– Permítanme que les cuente un cuento que quizá ya sea familiar para algunos de ustedes -Moriarty se dirigió a aquellos que estaban más próximos a él.
Estaban sentados en la habitación más grande de los edificios de Bermondsey: Ember, Lee Chow, Bert Spear, Harry Alien, los hermanos Jacobs y el propio Profesor.
– Después del cuento -continuó Moriarty- les mostraré un pequeño milagro. Recordaréis que, poco después de mi regreso a Londres, después de nuestro capítulo americano, pedí información relacionada con una mujer llamada Irene Adler. Bien, como Ember os dirá, la señorita Adler está ahora en Londres; bien establecida en una agradable y pequeña villa en el barrio más respetable de Maida Vale.
Ember asintió con la cabeza, su astuta cara reflejaba la complacencia de quien es cómplice en los esquemas secretos del líder.
La voz de Moriarty adquirió un ritmo bien conocido.
– Ahora bien, Irene Adler es una dama con un pasado, si entendéis lo que quiero decir. Hace algún tiempo fue una contralto de moda. Conciertos en todas partes. Incluso apareció en La Scala, y fue durante una época una prima donna en la Opera Imperial de Warsaw. También fue una aventurista -soltó una breve risa-. En realidad, no ha costado mucho traerla a nuestro terreno. Ella habría sido una admirable mujer de nuestra familia.
Se paró para impresionar.
– Permitidme decir aquí y en este momento que siento el mayor respeto por esta dama. Ya que ella comparte una gran dignidad conmigo. Hace unos ocho o nueve años ella consiguió lo mejor de Sherlock Holmes. En realidad, el señor Holmes, quien es conocido por su reservada actitud hacia el bello sexo, también la tiene en alta consideración. En el momento de ese conflicto, la señorita Adler se casó. Un matrimonio de amor según parece, con un caballero de leyes, llamado Godfrey Norton. Se casaron con cierta precipitación y dejaron el país casi inmediatamente, para vivir en Suiza y Francia durante los tres o cuatro años de su matrimonio. Luego, a los tortolitos les aconteció la tragedia. Mientras estaban caminando por las laderas inferiores del Mont Blanc, una avalancha arrolló a la pareja. El señor Norton perdió la vida y su mujer estuvo cerca de la muerte durante varios meses. Sin embargo, salvó la vida. Tan angustiada y afligida se sentía que se hizo correr la historia de que ella también había fallecido.
Estos acontecimientos hundieron el hogar.
– Por desgracia, el señor Norton murió dejando muy poco a su viuda, y ella, desesperada, no deseaba enfrentarse al mundo otra vez. Durante los últimos años ha estado viviendo con gran sencillez: había perdido su voz y su ánimo estaba destrozado.
Moriarty sonrió alegremente a su audiencia.
– Les agradará oír, caballeros, que todo esto ha cambiado, a causa de ese dechado de virtudes, el totalmente entregado a su trabajo y frío analítico Sherlock Holmes.
Ember sonrió al estar informado, los otros miraban sin comprender.
– Si tienen paciencia conmigo -Moriarty continuó contento- me gustaría presentarles a un visitante que nos ha hecho el honor de venir a nuestro sencillo refugio. Iré a buscarle y le traeré, aunque eso me llevará veinte o treinta minutos. Harían bien en llenar sus vasos de nuevo. Tengan paciencia -inclinándose como un actor, el Profesor se retiró, dirigiéndose hacia los cuartos que solía utilizar ahora en el restaurado edificio.
Los miembros de la Guardia Pretoriana hablaron entre ellos, volviendo a llenar sus vasos e intentando sacar a Ember más detalles sobre la tortuosa historia del Profesor. Pero el taimado hombre no se dejó.
Unos veinticinco minutos más tarde, la voz del Profesor desde detrás de la puerta les ordenó callar.
– Caballeros -dijo en voz alta-. Tengo el honor de presentarles al señor Sherlock Holmes, de Baker Street.
La puerta se abrió y Holmes entró en la habitación.
Todos excepto uno de los criminales reunidos miraron pasmados, ya que se trataba en realidad del peor enemigo de James Moriarty: la flaca y enjuta figura, los penetrantes y afilados ojos brillando en estado de alerta por encima de la nariz aguileña y la prominente mandíbula cuadrada. Las delicadas manos se movieron con un gesto preciso cuando Holmes entró en escena.
– Bien, caballeros, nos encontramos cara a cara. Lee Chow, veo que ha estado disfrutando de los placeres de la comida de nuestro país. Y usted, Spear, si ése es su verdadero nombre, ¿disfrutó de su paseo por el río esta mañana? Y, en cuanto a nuestros buenos amigos, los hermanos Jacobs, parece que han estado jugando hace poco al billar.
Bertram Jacobs dio un paso hacia delante, como si fuera a perpetrar un acto de agresión, cuando la voz de Holmes cambió.
– No, Bertram, no temas -dijo James Moriarty.
La cabeza de Sherlock Holmes osciló ligeramente y la risa que salió de sus labios era la risa de su jefe, el Profesor.
– ¿No es éste mi mayor triunfo con los disfraces? -dijo orgullosamente.
Irene Adler estaba encantada con la casa de Maida Vale. En realidad era un pequeño lugar, pero arreglado, ordenado, acogedor, amueblado con mucho gusto y con todo lo que una mujer podía desear, incluyendo los servicios de una excelente y joven sirvienta llamada Harriet.
Cuando llegó, había otra carta de Holmes, expresada en los términos más afectuosos. Flores frescas en los jarrones y un pequeño carruaje a su disposición, día o noche.
Al final de su nota, Holmes había escrito: en este momento estoy muy ocupado con un asunto de alguna importancia, pero iré a verla en cuando me resulte humanamente posible.
Tres días después el gran detective hizo su aparición en la villa.
Llegó a última hora de la tarde, cuando Irene estaba cambiándose para ir a dar una vuelta en su recién adquirido carruaje. Harriet, toda emocionada, llegó con la noticia de que él estaba esperándola en el salón.
Ella bajó para dar la bienvenida a su benefactor unos quince minutos después, vestida con un sencillo vestido de tarde gris, con la cara radiante y sin dar muestras por ninguna parte de que estaba cerca de los treinta y nueve años.
– Señor Holmes, no sé cómo agradecerle. Estoy desbordada por su amabilidad. ¿Sería presuntuoso por mi parte ofrecerle un beso?
– Mi querida dama -su alta figura por encima de ella, los firmes gestos formando una sonrisa de intenso placer mientras la tomaba en sus brazos-. He esperado tanto tiempo este momento. Soy feliz sólo porque se ha aprovechado de mi oferta.
Ella le abrazó fuertemente.
– Señor Holmes, todavía apenas puedo creerlo, su reputación dice que se alejaría cien millas antes de ser encontrado en una situación de compromiso con una simple mujer.
– Cierto -le dio un afectuoso apretón-. Es verdad, se me ha presentado como tal, pero usted ablandó tanto mi corazón hace años, cuando nos conocimos… bajo las más dudosas circunstancias, que he anhelado ayudarla. Nunca he comprendido por qué, si estaba viva y con tantas estrecheces económicas, no volvió a su profesión en el teatro.
Ella suspiró, le cogió de la mano y le llevó hasta el sofá que estaba junto a la ventana, sentándose y dando una palmadita sobre el terciopelo para indicar que debía sentarse a su lado.
– Mi voz se perdió, señor Holmes. El shock de esa terrible avalancha y la muerte de mi marido, Godfrey -sus ojos se llenaron de lágrimas y se vio obligada a volver la cara.
