La tercera lección

– ¿Era tan desagradable el parque? -preguntó la anciana.

– No lo elegí yo -dijo Eddie soltando un suspiro-. Mi madre necesitaba ayuda. Una cosa lleva a la otra. Pasaron los años. Nunca lo dejé. Nunca viví en otro sitio. Nunca gané dinero de verdad. Ya sabe cómo es eso… Uno se acostumbra a algo, la gente confía en ti, un día te despiertas y no puedes distinguir el martes del jueves. Sólo haces el mismo trabajo aburrido, eres «el de las atracciones», exactamente igual que…

– ¿Tu padre?

Eddie no dijo nada.

– Fue duro contigo -dijo la anciana.

Eddie bajó la vista.

– Sí. ¿Y qué?

– Quizá tú también fuiste duro con él.

– Lo dudo. ¿Sabe la última vez que habló conmigo?

– La última vez que te trató de pegar.

Eddie se giró a mirarla.

– ¿Y sabe lo último que me dijo? ¡Consigue trabajo! Vaya padre, ¿eh?

La anciana frunció los labios.

– Empezaste a trabajar después de eso. Te recuperaste. Eddie se notó presa de la furia.

– Oiga -soltó-. Usted no sabe cómo era.

– Es cierto. -La anciana se levantó.- Pero sé algo que tú no sabes. Y es hora de que te lo enseñe.

Ruby trazó un círculo en la nieve con la punta de su sombrilla. Cuando Eddie miró el interior del círculo, tuvo la sensación de que los ojos se le salían de las órbitas y se movían por su propia cuenta, hundiéndose en un agujero y llevándole a otro momento. Las imágenes cada vez eran más vividas. Aquello fue hacía años, en el antiguo apartamento. Veía lo de delante y lo de detrás, lo de arriba y lo de abajo.

Esto fue lo que vio:

Vio a su madre, que parecía preocupada, sentada a la mesa de la cocina. Vio a Mickey Shea sentado frente a ella. Tenía un aspecto espantoso. Estaba empapado y no dejaba de pasarse las manos por la frente y la nariz. Empezó a sollozar. La madre de Eddie le trajo un vaso de agua. Luego le hizo un gesto de que esperase, se dirigió al dormitorio y cerró la puerta. Se quitó los zapatos y el vestido de andar por casa. Sacó una blusa y una falda.

Eddie veía todas las habitaciones, pero no podía oír lo que estaban diciendo los dos; sólo percibía un ruido poco nítido. Vio a Mickey en la cocina; ignoró el vaso de agua, sacó un frasco de la chaqueta y dio un trago. Luego, lentamente, se levantó y fue titubeante hasta el dormitorio. Abrió la puerta.

Eddie vio a su madre, a medio vestir, que se volvía sorprendida. Mickey se tambaleaba. Ella se arrebujó en la bata. Mickey se acercó más. La mano de ella salió disparada instintivamente para impedir que siguiera avanzando. Él quedó paralizado, pero sólo un instante, luego agarró a la madre de Eddie por la mano y la empujó contra la pared. A continuación se apretó contra ella mientras la agarraba por la cintura. Ella se retorció y luego gritó y empujó a Mickey por el pecho a la vez que trataba de sujetarse la bata. Él era más grande y más fuerte, y enterró su cara sin afeitar debajo de la mejilla de ella, llenándole el cuello de lágrimas.

Entonces se abrió la puerta principal y entró el padre de Eddie, mojado por la lluvia, con un martillo colgándole del cinturón. Fue corriendo hacia el dormitorio y vio a Mickey sujetando a su mujer. El padre de Eddie soltó un alarido. Levantó el martillo. Mickey se llevó las manos a la cabeza y salió disparado hacia la puerta, echando a un lado al padre de Eddie. La madre lloraba, el pecho le subía y le bajaba, tenía la cara llena de lágrimas. Su marido la agarró por los hombros y le dio unos violentos meneos. La bata de ella cayó. Los dos gritaron. Entonces el padre de Eddie se fue del apartamento, destrozando una lámpara con el martillo según salía. Bajó haciendo ruido por la escalera y salió corriendo a la noche lluviosa.


– ¿Qué era eso? -gritó Eddie incrédulo-. ¿Qué demonios era eso?

