Eddie parpadeó y se vio en una pequeña habitación redonda. Las montañas habían desaparecido y lo mismo el cielo de color jade. Un techo bajo de yeso casi le tocaba la cabeza. La habitación era marrón -tan sencilla como papel de embalar- y estaba vacía., a excepción de un taburete de madera y un espejo oval que colgaba de la pared.
Eddie se colocó delante del espejo. No vio su reflejo, sólo la habitación al revés, una habitación que se amplió repentinamente para incluir una hilera de puertas. Eddie se dio la vuelta.
Luego tosió.
El sonido le sobresaltó, como si procediera de otra persona. Volvió a toser; una tos dura, cavernosa, como si hubiera cosas dentro de su pecho que necesitaran un arreglo.
«¿Cuándo empezó esto?», pensó Eddie. Se tocó la piel, que había envejecido desde que estuvo con Ruby. Ahora se notaba más delgado y más seco. La parte central de su cuerpo, que cuando estuvo con el capitán había notado tensa como una goma estirada, estaba flácida y con michelines; los colgajos de la edad.
«Todavía hay dos personas que debes conocer», había dicho Ruby. ¿Y luego qué? Le dolía sordamente la espalda. Su pierna mala se estaba poniendo más tiesa. Se dio cuenta de lo que estaba pasando, de lo que pasaba en cada nuevo nivel del cielo. Se estaba descomponiendo.
Se acercó a una de las puertas y la empujó para abrirla. De pronto estaba en el patio de una casa que nunca había visto, en un lugar que no reconocía, en medio de lo que parecía una boda. Los invitados, que llevaban platos de plata, llenaban el césped. En un extremo había una arcada cubierta de flores rojas y ramas de abedul, y en el otro, cerca de Eddie, estaba la puerta que había franqueado. La novia, joven y guapa, se encontraba en el centro del grupo, quitándose una horquilla de su pelo de color mantequilla. El novio era desgarbado. Llevaba un chaqué negro y blandía una espada, en cuya empuñadura había un anillo. La bajó hasta que estuvo al alcance de la novia y los invitados gritaron de alegría cuando ella lo cogió. Eddie oyó sus voces, pero el idioma era desconocido. ¿Alemán? ¿Sueco?
Volvió a toser. Los del grupo alzaron la vista. Todos parecían sonreír, y las sonrisas asustaron a Eddie. Reculó rápidamente y salió por la puerta por la que había entrado, pensando que volvería a la habitación redonda. Pero en lugar de eso, se encontró en medio de otra boda, esta vez bajo techo, en un amplio salón donde la gente parecía española y la novia llevaba flores de azahar en el pelo. Bailaba con una pareja tras otra, y cada invitado le entregaba un saquito de monedas.
Eddie volvió a toser -no lo pudo evitar-, y cuando varios de los invitados alzaron la vista, salió por la puerta y se encontró en una boda diferente, que a Eddie le pareció africana. En ella, los familiares vertían vino por el suelo y la pareja de novios se cogía de la mano y saltaba por encima de una escoba. Después de salir nuevamente por la puerta, se vio en medio de una boda china, donde se encendían petardos ante los asistentes que gritaban encantados. Luego otra puerta le permitió asistir a otra boda, ¿francesa quizá?, donde los novios bebían juntos de una taza con dos asas.
«¿Cuánto va a durar esto?», pensó Eddie. En ninguna boda había señales de cómo había llegado la gente; ni coches, ni autobuses, ni carretas, ni caballos. No parecía que se planteara la cuestión de la marcha. Los invitados se apiñaban y Eddie se integraba como si fuera uno de ellos; le sonreían pero no le hablaban, algo muy parecido a lo que pasaba en las bodas a las que había asistido en la tierra. Prefería que fuera así. Las bodas, pensaba Eddie, estaban llenas de excesivos momentos embarazosos, como cuando a las parejas les piden que se unan al baile o ayuden a subir a la novia a una silla. Su pierna mala parecía que le brillaba en aquellos momentos, y tenía la impresión de que la gente la podía ver desde el otro lado de la habitación.
Debido a eso, Eddie evitaba la mayoría de las bodas, y cuando iba, por lo general se quedaba en el aparcamiento fumando un pitillo, dejando pasar las horas. En cualquier caso, durante mucho tiempo no tuvo bodas a las que asistir. Sólo en los años finales de su vida, cuando algunos de sus compañeros jóvenes del parque se casaban, se encontraba sacando el descolorido traje del armario y poniéndose la camisa de cuello duro que le apretaba. Por entonces, los huesos fracturados de su pierna estaban deformes. La artritis afectaba a su rodilla. Cojeaba mucho y por eso se le permitía no participar ni en los bailes ni en la operación de encender las velas. Le consideraban un «viejo» solitario, independiente, y nadie esperaba de él mucho más, aparte de que sonriera cuando el fotógrafo se acercara a la mesa.