– Me entristece tanto, Irene -dijo él, acariciándola para confortarla-. Sé lo que esa pérdida debe significar. Yo soy muy frío en algunos aspectos, pero puedo imaginar el vacío y el dolor que deja detrás la pérdida de un ser querido. Si puedo ayudarla a aliviar su dolor, sólo tiene que pedirlo.
– Primero debo darle las gracias por todo lo que-ya ha hecho. Por todo esto -su mano dibujó un círculo alrededor de la habitación-. Y por las ropas, y todo. ¿Me ha perdonado de verdad por esos asuntos pasados?
Él percibió que un pequeño centelleo sustituía las lágrimas en sus desbordantes ojos.
– Nunca he sentido otra cosa que no fuera admiración. No hay nada que perdonar.
– Pero, ¿qué puedo darle yo a cambio de su amabilidad, señor Holmes? Tengo tan poco que ofrecer.
– Si yo pudiera ofrecerle el matrimonio, lo haría ahora mismo -se acercó-. Pero, como usted sabe, soy un solterón recalcitrante. Sin embargo -pasó su lengua por los labios para humedecerlos-. Sin embargo, ¿qué puede ofrecer una mujer a un hombre que ha estado tan privado del afecto femenino?
Irene Adler tenía la cara levantada hacia él, mientras le rodeaba el cuello con los brazos y le atraía hacia ella.
– Oh, señor Holmes -murmuró.
– Después -susurró él junto a su oído- quizá podamos cenar con champán en The Monico.
– Maravilloso, querido Sherlock -replicó ella suavemente, con los ojos cerrados y la boca entreabierta-. Maravilloso.
Crow se estaba quedando sin tiempo, y lo sabía. Durante los días que habían pasado desde la repentina marcha de París del enfermo Holmes, había buscado por todo lo ancho y largo de Montmartre en busca de la chica conocida como Suzanne la Gitana. Parecía que la conocía mucha gente, pero nadie la había visto desde hacía algún tiempo.
Sólo faltaban dos días para regresar a sus tareas en Scotland Yard, cuando llegó un telegrama de Holmes. Solamente contenía cuatro palabras: follies ber- gére esta noche. Desconcertado por este acontecimiento y esa dirección concreta, Crow pasó el día con cierta agitación, cenó con menos serenidad de la usual y se dirigió al Follies Bergére con grandes esperanzas.
Ya había visitado este lugar en varias ocasiones durante su búsqueda, por lo que estaba bastante aclimatado al ruido y al elevado tono de las actuaciones, por no mencionar a las jóvenes que desfilaban por la avenida. Después de una hora o así de precipitadas preguntas persiguiendo a los camareros, Crow se armó de valor y se dio una vuelta por la avenida, donde ya había soportado algunas afrentas por parte de las señoritas que se ofrecían allí.
Tuvo éxito rápidamente. Una chica, vestida a la moda, pero con demasiada pintura y polvos para el gusto de Crow, se fijó en él en cuanto apareció.
– ¿No estuvo preguntando por Suzanne la otra noche? -preguntó jadeando, con un ojo en Crow y con el otro mirando intencionadamente a cualquier cliente que pudiera perder-. ¿Suzanne la Gitana?
– Así fue. ¿Tiene noticias?
– Tiene suerte. Está aquí. Ha regresado hoy a París.
Crow miró a su alrededor, intentando identificar a la chica entre la multitud.
– Aquí -gritó la prostituta mientras le agarraba-. Aquí -tirando de él por la manga y llamando al mismo tiempo-, Suzanne, tengo un amigo para ti, si no te has convertido en una mujer demasiado fina entre tus amigas actrices.
De repente, Crow se encontró cara a cara con una belleza de pelo de azabache, con unos rasgos que no podían negar que por sus venas corría sangre gitana. La chica le examinó de arriba a abajo, con su boca roja, incitante y abierta con una amplia sonrisa.
– ¿Desea invitarme a tomar una copa? -le preguntó con seductor estilo.
– La he estado buscando por todo París, si es usted la conocida como Suzanne la Gitana -Crow respiró con dificultad.
Ella se rió.
– Esa soy yo, sólo que esta noche no he traído mi pandereta. Tendremos que tocar otras melodías.
– Sólo deseo hablar con usted -respondió Crow con prontitud-. Es un asunto de cierta importancia.
– El tiempo es dinero, chéri.
– Le pagaré.
– Bien, entonces lléveme a tomar champán.
Crow se la llevó, buscó una mesa limpia, pidió vino y luego le dedicó a ella toda su atención.
– He estado buscándola -comenzó.
– He estado fuera de París -se rió con una risa sofocada, agitando sus elegantes hombros-. Monsieur Meliés me ha sacado en una película. ¿Ha visto el cinematógrafo?
– Sí. No. Bueno, he oído hablar de esas cosas.
– He estado actuando para Monsieur Meliés. En una película que está haciendo en su casa de campo en Montreuil.
– Fascinante. Pero…
– Es totalmente fascinante. Quería varias chicas para actuar como gitanas. Yo soy la auténtica. El mismo lo dijo. ¿Quiere saber más sobre cómo hace las películas?
– No, no deseo oír nada más.
– ¿Qué?
– Suzanne, por favor, intente recordar lo sucedido justo después de Navidad.
– ¡Ostras! -levantó las manos-. Eso es muy difícil. A veces no puedo recordar lo que pasó ayer. La Navidad fue hace mucho tiempo.
– Estaba en el Moulin Rouge.
– Estoy con mucha frecuencia en el Moulin Rouge. Preferiría hablar sobre Monsieur Meliés, viene aquí esta noche. Esta noche va a haber una buena fiesta, podrá conocerle -de repente se calló y le miró fijamente-. Yo no sé su nombre.
– Mi nombre es Crow.
– Bien -murmuró-le llamaré Le Corbeau, ¿comprende? -Suzanne hizo un movimiento de aleteo con sus manos y emitió un graznido que salió de la parte posterior de su garganta.
Crow consideró que con toda probabilidad había bebido más que suficiente.
– Durante la noche de la que hablo -dijo con firmeza-, ¿se reunió con un americano? ¿Un americano robusto que estuvo preguntando dónde podía encontrar a un caballero llamado Jean Grisombre?
Suzanne bebía con notable rapidez.
– ¿Quiere saber algo sobre Grisombre?
– No. ¿Recuerda al americano?
– No sé. Quizá. Depende. ¿Por qué quiere saberlo?
– Es amigo mío. Estoy intentando encontrarle. Su nombre es Morningdale. Cuando salió del Moulin Rouge hubo una especie de riña ahí fuera. Algo con una chica. Una chica de la calle.
– Sí, eso lo sé. Le recuerdo. No era muy agradable. Pero su amigo, Harry, fue bueno conmigo -se encogió de hombros-. Pagó el americano.
– ¿Y estaban buscando a Grisombre?
– Sí.
– ¿Les ayudó usted?
– Les envié a La Maison Vide. Jean Grisombre está allí casi todas las noches. Iba la mayoría de las noches. Yo he ido esta noche, está de viaje en alguna parte, así que no tendrá suerte si quiere verle.
– Pero el americano, ¿le vio esa noche?
– Si estaba allí, sí. No tengo ninguna duda.
– Ese americano y su amigo, ¿de dónde venían?
– De Londres. Creo que era Londres -su frente se arrugó como si estuviera haciendo un gran esfuerzo por recordar-. Sí, le dijo algo a Harry sobre donde vivían. Parecía extraño.
– Intente recordar.
– Otra copa de champán.
