– No tengas miedo -dijo el Hombre Azul levantándose lentamente de su silla-. No tengas miedo…
Su voz era tranquilizadora, pero Eddie no podía dejar de mirar. Apenas había tratado a aquel hombre. ¿Por qué lo veía ahora? Era como uno de esos rostros que se te aparecen en sueños y a la mañana siguiente dices: «Jamás adivinarías con quién he soñado esta noche».
– Sientes el cuerpo como el de un niño, ¿verdad?
Eddie asintió con la cabeza.
– Es que cuando me conociste eras un niño. Empiezas con los mismos sentimientos que tuviste.
¿Empezar qué?, pensó Eddie.
El Hombre Azul alzó la barbilla. Su piel era una sombra grotesca, un arándano grisáceo. Tenía los dedos arrugados. Salió fuera. Eddie le siguió. El parque estaba desierto. La playa estaba desierta. ¿Estaba desierto el planeta entero?
– Aclárame una cosa -dijo el Hombre Azul. Señaló una montaña rusa de madera con dos gibas del fondo. El Látigo. Fue construida en la década de 1920, antes de las ruedas de fricción inferior, lo que significaba que los coches no podían girar con mucha rapidez, a no ser que se quisiera que se saliesen de las vías-. El Látigo. ¿Todavía es la «atracción más rápida de la tierra»?
Eddie miró al viejo aparato estruendoso, que había sido desmontado hacía años. Negó con la cabeza.
– Ah -dijo el Hombre Azul-. Ya me lo imaginaba. Aquí las cosas no cambian. Y nadie mira abajo desde las nubes, me temo.
¿Aquí?, pensó Eddie.
El Hombre Azul sonrió como si hubiera oído la pregunta. Tocó a Eddie en el hombro y éste notó una oleada de calor que no había experimentado nunca antes. Sus pensamientos salían en forma de frases.
¿Cómo he muerto?
– En un accidente -dijo el Hombre Azul.
¿Cuánto llevo muerto?
– Un minuto. Una hora. Mil años.
¿Dónde estoy?
El Hombre Azul frunció la boca, luego repitió la pregunta pensativamente.
– ¿Dónde estás?
Se volvió y alzó los brazos. De pronto todas las atracciones del Ruby Pier adquirieron vida: la noria daba vueltas, los autos de choque se estrellaban unos contra otros, el Látigo iba cuesta arriba y los caballos del Carrusel Parisiense subían y bajaban en sus barras de latón al compás de la alegre música del organillo. El océano estaba frente a ellos. El cielo era de color limón.
– ¿Dónde crees tú? -preguntó el Hombre Azul-. En el cielo.
¡No! Eddie negó violentamente con la cabeza. ¡No! El Hombre Azul parecía divertido.
– ¿No? ¿Esto no puede ser el cielo? -dijo-. ¿Por qué? ¿Porque es donde te criaste tú?
Eddie articuló la palabra «sí».
– Ah. -El Hombre Azul asintió con la cabeza.- Verás. Muchas veces la gente da poca importancia al sitio donde nació. Pero el cielo se puede encontrar en los rincones más insospechados. Y el propio cielo tiene muchos niveles. Éste, para mí, es el segundo. Y para ti, el primero.
El Hombre Azul llevó a Eddie por el parque de atracciones. Pasaron por delante de puestos donde se vendían cigarros puros y de puestos de salchichas, y por los «locales de apuestas», donde los incautos perdían sus monedas de cinco y de diez centavos.
¿El cielo?, pensó Eddie. Absurdo. Había pasado la mayor parte de su vida de adulto tratando de marcharse del Ruby Pier. Era un parque de atracciones, eso es todo, un sitio para gritar y remojarse y gastarse los dólares en muñecas peponas. La idea de que fuera un lugar donde descansaban los bienaventurados superaba su imaginación.
