LONDRES Y AMÉRICA

Viernes 25 de mayo de 1894 -Viernes 22 de agosto de 1896

(Crow sobre la pista)

Un poco antes de las cinco en punto de un viernes por la tarde de finales de mayo, en esa fría primavera de 1894, un cabriolé subió hasta el 22IB de Baker Street y dejó a un hombre alto y tosco, de porte erguido, y con esa estampa autoritaria que muestra que esa persona ha pasado su vida con los militares o con la policía.

En este caso era la policía, ya que no era otro sino el Inspector Angus McCready Crow del Departamento de Investigación Criminal de Scotland Yard.

Aproximadamente una hora antes, Crow estaba junto a la ventana en su oficina de la policía, mirando a lo largo del bullicioso río, y con un telegrama bien extendido entre sus manos.

El mensaje era breve e iba al grano.

Le agradecería que me llamara hoy a las cinco en punto.

La firma era de Sherlock Holmes y, mientras leía la misiva, Crow reflexionó que sólo había un asunto que deseaba discutir con el gran detective.

Sus manos temblaron ligeramente: una reacción emocional de esperanza. Crow recelaba con esta emoción, sobre todo cuando le dominaba. Sus casos salían adelante o fracasaban de acuerdo a los hechos, la lógica y la ley. Ahora le decía la lógica, a pesar de que Holmes deseara verle, que lo más probable es que no hablaran del Profesor James Moriarty.

Durante la última ocasión en que ambos hablaron, Holmes había despachado ese asunto con mucha rapidez.

– Mi enemistad con el Profesor Moriarty finalizó hace mucho tiempo en las cascadas de Reichenbach -dijo con claridad-. Desde entonces no se sabe más.

Eso sucedió hace algunas semanas: antes de que Crow hubiera probado que Moriarty todavía vivía y dirigía su imperio criminal desde sus cuarteles generales en Limehouse; antes de que se hubiera enterado de la reunión de los líderes del crimen europeo, con Moriarty a la cabeza; antes del triste asunto en Sandringham, cuando Crow estuvo a punto de meter al maldito Profesor entre barrotes.

Ahora estaba delante de la fachada de la casa de Baker Street, con la mano acercándose al llamador. Moriarty se había ido: había desaparecido como si nunca hubiera existido y el sentimiento de fracaso y frustración al haber perdido por tan poco a este canalla no se alejaba de la mente de Crow, hasta hacer que olvidara otros asuntos, incluyendo su inminente matrimonio.

La fiel señora Hudson respondió a la llamada de Crow, le dijo que le estaban esperando y le condujo escaleras arriba, donde encontró a un gran hombre que le aguardaba con el ánimo excitado.

– Pase y siéntese, querido compañero. Aquí, en la silla de mimbre -dijo Holmes con gran alegría, conduciendo a Crow hasta la chimenea de su desordenado cuarto de estar.

Después de haber pedido a la señora Hudson si sería tan amable de traer algo de té, el detective esperó a que la puerta se cerrara antes de sentarse en su lugar favorito y clavar firmemente los ojos en Crow.

– Espero que no tenga inconveniente -comenzó-. Veo que viene directamente de su oficina.

Crow debió mirar con sorpresa, ya que Holmes sonrió con indulgencia.

– No es difícil deducirlo, ya que veo que tiene algunas partículas de papel secante rosa adheridas a su puño -añadió-. Si mis ojos no me engañan, se trata del papel rosa que suele utilizarse en las mesas de las oficinas de la Policía Metropolitana. A través de pequeños detalles como éstos, señor Crow, conducimos a los criminales a su justo destino.

Crow sonrió y asintió con la cabeza.

– Ciertamente, señor Holmes, he venido directamente desde la oficina de Scotland Yard. En cuanto supe que a primera hora de la tarde usted estaría en el Foreign Office.

Ahora le tocaba asombrarse a Holmes.

– Muy astuto, Crow. Por favor, dígame cómo lo ha deducido.

– Me temo que no es una deducción. Resulta que mi sargento, un muchacho llamado Tanner, pasaba por casualidad por Whitehall y le distinguió a usted. Cuando le dije que iría a verle, me lo recalcó.

Holmes parecía un poco contrariado, pero pronto volvió a su buen humor habitual.

– Deseaba verle especialmente a esta hora. Mi buen amigo y colega, el doctor Watson, está ahora mismo realizando una visita en Kensington, con la intención de volver aquí antes de que seamos demasiado viejos. Desde luego, es un visitante habitual y bienvenido, aunque hoy estará ocupado hasta después de las ocho de la tarde y, por tanto, no nos molestará. Ya se habrá dado cuenta de que lo que tengo que decirle es confidencial.

En ese momento la señora Hudson llegó con el té, por lo que se dejó la conversación hasta que se sirvió la infusión y las distintas mermeladas y pasteles que les había ofrecido la señora de la casa.

Una vez que se encontraron solos de nuevo, Holmes continuó con su monólogo.

– Hace poco que he vuelto a Londres -comenzó-. Es posible que piense que durante las anteriores semanas he estado totalmente ocupado con el peligroso asunto del banquero, el señor Crosby. Pero, ¿supongo que no estará muy interesado en las sanguijuelas rojas?