Crow la sirvió sin quitarle los ojos de encima. A su alrededor, el local estaba lleno de música, risas, baile y un gran tumulto de gente, decidida a disfrutar a toda costa.
– ¿Cuánto me va a pagar?
– Suficiente.
– ¿También quiere dormir conmigo?
– No.
– ¿No me encuentra atractiva?
Crow suspiró.
– Mi querida jovencita, la encuentro muy atractiva, pero me he hecho una pequeña promesa.
– Las promesas se hacen para romperlas.
– ¿Qué dijo?
– Dinero.
Crow tiró una pequeña pila de monedas de oro sobre la mesa, que desaparecieron como si se tratara de un pedazo de grasa en una sartén caliente.
Ella le echó una rápida sonrisa y se levantó.
– ¿No puedes recordarlo? ¿O es esto algún fraude? -preguntó alarmado.
– Lo recuerdo -volvió a sonreír-. Dijo… Cuando me dio el dinero para que estuviera con Harry, dijo: «no le diré nada a tu pequeña fregona de Albert Square. Me han dicho que con Suzanne la Gitana bien vale la pena todo lo que se gasta». Y yo, Monsieur le Corbeau, bien merezco la pena.
– ¿Albert Square? ¿Estás segura de eso?
– Bien valgo todo lo que se gastan -soltó una pequeña risa burlona y desapareció entre la muchedumbre.
En ese momento la banda comenzó a tocar y los salvajes alaridos de las chicas del cancán inundaron el salón, ahogando todo lo demás. El detective consideró que debería marcharse y buscar a la otra joven para darle una propina por llevarle hasta Suzanne. Luego, a casa tan rápido como pudiera llevarle el vapor.
Crow regresó a Londres a últimas horas del día siguiente, cansado, pero con la sensación de que al menos había conseguido una pequeña información para Holmes. Era, sin embargo, demasiado tarde para visitar al gran detective esa noche. En cualquier caso, Sylvia le recibió como lo hacía cuando eran novios. De tal forma, en realidad, que Crow se preguntó si estaría planeando algún nuevo acto de locura. Fue un miedo que pasó pronto, ya que Sylvia había aprendido la lección y estaba decidida a ser una hacendosa esposa.
El detective, disfrutando de las comodidades de su propia casa, y cama, decidió que visitaría Baker Street en cuanto le fuera posible después de informar en Scotland Yard al día siguiente.
Se levantó temprano y ya estaba en su oficina antes de las ocho y media. Pero no lo suficientemente pronto para escapar a la autoridad. Una nota sobre su escritorio le decía que debía ver al Comisario a las nueve en punto.
Tanner entró cuando él estaba a punto de salir.
– Tiene buen aspecto, señor. ¿Se ha recuperado? -preguntó satisfecho.
– Nunca me sentí mejor.
Crow se reafirmó a sí mismo diciéndose que esto era completamente cierto. La emoción de la persecución le había infundido ánimo y le había hecho desechar todos los pensamientos sobre la perfidia de Harriet.
– Mejor que el señor Holmes, entonces -Tanner resultó casi malicioso.
– ¿Por qué menciona a el señor Holmes? -preguntó bruscamente.
– Usted le ha visto, ¿verdad, señor?
– Dos o tres veces, sí. Pero, ¿qué pasa?
– ¿No lo ha oído?
– Ni una palabra.
– El gran Holmes se está convirtiendo en un loco por una mujer. Está comenzando a ser un verdadero escándalo. Medio Londres habla de ello.
– No creo…
– Es completamente cierto, señor. Una antigua cantante, según dicen. Se llama Irene Adler. Va a todas partes con ella.
Crow corrió hacia la oficina del Comisario, ansioso por tener la entrevista.
– Bien, parece que se encuentra bastante bien -dijo el Comisario lacónicamente-. ¿Piensa que está totalmente recuperado?
– Preparado para cualquier cosa, señor.
– Tendrá que estarlo. Es su última oportunidad, recuerde. Tuve unas palabras con Moore Agar y me aseguró que estaría como nuevo. Confío en que eso sea cierto, ya que tiene otro paciente que no parece estar tan bien, según he oído.
– ¿Oh? -Crow se esforzó por no manifestar ningún tipo de expresión con su mirada.
– No hay que permitir que eso trascienda -el Comisario se inclinó de forma confidencial-. Se trata de Sherlock Holmes. ¿Recuerda lo firme y disciplinado que ha sido siempre? Jamás saldría con una mujer.
– Desde luego.
– Yo ya he visto antes que estas cosas suelen suceder a su edad, recuerde. Se encuentra una potra y se pierde todo el sentido de la proporción.
– ¿El señor Holmes? -ahora Crow estaba completamente perturbado. Tanner podía haber exagerado, pero no el viejo.
– Relacionado con una mujer no tan buena como debería.
– Casi no puedo dar crédito.
– Lo he visto con mis propios ojos. Salen todas las noches a Monico, el Cri o el Troc. Besuqueándose en público también. Una repugnante exhibición.
Fella me dijo en mi club que había visto a la pareja medio achispados en el Ambassadeurs, y saco la conclusión de que no hablaría siquiera con su hermano Mycroft. Maldita deshonra, pero esto a veces sucede. Cuando hombres como éste van tras las huellas… -la frase se fue desvaneciendo y Crow cambió rápidamente de conversación para hablar de los trabajos que le exigía el Comisario.
La entrevista duró toda una hora y en ella se trató sobre una inquietante noticia relacionada con una explosión en Praed Street y un cuerpo sin identificar, la única víctima en este desagradable suceso. Sin embargo, en cuanto Crow tuvo permiso para marcharse, salió precipitadamente del edificio, llamó a un cabriolé y se dirigió a paso rápido hacia Baker Street, con miedo por lo que pudiera encontrar.
– Gracias a Dios que ha venido, señor -la señora Hudson lloró para desahogarse cuando abrió la puerta tras la violenta llamada de Crow-. Me ha dicho que usted es la única persona que puede verle. He pensado incluso en telegrafiar al doctor Watson, pero me lo ha prohibido.
– ¿Pero puede saberse qué pasa, señora Hudson?
– Está enfermo, señor. Nunca le había visto como ahora. Pensé que estaba próximo a la muerte, pero él no deseaba a ningún doctor cerca. Y las historias que cuentan sobre él. Todo mentiras. Pero él ni escuchará ni dirá una palabra.
Crow avanzó a saltos por las escaleras hacia las habitaciones de Holmes, de las que llegaba el agudo y triste sonido de un violín. Sin llamar siquiera a la puerta, irrumpió violentamente en la habitación.
Holmes estaba sentado en su silla favorita, vestido con una bata, con los ojos cerrados y el violín apoyado en su barbilla. Crow se quedó horrorizado con el aspecto del gran detective. Su cuerpo, siempre flaco, ahora parecía demacrado, sus mejillas enjutas y ojerosas, los ojos hundidos. Por la forma en que estaba sujetando el arco del violín, dedujo que su mano no tenía la firmeza de antes.
– Mi gran escocés, Holmes, ¿qué le sucede? -casi gritó.
Holmes abrió los ojos, dejó de tocar y se recostó en su silla.
– Crow, qué alegría verle. ¿Recibió mi telegrama? ¿Hay alguna noticia?
– Alguna, pero ¿qué le sucede?
– No se preocupe, querido colega. Ahora ya lo he superado. Ya estoy casi recuperado.
Mientras decía estas palabras su cuerpo se estremeció con gran dolor, por lo que no pudo hablar durante unos momentos. Crow vio que por su frente corrían enormes gotas de sudor.
