TERCERA PARTE

CUARENTA

Samarcanda

Martes, 21 de abril

1.40 horas


Vincenti descendió con cautela la escalera del jet privado. El trayecto hacia el este, de Venecia a la Federación de Asia Central, había durado casi seis horas, pero había hecho ese viaje en numerosas ocasiones y había aprendido a disfrutar del lujo del aparato y descansar durante el largo vuelo. Peter O'Conner salió tras él a la tibia noche.

– Me encanta Venecia -comentó Vincenti-, pero me gustará vivir aquí. No echaré de menos toda esa lluvia.

Un coche esperaba en la pista, y fue directo a él, estirando las entumecidas piernas, ejercitando los fatigados músculos. El conductor salió y abrió la puerta trasera. Vincenti entró mientras O'Conner se acomodaba delante. Una mampara de plexiglás garantizaba la intimidad del asiento posterior.

Allí se encontraba un hombre de cabello negro y piel cetrina cuyos ojos siempre, incluso en la adversidad, parecían encontrar comicidad en la vida. Una poblada barba ocultaba un mentón cuadrado y un cuello fino, los juveniles rasgos, incluso a esa hora intempestiva, rápidos y observadores.

Kamil Karimovich Revin era el ministro de Asuntos Exteriores de la Federación. No había cumplido los cuarenta, su trayectoria era escasa o nula, y en general se lo consideraba el perrito faldero de la ministra, el que hacía exactamente lo que ella le ordenaba. Sin embargo, hacía unos años Vincenti había visto algo más.

– Bien venido de nuevo -lo saludó Kamil-. Han pasado unos meses.

– Tengo mucho que hacer, amigo mío. La Liga ocupa gran parte de mi tiempo.

– He estado tratando con sus miembros. Muchos están empezando a seleccionar el emplazamiento de sus hogares.

Uno de los acuerdos a los que había llegado con Zovastina era trasladar a miembros de la Liga a la Federación, un buen movimiento para ambas partes. Su nueva utopía empresarial los liberaría de las onerosas cargas fiscales, pero el capital que ellos aportarían a la economía en forma de bienes, servicios e inversiones directas compensaría más que de sobra a la Federación de cualquier impuesto que pudiera devengar. Mejor aún, se crearía en el acto una clase alta sin el efecto goteo que tanto gustaba a las democracias occidentales, donde -bastante injustamente, en opinión de Vincenti- unos pocos pagaban por la mayoría.

A los miembros de la Liga los habían animado a adquirir terrenos, y muchos lo habían hecho, incluido él mismo, pagando al gobierno, dado que gracias a los soviéticos la mayoría del terreno de la Federación era público. Lo cierto es que Vincenti había formado parte del comité que había negociado dicho aspecto del trato de la Liga con Zovastina, y fue uno de los primeros en comprar, haciéndose con unas noventa hectáreas de valle y montaña en el este de lo que un día fue Tayikistán.

– ¿Cuántos han llegado a un acuerdo? -quiso saber.

– Hasta ahora, ciento diez. Los gustos difieren enormemente en cuanto a las zonas, pero Samarcanda y alrededores son las que gozan de mayor popularidad.

– Cerca de la fuente del poder. Esa ciudad y Tashkent no tardarán en convertirse en centros financieros internacionales.

El coche abandonó la terminal e inició el recorrido de cuatro kilómetros que lo separaba de la ciudad. Otra mejora sería un nuevo aeropuerto. Tres miembros de la Liga ya habían trazado planos para construir unas instalaciones más modernas.

– ¿Por qué se encuentra aquí? -preguntó Kamil-. El señor O'Conner no soltó prenda cuando hablé con él antes.

– Le agradecemos la información sobre el viaje de Zovastina. ¿Sabe por qué está en Venecia?

– No dijo nada, tan sólo que volvería en breve.

– Así que está en Venecia haciendo quién sabe qué.

– Y si descubre que están ustedes aquí conspirando, todos estaremos muertos -aseguró Kamil-. Recuerde que no hay manera de defenderse de sus pequeños gérmenes.

El ministro de Asuntos Exteriores pertenecía a una nueva casta de políticos nacidos con la Federación. Y aunque Zovastina era la primera ministra, no sería la última.

– Puedo neutralizarlos.

Una sonrisa afloró a los labios del asiático.

– ¿No podría matarla y acabar con todo esto?

Él apreciaba la ambición pura y dura.

– Eso sería una estupidez.

– ¿Qué se propone?

– Algo mejor.

– ¿Lo respaldará la Liga?

– El Consejo de los Diez ha autorizado todo cuanto estoy haciendo.

Kamil sonrió.

– No todo, amigo mío. Sé lo de esa intentona de asesinato: fue usted, lo sé. Y luego vendió al asesino. De lo contrario, ¿cómo habría estado ella lista? -Hizo una pausa-. Me pregunto si no me venderá a mí también.

– ¿Quiere ser su sucesor?

– Prefiero vivir.

Él vio por la ventanilla los planos tejados, las cúpulas azules y los altos minaretes. Samarcanda se asentaba en una cuenca natural rodeada de montañas. La noche camuflaba un humo neblinoso que envolvía permanentemente la antigua tierra. A lo lejos, las luces de las fábricas proyectaban un halo difuso. Lo que antaño proporcionaba a la Unión Soviética productos manufacturados ahora generaba el producto nacional bruto de la Federación. La Liga ya había invertido miles de millones en modernización, y vendrían más. Así que él necesitaba saber una cosa:

– ¿Hasta qué punto quiere ser ministro supremo?

– Depende. ¿Puede encargarse su Liga?

– Los gérmenes de Zovastina no me asustan, y tampoco deberían asustarlo a usted.

– Ay, mi corpulento amigo. He visto morir de repente a demasiados enemigos. Resulta increíble que nadie se haya dado cuenta. Sin embargo, sus enfermedades son eficaces: un resfriado o una gripe de nada que se tuercen.

Aunque los burócratas de la Federación, Zovastina incluida, detestaban todo lo soviético, habían aprendido bien la lección de sus corruptos predecesores. Por eso Vincenti siempre era cuidadoso con sus palabras, pero generoso con sus promesas.

– Sin riesgo no hay ganancias.

Revin se encogió de hombros.

– Cierto, pero a veces los riesgos son demasiado grandes.

Vincenti observaba Samarcanda, un lugar antiguo, que databa del siglo V a. J.C. La ciudad de las sombras, el jardín del espíritu, la joya del islam, la capital del mundo. Sede cristiana antes de ser conquistada por el islam y los rusos. Gracias a los soviéticos, Tashkent, a doscientos kilómetros al nordeste, había crecido más y eramás próspera, pero Samarcanda seguía siendo el alma de la región.

Miró a Kamil Revin.

– Personalmente estoy a punto de dar un paso peligroso. Mi cargo al frente del Consejo de los Diez finalizará pronto. Si vamos a hacer esto, ha de ser ahora. Es hora de que usted, como decimos en mi tierra, coma o deje comer. ¿Está dentro o fuera?

– Dudo de que llegara vivo a mañana si dijese que fuera, así que estoy dentro.

– Me alegro de que nos entendamos.

– Y, ¿qué es lo que va a hacer? -inquirió el ministro.

Vincenti contempló de nuevo la ciudad. En una de los cientos de mezquitas que dominaban el paisaje, en caligrafía árabe vivamente iluminada, las letras de al menos un metro de altura, se podía leer: «Alá es inmortal.» A pesar de su elaborada historia, Samarcanda seguía destilando una insulsa solemnidad institucional cuyo origen se situaba en una cultura que había perdido la imaginación hacía tiempo. Zovastina parecía estar resuelta a cambiar ese mal; su visión era grandiosa y clara. Él había mentido cuando le había dicho a Stephanie Nelle que la historia no era su punto fuerte. De hecho, era su objetivo. Sin embargo, esperaba no cometer un error insuflando vida al pasado.

Daba igual. Era demasiado tarde para echarse atrás.

De modo que miró al ministro conspirador y respondió a su pregunta con sinceridad:

– Cambiar el mundo.

CUARENTA Y UNO

Torcello


Las ideas bullían en el cerebro de Viktor. La tortuga continuaba con su asalto programado de la primera planta del museo, dejando tras de sí una apestosa estela de fuego griego. Se planteó intentar forzar la puerta con ayuda de Rafael, pero sabía lo ancha que era la madera, y la barra exterior haría que el esfuerzo fuese inútil.

Las ventanas se le antojaban la única escapatoria.

– Coge una de las bolsas al vacío -le dijo a Rafael mientras sus ojos recorrían la sala y él se decidía por las ventanas de la izquierda.

Rafael levantó del suelo una de las bolsas de plástico transparente.

El fuego griego debería debilitar el viejo hierro forjado junto con los cerrojos que afianzaban los barrotes a la pared de fuera lo suficiente para que ellos pudieran forzarlos. Viktor agarró una de las armas que habían cogido del almacén y estaba a punto de acribillar los cristales cuando, en el otro extremo de la estancia, el cristal se hizo añicos.

Alguien había disparado a la ventana desde fuera.

Se agachó para ponerse a cubierto, igual que Rafael, a la espera de ver qué sucedería a continuación. La tortuga seguía con su rítmico avance, deteniéndose y arrancando de nuevo cuando se topaba con algún obstáculo. Viktor no sabía cuántas personas había fuera ni si él y Rafael eran vulnerables desde las otras ventanas.

Sentía el peligro que pendía sobre ellos. Una cosa estaba clara: había que parar la tortuga; eso les daría algún tiempo.

Pero, de todas formas, no sabían nada.


Cassiopeia se metió el arma de nuevo en la cintura y cogió el arco de fibra de vidrio que había sacado de la bolsa de tela. Thorvaldsen no le había preguntado para qué necesitaba un arco y flechas de alta velocidad, y entonces ella no sabía a ciencia cierta si el arma sería eficaz.

Pero ahora vaya si lo sería.

Se hallaba a treinta metros del museo, a resguardo bajo el pórtico de la basílica. Cuando regresaba desde el otro extremo de la isla se había detenido en el pueblo para coger uno de los quinqués que iluminaban el muelle próximo al restaurante. Los había visto antes, cuando ella y Malone habían llegado, y ése era otro de los motivos por los que le había pedido el arco a Thorvaldsen. Después encontró unos harapos en un cubo de basura cerca de un puesto. Mientras los ladrones se enfrascaban en su misión dentro del museo ella preparó cuatro flechas envolviendo las puntas de metal con tiras de tela que, acto seguido, empapó con el queroseno del quinqué.

Se había hecho con cerillas durante la cena que había compartido con Malone: unos librillos que había en una bandeja del baño.

Encendió los inflamables jirones de dos de las flechas y cargó con cuidado el primer proyectil llameante en el arco. Apuntó a las ventanas del primer piso, que acababa de romper a balazo limpio. Si Viktor quería fuego, lo iba a tener.

Había aprendido a tirar con arco de pequeña. Nunca había cazado, odiaba la idea, pero le gustaba practicar a menudo con la diana en su propiedad francesa. Era buena, sobre todo de lejos, así que acertar desde treinta metros a la ventana del otro lado de la plazoleta no suponía ningún problema. Los barrotes, tampoco: había mucho más aire que hierro.

Tensó la cuerda.

– Por Ely -musitó.


Viktor vio las llamas que se colaban por la ventana y se estrellaban contra un gran cristal que protegía una de las piezas de la primera planta. Fuera lo que fuese lo que impulsaba las llamas había atravesado el cristal, que se hizo pedazos contra el suelo de madera, arrastrando el fuego consigo. La tortuga ya había recorrido esa parte del museo, lo que se vio confirmado por el rugido del fuego griego al cobrar vida.

El naranja y el amarillo se volvieron en el acto de un azul infernal, y el piso se consumió.

Sin embargo, las bolsas al vacío…

Vio que Rafael pensaba lo mismo. Había cuatro: dos encima de sendas vitrinas de cristal y otras dos en el suelo, una de las cuales anunció su presencia con una cascada de llamas que ascendían vertiginosamente.

Viktor se metió debajo de otro de los expositores para resguardarse del calor.

– ¡Ven aquí! -le gritó a Rafael.

Éste retrocedió. La mitad del piso estaba ardiendo. El suelo, las paredes, el techo y el mobiliario se quemaban. El lugar donde él se había refugiado todavía no había prendido, gracias a que allí no había mezcla, pero Viktor sabía que eso sólo duraría unos preciosos instantes. La escalera que conducía a la segunda planta quedaba a su derecha y el camino para alcanzarla estaba despejado. Sin embargo, el piso superior no serviría de mucho, teniendo en cuenta que el fuego no tardaría en arrasarlo desde debajo.

Rafael se acercó.

– La tortuga, ¿la ves?

Viktor comprendió el problema: el dispositivo era sensible al calor y estaba programado para explotar cuando las temperaturas alcanzaran unos valores predeterminados.

– ¿A cuántos grados está programada?

– A pocos. Quería que este sitio ardiera de prisa.

Sus ojos escrutaron las llamas y localizaron la tortuga, que seguía paseándose por el incendiado suelo, cada rociada del pulverizador provocaba un rugido como el de un dragón que vomitara fuego.

Más cristales saltaron del lado opuesto de la habitación.

Era difícil determinar si el causante era el calor o las balas.

La tortuga iba directa a ellos, emergiendo del fuego y descubriendo una parte del suelo que todavía no había prendido. Rafael se puso en pie y, antes de que Viktor pudiera detenerlo, corrió hacia ella. Desactivarla era la única forma de anular el programa.

Una flecha incendiaria atravesó el pecho de Rafael.

Su ropa empezó a arder.

Viktor se levantó y se disponía a acudir en ayuda de su compañero cuando vio que la boquilla de la tortuga se replegaba y ésta se detenía.

Sabía lo que estaba a punto de ocurrir.

Se abalanzó hacia la escalera, atravesó el vano y subió a toda velocidad los peldaños metálicos.

A cuatro patas, en un repliegue desesperado.

La tortuga explotó.


Cassiopeia no pensaba dispararle a uno de los ladrones, pero el hombre apareció justo cuando ella soltaba la cuerda. Vio cómo la flecha se clavaba en su pecho y le incendiaba la ropa. Luego, una enorme bola de fuego consumió el interior del museo, el calor escapando por la ventana y reventando los cristales restantes.

Ella se pegó a la mojada tierra.

El fuego lamía la noche a través de las aberturas.

Cassiopeia había abandonado el pórtico de la basílica y se había colocado frente al campanario del museo. Al menos, uno de los hombres había muerto. No sabía cuál, pero daba lo mismo.

Se puso en pie y corrió hasta la fachada del edificio para ver arder la prisión que ella misma había creado.

Tenía lista una última flecha incendiaria.

CUARENTA Y DOS

Venecia


Zovastina se encontraba junto al nuncio apostólico. Había aterrizado hacía una hora, y monseñor Michener la esperaba en la pista. Michener, ella y dos de sus guardaespaldas habían ido del aeropuerto al centro de la ciudad en un taxi acuático privado. No habían podido acceder a la basílica por la cara norte, en la piazzetta dei Leoncini, como habían acordado en un principio. Una parte considerable de San Marcos estaba acordonada -un tiroteo, le había dicho el nuncio-, así que habían encaminado sus pasos hacia una calle lateral, tras la basílica, y entrado por los despachos de la diócesis.

El nuncio vestía de forma distinta al día anterior, la negra sotana y el alzacuello sustituidos por ropa de calle. Por lo visto, el papa estaba cumpliendo su promesa con respecto a la discreción de la visita.

Zovastina se hallaba en el interior de la cavernosa iglesia, el techo y los muros resplandecientes de mosaicos dorados. Claramente, una creación bizantina, como si hubiese sido erigida en Constantinopla en lugar de en Italia. En lo alto llamaban la atención cinco cúpulas semiesféricas: de Pentecostés, san Juan, san Leonardo, los Profetas y la que se alzaba justo sobre su cabeza, la Ascensión. Gracias a la cálida y tenue luz que arrojaban focos incandescentes estratégicamente colocados, Zovastina convino en silencio que el templo se merecía el famoso calificativo de basílica dorada.

– Imponente, ¿no? -dijo Michener.

– Un ejemplo de lo que la religión y el mercantilismo pueden lograr cuando se unen. Los mercaderes venecianos fueron los saqueadores del mundo: ésta es la mejor prueba de su rapiña.

– ¿Siempre es usted tan cínica?

– Los soviéticos me enseñaron que el mundo es un lugar duro.

– Y, ¿alguna vez les da las gracias a sus dioses?

Ella sonrió. El norteamericano se había informado, pues en conversaciones anteriores nunca habían hablado de sus creencias.

– Mis dioses me son tan leales como se lo es a usted su dios.

– Albergamos la esperanza de que reconsidere su paganismo.

A Zovastina le irritó la etiqueta. La palabra en sí implicaba que, de algún modo, creer en muchos dioses era peor que creer en uno solo. Ella no estaba de acuerdo. A lo largo de la historia, numerosas culturas del mundo habían coincidido con ella, como bien dejó claro.

– Mis creencias me han resultado muy valiosas.

– No pretendía insinuar que no fuesen apropiadas, es sólo que tal vez podamos ofrecerle nuevas posibilidades.

Después de esa noche, la Iglesia católica no le sería de mucha utilidad. Permitiría un contacto restringido en la Federación, lo bastante para desequilibrar a los musulmanes radicales, pero nunca consentiría que una organización capaz de preservar todo lo que ahora la rodeaba se afianzara en sus dominios.

Señaló el altar mayor, tras un ornado cancel multicolor que parecía sospechosamente un iconostasio. Percibía señales de actividad procedentes del otro lado, que contaba con una viva iluminación.

– Se están preparando para abrir el sarcófago. Hemos decidido devolver una mano, un brazo o cualquier otra reliquia significativa que se pueda sacar con facilidad.

