salir!

– Cállese -le espetó Stephanie.

Lyndsey obedeció.

La joven consideró la situación rápidamente. Zovastina parecía tener prisa, lo cual era preocupante.

Entonces la puerta volvió a abrirse.

– Gracias a Dios -dijo Lyndsey.

Zovastina estaba allí, con el AK-74 aún asido firmemente.

– ¿Por qué está…? -empezó Lyndsey.

– Estoy de acuerdo con ella -dijo Zovastina-. Cállate. -La ministra fijó entonces su mirada en Ely-. Necesito saberlo: ¿es éste el lugar del que habla el enigma?

Ely no contestó inmediatamente y Stephanie se preguntó si era valor o insensatez lo que alimentaba su obstinación.

– ¿Cómo voy a saberlo? -dijo finalmente-. He estado encerrado en esa cabaña.

– Has venido directamente hasta aquí desde la cabaña -repuso ella.

– ¿Cómo sabe usted eso? -preguntó Ely.

Pero Stephanie conocía la respuesta. Las piezas encajaban, y entonces cayó en la cuenta: los habían manipulado.

– Usted ordenó al guardia que pinchara las ruedas de nuestro coche -dijo-. Quería que cogiéramos el suyo porque podía rastrearlo.

– Era la forma más fácil que se me ocurrió de comprobar lo que sabían. Me enteré de su presencia en la cabaña por los sistemas de vigilancia que había instalado a su alrededor.

Pero Stephanie había matado al guardia.

– Ese hombre no tenía ni idea.

Zovastina se encogió de hombros.

– Hizo su trabajo. Si no dio lo mejor de sí mismo, fue error suyo.

– Pero lo maté -dijo ella, elevando el tono de voz.

La ministra parecía desconcertada.

– Se preocupa usted demasiado por una insignificancia.

– No era necesario que muriera.

– Ése es su problema. El problema de Occidente. No pueden hacer lo que hay que hacer.

Stephanie se daba cuenta ahora de que su situación era peor de lo que imaginaba, y súbitamente reparó en algo más: también lo era la de Malone y Cassiopeia. Vio que Henrik leía sus oscuros pensamientos.

Por detrás de Zovastina pasaban algunos soldados, cargando todos ellos con un extraño artilugio. Uno fue depositado en el suelo, junto a la mujer. Un embudo se extendió sobre él, y Stephanie vio que el dispositivo también tenía ruedas.

– Ésta es una casa enorme. Tardaremos un poco en prepararla.

– ¿Para qué? -preguntó ella.

– Para quemarla -respondió Thorvaldsen.

– Correcto -asintió Zovastina-. Mientras tanto, iré a visitar al señor Malone y a la señorita Vitt. No se vayan.

Y cerró de un portazo.

OCHENTA Y CUATRO

Malone inició el ascenso por la ladera y reparó en que, en algunos lugares, recientemente se habían excavado escalones en la misma roca. Cassiopeia y Viktor lo seguían, ambos vigilando la retaguardia. La casa, distante, seguía tranquila, y el enigma de Ptolomeo continuaba resonando en su mente: «Asciende por las paredes que esculpieron los dioses.» Ciertamente, eso las describía bien, aunque se imaginaba que el ascenso, en los tiempos de Ptolomeo, debía de haber sido muy distinto.

El sendero se suavizaba en una cornisa.

El tendido eléctrico seguía serpenteando hacia una oscura grieta abierta en la pared de roca. Estrecha, pero transitable.

«Cuando alcances la cima.»

Se adentró en el pasadizo.

Sus ojos no estaban acostumbrados a la escasa luz y necesitaron unos segundos para aclimatarse. El sendero era corto, quizá de unos seis metros, y usaba el tendido como guía. El corredor acababa en una cámara interior. La débil luz natural reveló que el cableado doblaba a la derecha y terminaba en una caja de conexiones. Malone se acercó y vio cuatro linternas apiladas en el suelo. Probó una y usó el brillante haz de luz para examinar la estancia.

La cámara medía unos nueve metros de largo y lo mismo de ancho; el techo estaba a unos seis. Entonces vio un par de estanques situados a unos tres metros de donde él se encontraba.

Oyó un clic y de pronto la habitación cobró vida con la luz artificial.

Se volvió y vio a Viktor en la caja de conexiones.

Malone apagó la linterna.

– Me gusta inspeccionar las cosas antes de actuar.

– ¿Desde cuándo? -dijo Cassiopeia.

– Echemos un vistazo -propuso él, acercándose a los estanques.

Ambos estaban iluminados por unos focos situados bajo el agua, alimentados a través de los cables del suelo. El de la derecha tenía forma oblonga y sus aguas eran de un tono ambarino. El otro irradiaba una luminiscencia verdosa.

– «Contempla el ojo ambarino» -dijo Malone.

Se acercó al estanque de aguas turbias y se dio cuenta de que éstas brotaban claras y que su color procedía del tinte de las rocas que estaban bajo la superficie. Se agachó y Cassiopeia lo imitó, a su lado. Tocó el agua.

– Caliente, pero no demasiado. Como un jacuzzi. Debe de ser termal. Estas montañas aún están activas.

Cassiopeia se llevó sus dedos mojados a los labios.

– No sabe a nada.

– Mira al fondo.

Observó a Cassiopeia mientras registraba lo que él mismo acababa de atisbar. A unos tres metros por debajo del agua cristalina, grabada en un bloque de piedra, se veía la letra Z.

Entonces se dirigió al estanque verde. Cassiopeia lo siguió. Más agua, clara como el aire, pero coloreada por las rocas. En el fondo, la letra H.

– El medallón -dijo él-. ZH. Vida.

– Parece que éste es el lugar.

Vio que Viktor aún seguía junto a la caja de conexiones, al parecer, poco interesado en su descubrimiento. Pero había algo más. Ahora sabía lo que significaba la última línea del acertijo.

«Atrévete a hallar el refugio remoto.»Malone volvió al estanque de aguas ambarinas.

– Recuerda el medallón y el manuscrito que Ely encontró. Aquel extraño símbolo.

Trazó la forma con el dedo en el suelo de arenisca.



– No podía determinar qué era. ¿Letras? ¿Dos B unidas a una A? Ahora sé exactamente de qué se trata. Ahí. -Señaló la roca que estaba unos dos metros por debajo de la superficie del estanque-. Mira esa abertura. ¿Te resulta familiar?

Cassiopeia se concentró en lo que él ya había detectado. La abertura tenía la forma de dos B unidas a una A.

– Se parece a ese símbolo.

– «Cuando alcances la cima, contempla el ojo ambarino y atrévete a hallar el refugio remoto.» ¿Sabes lo que significa?

– No, Malone, díganoslo usted.

Él se volvió.

Zovastina estaba de pie, en la entrada.


Stephanie se acurrucó junto a la puerta y escuchó atentamente los sonidos que procedían del otro lado. Oyó el zumbido de un motor eléctrico: arrancó, se paró, golpeó la puerta. Tras un momento de vacilación, el murmullo mecánico empezó de nuevo.

– Está claro -dijo Thorvaldsen-. Los robots están esparciendo la poción antes de estallar e incendiarlo todo.

Ella percibió un olor tan dulzón que mareaba; más intenso en la parte baja de la puerta.

– ¿Fuego griego? -preguntó.

Thorvaldsen asintió.

– Tu descubrimiento -le dijo a Ely.

– Esa chalada pretende freímos a todos -señaló Lyndsey-. Estamos atrapados aquí.

– Díganos algo que no sepamos -murmuró Stephanie.

– ¿Ha matado a alguien con eso? -preguntó Ely.

– No, que yo sepa -contestó Thorvaldsen-. Quizá tengamos el honor de ser los primeros. Aunque Cassiopeia ciertamente lo usó a su favor en Venecia. -El anciano vaciló-. Mató a tres hombres.

Ely parecía desconcertado.

– ¿Por qué?

– Para vengarte.

La amigable cara del joven se contrajo en una mueca de asombro.

– Estaba dolida, furiosa. Cuando descubrió que Zovastina estaba detrás de todo esto, no hubo modo de detenerla.

Stephanie examinó la puerta. Bisagras de acero arriba y abajo. Cerrojos sujetos con sólidas clavijas y ningún destornillador a la vista. Apoyó la mano en la madera.

– ¿Vincenti era el dueño de esta monstruosidad? -le preguntó a Lyndsey.

– Sí. Ella lo mató.

– Por lo que parece, está afianzando su poder -intervino Thorvaldsen.

– Es una loca -dijo Lyndsey-. Aquí están ocurriendo muchas más cosas. Yo podría haberlo tenido todo, el oro y el moro. Él me lo ofreció.

– ¿Vincenti? -quiso saber Stephanie.

Lyndsey asintió.

– ¿Y no lo tiene? -inquirió ella-. Zovastina está en posesión de los ordenadores con los datos, y tiene también sus virus. Incluso leha dicho que sólo hay un antígeno y dónde puede encontrarlo. Usted ya no es de ninguna utilidad para ella.

– Eso no es cierto, me necesita -replicó-. Ella lo sabe.

A Stephanie se le estaba acabando la paciencia.

– ¿Qué es lo que sabe?

– Que esas bacterias son la cura para el sida.

OCHENTA Y CINCO

Viktor oyó la inconfundible voz de Zovastina. ¿Cuántas veces le había dado órdenes con el mismo tono crispado? Se había situado cerca de la salida, a un lado, fuera de la trayectoria de Malone y Vitt, escuchando. Incluso estaba fuera del campo visual de Zovastina, quien aún había de entrar en la cámara iluminada y estaba en el oscuro corredor.

Vio cómo Malone y Vitt miraban a Zovastina. Ninguno de los dos lo delató. Lentamente, Viktor se acercó al punto en que la roca se abría. Con su mano derecha cogió firmemente su pistola y esperó el momento en que Zovastina entró para colocar el arma a la altura de su cabeza.

Ella se detuvo.

– Mi traidor… Me preguntaba dónde estarías.

Viktor vio que iba desarmada.

– ¿Vas a dispararme? -preguntó ella.

– Sí, si me da motivos para hacerlo.

– No llevo armas.

Eso lo preocupaba, y al intercambiar una mirada con Malone percibió que él también estaba preocupado.

– Iré a echar un vistazo -dijo Cassiopeia acercándose a la entrada.

– Lamentarás haberme atacado -le espetó la ministra.

– Me alegrará darle la oportunidad de recibir incluso más.

Zovastina sonrió.

– Dudo que el señor Malone o mi traidor me concedan ese placer.

Cassiopeia desapareció en la grieta. Pocos segundos después regresó.

– No se ve a nadie fuera. La casa y sus alrededores están tranquilos.

– Entonces, ¿de dónde ha salido? -preguntó Malone-. ¿Y cómo ha sabido llegar hasta aquí?

– Cuando eludieron a mis emisarios, en las montañas -dijo Zovastina-, decidimos dar media vuelta y ver adonde se dirigían.

– ¿De quién es este lugar? -preguntó Malone.

– De Enrico Vincenti. O, al menos, lo era. Acabo de matarlo.

– Qué alivio -dijo Malone-. Si no lo hubiera hecho usted, habría tenido que hacerlo yo.

– ¿Y qué razón tenía usted para odiarlo?

– Mató a una amiga mía.

– ¿Y también ha venido a salvar a la señorita Vitt?

– La verdad es que he venido a detenerla a usted.

– Pues eso puede ser un problema.

La actitud tan cortés de la ministra preocupaba a Malone.

– ¿Puedo examinar los estanques? -preguntó Zovastina.

Él necesitaba tiempo para pensar.

– Adelante.

Viktor bajó su pistola, pero la mantuvo preparada. Malone no estaba seguro de lo que estaba ocurriendo, pero su situación planteaba un problema. Sólo había una salida, y eso nunca era bueno.

Zovastina se acercó al estanque de aguas turbias y miró al fondo.

Luego fue hacia el verde.

– ZH, como en los medallones -dijo-. Me preguntaba por qué Ptolomeo habría añadido esas letras a las monedas. Seguramente, él mismo hizo que grabaran esto en el fondo de los estanques. ¿Quién, si no, podría haberlo hecho? Ingenioso. Ha costado mucho tiempo descifrar el enigma. ¿A quién se lo hemos de agradecer? ¿A usted, Malone?

– Digamos que ha sido un trabajo en equipo.

– Un hombre modesto. Es una pena que no nos hayamos encontrado antes y en otras circunstancias. Me hubiera encantado que trabajara usted para mí.

– Ya tengo un trabajo.

– Agente norteamericano.

– La verdad es que soy librero.

Ella rió.

– Y además tiene sentido del humor.

Viktor estaba alerta, en guardia, detrás de Zovastina, mientras Cassiopeia vigilaba la salida.

– Dígame, Malone, ¿resolvió usted solo el enigma? ¿Está aquí Alejandro Magno? Iba a explicarle algo a la señorita Vitt cuando los interrumpí.

Malone todavía tenía la linterna en la mano. Muy resistente. Parecía sumergible.