El gran detective se tomó una ligera pausa, como esperando que Crow manifestara un gran interés por el tema, pero, como no se produjo, Holmes suspiró y siguió hablando en tono grave.

– Ha sido esta misma tarde cuando me he enterado del terrible asunto de Sandringham.

Al decir esto, Crow se sorprendió, ya que Holmes no se encontraba entre las personas que tenían acceso al fichero.

– Es muy confidencial. Confío en que…

Holmes hizo un gesto impaciente con su mano derecha.

– Su sargento me vio al salir esta tarde del Foreing Office. Había visitado a mi hermano, Mycroft. Su Alteza Real le había consultado sobre el tema. Mycroft, a cambio, prometió hablar conmigo. Estoy más impresionado y angustiado de lo que podría decirle o incluso admitir ante mí mismo. Recuerdo que durante nuestro último encuentro le conté que mi enemistad con James Moriarty finalizó en las cascadas de Reichenbach. Bien, Crow, eso es lo que debe pensar el mundo, al menos durante muchos años. Pero estos monstruosos actos de anarquía dan un nuevo cariz al asunto -hizo una pausa, como si estuviera a punto de decir una frase trascendental-. No tengo intención de que la opinión pública me asocie con cualquier investigación referente al despreciable Moriarty, pero le ayudaré todo lo que pueda de forma privada y confidencial. Y realmente necesitará ayuda, Crow.

Angus McCready Crow asintió con la cabeza, y apenas creía lo que escuchaban sus oídos.

– Sin embargo, tengo que advertirle -continuó Holmes- que no debe divulgar la fuente de información. Existen razones personales para ello, y cuando llegue el momento serán divulgadas sin ninguna duda. Pero en esta coyuntura necesito su solemne juramento de que no dirá a nadie que tiene acceso a mis ojos, oídos y mente.

– Tiene mi palabra, Holmes. Desde luego que puede contar con mi palabra.

Crow estaba tan impresionado por el repentino cambio de idea de Holmes que tuvo que reprimir el fuerte deseo de bombardearle con una descarga de preguntas. Sin embargo, por fortuna, se contuvo, ya que sabía que ésa no era la forma adecuada.

– Aunque parezca extraño -Holmes continuó atravesando a Crow con una firme mirada-, me encuentro en un dilema. Existen algunas personas a las que tengo que proteger. Sin embargo, también debo cumplir mi obligación como inglés, pido perdón como quien viene del norte de la frontera -sonrió entre dientes durante un segundo de su propia broma; inmediatamente desapareció la risa y Holmes volvió a su anterior seriedad-. Este ultraje contra un personaje real me deja poco margen para maniobrar. Dispongo de poco tiempo para el cuerpo oficial de detectives, como bien debe saber. Sin embargo, querido Crow, mis observaciones me dicen que usted posiblemente es el mejor de una mala cuadrilla, por lo que no me queda otra opción que recurrir a usted.

Se produjo una suave pausa, durante la cual Crow abrió la boca como para objetar las injuriosas observaciones de Holmes. Sin embargo, antes de que pudiera traducir sus pensamientos a palabras, el gran detective estaba hablando de nuevo y de forma más animada.

– Y ahora, a trabajar. Hay dos preguntas que debo hacerle. Primera, ¿ha examinado alguna de las cuentas bancarias? Segunda, ¿ha estado en la casa de Berkshire?

Crow estaba desconcertado.

– No sé nada de cuentas bancarias, y jamás he oído nada de la casa de Berkshire.

Holmes sonrió.

– Lo suponía. Bien, escuche con atención.

Era evidente que Holmes era una mina de información sobre Moriarty y sus costumbres («¿Piensa que no sé nada de los informadores, de la guardia pretoriana, de los matones, de los chantajistas y del control que posee sobre toda la banda?», preguntó en cierta ocasión). La casa Berkshire, tal como la llamaba, era una gran mansión de campo, edificada a principios del siglo anterior, conocida como Steventon Hall, y situada a media milla entre los mercados de Faringdon y Wallingford, a unas cuantas millas del caserío de Steventon. Según Holmes, Moriarty había comprado la casa hace algunos años, y el gran detective había deducido que su finalidad era servir de refugio durante la época de necesidad.

– Si yo estuviera en su pellejo prepararía un grupo para atacarlos -dijo Holmes con un dejo humorístico-. Pero imagino que los pájaros volaron de esas tierras hace mucho tiempo.

Las cuentas bancarias eran otro asunto y Holmes las explicó durante un buen rato. Durante algunos años siguió la pista de una serie de cuentas, con distintos nombres, utilizadas por Moriarty en Inglaterra. También había unas catorce o quince más en el extranjero, sobre todo con el Deutsche Bank y Credit Lyonnais. Había ido anotando los detalles de todas en una hoja de papel para cartas con el membrete «The Great Northern Hotel» de King's Cross. Ofreció este papel a Crow, quien lo aceptó con gratitud.

– No dude en buscarme cuando necesite más ayuda -le dijo Holmes-. Pero le ruego que haga buen uso de su discreción.

Más tarde, cuando el hombre de Scotland Yard estaba a punto de marcharse, Holmes le miró con gravedad.

– Atrape al canalla y fíchelo, Crow. Es mi más ferviente deseo. Es lo que yo mismo haría. Atrápelo.

