SEGUNDA PARTE

VEINTIUNO

Amsterdam, Países Bajos

19.30 horas


Stephanie Nelle salió del taxi con dificultad y se puso a toda prisa la capucha del abrigo. La lluvia de abril caía con fuerza y el agua se remansaba entre los rugosos adoquines, corriendo furiosa hacia los canales de la ciudad. La responsable, una intensa tormenta procedente del mar del Norte que se había desatado hacía un rato, se ocultaba ahora tras las nubes color añil, pero la luz de las farolas permitía ver un persistente calabobos.

Se abrió paso entre la lluvia, las desnudas manos en los bolsillos del abrigo. Cruzó un puente peatonal con arcadas, entró en la Rembrandtplein y se fijó en que la inclemente tarde no había enfriado los ánimos de los que atestaban peepshows, clubes de ligoteo, bares de ambiente y locales de striptease de la plaza.

Ahondando más aún en las entrañas del barrio chino, dejó atrás los burdeles, sus escaparates plagados de chicas que prometían placer envueltas en cuero y encaje. En uno de ellos, una asiática con ropa ceñida y parafernalia bondage ocupaba un asiento acolchado y ojeaba las páginas de una revista.

A Stephanie le habían dicho que la noche no era el momento más amenazador para visitar el famoso barrio. La desesperación matinal de los yonquis de paso y la crispación de primera hora de la tarde de los chulos, que esperaban a que se reanudara el negocio nocturno, solían resultar más impactantes. Sin embargo, le habían advertido que el extremo norte, cerca de la plaza Nieuwmarkt, en una zona no tan concurrida, desprendía continuamente una callada sensación de peligro, de manera que se puso en guardia al atravesar la invisible línea. Sus ojos se movían atrás y adelante como los de un gato que estuviera de ronda, sus pasos encaminados sin vacilar hacia el café que se encontraba al final de la calle.

El Jan Heuval ocupaba la planta baja de un almacén de tres pisos. Era un café marrón, uno de los cientos que tachonaban la Rembrandtplein. Abrió la puerta con decisión y percibió en el acto el tufo a cannabis junto con la ausencia de letreros en los que se leyera «Prohibido consumir drogas».

El café estaba abarrotado, el tibio aire saturado de una niebla alucinógena que olía a cuerda chamuscada. El olor a pescado frito y castañas asadas se mezclaba con aquella vaharada narcótica y hacía que le escocieran los ojos. Se quitó la capucha y se sacudió la lluvia en las mojadas baldosas de la entrada.

Entonces vio a Klaus Dyhr. Treinta y tantos, rubio, tez blanca y rostro curtido; justo como se lo habían descrito.

Stephanie se recordó por enésima vez la razón de que se encontrara allí: devolver un favor. Cassiopeia Vitt le había pedido que se pusiera en contacto con Dyhr, y dado que le debía a su amiga al menos un favor, difícilmente podría haberse negado. Antes de comunicarse con él había hecho averiguaciones y se había enterado de que Dyhr había nacido en Holanda, se había formado en Alemania y trabajaba de químico para un fabricante de plásticos local. Su obsesión eran las monedas -al parecer, tenía una colección impresionante-, y una en concreto había despertado el interés de su amiga musulmana.

El holandés estaba solo cerca de una mesa que le llegaba a la altura del pecho, disfrutando de una cerveza tostada y masticando pescado frito. Un cigarrillo liado se consumía en un cenicero, y las densas espirales de neblina verde que subían no eran de tabaco.

– Soy Stephanie Nelle -se presentó ella en inglés-. La que llamó.

– Dijo que estaba interesada en comprar.

Ella captó la brusquedad del tono, que advertía: dime lo que quieres, págame y me iré por donde he venido. También reparó en sus vidriosos ojos, que casi no tenían remedio. Hasta ella empezaba a sentirse colocada.

– Como le dije por teléfono, quiero el medallón con el elefante.

Él bebió un trago de cerveza.

– ¿Por qué? No es importante. Tengo muchas otras monedas que valen mucho más. A buen precio.

– No lo dudo, pero quiero el medallón. Usted dijo que estaba a la venta.

– Dije que dependía de lo que estuviera dispuesta a pagar.

– ¿Puedo verlo?

Klaus se metió la mano en el bolsillo. Stephanie cogió la oblonga moneda que él le tendió y la examinó a través de su funda de plástico: en una cara, un guerrero; en la otra, un elefante de guerra montado que desafiaba a un jinete. Del tamaño de una moneda de cincuenta céntimos, las imágenes casi borradas.

– No tiene ni idea de lo que es, ¿no? -preguntó Klaus.

Ella decidió ser franca.

– Estoy haciendo esto por alguien.

– Quiero seis mil euros.

Cassiopeia le había dicho que pagara lo que hiciera falta, el precio era irrelevante. Sin embargo, mientras observaba la enfundada pieza se preguntó por qué algo tan anodino podía revestir tanta importancia.

– Sólo se conocen ocho -explicó él-. Seis mil euros es una ganga.

– ¿Sólo ocho? Entonces, ¿por qué venderla?

Él cogió la colilla, dio una profunda calada y, tras retenerla, expulsó lentamente un humo denso.

– Necesito el dinero.

Sus aceitosos ojos volvieron a caer, fijos en la cerveza.

– ¿Tan mal están las cosas? -quiso saber ella.

– Como si a usted le importara.

En ese preciso instante, dos hombres flanquearon a Klaus: uno rubio y el otro moreno. Ambos rostros eran una contradictoria mezcla de rasgos árabes y asiáticos. Fuera seguía lloviendo, pero sus abrigos estaban secos. El rubio cogió a Klaus por el brazo y le puso de plano una navaja en el estómago; el moreno le pasó un brazo por los hombros a Stephanie, con aparente cordialidad, y le acercó la punta de otra navaja a las costillas, la hoja contra el abrigo.

– El medallón -ordenó el rubio, haciendo una señal con la cabeza-. Sobre la mesa.

Ella decidió no discutir e hizo lo que le pedían.

– Ahora nos iremos -anunció el moreno mientras se metía la moneda en un bolsillo. El aliento le olía a cerveza-. No os mováis de aquí.

Stephanie no tenía intención de desafiarlos: sabía respetar las armas cuando le apuntaban.

Los dos tipos se dirigieron hacia la puerta y salieron del café.

– Se han llevado mi moneda -dijo Klaus, alzando la voz-. Voy a por ellos.

Ella no supo si lo que hablaba era la insensatez o las drogas.

– ¿Y si deja que yo me ocupe?

Él le lanzó una mirada suspicaz.

– Le aseguro que he venido preparada -afirmó Stephanie.

VEINTIDÓS

Copenhague 19.45 horas


Malone terminó de cenar en el café Norden, un restaurante de dos plantas con vistas al corazón de la Höjbro Plads. La tarde era desapacible y un intenso chaparrón de abril mojaba la casi desierta plaza. Estaba ubicado junto a una ventana de la segunda planta, disfrutando de la lluvia.

– Te agradezco que nos hayas echado una mano hoy -dijo Thorvaldsen desde el otro lado de la mesa.

– ¿Que casi salto por los aires? ¿Dos veces? ¿Para qué están los amigos?

Apuró su crema de tomate. En el café servían una de las mejores que había tomado nunca. Tenía un montón de preguntas, pero sabía que las respuestas, como solía ocurrir con Thorvaldsen, le llegarían racionadas.

– En la casa, Cassiopeia y tú dijisteis algo acerca del cuerpo de Alejandro Magno, que sabéis dónde está. ¿Cómo es posible?

– Hemos logrado averiguar muchas cosas al respecto.

– ¿El amigo de Cassiopeia, el del museo de Samarcanda?

– Era más que un amigo, Cotton.

Eso él ya lo suponía.

– ¿Quién era?

– Ely Lund. Creció aquí, en Copenhague. Él y mi hijo, Cal, eran amigos.

Malone captó la tristeza cuando el danés mencionó el nombre de su difunto hijo, y a él le dio un vuelco el estómago al recordar aquel día de hacía dos años, en Ciudad de México, cuando el joven fue asesinado. Malone se encontraba allí, en una misión de Magellan Billet, y abatió a los pistoleros, pero también recibió un balazo. Perder a un hijo… Le resultaba inconcebible que Gary, su propio hijo, de quince años, pudiese morir.

– Mientras que Cal quería trabajar para el gobierno, a Ely le encantaba la historia. Se doctoró y se especializó en la Grecia antigua, trabajó en varios museos europeos antes de acabar en Samarcanda. El Museo de Cultura de allí posee una colección soberbia, y la Federación de Asia Central fomentaba la ciencia y el arte.

– ¿Cómo lo conoció Cassiopeia?

– Los presenté yo, hace tres años. Creí que sería bueno para ambos.

Malone dio un sorbo a su bebida.

– ¿Qué pasó?

– Él murió, hace algo menos de dos meses; fue un duro golpe para ella.

– ¿Lo quería?

Su amigo se encogió de hombros.

– Con ella es difícil saberlo. Rara vez muestra sus sentimientos.

Sin embargo, lo había hecho antes. Su tristeza al ver arder el museo, los ausentes ojos clavados en el otro lado del canal, su negativa a mirarlo a él. Nada expresado, tan sólo sentido.

Cuando llegaron con la motora a Christiangade, Malone pidió respuestas, pero Thorvaldsen le prometió explicárselo todo en la cena. Así que él había vuelto a Copenhague, dormido un poco y trabajado el resto de la jornada en la librería. En un par de ocasiones sus pies lo llevaron a la sección de historia, donde encontró algunos volúmenes sobre Alejandro Magno y Grecia. Pero a lo que más le daba vueltas era a una frase de Thorvaldsen: «Cassiopeia necesita tu ayuda.»

Ahora empezaba a entender.

Al otro lado de la plaza, por la ventana, vio salir a Cassiopeia de su librería, corriendo bajo la lluvia con algo bajo el brazo en una bolsa de plástico. Hacía media hora, él le había entregado la llave de la tienda para que pudiera utilizar el ordenador y el teléfono.

– La esperanza de dar con el cuerpo de Alejandro se cifra en Ely y en el manuscrito que descubrió -explicó Thorvaldsen-. En un principio, Ely le pidió a Cassiopeia que localizara los medallones con elefante, pero cuando empezamos a averiguar su paradero descubrimos que ya había alguien buscando.

– ¿Cómo relacionó Ely los medallones con el manuscrito?

– Examinó el de Samarcanda y encontró las microletras: ZH. Guardan relación con el manuscrito. Cuando Ely murió, Cassiopeia quiso saber qué estaba pasando.

– Así que vino a pedirte ayuda.

El danés asintió.

– No pude negarme.

Malone sonrió. ¿Cuántos amigos comprarían un museo entero y duplicarían todo cuanto había en su interior sólo para que pudiera quedar reducido a cenizas?

Cassiopeia desapareció bajo el alféizar de la ventana, y él oyó abrir y cerrar la puerta del café y luego pasos que subían a la segunda planta por la escalera metálica.

– Hoy te has mojado a más no poder -dijo Malone cuando ella llegó arriba.

Tenía el cabello recogido en una coleta, los pantalones vaqueros y el polo con manchones de lluvia.

– Así es difícil estar guapa.

– No lo creas.

Ella lo miró y dijo:

– Qué encantador estás esta noche.

– Tengo mis momentos.

Cassiopeia sacó el ordenador portátil de la bolsa de plástico y le dijo a Thorvaldsen:

– Me lo he bajado todo.

– De haber sabido que ibas a traerlo con esta lluvia te habría pedido algo en prenda -comentó Malone.

– Has de ver esto.

– Le he contado lo de Ely -dijo Thorvaldsen.

El comedor estaba poco iluminado y vacío. Malone comía allí tres o cuatro veces por semana, siempre en la misma mesa, casi a la misma hora. Disfrutaba con la soledad.

Cassiopeia lo miró y él dijo:

– Lo siento.

Y de veras lo sentía.

– Te lo agradezco.

– Y yo te agradezco que me salvaras el culo.

– Habrías salido de todas formas. Yo sólo aceleré las cosas.

Recordando el aprieto en que se había visto, Malone no estaba tan seguro de ello.

Quería hacer más preguntas sobre Ely Lund, sentía curiosidad por saber cómo había conseguido atravesar su coraza emocional. Al igual que en su caso, estaba debidamente blindado. Sin embargo, guardó silencio, como solía hacer cuando los sentimientos eran ineludibles.

Cassiopeia encendió el portátil e hizo aparecer en pantalla varias imágenes escaneadas. Palabras. De un gris espectral, borrosas en algunos lugares y todas ellas en griego.

– Alrededor de una semana después de que Alejandro Magno muriera, en el año 323 a. J.C., llegaron a Babilonia embalsamadores egipcios -explicó-. Aunque era verano y hacía un calor infernal, encontraron su cuerpo incorrupto, el macedonio parecía vivo, lo cual se consideró una señal divina de la grandeza de Alejandro.

Malone había leído acerca de eso mismo antes.

– Una señal… Probablemente aún siguiera con vida, en un coma terminal.

– Eso es lo que se cree hoy, pero por aquel entonces se desconocía ese estado, de manera que se pusieron manos a la obra y lo momificaron.

Malone sacudió la cabeza.

– Increíble. El mayor conquistador de su tiempo, muerto por unos embalsamadores.

Cassiopeia sonrió para indicar su conformidad.

– El proceso de momificación solía llevar varios días, pues la idea era secar el cuerpo para impedir su deterioro. Pero en el caso de Alejandro utilizaron un método distinto: lo sumergieron en miel blanca.

Él sabía que la miel era una sustancia que no se descomponía. El tiempo cristalizaría, pero no destruiría, su composición, que se podría reconstituir fácilmente aplicando calor.

– La miel habría conservado a Alejandro, por dentro y por fuera, mejor que la momificación -explicó ella-. Al cabo, el cuerpo fue envuelto en cartonaje de oro, introducido en un sarcófago también de oro, ataviado con túnicas y una corona y rodeado de más miel. Así permaneció, en Babilonia, durante un año mientras se construía un carruaje con joyas incrustadas. Después el cortejo fúnebre abandonó Babilonia.

– Y fue entonces cuando dieron comienzo los juegos funerarios -apuntó él.

Cassiopeia asintió.

– Por así decirlo. Pérdicas, uno de los generales de Alejandro, convocó una reunión de emergencia de los Compañeros un día después del fallecimiento. Roxana, la esposa asiática de Alejandro, estaba embarazada de seis meses. Pérdicas quería esperar al parto para decidir qué hacer: si el niño era varón, sería el heredero legítimo. Pero otros se mostraban reacios. No estaban dispuestos a tener un monarca medio bárbaro. Querían por rey al hermanastro de Alejandro, Filipo, aunque, a decir de todos, era un enfermo mental.

Malone recordó los pormenores de lo que había leído con anterioridad. Las disputas estallaron en torno al lecho de muerte de Alejandro. Pérdicas convocó una asamblea de macedonios y, con el objeto de mantener el orden, situó el cadáver de Alejandro en el centro. La asamblea votó renunciar a la conquista de Arabia que habían planeado y aprobó la división del imperio. Las satrapías se repartieron entre los Compañeros, y la rebelión no se hizo esperar cuando los generales empezaron a pelear entre sí. A finales del verano, Roxana dio a luz a un muchacho, al que bautizaron como Alejandro IV. Para mantener la paz se adoptó un acuerdo conjunto mediante el cual el niño y Filipo, el hermanastro, serían considerados reyes, si bien los Compañeros gobernarían sus respectivas partes del imperio, indiferentes a ambos.

– ¿Qué ocurrió a los seis años, cuando el hermanastro fue asesinado por Olimpia, la madre de Alejandro? -inquirió Malone-. Ella odiaba a ese niño desde que nació, ya que Filipo de Macedonia se había divorciado de ella para casarse con su madre. Luego, unos años más tarde, Roxana y Alejandro IV fueron envenenados. Ninguno de ellos llegó a gobernar nada.

– También acabaron asesinando a la hermana de Alejandro -explicó Thorvaldsen-. Toda su estirpe erradicada. No sobrevivió un solo heredero legítimo, y el mayor imperio del mundo se desmoronó.

– Pero ¿qué tiene que ver eso con los medallones? Y, ¿qué relevancia podría tener en la actualidad?

– Ely creía que mucha -contestó Cassiopeia.

Malone vio que había más.

– Y, ¿qué es lo que crees tú?

Ella guardó silencio, como si se sintiera insegura pero no quisiera expresar sus reservas.

– Está bien -dijo él-. Dímelo cuando estés lista.

Entonces le vino otra idea a la cabeza y le preguntó a Thorvaldsen:

– ¿Qué hay de los otros dos medallones que quedan aquí, en Europa? Te oí preguntarle a Viktor por ellos. Probablemente vaya en su busca.

– A ese respecto le llevamos la delantera.

– ¿Ya los tiene alguien?

El danés consultó su reloj.

– A esta hora, uno al menos sí, espero.

VEINTITRÉS

Amsterdam


Stephanie salió de nuevo a la lluvia. Cuando se echó la capucha sobre la cabeza encontró el pinganillo y le habló al micro que llevaba oculto bajo la chaqueta.

– Dos hombres acaban de salir del café. Tienen lo que quiero.

– Están a cincuenta metros, van hacia el puente -fue la respuesta.

– Detenedlos.

Echó a andar a buen paso en mitad de la noche.

Había acudido con dos agentes del servicio secreto que pertenecían al equipo de seguridad exterior del presidente estadounidense, Danny Daniels. Hacía un mes, el presidente le había pedido que lo acompañara a la cumbre económica anual que se celebraba en Europa. Los líderes de los distintos países se habían reunido a unos sesenta kilómetros al sur de Amsterdam. Esa noche Daniels asistía a una cena formal, se hallaba a salvo en La Haya, de manera que ella se las había ingeniado para «raptar» a dos ayudantes. «No es más que una medida preventiva, les aseguró», prometiéndoles una cena después donde ellos quisieran.

– Van armados -le susurró al oído un agente.

– En el café tenían navajas -replicó ella.

– Aquí fuera, pistolas.

Su cuerpo se tensó. Aquello se ponía feo.

– ¿Dónde están?

– En el puente peatonal.

Stephanie oyó disparos y se sacó de debajo de la chaqueta una Beretta, cortesía de Magellan Billet.

Más disparos.

Rodeó una esquina.

La gente se dispersaba. El moreno y el rubio estaban agazapados en el puente, tras una barandilla de hierro que les llegaba por el pecho, y disparaban a los dos agentes del servicio secreto, uno a cada lado del canal.

Un cristal se hizo añicos cuando una bala alcanzó uno de los burdeles.

Una mujer chilló.

Más gente asustada pasaba corriendo ante Stephanie. Ella bajó el arma, ocultándola a un lado.

– Hay que impedir que esto se nos vaya de las manos -susurró al micro.

– Dígaselo a ellos -respondió uno de los agentes.

Hacía una semana, cuando había accedido a hacerle el favor a Cassiopeia, no se había olido nada malo, pero el día anterior algo le dijo que acudiera preparada, sobre todo cuando recordó que Cassiopeia había dicho que ella y Henrik Thorvaldsen apreciaban el gesto. Cualquier cosa en la que anduviera metido Thorvaldsen era sinónimo de peligro.

Llegaron más disparos procedentes del puente.

– ¡No vais a salir de ahí! -gritó ella.

El rubio se volvió y apuntó en su dirección.

Stephanie se metió en un hueco que se encontraba en un nivel inferior, y una bala rebotó en los ladrillos, a escasos metros. Se agarró a la escalera y subió con cuidado. El agua chorreaba por los peldaños y le empapaba la ropa.

Hizo dos disparos.

Ahora los dos hombres se hallaban en medio de un triángulo. No tenían escapatoria.

El moreno cambió de sitio, procurando reducir su exposición, pero uno de los agentes le acertó en el pecho. Se tambaleó hasta que otro proyectil lo arrojó contra el pretil del puente, el cuerpo se dobló y cayó al canal.

Estupendo. Ahora había cadáveres.

El rubio corrió hasta la barandilla para echar un vistazo. Parecía disponerse a saltar, pero más disparos le impidieron moverse. Luego se enderezó y echó a correr hacia el otro extremo del puente mientras disparaba a discreción. El agente del servicio secreto que ocupaba aquel lugar devolvió el fuego mientras el que se hallaba en el lado de Stephanie se adelantaba a todo correr y abatía al hombre por detrás con tres disparos.

Comenzaron a oírse sirenas.

Stephanie abandonó su posición y fue hacia el puente. El rubio yacía sobre los adoquines, la lluvia arrastrando la sangre que manaba de su cuerpo. Les indicó a los agentes con los brazos que se aproximaran.

Ambos fueron a toda velocidad.

El moreno flotaba boca abajo en el canal.

A menos de cincuenta metros se veían unas luces azules y rojas que se acercaban al puente de prisa. Tres coches de policía.

Ella señaló a uno de los agentes:

– Métete en el agua y saca el medallón del bolsillo de ese tipo. Está en una funda de plástico y tiene un elefante grabado. Cuando lo tengas, aléjate a nado y no dejes que te pillen.

El hombre se enfundó el arma y saltó por la barandilla. Eso era lo que le gustaba del servicio secreto: nada de preguntas, tan sólo acción.

Los coches de policía se detuvieron derrapando.

Ella se sacudió la lluvia del rostro y miró al otro agente.

– Vete de aquí y consígueme ayuda diplomática.

– ¿Dónde estará?

Stephanie se retrotrajo al verano anterior. Roskilde. Malone y ella.

– Detenida.

VEINTICUATRO

Copenhague


Cassiopeia bebía a sorbos una copa de vino sin perder de vista a Malone, que asimilaba lo que ella y Thorvaldsen le estaban contando.