La anciana guardó silencio. Se puso a un lado del círculo en la nieve y trazó otro. Eddie trató de no mirar, pero no lo pudo evitar. De nuevo se sintió caer, y sus ojos se dirigieron hacia una nueva escena.

Esto fue lo que vio:

Vio un temporal en el extremo más alejado del Ruby Pier -la «punta norte», lo llamaban-, un estrecho malecón que penetraba en el océano. El cielo era de un negro azulado. Caían cortinas de lluvia. Mickey Shea avanzaba dando tumbos hacia el borde del malecón. Cayó al suelo jadeando. Quedó allí un momento, de cara al cielo oscuro, luego rodó a un lado, por debajo de la barandilla de madera. Cayó al mar.

El padre de Eddie apareció momentos después, balanceándose, con el martillo todavía en la mano. Se agarró a la barandilla y buscó entre las olas. La lluvia golpeaba de lado por el viento. Tenía la ropa empapada y el cinturón de cuero para las herramientas estaba casi negro debido al agua. Vio algo entre las olas. Se detuvo, se quitó el cinturón y luego un zapato, después trató de quitarse el otro, pero renunció a ello, se agachó por debajo de la barandilla y saltó. Chapoteó torpemente en el agitado océano.

Mickey subía y bajaba en el insistente oleaje del mar, medio inconsciente, con un espeso líquido amarillo saliéndole de la boca. El padre de Eddie nadó hacia él gritándole en medio del temporal. Agarró a Mickey. Éste se balanceaba. El padre de Eddie también se balanceaba. Desde los cielos se oyó un trueno mientras seguía lloviendo a cántaros. Los dos hombres se agarraron y fueron agitados por los violentos golpes de mar.

Mickey tosía con fuerza mientras el padre de Eddie le agarró por el brazo y luego le sujetó por el hombro. Se hundió, volvió a salir, hizo fuerza con su peso contra el cuerpo de Mickey y empezó a nadar hacia la orilla. Nadaba moviendo sólo las piernas. Avanzaban. Una ola los mandó hacia atrás. Luego nuevamente hacia delante. El océano rompía y se estrellaba contra ellos, pero el padre de Eddie seguía con el cuello metido debajo del sobaco de Mickey, moviendo las piernas con todas sus fuerzas mientras no dejaba de parpadear para aclararse la vista.

Impulsados por una ola, avanzaron repentinamente en dirección a la costa. Mickey se quejaba y daba boqueadas. El padre de Eddie escupió agua salada. Parecía que aquello no iba a acabar nunca, la lluvia caía con fuerza, la espuma blanca les golpeaba en la cara y los dos hombres gruñían y batían los brazos. Finalmente, una ola alta y rizada los levantó y los depositó en la arena. El padre de Eddie rodó desde debajo de Mickey y pudo sacar sus manos de debajo de los brazos de Mickey e impedir que éste fuera arrastrado por la resaca. Cuando las olas se retiraron, tiró de Mickey haciendo el último esfuerzo. Luego se derrumbó en la orilla, con la boca abierta, que se le llenó de arena mojada.


Eddie volvió a ver ahora de nuevo su cuerpo. Se sentía exhausto, acabado, como si él mismo hubiera estado en el océano. Le pesaba la cabeza. Ahora le parecía que no sabía casi nada de su padre.

– ¿Qué estaba haciendo? -susurró Eddie.

– Salvando a un amigo -dijo Ruby.

Eddie la miró enfadado.

– Valiente amigo. Si yo hubiera sabido lo que hizo, le hubiera dejado ahogarse a aquel borracho.

– Tu padre también pensó en eso -dijo la anciana-. Perseguía a Mickey para pegarle, incluso para matarle.

Pero al final no pudo hacerlo. Sabía cómo era Mickey. Conocía sus defectos. Sabía que bebía mucho. Sabía que perdía la cabeza.

– Pero muchos años antes, cuando tu padre andaba buscando trabajo, Mickey fue a ver al dueño del parque y respondió por tu padre. Y cuando naciste tú, fue Mickey el que les dejó a tus padres el poco dinero que tenía, para ayudarles a alimentar a la nueva boca. Tu padre se tomaba muy en serio a los viejos amigos…

– Un momento, señora mía -dijo Eddie-. ¿Acaso no vio usted lo que ese bastardo le estaba haciendo a mi madre?