Ella no pudo evitar decir:

– ¿No lo considera ridículo?

Michener se encogió de hombros.

– Si así complacemos a los egipcios, ¿qué hay de malo en ello?

– ¿Qué hay de la santidad de los muertos? Su religión la predica constantemente, y sin embargo no está mal profanar la tumba de un hombre y retirar parte de sus restos para regalarlos.

– Es lamentable, pero necesario.

Zovastina despreciaba su blanda inocencia.

– Eso es lo que me gusta de su Iglesia: se muestra flexible cuando es «necesario».

Echó un vistazo a la desierta nave, la mayoría de las capillas, altares y nichos sumidos en profundas sombras. Sus dos guardaespaldas permanecían a tan sólo unos metros de distancia. Zovastina estudió el piso de mármol, cada centímetro tan exquisito como las paredes con mosaicos: una profusión de pintorescos motivos geométricos, animales y florales, además de unas ondulaciones inconfundibles, según algunos, intencionadas, para imitar el mar, pero más probablemente el efecto de unos cimientos poco sólidos.

Le vinieron a la cabeza las palabras de Ptolomeo: «Y tú, aventurero, ya que mi voz inmortal, aunque lejana, inunda tus oídos, escucha mis palabras. Navega hasta la capital que fundó el padre de Alejandro, donde los sabios montan guardia.»

Aunque Ptolomeo sin duda se consideraba inteligente, el tiempo había resuelto esa parte del enigma. Nectanebo fue faraón de Egipto en tiempos de Alejandro Magno. Cuando éste todavía era un adolescente, Nectanebo fue desterrado por los invasores persas. Por aquel entonces, los egipcios creían firmemente que un día Nectanebo regresaría y expulsaría a los persas. Y casi diez años después de su derrota, la idea resultó más o menos cierta cuando Alejandro llegó y los persas no tardaron en rendirse y marcharse. Con el objeto de exaltar a su liberador y de que su presencia fuese más grata, los egipcios empezaron a contar que, en la primera época de su gobierno, Nectanebo viajó a Macedonia, disfrazado de mago, y cohabitó con Olimpia, madre de Alejandro, con lo que el padre de Alejandro sería Nectanebo y no Filipo. La historia no tenía pies ni cabeza, pero se extendió lo bastante como para que quinientos años después acabara formando parte de la Vida de Alejandro Magno, un rocambolesco relato de ficción histórica que, como bien sabía ella, muchos historiadores citaban erróneamente como una autoridad. Durante su reinado como último faraón egipcio, la historia cuenta que Nectanebo estableció en Menfis la capital, lo cual desentrañaba lo de: «Navega hasta la capital que fundó el padre de Alejandro.» Lo siguiente, «donde los sabios montan guardia», reforzaba esa conclusión.

En el templo de Nectanebo, en Menfis, se alzaba un semicírculo de once estatuas de piedra caliza que representaban a sabios y poetas griegos. Homero, a quien Alejandro veneraba, ocupaba el centro; Platón, maestro de Aristóteles, y el propio Aristóteles, maestro de Alejandro, también se encontraban allí, junto con otros griegos de renombre con quienes Alejandro mantenía una estrecha relación. Tan sólo se conservaban fragmentos de esas esculturas, pero eso bastaba para saber que habían existido.

Ptolomeo sepultó el que creía era el cuerpo de Alejandro en el templo de Nectanebo, donde permaneció hasta después de la muerte de Ptolomeo, momento en que su hijo trasladó el cuerpo al norte, a Alejandría.

«Navega hasta la capital que fundó el padre de Alejandro, donde los sabios montan guardia.»

Ve al sur, a Menfis, y al templo de Nectanebo.

Zovastina pensó en la siguiente línea del enigma: «Toca lo más íntimo de la ilusión dorada.»

Y sonrió.

CUARENTA Y TRES

Torcello


Viktor se pegó a la escalera y levantó un brazo para proteger su rostro del insoportable calor que ascendía de la primera planta. La tortuga había reaccionado con las crecientes temperaturas desintegrándose automáticamente, haciendo lo que estaba programada para hacer. Era imposible que Rafael hubiese sobrevivido. La temperatura inicial del fuego griego era altísima, lo bastante como para ablandar el metal y quemar la piedra, pero el calor secundario resultaba más intenso incluso. La carne humana no podía competir con él. Como debería haberle sucedido al tipo de Copenhague, Rafael pronto no sería más que cenizas.

Volvió la cabeza: el furioso fuego se encontraba a tres metros.

El calor empezaba a resultar insoportable.

Subió de prisa.

El antiguo edificio se había construido en una época en que el techo de la primera planta hacía las veces de suelo de la segunda. A esas alturas, el techo ardía por completo. Uno de los propósitos de hacer que la tortuga explotara era amplificar la destrucción. Los crujidos y gemidos de la madera del piso superior confirmaban que estaba siendo devastado a toda velocidad. El peso de los tres expositores y las demás piezas voluminosas no ayudaba precisamente. Aunque la planta de arriba todavía no estaba en llamas, él comprendió que atravesarla podía ser una estupidez. Por suerte, la escalera que lo sostenía era de piedra.

A unos pocos metros unas ventanas interrumpían el muro que daba a la plazoleta. Viktor decidió arriesgarse y se acercó a ellas con cuidado, pegándose a la pared, y echó una ojeada abajo.


Al ver el rostro en la ventana, Cassiopeia soltó el arco, cogió el arma e hizo dos disparos.

Viktor volvió a la escalera cuando el cristal se hizo pedazos, empuñó su pistola y se dispuso a responder. Había visto lo suficiente para saber que su atacante era una mujer, su silueta la delataba. Sostenía un arco que había reemplazado aprisa por una pistola.

Antes de que pudiera sacar partido a la altura en la que se hallaba, una flecha incendiaria esquivó los barrotes de hierro forjado, salvó la ventana y se clavó en el enlucido del lado opuesto de la habitación. Por suerte, allí no había ninguna tortuga empapándolo todo. Sólo las dos bolsas que él mismo había dejado antes, una en el suelo y la otra dentro de la vitrina destrozada, constituían un problema en potencia.

Debía hacer algo.

Así que siguió el ejemplo de su agresora y cosió a balazos las ventanas que se abrían en la parte posterior de la construcción.


Cassiopeia oyó voces a su izquierda, hacia donde se encontraban el restaurante y el hotel. Sin duda, los disparos habían llamado la atención de quienes se hospedaban allí. Divisó unas figuras oscuras en el camino que bajaba del pueblo y abandonó su posición en la plazoleta, volviendo al pórtico de la basílica. Había disparado su última flecha con la esperanza de que también la segunda planta se incendiara. Con el resplandor del fuego había distinguido el rostro de Viktor en la ventana.

Llegó gente. Un hombre con un móvil pegado a la oreja. En la isla no había policía, lo que debería darle tiempo a ella, y dudaba que Viktor pidiera ayuda a los mirones: demasiadas preguntas relativas al cadáver del primer piso.

Así que decidió marcharse.


Viktor miró la bolsa de fuego griego que descansaba en el suelo, frente a él, y resolvió que lo mejor sería actuar de prisa, de modo que cogió la bolsa con pies de plomo y dio un salto hacia la ventana que acababa de acribillar.

La madera resistió.

Colocó la bolsa fuera, atravesada en los barrotes de hierro forjado, con forma de C.

El piso del centro de la sala gimió.

Recordó que abajo había vigas transversales, pero sin duda se iban debilitando poco a poco. Dio unos cuantos pasos más hacia la flecha que había hundida en la pared y la sacó de un tirón. La tela que cubría la punta aún ardía. Corrió de vuelta a la escalera y, con un movimiento bajo, arrojó la flecha hacia la ventana. Aterrizó en la bolsa, las llamas titilando a unos centímetros del plástico. Sabía que no tardaría nada en derretirse.

Se refugió en la escalera.

Se oyó un silbido y se produjo un nuevo espectáculo de pirotecnia.

Entonces echó una ojeada y vio que el hierro forjado ardía. Afortunadamente, por la parte exterior sobre todo. El marco de la ventana no se había unido a la deflagración.

La segunda planta se desplomó, arrastrando consigo la vitrina con la segunda bolsa de líquido, que se incendió. Ascendió una nube de calor. El museo de Torcello no permanecería en pie mucho tiempo más.

Viktor volvió junto a la ventana y tanteó la cornisa que recorría la parte superior del marco en busca de un asidero. Luego, con el cuerpo en tensión, los pies salieron disparados hacia afuera y se estrellaron contra los barrotes.

Nada.

Tras una nueva flexión vino otra patada, la adrenalina impulsando cada golpe mientras el calor comenzaba a dificultar su respiración.

Los barrotes empezaron a ceder.

Unas cuantas patadas más y una esquina se liberó del cerrojo que la unía a la pared exterior.

Dos embestidas más y toda la estructura salió despedida.

El piso seguía hundiéndose.

Otro expositor y fragmentos de una columna se estrellaron contra el suelo, hundiéndose en el fuego como los ingredientes de un guiso.

Miró por la ventana: había unos tres o cuatro metros de caída.

Por las ventanas del primer piso salían llamas.

Saltó.


Malone mantuvo el rumbo de la lancha hacia el nordeste, dirigiéndose a Torcello todo lo de prisa que le permitían las revueltas aguas. En el horizonte vio un resplandor que parpadeaba con regularidad: fuego.

Una nube de humo subía hacia el cielo, el húmedo aire deshaciéndolo en volutas grises. Se hallaban a unos buenos diez o quince minutos de allí.

– Creo que hemos llegado tarde -le dijo a Stephanie.

Viktor permaneció en la parte trasera del museo. Oía gritos y voces del otro lado del seto que separaba el patio del jardín y el huerto que se interponían entre él y el canal, donde aguardaba su motora.

Atravesó el seto y entró en el jardín.

Por suerte, el inicio de la primavera significaba que la vegetación no era abundante. Tras encontrar un sendero, fue directo al muro de cemento.

Desde allí saltó a la lancha.

Soltó amarras y se alejó del dique. Nadie lo había visto ni seguido. La embarcación entró en el canal, que parecía un río, y la corriente la arrastró más allá de la basílica y el museo, hacia la entrada norte de la laguna. Esperó a estar bien lejos del dique antes de poner en marcha el motor. Sin acelerar demasiado, hizo girar la proa, avanzando despacio y sin luces.

La costa a ambos lados se hallaba por lo menos a cincuenta metros, principalmente depósitos de fango, bancos de arena y juncos. Consultó su reloj: las once y veinte.

Ya en la boca del canal incrementó la velocidad y salió al agua turbulenta. Por último encendió las luces de navegación y se dispuso a bordear Torcello para coger el canal principal, que lo llevaría a Venecia y San Marcos.

Oyó un ruido y se volvió.

Del camarote de popa salió una mujer.

Arma en mano.

CUARENTA Y CUATRO

Samarcanda

2.30 horas


Vincenti arrimó la silla a la mesa cuando el camarero le sirvió la comida. La mayoría de los hoteles de la ciudad eran lóbregos ataúdes donde no funcionaba nada o casi nada. El Intercontinental constituía una excepción, ofreciendo servicios de cinco estrellas y calidad europea, con lo que el establecimiento anunciaba como hospitalidad asiática. Tras el largo vuelo desde Italia estaba hambriento, así que había pedido que le llevaran algo de comer a la habitación para él y un invitado.

– Dígale a Ormand que me disgusta tener que esperar media hora por estos platos, sobre todo habiendo llamado antes -le espetó al camarero-. Mejor aún, pídale que suba cuando hayamos terminado y se lo diré yo mismo.

El camarero asintió y se retiró.

Arthur Benoit, sentado frente a él, extendió una servilleta de tela en el regazo.

– ¿Es preciso que seas tan duro con él?

– El hotel es tuyo. ¿Por qué no le has echado la bronca tú?

– Porque no estaba enfadado. Han preparado la comida lo antes posible.

Le importaba un bledo. Se iba a liar una buena y él estaba irritable. O'Conner se había adelantado para asegurarse de que todo estuviese listo, y él había decidido comer, descansar un rato y resolver unas gestiones mientras comía en mitad de la noche.

Benoit cogió un tenedor.

– Supongo que esta invitación no se debe a que quieras disfrutar de mi compañía. ¿Por qué no nos dejamos de tonterías, Enrico? ¿Qué quieres?

Empezó a comer.

– Necesito dinero, Arthur. O, mejor dicho, Philogen Pharmaceutique necesita dinero.

Benoit dejó el tenedor en la mesa y bebió un sorbo de vino.

– Antes de que se me revuelva el estómago, ¿cuánto necesitas?

– Mil millones de euros. Tal vez mil quinientos.

– ¿Eso es todo?

Vincenti sonrió al oír el sarcasmo. Benoit había labrado su fortuna en bancos de Europa y Asia que todavía controlaba. Era multimillonario y formaba parte de la Liga Veneciana desde hacía tiempo. Los hoteles suponían un pasatiempo, y recientemente había construido el Intercontinental para satisfacer las necesidades del gran número de miembros de la Liga que acudían allí y futuros viajeros amantes del lujo. También se había trasladado a la Federación, había sido uno de los primeros miembros de la Liga en hacerlo. A lo largo de los años, Benoit había aportado dinero en varias ocasiones para financiar el meteórico ascenso de Philogen.

– Me figuro que querrás el préstamo por debajo del tipo referencial internacional.

– Qué menos.

Se llevó un pedazo de faisán relleno a la boca, paladeando el fuerte sabor.

– ¿Cuánto por debajo?

Vincenti captó el escepticismo.

– Dos puntos.

– ¿Por qué no te lo doy sin más?

– Arthur, te he pedido prestados millones y te he devuelto cada céntimo a tiempo y con intereses. De modo que sí, espero un trato preferente.

– En este momento, según tengo entendido, tienes varios préstamos pendientes con mis bancos. Bastante cuantiosos.

– Y todos ellos al día.

Vio que el banquero sabía que era cierto.

– ¿Qué sacaría yo en limpio?

Eso ya era otra cosa.

– ¿Cuántas acciones de Philogen posees?

– Cien mil. Compradas por recomendación tuya.

Vincenti pinchó otro trozo de humeante ave.

– ¿Has comprobado la cotización de ayer?

– Nunca me molesto en hacerlo.

– Sesenta y uno y un cuarto, medio punto más. Es una inversión segura, en serio. La otra semana yo adquirí casi medio millón de acciones más. -Añadió algo del relleno de mozarella ahumada al faisán-. En secreto, claro está.

La expresión de Benoit le dio a entender que captaba el mensaje.

– ¿Algo grande?

Su compañero de la Liga podía jugar a los hoteles, pero así y todo le gustaba amasar dinero, de modo que sacudió la cabeza y puso cara de circunstancias.

– Ya sabes, Arthur, las leyes sobre la información privilegiada me prohíben facilitarte esa información. Me avergüenza siquiera que lo preguntes.

El reproche hizo sonreír a Benoit.

– Aquí no hay leyes que valgan. Recuerda que somos nosotros quienes las redactamos, así que dime qué tienes en mente.

– No voy a hacerlo.

Y se mantuvo en sus trece, esperando a ver si la avaricia, como de costumbre, podía más que el buen juicio.

– ¿Cuándo necesitarías esos mil… o mil quinientos millones?

Acompañó un bocado de comida con un trago de vino.

– Dentro de sesenta días, como mucho.

Benoit pareció considerar la petición.

– ¿Y la duración del préstamo? Suponiendo, naturalmente, que sea posible.

– Veinticuatro meses.

– ¿Mil millones de euros con intereses devueltos en dos años?

Vincenti no dijo nada y se limitó a seguir masticando, dejando que el otro rumiara los datos.

– Como te he dicho, tu sociedad está fuertemente endeudada. Este préstamo no sería bien visto por mis comités de aprobación.

Finalmente, Vincenti anunció lo que el otro quería oír:

– Serás mi sucesor en el Consejo de los Diez.

Benoit puso cara de sorpresa.

– ¿Cómo sabes tú eso? La elección es aleatoria.

– Algún día aprenderás, Arthur, que nada es aleatorio. Mi tiempo se acaba; tus dos años darán comienzo en breve.

Sabía que Benoit quería formar parte del Consejo a toda costa, y Vincenti necesitaba amigos allí, amigos que le debieran favores. Por el momento, cuatro de los cinco miembros a los que no les tocaba salir eran amigos. Acababa de comprar uno más.

– Muy bien -accedió Benoit-. Pero necesitaré unos días para negociar el riesgo entre varios de mis bancos.

Vincenti sonrió y siguió comiendo.

– Hazlo. Pero confía en mí, Arthur, no olvides llamar a tu corredor de Bolsa.

CUARENTA Y CINCO

Zovastina consultó su reloj Louis Vuitton, regalo del ministro de Asuntos Exteriores sueco durante una visita de Estado hacía unos años. Era un hombre encantador que incluso había flirteado con ella. Zovastina le devolvió sus atenciones, aun cuando el diplomático tenía poco de estimulante. Lo mismo podía decirse del nuncio, Colin Michener, que parecía disfrutar irritándola. Durante los últimos minutos ella y el monseñor habían recorrido la nave de la basílica, esperando -supuso- a que finalizaran los preparativos en el altar.

– ¿Por qué trabaja para el papa? -le preguntó-. Antes fue el secretario del último pontífice y ahora no es más que un nuncio.

– Al Santo Padre le gusta acudir a mí cuando se trata de proyectos especiales.

– ¿Como yo?

Él asintió.

– Usted es bastante especial.

– Y eso, ¿por qué?

– Es jefa de Estado, ¿por qué si no?

Aquel hombre era bueno, como el diplomático sueco y su reloj francés, rápido de pensamiento y palabra y carente de respuestas. Zovastina señaló uno de los enormes pilares de mármol, la base rodeada de un banco de piedra acordonado para que nadie se sentara.

– ¿Qué son las manchas negras?

