Un viento repentino levantó a Eddie, que giró como un reloj de bolsillo en el extremo de una cadena. Una explosión de humo lo rodeó y cubrió su cuerpo con un torrente de colores. El cielo pareció descender, hasta que pudo notar que le tocaba la piel como una sábana que lo envolviera. Luego se alejó bruscamente y explotó adquiriendo un color jade. Aparecieron estrellas, millones de estrellas, como sal que se rociara sobre el firmamento verdoso.
Eddie parpadeó. Ahora estaba en las montañas, pero se trataba de unas montañas extraordinarias: una cadena que nunca terminaba, con cimas coronadas de nieve, rocas dentadas y escarpadas laderas de color púrpura. En una hondonada entre dos crestas había un gran lago negro. Una luna se reflejaba brillante en sus aguas.
Al pie de la cadena de montañas Eddie distinguió una luz de colores parpadeante que cambiaba rítmicamente cada pocos segundos. Avanzó en aquella dirección y se dio cuenta de que estaba hundido en la nieve hasta la pantorrilla. Alzó el pie y lo sacudió con fuerza. Los copos se desprendieron soltando destellos dorados. Cuando los tocó, no estaban ni fríos ni húmedos.
»¿Dónde estoy ahora?», pensó Eddie. Una vez más revisó su cuerpo, apretándose los hombros, el pecho, el estómago. Los músculos de sus brazos seguían siendo tensos, pero la parte central del cuerpo estaba más floja, con algo de grasa. Dudó, luego se apretó la rodilla izquierda. Sintió un fuerte dolor e hizo una mueca. Esperaba que después de separarse del capitán su herida desapare- cería. Pero, al parecer, había vuelto a ser el hombre que había sido en la tierra, con cicatrices, michelines y todo. ¿Por qué el cielo hacía que uno volviera a vivir su propia decadencia física?
Siguió las luces parpadeantes de debajo de la estrecha cadena de montañas. Aquel paisaje, desnudo y silencioso, quitaba la respira- ción; se ajustaba más a cómo había imaginado el cielo. Por un momento se preguntó si ya habría terminado, si el capitán no se habría equivocado, si no habría más personas con las que encontrarse. Avanzó por la nieve bordeando una roca hasta el gran claro de donde procedían las luces. Volvió a parpadear; esta vez con incredulidad.
Allí, en el campo nevado, aislado, había una construcción que parecía un furgón con el exterior de acero inoxidable y el techo rojo en forma de barril. Un rótulo parpadeaba encima: «Comidas».
Un restaurante.
Eddie había pasado muchas horas en sitios como aquél. Todos parecían el mismo: asientos de respaldo alto, mesas brillantes, una hilera de ventanas con cristales pequeños en el lateral, que, desde fuera, hacían que los clientes parecieran pasajeros de un vagón de tren. Eddie distinguía ahora las figuras por esas ventanas; eran personas que hablaban y gesticulaban. Avanzó hasta los escalones cubiertos de nieve y llegó a la puerta de doble hoja de cristal. Miró dentro.
Una pareja de personas mayores estaba sentada a su derecha tomando tarta; no se fijaron en él. Otros clientes estaban sentados en sillas giratorias en la barra de mármol o en las mesas con sus abrigos en percheros. Parecían de décadas diferentes: Eddie vio a una mujer con un vestido de cuello cerrado de la década de 1930 y a un joven con un signo de la paz de los años sesenta tatuado en el brazo. Muchos de los clientes parecía que habían sido heridos. A un negro con camisa de trabajo le faltaba un brazo. Una adolescente tenía una cuchillada cruzándole el rostro. Ninguno de ellos miró cuando Eddie dio unos golpecitos en la ventana. Vio a cocineros con gorros blancos de papel, y fuentes con comida humeante a la espera de ser servida en el mostrador; comida de colores de lo más apetitoso: salsas de color rojo oscuro, cremas amarillas. Desplazó la mirada hacia la última mesa de la esquina derecha. Quedó paralizado.
No podía creer lo que estaba viendo.
– No -se oyó susurrar a sí mismo. Se dio la vuelta y se apartó de la puerta. Aspiró profundamente. El corazón le latía con fuerza. Giró y volvió a mirar. Luego golpeó enloquecidamente los cristales.
– ¡No! -gritó Eddie-. ¡No! ¡No! -Golpeó hasta que estuvo seguro de que iba a romper el cristal.- ¡No! -Siguió gritando hasta que la palabra que quería, una palabra que no había pronunciado en décadas, finalmente se le formó en la garganta. Luego gritó aquella palabra; la gritó tan fuerte que la cabeza empezó a dolerle. Pero la figura de la mesa siguió sentada, ajena, con una mano encima del tablero, la otra sujetando un puro, sin levantar la vista en ningún momento, aunque Eddie gritó muchas veces, una y otra vez:
– ¡Papá! ¡Papá! ¡Papá!
En el oscuro y esterilizado pasillo del hospital militar, la madre de Eddie abre la caja blanca de la confitería y arregla las velas de la tarta, poniéndolas derechas, doce a un lado, doce al otro. Los demás -el padre de Eddie, Joe, Marguerite, Mickey Shea- están a su alrededor; la miran.
– ¿Tiene alguien una cerilla? -susurra.
Se dan golpecitos en los bolsillos. Mickey saca una caja de su chaqueta y al hacerlo se le caen al suelo dos pitillos sueltos. La madre de Eddie enciende las velas. Suena un ascensor al fondo del pasillo. Sacan una camilla con ruedas.
– ¿Todos preparados? ¿Vamos? -dice la madre de Eddie.
Las pequeñas llamas vacilan cuando se mueven todos a la vez. El grupo entra en la habitación de Eddie con cuidado.
– Cumpleaños feliz, cumpleaños feliz…
El soldado de la cama de al lado se despierta gritando-.
– ¿Qué demonios pasa?
Se da cuenta de dónde está y se deja caer de nuevo, avergonzado. La canción, una vez interrumpida, parece difícil de retomar, y sólo la voz de la madre de Eddie, temblorosa y sola, es capaz de continuar.