Aquí, ahora, con su uniforme de operario de mantenimiento, se trasladaba de una boda a otra, de un idioma, una tarta y un tipo de música a otro idioma, otra tarta y otro tipo de música. La uniformidad no sorprendía a Eddie. Pensó que una boda aquí no tenía por qué ser muy diferente de una boda allí. Lo que no entendía era qué tenía que ver aquello con él.
Cruzó el umbral una vez más y se encontró en lo que parecía ser un pueblecito italiano. Había viñedos en las laderas y granjas de piedra travertina. Muchos de los hombres tenían el pelo espeso y oscuro peinado hacia atrás y recién mojado. Las mujeres tenían ojos oscuros y rasgos marcados. Eddie encontró sitio junto a una pared, y observó a la novia y al novio que cortaban un tronco por la mitad con una sierra de doble mango. Sonaba música -flautistas, violinistas y guitarristas-, y los invitados empezaron a bailar la tarantela a un ritmo enloquecido, girando sin parar. Eddie dio unos pasos atrás. Su mirada se perdió en la multitud.
Una dama de la novia, con un vestido largo de color lavanda y un elegante sombrero de paja, se movía entre los invitados con una cesta de almendras garrapiñadas. Desde lejos, parecía tener veintipocos años.
– Per l'amaro e il dolce? -decía ofreciendo las almendras-. Per l'amaro e il dolce? Per l'amaro e il dolce?
Ante el sonido de su voz, el cuerpo entero de Eddie se sobresaltó. Empezó a sudar. Algo le decía que corriese, pero otra cosa le clavaba los pies al suelo. Ella se le acercaba. Sus ojos le encontraron desde debajo del ala de su sombrero, que estaba coronado con flores de papel.
– Per l'amaro e ti dolce? -dijo sonriendo y le ofreció las almendras-. ¿Para lo amargo y lo dulce?
Un mechón de pelo negro le caía sobre un ojo. Eddie sintió que el pecho le estallaba. Le costó separar sus labios y el sonido de su voz tardó en salir del fondo de su garganta, pero finalmente logró pronunciar la primera letra del único nombre que alguna vez le había hecho sentir aquello. Cayó de rodillas.
– Marguerite… -susurró.
– Para lo amargo y lo dulce -dijo ella.
Eddie y su hermano están sentados dentro del taller de mantenimiento.
– Éste -dice orgullosamente Joe, con una taladradora en la mano- es el último modelo.
Joe lleva una chaqueta sport a cuadros y zapatos blancos y negros. Eddie piensa que su hermano tiene un aspecto demasiado fino -y fino significa falso-, pero ahora Joe es un vendedor de una empresa de herramientas y Eddie lleva años con la misma ropa, de modo que quién sabe.
– Sí, señor -dice Joe-, y fíjate en esto. Funciona con esta pila.
Eddie sujeta la pila entre los dedos, una cosa pequeña que se llama níquel cadmio. Difícil de creer.
– Ponla en marcha-dice Joe tendiéndole la taladradora.
Eddie aprieta el gatillo. Empieza a hacer ruido.
– Está bien, ¿eh?-grita Joe.
Aquella mañana Joe le ha dicho a Eddie su nuevo sueldo. Era tres veces lo que él ganaba. Luego Joe felicitó a Eddie por su ascenso: jefe de mantenimiento del Ruby Pier, el antiguo cargo de su padre. Eddie hubiera querido responder: «Si es tan estupendo, ¿por qué no lo coges tú, y yo me quedo con el tuyo?». Pero no lo hizo. Eddie nunca decía nada que sintiera tan profundamente.
– Hooolaaa. ¿Hay alguien?
Marguerite está en la puerta, con un rollo de entradas de color naranja en la mano. La mirada de Eddie se dirige, como siempre, al rostro de ella, su piel aceitunada, sus oscuros ojos de color café. Este verano ella trabaja en la taquilla y lleva el uniforme oficial del Ruby Pier: camisa blanca, chaleco rojo, pantalones negros, una boina roja y su nombre en una plaquita colocada por debajo de la clavícula. Verla vestida así le molesta, en especial delante de su hermano, el triunfador.
– Enséñale la taladradora -dice Joe, y volviéndose hacia Marguerite añade-: Funciona con pilas.
Eddie la aprieta. Marguerite se tapa los oídos.
– Hace más ruido que tus ronquidos -dice.
– ¡Vaya! -grita Joe riendo-. ¡Vaya!¡Te tiene calado!
Eddie baja la vista avergonzado, luego ve que su mujer sonríe.
– ¿Puedes salir un momento? -le dice.
Eddie le muestra la taladradora.
– Tengo trabajo aquí.
– Sólo un momento, ¿vale?
