L IVERPOOL Y LONDRES

Lunes 28 de septiembre – martes 29 de septiembre de 1896

(La reunión)

Moriarty podía sentir el olor de Inglaterra, aunque quedaba la mejor parte del día por delante antes de que entraran en Mersey. Cierto, sólo era una intuición, pero ese olor penetraba por su nariz de forma física, provocando un escalofrío que recorría todo su cuerpo. Se inclinó contra la barandilla mientras miraba hacia la superficie brillante del mar en calma, con el gabán hasta la altura del cuello y totalmente abotonado y con una mano enguantada reposando sobre el salvavidas circular con una inscripción en pintura roja que decía ss aurania. cunard.

No estaba disfrazado, y muchos se habrían sorprendido al ver que esta figura erguida, baja, fuerte y de hombros cuadrados pudiera convertirse tan fácilmente, mediante el maquillaje, en el hombre encorvado, calvo y ojeroso que normalmente se identificaba con ese nombre: el Profesor de matemáticas que se había convertido, el mundo daba crédito de ello, en el más peligroso criminal científico de esta época: un auténtico Napoleón del crimen.

También era difícil creer que fuera el fornido y pelirrojo Sir James Madis, o el poderoso francés de aspecto distinguido, Jacques Meunier.

Pero todos ellos no eran sino una sola persona: viviendo, junto a muchos otros pseudónimos y personalidades físicas, dentro de la astuta mente y del hábil cuerpo de James Moriarty, el más joven de los tres hermanos Moriarty, conocido por los criminales de toda Europa como el Profesor. [2]

La cubierta de madera se movió ligeramente bajo sus pies, ya que el timonel que se encontraba sobre el puente alteró el curso en uno o dos puntos. Moriarty reflexionó que él también alteraría una o dos vidas cuando regresara a suelo británico.

Es verdad que todo sucedió antes de lo que había pensado. En otro año habría visto doblada su riqueza, aunque realmente no podía quejarse, porque ya había cuadruplicado la cantidad que tomó de sus cuentas bancarias en Inglaterra y Europa. Primero con la Compañía Madis en Nueva York y, más tarde, entre los canallas de San Francisco.

Aspiró de nuevo otra bocanada de aire, saboreando la humedad de forma casi sensual. Durante este último período, su segundo exilio desde el asunto Reichenbach del 91, anhelaba Inglaterra, y especialmente Londres, con sus olores a humo y hollín; el ruido de los coches, las voces de los niños vendedores de periódicos y de los comerciantes callejeros, el sonido de la lengua inglesa tal como él la conocía: el argot de su gente, la gente de su banda.

Sin embargo, el tiempo que pasó fuera bien mereció la pena. Dirigió su mirada firmemente a lo largo del horizonte y contempló el mar. De algún modo se concebía a sí mismo como una criatura de las profundidades: quizá un tiburón, enorme y silencioso, al acecho.

Un sentimiento de ira recorrió su cuerpo cuando consideró la forma en que lo habían tratado… esos cuatro señores europeos del crimen con los que tan amablemente se reunió en Londres hacía dos años y medio.

Habían venido por orden suya -Scheifstein, el alto alemán; Grisombre, el francés que andaba como un maestro en el baile; el vigoroso italiano, Sanzionare; y el tranquilo y siniestro español, Esteban Segorbe-. Incluso le ofrecieron regalos, le cortejaron e impulsaron su sueño de crear una gran red europea de actividad criminal. Más tarde, debido a un pequeño error por su parte -y el trabajo del infeliz Crow- todo cambió con rapidez. Sólo unas semanas después se comprometieron a fomentar el caos para sus propios intereses particulares, y le habían rechazado.

En realidad Grisombre le ayudó a salir de Inglaterra, pero poco tiempo antes el francés puso en claro que ni él, ni sus socios de Alemania, Italia y España, estaban preparados para esconderle o aceptar su autoridad.

Por tanto, el sueño había terminado. Les había hecho mucho bien, pensó James Moriarty, ya que toda la información que había recibido desde entonces fue una triste historia de luchas y disputas sin ningún control central.

El plan tomó forma mientras Moriarty estaba forjándose una nueva fortuna como Sir James Madis en Nueva York y Jacques Meunier en San Francisco. Habría sido muy fácil volver, restablecerse a sí mismo en Londres y luego preparar de forma discreta y pulcra cuatro asesinatos simultáneos en París, Roma, Berlín y Madrid. A continuación, y muy fácilmente, despachar a Crow con una bala y al entrometido Sherlock Holmes con un cuchillo, ya que Moriarty pensaba desde hace tiempo que su triunfo final dependía del fallecimiento de Holmes. Pero eso sería una torpe retribución.