– Cumpleaños feliz, Eeeddie queriiido… -luego, rápidamente-: cumpleaños feliz.
Eddie se incorpora apoyándose en una almohada. Tiene las quemaduras vendadas. La pierna con una larga escayola. Hay un par de muletas junto a la cama. Él mira aquellos rostros como si estuviera consumido por el deseo de echar a correr.
Joe se aclara la voz.
– Bueno, oye, tienes un aspecto estupendo -dice. Los otros se muestran de acuerdo. Bueno. Sí. Muy bueno.
– Tu madre te trajo una tarta -susurra Marguerite.
La madre de Eddie da unos pasos hacia delante, como si le tocara hacerlo. Ofrece a Eddie la caja de cartón.
Eddie murmura:.
– Gracias, mamá.
Ella pasea la vista alrededor.
– ¿Dónde la puedo dejar?
Mickey agarra una silla, Joe despeja una pequeña mesita de noche. Marguerite aparta las muletas de Eddie. Su padre es el único que no se mueve sólo por moverse. Está quieto junto a una pared oscura, con la chaqueta en el brazo, y mira la pierna de Eddie, escayolada del muslo a la pantorrilla.
Eddie ve que le está mirando. Su padre baja la vista y pasa la mano por el alféizar de la ventana. Eddie tensa todos los músculos del cuerpo e intenta, voluntariamente, que le asomen lágrimas por los ojos.
Todos los padres hacen daño a sus hijos. No se puede evitar. La juventud, como cristal nuevo, recoge las huellas de los que la manejan. Unos padres manchan, otros rompen, otros destrozan por completo la infancia de sus hijos; la hacen pedazos y ya no se puede reparar.
El daño que hizo el padre de Eddie fue, al principio, el daño que produce el descuido. Cuando era muy pequeño, a Eddie su padre le cogía en brazos raramente, y ya de niño, por lo general, le agarraba por el brazo, menos con amor que con enojo. Su madre le proporcionaba ternura; su padre estaba más por la disciplina.
Los sábados, el padre le llevaba al parque de atracciones. Eddie salía del apartamento con visiones de carruseles y bolas de algodón de azúcar, pero al cabo de una hora o así, su padre encontraba una cara conocida y decía:
– Cuida al chico por mí, ¿de acuerdo?
Hasta que volvía su padre, normalmente a última hora de la tarde, por lo general borracho, Eddie quedaba al cuidado de un acróbata o de un adiestrador de animales.
Con todo, durante horas interminables de su juventud, Eddie esperaba atraer la atención de su padre, sentado en las barandillas o puesto de cuclillas encima de una de las cajas de herramientas del taller de mantenimiento. Muchas veces decía:
– ¡Puedo ayudar, puedo ayudar! -pero el único trabajo que le confiaban era que entrara a cuatro patas debajo de la noria por la mañana, antes de que abrieran el parque, a recoger las monedas que se hubieran caído de los bolsillos de los que habían subido la tarde anterior.
Al menos cuatro tardes a la semana su padre jugaba a las cartas. En la mesa había dinero, botellas y cigarrillos, y suponía que ciertas obligaciones. La obligación de Eddie era sencilla: no molestar. Una vez trató de ponerse junto a su padre y mirarle las cartas, pero el hombre dejó el puro y sonó como el trueno, al tiempo que le pegaba en la cara con el dorso de la mano.
– Deja de echarme el aliento -dijo.
Eddie se echó a llorar y su madre le atrajo agarrándole por la cintura. Miró enfadada a su marido. El niño nunca volvió a ponerse tan cerca.
Otras noches, cuando las cartas eran malas, las botellas se habían vaciado y su madre ya estaba dormida, su padre entraba como un trueno en el dormitorio de Eddie y Joe. Se abalanzaba sobre los pobres muchachos y los lanzaba contra la pared. Luego hacía que sus hijos se tumbasen boca abajo en la cama mientras él se quitaba el cinturón y luego les azotaba el trasero al tiempo que les gritaba que estaban gastando su dinero en porquerías. Eddie rezaba para que se despertara su madre, pero incluso las veces que se despertaba, su padre le advertía que «no se metiera en aquello». Verla en el pasillo, agarrándose la bata, tan impotente como él, hacía que Eddie se sintiese aún peor.
Las manos que atendieron a Eddie en su infancia, pues, fueron duras, callosas y rojas de ira, y pasó sus años de niño golpeado y azotado. Aquél fue el segundo daño que le hicieron; el primero después del descuido. La violencia. Esto fue así hasta tal punto que Eddie podía predecir por el sonido de los pasos que avanzaban por el pasillo la dureza de los golpes que iba a recibir.
Aun así, a pesar de todo, en secreto Eddie adoraba a su padre, porque los hijos adoran a sus padres aunque se porten mal con ellos. Es el modo en que aprenden a querer. Antes de que quiera a Dios o a una mujer, un chico quiere a su padre, de modo insensato, más allá de cualquier explicación.
Y ocasionalmente, como para avivar las débiles brasas de un fuego, el padre de Eddie dejaba que un destello de orgullo rompiera la dura capa de su desinterés. En el campo de béisbol del colegio de la Avenida 14, su padre se detenía detrás de la cerca para ver jugar a Eddie. Si al batear su hijo mandaba la pelota fuera del campo, su padre asentía con la cabeza, y cuando hacía eso, Eddie daba saltos al recorrer las bases. Otras veces, cuando Eddie volvía a casa después de una pelea callejera, su padre se fijaba en los nudillos despellejados o en un labio partido. Preguntaba:
– ¿Qué le pasó al otro chico? -y Eddie decía que le había zurrado bien.
Aquello también contaba con la aprobación de su padre.
Y cuando Eddie atacó a los chicos que estaban molestando a su hermano -«los matones», los llamaba su madre-, Joe estaba avergonzado y se escondía en su habitación, pero su padre dijo:
– No te preocupes por él. Tú eres el fuerte. Protege a tu hermano. No dejes que nadie le toque.