Eddie se levanta lentamente y la sigue afuera. El sol le da en la cara.
– ¡Cumpleaños feeeliz, señor Eddie!-exclama un grupo de niños al unísono.
– Bien, lo tendré -dice Eddie.
Marguerite grita:
– Muy bien, niños, ¡a poner las velas en la tarta!
Los niños corren a una tarta de crema que está encima de una mesa plegable cercana. Marguerite se inclina hacia Eddie y susurra:
– Les prometí que apagarías las treinta y ocho de una vez.
Eddie se suena. Ve cómo su esposa organiza el grupo. Como siempre, le encanta ver con qué facilidad Marguerite conecta con los niños y le entristece su incapacidad para tenerlos. Un médico dijo que era demasiado nerviosa. Otro dijo que había esperado demasiado, que debería haberlos tenido a los veinticinco años. Con el tiempo, se quedaron sin dinero para médicos. Eso era lo que había.
Marguerite llevaba casi un año hablando de adoptar uno. Fue a la biblioteca. Trajo documentos a casa. Eddie dijo que ya eran demasiado mayores.
– ¿Qué es ser demasiado mayor para un niño? -contestó ella.
Eddie dijo que pensaría en ello.
– Muy bien -gritó ella al lado de la tarta-. ¡Venga, señor Eddie! ¡Apágalas! Oh, espera, espera… -Buscó en su bolso y sacó una cámara de fotos, un artefacto complicado con varillas, lengüetas y un flash.
– Charlene me la ha prestado. Es una Polaroid.
Marguerite encuadra la foto, Eddie junto a la tarta y los niños apretujándose en torno a él, admirando las treinta y ocho llamitas. Un niño da un golpecito a Eddie y dice:
– Apáguelas todas, ¿vale?
Eddie mira hacia abajo. El azúcar glaseado tiene incontables señales de manitas.
– Lo haré -dice mirando a su mujer.
Eddie miró fijamente a la joven Marguerite.
– No eres tú -dijo.
Ella dejó la cesta con almendras. Sonrió tristemente. Los invitados seguían bailando la tarantela a sus espaldas, mientras el sol se apagaba detrás de un jirón de nubes blancas.
– No eres tú -dijo Eddie, otra vez.
Los que bailaban gritaron alegres algo a coro.
Tocaban panderetas.
Ella le ofreció la mano. Eddie estiró la suya instintivamente, como si fuera a coger un objeto que había caído. Cuando sus dedos se encontraron, experimentó una sensación desconocida, como si sobre su propia carne se formara carne, suave, cálida y que casi le hacía cosquillas. Ella se arrodilló junto a él.
– No eres tú -dijo Eddie.
– Soy yo -susurró ella.
– No eres tú, no eres tú, no eres tú -murmuró Eddie, mientras dejaba caer la cabeza sobre el hombro de ella y, por primera vez desde su muerte, empezó a llorar.
Se habían casado un día de Nochebuena en el segundo piso de un restaurante chino mal iluminado que se llamaba Sammy Hong's. El dueño, Sammy, aceptó alquilarlo por aquella noche, ya que imaginó que tendría pocos clientes. Eddie gastó el dinero que le quedaba del ejército en la fiesta -pollo asado y verduras chinas, vino de oporto y un hombre con un acordeón-. Las sillas de la ceremonia se necesitaban para la cena, de modo que, una vez que se hicieron las promesas, los camareros pidieron a los invitados que se levantaran para llevar las sillas a las mesas del piso de abajo. El acordeonista se sentó en un taburete. Años más tarde, Marguerite haría bromas sobre que lo único que faltaba en su boda «fueron los cartones del bingo».
Cuando terminaron de cenar y recibieron algunos pequeños regalos, brindaron por última vez y el acordeonista guardó su instrumento. Eddie y Marguerite salieron por la puerta principal. Llovía ligeramente, una lluvia gélida, pero el novio y la novia fueron andando solos a casa, pues estaba a unas pocas manzanas de distancia. Marguerite llevaba su vestido de novia debajo de un grueso jersey rosa. Eddie vestía un traje blanco y una camisa que le apretaba el cuello. Iban cogidos de la mano. Avanzaron entre charcos de luces de la calle. A su alrededor todo parecía absolutamente callado.
La gente dice que «encuentra» el amor, como si fuera un objeto escondido bajo una piedra. Pero el amor adopta muchas formas y nunca es igual para todos los hombres y mujeres. Lo que la gente encuentra es un determinado amor. Y Eddie encontró un determinado amor con Marguerite, un amor agradecido, un amor profundo pero sosegado, un amor que él sabía que, por encima de todo, era irreemplazable. Una vez que ella se hubo ido, dejó que fueran pasando los días, él dejó que su corazón durmiera.