– Vincenti hizo que trajeran electricidad hasta aquí. Incluso iluminó los estanques. ¿No siente curiosidad por saber por qué esto era tan importante para él?

– Parece que no hay nada aquí.

– En eso se equivoca.

Malone dejó la linterna en el suelo y se quitó la chaqueta y la camisa.

– ¿Qué estás haciendo? -preguntó Cassiopeia.

Se despojó de sus zapatos y también de los calcetines; sacó de los bolsillos de sus pantalones el teléfono y el monedero.

– Ese símbolo grabado en el fondo de la piscina conduce al «refugio remoto».

– Cotton… -dijo Cassiopeia.

Él se arrojó al agua. Estaba caliente, pero la calidez alivió sus músculos agarrotados.

– Vigílala -dijo.

Tomó aliento y se sumergió.


– ¿La cura para el sida? -preguntó Stephanie a Lyndsey.

– Hace muchos años, cuando Vincenti trabajaba para los iraquíes, un sanador de esta zona le mostró unos estanques que se encuentran en la montaña. Allí halló las bacterias que acaban con el VIH.

Notó que Ely estaba escuchando con evidente atención.

– Pero no se lo dijo a nadie -prosiguió Lyndsey-. Guardó el secreto.

– ¿Por qué? -quiso saber Ely.

– Esperó el momento adecuado. Dejó que se creara un mercado. Permitió que la enfermedad se extendiera. Aguardó.

– No puede estar hablando en serio -dijo Ely.

– Estaba a punto de lanzar el producto…

Ahora Stephanie lo comprendía todo.

– Y usted iba a compartir el botín, ¿verdad?

Lyndsey pareció captar cierta reprobación en su tono.

– No me venga ahora con remilgos. Yo no soy Vincenti. No sabía nada de la cura hasta hoy. Me lo acababa de decir.

– ¿Y qué iban a hacer? -preguntó ella.

– Producir la medicina. ¿Qué hay de malo en ello?

– ¿Mientras Zovastina mataba a millones de personas? Usted y Vincenti ayudaron a que eso fuera posible.

Lyndsey negó con la cabeza.

– Vincenti dijo que la detendría antes de que pudiera hacer nada. Él tenía el antígeno. Ella no podía hacer nada sin él.

– Pero ahora sí lo tiene. Se han comportado ustedes como unos verdaderos idiotas.

– ¿Te das cuenta, Stephanie, de que Vincenti no tenía ni idea de que hubiera nada aquí? -intervino Thorvaldsen-. Compró este sitio para preservar la fuente de las bacterias. Le puso este nombre siguiendo la denominación asiática. Aparentemente, no sabía nada de la tumba de Alejandro.

Ella también había atado cabos.

– La medicina y la tumba están en el mismo sitio. Por desgracia, estamos encerrados en este armario.

Al menos, Zovastina había dejado la luz encendida. Había examinado cada centímetro de las paredes, aún inacabadas, y del suelo de piedra. No había salida. Y persistía aquel olor nauseabundo que brotaba, cada vez con mayor intensidad, de debajo de la puerta.

– Esos ordenadores, ¿contienen todos los datos sobre la cura? -preguntó Ely dirigiéndose a Lyndsey.

– Eso ahora no importa -repuso ella-. Salir de aquí es lo primordial. Antes de que se propague el incendio.

– Sí que importa -dijo Ely-. No podemos dejar que Zovastina se quede con esa información.

– Ely, mira a tu alrededor, ¿qué podemos hacer?

– Cassiopeia y Malone están ahí fuera.

– Cierto -asintió Thorvaldsen-, pero me temo que la ministra va un paso por delante de ellos.

Stephanie estaba de acuerdo, pero eso era problema de Malone.

– Hay algo que ella no sabe -declaró Lyndsey.

Ella captó su tono, pero, ciertamente, no estaba de humor, así que le advirtió:

– No intente tomarnos el pelo.

– Vincenti copió toda la información en un pendrive justo antes de que Zovastina nos descubriera. Lo llevaba en la mano cuando ella le disparó. Todavía debe de estar en el laboratorio. Con esos datos tendrán el antígeno para sus virus y la cura.

– Créame -dijo ella-, aunque es usted un maldito hijo de puta, si pudiera sacarlo de aquí, lo haría.

Volvió a golpear la puerta.

– Pero me temo que no va a poder ser.


Cassiopeia vigilaba a Zovastina, a la que Viktor mantenía a raya apuntándola con la pistola, y, al mismo tiempo, estaba pendiente del estanque. Hacía casi tres minutos que Malone se había ido. No había modo de que pudiera contener la respiración durante tanto tiempo.

Pero una sombra apareció de pronto bajo el agua y Malone emergió de la extraña abertura y salió a la superficie, apoyándose en el borde de piedra mientras sostenía la linterna con la otra mano.

– Tienes que ver esto -dijo dirigiéndose a ella.

– ¿Y dejarlos? De ninguna manera.

– Viktor tiene una pistola. Puede apañárselas.

Ella todavía dudaba. Algo no estaba bien. Aunque estuviera pensando en Ely, no se había olvidado de la realidad. Viktor aún era un desconocido, si bien en las últimas horas había resultado ser muy útil. Su cuerpo estaría ahora descuartizado, colgando de dos árboles, si no hubiera sido por él. Aun así…

– Has de ver esto -insistió Malone.

– ¿Está aquí? -preguntó Zovastina.

– ¿Le gustaría saberlo?

Cassiopeia todavía llevaba el mismo traje de cuero ajustado que en Venecia. Se quitó la parte de arriba y dejó el arma a un lado, fuera del alcance de Zovastina, junto a la de Malone. Un sujetador deportivo de color negro cubría su pecho; reparó en que Viktor la miraba.

– Vigílela -le aclaró.

– No va a ir a ninguna parte.

Se tiró al estanque.

– Coge aire y sígueme -dijo Malone.

Ella lo vio sumergirse y penetrar en la abertura. Lo siguió unos pocos metros por detrás, nadando a través del portal con forma de B. Mantenía los ojos abiertos y vio que estaban atravesando un túnel de roca, quizá de un metro y medio de ancho. El estanque se hallaba a unos dos metros y medio de las paredes de la cámara, así que ahora estaban nadando en el interior de la montaña. La linterna de Malone centelleaba dentro del túnel y Cassiopeia se preguntó cuánto faltaría.

Entonces vio que Malone ascendía.

Ella emergió justo a su lado.

La luz reveló otra cámara, cerrada, con forma de cúpula; la desnuda piedra caliza estaba veteada por sombras azules. En las paredes había nichos excavados que contenían lo que parecían ser jarrones de alabastro exquisitamente esculpidos. Sobre sus cabezas, la vetusta roca estaba tachonada de aberturas irregulares toscamente talladas. Una fría luz plateada se deslizaba sobre la hermosa estancia desde cada una de ellas; los polvorientos rayos se disolvían en la roca.

– Estas aberturas son descendentes -dijo Malone-. Esto está tan seco como el mismísimo infierno. Permiten que pase la luz, pero no la humedad. Están ventiladas de forma natural.

– ¿Fueron hechas a propósito? -preguntó ella.

– Lo dudo. Mi teoría es que este lugar fue elegido porque ya estaban aquí. -Salió del estanque, chorreando-. Hemos de darnos prisa.

Ella lo imitó.

– El túnel es el único pasaje que conecta esta cámara con la otra -explicó Malone-. Voy a echar un vistazo rápido para asegurarme.

– Ciertamente, eso explica por qué nunca ha sido encontrada.

Él usó la linterna para examinar las paredes, lo que permitió que Cassiopeia entreviera algunas pinturas desvaídas. Trozos, fragmentos. Un guerrero en su carro, sosteniendo un cetro y las riendas con una mano y estrechando a una mujer por la cintura con la otra. Un ciervo herido por una jabalina. Un árbol sin hojas. Un soldado de infantería con una lanza. Otro hombre que se acercaba hacia lo que parecía un jabalí. Los colores que aún persistían eran vivos. El violeta del manto del cazador. El ocre del carro. El amarillo de los animales. Vio más escenas en el muro opuesto. Un joven jinete, con una lanza en la mano y una corona en la cabeza, claramente en la flor de la vida, a punto de atacar a un león ya rodeado por una jauría. El fondo blanco, casi difuminado, con tonos de naranja, rojo pálido y ocre mezclados con tonos más fríos, verdes y azules.

– Diría que son de estilo asiático con influencias griegas -comentó Malone-. Pero no soy un experto.

Con la linterna iluminó las baldosas que cubrían el suelo, dispuestas geométricamente. Un portal de estilo netamente griego -con los fustes estriados y las basas ornamentadas- emergió en la oscuridad. Cassiopeia, conocedora de la arquitectura antigua, reconoció de inmediato la influencia helénica.

Sobre el portal se leía una inscripción desgastada, en griego.

– Por aquí -dijo él.

OCHENTA Y SEIS

Vincenti se esforzó por abrir los ojos. El dolor que sentía en el pecho le desgarraba el cerebro, y respirar era como una tortura. ¿Cuántas balas había recibido? ¿Tres? ¿Cuatro? No lo recordaba. Pero fuera como fuese, su corazón aún latía. Quizá no fuera tan malo ser obeso. Se recordó a sí mismo cayendo, y una profunda oscuridad cerniéndose sobre él. No había llegado a disparar. Al parecer, Zovastina se había anticipado a su movimiento. Casi como si hubiera estado esperando a que la desafiara.

Con mucho esfuerzo se volvió y se agarró a la pata de una mesa. La sangre caía por su pecho y una nueva oleada de dolor recorrió su espina dorsal en forma de pinchazos. Tuvo que luchar con todas sus fuerzas para seguir respirando. La pistola ya no estaba allí, pero entonces reparó en que sujetaba otra cosa en la mano. La acercó y vio el pendrive.

Todo por lo que había trabajado en los últimos años yacía en su palma. ¿Cómo lo había encontrado Zovastina? ¿Quién lo había traicionado? ¿O'Conner? ¿Todavía vivía? ¿Dónde estaba? O'Conner era la única persona capaz de abrir el gabinete de su estudio.

Tan sólo había dos mandos a distancia.

¿Dónde estaba el suyo?

Se concentró con todas su fuerzas y finalmente alcanzó a ver el dispositivo, tirado sobre el suelo de baldosas.

Todo parecía perdido.

O tal vez no.

Aún estaba vivo, y puede que Zovastina se hubiera marchado.

Reunió todas sus fuerzas y cogió el mando a distancia. Debería haber dotado la casa de todas las medidas de seguridad antes de haber raptado a Karyn Walde. Pero nunca había pensado que la ministra pudiera relacionarlo con su desaparición -desde luego, no tan de prisa-, y nunca había creído que ella pudiera volverse en su contra. No, teniendo en cuenta todos sus planes.

Lo necesitaba.

¿O tal vez no?

La sangre se agolpaba en su garganta; escupió para deshacerse de su sabor metálico. Debía de haberlo alcanzado en el pulmón. Más sangre lo hizo toser, lo que generó nuevas oleadas de dolor por todo su cuerpo.

Quizá O'Conner podría llegar hasta él…

Buscó a tientas el mando, sin poder decidir cuál de los botones pulsar. Uno abría la puerta del estudio. El otro, todas las puertas selladas de la casa. El último activaba la alarma.

No tenía tiempo para pensar.

Así que pulsó los tres.


Zovastina miraba atentamente el estanque ambarino. Malone y Vitt llevaban varios minutos sumergidos.

– Debe de haber otra cámara -dijo.

Viktor seguía en silencio.

– Baja el arma -le ordenó ella.

Él obedeció.

Zovastina lo miró fijamente.

– ¿Disfrutaste atándome a los árboles? ¿Amenazándome?

– Usted quería que diera la impresión de que estaba con ellos.

Viktor había tenido éxito más allá de sus expectativas, llevándolos directamente al objetivo que ella había planeado.

– ¿Hay algo que necesite saber?

– Parecían conocer bien lo que buscaban.

Viktor había sido su agente doble desde que los norteamericanos habían vuelto a pedirle ayuda. En ese momento había ido directamente a ella y le había explicado su situación. Durante el último año lo había utilizado para filtrar la información que quería que Occidente conociera. Un peligroso acto de equilibrio, pero que se había visto obligada a mantener a causa del renovado interés de Washington por ella.

Y el plan había funcionado a la perfección. Hasta Amsterdam.

Y hasta que Vincenti había decidido asesinar a la agente norteamericana que lo vigilaba. Ella lo había animado a suprimir a la espía, esperando que Washington centrara su atención en él, pero el subterfugio no había funcionado. Por fortuna, los engaños de ese día habían tenido más éxito.

Viktor la había informado de inmediato de la presencia de Malone en el palacio y ella había ideado rápidamente cómo sacar el máximo partido de la oportunidad que se le presentaba, orquestando el escape del lugar. Edwin Davis había sido el intento del otro bando para distraer su atención, pero al saber que Malone estaba allí, Zovastina pudo ver el ardid.