Cuando Eddie empezó a ir al instituto, durante el verano hacía el mismo horario de su padre, y se levantaba antes que el sol y trabajaba en el parque hasta que caía la noche. Al principio se ocupaba de las atracciones más sencillas, manejando las palancas de freno y haciendo que los vagones de los trenes se detuvieran suavemente. En los años siguientes trabajó en el taller de mantenimiento. Su padre le ponía a prueba dándole piezas para reparar. Le entregaba un volante estropeado y decía:
– Arréglalo.
Señalaba una cadena enredada y decía:
– Arréglala.
Traía un parachoques oxidado y una hoja de papel de lija y decía:
– Arréglalo.
Y todas las veces, después de realizar la tarea, Eddie le devolvía el objeto a su padre y decía:
– Ya está arreglado.
De noche se reunían en torno a la mesa de la cocina, su madre, regordeta y sudorosa, preparaba la cena junto al fogón, y su hermano Joe hablaba sin parar, con el pelo y la piel oliéndole a agua de mar. Joe se había convertido en un buen nadador, y durante el verano trabajaba en la piscina del Ruby Pier. Hablaba de toda la gente que veía allí, de sus trajes de baño, de su dinero. Al padre no le impresionaba nada de eso. Una vez Eddie oyó casualmente que le hablaba a su madre de Joe.
– Ése -decía- solamente vale para estar en el agua.
Con todo, Eddie envidiaba el aspecto que tenía su hermano por la noche, tan moreno y limpio. Sus uñas, como las de su padre, estaban manchadas de grasa, y en la mesa, durante la cena, Eddie trataba de quitarse la porquería con la uña del pulgar. Una vez pilló a su padre mirándole y el viejo sonrió.
– Demuestran que tuviste un día de trabajo duro -dijo, y mostró sus propias uñas antes de que se cerraran en torno a un vaso de cerveza.
Por esa época Eddie ya era un fornido adolescente y sólo respondía con un gesto de la cabeza. Sin darse cuenta se había iniciado en el ritual de intercambiar señales de su padre, renunciando a las palabras o a las manifestaciones físicas de afecto. Todo tenía que hacerse internamente. Se suponía que uno se daba cuenta, eso es todo. Falta de afecto. El daño estaba hecho.
Y entonces, una noche, las palabras cesaron por completo. Eso pasó después de la guerra, cuando a Eddie le dieron de alta en el hospital. Le habían quitado la escayola de la pierna y había vuelto al apartamento de su familia en la avenida Beachwood. Su padre había estado bebiendo en un bar cercano y cuando volvió tarde a casa se encontró a Eddie dormido en el sofá. Las tinieblas del combate habían cambiado a Eddie. No salía de casa. Hablaba raramente, incluso con Marguerite.
Pasaba horas mirando por la ventana de la cocina, contemplando cómo daba vueltas el carrusel, tocándose la rodilla herida. Su madre susurraba que «sólo era cuestión de tiempo», pero su padre se iba poniendo más nervioso cada día. No entendía la depresión. Para él era debilidad.
– Levántate -gritó arrastrando las palabras- y consigue trabajo.
Eddie se estremeció. Su padre volvió a gritar:
– Levántate… ¡y consigue trabajo!
El viejo se tambaleaba, pero se acercó a Eddie y le empujó.
– ¡Levántate y consigue trabajo! ¡Levántate y consigue trabajo! Levántate… y… ¡consigue un trabajo!
Eddie se incorporó apoyándose en los codos.
– ¡Levántate y consigue trabajo! Levántate y…
– ¡Basta! -gritó Eddie poniéndose de pie, ignorando el dolor de la rodilla. Miró fijamente a su padre, con la cara a unos centímetros de la de él. Olía el mal aliento a alcohol y tabaco.
El viejo miró la pierna de Eddie. Su voz se convirtió en un gruñido.
– ¿Ves? No… te… duele… tanto.
Tambaleándose, dio un paso atrás dispuesto a lanzar un puñetazo, pero Eddie se movió instintivamente y agarró el brazo de su padre. Los ojos del viejo se desorbitaron. Era la primera vez que Eddie se defendía, la primera vez que hacía algo en lugar de limitarse a recibir una paliza, como si la mereciera. Su padre se miró su propio puño cerrado, que no había logrado su objetivo, y por los agujeros de la nariz le salió humo. Apretó los dientes, echándose hacia atrás titubeante, y se soltó el brazo. Miró a Eddie con los ojos de un hombre que ve un tren que arranca bruscamente.
No volvió a hablar con su hijo.
Aquélla fue la última marca que quedó en el cristal de Eddie. El silencio. El silencio se cernió sobre los años que quedaban. Su padre guardó silencio cuando Eddie se trasladó a su propio apartamento, guardó silencio en su boda, guardaba silencio cuando él iba a ver a su madre. Ésta suplicaba, lloraba e imploraba a su marido que cambiara de actitud, que lo olvidara, pero él sólo le decía, con las mandíbulas apretadas, lo que les decía a otros que le habían hecho la misma petición:
– Ese chico levantó su mano contra mí.
Y aquello era el fin de la conversación.
Todos los padres hacen daño a sus hijos. Aquélla fue su vida juntos. Abandono. Violencia. Silencio. Y ahora, en un lugar de más allá de la muerte, Eddie se desplomó contra una pared de acero inoxidable y cayó en la nieve, herido de nuevo por el rechazo de un hombre cuyo cariño, casi inexplicablemente, todavía ansiaba, un hombre que le ignoraba, incluso en el cielo. Su padre. El daño estaba hecho.
– No te enfades -dijo una voz de mujer-. No te puede oír.
Eddie alzó la cabeza bruscamente. Una anciana estaba parada delante de él en la nieve. Tenía la cara demacrada, las mejillas hundidas y los labios pintados de rojo, y su pelo blanco peinado tirante hacia atrás era tan escaso que en ciertas partes se distinguía el cuero cabelludo rosa por debajo. Llevaba unas gafas de montura metálica tras las cuales se veían sus pequeños ojos azules.