Existía un modo mejor. Más astuto y cauteloso. Necesitaba al cuarteto de los secuaces europeos si quería permanecer a caballo entre el hampa occidental. De esta forma ellos tendrían que demostrar, con humillante claridad, que él era el único y auténtico genio criminal. Con cuidado y dedicación saldría adelante el intrincado complot. Y además poseía otros planes, no encaminados a la eliminación de Crow y Holmes, sino para su descrédito ante los ojos del mundo. Sonrió para sí mismo. Esos dos símbolos de la autoridad establecida recibirían su castigo y la ironía estaba en que cada uno se vendría abajo a través de los defectos de su propio carácter.

Pasando la mano enguantada por su abundante melena, Moriarty se marchó de la borda y regresó relajadamente hacia su camarote situado sobre la cubierta de botes. Spear estaba esperándole.

La mayoría de las tardes después de comer -ya que comían a las cuatro en punto sobre cubierta- el lugarteniente de Moriarty se dirigía desde su camarote de tercera clase y entraba sin llamar la atención en las estancias de su maestro. Ahora estaba esperando junto a la litera del Profesor, un hombre fornido y pesado con la nariz rota y un semblante que podría incluso resultar agradable si no fuera por la cicatriz que, a modo de rayo, bajaba por su mejilla derecha.

– Me entretuve un rato en la cubierta de paseo, Spear. Ayúdame a quitarme el abrigo. ¿No te vio nadie? -la voz de Moriarty era totalmente imponente, pero con un tono suave, casi educado.

– Jamás me observa nadie, a no ser que yo lo desee. Eso ya debería saberlo, Profesor. ¿Va todo bien?

– No me importaría detener este condenado barco bajo mis pies.

Spear sonrió brevemente.

– Podría ser todavía peor. La cárcel puede ser peor, se lo aseguro.

– Bien, debería saberlo, Spear, debería saberlo. Me alegra afirmar que jamás tuve trato íntimo con la rutina.

– No, no es probable. Si alguna vez le ponen las manos encima todo se le vendría abajo.

Moriarty sonrió ligeramente.

– No hay ninguna duda, y lo mismo en relación a ti -dejó a un lado su abrigo-. Y ahora otra cosa, ¿está Bridget bien? -parecía un propietario que se interesa por sus inquilinos.

– Está igual. Enferma como una gata desde Nueva York.

– Pronto pasará. Es una buena chica, Spear. Espero que seas atento con ella.


– La tengo engatusada -se rió de modo inexperto-. Algunos días piensa que se está muriendo, y algo debe haber en sus entrañas. El olor allí abajo podría ser más dulce. De cualquier modo, esta noche la he mimado adecuadamente.

– Sí, mi amigo, el matrimonio es algo más que cuatro piernas desnudas en una cama.

– Puede ser-observó el magullado Spear-. Pero cuando te pican las nalgas, conviene rascarse.

El Profesor sonrió con indulgencia.

– ¿Has observado a Lee Chow durante los últimos dos días? -preguntó cambiando bruscamente el curso de la conversación.

Moriarty estaba viajando en primera clase bajo el nombre falso de Cari Nicol, con unas cartas de presentación que decían que era un profesor de derecho de alguna olvidada universidad de la zona medioccidental de América. Spear y su mujer viajaban en tercera clase y daban la impresión de no tener ninguna relación con el líder. Lee Chow se encontraba en la más desventurada de las situaciones, ya que se le obligó a enrolarse como miembro de la tripulación durante el tiempo del viaje.

Spear sonrió entre dientes.

– Ayer le vi fregando en la cubierta de popa y tenía un aspecto tan miserable como una rata en un barril de brea. Un auténtico hijo de un cocinero de mar: parecía uno de los piratas de Stevenson. ¿Recuerda que nos leyó ese libro, Profesor? Bien, me pareció muy divertido, y si cogiera papel y pluma le compararía con Black Spot…

– No haré ese tipo de comparaciones tontas -Moriarty contestó con brusquedad-. Black Spot se merece todo, pero es una mala broma para nosotros.

Spear miró tímidamente a sus pies. Atormentar a Lee Chow era para él casi como un hobby. Les envolvió un silencio durante varios segundos.

– Bien, ésta será la última visita que le haré aquí-dijo finalmente-. Mañana estaremos a salvo y en tierra firme.

Moriarty asintió con la cabeza.

– Más tarde los demás pueden ocuparse de sus asuntos. Rece para que Ember cruce con seguridad y que los Jacobs nos den sus mensajes con claridad. ¿Puedes entablar contacto con Lee Chow antes de atracar?

– Cumpliré con mi obligación.