– Lo vi -dijo la anciana triste-. Estuvo mal. Pero las cosas no siempre son lo que parecen.

»A Mickey lo habían despedido aquella tarde. Se quedó dormido durante otra guardia, estaba demasiado borracho y sus jefes le dijeron que ya estaba bien. Él se consolaba como hacía siempre con las malas noticias, bebiendo más, y estaba hasta arriba de bourbon cuando fue a ver a tu madre. Fue a suplicar ayuda. Quería que le volvieran a admitir en el trabajo. Tu padre trabajaba hasta tarde y tu madre pensó en acompañar a Mickey a verlo.

»Mickey era un bruto, pero no era malo. En aquel momento estaba perdido, iba a la deriva, y lo que hizo fue culpa de la soledad y de la desesperación. Obró impulsivamente. Un mal impulso. Tu padre también obró impulsivamente, y aunque su primer impulso fue matar, finalmente se sintió impulsado a ayudar a su amigo a que siguiera vivo.

Ruby cruzó las manos encima del extremo de la sombrilla.

– Así fue como se puso enfermo, por supuesto. Quedó allí tumbado en la arena durante horas, empapado y exhausto, antes de tener fuerzas para volver a casa. Tu padre ya no era joven. Tenía más de cincuenta años.

– Cincuenta y seis -dijo Eddie inexpresivamente.

– Cincuenta y seis -repitió la anciana-. Su cuerpo ya no era fuerte, el océano le volvió más vulnerable, la neumonía hizo presa en él, y cuando le llegó su hora, murió.

– Por culpa de Mickey -dijo Eddie.

– No, debido a su lealtad -dijo ella.

– La gente no muere por lealtad.

– ¿No? -Ella sonrió-. ¿Y la religión? ¿Y el gobierno? ¿No les guardamos lealtad, a veces hasta la muerte?

Eddie se encogió de hombros.

– Mejor aún es -dijo ella- ser leales unos con otros.


Después de eso, los dos se quedaron en el nevado valle de la montaña durante mucho tiempo. Al menos a Eddie le pareció mucho tiempo. Ya no estaba seguro de cómo tomarse las cosas.

– ¿Qué le pasó a Mickey Shea? -dijo Eddie.

– Murió, solo, unos cuantos años después -dijo la anciana-. La bebida lo llevó a la tumba. Nunca se perdonó lo que había pasado.

– Pero mi padre -dijo Eddie rascándose la frente-nunca dijo nada.

– Nunca habló de aquella noche ni a tu madre ni a nadie. Estaba avergonzado por ella, por Mickey y por sí mismo. En el hospital dejó de hablar por completo. El silencio era su manera de huir, pero el silencio raramente constituye un refugio. Sus pensamientos le seguían atormentando.

»Una noche empezó a respirar más débilmente, se le cerraron los ojos y ya no pudo despertar. Los médicos dijeron que había entrado en coma.

Eddie recordaba aquella noche. Otra llamada telefónica al señor Nathanson. Otra llamada a su puerta.

– Después de eso, tu madre se quedaba a su lado. Noche y día. Murmuraba como si estuviera rezando: «Debía haber hecho algo. Debí haber hecho algo…».

»Por fin, una noche, obligada por los médicos, fue a casa a dormir. A primera hora de la mañana siguiente, una enfermera encontró a tu padre caído sobre el alféizar de la ventana.

– Espere -dijo Eddie. Entrecerró los ojos-. ¿La ventana?

Ruby asintió con la cabeza.

– En algún momento de la noche, tu padre se despertó. Se levantó de la cama, atravesó titubeante la habitación y encontró fuerzas para levantar la hoja de la ventana. Llamó a tu madre con aquella poca voz que le quedaba, y también te llamó a ti y a tu hermano Joe. Y llamó a Mickey. En aquel momento, al parecer, tenía el corazón rebosante de culpabilidad y pesar. Quizá notaba que se acercaba la luz de la muerte. Quizá se daba cuenta de que estabais allí fuera, en alguna de las calles de debajo de la ventana. La noche era muy fría. El viento y la humedad, en su estado, fueron suficiente. Estaba muerto antes de amanecer.