Eddie no conseguía recordarla. Su ropa era de antes de su época: un vestido hecho de seda y gasa, con un corpiño tachonado de cuentas blancas que se le cerraba en un lazo de terciopelo justo debajo del cuello. La falda tenía un cinturón de piedras preciosas falsas y había automáticos y enganches a un lado. Mantenía una postura elegante, sujetando una sombrilla con las dos manos. Eddie supuso que había sido rica.
– No siempre fui rica -dijo ella sonriendo, como si le hubiera oído-. Me crié casi como tú, en uno de los arrabales de la ciudad, y me vi obligada a dejar de estudiar a los catorce años. Tuve que trabajar. Y lo mismo mis hermanas. Entregábamos cada centavo a la familia…
Eddie la interrumpió. No quería oír otra historia.
– ¿Por qué no me puede oír mi padre? -preguntó.
La mujer sonrió.
– Porque su espíritu, sano y salvo, es parte de mi eternidad. Pero él no está aquí de verdad. Tú sí.
– ¿Por qué mi padre tiene que estar a salvo para usted?
Ella hizo una pausa.
– Ven -dijo.
De pronto estaban al pie de la montaña. La luz del restaurante era sólo una mota, como una estrella que hubiera caído dentro de una grieta.
– Hermoso, ¿verdad? -dijo la anciana. Eddie siguió su mirada. Había algo en ella, como si hubiera visto su fotografía en alguna parte.
– ¿Es usted… mi tercera persona?
– Lo soy -dijo ella.
Eddie se rascó la cabeza. «¿Quién era aquella mujer?» Del Hombre Azul y del capitán tenía al menos algún recuerdo del papel que habían desempeñado en su vida. ¿Por qué una desconocida? ¿Por qué ahora? Eddie alguna vez había supuesto que la muerte significaría reunirse con los que se fueron antes que tú. Había asistido a muchos entierros, sacado brillo a sus zapatos negros de vestir, buscado su sombrero, y luego permanecido quieto en un cementerio haciéndose la misma pregunta desesperada: «¿Por qué se van ellos y yo sigo aquí todavía?». Su madre. Su hermano. Sus tíos y tías. Su amigo Noel. Marguerite.
– Un día -decía el sacerdote- nos reuniremos todos en el Reino de los Cielos.
¿Dónde estaban, entonces, si aquello era el cielo? Eddie examinó a aquella extraña anciana. Se sentía más solo que nunca.
– ¿Puedo ver la tierra? -susurró.
Ella negó con la cabeza.
– ¿Puedo hablar con Dios?
– Eso siempre lo puedes hacer.
Eddie dudó antes de hacer la siguiente pregunta.
– ¿Puedo volver?
Ella le miró entrecerrando los ojos.
– ¿Volver?
– Sí, volver -dijo Eddie-. A mi vida. A aquel último día. ¿Puedo hacer algo? ¿Puedo prometer que seré bueno? ¿Puedo prometer que siempre iré a la iglesia? ¿Algo?
– ¿Por qué? -Ella parecía divertida.
– ¿Por qué? -repitió Eddie. Golpeó la nieve con la mano y no la notó ni fría ni húmeda-. ¿Por qué? Porque este sitio para mí no tiene sentido. Porque no me siento un ángel, y supongo que es así como me debería sentir. Porque no siento nada de lo que imaginé. Ni siquiera puedo recordar mi propia muerte. No puedo recordar el accidente. Lo único que recuerdo son aquellas dos manitas… a aquella niña a la que intentaba salvar, ¿entiende? Yo trataba de tirar de ella para que se quitara de allí y creo que le agarré de las manos, pero fue entonces cuando…
La mujer se encogió de hombros.
– ¿Moriste? -dijo la anciana sonriendo-. ¿Te fuiste? ¿Desapareciste? ¿Te encontraste con el Hacedor?
– Morí -dijo él soltando el aire-. Y eso es lo único que recuerdo. Luego usted, los otros, todo esto. ¿No se suponía que tendría paz cuando muriera?
– Tienes paz -dijo la anciana- cuando la tienes contigo mismo.
– No -dijo Eddie negando con la cabeza-. No, no es así. -Pensó en hablarle del nerviosismo que había sentido todos los días desde la guerra, de los malos sueños, de la incapacidad para interesarse realmente por algo, de las veces que había ido solo a los muelles y había visto a los peces dentro de las grandes redes de cuerda, sintiéndose inquieto porque se veía a sí mismo en aquellas indefensas criaturas, atrapado y sin posibilidad de escape.
No le contó eso a la mujer. Se limitó a decir:
– No quiero ofenderla, señora, pero ni siquiera sé quién es usted.
– Pues yo sí te conozco a ti -dijo ella.
Eddie lanzó un suspiro.
– ¿Sí? ¿Y cómo es eso?
– Bien -dijo ella-, si tienes un momento.
Entonces ella se sentó, aunque no había nada en lo que sentarse. Se limitó a quedarse sentada en el aire, cruzó las piernas, como una dama, manteniendo la columna vertebral recta. La falda larga se plegaba pulcramente a su alrededor. Soplaba una brisa, y Eddie percibió el suave aroma de su perfume.
– Como mencioné, una vez estuve trabajando. Mi trabajo consistía en servir comida en un local que se llamaba La Parrilla del Caballito de Mar. Estaba cerca del océano donde tú te criaste. Quizá lo recuerdes.
Hizo un gesto con la cabeza hacia el restaurante, y Eddie lo recordó todo. Claro. Aquel sitio. Solía desayunar allí. Un local grasiento, se decía. Lo derribaron años atrás.
– ¿Usted? -dijo Eddie casi riendo-. ¿Era usted camarera en El Caballito de Mar?
– Así es -dijo ella con orgullo-. Servía a los trabajadores del puerto su café y a los estibadores bollos y beicon.
»En aquellos años yo era una chica atractiva, debería añadir. Rechacé muchas proposiciones. Mis hermanas me regañaban. "¿Quién eres tú para elegir tanto? -decían-. Consigue un hombre antes de que sea demasiado tarde."