– Tiene que haber otra cámara -repitió, quitándose los zapatos y la chaqueta-. Coge dos de esas linternas y vayamos a ver.


Stephanie oyó una alarma que reverberaba por toda la casa, amortiguada por las gruesas paredes que los encerraban. Un movimiento llamó su atención y vio que un panel se abría en el otro lado del armario.

Rápidamente, Ely se volvió.

– Una maldita puerta -exclamó Lyndsey.

Stephanie se dirigió hacia la salida, desconfiada, y examinó la parte superior. Cierres electrónicos conectados a la alarma. Debía de ser eso. Más allá había un pasaje iluminado por bombillas.

La alarma cesó.

Todos permanecieron sumidos en un silencio sepulcral.

– ¿A qué estamos esperando? -dijo Thorvaldsen.

Ella cruzó la puerta.

OCHENTA Y SIETE

Malone guió a Cassiopeia a través del portal y vio cómo ella observaba a su alrededor, maravillada. Su linterna reveló grabados en las paredes que cobraban vida con la luz. La mayor parte de las imágenes mostraban a un guerrero en plenitud: joven, vigoroso, con una lanza en la mano y una corona en la cabeza. Uno de los frescos representaba lo que parecían ser unos reyes rindiéndole homenaje. Otro, la caza de un león. También otra feroz batalla. En todos ellos, las figuras humanas -músculos, manos, rostro, piernas, pies, dedos- estaban pintadas con asombroso detalle. No quedaba ni rastro del color, sólo una monocromía plateada.

Malone dirigió el haz de luz al centro de la cámara y enfocó dos plintos que sostenían sendos sarcófagos de piedra. El exterior de ambos estaba adornado con una filigrana de loto y palmera, rosetas, zarcillos, flores y hojas. Señaló las tapas de los sarcófagos.

– Hay una estrella macedonia en ambos.

Cassiopeia se arrodilló ante las tumbas y examinó las inscripciones. Sus dedos recorrieron suavemente las palabras esculpidas:



– No puedo leer esto, pero ha de ser Alejandro y Hefestión. Malone comprendió su sobrecogimiento, pero había un asunto más acuciante.

– Eso tendrá que esperar. Hay algo más urgente.

Se levantó.

– ¿Qué? -preguntó ella.

– Quítate la ropa mojada y te lo explicaré.


Zovastina se arrojó al estanque, seguida por Viktor, y se deslizó por la abertura cuya forma recordaba el símbolo que aparecía en los medallones. De inmediato se dio cuenta de la similitud.

Con vigorosas brazadas se impulsó hacia adelante. La calidez del agua era relajante, como tomar una sauna en su propio palacio.

Enfrente, el techo de roca desaparecía.

Emergió a la superficie.

Tenía razón. Otra cámara, más pequeña que la anterior. Se retiró el agua de los ojos y vio que el alto techo parecía filtrar la luz natural gracias a unas aberturas excavadas en la roca. Viktor apareció a su lado y ambos salieron del estanque. Examinaron la estancia. Unos murales desvaídos decoraban las paredes. Dos portales se abrían en la oscuridad.

No se veía a nadie.

Ni tampoco otro haz de luz.

Aparentemente, Cotton Malone no era tan inocente como ella había pensado.

– Muy bien, Malone -dijo en voz alta-. Tiene usted ventaja. Pero ¿podría echar primero un vistazo?

Silencio.

– Me tomaré eso como un sí.

Su linterna recorrió el suelo arenoso, salpicado de mica, y divisó un rastro húmedo que se dirigía al portal de su derecha.

Entró en la siguiente cámara y divisó dos plintos funerarios.

Su exterior estaba adornado con inscripciones y grabados, pero ella no dominaba el griego clásico, razón por la cual había enrolado a Ely Lund. Una imagen captó su atención y se acercó; sopló con suavidad sobre ella para retirar la pátina polvorienta que cubría su perfil. Poco a poco se reveló el contorno de un caballo, quizá de unos cinco centímetros, con las crines revueltas y la cola erguida.

Bucéfalo -susurró.

Necesitaba ver más, así que, en la oscuridad, dijo:

– Malone, he venido desarmada porque no lo necesitaba. Viktor está conmigo, como parece que usted ya sabe. Y tengo a sus tres amigos. Yo estaba allí cuando llamó. Están en la casa, encerrados, a punto de ser devorados por el fuego griego. Pensé que le gustaría saberlo.

Silencio.

– Estate alerta -le susurró a Viktor.

No había llegado hasta allí -algo largamente deseado, por lo que había luchado con todas sus fuerzas- para no ver nada. Dejó su linterna sobre la tapa de uno de los sarcófagos, el que tenía un caballo, y empujó. Después de unos segundos de empujar con fuerza, la gruesa losa se movió. Unas pocas sacudidas más y consiguió revelar una parte del interior.

Cogió la luz y, a diferencia de lo que había ocurrido en Venecia, esperaba que allí no la aguardara una nueva decepción.

Una momia yacía en el interior.

Vendada y con una máscara de oro.

Quería tocarla, quitarle la máscara, pero lo pensó mejor. No debía hacer nada que pudiera dañar los restos.

Sin embargo, se preguntaba…

¿Era ella la primera que veía los restos de Alejandro Magno en más de dos mil trescientos años? ¿Había encontrado al conquistador y su medicina? Parecía ser que sí. Lo mejor de todo era que sabía perfectamente qué hacer con ambas cosas. La medicina la usaría para conquistar y, ahora lo sabía, para dotarla de unas inesperadas ganancias. La momia, de la que no podía apartar sus ojos, simbolizaría todo cuanto ella hiciera. Las posibilidades parecían infinitas, pero el peligro que la rodeaba hizo que sus pensamientos volvieran a la realidad.

Malone estaba jugando sus cartas con sumo cuidado.

Ella debía hacer lo mismo.


Malone pudo percibir la ansiedad que había aparecido en el rostro de Cassiopeia. Ely, Stephanie y Henrik estaban en apuros. Contemplaban la escena desde la otra puerta, la que Zovastina había evitado, pues ella y Viktor habían seguido el rastro mojado y habían entrado en la cámara funeraria.

– ¿Cómo supiste que Viktor nos estaba mintiendo? -preguntó ella.

– Doce años tratando con agentes infiltrados. ¿Toda esa escena contigo en el palacio? Demasiado fácil. Y algo que Stephanie me contó: Viktor fue quien les entregó a Vincenti. No tiene sentido. Excepto si Viktor estaba jugando a dos bandas.

– Debería haberme dado cuenta.

– ¿Cómo? No oíste lo que Stephanie me dijo en Venecia.

Estaban de pie, con los hombros desnudos pegados a las inclinadas paredes. Se habían quitado los pantalones y les habían escurrido el agua para no dejar rastro. Una vez que salieron de las cámaras funerarias, llenas de artefactos, volvieron a vestirse rápidamente y esperaron. La tumba sólo consistía en cuatro cámaras conectadas, ninguna de ellas demasiado grande; dos se abrían al estanque. Zovastina probablemente estaba disfrutando de su momento de gloria. Pero la información sobre Stephanie, Ely y Henrik había cambiado las cosas. Cierta o no, la posibilidad había captado toda su atención. Y ésa era, probablemente, la intención de Zovastina.

Malone miró el estanque. La luz centelleaba en la sala funeraria. Esperaba que la contemplación de la tumba de Alejandro Magno les proporcionara un poco de tiempo.

– ¿Estás lista? -le preguntó a Cassiopeia.

Ella asintió.

Se pusieron en marcha.

Pero en ese mismo instante, Viktor apareció, procedente de la otra estancia.

OCHENTA Y OCHO

Stephanie se percató de que aquel aroma dulzón y nauseabundo no era tan intenso en los pasadizos, pero aun así persistía. Al menos, ya no estaban atrapados. Después de doblar varias esquinas, habían llegado a las partes más recónditas de la casa, y aún no habían hallado otra salida abierta.

– He visto cómo funciona ese mejunje -dijo Thorvaldsen-. Una vez que el fuego griego prenda, estas paredes arderán rápidamente. Debemos salir de aquí antes de que eso suceda.

Ella era consciente de su situación, pero sus opciones era limitadas. Lyndsey aún estaba ansioso; Ely, sorprendentemente calmado. Tenía el aplomo de un agente, y no de un erudito, una tranquilidad que Stephanie admiraba, teniendo en cuenta sus propios problemas. Hubiera deseado poseer ese temple.

– ¿Qué quiere decir con rápidamente? -preguntó Lyndsey dirigiéndose a Thorvaldsen-. ¿A qué velocidad arderá este sitio?

– La suficiente como para que quedemos atrapados.

– Entonces, ¿qué estamos haciendo aquí?

– ¿Quiere volver a ese almacén? -le espetó ella.

Doblaron otra esquina; el oscuro pasaje le recordaba a Stephanie el corredor de un tren. El camino acababa en la base de una empinada escalera, ascendente.

No había elección.

Así que subieron.


Malone intentaba mantener la calma.

– ¿Van ustedes a alguna parte? -inquirió Viktor.

Cassiopeia se encontraba detrás de él. Se preguntó dónde debía de estar Zovastina. ¿Era la luz centelleante simplemente un cebo para hacerlos salir?

– Hemos pensado que deberíamos salir.

– No puedo dejar que hagan eso.

– Si cree que puede detenerme, lo invito a…

Viktor se abalanzó sobre él. Malone esquivó el movimiento y consiguió detener a su atacante con una llave.

Cayeron al suelo, rodando.

Malone se situó encima de su oponente mientras Viktor forcejeaba debajo de él. Lo agarró por el cuello con fuerza y le clavó la rodilla en el pecho. Luego, rápidamente, con ambas manos, levantó la cabeza de Viktor y la golpeó contra el suelo de piedra.


Cassiopeia se apresuró a arrojarse nuevamente al estanque tan pronto como su amigo se liberó. Pero en el mismo momento en que el cuerpo de Viktor quedaba inconsciente debajo de Malone, captó por el rabillo del ojo un movimiento en la entrada en la que habían estado escondidos.

– ¡Cotton! -gritó.

Zovastina corría hacia ellos.

Malone se zafó de Viktor y se lanzó al agua.

Cassiopeia se sumergió tras él y ambos nadaron a toda velocidad por el túnel.


Stephanie llegó a lo más alto de la escalera y vio que había dos rutas posibles. ¿Izquierda o derecha? Avanzó hacia la izquierda. Ely fue hacia la derecha.

– ¡Por aquí! -gritó él.

Todos corrieron detrás y vieron una puerta abierta.

– Cuidado -advirtió Thorvaldsen-. No dejéis que esas cosas os rocíen. Evitadlas.

Ely asintió, luego señaló a Lyndsey.

– Usted y yo vamos a buscar ese pendrive.

El científico negó con la cabeza.

– Yo no voy.

– No es una buena idea -convino Stephanie.

– Tú no estás enferma -repuso Ely.

– Esos robots están programados para explotar, y no sabemos cuándo -declaró Thorvaldsen.

– Me importa un comino -replicó Ely, alzando la voz-. Este hombre sabe cómo curar el sida. Su jefe, que ha muerto, lo ha sabido durante años y ha dejado morir a millones de personas. Zovastina tiene ahora la cura. No voy a dejar que ella también la manipule. -Ely agarró a Lyndsey por la camisa-. Usted y yo iremos a por ese pendrive.

– Están locos -dijo Lyndsey-. Son ustedes unos malditos locos. Suba al estanque verde y beba el agua. Vincenti dijo que así también era efectivo. No me necesita para nada.

Thorvaldsen contemplaba atentamente al joven. Stephanie pensó que el danés estaba viendo, quizá, a su propio hijo frente a él; joven, en todo su esplendor, desafiante e insensato al mismo tiempo. Su propio hijo, Cal, era así.

– Va a mover su maldito culo hasta el laboratorio -le espetó Ely.

Ella reparó también en algo más.

– Zovastina ha ido tras Cotton y Cassiopeia. Nos ha dejado aquí por alguna razón. La oísteis. Nos dijo a propósito que esas máquinas tardarían un rato.

– O sea, que estamos seguros -dijo Thorvaldsen.

– Era un cebo, probablemente para Cotton y Cassiopeia. Pero este tipo -señaló a Lyndsey-, ella lo quiere. Sus parloteos tienen sentido. Ella no tiene tiempo de asegurarse de que el antígeno funciona o de que está siendo sincero. Aunque no quiera admitirlo, lo necesita. Volverá a por él antes de que este sitio arda. Puedes contar con ello.


Zovastina saltó al estanque. Malone había abatido a Viktor y Cassiopeia había conseguido eludirla.

Si nadaba lo suficientemente de prisa podría atrapar a Vitt en el túnel.


Malone apoyó las manos en la cornisa y tomó impulso para salir del agua. Sintió un remolino junto a él y vio a Cassiopeia salir a la superficie. Emergió ágilmente de las cálidas aguas y, aún chorreando, cogió una de las pistolas que estaban a unos pocos metros de distancia.