Angus McCready Crow, un policía radical, se alegró sinceramente de la capacidad y brillantez del gran detective. Este encuentro con Holmes fortaleció su resolución en lo referente al Profesor, y desde ese momento los dos hombres trabajarían en secreta armonía hasta conseguir la caída de Moriarty.

Aunque distraído por su inminente matrimonio, Crow no perdió tiempo. Esa misma noche hizo gestiones en relación a las cuentas bancarias y entró en contacto rápidamente con la policía local de Berkshire.

En un plazo de dos días reclutó a un grupo de detectives y, junto a numerosos policías, hizo una redada en Steventon Hall. Sin embargo, como Holmes había predicho, ya era demasiado tarde. No existía ninguna evidencia de que el Profesor hubiera estado recientemente en la casa, pero después de examinar los edificios y de un interrogatorio intensivo del populacho de la zona, se llegó a la conclusión de que algunos de los secuaces de Moriarty habían habitado el lugar hasta hace poco tiempo.

En realidad, su estancia había sido realmente evidente; su presencia no era ningún secreto, con muchas idas y venidas de hombres de aspecto tosco.

De todo ello, Crow dedujo que al menos cinco personas se habían alojado de forma permanente en Steventon Hall. Dos de ellas se presentaron como futuro matrimonio, de forma bastante abierta, y sus nombres aparecieron como Albert George Spear y Bridget Mary Coyle, y la ceremonia se llevó a cabo en la parroquia local cumpliendo todos los requisitos legales y religiosos. También había un par de hombres «grandes y fornidos». «Elegantemente vestidos pero con aspecto tosco»; y «como un par de hermanos, muy corpulentos». La quinta persona era china, y muy conocida en esa pequeña zona campestre, donde la gente ya se había fijado en sus maneras educadas y su alegre semblante.

Crow apenas tenía dificultad para identificar al chino: un hombre llamado Lee Chow a quien ya conocía. Albert Spear tampoco suponía ningún problema; era un hombre grande con la nariz rota y una cicatriz desigual que bajaba por su mejilla derecha, casi desde el ojo hasta la comisura de la boca. Ambos hombres, como ya sabía el detective, estaban muy próximos a Moriarty y formaban parte del cuarteto al que el Profesor gustaba llamar su «guardia pretoriana». De los otros miembros de la élite de sus guardaespaldas, el grande Pip Paget y Ember, de aspecto de lebrel, no había ni rastro. Crow llegó a la conclusión de que Paget se había escondido después de la derrota de la organización de Moriarty en abril, pero el paradero de Ember le preocupaba.

La corpulenta pareja era otro asunto, ya que podrían haber estado entre las docenas de secuaces del Profesor antes de la escapada desesperada de las garras de Crow.

La despensa de Steventon Hall estaba bien surtida, hecho que hizo pensar a Crow que este quinteto singularmente variado había huido con gran precipitación. No se encontró casi nada de importancia, excepto un fragmento de papel con los horarios del paquebote de Dover con destino a Francia, que estaba lleno de garabatos. Posteriores investigaciones evidenciaron que al menos el chino había estado en el paquebote durante su crucero, y sólo tres días antes de que la policía hiciera la redada en la casa de Berkshire.

En cuanto a las cuentas bancarias de Moriarty en Inglaterra, todas, excepto una, se habían cancelado y los fondos se habían transferido a las dos semanas de la desaparición del Profesor. La única cuenta que quedaba estaba a nombre de Bridgeman en el National Bank situado en el centro financiero de Londres. La cantidad total en depósito era poco más de tres libras y dos chelines.

– Da la impresión de que los huéspedes de Steventon Hall han partido para Francia -dijo Holmes después de que Crow le consultara-. Apostaría que allí se han reunido con su líder. En este momento ya estarán todos cómodos y calientes con Grisombre.

Crow levantó las cejas y Holmes sonrió entre dientes con gran placer.

– Pero todavía hay algo que se me escapa. Ya conozco el encuentro entre Moriarty y sus amigos del continente. ¿Supongo que tendrá todos los nombres?

– Bien -Crow movió los pies con inquietud.

Había supuesto que esos informes sólo eran una prerrogativa de Scotland Yard, ya que entre los hombres que citó Holmes se encontraban Jean Grisombre, el capitán del crimen francés con base en París; Wilhelm Schleifstein, el Führer del hampa berlinesa; Luigi Sanzionare, el hombre más peligroso de Italia, y Esteban Bernardo Segorbe, la sombra de España.

– Parece probable que estén con Grisombre -agregó Crow tristemente-. Sólo desearía que supiéramos el propósito de la reunión en Londres de los más importantes criminales del continente.

– Una desesperada alianza de algún tipo, supongo -Holmes tenía un aspecto serio-. Este encuentro no es sino el presagio de las muchas desgracias que van a producirse. Tengo la sensación de que ya se han visto los primeros resultados con el asunto Sandringham.

Crow pensó de forma instintiva que Holmes tenía razón. Y en realidad así era. Pero si el hombre de Scotland Yard deseaba atrapar a Moriarty, tendría que viajar a París y no había forma de conseguir el permiso para hacerlo. Su boda estaba muy cerca y el Comisario, con la sensación de que durante cierto tiempo el recién casado Crow tendría poco trabajo, le estaba presionando mucho en relación con otros casos que tenía asignados. Crow tenía mucho que hacer, tanto dentro como fuera de su oficina, e incluso cuando volvía a la casa que ya compartía con la propietaria y futura esposa, Sylvia Cowles, en el 63 de King Street, se veía arrollado por los preparativos de la boda.