«Entonces, una mañana, el caballero de aspecto más distinguido que yo había visto en mi vida cruzó la puerta. Llevaba un traje a rayas y un sombrero hongo. Tenía el pelo oscuro cuidadosamente cortado y su bigote ocultaba una sonrisa constante. Asintió con la cabeza cuando le serví y traté de no mirarle. Pero cuando habló con su colega, oí su risa intensa, confiada. Le pillé dos veces mirando en mi dirección. Cuando pagó su cuenta, me dijo que se llamaba Emile y preguntó si me podía llamar. Comprendí, justo entonces, que mis hermanas ya no tendrían que decirme que tomara una decisión.
»Nuestro noviazgo fue maravilloso, pues Emile era un hombre de posibles. Me llevó a sitios en los que yo nunca había estado, me compró ropa que yo nunca había imaginado tener algún día, me invitó a comer cosas que nunca había probado en mi vida de pobre. Emile se había hecho rico rápidamente, debido a inversiones en madera y acero. Era derrochador, le gustaba correr riesgos y no tenía límites cuando se le ocurría una idea. Supongo que por eso le atrajo una chica pobre como yo. Aborrecía a los que habían nacido ricos y le gustaba hacer cosas que la "gente sofisticada" nunca haría.
»Una de esas cosas era frecuentar los locales de la costa. Le gustaban las atracciones, las comidas sabrosas, los gitanos, los adivinos, los que calculaban tu peso y las buceadoras. A los dos nos encantaba el mar. Un día, mientras estábamos sentados en la arena, con las olas rompiendo suavemente a nuestros pies, me pidió que me casara con él.
»Yo no cabía en mí de alegría. Le dije que sí y oímos los sonidos de niños que jugaban en el océano. Emile se lanzó una vez más y juró que pronto construiría un parque de atracciones sólo para mí, para que quedara constancia de aquel momento…, para que permaneciéramos jóvenes siempre.
La anciana sonrió.
– Emile mantuvo su promesa. Unos años después hizo un trato con la compañía de ferrocarriles, que andaba buscando el modo de aumentar el número de viajeros los fines de semana. Por eso se construyeron la mayoría de los parques de atracciones, ¿sabes?
Eddie asintió con la cabeza. Lo sabía. La mayoría de la gente no. La mayoría creía que los parques de atracciones los habían construido duendes con bastones de caramelo. En realidad, sólo eran negocios de las compañías de ferrocarriles, que los levantaron en las últimas paradas de sus trayectos para que los pasajeros que utilizaban los trenes entre semana tuvieran un motivo para usarlos también los fines de semana. «¿Sabes dónde trabajo yo? -solía decir Eddie-. Al final del trayecto. Ahí es donde trabajo.»
– Emile -continuó la anciana- construyó el sitio más maravilloso, un malecón enorme con madera y acero de su propiedad. Luego vinieron las mágicas atracciones: regatas y paseos a caballo y viajes en barco y en trenecitos. Había un carrusel importado de Francia y una noria de una de las exposiciones internacionales de Alemania. Había torres y cúpulas y millares de luces incandescentes. Brillaba tanto de noche que el parque se podía ver desde la cubierta de un barco en el océano.
»Emile contrató a cientos de trabajadores, trabajadores del lugar, trabajadores de las ferias y trabajadores extranjeros. Trajo animales, acróbatas y payasos. La entrada fue lo último que se terminó, y era grande de verdad. Todo el mundo lo decía. Cuando estuvo terminada, me llevó allí con los ojos tapados con una venda. Cuando me la quitó, lo vi.
La anciana se alejó un poco de Eddie. Le miró con curiosidad, como si estuviera decepcionada.
– ¿La entrada? -dijo-. ¿No la recuerdas? ¿Nunca te preguntaste por su nombre? ¿El del sitio donde trabajabas? ¿Donde trabajaba tu padre?
Se tocó el pecho suavemente con los dedos cubiertos con guantes blancos. Luego se inclinó, como si se presentara de un modo formal.
– Yo -dijo- soy Ruby.
Tiene treinta y tres años. Se despierta sobresaltado, jadeante. Tiene el pelo espeso, negro y empapado de sudor. Parpadea repetida- mente en la oscuridad, tratando desesperado de verse el brazo, los nudillos, cualquier cosa que le indique que está aquí, en el apartamento de encima de la panadería, y no de vuelta a la guerra, en la aldea en llamas. Aquel sueño. ¿Nunca pararía?
Sólo son las cuatro de la mañana. Inútil volver a dormirse. Espera hasta que recupera el resuello, luego se levanta lentamente de la cama, tratando de no despertar a su mujer. Pone primero la pierna derecha en el suelo, siguiendo la costumbre, para evitar la irremediable rigidez de la izquierda. Eddie empieza cada mañana del mismo modo. Un paso y luego cojear.
En el cuarto de baño, se mira los ojos inyectados en sangre y se echa agua a la cara. Siempre es el mismo sueño: él andando entre las llamas en Filipinas en su última noche de guerra. Las cabañas de la aldea están envueltas en llamas y hay un sonido agudo constante. Algo invisible golpea sus piernas y él trata de aplastarlo, pero falla, y luego intenta aplastarlo otra vez y vuelve a fallar. Las llamas se hacen más intensas, rugiendo como un motor, y entonces aparece Smitty gritándole: «¡Vamos!¡Vamos!». Él intenta hablar, pero cuando abre la boca, un sonido agudo sale de su garganta. Entonces algo le agarra por las piernas y tira de él desde debajo del barro del suelo.
Y en ese momento se despierta. Sudando. Jadeando. Siempre lo mismo. Lo peor no es el insomnio. Lo peor es la oscuridad en que le deja el sueño, una película gris que nubla el día; incluso sus momentos felices quedan recluidos en una especie de agujeros hechos en una dura capa de hielo.