– Vamos -dijo él, recuperando sus zapatos y su camisa.

Cassiopeia se dirigió hacia la salida, apuntando con el arma hacia el estanque.

Una sombra oscureció el agua.

La cabeza de la ministra emergió.

Y Cassiopeia disparó.


El primer disparo, más que asustar a Zovastina, la sorprendió. Retiró el agua de sus ojos y vio a Vitt, que la apuntaba directamente con una de las pistolas.

Otro disparo. Insoportablemente atronador.

Se sumergió bajo el agua.

Cassiopeia disparó dos veces al estanque iluminado. La pistola pareció atascarse, así que retiró el cargador y lo volvió a colocar. Entonces se dio cuenta de algo y dirigió su mirada a Malone.

– ¿Ya te sientes mejor? -le preguntó él.

– ¿Balas de fogueo? -inquirió ella.

– Por supuesto. Cartuchos rellenos de cualquier cosa, supongo; eso basta para impulsar la carga, al menos parcialmente. Pero no del todo, claro. ¿No creerías que Viktor nos había dado balas de verdad?

– Lo cierto es que no había pensado en ello.

– Ése es el problema: no estás pensando. ¿Podemos irnos?

Ella tiró el arma.

– Me alegro de trabajar contigo -dijo.

Y abandonaron la estancia a toda velocidad.


Viktor se frotó la parte posterior de la cabeza y esperó. Al cabo de unos minutos se arrastró hacia el estanque, pero Zovastina regresó, jadeando, mientras salía del agua y apoyaba los brazos en el reborde de piedra.

– Había olvidado las pistolas. Estamos atrapados. La única salida está bloqueada.

A Viktor le dolía la cabeza a causa de los golpes, y tuvo que luchar contra una irritante sensación de aturdimiento.

– Ministra, las armas están cargadas con balas de fogueo. Las cambié antes de huir de palacio. No me pareció muy sensato darles armas con munición de verdad.

– ¿Nadie se dio cuenta?

– ¿Y quién comprueba la munición? Simplemente, supusieron que las armas que había en el helicóptero estaban cargadas.

– Bien pensado, pero podrías haberme mencionado ese detalle.

– Todo sucedió muy de prisa. No hubo tiempo y, por desgracia, Malone me propinó un buen golpe en la cabeza contra esas rocas.

– ¿Y qué hay de la pistola que Malone llevaba en el palacio? Ésa sí estaba cargada. ¿Dónde está?

– En el helicóptero la cambió por una de las nuestras.

Viktor observó cómo la mente de la ministra barajaba todas las posibilidades.

– Necesitamos a Lyndsey fuera de la casa. Él es lo único que nos queda ahí.

– ¿Y Malone y Vitt?

– Mis hombres están esperando. Y sus armas están cargadas.

OCHENTA Y NUEVE

Stephanie observó uno de los dormitorios de la mansión desde el panel abierto. La estancia estaba cuidadosamente decorada en estilo italiano; todo estaba en calma, salvo por un zumbido mecánico que llegaba desde más allá de la puerta abierta, que conducía a la segunda planta.

Salieron del pasadizo.

Una de las máquinas que dispersaban el fuego griego se desplazaba hacia el vestíbulo, rociándolo todo a su paso. Una densa nube llenaba la habitación, lo que indicaba que los robots ya la habían visitado.

– Están rociando la casa rápidamente -dijo Thorvaldsen mientras se dirigían hacia la puerta.

Stephanie se disponía a advertirle que se detuviera cuando el danés salió y una voz desconocida -masculina, extranjera- gritó.

Thorvaldsen se quedó helado y lentamente levantó las manos.

– Uno de sus soldados -le susurró Ely quedamente a Stephanie-. Le ha dicho a Henrik que se detenga y levante las manos.

Thorvaldsen tenía la cabeza vuelta hacia el guardia, quien aparentemente estaba a su derecha, sin posibilidad de ver el interior de la habitación. Stephanie se había preguntado dónde estaban las tropas, y esperaba que hubieran sido evacuadas cuando las máquinas empezaron a patrullar.

Oyó más voces que gritaban.

– ¿Y ahora? -susurró.

– Quiere saber si está solo -dijo Ely.


Cassiopeia y Malone descendieron a toda velocidad por la ladera, todavía con las ropas mojadas. Él se abrochó la camisa mientras bajaban.

– Podrías haberme advertido de que las armas no servían -le dijo Cassiopeia.

– ¿Y cuándo se supone que podía decírtelo? -Saltó por encima de las rocas y siguió corriendo por la escarpada vertiente. Respiraba de forma acelerada. Ya no tenía treinta años, era cierto, pero sus huesos de cuarenta y ocho no habían perdido del todo la forma-. No quería que Viktor sospechara que sabíamos nada.

– Y no lo sabíamos. ¿Por qué dejaste tu arma?

– Debía jugar a su juego.

– Eres un bicho raro -espetó ella en el mismo momento en que alcanzaban terreno llano.

– Me lo tomaré como un cumplido, viniendo de alguien que se ha paseado por toda Venecia con un arco y unas flechas al hombro.

La casa se alzaba a un campo de fútbol de distancia. Malone no vio a nadie patrullando en el exterior, ni tampoco ningún movimiento en el interior, tras las ventanas.

– Hemos de comprobar una cosa.

Corrió hacia el helicóptero y saltó al compartimento trasero. Dio con el armero y encontró los AK-74, las municiones apiladas a un lado.

Los examinó.

– Todos de fogueo. -Habían insertado cuidadosamente clavijas en el cañón para acomodar los falsos proyectiles y permitir que los cartuchos fueran expulsados-. ¡Hay que ser un capullo concienzudo! Le voy a dar su merecido.

Encontró el arma que había traído desde Italia y comprobó el cargador. Cinco balas.

Cassiopeia cogió un rifle de asalto y le insertó un cargador.

– Nadie sabe que las balas son de fogueo. Por ahora bastará.

Él cogió uno de los AK-74.

– Estoy de acuerdo. Las apariencias engañan.


Zovastina y Viktor salieron del estanque. Malone y Vitt se habían ido.

Todas las armas estaban sobre la arena que cubría el suelo.

– Malone es un problema -afirmó ella.

– No hay por qué preocuparse -repuso Viktor-. Me encargaré de él.


Stephanie escuchaba cómo el soldado del vestíbulo seguía gritando órdenes a Thorvaldsen; la voz se oía cada vez más cerca de la entrada. El rostro de Lyndsey se contrajo por el pánico, y Ely le tapó la boca rápidamente con la mano y lo arrastró al otro lado de una cama con dosel, donde se escondieron.

Luego, con sorprendente calma, fijó su mirada en una figura de porcelana china que descansaba sobre el tocador. La agarró y se situó con sigilo detrás de la puerta.

Entre las bisagras pudo ver cómo el guardia entraba en el dormitorio. En cuanto apareció, lo golpeó en la nuca con la estatuilla. El tipo se tambaleó y Stephanie lo remató asestándole otro golpe; luego, cogió su rifle.

Thorvaldsen se acercó rápidamente y se apoderó de las armas que el soldado llevaba en el cinto.

– Estaba esperando que improvisaras.

– Y yo estaba esperando a que esos hombres se fueran.

Ely trajo a Lyndsey.

– Has hecho un buen trabajo con él -dijo Stephanie dirigiéndose a Ely.

– Estaba temblando como un flan.

Ella estudió el AK-74. Había aprendido bastante sobre pistolas, pero los rifles de asalto eran otra cosa. Nunca había disparado ninguno. Thorvaldsen pareció percibir sus dudas y le ofreció su arma.

– ¿Quieres que las intercambiemos?

Stephanie no la rechazó.

– ¿Puedes manejar uno de éstos?

– Tengo algo de experiencia.

Ella tomó nota mentalmente para inquirir posteriormente sobre ese punto. Se aproximó a la entrada y espió sigilosamente el vestíbulo. No se veía a nadie por ningún lado. Abrió la marcha y el grupo avanzó cautelosamente por el vestíbulo, hacia el descansillo del segundo piso, donde la escalera descendía hasta la entrada principal.

Otra de las máquinas rociadoras de fuego griego apareció tras ellos, corriendo de una habitación a otra. Su súbita aparición hizo que Stephanie se distrajera un momento y dejara de atender al frente.

Allí, el muro de la izquierda acababa y se convertía en una sólida balaustrada de piedra.

Un movimiento en la planta baja llamó su atención.

Dos soldados.

Al instante reaccionaron, empuñando sus armas y abriendo fuego.


Cassiopeia oyó el sonido de un arma automática que disparaba en el interior de la casa.

Su primer pensamiento fue para Ely.

– Recuerda que sólo tenemos cinco disparos -le advirtió Malone. Y ambos bajaron corriendo del helicóptero.


Zovastina y Viktor salieron de la grieta y estudiaron la escena que se desarrollaba unos metros más abajo. Malone y Vitt corrían desde el helicóptero, armados con sendos rifles de asalto.

– ¿Están cargados? -preguntó ella.

– No, ministra. Fogueo.

– Cosa que Malone, sin duda, sabe. Los llevan para intimidar.

El tiroteo en el interior de la casa la alarmó.

– Esas tortugas explotarán si las alcanzan los disparos -señaló Viktor.

Necesitaba a Lyndsey antes de que eso ocurriera.

– He escondido municiones para las pistolas y cargadores para los rifles a bordo -dijo él-. Sólo por si los necesitamos.

Ella admiró su capacidad de previsión.

– Buen trabajo. Tendré que recompensarte.

– Primero hemos de acabar con esto.

Zovastina le dio una palmadita en el hombro.

– Eso es lo que vamos a hacer.

NOVENTA

Las balas rebotaron en la barandilla de sólido mármol. Un espejo de pared se rompió en mil pedazos y cayó al suelo. Stephanie buscó un lugar en el que refugiarse, más allá de la balaustrada; los otros se acurrucaron tras ella.

Más balas pasaron silbando a su derecha, haciendo saltar el yeso de la pared.

Por suerte, el ángulo les proporcionaba cierta protección. Para poder disparar cómodamente, los soldados debían subir por la escalera, lo que le daba a ella una oportunidad.

Thorvaldsen se acercó.

– Déjame.

Stephanie retrocedió y el danés descargó una ráfaga de disparos con su AK-74 en dirección a la planta baja. El ataque produjo el resultado deseado. Todos los disparos que procedían de la planta inferior cesaron.

Un robot reapareció tras ellos procedente de otro de los dormitorios. Stephanie no prestó atención hasta que el constante zumbido de su motor eléctrico aumentó de volumen. Se volvió y observó que el artilugio se acercaba al punto en el que se hallaban Ely y Lyndsey.

– Detened esa cosa -murmuró en dirección a Ely.

Con el pie, él detuvo el avance de la máquina. Ésta percibió el obstáculo, vaciló y entonces roció con el líquido los pantalones de Ely. Stephanie vio cómo el joven hacía una mueca de desagrado a causa del olor, muy intenso incluso para ella, que estaba varios metros más allá.

El artilugio dio media vuelta y siguió avanzando en la dirección opuesta.

Entonces se oyeron más disparos procedentes del piso de abajo, que salpicaron de casquillos la segunda planta. No les quedaba otra opción más que retirarse haciendo uso de los pasadizos secretos, pero antes de que Stephanie pudiera dar la orden, enfrente, al otro lado de la balaustrada, uno de los soldados dobló la esquina.

Thorvaldsen también lo vio y, antes de que ella pudiera apuntarlo, le cortó el paso con una descarga de su AK-74.


Malone se acercó a la casa cautelosamente. Llevaba la pistola en una mano y el rifle de asalto colgado en el hombro contrario. Entraron por la terraza trasera, desde donde accedieron a un opulento salón.

Los recibió un aroma familiar.

Fuego griego.

Notó que Cassiopeia también reconocía el olor.

Más disparos.

Procedentes de algún lugar de la planta baja.

Malone se dirigió hacia allí.


Viktor corría tras Zovastina en su avance hacia la casa. Habían permanecido ocultos, observando cómo Malone y Vitt entraban en ella. En el interior se oían ráfagas de disparos.

– Hay nueve soldados ahí dentro -dijo la ministra-. Les ordené que no usaran sus armas. Hay seis robots en la casa, listos para incendiarse en cuanto pulse esto.

Le mostró uno de los controles remotos que él había usado tantas veces para detonar las tortugas. Viktor pensó en otro de los posibles peligros.

– Cualquier bala que impacte en una de esas máquinas la hará explotar, a pesar de este controlador.

Y entonces cayó en la cuenta de que ella no necesitaba ningún recordatorio, pero tampoco reaccionó con su arrogancia habitual.

– Pues tendremos que ser cuidadosos.

– No es por nosotros por quien estoy preocupado.


Cassiopeia estaba ansiosa. Ely se encontraba en algún lugar de esa casa, probablemente atrapado, rodeado por todas partes de fuego griego. Ella ya había presenciado su capacidad de destrucción.