»Las enfermeras que lo encontraron lo llevaron de vuelta a la cama, y como temían por su trabajo, no dijeron ni una palabra de lo sucedido. Se dijo que había muerto mientras dormía.

Eddie quedó aturdido. Pensaba en aquella imagen final. Su padre, el viejo resistente, tratando de trepar a una ventana. ¿Adónde quería ir? ¿En qué estaba pensando? ¿Qué era peor cuando quedaba sin explicar, una vida o una muerte?


– ¿Cómo sabe usted todo esto? -preguntó Eddie a Ruby.

Ella suspiró.

– Tu padre no tenía dinero para una habitación individual en el hospital, y lo mismo le pasaba al hombre del otro lado de la cortina.

Hizo una pausa.

– Emile. Mi marido.

Eddie alzó la vista. Echó la cabeza atrás como si acabara de resolver un rompecabezas.

– Entonces usted vio a mi padre.

– Sí.

– Y a mi madre.

– La oía murmurar aquellas noches tan solitarias. Nunca hablamos. Pero después de la muerte de tu padre, le pregunté por su familia. Cuando me enteré de dónde había trabajado él, sentí un dolor muy agudo, como si hubiera perdido a un ser muy querido. El parque que llevaba mi nombre. Noté su condenada sombra y volví a desear que nunca lo hubieran construido.

»Ese deseo me siguió al cielo, incluso mientras te esperaba.

Eddie parecía confuso.

– ¿El restaurante? -dijo ella. Señaló la mota de luz de las montañas-. Está ahí porque yo quería volver a mi juventud. Una vida sencilla pero segura. Y quería que todos los que alguna vez hubieran sufrido en el Ruby Pier (por accidentes, incendios, peleas, resbalones y caídas) estuvieran sanos y salvos. Quería que todos estuvieran como yo quería que estuviese mi Emile: calientes, bien alimentados, en un sitio agradable, lejos del mar.

Ruby se puso de pie y Eddie la imitó. No podía dejar de pensar en la muerte de su padre.

– Le odiaba -murmuró.

La anciana asintió con la cabeza.

– Fue un demonio conmigo cuando yo era niño. Y cuando me hice mayor fue peor.

Ruby avanzó hacia él.

– Edward -dijo suavemente. Era la primera vez que le llamaba por su nombre-. Préstame atención. Contener el odio hace que éste se convierta en un veneno. Te corroe por dentro. Creemos que el odio es un arma que ataca a la persona que nos hace daño, pero el odio es una espada de doble filo. Y el daño que hacemos, nos lo hacemos a nosotros mismos.

»Perdona, Edward. Perdona. ¿Te acuerdas de la ligereza que sentiste recién llegado al cielo?

Eddie se acordaba. ¿Dónde está mi dolor?

– Eso es porque nadie nace con odio. Y cuando morimos, el alma se libera de él. Pero ahora, aquí, para poder seguir adelante, debes entender por qué sentiste lo que sentiste y por qué ya no necesitas sentirlo.

Le tocó la mano.

– Tienes que perdonar a tu padre.


Eddie pensó en los años siguientes al entierro de su padre. En cómo él nunca consiguió nada, nunca fue a ninguna parte. Durante todo aquel tiempo, Eddie había imaginado una determinada vida -una vida que «podría haber tenido»- que habría tenido si no hubiese sido por la muerte de su padre y el posterior hundimiento de su madre. Con los años, glorificó aquella vida imaginaria e hizo a su padre responsable de todas sus carencias: la falta de libertad, la falta de una carrera, la falta de esperanza. Nunca consiguió abandonar el sucio y aburrido trabajo que le había dejado su padre.

– Cuando murió -dijo Eddie-, se llevó parte de mí con él. Quedé paralizado después de eso.

Ruby negó con la cabeza.

– Tu padre no es el culpable de que nunca te hayas ido del parque.

Eddie alzó la vista.

– Entonces ¿quién lo es?

Ella se alisó la falda. Se ajustó las gafas. Empezó a alejarse.

– Todavía hay dos personas que debes conocer -dijo.

