Capítulo 26

Sigurdur Óli se sorprendió cuando advirtió que la mujer que le abrió la puerta sabía el motivo de su visita antes de que él dijera nada. Se encontraba en el rellano de un edificio de tres pisos en Grafarvogur. Acababa de presentarse y se disponía a explicar por qué iba a verla cuando la mujer le invitó a entrar, diciendo que había estado esperándole.

Era temprano, por la mañana. Lloviznaba y la ciudad estaba aún sumida en una penumbra que daba a entender que se acercaba el invierno, con sus días cortos y sus bajas temperaturas. Por la radio habían dicho que no había llovido tanto desde hacía decenas de años.

La mujer le pidió que se quitara el abrigo y lo colgó en un armario. Un hombre salió de la cocina y le saludó con un apretón de manos. Eran un matrimonio de unos setenta años, ambos vestidos de chándal y con calcetines blancos, como si hubieran tenido la intención de salir a correr. Sigurdur Óli había interrumpido su desayuno. La vivienda era pequeña, pero de diseño práctico, con un reducido cuarto de baño, una cocina acogedora, un salón comedor y un espacioso dormitorio. Sigurdur Óli aceptó una taza de café y pidió un vaso de agua, la calefacción estaba al máximo y se le había secado la garganta. Intercambiaron algunos comentarios banales sobre el tiempo hasta que él no pudo contener más su impaciencia.

– ¿Así que me estabas esperando? -dijo tomando un sorbo de café. Era muy aguado y de mal sabor.

– Claro. No se habla de otra cosa que no sea de esa pobre mujer que estáis buscando -afirmó ella.

Sigurdur Óli la miraba sin entender nada.

– Entre nosotros, los de Húsavík -aclaró la mujer como si fuera innecesario explicar algo tan evidente-. No hemos hablado de otra cosa desde que empezasteis a buscarla. Tenemos una asociación muy activa en esta ciudad. Estoy segura de que, a estas alturas, no hay nadie que no sepa que buscáis a esa mujer.

– ¿No se habla de otra cosa? -repetía Sigurdur Óli.

– Anoche me llamaron tres amigas de Húsavík que viven aquí cerca y esta mañana me llamó otra que vive en el norte. También en Húsavík. No hay quien detenga las habladurías.

– ¿Y habéis averiguado algo?

– No creo -dijo mirando a su marido-. ¿Qué le hizo exactamente ese Holberg?

No intentaba disimular su curiosidad. Su ansia por enterarse era tanta que Sigurdur Óli trató inconscientemente de medir sus palabras.

– Se trata de una cuestión de violencia -precisó-. Estamos buscando a una víctima, pero supongo que eso ya lo sabes.

– Sí, ya lo sé. Pero ¿por qué? ¿Qué es lo que le hizo? ¿Y por qué ahora? A nosotros nos parece increíble que eso pueda tener importancia después de tantos años -dijo con los ojos puestos en su marido, que escuchaba la conversación sin decir palabra-. He oído que la violaron. ¿Es eso cierto?

– Siento tener que decir que no puedo revelar nada sobre la investigación del caso -repuso Sigurdur Óli-. Tal vez tampoco tenga demasiada importancia. Creo que no deberíais exagerar las cosas cuando lo comentéis entre vosotros. ¿Sabes algo que nos pueda resultar útil?

El marido y la mujer se miraron entre ellos.

– ¿Exagerar? -exclamó la mujer, y su sorpresa parecía sincera-. No estamos exagerando en absoluto. ¿A ti te parece que exageramos, Eyvi? -preguntó con la vista fija en su marido, que seguía en silencio, indeciso-. ¡Contesta, hombre! -le dijo bruscamente.

– No, creo que no exageramos, no.

El móvil de Sigurdur Óli empezó a sonar. No lo llevaba suelto en el bolsillo de cualquier manera, como Erlendur, sino guardado en una funda bien sujeta al cinturón de su pantalón, cuidadosamente planchado. Sigurdur Óli se disculpó y contestó al teléfono. Era Erlendur.