Se viste rápidamente y baja por la escalera. El taxi está aparcado junto a la esquina, el lugar habitual, y Eddie limpia la humedad del parabrisas. Nunca le habla a Marguerite de esa oscuridad. Ella le acaricia el pelo y le dice: «¿Qué pasa?». Y él contesta: «Nada, tengo palpitaciones», ya está. ¿Cómo puede explicarle tanta tristeza cuando ella cree que le hace feliz? La verdad es que no se lo puede explicar ni a sí mismo. Lo único que sabe es que apareció algo delante de él, interrumpiendo su camino, que le hizo renunciar a las cosas, renunciar a estudiar ingeniería y renunciar a la idea de viajar. Está sentado sobre su vida. Y allí permanece.
Esta noche, cuando Eddie regresa del trabajo, aparca el taxi en la esquina. Sube lentamente por la escalera. De su apartamento llega música, una canción conocida:
You made me love you
I didn't want to do it,
I didn't want to do it…
Hiciste que te amara.
Yo no quería amar,
yo no quería amar…
Abre la puerta y ve la tarta encima de la mesa y una bolsita atada con una cinta.
– ¿Cariño? -grita Marguerite desde el dormitorio-. ¿Eres tú?
Él levanta la bolsa blanca. Caramelo quemado. Del parque de atracciones.
– Cumpleaños feliz… -Marguerite sale cantando con su suave y dulce voz. Está guapa, lleva el vestido estampado que le gusta a Eddie; se ha peinado y pintado con esmero. Él nota que necesita respirar, siente que no merece ese momento. Lucha contra la oscuridad de su interior. «Déjame en paz -le grita a esa oscuridad-. Déjame sentir como debería sentir.»
Marguerite termina la canción y le besa en los labios.
– ¿Quieres reñirme por el caramelo quemado?-susurra.
Él va a besarla otra vez. Alguien llama a la puerta.
– ¡Eddie! ¿Estás ahí? ¿Eddie?
El señor Nathanson, el panadero, vive en el apartamento de la planta baja, detrás de la panadería. Tiene teléfono. Cuando Eddie abre la puerta, está parado en el umbral. Lleva bata. Parece preocupado.
– Eddie -dice-, baja. Te llaman por teléfono. Creo que le ha pasado algo a tu padre.
– Yo soy Ruby.
De repente Eddie entendió por qué la mujer le parecía conocida. Había visto una fotografía suya en algún sitio del fondo del taller de mantenimiento, entre los viejos manuales y documentos del dueño original del parque.
– La antigua entrada… -dijo Eddie.
Ella asintió con satisfacción. La entrada original al Ruby Pier había sido una especie de hito, una arcada gigante inspirada en un templo histórico francés, con columnas acanaladas y una cúpula abovedada en lo más alto. Justo debajo de esa cúpula, bajo la que debían pasar todos los que entraran, estaba pintada la cara de una hermosa mujer. Aquella mujer. Ruby.
– Pero desapareció hace mucho tiempo -dijo Eddie-. Hubo un gran…
Hizo una pausa.
– Incendio -dijo la anciana-. Sí, un incendio muy grande. -Hundió la barbilla, y miró hacia abajo detrás de las gafas, como si estuviera leyendo algo de su regazo.
»Fue el día de la Independencia, el 4 de Julio, un día de fiesta. A Emile le encantaban las fiestas. "Son buenas para el negocio", decía. Si el día de la Independencia iba bien, todo el verano iría bien. De modo que Emile organizó unos fuegos artificiales y contrató a una banda de música e, incluso, a trabajadores extra, por lo general peones, para aquel fin de semana.
»Pero pasó algo la noche anterior a la fiesta. Hacía mucho calor, incluso después de ponerse el sol, y algunos de los peones decidieron dormir fuera, detrás de los almacenes. Encendieron fuego en un barril metálico para calentarse la comida.
»Según avanzaba la noche, hubo bebida y juerga. Los trabajadores cogieron algunos de los cohetes más pequeños y los encendieron. Soplaba viento. Las chispas se dispersaron. En aquella época todo estaba hecho de madera y alquitrán…
Meneó la cabeza.
– Lo demás pasó rápidamente. El fuego se extendió por la avenida central hasta los puestos de comida y las jaulas de los animales. Los peones escaparon corriendo. En ese momento vino alguien a nuestra casa a despertarnos. El Ruby Pier estaba en llamas. Desde nuestra ventana vimos el horrible resplandor naranja. Oímos los cascos de los caballos y los vehículos a vapor de la brigada de incendios. La gente estaba en la calle.
»Supliqué a Emile que no saliera, pero fue inútil. Claro que iría. Se acercó al furioso fuego y trató de salvar sus años de trabajo. Estaba dominado por la ira y el miedo, y cuando se incendió la entrada, la entrada con mi nombre y mi retrato, perdió toda sensación de dónde estaba. Estaba tratando de apagarla con cubos de agua cuando le cayó encima una columna.
La anciana unió los dedos y se los llevó a los labios.
– En el curso de una noche nuestras vidas cambiaron para siempre. Como siempre corría riesgos, Emile había asegurado el parque por el mínimo. Perdió su fortuna. El regalo espléndido que me había hecho.
»Desesperado, vendió los restos abrasados a un hombre de Pensilvania por menos de lo que valían. Aquel hombre mantuvo el nombre del parque, Ruby Pier, y con el tiempo volvió a abrirlo. Pero ya no era nuestro.
»El ánimo de Emile quedó tan destrozado como su cuerpo. Tardó tres años en volver a andar solo. Nos trasladamos a un sitio de fuera de la ciudad, un apartamento pequeño, donde vivimos modestamente, yo atendiendo a mi lisiado marido y alimentando un deseo.
Se interrumpió.
– ¿Qué deseo? -dijo Eddie.
– Que él nunca hubiera construido aquel sitio.
La anciana siguió sentada en silencio. Eddie examinó el inmenso cielo de color jade. Pensó en las veces que él había deseado lo mismo, que el que había construido el Ruby Pier hubiese hecho otra cosa con su dinero.
– Siento lo de su marido -dijo Eddie, más que nada porque no sabía qué otra cosa decir.
La anciana sonrió.
– Gracias, querido. Pero vivimos muchos años más después de aquel incendio. Criamos tres hijos. Emile estaba enfermo, entraba y salía del hospital. Me dejó viuda cuando yo tenía poco más de cincuenta años. ¿Ves esta cara, estas arrugas? -Alzó el rostro.- Me las gané, una a una.
