LIBRO SIETE Día 292.495.940

1. EL VALLE DEL TÁMESIS

Las manecillas de los indicadores cronométricos giraban como remolinos. El Sol se convirtió en una raya de fuego, luego se transformó en un arco brillante, con la Luna convertida en una banda giratoria y fluctuante. Los árboles recorrían las estaciones, casi demasiado rápido para percibirlo. El cielo adoptó un hermoso azul profundo, como un crepúsculo de verano, con las nubes felizmente invisibles.

La forma borrosa de mi casa pronto desapareció. El paisaje se hizo vago, y una vez más la arquitectura espléndida de la Era de las Grandes Edificaciones cubrió como una marea Richmond Hill. No vi ninguna de las peculiaridades que habían caracterizado la construcción de la historia de Nebogipfel: la eliminación de la rotación de la Tierra, la construcción de la Esfera alrededor del Sol, y otras. Observé que la capa de verde profundo fluía por la colina y permanecía allí sin ser interrumpida por el invierno; y supe que había alcanzado la feliz época futura en que el clima cálido había regresado a Gran Bretaña; era una vez más como el Paleoceno, pensé con algo de nostalgia.

Tuve los ojos abiertos en espera de los Observadores, pero no los vi. Los Observadores —aquellas mentes inmensas e inimaginables, producto de los grandes arrecifes del intelecto que habitan la Historia óptima— ya habían acabado conmigo, y tenía mi destino en mis propias manos. Sentí satisfacción por eso y —con el recuento de días superando ya los doscientos cincuenta mil— tiré cuidadosamente de la palanca de parada.

Di un último vistazo a la Luna mientras ésta recorría sus fases menguando hasta la oscuridad. Recordé que me había separado de Weena en la última excursión al Palacio de Porcelana Verde, justo antes de lo que los Elois llamaban las Noches Negras: la oscuridad durante la Luna nueva, cuando los Morlocks surgían e imponían su voluntad sobre los Elois. ¡Qué tonto había sido!, pensaba ahora, cuán impetuoso e irreflexivo —qué poco cuidadoso había sido con la pobre Weena— al haber emprendido esa expedición en un momento tan peligroso.

Bien, pensé, algo siniestro, ahora había regresado; y estaba decidido a enmendar los errores de mi pasado, o morir en el intento.

Con un bandazo, la máquina salió del tumulto gris, y la luz del sol me bañó, pesada, cálida y directa. Los indicadores cronométricos se detuvieron: era el día 292.495.940, el día exacto, en el año 802.701 d.C., en el que había perdido a Weena.

Me senté en la colina familiar. La luz del sol era brillante, y tuve que protegerme los ojos. Como había activado la máquina en el jardín trasero de la casa en lugar del laboratorio, me encontraba unas veinte yardas más abajo del pequeño campo de rododendros que cuando llegué allí por primera vez. A mi espalda, un poco más alto en la colina, vi la forma familiar de la Esfinge Blanca, con su inescrutable media sonrisa congelada para siempre. La base de bronce seguía cubierta de verdín, aunque aquí y allá podía ver las huellas de mis inútiles intentos de penetrar en la cámara interior, para recuperar la Máquina del Tiempo robada: había aplastado las incrustaciones, y la hierba estaba rota y cortada por donde los Morlocks habían arrastrado la máquina hacia el pedestal.

Comprendí con sorpresa que la máquina robada seguía todavía allí. Me era extraño pensar que otra máquina estaba en la oscuridad de la cámara a pocas yardas de mí, ¡mientras yo estaba sentado en una copia, perfecta en todos sus detalles, que brillaba sobre la hierba!

Quité y me guardé las palancas de control, y bajé. Por el ángulo del Sol, juzgué que debían de ser las tres de la tarde, y el aire era cálido y húmedo.

Para tener una mejor visión de todo, caminé hacia el sudeste durante una media milla, hacia la cumbre de lo que había sido Richmond Hill. En mis días la hilera de casas había estado allí, con esas caras fachadas y las amplias vistas del río y los campos al este; ahora, un grupo disperso de árboles había ocupado la cima de la colina —no había ni rastro del conjunto y supuse que incluso los cimientos de las casas debían de haber sido destruidos por la acción de las raíces de los árboles—, pero aun así, al igual que en 1891, el campo se extendía de forma muy atractiva hacia el sur y el este.