– Me temo que soy yo quien tiene la culpa de esta enfermedad, Crow -dijo Holmes débilmente-. Pero, de verdad, estoy mucho mejor. Un poco de caldo de gallina de la señora Hudson y estaré como nuevo.
– Pero, Holmes, ¿qué sucede?
– Una larga historia, y además una de locos, me temo. Pero sus noticias primero. Ya le tenemos. ¿Ha oído lo que está haciendo conmigo en los restaurantes y hoteles?
– ¿Se refiere a las historias sobre usted e Irene Adler?
– Más o menos.
– Lo he oído. Están provocando un escándalo y debe rebatirlos de una vez.
– No hasta que me haya recuperado, o usted haya realizado el truco por mí. Será la maravilla del séptimo día, ya verá. Pero, ¿qué noticias tiene?
– Encontré a la chica.
– Sí, supuse que lo haría. Cuando leí en el periódico, durante uno de mis momentos más lúcidos, que Monsieur Meliés había estado utilizando chicas gitanas para una de sus películas en Montreuil, y que daba una fiesta en el Folies Bergére, me convencí de que encontraría allí a nuestra esquiva Suzanne.
– Es casi seguro que vieron a Grisombre… al menos sí vieron a Morningdale. Y ella dice que mencionaron un lugar en Londres. Albert Square.
En los ojos del detective apareció la vieja luz.
– Alcánceme mi guía renovada de Londres y veremos -y señaló hacia la estantería de libros-. Mis manos no son muy hábiles. Ah, aquí está, había un Albert Square, cerca de Notting Hill. Parece que James Moriarty ha encontrado un alojamiento más respetable que su último agujero. Ahora me siento mejor. Creo que probaré un poco del caldo de la señora Hudson, ¿sería tan amable, Crow, de pedírselo?
Todavía estaba muy débil y apático, pero una vez que se hubo tomado el caldo, el notable poder de recuperación de Holmes se hizo evidente.
– ¿Puedo confiar en usted, Crow? -le preguntó.
– Desde luego. Puede contar conmigo completamente.
– Bien, le ruego que nada de este asunto llegue a oídos de Watson. Es un hombre muy querido para mí y no deseo ofenderle de ninguna manera. También puede ser indiscreto con lo que escribe. Nunca debí haberle permitido hacer esos comentarios, a pesar de ser aduladores, en relación a Irene Adler.
– Lo entiendo.
– Pero, permítame que le narre un cuento moral, Crow, relacionado conmigo.
– Le presto toda mi atención.
– Siempre me he conducido de una forma severa, Crow. Creo que eso ya lo sabe. No me gusta la inactividad, el aburrirme fácilmente, y no puedo soportar las restricciones que a veces me impone mi cuerpo. Por este motivo, al comienzo de mis investigaciones, acudí a ciertos recursos médicos para aumentar mi actividad; para estimular mis procesos mentales y trabajar con poco descanso. El recurso médico es -debería decir era- la cocaína. No me pareció peligrosa, la utilizaba de la misma manera que otros la usaban. ¿Sabe usted que, en el continente, se han realizado muchas experiencias sobre el uso de la cocaína para hacer que las tropas sean más eficientes en los campos de batalla? Hasta hace poco no descubrí algunos serios efectos secundarios, los mismos efectos secundarios que ahora son bien conocidos en la profesión médica-sonrió, casi benévolamente, como para sugerir que sus descubrimientos iban muy poco por delante de lo conocido por la ciencia médica.
»Cuando conocí los peligros, era demasiado tarde. Mi cuerpo ansiaba el dañino polvo y llegué a convertirme en lo que podría llamarse un adicto. Fue, como debe saber, solamente hace un año cuando los médicos más destacados comenzaron a presionar sobre la restricción en el uso de ciertas sustancias, ya que antes no hubo ninguna dificultad en obtener el vil polvo. Pero el viejo Watson rápidamente intentó solucionar el problema. Me suplicó una y otra vez, Crow, utilizando todo tipo de argumentos. Yo sabía que llevaba razón, pero la droga tenía tal influencia sobre mí que incluso me resultó imposible pensar en dejarla. Sin embargo, mi disciplina mental por fin venció y acordé con Watson, y con la ayuda de Moore Agar, que me iría apartando de la cocaína. Ésta es una de las razones por las que no deseo que se sepa nada de todo esto. Pobre compañero, le he engañado -rió de forma breve y cansada.
»Entre Watson y Moore Agar me cerraron todas las fuentes de suministro. Ningún farmacéutico de Londres me daría ni un grano de droga, ni siquiera Curtis y Compañía, al final de la calle, ni John Taylor en la esquina de George Street. Me tenían bien apretado, puedo asegurárselo. O al menos eso pensaban ellos.
Ahora parecía serenarse con su narración.
– Ya ve, el adicto a veces es una persona astuta. Créame, lo sé por propia experiencia. Al principio, Watson y nuestro compañero de Harley Street comenzaron a disminuirme las dosis con bastante facilidad, y yo tuve que enfrentarme a ciertas incomodidades. Luego comencé a asustarme, y no me avergüenza admitirlo. Por tanto, me aseguré de tener siempre una fuente de suministro por si necesitaba aumentar las dosis que los médicos me distribuían. Encontré a un hombre en Orchard Street que me suministraba regularmente, sin hacer caso de la desautorización de los doctores.
Crow echó una mirada al gran detective, que daba a entender que comprendía totalmente su dilema.
Holmes miró fijamente a sus pies, agitó la cabeza con un movimiento negativo y continuó hablando.
– Me siento muy mal por todo esto. Ellos piensan que realmente me han curado. La dosis bajó hasta una cantidad mínima, pero, sin ellos saberlo, yo seguí consumiendo cocaína. Hasta París, quiero decir.
– ¿Su enfermedad allí?
– Sí. Me vi sin la droga y en las garras de los más terribles síntomas. El síndrome de abstinencia puede ser lo más doloroso y agonizante.
– ¿La necesitaba?
– Mucho.
– Entonces, ¿por qué no intentó adquirirla libremente en París?
– Existen algunas restricciones, pero supongo que podría haberlo hecho. La mente a veces juega muy malas pasadas. Sólo podía pensar en regresar a Londres y en mi hombre de Orchard Street.
– Pero…
– Pero no me la proporcionó. Sí, bien puede mirar de esa forma, yo también detecto la diabólica mano de James Moriarty en esto. Estaba destrozado física y mentalmente, pero en algún lugar en el fondo de mi mente, Crow, venció la voluntad. Regresé aquí y, en uno de mis momentos más lúcidos, decidí renunciar a la droga definitivamente, sin importarme nada. No puedo decirle lo difícil que fue…
– Puedo verlo yo mismo, Holmes.
– Quizá. Es como luchar con el mismo diablo y todo su infierno. Sin embargo, ahora estoy en casa, salí de la oscuridad y me he librado para siempre.
– Pero durante el tiempo que usted ha pasado en agonía, Moriarty le ha ocasionado un grave perjuicio público.
– Así ha sido, y también es algo que pagará muy caro.
– Pero, ¿cómo convencerá a los que ya están divulgando el escándalo?
– Una palabra o dos en el lugar adecuado y un guiño aquí y allá realizarán el truco. Mi hermano Mycroft está ya medio loco de ansiedad, pero le he enviado un telegrama pidiéndole calma y diciéndole que será pronto. Un día o dos con comida y descanso y estaré preparado para actuar una vez más. No es sin razón, querido amigo, por lo que me dicen que tengo una constitución de hierro.
– Podríamos atrapar al criminal esta noche, mientras está con su dama -la cara de Crow estaba roja de ira.