– ¿Puedes encontrarte conmigo en casa de Holberg? -preguntó.

– ¿Qué es lo que pasa? -quiso saber Sigurdur Óli.

– Excavaciones -dijo Erlendur, y colgó.


Cuando Sigurdur Óli llegó a Las Marismas, Erlendur y Elinborg ya estaban allí. Erlendur estaba tan tranquilo, ante la puerta de la vivienda de Holberg, fumando un cigarrillo; Elinborg estaba dentro, dando bufidos, según le pareció a Sigurdur Óli. Levantaba la cabeza, inhalaba, soplaba y volvía a inhalar. Erlendur se encogió de hombros, tiró la colilla al jardín y los dos hombres entraron juntos en la vivienda.

– ¿Qué opinas del olor que hay aquí dentro? -preguntó Erlendur a Sigurdur Óli, que empezó a husmear el aire igual que Elinborg.

Los dos iban olisqueando de habitación en habitación. Erlendur se mantuvo al margen, ya que su olfato era bastante pobre y estaba algo abotargado, después de tantos años de fumar.

– Cuando entré aquí por primera vez, pensé que en este apartamento, o en la casa, vivía gente relacionada con caballos. El olor me recordaba a caballos, botas, sillas de montar o algo así. Estiércol. Como una cuadra. Era el mismo olor a establo que había en el primer apartamento que compré. Pero allí tampoco vivía gente aficionada a los caballos. Resultó ser suciedad y humedad. Durante años había goteado agua de los radiadores sobre la moqueta y el parqué, sin que nadie hubiera hecho nada por evitarlo. Con el tiempo el agua se fue filtrando por el suelo, buscando su camino hasta el desagüe. Ahí se había instalado una familia de ratas. Cuando por fin se reparó en el estropicio, los fontaneros rellenaron el agujero con paja y lo cubrieron con una fina capa de cemento. Sin embargo, aún se nota una especie de olor a cloaca en el apartamento.

– ¿Lo cual quiere decir…? -preguntó Erlendur.

– Que me parece que éste es el mismo olor, sólo que aquí es aún peor. Humedad, suciedad y ratas de cloaca.

– Tuve una reunión con Marion Briem -dijo Erlendur-. Marion había leído todo lo que encontró acerca de Las Marismas y llegó a la conclusión de que lo más importante es que son marismas.

Elinborg y Sigurdur Óli se miraron, con cara de no entender nada.

– Antes Las Marismas era un pequeño pueblo independiente, aquí en medio de Reikiavik -siguió Erlendur-. Las casas se construyeron durante y después de la guerra. Cuando Islandia se convirtió en república, las calles se bautizaron con los nombres de los héroes de las sagas islandesas: avenida de Gunnar, calle de Skeggi, etcétera. Aquí se ha reunido una fauna variopinta procedente de todas las capas sociales, desde gente de clase media hasta gente rica, con sus casas señoriales, pasando por gente que no sabe dónde caerse muerta y alquila un sótano barato como éste. Hay muchos pisos aquí en Las Marismas donde vive gente mayor como Holberg, pero la mayoría están mucho mejor conservados que éste. Todo eso según Marion.

Erlendur hizo una breve pausa.

– Otra cosa típica de Las Marismas es que abundan los sótanos. Antiguamente no eran viviendas, pero más tarde muchos propietarios los habilitaron, instalando cocinas y levantando paredes para hacer habitaciones. Al principio, estos sótanos se utilizaban como zonas de trabajo. ¿Cómo lo llamó Marion? Para el servicio. ¿Sabéis qué quiero decir?

Los dos negaron con la cabeza.

– Claro, sois muy jóvenes -dijo Erlendur, a sabiendas de que no les gustaba esa expresión-. En estos sótanos había pequeños habitáculos para las chicas del servicio. Entonces las mejores casas tenían criadas, cuyas habitaciones estaban en agujeros como éste. Aquí también estaba el lavadero, un cuarto para desmenuzar el cordero y preparar las conservas, las despensas, un cuarto de baño y cosas por el estilo.