Ahora ella estaba aquí de nuevo, tan joven como el día que se casaron.
– Ven a pasear conmigo -dijo ella.
Eddie intentó levantarse, pero su rodilla mala le falló. Ella le levantó sin esfuerzo.
– Tu pierna -dijo mirando la cicatriz con una tierna familiaridad. Luego alzó la vista y le tocó los mechones de pelo de encima de las orejas.
– Es blanco -dijo sonriendo.
Eddie no conseguía mover la lengua. No podía hacer mucho más que mirar. Ella era exactamente como la recordaba; más guapa, en realidad, pues sus recuerdos finales de ella habían sido los de una mujer mayor que sufría. Se puso a su lado, callado, hasta que los ojos de ella se estrecharon y los labios se le fruncieron traviesamente.
– Eddie. -Casi se reía.- ¿Has olvidado tan rápido cómo era?
Eddie tragó saliva.
– Eso nunca lo olvidé.
Ella le tocó la cara levemente y a él se le extendió el calor por el cuerpo. Marguerite hizo un gesto en dirección al pueblecito y los invitados que bailaban.
– Todo son bodas -dijo muy contenta-. Eso fue lo que elegí. Un mundo de bodas detrás de cada puerta. Oh, Eddie, nunca cambian, cuando el novio levanta el velo, cuando la novia recibe el anillo, las esperanzas que les asoman a los ojos son iguales en todo el mundo. Creen de verdad que su amor y su matrimonio van a batir todos los récords.
Sonrió.
– ¿Tú crees que nosotros lo conseguimos?
Eddie no supo qué responder.
– Tuvimos un acordeonista -dijo.
Salieron de la fiesta y subieron por un sendero de grava. La música se confundió con los ruidos de fondo. Eddie quería contarle todo lo que había visto, todo lo que había pasado. Quería preguntarle sobre todas las cosas sin importancia y también sobre todas las importantes. Notaba una agitación interior, una ansiedad que se detenía y empezaba. No tenía idea de por dónde empezar.
– ¿A ti también te ocurrió lo mismo? -dijo finalmente-. ¿Te encontraste con cinco personas?
Ella asintió con la cabeza.
– Cinco personas diferentes -dijo él.
Ella volvió a asentir con la cabeza.
– ¿Y te lo explicaron todo? ¿Y eso fue importante?
Ella sonrió.
– Muy importante. -Le tocó la barbilla.- Y luego te esperé.
Él examinó atentamente los ojos de ella. Su sonrisa. Se preguntó si su espera habría sido como la de él.
– ¿Cuánto sabes… de mí? Quiero decir, ¿cuánto sabes desde…?
Todavía tenía problemas para decirlo.
– Desde que moriste.
Ella se quitó el sombrero de paja y se apartó los rizos espesos, jóvenes, de la frente.
– Verás, yo sé todo lo que pasó cuando estábamos juntos…
Frunció los labios.
– Y ahora sé por qué pasó…
Se llevó las manos al pecho.
– Y también sé… que me querías mucho.
Le cogió de la otra mano. Él notó el calor que lo ablandaba.
– No sé cómo has muerto -dijo ella.
Eddie pensó durante un momento.
– Tampoco yo estoy seguro -dijo-. Había una niña, una niña pequeña, se acercó a aquella atracción y tenía problemas…
Los ojos de Marguerite se dilataron. Parecía muy joven. Aquello era más duro de lo que Eddie imaginaba: hablarle a su mujer del día que él murió.
– Tienen esas atracciones, ¿sabes?, esas atracciones nuevas, nada que ver con las que teníamos antes… Ahora todo va a mil kilómetros por hora. Total, que en aquella atracción las vagonetas bajan a toda velocidad y se supone que los frenos hidráulicos las detienen, para que acaben de bajar lentamente, pero algo partió el cable y una vagoneta quedó suelta. Todavía me cuesta creerlo, pero la vagoneta cayó porque yo les dije que la soltaran… Me refiero a que le dije a Dom, que es el chico que ahora trabaja conmigo… No fue culpa suya…, yo se lo dije y luego traté de impedirlo, pero no me oía, y aquella niña estaba sentada justo allí. Yo traté de llegar hasta ella. Traté de salvarla. Toqué sus manitas, pero entonces…
Se interrumpió. Marguerite ladeó la cabeza, animándole a continuar. Él suspiró.
– No he hablado tanto de esto desde que llegué aquí -dijo.
Ella asintió con la cabeza y sonrió, una sonrisa encantadora, y al verla, los ojos de Eddie empezaron a humedecerse y una oleada de tristeza le invadió de pronto, así de sencillo, nada de aquello importaba, nada de lo de su muerte o del parque o de la multitud a la que él había gritado: «¡Atrás!». ¿Por qué estaba contando aquello? ¿Qué estaba haciendo? ¿Estaba con ella de verdad? Como un pesar oculto que se alza para apoderarse del corazón, su alma estaba rodeada de antiguas emociones y los labios le empezaron a temblar y fue invadido por la tristeza de todo lo que había perdido. Había estado buscando a su mujer, a su mujer muerta, a su mujer joven, a su mujer añorada, a su única mujer, y no quería buscar más.