El Comisario, razonó adecuadamente Crow, no quería más peticiones de autorización especial para visitar París en busca del Profesor que la que él mismo se concedería para una audiencia con el Papa en Roma.

Durante algunos días Crow se preocupó por este problema como el escocés tenaz que era, pero al final, una tarde, mientras Londres estaba cubierta con una llovizna intempestiva acompañada de viento helado y racheado, llegó a una conclusión. Poniendo una excusa a su sargento, el joven Tanner, Crow tomó un coche de alquiler hasta las oficinas de los señores Cook & Son de la plaza Ludgate, donde pasó casi una hora haciendo sus gestiones.

El resultado de esta visita a la agencia turística no fue inmediato. Cuando se hizo evidente, la persona más afectada resultó ser la señora Sylvia Cowles, que por aquel entonces ya se había convertido en la señora Angus McCready Crow.

A pesar de que muchos de sus amigos sabían que Angus Crow había vivido con Sylvia Cowles durante bastante tiempo, pocos eran tan groseros como para sugerir abiertamente que la pareja nunca había tenido relaciones prematrimoniales. Ciertamente, había muchos que lo pensaban y, en realidad, sus deducciones eran correctas. Sin embargo, lo pensaran o no, amigos, compañeros y un gran número de conocidos se reunieron a las dos de la tarde del viernes 15 de junio en la iglesia de St. Paul de Coven Garden, para presenciar, tal como lo decía un policía bromista, como «Angus y Sylvia se desviaban del camino».

Por decoro, Crow se había ido de la casa de King Street dos semanas antes para pasar sus últimas noches de soltero en el hotel Terminus, London Bridge. Pero la pareja volvería a la casa de King Street para el desayuno de bodas, saliendo de nuevo a última hora de la tarde para pasar su primera noche de feliz matrimonio en el cómodo hotel Western Counties de Paddington. En la mañana del sábado, como imaginaba la nueva señora Crow, viajarían a Cornualles en tren para una idílica luna de miel.

Hasta bien entrada la tarde, Crow permitió que su novia siguiera pensando que su luna de miel sería en el oeste del país. Después de la cena, Crow se tomó lentamente un vaso de oporto mientras ella se bañaba y preparaba para la noche que tenían por delante; y por fin, cuando el detective llegó a la cámara nupcial encontró a Sylvia sentada sobre la cama, con un exquisito camisón de encaje.

A pesar de que no eran unos desconocidos en la habitación de matrimonio, el rostro de Crow adquirió un fuerte tono escarlata.

– Aquí tienes a un hombre que está temblando, querida Sylvia -su voz vibraba con el deseo.

– Bien, querido Angus, ven y tiembla sobre mí -replicó coquetamente.

Crow se echó una mano a sí mismo para que ella no siguiera hablando.

– Tengo una sorpresa para ti, cariño.

– No es una sorpresa, Angus, a no ser que hayas ido al cirujano desde la última vez que nos encontramos entre las sábanas.

Crow se sintió desconcertado y excitado al mismo tiempo por los picantes comentarios de su nueva compañera.

– Un momento, querida -respondió casi con brusquedad-. Esto es importante.

– Pero Angus, ésta es nuestra noche de bodas. Yo…

– Esto tiene que ver con nuestra noche de bodas. Es una alegre sorpresa.

– ¿Y nuestras diversiones en la playa de Cornish?

– No va a ser en la playa de Cornish, Sylvia.

– ¿No…?

El sonrió, rogando en su interior que a ella le agradara.

– No vamos a Cornualles, Sylvia. Mañana salimos hacia París.

Esto no agradó a la nueva señora Crow. Se había tomado muchas molestias en todos los preparativos para la boda y, a decir verdad, había llevado la batuta en casi todos los planes, incluyendo la elección del lugar para la luna de miel.

Cornualles era una región a la que se sentía muy vinculada afectivamente y de niña había estado allí en distintos lugares de veraneo a lo largo de la costa. Ahora lo había escogido especialmente como su escondite -hasta la elección del alquiler de una casa cerca de Newquay- debido a esos felices recuerdos. Y ahora, de repente, en la antesala de lo que habría sido la noche más feliz de su vida, se resistían su voluntad y su deseo.

Esto sería suficiente para afirmar que su luna de miel no era un acontecimiento extraordinario. Ciertamente, Crow era atento con su esposa y la llevaba a contemplar las vistas de la gran ciudad, comía con ella en los mejores restaurantes que podían permitirse y la cortejaba con los mejores métodos que ya había comprobado. Pero había períodos en los que, por lo que respecta a Sylvia, su comportamiento dejaba mucho que desear. Había períodos, por ejemplo, en los que desaparecía durante horas enteras, y al volver no daba ninguna explicación de su ausencia.

Estos momentos, como quizá ya se habrá contado, los pasaba con distintas personas en la Policía Judicial; en particular, con un inflexible oficial llamado Chanson, que más bien parecía el dueño de una funeraria que un policía, y que tenía el apodo de L'Accordeur, y era llamado así tanto por los criminales como por su propios compañeros.