– ¿Y estropear mi enfrentamiento cara a cara con él? No, Crow.
– Yo también me he hecho la promesa de acabar con él, y usted me ha dicho que no desea involucrarse públicamente.
– Usted tendrá todo el mérito, no tema -en sus ojos se encontraba la antigua claridad, mientras sonreía al inspector de forma severa-. Tengo un plan que le hará saltar con su propio petardo, Crow. He perdido peso, ¿verdad?
– Así es, Holmes.
– ¿Y mi cara está demacrada? ¿Los ojos hundidos?
– Sí.
– Bien, esas características me facilitarán aún más el disfraz que tengo en mente.
– ¿Cómo puedo ayudarle?
– En primer lugar, quisiera saber cómo vive en Albert Square, si realmente es ahí donde se oculta. Me gustaría hacerlo yo mismo, pero…
– Conserve su fuerza, yo lo haré.
– Necesito todos los detalles. Quién está en la casa con él. Qué tal se disfraza de mí. Cuáles son sus movimientos.
– Estoy a su entera disposición.
– Sabía que podía contar con usted, Crow. Mi buen amigo.
La brillantez en su representación de Holmes, consideró Moriarty, no se encontraba en los pequeños detalles. Era el cuadro global -la altura, la ligera modificación de su cara con masilla de actor, la voz y los movimientos típicos-. Por ejemplo, enfrentado con el hermano del detective, Mycroft, no habría durado ni cinco minutos. Pero, para Irene Adler era totalmente Holmes, ya que para ella sólo había recuerdos en su memoria.
Era el que todos habían visto en lugares públicos con la señora Adler. Todos esperaban que fuera Holmes; y a él era a quien veían. Se puso los zapatos de suela elevada -los mismos que utilizaba para el disfraz de su hermano muerto- y se instaló cómodamente delante de la vestidora, comenzando a modelar la nariz aguileña.
El Profesor había decretado que, durante este período de la farsa, la casa de Albert Square estuviera vacía, excepto para él, Martha Pearson y la joven fregona. Los otros estaban en Bermondsey, ocupándose de los negocios de la familia. Bridget Spear estaba instalada en la mejor casa de Sal Hodges, ya que tendría pronto al niño. Sal también se encontraba allí. Los demás recaudaban, robaban, defraudaban y saqueaban. La familia que había vuelto a nacer se hacía más fuerte cada día.
Mientras se aplicaba goma en las cejas, para cubrirlas luego con pelo y lograr la similitud con las cejas de Holmes, oyó vagamente el timbre abajo. Sólo en caso de alguna emergencia iría a la casa alguno de la banda. Probablemente era algún vendedor.
En realidad, era Bert Spear.
– Crow -dijo el lugarteniente después de que Moriarty le permitiera pasar al dormitorio.
– ¿Qué sucede con Crow? -preguntó mientras pasaba un pincel negro rojizo, que había sumergido en una preparación de color carne, por debajo de la unión entre la masilla de la nariz y su cara.
– Su permiso se ha acabado.
El pincel permaneció en el aire durante un segundo, la única señal de que Moriarty estaba algo alarmado.
– ¿Quieres decir que no le han destituido permanentemente del cuerpo? -lo dijo con una voz a medio camino entre la suya y la de Holmes.
– Parece que no. Esta mañana ha estado de nuevo de servicio en Scotland Yard. Restituido.
Moriarty dejó escapar en voz baja un sucio juramento, que significaba el fracaso en uno de sus planes.
– ¿Le están vigilando?
– En cuanto nos enteramos, informé a Ember. Ahora ha ido a ver a los informadores. Estarán en sus posiciones dentro de una hora aproximadamente.
Moriarty blasfemó otra vez, ahora una obscenidad. Luego pareció que volvía a recobrar la confianza.
– No hay por qué preocuparse, Spear. Ya tenemos a ese poli fisgón. Bridget ya está a punto, según he oído -dijo cambiando de conversación, desviándose bruscamente hacia otro sendero hasta que pudiera pensar claramente sobre los problemas de la reaparición de Crow.
– En cualquier momento. Sal está allí, y la comadrona.
– Y las alegres chicas realizando sus negocios en los otros pisos -el Profesor soltó una risa sofocada.
– Sí, todo sigue igual. Es una buena casa.
Se produjeron unos momentos de silencio entre los dos hombres mientras Moriarty arreglaba la masilla alrededor de su mandíbula. Spear volvió a hablar.
– ¿Cree que deberíamos regresar aquí alguno de nosotros? ¿O estar cerca de usted mientras lleva a cabo su juego?
El Profesor no le dio demasiada importancia.
– No, estoy a salvo. Saldré esta noche y mañana con Irene Adler, y esto será suficiente para desacreditar el nombre de Sherlock para siempre. Los últimos días han sido divertidos e interesantes, Spear. He disfrutado mucho con todo esto. Como si se tratara de un juego de Navidad.
Spear se marchó poco después y una hora más tarde llegó Harkness con el coche. Moriarty, caracterizado como Sherlock Holmes, salió de la casa, bajó las escaleras con ligereza y el cabriolé le llevó desde Albert Square a Maida Vale, hacia la siempre complaciente Irene Adler.
Mientras giraban desde la plaza a la calle principal, ni Harkness ni Moriarty -todavía envuelto en sus pensamientos- se dieron cuenta de la sombra que se agazapaba junto a una puerta.
Cuando el coche se alejó, la sombra salió de su escondite. Crow avanzó hacia la luz, moviéndose resueltamente una vez que hubo desaparecido el cabriolé.
Otro cabriolé, vacío, subía lentamente por la calle. El detective levantó el brazo para llamarlo.
– Soy oficial de policía -dijo al taciturno conductor-. Siga a ese coche, pero manténgase alejado y haga exactamente lo que yo le diga.
El conductor, muy impresionado, se tocó el sombrero y avivó su caballo hacia delante.
Crow regresó a Baker Street a la mañana siguiente con la clara impresión de que alguien le seguía. Había estado totalmente seguro desde que salió de King Street hacia Scotland Yard, y pensar en ello le inquietaba.
Encontró a Holmes incorporado, todavía demacrado y ojeroso, pero con su antigua luz en los ojos y mucho más próximo a su estado normal.
– Cuénteme todo -dijo el gran detective-. Todos los detalles.
Crow se sentó delante del fuego y comenzó su historia con los sucesos de la noche anterior, consciente de que los ojos de Holmes no le quitaban la vista de encima ni un solo momento.
– Para empezar, no hay ninguna duda de que el Profesor trama algo sucio en el número cinco de Albert Square -comenzó-. Primero fui a la Comisaría de Policía de Notting Hill y utilicé mi influencia. He hablado con los policías que hacen la ronda, son siempre los que más saben sobre las casas y los ocupantes de su zona.
– ¿Y? -Holmes habló con brusquedad, irritado y ansioso por escuchar los hechos.
– Está en el número cinco desde el pasado septiembre. Viviendo como un profesor americano. Su nombre, Cari Nicol. Con él está una horrible pandilla.
– Todas las viejas caras, ¿eh?
– El chino que hemos estado buscando, el duro Ember, Spear…
– Toda su Guardia Pretoriana.
– Sí, y algunas mujeres.
– ¡Hum!
– Pero, todos estos qué le parecen tan interesantes se han marchado. Desde la semana pasada más o menos se encuentra solo, a excepción de dos criadas.
– ¿Usted le ha visto, Crow?
– Para ser más exactos, Holmes, debería decir que es a usted a quien he visto.
– Ah.
– Tenía un extraordinario parecido.