Eddie frunció el ceño.
– No entiendo. Nosotros, ¿no nos vimos nunca? ¿Nunca fue usted por el parque?
– No -dijo ella-. Nunca quise volver a verlo. Mis hijos sí fueron, y sus hijos y los hijos de sus hijos. Pero yo no. Mi idea del cielo estaba muy lejos del océano, estaba en aquel restaurante con tanto público, cuando mi vida era sencilla, cuando Emile era mi novio.
Eddie se frotó las sienes. Cuando respiraba, soltaba vapor.
– Entonces ¿por qué estoy yo aquí? -dijo-. Me refiero a su historia, el incendio… Todo eso pasó antes de que yo naciera.
– Las cosas que pasan antes de que uno nazca también tienen importancia en nuestras vidas -dijo ella-, al igual que las personas que viven antes que nosotros.
»Todos los días pasamos por sitios que nunca habrían existido si no fuera por los que vivieron antes que nosotros. Los sitios donde trabajamos, en los que pasamos tanto tiempo… muchas veces pensamos que empezaron cuando llegamos nosotros. Y eso no es cierto.
Unió y separó las yemas de los dedos.
– De no haber nacido Emile, yo no habría tenido marido. Si no hubiera sido por nuestro matrimonio, nunca habría existido el parque. Si no hubiera existido el parque, tú no habrías terminado trabajando allí.
Eddie se rascó la cabeza.
– Entonces, ¿usted está aquí para hablarme del trabajo?
– No, querido -respondió Ruby con voz más débil-. Estoy aquí para decirte por qué murió tu padre.
La llamada de teléfono era de la madre de Eddie. Su padre había sufrido un colapso aquella tarde en el extremo este de la pasarela, cerca del Cohete Infantil. Tenía mucha fiebre.
– Eddie, estoy asustada -dijo su madre con voz temblorosa. Le contó que una noche, a principios de semana, cuando su padre había, vuelto a casa al amanecer, estaba empapado. Tenía la ropa llena de arena y había perdido un zapato. Según ella, olía a mar. Eddie pensó que también debía de oler a alcohol.
– Tosía -explicó su madre-. Empeoró. Deberíamos haber llamado al médico inmediatamente… -Hablaba de forma atropellada. Su padre había ido a trabajar aquel día, dijo, aunque estaba enfermo, con su cinturón de herramientas y su martillo mecánico, como siempre, pero aquella noche se negó a cenar y en la cama tosía y respiraba con dificultad y empapó de sudor la camiseta. Al día siguiente estaba peor. Y ahora, aquella tarde, había sufrido un colapso.
– El médico dijo que era neumonía. Yo debería de haber hecho algo. Debería de haber hecho algo.
– ¿Y qué podrías haber hecho tú? -preguntó Eddie. Le molestaba que su madre se culpara de todo cuando las únicas culpables eran las borracheras de su padre.
La oyó llorar por el teléfono.
El padre de Eddie solía decir que había pasado tantos años a orillas del océano que respiraba agua de mar. Ahora, lejos del océano, confinado en la cama de un hospital, el cuerpo empezó a consumírsele como le ocurre a un pez fuera del agua. Se produjeron complicaciones. El pecho se le congestionó. Su estado pasó de bueno a estable y de estable a grave. Los amigos pasaron de decir: «Estará en casa en un día» a «Estará en casa en una semana». En ausencia de su padre, Eddie ayudó en el parque, iba a trabajar por las tardes después de dejar el taxi. Engrasaba los raíles y comprobaba los frenos y las palancas, incluso reparó en el taller algunas piezas estropeadas de las atracciones.
Lo que en realidad hacía era conservarle el puesto de trabajo a su padre. Los propietarios agradecieron sus esfuerzos y luego le pagaron la mitad de lo que ganaba su padre. Él le dio el dinero a su madre, que iba todos los días al hospital y se quedaba a dormir allí la mayoría de las noches. Eddie y Marguerite le limpiaban el apartamento y le hacían la compra.
Cuando Eddie era adolescente, si alguna vez se quejaba o parecía aburrido con el parque, su padre le decía: «¿Qué pasa? ¿Esto no es bastante para ti?». Y antes de que Eddie fuera a la guerra, cuando hablaba de casarse con Marguerite y hacerse ingeniero, su padre dijo: «¿Qué pasa? ¿Esto no es bastante para ti?».
Y ahora, a pesar de todo eso, allí estaba, en el parque, haciendo el trabajo de su padre.
Finalmente, una noche, empujado por su madre, Eddie fue al hospital. Entró lentamente en la habitación. Su padre, que durante años se había negado a hablar con él, ahora no tenía ni fuerzas para intentarlo. Miró a su hijo con los ojos entrecerrados. Eddie, después de esforzarse por encontrar una frase que decir, hizo lo único que se le ocurrió hacer: levantó las manos y le enseñó a su padre las puntas de los dedos manchadas de grasa.
– No te preocupes, chico -le decían los demás trabajadores de mantenimiento-. Tu viejo saldrá adelante. Es el hijo de su madre más duro que hemos conocido nunca.
Los padres raramente dejan que sus hijos se vayan, de modo que los hijos les dejan. Se trasladan. Se alejan. Lo que antes les solía definir -la aprobación de su madre, el asentimiento de su padre- queda sustituido ahora por sus propios logros. Hasta mucho más tarde, cuando la piel se arruga y el corazón se debilita, los hijos no entienden; sus historias y todos sus logros se asientan sobre las historias de sus padres y madres, piedra sobre piedra, por debajo de las aguas de su vida.
Cuando le dieron la noticia de que su padre había muerto -«se fue», le dijo una enfermera, como si hubiera salido a comprar leche-, Eddie se sintió presa de una ira inútil, de ese tipo de ira que no lleva a ninguna parte. Como la mayoría de los hijos de obreros, Eddie había imaginado una muerte heroica para su padre que contrarrestara la vulgaridad de su vida. No había nada de heroico en que un borracho se quedara dormido en la playa.