– Si todo va bien, Ember se reunirá con él en el exterior del astillero una vez que le hayan pagado. Irán directamente al Great Smoke. A partir de ahora los acuerdos se tomarán allí.

– ¿Y nosotros?

– Uno de los Jacobs se reunirá conmigo. El otro te esperará a ti y a Bridget. Vamos todos a pasar la noche cómodamente en Liverpool. Necesitamos tiempo para hablar antes de proseguir y los Jacobs poseen la información más reciente.

– Será conveniente regresar.

– Las cosas han cambiado, Spear. Debes estar preparado para todo esto.

– Ya lo estoy, pero es curioso cómo uno llega a echar de menos los guijarros y la niebla. Hay algo especial en Londres…

– Ya lo sé… -Moriarty se quedó inmerso durante un momento en pensamientos personales, mientras recordaba los sonidos de las calles de la capital, los olores, el tipo de vida de la ciudad-. Dios mío -dijo quedamente-. Hasta mañana, entonces, en Liverpool.

Spear vaciló junto a la puerta del camarote, preparándose para resistir las sacudidas, con un pie adelantado oponiéndose al constante balanceo del barco.

– ¿El botín está seguro?

– Como el banco de Inglaterra.

– Quizás ellos te lo pidan.

– Ellos pueden pedir -los ojos del Profesor se perdieron en dirección al casillero donde se encontraba el gran maletero de piel que habían comprado camino de San Francisco.

Cuando Spear se fue, Moriarty abrió el casillero, evitando el deseo de llevarse el maletín al camarote, lo abrió y se recreó contemplando la fortuna que contenía. No tenía ilusiones en relación a la riqueza. Le proporcionaba poder y era el baluarte contra la mayoría de los peligros que asedian a un hombre en este valle de lágrimas. Si se manejaba con prudencia, la riqueza traería más riqueza. Sus arriesgadas empresas en Londres -tanto las legales como las ilegales- estaban arruinadas y saqueadas: Crow se había encargado de ello. Bien, el contenido de este maletín de piel le serviría para reconstruir su imperio como si fuera una telaraña, para poner en cintura al elemento extranjero recalcitrante y más tarde, a modo de fórmula mágica, volvería a doblar su dinero una y otra vez.

En equilibrio, y encima del maletín de piel se encontraba un segundo piso de equipaje: un baúl hermético charolado con laca japonesa del tipo que utilizaban los funcionarios y gobernantes de la India. Moriarty puso su mano sobre esta caja y sonrió para sí mismo, ya que contenía su almacén de disfraces: ropajes, pelucas, pelo falso, botas, los elementos que utilizaba para conseguir estar permanentemente cargado de espaldas cuando aparecía disfrazado de su hermano mayor, y la faja que le ayudaba a dar ese aspecto ladeado. También estaban las pinturas y los polvos, las lociones y el resto de los artefactos de este arsenal del fraude.

Una vez cerrado el casillero, el Profesor se enderezó y miró a los pies de la litera y la pieza final del equipaje en el camarote: el enorme baúl Saratoga con todas sus divisiones y compartimentos donde llevaba su ropa y otros útiles necesarios. Moriarty quitó la cadena y seleccionó la llave adecuada, la introdujo en la cerradura metálica y levantó la pesada tapa.

En la parte superior de la primera bandeja estaba la pistola automática Borchardt -una de las primeras de su tipo-, que le había dado el alemán Schleifstein en la reunión de la alianza continental de hace dos años. Bajo el arma se encontraban dos libros con los bordes de piel y, encima, una pequeña caja de madera con útiles de escritorio y gran cantidad de papel de cartas (muchos tenían el encabezado de varios hoteles o empresas, todos sisados en cuanto surgía la oportunidad, ya que nunca se sabía cuándo harían falta), papel secante, sobres y un par de plumas estilográficas Wirt montadas en oro.

Sacó uno de los libros y una pluma, cerró la tapa del baúl y caminó mecido por el vaivén del barco hasta el pequeño armario unido al piso del camarote.

Una vez que se acomodó, el Profesor ojeó el libro. Las páginas estaban llenas con una buena escritura caligráfica, con algunos mapas y diagramas entremezclados. El libro estaba escrito en sus tres cuartas partes, y si un extraño lo hubiera leído no le habría sacado mucho sentido. Por ejemplo, sólo existían huecos en el curso de la escritura cuando se requería una letra mayúscula. Además de estas letras mayúsculas, la escritura seguía y seguía, a veces durante más de dos líneas, como si un calígrafo experimentado hubiera realizado un ejercicio de copia. No se encontraban palabras legibles, ni de inglés corriente ni de ninguna otra lengua extranjera. Sin lugar a dudas era el código de Moriarty: un inteligente sistema polialfabético basado en las obras de M. Blaise de Vigenere [3], al que el Profesor había añadido algunas e intrincadas variaciones propias.