Allí había un banco, del metal amarillo que había visto antes; estaba corroído por un óxido rojo, y los brazos tenían forma de animales de algún mito olvidado. Una ortiga, con grandes hojas teñidas hermosamente de marrón, había trepado por el asiento, pero la aparté —no tenia espinas— y me senté, porque tenía calor y estaba sudando.

El Sol estaba bajo en el cielo, hacia el oeste, y su luz se reflejaba en la arquitectura dispersa y en las manchas de agua que moteaban el paisaje verde. El vaho del calor cubría toda la tierra. El tiempo y la paciente evolución geológica habían metamorfoseado el paisaje de mi época; pero podía reconocer varias características, aunque alteradas, y había todavía una belleza ensoñadora en el «incomparable valle del Támesis» del poeta. La banda plateada del río estaba algo alejada de mí; como ya he dicho antes, el Támesis había cortado un recodo de su curso y ahora fluía directamente de Hampton a Kew. Y había profundizado su valle; por eso Richmond estaba ahora en lo alto de un lado de un ancho valle, quizás a una milla del agua. Creí reconocer lo que había sido la isla Glover como una especie de montículo arbolado en el centro del antiguo lecho del río. Petersham Meadows conservaba la mayor parte de su aspecto moderno; pero ahora estaba muy por encima del nivel del río, e imaginaba que la zona debía de ser mucho menos pantanosa que en mis días.

Los grandes edificios de esta era moteaban el paisaje, con sus intrincados pretiles y altas columnas, elegantes y abandonadas; había agujas de huesos arquitectónicos a los lados cubiertos de verde de la colina. Quizás a una milla de mí vi aquel enorme edificio, una masa de granito y aluminio, al que había trepado en mi primer día. Aquí y allá enormes figuras, tan hermosas y enigmáticas como la Esfinge, levantaban la cabeza del verde general y por todas partes vi las cúpulas y chimeneas que eran la firma de los Morlocks. Las enormes flores de esos últimos días estaban por todas partes, con sus resplandecientes pétalos blancos y sus brillantes hojas. No por primera vez, aquel paisaje, con esas flores hermosas y extraordinarias, las pagodas y cúpulas acurrucadas por entre la vegetación, me recordaron a los Reales Jardines Botánicos de Kew de mi época; era un Kew que había cubierto Inglaterra, y se había desarrollado salvaje y sin cuidados.

En el horizonte había un gran edificio que no había notado antes. Casi se perdía en la niebla del noreste, en la dirección del moderno Windsor; pero estaba demasiado lejos y apagado por la distancia para distinguir detalles. Me prometí que algún día iría de exploración hasta Windsor porque seguro que, si algo de mi época había sobrevivido a la evolución y al abandono de los milenios, sería la reliquia de una torre normanda.

Me volví y vi que el paisaje se extendía en la dirección de Banstead, y distinguí un conjunto de bosquecillos y colinas, con el brillo del agua aquí y allá, que me eran familiares de mis primeras exploraciones. Y era en aquella dirección —quizás a una distancia de dieciocho o veinte millas— donde se encontraba el Palacio de Porcelana Verde. Mirando en aquella dirección creí distinguir la punta de los pináculos de la estructura; pero mis ojos no son lo que eran y no estaba seguro.

Había ido hasta el Palacio, con Weena, en busca de armas y otras provisiones con las que luchar contra los Morlocks. De hecho, ¡si recordaba bien, yo —mi primer yo— debía de estar recorriendo en ese preciso momento el interior de las pulidas paredes verdes!

A unas diez millas se interponía una barrera entre el Palacio y yo: un nudo de bosque negro. Incluso bajo la luz del día, formaba una mancha obscura y siniestra de al menos una milla de ancho. Llevando a Weena, seguro que había atravesado aquel bosque la primera vez, porque habíamos esperado la luz del día para recorrerlo; pero la segunda vez, en nuestro regreso del Palacio (¡esa misma noche!) dejaría que mi impaciencia y fatiga me obnubilasen. Decidido a volver a la Esfinge lo antes posible, y ponerme a trabajar para recuperar la máquina, me introduciría en el bosque en la obscuridad —y me dormiría— y los Morlocks nos atacarían y se llevarían a Weena.