– Dios, Dios, Marguerite -susurró-. Lo siento tanto. Lo siento tanto. Me es imposible expresarlo. Me es imposible. Imposible.
Dejó caer la cabeza en las manos y, finalmente lo dijo, dijo lo que dice todo el mundo:
– Te he echado tanto de menos.
El hipódromo está lleno de público; es verano. Las mujeres llevan sombreros de paja para protegerse del sol y los hombres fuman puros. Eddie y Noel salen pronto de trabajar para apostar por el número del cumpleaños de Eddie, treinta y nueve, por La Doble Gemela. Se sientan en sillas plegables de listones. A sus pies hay vasos de plástico de cerveza entre una alfombra de apuestas desechadas.
Antes Eddie ha ganado en la primera carrera del día. Apostó la mitad de aquellas ganancias en la segunda carrera y ganó también; era la primera vez que le pasaba una cosa así. Eso le proporcionó doscientos dólares. Después de perder dos veces con apuestas más pequeñas, lo apuesta todo al caballo ganador en la sexta, porque, como él y Noel estuvieron de acuerdo, de acuerdo con una lógica aplastante, llegaron con casi nada, así que ¿qué más daba si volvían a casa igual?
– Sólo tienes que pensar en que ganas -le dice Noel ahora-, tendrás toda esa pasta para el niño.
Suena la campana. Los caballos salen. Van en grupo durante la primera recta, sus sedas de colores se emborronan con el movimiento. Eddie ha apostado al número ocho, un caballo que se llama Jersey Finch, lo que no supone muchos riesgos, ni cuatro a uno, pero lo que ha dicho Noel del «chico» -el que Eddie y Marguerite planean adoptar- le llena de culpabilidad. Podrían haber usado aquel dinero. ¿Por qué hacía este tipo de cosas?
El público se pone en pie. Los caballos enfilan la última recta. Jersey Finch avanza por el exterior y va a pleno galope. Los gritos se mezclan con el tronar de los cascos. Noel chilla. Eddie aprieta su apuesta. Está más nervioso de lo que quiere estar. La piel se le dilata. Un caballo se adelanta al grupo.
¡Jersey Finch!
Ahora ha ganado casi ochocientos dólares.
– Tengo que llamar a casa -dice.
– Lo echarás a perder -dice Noel.
– ¿De qué estás hablando?
– Cuéntaselo a alguien y echarás a perder tu suerte.
– Estás chiflado.
– No lo hagas.
– Voy a llamar a Marguerite. Se pondrá muy contenta.
– No se pondrá muy contenta.
Va cojeando hasta una cabina telefónica y mete una moneda de cinco centavos. Contesta Marguerite. Eddie le cuenta la noticia. Noel tiene razón. Ella no se pone muy contenta. Le dice que vuelva a casa. Él le dice que deje de decirle lo que tiene que hacer.
– Tenemos un niño en camino -le riñe ella-. No puedes comportarte de ese modo.
Eddie cuelga el teléfono enfadado. Vuelve con Noel, que está comiendo cacahuetes en la barandilla.
– Déjame que lo adivine -dice Noel.
Van a la ventanilla y apuestan por otro caballo. Eddie se saca el dinero del bolsillo. Una parte de él ya no lo quiere y la otra quiere el doble, para poder arrojar el dinero sobre la cama cuando llegue a casa y decirle a su mujer: «Toma, compra lo que quieras. ¿Vale?».
Noel contempla cómo empuja los billetes por la abertura de la ventanilla. Alza las cejas.
– Ya lo sé, ya lo sé -dice Eddie.
Lo que no sabe es que Marguerite, como no le puede llamar, ha decidido ir en coche al hipódromo para reunirse con él. Ella se siente mal por haberle gritado, es su cumpleaños y quiere disculparse; también quiere que lo deje, pero sabe por otras tardes anteriores que Noel insistirá en que se queden hasta el final; a Noel le gusta jugar. Así que como el hipódromo está a sólo diez minutos, coge su bolso y conduce su Nash Rambler de segunda mano por la avenida Ocean. Dobla a la derecha en la calle Lester. El sol ha desaparecido y el cielo está cambiante. La mayoría de los coches vienen en dirección contraría. Ella se acerca al paso elevado de la calle Lester, que solía ser el que la gente usaba para llegar al hipódromo, subiendo los escalones por encima de la calle y volviendo a bajarlos, hasta que los dueños del hipódromo instalaron un semáforo, que dejó el paso elevado, por lo general, desierto.