En este momento Moriarty no estaba atento al contenido del libro. Dejaba que las páginas se movieran entre sus dedos, dejando pasar el último cuarto de páginas en blanco hasta las últimas diez o veinte hojas. Éstas, al igual que la primera parte del libro, estaban llenas de escritos, aunque incompletas y con una sola palabra que servía de encabezamiento cada tres o cuatro páginas.

Estas palabras, escritas en letras mayúsculas, cuando se transcribían en el texto y se descifraban, eran nombres. Podía leerse: grisombre. schleifstein. sanziona- re. segorbe. crow. holmes.

Durante las siguientes dos horas, Moriarty permaneció absorto en estas anotaciones personales, añadiendo aquí una línea o poniendo allí un pequeño diagrama o dibujo. La mayor parte del tiempo la pasó en las páginas que se referían a Grisombre, y cualquiera que poseyera la habilidad e ingenuidad para descifrar el código se habría dado cuenta de que las notas eran la repetición de varias palabras. Palabras como Louvre, La Gioconda o Pierre Labrosse. También aparecían algunos cálculos matemáticos y algunas notas que daban la impresión de indicar un período exacto de tiempo. Decían así:


Seis semanas para copiar.

Sustituir a la octava semana.

Dejar que pase un mes antes de acercarse a G.

G debe terminar a las seis semanas de aceptar el encargo.


A todo esto, el Profesor añadió una última anotación. Una vez descifrada decía lo siguiente: G debe enfrentarse a la verdad a la semana del éxito. Tener a mano a S y a Js.

Cerrando el libro, Moriarty sonrió. Esta sonrisa se convirtió en una risita sofocada perfectamente audible y más tarde en una carcajada en la que se podía v sentir la disonancia de la perversidad. En su mente ya estaba tramada la conjura contra Grisombre.

La elevada vía de ferrocarril que atravesaba el puerto de Liverpool era conocida en la zona como el paraguas del puerto, dado que protegía a los trabajadores del puerto cuando iban o volvían de sus puestos de trabajo. Esta función secundaria cumplió su papel a la perfección en la mañana del 29 de septiembre de 1896, cuando un largo período de sequía dio paso a una cálida y agradable llovizna.

A pesar de esta inclemencia, el perfil del gigantesco puerto -segundo en importancia después del de Londres- era una visión agradable para los pasajeros del SS Aaurania que abarrotaban la cubierta de botes y la de paseo.

Desde la orilla, el barco de 4000 toneladas parecía estar vivo, arrojando vapor, con su chimenea roja salpicada con la blanca espuma del mar, como si respirara con fatiga y sintiera un alivio al llegar al paraíso después de un arduo viaje.

Llegó al puerto algo después del mediodía. Entonces la llovizna ya había cesado y el cielo estaba surcado por rayos azules, como si alguien hubiera dado un arañazo a las nubes.

Bertram Jacobs llegó al muelle justo a tiempo para ver atracar al Aurania, observando con mal disimulado interés cómo bajaron las escalerillas y cómo salían los primeros equipajes.

El hermano de Bertram, William, también lo estaba observando, pero desde una posición más ventajosa situada a unas ciento cincuenta yardas de distancia, ya que la pareja había llegado por separado de acuerdo a las instrucciones de la última carta de Moriarty.

Eran unos hombres bien dotados, que sin lugar a dudas serían capaces de cuidarse de sí mismos si la ocasión lo requería. Vestidos pulcramente y con algo de extravagancia, habrían pasado fácilmente por miembros de una familia respetable de clase media; e incluso, en alguna circunstancia, como jóvenes ricos de ciudad. Ambos poseían ojos claros e inquietos, y unos rasgos donde no había ni rastro ni herencia de sus antecedentes toscos, pues su ambiente fue la clase criminal más baja: su padre era un falsificador de incomparable talento que murió en la cárcel, y se enorgullecían de tener dos tíos estafadores caracterizados por su enorme brutalidad. En efecto, los Jacobs habían estado muy próximos a la gente de la banda desde su infancia, trabajando primero como fileteadores y, más tarde, como atracadores de cierta importancia. Eran de gran valor para Moriarty, que se encargó personalmente de su entrenamiento y se aseguró de que aprendieran no sólo lo esencial sino también lo menos habitual, desde el uso del lenguaje a la etiqueta, ya que consideró muy útiles a estos muchachos.

Ninguno de los chicos tenía la más ligera duda de la persona en quien depositar su confianza. Si no hubiera sido por el Profesor James Moriarty no habrían tenido un comienzo tan bueno, y quizá todavía estarían en Steel, la Model [4], o Slaughterhouse, donde pensaban los chicos de azul que se encontraban en estos momentos.