Sólo por el apodo uno llega a la conclusión de que, sea cual fuere su aspecto y su comportamiento, Chanson era un buen policía, y con un instinto de oficio muy aguzado. Sin embargo, después de un mes, Crow no sabía mucho más en relación a los movimientos de Moriarty o de su paradero actual.

Existía alguna evidencia de que el líder criminal francés Jean Grisombre le había ayudado a escapar de Londres. Uno o dos indicios más señalaban la posibilidad de que alguno de los hombres del Profesor se hubiera reunido con él en París. Pero también había una fuente de información, entresacada principalmente de los informadores de Chanson, de que Grisombre había exigido que Moriarty saliera de París en cuanto sus compañeros llegaran de Inglaterra. En resumen, que la corta estancia de Moriarty en Francia no había sido demasiado confortable.

Existía una pequeña duda de que hubiera salido de Francia y Crow todavía tenía que guardar en su mente algunas pistas y considerarlas a su regreso a Londres.

Al final de su luna de miel, Crow había hecho las paces con Sylvia y, al llegar a Londres, cayó en tal rutina, tanto en su matrimonio como en su trabajo en Scotland Yard, que los problemas referentes a su promesa contra Moriarty pronto pasaron a un segundo plano.

Sin embargo, sus continuas visitas a Sherlock Holmes le convencieron de algo que ya había sospechado desde hace mucho tiempo y para lo que había trabajado: que detener criminales necesita muchos conocimientos especializados y una buena organización. La Policía Metropolitana era muy lenta en adquirir y asimilar nuevos métodos (por ejemplo, en Inglaterra no se adoptó un sistema de huellas dactilares, entonces muy utilizado en el continente, hasta principios del siglo veinte), por tanto Crow comenzó a desarrollar sus nuevos procedimientos y a reunir sus contactos.

La lista personal de Crow creció con rapidez. Tenía un cirujano, con mucha experiencia en autopsias, en el hospital de St. Bartholomew; en el Guy se encontraba otro médico con la especialidad de toxicología. Por otra parte los Crow solían comer con un farmacéutico de primera categoría en Hampstead, mientras que en el cercano y respetable St. John's Wood, Crow visitaba con frecuencia a un rico ladrón que estaba disfrutando de sus últimos días con las ganancias mal adquiridas. En Houndsditch contaba con la información de un par de carteristas rehabilitados y (aunque la señora Crow no lo sabía) existía una docena, o incluso más, de miembros de una hermandad deshonesta que suministraba información exclusiva a Crow.

Pero también había otras personas: hombres en la City con conocimientos sobre piedras preciosas, tesoros de arte, tallas de oro y plata, mientras que en los cuarteles de Wellington había tres o cuatro oficiales con los que Crow trataba de forma habitual, todos ellos peritos en algún tipo de arma y su utilización.

Angus McCready Crow siguió desarrollando su carrera, con la firme determinación de ser el mejor detective del Cuerpo. Más tarde, en enero de 1896, el profesor salió a la luz una vez más.

Fue un lunes 5 de enero de 1896, cuando circuló una carta del comisario pidiendo explicaciones e informes. Crow fue uno de los destinatarios.

Estaba escrita el pasado mes de diciembre y se expresaba en los siguientes términos:


12 de Diciembre de 1895

De: El jefe de detectives

Cuartel General Policía de Nueva York

Mulberry Street

Nueva York USA

Al: Comisario de la Policía Metropolitana


Estimado señor,

Según los incidentes acaecidos en esta ciudad durante los meses de septiembre y noviembre, creemos que se ha perpetrado un fraude en distintas sedes financieras, así como a algunas personas.


Brevemente, el asunto es el que sigue: en el mes de agosto del año pasado, 1894, un financiero británico conocido como Sir James Madis se presentó a varias personas, compañías comerciales, bancos y empresas financieras aquí en Nueva York. Su negocio era referente a un nuevo sistema para usaren las líneas férreas comerciales. Este sistema se explicó a ingenieros ferroviarios que trabajaban en algunas de nuestras mejores empresas y parecía que Sir James Madis estaba a punto de descubrir un método revolucionario de propulsión por vapor que no sólo garantizaría unas locomotoras más rápidas, sino también condiciones más cómodas para viajar.

Aportó documentos y proyectos donde parecía que este nuevo sistema ya estaba desarrollado, en su país y por su cuenta, en una nueva fábrica de su propiedad cerca de Liverpool. Su propósito era establecer una empresa en Nueva York para que nuestras propias compañías pudieran contar fácilmente con este nuevo sistema, que se desarrollaría en una nueva fábrica construida aquí especialmente por la compañía.

En total, las financieras, bancos, personas individuales y compañías de ferrocarril invirtieron unos cuatro millones de dólares en esta nueva empresa de Madis, bajo la presidencia de Sir James y con un consejo de administración de nuestro mundo del comercio, pero con tres ingleses nombrados por Madis.

En septiembre de este año, Sir James Madis anunció que necesitaba un descanso y dejó Nueva York para pasar una temporada con sus amigos en Virginia. En las siguientes seis semanas los tres miembros británicos del consejo viajaron varias veces entre Nueva York y Richmond. Por último, en la tercera semana de octubre, los tres se reunieron con Madis en Richmond y no esperaban volver hasta dentro de aproximadamente una semana.

