Este libro está dedicado a Edward Beitchman, mi querido tío, que me proporcionó las primeras nociones del cielo. Todos los años, en torno a la mesa de la cena de Acción de Gracias, hablaba de una noche en el hospital en que se despertó y vio las almas de sus difuntos más queridos sentadas en el borde de la cama, esperándole. Nunca he olvidado esa historia. Y nunca le he olvidado a él.

Todo el mundo tiene una idea del cielo, como pasa en la mayoría de las religiones, y todas ellas deben ser respetadas. La versión que se ofrece aquí sólo es una suposición, un deseo, en ciertos aspectos, que a mi tío y a otros como él -personas que no se sentían importantes aquí en la tierra- les hizo darse cuenta, al final, de lo mucho que contaban y de cuánto se les quiso.


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