Bertram se quedó atrás, a un lado de la multitud, sin mostrar ningún interés cuando el barco comenzó a expulsar a sus pasajeros. Amigos y familiares se saludaban mutuamente, llenos de alegría, con lágrimas en los ojos o, sencillamente, con un sobrio apretón de manos. Un individuo se arrodilló para dar gracias públicamente al Altísimo por haber regresado sano y salvo. Sin embargo, entre toda esta confusión, Bertram Jacobs advirtió con una sonrisa disimulada que no estaban esas jóvenes mujeres que se colocan a los lados de la multitud en busca de prometedores y picaros individuos -pasajeros o tripulación- dispuestos a gastar generosamente. Los jóvenes Jacobs deseaban que el Profesor llevara algo de dinero para gastar con estas mujeres, ya que eran muy atractivas y llamativas.

William Jacobs, alejando la vista de Spear y Bridget, miró a Lee Chow mientras ayudaba a llevar el equipaje a un viajero con un abrigo negro. Sus ojos se encontraron, pero Lee Chow hizo como si no se hubiera dado cuenta.

Ahora venían más pasajeros y con mayor rapidez, y una enorme pila de fardos, maletas y maletines estaba empezando a amontonarse en el muelle. Por todas partes se encontraban marineros y mozos, algunos de los cuales no eran demasiado cuidadosos con los equipajes y no hacían ningún caso de las protestas de las refinadas damas y sus acompañantes. Carros y coches de alquiler, un furgón impulsado a vapor, numerosos carros pesados, algunos cabriolés y carruajes de cuatro ruedas estaban junto al muelle, yendo y viniendo continuamente. Todo era ruido y empujones, gritos, órdenes, bromas y actividad.

Moriarty salió poco después de la una y media y contempló el panorama como un profesional algo perplejo que pone sus pies por primera vez sobre un puerto inglés. Junto a él tenía dos mozos que llevaban el equipaje, y a los que daba continuas instrucciones, diciéndoles que tuvieran cuidado, todo ello con el habla nasal y abreviada de Centroamérica.

Bertram Jacobs se encaminó hacia el pie de la escalera, ofreció su mano y saludó al Profesor con tranquilidad, conduciéndole hasta el carruaje que había estado esperando durante una media hora. Le agradó ver cómo Moriarty lanzaba una rápida sonrisa al conductor, Harkness, el cochero del Profesor de los viejos tiempos.

Los mozos colocaron el equipaje y Moriarty ofreció una elaborada comedia, pretendiendo no conocer el pago correspondiente a sus servicios. Al final, Bertram se unió a la representación y pagó a los mozos de su propio bolsillo.

Hasta que ambos no estuvieron sentados en el interior del carruaje y Harkness empezó a picar a los caballos, el Profesor no se reclinó y habló con su habitual voz.

– Ya estoy de vuelta. -Hizo una pausa, como si estuviera examinando mentalmente la frase-. ¿Dónde tenemos el cuartel general?

– En el Saint George. Ember dijo que usted deseaba algo de lujo y no lugares ruidosos. ¿Ha sido un viaje tranquilo?

Moriarty asintió con la cabeza y sonrió como para sí mismo.

– Mal tiempo en algunos momentos. Bridget Spear pensaba que se moriría antes de que llegáramos aquí. El Saint George es bueno y algo de comodidad nunca viene mal. Tenía ganas de pisar la tierra y tener un buen brandy.

– ¿Y una cama sin movimiento?

– No tan inmóvil, como te habrás dado cuenta -el Profesor sonrió entre dientes-. Siempre me resulta difícil dormirme después de un viaje por mar. ¿Ember está seguro?

– Él llevará a Lee Chow hasta Londres. Todo está preparado.

– ¿Y tu hermano?

– Llevando a Spear y a su mujer al hotel. Tienen una habitación en el mismo piso que usted. Bill y yo estamos cruzando el pasillo, por lo que todos estaremos muy juntos esta noche. No he oído ni siquiera un susurro sobre usted en todos los sitios que están a mi alcance. Y no había marineros cuando salió del barco. Todo está bastante tranquilo.

– ¿Harkness?

– Alojado cerca de los establos del hotel. Él se irá a Londres esta misma noche. Nosotros saldremos mañana en tren.

Moriarty, con su cuerpo balanceándose por el movimiento del coche, observaba todo por la ventana como una persona que coge muestras de lo que ve en un nuevo país.

– Este lugar cambia poco. -Lo dijo de forma tan queda que los Jacobs apenas pudieron oírle-. Juraría que ya he visto a una docena de muchachas que hacían la calle cuando estuve aquí de joven.