Pero esta tarde no está desierto. Hay en él dos adolescentes que no quieren que los encuentren; dos chicos de diecisiete años que, horas antes, han salido corriendo de una tienda después de robar cinco cartones de cigarrillos y tres botellas de bourbon Old Harper. Ahora, una vez terminado el alcohol y fumados muchos de los cigarrillos, están aburridos y balancean las botellas vacías por encima del borde de la oxidada barandilla.
– ¿Te atreves? -dice uno.
– Claro que me atrevo -dice el otro.
El primero deja caer la botella y los dos se agachan detrás del enrejado metálico a mirar. Casi alcanza un coche y se estrella en el pavimento.
– ¡Eh! -grita el segundo-. ¿Has visto eso?
– Tira la tuya, gallina.
El segundo chico se levanta, coge su botella y elige el tráfico disperso del carril derecho. Balancea la botella mientras busca un espacio entre los vehículos, como si aquello fuera una especie de arte y él fuera una especie de artista.
Abre los dedos. Casi sonríe.
Quince metros por debajo, Marguerite no piensa en mirar hacia arriba, no piensa que pueda pasar nada en aquel paso elevado, no piensa en nada aparte de en llevarse a Eddie de aquel hipódromo mientras todavía le quede dinero. Está pensando en qué parte de las gradas mirar, incluso cuando la botella de Old Harper se estrella contra su parabrisas, que se rompe en mil pedazos que salen disparados. El coche vira hacia la mediana de cemento que separa los carriles. El cuerpo de Marguerite sale impulsado como el de una muñeca y se estrella contra la puerta, el salpicadero y el volante, recibe un golpe en el hígado y se rompe un brazo. El golpe que se da en la cabeza es tan fuerte que pierde el contacto con los sonidos de la tarde. No oye los chirridos de los neumáticos de los coches. No oye los sonidos de los claxon. No oye la carrera de unos playeros de goma que bajan del paso elevado de la calle Lester y se pierden en la noche.
El amor, como la lluvia, puede vivificar desde arriba, empapando a las parejas de gozo. Pero a veces, bajo el enfurecido calor de la vida, el amor se seca en la superficie y debe vivificarse desde abajo, extendiendo sus raíces, manteniéndose vivo.
El accidente de la calle Lester mandó a Marguerite al hospital. Estuvo obligada a guardar cama durante cerca de seis meses. Su lastimado hígado finalmente se recuperó, pero los gastos y el retraso les costó la adopción. El niño que esperaban fue con otras personas. Los reproches nunca expresados por culpa de lo sucedido jamás encontraron descanso; simplemente pasaban como una sombra entre el marido y la mujer. Marguerite estuvo callada durante mucho tiempo. Eddie se entregó al trabajo. La sombra ocupaba un lugar en la mesa y comía en su presencia, entre el solitario sonido de cubiertos y platos. Cuando hablaban, hablaban de cosas sin importancia. El agua de su amor estaba oculta debajo de sus raíces. Eddie nunca volvió a apostar a los caballos. Sus encuentros con Noel terminaron gradualmente, pues ninguno de ellos era capaz de hablar mucho a la hora del desayuno sin tener la sensación de que aquello suponía un esfuerzo.
Un parque de atracciones de California presentó los primeros carriles con ruedas tubulares de acero -podían girar en unos ángulos que no se conseguían con madera- y, de pronto, las montañas rusas, que casi se habían perdido en el olvido, volvieron a ponerse de moda. El señor Bullock, el dueño del parque, había encargado un modelo con carriles de acero para el Ruby Park, y Eddie supervisó la construcción. Gritó a los instaladores y supervisó todos sus movimientos. No se fiaba de nada que fuera tan rápido. ¿Ángulos de sesenta grados? Estaba seguro de que alguien se haría daño. De todos modos, eso le proporcionó distracción.
La Pista de Baile Polvo de Estrellas se demolió. Lo mismo que el Tren de Cremallera y el Túnel del Amor, que ahora los niños encontraban demasiado antiguo. Unos años después se construyó un tobogán acuático y, para sorpresa de Eddie, fue inmensamente popular. Los que se subían flotaban entre chorros de agua y caían, al final, en una gran piscina. Eddie no conseguía entender por qué a la gente le gustaba tanto mojarse en esa atracción, cuando el océano estaba a unos trescientos metros de distancia. Pero se ocupaba de su mantenimiento igual que del de las demás atracciones, trabajando descalzo dentro del agua y asegurándose de que los barcos no podrían salirse de los carriles.
Con el tiempo, marido y mujer empezaron a hablarse de nuevo, y una noche Eddie incluso se refirió a la adopción. Marguerite se pasó la mano por la frente y dijo:
– Ahora somos demasiado mayores.