– Cotton, deja que te explique qué fue lo que suscitó nuestro interés -dijo ella-. Ya te hemos contado algo antes, lo de la fluorescencia de rayos X. Un investigador del Museo de Cultura de Samarcanda fue el primero en aplicar la técnica, pero a Ely se le ocurrió la idea de examinar textos bizantinos medievales. Ahí fue donde encontró los escritos en un plano molecular.

– El pergamino reutilizado se llama palimpsesto -aclaró Thorvaldsen-. La verdad es que es bastante ingenioso. Después de que los monjes raspaban la tinta original y escribían en las páginas en blanco, cortaban las hojas y las ponían de lado, consiguiendo lo que vendrían a ser los libros de hoy en día.

– Es evidente que gran parte del pergamino original se perdía con tanto destrozo, porque rara vez se mantenían juntos pergaminos originales -prosiguió Cassiopeia-. Sin embargo, Ely encontró varios que estaban relativamente intactos. En uno de ellos descubrió algunos teoremas perdidos de Arquímedes. Extraordinario, dado que en la actualidad no se conserva casi nada de lo que él escribió. -Miró fijamente a Malone-. En otro dio con la fórmula del fuego griego.

– ¿Y a quién se lo contó? -quiso saber él.

– A Irina Zovastina -contestó Thorvaldsen-. Ministra de la Federación de Asia Central. Zovastina pidió que no desvelara lo que descubriera, al menos durante un tiempo. Y, dado que era ella la que pagaba las facturas, Ely difícilmente podía negarse. También lo animó a analizar más manuscritos del museo.

– Ely entendía esa necesidad de secretismo -intervino Cassiopeia-. Las técnicas eran novedosas y tenían que asegurarse de que lo que estaban encontrando era auténtico. No vio mal alguno en esperar. A decir verdad, quería examinar tantos manuscritos como pudiera antes de que el asunto se hiciera público.

– Pero te lo contó a ti -objetó Malone.

– Estaba entusiasmado y quería compartir su entusiasmo. Sabía que yo no diría nada.

– Hace cuatro meses, Ely tropezó con algo extraordinario en uno de los palimpsestos -contó el danés-: el relato de Jerónimo de Cardia. Jerónimo era amigo y compatriota de Eumenes, uno de los generales de Alejandro Magno, que además ejercía de secretario personal de éste. Hasta nosotros sólo han llegado fragmentos de las obras de Jerónimo, pero se sabe que son bastante fiables. Ely descubrió un relato completo, de la época de Alejandro, contado por un observador que gozaba de credibilidad. -Thorvaldsen hizo una pausa-. Es un señor relato, Cotton. Leíste algo antes sobre la muerte de Alejandro y el bebedizo.

Cassiopeia sabía que Malone estaba intrigado. En ocasiones le recordaba a Ely. Ambos hombres se servían del humor para burlarse de la realidad, eludir un tema, tergiversar un argumento o, lo más irritante, no implicarse. Pero si Malone destilaba seguridad física, dominio de su entorno, los puntos fuertes de Ely eran una inteligencia reflexiva y un corazón tierno. Menuda pareja formaban: ella, morena, de cabello oscuro, española y musulmana; él, de tez blanca, escandinavo y protestante. Sin embargo, le encantaba estar a su lado.

Toda una novedad para ella en mucho tiempo.

– Cotton, alrededor de un año después de la muerte de Alejandro, en el invierno del 321 a. J.C., su cortejo fúnebre finalmente salió de Babilonia -continuó Cassiopeia-. A esas alturas, Pérdicas ya había decidido enterrar a Alejandro en Macedonia, lo que se oponía al deseo que había manifestado el conquistador en su lecho de muerte de ser sepultado en Egipto. Ptolomeo, otro de los generales, había reivindicado su porción del Imperio egipcio, y ya se encontraba allí ejerciendo de sátrapa. Pérdicas, por su parte, actuaba de regente del infante, Alejandro IV. Según la constitución macedonia, era preciso que el nuevo gobernante enterrara debidamente a su predecesor…

– Y si Pérdicas permitía que Ptolomeo enterrara a Alejandro en Egipto, ello podría darle mayor derecho al trono a Ptolomeo.

Ella asintió.

– Además, por aquel entonces existía una profecía según la cual, si se dejaba de enterrar a los reyes en suelo macedonio, la estirpe real se extinguiría. Al final, Alejandro Magno no fue enterrado en Macedonia y la estirpe real se extinguió.

– He leído lo que pasó -afirmó Malone-. Ptolomeo asaltó el cortejo fúnebre en lo que actualmente es el norte de Siria y llevó el cuerpo a Egipto. Pérdicas intentó dos veces lanzar una invasión por el Nilo, pero sus oficiales acabaron rebelándose y lo mataron a puñaladas.

– Entonces Ptolomeo hizo algo inesperado -intervino Thorvaldsen-. Rehusó la regencia que le ofreció el ejército. Podía haber sido soberano de todo el imperio, pero dijo que no y centró toda su atención en Egipto. Extraño, ¿no?

– Puede que no quisiera ser rey. Por lo que he leído, la traición y el cinismo estaban tan a la orden del día que nadie vivía mucho tiempo. El asesinato sencillamente formaba parte del proceso político.

– O puede que Ptolomeo supiera algo que nadie más sabía. -Cassiopeia vio que Malone aguardaba su explicación-. Que el cuerpo que descansaba en Egipto no era el de Alejandro.

Él sonrió.

– Me sé esas historias. Supuestamente, después de asaltar el cortejo, Ptolomeo mandó crear un doble de Alejandro que sustituyó el cuerpo real. Después les dio a Pérdicas y a otros la oportunidad de llevárselo. Pero no son más que relatos, no existen pruebas que los corroboren.

Ella negó con la cabeza.

– Yo estoy hablando de algo completamente distinto. El manuscrito que encontró Ely nos dice exactamente lo que ocurrió: el cuerpo que partió hacia el oeste para ser inhumado en el 321 a. J.C. no era el de Alejandro. El año anterior, en Babilonia, habían dado el cambiazo, y Alejandro fue sepultado en un lugar conocido por muy pocos. Y esos pocos supieron guardar el secreto: nadie ha sabido nada en dos mil trescientos años.


Habían transcurrido dos días desde que Alejandro ejecutó a Glaucias. Lo que quedaba del cuerpo del médico permanecía fuera de las murallas de Babilonia, en la tierra y los árboles, los animales aún sacando carne de los huesos. La furia del rey continuaba siendo desenfrenada. Se mostraba irritable, suspicaz y desdichado. Eumenes fue llamado a su presencia y Alejandro le dijo a su secretario que pronto moriría. La afirmación asustó a Eumenes, pues no imaginaba el mundo sin Alejandro. El rey aseguró que los dioses estaban impacientes y sus días entre los vivos estaban a punto de concluir. Eumenes escuchó, pero no dio mucho crédito a la predicción. Alejandro creía desde hacía mucho tiempo que no era hijo de Filipo, sino el descendiente mortal de Zeus. Sin duda una afirmación fantástica, pero tras todas sus grandes conquistas muchos habían llegado a coincidir con él. Alejandro habló de Roxana y del hijo que ésta llevaba en su vientre. Si era varón, tendría legítimo derecho al trono, pero Alejandro era consciente del rencor que guardarían los griegos a un gobernante medio extranjero. Le confió a Eumenes que sus Compañeros se disputarían su imperio y él no quería ser partícipe de esa lucha. «Que sean ellos quienes se labren su propio destino», dijo. El suyo ya estaba decidido. Así pues, le dijo a Eumenes que quería ser enterrado con Hefestión. Igual que Aquiles, que pidió que sus cenizas fuesen mezcladas con las de su amante, Alejandro deseaba lo mismo. «Me aseguraré de que tus cenizas y las suyas se unan», aseveró Eumenes. Pero Alejandro negó con la cabeza. «No. Entiérranos juntos.» Dado que tan sólo unos días antes Eumenes había sido testigo de la gran pira funeraria de Hefestión, preguntó cómo podía ser. Alejandro repuso que el cuerpo que había ardido en Babilonia no era el de Hefestión. Había ordenado embalsamar a su amigo el pasado otoño para que fuese transportado a un lugar donde pudiera descansar en paz para siempre. Alejandro quería eso mismo para él. «Momifícame -ordenó-, y después llévame donde también yo pueda yacer en un aire límpido.» Obligó a Eumenes a prometerle que cumpliría su deseo en secreto, haciendo partícipes tan sólo a otras dos personas que el rey nombró.


Malone apartó la vista de la pantalla. Fuera, la lluvia arreciaba.

– ¿Adonde lo llevaron?

– La cosa se complica -replicó Cassiopeia-. Ely fechó ese manuscrito en torno a cuarenta años después de la muerte de Alejandro. -Echó mano del ordenador y fue bajando por las páginas de la pantalla-. Lee esto. También de Jerónimo de Cardia.


Qué gran error que el más grande de todos los reyes, Alejandro de Macedonia, yaciera por siempre jamás en un lugar ignoto. Aunque buscó un sitio tranquilo para descansar, uno que él mismo dispuso, tan silente destino no parece apropiado. Alejandro no se equivocaba con sus Compañeros: los generales riñeron, se mataron los unos a los otros y asesinaron a todo el que suponía una amenaza a sus reivindicaciones. Tal vez Ptolomeo fuese el más afortunado. Gobernó Egipto durante treinta y ocho años. En el último año de su reinado supo de mis esfuerzos por escribir este relato y me instó a abandonar la biblioteca de Alejandría para acudir a su palacio. Sabía de mi amistad con Eumenes y había leído con interés lo que había escrito hasta el momento. Entonces confirmó que el cuerpo que estaba enterrado en Menfis no era el de Alejandro. Ptolomeo dejó claro que lo sabía desde que había atacado el cortejo fúnebre. Años después le despertó la curiosidad y envió a unos investigadores. Eumenes fue llevado a Egipto y le dijo a Ptolomeo que los verdaderos restos de Alejandro se hallaban escondidos en un lugar que sólo él conocía. A esas alturas, la tumba de Menfis, donde supuestamente descansaba Alejandro, ya era un lugar sagrado. «Ambos luchamos a su lado y con gusto habríamos muerto por él -le dijo Ptolomeo a Eumenes-. No debería yacer oculto para siempre». Presa de los remordimientos, y sintiendo que Ptolomeo era sincero, Eumenes reveló el lugar de descanso, que se hallaba muy lejos, en las montañas, donde los escitas le mostraron a Alejandro la vida. Eumenes falleció poco después. Ptolomeo recordaba que cuando le preguntaron a quién legaba su reino Alejandro había contestado: «Al más brillante.» Así pues, Ptolomeo me confió estas palabras:


Y tú, aventurero, ya que mi voz inmortal,

aunque lejana, inunda tus oídos, escucha mis palabras.

Navega hasta la capital que fundó el padre de Alejandro,

donde los sabios montan guardia.

Toca lo más íntimo de la ilusión dorada.

Divide el fénix.

La vida proporciona la medida de la verdadera tumba.

Pero sé cauteloso, pues sólo dispondrás de una oportunidad.

Asciende por las paredes que esculpieron los dioses.

Cuando alcances la cima, contempla el ojo ambarino

y atrévete a hallar el refugio remoto.



A continuación, Ptolomeo me entregó un medallón de plata que mostraba a Alejandro enfrentado a los elefantes. Me dijo que había acuñado las monedas en honor a esas batallas. Asimismo me pidió que volviera cuando hubiese resuelto su enigma. Pero un mes después, Ptolomeo moría.

VEINTI CINCO

Samarcanda

Federación de Asia Central

23.50 horas


Zovastina llamó con suavidad a una puerta lacada de color blanco. Abrió una mujer elegante y bien arreglada que debía de rondar los sesenta, el entrecano cabello negro apagado. Como de costumbre, Zovastina no esperó a que la invitara a pasar.

– ¿Está despierta?

La mujer asintió, y Zovastina enfiló el pasillo.

La casa dominaba un terreno arbolado de las afueras de la ciudad, al este, más allá de la sucesión de edificios bajos y vistosas mezquitas, en una zona donde se habían levantado muchas de las viviendas más recientes, el accidentado suelo un día repleto de torres vigía de la era soviética. La prosperidad de la Federación había propiciado la aparición de una clase media y alta, y quienes disponían de medios habían empezado a alardear de ellos. Esa casa, construida hacía una década, era de Zovastina, aunque nunca había vivido en ella. Había preferido regalársela a su amante.

Inspeccionó el lujoso interior. Una consola Luis XV profusamente labrada exhibía una colección de figuritas de porcelana blanca que le había regalado el presidente francés. En la habitación contigua, el artesonado del techo ponía la nota de distinción, el piso entarimado protegido por una alfombra ucraniana. Otro regalo. Un espejo alemán presidía un extremo de la larga estancia y cortinas de tafetán adornaban tres imponentes ventanas.

Cada vez que recorría ese pasillo revestido de mármol su mente retrocedía seis años, a una tarde en que se aproximó a la misma puerta cerrada. En el dormitorio encontró a Karyn desnuda, sobre ella un hombre de torso estrecho, cabello rizado y brazos musculosos. Aún podía oír sus gemidos, su voraz exploración mutua sorprendentemente excitante. Permaneció allí plantada un minuto entero, mirando, hasta que se separaron.

– Irma -dijo con calma Karyn-. Éste es Michele.

Karyn se bajó de la cama y se echó hacia atrás el largo cabello ondulado, dejando a la vista unos pechos que Irma había disfrutado numerosas veces. Enjuta como un chacal, cada centímetro de la perfecta piel de Karyn brillaba con el color de la canela. Unos labios finos que dibujaban una curva desdeñosa, una nariz respingona de delicados orificios, las mejillas como la porcelana. Zovastina se olía que su amante la engañaba, pero presenciar el acto directamente era harina de otro costal.

– Tienes suerte de que no te haga matar.

Karyn ni se inmutó.

– Míralo. A él le importa cómo me siento, da sin pedir nada. Tú sólo tomas. Es lo único que sabes hacer: dictar órdenes y esperar que sean obedecidas.

– No recuerdo haber oído ninguna queja tuya.

– Ser tu puta cuesta caro. He renunciado a cosas más preciosas que el dinero.

La mirada de Zovastina se dirigió sin querer al desnudo Michele.

– Te gusta, ¿eh? -dijo Karyn.

Ella no respondió. Se limitó a ordenar:

– Te quiero fuera de aquí antes de esta noche.

Karyn se acercó, precedida por el dulce aroma de un perfume caro.

– ¿De verdad quieres que me vaya? -Su mano se posó en el muslo de Zovastina-. ¿No te gustaría quitarte la ropa y unirte a nosotros?

Ella abofeteó a su amante con el dorso de la mano. No era la primera vez, aunque sí la primera con ira. Un hilo de sangre manó del labio de Karyn, que le lanzó una mirada rebosante de odio.

– Fuera. Antes de esta noche, o te prometo que no verás la mañana.

Hacía seis años. Mucho tiempo.

O al menos eso le parecía.

Giró el pomo y entró.

El dormitorio conservaba un exquisito mobiliario francés provinciano. Una chimenea de bronce y mármol custodiada por una pareja de leones de pórfido egipcio decoraba una de las paredes. Junto a la cama con dosel, aparentemente fuera de lugar, se hallaba el respirador, al otro lado la botella de oxígeno y una bolsa suspendida de un soporte de acero inoxidable, sus transparentes tubos culebreando hasta uno de los brazos de la enferma.

Karyn estaba recostada sobre unas almohadas en el centro de una gran cama, una colcha de seda en tono coral por la cintura. Su piel era color ceniza parda, la pátina como papel encerado. La otrora cabellera rubia era una maraña despeinada, rala como la neblina. Sus ojos, que solían brillar con un intenso azul, ahora miraban desde unas hundidas cuencas cual criaturas escondidas en cuevas. Las angulosas mejillas se habían esfumado, sustituidas por una escualidez cadavérica que había tornado su nariz chata en aguileña. Un camisón de encaje cubría su descarnado cuerpo como una bandera que colgara lacia de una asta.

– ¿Qué quieres esta noche? -musitó Karyn, la voz quebradiza y forzada. Los tubos de la nariz liberaban oxígeno con cada respiración-. ¿Has venido a comprobar si me había muerto?

Irina se acercó a la cama. El olor de la estancia se intensificó; una nauseabunda mezcla de desinfectante, enfermedad y deterioro.

– ¿No tienes nada que decir? -dijo la enferma a duras penas.

Zovastina miró a la mujer con fijeza. Cosa rara en ella, su relación había sido bastante impulsiva. Después de entrar a trabajar para ella, Karyn fue su secretaria personal y finalmente su concubina. Habían estado cinco años juntas y otros cinco separadas, hasta el año anterior, cuando Karyn regresó a Samarcanda de improviso, enferma.

– La verdad es que he venido a ver cómo estabas.

– No, Irina. Has venido a ver cuándo voy a morir.

Le entraron ganas de decir que eso era lo último que quería, pero pensar en la traición de Michele y Karyn le impedía hacer ninguna concesión emocional. En su lugar, preguntó:

– ¿Mereció la pena?

Zovastina sabía que los años de sexo sin protección, yendo de hombre en hombre y de mujer en mujer, asumiendo riesgos, finalmente habían podido más que Karyn. Por el camino alguien le había transmitido el VIH. Sola, asustada y sin blanca, el año anterior Karyn se había tragado el orgullo y había vuelto al único sitio que creía que podría proporcionarle cierto consuelo.

– ¿Por eso sigues viniendo? -preguntó ésta-. ¿Para comprobar que me equivoqué?

– Te equivocaste.

– Tu amargura te consumirá.

– Mira quién fue a hablar: alguien consumida literalmente por la suya.

– Ten cuidado, Irina, no sabes cuándo me contagié. Puede que comparta mi miseria.

– Me he hecho las pruebas.

– ¿Y qué médico fue lo bastante idiota para hacerlo? -La tos sacudió las palabras de Karyn-. ¿Aún vive para contar lo que sabe?

– No has respondido a mi pregunta. ¿Mereció la pena?

Una sonrisa arrugó el retraído rostro.

– Ya no puedes darme órdenes.

– Has vuelto. Querías ayuda y te la estoy dando.

– Estoy prisionera.

– Puedes irte cuando quieras. -Irina hizo una pausa-. ¿Por qué no dices la verdad?

– Y, ¿cuál es la verdad, Irina? ¿Que eres lesbiana? Tu querido esposo lo sabía, por fuerza. Nunca hablas de él.

– Está muerto.

– Un oportuno accidente de coche. ¿Cuántas veces has jugado esa compasiva baza con los tuyos?

Aquella mujer sabía demasiadas cosas de sus asuntos, lo que la atraía y la repugnaba al mismo tiempo. El sentimiento de la intimidad, de comunión, había formado parte del vínculo que ambas compartieron. Allí era donde, en su día, podía ser de verdad ella misma.

– Sabía dónde se metía cuando accedió a casarse conmigo. Pero era ambicioso, como tú. Le iba la ceremonia, y yo vengo con esa ceremonia.

– Qué difícil debe de ser vivir una mentira.

– Tú lo haces.

Karyn negó con la cabeza.

– No, Irina. Yo sé quién soy. -Las palabras parecieron agotar sus fuerzas, y se detuvo para respirar hondo unas cuantas veces antes de añadir-: ¿Por qué no me matas?

El amargo tono hizo aflorar algo de la Karyn de antes. Matarla era impensable. Salvarla…, ése era el objetivo. El destino le negó a Aquiles la oportunidad de salvar a su Patroclo, y la incompetencia le costó el amor a Alejandro Magno con la muerte de Hefestión. Ella no sucumbiría a esos mismos errores.

– ¿De veras crees que alguien merece esto? -Karyn se arrancó el camisón; minúsculos botones perlados salieron despedidos a las sábanas-. Mira mis pechos, Irina.

Mirar era doloroso. Desde que Karyn había vuelto, Irina había estudiado el sida y sabía que la enfermedad afectaba de forma distinta a la gente. Unos sufrían internamente: ceguera, colitis, diarrea crónica, encefalitis, tuberculosis y, lo peor de todo, neumonía. Otros quedaban debilitados por fuera, la piel marcada con las huellas del sarcoma de Kaposi o destrozada por el herpes simple o desfigurada por la demacración, la epidermis inevitablemente pegada a los huesos. Lo de Karyn era mucho más habitual: una combinación de ambos cuadros.

– ¿Recuerdas lo hermosa que era? ¿Mi preciosa piel? Tú adorabas mi cuerpo.

Irina lo recordaba, sí.

– Tápate.

– ¿No soportas verlo?

Ella no dijo nada.

– Cagas hasta que te duele el culo, Irina. No puedes dormir y siempre tienes un nudo en el estómago. Cada día espero a ver qué nueva infección se producirá dentro de mí. Esto es un infierno.

Ella había matado a la mujer del helicóptero, ordenado eliminar a un sinfín de adversarios políticos, forjado una Federación mediante una campaña encubierta de asesinatos con armas biológicas que se habían cobrado la vida de miles de personas. Ninguna de esas muertes le importaba. Que muriese Karyn, sin embargo, era distinto. Por eso le había permitido quedarse, porque ella le proporcionaba los fármacos necesarios para mantenerla con vida. Les había mentido a los estudiantes: ésa era su debilidad, tal vez la única.

Karyn sonrió débilmente.

– Cada vez que vienes lo veo en tus ojos: te preocupas. -Agarró el brazo de Irina-. Puedes ayudarme, ¿no? Esos gérmenes con los que jugabas hace años…, seguro que aprendiste algo. No quiero morir, Irina.

La ministra se esforzó por mantener la distancia emocional. Tanto Aquiles como Alejandro habían fracasado por no ser capaces de hacerlo.

– Rezaré por ti a los dioses.