La distribución de la casa era un problema: la planta baja se desplegaba como un laberinto. Oyó voces; justo enfrente, más allá de un vestíbulo decorado con pinturas con marcos dorados.

Malone abrió la marcha.

Admiraba su coraje. Para ser alguien que se había quejado todo el rato de no querer jugar a ese juego, era un jugador condenadamente bueno.

En otra habitación, de aire barroco, Malone se agachó tras una silla de respaldo alto y le hizo una señal para que avanzara hacia la izquierda. Más allá de un amplio corredor abovedado, a unos diez metros, vio sombras recortándose contra las paredes.

Oyó más voces en una lengua que no conocía.

– Necesito que algo los distraiga -le susurró Malone.

Lo comprendió al instante. Él tenía balas. Ella, no.

– Bueno, mientras no me dispares a mí… -le replicó Cassiopeia en voz baja mientras se situaba junto a la entrada.

Malone se ocultó rápidamente tras otra silla que le ofrecía una perspectiva mejor. Ella respiró hondo, contó hasta tres e intentó tranquilizarse. Eso era una locura, pero dispondría de un segundo o dos de ventaja. Preparó el rifle, dio media vuelta bruscamente y se plantó en el corredor. Con el dedo en el gatillo, descargó una ráfaga de fogueo. Dos soldados estaban al otro lado del vestíbulo, apuntando con sus armas hacia la barandilla del segundo piso, pero sus disparos produjeron el efecto deseado.

Se volvieron hacia ella con cara de sorpresa.

Cassiopeia dejó entonces de disparar y se arrojó al suelo.

Se oyeron dos nuevos estampidos. Malone había abatido a los dos hombres.


Stephanie oyó los disparos. Eso era algo nuevo. Henrik estaba parapetado a su lado, con el dedo en el gatillo de su rifle.

Dos soldados más aparecieron en la segunda planta, algo más allá de donde yacía muerto su colega.

Thorvaldsen les disparó inmediatamente.

Stephanie estaba empezando a formarse una nueva opinión acerca de ese danés. Sabía que era un intrigante, con una conciencia intermitente, pero también tenía los nervios de acero y estaba claramente preparado para hacer lo que tuviera que hacerse.

Los cuerpos de los soldados cayeron de espaldas mientras las balas los atravesaban.

Entonces vio los robots y oyó los tintineos al mismo tiempo.

Una de las máquinas había doblado la esquina, tras los soldados moribundos; las balas habían perforado su carcasa. El motor empezó a dar sacudidas y a producir un sonido entrecortado, como un animal herido. Su embudo se retrajo.

Luego, el aparato estalló en llamas.

NOVENTA Y UNO

Malone oyó los disparos en la planta superior y luego un zumbido, seguido por un intenso calor.

Comprendió al instante lo que había sucedido y salió corriendo de detrás de la silla, dirigiéndose precipitadamente hacia el pasillo abovedado en el mismo momento en que Cassiopeia se incorporaba.

Miró a su alrededor.

Las llamas descendían desde el segundo piso, rodeando la balaustrada de mármol y consumiendo las paredes. Los cristales de las altas ventanas exteriores se rompieron en mil pedazos a causa del violento asalto.

El suelo ardía.


Stephanie se protegió de las oleadas de calor que brotaron violentamente. En realidad, el robot no había explotado, más bien se había vaporizado en un destello que parecía casi atómico. Bajó el brazo y vio cómo el fuego se expandía en todas direcciones, como un tsunami: paredes, techo, incluso el suelo estaba ardiendo.

Quince metros más allá y aproximándose.

– Vamos -dijo ella.

Huyeron del torbellino de fuego que se aproximaba, corriendo tanto como les resultaba posible, pero las llamas ganaban terreno. Stephanie fue consciente del peligro. Ely había sido rociado con el líquido.

Echó la vista atrás.

Tres metros y acercándose.

La puerta de la habitación en la que habían desembocado al salir del pasaje secreto estaba abierta, justo delante. Lyndsey llegó el primero; Ely fue el siguiente.

Thorvaldsen y ella llegaron en el mismo momento en que el fuego estaba a punto de alcanzarlos.

– ¡Está ahí arriba! -gritó Cassiopeia al ver el segundo piso en llamas, y gimió-: Ely.

Malone le rodeó el cuello con los brazos y le tapó la boca.

– No estamos solos -le susurró al oído-. Piensa. Hay más soldados, y también Zovastina y Viktor. Están aquí, puedes estar segura.

La soltó.

– Voy a por él -insistió ella-. Esos guardias debían de estar disparándoles a ellos. ¿A quién, si no?

– No tenemos modo de saberlo.

– Pero ¿dónde están? -inquirió, mirando el fuego.

Malone le hizo una seña y ambos se retiraron al vestíbulo. Oyó cómo el mobiliario se rompía y más cristales estallando en el piso de arriba. Afortunadamente las llamas no habían descendido por la escalera, como había ocurrido en el Museo Grecorromano. Pero una de las tortugas, como si sintiera el calor, apareció de pronto en el vestíbulo, lo que era un problema.

Si había explotado una, las otras también podían hacerlo en cualquier momento.


Zovastina oyó que alguien llamaba a Ely, pero también había percibido el calor causado por la desintegración del robot y el aroma del fuego griego al arder.

– Idiotas -susurró a sus soldados, allí donde estuvieran.

– Ha sido Vitt quien ha gritado -dijo Viktor.

– Encuentra a nuestros hombres. Yo daré con ella y con Malone.


Stephanie vio la puerta oculta, aún abierta, y los condujo a su interior, cerrándola rápidamente tras de sí.

– Gracias a Dios -dijo Lyndsey.

No se había acumulado humo en el pasaje secreto, pero Stephanie oía el fuego abriéndose camino a través de los muros.

Se retiraron en dirección a la escalera y corrieron hacia el nivel inferior.

Buscó la primera salida disponible y vio una puerta abierta justo enfrente. Thorvaldsen también la vio y salieron al comedor de la mansión.

Malone no podía responder a la pregunta de Cassiopeia acerca de dónde estaban Stephanie, Henrik y Ely. Él también estaba preocupado.

– Es hora de que te retires -le dijo Cassiopeia.

La hosquedad de la que la joven había hecho gala en Copenhague había regresado. Malone pensó que una dosis de realismo podría ayudar.

– Sólo tenemos tres balas.

– No, realmente no.

Se deslizó tras él, recuperó los rifles de asalto de los dos guardias muertos y comprobó su munición.

– Cargados -dijo, y le pasó uno-. Gracias por traerme hasta aquí, Cotton, pero soy yo quien tiene que hacer esto. -Hizo una pausa-. Yo sola.

Malone comprendió que sería inútil discutir con ella.

– Seguro que hay otro modo de subir ahí arriba -dijo Cassiopeia-. Y lo encontraré.

Estaba a punto de resignarse a seguirla cuando un movimiento a su izquierda lo puso en alerta y se volvió, con el arma preparada.

De pronto, Viktor apareció en el umbral.

Malone disparó una ráfaga de su AK-74 e instantáneamente buscó refugio en el vestíbulo. No podía ver si había alcanzado al hombre, pero mirando a su alrededor sí tuvo una cosa clara.

Cassiopeia se había marchado.


Stephanie oyó disparos en algún lugar de la planta baja. El comedor se extendía ante ella, formando un elaborado rectángulo de imponentes paredes, con grandes ventanas y techo abovedado. Una larga mesa con una docena de sillas dispuestas a cada lado presidía la estancia.

– Hemos de salir de aquí -dijo Thorvaldsen.

Lyndsey echó a correr, pero Ely le cortó el paso y arrojó al científico sobre la mesa, derribando al tiempo algunas sillas.

– Le he dicho que íbamos al laboratorio.

– Váyase al infierno.

Unos diez metros más allá, Cassiopeia apareció en la entrada. Estaba empapada, parecía cansada y llevaba un rifle. Stephanie vio cómo su amiga divisaba a Ely. Había corrido un gran riesgo al volar con Zovastina desde Venecia, pero su apuesta acababa de ser recompensada en ese mismo momento.

Ely también la vio y soltó a Lyndsey.

Pero detrás de ella apareció de pronto Irina Zovastina, quien apoyó el cañón de su arma contra la espalda de Cassiopeia.

Ely quedó paralizado.

Las ropas y el cabello de la ministra también estaban mojados. Por un momento, Stephanie pensó en desafiarla, pero esa idea se desvaneció cuando Viktor y tres soldados aparecieron y los encañonaron con sus fusiles.

– Bajen las armas -ordenó Zovastina-. Lentamente.

Stephanie fijó su mirada en Cassiopeia y negó con la cabeza, indicándole que no podía ganar esa batalla. Thorvaldsen fue el primero en seguir las instrucciones y dejó su arma sobre la mesa. Ella decidió hacer lo mismo.

– Lyndsey -dijo Zovastina-, es el momento de que vengas conmigo.

– De ninguna manera. -El hombre empezó a retroceder hacia donde se encontraba Stephanie-. No iré a ninguna parte con usted.

– No tenemos tiempo para esto -replicó Zovastina, e hizo una seña a uno de sus soldados, que corrió hacia Lyndsey, quien se estaba retirando en dirección a la entrada secreta, aún abierta.

Ely se movió como si se dispusiera a agarrar al científico, pero cuando el soldado llegó, empujó a Lyndsey hacia él y se deslizó por el pasadizo, cerrando la puerta tras de sí.

Stephanie oyó el sonido de las armas preparándose para disparar.

– ¡No! -gritó Zovastina-. Dejad que se vaya. No lo necesito. Además, este lugar arderá hasta los cimientos.


Malone recorrió el laberinto de habitaciones, una tras otra. Cada corredor daba paso a otra habitación, y luego a otro corredor. No veía a nadie, pero el olor a quemado seguía llegándole desde las dependencias superiores. Casi todo el humo parecía provenir del tercer piso, pero el aire no tardaría mucho en ser irrespirable.

Tenía que encontrar a Cassiopeia.

¿Adonde había ido?

Cruzó una puerta que daba a lo que parecía ser un descomunal almacén. Miró al interior y percibió algo extraño. Parte del revestimiento inacabado de madera revelaba un pasaje secreto. Más allá, una hilera de bombillas arrojaban unos débiles rayos de luz mortecina.

Oyó pasos en el interior.

Asió el rifle y se apoyó junto a la maloliente pared, fuera del almacén.

Los acelerados pasos se acercaban.

Se preparó.

Alguien salió de la habitación.

Con una mano empujó al hombre contra la pared, apoyando el arma, con el dedo en el gatillo, contra su mandíbula. Unos fieros ojos azules lo contemplaron desde un rostro joven, apuesto, intrépido.

– ¿Quién eres tú? -preguntó.

– Ely Lund.

NOVENTA Y DOS

Zovastina estaba complacida. Tenía a Lyndsey bajo control, todos los datos de Vincenti, la tumba de Alejandro, la medicina y, ahora, también a Thorvaldsen, Cassiopeia Vitt y Stephanie Nelle. Sólo le faltaban Cotton Malone y Ely Lund, y ninguno de ellos tenía demasiada importancia.

Se encontraban en el exterior de la casa, de camino al helicóptero; dos de los soldados que aún seguían con vida custodiaban a los prisioneros a punta de pistola. Viktor y otros dos soldados habían ido a recuperar los ordenadores de Vincenti y dos de los robots que no se habían usado en la mansión.

Zovastina necesitaba volver a Samarcanda y supervisar personalmente la ofensiva militar encubierta que pronto daría comienzo. Su tarea allí había finalizado con un rotundo éxito. Durante mucho tiempo había albergado la esperanza de que, si la tumba de Alejandro se encontraba en algún lugar, fuera bajo su jurisdicción. Y, gracias a los dioses, así era.

Viktor se aproximó, cargando con los ordenadores.

– Subidlos al helicóptero -dijo ella.

Miró cómo los depositaban en el compartimento de carga, junto con los dos robots, dos maravillas de la ingeniería asiática desarrolladas por sus científicos. Esas bombas programables funcionaban casi a la perfección, distribuyendo el fuego griego con una precisión increíble y, luego, estallando con una simple pulsación. Pero también eran sumamente caros, así que era cuidadosa con sus intervenciones, y se alegraba de haber podido recuperar esos dos para volver a utilizarlos en cualquier otro lugar.

Entregó a Viktor el control remoto de las tortugas, que ya estaban dentro del helicóptero.

– Encargaos de la casa tan pronto como yo me haya ido. -Los pisos superiores estaban ardiendo; sólo sería cuestión de minutos que la mansión entera se convirtiera en un infierno-. Y matadlos a todos.

Él asintió, acatando sus órdenes.

– Pero antes de irme hay una deuda que debo saldar.

Zovastina le entregó a Viktor su arma, avanzó hacia Cassiopeia Vitt y le dijo:

– Me hiciste una oferta allí arriba, en los estanques, sobre la oportunidad de tomarme la revancha.