Sabía que había tenido suerte de escapar con vida de esa estupidez; y en lo que se refería a la pobre Weena…

Pero ahora dejé a un lado esos pensamientos vergonzosos, porque estaba allí, me recordé a mí mismo, para enmendarlo.

Tenía tiempo de llegar al bosque antes del anochecer. Por supuesto, no tenía armas, pero mi propósito no era enfrentarme a los Morlocks —ya había abandonado ese impulso— sino simplemente rescatar a Weena. Y para eso, pensaba, no necesitaría armas más poderosas que mi intelecto y mis puños.

2. UNA CAMINATA

La Máquina del Tiempo parecía muy expuesta en la colina con el cobre y el níquel brillando y —aunque no tenía intención de emplearla de nuevo— decidí esconderla. Había un bosquecillo cerca, y arrastré la máquina hasta allí y la cubrí con ramas y hojas. Eso requirió algo de esfuerzo —la máquina era abultada—; me dejó sudoroso, y los carriles marcaron senderos profundos en el césped por donde la había arrastrado.

Descansé unos minutos, y entonces, decidido, emprendí el camino en dirección a Banstead.

Había recorrido apenas cien yardas cuando oí voces. Por un momento me sorprendí, pensando —a pesar de la luz del día— que podrían ser Morlocks. Pero las voces eran muy humanas y hablaban el idioma simple característico de los Elois. Un grupo de cinco o seis de aquellas pequeñas gentes salió de un bosquecillo por un camino que llevaba a la Esfinge. Me sorprendió de nuevo cuán pequeños y ligeros eran, no mayores que un niño de mi época, ya fuesen masculinos o femeninos, y vestidos con aquellas simples túnicas y unas sandalias púrpura.

Las similitudes con mi primera llegada a aquella época me resultaron evidentes; porque me había encontrado por casualidad con un grupo similar de Elois. Recordé que se me habían aproximado sin miedo —más bien con curiosidad— y se habían reído y hablado conmigo.

Sin embargo, ahora venían circunspectos; de hecho, creo que algo temerosos. Abrí las manos y sonreí, intentando dar a entender que no iba a hacerles daño; pero conocía muy bien la causa de su nueva disposición de ánimo: ya habían visto el errático y peligroso comportamiento de mi anterior yo, especialmente cuando estuve desquiciado después de perder la Máquina del Tiempo. ¡Los Elois tenían derecho a ser cuidadosos!

No los forcé y los Elois pasaron a mi lado, subiendo por la colina hacia los rododendros; tan pronto como me dejaron atrás retomaron su conversación.

Me encaminé por el campo hacia el bosque. Por todas partes veía los pozos que llevaban al mundo subterráneo de los Morlocks, y que emitían, si me acercaba lo suficiente para oírlo, el implacable ritmo de sus grandes máquinas. La frente y el pecho se me llenaron de sudor —porque el día era caluroso, a pesar de que el sol de la tarde se ocultaba— y sentí que la respiración se me hacía pesada.

Con mi inmersión en aquel mundo, parecía que también se despertaban mis emociones. Weena, a pesar de ser una criatura limitada, había mostrado afecto, la única criatura de todo ese mundo de 802.701 que lo había hecho; y su pérdida me había causado la tristeza más absoluta. Pero cuando relaté mis aventuras a mis compañeros, al lado del brillo familiar de la chimenea en 1891, la tristeza se había tornado en una pálida sombra de sí misma; Weena se había convertido en la memoria de un sueño, en algo irreal.

Bien, ahora estaba allí una vez más, recorriendo los campos familiares, y toda la tristeza primitiva regresó —como si nunca se hubiese ido e impulsaba mis pasos.

Mientras caminaba sentí mucha hambre. Me di cuenta de que no recordaba la última vez que había comido —debió de ser antes de que Nebogipfel y yo partiésemos de la Tierra Blanca—, aunque, especulaba, mejor sería decir que aquel cuerpo no había comido, si había sido reconstruido por los Observadores como daba a entender Nebogipfel. Bien, a pesar de las precisiones filosóficas, el hambre hacía resonar mis tripas y el calor empezaba a hacer mella en mí. Pasé cerca de un salón comedor —un gran edificio gris de piedra tallada —y me desvié de mi ruta.