Volvió a intentar hablar, y esta vez oyó un pequeño gruñido dentro del pecho. El Hombre Azul se volvió.
– Recuperarás la voz. Todos pasamos por lo mismo. Al principio, nada más llegar, no se puede hablar.
Sonrió.
– Eso ayuda a escuchar.
– Hay cinco personas con las que te vas a encontrar en el cielo -dijo de repente el Hombre Azul-. Cada una de ellas intervino en tu vida por algún motivo, pero a lo mejor tú no te diste cuenta de ello en su momento… y para eso existe el cielo, para entender tu vida en la tierra.
Eddie pareció confuso.
– La gente cree que el cielo es un jardín del edén, un sitio donde se flota entre nubes y no se hace nada entre ríos y montañas. Pero un paisaje sin estímulos carece de significado.
»Éste es el mayor don que te puede conceder Dios: entender lo que te pasó en la tierra. Que tenga explicación. Éste es el sitio que has andado buscando.
Eddie tosió, tratando de recuperar la voz. Se había cansado de estar en silencio.
– Yo soy la primera persona, Edward. Cuando morí, otras cinco me iluminaron la vida, y luego vine aquí a esperarte, para acompañarte mientras haces cola, para contarte mi historia, que se convierte en parte de la tuya. Habrá otras personas esperándote. A unas las conociste, a otras puede que no. Pero todas ellas se cruzaron en tu camino antes de que murieras. Y lo alteraron para siempre.
Eddie, con mucho esfuerzo, consiguió emitir un sonido que salió desde el pecho:
– ¿Qué…? -dijo finalmente.
Su voz pareció que surgía de dentro de una cáscara de huevo, como la de un polluelo.
– ¿Qué… fue…?
El Hombre Azul esperó pacientemente.
– ¿Qué… fue… lo que le mató… a usted?
El Hombre Azul pareció un poco sorprendido. Sonrió a Eddie.
– Me mataste tú -dijo.
Tiene siete años y su regalo es una nueva pelota de béisbol. La aprieta con las manos y nota una oleada de fuerza que le recorre los brazos. Imagina que él es uno de los héroes de sus cromos de jugadores, a lo mejor el gran lanzador Walter Johnson.
– Oye, lánzala-dice su hermano Joe.
Los dos corren por la avenida, pasado el puesto de tiro, donde si uno derriba tres botellas verdes gana un coco y una paja.
– Venga, Eddie -dice Joe-. Lánzala.
Eddie se detiene e imagina que está en un estadio. Lanza la pelota. Su hermano aprieta los codos y se agacha.
– ¡Demasiado fuerte! -chilla Joe.
– ¡Mi pelota! -grita Eddie-. Eres un gilipollas, Joe.
Eddie ve que la pelota va dando golpes por la pasarela y choca contra un poste de un pequeño claro de detrás de las tiendas de la casa de los monstruos. Corre detrás de ella. Joe le sigue. Se tiran al suelo.
– ¿La ves? -dice Eddie.
– No.
Un ruido fuerte les interrumpe. La puerta de una tienda se abre. Eddie y Joe levantan la vista. Ven a una mujer muy gorda y un hombre sin camisa con todo el cuerpo cubierto de pelo rojizo. Monstruos del espectáculo de monstruos.
Los niños quedan paralizados.
– Vosotros, listillos, ¿qué estáis haciendo ahí?-dice el hombre peludo haciendo una mueca-. ¿Buscáis problemas?
A Joe le tiemblan los labios. Empieza a gritar. Se levanta de un salto y se aleja corriendo, con los brazos subiendo y bajando enloquecidamente. Eddie también se levanta, y entonces ve su pelota pegada a un soporte para serrar. Mira fijamente al hombre sin camisa y avanza lentamente hacia la pelota.
– Es mía -murmura. La recoge y corre detrás de su hermano.
Oiga, señor mío -dijo Eddie con voz áspera-. Yo jamás le he matado a usted, ¿de acuerdo? Ni siquiera le conozco.