Durante la última semana de noviembre, el consejo, preocupado porque no recibían ninguna noticia ni de Madis ni de sus tres colegas, ordenó una auditoría y nos llamaron cuando las cuentas de la compañía presentaron un déficit de más de dos millones y medio de dólares.

La búsqueda de Madis y sus colegas resultó infructuosa, y ahora le escribo para pedir su ayuda y cualquier detalle que nos pueda ofrecer sobre el carácter del anteriormente nombrado Sir James Madis.

A continuación seguía una descripción de Madis y sus codirectores evadidos, junto a uno o dos puntos de menor importancia.

En las oficinas de Scotland Yard, y en las de la Policía Metropolitana había muchos cabezotas. Nadie, por supuesto, había oído hablar de Sir James Madis y hasta los policías se divertían con este descaro tan evidente, sobre todo cuando se había realizado con gran copete, en otro país, y habiéndose burlado de otro cuerpo de policía.

Incluso a Crow se le escapó una sonrisa, aunque en su mente aparecían torvos pensamientos mientras releía la carta y los detalles concernientes a Madis y sus cómplices.

Los nombres de los tres directores británicos de la empresa Madis eran William Jacobi, Bertram Jacobi y Albert Pike, los tres con unas descripciones muy parecidas a los hombres que se alojaron en Steventon Hall. Crow rápidamente señaló la ironía entre el nombre Albert Pike y Albert Spear (el que se casó con Bridget Coyle en Steventon). Este juego de nombres al menos era significativo del tipo de impertinencia que bien podría ser la marca de Moriarty.

Pero no paraba ahí la cosa, ya que la descripción del mismo Madis requiere un examen. Según el Departamento de Policía de Nueva York, era un hombre muy vigoroso, de edad comprendida entre treinta y cinco y cuarenta y cinco años, de altura media, bien formado, con pelo rojizo y escasa vista, por lo que necesita utilizar continuamente sus lentes de montura dorada.

Nada de eso suponía gran cosa, puesto que Crow sabía perfectamente que el Moriarty que había perseguido en Londres podría aparecer con diversos disfraces. Crow ya sabía, por deducción lógica, que el hombre alto y delgado identificado como el famoso Moriarty, autor del tratado del Teorema Binomial y Dinámica de un Asteroide, no era sino un disfraz utilizado por una persona más joven, con toda probabilidad el propio hermano menor del profesor.

Pero una pista más se encontraba en la breve descripción de Sir James Madis. El único hecho que unía a Madis con el infame Napoleón del Crimen. Se investigó en el Departamento de Policía de Nueva York y bajo el encabezamiento de «Hábitos y costumbres» decía: un movimiento lento y curioso de la cabeza de lado a lado: una costumbre que parece incontrolable, a modo de tic nervioso.

– Sé que es él -dijo Crow a Sherlock Holmes.

Había pedido una cita especial con el detective consultor al día siguiente de su primera lectura de la carta, y Holmes, siempre fiel a su palabra, había ideado algún encargo especial a Watson para que ellos estuvieran totalmente en privado. Crow había ido con cierta agitación, ya que durante las dos últimas visitas a sus habitaciones en Baker Street se había alarmado con el estado en que encontró a Holmes. Parecía haber perdido peso, y se le veía cansado e irritable. Sin embargo, durante esa tarde, el maestro de detectives parecía haber recuperado su viejo vigor físico y mental. [1]

– Sé que es él -repitió Crow, golpeando su palma con el puño apretado-. Tengo este presentimiento.

– Apenas es una deducción científica, querido Crow, pero me inclino a pensar como usted -afirmó Holmes con energía-. Parece que encajan las fechas, así como las descripciones de los codirectores en el delito. Usted mismo ha comentado que Albert Pike parece un sinónimo de Albert Spear. Y en relación a los otros dos hombres, puedo sugerirle que examine sus archivos en lo referente a un par de hermanos: de físico corpulento y con el apellido Jacobs. Y en cuanto al Profesor, es el astuto truco de confianza que sólo una diabólica mente es capaz de concebir. Además hay otro punto…

– ¿Las iniciales?

– Sí, sí, sí-Holmes rechazó la pregunta al parecerle obvia-. Más que eso…

– ¿El nombre?

Hubo una corta pausa mientras Holmes observaba a Crow con mirada fija y retadora.

– ¡Así es! -dijo al final-. Es el tipo de juego que divertiría a James Moriarty. Madis es…

– Un simple anagrama para Midas -sonrió Crow.

El semblante de Holmes se congeló en una sonrisa glacial.

– Precisamente -añadió bruscamente-. Da la impresión de que el Profesor está intentando amasar grandes riquezas, por lo que no haré conjeturas como hasta ahora. ¿A no ser…?

Crow sacudió la cabeza.

– No creo que las conjeturas sean lo mejor.

Al volver a su oficina en Scotland Yard, Crow empezó a redactar un largo informe para el Comisario. Junto a éste, unió una petición de autorización para viajar a Nueva York, consultar allí con el Cuerpo de Detectives y ayudar en todo lo que estuviera en su mano para capturar al llamado Sir James Madis e identificarle como el Profesor James Moriarty.