– Me encantaría.

La ministra sonrió.

– Lo suponía.


– ¿Dónde están los demás? -le preguntó Malone a Ely mientras bajaba el rifle.

– Los tiene Zovastina.

– ¿Y tú?

– Me escapé -vaciló Ely-. Hay algo que debo hacer.

Malone esperaba que le diera una explicación convincente.

– El remedio para el sida está en esta casa. He de conseguirlo.

No estaba mal. Entendía la urgencia de ese cometido, tanto para Ely como para Cassiopeia. Por su lado pasó uno de los artilugios, hacia la intersección de los dos corredores. Estaba perdiendo el tiempo dentro de la casa, pero tenía que saberlo.

– ¿Adónde han ido los demás?

– No lo sé. Estaban todos en el comedor. Zovastina y sus hombres los retenían. He conseguido entrar en el pasadizo antes de que pudieran seguirme.

– ¿Dónde está esa cura?

– En un laboratorio, en el sótano. Hay una entrada en la biblioteca, donde estuvimos primero.

Ely no podía disimular la excitación en su voz.

Seguramente era una locura, pero ¿qué demonios? Parecía ser la historia de su vida.

– Llévame hasta allí.


Cassiopeia daba vueltas alrededor de Zovastina. Stephanie, Henrik y Lyndsey permanecían de pie, encañonados, a un lado. Aparentemente, la ministra quería un espectáculo, una exhibición de su valor ante sus hombres. Bien, pues le concedería una buena pelea.

Zovastina atacó primero, rodeando el cuello de Cassiopeia con los brazos y haciendo que se inclinara hacia delante. Era fuerte, más de lo que esperaba. La mujer se dejó caer hábilmente y arrastró a Cassiopeia consigo, levantándola por los aires.

El golpe fue duro.

Combatiendo el dolor, se incorporó y plantó su pie izquierdo en el pecho de Zovastina, lo que hizo tambalear a la ministra. Cassiopeia usó ese momento para sacudirse el dolor que atenazaba sus miembros y luego arremetió contra ella.

Su hombro chocó contra unos muslos fuertes como una roca, y ambas mujeres cayeron al suelo.


Malone entró en la biblioteca. No había visto a ningún soldado durante su cauteloso recorrido de la planta baja. Cada momento que pasaba había más humo, y el calor era más intenso. Ely corrió hacia un cadáver que yacía en el suelo.

– Zovastina le disparó. Es uno de los hombres de Vincenti -dijo cuando encontró el mando plateado-. Lo usó para abrir el panel.

Ely pulsó uno de los botones.

El gabinete de estilo oriental giró ciento ochenta grados.

– Este sitio es como un parque de atracciones -comentó Malone, y siguió a Ely por el oscuro pasillo.


La sangre de Zovastina ardía inflamada por la ira. Estaba acostumbrada a ganar: en el buzkashi, en la política, en la vida. Había retado a Vitt porque quería que supiera quién era la mejor. También quería que sus hombres vieran que su líder no le tenía miedo a nadie. Ciertamente, sólo había unos pocos, pero los relatos de unos pocos han sido siempre el origen de las leyendas.

Ahora todo aquello era suyo. La casa de Vincenti sería destruida y en su lugar se erigiría un monumento en honor al conquistador que había elegido ese sitio como su lugar de descanso final. Él era griego de nacimiento, pero asiático de corazón, y en definitiva eso era lo que importaba.

Se dio impulso con las piernas y una vez más consiguió zafarse del ataque de Vitt, pero la mantuvo salvajemente asida por el brazo, lo que usó para hacer que se incorporara violentamente.

Clavó su rodilla en la barbilla de Cassiopeia, un golpe que produciría intensas descargas de dolor en su cerebro. Casi podía sentirlo ella misma. Luego le asestó un fuerte puñetazo en la cara. ¿Cuántas veces había atacado a otro chapandaz en el campo de juego? ¿Cuánto tiempo había sostenido un pesado boz? Sus fuertes brazos y sus manos estaban acostumbrados al dolor.

Vitt cayó de rodillas, aturdida.

¿Cómo osaba esa insignificante mujer considerarse su igual? Estaba vencida, eso parecía claro. Ya no quedaba en ella ningún atisbo de volver a la lucha. Así que Zovastina colocó suavemente el tacón de su bota contra la frente de Vitt y de un empujón arrojó bruscamente a su oponente al suelo.

Cassiopeia no se movió.

La ministra, furiosa y jadeante, se irguió y se limpió el polvo que cubría su rostro. Luego dio media vuelta, satisfecha por la pelea. Sus ojos no transmitían ironía, buen humor ni tampoco simpatía. Viktor expresó su aprobación. Los soldados la contemplaron con admiración.

Era agradable ser una luchadora.


Malone entró en el laboratorio subterráneo. Estaban al menos a nueve metros bajo el suelo, rodeados de roca, la casa ardiendo por encima de ellos. El aire hedía a fuego griego y había percibido una pestilencia similar en la escalera que bajaba al sótano.

Por lo visto, allí se desarrollaba algún tipo de investigación biológica, ya que había varios contenedores sellados y un refrigerador con una señal brillante que advertía del riesgo biológico. Tanto él como Ely dudaron en el umbral, ambos renuentes a aventurarse más lejos. Su sentimiento se vio acentuado por las manchas de líquido que se veían sobre las mesas. Malone las había visto antes, en el Museo Grecorromano, aquella primera noche.

Dos cuerpos yacían en el suelo. Uno, el de una mujer demacrada, vestida con un albornoz; el otro, el de un hombre enorme, que llevaba un traje oscuro. A ambos les habían disparado.

– Según dijo Lyndsey -apuntó Ely-, Vincenti tenía el pendrive en la mano cuando Zovastina lo mató.

Tenían que acabar con eso, así que se acercaron con cuidado a las mesas y contemplaron el cadáver. Ciento treinta kilos por lo menos. El cuerpo yacía de costado, con un brazo extendido, como si hubiera intentado levantarse. Cuatro orificios de bala en el pecho. Una de sus manos estaba abierta cerca de la pata de la mesa; la otra, cerrada. Ely usó el cañón del rifle para presionarla y lograr que se abriera.

– Aquí está -dijo, ansioso al arrodillarse y coger el dispositivo.

A Malone, el joven le recordaba a Cal Thorvaldsen, aunque sólo se habían encontrado una vez, en México, D.F., cuando su vida se cruzó por primera vez con la de Henrik Thorvaldsen. Era fácil ver por qué Thorvaldsen se sentía vinculado a Ely.

– Este lugar está a punto de arder -dijo.

Ely se levantó.

– Me equivoqué totalmente al confiar en Zovastina. Pero ella era tan entusiasta… Realmente parecía apreciar el estudio del pasado.

– Y así es… Para ver qué puede aprender de él.

Ely sacudió sus ropas.

– Estoy cubierto de esa sustancia.

– Ya has estado aquí; ya has hecho lo que querías.

– Zovastina es una lunática, una asesina.

Malone estaba de acuerdo.

– Ya que tenemos lo que hemos venido a buscar, ¿qué te parece si tú y yo no nos convertimos en otra de sus víctimas? -Hizo una pausa-. Además, Cassiopeia me pateará el culo si te ocurre algo.

NOVENTA Y TRES

Zovastina subió al helicóptero. Lyndsey ya estaba dentro, esposado al mamparo.

– Ministra, no seré un problema, se lo juro. Haré todo lo que necesite. Se lo aseguro. No es necesario que me convierta en su prisionero, por favor…

– Si no te callas -repuso ella con calma-, te pego un tiro ahora mismo.

El científico pareció comprender que ésa era la mejor opción, así que guardó silencio.

– No vuelvas a abrir la boca.

Zovastina inspeccionó el espacioso compartimento, que en circunstancias normales podía contener una docena de hombres armados. Los dos ordenadores de Vincenti y los dos robots habían sido atados fuertemente. Cassiopeia Vitt todavía yacía inmóvil en el suelo y los prisioneros estaban custodiados por cuatro soldados.

Viktor estaba de pie, junto al aparato, en el exterior.

– Buen trabajo -le dijo ella-. Una vez que me haya ido, haz estallar la casa y mata a esta gente. Confío en ti para que este lugar esté seguro. Enviaré más hombres en cuanto haya regresado a Samarcanda. Este lugar es ahora propiedad de la Federación.

Contempló la mansión, con sus pisos superiores en llamas. Pronto quedaría reducida a cenizas. Ya había imaginado el palacio de estilo asiático que construiría allí. Si revelaba al mundo la localización de la tumba de Alejandro Magno, tendría que mostrarla. Debía considerar todas las posibilidades, y ya que sólo ella controlaba ese lugar, la decisión sería suya y de nadie más.

Dirigió la mirada hacia Viktor, observó intensamente los ojos del hombre y dijo:

– Gracias, amigo mío. -Percibió la sorpresa que momentáneamente asomó en su rostro al oír las palabras de agradecimiento-.

Nunca te lo había dicho antes. Simplemente espero que hagas tu trabajo. Pero aquí lo has hecho excepcionalmente bien.

Lanzó una última mirada a Cassiopeia Vitt, Stephanie Nelle y Henrik Thorvaldsen. Problemas que pronto formarían parte del pasado. Cotton Malone y Ely Lund estaban aún en la casa. Si no estaban muertos, lo estarían al cabo de unos minutos.

– Te veré en el palacio -le dijo a Viktor mientras la puerta del compartimento se cerraba.


Viktor oyó cómo la turbina se ponía en marcha y vio cómo las aspas del helicóptero empezaban a girar. El motor alcanzó su máxima potencia. Una nube de polvo se levantó en el suelo seco y el helicóptero se elevó hacia el cielo del atardecer.

Rápidamente se dirigió hacia sus hombres y ordenó a dos de ellos que se encaminaran a la entrada principal de la finca y al control de acceso. A los otros les dijo que vigilaran a Nelle y a Thorvaldsen.

Luego se acercó a Cassiopeia. La joven tenía el rostro magullado, cubierto de suciedad y sudor, y sangraba por la nariz.

Pero de pronto ella abrió los ojos y lo agarró del brazo.

– ¿Has venido a acabar el trabajo? -le preguntó.

Él llevaba una pistola en la mano derecha; con la otra sostenía el control remoto de las tortugas. Tranquilamente, dejó el dispositivo en el suelo, junto a ella.

– Exacto.

El helicóptero que llevaba a Zovastina se elevaba por encima de sus cabezas, rumbo al este, en dirección a la mansión y al valle que estaba más allá de ella.

– Mientras vosotras dos peleabais -le dijo a Vitt-, he activado las tortugas que había en el helicóptero. Están programadas para explotar al mismo tiempo que las del interior de la casa. -Señaló el dispositivo-. Simplemente pulsando este control remoto.

Ella lo agarró.

Pero él rápidamente le puso la pistola en la cabeza.

– Cuidado.


Cassiopeia miró con fijeza a Viktor, que tenía un dedo en el control remoto. ¿Podría pulsar el botón antes de que ella disparara? ¿Acaso él se estaría preguntando lo mismo?

– Debes elegir -dijo él-. Tu Ely y Malone quizá estén todavía en la casa. Matar a Zovastina también puede matarlos a ellos.

Cassiopeia debía confiar en que Malone tuviera la situación bajo control. Pero también pensó en algo más.

– ¿Cuándo puede saber uno cuándo confiar en ti? -replicó-. Has jugado en los dos bandos.

– Mi trabajo es acabar con esto. Y en ello estamos.

– Matar a Zovastina tal vez no sea la solución.

– Es la única solución. Nada la detendrá.

Ella consideró su afirmación. Tenía razón.

– Lo iba a hacer yo mismo -dijo Viktor-, pero pensé que te gustaría hacer los honores.

– El arma con la que me apuntas…, ¿es por guardar las apariencias? -preguntó ella en voz baja.

– Así los guardias no pueden ver tu mano.

– ¿Cómo sé que cuando haga eso no me vas a disparar en la cabeza?

Él le respondió con sinceridad:

– No lo sabes.

El helicóptero estaba más allá de la casa, por encima de un prado cubierto de hierba, a unos trescientos metros de altura.

– Si esperas mucho más -dijo él-, la señal no llegará.

Ella se encogió de hombros.

– Nunca he pensado que llegaría a vieja -señaló.

Y pulsó el botón.


A unos nueve metros de distancia, Stephanie veía a Viktor que apuntaba a Cassiopeia con la pistola. Lo había visto depositar algo en el suelo, pero su amiga miraba hacia otro lado y era imposible saber lo que estaba pasando entre ellos.

De pronto, el helicóptero se convirtió en una bola de fuego.

No hubo ninguna explosión. Sólo una luz brillante que se expandió hacia todos lados, como una supernova. El combustible, inflamable, se unió rápidamente a la mezcolanza en una oleada de destrucción que atronó en el valle. Los restos ardientes del aparato salieron despedidos y cayeron en una violenta cascada. En ese mismo instante, las ventanas de la planta baja de la mansión estallaron y por sus marcos salieron las llamas de un violento incendio.