El Hombre Azul se sentó en un banco. Sonrió como si tratara que un invitado se encontrara cómodo. Eddie siguió de pie, a la defensiva.
– Deja que empiece por mi verdadero nombre -dijo el Hombre Azul-. Me bautizaron con el nombre de Joseph Corvelzchik. Soy hijo de un sastre de un pueblecito polaco. Vinimos a Estados Unidos en 1894. Yo sólo era un niño. Mi madre me subió a la barandilla del barco, y ése es mi recuerdo de infancia más antiguo, mi madre meciéndome a la brisa del nuevo mundo.
»Como la mayor parte de los inmigrantes, no teníamos dinero… Dormíamos en un colchón en la cocina de mi tío. Mi padre se vio obligado a trabajar en una fábrica donde le explotaban cosiendo botones a abrigos, y cuando yo tenía diez años, me sacó del colegio y trabajé en lo mismo que él.
Eddie miraba la cara picada de viruelas del Hombre Azul, sus labios delgados, su pecho hundido. ¿Por qué me está contando esto?, pensó.
– Yo era un niño nervioso por naturaleza, y el ruido del taller sólo contribuyó a empeorar las cosas. Además, era demasiado joven para estar allí, entre todos aquellos hombres, que sudaban y se quejaban.
»Siempre que se acercaba el capataz, mi padre me decía: "Agáchate. Que no se fije en ti". Una vez, sin embargo, tropecé y tiré una bolsa de botones, que se desparramaron por el suelo. El capataz gritó que yo era un inútil, un niño inútil, que me debía ir. Todavía veo aquel momento: a mi padre rogándole como un mendigo callejero, al capataz burlándose y limpiándose la nariz con el dorso de la mano. Yo tenía el estómago encogido de miedo. Entonces noté algo que me mojaba la pierna. Bajé la vista. El capataz señalaba mis pantalones mojados y se reía, y los demás trabajadores también se reían.
»Después de eso mi padre se negaba a hablar conmigo. Consideraba que le había avergonzado y supongo que, dentro de su mundo, eso había hecho. Pero los padres pueden echar a perder a sus hijos, y yo, en cierto modo, me eché a perder después de eso. Yo era un niño nervioso, y cuando me hice mayor, fui un joven nervioso y, lo que era aún peor, por las noches todavía mojaba la cama. Por la mañana metía a escondidas las sábanas en una palangana y las lavaba. Una mañana alcé la vista y vi a mi padre. Él había visto las sábanas mojadas, luego me miró fijamente con unos ojos que jamás olvidaré, como si quisiera romper el vínculo vital entre nosotros.
El Hombre Azul hizo una pausa. Su piel, que parecía empapada por un líquido azul, le hacía pequeños pliegues de grasa en torno al cinturón. Eddie no podía apartar la vista.
– Yo no siempre fui un monstruo, Edward -dijo-. Pero en aquel tiempo la medicina era bastante primitiva. Fui a una farmacia en busca de algo para los nervios. El dueño me dio un frasco de nitrato de plata y me dijo que lo mezclase con agua y lo tomase todas las noches. Nitrato de plata. Posteriormente se lo consideró veneno. Pero era todo lo que yo tenía, y cuando cometía errores en el trabajo, pensaba que era porque no estaba tomando suficiente nitrato. De modo que tomaba más. Me metía entre pecho y espalda dos tragos, a veces tres, y sin agua.
»La gente pronto empezó a mirarme con extrañeza. Mi piel estaba adquiriendo un color ceniciento.
»Yo estaba avergonzado y muy nervioso. Incluso llegué a tomar más nitrato de plata, hasta que la piel pasó de ser gris a ser azul, un efecto secundario del veneno.
El Hombre Azul hizo una pausa. Habló en una voz más baja.