Karyn rompió a reír, una risa gutural, bronca, mezclada con el ruido de la saliva que sorprendió e hirió a un tiempo a Zovastina.

Karyn no dejaba de reír, y ella salió de la habitación y corrió hacia la puerta.

Esas visitas eran un error. Cortaría con ellas, ése no era el momento. Estaban a punto de ocurrir demasiadas cosas.

Lo último que oyó antes de salir fue el espeluznante sonido de Karyn atragantándose con su propia saliva.

VEINTISÉIS

Venecia

20.45 horas


Vincenti pagó el taxi acuático, se situó de nuevo a la altura de la calle y entró en el San Silva, uno de los mejores hoteles de Venecia. Allí no había tarifas especiales de fin de semana ni descuentos promocionales, sino tan sólo cuarenta y dos lujosas suites con vistas al Gran Canal en lo que un día fue la residencia de un dogo. El imponente vestíbulo destilaba decadencia clásica: columnas romanas, mármol veteado, ornamentos de museo, el desahogado espacio rebosante de gente, actividad y ruido.

Peter O'Conner aguardaba pacientemente en un tranquilo recoveco. O'Conner no era antiguo militar ni ex agente del gobierno, sino tan sólo un hombre con talento para recabar información y una conciencia prácticamente inexistente.

Philogen Pharmaceutique gastaba millones anualmente en un amplio despliegue de seguridad interna destinada a proteger secretos industriales y patentes, pero O'Conner informaba directamente a Vincenti: unos ojos y unos oídos para él solo proporcionaban el lujo imprescindible de poder hacer lo que fuese necesario para defender sus intereses.

Y él estaba encantado de poder contar con aquel hombre.

Hacía cinco años había sido O'Conner quien detuvo una rebelión entre un nutrido grupo de accionistas de Philogen provocada por la decisión de Vincenti de que la compañía tuviese más presencia en Asia. Hacía tres años, cuando un gigante farmacéutico norteamericano lanzó una opa hostil, O'Conner aterrorizó al suficiente número de accionistas como para impedir una venta indiscriminada de acciones. Y, no hacía mucho, cuando Vincenti se enfrentó a un plante por parte de su consejo de administración, O'Conner descubrió los trapos sucios que sirvieron para conseguir los votos necesarios para que Vincenti no sólo mantuviera su cargo de director general, sino que además fuera reelegido presidente.

Vincenti tomó asiento en un sillón de cuero repujado. Una rápida ojeada al reloj embutido en el mármol que se veía tras el mostrador de recepción confirmó que tenía que estar de vuelta en el restaurante antes de las nueve y cuarto. Nada más acomodarse, O'Conner le entregó unas hojas grapadas y dijo:

– Esto es lo que hay por ahora.

Vincenti echó un vistazo a las transcripciones de llamadas telefónicas y conversaciones cara a cara, todas ellas resultado de las escuchas que espiaban a Irina Zovastina. Cuando hubo terminado, preguntó:

– ¿Va tras esos medallones del elefante?

– Según nuestras pesquisas -respondió O'Conner-, ha enviado a algunos miembros de su guardia personal en busca de ellos. El mismísimo jefe, Viktor Tomas, encabeza uno de los equipos; otra pareja fue a Amsterdam. Han estado incendiando edificios por toda Europa para enmascarar los robos.

Vincenti lo sabía todo acerca del Batallón Sagrado de Zovastina; formaba parte de la obsesión de la ministra por todo lo griego.

– ¿Tienen los medallones?

– Por lo menos, cuatro. Ayer fueron en busca de dos, pero todavía no conozco el desenlace.

Vincenti estaba perplejo.

– Hemos de averiguar qué está haciendo.

– Estoy en ello. He conseguido sobornar a algunos empleados del palacio. Por desgracia, la vigilancia electrónica sólo funciona cuando ella está quieta, y esa mujer no para de moverse. Antes voló al laboratorio de China.

Grant Lyndsey, su científico jefe, ya le había informado de esa visita.

– Debería haberla visto con lo de ese intento de asesinato -dijo O'Conner-. Fue directa al matón, desafiándolo a disparar. Lo observábamos con una cámara de largo alcance. Naturalmente contaba con un tirador en el palacio listo para abatir a aquel tipo. Pero, así y todo, ella fue directa. ¿Está seguro de que no tiene un par de huevos entre las piernas?

Él soltó una risita.

– No pienso averiguarlo.

– Esa mujer está loca.

Y ésa era la razón por la cual Vincenti había cambiado de opinión con respecto al florentino. El Consejo de los Diez había ordenado colectivamente realizar una investigación preliminar por si se hacía necesario liquidar a Zovastina, y el florentino había sido contratado para llevarla a cabo. En un principio, Vincenti decidió aprovecharse del florentino sin pararse a pensar a fondo, ya que para conseguir lo que se proponía por su cuenta Zovastina tenía que morir. Así que le prometió al florentino unas sustanciosas ganancias si lograba deshacerse de ella.

Pero entonces se le ocurrió otra idea.

Si revelaba los planes de asesinato conseguiría disipar cualquier temor que albergara Zovastina sobre la honradez de la Liga, lo que le daría a él tiempo para tramar algo mejor, algo a lo que, de hecho, llevaba semanas dándole vueltas: más sutil, más limpio.

– También fue otra vez a la casa -informó O'Conner-. Hace un rato. Salió del palacio sola, en un coche. Tres cámaras fueron testigos de la visita. Se quedó una media hora.

– ¿Sabemos cuál es el estado actual de su ex amante?

– Va tirando. Escuchamos su conversación con ayuda de un equipo parabólico desde una casa cercana. Una extraña pareja. La típica relación de amor-odio.

A Vincenti le resultaba interesante que una mujer que se las había ingeniado para gobernar con infinita crueldad abrigara tamaña obsesión. Había estado casada unos años con un diplomático intermedio del antiguo Ministerio de Asuntos Exteriores kazajo. Sin duda, un matrimonio para guardar las apariencias, una forma de ocultar su cuestionable sexualidad. Sin embargo, los informes que Vincenti había reunido mencionaban una buena relación entre marido y mujer. Él había muerto repentinamente en un accidente de coche hacía diecisiete años, justo después de que ella fuera nombrada presidenta de Kazajistán y un par de años antes de que creara la Federación. Karyn Walde apareció unos años después y era la única relación personal duradera que se le conocía a Zovastina, una relación que había terminado mal. Sin embargo, hacía un año, cuando la mujer reapareció, Zovastina la acogió sin vacilar y se ocupó, a través de Vincenti, de conseguir la medicación necesaria para tratar el VIH.

– ¿Actuamos? -inquirió él.

O'Conner asintió.

– Si esperamos más, tal vez sea demasiado tarde.

– Encárguese. Estaré en la Federación a finales de semana.

– Podría complicarse.

– No importa. Pero nada de huellas, nada que me relacione con ella.

VEINTISIETE

Amsterdam

21.20 horas


Stephanie ya había visto una cárcel danesa por dentro el verano anterior, cuando ella y Malone fueron detenidos. Ahora visitaba una celda holandesa. No eran muy diferentes. Había tenido la prudencia de mantener la boca cerrada cuando la policía había irrumpido en el puente y había visto al hombre muerto. Los dos agentes del servicio secreto habían logrado escapar, y ella esperaba que el del agua hubiese recuperado el medallón. No obstante, sus sospechas se veían confirmadas: Cassiopeia y Thorvaldsen andaban metidos de lleno en algo, y no precisamente en el coleccionismo de monedas antiguas.

La puerta de la celda se abrió y apareció un hombre delgado de unos sesenta y pocos años, rostro alargado y anguloso y abundante cabello plateado: Edwin Davis, asesor de Seguridad Nacional del presidente. El sustituto del difunto Larry Daley. Y menudo cambio. A Davis habían ido a buscarlo al Estado, un hombre de carrera que tenía dos doctorados -uno en historia norteamericana y el otro en relaciones internacionales-, además de excelentes dotes organizativas y una capacidad diplomática innata. Cultivaba un estilo cortés y campechano, similar al del propio presidente Daniels, que la gente tendía a subestimar. Tres secretarios de Estado lo habían utilizado para meter en cintura a sus renqueantes ministerios. Ahora trabajaba en la Casa Blanca, ayudando a la Administración a concluir los últimos tres años de su segundo mandato.

– Estaba cenando con el presidente, en La Haya. Qué lugar, por cierto. Disfrutaba de la velada. La comida era excelente, y eso que a mí me da bastante igual la gastronomía. Me han pasado una nota que decía dónde estabas y me he dicho: ha de haber una explicación lógica al hecho de que la policía holandesa haya detenido a Stephanie Nelle al encontrarla con una arma junto a un cadáver en medio de la lluvia.

Ella fue a decir algo pero él alzó una mano para impedírselo.

– Todavía falta lo mejor.

Ella permaneció sentada en silencio, con la ropa mojada.

– Mientras decidía cómo dejarte aquí, ya que estaba bastante seguro de que no quería conocer los motivos que te habían traído a Amsterdam, el presidente me ha llevado aparte y me ha pedido que viniera. Al parecer, también se han visto implicados dos agentes del servicio secreto, sólo que a ellos no los han detenido. Uno estaba empapado por haberse arrojado a un canal para recuperar esto.

Stephanie agarró lo que él le tiró y volvió a ver el medallón del elefante, dentro de su funda de plástico.

– El presidente ha intercedido en tu favor ante los holandeses. Puedes irte.

Ella se puso en pie.

– Antes de marcharnos tengo que saber qué hay de esos hombres muertos.

– Dado que sabía que dirías eso, he averiguado que ambos tenían pasaporte de la Federación de Asia Central. Lo comprobamos. Pertenecían al equipo de seguridad personal de la ministra Irina Zovastina.

Stephanie captó algo en los ojos del asesor; Davis era mucho más transparente que Daley.

– Veo que no te sorprende.

– A estas alturas son pocas las cosas que me sorprenden. -Su voz se había tornado un susurro-. Tenemos un problema, Stephanie, y ahora, por suerte o por desgracia, lo mires como lo mires, formas parte de él.


Siguió a Davis hasta la suite del hotel. El presidente Danny Daniels estaba despatarrado en un sofá, envuelto en un albornoz, los pies descalzos encima de una mesa dorada con el sobre de cristal. Era un hombre larguirucho, con una densa mata de cabello rubio, un vozarrón y una forma de ser encantadora. Aunque Stephanie había trabajado para él durante cinco años, sólo había llegado a conocerlo de verdad el pasado otoño, cuando la traición rondaba la desaparecida biblioteca de Alejandría. Por aquel entonces él la despidió para después readmitirla. Daniels tenía una copa de algo en una mano y un mando a distancia en la otra.

– En esta condenada televisión no hay una sola cosa que no esté subtitulada o en un idioma que no entienda. Y ya no soporto la BBC News ni la CNN internacional. Dan lo mismo una y otra vez. -Daniels ennegreció la pantalla y tiró el mando de cualquier manera.

Bebió un sorbo de la copa y le dijo a Stephanie-: Tengo entendido que has pasado otra noche de suicidio profesional.

A ella no se le escapó el brillo de sus ojos.

– Parece ser mi manera de medrar.

Él le indicó que tomara asiento; Davis permaneció en pie, a un lado.

– Tengo más malas noticias -anunció Daniels-. Tu agente en Venecia ha desaparecido. Llevamos doce horas sin saber nada de ella. Los vecinos del edificio en el que estaba apostada denunciaron un alboroto a primera hora de la mañana. Cuatro hombres. Una puerta destrozada. Como es natural, ahora nadie vio nada oficialmente. Típico de los italianos. -Levantó un brazo con nerviosismo-. Por el amor de Dios, que no me metan en líos. -El presidente hizo una pausa, el rostro ensombrecido-. Todo este asunto me da mala espina.

Stephanie había prestado a Naomi Johns a la Casa Blanca, que necesitaba vigilar sobre el terreno a un personaje de interés: Enrico Vincenti, un financiero internacional vinculado a una organización llamada Liga Veneciana. Ella conocía el grupo, otro de los innumerables cárteles del mundo. Naomi había trabajado muchos años para Stephanie y había sido la agente que investigó a Larry Daley. Había dejado Billet el año anterior, pero después había vuelto, lo que alegró a Stephanie. Naomi era buena. La misión de reconocimiento no debería haber entrañado mucho riesgo: tan sólo un control de idas y venidas. Stephanie incluso le había dicho que se tomara unos días libres en Italia cuando terminara.

Ahora quizá estuviera muerta.

– Cuando se la presté, los suyos dijeron que sólo se trataba de recoger información.

Ninguno de los dos respondió, y su mirada se posó ora en un hombre, ora en el otro.

– ¿Dónde está el medallón? -inquirió Daniels.

Ella se lo entregó.

– ¿No vas a hablarme de esto?

Stephanie se sentía sucia. Quería darse una ducha y dormir, pero se dio cuenta de que no iba a poder ser. Le molestaba que la interrogaran, pero él era el presidente de Estados Unidos y le había salvado el pellejo, de modo que le contó lo de Cassiopeia, Thorvaldsen y el favor. El presidente escuchó con inusitada atención y dijo:

– Cuéntaselo, Edwin.

– ¿Qué sabes de la ministra Zovastina?

– Lo bastante para asegurar que no es amiga nuestra.

Su agotado cerebro rescató la historia oficial de Zovastina: nacida en el seno de una familia de clase trabajadora en el norte de Kazajistán, su padre murió luchando contra los nazis del lado de Stalin; luego, justo después de la guerra, un terremoto acabó con su madre y con todos sus parientes cercanos. Creció en un orfanato hasta que una prima lejana de su madre la acogió. Se licenció en Economía por el Instituto de Leningrado, ingresó en el partido comunista a los veinte años y llegó a ser presidenta del Comité de Representantes de los Trabajadores local. Después se hizo un hueco en el Comité Central de Kazajistán y no tardó en ser soviet suprema. Primero introdujo reformas agrarias y económicas y luego comenzó a criticar a Moscú. Tras la independencia de Rusia, ella fue uno de los seis miembros del partido candidatos a la presidencia de Kazajistán. Cuando los dos que encabezaban los sondeos no lograron hacerse con la mayoría, según la Constitución nacional fueron inhabilitados para participar en la segunda vuelta, que ganó ella.

– Hace mucho tiempo aprendí que, si tienes que decirle a alguien que eres su amigo, la relación atraviesa por graves problemas -afirmó Daniels-. Esa mujer cree que somos un puñado de idiotas. No queremos amigos como ella.

– Pero así y todo tiene que besarle el culo.

Daniels bebió otro sorbo.

– Por desgracia.

– La Federación de Asia Central no es algo que pueda tomarse a la ligera -apuntó Davis-. Una tierra de gentes fuertes y muchos recuerdos. Veintiocho millones de personas que pueden ser llamadas a filas, veintidós millones de ellas listas y aptas para el servicio; alrededor de un millón y medio de nuevos reclutas todos los años. Constituye una fuerza de combate importante. En la actualidad, la Federación destina anualmente mil doscientos millones de dólares a defensa, eso sin contar lo que invertimos nosotros, que es el doble.

– Y lo gracioso del tema es que la gente la adora -continuó Daniels-. El nivel de vida ha mejorado una barbaridad. Antes, un 64 por ciento vivía en la pobreza, mientras que ahora la cantidad es inferior al 15 por ciento. Equiparable a nosotros. Invierte en todas partes: hidroeléctricas, algodón, oro. Tiene montones de excedentes. Esa Federación ocupa una posición geoeconómica excelente: Rusia, China, la India…, y ella en medio. Nuestra dama, además, es lista. Está sentada sobre una de las mayores reservas de petróleo y gas natural del mundo, que en su día controlaban por completo los rusos. Aún los fastidia lo de la independencia, así que ella hizo un trato y les vende petróleo y gas por debajo del precio de mercado, quitándose de encima a Moscú.

Stephanie estaba impresionada con el dominio que Daniels tenía de la región.

– Luego -prosiguió éste-, hace unos años, arrendó a Rusia a largo plazo el cosmódromo de Baikonur. El centro espacial ruso se encuentra en medio del antiguo Kazajistán. Más de quince mil quinientos kilómetros cuadrados para uso exclusivo de Rusia hasta 2050. A cambio, claro está, a ella le fue cancelada parte de su deuda. A continuación les pasó la mano por el lomo a los chinos poniendo fin a una disputa fronteriza centenaria. No está mal para una economista que se crió en un orfanato.

– ¿Tenemos algún problema con Zovastina? -quiso saber Stephanie. Nuevamente, ninguno de ellos contestó, de manera que cambió de tercio-. ¿Qué tiene esto que ver con Enrico Vincenti?

– A Zovastina y Vincenti los une la Liga Veneciana -explicó Daniels-. Los dos son miembros. Cuatrocientos y pico en total, montones de dinero, tiempo y ambición, pero a la Liga no le interesa cambiar el mundo, sino sólo que la dejen en paz. Detestan el gobierno, las leyes restrictivas, los aranceles, los impuestos, a mí, cualquier cosa que los mantenga a raya. Están presentes en montones de países…

Stephanie vio que Daniels le había leído el pensamiento, pues éste meneó la cabeza y dijo:

– No aquí. No como la última vez. Lo hemos comprobado: nada. La Federación de Asia Central es su principal preocupación.

– Todos los Stans presentaban una fuerte deuda exterior debido a la dominación soviética y los conatos de independencia -señaló Davis-. Zovastina se las ha ingeniado para renegociar esos compromisos con los distintos gobiernos acreedores y una gran parte de la deuda ha sido condonada. Sin embargo, una nueva inyección de capital le iría bien. Nada frena más el progreso que una deuda a largo plazo. -Se detuvo-. Hay tres mil seiscientos millones de dólares en cuentas de diversos bancos del mundo entero cuyo rastro nos lleva hasta miembros de la Liga Veneciana.

– La apuesta inicial de una partida de póquer de altura -apuntó Daniels.

Ella comprendió la trascendencia de aquello, pues los presidentes no eran proclives a hacer sonar las alarmas basándose en sospechas fútiles.

– Que está a punto de acabar, ¿no es así?

Daniels asintió.

– Por el momento, grandes corporaciones constituidas al amparo de la legislación de la Federación de Asia Central han adquirido o absorbido casi ochenta empresas de todo el mundo: farmacéuticas, informáticas, fabricantes de automóviles y camiones y telecomunicaciones son sólo algunos de los sectores. No te lo pierdas: incluso se han hecho con el mayor productor mundial de bolsitas de té Goldman Sachs ha pronosticado que, de seguir esto así, la Federación bien podría convertirse en la tercera o la cuarta potencia económica del mundo, por detrás de nosotros, China y la India.

– Es alarmante -confirmó Davis-, sobre todo porque está ocurriendo a la chita callando. Por regla general, a las sociedades anónimas les gusta anunciar sus adquisiciones, pero no en este caso: todo se mantiene en secreto.

Daniels hizo un gesto con un brazo.

– Zovastina necesita un flujo de capital constante para mantener en funcionamiento el engranaje de su gobierno. Nosotros tenemos impuestos; ella, la Liga. La Federación es rica en algodón, oro, uranio, plata, cobre, plomo, zinc…

– Y opio -añadió ella.

– Zovastina también ha echado una mano a ese respecto -dijo Davis-. Hoy en día la Federación es la tercera potencia mundial en incautaciones de opiáceos. Ha cerrado esa región al tráfico, lo que hace que los europeos la adoren. No se puede hablar mal de ella al otro lado del Atlántico. Claro está que también les pasa a muchos de ellos petróleo y gas baratos.

– ¿Son conscientes de que Naomi probablemente haya muerto por todo esto?

La idea le revolvió el estómago. Perder a un agente era lo peor que podía imaginar. Por suerte, rara vez sucedía, pero cuando era así ella siempre tenía que hacer frente a una perturbadora mezcla de ira y paciencia.

– Lo somos -contestó Davis-. Y no quedará impune.

– Ella y Cotton Malone eran amigos, trabajaron juntos numerosas veces en Billet. Formaban un buen equipo. Cuando Malone se entere lo va a sentir.

– Ése es otro de los motivos por los que estás aquí -afirmó el presidente-. Hace unas horas Cotton se vio involucrado en un incendio que se declaró en el Museo Grecorromano de Copenhague. El inmueble era propiedad de Henrik Thorvaldsen, y Cassiopeia Vitt ayudó a escapar a Malone.

– Parece que está al corriente de todo.

– Es parte de mi trabajo, aunque cada vez me gusta menos esa parte. -Daniels agitó el medallón-. En el museo había uno de éstos.

Stephanie recordó lo que le había dicho Klaus Dyhr: «Sólo se conocen ocho.»

Davis señaló la moneda con un largo dedo.

– Es un medallón con un elefante, según tengo entendido.

– ¿Importante? -preguntó ella.

– Eso parece -replicó Daniels-. Pero necesitamos tu ayuda para averiguar más.

VEINTIOCHO

Copenhague

Lunes, 20 de abril

0.40 horas


Malone cogió una manta y se fue al sofá de la otra habitación. Después del incendio del último otoño, y aprovechando los trabajos de reconstrucción, había tirado varios tabiques del apartamento y reorganizado otros, modificando la distribución del apartamento de tal forma que ahora la cuarta planta de su librería era un espacio habitable más práctico.

– Me gustan los muebles -aprobó Cassiopeia-. Encajan contigo.

Él había descartado la sencillez danesa y lo había pedido todo a Londres: un sofá, sillas, mesas y lámparas. Montones de madera y cuero, cálido y cómodo. Se había fijado en que la decoración rara vez cambiaba, a menos que otro libro subiera del primer piso u otra foto de Gary llegara por correo electrónico y pasara a engrosar la creciente colección. Le había sugerido a Cassiopeia que se quedara a dormir allí, en la ciudad, en lugar de volver a Christiangade con Thorvaldsen, y ella había accedido. Durante la cena, Malone había escuchado las explicaciones de ambos, teniendo presente que fuera lo que fuese lo que estuviese pasando se veía influido por los intereses personales de Cassiopeia.