Al día siguiente fue al apartamento de sus padres, entró en su dormitorio y abrió todos los cajones, como si dentro fuera a encontrar un trozo de su padre. Pasó por alto unas monedas, un alfiler de corbata, un botellín de brandy, cintas de goma, recibos de la luz, plumas y un encendedor con una sirena a un lado. Finalmente encontró un mazo de cartas. Se lo guardó en el bolsillo.
El entierro fue sencillo y breve. En las semanas que siguieron, la madre de Eddie estaba como ida. Le hablaba a su marido como si todavía estuviera allí. Le gritaba que bajara la radio. Preparaba comida para dos. Ahuecaba las almohadas de los dos lados de la cama, aunque sólo se había dormido en uno de ellos.
Una noche Eddie vio platos amontonados en el mueble de la cocina.
– Deja que te ayude -dijo.
– No, no -respondió su madre-, tu padre los lavará después.
Eddie le puso un dedo en el hombro.
– Mamá -dijo-, papá se ha ido.
– ¿Adónde se ha ido?
Al día siguiente, Eddie fue a ver a su jefe y le dijo que se despedía. Quince días después, él y Marguerite se trasladaron al edificio donde se había criado Eddie, en la avenida Beachwood, apartamento 6B, donde el pasillo era muy estrecho y desde cuya ventana de la cocina se veía el carrusel. Allí Eddie aceptó un empleo que le permitía no perder de vista a su madre, un puesto que había desempeñado verano tras verano: el de operario de mantenimiento del Ruby Pier. Eddie nunca se lo dijo a nadie -incluidas su mujer y su madre-, pero maldecía a su padre por morirse y dejarle atrapado en la vida de la que había estado tratando de escapar. Una vida que, como oía decir riéndose al viejo en su tumba, aparentemente no era lo bastante para él.
Tiene treinta y siete años. El desayuno se le está enfriando.
– ¿Ves el salero?-le pregunta Eddie a Noel.
Noel se levanta de la mesa masticando un trozo de salchicha, se inclina sobre la mesa de al lado y coge el salero.
– Ten -murmura-. Feliz cumpleaños.
Eddie sacude el salero con fuerza.
– Parece que resulta difícil que haya sal en las mesas.
– ¿Es que tú eres el encargado? -dice Noel.
Eddie se encoge de hombros. La mañana es ya cálida y la humedad sofocante. Su rutina es ésta: desayuno, una vez por semana, sábados por la mañana, antes de que el parque enloquezca. Noel tiene una tintorería y Eddie le ayudó a conseguir la contrata para la limpieza de los uniformes de mantenimiento del Ruby Pier.
– ¿Qué opinas de este tipo tan guapo? -dice Noel. Tiene un ejemplar de la revista Life abierto y le muestra la foto de un joven candidato político-. ¿Cómo puede presentarse a presidente este tipo? ¡Es un niño!
Eddie se encoge de hombros.
– Es más o menos de nuestra edad.
– ¿Bromeas? -dice Noel. Levanta una ceja-. Yo creía que para ser presidente había que ser mayor.
– Nosotros somos mayores -murmura Eddie.
Noel cierra la revista. Baja la voz.
– Oye, ¿te enteraste de lo que pasó en Brighton?
Eddie asiente con la cabeza. Da un sorbo a su café. Se ha enterado. Un parque de atracciones. Una góndola. Se rompió algo. Una madre y su hijo cayeron desde veinte metros. Se mataron.
– ¿Conoces a alguien de allí? -pregunta Noel.
Eddie se pone la lengua entre los dientes. De vez en cuando se entera de ese tipo de historias, un accidente en algún parque, y se estremece como si tuviera una avispa volando cerca de la oreja. No pasa un día que no le preocupe lo que pasa aquí, en el Ruby Park, durante sus horas de trabajo.
– No -dice-, no sé nada de Brighton.
Clava la vista en la ventana, por la que ve un grupo nutrido de bañistas que salen de la estación de tren. Llevan toallas, sombrillas y cestas de mimbre con sándwiches envueltos en papel. Algunos incluso llevan lo más nuevo: sillas plegables hechas con aluminio ligero.
Pasa un anciano con un sombrero de jipijapa, fumando un puro.
– Fíjate en ese tipo -dice Eddie-. Estoy seguro de que tirará el puro en la pasarela.
– ¿Sí?-dice Noel-. ¿Y qué?
– Si cae por entre las aberturas, puede provocar un incendio. Se huele incluso. Los productos químicos que ponen en la madera prenden enseguida. Ayer atrapé a un chico, no debía de tener más de cuatro años, iba a meterse una colilla de puro en la boca.
Noel pone cara de circunstancias.
– ¿Y?
Eddie echa balones fuera.
– Y nada. La gente debería tener más cuidado, eso es todo.
Noel se introduce el tenedor lleno de salchicha en la boca.
– Eres más alegre que unas castañuelas. ¿Siempre te diviertes tanto el día de tu cumpleaños?
Eddie no contesta. La antigua oscuridad ha ocupado un asiento a su lado. Ya está acostumbrado a ella y le hace sitio como quien hace sitio a un compañero en un autobús abarrotado.
Piensa en lo que tiene que hacer hoy: un espejo roto en la Casa de la Risa, poner parachoques nuevos en los autos de choque, cola de pegar, se recuerda, debe pedir más cola. Piensa en aquellos pobres de Brighton. Se pregunta a quién tendrán allí en mantenimiento.
– ¿A qué hora terminas hoy? -pregunta Noel.
Eddie lanza un suspiro.
– Va a haber mucho trabajo. Verano. Sábado. Ya sabes.
Noel levanta una ceja.
– Podemos ir a las carreras hacia las seis.
Eddie piensa en Marguerite. Siempre piensa en ella cuando Noel menciona las carreras de caballos.
– Venga. Es tu cumpleaños -dice su amigo.
Eddie clava el tenedor en los huevos, ahora ya demasiado fríos para molestarse por ello.
– Muy bien -dice.