– Me echaron de la fábrica. El capataz dijo que asustaba a los demás obreros. Sin trabajo, ¿cómo me las iba a arreglar para comer? ¿Dónde iba a vivir?
»Encontré una taberna, un sitio oscuro donde me podía ocultar bajo un sombrero y un abrigo. Una noche, un grupo de feriantes estaba al fondo. Fumaban puros. Se reían. Uno de ellos, un tipo más bien bajo con una pata de palo, no dejaba de mirarme. Finalmente se me acercó.
»Al terminar la noche, había llegado a un acuerdo con ellos para aparecer en su espectáculo. Y empezó mi vida como mercancía.
Eddie se fijó en el aspecto resignado de la cara del Hombre Azul. Muchas veces se había preguntado de dónde venían los que se exponían en el espectáculo de monstruos. Suponía que detrás de cada uno de ellos había una historia triste.
– Los de la feria me pusieron nombres, Edward. A veces yo era el Hombre Azul del Polo Norte, otras el Hombre Azul de Argelia y otras el Hombre Azul de Nueva Zelanda. Yo jamás había estado en ninguno de aquellos sitios, claro, pero me complacía que me consideraran exótico, aunque sólo fuera en un cartel escrito. El «espectáculo» era sencillo. Yo me sentaba en el escenario, medio desnudo, mientras pasaba la gente y el presentador les contaba lo patético que yo era. Por medio de eso, conseguía embolsarme unas cuantas monedas. El director dijo una vez que yo era el «mejor monstruo» de su espectáculo y, por triste que suene, aquello me enorgulleció. Cuando uno es un paria, hasta que le tiren una piedra puede ser bien recibido.
»Un invierno vine a este parque de atracciones. El Ruby Pier. Estaban montando un espectáculo que se llamaba Los Hombres Extraños. Me gustó la idea de estar en un sitio fijo y escapar de los traqueteos de las carretas de caballos y de la vida en un espectáculo ambulante.
»Este sitio se convirtió en mi casa. Vivía en la habitación de encima de una tienda de salchichas. Por las noches jugaba a las cartas con otros que trabajaban en el espectáculo, con los hojalateros y, a veces, hasta con tu padre. Por la mañana llevaba camisas de manga larga y me envolvía la cabeza con una toalla, así podía pasear por esta playa sin asustar a la gente. Puede que no parezca mucho, pero para mí era una libertad que había conocido raramente.
Se interrumpió. Miró a Eddie.
– ¿Entiendes por qué estamos aquí? Éste no es tu cielo. Es el mío.
Considérese una historia vista desde dos ángulos diferentes.
Por una parte, un lluvioso domingo de julio, a finales de la década de 1920. Eddie y sus amigos se están lanzando una pelota de béisbol que a Eddie le regalaron por su cumpleaños casi un año antes. En un momento dado la pelota pasa volando por encima de la cabeza de Eddie y alcanza la calle. Él, que lleva unos pantalones rojos y un gorro de lana, sale corriendo tras ella y se encuentra con que viene un automóvil, un Ford A. El coche chirría, vira y casi le atropella. Eddie tiembla, respira con dificultad, recoge la pelota y corre de vuelta con sus amigos. El partido termina enseguida y los niños corren al salón de juegos a jugar con el Buscador del Erie, que tiene un mecanismo en forma de garra que agarra pequeños juguetes.
Ahora considérese la misma historia desde un ángulo distinto. Un hombre está al volante de un Ford A, que ha pedido prestado a un amigo para hacer prácticas de conducción. La calzada está mojada por la lluvia de la mañana. De pronto, una pelota de béisbol bota atravesando la calle y un niño sale corriendo detrás de ella. El conductor pisa a fondo el freno y se agarra al volante. El coche patina, los neumáticos chirrían.