Cassiopeia se levantó, ayudada por Viktor.

– Parece que está de nuestro lado -dijo Thorvaldsen al percatarse del gesto.

Viktor hizo una señal a dos de los guardias y les gritó unas órdenes en lo que él creía que era ruso.

Los hombres se alejaron corriendo.

Cassiopeia se dirigió velozmente hacia la casa.

Los demás la siguieron.

Malone llegó a la parte superior de la escalera, detrás de Ely, y ambos volvieron a entrar en la biblioteca. Oía un ruido sordo procedente de algún punto del interior de la casa, y de inmediato percibió un cambio en la temperatura.

– Han activado esas cosas.

Del otro lado de la biblioteca, el fuego se avivó. Más sonidos. Más cerca. Y mucho calor. Cada vez más. Malone abrió la puerta y miró a ambos lados. No se podía pasar por el corredor, sus dos extremos estaban siendo consumidos por las llamas, que avanzaban en su dirección. Recordó lo que Ely le había dicho: «Estoy cubierto de esa sustancia.» Se volvió y estudió los imponentes ventanales. Quizá tres por dos metros. Más allá, en el valle, vio algo que ardía en la distancia. Apenas tenían unos segundos antes de que el fuego llegara hasta ellos.

– Échame una mano -pidió Ely.

Malone vio que guardaba el pendrive en su bolsillo y agarraba el extremo de un pequeño sofá. Él lo cogió por el otro lado, y entre los dos lo arrojaron por la ventana. El cristal se rompió cuando el sofá salió impulsado al exterior, abriendo un agujero, pero todavía quedaban muchos cristales y no podían saltar.

– Usemos las sillas -gritó.

El fuego asomó en la entrada e inició el asalto de las paredes de la biblioteca. Los libros y las estanterías empezaron a arder. Malone agarró una silla, con la que golpeó las astillas de la ventana, y Ely hizo lo propio.

El suelo empezó a arder.

Todo lo que había sido impregnado con fuego griego también prendió.

No podían esperar más.

Y saltaron por la ventana.


Cassiopeia oyó un estrépito de cristales que se rompían al acercarse, junto a Viktor, Thorvaldsen y Stephanie a la casa en llamas. De repente vio que un sofá salía despedido de su interior y se estrellaba contra el suelo. Había tenido que tomar una decisión al matar a Zovastina, con Malone y Ely aún dentro de la mansión, pero como diría Malone, «para bien o para mal, hay que hacer algo».

Luego, una silla salió volando por la ventana.

Y entonces Malone y Ely saltaron, mientras que la habitación de la que salían se teñía de un intenso color naranja.

La salida de Malone no fue tan grácil como la de Copenhague. Cayó de mala manera y su hombro derecho se golpeó contra el suelo. Ely también se golpeó fuertemente y rodó por el suelo, protegiéndose la cabeza con los brazos.

Cassiopeia corrió hacia ellos. Ely la miró. Ella sonrió y dijo:

– ¿Te has divertido?

– ¿Y tú? ¿Qué te ha pasado en la cara?

– Dejé que esa bruja me pegara. Pero yo me he reído la última.

Lo ayudó a incorporarse y se abrazaron.

– Apestas -murmuró ella.

– Fuego griego. La fragancia de moda.

– ¿Y yo? -gruñó Malone mientras se levantaba y se limpiaba-. ¿No me preguntas si estoy bien y me dices que te alegras de ver que no me he convertido en un pollo asado?

Cassiopeia meneó la cabeza y también lo abrazó.

– ¿Cuántos autobuses te han pasado por encima? -preguntó Malone al ver su cara.

– Sólo uno.

– ¿Os conocéis? -preguntó Ely.

– De vista.

Ella vio que la expresión en el rostro de Malone cambiaba al ver a Viktor

– ¿Qué está haciendo él aquí?

– Lo creas o no -dijo ella-, está de nuestro lado… O, al menos, eso creo.

Stephanie señaló el fuego que se divisaba en la distancia y a los hombres que corrían hacia él.

– Zovastina está muerta -anunció.

– Qué tragedia -comentó Viktor-. Un terrible accidente de helicóptero del que han sido testigos cuatro miembros de la milicia. Tendrá un glorioso funeral.

– Y Daniels se asegurará de que el próximo ministro de la Federación de Asia Central sea más amigable -añadió Stephanie.

Cassiopeia divisó entonces unos puntos en el cielo, cada vez mayores, que se aproximaban por el este.

– Tenemos compañía.

Vieron cómo la flota se acercaba.

– Son nuestros -dijo Malone-. Apache AH64 y un Blackhawk.

Los aviones de combate norteamericanos aterrizaron. Se abrió la puerta de uno de los Apache y Malone reconoció un rostro familiar.

Edwin Davis.

– Tropas de Afganistán -explicó Viktor-. Davis me dijo que estarían cerca, vigilando, listos para venir cuando los necesitáramos.

– Tal vez matar a Zovastina de ese modo no haya sido muy inteligente -señaló Stephanie.

Cassiopeia percibió el tono de resignación en la voz de su amiga.

– ¿Y eso por qué? -quiso saber.

Thorvaldsen se le adelantó.

– Los ordenadores de Vincenti y Lyndsey estaban en ese helicóptero. Tú no lo sabías, pero Vincenti encontró la cura para el sida. Él y Lyndsey la desarrollaron, y todos los datos estaban en esos ordenadores. Vincenti tenía un pendrive cuando murió, pero, por desgracia -el danés señaló la casa que ardía-, se habrá perdido.

Cassiopeia captó una traviesa mirada en el sucio rostro de Malone. También vio que Ely sonreía. Ambos estaban exhaustos, pero su sentimiento de triunfo parecía contagioso.

Ely se metió la mano en el bolsillo y luego les mostró la palma de su mano.

Un pendrive.

– ¿Qué es eso? -preguntó ella, esperanzada.

– La vida.

NOVENTA Y CUATRO

Malone admiró la tumba de Alejandro Magno. Después de la llegada de Edwin Davis, un escuadrón de las fuerzas especiales había tomado el control de la finca, desarmando a los soldados que quedaban sin tener que luchar. El presidente Daniels había autorizado la incursión, después de que Davis le hubo dicho que dudaba mucho que hubiera ninguna clase de resistencia por parte de la Federación.

Zovastina estaba muerta. Empezaba una nueva era.

Una vez que la finca estuvo controlada, mientras la oscuridad empezaba a cernerse sobre las montañas, subieron a los estanques y se sumergieron en el de aguas ambarinas. Incluso Thorvaldsen, quien deseaba ver la tumba desesperadamente. Malone lo había ayudado en el túnel, y el danés, a pesar de su edad y su deformidad, se había revelado como un excelente nadador.

Habían cogido más linternas y focos de los Apache, y ahora la tumba resplandecía con las luces eléctricas. Malone contempló maravillado un muro cubierto de azulejos, cuyos tonos de color azul, amarillo, naranja y negro aún vibraban después de dos milenios.

Ely estaba examinando unos motivos que representaban a tres leones, trazados con gran habilidad sobre las coloridas baldosas.

– Algo parecido a esto aparece en los cortejos de la antigua Babilonia. Conservamos algunos restos. Pero he aquí uno totalmente intacto.

Edwin Davis los había acompañado; también quería ver lo que Zovastina había ocultado. Malone se sintió mejor sabiendo que el otro lado de los estanques estaba custodiado por un sargento del equipo de operaciones especiales y por tres soldados de las fuerzas aéreas armados con carabinas M4. Stephanie y él le habían hecho a Davis un resumen de lo ocurrido, y estaba empezando a cogerle simpatía al asesor de Seguridad Nacional, especialmente después de haberse anticipado a su necesidad de apoyo.

Ely estaba de pie junto a los sarcófagos. En el lateral de uno de ellos se leía una sola palabra: Más letras adornaban el otro lado:


– Éste es Alejandro -dijo Ely-. La inscripción más larga pertenece a la Ilíada : «Que fuera siempre el mejor y que sobresaliera por encima de los demás.» La expresión homérica del ideal del héroe. Alejandro debió de vivir así. Zovastina también adoraba esa cita. La mencionaba muchas veces. La gente que lo enterró aquí escogió bien su epitafio.

Ely señaló el otro sarcófago, con una inscripción más simple:



– «Hefestión, amigo de Alejandro.» La palabra «amante» no hacía justicia a su relación. Ser llamado amigo era el elogio supremo para un griego, reservado únicamente para los más amados.

Malone se percató de que alguien había limpiado la pátina de polvo que cubría la imagen de un caballo en la tumba de Alejandro.

– Lo hizo Zovastina, cuando estuvimos aquí -dijo-. Estaba hipnotizada por esa imagen.

– Es Bucéfalo -señaló Ely-. Tiene que serlo. El caballo de Alejandro. Él veneraba a ese animal. El caballo murió durante la campaña asiática y lo enterraron en algún lugar de las montañas, no muy lejos de aquí.

– Zovastina también llamó así a su caballo favorito -añadió Viktor.

Malone examinó la cámara. Ely señaló unos cálices, unos frascos de plata para contener perfumes, un cuerno con forma de cabeza de carnero, incluso unas espinilleras de bronce y cuero que una vez protegieron las piernas de un guerrero.

– Es asombroso -comentó Stephanie.

Él estaba de acuerdo.

Cassiopeia se encontraba junto a uno de los sarcófagos, cuya tapa estaba abierta.

– Zovastina echó un vistazo -dijo Viktor.

Dirigieron sus linternas al interior, iluminando el cuerpo momificado.

– Es raro que no lo cubrieran con cartonajes -dijo Ely-. Aunque quizá no conocían la técnica o no tuvieron tiempo de hacerlo.

El cuerpo estaba cubierto, desde el cuello hasta los pies, por láminas de oro del tamaño de una hoja de papel; algunas estaban desparramadas en el interior del féretro. El brazo derecho estaba doblado a la altura del codo y situado sobre el abdomen. El izquierdo permanecía rígido; el antebrazo se había desgajado. La mayor parte del cuerpo se hallaba firmemente ceñida por vendajes, y sobre el pecho, parcialmente expuesto, yacían tres discos de oro.



– La estrella macedonia -señaló Ely-. La insignia de Alejandro. Son impresionantes, unas piezas muy hermosas.

– ¿Cómo consiguieron traer todo esto hasta aquí? -preguntó Stephanie-. Estos sarcófagos son grandes.

Ely señaló la habitación.

– Hace dos mil trescientos años la topografía seguramente era diferente. Apuesto a que existía otro modo de entrar. Quizá los estanques no tenían el mismo nivel, el túnel era más accesible y no estaba sumergido. ¿Quién sabe?

– Pero las letras del estanque… -dijo Malone-, ¿cómo llegaron hasta ahí? Seguramente las personas que eligieron la tumba no las hicieron. Son como dos luces de neón.

– Mi teoría es que fue Ptolomeo. Parte de su enigma. Dos letras griegas en el fondo de dos oscuros estanques. Su manera, supongo, de señalar el lugar.

Una máscara de oro cubría el rostro de Alejandro. Nadie la había tocado.

– ¿Por qué no lo haces tú, Ely? -sugirió Malone-. Vamos a ver qué aspecto tiene el rey del mundo.

Percibió la emoción en los ojos del joven. Durante años había estudiado a Alejandro Magno y había aprendido todo cuanto había podido a partir de la escasa información que había sobrevivido. Ahora sería el primero que lo tocaría, el primero en más de dos mil años.

Ely retiró la máscara lentamente.

La piel que aún quedaba tenía un tono negruzco; el resto era hueso, descarnado, desnudo. La muerte parecía haber respetado el semblante de Alejandro; sus ojos transmitían una extraña expresión de curiosidad. Sus labios estaban abiertos, como si se dispusiera a gritar. El tiempo lo había congelado lodo. La cabeza carecía de cabello; el cerebro, que había desempeñado un papel primordial en los éxitos de Alejandro, ya no estaba allí.

Todos lo contemplaron en silencio.

Finalmente, Cassiopeia iluminó con su linterna el resto de la habitación; el haz de luz barrió una figura ecuestre, apenas vestida con una larga capa que colgaba por encima de uno de sus hombros, y luego se detuvo sobre un impresionante busto de bronce. El poderoso rostro oblongo mostraba confianza, y sus ojos entreabiertos, que expresaban firmeza, contemplaban la distancia. El cabello le caía por la frente, al estilo clásico, dispuesto en bucles irregulares. El cuello se erguía recto, largo; la figura tenía el porte y el aspecto de un hombre que, definitivamente, había controlado su mundo.

Alejandro Magno.

¡Qué enorme contraste con el rostro tocado por la muerte que yacía en el sarcófago!

– En todos los bustos de Alejandro que he visto -dijo Ely-, su nariz, sus labios, su frente y su cabello habían sido restaurados; pocos sobrevivieron al paso de los siglos. Pero aquí tenemos una imagen de su tiempo, en perfecto estado.