Eddie trató de decir: «Espere», pero un viento gélido casi le arrebata la voz de la garganta. Luego todo se volvió negro.


Ruby se había ido. Él había vuelto a la montaña, al exterior del restaurante, donde estaba parado en la nieve.

Estuvo allí de pie mucho tiempo, solo, en silencio, hasta que se dio cuenta de que la anciana no volvía. Entonces se dirigió a la puerta y la abrió empujándola lentamente. Oyó el sonido de cubiertos y de platos que estaban amontonando. Olió a comida recién hecha, a pan, carne y salsas. Los espíritus de los que habían fenecido en el parque estaban todos allí, relacionándose unos con otros, comiendo, bebiendo y hablando.

Eddie avanzó vacilante, sabiendo lo que debía hacer. Dobló a su derecha, hacia la mesa del rincón, hacia el espíritu de su padre, que fumaba un puro. Notó un estremecimiento. Pensó en el viejo caído sobre el alféizar de la ventana del hospital, que había muerto solo en plena noche.

– Padre -susurró Eddie.

Su padre no podía oírle. Eddie se acercó más.

– Papá. Ya sé lo que pasó.

Sintió un ahogo en el pecho. Se puso de rodillas junto a la mesa. Su padre estaba tan cerca que Eddie podía verle las patillas y ver el extremo mordisqueado de su puro. Vio las bolsas que tenía debajo de los cansados ojos, la nariz curvada, los nudillos huesudos y los hombros cuadrados, propios de un obrero. Miró sus propios brazos y se dio cuenta, con su cuerpo terrenal, que ahora él era más viejo que su padre. Le había sobrevivido en todos los sentidos.

– Estaba enfadado contigo, papá. Te odiaba.

Eddie notó que le brotaban lágrimas. Notó un temblor en el pecho. Algo estaba fluyendo de él.

– Me pegaste. Me hiciste callar. Yo no lo entendía. Todavía no lo entiendo. ¿Por qué hiciste eso? ¿Por qué? -Respiró con dolor.- No lo sabía, ¿entiendes? No sabía qué te pasó en la vida. No te conocía. Pero eres mi padre. Y ahora quiero olvidarlo todo. ¿De acuerdo? ¿Podemos olvidar los dos, papá?

La voz le temblaba y acabó convirtiéndose en un grito agudo. Ya no era la suya.

– ¿Muy bien? ¿Me oyes? -gritó. Luego repitió, más bajo-: ¿Me oyes, papá?


Se acercó más. Vio las manos sucias de su padre. Dijo las últimas palabras tan conocidas en un susurro:

– Ya está arreglado.

Eddie dio un puñetazo en la mesa y después se desplomó en el suelo. Cuando alzó la vista, vio a Ruby de pie, joven y hermosa. Luego ella bajó la cabeza, abrió la puerta y se elevó en el cielo de color jade.


JUEVES, 11 HORAS

¿Quién pagaría el funeral de Eddie? No tenía parientes. No había dejado instrucciones. Su cuerpo permaneció en el depósito de cadáveres de la ciudad, lo mismo que su ropa y sus efectos personales, camisa de trabajo, calcetines, zapatos, gorra de tela, anillo de boda, pitillos y limpiapipas; todo esperando que lo reclamasen.

Al final, el señor Bullock, el dueño del parque, liquidó la factura utilizando el dinero de un cheque que Eddie ya no podía cobrar. El ataúd fue una caja de madera y la iglesia se eligió por su situación, la más cercana al parque, pues muchos de los asistentes tenían que volver al trabajo.

Unos minutos antes de la ceremonia el pastor pidió a Domínguez, que llevaba una chaqueta sport azul marino y sus vaqueros negros más nuevos, que pasara a su despacho.

– ¿Podría contarme algunas de las cualidades del fallecido? -preguntó el pastor-. Tengo entendido que usted trabajaba con él.

Domínguez tragó saliva. Nunca se sentía demasiado cómodo con los curas. Cruzó los dedos nerviosamente, como para alejar un maleficio, y habló en voz baja, tal como creía que debía hablarse en una situación así.

– Eddie -dijo finalmente- quería mucho a su mujer.

Descruzó los dedos y luego añadió rápidamente:

– Yo, naturalmente, nunca la conocí.

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