Las había visto en todas las columnas.

– Yo pregunté eso mismo una vez -contestó Michener-. Los fieles sentándose en los bancos y apoyando la cabeza en el mármol durante siglos. La piedra absorbió la grasa del cabello. Imagine cuántos millones de cabezas fueron necesarios para dejar esas huellas.

Zovastina envidiaba a Occidente por esas sutilezas históricas. Por desgracia, su tierra natal había sido atormentada por los invasores, cada uno de los cuales se había propuesto borrar todo vestigio de lo que le precedió. Primero los persas, luego los griegos, los mongoles, los turcos y, por último -los peores-, los rusos. Aquí y allá quedaba un edificio en pie, pero nada como esa construcción dorada.

Se hallaban a la izquierda del altar mayor, al otro lado del iconostasio, sus dos guardaespaldas no muy lejos. Michener le indicó el suelo de mosaico.

– ¿Ve esa piedra con forma de corazón?

Zovastina la veía: pequeña, discreta, intentando fundirse con los exuberantes motivos de alrededor.

– Nadie sabía qué era. Luego, hace unos cincuenta años, durante unos trabajos de restauración del suelo, levantaron la piedra y debajo encontraron una cajita que contenía un corazón humano arrugado. Era del dogo Francesco Erizzo, que murió en 1646. Me contaron que su cuerpo descansa en la iglesia de San Martín, pero en su testamento él dispuso que lo más íntimo de su ser fuese enterrado cerca del santo patrón de los venecianos -Michener señaló el altar mayor-: san Marcos.

– ¿Sabe usted qué es «lo más íntimo de su ser»?

– El corazón humano. ¿Quién no? Los antiguos consideraban que el corazón era el centro de la sabiduría, la inteligencia, la esencia de la persona.

Motivo precisamente por el cual, razonó ella, Ptolomeo empleó esa descripción: «Toca lo más íntimo de la ilusión dorada.»

– Deje que le enseñe una cosa -sugirió Michener.

Pasaron ante el elaborado cancel con su profusión de cuadrángulos, romboides y cuadrifolios de mármol de color. Tras la mampara vio a unos hombres arrodillados trabajando debajo de la mesa del altar, donde había un sarcófago bañado en luz. Una rejilla de hierro que protegía la parte frontal, de unos dos metros de largo por uno de alto, estaba siendo retirada.

Michener notó el interés de Zovastina y se detuvo.

– En 1835, la mesa del altar fue vaciada para hacerle un sitio destacado al santo. Y ése fue su lugar de descanso. Esta noche será la primera vez que se abre el sarcófago desde entonces. -El nuncio consultó el reloj-. Casi es la una. Pronto estarán listos.

Zovastina siguió al irritante sacerdote hasta el otro lado de la basílica, hasta el oscuro crucero sur. Michener se plantó ante otra de las imponentes columnas de mármol.

– En el 976 un incendio destruyó la basílica -explicó-, que fue reconstruida y consagrada en 1094. Como usted mencionó en mi visita en Samarcanda, durante esos ciento dieciocho años no se supo cuál era el paradero del cuerpo de san Marcos. Luego, cuando se celebraba la misa de consagración de la nueva basílica, el 26 de junio de 1094, de este pilar salió un extrañó ruido, la piedra sufrió un desconchón, un temblor, y quedó al descubierto primero una mano, luego un brazo, y después el cuerpo entero del santo. Los sacerdotes y las gentes se apiñaron alrededor, incluido el propio dogo, y muchos creyeron que con la reaparición de san Marcos el mundo volvía a estar en orden.

Aquello divirtió más que impresionó a Zovastina.

– He oído hablar de ello. Resulta asombroso que el cuerpo surgiera de repente justo cuando la nueva iglesia y el dogo necesitaban el respaldo político y económico de los venecianos. El santo patrón se deja ver milagrosamente. Menudo espectáculo debió de ser. Imagino que el dogo, o algún ministro listo, orquestó todo el tinglado. Una brillante añagaza política. Novecientos años después todavía se comenta.

Michener meneó la cabeza con regocijo.

– Qué poca fe.

– Lo mío es la realidad.

– ¿Como que Alejandro Magno se encuentre en esa tumba? -observó él.

Su descreimiento la importunó.

– ¿Cómo sabe usted que no es así? La Iglesia desconoce cuál fue el cuerpo que robaron los mercaderes venecianos de Alejandría hace más de mil años.

– Dígame entonces, ministra, ¿por qué está usted tan segura?

Ella clavó la mirada en el pilar de mármol que sostenía el grandioso techo y no pudo por menos que acariciarlo, preguntándose si la historia del santo que salía de él sería cierta.

Le gustaban esas historias.

Así que le contó una al nuncio.


Eumenes se enfrentaba a una tarea formidable. Siendo como era el secretario personal de Alejandro, le había sido encomendado asegurarse de que el rey era sepultado junto a Hefestión. Habían transcurrido tres meses desde la muerte del rey, y el cuerpo momificado seguía en el palacio. La mayor parte de los otros Compañeros habían abandonado Babilonia hacía tiempo, resueltos a hacerse con el control de su parte del imperio. Dar con un cuerpo adecuado para el canje resultó ser un desafío, pero fuera de la ciudad, en una aldea no muy lejana, vivía un hombre de la estatura, la complexión y la edad de Alejandro. Eumenes lo envenenó, y uno de los embalsamadores egipcios, que había permanecido a su lado gracias a la promesa de una elevada suma, momificó al impostor. Después el egipcio se marchó de la ciudad, pero uno de los dos cómplices de Eumenes lo mató. El intercambio de cuerpos se realiza durante una tormenta de verano que trajo fuertes lluvias a la ciudad. Una vez envuelto en el cartonaje de oro, ataviado con vestimentas doradas y luciendo una corona, nadie podía distinguir un cuerpo de otro. Eumenes mantuvo oculto a Alejandro durante unos meses, hasta después de que el cortejo fúnebre real hubo salido de Babilonia rumbo a Grecia con el impostor. Luego la ciudad se sumió en un letargo del que no volvió a despertar. Eumenes y sus dos ayudantes se las ingeniaron para partir sin incidentes, llevándose a Alejandro al norte, cumpliendo el último deseo del rey.


– Así que es posible que, después de todo, este de aquí no sea el cuerpo de Alejandro -comentó Michener.

– No recuerdo haberme comprometido a dar explicaciones.

Él sonrió.

– No, ministra, no lo ha hecho. Permita que le diga únicamente que me ha gustado su relato.

– Es igual de entretenido que su fábula del pilar.

Michener asintió.

– Probablemente las dos tengan la misma credibilidad.

Sin embargo, ella disentía: su historia procedía de un manuscrito molecular descubierto mediante un análisis por rayos X de unas imágenes que habían permanecido ocultas al ojo humano durante siglos. Sólo la tecnología moderna había conseguido sacarlas a la luz. La suya no era una fábula. Alejandro Magno no había sido sepultado en Egipto. Lo llevaron a otra parte, a un lugar que Ptolomeo, el primer faraón griego, acabó descubriendo. Un lugar al que tal vez la condujese la momia que ocupaba la tumba que tenía a diez metros.

En ese instante, un hombre apareció en el iconostasio.

– Estamos listos -le dijo a Michener.

El nuncio asintió y le cedió el paso a Zovastina.

– Parece que ha llegado la hora de comprobar qué fábula es cierta, ministra.

CUARENTA Y SEIS

Viktor vio que la mujer subía la escalera y se colocaba en la cubierta central de la lancha sin dejar de apuntarlo con el arma.

– ¿Qué le ha parecido el fuego? -inquirió.

Él dejó la embarcación en punto muerto y avanzó hacia ella.

– Zorra estúpida, le voy a enseñar…

Ella alzó la pistola.

– Hágalo, vamos.

La mirada que lo fulminó rebosaba odio.

– Le gusta matar.

– Igual que a usted.

– ¿Y a quién he matado yo?

– Puede que fuera usted o tal vez otro de su Batallón Sagrado. Hace dos meses, en Samarcanda. Ely Lund. Su casa quedó reducida a cenizas gracias a su fuego griego.

Él recordaba el trabajo. Se había ocupado personalmente siguiendo órdenes de Zovastina.

– Usted es la mujer de Copenhague. La vi en el museo y luego en la casa.

– Cuando intentó matarnos…

– Yo diría que usted y sus dos amigos se lo buscaron.

– ¿Qué sabe de la muerte de Ely? Es usted el jefe del Batallón Sagrado de Zovastina.

– ¿Cómo lo sabe? -Entonces cayó en la cuenta-. La moneda que examiné en la casa, las huellas…

– Es usted un tipo listo.

Cassiopeia parecía debatirse en una dolorosa certeza, de manera que él decidió avivar su lumbre emocional.

– Ely fue asesinado.

– ¿Fue cosa suya?

Viktor se percató de que del hombro le colgaba un arco y un carcaj con cierre de cremallera. Esa mujer le había demostrado lo fríaque podía ser atrancando la puerta del museo y utilizando las flechas para incendiar el edificio, de modo que resolvió no presionarla demasiado.

– Estaba allí.

– ¿Por qué lo quería muerto Zovastina?

La motora se mecía entre las invisibles olas, y él notaba que el viento las arrastraba. La única iluminación la proporcionaba el tenue resplandor que irradiaba el salpicadero.

– Usted, sus amigos, el tal Ely, todos están metidos en lo que no les importa.

– Pues a usted sí debería importarle su suerte. Vine a matarlos a los dos. Ya hay uno fuera. Sólo falta el otro.

– Y, ¿qué obtendrá con esto?

– El placer de verlo morir.

El arma se alzó e hizo fuego.


Malone puso punto muerto.

– ¿Has oído eso?

Stephanie también estaba alerta.

– Parecía un disparo. Cerca.

Él asomó la cabeza por el parabrisas y vio que el fuego de Torcello, a alrededor de un kilómetro y medio de distancia, ardía con renovado brío. La niebla se había levantado; al parecer, el tiempo allí era bastante inestable, y ahora disfrutaban de cierta visibilidad. Las luces de las embarcaciones se cruzaban en todos los sentidos.

Aguzó el oído.

Nada.

Encendió los motores.


Cassiopeia apuntó al mamparo y la bala pasó a escasos centímetros de la pierna de Viktor.

– Ely nunca le hizo daño a nadie. ¿Por qué tenía que matarlo esa mujer? -Ella todavía lo encañonaba-. Dígame, ¿por qué?

Pronunció la pregunta despacio, entre sus dientes apretados, más implorante que airada.

– Zovastina tiene una misión, y su Ely se entrometió.

– Era historiador. ¿Qué amenaza podía suponer?

Se odió a sí misma por referirse a él en pasado.

El agua lamía el bajo casco, y el viento seguía azotando la motora.

– Le sorprendería lo fácil que le resulta matar.

Su forma de eludir las preguntas no hacía sino aumentar la ira de Cassiopeia.

– Coja el maldito timón. -Ella lo observaba desde el lado opuesto-. Nos vamos, y despacito.

– ¿Adónde?

– A San Marcos.

Él se volvió, aceleró y, de pronto, giró bruscamente a la izquierda, desestabilizando a Cassiopeia. En ese instante de sorpresa en que la necesidad de mantener el equilibrio se impuso sobre su deseo de disparar, Viktor se abalanzó sobre ella.


Viktor sabía que tenía que matarla, pues esa mujer era sinónimo de fracaso en muchos sentidos; para empezar, de llegarse a conocer su existencia, Zovastina perdería toda su confianza en él.

Por no mencionar lo que le había sucedido a Rafael.

Su mano izquierda se aferró a la parte superior de la puerta del camarote trasero y se sirvió del agarre para tomar impulso en la inestable cubierta y estampar sus botas contra los brazos de ella.

Cassiopeia esquivó el golpe y cayó hacia atrás.

La bañera medía un par de metros cuadrados. Sendas aberturas a cada lado permitían salir de la embarcación. Los motores gemían mientras la lancha, sin piloto, se enfrentaba al oleaje, y el agua salpicaba el parabrisas. La mujer aún empuñaba el arma, pero le estaba costando recuperar el equilibrio.

Viktor arremetió contra ella y le dio en la mandíbula con el canto de la mano. La cabeza giró y se golpeó con algo, y él aprovechó ese momento de confusión para dar un nuevo golpe de timón y decelerar. Le preocupaban los bajos movedizos y los hierbajos. Torcello quedaba a su izquierda, el museo en llamas iluminando la noche. La motora se revolvió en las agitadas aguas y la mujer se llevó la mano a la cabeza.

Finalmente, Viktor resolvió dejar aquello en manos de la naturaleza.

Y la arrojó al mar.

CUARENTA Y SIETE

Zovastina salvó el iconostasio, entró en el presbiterio y admiró el magnífico baldaquino de la basílica. Cuatro columnas de alabastro, todas ellas con intrincados relieves, sostenían un enorme bloque de mármol verde tallado entre bóvedas entrecruzadas. Tras él, enmarcado por el baldaquino, relucía la famosa Pala de Oro, el retablo cuajado de oro, piedras preciosas y esmaltes.

Bajo el altar, Zovastina estudió las dos partes del sarcófago, bien distintas. La superior, deforme, era más una losa, mientras que la inferior dibujaba un limpio rectángulo tallado en el que podían leerse unas palabras grabadas: «CORPVS DIVI MARCI EVANGELISTAE.» Con el latín que sabía podía hacer una traducción aproximada: el cuerpo del divino san Marcos. Dos pesadas argollas de hierro sobresalían de la parte superior: al parecer, así era como habían bajado en un principio las ingentes piedras. Ahora, unas gruesas barras de hierro atravesaban las argollas, unidas por cada extremo a cuatro gatos hidráulicos.

– Esto supone un desafío en toda regla -explicó Michener-. Bajo el altar no hay mucho espacio. Claro está que con el equipo adecuado podríamos entrar con facilidad, pero no tenemos ni el tiempo ni la intimidad necesarios para hacerlo.

Zovastina reparó en los hombres que preparaban los gatos.

– ¿Sacerdotes?

Michener asintió con la cabeza.

– Asignados aquí. Pensamos que sería mejor que esto quedara entre nosotros.

– ¿Sabe lo que hay dentro? -preguntó ella.

– Lo que en realidad quiere saber es si los restos están momificados. -El nuncio se encogió de hombros-. Han pasado más de ciento setenta años desde que se abrió esta tumba; nadie sabe a ciencia cierta qué hay.

A ella la molestó su suficiencia. Ptolomeo había aprovechado el trueque que había hecho Eumenes y había sacado el máximo partido político de lo que a ojos del mundo era el cuerpo de Alejandro. Zovastina no tenía forma de saber si lo que estaba a punto de ver le proporcionaría respuestas, pero era imprescindible que lo averiguara.

A una señal de Michener, el dispositivo hidráulico entró en acción. Las argollas de hierro se situaron en vertical y después, muy lentamente, milímetro a milímetro, los gatos levantaron la pesada tapa.

– Unos mecanismos poderosos -observó él-. Pequeños, pero capaces de mover una casa.

La tapa se encontraba suspendida a dos centímetros, pero el interior del sarcófago permanecía sumido en las sombras. Más allá del baldaquino, en la cúpula semiesférica del ábside, vivamente iluminada, Zovastina contempló un dorado mosaico de Cristo.

Los cuatro hombres detuvieron el engranaje.

La tapa del sarcófago se había separado unos cuatro centímetros, las barras de hierro, ahora, al mismo nivel que la parte inferior del sobre del altar.

No había espacio para subirla más.

Michener le indicó a Zovastina que lo acompañara hasta el iconostasio, lejos del altar, donde dijo en un susurro:

– El Santo Padre está intentando acceder a su petición con la esperanza de que usted satisfaga la suya, pero, seamos realistas, usted no cumplirá su promesa.

– No estoy acostumbrada a que me insulten.

– Y el Santo Padre no está acostumbrado a que le mientan.

Por lo visto, el diplomático se había dejado de fingimientos.

– Tendrán acceso a la Federación, como les aseguré.

– Queremos más.

Ahora lo entendía: el nuncio había esperado a que la tapa estuviese retirada. Se odió a sí misma, pero por Karyn y por Alejandro Magno y por lo que pudiera haber en alguna parte no le quedaba elección.

– ¿Qué quieren?

Michener metió la mano en la chaqueta y sacó unos papeles doblados.

– Hemos redactado un concordato entre la Federación y la Iglesia, garantías por escrito de que se nos concederá ese acceso. De acuerdo con su petición de ayer, la Federación se reserva el derecho de aprobar la construcción de iglesias.

Ella desdobló el legajo y vio que el texto incluso estaba en kazajo.

– Creímos que sería más fácil redactarlo en su idioma.

– Creyeron que sería más fácil de difundir en mi idioma. Mi firma es su seguro. De ese modo no podré renegar de ustedes.

Zovastina echó una ojeada al concordato. El texto detallaba la colaboración entre la Iglesia católica y la Federación de Asia Central en un esfuerzo por «promover y alentar conjuntamente la libre práctica de la religión mediante la autorización sin cortapisas de la labor misionera». Había más párrafos, en los que se ratificaba que la violencia contra la Iglesia no sería tolerada y se castigaría a los transgresores. Cláusulas adicionales garantizaban que se extenderían visados a discreción al personal de la Iglesia y no se tomarían represalias contra los conversos.

Ella volvió la vista al altar. La mitad inferior del sarcófago seguía en la oscuridad. No veía el interior ni siquiera desde diez metros.

– Me gustaría tenerlo a usted en mi equipo -alabó.

– Me gusta servir a la Iglesia.

Zovastina consultó su reloj: la una menos diez. Viktor ya debería estar allí; nunca llegaba tarde, era tan formal… Observó la nave, deteniéndose en las zonas superiores del atrio occidental, donde sólo los techos dorados gozaban de iluminación. Había montones de lugares sombríos donde esconderse. Se preguntó si, cuando diera la una y le fueran concedidos sus treinta minutos, estaría realmente a solas.