Estaban saliendo rápidamente de la zona del puerto con sus numerosas tabernas y grupos de putas, que eran la delicia de los marineros de todo el mundo.

– Una buena inversión, la propiedad de esta zona -dijo Jacobs.

– Solía decirse que un acre de terreno alrededor del puerto de Liverpool valía diez veces más que cien acres del mejor suelo de cultivo en Wiltshire.

– Es posible. Y aquí ya hay muchos surcos arados.

– Y otras cosas -reflexionó Moriarty.

Algunos minutos más tarde pasaron por la ancha e imponente Lime Street y se pararon en el exterior del Hotel Saint George, donde los mozos y botones formaron un gran alboroto en el momento de su llegada. Moriarty firmó utilizando su nombre falso y dando como domicilio una dirección de alguna institución académica poco conocida de América central.

Los Jacobs habían reservado para su líder una gran suite con varias habitaciones, que incluía un salón, un gran dormitorio y un cuarto de baño privado, el mejor del hotel, decorado con gusto y con ventanas que daban a la bulliciosa calle.

Los mozos dejaron el equipaje en el dormitorio y se fueron empujando sus carros, mientras Moriarty pasaba la palma de la mano sobre el maletín de piel como si fuera un objeto de gran belleza.

– Tengo una pequeña sorpresa para usted, Profesor-afirmó Bertram una vez que los mozos se habían ido-. Si me perdona un momento.

Moriarty asintió con la cabeza y fue a abrir una botella del buen brandy Hennessy que había traído con el equipaje. Se sintió cansado e indispuesto a consecuencia, según pensaba, de la tensión del viaje.

Su buen humor volvió rápidamente, cuando Bertram abrió la puerta e hizo pasar a Sally Hodges a la habitación.

– Me alegra volver a verte.

Sally Hodges ofreció la mano y se acercó al Profesor, cogiendo sus manos entre las suyas y besándole con ternura en ambas mejillas.

Sally Hodges ocupaba un lugar especial en el grupo de Moriarty, ya que había sido un importante miembro de su banda -su puta encargada de las mujeres de la calle y de los prostíbulos-, incluyendo la famosa casa de Sal Hodges en el West End. También le proveía de mujeres jóvenes para su uso personal, y a intervalos frecuentes también era su querida favorita.

En la actualidad, con treinta y tantos años, era una mujer llamativa con el pelo de color cobrizo y una figura tremendamente proporcionada que siempre hacía resaltar al máximo, como ahora, que llevaba un vestido de terciopelo azul que agraciaba su cuerpo de forma más que insinuante.

Moriarty retrocedió, como examinándola, y una breve sonrisa se dibujó en sus labios.

– Bien, Sal, entonces me has sido fiel.

– No ha sido fácil, James. -Ella era uno de los pocos confidentes que podía 1 llamarle por su nombre propio con total impunidad-. Los viejos tiempos ya pasaron. Ya lo sabes. Ahora sólo tengo una casa en Londres y no existe ningún control de las chicas de la calle desde que te fuiste.

– ¿Pero…?

– Sin embargo, estaré orgullosa de calentar tu cena la noche que desees.

Dio un paso hacia el Profesor, que retrocedió un poco, ya que no le gustaba demostrar excesiva prodigalidad hacia las mujeres en presencia de sus lugartenientes. En ese momento se produjo una gran conmoción en el pasillo, que anunciaba la llegada de William Jacobs y los Spear.

Hubo numerosos apretones de manos y algunos besos y susurros entre las mujeres. A continuación se sirvieron unas buenas dosis de brandy.

Cuando todo estuvo más tranquilo, y Bridget Spear se sentó, todavía con mala cara, Bert Spear elevó su vaso hacia el Profesor.

– Le deseamos un buen comienzo -brindó.

Cuando cesó el murmullo de asentimiento, Moriarty observó los rostros de su pequeña banda.

– Por un buen comienzo -repitió él-. Y triunfar sobre todos los que se han cruzado en nuestro camino.

– Amén a todo -susurró Spear.

– Confusión para ellos -dijo Bertram Jacobs mientras agitaba el vaso.

– Hagamos que desaparezcan -desembuchó William Jacobs.

Las mujeres movieron la cabeza en señal de asentimiento y todos bebieron un trago de brandy como si sus vidas dependieran de ello, mientras que Bertram volvía a llenar los vasos en cuanto se vaciaban.

En ese momento, Sal Hodges, siguiendo la indicación de Moriarty, llevó a Bridget Spear a un lado y le sugirió que debían dejar solos a los hombres para que trataran sus negocios.