También encargó al sargento Tanner que escudriñara en los informes de dos hermanos con el apellido Jacobs.

Una vez dadas las instrucciones al sargento, Crow le sonrió de forma austera.

– Creo que fue el poeta yanqui, Longfellow, quien escribió: «los molinos de Dios muelen despacio, pero muelen un grano pequeñísimo». Bien, joven Tanner, pienso que nosotros, los del cuerpo de detectives, debemos esforzarnos al máximo para imitar a Dios en este sentido. No trato de blasfemar, pero vosotros me entendéis.

Tanner salió para llevar a cabo su encargo y elevó los ojos al cielo mientras se iba. Tal como resultó después, encontraría en los archivos un par de hermanos que se apellidaban Jacobs. Hace unos dos años ambos habían pasado un período de prisión en la House of Correction, de Coldbath Fields. Dado que esta cárcel se había cerrado, Tanner pensó que probablemente los habrían transferido a Slaughterhouse (House of Correction de Surrey, Wandsworth). Y ahí dejó el asunto, al darse cuenta de que William y Bertram Jacobs habían desaparecido desde hacía tiempo y que ahora mismo estaban dando el primer paso de un complot de venganza que bien podría sacudir los cimientos tanto de los bajos fondos como de toda la sociedad, ya que los hermanos Jacobs habían ascendido hasta ese selecto grupo que estaba en íntimo contacto con James Moriarty.

Sin embargo, el informe de Crow fue muy persuasivo. Dos días más tarde se le pidió que fuera a ver al comisario, y en menos de una semana estaba dando a Sylvia la noticia de que se iría a América en el plazo aproximado de un mes por un asunto policial.

Sylvia Crow no se tomó bien la perspectiva de quedarse sola en Londres. Al principio mantuvo latente un cierto resentimiento sobre el trabajo de su marido, que le obligaba a estar lejos de ella. Pero el resentimiento pronto dio paso a una concienciación de que su querido Angus quizá estuviera en peligro al viajar al lejano continente. Desde aquí, su imaginación tomó la delantera, y durante la semana anterior a la salida de Crow se despertó por la noche en varias ocasiones, ansiosa e histérica, porque había soñado que su marido estaba rodeado por hordas de pieles rojas, cada uno de ellos tratando de conseguir el cuero cabelludo del policía. De una forma confusa, Sylvia Crow no tenía claro lo que en realidad era un cuero cabelludo, confusión que hizo que sus pesadillas fueran aún más terribles, aunque vagamente eróticas.

Angus Crow calmó sus peores temores, asegurándole que no se encontraría con ningún indio. Por lo que podía ver, su temporada en América la pasaría en Nueva York, ciudad que, con toda seguridad, no podría ser tan distinta a Londres.

Sin embargo, desde el momento en que vio las escombreras de madera de los muelles de Nueva York, se dio cuenta de que las dos ciudades eran tan diferentes como el día y la noche. Existían semejanzas, desde luego, pero lo esencial de cada ciudad se movía a diferentes velocidades.

Crow llegó en la primera semana de marzo, después de un tempestuoso crucero, y durante los primeros siete días o incluso más se sintió desconcertado por el bullicio y la extrañeza de esta próspera ciudad. Tal como escribió a su esposa, «a pesar de que supuestamente el inglés es la lengua común, me siento aquí más extranjero que en cualquier otra ciudad de Europa. No creo que a ti te atraiga.»

Era el estilo del lugar, consideró, lo que resultaba tan distinto. Como Londres, Nueva York reflejaba una distancia muy grande entre la opulencia y la pobreza: una extraña amalgama de enorme riqueza, vigoroso mercantilismo y una abyecta pobreza, todo entre una docena de lenguas diferentes y coloreado por una gama de semblantes, como si se hubiera cogido una muestra de toda la población de Europa, se hubiera removido en un recipiente y vertido en este extremo del mundo. Sin embargo, en aquellas zonas de la ciudad donde se huele, y hasta se saborea la pobreza, Crow advirtió una corriente subyacente de esperanza que no se encontraba en zonas similares de Londres. Era como si el vigor y el pulso del lugar sostuvieran la promesa, hasta en los barrios más miserables.

Pronto descubrió que los problemas de la policía de la ciudad eran muy parecidos a los de su propio país, y escuchó con interés, por no decir con comprensión, los relatos de las numerosas bandas criminales que parecían abundar en la ciudad y las historias de la violenta rivalidad entre las distintas facciones raciales. Muchos crímenes eran sólo un espejo de lo que existía en Londres, como lo es el vicio que tan fácilmente se genera. Sin embargo, después de aproximadamente una semana, Crow entró en contacto con otro tipo de personas -financieros, barones del ferrocarril, banqueros y abogados- entre los que tendría que moverse si deseaba encontrar al ilusorio Sir James Madis. Consideraba a este tipo de gente más despiadada en cierta forma que los más conocidos criminales del hampa de Nueva York.