Entré por un portal tallado, con su ornamentación muy maltratada por el tiempo y destrozada. En su interior encontré una única cámara grande cuyo suelo estaba formado por los bloques del metal duro y blanco que había visto antes, marcado por los suaves pies de innumerables generaciones de Elois. Planchas de piedra pulida formaban las mesas, y había montones de fruta; y alrededor de las mesas había pequeños grupos de Elois, con sus hermosas túnicas, comiendo y molestándose unos a otros como pájaros enjaulados.

Me quedé de pie con mi digno equipo de jungla. Aquella reliquia del Paleoceno estaba bastante fuera de lugar en medio de aquella belleza iluminada por el sol, ¡y consideré que los Observadores podrían haberme vestido de forma más elegante! Un grupo de Elois se acercó a mí y se apretujaron a mi alrededor. Sentí las pequeñas manos sobre mí, como tentáculos suaves, tirando de mi camisa. Las caras tenían las bocas pequeñas, las barbillas marcadas y las pequeñas orejas características de su raza, pero parecía que eran un conjunto distinto de aquellos que había encontrado cerca de la esfinge; aquellos pequeños seres no tenían una gran memoria y por tanto no tenían miedo de mí.

Había vuelto para rescatar a uno de ellos, no para cometer los actos bárbaros que habían desfigurado mi anterior visita; así que me rendí a su inspección con buen humor y manos abiertas.

Me dirigí a las mesas, seguido por una pequeña manada de Elois. Encontré un montón de fresas hipertrofiadas y me las metí en la boca; y no tardé mucho en encontrar varias muestras de la fruta blanca de cáscara triangular que había sido mi favorita en mi anterior viaje. Recogí un montón que consideré suficiente, encontré la esquina más oscura y me senté a comer, rodeado por una pared de Elois curiosos.

Sonreí a los Elois dándoles la bienvenida e intenté recordar los fragmentos de su sencilla lengua que había aprendido antes. Al hablar sus caras se acercaron a mí con los ojos dilatados en la oscuridad y los labios abiertos como los de los niños. Me relajé. Creo que era la facilidad del encuentro, la humanidad básica, lo que entonces penetró en mí: ¡recientemente había sufrido demasiadas experiencias extrañas e inhumanas! Los Elois no eran humanos, lo sabía —a su modo me eran tan extraños como los Morlocks—, pero eran una buena imitación.

Me pareció que sólo cerré los ojos.

Desperté sobresaltado. ¡Había oscurecido! Había menos Elois cerca de mí y sus ojos amables e incondicionales parecían brillar en las tinieblas.

Me levanté asustado. Las cáscaras de las frutas y las flores cayeron de mi cuerpo, donde habían sido colocadas por los juguetones Elois. Corrí por la cámara principal. Ahora estaba muy llena de Elois, y dormían en pequeños grupos sobre el suelo de metal. Salí por fin por la puerta a la luz del día…

¡O más bien a lo poco que quedaba dé la luz del día! Mirando frenético a mi alrededor, vi que apenas era visible una fracción de Sol —apenas una uña, apoyada en el horizonte occidental—, y al este vi un único planeta brillante, quizá Venus.

Grité y alcé los brazos al cielo. Después de toda mi determinación interna de que arreglaría las tonterías impetuosas del pasado, ¡me había dormido durante una tarde, del todo indolente!

Fui al sendero que había seguido y me dirigí al bosque. ¡Vaya con mi plan de llegar antes del anochecer! A medida que el ocaso se cerraba a mi alrededor, vi fantasmas blancuzcos y grises en el límite de mi visión. Me volví ante cada una de las apariciones, pero huían manteniéndose fuera de mi alcance.

Las formas eran, por supuesto, Morlocks —los brutales y astutos Morlocks de aquella historia— y me seguían con las silenciosas habilidades cazadoras que poseían. Mi decisión anterior de que no iba a necesitar un arma para aquella expedición me comenzó a parecer una tontería, y me dije que tan pronto como llegase al bosque buscaría una rama caída o algo similar que me pudiese servir como maza.

3. EN LAS TINIEBLAS

Tropecé varias veces en el terreno desigual, y me habría torcido el tobillo, creo, si no hubiese sido por las botas militares.

Para cuando llegué al bosque ya era completamente de noche.