– Si firmar el concordato le supone algún problema, podemos olvidarnos del asunto -dijo Michener.

Las palabras que había pronunciado ella misma el día anterior, cuando lo desafió.

Y entonces lo dejó en evidencia al preguntar:

– ¿Tiene un bolígrafo?

CUARENTA Y OCHO

Malone divisó a unos cuatrocientos metros unas luces de navegación rojas que revoloteaban erráticamente en las negras aguas, como si la embarcación no tuviera piloto.

– ¿Ves eso de ahí? -le preguntó a Stephanie al tiempo que extendía un dedo.

Ella se encontraba al otro lado del timón.

– Es más allá del canal señalizado.

Eso mismo opinaba él. Continuó avanzando. Ahora estaban más cerca de la lancha a la deriva, tal vez a unos doscientos metros. Sin duda la otra motora, de forma y dimensiones similares a la suya, se aproximaba a los bajos. Entonces, con el resplandor del casco, vio caer a alguien al agua.

Luego surgió otra figura y en la noche resonaron tres disparos.

– Cotton -dijo Stephanie.

– Ya.

Viró a la izquierda y fue directo a las luces. La otra lancha cobró vida y se alejó. Malone hendió las aguas, levantando oleaje hacia la otra embarcación. El agua golpeaba el casco. Cuando Malone estaba todavía a quince metros, la otra lancha se cruzó con ellos. Al timón se vislumbró la vaga silueta del piloto, una arma en el extremo de un brazo extendido.

– ¡Abajo! -le gritó Malone a Stephanie.

Al parecer, ella también había visto el peligro y se había pegado a la mojada cubierta. Malone se agachó con ella cuando dos proyectiles pasaron rozando, uno de ellos haciendo añicos una ventana del camarote de popa.

Malone se levantó de un salto y recuperó el control del timón. La otra lancha se dirigía hacia Venecia a toda velocidad. Quería perseguirla, pero le preocupaba la persona que había caído al agua.

– Busca una linterna -pidió mientras aflojaba la marcha y maniobraba para aproximarse al punto en que habían visto la otra embarcación en un principio.

Stephanie entró en el camarote delantero y él la oyó rebuscar en los compartimentos. Al cabo, volvió con una linterna en la mano.

Malone puso el motor al ralentí, y Stephanie comenzó a barrer el canal con el haz de la linterna. A lo lejos oyó sirenas y vio que tres barcos con las luces de emergencia bordeaban la costa de una de las islas en dirección a Torcello.

Al parecer, era una noche ajetreada para la policía italiana.

– ¿Ves algo? -preguntó Malone-. Alguien ha caído al agua.

Y él debía ser cuidadoso para no pasarle por encima, lo cual sería difícil en medio de aquella negrura.

– ¡Ahí! -exclamó Stephanie.

Malone corrió a su lado y vio a una figura que forcejeaba. Sólo le llevó un segundo averiguar que se trataba de Cassiopeia. Antes de que pudiese reaccionar, Stephanie soltó la linterna y se arrojó al agua.

Malone regresó al timón y colocó la embarcación debidamente. Acto seguido volvió al otro lado de la cubierta justo cuando Stephanie y Cassiopeia se acercaban. Extendió la mano, agarró a esta última y la sacó del agua.

Depositó su cuerpo sin fuerzas en la cubierta. Su amiga estaba inconsciente.

Al hombro llevaba un arco y un carcaj con flechas. Una historia en sí misma, sin duda, pensó él. Puso a Cassiopeia de lado.

– Échalo todo.

Ella pareció no hacerle caso, y él le propinó unos golpes en la espalda.

– Tose.

Cassiopeia empezó a escupir agua, atragantándose cada vez que lo hacía, pero al menos respiraba.

Stephanie salió del agua.

– Está grogui, pero no la ha alcanzado ninguna bala.

– Es difícil disparar a oscuras desde una cubierta en movimiento.

Siguió dándole palmaditas en la espalda mientras sus pulmones expulsaban más agua. Parecía que Cassiopeia iba volviendo en sí.

– ¿Estás bien? -se interesó Malone.

Los ojos de ella parecieron enfocar nuevamente. Conocía esa mirada: Cassiopeia se había golpeado en la cabeza.

– ¿Cotton? -inquirió.

– Supongo que no tendría sentido preguntar por qué vas con un arco y unas flechas a cuestas, ¿eh?

Ella se frotó la cabeza.

– Ese pedazo de…

– ¿Quién era el tipo? -preguntó Stephanie.

– ¿Stephanie? ¿Qué estás haciendo aquí? -Cassiopeia alargó la mano y tocó la empapada ropa de su amiga-. ¿Tú me has sacado?

– Te lo debía.

A Malone sólo le habían contado parte de lo que había sucedido el pasado otoño en Washington mientras él se encontraba sitiado en el Sinaí, pero por lo visto las dos habían congeniado. Sin embargo, en ese instante sólo quería saber una cosa:

– ¿Cuántos muertos hay en el museo de Torcello?

Cassiopeia desoyó la pregunta y llevó la mano atrás, en busca de algo. De pronto sacó una Glock, a la que sacudió el agua y secó el cañón. Lo bueno de las Glock, Malone lo sabía por propia experiencia, era que las condenadas estaban hechas casi a prueba de agua.

Cassiopeia se levantó.

– Hemos de irnos.

– ¿El que iba en la lancha contigo era Viktor? -inquirió él, ahora irritado.

Pero Cassiopeia se había recuperado y sus ojos volvían a reflejar ira.

– Ya te dije que esto no es asunto tuyo. No es tu guerra.

– Sí, claro. Aquí hay un montón de mierda de la que no sabes nada.

– Sé que esos cabrones de Asia mataron a Ely por orden de Irina Zovastina.

– ¿Quién es Ely? -preguntó Stephanie.

– Es una larga historia -replicó Malone-. Una historia que nos está dando muchos problemas en este momento.

Cassiopeia seguía sacudiéndose la niebla de su cerebro y el agua del arma.

– Tenemos que irnos.

– ¿Has matado a alguien? -inquirió Malone.

– Dejé a uno frito, sí.

– Lo vas a lamentar.

– Gracias por el consejo. Ahora, vámonos.

Decidido a retrasarla, Malone dijo:

– ¿Adónde iba Viktor?

Ella se quitó el arco del hombro.

– ¿Te lo envió Henrik? -quiso saber él, recordando la bolsa de tela del restaurante.

– Ya te he dicho que esto no es cosa tuya, Cotton.

Stephanie se acercó.

– Cassiopeia, desconozco la mitad de lo que está pasando aquí, pero sé lo suficiente para ver que no estás pensando. Como me dijiste el pasado otoño: usa la cabeza, deja que te ayudemos. ¿Qué ha ocurrido?

– Tú también, Stephanie, déjame en paz. Llevo meses esperando a esos tipos. Esta noche por fin los he tenido a tiro y he acabado con uno. Quiero al otro. Y sí, es Viktor. Estaba presente cuando murió Ely. Lo quemaron vivo. ¿Para qué? -Su voz era cada vez más alta-. Quiero saber por qué murió.

– Pues vayamos a averiguarlo -propuso Malone.

Cassiopeia caminaba de un lado a otro con paso vacilante. Estaba atrapada, no tenía adonde ir, y al parecer era lo bastante lista para comprender que ninguno de los dos la dejaría en paz. Apoyó las manos en el barandal y recobró el aliento. Finalmente dijo:

– Vale, vale. Tenéis razón.

Malone se preguntó si no pretendería aplacarlos.

Cassiopeia permanecía inmóvil.

– Esto es personal, más de lo que creéis. -Titubeó-. Va más allá de Ely.

Era la segunda vez que insinuaba algo así.

– ¿Y si nos cuentas qué es lo que hay en juego?

– ¿Y si no lo hago?

Malone quería ayudarla con todas sus fuerzas, y discutir se le antojaba inútil, de modo que miró a Stephanie, que supo leer sus ojos y asintió.

Él se acercó al timón y arrancó el motor de la embarcación. Ante ellos pasaban más lanchas de policía, rumbo a Torcello. Él enfiló hacia Venecia y las lejanas luces de la motora de Viktor.

– No te preocupes por el muerto -aclaró Cassiopeia-. No quedará ni rastro del cuerpo ni del museo.

Había algo que él quería saber.

– Stephanie, ¿se sabe algo de Naomi?

– Nada desde ayer. Por eso he venido.

– ¿Quién es Naomi? -inquirió Cassiopeia.

– Eso es asunto mío -espetó él.

En lugar de cuestionarlo, Cassiopeia dijo:

– ¿Adónde vamos?

Él consultó su reloj. La esfera luminosa marcaba las 0.45.

– Como ya te he dicho, aquí están pasando muchas cosas, y sabemos exactamente adonde ha ido Viktor.

CUARENTA Y NUEVE

Samarcanda

4.50 horas


Un escalofrío recorrió la espalda de Vincenti. Cierto, había ordenado matar a gente, el día anterior sin ir más lejos, pero esa vez era distinto. Estaba a punto de embarcarse en una empresa arriesgada, una que no sólo lo convertiría en la persona más rica del planeta, sino que le aseguraría un lugar en la historia.

Faltaba poco más de una hora para que amaneciera. Permaneció en la parte posterior del coche mientras O'Conner y otros dos hombres se aproximaban a una casa protegida tras una mata de castaños en flor y una alta verja de hierro, todo ello propiedad de Irina Zovastina.

O'Conner se aproximó al vehículo y Vincenti bajó la ventanilla.

– Los dos guardas están muertos. Los hemos eliminado sin problemas.

– ¿Hay más seguridad?

– No. Zovastina tenía este sitio un tanto descuidado.

Porque creía que a nadie le importaba.

– ¿Listos?

– Dentro sólo está la mujer que cuida de ella.

– Pues vamos a ver lo agradables que son.

Vincenti entró por la puerta principal. Los otros dos hombres a los que habían contratado para esa noche tenían agarrada a la enfermera de Karyn Walde, una mujer entrada en años de rostro severo que iba en albornoz y zapatillas. En sus rasgos asiáticos se traslucía el miedo.

– Tengo entendido que cuida usted de la señorita Walde -le dijo Vincenti.

Ella asintió.

– Y que le molesta cómo la trata la ministra.

– Se comporta de una forma horrible con ella.

A Vincenti lo complació comprobar que sus fuentes eran fidedignas.

– Tengo entendido que Karyn está sufriendo, que su enfermedad empeora.

– Y la ministra le niega el descanso.

A una señal suya, los hombres la soltaron. Él se acercó más y dijo:

– He venido a aliviar su sufrimiento, pero necesito su ayuda.

La mirada de ella se volvió suspicaz.

– ¿Dónde están los guardas?

– Han muerto. Espere aquí mientras voy a verla. -Hizo un ademán-. Por el pasillo, ¿no?

Ella asintió de nuevo.


Vincenti encendió la lámpara de la mesilla y observó a la pobre infeliz que yacía postrada bajo una colcha de color rosa claro.

Karyn Walde respiraba con la ayuda de oxígeno embotellado y un respirador. Una bolsa alimentaba uno de sus brazos. Él sacó una jeringuilla hipodérmica, la insertó en una de las vías y la dejó colgando.

Los ojos de la mujer se abrieron.

– Despierte -dijo él.

Ella parpadeó unas cuantas veces, tratando de entender lo que estaba pasando. Acto seguido, se incorporó.

– ¿Quién es usted?

– Sé que últimamente no ha tenido muchos, pero soy un amigo.

– ¿Lo conozco?

Él negó con la cabeza.

– No tendría por qué, pero yo sí la conozco a usted. Dígame, ¿cómo era querer a Irina Zovastina?

Sin duda, una pregunta rara viniendo de un extraño y en mitad de la noche, sin embargo, ella se limitó a encogerse de hombros.

– ¿A usted qué más le da?

– Llevo muchos años tratando con ella y ni una sola vez he notado afecto alguno de ella o hacia ella. ¿Cómo lo consiguió usted?

– Esa misma pregunta me la he hecho yo muchas veces.

Vincenti echó una ojeada a la decoración del dormitorio: elegante y cara, como el resto de la casa.

– Vive usted bien.

– Es un pobre consuelo.

– Sin embargo, cuando enfermó, cuando supo que era seropositiva, acudió a ella. Volvió después de años de distanciamiento.

– Sabe mucho de mí.

– Si volvió es que debe de sentir algo por ella.

Karyn se tendió de nuevo en la almohada.

– En algunos aspectos es tonta.

Él era todo oídos.

– Cree que es Aquiles y yo Patroclo. Peor aún, ella es Alejandro y ve en mí a Hefestión. He oído esas historias muchas veces. ¿Conoce la Ilíada ?

Él negó con la cabeza.

– Aquiles se consideró responsable de la muerte de Patroclo por permitir que su amante condujera a los hombres a la batalla fingiendo ser él. Alejandro Magno experimentó una gran sensación de culpa cuando Hefestión murió.

– Veo que sabe de literatura e historia.

– No tengo ni idea, sólo he oído sus divagaciones.

– ¿En qué sentido es tonta?

– Quiere salvarme, pero es incapaz de admitirlo. Viene aquí, se me queda mirando, me regaña, incluso me ataca, pero está intentando salvarme. Cuando enfermé supe que ella era débil, así que volví donde sabía que cuidarían de mí.

– Pero es evidente que usted la odia.

– Le aseguro, quienquiera que sea usted, que alguien que está en mi lugar no tiene muchas opciones.

– Para ser yo un extraño, no tiene usted pelos en la lengua.

– No tengo nada que ocultar ni que temer. Mi vida está a punto de terminar.

– ¿Se ha rendido?

– Como si pudiera elegir.

Vincenti decidió ver qué más podía averiguar.

– Zovastina está ahora en Venecia, buscando algo. ¿Lo sabía usted?

– No me sorprende. Es la gran heroína que emprende la gran búsqueda del héroe. Yo soy la amante enferma. Nosotros no somos quiénes para preguntar o cuestionar al héroe, sólo hemos de aceptar lo que se nos ofrece.

– Ha estado escuchando un montón de patrañas.

Ella se encogió de hombros.

– Se cree mi salvadora, así que yo se lo permito. ¿Por qué no? Además, atormentarla constituye mi único placer. Las elecciones vitales y toda esa mierda.

– A veces la vida es caprichosa.

Él vio que Karyn estaba intrigada.

– ¿Dónde están los guardas?

– Han muerto.

– ¿Y mi enfermera?

– Está bien. Creo que se preocupa de veras por usted.

Ella hizo un leve gesto de asentimiento.

– Sí.

De joven, Karyn Walde debía de haber sido una mujer extraordinaria, capaz de seducir tanto a hombres como a mujeres. Era fácil entender que Zovastina se hubiera sentido atraída por ella. Pero también era fácil entender que ambas mujeres chocaran: las dos eran hembras dominantes, las dos estaban acostumbradas a salirse con la suya.

– La he estado observando durante algún tiempo -afirmó él.

– No hay mucho que ver.

– Dígame, si pudiera tener cualquier cosa de este mundo, ¿qué sería?

La mujer gravemente enferma que tenía delante pareció sopesar la pregunta con seriedad. Vincenti vio las palabras a medida que se iban formando en su cabeza. Había presenciado esa misma resolución antes, mucho tiempo atrás, en otros que se enfrentaban a un destino igualmente funesto, que albergaban escasa o nula esperanza dado que ni la ciencia ni la religión podían salvarlos.

Tan sólo un milagro.

De manera que cuando ella tomó aire y respondió, él no se sintió decepcionado.

– Querría vivir.

CINCCUENTA

Venecia


Viktor pasó a toda prisa ante la fachada occidental de la basílica, vivamente iluminada. En lo alto, el propio san Marcos montaba guardia en mitad de la negrura sobre un león dorado con las alas extendidas. El corazón de la plaza quedaba a su izquierda, acordonado, un gran número de policías pululando por el amplio empedrado. Se había congregado una multitud, y por los retazos de conversación que pudo captar se enteró de que se había producido un tiroteo. Eludió el espectáculo y se dirigió a la entrada norte de la iglesia, la que Zovastina le había dicho que utilizara.

Lo desconcertaba la aparición de la mujer con el arco. Debería haber muerto en Dinamarca. Y, si ella no estaba muerta, seguro que los otros dos problemas también respiraban aún. Las cosas empezaban a salirse de madre. Debería haber esperado hasta asegurarse de que la mujer se ahogaba en la laguna, pero Zovastina aguardaba y él no podía llegar tarde.

Seguía viendo morir a Rafael una y otra vez.

Lo único que le importaría a Zovastina era si su muerte había levantado sospechas, pero ¿cómo iba a hacerlo? No encontrarían su cuerpo, tan sólo fragmentos de hueso y cenizas.

Como cuando ardió la casa de Ely Lund.


¿Va a matarme? -preguntó Ely-. ¿Qué he hecho yo? -El intruso blandía un arma-. ¿Qué amenaza puedo suponer yo?

Viktor no estaba a la vista, sino en una habitación contigua, escuchando.

¿Por qué no me responde? -inquirió Ely, alzando la voz.

No he venido a hablar -respondió el otro.

Sólo ha venido a pegarme un tiro, ¿no?

Hago lo que me ordenan.

¿Y no sabe por qué?

No me importa.

El silencio inundó la estancia.

Ojalá pudiera haber hecho unas cuantas cosas más -se lamentó finalmente Ely, el tono melancólico, rebosante de resignación, sorprendentemente tranquilo-. Siempre pensé que me mataría mi enfermedad.

Viktor aguzó el oído con renovado interés.

¿Está infectado? -preguntó el extraño, la voz teñida de cierto recelo-. No parece enfermo.

No tendría por qué, pero sigue ahí.

Viktor oyó el inconfundible clic del arma.