– Nunca he infravalorado a James Moriarty. En ningún momento he dejado de pensar que su actuación no fuera la de un profesional. ¿Le siguió?
– A una pequeña villa en Maida Vale, donde se encuentra la señora Adler.
– ¿La vio? -preguntó Holmes con notable interés.
– Sí. Moriarty estuvo en la casa unas dos horas, después, ambos salieron y se dirigieron al Trocadero.
– Ah, el viejo Troc -reflexionó Holmes.
Crow se sintió contento al notar que estaba volviendo a su anterior ser.
– Allí cenaron, a plena vista y convirtiéndose en un espectáculo público. Dándose la mano y tirándose besos en la mesa, con secretas bromas y sonoras risas. Fue muy violento, Holmes, ya que si no le conociera tanto, habría jurado que era usted.
– Luego regresaron a Maida Vale, creo entender.
– Así fue. Moriarty no regresó a Albert Square hasta altas horas. Alrededor de las cuatro de la madrugada. Me temo que mi Sylvia, que es inmensamente cariñosa ahora, sospechará que tengo alguna nueva diversión.
– Dígala que deje de preocuparse. Mañana todo habrá acabado. ¿Qué tal se le dan las cerraduras, Crow?
– ¿En qué sentido, Holmes?
– Para forzarlas, naturalmente. No importa. Tengo aquí mi propio equipo de herramientas. No habrá ninguna dificultad.
– Quiere decir que…
– Estamos obligados a permitirnos el lujo de un allanamiento de morada, Inspector. ¿Tiene alguna objeción?
– No si de esta forma podemos atrapar al Profesor.
– Elemental. Y ahora, ¿sabe que le han seguido esta mañana?
– No he dejado de pensar en ello.
– Sí, y también tienen a un tipo vigilando esta casa. Un pícaro que se hace pasar por un mendigo ciego. Fred, creo que le llaman. Los hombres que van detrás de usted son un par de tipos llamados Sim el Espantajo y Ben Tuffnell. Tenemos que dejarlos fuera de escena esta noche, pero déjeme a mí que me ocupe de eso. Tengo a mano a unos pillos callejeros que pueden burlar hasta al más listo de los informadores del Profesor. Ocúpese de sus asuntos, Crow, y déjeme eso a mí. Desearía que estuviera aquí a las nueve, o antes. Tendremos una larga espera en Albert Square, pero creo que bien merece la pena.
Crow asintió con la cabeza.
– Aquí estaré.
– Mi buen amigo. Y, Crow, traiga su revólver.
A las seis de la tarde del viernes 14 de mayo, Bridget Spear estaba dando a luz un hermoso niño de ocho libras de peso. Spear, un orgulloso padre lleno de alegría, rompió todas las reglas y, durante la segunda noche, se presentó en Albert Square.
Moriarty, otra vez delante de su vestidora, le saludó sin demasiado entusiasmo.
– Me alegro de tener noticias sobre Bridget -dijo fríamente-. Sin embargo, estaría más contento si te mantuvieras alejado, Spear, hasta que termine esta broma. Esta noche veré a la señora Adler por última vez. Después de esto, Lee Chow cumplirá sus órdenes. No seré tan ardoroso ni me quedaré hasta tan tarde esta noche, ya que le diré que tengo algunos asuntos urgentes.
– Pronto sabrá lo que significa ser padre, muy pronto -Spear miró hoscamente hacia la alfombra-. ¿Ha sabido algo sobre Crow?
– Vino un chico antes. Se está compadeciendo de Holmes, lo que me hace estar intranquilo. Pero el detective de Baker Street está tan desacreditado que no le hará ningún bien.
– Confío en que lleve razón.
– Te garantizo que estará largo tiempo fuera de juego y nosotros podremos ocuparnos tranquilamente de nuestros negocios. Lo primero que haré mañana será ir a Bermondsey para ver nuestros sucios asuntos. Ahora, Spear, vuelve con Bridget y dale mis mejores deseos. Seré un buen padrino para el niño, no temas.
– Dentro de poco habrá otro casamiento. El joven Alien y la Mary Ann… Polly.
– Les bendeciré y también haré el papel de tío -se rió el Profesor.
Harkness llegó a la hora fijada y Spear salió al mismo tiempo que Moriarty. Las lámparas se fueron apagando una a una y, alrededor de las diez, Martha y la pequeña fregona se fueron a la cama, dejando una sola lámpara de aceite encendida en el vestíbulo para cuando regresara su amo.
A Crow casi se le salieron los ojos de sus órbitas. Se había presentado en Baker Street a las nueve en punto, como le había sugerido Holmes, y dirigido a las habitaciones del detective, que encontró vacías.
Llamó suavemente a Holmes, pero al no recibir respuesta, se sentó junto al fuego, que se mantenía encendido en la chimenea, y sacó su viejo revólver americano para comprobar si estaba en buenas condiciones.
El ruido de un cabriolé, que subía en el exterior, hizo que el policía se asomara a la ventana. Había poca gente, aunque podría jurar que vio unas sombras cruzar la carretera y la fugaz figura de un hombre que se movía entre las puertas a lo largo de la calle.
Abajo, paró un cabriolé y su pasajero descendió a la acera. Una figura alta, flaca y cargada de espaldas. Crow se quedó pasmado cuando la luz de un poste de gas iluminó la cara del hombre. Le había visto dos veces antes, y conocía su descripción tan bien como la palma de su mano. Bajo el sombrero se encontraría, estaba seguro, una frente abovedada. Los ojos estarían hundidos. El hombre que se encontraba en la calle era Moriarty, el Profesor. Disfrazado como el Napoleón del Crimen solía presentarse ante su corrupto ejército.
Crow agarró su revólver, retrocedió un poco desde la ventana y siguió observando, con el corazón en un puño. La alta figura cruzó la calle y se dirigió hacia la puerta en que Crow había visto la vaga sombra.
El Profesor se paró durante unos breves momentos, como si mantuviera una seria conversación con alguien oculto, moviendo la cabeza de un lado a otro. Luego, se volvió y lanzó una mirada hacia Crow, de forma que la luz cayó completamente sobre su cara. Sin duda era él, y ahora volvía a cruzar la calle y se dirigía hacia la puerta 22 IB.
Crow oyó el portazo en el piso de abajo y las pisadas que se acercaban a las habitaciones de Holmes. Rápidamente, se colocó ante la puerta, con su revólver preparado y apuntando al hombre que iba a entrar.
La puerta osciló al abrirse y Moriarty entró en la habitación.
– Alto, señor -gruñó Crow-, o esta vez acabaré con su vida.
– Querido Crow, procure ser menos agresivo -dijo Sherlock Holmes con una cara que sin duda pertenecía a su enemigo.
Fue en este momento cuando los ojos de Crow parecían salirse de sus órbitas. Se aflojó la mandíbula y sintió en la mano el gran peso del revólver.
– ¿Holmes? -tartamudeó.
– En persona -dijo Holmes, quitándose el alto sombrero y mostrando, como Crow había supuesto, una frente muy abovedada.
– Pero es igual que Moriarty -sus ojos examinaron la cara y la figura del hombre que permanecía de pie ante él.
– Eso espero -Holmes se rió entre dientes-. Dos pueden hacer el mismo juego, Crow. Si Moriarty se está haciendo pasar por mí, entonces no veo por qué yo no debo pasar por él. La confrontación será fantástica, ¿no cree?
– Dios mío, es magistral, Holmes.
– Elemental, Crow. Las sencillas artes de cualquier buen actor, aunque debo confesar que yo soy mejor que muchos de los que pisan un escenario en estos días. Pero rápido, hombre, a la ventana. Creo que allá abajo he colocado al gato entre los ratones.