Lo cual no era bueno.

No hacía mucho él se había encontrado en la misma situación, cuando Gary se había visto amenazado.

Cassiopeia se sentó en el borde de la cama. Unas lámparas sobradas de encanto pero faltas de fuerza iluminaban las paredes color mostaza.

– Henrik dice que tal vez necesite tu ayuda.

– ¿No estás de acuerdo?

– No estoy segura de que tú lo estés.

– ¿Querías a Ely?

La pregunta lo sorprendió incluso a él mismo, y ella no contestó en el acto.

– Es difícil de decir.

Eso no era una respuesta.

– Debía de ser muy especial.

– Ely era estupendo: listo, vital, divertido. Deberías haberlo visto cuando descubrió esos textos desaparecidos. Era como si hubiera descubierto un nuevo continente.

– ¿Cuánto tiempo llevabais juntos?

– Tres años, de forma intermitente.

La mirada de ella volvió a ausentarse, como cuando ardía el museo. Eran tan parecidos… Los dos escondían sus sentimientos. Pero todo el mundo tenía un límite. Él aún lidiaba con el descubrimiento de que Gary no era hijo suyo, sino el fruto de una aventura que su ex mujer había tenido hacía tiempo. En una de las mesillas descansaba una foto del muchacho, y sus ojos la buscaron. Había resuelto que los genes no importaban: el chico era su hijo, y él y su ex habían hecho las paces. Cassiopeia, sin embargo, parecía luchar contra sus demonios. Optó por ser directo.

– ¿Qué piensas hacer?

El cuello de Cassiopeia se tensó y sus manos se agarrotaron.

– Vivir mi vida.

– ¿Esto es por Ely o por ti?

– ¿Acaso importa?

En cierto modo tenía razón: qué más daba. Aquélla era su guerra, no la de él. Pero Malone se sentía atraído por esa mujer, aunque era evidente que a ella le importaba otro. Así que desterró los sentimientos de su cabeza e inquirió:

– ¿Qué hay de las huellas dactilares de Viktor? Ninguno de vosotros lo mencionó en la cena.

– Trabaja para la ministra Irina Zovastina. Es el jefe de su guardia personal.

– ¿Es que no pensabais decírmelo?

Ella se encogió de hombros.

– Sólo si querías saberlo.

Malone reprimió su ira, consciente de que ella lo estaba provocando.

– ¿Crees que la Federación de Asia Central está implicada directamente?

– Nadie ha tocado el medallón del museo de Samarcanda.

Convincente.

– Ely dio con la primera prueba tangible en siglos de la desaparecida tumba de Alejandro Magno. Sé que le pasó esa información a Zovastina porque él me contó su reacción. Está obsesionada con la historia de Grecia y Alejandro. El museo de Samarcanda está bien financiado gracias a su interés en el período helenístico. Cuando Ely encontró el acertijo de Ptolomeo sobre la tumba de Alejandro, ella se mostró fascinada. -Cassiopeia vaciló-. Él murió menos de una semana después de que se lo hubo revelado.

– ¿Crees que lo asesinaron?

– Su casa ardió por completo. No quedó gran cosa de ella ni de él.

Todo encajaba: el fuego griego.

– Y ¿qué hay de los manuscritos que halló?

– Hicimos algunas averiguaciones a través de unos expertos. Nadie del museo sabía nada.

– Y ahora arden más edificios y desaparecen más medallones.

– Algo así.

– ¿Qué vamos a hacer?

– Todavía no he decidido si necesito tu ayuda.

– La necesitas.

Ella lo miró con suspicacia.

– ¿Qué sabes de los documentos históricos que hablan de la tumba de Alejandro?

– Primero fue sepultado por Ptolomeo en Menfis, en el sur de Egipto, alrededor de un año después de su muerte. Después, el hijo de Ptolomeo llevó el cuerpo al norte, a Alejandría.

– Sí. En algún momento entre el 283 a. J.C., cuando murió Ptolomeo I, y el 274. Se levantó un mausoleo en un barrio nuevo de la ciudad, en el cruce de dos avenidas principales que flanqueaban el palacio real. La construcción recibió el nombre de Soma, que en griego significa «cuerpo». Era la tumba más grandiosa de la ciudad más grandiosa de la época.

– Ptolomeo fue listo -apuntó él-. Esperó a que todos los herederos de Alejandro hubiesen muerto para proclamarse faraón. Sus herederos también fueron listos: convirtieron Egipto en un reino griego. Mientras que los otros Compañeros administraban mal o perdían sus respectivas partes del imperio, los Ptolomeos conservaron la suya durante trescientos años. A ese Soma se le sacó un gran partido desde el punto de vista político.

Ella asintió.

– La verdad es que es una historia increíble. La tumba de Alejandro se convirtió en lugar de peregrinación: César, Octavio, Adriano, Calígula y una docena de emperadores más fueron a rendirle homenaje. Debió de ser imponente: una momia recubierta de oro con una corona de oro dentro de un sarcófago de oro y envuelta en miel dorada. Durante un siglo y medio Alejandro descansó tranquilo, hasta que Ptolomeo IX necesitó dinero. Despojó el cuerpo de todo su oro y fundió el ataúd, sustituyéndolo por uno de cristal. El Soma se mantuvo en pie seiscientos aftos, lo último que se sabe de él data del año 391 d. J.C.

Malone conocía el resto de la historia: tanto el edificio como el cuerpo de Alejandro Magno habían desaparecido. La gente lo buscó durante mil seiscientos años, pero el mayor conquistador de la Antigüedad, un hombre venerado como un dios viviente, se había esfumado.

– ¿Sabes dónde se encuentra el cuerpo? -preguntó él.

– Ely creía saberlo.

Las palabras sonaron lejanas, como si ella le estuviera hablando a su fantasma.

– ¿Crees que tenía razón?

Ella se encogió de hombros.

– Habrá que ir a comprobarlo.

– ¿Adónde?

Cassiopeia lo miró con ojos cansados.

– A Venecia. Pero primero tenemos que conseguir el último medallón. Seguro que Viktor ya va tras él.

– Y, ¿dónde se encuentra?

– Curiosamente, también en Venecia.

VEINTINUEVE

Samarcanda

2.50 horas


Zovastina sonrió al nuncio apostólico, un hombre atractivo de cabello color caoba veteado de gris y unos ojos profundamente inquisitivos. Estadounidense: monseñor Colin Michener. Formaba parte del nuevo Vaticano organizado por el primer papa africano en siglos. El nuncio había acudido en otras dos ocasiones para preguntar si la Federación permitiría la presencia católica, pero ella había rechazado ambas tentativas. Aunque allí el islam era la religión predominante, los nómadas, que poblaban Asia Central desde tiempos inmemoriales, siempre habían situado su ley por delante incluso de la sharia islámica. El aislamiento geográfico engendraba independencia social, hasta de Dios, así que ella dudaba de que los católicos fuesen bienvenidos siquiera. Sin embargo, quería algo de aquel emisario, y había llegado la hora de negociar.

– No es usted una persona nocturna, ¿verdad? -preguntó Zovastina, a quien no se le pasó por alto la cara de cansancio que Michener sólo intentaba disimular mínimamente.

– ¿No suele reservarse esta hora para el descanso?

– No nos conviene a ninguno de los dos que nos vean juntos a plena luz del día. Su Iglesia no goza de mucha popularidad aquí.

– Algo que nos gustaría cambiar.

Ella se encogió de hombros.

– Le estarían pidiendo a la gente que abandonara cosas que valora desde hace siglos. Ni siquiera los musulmanes, con toda su disciplina y sus preceptos morales, lo han conseguido. Se darán cuenta de que aquí resultan mucho más atractivos los usos organizativos y políticos de la religión que los beneficios espirituales.

– El Santo Padre no pretende cambiar la Federación; sólo pide que a nuestra Iglesia se le conceda la libertad de llamar a quienes quieran practicar nuestra fe.

Zovastina sonrió.

– ¿Ha visitado alguno de nuestros lugares santos?

Él negó con la cabeza.

– Pues hágalo y verá algunas cosas interesantes: los hombres besan y frotan los objetos venerados, y se pasean entre ellos; las mujeres se arrastran bajo piedras sagradas para aumentar su fertilidad. Y no olvide los árboles de los deseos y los palos mongoles con borlas de crin de las tumbas. Los amuletos y los dijes son muy populares. La gente deposita su fe en cosas que nada tienen que ver con su Dios cristiano.

– Existe un creciente número de católicos, baptistas, luteranos e incluso algunos budistas entre esas gentes. Por lo visto, hay quienes desean abrazar un credo diferente. ¿Acaso no tienen derecho a disfrutar de ese privilegio?

Otra de las razones por las cuales Zovastina había decidido recibir al representante era el Partido del Renacimiento Islámico. Aunque había sido declarado ilegal hacía años, ganaba terreno calladamente, sobre todo en el valle de Fergana del antiguo Uzbekistán. Ella había infectado encubiertamente a los principales agitadores y creía haber acabado con sus líderes, pero el partido se negaba a desaparecer. Permitir una mayor rivalidad religiosa, en particular viniendo de una organización como la católica, obligaría a los musulmanes a concentrar su ira en un enemigo más amenazador aún que ella. De manera que dijo:

– He decidido permitir que la Iglesia entre en la Federación.

– Me alegra oírlo.

– Con condiciones.

El agradable rostro del sacerdote perdió la alegría.

– No es para tanto -añadió ella-. A decir verdad, sólo pido una cosa. Mañana por la noche, en Venecia, abrirán la tumba de san Marcos en la basílica.

La perplejidad asomó a los ojos del nuncio.

– Sin duda conoce la historia de san Marcos y cómo acabó enterrado en Venecia, ¿no es así?

Michener asintió.

– Tengo un amigo que trabaja en la basílica. Él y yo hemos hablado al respecto.

Ella conocía la historia: Marcos, uno de los doce discípulos de Cristo, ordenado obispo de Alejandría por Pedro, fue martirizado por los paganos de la ciudad en el 67 d. J.C. Cuando intentaron que: mar su cuerpo, una tormenta apagó las llamas y dio tiempo a los cristianos para que se lo llevaran. Marcos fue momificado y sepultado en secreto hasta el siglo IV. Después de que los cristianos ocuparan Alejandría se construyó un elaborado sepulcro, un lugar que acabó siendo tan sagrado que los nuevos patriarcas de Alejandría eran investidos con su dignidad sobre la tumba de Marcos. El sepulcro logró sobrevivir a la llegada del islam y a las invasiones persa y árabe del siglo vil.

Pero en el 828 un grupo de mercaderes venecianos robó el cuerpo.

Venecia quería un símbolo de su independencia política y teológica. Roma tenía a Pedro, y Venecia tendría a Marcos. Al mismo tiempo, el clero alejandrino estaba muy preocupado por las reliquias sagradas de la ciudad. El gobierno islámico se había vuelto cada vez más hostil, y sepulcros e iglesias estaban siendo arrasados, de manera que, con ayuda de los guardianes de la tumba, el cuerpo de san Marcos desapareció.

A Zovastina le encantaban los detalles.

Para ocultar el robo se sirvieron del cuerpo de san Claudio, enterrado al lado. El olor de los fluidos embalsamadores era tan fuerte que, con el objeto de disuadir a las autoridades de examinar la carga del barco que iba a zarpar, colocaron sobre el cuerpo capas de hojas de col y cerdo. Y funcionó: los inspectores musulmanes huyeron horrorizados al ver el cerdo. A continuación, el cuerpo fue envuelto en lienzo e izado a un peñol. Supuestamente, en el camino de vuelta a Italia, una visita del fantasma de san Marcos evitó que el barco zozobrara durante una tormenta.

– El 31 de enero del 828 se hizo entrega de Marcos al dogo de Venecia -explicó ella-. El dogo depositó los sagrados restos en el palacio, pero éstos desaparecieron, para volver a aparecer en 1094, cuando la recién terminada basílica de San Marcos fue consagrada formalmente. Entonces los restos pasaron a ocupar una cripta de la iglesia, pero en el siglo XIX volvieron arriba, bajo el altar mayor, donde se hallan en la actualidad. En esa historia hay un montón de lagunas, ¿no cree?

– Suele ocurrir con las reliquias.

– Durante cuatrocientos años en Alejandría y luego casi trescientos en Venecia no hubo forma de dar con el cuerpo de san Marcos.

El nuncio se encogió de hombros.

– Cuestión de fe, ministra.

– A Alejandría siempre le molestó el robo -comentó ella-. Sobre todo porque Venecia ha venerado ese acto durante siglos, como si los ladrones cumplieran una misión sagrada. Por favor, ambos sabemos que fue una maniobra puramente política. Los venecianos robaban en todo el mundo. Eran expoliadores a gran escala, tomaban cuanto podían y lo utilizaban en beneficio propio. San Marcos tal vez fue su robo más productivo. A día de hoy la ciudad entera gira a su alrededor.

– Entonces, ¿por qué van a abrir la tumba?

– Obispos y nobles de las Iglesias copta y etíope quieren que vuelva san Marcos. En 1968 su papa, Pablo VI, le entregó al patriarca de Alejandría unas cuantas reliquias para calmarlos, pero eran del Vaticano, no de Venecia, y no funcionó. Quieren que les sea devuelto el cuerpo, y llevan tiempo hablando de ello con Roma.

– Fui secretario de Clemente XV, estoy al tanto de esas conversaciones.

Ella sospechaba desde hacía mucho que aquel hombre era más que un nuncio. Al parecer, el nuevo pontífice escogía a sus representantes cuidadosamente.

– En tal caso sabrá que la Iglesia nunca entregaría el cuerpo. Sin embargo, el patriarca de Venecia, con la aprobación de Roma, ha accedido a llegar a un arreglo; tiene que ver con el deseo de su papa africano de reconciliarse con el mundo. Serán devueltas algunas reliquias de la tumba; de ese modo, ambas partes estarán satisfechas. No obstante, éste es un asunto espinoso, sobre todo para los venecianos: su santo perturbado. -Zovastina sacudió la cabeza-. Por eso abrirán la tumba mañana por la noche, en secreto. Retirarán parte de los restos y luego cerrarán el sepulcro. Nadie se enterará hasta que, dentro de unos días, se anuncie el regalo.

– Está muy informada.

– Es un tema que me interesa: el cuerpo que hay en esa tumba no es el de san Marcos.

– Entonces, ¿de quién es?

– Digamos que el cuerpo de Alejandro Magno desapareció de Alejandría en el siglo IV, casi exactamente cuando reapareció el de san Marcos. Marcos pasó a ocupar su propia versión del Soma de Alejandro, que fue objeto de veneración igual que lo había sido el sepulcro de Alejandro seiscientos años antes. Mis expertos han estudiado diversos textos antiguos, unos que el mundo nunca ha visto…

– ¿Y cree que el cuerpo que descansa en la basílica de Venecia es el de Alejandro Magno?

– Yo no digo nada, sólo que ahora un análisis del ADN puede determinar la raza. Marcos nació en Libia, de padres árabes; Alejandro era griego. Habrá diferencias evidentes en los cromosomas. También tengo entendido que existen estudios sobre los isótopos del esmalte dental, tomografías y datación por carbono 14 que podrían desvelarnos muchas cosas. Alejandro murió en el 323 a. J.C.; Marcos, en el siglo i d. J.C. Nuevamente se detectarían diferencias científicas en los restos.

– ¿Pretende profanar el cuerpo?

– No más de lo que lo harán ustedes. Dígame, ¿qué cortarán?

El norteamericano sopesó las palabras de Zovastina. Antes ella había notado que el nuncio había vuelto a Samarcanda con mucha más autoridad que las otras veces. Había llegado la hora de ver si era así.

– Sólo quiero unos minutos a solas con el sarcófago abierto. Si me llevo algo, nadie se dará cuenta. A cambio, la Iglesia podrá moverse con libertad por la Federación para ver cuántos cristianos abrazan su mensaje. No obstante, la construcción de cualquier edificio deberá contar con la aprobación del gobierno. Es una medida de protección tanto para ustedes como para nosotros. De no tratarse debidamente, levantar una iglesia podría suscitar violencia.

– ¿Tiene pensado ir a Venecia en persona?

Ella afirmó con la cabeza.

– Me gustaría hacer una visita discreta, organizada por su Santo Padre. Me han dicho que la Iglesia tiene muchos vínculos con el gobierno italiano.

– ¿Es usted consciente de que, en el mejor de los casos, cualquier cosa que encuentre allí será como la Sábana Santa de Turín o las apariciones marianas: cuestión de fe?

Pero ella sabía que allí bien podía haber algo decisivo. ¿Qué escribió Ptolomeo en su acertijo? «Toca lo más íntimo de la ilusión dorada.»-Unos minutos a solas. Es todo cuanto pido.

El nuncio guardaba silencio, y ella esperaba.

– Daré instrucciones al patriarca de Venecia de que le conceda ese tiempo.

Zovastina no se equivocaba: el enviado no había vuelto con las manos vacías.

– Tiene usted mucha autoridad para ser sólo un nuncio.

– Treinta minutos, que darán comienzo a la una de la mañana del miércoles. Informaremos a las autoridades italianas de que asistirá a un acto privado, invitada por la Iglesia.

Ella asintió.

– Dispondré que entre en la catedral por la Porta dei Fiori, en el atrio oeste. A esa hora no habrá mucha gente en la plaza. ¿Irá sola?

Zovastina estaba harta de aquel sacerdote oficioso.

– Si eso importa, tal vez debamos olvidarnos del asunto.

Vio que Michener captaba su irritación.

– Ministra, vaya con quien quiera. El Santo Padre sólo desea hacerla feliz.

TREINTA

Hamburgo, Alemania

1.15 horas


Viktor estaba sentado en el bar del hotel; Rafael, arriba, durmiendo. Se habían dirigido hacia el sur de Copenhague y habían atravesado Dinamarca para llegar al norte de Alemania. Hamburgo era el punto de encuentro fijado con los dos miembros del Batallón Sagrado enviados a Amsterdam para recuperar el sexto medallón. Debían llegar a lo largo de esa misma noche. Rafael y él se habían encargado de los otros robos, pero el plazo se acercaba, y Zovastina había ordenado la intervención de un segundo equipo.

Bebía una cerveza y disfrutaba del silencio. Pocas personas ocupaban los tenuemente iluminados reservados.

A Zovastina le sentaba bien la tensión; le gustaba tener a la gente en vilo. Los cumplidos eran escasos y las críticas habituales. El personal del palacio, el Batallón Sagrado, sus ministros: nadie quería decepcionarla. Sin embargo, él había oído habladurías a sus espaldas. Qué interesante que una mujer tan acostumbrada al poder pudiese ser tan ajena al resentimiento que éste engendraba. La lealtad superficial era una ilusión peligrosa. Rafael tenía razón: estaba a punto de ocurrir algo. Como persona al mando del Batallón Sagrado, había acompañado muchas veces a Zovastina al laboratorio de las montañas, al este de Samarcanda: situado en su lado de la frontera china, con personal suyo, donde ella guardaba sus gérmenes. Viktor había visto a los sujetos de los ensayos, salidos de prisiones, y las horribles muertes. También había vigilado las puertas de las salas de conferencias mientras ella conspiraba con sus generales. La Federación poseía un ejército imponente, una fuerza aérea aceptable y una cantidad limitada de misiles de corto alcance; la mayor parte suministrado y financiado por Occidente con fines defensivos, ya que Irán, China y Afganistán limitaban con la Federación.

Él no se lo había dicho a Rafael, pero sabía lo que planeaba Zovastina. La había oído hablar del caos que reinaba en Afganistán, donde los talibanes todavía se aferraban al fugaz poder; de Irán, cuyo radical presidente siempre estaba lanzando amenazas, y de Pakistán, un lugar que exportaba violencia haciendo la vista gorda.

Esas naciones eran su objetivo inicial.

Y morirían millones de personas.

Una vibración en el bolsillo lo sobresaltó. Sacó el teléfono móvil, consultó la pantalla y descolgó al tiempo que en el estómago se le formaba un nudo familiar.

– Viktor -dijo Zovastina-. Menos mal que he dado contigo. Tenemos un problema.

Él escuchó mientras la ministra le relataba un incidente acaecido en Amsterdam, donde habían matado a dos miembros del Batallón Sagrado cuando intentaban hacerse con uno de los medallones.

– Los norteamericanos han abierto una investigación oficial: quieren saber por qué los míos les disparaban a agentes del servicio secreto, lo cual es una buena pregunta.

A él le entraron ganas de responder que probablemente porque les aterrara decepcionarla, de manera que la imprudencia se había impuesto al buen juicio. Sin embargo, no era tan estúpido, así que se limitó a observar:

– Habría preferido ocuparme del asunto yo mismo.

– Muy bien, Viktor. Esta noche te doy la razón: tú te oponías a que interviniera un segundo equipo y yo no te hice caso.

Sin embargo, él sabía que no era conveniente agradecer dicha concesión. Ya era bastante increíble que Zovastina la hiciera.

– Pero usted quiere saber por qué estaban allí los norteamericanos, ¿no, ministra?

– Pues sí, la verdad.

– Tal vez nos hayan descubierto.

– Dudo que les importe lo que hacemos. Me preocupan más nuestros amigos de la Liga Veneciana. Sobre todo, el gordo.

– Con todo, los estadounidenses se encontraban allí -comentó él.

– Tal vez por casualidad.

– ¿Ellos qué dicen?

– Sus representantes se han negado a dar detalles.

– Ministra, ¿por fin sabemos qué es lo que perseguimos? -inquirió él, bajando la voz.