Él había permanecido fuera viendo arder la casa. El exiguo cuerpo de bomberos de Samarcanda no había hecho gran cosa. Al cabo, las paredes se desplomaron sobre sí mismas y el fuego griego lo consumió todo.

Ahora sabía algo más: la mujer de Copenhague quería lo bastante a Ely Lund para vengar su muerte.

Rodeó la basílica y vio la entrada norte. Al otro lado de las abiertas puertas de bronce aguardaba un hombre.

Viktor recuperó la compostura.

La ministra lo querría centrado y contenido.


Zovastina le devolvió a Michener el concordato firmado.

– Ahora concédame mis treinta minutos.

El nuncio hizo una señal y los sacerdotes salieron del presbiterio.

– Lamentará haberme presionado -amenazó ella.

– Puede que descubra que el Santo Padre es duro de pelar.

– ¿Cuántos ejércitos tiene su papa?

– Muchos han planteado esa misma pregunta, pero para doblegar el comunismo no hizo falta ejército alguno. Juan Pablo II lo hizo estupendamente él sólito.

– ¿Y su papa es igual de astuto?

– Si lo cabrea, lo averiguará.

Michener se alejó, dejó atrás el iconostasio y echó a andar por la nave, desapareciendo cerca de la puerta principal de la basílica.

– Volveré dentro de media hora -anunció desde la oscuridad.

Entonces ella vio a Viktor en la penumbra. Se cruzó con Michener, que lo saludó con un movimiento de la cabeza. Los otros dos guardaespaldas permanecían a un lado.

Viktor entró en el presbiterio, la ropa mojada y sucia, el rostro tiznado.

Zovastina sólo hizo una pregunta: -¿Lo tienes? Él le entregó el medallón. -¿Qué opinas? -quiso saber ella.

– Parece auténtico, pero no he tenido ocasión de comprobarlo. Zovastina se metió la moneda en el bolsillo. Más tarde. A diez metros de distancia esperaba el sarcófago abierto, lo único que importaba en ese momento.


Malone fue el último en salir de la lancha al muelle de cemento. Habían vuelto al centro, a San Marcos, donde la famosa plaza finalizaba en la laguna. Las olas batían contra los postes móviles y zarandeaban las góndolas que estaban allí amarradas. Seguía habiendo mucha policía y muchos más mirones que hacía una hora.

Stephanie señaló a Cassiopeia, que se abría paso a codazos entre una concurrida hilera de puestos callejeros, dispuesta a llegar a la basílica, el arco y el carcaj de nuevo en bandolera.

– Hay que atar corto a Pocahontas.

– Señor Malone.

Entre el gentío, Malone vio a un hombre de unos cuarenta y muchos años vestido con unos chinos, una camisa de manga larga y una chaqueta de algodón que se dirigía a su encuentro. Cassiopeia también pareció oír el saludo, ya que se detuvo y fue hasta donde estaban Malone y Stephanie.

– Soy monseñor Colin Michener -se presentó éste al llegar.

– No tiene usted pinta de sacerdote.

– Esta noche, no. Pero me dijeron que lo esperara, y he de reconocer que la descripción que me dieron fue exacta: alto, cabello claro y con una mujer de más edad a la zaga.

– ¿Cómo dice? -espetó Stephanie.

Michener sonrió.

– Me advirtieron que es usted picajosa con lo de la edad.

– ¿Quién se lo advirtió? -quiso saber Malone.

– Edwin Davis -repuso Stephanie-. Mencionó que tenía una fuente impecable. Usted, supongo.

– Conozco a Edwin desde hace tiempo.

Cassiopeia señaló la iglesia.

– ¿Ha entrado otro hombre en la basílica? ¿Bajo, fornido, en vaqueros?

El sacerdote asintió.

– Ha ido al encuentro de la ministra Zovastina. Se llama Viktor Tomas y es el jefe de la guardia personal de Zovastina.

– Está usted bien informado -comentó Malone.

– Yo diría que el que lo está es Edwin, pero hay una cosa que no supo decirme. ¿De dónde viene ese nombre, Cotton?

– Es una larga historia. Ahora mismo tenemos que entrar en la basílica, y estoy seguro de que sabe usted por qué.

A una indicación de Michener todos se retiraron tras uno de los puestos, huyendo de la marea de transeúntes.

– Ayer llegó a nuestras manos cierta información sobre la ministra Zovastina que pasamos a Washington: quería echar un vistazo a la tumba de san Marcos, de modo que el Santo Padre pensó que tal vez Estados Unidos quisiera mirar al mismo tiempo.

– ¿Podemos irnos? -insistió Cassiopeia.

– Es usted muy nerviosa, ¿no? -observó Michener.

– Sólo quiero irme.

– Lleva un arco y flechas.

– A usted no hay quien le engañe, ¿eh?

Michener pasó por alto el comentario y miró a Malone.

– ¿Se va a descontrolar esto?

– No más de lo que ya lo está.

Michener apuntó hacia la plaza.

– Como el hombre al que mataron ahí antes.

– Y en Torcello hay un museo en llamas -añadió Malone justo cuando notó vibrar el móvil.

Rescató el teléfono del bolsillo, comprobó la pantalla -Henrik de nuevo- y descolgó.

– Enviarle un arco con flechas no fue buena idea.

– No tenía elección -repuso Thorvaldsen-. He de hablar con ella, ¿está contigo?

– Sí.

Le entregó el móvil a Cassiopeia y ella se apartó.


Cassiopeia se pegó el teléfono a la oreja, la mano temblorosa. -Escúchame bien -le dijo al oído el danés-. Hay algo que debes saber.


– Esto es un caos -le confesó Malone a Stephanie.

– Y empeora por momentos.

Él observaba a Cassiopeia, de espaldas a ellos, aferrada al móvil.

– Está hecha un lío -aseguró él.

– Creo que todos nosotros hemos pasado por eso -apuntó Stephanie.

Malone sonrió al oír la verdad.

Cassiopeia colgó, volvió con ellos y le devolvió el teléfono a Malone.

– ¿Has recibido tus órdenes? -preguntó éste.

– Algo así.

Malone se dirigió a Michener.

– Ya ve con lo que tengo que lidiar, así que espero que me cuente algo de provecho.

– Zovastina y Viktor están en el presbiterio de la basílica.

– Me vale.

– Pero tengo que hablar con usted en privado -le dijo el sacerdote a Stephanie-. Se trata de una información que Edwin me pidió que le transmitiera.

– Preferiría ir con ellos.

– Aseguró que era vital.

– Hazlo -pidió Malone-. Nosotros nos ocuparemos de los de ahí dentro.


Zovastina se aproximó al altar y se agachó.

Uno de los sacerdotes había dejado una barra de luz en el suelo. La ministra le indicó a Viktor que se arrodillara a su lado.

– Di a los otros dos que recorran la iglesia, sobre todo la parte de arriba. Quiero asegurarme de que nadie nos vigila.

Viktor despachó a los guardaespaldas y regresó a su lado.

Ella cogió la barra y, conteniendo la respiración, iluminó el interior del sarcófago de piedra. Había imaginado ese instante desde que Ely Lund le confió la posibilidad. ¿Sería ése el impostor? ¿Habría dejado Ptolomeo una pista que la condujese hasta donde yacía Alejandro Magno? Ese lugar lejano, «en las montañas, donde los escitas le mostraron a Alejandro la vida». La vida en forma de bebedizo. Ella recordó lo que el historiador personal de Alejandro había escrito en uno de los manuscritos que Ely descubrió: «El cuello del hombre se había hinchado de tal modo que apenas podía tragar saliva, como si tuviese piedras en la garganta, y su boca vomitaba líquido con cada espiración. Tenía el cuerpo lleno de heridas y en sus músculos no quedaba un soplo de fuerza. La respiración era fatigosa.» Sin embargo, el bebedizo lo había curado en un día. Los científicos de su laboratorio biológico creían que los síntomas eran virales. ¿Cabía la posibilidad de que la naturaleza, que tantos agresores generaba, también ofreciera la forma de detenerlos?

Sin embargo, en el pétreo ataúd no había ningún resto momificado.

Lo que vio fue una fina caja de madera, de medio metro cuadrado, ricamente decorada, con dos asas de latón. La decepción le oprimió el estómago, pero Zovastina supo disimularla en el acto y ordenó:

– Sácala.

Viktor metió las manos bajo la tapa de piedra suspendida, cogió el ornado receptáculo y lo depositó en el piso de mármol.

¿Qué esperaba? Cualquier momia tendría al menos dos mil años de antigüedad. Era cierto que los embalsamadores egipcios conocían su oficio, y momias de la misma edad e incluso más habían sobrevivido intactas, pero ésas habían permanecido durante siglos en sus respectivas tumbas sin que nadie las molestara, no se habían paseado por medio mundo sin ton ni son, y desde luego no habían desaparecido novecientos años. Ely Lund estaba convencido de que el enigma de Ptolomeo era auténtico, así como lo estaba de que los venecianos habían partido de Alejandría en 828 no con el cuerpo de san Marcos, sino con los restos de otro, quizá incluso con el cuerpo que descansó en el Soma durante seiscientos años, el venerado e idolatrado Alejandro Magno.

– Ábrela.

Viktor retiró las hembrillas y levantó la tapa. La caja estaba forrada de desvaído terciopelo rojo, y dentro había un rebujo de la frágil tela. Tras quitarla con cuidado, Zovastina encontró unos dientes, un omóplato, un fémur, parte de un cráneo y cenizas.

Cerró los ojos.

– ¿Qué esperaba? -inquirió una voz desconocida.

CINCUENTA Y UNO

Samarcanda


Vincenti sopesó la respuesta que le había dado Karyn Walde a su pregunta e inquirió:

– ¿Qué estaría dispuesta a hacer a cambio de vivir?

– No puedo hacer gran cosa, míreme. Y ni siquiera sé cómo se llama usted.

Esa mujer había sido una manipuladora toda su vida, e incluso en esas circunstancias todavía era capaz de serlo.

– Enrico Vincenti.

– ¿Italiano? No lo parece.

– Me gustaba el nombre.

Ella sonrió.

– Tengo la sensación, Enrico Vincenti, de que usted y yo somos muy parecidos.

Vincenti estaba de acuerdo. Tenía dos nombres, numerosos intereses y una sola ambición.

– ¿Qué sabe usted del VIH?

– Sólo que me está matando.

– ¿Sabía que existe desde hace millones de años? Lo cual es increíble, teniendo en cuenta que ni siquiera está vivo. No es más que ácido ribonucleico, ARN, rodeado de una capa protectora de proteínas.

– ¿Acaso es usted científico?

– Pues, a decir verdad, sí. ¿Sabía que el VIH carece de estructura celular? No es capaz de generar ni gota de energía. La única característica de un organismo vivo que presenta es la capacidad de reproducirse. Pero hasta eso requiere material genético de un huésped.

– ¿Como yo?

– Me temo que sí. Hay alrededor de un millar de virus conocidos, aunque cada día se descubren otros nuevos. Aproximadamente la mitad viven en plantas; el resto, en animales. El VIH pertenece a esta última clase, pero es único, magnífico.

Vio la mirada de perplejidad en el arrugado rostro de ella.

– ¿No quiere saber qué la está matando?

– ¿Acaso importa?

– Lo cierto es que podría, y mucho.

– Entonces, mi nuevo amigo, que ha venido a hacer sabe Dios qué, continúe, por favor.

Vincenti valoró su actitud.

– El VIH es especial porque puede sustituir el material genético de otra célula por el propio, por eso se le llama retrovirus. Se pega a la célula y la convierte en un duplicado suyo. Es un ladrón que le roba a otra célula su identidad. -Hizo una pausa para que la metáfora calara-. Doscientas mil células de VIH juntas apenas resultarían visibles al ojo humano. Es extremadamente resistente, casi indestructible, pero necesita una mezcla precisa de proteínas, sales, azúcares y, lo más importante, el pH exacto para vivir. Demasiado de uno, demasiado poco de otro y -chasqueó los dedos- muere.

– Me figuro que ahí es donde entro yo.

– Así es. Mamíferos de sangre caliente. Sus cuerpos son perfectos para el VIH. Tejido cerebral, líquido cerebroespinal, médula ósea, leche materna, células del cuello del útero, fluido seminal, membranas mucosas, secreciones vaginales: todo ello puede albergarlo. La sangre y la linfa, no obstante, son sus lugares preferidos. Al igual que usted, señorita Walde -observó-, el virus sólo quiere sobrevivir.

Miró el reloj de la mesilla. O'Conner y los otros dos hombres montaban guardia fuera. Había decidido mantener esa charla allí porque nadie los molestaría. Kamil Revin le había contado que los guardas de la casa cambiaban todas las semanas. Ninguno de los miembros del Batallón Sagrado desempeñaba ese cometido, de forma que, a menos que tocara cambio de turno, nadie prestaba mucha atención al lugar. Otra de las numerosas obsesiones de Zovastina.

– Ahora viene lo interesante -anunció Vincenti-. El VIH ni siquiera debería ser capaz de vivir en su interior; por su sangre corren demasiadas células defensivas. Sin embargo, ha adoptado una refinada forma de guerra de guerrillas microscópica y juega al escondite con sus glóbulos blancos. Ha aprendido a ocultarse en un sitio en el que éstos ni siquiera se plantearían mirar. -Dejó la frase en el aire un momento y añadió-: En los ganglios linfáticos, abultamientos del tamaño de un guisante diseminados por todo el cuerpo. Actúan de filtros, atrapando intrusos confiados para que los glóbulos blancos puedan destruirlos. Los ganglios son el cubil de su sistema inmunológico, el último lugar en el que debería esconderse un retrovirus, y sin embargo han resultado ser el escondrijo perfecto. Asombroso, la verdad. El VIH ha aprendido a duplicar el revestimiento proteínico que el sistema inmunológico produce de manera natural en el interior de los ganglios linfáticos. Así, inadvertido, en las mismísimas narices del sistema inmunológico, vive pacientemente transformando las células de los ganglios linfáticos de enemigos que combaten la infección en duplicados suyos. Lo hace durante años hasta que los ganglios se hinchan, se deterioran y el flujo sanguíneo se inunda de VIH, lo que explica por qué se tarda tanto en detectar el virus en la sangre una vez que se produce la infección.

En su cerebro bullía el pensamiento analítico del científico que fue durante muchos años. Ahora, sin embargo, era un empresario internacional, un manipulador, como Karyn Walde, que estaba a punto de protagonizar la mayor manipulación de todas.

– Y, ¿sabe lo que es más asombroso aún? -preguntó-. Cada réplica de una célula por parte del VIH es individual. Así que cuando los ganglios linfáticos se colapsan, en lugar de un invasor hay miles de millones de invasores distintos, un ejército de retrovirus diferentes corriendo libremente por su sangre. Su sistema inmunológico reacciona, como se supone que ha de hacer, pero se ve obligado a generar nuevos glóbulos blancos distintos para combatir cada tipo de virus. Lo cual es imposible. Y, por si eso no fuera poco, todas las variantes del retrovirus pueden destruir los glóbulos blancos. Las probabilidades son de miles de millones contra uno; los resultados, de todo menos inevitables: usted es la prueba viviente de ello.

– Seguro que no ha venido solamente a darme una clase de ciencia.

– He venido a ver si quería usted vivir.

– A menos que sea usted un ángel o el mismísimo Dios, eso es imposible.

– Ése es precisamente el quid. El VIH no es capaz de matar a nadie, pero sí lo deja a uno indefenso cuando otro virus, bacteria, hongo o parásito entra en el torrente sanguíneo en busca de un hogar: no hay bastantes glóbulos blancos para limpiar el torrente. De manera que la cuestión es: ¿qué infección le causará la muerte?

– ¿Y si se va a la mierda y me deja morir en paz?

Karyn Walde sin duda era una mujer amargada, pero hablar con ella le había hecho soñar. Se imaginaba dirigiéndose a la prensa, los periodistas pendientes de cada una de sus palabras, convirtiéndose de la noche a la mañana en una autoridad reconocida en el mundo entero. En su mente vio libros, derechos de películas, especiales en la televisión, charlas, premios. Con toda seguridad el Albert Lasker, la Medalla Nacional de la Ciencia, tal vez incluso el Nobel. ¿Por qué no?

Sin embargo, todo ello dependía de la decisión que estaba a punto de tomar.

Clavó la vista en aquel despojo humano; sólo sus ojos parecían vivos.

A continuación cogió la jeringa que colgaba del catéter.

– ¿Qué es eso? -se interesó ella al ver el líquido transparente que contenía la jeringuilla.

Él no contestó.

– ¿Qué está haciendo?

Vincenti presionó el émbolo y vació el contenido de la jeringa en el fluido intravenoso.

Ella intentó levantarse, pero el esfuerzo resultó inútil. Se desplomó en la cama, las pupilas desorbitadas. Vincenti vio cómo sus párpados se tornaban pesados y su respiración se ralentizaba. Su cuerpo se relajó, sus ojos se cerraron.

Y no volvieron a abrirse.

CINCUENTA Y DOS

Venecia


Zovastina se levantó y se encaró con el intruso. Era bajo, contrahecho, de pelo y cejas abundantes, y hablaba con una voz madura y quebradiza. Las arrugas, las mejillas chupadas, el cabello erizado y las manos venosas eran todos rasgos indicativos de la edad.

– ¿Quién es usted? -demandó ella.

– Henrik Thorvaldsen.

La ministra lo conocía: era uno de los hombres más ricos de Europa, danés. Pero ¿qué estaba haciendo allí?

Viktor reaccionó en el acto y levantó la pistola. Ella extendió una mano y lo contuvo, sus ojos diciendo: vamos a ver qué quiere.

– He oído hablar de usted.

– Y yo de usted. De burócrata soviética a forjadora de naciones. Todo un logro.

Zovastina no estaba de humor para cumplidos.