– Y aquí lo tenemos a él -declaró Malone-, en carne y hueso.

Cassiopeia se acercó al sarcófago adyacente y, con esfuerzo, abrió la tapa lo suficiente como para atisbar en su interior. Otra momia, que no estaba completamente cubierta de oro pero que también llevaba máscara, yacía en condiciones similares.

– Alejandro y Hefestión -dijo Thorvaldsen-. Han reposado aquí durante siglos.

– ¿Se quedarán aquí? -preguntó Malone.

Ely se encogió de hombros.

– Es un hallazgo arqueológico muy importante. Sería una tragedia no aprender de él.

Malone se dio cuenta de que Viktor había fijado su atención en un cofre de oro situado cerca de la pared. La roca situada encima había sido trabajada con una serie de complejos grabados que mostraban batallas, carros, caballos y hombres con espadas. Sobre el cofre había grabada una estrella macedonia. En la banda que envolvía el cofre se veían unas rosetas similares. Viktor lo asió por ambos lados y, antes de que Ely pudiera detenerlo, lo abrió.

Edwin Davis enfocó el interior con la linterna.

Una tiara de oro, con hojas de roble y bellotas, rica en detalles.

– Una corona real -dijo Ely.

Viktor sonrió satisfecho.

– Esto es lo que Zovastina hubiera deseado como corona. La habría utilizado para hacerse más fuerte.

Malone se encogió de hombros.

– Es una lástima que su helicóptero se estrellara.

Permanecieron allí, de pie, en medio de la cámara, con las ropas aún chorreando pero aliviados porque todo había acabado. El resto tenía relación con la política, y eso ya no concernía a Malone.

– Viktor -dijo Stephanie-, si alguna vez te cansas de trabajar por libre y quieres un trabajo estable, házmelo saber.

– Tendré en cuenta tu oferta.

– Dejaste que te ganara, ¿verdad? Antes, cuando estuvimos aquí -dijo Malone.

Viktor asintió.

– Pensé que era mejor dejaros marchar, así que te di esa oportunidad. No soy tan fácil, Malone.

Él sonrió.

– Lo tendré en cuenta. -Luego señaló los sarcófagos-. ¿Y qué pasa con esto?

– Han estado aquí, esperando, durante mucho tiempo -repuso Ely-. Pueden descansar un poco más. Ahora mismo hay otra cosa que hemos de hacer.


Cassiopeia fue la última en emerger de las turbias aguas del estanque, de vuelta en la primera cámara.

– Lyndsey dijo que las bacterias se encontraban en el estanque verde, que podíamos beber el agua -señaló Ely-. Son inocuas para nosotros, pero destruyen el virus.

– No sabemos si nada de eso es cierto -recordó Stephanie.

Ely parecía convencido.

– Lo es. El pescuezo de ese hombre estaba en juego. Usó esa información para salvar su vida.

– Tenemos los datos -dijo Thorvaldsen-. Puedo conseguir a los mejores científicos del mundo para que nos den una respuesta inmediatamente.

Ely negó con la cabeza.

– Alejandro Magno no tenía científicos. Confió en lo que le ofrecía su mundo.

Cassiopeia admiraba su coraje. Ella se había contagiado del virus hacía más de diez años, y siempre se preguntaba si la enfermedad finalmente se manifestaría. Como si albergara una bomba de relojería en su interior, esperando el día en que su sistema inmunológico se colapsara y su vida cambiara. Sabía que Ely había sufrido la misma ansiedad, que se había aferrado a cualquier esperanza. Pero ellos eran afortunados: podían costearse las medicinas que mantenían el virus a raya, millones de personas no podían.

Contempló el estanque ambarino y la letra griega Z que yacía en el fondo. Recordó lo que había leído en uno de los manuscritos: «Eumenes reveló el lugar de descanso, que se hallaba muy lejos, en las montañas, donde los escitas le mostraron a Alejandro la vida.» Se acercó al estanque verde y volvió a contemplar la H del fondo.

Vida.

Una promesa adorable.

Ely la cogió de la mano.

– ¿Lista?

Ella asintió.

Se arrodillaron y bebieron.

NOVENTA Y CINCO

Copenhague

Sábado, 6 de junio

19.45 horas


Malone disfrutaba de una crema de tomate en la segunda planta del café Norden. Definitivamente, era la mejor que jamás había probado. Thorvaldsen estaba sentado al otro lado de la mesa. Las ventanas de la segunda planta estaban abiertas y dejaban entrar una agradable brisa, propia de finales de la primavera. El clima de Copenhague en esa época del año era casi perfecto, otra de las muchas razones por las que disfrutaba viviendo allí.

– Hoy he tenido noticias de Ely -dijo Thorvaldsen.

Sentía curiosidad por saber qué estaba ocurriendo en Asia Central. Hacía seis semanas que habían vuelto a casa, y desde entonces había estado ocupado vendiendo libros. Eso era lo bueno de ser un agente sobre el terreno. Hacías tu trabajo y te ibas. Nada de análisis posteriores ni de seguimientos. Esa tarea siempre recaía en otros.

– Está excavando la tumba de Alejandro. El nuevo gobierno de la Federación colabora con los griegos.

Sabía que Ely había conseguido un puesto en Atenas, en el Museo Arqueológico, gracias a la intervención de Thorvaldsen. Por supuesto, conocer la localización de la tumba de Alejandro había inflamado el entusiasmo del museo.

A Zovastina la había sucedido un ministro moderado que, de acuerdo con la constitución de la Federación, había asumido el poder hasta que se celebraran elecciones. Al mismo tiempo, Washington se había asegurado, sigilosamente, de que todos los arsenales biológicos de la Federación se destruyeran y se concediera una oportunidad a Samarcanda. Debían cooperar, o todos los vecinos de la Federación sabrían lo que Zovastina y sus generales habían planeado; y entonces las cosas seguirían su curso. Por suerte, la moderación prevaleció, y con el antígeno en manos de Occidente no había elección. La Federación podría empezar a matar, pero no podría detener la plaga. La incómoda alianza entre Zovastina y Vincenti había sido reemplazada por otra entre dos naciones que recelaban mutuamente.

– Ely tiene el control absoluto de la tumba y está trabajando en ella -explicó Thorvaldsen-. Dice que gran parte de la historia deberá reescribirse. Ha encontrado muchas inscripciones, obras de arte, e incluso uno o dos mapas. Un material increíble.

– ¿Y qué hay de Edwin Davis y Danny Daniels? -quiso saber Malone-. ¿Están satisfechos?

Thorvaldsen sonrió.

– Hablé con Ely hace un par de días. Daniels está agradecido por todo lo que hemos hecho. Le ha gustado especialmente que Cassiopeia hiciera estallar ese helicóptero. No es muy compasivo, que digamos; es un tipo duro.

– Me alegro de que hayamos podido ayudar al presidente una vez más. -Hizo una pausa-. ¿Y qué hay de la Liga Veneciana?

Thorvaldsen se encogió de hombros.

– Escondida en las sombras. No han hecho nada que pueda probarse.

– Excepto asesinar a Naomi Johns…

– Fue Vincenti quien lo hizo, y creo que ya ha pagado por ello.

Era cierto.

– ¿Sabes? Sería estupendo que, por una vez, Daniels sencillamente solicitara mi ayuda.

– Eso no va a suceder.

– ¿Igual que contigo?

Su amigo asintió.

– Como conmigo.

Se acabó la crema y contempló la H 0jbro Plads. La plaza estaba animada, llena de gente que disfrutaba del cálido atardecer, algo poco habitual allí, en Copenhague. Su librería, al otro lado de la plaza, estaba cerrada. Había tenido mucho trabajo últimamente y estaba planeando un viaje de negocios a Londres la semana próxima, antes de que Gary llegara a hacer su visita veraniega anual. Se moría de ganas de ver a su hijo de quince años.

Pero también sentía cierta melancolía. Le ocurría desde que habían vuelto a casa. Él y Thorvaldsen comían juntos al menos una vez por semana, pero no habían hablado aún de lo que realmente ocupaba sus pensamientos. Algunos temas era mejor no tocarlos.

A menos que fuera el momento apropiado.

Así que preguntó:

– ¿Cómo está Cassiopeia?

– Me preguntaba cuándo me hablarías de ella.

– Fuiste tú quien me metió en todo esto.

– Todo cuanto hice fue decirte que necesitaba tu ayuda.

– Me gustaría pensar que ella me ayudaría si yo lo necesitara.

– Y lo haría. Pero contestando a tu pregunta, tanto ella como Ely se han liberado del virus. Edwin me dice que los científicos han verificado la efectividad de las bacterias. Daniels anunciará pronto el hallazgo de la cura y Estados Unidos controlará su distribución. El presidente ha ordenado que esté disponible con el coste mínimo.

– Eso afectará a mucha gente.

– Gracias a ti: tú resolviste el enigma y encontraste la tumba.

No le apetecía oír eso.

– Todos hicimos nuestro trabajo. Y, por cierto, he oído que eres una hacha con las armas. Stephanie me dijo que eras la leche.

– No soy tan inofensivo como parezco.

Thorvaldsen le habló de Stephanie y el tiroteo. Malone había hablado con ella sobre el tema antes de dejar Asia y la había llamado la semana anterior.

– Stephanie se está dando cuenta de que es difícil trabajar sobre el terreno -explicó.

– Hablé con ella hace unos días.

– ¿Os estáis haciendo colegas?

Su amigo sonrió.

– Somos bastante parecidos, aunque ninguno de los dos lo admitiría delante del otro.

– Matar nunca es fácil. No importa cuál sea el motivo.

– Maté a tres hombres en esa casa. Y tienes razón: nunca es fácil.

Aún no había obtenido respuesta a su pregunta inicial, y Thorvaldsen pareció percibir lo que él realmente quería saber.

– No he hablado mucho con Cassiopeia desde que dejamos la Federación. Ha vuelto a casa, a Francia. No sé mucho de ella ni de Ely, de ninguno de los dos. Cuenta muy poco. -Thorvaldsen meneó la cabeza-. Tendrás que preguntarle tú mismo.

Malone decidió dar un paseo. Le gustaba deambular por el Stroget. Le preguntó a Thorvaldsen si quería unirse a él, pero su amigo declinó la invitación.

Se levantó.

Thorvaldsen arrojó unos papeles sobre la mesa.

– La escritura de la propiedad del estrecho, donde se incendió la casa. No me sirve para nada.

Malone desplegó las hojas y vio que su nombre aparecía como cesionario.

– Quiero que te la quedes tú.

– Esa propiedad vale mucho dinero, está frente al océano. No puedo aceptarlo.

– Reconstruye la casa. Disfrútala. Considéralo una especie de compensación por meterte en este lío.

– Sabías que no te dejaría en la estacada.

– De este modo, mi conciencia, o lo que queda de ella, estará tranquila.

En los dos años que hacía que se conocían había aprendido que cuando Henrik Thorvaldsen tomaba una decisión, ésta era inamovible. Así que guardó la escritura en su bolsillo y salió del café.

– Eh, Malone.

Se volvió.

Sentada a una de las mesas estaba Cassiopeia.

Se levantó y se acercó a él.

Llevaba una chaqueta marinera y unos pantalones a juego. Un bolso de cuero colgaba de su hombro y unas sandalias ceñían sus pies. Su pelo oscuro caía en espesos bucles. Todavía podía verla en la montaña, con sus pantalones de cuero y su sujetador deportivo, nadando tras él hacia la tumba. Y aquellos breves momentos en que se quedaron en ropa interior.

– ¿Qué estás haciendo en la ciudad? -preguntó él.

Ella se encogió de hombros.

– Siempre me has dicho lo buena que es la comida en este café, así que he venido a comer.

Él sonrió.

– Pues has hecho un largo camino por una sola comida.

– No, si no sabes cocinar.

– Me han dicho que estás curada. Me alegro.

– Eso te libera de muchas preocupaciones, como preguntarte si hoy será el día en que empezarás a morir.

Recordó su desasosiego aquella primera noche, en Copenhague, cuando lo ayudó a escapar del Museo Grecorromano. Ahora, su melancolía había desaparecido.

– ¿Adonde ibas? -preguntó ella.

Él miró la plaza.

– A dar un paseo.

– ¿Te apetece un poco de compañía?

Volvió la vista atrás, hacia el café, a la segunda planta y a la mesa en la que él y Thorvaldsen habían estado sentados. Su amigo lo contemplaba desde allí, sonriendo. Debería haberlo sabido.

La miró y dijo:

– ¿Vosotros dos siempre tenéis que estar tramando algo?

– Aún no has respondido a mi pregunta.

Qué demonios.

– Sin duda, me encantará tener compañía.

Lo cogió del brazo y echaron a andar.

Tenía que preguntárselo.

– ¿Y qué hay de ti y de Ely? Pensé…

– Cotton…

Malone sabía lo que iba a suceder, así que le evitó el apuro.

– Lo sé. Cállate y anda.

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