– Y no olvides que esto son marismas -dijo Sigurdur Óli con sorna.

– ¿Intentas decirnos algo que valga la pena? -preguntó Elinborg.

– Debajo de estos sótanos hay una base… -explicó Erlendur.

– Eso es algo muy curioso -le comentó Sigurdur Óli a Elinborg.

– … como debajo de cualquier casa -siguió Erlendur sin dejar que el sarcasmo de Sigurdur Óli le molestara-. Si hablaseis con un fontanero, como hizo Marion Briem…

– Pero bueno, ¿qué es todo ese rollo de Marion Briem? -preguntó Sigurdur Óli.

– … os enteraríais de que a menudo se les requiere aquí en Las Marismas para solucionar la clase de problemas que acostumbran a surgir muchos años después de construir una casa sobre unas marismas. Hay edificios que tienen problemas y otros que no. Las fachadas suelen indicar si los hay. Muchas casas aparecen cubiertas con arenisca de concha, que se distingue claramente en la parte inferior del paramento de la fachada, donde se ve un trozo de cincuenta a ochenta centímetros de cemento descubierto. El problema es que el terreno se hunde. También se hunde dentro de la casa.

Erlendur descubrió que la sonrisa se había borrado de las caras de sus compañeros.

– En el negocio inmobiliario, esto se llama vicio oculto y es un quebradero de cabeza. Cuando el terreno se hunde, se forma una presión y las cloacas revientan bajo el suelo. Sin que los habitantes lo sepan, las aguas sucias del váter van a parar directamente a los fundamentos del edificio. Eso puede estar sucediendo durante bastante tiempo sin que sea advertido, ya que el olor no traspasa el suelo. Por otro lado, se van formando manchas de humedad, porque en muchas de estas casas viejas el desagüe del agua caliente pasa junto a la cloaca y cuando la tubería revienta también gotea sobre los cimientos, de manera que se calienta el sustrato y se crea un vaho que sube hacia arriba. El parqué se hincha.

Erlendur ya había captado la atención de sus compañeros.

– ¿Y todo eso te lo dijo Marion? -preguntó Sigurdur Óli.

– Entonces es preciso romper el suelo -continuó Erlendur-, y bajar hasta el subsuelo para reparar la tubería. Los fontaneros le contaron a Marion que a veces, cuando tenían que perforar el suelo, debajo no había nada. Hay sitios donde la placa del suelo es relativamente delgada y debajo no hay nada más que aire. El terreno se ha hundido medio metro o un metro entero. Todo debido a la marisma.

Sigurdur Óli y Elinborg se miraron.

– Entonces, ¿esto está hueco aquí debajo? -preguntó Elinborg dando pisadas en el suelo.

Erlendur sonrió.

– Marion incluso encontró a un fontanero que había venido a esta casa el mismísimo año de la fiesta de la República. Mucha gente recuerda aquella fecha y por eso el fontanero se acordaba perfectamente de que había venido aquí por un problema de humedad en el suelo.

– ¿Qué nos quieres decir? -preguntó Sigurdur Óli.

– El fontanero abrió el suelo. La placa no es muy espesa. Debajo hay espacios huecos y el hombre aún no se explica por qué Holberg no le dejó que terminara el trabajo.

– ¿Cómo?

– Abrió el suelo y reparó la tubería; entonces Holberg le dijo que se fuera, que ya terminaría él. Y así lo hizo.

Se quedaron en silencio hasta que a Sigurdur Óli se le agotó la paciencia.

– ¿Marion Briem? -exclamó-. ¡Marion Briem!

Repitió el nombre varias veces como si no entendiera nada. Erlendur tenía razón. Sigurdur Óli era demasiado joven para acordarse de cuando Marion trabajaba en el cuerpo de policía.

– Un momento. ¿Marion? ¿Qué clase de nombre es ése? ¿Es un hombre o una mujer?

Sigurdur Óli miró a Erlendur con expresión interrogante.

– A veces también yo me lo pregunto -contestó Erlendur, y sacó el móvil de su bolsillo.

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