– ¿Qué está haciendo aquí?

Thorvaldsen se acercó a la caja de madera.

– ¿De verdad pensaba que Alejandro Magno se encontraba ahí?

El tipo sabía de qué iba aquello.

– «Y tú, aventurero, ya que mi voz inmortal, aunque lejana, inunda tus oídos, escucha mis palabras. Navega hasta la capital que fundó el padre de Alejandro, donde los sabios montan guardia. Toca lo más íntimo de la ilusión dorada. Divide el fénix. La vida proporciona la medida de la verdadera tumba. Pero sé cauteloso, pues sólo dispondrás de una oportunidad.»

Zovastina hizo un esfuerzo por disimular su sorpresa al oír el recitado del danés.

Sin duda sabía de qué iba aquello.

– ¿Cree que es la única que está al tanto? -le preguntó él-. ¿Tan presuntuosa es?

Ella agarró la pistola de Viktor y apuntó a Thorvaldsen. -Lo bastante para matarlo.


Malone estaba preocupado. Él y Cassiopeia se encontraban quince metros más arriba y a una distancia de tres cuartas partes de un campo de fútbol de donde Thorvaldsen desafiaba a Irina Zovas

tina mientras Viktor miraba. Michener los había introducido en la basílica por el atrio oeste y acompañado hasta una empinada escalera. En lo alto, los muros, los arcos y las cúpulas reflejaban la arquitectura de debajo, pero en lugar de una imponente fachada de mármol y mosaicos centelleantes, el museo y la tienda de regalos de la parte superior de la basílica sólo estaban revestidos de paredes de ladrillo.

– ¿Qué demonios está haciendo aquí? -musitó Malone-. Acaba de llamarte cuando estábamos fuera.

Se hallaban agazapados detrás de una balaustrada de piedra, al otro lado de la cual se disfrutaba de una vista panorámica de las inmensas cúpulas abovedadas, cada una de ellas descansando su peso sobre macizos pilares de mármol. Los mosaicos dorados del techo resplandecían gracias a la luz incandescente, el piso de mármol y las oscuras capillas laterales sumidas en distintas tonalidades de negro y gris. El presbiterio, al otro extremo, donde se encontraba Thorvaldsen, parecía un claro escenario en un teatro lóbrego.

– ¿No piensas responderme?

Cassiopeia guardaba silencio.

– Empiezo a estar hasta las narices de vosotros dos.

– Te dije que te fueras.

– Puede que Henrik esté abarcando demasiado.

– Zovastina no le va a disparar. Al menos, no hasta que sepa a qué ha venido.

– Y, ¿a qué ha venido?

Más silencio.

Tenían que cambiar de sitio.

– ¿Y si nos colocamos ahí?

Malone señaló a la izquierda, al crucero norte y a otra galería desde la que se veía el presbiterio.

– El museo da la vuelta por allí. Estaremos más cerca y podremos enterarnos de lo que dicen.

Ella señaló a la derecha.

– Yo iré por ahí. Seguro que desde aquí se puede llegar al crucero sur. Así estaremos uno a cada lado.


El corazón de Viktor iba a mil por hora. Primero la mujer y ahora el presunto propietario del museo. Seguro que el otro tipo también estaba vivo. Y probablemente cerca. Sin embargo, se percató de que Thorvaldsen no le prestaba atención.

Ni la menor señal de que lo reconociera.


Zovastina observaba al danés a través de la mira del arma.

– Soy consciente de que usted es pagana -dijo él tranquilamente-, pero ¿me pegaría un tiro aquí, en el altar de una iglesia cristiana?

– ¿Cómo es que conoce el enigma de Ptolomeo?

– Ely me habló de él.

Ella bajó la pistola e intentó calar al intruso.

– ¿De qué lo conocía?

– Él y mi hijo eran amigos. Desde pequeños.

– ¿Por qué ha venido?

– ¿Por qué es importante encontrar la tumba de Alejandro Magno?

– ¿Hay alguna razón por la que deba hablar de eso con usted?

– Veamos si puedo darle alguna. En la actualidad, posee casi treinta zoonosis que ha reunido a partir de distintos animales exóticos, muchos de los cuales ha robado de zoos y otras entidades privadas. Tiene al menos dos laboratorios de armas biológicas a su disposición, uno dependiente de su gobierno y el otro de Philogen Pharmaceutique, una sociedad anónima controlada por un hombre llamado Enrico Vincenti. Ustedes dos, además, son miembros de la Liga Veneciana. ¿Voy bien?

– Todavía respira, ¿no?

Thorvaldsen sonrió con aparente satisfacción.

– Cosa que le agradezco. También tiene un formidable ejército, con casi un millón de soldados, ciento treinta cazas, diversos transportes y aviones de apoyo, bases apropiadas y una excelente red de comunicaciones. Todo lo que querría un déspota ambicioso.

A ella no le hacía gracia que Viktor estuviera escuchando, pero tenía que oír más a toda costa, de manera que se volvió hacia él y le ordenó:

– Averigua qué hacen los otros dos y asegúrate de que estamos solos.


¿Los otros dos?

Malone oyó las palabras cuando se situaba tras otro antepecho de piedra, éste sobre el presbiterio, a menos de cincuenta metros por encima de Thorvaldsen y Zovastina. Cassiopeia se encontraba más o menos a la misma distancia al otro lado de la nave, en el crucero sur, en idéntica posición elevada.

No la veía, pero esperaba que hubiese oído aquello.

Cuando Viktor se hubo marchado, Zovastina lanzó una mirada iracunda a Thorvaldsen.

– ¿Pasa algo porque quiera defender mi nación?

– «No os convirtáis en presa y botín de los enemigos. Que pronto arrasarán éstos vuestra ciudad buena para vivir.»

– Lo que le dice Sarpedón a Héctor en la Ilíada. Se ha informado sobre mí. Permita que yo aporte otra cita: «No careceremos de valor en la medida que nuestras fuerzas nos asistan.»

– Usted no tiene intención de defender nada; está preparando un ataque. Esas zoonosis son ofensivas. Irán, Afganistán, Pakistán, la India. Sólo hubo un hombre que los conquistó: Alejandro Magno. Pero sólo pudo conservar ese territorio un puñado de años. Desde entonces, otros conquistadores lo han intentado, en vano. Hasta los norteamericanos probaron suerte con Iraq. Pero usted, ministra, usted pretende vencerlos a todos.

Zovastina tenía una fuga, y enorme. Debía volver a casa y resolver el problema.

– Quiere hacer lo que hizo Alejandro, pero al revés. En lugar de que Occidente conquiste Oriente, esta vez será Oriente quien domine. Pretende apoderarse de todos sus vecinos, y encima cree que Occidente se lo permitirá, pensando que usted será su amiga. Pero su idea no es detenerse ahí, ¿eh? También quiere hacerse con Oriente Próximo y Arabia. Usted tiene petróleo, abunda en el antiguo Kazajistán, pero vende barato la mayor parte a Rusia y Europa, así que desea contar con una nueva fuente, una que le proporcione mayor poder incluso en el mundo entero. Sus zoonosis podrían lograrlo. Con ellas podría aniquilar una nación en cuestión de días, doblegarla. Para empezar, ninguno de sus posibles Estados-víctima es muy ducho en el arte de la guerra, y cuando sus gérmenes hayan terminado su labor, estarán indefensos.

Ella todavía empuñaba el arma.

– Occidente debería agradecer el cambio.

– Preferimos lo malo conocido. Y, a diferencia de lo que creen todos esos Estados árabes, Occidente no es su enemigo.


Malone escuchaba atentamente. Thorvaldsen no era tonto, así que estaba desafiando a Zovastina por algún motivo. El hecho en sí de que el danés estuviera allí era de lo más raro. El último viaje que había hecho había sido a Austria, el otoño anterior. Y ahí estaba ahora, en una basílica italiana en mitad de la noche, pinchando a una déspota armada.

Había visto salir a Viktor del presbiterio y meterse en el crucero sur, debajo de donde se encontraba Cassiopeia. Su mayor preocupación era una escalera abierta que quedaba a unos cinco metros y bajaba a la nave. Si la había a ese lado, en el crucero norte, seguro que había otra en el lado sur, ya que a los constructores medievales, más que cualquier otra cosa, les encantaba la simetría.

Estaba rodeado de más muros de mampostería desnudos además de objetos de arte, tapices, encajes y cuadros, la mayoría en vitrinas de cristal o en mesas.

Una sombra apareció en la iluminada escalera y bailoteó por las paredes de mármol, agrandándose cada vez más: uno de los guardaespaldas de Zovastina.

Subía a la segunda planta.

E iba directo hacia él.

CINCUENTA Y TRES

Stephanie siguió a monseñor Michener por los corredores de los despachos de la diócesis hasta llegar a un cubículo anodino donde aguardaba Edwin Davis, sentado bajo un retrato enmarcado del papa.

– ¿Todavía quieres pegarme esa patada en el culo? -preguntó Davis.

Ella estaba demasiado cansada para discutir.

– ¿Qué estás haciendo aquí?

– Intentando detener una guerra.

A ella no le apetecía oírlo.

– ¿Te das cuenta de que en esa iglesia podría liarse?

– Ésa es precisamente la razón de que no estés allí.

Entonces cayó en la cuenta.

– Malone y Cassiopeia son prescindibles.

– Algo por el estilo. No sabemos de lo que es capaz Zovastina, pero yo no quería que se viera implicada la directora de Magellan Billet.

Stephanie dio media vuelta para marcharse.

– Yo en tu lugar no me iría -la advirtió Davis.

– Que te den, Edwin.

Michener le impedía el paso en la puerta.

– ¿Forma usted parte de este disparate? -quiso saber ella.

– Como le dije fuera, nos tropezamos con algo y lo pasamos allí donde creíamos que despertaría interés. Irina Zovastina supone una amenaza para el mundo.

– Planea desencadenar una guerra -explicó Davis-. Morirán millones de personas, y ella está casi lista.

Stephanie retrocedió.

– ¿Y se arriesgó a venir tranquilamente a Venecia para echarle un vistazo a un cadáver de dos mil años de antigüedad? ¿Qué está haciendo aquí?

– Probablemente enfadándose -apuntó Michener.

Ella vio el brillo en sus ojos.

– ¿La ha engañado?

El sacerdote negó con la cabeza.

– Lo ha hecho ella sola.

– Alguien va a recibir un balazo ahí dentro. Cassiopeia ha sobrepasado su límite. ¿No cree que un tiroteo llamaría la atención de toda esa policía que anda por la plaza?

– Los muros de la basílica tienen varios metros de grosor -replicó Michener-. La insonorización es perfecta. Nadie los molestará.

– Stephanie, no estamos seguros de por qué se ha arriesgado a venir Zovastina -intervino Davis-, pero a todas luces es importante. Pensamos que, dado que estaba tan decidida, la complaceríamos.

– Ya lo pillo: hacerla salir de su terreno para que se meta en el nuestro. Pero no tienes derecho a poner en peligro a Malone y a Cassiopeia.

– Venga ya, eso no ha sido cosa mía. Cassiopeia ya estaba involucrada, junto con Henrik Thorvaldsen, que, dicho sea de paso, fue quien te enredó a ti. En cuanto a Malone, ya es mayorcito y puede hacer lo que le venga en gana. Está aquí porque quiere.

– Andas a la caza de información, con la esperanza de averiguar algo.

– Y estamos utilizando el único cebo que tenemos. Fue ella quien quiso echarle un vistazo a esa tumba.

Stephanie estaba perpleja.

– Parece que conocéis su plan en líneas generales. ¿A qué esperáis? Id por ella, bombardead sus instalaciones, encerradla, presionadla políticamente.

– No es tan sencillo. Nuestra información es incompleta y carecemos de pruebas concretas. Está claro que no es algo que ella pueda negar sin más. Las armas biológicas no se pueden bombardear, y, por desgracia, no lo sabemos todo. Por eso necesitamos a Malone y al resto, para que nos saquen las castañas del fuego.

– Edwin, no conoces a Cotton. No le gusta que jueguen con él.

– Sabemos que Naomi Johns está muerta.

Se lo había guardado para cuando llegara el momento adecuado, y a ella las palabras le cayeron como un puñetazo en el estómago.

– La metieron en un ataúd con otro hombre, un matón de poca monta de Florencia. Ella tenía el cuello roto y él una bala en la cabeza.

– ¿Vincenti? -preguntó ella.

Davis asintió.

– Que también se ha puesto en marcha: salió esta tarde rumbo a la Federación de Asia Central. Una visita no programada.

Ella vio que Davis todavía sabía más cosas.

– Ha secuestrado a una mujer de la que Irina Zovastina cuida desde el año pasado, una mujer con la que mantuvo relaciones.

– ¿Zovastina es lesbiana?

– ¿No sería un bombazo para su Asamblea del Pueblo? Ella y esa mujer estuvieron juntas bastante tiempo, pero su antigua amante se muere de sida, y por lo visto a Vincenti le es de utilidad.

– Y, ¿existe algún motivo por el que se permite a Vincenti hacer lo que quiera que esté haciendo?

– Ése también trama algo, y va más allá de proveer a Zovastina de gérmenes y antígenos y más allá de proporcionar a la Liga Veneciana un paraíso para sus actividades comerciales. Queremos saber de qué se trata.

Stephanie tenía que irse.

Justo entonces, otro sacerdote apareció en la puerta del despacho y anunció:

– Acabamos de oír un disparo en la basílica.


Malone se metió tras una de las vitrinas cuando el pistolero abrió fuego. Había intentado esconderse antes de que el otro llegara a lo alto de la escalera, pero al parecer su movimiento no pasó inadvertido y propició el ataque.

La bala se estrelló contra una de las mesas que exhibían tejidos medievales. El contrachapado desvió el proyectil y concedió a Malone el instante que necesitaba para escabullirse entre las sombras. El disparo resonó en la basílica y, sin duda, habría llamado la atención de todo el mundo.

Avanzó como pudo por la resbaladiza madera y se refugió detrás de una gran colección de tablas y manuscritos iluminados.

Con el arma a punto.

Tenía que conseguir que el otro se acercara más.

Cosa que no pareció suponer ningún problema: oyó unos pasos que se aproximaban.


Zovastina oyó el disparo procedente de arriba, del crucero norte. Percibió un movimiento a su derecha, al otro lado de la balaustrada de piedra, y vio la cabeza de uno de sus guardaespaldas.

– No he venido solo -aseguró Thorvaldsen.

Ella seguía apuntando al danés.

– San Marcos está atestada de policía. Le va a costar bastante marcharse. Es una jefa de Estado en un país extranjero: ¿de veras piensa dispararme? -Hizo una pausa-. ¿Qué haría Alejandro?

Zovastina no supo si hablaba en serio o si se estaba mostrando condescendiente, pero conocía la respuesta:

– Lo mataría.

Thorvaldsen cambió de posición y se situó a la izquierda de ella.

– No estoy de acuerdo. Era un gran estratega, y listo. El nudo gordiano, por ejemplo.

La ministra gritó:

– ¿Qué está pasando ahí arriba?

Pero su hombre no contestó.

– En la aldea de Gordio -contaba el danés-, el complicado nudo atado al carro. Nadie podía deshacerlo, un obstáculo que Alejandro venció cortando sin más la cuerda con su espada y desatando el nudo a continuación. Una solución simple para un problema complejo.

– Habla usted demasiado.

– Alejandro no permitió que la confusión afectara a su raciocinio.

– ¡Viktor! -exclamó ella.

– Naturalmente, hay numerosas versiones de esa historia -prosiguió Thorvaldsen-. Según una de ellas, Alejandro retiró la lanza que iba unida a la yunta del carro, cogió los extremos de la cuerda y deshizo el nudo. Así que, ¿quién sabe?

Zovastina estaba harta de los desvaríos de aquel tipo.

Jefa de Estado o no, apretó el gatillo.

CINCUENTA Y CUATRO

Samarcanda


Vincenti recordaba los primeros síntomas de que existía un problema. En un principio la enfermedad tenía todas las características de un resfriado; luego creyó que era gripe, pero pronto se hicieron patentes todos los efectos de una invasión viral.

Un caso de contaminación.

¿Voy a morir? -gritó Charlie Easton desde el catre-. Quiero saberlo, maldita sea, dímelo.

Enjugó la empapada frente de Easton con un paño húmedo, como llevaba haciendo durante la última hora, y replicó en voz baja:

Tienes que calmarte.

Déjate de gilipolleces. Es el fin, ¿no?

Habían trabajado codo con codo durante tres años. No tenía sentido contestar con evasivas.

No puedo hacer nada.

Mierda, lo sabía. Tienes que pedir ayuda.

Sabes que no puedo.

La remota ubicación del centro había sido elegida por los iraquíes y los soviéticos con sumo cuidado. El secreto era primordial, y el precio de ese secreto, funesto cuando se producía un error. Y un error era exactamente lo que se había producido.

Easton sacudía el catre con sus aprisionados brazos y piernas.

Corta estas malditas cuerdas, déjame salir de aquí.

Había atado al idiota al saber que sus opciones eran limitadas.

No podemos irnos.

Que les den a las normas y que te den a ti. ¡Corta estas malditas cuerdas!

El cuerpo de Easton se agarrotó, su respiración se tornó fatigosa y por último sucumbió a la fiebre y perdió el conocimiento.

Por fin.

Vincenti se apartó del catre y cogió una libreta que había empezado hacía tres semanas, en la primera página el nombre de su compañero. En ella había anotado un cambio progresivo del color de la piel: de normal a amarilla y a un tono ceniciento tal que el hombre parecía muerto. Había registrado una increíble pérdida de peso, unos veinte kilos en total, casi cinco en un período de tan sólo dos días, la ingesta reduciéndose a un trago de agua tibia de vez en cuando y unos sorbitos de caldo.

Y la fiebre.