Con su conocimiento de los métodos de Moriarty y de sus colegas en Londres, Crow podía ir recomponiendo el puzzle desde un nuevo ángulo. No tenía a Madis en mente cuando por primera vez interrogó a los que habían capturado en lo que los periódicos ya estaban llamando la gran estafa del ferrocarril, ya que al principio le preocupaban más las descripciones e impresiones de los tres codirectores: Pike y los dos Jacobs. Poco a poco, después de pasar muchas horas preguntando con impaciencia y frustración a distintos hombres de negocios, Crow pudo construir un cuadro físico y mental de los tres hombres y, a través de él, una descripción de Sir James Madis. A finales de mayo ya estaba totalmente convencido de que el Profesor James Moriarty era en realidad el infernal Madis, y que Spear y los otros dos secuaces del profesor eran los codirectores.

Su búsqueda le llevó ahora a lugares más distantes -a Richmond, Virginia-, donde habían estado los cuarteles generales de Madis/Moriarty durante las últimas y cruciales semanas de la conjura. A principios de julio, Crow ya había completado otra parte del puzzle, al seguir desde Richmond los últimos movimientos de la facción de Madis: descubriendo que había llegado hasta Omaha antes de desaparecer. Después la pista se enfrió. Era como si los cuatro hombres hubieran hecho una reserva en el hotel Blackstone de Omaha y luego hubieran desaparecido.

Pero Crow estaba convencido de que Moriarty se encontraba todavía en América y que ahora era un asunto concerniente al Departamento de Interior. Según esto, Crow, junto con el jefe de detectives del Departamento de Policía de Nueva York, viajó a Washington, donde cundió la alarma general entre todos los policías al pedirles que informaran de inmediato si advertían la presencia de algún hombre rico recién llegado, con al menos tres socios y que tuviera predilección por los criminales.

Pasaron algunas semanas y no hubo noticias de dicho hombre o grupo. A mediados de agosto, Crow estaba preparando su viaje de retorno a Liverpool, al hogar y junto a su bella mujer. Pero una tarde llegó un cablegrama del Departamento de Interior que hizo que el detective se apresurara a Washington. Existía un nuevo sospechoso, un francés rico llamado Jacques Meunier, que en un período de tiempo relativamente corto se había introducido en los prósperos bajos fondos de San-Francisco. Ya se había enviado un agente especial.

La descripción de Meunier y de aquellos cercanos a él -entre los que se encontraba un chino- hizo sonar toda una sinfonía de cuerda en el cerebro de Crow. En esta ocasión sí que estaba realmente cerca, con la sangre palpitando por la persecución, y se realizaron las gestiones necesarias para que se reuniera en San Francisco con uno de los agentes del Departamento de Interior. Crow tomó el rápido «Union Pacific's Hotel Pullman» con rumbo a la costa occidental.

No tenía ningún motivo para imaginarse que le estaban vigilando o persiguiendo, y no sabía que durante su largo y maravillo viaje por América se encontraba escondido en otra parte del tren uno de los miembros de la Guardia Pretoriana de Moriarty, uno de los individuos cuyo paradero había que localizar, el pequeño y rastrero Ember.

En San Francisco, Jacques Meunier, o James Moriarty -ya que ambos eran la misma persona- repasó dos veces el cablegrama de Ember y un ligero siseo se escapó entre sus apretados dientes mientras levantaba el rostro para mirar duramente al chino Lee Chow, con esos relucientes ojos temidos por tantas personas debido a su poder hipnótico.

– Crow -susurró suavemente, pero con visible odio-. Ha llegado la hora, Lee Chow. Crow está sobre nuestra pista y me maldigo a mí mismo por no haber acabado con él aquella noche en Sandringham.

Su cabeza se movió de un lado a otro con ese extraño movimiento propio de los reptiles, que era la característica delatora que nunca podía disimular.

– No me quedaré aquí, ni lucharé con ese miserable escocés -a continuación hizo una pausa y sonrió ligeramente mientras echaba la cabeza hacia atrás-. Ha llegado la hora de volver al hogar, y es una verdadera suerte que los Jacobs ya estén en Londres y al acecho. Llama a Spear, Chow. Debemos retirar las inversiones que tenemos aquí: América nos ha ofrecido una inconsciente fortuna. Es el momento de utilizarla y vengarnos de todos aquellos que tienen la intención de traicionarnos. Llama a Spear y luego ve rápidamente. Debemos irnos entre las próximas cuatro y veinticuatro horas. Nuestros amigos de Europa pronto verán lo que supone el contrariarme.

– Profesor -se aventuró a decir Lee Chow-. La última vez en Londres usted…

– Eso fue entonces -cortó el profesor con brusquedad-. Pero esta vez, Lee Chow… esta vez pondremos en cintura a nuestros traidores aliados europeos y Crow y Holmes recibirán su paga. Llama a Spear.

De esta forma, cuando Crow llegó finalmente a San Francisco, no hubo ni rastro del francés Meunier, sólo el hecho de que había desaparecido de la noche a v la mañana haciendo una pequeña fortuna entre los callejones de la costa Barbary y Chinatown.

Angus McCready Crow había fracasado una vez más por los pelos. Casi desesperado, comenzó a hacer sus maletas, y la única estrella en el horizonte era el pensamiento de volver con su esposa en King's Street, Londres.

No sabía que ya estaba marcado, junto con otras cinco personas, como blanco de una ingeniosa y sutil venganza destinada a colocar a James Moriarty en la cumbre del poder criminal.

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