– Me he estado ocupando. Ha sido lento, pero ahora sé que la clave para descifrar el enigma de Ptolomeo reside en hallar el cuerpo que un día ocupó el Soma en Alejandría. Estoy convencida de que lo que buscamos son los restos de san Marcos, en la basílica de San Marcos de Venecia.

Eso era una novedad.

– Por eso me voy a Venecia. Mañana por la noche.

Todavía más impactante.

– ¿Es prudente?

– Es necesario. Te quiero conmigo en la basílica. Tendrás que conseguir el otro medallón y estar en la iglesia antes de la una de la madrugada.

Él sabía cuál era la respuesta adecuada.

– Sí, ministra.

– Todavía no me has dicho si tenemos el de Dinamarca.

– Lo tenemos.

– Habrá que prescindir del de Holanda.

Él notó que Zovastina no estaba enfadada. Cosa extraña, teniendo en cuenta el fracaso.

– Viktor, ordené que el medallón veneciano fuese el último por un motivo.

Y ahora él conocía el motivo: la basílica y el cuerpo de san Marcos. Sin embargo, aún le preocupaban los norteamericanos. Por suerte, había controlado la situación en Dinamarca. Los tres problemas que habían tratado de vencerlo estaban muertos, y Zovastina no tenía por qué enterarse.

– Llevo planeando esto desde hace algún tiempo -decía ella-. En Venecia tendrás provisiones, así que no vayas en coche, sino en avión. Éste es el sitio. -Le facilitó la dirección de un almacén y el código de acceso de una cerradura electrónica-. Lo que ocurrió en Amsterdam carece de importancia. Lo que ocurra en Venecia… será vital. Quiero ese último medallón.

TREINTA Y UNO

La Haya

1.10 hora


Stephanie escuchaba con sumo interés las explicaciones de Edwin Davis y el presidente Daniels.

– ¿Qué sabes de la zoonosis? -le preguntó Davis.

– Es una enfermedad que puede transmitirse de los animales a las personas.

– Es más específico incluso -puntualizó Daniels-: es una enfermedad que normalmente es inocua en los animales, pero puede infectar a los seres humanos con resultados devastadores: el ántrax, la peste bubónica, el ébola, la rabia, la gripe aviar y hasta la tina son algunos de los ejemplos más conocidos.

– No sabía que la biología fuera su punto fuerte.

Daniels rompió a reír.

– No sé una mierda de ciencia, pero conozco a un montón de gente que sí sabe. Díselo, Edwin.

– Existen unos mil quinientos patógenos zoonóticos conocidos. La mitad de ellos residen tranquilamente en los animales, alimentándose del huésped sin infectarlo. Sin embargo, cuando se transmiten a otro animal, a uno hacia el cual el patógeno no sienta instintos paternales, se vuelven locos. Así fue como empezó la peste bubónica: las ratas eran portadoras de la enfermedad, las pulgas se alimentaban de las ratas y transmitieron la enfermedad a los humanos, entre quienes proliferó…

– Hasta que desarrollamos la inmunidad a esa maldita cosa -terminó Daniels-. Por desgracia, en el siglo XIV les llevó unas décadas, y mientras tanto una tercera parte de la población de Europa murió.

– La pandemia de gripe española de 1918 fue una zoonosis, ¿no es así? -inquirió ella.

Davis asintió.

– Pasó de las aves a los humanos y luego mutó para que pudiera transmitirse de humano a humano. Y de qué manera: el 20 por ciento del mundo padeció la enfermedad, y alrededor del 5 por ciento de la población mundial falleció. Veinticinco millones en los primeros seis meses. Para verlo con cierta perspectiva, basta decir que el sida mató a veinticinco millones de personas en sus primeros veinticinco años.

– Y las cifras de 1918 no son seguras -observó Daniels-. China y el resto de Asia sufrieron terriblemente sin que exista un recuento de víctimas fidedigno. Algunos historiadores creen que en todo el globo pudieron perecer cien millones.

– Un patógeno zoonótico constituye el arma biológica perfecta -dijo Davis-. Lo único que hay que hacer es encontrar uno, ya sea un virus, una bacteria, un protozoo o un parásito, aislarlo y luego infectar a discreción. Si se es listo se pueden crear dos versiones: una que sólo pase del animal al ser humano, de manera que habría que infectar directamente a la víctima, y otra, mutada, que pase de humano a humano. La primera podría utilizarse para asestar golpes restringidos a objetivos específicos, con lo cual se corre un peligro mínimo de que la enfermedad se transmita más allá de la persona infectada; la segunda sería una arma de destrucción masiva: bastaría con infectar a unos pocos para que las muertes no cesaran.

Stephanie comprendió que lo que decía Edwin Davis era muy real.

– Detener esas cosas es posible -explicó Daniels-. Pero se tarda tiempo en aislarlas, estudiarlas y desarrollar las debidas medidas. Por suerte, la mayoría de las zoonosis que se conocen cuentan con antígenos, para algunas incluso hay vacunas que impiden que se produzca una infección sistemática. Sin embargo, desarrollarlas requiere tiempo, y entretanto podría morir mucha gente.

Stephanie se preguntó adonde llevaría aquello.

– ¿Cuál es la importancia de todo esto?

Davis cogió una carpeta que descansaba sobre la mesa de cristal, junto a los descalzos pies de Daniels.

– Hace nueve años robaron una pareja de gansos en peligro de extinción de un zoo privado de Bélgica. Más o menos por la misma fecha, de sendos zoos de Australia y España desaparecieron varias especies amenazadas de roedores y una especie de caracol poco común. Por regla general, esto es algo que no reviste mayor importancia, pero comenzamos a efectuar comprobaciones y descubrimos que ha ocurrido al menos en cuarenta ocasiones en todo el mundo. La oportunidad se presentó el año pasado, en Sudáfrica. Cogieron a los ladrones y encubrimos la detención fingiendo su muerte. Los hombres cooperaron, pensaron que una cárcel sudafricana no era un buen lugar para pasar unos años. Así es como nos enteramos de que Irina Zovastina estaba detrás de esos robos.

– ¿Quién dirigió la investigación? -quiso saber ella.

– Painter Crowe, de Sigma -repuso Daniels-. La ciencia es lo suyo. Pero ahora ha pasado a tu terreno.

A Stephanie no le gustó nada cómo sonó aquello.

– ¿Seguro que Painter no puede seguir ocupándose?

Daniels sonrió.

– ¿Después de lo de esta noche? No, Stephanie. Es todo tuyo. A cambio de salvarte el pellejo con los holandeses.

El presidente aún sostenía el medallón, de manera que ella le preguntó:

– ¿Qué tiene que ver esa moneda con esto?

– Zovastina las colecciona -contestó el presidente-. Ése es el verdadero problema: sabemos que se ha hecho con un buen arsenal de zoonosis, unas veinte, según el último recuento. Y, dicho sea de paso, ha sido lista: posee múltiples versiones. Como ha dicho Edwin, unas para dar golpes concretos y las otras para la transmisión de humano a humano. Dirige un laboratorio biológico cerca de la capital, Samarcanda. Curiosamente Enrico Vincenti tiene otro laboratorio así al otro lado de la frontera, en China, uno que a Zovastina le gusta visitar.

– De ahí lo de seguir los pasos de Vincenti, ¿no?

Davis asintió.

– Es bueno conocer al enemigo.

– La CIA cuenta con topos en la Federación -explicó Daniels, meneando la cabeza-. Complicado y lioso, pero hemos hecho algunos progresos.

Con todo, ella percibió algo.

– ¿Hay alguien infiltrado?

– Si quieres llamarlo así -replicó el presidente-. Yo tengo mis dudas. Zovastina supone un problema en muchos sentidos.

Ella comprendía el dilema. En una parte del mundo donde Estados Unidos tenía pocos amigos, Zovastina había declarado abiertamente ser uno de ellos. Había sido de ayuda varias veces aportando información secundaria que había desbaratado actividades terroristas en Afganistán e Iraq. Inevitablemente, Estados Unidos le había proporcionado dinero, respaldo militar y sofisticados equipos, lo cual era arriesgado.

– ¿Te he contado alguna vez lo del hombre que iba conduciendo y vio una serpiente en mitad de la carretera?

Ella sonrió: otra de las famosas historias de Daniels.

– El tipo paró y vio que la serpiente estaba herida, así que se la llevó a casa y la cuidó hasta que se restableció. Entonces él le abrió la puerta para que se fuera, pero al salir el condenado bicho le mordió en una pierna. Justo antes de que el veneno le hiciera perder el sentido, él le dijo al animal: «Te traje a mi casa, te di de comer, te curé las heridas, y ¿así me pagas? ¿Mordiéndome?» La serpiente se detuvo y le respondió: «Es verdad, pero cuando lo hiciste sabías que yo era una serpiente.»Stephanie captó el mensaje.

– Zovastina trama algo -afirmó el presidente-. Y Enrico Vincenti está implicado. No me gusta la guerra biológica. El mundo la prohibió hace más de treinta años, y ésta es de la peor clase. Zovastina planea algo terrible, y la Liga Veneciana, de la que ella y Vincenti forman parte, le está echando una mano. Gracias a Dios, esa mujer todavía no ha actuado, pero tenemos motivos para pensar que podría hacerlo en breve. Los condenados idiotas que la rodean, en las que llaman vagamente naciones, son ajenos a lo que está sucediendo: demasiado preocupados con Israel y con nosotros. Y ella se está aprovechando de esa estupidez. Cree que yo también soy idiota, así que ya era hora de que supiera que vamos tras ella.

– Habríamos preferido permanecer un poco más en la sombra -aseguró Davis-, pero que dos agentes secretos hayan matado a sus guardaespaldas sin duda ha hecho sonar las alarmas.

– ¿Qué quieren que haga?

Daniels bostezó y ella reprimió las ganas de imitarlo. El presidente hizo un gesto con la mano.

– Adelante, maldita sea. Es de noche, haz como si yo no estuviera y bosteza a gusto. Ya dormirás en el avión.

– ¿Adónde voy?

– A Venecia. Si Mahoma no va a la montaña, como que me llamo Danny que se la llevaremos nosotros.

TREINTA Y DOS

Venecia

8.50 horas


Vincenti entró en el salón principal de su palazzo y se preparó. Por regla general, le daban igual esas presentaciones. Después de todo Philogen Pharmaceutique contaba con un gran departamento de marketing y ventas donde trabajaban cientos de empleados. Esto, sin embargo, era algo especial, algo que requería su sola presencia, de modo que había organizado una presentación privada en su casa.

Reparó en que la agencia de publicidad externa, con sede en Milán, parecía no querer correr riesgos: para informarlo, había enviado a cuatro representantes, tres mujeres y un hombre, una de ellas vicepresidenta ejecutiva.

– Damaris Corrigan -dijo ésta, y se presentó y presentó al resto en inglés.

Era una mujer atractiva, de cincuenta y pocos años, y llevaba un traje azul marino con rayas blancas.

A un lado había dispuesta una cafetera de plata humeante. Él se dirigió hacia ella y se sirvió una taza.

– No hemos podido evitar preguntarnos si va a pasar algo -dijo Corrigan.

Vincenti se desabrochó la chaqueta y tomó asiento en una silla tapizada.

– ¿A qué se refiere?

– Cuando fuimos contratados hace seis meses nos pidió sugerencias para comercializar una posible cura del VIH. Entonces ya nos planteamos si Philogen no estaría a punto de descubrir algo. Ahora que quiere ver lo que tenemos, pensamos que tal vez haya habido algún adelanto.

Él se felicitó en silencio.

– Creo que ha mencionado usted la palabra clave: «posible». Sin duda esperamos ser los primeros en hallar un remedio (destinamos millones a investigación), pero si se produjera algún adelanto, y nunca se sabe cuándo puede ocurrir, no quiero pasarme meses esperando un plan de marketing eficaz. -Hizo una pausa-. No, todavía no hemos llegado a ese punto, pero no es malo estar preparado.

Su invitada aceptó la explicación con un gesto de asentimiento y después fue hacia un caballete. Vincenti miró a una de las mujeres que tenía al lado, una morena con buena figura, de unos treinta o treinta y cinco años como mucho, que lucía una ceñida falda de lana. Se preguntó si sería una ejecutiva de cuentas o tan sólo un florero.

– En las últimas semanas he leído algunas cosas fascinantes -señaló Corrigan-. Por lo visto, el VIH tiene una personalidad doble, dependiendo de la zona del mundo que uno estudie.

– Muy cierto -corroboró él-. Aquí, y en lugares como Norteamérica, la enfermedad se puede contener, dentro de lo que cabe; ya no es una de las principales causas de muerte. La gente sencillamente vive con ella, los fármacos sintomáticos han reducido la tasa de mortalidad en más de la mitad. Sin embargo, en África y Asia la cosa cambia radicalmente. El año pasado, en el mundo, tres millones de personas murieron de VIH.

– Y eso fue lo que hicimos en primer lugar -informó ella-: identificar el mercado al que queremos dirigirnos.

La vicepresidenta retiró la primera hoja del bloc que había en el caballete, dejando a la vista un gráfico.

– Estas cifras representan los últimos episodios de infecciones por VIH en el mundo.


– ¿Cuál es la fuente de los datos? -quiso saber Vincenti.

– La Organización Mundial de la Salud. Y esto representa el total del mercado actual que se llevaría cualquier cura que apareciese. -Corrigan pasó a la siguiente página-. Este diagrama matiza dicho mercado. Como puede ver, los datos indican que aproximadamente una cuarta parte de las infecciones por VIH en el mundo ya han provocado una manifestación del síndrome de inmunodeficiencia adquirida: nueve millones de individuos infectados con el VIH han desarrollado el sida.


Corrigan pasó a la siguiente tabla.

– Ésta muestra los pronósticos para dentro de cinco años. Los datos siguen siendo de la Organización Mundial de la Salud.



– Increíble. Pronto podríamos tener ciento diez millones de infectados de VIH en el mundo. Las estadísticas actuales indican que el 50 por ciento de esos individuos acabarán desarrollando el sida y un 40 por ciento de ese 50 por ciento morirán en un plazo de dos años. Naturalmente, la mayoría de las muertes se darán en África y Asia. -Corrigan sacudió la cabeza-. Un mercado importante, ¿no le parece?

Vincenti asimilaba las cifras. Con un promedio de setenta millones de casos de VIH, a unos cinco mil euros por año y tratamiento, calculando por lo bajo, un fármaco generaría inicialmente trescientos cincuenta mil millones de euros. Ciertamente, una vez se curase la población inicial afectada, el mercado se reduciría, pero ¿qué más daba? El dinero ya estaría ganado. Más de lo que nadie podría gastar en toda una vida. Más adelante sin duda habría nuevos infectados y se producirían más ventas, no los miles de millones que generaría la campaña inicial, pero así y todo unos beneficios continuos.

– En nuestro siguiente análisis nos centramos en la competencia. Por lo que hemos averiguado gracias a la OMS, en la actualidad se utilizan unos dieciséis fármacos en el mundo entero para el tratamiento sintomático del sida, con alrededor de una docena de participantes. El pasado año las ventas derivadas de sus fármacos superaron los mil millones de euros.

Philogen poseía la patente de seis medicamentos que, utilizados en combinación con otros, habían resultado eficaces en la detención del virus. Aunque era preciso tomar una media de unas cincuenta píldoras al día, la denominada terapia combinada era la única que funcionaba de verdad. No se trataba de una cura, pues la avalancha de medicación simplemente confundía al virus, y sólo era cuestión de tiempo que la naturaleza venciera a los microbiólogos. En Asia y China ya habían aparecido tipos de virus resistentes a los fármacos.

– Echamos un vistazo a los tratamientos combinados -explicó Corrigan-. Un régimen de tres fármacos cuesta una media de veinte mil euros al año; sin embargo, esa clase de tratamiento básicamente es un lujo occidental, inexistente en África y Asia. Philogen dona, a un coste reducido, medicamentos a algunos de los gobiernos afectados, pero tratar a esos pacientes de manera similar supondría miles de millones de euros al año, un dinero que ningún gobierno africano puede gastar.

Su departamento de marketing ya le había dicho eso mismo: el tratamiento no resultaba asequible para el devastado Tercer Mundo. Detener la propagación del VIH era el único método rentable para atajar la crisis. Los condones constituían la primera opción, y una de las filiales de Philogen no daba abasto para fabricarlos. Las ventas habían experimentado incrementos de varios miles por ciento alo largo de las últimas dos décadas, igual que los beneficios. Pero últimamente el uso de condones había caído de forma constante. La gente empezaba a confiarse.

Corrigan decía:

– Según su propia propaganda, sólo el año pasado uno de sus competidores, Kellwood-Lafarge, invirtió más de cien millones de euros en una investigación destinada a hallar una cura para el sida. Usted ha invertido alrededor de una tercera parte de esa cantidad.

Vincenti le dirigió una sonrisa forzada.

– Competir con Kellwood-Lafarge es como pescar, ballenas con caña. Es el mayor grupo de empresas farmacéuticas del mundo. Cuesta igualar a alguien euro a euro cuando el otro tiene más de cien mil millones de ingresos brutos al año.

Bebió un sorbo de café mientras Corrigan le mostraba un nuevo gráfico.

– Dejemos todo esto aparte y ocupémonos de algunas ideas relativas al producto. Obviamente, en cualquier cura el nombre es vital. Hoy en día, en el caso de los dieciséis fármacos sintomáticos del mercado, el nombre varía, con cosas como Bactrim, Diflucan, Intron, Pentam, Videx, Crixivan, Hivid o Retrovir. Dado el carácter internacional de que disfrutará cualquier fármaco, a nosotros nos parece que una designación más sencilla y universal, como la de AZT, sería mejor desde el punto de vista de la comercialización. Por lo que tenemos entendido, en la actualidad Philogen investiga ocho posibles curas. -La mujer descubrió el siguiente gráfico, que mostraba ideas de presentación-. Desconocemos si el medicamento será sólido o líquido, si se tomará por vía oral o parenteral, así que hemos creado distintas variantes, manteniendo el negro y dorado del distintivo de su compañía.

Él se dispuso a estudiar las propuestas, y ella apuntó al caballete y aclaró:

– Hemos dejado un espacio en blanco para el nombre, que se insertará en letras doradas. Aún estamos en ello. Lo importante del concepto es que, aunque el nombre carezca de traducción en algún idioma, el envase será lo bastante característico para que pueda reconocerse en el acto.

Vincenti estaba encantado, pero prefirió reprimir una sonrisa.

– Tengo un posible nombre, algo que llevo algún tiempo rumiando.

Corrigan parecía interesada, y él se puso en pie, cogió un rotulador del caballete y escribió: ZH.

Al ver la expresión de perplejidad de todos ellos, aclaró:

– Zeta y eta. En griego clásico significaba «vida».

La vicepresidenta hizo un gesto de asentimiento.

– Apropiado.

Él opinaba lo mismo.

TREINTA Y TRES

Isla de Vozrozhdeniya

Federación de Asia Central

13.00 horas


Zovastina estaba encantada con la multitud. Su personal le había prometido que asistirían cinco mil personas, pero el secretario que la acompañaba le había dicho durante el vuelo en helicóptero, al noroeste de Samarcanda, que más de veinte mil esperaban su llegada. Una prueba más, aseguró, de su popularidad. Ahora, al ver aquella ruidosa muestra de buena voluntad, perfecta para las cámaras de televisión que apuntaban al estrado, no pudo evitar sentirse satisfecha.

– Mirad a vuestro alrededor, mirad lo que podemos conseguir cuando nuestras mentes y nuestros corazones trabajan al unísono -dijo por el micrófono. Hizo una pausa para llamar la atención y después un amplio gesto-. Kantubek ha renacido.

El gentío, apelotonado como hormigas, la ovacionó con un entusiasmo que ella ya estaba acostumbrada a escuchar.

La isla de Vozrozhdeniya se hallaba en medio del mar de Aral, un paraje remoto que en su día albergó al Grupo de Guerra Microbiológica de la Unión Soviética y que además fue un trágico ejemplo de la explotación de Asia por parte de sus antiguos amos. Allí se desarrollaron y se almacenaron esporas de ántrax y bacilos de la peste. Tras la caída del gobierno comunista, en 1991, el personal del laboratorio abandonó la isla y los contenedores que encerraban las letales esporas, los cuales, durante la década que siguió, empezaron a presentar fugas. El posible desastre biológico se veía agravado por el retroceso del mar de Aral. Alimentado por el gran Arau Darya, el maravilloso lago en su día lo compartían Kazajistán y Uzbekistán, pero cuando los soviéticos modificaron el curso del Darya y desviaron su flujo hasta un canal de mil doscientos kilómetros de longitud -el agua se utilizaba para cultivar algodón para las fábricas soviéticas-, el mar interior, antaño uno de los mayores depósitos de agua dulce del mundo, comenzó a desaparecer y fue sustituido por un desierto sin vida.

Sin embargo, ella había cambiado todo eso. El canal ya no estaba, el río había vuelto a su sitio. Casi todos sus homólogos parecían destinados a remedar a sus conquistadores, pero el cerebro de Zovastina no se había visto atrofiado por el vodka. Ella siempre había mantenido la vista fija en el trofeo y había aprendido a tomar el poder y conservarlo.

– Doscientas toneladas de ántrax comunista fueron neutralizadas aquí -anunció a la muchedumbre-. Ese veneno ha desaparecido por completo, y obligamos a los soviéticos a pagar por él.

La multitud manifestó su aprobación a gritos.