Unos furiosos 39,4°C constantemente, a veces más, el agua escapando más aprisa de lo que se podía reponer, el cuerpo literalmente evaporándose ante sus ojos. Durante años habían utilizado animales para sus experimentos, Bagdad les proporcionaba infinidad de gibones, babuinos, monos verdes, roedores y reptiles. Pero allí, por vez primera, se podían medir con precisión los efectos en un ser humano.

Clavó la mirada en su compañero. El pecho de Easton subía con unas respiraciones cada vez más laboriosas, la mucosidad dejándose oír en la garganta, el sudor corriendo por la piel como gotas de lluvia. Apuntó todas sus observaciones en el diario y se guardó el bolígrafo.

Se levantó y se frotó las gomosas piernas para desentumecerlas. Después salió pesadamente a una noche fría y despejada. Se preguntó cuánto más aguantarían los deteriorados tejidos de Easton.

Lo que planteaba el problema de qué hacer con el cuerpo.

No existía protocolo alguno que contemplara esa clase de emergencia, así que tendría que improvisar. Por suerte, los que habían construido el centro habían tenido el detalle de incluir un incinerador para deshacerse de los animales que se empleaban en los experimentos. Pero para conseguir que el homo funcionara con algo tan grande como un cuerpo humano habría que recurrir al ingenio.

¡Veo ángeles, están aquí, alrededor! -chilló Easton desde el catre.

Vincenti volvió dentro.

Ahora Easton había perdido la vista. Él no estaba seguro de si habría sido la fiebre o una infección secundaria la que le había destrozado la retina.

Ha venido Dios, lo veo.

Claro, Charlie, seguro.

Le tomó el pulso. La sangre corría a toda prisa por la carótida. Escuchó su corazón, que latía como un tambor, y comprobó la tensión arterial: a punto de colapsarse. La temperatura corporal seguía siendo de 39,4°C.

¿Qué le digo a Dios? -inquirió Easton.

Él miró a su compañero y replicó:

– Hola.

Acercó una silla y vio cómo la muerte se apoderaba de él. El final acaeció veinte minutos más tarde y no pareció violento ni doloroso. Tan sólo una última inspiración, profunda, larga. Sin contrapartida.

Anotó el día y la hora en el diario y a continuación extrajo sangre y tomó una muestra de tejido. Luego enrolló el fino colchón y las sucias sábanas alrededor del cuerpo y llevó el apestoso fardo afuera, a un cobertizo contiguo. Allí ya había dispuesto un escalpelo, afilado al máximo, y un serrucho de cirujano. Se enfundó unos gruesos guantes de goma y separó las piernas del torso. La demacrada carne se cortaba con facilidad, los huesos eran quebradizos, los músculos afectados ofrecían la resistencia del pollo hervido. Amputó ambos brazos y arrojó los cuatro miembros al incinerador, observando sin emoción alguna cómo eran pasto de las llamas. Ya sin extremidades, el torso y la cabeza entraron con facilidad por la puerta de hierro. Acto seguido troceó el ensangrentado colchón y lo introdujo a toda prisa, junto con las sábanas y los guantes, en el horno.

Cerró la portezuela y se fue.

Listo. Por fin.

Se sentó en el pedregoso suelo a contemplar la noche. Contra él telón de fondo añil de un firmamento montañoso, recortándose como una sombra más oscura aún, se erguía él tiro de ladrillo del incinerador. El humo ascendía arrastrando consigo el hedor a carne humana.

Se tendió y se entregó al sueño con gusto.


Vincenti recordaba ese sueño de hacía más de veinticinco años. E Iraq. Menudo infierno: caluroso y deprimente. Un lugar solitario y desolado. ¿Qué fue lo que concluyó la comisión de la ONU tras la primera guerra del Golfo? «Teniendo en cuenta su misión, las instalaciones eran absolutamente arcaicas, pero dentro del clima frenético reinante se las consideraba punteras.» Esos inspectores no estuvieron allí; él, sí. Joven y flaco, la cabeza llena de pelo e ideas. Un virólogo de primera. A él y a Easton terminaron destinándolos a un laboratorio remoto de Tayikistán, donde colaborarían con los soviéticos, que controlaban la zona, en un centro escondido en las estribaciones del Pamir.

¿Cuántos virus y bacterias habían analizado? Organismos naturales que pudiesen utilizarse como armas biológicas, algo que eliminara al enemigo y, sin embargo, preservara su infraestructura. No era preciso bombardear a la población, malgastar balas, arriesgarse a una contaminación nuclear o poner en peligro a los soldados. Un organismo microscópico podía hacer el trabajo sucio, la sencilla biología, el catalizador de una derrota segura.

Los criterios de trabajo para lo que quisiera que encontraran eran simples: los virus tenían que ser rápidos, biológicamente identificables, susceptibles de ser contenidos y, lo más importante, curables. Cientos de tipos fueron descartados solamente porque no se pudo hallar una forma factible de detenerlos. ¿De qué serviría infectar a un enemigo si no se podía proteger a la población propia? Los cuatro criterios habían de ser satisfechos antes de catalogar un espécimen. Casi veinte habían superado la prueba.

Vincenti nunca había aceptado lo que divulgó la prensa tras la Convención sobre Armas Bacteriológicas de 1972: que Estados Unidos dejaba la carrera armamentística biológica y acababa con todos sus arsenales. El ejército no desecharía décadas de investigación sólo porque un puñado de políticos decidieran unilateralmente que había que hacerlo. Él creía que al menos unos cuantos de esos organismos se hallaban almacenados en las cámaras frigoríficas de alguna institución militar anodina.

Personalmente, él había encontrado seis patógenos que reunían todos los criterios.

Pero la muestra 65-G fallaba siempre.

La descubrió en 1979, en el torrente circulatorio de los monos verdes que habían enviado para los experimentos. Por aquel entonces la ciencia convencional jamás habría reparado en ello, pero gracias a su excepcional formación en virología y al equipo especial que proporcionaban los iraquíes lo encontró: algo de aspecto extraño -esférico- repleto de ARN y enzimas. Si se exponía al aire se evaporaba, y en el agua la pared celular se venía abajo. Por el contrario, reclamaba plasma tibio y parecía extendido en todos los monos verdes con los que se tropezó.

Y, sin embargo, no parecía afectar a ninguno de los animales.

Lo de Charlie Easton, no obstante, fue otra cuestión. Maldito idiota. Uno de los monos lo había mordido hacía dos años, pero él no se lo contó a nadie hasta tres semanas antes de morir, cuando aparecieron los primeros síntomas. Una muestra de sangre confirmó que tenía la 65-G, y al final Vincenti se sirvió de la infección de Easton para estudiar los efectos del virus en los humanos, concluyendo que el organismo no era una arma biológica eficaz: demasiado impredecible, esporádico y excesivamente lento para ser un agente ofensivo eficaz.

Sacudió la cabeza.

Era increíble lo ignorante que había sido.

Un milagro que hubiera sobrevivido.

Se hallaba de nuevo en su habitación del Intercontinental mientras en Samarcanda amanecía poco a poco. Necesitaba descansar, pero el encuentro con Karyn Walde le había dado energías.

Recordó al anciano curandero.

¿Fue en 1980? ¿O en 1981?

En el Pamir, alrededor de dos semanas antes de que muriera Easton. Ya había visitado la aldea varias veces, procurando aprender cuanto pudiera. A esas alturas, el anciano sin duda habría muerto. Ya entonces su edad era bastante avanzada.

Así y todo…


El anciano correteaba descalzo por la parda ladera con la agilidad de un gato, las plantas de los pies como el cuero. A Vincenti, que iba en pos, le dolían los tobillos y los dedos incluso con las pesadas botas que llevaba. Nada era llano. Por todas partes había pedruscos que frenaban su avance, afilados, implacables. La aldea se hallaba a un kilómetro y medio de distancia, a unos trescientos metros sobre el nivel del mar, la ruta que seguía llevándolos más arriba incluso.

El hombre era un curandero tradicional, una combinación de médico de cabecera, sacerdote, adivino y hechicero. No sabía mucho inglés, pero hablaba algo de chino y turco. Era como un enano con rasgos europeos y barba hendida mongola, y vestía una especie de manta con hilos de oro y un gorro de vivos colores. En la aldea, Vincenti había observado que el hombre trataba a los lugareños con un mejunje hecho a base de raíces y plantas que administraba meticulosamente gracias a una inteligencia forjada a lo largo de décadas de ensayo y error.

¿Adónde vamos? -preguntó él al cabo.

A responder a su pregunta y encontrar lo que detendrá la fiebre de su amigo.

A su alrededor, un estadio de picos blancos formaba una tribuna de cumbres vírgenes. Unas nubes que amenazaban tormenta humeaban de las cimas más altas. Sartas de hilos plateados y rojos otoñales y densas no cedas ponían la nota de color a la, por lo demás, momificada escena. A lo lejos se oía un torrente de agua.

Llegaron a un saliente y él siguió al anciano por una hendidura púrpura que se abría en la roca. Sabía por sus estudios que las montañas que lo rodeaban seguían vivas, crecían lentamente unos seis centímetros al año.

Salieron a una cavidad oval cercada por más piedra. La luz era escasa, de manera que cogió la linterna que el anciano le había instado a llevar.

En el rocoso suelo había dos pozas de unos tres metros de diámetro, en una de las cuales llamaba la atención el borboteo espumoso de la energía termal. Vincenti acercó la linterna y reparó en que eran de distinto color: la activa, de un marrón rojizo; la tranquila, verde como la espuma del mar.

La fiebre que describe no es nueva -aseguró el anciano-. Se sabe desde hace muchas generaciones que la causan los animales.

Una de las razones por las que lo habían enviado a él allí era aprender más cosas sobre los yaks, las ovejas y los enormes osos que poblaban la región.

¿Cómo lo sabe?

Observamos, pero sólo a veces superan la fiebre. Si su amigo tiene la fiebre, esto ayudará. -Señaló la poza verde, la serena superficie perturbada únicamente por algunas plantas flotantes. Parecían nenúfares, sólo que más tupidos, la flor central intentando captar unas preciadas gotas de luz en medio de aquella oscuridad-. Las hojas lo salvarán. Debe mascarlas.

Él metió la mano en el agua y se llevó dos dedos a la boca: no sabía a nada. En cierto modo esperaba notar el carbonato, que se hallaba presente en otros manantiales de la región.

El hombre se arrodilló y bebió una buena cantidad con la mano.

Es buena -dijo risueño.

Él también bebió: tibia, como una taza de té, y dulce. Así que tomó más.

Las hojas lo curarán.

Vincenti tenía una pregunta:

¿Es común esta planta?

El anciano asintió.

Pero sólo sirven las de esta poza.

¿Por qué?

No lo sé. La voluntad divina, tal vez.

Él lo dudaba.

¿La conocen otras aldeas? ¿Otros curanderos?

Yo soy el único que la utiliza.

Vincenti extendió la mano y atrajo hacia sí una de las vainas para estudiar su biología: era una traqueofita, las hojas peltadas unidas al tallo y con una compleja red vascular. Ocho estípulas gruesas y carnosas rodeaban la base y constituían una plataforma flotante. El tejido epidérmico era verde oscuro, las paredes de la hoja llenas de glucosa. Del centro salía un pedúnculo corto que probablemente actuase de superficie fotosintética, dado el escaso espacio de la hoja. Los pétalos de la flor, suaves y blancos, se hallaban dispuestos en verticilo y no olían a nada.

Echó un vistazo debajo. Unas fibrosas raíces marrones, similares a la cola de un mapache, se extendían por el agua en busca de nutrientes. A juzgar por las apariencias, parecía una especie bien adaptada.

¿Cómo supo que funcionaba?

Mi padre me lo enseñó.

Sacó la planta del agua y sostuvo la vaina en la mano. Un agua templada se escurrió entre sus dedos.

Hay que mascar bien las hojas y tragarse el jugo.

Vincenti rompió un pedazo y se lo acercó a la boca. Miró al anciano: los alfileres de sus ojos observándolo serenos y confiados. Se metió la hoja en la boca y la masticó. Sabía amarga, acre, como el alumbre…, y a rayos, como el tabaco.

Extrajo el jugo y se lo tragó. Casi le dieron arcadas.

CINCUENTA Y CINCO

Venecia


En un primer momento Cassiopeia centró su atención en el crucero norte, al otro lado de la nave, donde alguien le estaba disparando a Malone. Tras el antepecho, que le llegaba por la cintura, distinguió la cabeza y el torso de uno de los guardaespaldas, pero no a Malone. Después vio que Zovastina disparaba su arma, el proyectil estrellándose contra el suelo de mármol a escasos centímetros de Thorvaldsen. Pero el danés se mantuvo firme y no se movió.

Luego reparó en un movimiento a su derecha: en el arco de la escalera apareció un hombre armado que, al divisarla, levantó la pistola, si bien no tuvo ocasión de abrir fuego: ella le acertó en el pecho.

El hombre retrocedió, agitando los brazos, y Cassiopeia lo remató de otro disparo certero. Al otro lado de la nave, a cuarenta metros, vio entonces que el otro guardaespaldas se adentraba más en el museo. Cogió el arco y sacó una flecha, pero se mantuvo alejada del antepecho para no ser blanco de Zovastina.

Estaba preocupada: justo antes de que surgiera el atacante, Viktor había desaparecido abajo, en el crucero. ¿Adónde habría ido?

Cassiopeia colocó el culatín de la flecha en la cuerda y empuñó el arco.

Tensó la cuerda.

El guardaespaldas aparecía y desaparecía en la tenue luz del crucero opuesto.


Malone aguardaba. Tenía el arma lista, lo único que necesitaba era que el otro avanzara unos metros más. Había conseguido retroceder hasta el panel expositor de uno de los objetos, amparándose en las sombras y procurando que sus pasos no se oyeran en el piso de madera, tres disparos efectuados en la nave encubriendo sus movimientos. Era imposible decir dónde se habían originado, ya que eleco anulaba el sentido de la orientación. Lo cierto es que no quería matar al guardaespaldas.

Por regla general, los libreros no mataban a la gente.

Sin embargo, dudaba de que fuese a tener elección.

Respiró hondo y se puso en marcha.


Zovastina clavó la vista en Henrik Thorvaldsen cuando resonaron más disparos arriba. Sus treinta minutos a solas en la basílica se habían convertido en un guirigay.

Thorvaldsen señaló la caja de madera del suelo.

– No es lo que esperaba, ¿eh?

Ella decidió ser sincera.

– Merecía la pena intentarlo.

– El enigma de Ptolomeo podría ser un camelo. La gente lleva mil quinientos años buscando los restos de Alejandro Magno en vano.

– ¿Y de verdad cree alguien que san Marcos estaba en esa caja?

Él se encogió de hombros.

– Un montón de venecianos lo. creen a pies juntillas.

Zovastina tenía que irse, de modo que gritó:

– ¡Viktor!

– ¿Algún problema, ministra? -inquirió una voz nueva.

Michener.

El sacerdote entró en el iluminado presbiterio, y ella lo apuntó con su arma.

– Me ha mentido.


Malone se deslizó hacia la izquierda mientras el guardaespaldas seguía pegado al antepecho y giraba a la derecha. Esquivó un león de madera integrado en un trono ducal tallado y se agachó detrás de un expositor de tapices que le llegaba por la cintura y lo separaba de su perseguidor.

Echó a andar de prisa, pegado al borde, con la intención de rodearlo antes de que el otro pudiera reaccionar.

Llegó al final del expositor, lo dobló y se dispuso a actuar.

Una flecha atravesó el pecho del guardaespaldas, cortándole la respiración. Vio que el hombre ponía cara de sorpresa mientras palpaba el astil. La vida lo abandonó cuando su cuerpo cayó pesadamente al suelo.

La cabeza de Malone se volvió hacia su izquierda: al otro lado de la nave se encontraba Cassiopeia con el arco en la mano, el rostro helado, sin expresión alguna. Tras ella, en lo alto del muro exterior, se erguía un rosetón oscurecido. Bajo la ventana, Viktor surgió de entre las sombras y se dirigió hacia Cassiopeia, apuntándola con una pistola.


Zovastina estaba furiosa.

– Usted sabía que en esa tumba no había nada -le espetó a Michener.

– ¿Cómo iba a saberlo? No se ha abierto en más de ciento setenta años.

– Ya puede ir diciéndole a su papa que su Iglesia no pondrá un pie en la Federación, con o sin concordato.

– Le transmitiré su mensaje.

Ella se encaró con Thorvaldsen.

– Todavía no me ha dicho qué es lo que quiere usted sacar de todo esto.

– Detenerla.

– Le va a costar lo suyo.

– No lo sé. Tendrá que abandonar la basílica, y de aquí al aeropuerto hay un buen trecho en barco.

Ella se había dado cuenta de que habían elegido la trampa a conciencia. O, para ser más exactos, le habían permitido escogerla a ella. Venecia, rodeada de agua, sin coches, autobuses ni trenes, con montones de embarcaciones lentas. Salir de allí indemne podía suponer un problema. ¿Cuánto había? ¿Una hora hasta el aeropuerto?

Además, la mirada de aplomo que le lanzaban los dos hombres que tenía a cinco metros de distancia no le resultaba en absoluto tranquilizadora.


Viktor se aproximó a la mujer que sostenía el arco, la que había matado a Rafael, la que acababa de arponear a otro de sus guardaespaldas en el crucero opuesto. Debía morir, pero comprendió que eso sería una estupidez. Había oído a Zovastina y sabía que las cosas no iban bien. Para salir de allí necesitarían un seguro, de manera que apoyó el cañón de su pistola en la nuca de ella.

La mujer no se movió.

– Debería pegarle un tiro -escupió él.

– ¿Dónde estaría la gracia?

– En empatar, por ejemplo.

– Yo diría que ya estamos empatados: Ely por su compañero.

Viktor reprimió la creciente ira que sentía y se obligó a pensar. Entonces se le ocurrió algo, una forma de recuperar el control de la situación.