Cuando salieron las mujeres, Moriarty miró a los hermanos Jacobs, primero a uno y después al otro.

– Bien -comenzó-. ¿Qué gestiones habéis realizado?

Bertram Jacobs actuaba como portavoz.

– La casa está preparada: ésa es la mejor noticia que puedo darle. Es lo que llaman una atractiva residencia, cerca de Ladbroke en Notting Hill, es decir, está bien situada. Hay mucho espacio para todos, y un pequeño jardín y un invernadero en la parte trasera. Hemos hecho correr la voz de que usted es un profesor americano a quien no le agrada el trato con las personas. Está aquí para estudiar, aunque pasará bastante tiempo en el continente.

– Bien -la cabeza de Moriarty se movió lentamente-. ¿Y el mobiliario está completo?

– Todo lo que necesita.

– ¿Y mi cuadro?

– El Greuze estaba exactamente donde Ember nos dijo. Está colgado en su nuevo estudio y podrá verlo mañana mismo.

Moriarty asintió con la cabeza.

– ¿Y qué hay de nuestra gente?

La mirada de los hermanos Jacobs se volvió grave y sus sonrisas se desdibujaron.

– Sal ya le ha informado de lo suyo -Bertram frunció el ceño-. Las chicas se han dispersado o están trabajando en grupos de dos o tres. Y lo mismo para el resto de los negocios. Nuestros antiguos demandantes se han levantado contra ellas; las chicas de la calle van por libre. Sin nadie que controle todo esto, los mejores ladrones realizan sus robos y los peristas hacen los negocios directamente. Ya no hay orden.

– Entonces, ¿nadie ha tomado el control? -la voz de Moriarty se fue apagando hasta convertirse casi en un susurro.

– Existen varios grupos, pero ninguno grande, no como en nuestros tiempos, Profesor. Ahora no hay nadie que vaya abriendo camino.

– ¿Quieres decir que realmente nadie lo está planificando? [5]

Ahora llegaba el turno de William Jacobs.

– Algunos asuntos concretos sí que están planeados. Los peristas lo hacen de vez en cuando. Pero no es…

– ¿Y quién más?

– Se hablaba del francés planeando una estafa en Mesopotamia [6] hace algunos meses.

– Y el alemán… -comenzó a decir Bertram.

– ¿Schleifstein? -su voz se volvió cortante y enfadada.

– Sí, se dice que está tramando algo que despierte su imaginación.

– Buitres, carroñeros. ¿Qué hay de nuestros informadores?

Los informadores eran un gran ejército de mendigos y vagabundos que formó Moriarty para que le sirvieran de fuente de información.

– La mayoría están al acecho por su cuenta.

– Cuánto tiempo nos llevará volver a regularizarlos.

Bertram se encogió de hombros.

– Si se les paga de forma regular, conseguiremos que vuelva la mitad en el plazo de un mes.

– ¿Sólo la mitad?

– Ya no es lo que era, Profesor. Algunos han muerto, otros han desaparecido. Y los policías…

– Crow y sus hombres.

– No es sólo el inspector Crow. Los polis también han sido más activos. Se han producido muchos arrestos. Incluso algunos de nuestros mejores cacos han comenzado a llevar una vida respetable.

– ¿Y los matones?

– Sólo han servido para una cosa: para estafar.

– Oh, son buenos para atemorizar a la gente y para beber y estar en compañía de putas. -Moriarty lo dijo sin ningún sentido del humor.

– Va con la profesión, Profesor. -Fue la primera vez que Spear habló durante el intercambio entre los hermanos y el líder.

– ¿Y sobre Terremant?

– Terremant está trabajando en unos baños turcos. -Bertram respondió mientras se iluminaba su rostro. El fuerte y duro como el acero Terremant era quien había colaborado en la huida de la cárcel de los hermanos-. El resto hace trabajos casuales para cualquiera que pague por sus servicios. Me imagino un grupo de asaltadores por cuenta propia. Yo conozco un chulo más abajo de Dilly que utilizó a dos de ellos contra tres de sus chicas. Deseaban organizarse por propia cuenta. Las chicas, quiero decir. Ellos las disuadieron.

Moriarty se sentó y permaneció en silencio casi durante un minuto. Cuando habló lo hizo como si se dirigiera a sí mismo.

– Debe existir orden entre nuestra propia gente, entre la gente de la banda, si deseamos salir adelante. Y también debe haber desorden, caos, en la sociedad.

El panorama pintado por los hermanos Jacobs era malo.

Moriarty se levantó, se estiró y caminó hacia la ventana. El sol se había ido otra vez, y ahora estaba cubierto por nubes y oscuridad. Apareció de nuevo la llovizna, y el aire cálido, tangible y pesado, presagiaba un trueno inminente.