– Dejad que os diga algo. Cuando fuimos libres, cuando nos sacudimos el yugo de Moscú, tuvieron la osadía de decir que les debíamos dinero. -Levantó los brazos-. ¿Os imagináis? Expolian nuestro país, aniquilan nuestro mar, envenenan nuestra tierra con sus gérmenes, y ¿nosotros les debemos dinero? -Vio sacudir miles de cabezas-. Eso es exactamente lo que yo dije: no. -Escrutó aquellos rostros que la miraban con fijeza, bañados en la viva luz del mediodía-. Así que obligamos a los soviéticos a pagar para que limpiaran su propia porquería. Y cerramos su canal, que le chupaba la vida a nuestro antiguo mar.

Zovastina nunca usaba el singular, yo, sino siempre el nosotros.

– Estoy segura de que muchos de vosotros, al igual que yo, os acordáis de los tigres, los jabalíes y las aves acuáticas que poblaban el delta del Amu Darya, los millones de peces que habitaban el mar de Aral. Nuestros científicos saben que antes aquí vivían ciento setenta y ocho especies. En la actualidad sólo quedan treinta y ocho. El progreso soviético. -Negó con la cabeza-. Las virtudes del comunismo. -Sonrió-. Unos delincuentes, eso es lo que eran. Unos vulgares delincuentes.

El canal había sido un fracaso no sólo desde el punto de vista medioambiental, sino también desde el estructural, con filtraciones e inundaciones a la orden del día. Al igual que los propios soviéticos, que no concedían mucha importancia a la eficacia, el canal perdía más agua de la que suministraba. Cuando el mar de Aral se secó, la isla de Vozrozhdeniya terminó siendo una península unida a la costa, y el miedo de que los mamíferos terrestres y los reptiles pudiesen portar las letales toxinas biológicas aumentó. Ya no era así: la tierra estaba limpia, como declaró un equipo de inspección de Naciones Unidas, que calificó el esfuerzo de «magistral».

Zovastina alzó el puño en el aire.

– Y les dijimos a esos delincuentes soviéticos que, si pudiéramos, los meteríamos a todos en nuestras cárceles.

Más gritos de aprobación.

– Kantubek, la ciudad en la que nos encontramos, aquí, en su plaza principal, ha resurgido de sus cenizas. Los soviéticos la redujeron a escombros, y ahora ciudadanos libres de la Federación vivirán aquí, en paz y armonía, en una isla que también ha renacido. El mar de Aral está volviendo, su nivel de agua aumenta de año en año, y el desierto que un día creó el hombre se torna de nuevo en lecho marino. Esto es un ejemplo de lo que podemos conseguir. Nuestra tierra, nuestra agua. -Titubeó-. Nuestro patrimonio.

El gentío prorrumpió en aplausos y su mirada recorrió los rostros, empapándose de la expectativa que parecía generar su mensaje. Le encantaba estar entre la gente, y ellos la adoraban. Tomar el poder era una cosa; conservarlo, otra muy distinta.

Y ella pretendía conservarlo.

– Conciudadanos, debéis saber que podemos lograr cualquier cosa si nos lo proponemos. ¿Cuántos en el mundo entero aseguraron que no podríamos unirnos? ¿Cuántos afirmaron que nos dividiría una guerra civil? ¿Cuántos dijeron que éramos incapaces de gobernarnos? Hemos celebrado elecciones nacionales en dos ocasiones. Libres y abiertas, con numerosos candidatos. Nadie puede decir que no fueran justas. -Se detuvo-. Tenemos una constitución que garantiza los derechos humanos, además de la libertad personal, política e intelectual.

Estaba disfrutando del momento. La reapertura de la isla de Vozrozhdeniya sin duda era un evento que exigía su presencia. La televisión de la Federación, junto con tres nuevas cadenas independientes cuya licencia ella había concedido a miembros de la Liga Veneciana, difundían su mensaje por el territorio nacional. Los propietarios de esas nuevas cadenas le habían prometido privadamente el control de todo cuanto produjesen, formaba parte de la camaradería que la Liga ofrecía a sus miembros, y a ella le alegraba su presencia allí. Era difícil argüir que controlaba los medios de comunicación cuando, a juzgar por las apariencias, no era así.

Contempló la reconstruida ciudad, sus edificios de ladrillo y piedra erigidos como hacía un siglo. Kantubek volvería a estar habitada. Su ministro del Interior había informado de que diez mil personas habían solicitado concesiones de terreno en la isla, otro indicio de la confianza que la gente depositaba en ella, pues muchos estaban dispuestos a vivir donde tan sólo veinte años atrás nada habría sobrevivido.

– La estabilidad es la base de todo -gritó.

Su eslogan, utilizado reiteradamente a lo largo de los quince últimos años.

– Hoy bautizamos esta isla en el nombre de las gentes de la Federación de Asia Central. Que nuestra unión sea para siempre.

Bajó del estrado mientras la multitud aplaudía.

Tres miembros de su guardia se apresuraron a cerrar filas y la escoltaron hasta el helicóptero, que la esperaba para conducirla hasta el avión que la llevaría al oeste, a Venecia, donde aguardaban las respuestas a tantas preguntas.

TREINTA Y CUATRO

Venecia

14.15 horas


Malone iba junto a Cassiopeia mientras ésta pilotaba la motora rumbo a la laguna. Habían tomado un vuelo directo desde Copenhague y habían aterrizado hacía una hora en el aeropuerto Marco Polo. Él ya había visitado Venecia numerosas veces en misiones encomendadas por Magellan Billet. Se trataba de un territorio conocido, amplio y aislado, si bien su corazón seguía siendo compacto -unos tres kilómetros de largo por uno y medio de ancho-, y durante siglos se las había ingeniado para mantener a raya al mundo.

La proa de la lancha apuntaba al nordeste, alejándose del centro, dejando atrás Murano -célebre por su cristal- para dirigirse a Torcello, uno de los abundantes manchones de tierra que salpicaban la laguna veneciana.

Habían alquilado la lancha cerca del aeropuerto, una elegante embarcación de madera con camarotes en proa y popa. Juguetonas fuerabordas hendían el oleaje, revolviendo las verdes aguas y dejando tras de sí una espuma color lima.

Durante el desayuno, Cassiopeia le había hablado del último medallón. Ella y Thorvaldsen, que habían seguido los robos por Europa, no tardaron en darse cuenta de que los ladrones parecían pasar por alto los decadracmas de Venecia y Samarcanda. Por eso estaban casi seguros de que el siguiente en caer sería el medallón de Copenhague. Después de que sustrajeran el cuarto a un coleccionista privado de Francia tres semanas antes, ella y Thorvaldsen se dispusieron a esperar pacientemente.

– Dejaron el medallón de Venecia para el final por una razón -le explicó Cassiopeia, haciéndose oír por encima de los motores. Uno de los transportes acuáticos de la ciudad pasó por su lado resoplando en dirección contraria-. Apuesto a que te gustaría saber por qué.

– Pues sí, la verdad.

– Ely creía que Alejandro Magno tal vez ocupara la tumba de san Marcos.

Interesante idea. Distinta. Una locura.

– Es una larga historia, pero podría tener razón -continuó ella-. El cuerpo que descansa en la basílica de San Marcos supuestamente es una momia de dos mil años de antigüedad. San Marcos fue momificado en Alejandría a su muerte, en el siglo I de nuestra era. Alejandro es trescientos años mayor, y también fue momificado. Pero en el siglo IV, cuando Alejandro desapareció de su tumba, los restos de Marcos aparecieron de repente en Alejandría.

– Supongo que tendrás más pruebas que ésa.

– Irina Zovastina está obsesionada con Alejandro Magno. Ely me lo contó todo. Esa mujer tiene una colección privada de arte griego y una amplia biblioteca, y además se considera experta en Homero y la Ilíada. Ahora ha enviado a sus guardaespaldas a reunir los medallones sin dejar rastro. Y nadie ha tocado la moneda de Samarcanda. -Meneó la cabeza-. Esperaron a que este robo fuese el último para poder estar cerca de San Marcos.

– He estado en esa basílica -dijo él-. El sarcófago del santo está bajo el altar mayor y pesa toneladas. Harían falta elevadores hidráulicos y mucho tiempo para abrirlo, lo cual es imposible, teniendo en cuenta que la basílica es la principal atracción turística de la ciudad.

– No sé cómo tiene previsto hacerlo, pero estoy convencida de que intentará ir por esa tumba.

Pero, por lo visto, primero necesitaban el séptimo medallón, pensó él.

Se apartó del timón y bajó los tres peldaños que conducían al camarote de proa, con sus cortinillas adornadas con borlas, los asientos bordados y la caoba lustrosa. Lujo de alquiler. Había comprado una guía de Venecia en el aeropuerto y quería saber todo lo posible acerca de Torcello.

Los romanos fueron los primeros en habitar la diminuta isla en los siglos v y vi. Luego, en el siglo VIH, los asustados pobladores de tierra firme huyeron de los invasores lombardos y hunos y la ocuparon de nuevo. En la primera década del siglo XVI, veinte mil personas vivían en una próspera colonia entre iglesias, conventos, palacios, mercados y un activo centro marítimo. Los mercaderes que robaron el cuerpo de san Marcos de Alejandría en 828 eran oriundos de Torcello. La guía hacía mención a él como el lugar donde «Roma confluyó por vez primera con Bizancio». Una línea divisoria de aguas: al oeste quedaba el Parlamento; al este, el Taj Mahal. Después la fiebre pestilente, la malaria y el cieno que obstruía los canales ocasionaron su declive. Los ciudadanos más animosos se mudaron al centro de Venecia, las casas de los mercaderes cerraron sus puertas, los palacios cayeron en el olvido. Albañiles de otras islas acabaron hurgando entre los escombros en busca de la piedra adecuada o una cornisa esculpida, y todo fue desapareciendo poco a poco. Las marismas recuperaron las zonas altas, y en la actualidad allí vivían menos de sesenta personas en un puñado de casas.

Miró por las ventanillas de proa y divisó una única torre de ladrillo -antigua, orgullosa y solitaria- que se alzaba hacia el cielo. Una fotografía de la guía la inmortalizaba. Malone continuó leyendo y se enteró de que el campanario se erguía junto a la única estructura famosa de Torcello: la basílica de Santa María Assunta, del siglo VII, el templo más antiguo de Venecia. A su lado, según la guía, había una iglesia achaparrada con planta de cruz griega, levantada seiscientos años después: Santa Fosca.

El ruido de los motores fue atenuándose cuando Cassiopeia aminoró la marcha y la motora se asentó en el agua. Él volvió con ella, junto al timón. Ante sí vio finas franjas de arena color ocre cuajadas de carrizos, juncos y nudosos cipreses. La lancha avanzó lentamente y se adentró en un canal fangoso, los costados flanqueados por campos cubiertos de malas hierbas a un lado y una carretera asfaltada al otro. A su izquierda, uno de los vaporettos urbanos recogía pasajeros en la única terminal de transporte público de la isla.

– Torcello -anunció ella-. Esperemos que hayamos llegado primero.


Viktor bajó del vaporetto con Rafael a la zaga.

El barco los había llevado desde San Marcos a Torcello en un laborioso traqueteo por la laguna veneciana. Se había decidido por el transporte público porque era la forma más discreta de explorar el objetivo de esa noche.

Siguieron a una multitud de turistas, cámara en mano, que se dirigían hacia las dos afamadas iglesias de la isla, una calle similar a una acera escoltando un lánguido canal. El camino finalizaba cerca de un grupo de construcciones de piedra bajas que daban cabida a un par de restaurantes, algunos puestos para turistas y un hostal. Él ya había estudiado el trazado de la isla y sabía que Torcello era una franja de tierra minúscula dedicada al cultivo de alcachofas que exhibía un puñado de opulentas residencias y presumía de dos antiguas iglesias y un restaurante.

Habían ido en avión desde Hamburgo, haciendo escala en Múnich. Después de Venecia regresarían a la Federación, a casa, el periplo por Europa concluido. Según las órdenes de la ministra, Viktor tenía que conseguir el séptimo medallón antes de medianoche, pues debía estar en la basílica de San Marcos a la una de la madrugada.

Que Zovastina se desplazara a Venecia era de lo más inusual.

Al parecer, fuera lo que fuese lo que tuviera previsto, había dado comienzo.

Pero al menos ese robo debería ser sencillo.


Malone admiró la elegancia arquitectónica del campanario de la isla, una mole de ladrillo y mármol ingeniosamente sostenida mediante pilastras y arcos. Unos cuarenta y cinco metros de altura, cual talismán en medio de un erial, el camino que conducía a la parte superior -por rampas que serpenteaban pegadas a los muros externos- le recordó a la Torre Redonda de Copenhague. Tras pagar los seis euros de la entrada iniciaron el ascenso para estudiar la isla desde su punto más alto.

Malone se hallaba ante una pared que le llegaba a la altura del pecho, observando por unos arcos abiertos que la tierra y el agua parecían querer fundirse en un abrazo. Unas garzas blancas alzaron el vuelo desde una marisma herbosa. Huertos y campos de alcachofas se extendían a sus pies apaciblemente. La melancólica escena se asemejaba a un pueblo fantasma sacado del Oeste americano.

Más abajo se alzaba la basílica, en modo alguno cálida o acogedora, con cierto aire de improvisado granero, como si no estuviera terminada. Malone había leído en la guía que había sido construida de prisa y corriendo por unos hombres que pensaban que el fin del mundo llegaría en el año 1000.

– Toda una alegoría -le comentó a Cassiopeia-: una catedral bizantina junto a una iglesia griega. Este y oeste juntos. Como Venecia.

Delante de las dos iglesias se abría una piazzetta infestada de hierbas. Lo que en su día fue el centro neurálgico de la ciudad ahora no era más que un prado comunal. De allí salían caminos polvorientos, de los cuales un par desembocaban en un segundo canal y otros culebreaban hacia casas lejanas. A la plazoleta daban otros dos edificios de piedra, ambos pequeños, de unos doce metros por seis, dos plantas y tejado a dos aguas. Juntos constituían el museo de Torcello. La guía mencionaba que antaño habían sido palacios, ocupados siglos atrás por mercaderes adinerados, pero en la actualidad eran propiedad del Estado.

Cassiopeia señaló la construcción de la izquierda.

– El medallón está ahí, en el segundo piso. El museo no es gran cosa: fragmentos de mosaicos, capiteles, algunos cuadros, unos cuantos libros y monedas. Objetos griegos, romanos y egipcios.

Malone se volvió hacia ella, que continuaba observando la isla. Al sur se distinguía el contorno del centro de Venecia, los campaniles rozando un cielo que empezaba a oscurecerse, señal de que se avecinaba una tormenta.

– ¿Qué hacemos aquí?

Ella no respondió en el acto, de manera que Malone extendió la mano y le tocó el brazo. Cassiopeia se estremeció, pero fue incapaz de resistirse. Sus ojos se humedecieron, y él se preguntó si la tristeza que destilaba Torcello le habría traído recuerdos que era preferible olvidar.

– Este sitio está muerto -musitó ella.

Estaban solos en lo alto de la torre, el indolente silencio interrumpido tan sólo por las pisadas, las voces y las risas de los que iniciaban la subida.

– Ely también -dijo Malone.

– Lo echo de menos.

Cassiopeia se mordió el labio, y él sopesó si el arrebato de sinceridad suponía una creciente confianza.

– No puedes hacer nada.

– Yo no diría tanto.

A Malone no le gustó cómo sonaron sus palabras.

– ¿Qué tienes en mente?

Cassiopeia no contestó, y él lo dejó estar. Prefirió escudriñar con ella la lejanía, más allá del tejado de las iglesias. Unos cuantos puestos que vendían encaje, artículos de cristal y recuerdos flanqueaban un breve sendero que unía el pueblo con la herbosa piazzetta. Un grupo de visitantes se aproximaba a las iglesias. Entre ellos, Malone distinguió un rostro familiar: Viktor.

– Yo también lo he visto -afirmó Cassiopeia.

Arriba, al campanario, llegó gente.

– El de al lado es el que rajó los neumáticos -dijo ella.

Vieron que los dos hombres iban directos al museo.

– Tenemos que bajar de aquí -advirtió Malone-. Quizá también decidan echar un vistazo desde las alturas. Recuerda que piensan que estamos muertos.

– Como todo esto -murmuró ella.

TREINTA Y CINCO

Venecia

15.20 horas


Stephanie se bajó del taxi acuático y se abrió camino entre el estrecho laberinto de callejuelas. Había pedido información en el hotel y seguía como podía las indicaciones recibidas, pero Venecia era un inmenso dédalo. Se había adentrado en el barrio de Dorsoduro, un vecindario tranquilo y pintoresco asociado desde hacía tiempo a la riqueza, y caminaba por concurridas calles -que más parecían callejones- festoneadas de bulliciosas tiendas.

Vio la villa ante sí. Estrictamente simétrica, con un aire de añeja distinción, debía su belleza a un agradable contraste entre las paredes de ladrillo veteadas de enredaderas color esmeralda y la ornamentación de mármol.

Cruzó una verja de hierro forjado y anunció su presencia con un llamador que se distinguía en la puerta principal. Abrió una mujer entrada en años de rostro insustancial que vestía un uniforme de criada.

– Me gustaría ver al señor Vincenti -informó Stephanie-. Dígale que le traigo saludos del presidente Danny Daniels.

La mujer la miró con curiosidad y ella se preguntó si le sonaría el nombre del presidente de Estados Unidos. Para asegurarse, le entregó un papel doblado.

– Dele esto.

La mujer vaciló y cerró.

Stephanie quedó a la espera.

Al cabo de dos minutos la puerta se abrió de nuevo -esta vez, más-, y la invitaron a pasar.

– Una presentación fascinante -aprobó Vincenti.

Se sentaron en una estancia rectangular de techos dorados, su elegancia subrayada por el apagado brillo de la laca que sin duda había recubierto los muebles durante siglos. Stephanie percibió humedad y creyó notar un olor a gato mezclado con el aroma de un abrillantador de limón.

Su anfitrión levantó la nota.

– «El presidente de Estados Unidos me envía.» Menuda afirmación.

Parecía encantado con la imagen de importancia que transmitía.

– Es usted un hombre interesante, señor Vincenti. Nacido en el norte de Nueva York, ciudadano norteamericano, August Rothman. -Meneó la cabeza-. ¿Enrico Vincenti? Siento curiosidad por saber por qué se cambió el nombre.

Él se encogió de hombros.

– Cuestión de imagen.

– Sí, es cierto que suena más… -Stephanie titubeó- europeo.

– A decir verdad, fue un nombre muy meditado: Enrico por Enrico Dándolo, trigesimonoveno dogo de Venecia, de finales del siglo XII. Capitaneó la cuarta cruzada, la que conquistó Constantinopla y acabó con el Imperio bizantino. Todo un hombre, podría decirse que legendario. Vincenti viene de otro veneciano del siglo XII, monje benedictino y noble. Cuando exterminaron a toda su familia en el mar Egeo, él solicitó ser dispensado de sus votos, permiso que le fue otorgado. Se casó y fundó cinco linajes nuevos a partir de sus hijos. Un individuo con iniciativa. Me entusiasmó su flexibilidad.

– Así que se convirtió en Enrico Vincenti, aristócrata veneciano.

Él asintió.

– Suena bien, ¿no?

– ¿Quiere que siga con lo que sé?

Vincenti le indicó con un gesto que continuara.

– Tiene sesenta años. Es licenciado en Biología por la Universidad de Carolina del Norte y tiene un máster en la Universidad Duke y un doctorado en virología por la Universidad de East Anglia, John Innes Center, Inglaterra, donde fue reclutado por una compañía farmacéutica pakistaní vinculada al gobierno de Iraq. En los primeros años trabajó para los iraquíes en su programa inicial de armamento biológico, justo después de que Saddam tomó el poder en 1979. En Salman Pak, al norte de Bagdad, dependiente del Centro de Investigaciones Técnicas, que supervisaba su búsqueda de gérmenes. Aunque Iraq firmó la Convención sobre Armas Bacteriológicas de 1972, Saddam no la ratificó. Permaneció usted con ellos hasta 1990, justo antes de que la primera guerra del Golfo se fuera al carajo para los iraquíes. Ahí fue cuando lo cerraron todo y usted movió el culo.

– Todo correcto, señora Nelle, o ¿prefiere que la llame Stephanie?

– Como guste.

– Muy bien, Stephanie, ¿por qué despierto ese interés en el presidente de Estados Unidos?

– No había terminado.

Él la instó a continuar.

– Ántrax, toxina botulínica, cólera, peste, ricino, salmonela e incluso viruela. Usted y sus colegas jugaron con todas ellas.

– ¿Acaso en Washington no acabaron concluyendo que todo era un bulo?

– Puede que fuera así en el 2003, cuando Bush invadió el país, pero sin duda no en 1990. Entonces era real. A mí me gustó en particular la viruela del camello, considerada el arma perfecta por su panda de capullos. Más segura que la viruela para manipularla en el laboratorio y, sin embargo, una gran arma étnica, dado que los iraquíes por lo general eran inmunes gracias a la cantidad de camellos con los que habían estado en contacto a lo largo de los siglos. Pero para los occidentales y los israelíes era otro cantar. Una zoonosis bastante mortífera.

– Otro bulo -espetó Vincenti, y ella se preguntó cuántas veces habría aireado él la misma mentira con idéntica convicción.

– Demasiados documentos, fotos y testigos para que cuele -repuso Stephanie-. Por eso se largó usted de Iraq después de 1990.

– Baje de las nubes, Stephanie, en los años ochenta nadie creía que la guerra biológica fuese una arma de destrucción masiva. A Washington le importaba un bledo; Saddam al menos vio su potencial.

– Ahora tenemos más conocimientos, y eso supone una gran amenaza. A decir verdad, muchos piensan que la primera guerra biológica no supondrá un choque catastrófico, sino un conflicto regional de baja intensidad. Un Estado sin escrúpulos contra su vecino, donde no tendrá cabida la ética mundial consensuada. Tan sólo odio local y matanzas indiscriminadas. Parecido a la guerra entre Irán e Iraq de los años ochenta, en la que utilizaron algunos de sus virus en la gente.