– ¿Y qué es ser demasiado mayor para un niño? -dijo Eddie.
Pasaron los años. Y aunque nunca llegó el niño, su herida se curó lentamente y su compañía mutua aumentó hasta llenar el espacio que habían reservado para otra persona. Por la mañana, ella le preparaba café y una tostada, y él la dejaba en su empleo de limpiadora y luego volvía en coche al parque. A veces, por la tarde, ella salía pronto y paseaba con él por la pasarela, siguiendo sus espirales, se montaba en los caballitos del carrusel o en las conchas pintadas de amarillo, mientras Eddie examinaba los rotores y los cables y escuchaba el ruido que hacían los motores.
Una tarde de julio se encontraron paseando junto al océano. Tomaban polos de uva y sus pies descalzos se hundían en la arena mojada. De repente pasearon la vista alrededor y se dieron cuenta de que eran los de más edad de la playa.
Marguerite dijo algo sobre los biquinis que llevaban las chicas como traje de baño y sobre cómo ella nunca tendría el valor de ponerse una cosa así. Eddie dijo que las chicas tenían suerte porque si se lo pusiera, los hombres no mirarían a nadie más. Y aunque por entonces Marguerite ya tenía cuarenta y cinco años, ya las caderas se le habían ensanchado y se le había formado en torno a los ojos una red de pequeñas arrugas, se lo agradeció calurosamente a Eddie y miró la nariz ganchuda y la ancha mandíbula de su marido. Las aguas de su amor caían otra vez desde arriba y los empapaban tanto como el mar que se arremolinaba en torno a sus pies.
Tres años más tarde, ella estaba rebozando croquetas de pollo en la cocina de su apartamento, el único que habían tenido en todo aquel tiempo, mucho después de que hubiera muerto la madre de Eddie, porque Marguerite dijo que le traía recuerdos de cuando eran jóvenes y que le gustaba ver el viejo carrusel por la ventana. De pronto, sin advertencia, los dedos de la mano derecha se le abrieron de modo incontrolable. Se movieron hacia atrás. No se podían cerrar. La croqueta se le deslizó de la palma de la mano. Cayó al fregadero. Tenía punzadas en el brazo. Se le aceleró la respiración. Se miró durante un momento la mano con aquellos dedos rígidos que parecían pertenecer a otra persona, a alguien que estuviera agarrando una vasija grande, invisible.
Luego todo quedó borroso.
– Eddie -llamó ella, pero para cuando llegó él, ya había perdido el sentido y estaba tendida en el suelo.
Era, diagnosticarían, un tumor cerebral y su declive sería como el de muchos otros. Tratamientos que hacían que la enfermedad pareciera menos dura, pelo que se cae en mechones, mañanas con ruidosos aparatos de radiación y tardes vomitando en un retrete del hospital.
En los días finales, cuando el cáncer fue declarado vencedor, los médicos sólo dijeron:
– Descanse. Tómeselo con calma.
Cuando ella les hacía preguntas, asentían amablemente con la cabeza, como si sus movimientos fueran un medicamento administrado a gotas. Marguerite se dio cuenta de que se trataba de algo protocolario, un modo de mostrarse amable con alguien sin remedio, y cuando uno de ellos sugirió que «arreglara sus asuntos», solicitó que le dieran de alta en el hospital. Lo exigió más que lo solicitó.
Eddie la ayudó a subir por la escalera y colgó su abrigo mientras ella paseaba la vista por el apartamento. Marguerite quiso preparar algo de comer, pero él la hizo sentarse y calentó agua para el té. Había comprado chuletas de cordero el día anterior, y aquella noche cenaron con varios amigos invitados y colegas del trabajo, la mayoría de los cuales saludó a Marguerite y a su cetrina piel con frases como: «Bueno, ¡mira quién ha vuelto!», como si aquélla fuera una fiesta de bienvenida y no de despedida.
Tomaron puré de patata y, de postre, pasteles, y cuando Marguerite terminó el segundo vaso de vino, Eddie cogió la botella y le sirvió un tercero.
Dos días después ella se despertó gritando. Eddie la llevó en coche al hospital en el silencio previo al amanecer. Hablaban con frases cortas: qué médico estaría, a quién debería llamar Eddie. Ella iba sentada en el asiento del copiloto, pero Eddie la notaba en todas partes: en el volante, en el acelerador, en el parpadeo de sus propios ojos, en el carraspeo de su garganta. Todos los movimientos que hacía eran para ayudarla a ella.
Tenía cuarenta y siete años.
– ¿Tienes la tarjeta? -le preguntó ella.
– La tarjeta… -dijo él inexpresivo.
Ella respiró hondo y cerró los ojos, y su voz era muy tenue cuando volvió a hablar, como si aquel aliento le costara caro.