Como si de repente algo se estuviera forjando en su mente, Moriarty dio una vuelta y miró directamente a Spear.

– Cuando regresemos a Londres tu primer encargo será echar una bronca a Terremant y a cuatro o cinco más. Veremos lo que son capaces de hacer por una paga regular. Más tarde encargaré a Ember que se ocupe de los informadores. Londres era mi ciudad y volverá a serlo de nuevo, y no tendré a gente como Grisombre y Schleifstein involucrándose en mis raterías o metiéndose con mi gente. Y tampoco tendré a Crow marcándome la pauta -su cabeza se movió hacia Bertram Jacobs-. ¿Qué hay acerca de Holmes?

– Sigue con su trabajo.

Moriarty permaneció inmóvil, como un peligroso reptil preparado para saltar.

– Si llegamos a un acuerdo con determinadas personas, el resto vendrá a nuestros pies. He regresado con un propósito y dentro de poco lo revelaré -dijo a continuación, lentamente.

Sally Hodges ayudó a Bridget Spear en su baño, poniendo una enorme toalla alrededor de los hombros de la muchacha. No había nada anormal en el apetito sexual de Sally, sin embargo era capaz de apreciar el atractivo físico de una mujer, ya que tenía mucha experiencia en eso debido a su negocio. Ahora estaba observando a Bridget mientras se secaba con la toalla y comenzaba a vestirse.

Un bonito rostro, pensó Sal Hodges, buen cabello y buenos dientes, un color de piel inadecuado, pero fuertes caderas y atractivas piernas. Bert Spear había conseguido una mujer resistente que le haría feliz durante mucho tiempo. La muchacha poseía una voluptuosidad natural, ahora más evidente a medida que se ponía las bragas cortas de seda, las medias y la falda.

Sal Hodges no tenía ilusiones en relación a Bridget. No era una chiquilla superficial, carne para la cama de un hombre o compañía para una tarde fría. Era tan dura como unas viejas botas y, si la ocasión lo requería, no dudaría dos veces en matar por su hombre. Sal lo supo inmediatamente después del primer encuentro con la muchacha, cuando ayudó a salvar a Spear de los rivales de Moriarty.

Todo daba la impresión de haber sucedido hace cientos de años, ahora Bridget parecía más madura y confiada cuando hablaba sobre las fruslerías que atraían a las dos mujeres. Según dijo, el vestido de color óxido que se había puesto lo habían comprado en Nueva York.

– Entonces, ¿te gusta América, Bridget?

– Bastante. Las últimas semanas han sido muy duras. Pero con un hombre como Bert sólo puedes esperar eso.

Sally sonrió.

– No te gustó el viaje por mar, según creo.

– Oh, no sólo fue el viaje-contestó mientras daba la espalda a Sal Hodges-. ¿Me podrías abrochar? No demasiado apretado. No, lo habría pasado mal en cualquier lugar donde estuviéramos. Pero todavía no digas una sola palabra a nadie. Antes tengo que decírselo a Bert.

Sally pensaba que sus pechos estaban más hinchados que nunca.

– ¿Desde cuándo? -preguntó como si no fuera una sorpresa.

– Calculo que desde hace unos dos meses. Pronto estará claro. ¿Se enfadará el Profesor?

– ¿Por qué ha de enfadarse? Tener niños es algo natural en la vida de una mujer.

– Sin embargo, están sucediendo muchas cosas. Todo irá bien mientras estemos con el Profesor, pero yo conozco a Bert y sé que sólo es el principio de una prole. No quiero que ellos acaben como mis hermanos y hermanas y los de los demás: viviendo en los huesos, amontonándose en los rincones para mantener el calor, vestidos de harapos y muriendo muy jóvenes por no tener zapatos en sus pies. No, Sal, deseo que mis niños se eduquen bien. Bert es un buen hombre, pero ¿cuánto tiempo durará esto?

– Conozco al Profesor desde hace muchos años, Bridget, y siempre ha sido generoso con los que le son francos y fieles.

– No tengo ninguna duda al respecto. Pero tú no has tenido que huir, Sal. Nosotros salimos de Limehouse; luego de la casa Berkshire. Pensaba que nos estableceríamos en Francia, pero no fue así. Huimos de Nueva York y pensé otra vez que permaneceríamos seguros en San Francisco. Me gustaba estar allí, pero tuvimos que escapar de nuevo. Ahora volvemos a Londres y, con algo de suerte, tendré aquí el niño -se dio unos ligeros golpecitos en el estómago-. Pero, ¿cómo acabará todo esto?

– Conozco al Profesor y acabará provocando la desgracia de los extranjeros. Y también acabará con Crow y Holmes.

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