– Una teoría interesante, pero ¿acaso no es problema de su presidente? ¿A mí qué me importa?

Ella decidió cambiar de estrategia.

– Su compañía, Philogen Pharmaceutique, es muy próspera. Usted, personalmente, posee 2,4 millones de acciones, lo que constituye alrededor del 42 por ciento de la empresa, el accionista mayoritario. Un grupo de empresas formidable. Activos por valor de algo menos de diez mil millones de euros, entre los cuales se incluyen filiales propias que manufacturan cosméticos, artículos de perfumería, jabón, alimentos congelados y una cadena de grandes almacenes en Europa. Adquirió la compañía hace quince años por una miseria…

– Estoy seguro de que su investigación habrá revelado que por aquel entonces estaba al borde de la bancarrota.

– Lo que suscita una pregunta: ¿cómo y por qué consiguió comprarla y reflotarla?

– ¿Ha oído hablar de la oferta pública? La gente invirtió.

– No exactamente. Fue usted quien aportó la mayor inyección de capital inicial. Unos cuarenta millones de dólares, según nuestros cálculos. Ahorró usted bastante trabajando para un gobierno corrupto.

– Los iraquíes eran generosos. También contaban con un excelente seguro médico y un estupendo plan de pensiones.

– Muchos de ustedes sacaron tajada. Por aquel entonces efectuamos un seguimiento de un montón de microbiólogos clave. Incluido usted.

Él pareció captar la aspereza en su voz.

– ¿Qué sentido tiene esta visita?

– Usted es un hombre de negocios; según los informes, un empresario excelente. Sin embargo, su empresa ha contraído demasiadas obligaciones. Amortizar sus deudas está agotando los recursos que posee, y sin embargo usted sigue adelante.

Edwin Davis la había informado bien.

– ¿Acaso Daniels quiere invertir? ¿Qué le quedan, tres años de mandato? Dígale que podría conseguirle un puesto en el consejo de administración.

Ella se metió la mano en el bolsillo y le lanzó el medallón del elefante en su funda. Vincenti lo atrapó con asombrosa rapidez.

– ¿Sabe qué es esto?

Él escrutó el decadracma.

– Parece un hombre luchando contra un elefante. Y otro hombre en pie, con una lanza. Me temo que la historia no es mi punto fuerte.

– Su especialidad son los gérmenes.

Él la miró con convicción.

– Cuando los inspectores de armamento de la ONU lo interrogaron, después de la primera guerra del Golfo, acerca del programa de armas biológicas de Iraq, usted les dijo que no se había desarrollado nada. Mucha investigación, pero la empresa entera adolecía de una falta de fondos y una mala gestión.

– Todas esas toxinas que mencionó son voluminosas, difíciles de almacenar, engorrosas y casi imposibles de controlar. No eran armas prácticas. Yo tenía razón.

– Los tipos listos como usted pueden salvar esos problemas.

– No soy tan bueno.

– Eso mismo dije yo, pero otros no opinan lo mismo.

– Debería hacerles caso.

Ella pasó por alto el desafío.

– A los tres años de dejar Iraq, Philogen Pharmaceutique estaba en funcionamiento y usted formaba parte de la Liga Veneciana. -Esperó a ver si sus palabras provocaban alguna reacción en él-. Ser miembro de la Liga tiene un precio, y bastante caro, según tengo entendido.

– No creo que sea ilegal que hombres y mujeres disfruten de su mutua compañía.

– Ustedes no son precisamente el Rotary Club.

– Tenemos una finalidad, contamos con miembros prominentes y estamos consagrados a nuestra misión. Como cualquier club social.

– Todavía no ha respondido a mi pregunta -señaló ella-. ¿Ha visto alguna vez estas monedas?

Vincenti se la devolvió.

– No.

Stephanie intentó leerle el pensamiento a aquel hombre corpulento cuyo rostro era tan engañoso como su voz. Por lo que le habían contado, era un virólogo mediocre con una formación normal y corriente y un don para los negocios. Sin embargo, quizá también fuera el responsable de la muerte de Naomi Johns.

Era hora de averiguarlo.

– No es usted ni la mitad de listo de lo que se cree.

Vincenti se retiró un mechón rebelde del ralo cabello.

– Esto se está volviendo tedioso.

– Si ella está muerta, usted también lo está.

Lo observó nuevamente en busca de una reacción, y él pareció sopesar la conveniencia de contar una verdad mínima frente a una mentira que ella no toleraría.

– ¿Ha terminado? -preguntó, todavía con un cálido velo de cortesía.

Ella se levantó.

– Lo cierto es que esto no ha hecho más que empezar. -Sostuvo el medallón en alto-. En el anverso de esta moneda, ocultas entre los pliegues de la capa del guerrero, hay unas letras minúsculas grabadas. Resulta increíble que los antiguos pudiesen hacer algo así; sin embargo, he consultado a expertos y ciertamente podían. Las letras eran como las actuales filigranas: dispositivos de seguridad. Ésta tiene dos: ZH, zeta y eta. ¿Le dicen algo?

– Nada en absoluto.

Pero ella captó un leve destello de interés en sus ojos. ¿O sería de sorpresa? Quizá incluso una levísima impresión.

– Pregunté a estudiosos del griego clásico y me dijeron que ZH significa «vida». Resulta interesante que alguien se tomara las molestias de grabar unas letras diminutas con ese mensaje cuando por aquel entonces sólo podrían leerlas unos pocos, ¿no cree? Antaño prácticamente no se conocían las lupas.

Él se encogió de hombros.

– Me trae sin cuidado.


Vincenti esperó cinco minutos después de que se hubo cerrado la puerta del palazzo. Se sentó en el salón y dejó que el silencio calmara su nerviosismo. Tan sólo el susurro de unas alas enjauladas y el picoteo de sus canarios perturbaban la quietud. El palazzo había pertenecido a un bon viveur con gustos intelectuales que, siglos atrás, lo había convertido en el céntrico emplazamiento del círculo literario veneciano. Otro de sus propietarios supo sacarle partido al Gran Canal y alojó a los numerosos cortejos fúnebres, utilizando la estancia donde él se hallaba sentado como sala de autopsias y depósito de cadáveres. Más tarde, los contrabandistas hicieron de la casa un mercado para el contrabando, llenando los muros deliberadamente de amenazadoras inscripciones para mantener alejados a los curiosos.

Añoraba esos días.

Stephanie Nelle, empleada del Departamento de Justicia norteamericano, enviada al parecer por el presidente de Estados Unidos, lo había puesto nervioso.

Pero no por nada que los norteamericanos supieran acerca de su pasado -eso pronto sería irrelevante-, y no por lo que hubiera sido de la agente a la que habían encomendado espiarlo -estaba muerta y enterrada, jamás darían con ella-, no. El estómago le dolía por las letras de la moneda.

ZH.

Zeta y eta.

Vida.

– Ya puede pasar -dijo.

Peter O'Conner entró en la estancia tras haber escuchado toda la conversación desde el salón contiguo. Uno de los numerosos gatos de Vincenti también se coló en el salón principal.

– ¿Qué opina? -inquirió Vincenti.

– Una mensajera que ha escogido con cuidado sus palabras.

– El medallón que me enseñó es justo lo que busca Zovastina. Encaja con la descripción que leí ayer en la documentación que usted me entregó en el hotel.

No obstante, seguía sin saber por qué eran tan importantes las monedas.

– Hay una novedad: Zovastina va a venir a Venecia. Hoy.

– ¿En visita oficial? No tenía conocimiento.

– No. Vendrá y se irá esta misma noche, en un avión privado. Se trata de un acuerdo especial del Vaticano con la aduana italiana. Una fuente llamó para contármelo.

Lo sabía: estaba ocurriendo algo, y Zovastina iba varios pasos por delante de él.

– Hemos de averiguar cuándo llega y adonde va.

– Me he puesto manos a la obra. Estaremos preparados.

Había llegado la hora de que también él se moviera.

– ¿Todo listo en Samarcanda?

– No tiene más que dar la orden.

Decidió aprovechar la ausencia del enemigo. No tenía sentido esperar hasta el fin de semana.

– Prepare el jet. Saldremos dentro de una hora. Pero, mientras estemos fuera, asegúrese de que sepamos exactamente qué está haciendo aquí la ministra.

O'Conner asintió.

En cuanto a su verdadero motivo de preocupación, Vincenti dijo:

– Una cosa más: debo enviar un mensaje a Washington, uno que se entienda perfectamente: hay que eliminar a Stephanie Nelle y recuperar el medallón.

TREINTA Y SEIS

17.50 horas


Malone disfrutaba de su plato de pasta de espinacas con queso y jamón. Viktor y su cohorte habían abandonado la isla hacía una hora, después de pasar veinte minutos en el museo e inspeccionar los alrededores de la basílica, en particular, el jardín que separaba la iglesia del canale Borgognoni, un paso similar a un río que se extendía entre Torcello y la irregular isla de enfrente. Él y Cassiopeia habían estado observando desde distintos puntos, y Viktor no parecía haberse percatado de nada, sin duda concentrado en el cometido que lo aguardaba, cómodo en su anonimato.

Después de que Viktor y su cómplice se marcharan en el transporte acuático, él y Cassiopeia volvieron al pueblo. Uno de los vendedores ambulantes de recuerdos les dijo que el restaurante, Locanda Cipriani, que llevaba abierto décadas, era uno de los más famosos de Venecia. La gente acudía allí todas las noches para gozar de su ambiente. En el interior, entre techos de madera, ladrillo de terracota e impresionantes bajorrelieves, se exponían numerosas fotografías -Hemingway, Picasso, Diana y Carlos, la reina Isabel, Churchill y un sinfín de actores e intérpretes-, cada una de ellas dedicada con un rosario de agradecimientos.

Tomaron asiento en el jardín, bajo una pérgola de fragantes rosas, a la sombra de las dos iglesias y el campanario, el tranquilo oasis enmarcado por granados en flor. Malone debía admitir que la comida era excelente. Hasta Cassiopeia parecía hambrienta. Ninguno de los dos había tomado nada desde que desayunaron en Copenhague.

– Volverá cuando haya oscurecido -dijo ella en voz queda.

– ¿Otro incendio?

– Parece su estilo, aunque no es necesario. Nadie echará de menos esa moneda.

Después de que Viktor se hubo marchado, ellos entraron en el museo. Cassiopeia estaba en lo cierto; allí no había gran cosa: objetos, fragmentos de columnas, capiteles, mosaicos y algunos cuadros. En la segunda planta, dos expositores de cristal desvencijados exhibían trozos de vasijas, joyas y antiguos enseres domésticos, todos supuestamente hallados en Torcello y sus alrededores. El medallón del elefante se encontraba en una de las vitrinas, entre otras monedas. Malone se había fijado en que el edificio carecía de alarmas y seguridad, y al único guarda, una mujer fornida que llevaba un sencillo vestido blanco, lo único que parecía importarle era que nadie fotografiara nada.

– Voy a matar a ese hijo de puta -musitó Cassiopeia.

La afirmación no sorprendió a Malone, que había notado su creciente ira en el campanario.

– ¿Crees que Irma Zovastina ordenó asesinar a Ely?

Ella dejó de comer.

– ¿Tienes alguna prueba, además de que su casa quedara reducida a cenizas?

– Fue ella, lo sé.

– La verdad es que no sabes una mierda.

Ella permanecía inmóvil. Más allá del jardín comenzaba a instalarse el crepúsculo.

– Sé lo suficiente.

– Cassiopeia, estás sacando conclusiones precipitadas. Estoy de acuerdo en que el incendio es sospechoso, pero si fue ella quien lo hizo, has de averiguar por qué.

– Cuando amenazaron a Gary, ¿tú qué hiciste?

– Lo recuperé, sano y salvo.

Vio que ella sabía que él tenía razón. La primera regla de una misión: no perder nunca de vista el objetivo.

– No me hacen falta tus consejos.

– Lo que te hace falta es pararte a pensar.

– Cotton, aquí están pasando más cosas de las que crees.

– No me digas.

– Vete a casa y déjame en paz.

– No puedo.

La vibración en el bolsillo del pantalón lo sobresaltó. Sacó el móvil, vio el número y le dijo a ella:

– Es Henrik.

Descolgó.

– Cotton, acaba de llamar el presidente Daniels.

– Seguro que ha sido interesante.

– Stephanie está en Venecia. La han enviado a ver a un hombre llamado Enrico Vincenti. El presidente está preocupado. Han perdido el contacto con ella.

– ¿Por qué te ha llamado a ti?

– Te andaba buscando, aunque me dio la impresión de que sabía que ya estabas ahí.

– No es muy difícil de comprobar, teniendo en cuenta que en el aeropuerto escanean los pasaportes. Siempre y cuando uno sepa en qué país buscar.

– Por lo visto lo sabía.

– ¿Por qué han mandado a Stephanie?

– Dijo que el tal Vincenti está relacionado con Irina Zovastina. He oído hablar de Vincenti: es un problema. Daniels también me confió que otra agente lleva desaparecida más de un día y cabe suponer que ha muerto. Dijo que la conocías: una mujer llamada Naomi Johns.

Malone cerró los ojos. Habían ingresado juntos en Magellan Billet y trabajado en equipo varias veces. Era una buena agente y mejor amiga. Ése era el problema con su antigua profesión: rara vez despedían a nadie. Uno se iba, se jubilaba o moría. Había asistido a numerosos funerales.

– ¿Vincenti está implicado? -quiso saber.

– Eso pensaba Daniels.

– Háblame de Stephanie.

– Se hospeda en el Montecarlo, a una manzana al norte tras la basílica de San Marcos, en la calle de los Specchieri.

– ¿Por qué no usar a uno de los suyos?

– Dijo que sólo tenían allí a Naomi Johns, a nadie más. Esperaba que yo pudiera ponerme en contacto contigo para pedirte que te ocuparas de Stephanie. ¿Es posible?

– Yo me encargo.

– ¿Qué tal andan las cosas por ahí?

Miró a Cassiopeia.

– No muy bien.

– Dile a Cassiopeia que el paquete que pidió no tardará en llegar.

Él colgó y le preguntó a su amiga:

– ¿Has llamado a Henrik?

Ella asintió.

– Hace tres horas. Después de que viéramos a nuestros ladrones.

Se habían dividido y recorrido los dos museos por separado.

– Stephanie está en Venecia y tal vez corra peligro -informó él-. Tengo que ir a ocuparme de ella.

– Puedo manejar la situación aquí sola.

Malone lo dudaba.

– Esperarán a que haya oscurecido antes de volver -aseguró ella-. He preguntado por ahí y me han dicho que la isla está desierta de noche, a excepción de quienes vienen a cenar. Cierran a las nueve, y el último barco sale a las diez. A esa hora todo el mundo se ha marchado.

Un camarero les entregó una caja plateada con un lazo rojo y una larga bolsa de algodón de casi un metro que asimismo lucía un decorativo lazo. El hombre les explicó que un taxi acuático los había dejado allí hacía unos minutos. Malone le dio dos euros de propina.

Cassiopeia desenvolvió la caja, echó un vistazo y se la pasó a él. Dentro había dos pistolas automáticas con cargadores de repuesto.

Él señaló la bolsa.

– ¿Y eso?

– Una sorpresa para nuestros ladrones.

A Malone no le gustó cómo sonaba aquello.

– Tú ocúpate de Stephanie -propuso ella-. Es hora de que Viktor vea un fantasma.

TREINTA Y SIETE

21.40 horas


Malone encontró el hotel Montecarlo exactamente donde Thorvaldsen le había indicado, escondido en una calle similar a un pasillo bordeada de tiendas y bulliciosos cafés, a unos treinta metros al norte de la basílica. Tras abrirse camino entre una nutrida multitud vespertina, llegó hasta la cristalera del establecimiento y entró en un vestíbulo donde, tras un mostrador, aguardaba un hombre de Oriente Próximo que lucía una camisa blanca, corbata y pantalones negros.

Prego -dijo Malone-, ¿habla inglés?

El hombre sonrió.

– Naturalmente.

– Busco a Stephanie Nelle, norteamericana. Se aloja aquí.

El rostro del recepcionista indicó que caía en la cuenta, de manera que él preguntó:

– ¿Qué habitación?

El otro comprobó las llaves que tenía a su espalda.

– Doscientos diez.

Malone se dirigió hacia una escalera de mármol.

– Pero no está.

Él dio media vuelta.

– Salió a la plaza hace unos minutos, a tomar un helado. Ha dejado la llave.

El recepcionista sostuvo en alto un pesado utensilio de latón con el número 210 grabado en un costado.

Qué diferente era averiguar algo en Europa. Eso mismo en Norteamérica le habría costado al menos cien dólares. Con todo, aquello le olía mal. Thorvaldsen había dicho que Washington había perdido el contacto con Stephanie, pero era evidente que ella había estado en el hotel y, como todos los agentes de Magellan Billet, llevaba un teléfono cuatribanda.

¿Y casualmente acababa de salir del hotel a tomar un helado?

– ¿Sabe adónde?

– Le sugerí que fuese a los soportales, enfrente de la basílica. Son muy buenos.

A él también le gustaban, así que, ¿por qué no? Los dos tomarían uno.


Cassiopeia se situó cerca del punto en que el turbio canal se unía a la laguna, no muy lejos de la terminal de transporte público de Torcello. Si sus instintos no la engañaban, Viktor y su cohorte regresarían dentro de las próximas dos horas.

La oscuridad envolvía la isla.

Sólo el restaurante donde ella y Malone habían comido permanecía abierto, pero sabía que cerraría al cabo de media hora. También había comprobado ambas iglesias y el museo: cerrados, y los empleados se habían marchado en el vaporetto que había salido hacía una hora.

A través de la neblina cada vez más espesa que cubría la laguna divisó barcos que cruzaban en todas las direcciones, limitados -como bien sabía- a pasillos marcados que hacían las veces de carreteras en aquellas aguas poco profundas. Lo que estaba a punto de hacer cruzaría una línea moral, una que ella nunca antes había infringido. Había matado, pero sólo cuando se había visto obligada a hacerlo. Eso era diferente. Sentía la sangre helada en las venas, lo que la asustaba.

Pero se lo debía a Ely.

Pensaba en él a diario.

Recordaba en particular el tiempo que habían pasado en las montañas.


Ella contemplaba el macizo rocoso que descendía en abruptas colinas, barrancos, cañones y precipicios. Había aprendido que las del Pamir eran unas montañas sacudidas por violentas tormentas y terremotos, envueltas en una niebla perenne donde sobrevolaban las águilas. Desoladas y solitarias. Sólo un feroz aullido rasgaba el silencio.

Te gusta esto, ¿eh? -le preguntó Ely.

Me gustas tú.

Él sonrió. Frisaba en los cuarenta, era ancho de espaldas y tenía un rostro vivo y redondo y unos ojos picaros. Era uno de los pocos hombres con los que se había topado que la hacían sentir mentalmente inferior, una sensación que a ella le encantaba. Le había enseñado tantas cosas…

Venir aquí es una de las grandes ventajas de mi trabajo -aseguró Ely.

Le había hablado de su refugio en las montañas, al este de Samarcanda, cerca de la frontera china, pero ésa era la primera vez que ella iba allí. La casa, de tres habitaciones, era de madera sólida y descansaba en medio de los bosques que bordeaban la carretera principal, a unos dos mil metros sobre el nivel del mar. Una corta caminata entre los árboles los condujo hasta aquel saliente, desde el cual se disfrutaba de unas vistas espectaculares.

¿La casa es tuya? -inquirió ella.

Él negó con la cabeza.

Pertenece a la viuda de un guardabosques del pueblo. Me la ofreció el año pasado, cuando vine de visita. El dinero del alquiler la ayuda a salir adelante, y a cambio yo puedo gozar de todo esto.

A Cassiopeia le encantaban sus sosegados modales. Nunca alzaba la voz ni soltaba un taco. Sólo era un hombre sencillo, enamorado del pasado.

¿Has encontrado lo que buscabas?

Él señaló el escabroso terreno y la tierra color magenta.

– ¿Aquí?

Cassiopeia negó con la cabeza.

En Asia.

Ely pareció sopesar la pregunta con seriedad, y ella le concedió el lujo de ensimismarse y contempló la nieve que bajaba por una de las lejanas laderas.

Creo que sí -contestó.

Ella sonrió al oírlo.

Y, ¿qué has conseguido?

Conocerte a ti.

El halago no funcionaba con ella. Los hombres siempre lo intentaban, pero con Ely era distinto.

Además de eso -dijo ella.

He aprendido que el pasado nunca muere.

¿Puedes hablar de ello?

El aullido cesó y se oyó el débil murmullo de un riachuelo remoto.

Ahora no.

Ella lo rodeó con un brazo, lo atrajo hacia sí y dijo:

Cuando puedas.


Sus ojos se humedecieron con el recuerdo. Ely había sido especial en muchos sentidos. Su muerte fue un golpe similar a cuando supo que su padre había fallecido o cuando su madre sucumbió de un cáncer que nadie sabía que padecía. Demasiado dolor, demasiado sufrimiento.

Vio unas luces amarillas que se dirigían hacia ella, el rumbo de la lancha directo a Torcello. Dos taxis acuáticos habían llegado y ya se habían ido, trasladando a comensales al restaurante y de vuelta a Venecia.

Ése podía ser otro.

Decía en serio lo que le había confiado a Malone: a Ely lo habían asesinado. No tenía pruebas, era algo visceral, pero esa sensación nunca le había fallado. Thorvaldsen, Dios lo guardara, había presentido que ella tenía que hacer algo, razón por la cual le había enviado, sin hacer preguntas, la bolsa de tela que ella abrazaba con fuerza y el arma que llevaba afianzada al cinturón. Odiaba a Irina Zovastina y a Viktor y a todos los que la habían puesto en esa situación.