El hombre se las arregla para recuperar el control y el Ford A sigue su marcha. El chico ha desaparecido del espejo retrovisor, pero el hombre todavía se siente alterado; piensa en lo cerca que ha estado de una tragedia. La descarga de adrenalina ha obligado a su corazón a funcionar muy deprisa, pero ese corazón no es fuerte y el esfuerzo lo agota. Entonces el hombre siente un mareo y la cabeza le cae momentáneamente hacia delante. Su automóvil casi choca con otro. El segundo conductor toca la bocina, el hombre gira el volante y vuelve a virar pisando el pedal del freno. Patina por una avenida y luego dobla por una calleja. Su vehículo rueda hasta que choca contra la parte de atrás de un camión aparcado. Hay un pequeño sonido de choque. Los faros se hacen añicos. El impacto impulsa al hombre contra el volante. La frente le sangra. Se baja del Modelo A, comprueba los daños, luego se derrumba en el pavimento mojado. El brazo le duele. Siente una opresión en el pecho. Es un domingo por la mañana. La calleja está desierta. Se queda allí, sin que nadie se fije en él, caído junto al costado del coche. La sangre ya no fluye desde sus arterias coronarias al corazón. Pasa una hora. Le encuentra un policía. Un reconocimiento médico determina que está muerto. El motivo de la muerte se registra como «ataque al corazón». No hay parientes conocidos.
He aquí una historia vista desde dos ángulos diferentes. Es el mismo día, el mismo momento, pero desde uno de los ángulos la historia termina felizmente, en un salón de juegos, con el niño de los pantalones rojos metiendo monedas en el Buscador del Erie; y desde el otro ángulo termina mal, en el depósito de cadáveres de una ciudad, donde uno de los empleados llama a otro y los dos se extrañan de la piel azul del que acaban de traer.
– ¿Lo ves? -susurró el Hombre Azul después de terminar la historia desde su punto de vista-. ¿Niño?
Eddie sintió un escalofrío.
– No puede ser -susurró.
Tiene ocho años. Está sentado en el borde de un sofá a cuadros, con los brazos cruzados, enfadado. Tiene a su madre a los pies, atándole los cordones de los zapatos. Su padre está ante el espejo arreglándose la corbata.
– No quiero ir -dice Eddie.
– Ya lo sé -dice su madre, sin levantar la vista-, pero tenemos que ir. A veces uno tiene que hacer cosas cuando pasan cosas tristes.
– Pero es mi cumpleaños.
Eddie mira enfurruñado desde el otro lado de la habitación la grúa montada en el rincón; está hecha con vigas metálicas de juguete y tres pequeñas ruedas de goma. Eddie había estado haciendo un camión. Es bueno montando cosas. Había esperado enseñárselo a sus amigos en la fiesta de su cumpleaños. En lugar de eso, tienen que ir a un sitio y vestirse de punta en blanco. Eso no está nada bien, piensa.
Su hermano Joe, vestido con pantalones de lana y una pajarita, entra con un guante de béisbol en la mano izquierda. Le da un golpe. Se burla de Eddie.
– Ésos eran mis zapatos viejos -dice Joe-. Los nuevos que tengo son mejores.
Eddie arruga el ceño. Aborrece tener que ponerse las cosas viejas de Joe.
– Deja de quejarte -dice su madre.
– Me hacen daño -protesta Eddie.
– ¡Ya está bien! -grita su padre. Atraviesa a Eddie con la mirada. Eddie se calla.
En el cementerio, Eddie apenas reconoce a los del parque de atracciones. Los hombres que normalmente visten lamé dorado y turbantes rojos, ahora llevan trajes negros, como su padre. Parece que todas las mujeres llevan el mismo vestido negro; algunas se tapan la cara con velos.
Eddie mira a un hombre que echa tierra con una pala en un agujero. El hombre dice algo sobre unas cenizas. Eddie se agarra a la mano de su madre y bizquea mirando el sol. Debería estar triste, lo sabe, pero en secreto está contando números, a partir del uno; espera que cuando llegue a mil volverá el día de su cumpleaños.