Cruzaron hasta el marco de la ventana, mientras Crow dejaba escapar impulsivamente las preguntas que una tras otra se agolpaban en su cabeza.
– Le vi en la calle. ¿Qué estaba haciendo?
– Los informadores escondidos. Tuve unas palabras con el ciego Fred quien, naturalmente, me tomó por su líder. Una sencilla estratagema. Sólo le dije que dentro de un rato iban a salir de esta casa tres chicos, después de que yo entrara. El amigo Fred y otros dos, Sim el Espantajo y Tuffnell, debían seguirlos, un hombre a cada uno. Creo que los pihuelos les llevarán a dar un divertido paseo por la ciudad. Mire, ahora están allí.
Era exactamente como había dicho. Tres harapientos pillos habían salido a la acera y se marcharon en diferentes direcciones con paso uniforme. Como pudieron ver, surgieron figuras de lugares ocultos y comenzó la persecución.
– Esto les mantendrá ocupados -Holmes se frotó las manos-. Podemos ir a Albert Square sin miedo a que los hombres del Profesor nos pisen los talones.
Siguiendo las instrucciones de Holmes, la señora Hudson había puesto en una bandeja una variedad de carnes frías y cerveza y los dos hombres comieron con apetito antes de salir. Durante esta fría colación, Crow estuvo continuamente echando miradas a su compañero, casi sin creer que de verdad era Holmes, tan convincente era su disfraz.
Salieron un poco después de medianoche, cogieron un cabriolé hasta Notting Hill, hicieron el resto del viaje a pie y llegaron a Albert Square cerca de la una menos cuarto.
– Ésas son las escaleras, creo -Holmes susurró mientras pasaban por la plaza, pegados a la pared-. Supongo que las sirvientas estarán durmiendo en estos momentos, pero le ruego que permanezca todo lo silencioso que pueda.
Delante de la puerta, en la base de las escaleras, Holmes se paró, sacó un instrumento de su bolsillo e, insertándolo en la cerradura, la hizo girar sobre sus goznes en un santiamén.
– Quédese quieto un momento -susurró una vez que estuvieron en el interior-. Deje que sus ojos se adapten a la oscuridad.
La cocina en la que se encontraban olía a pasta tostada y a carne asada.
– El Profesor se cuida bien -murmuró Holmes-. O esa es la mejor ternera o yo soy alemán.
Lentamente, Crow comenzó a distinguir las formas de los objetos que le rodeaban.
– Las escaleras están allí -Holmes las señaló con el dedo-. ¿Ve la lámpara fuera? Está en el vestíbulo. Creo que tenemos tiempo suficiente para examinar el contenido del estudio de Moriarty -aunque dudo que encontremos algo que merezca la pena-. Yo ya he examinado sus documentos antes, hace algunos años.
Subieron las escaleras y llegaron al cuerpo principal de la casa, su avance era más sencillo gracias a la lámpara que estaba encima de la mesa del vestíbulo.
Ahora era un poco más de la una.
– Dos o tres horas, creo -dijo Holmes gruñendo-. Tendremos tiempo suficiente. La espera no será tediosa.
Mientras esperaban, oyeron un cabriolé que se acercaba a la plaza y se paraba ante la casa. Llegaban voces desde el exterior, al menos una tenía un timbre inconfundible.
– Ha empezado a cansarse de interpretar mi papel con la mujer -susurró Holmes-. Justo a tiempo, según parece. Rápido, arriba, le desafiaremos en el primer rellano, cuando esté subiendo.
Crow tuvo la sensación de tener dos pies izquierdos, mientras que Holmes era tan ligero y silencioso subiendo la escalera como un gato; sólo habían llegado al primer rellano cuando se abrió la puerta principal debajo de ellos y los pasos de Moriarty sonaron claramente en el vestíbulo.
Moriarty tarareaba para sí una pegadiza melodía que todos los chicos de los recados silbaban, Girlie Girlie, o alguna basura semejante. Pudieron oír cómo colgaba su abrigo en el perchero y apreciaron el cambio de luz con sus propios ojos cuando encendió la lámpara y comenzó a subir las escaleras con fuertes pisadas.
Crow estaba tenso, su mano rodeaba la culata del revólver y lo sacaba lentamente. Holmes se puso un dedo en los labios.
Moriarty ahora estaba dando la vuelta en las escaleras, mantenía la lámpara alta y la luz caía sobre su cara: la cara de Sherlock Holmes.
Cuando sus pies llegaron al rellano, Holmes dio un paso hacia delante.
– El señor Sherlock Holmes, supongo -dijo con una voz tan suave y amenazadora como nunca había oído Crow.
Moriarty casi perdió el equilibrio y cayó por las escaleras, se agarró fuertemente a la barandilla para mantenerse a sí mismo y levantó aún más la lámpara. Crow se adelantó, apuntándole con el revólver. Nunca había visto algo tan extraño: Holmes y Moriarty cara a cara sobre el rellano, cada uno disfrazado del otro.
– ¡Púdrase, Holmes! -gruñó el Profesor-. Debería haberme ocupado de usted en Reichenbach en lugar de dedicarme a estos juegos.
– Es muy posible -contestó Holmes de forma educada-. ¿Conoce a mi amigo, el señor Crow? Creo que casi le cogió en Sandringham. Bien, Moriarty, éste es su final. Le veremos en la horca de Jack Ketch dentro de un mes o así. Ahora, le ruego que vaya a su salón para que el Inspector pueda esposarle, después de que hayamos quitado toda esa masilla y pintura de su cara. Debo felicitarle. Un buen parecido.
Moriarty no tuvo otra elección que pasar al espacioso salón delante de los dos hombres que le apuntaban con la pistola. Le siguieron, y Holmes fue hacia la chimenea, que todavía tenía las cenizas y ascuas del fuego de ese día.
Moriarty permaneció en el centro de la habitación; sus labios se movían para dejar salir obscenos y despreciables juramentos.
– Ponga las esposas a ese canalla, Crow -dijo Holmes enérgicamente-. Luego podremos continuar nuestro camino.
El policía caminó hacia delante y llevó su mano hacia el bolsillo trasero para agarrar las esposas que tenía preparadas.
– Si pudiera sostener el revólver, Holmes, y usted señor -dirigiéndose a Moriarty- deje esa lámpara sobre el piano.
Se volvió ligeramente para pasar la pistola a Holmes, y en ese único momento sin vigilancia todo se perdió.
– Yo colocaré la lámpara -gritó Moriarty y, uniendo la acción a la palabra, lanzó contra la pared, con todas sus fuerzas, el quemador metálico con relieves, a un solo pie de la cabeza de Holmes.
– Dispare, hombre, dispare -gritó Holmes, saltando precipitadamente hacia delante al romperse el quemador, derramando aceite y llamas por la alfombra.
Crow levantó la mano y disparó, pasando la bala a una sola pulgada de distancia de Moriarty, que se encontraba en la puerta.
– ¡Tras él!
Hubo un portazo y se oyó el escalofriante ruido de la llave que giraba en la cerradura. Detrás de ellos, la habitación estaba llenándose de llamas a medida que se prendía el aceite vertido.
– La puerta, Crow. Rompa la puerta.
Del exterior llegaba la burlona e inolvidable risa y el sonido de los pasos de Moriarty por las escaleras.
– ¡Por Dios!, esa puerta -gritó Holmes-, o nos asaremos vivos.