La barca aminoró la marcha, el motor ralentizado.

Era una embarcación baja, parecida a la que ella y Malone habían alquilado. Iba directa a la entrada del canal y cuando se hubo acercado más, con la luz ambarina del timón, no vio a un taxista cualquiera, sino a Viktor.

Llegaba pronto.

Lo cual era estupendo.

Quería encargarse de aquello sin Malone.


Stephanie cruzó la plaza de San Marcos con parsimonia, los dorados ornamentos de lo alto de la basílica iluminados en la noche. Sillas y mesas salían de los soportales y tomaban el famoso empedrado en hileras simétricas, y un par de conjuntos musicales tocaban en despreocupada disonancia. El habitual enjambre de turistas, guías, vendedores, mendigos y pelmazos parecía reducido debido al empeoramiento del tiempo.

Pasó ante las célebres astas de bronce y el impresionante campanil, cerrado durante la noche. Un olor a pescado, pimienta y un toque dé clavo llamó su atención. Sombríos haces de luz bañaban la plaza con una luz dorada. Las palomas, omnipresentes por el día, se habían esfumado. En cualquier otro momento la escena habría sido romántica.

Pero ahora ella estaba en guardia.

Preparada.


Malone buscó a Stephanie entre el gentío mientras las campanas de la torre daban las diez. Del sur soplaba una brisa que arremolinaba el aire, empañado por la niebla. Se alegraba de haber cogido la chaqueta, bajo la cual ocultaba una de las armas que Thorvaldsen le había proporcionado a Cassiopeia.

La iluminada basílica dominaba un extremo de la antigua plaza y un museo el otro, todo ello suavizado por años de gloria y esplendor. Los visitantes pululaban por los largos soportales, muchos de ellos escudriñando los escaparates en busca de posibles tesoros. A las trattorias, los cafés y los puestos de helados, protegidos del viento por la galería, el negocio les iba bien.

Examinó la plaza: unos ciento ochenta metros de largo por noventa de ancho, rodeada en tres de sus lados de una hilera continua de artísticos edificios que parecían formar un vasto palacio de mármol. Al otro lado de la mojada plaza, entre paraguas temblorosos, descubrió a Stephanie, que caminaba a buen paso hacia los soportales de la cara sur.

Él se hallaba debajo de los de la cara norte, que se prolongaban hacia su derecha alejándose lo que se le antojó una eternidad de la basílica, hacia el museo del otro extremo.

Entre la muchedumbre, un hombre captó su atención.

Iba solo y llevaba un abrigo verde oliva, las manos en los bolsillos. Algo en su forma de detenerse y echar a andar de nuevo por la galería, vacilando en cada arco, alerta, hizo que reparara en él.

Malone decidió sacar partido de su anonimato y enfilar hacia el problema. Tenía un ojo puesto en Stephanie y el otro en el del abrigo verde. Sólo tardó un instante en concluir que el tipo estaba interesado en ella.

Entonces vio otro problema, éste ataviado con una gabardina beige, al otro extremo de los soportales, que tampoco perdía de vista la plaza.

Conque dos pretendientes.

Malone siguió andando, captando las voces, las risas, un perfume, un taconeo. Los dos hombres se reunieron y después abandonaron sus posiciones para girar a la izquierda y dirigirse hacia los soportales de la cara sur, donde acababa de entrar Stephanie.

Malone torció a la izquierda, se adentró en la bruma y atravesó la plaza.

Los dos hombres avanzaban paralelos a él, su imagen iluminada entre cada uno de los arcos. Los débiles compases de una de las orquestas enmascaraban los sonidos.

Malone aflojó el paso y sorteó un laberinto de mesas, vacías gracias al inclemente tiempo. Bajo los soportales, Stephanie se encontraba ante un puesto de helados, estudiando los sabores.

Los dos hombres rodearon la esquina, a unos treinta metros.

Él se situó junto a Stephanie y le dijo:

– El de virutas de chocolate está riquísimo.

La sorpresa se reflejó en el rostro de ella.

– Cotton, ¿qué demonios…?

– No hay tiempo. Tenemos visita; detrás de mí, viene hacia aquí.

Él la vio echar un vistazo por encima de su hombro.

Malone se volvió y vio las armas.

Apartó a Stephanie del puesto de un empujón y ambos abandonaron los soportales a la carrera, saliendo de nuevo a la plaza.

Él empuñó su pistola, dispuesto a presentar batalla.

Pero estaban atrapados: tras ellos se abría una plaza del tamaño de un campo de fútbol. No tenían escapatoria.

– Cotton, tengo esto bajo control -aseguró Stephanie.

Él la miró con fijeza, deseando sinceramente que tuviera razón.


Viktor hizo avanzar poco a poco la lancha por el angosto canal y pasó por debajo de un inseguro puente con arcos. No tenía pensado amarrarla al otro extremo del canal, cerca del restaurante; sólo quería asegurarse de que el pueblo había quedado desierto esa noche. Se alegraba de que estuviera lloviendo, una típica tormenta italiana que había llegado del mar y descargaba una lluvia intermitente, más un fastidio que una distracción, aunque bastaba para proporcionarles una estupenda cobertura.

Rafael vigilaba las ennegrecidas orillas. La marea había subido hacía dos horas, lo que debería facilitar sobremanera el punto de desembarco. Había visto el sitio antes: junto a la basílica, donde un manso y amplio canal atravesaba la isla a lo ancho. Se detendrían en un dique de cemento próximo a la basílica.

Vio el pueblo ante sí: oscuro y en silencio.

Ni un solo barco.

Acababan de salir del almacén que le había indicado Zovastina. Cumpliendo su palabra, la ministra lo tenía todo previsto: allí había fuego griego, armas y munición. Así y todo, él se planteó si prenderle o no fuego al museo. Parecía innecesario, pero Zovastina había dejado claro que no debía quedar nada en pie.

– Parece en orden -dijo Rafael.

Él estaba de acuerdo.

De manera que dejó el motor en punto muerto y luego dio marcha atrás.


Cassiopeia sonrió: no se había equivocado. Esos dos no serían lo bastante tontos para atracar en el pueblo. Habían explorado adrede el otro canal, el que discurría paralelo a la basílica, y ése sería su destino.

Vio que la lancha describía un giro de ciento ochenta grados y abandonaba el canal. Ella echó la mano atrás, dio con el arma que le había enviado Thorvaldsen y la cargó. Cogió la pistola y la bolsa de tela y abandonó su escondite, los ojos fijos en el agua.

Viktor y su cómplice llegaron a la laguna.

Los motores se aceleraron, y la embarcación viró a la derecha, lista para circunnavegar la isla.

Ella echó a correr en medio de la húmeda noche hacia las iglesias, no sin antes hacer un alto en el camino.

TREINTA Y OCHO

A Stephanie la desconcertó ver a Malone, pues sólo había una forma de dar con ella. Pero ése no era el momento de sopesar las implicaciones.

– ¡Ahora! -dijo al micrófono de la solapa.

Tres ruidos sordos resonaron en la plaza, y uno de los hombres armados se desplomó sobre el empedrado. Ella y Malone se pegaron a las mojadas piedras mientras el otro tipo trataba de ponerse a cubierto. Malone reaccionó con la destreza del agente que un día había sido y rodó por el suelo hasta los soportales, disparando dos veces para intentar hacer salir a la plaza al otro agresor.

La gente se dispersó atolondradamente cuando el pánico se apoderó de San Marcos.

Malone se puso en pie de un salto y se arrimó a la cara mojada de uno de los arcos. El otro tipo se hallaba a unos quince metros, atrapado en un fuego cruzado entre Malone y el tirador que Stephanie había apostado en lo alto del edificio de la parte norte.

– ¿Te importaría decirme qué está pasando? -preguntó Malone, sin perder de vista al atacante.

– ¿Sabes lo que es un cebo?

– Sí, y en ese anzuelo hay un incordio de mujer.

– Tengo hombres en la plaza.

Él se arriesgó a echar un vistazo, pero no vio nada.

– ¿Son invisibles?

Ella también miró: nadie venía hacia ellos. Todo el mundo huía hacia la basílica. Entonces le sobrevino un arrebato de ira que le resultaba familiar.

– La policía se plantará aquí dentro de un momento -vaticinó él.

Stephanie se dio cuenta de que eso podía suponer un problema. Según las normas de Magellan Billet, los agentes debían evitar comprometer a los lugareños, que por regla general o no ayudaban o se mostraban directamente hostiles. Ella lo había comprobado de primera mano en Amsterdam.

– Se ha puesto en marcha -dijo Malone al tiempo que corría hacia adelante.

Ella fue tras él y dijo por el micro:

– Sal de ahí.

Malone iba hacia una salida de los soportales, dejando la plaza atrás, hacia las oscuras calles de Venecia. Al extremo de dicha salida, un puente peatonal salvaba uno de los canales.

Stephanie vio que él lo cruzaba a toda velocidad.


Malone seguía corriendo. A ambos lados de aquella calle ridículamente estrecha se sucedían las tiendas cerradas. Más adelante, la calle doblaba a la derecha. Unos transeúntes volvieron la esquina. Él aflojó el paso y ocultó el arma bajo la chaqueta, los dedos en el gatillo.

Se detuvo en la siguiente esquina, a la luz de un escaparate mojado. Respiró unas bocanadas de aire caliente y asomó la cabeza con cuidado.

Una bala le pasó rozando y rebotó en la piedra.

Stephanie lo alcanzó.

– ¿No te parece que esto es una estupidez? -preguntó.

– No sé, es cosa tuya.

Malone se asomó una vez más: nada.

Abandonó su posición y avanzó otros diez metros, hasta donde la calle volvía a girar. Echó una ojeada y vio más establecimientos cerrados, grandes sombras y una negrura difusa que podía ocultar casi cualquier cosa.

Stephanie se aproximó, arma en ristre.

– ¿No eres tú la agente sobre el terreno? -se burló Malone-. ¿Ahora llevas pistola?

– Últimamente le estoy dando mucho uso.

Igual que él. Sin embargo, ella tenía razón.

– Esto es una estupidez. Si continuamos vamos a conseguir que nos peguen un tiro o nos detengan. ¿Qué haces tú aquí?

– Eso mismo iba a preguntarte yo. Éste es mi trabajo, tú eres librero. ¿Por qué te ha enviado Danny Daniels?

– Dijo que habían perdido el contacto contigo.

– Nadie ha intentado ponerse en contacto conmigo.

– Al parecer, nuestro presidente me quiere dentro, pero no ha tenido la gentileza de preguntar.

A sus espaldas, en la plaza, se oían gritos y chillidos. Sin embargo, él tenía una preocupación mayor: Torcello.

– Tengo una lancha justo detrás de San Marcos, en el muelle. -Señaló un callejón-. Si vamos por ahí, seguro que llegamos hasta ella.

– ¿Adónde vamos? -inquirió Stephanie.

– A ayudar a alguien que necesita más ayuda incluso que tú.


Viktor apagó el motor y dejó que la lancha rozara el muro de piedra. Un mudo paisaje de grises pizarra, verdes sucios y azules claros los envolvió. La férrea silueta de la basílica se alzaba a treinta metros, al otro lado de un manchón irregular de sombras bajas que definían un jardín y un huerto. Rafael salió con dos mochilas del camarote de popa.

– Con ocho bolsas y una tortuga debería bastar -declaró-. Si incendiamos la parte inferior, el resto arderá con facilidad.

Rafael comprendía el funcionamiento de la antigua mezcla, y Viktor había terminado confiando en esa experiencia. Vio que su compañero depositaba las mochilas en el suelo con suavidad y volvía al camarote para salir de nuevo con una de las tortugas robotizadas.

– Cargado y listo.

– ¿Por qué en masculino?

– No lo sé. Parece apropiado.

Viktor sonrió.

– Necesitamos un descanso.

– Unos días libres no estarían mal. Puede que la ministra nos los conceda, a modo de recompensa.

El otro rompió a reír.

– La ministra no cree en las recompensas.

Rafael ajustó las correas de los dos macutos.

– Unos días en las Maldivas sería estupendo. Tumbarse en una playa, el agua caliente…

– Deja de sonar, eso no va a ocurrir.

Rafael se echó al hombro una de las pesadas mochilas.

– No hay nada malo en soñar, sobre todo aquí, con esta lluvia.

Viktor agarró la tortuga mientras Rafael cogía la otra mochila.

– Entrar y salir, visto y no visto, ¿de acuerdo?

Su compañero asintió.

– No debería ser muy complicado.

Eso mismo opinaba él.


Cassiopeia se hallaba en el pórtico principal de la iglesia, al amparo de las sombras que proyectaba y sus seis altas columnas. La niebla había cedido el paso a la llovizna, pero por suerte la húmeda noche era cálida. Una brisa constante agitaba la espuma sin cesar y enmascaraba los sonidos que ella tanto necesitaba oír. Como el motor de la lancha, al otro lado del jardín, a su derecha, que a esas alturas ya debería haber llegado.

De allí partían dos caminos pedregosos: uno llevaba hasta un muelle de piedra, donde sin duda se habría detenido Viktor, y el otro directamente al agua. Cassiopeia debía ser paciente, dejarlos entrar en el museo y subir a la segunda planta.

Y entonces les haría probar su propia medicina.

TREINTA Y NUEVE

Stephanie se situó junto a Malone mientras éste alejaba la motora del muelle de cemento. Estaban llegando lanchas de la policía, que afianzaban a los amarraderos donde finalizaba San Marcos, al borde de la laguna. Las luces de emergencia herían la oscuridad.

– Se va a armar una buena -afirmó Malone.

– Daniels debería haber pensado en eso antes de interferir.

Malone siguió las balizas iluminadas del canal en dirección norte, en paralelo a la costa. Se cruzaron con más lanchas policiales, las sirenas a todo volumen. Stephanie dio con su teléfono móvil, marcó un número, se acercó a Malone y conectó el manos libres.

– Edwin -dijo-, menos mal que no estás aquí, porque te daría una patada en el culo.

– ¿Acaso no trabajas para mí? -preguntó él.

– Tenía tres hombres en la plaza. ¿Por qué no se encontraban allí cuando los necesitaba?

– Enviamos a Malone. Tengo entendido que vale por tres.

– Quienquiera que sea usted -intervino Malone-, quiero que sepa que los halagos suelen funcionar, pero estoy con ella: ¿retiró a su equipo de apoyo?

– Tenía al francotirador del tejado y a usted. Con eso bastaba.

– Te mereces una buena patada en el culo -aseguró ella.

– Cuando salgamos de ésta tendrás ocasión de hacerlo.

– ¿Qué demonios está pasando? -preguntó Stephanie, alzando la voz-. ¿Por qué ha venido Cotton?

– Necesito saber qué ha ocurrido.

Ella se tragó la rabia y le ofreció un breve resumen. Después espetó:

– Ahora mismo esa plaza es un caos. Menuda forma de llamar la atención.

– Eso no es necesariamente malo -repuso Davis.

La idea original era ver si Vincenti actuaría. Unos hombres se habían pasado la tarde entera vigilando el hotel de Stephanie y, cuando ésta se marchó, ellos subieron de prisa y corriendo, sin duda con el propósito de encontrar el medallón. Stephanie se preguntó a qué vendría el cambio de estrategia -involucrar a Malone-, pero se calló la pregunta y dijo:

– Todavía no me has dicho por qué está aquí Cotton.

Malone viró a la izquierda para seguir la línea de la costa, la brújula apuntando al nordeste, y aceleró.

– ¿Qué estás haciendo ahora mismo? -quiso saber Davis.

– Yendo hacia otro problema -replicó Malone-. Responda a su pregunta.

– Queremos que esta noche San Marcos esté alborotada.

Ella esperó a oír más.

– Nos hemos enterado de que Irma Zovastina va camino de Venecia. Aterrizará antes de dos horas. Extraño, como poco. Un jefe de Estado que visita un país sin previo aviso ni motivo aparente. Hemos de averiguar qué está haciendo allí.

– ¿Por qué no se lo pregunta? -sugirió Malone.

– ¿Siempre es tan servicial?

– Es una de mis virtudes.

– Señor Malone -empezó Davis-, sabemos lo del incendio de Copenhague y los medallones. Stephanie tiene uno consigo. ¿Quiere darme un respiro y echarnos una mano?

– ¿Tan malo es? -quiso saber ella.

– No es nada bueno.

Stephanie vio que Malone colaboraría sin lugar a dudas.

– ¿Adonde va a ir Zovastina?

– A la basílica, a eso de la una de la mañana.

– Parece estar bien informado.

– Una de esas fuentes impecables…, tan condenadamente impecable que me hace recelar.

La línea enmudeció un instante.

– Nada de esto me hace gracia -dijo Davis al cabo-. Pero, créame, no tenemos elección.


Viktor entró en el prado comunal que se extendía ante la basílica y la otra iglesia y estudió el Museo de Torcello. Dejó la tortuga en un bloque de mármol tallado semejante a un trono; había oído que se llamaba Sedia d'Atilla (Silla de Atila). Supuestamente, el propio Atila, rey de los hunos, se había sentado allí, si bien él lo dudaba.

Escudriñó su objetivo final. El museo era un rectángulo achaparrado de dos plantas, de unos veinte metros por diez, con ventanas dobles arriba y abajo a cada extremo protegidas con barrotes de hierro forjado. De un lateral sobresalía un campanario. Alrededor de él, la plazoleta estaba salpicada de árboles y hacía gala, en la cuidada hierba, de restos de columnas de mármol y piedras labradas.

Una puerta de madera de doble hoja en medio de la planta baja del museo era la única entrada. Se abría hacia afuera y una gruesa tranca ennegrecida la atravesaba por el centro, sujeta por soportes de hierro. Sendos candados afianzaban cada uno de los extremos del madero.

Viktor señaló la puerta y dijo:

– Quémala.

Rafael sacó una bolsa de plástico de una de las mochilas. Viktor siguió a su compañero hasta la entrada, donde éste roció cuidadosamente ambos candados con fuego griego. Se apartó cuando Rafael extrajo un cebador y convirtió ambas cerraduras en una viva fogata azul.

Aquella cosa era increíble. Hasta el metal sucumbía a su furia: no bastaba para fundirlo, pero sí para debilitarlo.

Contempló las llamas, que tardaron unos dos minutos en consumirse.


Cassiopeia seguía vigilando a treinta metros cuando dos puntos de una intensa luz azul, como estrellas lejanas, resplandecieron para luego apagarse. Dos movimientos de palanca y los ladrones consiguieron abrir la puerta del museo.

Metieron su equipo dentro.

Ella vio que llevaban uno de los artilugios robotizados, lo que significaba que el museo de Torcello pronto quedaría reducido a cenizas.

Uno de los hombres cerró la puerta.

La plazoleta recuperó su oscuridad, húmeda y siniestra. Sólo el repiqueteo de la lluvia al estrellarse contra los charcos rompía el silencio. En el porche de la basílica, Cassiopeia sopesó lo que estaba a punto de hacer. Entonces vio que los ladrones habían dejado fuera la tranca que aseguraba la puerta.


Viktor subió la escalera de caracol que conducía a la segunda planta del museo, sus ojos adaptándose a la tenebrosa noche. Había distinguido suficientes sombras como para sortear las escasas piezas de la primera planta y subir al igualmente despejado piso superior, donde aguardaban tres enormes expositores de cristal. En el de en medio, justo donde lo había visto antes, descansaba el medallón del elefante.

Rafael estaba abajo, colocando las bolsas de fuego griego de forma que ocasionaran el mayor daño posible. Él llevaba dos bolsas destinadas a la parte de arriba. Con un rápido golpe de la palanca hizo añicos el cristal y, entre los fragmentos, recuperó con cuidado el medallón. Después arrojó una de las bolsas al vacío de tres litros a la vitrina.

La otra la dejó en el suelo.

Se metió en el bolsillo el medallón.

Era difícil saber si era auténtico, pero, a juzgar por la inspección a simple vista que había efectuado antes desde lejos, sin duda lo parecía.

Consultó el reloj: las once menos veinte. Iban bien, tenían tiempo más que suficiente para reunirse con la ministra. Después de todo, quizá los recompensara con unos días de descanso.

Bajó la escalera.

Antes se habían percatado de que el piso de ambas plantas era de madera. Cuando el fuego empezara a propagarse abajo, sólo sería cuestión de minutos que las bolsas de arriba se unieran a la mezcla.

En la oscuridad vio a Rafael agachado sobre la tortuga. Luego oyó un clic y el dispositivo comenzó a moverse. El robot se detuvo al fondo de la estancia y comenzó a rociar la pared con el pestilente fuego griego.

– Listo -informó Rafael.

La tortuga continuó cumpliendo con su cometido, indiferente al hecho de que pronto fuera a desintegrarse. Sólo era una máquina, no tenía sentimientos. Justo lo que Irina Zovastina esperaba de él, pensó Viktor.

Rafael empujó la puerta.

No se abría.

Volvió a empujar: nada.

Viktor se acercó y apoyó la mano en la madera: la puerta estaba atrancada… por fuera. Presa de la ira, cogió impulso y embistió la madera, pero lo único que logró fue lastimarse el hombro. Las gruesas tablas, sustentadas por goznes de hierro, no querían ceder.

Sus ojos escrutaron la oscuridad.

Antes, cuando recorrieron el edificio, había reparado en los barrotes de las ventanas. No suponían obstáculo alguno, dado que tenían previsto entrar y salir por la puerta. Ahora, sin embargo, esas ventanas cobraban mayor importancia.

Miró fijamente a Rafael. Aunque no podía verle el rostro, sabía exactamente lo que pensaba: estaban atrapados.

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