– Del seguro -gruñó ella.
– Sí, sí -dijo él rápidamente-. He traído la tarjeta.
Una vez detenidos en el aparcamiento, Eddie apagó el motor. De pronto todo quedó demasiado quieto y en demasiado silencio. Eddie oyó todos los sonidos: el roce de su cuerpo contra el asiento de cuero, el clac-clac de la manilla de la portezuela, el silbido del aire afuera, sus pies en el suelo, el tintineo de sus llaves.
Le abrió la portezuela y la ayudó a apearse. Marguerite tenía los hombros encogidos contra las mandíbulas, como un niño con mucho frío. El pelo le revoloteó por la cara. Olisqueó y alzó la mirada hacia el horizonte. Hizo un gesto a Eddie y señaló con la cabeza la lejana parte de arriba de una gran atracción blanca del parque, con vagonetas rojas colgando como adornos de un árbol.
– Se puede ver desde aquí -dijo.
– ¿La noria? -dijo él.
Ella apartó la vista.
– Nuestra casa.
Como en el cielo no había dormido, Eddie tenía la impresión de que no había pasado más que unas pocas horas con cada persona que había encontrado. ¿Cómo podía tener noción del tiempo sin día ni noche, sin dormir ni despertar, sin puestas de sol ni pleamares, sin comidas ni horarios?
Con Marguerite sólo quería tiempo -más tiempo cada vez-, y se le concedió; otra vez noches y días y nuevamente noches. Cruzaron las puertas de las diversas bodas y hablaron de todo lo que él quería hablar. En una boda sueca, Eddie le habló de su hermano Joe, que había muerto diez años antes de un ataque al corazón, justo un mes después de comprarse una casa nueva en Florida. En una boda rusa, ella le preguntó si había conservado el antiguo apartamento y cuando él contestó que sí, ella dijo que se alegraba. En una boda al aire libre celebrada en una aldea libanesa, él le contó lo que le había pasado en el cielo, y ella escuchó, aunque parecía saberlo ya todo. Eddie habló del Hombre Azul y su historia, de por qué unos mueren cuando otros siguen vivos, y del capitán y su historia del sacrificio. Cuando habló de su padre, Marguerite recordó las muchas noches que Eddie había pasado enfadado con él, molesto por su silencio. Y al contarle Eddie que había arreglado las cosas, sus cejas se enarcaron y separó los labios. Entonces él tuvo una antigua y cálida sensación que había echado en falta durante años, el sencillo acto de hacer feliz a su mujer.
Una noche Eddie habló de los cambios en Ruby Pier, de cómo habían desmontado las antiguas atracciones, de cómo la música del salón de juegos ahora era un estruendoso rock and roll, de cómo las montañas rusas ahora tenían espirales y vagonetas que colgaban boca abajo, de cómo las atracciones «oscuras», que antes tenían escenas de vaqueros hechas con pintura fosforescente, ahora estaban llenas de pantallas de vídeo, como si se viera la televisión todo el tiempo.
Le habló de los nombres nuevos. Ya no había Osas Mayores ni Escarabajos Peloteros, ahora eran la Tormenta, el Retuercementes, el Topgun, el Vortex.
– Suena raro, ¿no? -dijo Eddie.
– Suena -dijo ella melancólicamente- al verano de otra persona.
Eddie se dio cuenta de que eso era precisamente lo que él había estado sintiendo durante años.
– Debía haber trabajado en otro sitio -le dijo él-. Lamento que nunca nos pudiéramos ir de allí. Mi padre. La pierna. Siempre me sentí una especie de inútil después de la guerra.
Ella vio que la tristeza le asomaba a la cara.
– ¿Qué pasó? -preguntó ella-. Durante esa guerra.
Él nunca le había contado nada. Todos lo comprendían. Los soldados, en su momento, hacían lo que tenían que hacer y no hablaban de ello una vez que volvían a casa. Eddie pensó en los hombres que había matado. Pensó en sus captores. Pensó en la sangre de sus manos. Se preguntó si sería perdonado alguna vez.
– Me perdí -dijo él.
– No -dijo su mujer.
– Sí -susurró él, y ella no dijo nada más.
A veces, allí en el cielo, los dos se tumbaban juntos. Pero no dormían. En la tierra, decía Marguerite, cuando uno duerme, a veces sueña con el cielo y esos sueños ayudan a configurarlo. Pero ahora ya no había razón para tener esos sueños.
En lugar de dormir, Eddie la cogía por los hombros, le acariciaba el pelo e inspiraba lenta y profundamente. En un determinado momento preguntó a su mujer si Dios sabía que él estaba allí. Ella sonrió y dijo:
– Naturalmente -aunque Eddie admitía que parte de su vida la había pasado escondiéndose de Dios, y el resto del tiempo creyendo que pasaba inadvertido.