Crow, maldiciéndose a sí mismo por loco, se lanzó con los hombros contra la puerta, sintiendo un gran dolor cuando colisionó. La madera ni siquiera se movió, el sólido roble y la fuerte cerradura no cedieron ni una pulgada ante el peso de Crow.
Moriarty se apoyó contra la pared del rellano y respiró con dificultad, la risa se desvaneció de sus labios y pudo escucharse el crepitar del fuego que iba en aumento por momentos.
Rasgó su cara, arrancando todos los trozos de masilla y el pelo para desembarazarse del semblante de su enemigo. La masilla utilizada para la fisonomía de Holmes pronto estaría burbujeando. Salió al aire, espeso por el humo, que estaba comenzando a salir por debajo de la puerta.
Todavía sentía una conmoción en la cabeza y el estómago, el sobresalto de ver a su otro yo sobre la tierra, enmarcado bajo la tenue luz. Durante un segundo, había pensado que se trataba del espectro de su hermano, que por fin había venido a perseguirle.
Los ruidos en la puerta eran cada vez más intensos. Ratas, pensó, atrapados entre las devoradoras llamas. Se volvió en las escaleras y, entonces, se acordó de Martha. ¿Importaba la vida de una sirvienta? En ese momento hubo otro ruido, un alejado grito de ¡fuego!, ¡fuego! Si se salvaban, sabía que Martha conocía algo sobre Bermondsey y podría llevar a los polis hasta él.
El Profesor se dio la vuelta y subió las escaleras de tres en tres hasta llegar al rellano superior y al ático.
No tuvo ningún miramiento para sacar a rastras de la cama a las dos chicas, gritándoles que no se preocuparan por su aspecto y que cogieran sólo sus batas y le siguieran. Aturdidas por el sueño y el miedo, Martha y la pequeña fregona bajaron a tropezones tras él. Cuando llegaron al rellano inferior pudieron oír el fragor de las llamas y ruidos de cristales en el salón.
– Deprisa -gritó Moriarty.
En el vestíbulo escucharon el parloteo de la gente en la calle y el ruido de los cascos de los caballos, el crujido de las ruedas y el fuerte sonido metálico de una campana: estaban llegando los bomberos para enfrentarse con ese infierno que rugía sobre ellos.
Moriarty abrió violentamente la puerta principal y se precipitó en la calle, con las dos chicas pisándole los talones. La gente estaba agrupada alrededor de las escaleras y dos policías empujaban hacia atrás a un pequeño corrillo de hombres y mujeres. Las puertas se habían abierto de golpe y los demás ocupantes de Albert Square, en abigarrada confusión, permanecían delante de sus puertas o en la calle, mientras llegaban dos coches de bomberos, con los caballos bufando y los hombres con cascos saltando hacia las bombas de agua.
Cuando salió el Profesor, acompañado por las criadas, hubo un pequeño grito de entusiasmo seguido por las voces de, «las ha salvado». «Bien hecho, señor», y le ofrecieron sábanas y cobijo.
Pero Moriarty no quería nada de eso. Se desprendió de las confortantes manos que había sobre sus hombros, quitó los brazos que rodeaban a Martha y a la pequeña, y reemplazándolos por sus propias manos, se las llevó rápidamente de la vecindad.
Mientras se dirigían al centro de la plaza, oyó que alguien gritaba.
– Salte sobre esta lona y todo irá bien.
No se volvió para mirar.
En la habitación, el calor comenzaba a hacerse insoportable y el humo empezaba a obstruir sus pulmones. Ni Holmes ni Crow habían logrado todavía un buen impacto sobre la puerta.
– Así no lo conseguiremos, Crow -gritó Holmes-. Retírese. Su pistola.
Había recuperado el revólver del lugar donde había caído en medio de la habitación y estaba apuntando a la cerradura.
Crow esperó la explosión, pero no se produjo.
– El percutor-bramó Holmes-. El percutor está encasquillado. La ventana, es nuestra única oportunidad.
Crow se volvió para buscar la herramienta adecuada; luego agarró la banqueta del piano y la arrojó con todas sus fuerzas sobre la ventana que se encontraba junto al piano. Se hizo añicos, saltaron cristales y parte del marco.
En un momento, Holmes se encontró junto al marco de la ventana, con uno de los útiles de la chimenea en la mano, y rompió los restos de cristales y madera que quedaban alrededor. Abajo, podía escucharse la oleada de gente y el sonido de los coches de bomberos que llegaban a la plaza. Crow fue a su lado, notando cómo las llamas quemaban la espalda de su abrigo y chamuscaban el corto pelo de su cuello. Echó una mirada a Holmes y vio que el gran detective se había arrancado la peluca calva de Moriarty y el maquillaje de su cara. Abajo, había una caída de unos cuarenta pies hasta donde se encontraba la muchedumbre, entre la cual los bomberos con cascos metálicos tiraban de las mangueras y hacían funcionar las bombas.
En el centro de la plaza, con los brazos alrededor de dos jóvenes y alejándose de la apretada multitud, Crow vio una familiar figura que corría hacia la salida de la plaza.
– Cojan a ese hombre -gritó con todas las fuerzas que le permitieron sus doloridos pulmones-. ¡Atrápenlo!
La parte posterior de su garganta estaba seca por el acre humo y se agachó hacia delante, con náuseas y toses, impotente, mientras el Profesor se perdía de vista.
Luego, desde abajo, los bomberos les dijeron que saltaran. Seis de ellos asían una lona negra sujeta con cuerdas para recibir a Crow y a Holmes.
– Usted primero -jadeó Holmes-. Salte, hombre.
Crow subió al alféizar y saltó.
Unos minutos después, entre la suciedad, los restos que habían salido volando y el humo que llenaba la plaza, vio a Holmes. En la calle, se había hecho retroceder a la muchedumbre, mientras los bomberos, con valentía, luchaban por salvar la plaza de la destrucción total.
– Lo siento, Holmes -Crow miró la negra cara llena de hollín del detective-. Lo tuvimos tan cerca.
– Llegará nuestra oportunidad, Crow -Holmes puso una mano sobre el hombro del escocés-. Ha sido tanto culpa mía como de usted, pero no desespere. Tengo el presentimiento de que tendremos noticias de Moriarty otra vez -frunció el entrecejo, intranquilo durante un momento-. Crow, sin duda tendrá que ocuparse de la mujer de Maida Vale.
Crow asintió con la cabeza, la tos le molestaba en la parte posterior de la garganta y tenía la sensación de que sus pulmones iban a estallar.
– Trátela con amabilidad, Crow.
Al otro de la ciudad, en Berdmondsey, James Moriarty pasó una mano sobre la cubierta de piel de su diario. Debía haber sido una premonición, sintió, lo que le impulsó a dejar sus libros en su guarida durante el último viaje. Sonrió. Fue una pena que no se hubiera llevado también el Jean-Baptiste Greuze y la Mona Lisa.
Mirando el libro, pensó con tristeza que no podría hacer la cruz sobre las anotaciones de Holmes. Sin embargo, podría haber sido peor, consideró. Al menos, los miembros de su familia estaban seguros y una vez más tenía el control del hampa francesa, italiana y alemana. Ellos continuarían y llegaría el momento en que volvería a encontrarse cara a cara con Angus McCready Crow. Y con Sherlock Holmes.
Cruzó hacia la pequeña ventana, soñando con sus retorcidas intrigas, y miró al lugar donde el alba comenzaba a brillar entre los capiteles y sucios tejados llenos de hollín. En el exterior, en ese momento, los hombres y mujeres ya estarían ocupados en sus asuntos; orgullosos de estar a su servicio; contentos por obrar de acuerdo a sus métodos y por formar parte de la familia del Profesor.