– Acérquese a la balaustrada, despacio.

Ella dio tres pasos al frente.

– ¡Ministra! -exclamó él.

Más allá de su prisionera vio que Zovastina levantaba la cabeza, el arma encañonando a los dos hombres.

– Éste será nuestro pasaporte de salida -le dijo-. Un rehén.

– Excelente idea, Viktor.

– Ella no sabe la chapuza que ha hecho usted, ¿no? -le susurró la mujer.

– Morirá antes de que pueda decir nada.

– No se preocupe, no se lo diré.


Al ver el apuro en que se hallaba Cassiopeia, Malone se aproximó al antepecho y dirigió su arma al otro lado de la nave.

– Suéltela -ordenó Viktor.

Él desoyó la orden.

– Yo, en su lugar, lo haría -dijo Zovastina desde abajo, la pistola aún apuntando a Michener y Thorvaldsen-. O les pegaré un tiro a estos dos.

– ¿La ministra de la Federación de Asia Central cometiendo un asesinato en Italia? Lo dudo.

– Es verdad -admitió ella-, pero Viktor puede matar a la mujer sin más, lo cual no me supondría ningún problema a mí.

– Suéltala -le pidió Cassiopeia.

Él sabía que hacerlo sería una estupidez. Lo mejor sería ocultarse en las sombras y seguir siendo una amenaza.

– Cotton -dijo Thorvaldsen desde abajo-, haz lo que te dice Cassiopeia.

No le quedaba más remedio que confiar en que sus dos amigos supieran lo que hacían. ¿Sería un error? Probablemente, pero ya había hecho otras estupideces antes.

Dejó caer la pistola por el antepecho.


– Tráela abajo -le pidió Zovastina a Viktor-. Y usted, venga aquí -ordenó al otro hombre, el que acababa de arrojar su arma.

El interpelado no se movió.

– Por favor, Cotton -medió Thorvaldsen-, haz lo que te dice.

Después de un instante de vacilación, el hombre desapareció del antepecho.

– ¿Lo controla usted? -preguntó ella.

– No lo controla nadie.

Viktor y su prisionera entraron en el presbiterio. El otro tipo, el que recibía órdenes de Thorvaldsen, llegó poco después.

– ¿Quién es usted? -le preguntó Zovastina-. Thorvaldsen lo ha llamado Cotton.

– Me llamo Malone.

– ¿Y usted? -le preguntó a la arquera.

– Una amiga de Ely Lund.

¿Qué estaba pasando? Quería saberlo a toda costa, de manera que pensó con rapidez y señaló a la prisionera de Viktor.

– Ella viene conmigo. Será mi salvoconducto.

– Ministra -intervino Viktor-, creo que sería mejor que se quedara aquí, conmigo. Puedo retenerla hasta que usted se haya ido.

Ella negó con la cabeza y señaló a Thorvaldsen.

– Llévatelo a un lugar seguro. Cuando yo esté en el aire te llamaré para que lo sueltes. Si te da algún problema, mátalo y asegúrate de que no encuentren el cuerpo.

– Ministra, ya que soy yo el causante de todo este caos, ¿por qué no me toma a mí como rehén y deja fuera a este caballero? -propuso Michener.

– ¿Y si me lleva a mí en lugar de a ella? -sugirió Malone-. No he estado nunca en la Federación.

Zovastina miró de arriba abajo al norteamericano: alto y seguro de sí mismo, probablemente un agente. Pero ella quería ahondar más en la relación de la mujer con Ely Lund. Cualquiera que conociese a Lund lo bastante para arriesgar su vida para vengarlo merecía ser objeto de una investigación más a fondo. En cuanto a Michener…, sólo esperaba que a Viktor se le presentara la oportunidad de cargarse a ese cerdo mentiroso.

– Muy bien, curita. Usted irá con Viktor. Y usted, señor Malone, tal vez en otra ocasión.

CINCUENTA Y SEIS

Samarcanda


Vincenti se despertó.

Estaba reclinado en el cómodo asiento de piel del helicóptero, rumbo al este, alejándose de la ciudad.

El teléfono que descansaba en su regazo vibraba.

Miró la pantalla: Grant Lyndsey, científico jefe del laboratorio de China. Se introdujo un auricular en el oído y respondió a la llamada.

– Estamos listos -informó su empleado-. Zovastina tiene todos los organismos y el laboratorio ha sido transformado. Todo limpio y a punto.

Teniendo en cuenta lo que Zovastina había planeado, a él no le hacía la menor gracia que Occidente o el gobierno chino asaltaran su instalación y lo relacionaran con algo. En el proyecto sólo habían trabajado ocho científicos, Lyndsey a la cabeza, y de dicho trabajo ya no quedaba un solo vestigio.

– Paga a todo el mundo y que cada cual siga su camino. O'Conner irá a verlos y se ocupará de su jubilación. -Oyó el silencio al otro lado del teléfono-. No te preocupes, Grant. Reúne todos los datos de los ordenadores y ve a mi casa del otro lado de la frontera. Antes de actuar tendremos que esperar a ver qué hace la ministra con su arsenal.

– Saldré de inmediato.

Eso era lo que Vincenti quería oír.

– Te veré antes de que acabe el día. Tenemos cosas que hacer. Ponte en marcha.

Colgó y se acomodó de nuevo.

Su mente volvió al viejo enano de la cordillera del Pamir. Por aquel entonces Tayikistán era primitivo y hostil, la investigación médica que se había realizado se quedaba corta y apenas recibía visitantes. Por eso los iraquíes consideraron que la región era un lugar prometedor para el estudio de zoonosis desconocidas.

Dos pozas en lo alto de las montañas: una verde, la otra marrón.

Y la planta cuyas hojas había mascado.

Recordó el agua, tibia y límpida. Pero cuando alumbró con la linterna el somero líquido, recordó haber visto algo más extraño aún: dos letras talladas, una en cada piscina.

La Z y la H.

Cinceladas a partir de sendos bloques de piedra, descansando en el fondo.

Se acordó del medallón que Stephanie Nelle había querido mostrarle, uno de los varios que Irma Zovastina parecía resuelta a conseguir.

Y las diminutas letras que supuestamente había en el anverso: ZH.

¿Una coincidencia? Lo dudaba. Sabía lo que significaban las letras desde que los expertos a los que había consultado le dijeron que en griego clásico representaban el concepto de vida. Pensó que sería inteligente designar así cualquier futura cura del VIH; pero ahora ya no estaba tan seguro. Tenía la sensación de que su mundo se hundía y el anonimato del que había disfrutado se esfumaba de prisa. Los estadounidenses iban a por él, Zovastina iba a por él. Incluso la Liga Veneciana bien podría ir a por él.

Sin embargo, la suerte estaba echada.

No había vuelta atrás.


Malone miraba ora a Thorvaldsen, ora a Cassiopeia. Por lo visto, a ninguno de sus amigos le preocupaba lo más mínimo el aprieto en que se hallaban. Él y Cassiopeia podían abatir a Zovastina y a Viktor. Trató de dar a entender su intención con los ojos, pero ninguno parecía hacerle caso.

– Su papa no me asusta -le espetó Zovastina a Michener.

– Nosotros no pretendemos asustar a nadie.

– Es usted un santurrón.

Michener no respondió.

– No tiene nada que decir, ¿eh? -lo pinchó ella.

– Rezaré por usted, ministra Zovastina le escupió a los pies.

– No me hacen falta sus rezos, cura. -Le hizo un gesto a Cassiopeia-. Es hora de irnos. Deje el arco y las flechas, no va a necesitarlos.

Cassiopeia dejó en el suelo ambas cosas.

– Tome su arma -le dijo Viktor a la ministra al tiempo que se la tendía.

– Cuando estemos lejos, te llamaré. Si no tienes noticias mías dentro de tres horas, mata al cura. Y, Viktor -hizo una pausa-, asegúrate de que sufre.

Viktor y Michener salieron del presbiterio y echaron a andar por la oscura nave.

– Adelante -dijo Zovastina a Cassiopeia-. Va a comportarse, ¿no es así?

– Como si tuviera elección…

– El cura se lo agradecerá.

Cuando ambas mujeres abandonaron el presbiterio, Malone se dirigió a Thorvaldsen:

– ¿Se van a ir sin más, sin que les respondamos?

– Era preciso -repuso Stephanie mientras ella y otro hombre surgían de las sombras del crucero sur.

Stephanie hizo las presentaciones. El flaco era Edwin Davis, asesor de Seguridad Nacional, la voz de antes por teléfono. Todo en él era pulcro y reservado, desde los planchados pantalones y la tiesa camisa de algodón hasta los lustrosos y estrechos zapatos de becerro. Malone hizo caso omiso de Davis y le preguntó a Stephanie:

– ¿Por qué era preciso?

Quien contestó fue Thorvaldsen:

– No estábamos seguros de lo que iba a pasar. Sólo intentábamos hacer que pasara algo.

– ¿Querías que se llevara a Cassiopeia?

El danés negó con la cabeza.

– No, pero por lo visto ella sí. Lo vi en sus ojos, así que aproveché la oportunidad y la contenté. Por eso te pedí que soltaras el arma.

– ¿Te has vuelto loco?

Thorvaldsen se acercó más.

– Cotton, hace tres años yo presenté a Ely y a Cassiopeia.

– ¿Qué tiene eso que ver con nada?

– Cuando Ely era joven tonteó con las drogas, no fue cuidadoso con las agujas y, por desgracia, contrajo el VIH. Llevaba bien la enfermedad, tomaba varios cócteles de medicamentos, pero no las tenía todas consigo. La mayoría de los infectados acaban contrayendo el sida y muriendo. Él tuvo suerte.

Malone esperó: había más.

– Cassiopeia también es seropositiva.

¿Había oído bien?

– Una transfusión de sangre, hace diez años. Toma los fármacos sintomáticos y también lo lleva bien.

Malone estaba estupefacto, pero ahora muchos de los comentarios de su amiga cobraban sentido.

– ¿Cómo puede ser? Es tan activa, tan fuerte.

– Si se toman las medicinas a diario, es posible, siempre que el virus coopere.

Él miró a Stephanie fijamente.

– ¿Tú lo sabías?

– Edwin me lo contó antes de venir aquí. Se lo dijo Henrik. Él y Henrik nos estaban esperando. Por eso Michener me llevó aparte.

– Entonces Cassiopeia y yo éramos prescindibles, ¿no? Alguien de quien poder desligarse.

– Algo así. No teníamos idea de lo que haría Zovastina.

– Maldito hijo de puta -dijo Malone, avanzando hacia Davis.

– Cotton -medió Thorvaldsen-. Yo di mi aprobación. Enfádate conmigo.

Malone se paró en seco y clavó la mirada en su amigo.

– ¿Qué derecho tenías?

– Cuando tú y Cassiopeia abandonasteis Copenhague llamó el presidente Daniels. Me dijo lo que le había sucedido a Stephanie en Amsterdam y me preguntó qué sabíamos. Se lo conté, y él sugirió que podía ser útil aquí.

– ¿Arrastrándome a mí? ¿Por eso me mentiste con lo de que Stephanie tenía problemas?

Thorvaldsen miró a Davis.

– A decir verdad, eso también me tiene a mí algo confuso. Yo sólo te dije lo que ellos me dijeron a mí. Por lo visto, el presidente nos quería a todos dentro.

Malone se enfrentó a Davis.

– No me gusta su forma de hacer las cosas.

– Lo comprendo, pero he de hacer lo que debo.

– Cotton, no había mucho tiempo para planear esto detenidamente -arguyó Thorvaldsen-. He ido improvisando sobre la marcha.

– ¿Tú crees?

– Pero no pensaba que Zovastina fuese a cometer una estupidez aquí, en la basílica. No podía. Y la pillaríamos desprevenida. Por eso me avine a desafiarla. Naturalmente Cassiopeia era otra historia: ha matado a dos personas.

– Y a una más, en Torcello. -Se dijo a sí mismo que no debía perder el norte-. ¿De qué va todo esto?

– Una parte consiste en detener a Zovastina -respondió Stephanie-. Planea desencadenar una guerra sucia y posee los recursos necesarios para hacerlo a lo grande.

– Se puso en contacto con la Iglesia y ellos nos avisaron -añadió Davis-. Por eso estamos aquí.

– Podría habérnoslo dicho -le espetó Malone a Davis.

– No, señor Malone, no podíamos. He leído su hoja de servicios: fue un agente excelente, con una larga lista de misiones conseguidas y elogios. No me parece usted ingenuo, por lo que debería entender mejor que nadie cómo se juega a esto.

– Ésa es precisamente la cuestión -contestó él-. Que yo ya no participo en ese juego.

Se puso a caminar arriba y abajo intentando tranquilizarse. Luego se aproximó a la caja de madera abierta del suelo.

– ¿Zovastina lo arriesgó todo sólo para echarles un vistazo a estos huesos?

– Ésa es la otra parte -dijo Thorvaldsen-, la más complicada. Leíste algunas páginas del manuscrito que encontró Ely sobre Alejandro Magno y el bebedizo. Ely llegó a creer, quizá tontamente, que a juzgar por los síntomas que se describían el bebedizo tal vez pudiera actuar sobre los patógenos virales.

– ¿Como el VIH? -inquirió él.

Su amigo asintió.

– Sabemos que existen sustancias que se encuentran en la naturaleza (cortezas de árboles, plantas foliáceas, raíces) capaces de combatir las bacterias y los virus, tal vez incluso algunos tipos de cáncer. Él esperaba que ésa fuese una de ellas.

Malone recordó el manuscrito: «Presa de los remordimientos, y sintiendo que Ptolomeo era sincero, Eumenes reveló el lugar de descanso, que se hallaba muy lejos, en las montañas, donde los escitas le mostraron a Alejandro la vida.»

– Los escitas fueron quienes le dieron a conocer el bebedizo a Alejandro. Eumenes dijo que Alejandro estaba enterrado donde los escitas le mostraron la vida. -Se le ocurrió una idea y le preguntó a Stephanie-: Tú tienes uno de los medallones, ¿no?

Ella le entregó la moneda.

– De Amsterdam. Lo recuperamos después de que los hombres de Zovastina intentaron hacerse con él. Nos han dicho que es auténtico.

Él sostuvo el decadracma a contraluz.

– El guerrero oculta dos letras diminutas: ZH -explicó Stephanie-. «Vida», en griego clásico.

«A continuación, Ptolomeo me entregó un medallón de plata que mostraba a Alejandro enfrentado a los elefantes. Me dijo que había acuñado las monedas en honor a esas batallas. Asimismo me pidió que volviera cuando hubiese resuelto su enigma. Pero un mes después Ptolomeo moría.» Jerónimo de Cardia nuevamente.

Ahora lo sabía.

– Las monedas y el enigma guardan relación.

– Sin duda -convino Thorvaldsen-. Pero ¿de qué manera?

Malone no estaba dispuesto a dar explicaciones.

– Ninguno de vosotros me ha respondido: ¿por qué los habéis dejado marchar?

– Es evidente que Cassiopeia quería ir -replicó el danés-. Entre ella y yo dejamos caer suficiente información sobre Ely para intrigar a Zovastina.

– ¿Por eso la llamaste por teléfono fuera?

Su amigo asintió.

– Necesitaba información. Yo no sabía lo que iba a hacer. Tienes que entenderlo, Cotton: Cassiopeia quiere saber qué le pasó a Ely, y las respuestas están en Asia.

A él le fastidiaba esa obsesión. ¿Por qué? No estaba seguro, pero así era. Igual que el dolor de su amiga, y su enfermedad. Demasiadas cosas. Demasiadas emociones para un hombre que se esforzaba por desoírlas.

– ¿Qué piensa hacer cuando llegue a la Federación?

Thorvaldsen se encogió de hombros.

– No tengo ni idea. Zovastina sabe que estoy al tanto de su plan en líneas generales, se lo dejé bien claro, y sabe que Cassiopeia está relacionada conmigo. Aprovechará la oportunidad que le hemos dado para intentar sacarle a Cassiopeia lo que pueda…

– Antes de matarla.

– Cotton, eso es algo que Cassiopeia aceptó libremente -terció Stephanie-. Nadie le dijo que fuera.

Malone experimentó una nueva oleada de melancolía.

– No, sólo la dejamos marchar. ¿Está involucrado ese sacerdote?

– Tiene algo que hacer -contestó Davis-. Por eso se ofreció voluntario.

– Sin embargo, hay más -apuntó Thorvaldsen-. Lo que Ely descubrió, el enigma de Ptolomeo, es real. Y ahora tenemos todas las piezas para hallar la solución.

Malone señaló la caja.

– Ahí no hay nada. Es un callejón sin salida.

El danés negó con la cabeza.

– No es verdad. Esos huesos descansaron bajo nosotros, en la cripta, durante siglos antes de que los subieran aquí. -Thorvaldsen señaló el sarcófago abierto-. La primera vez que los extrajeron, en 1835, encontraron algo más. Sólo unos pocos lo saben. -Indicó el oscurecido crucero sur-. Se halla en el tesoro, desde hace mucho tiempo.

– Y querías que Zovastina se fuera para echar un vistazo, ¿no?

– Algo por el estilo. -El danés sostuvo en alto una llave-. Nuestra entrada.

– ¿Eres consciente de que a Cassiopeia se le podría ir esto de las manos?

Él asintió con vehemencia.

– Plenamente.

Malone tenía que pensar, así que miró hacia el crucero sur y preguntó:

– ¿Sabes qué hacer con lo que quiera que haya ahí?

Thorvaldsen negó con la cabeza.

– Yo no, pero contamos con alguien que tal vez sí.

Malone estaba perplejo.

– Henrik cree, y Edwin parece coincidir con él… -empezó a decir Stephanie.

– Se trata de Ely -aclaró Thorvaldsen-. Creemos que sigue vivo.

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