Examiné la extensión malsana y húmeda de bosque oscuro. La futilidad de mi meta se me hizo evidente. Recordé que me había parecido que me rodeaba una gran cantidad de Morlocks: ¿cómo iba a encontrar al puñado malévolo que se había llevado a Weena?

Pensé en meterme en el bosque —recordaba, más o menos, el camino que había seguido la primera vez— y encontrarme con mi otro yo y Weena. Pero comprendí inmediatamente la estupidez de la idea. Para empezar, porque me había perdido durante mi enfrentamiento con los Morlocks y había acabado huyendo por el bosque más o menos al azar. Y además, no tenía protección: en la oscuridad del bosque sería muy vulnerable. Sin duda armaría una buena escabechina con algunos de ellos antes de que me redujesen, pero me acabarían reduciendo, sin duda; y de cualquier forma esa batalla no era mi objetivo.

Por eso, retrocedí un cuarto de milla hasta que llegué a un altozano que miraba al bosque.

La oscuridad me rodeaba y las estrellas emergieron en toda su gloria. Como ya había hecho una vez antes, me distraje buscando rastros de las viejas constelaciones, pero el gradual movimiento propio de las estrellas había distorsionado las imágenes familiares. Aun así, el planeta que había notado antes brillaba sobre mí, tan fiel como un verdadero amigo.

La última vez que había estudiado el cielo alterado, tenía a Weena a mi lado, envuelta en mi chaqueta para darse calor, y habíamos descansado de noche mientras nos dirigíamos al Palacio de Porcelana Verde.

Recordaba mis pensamientos de entonces: había reflexionado sobre la pequeñez de la vida terrenal, en comparación con la migración milenaria de las estrellas, y me había invadido, brevemente, un triste aislamiento al admirar la grandeza del tiempo por encima de las inquietudes terrenales.

Pero ahora, me parecía, ya había acabado con eso. Había tenido perspectivas más que suficientes de infinitos y eternidades; me sentía impaciente y tenso. Era, y siempre lo había sido, nada más que un hombre, y me había sumergido por completo de nuevo en las preocupaciones cotidianas de la humanidad. Ahora sólo mis proyectos personales llenaban mi mente.

Aparté la vista de las remotas estrellas insondables y la dirigí al bosque que tenía frente a mí. Y un suave resplandor rosa comenzó a extenderse por el horizonte sudoccidental. Me puse en pie y di unos pasos de baile, tal era mi júbilo. ¡Era la confirmación dé que después de todas mis aventuras había terminado en el día correcto, de entre todos los posibles días, en ese siglo remoto! Porque el resplandor era el fuego del bosque, un fuego que yo mismo había empezado con descuidada despreocupación.

Luché por recordar qué había pasado a continuación en aquella noche fatídica, la secuencia exacta…

El fuego que había encendido era una cosa nueva y maravillosa para Weena, y había querido jugar con las llamas rojas; me vi obligado a retenerla para que no se arrojase en la luz líquida. Luego la cogí —a pesar de sus esfuerzos— y nos internamos en el bosque con la luz del fuego señalando el camino.

Pronto dejamos atrás el resplandor de las llamas, y caminamos en la oscuridad interrumpida únicamente por pedazos de cielo azul entrevistos entre las ramas. No pasó mucho tiempo en aquella oleosa oscuridad antes de que oyese el sonido de pies pequeños, el suave arrullo de voces a nuestro alrededor; recuerdo un tirón en la chaqueta y luego en la manga.

Había dejado a Weena en el suelo para buscar las cerillas, y hubo una lucha a la altura de mis rodillas porque los Morlocks, como insectos persistentes, habían caído sobre su pobre cuerpo. Encendí una cerilla, cuando se iluminó su cabeza vi una fila de blancas caras de Morlock, iluminadas como por un flash, todas vueltas hacia mí con sus ojos rojo grisáceo, y entonces, en segundos, huyeron.

Había decidido encender otro fuego y esperar la mañana. Había encendido alcanfor y lo había colocado en el suelo. Había arrancado ramas secas de los árboles, y había encendido un fuego de madera verde…

Me puse de puntillas, e intenté mirar a lo más alto del bosque. Deben imaginarme en medio de aquella oscuridad, bajo un cielo sin Luna, y el fuego que se extendía en la parte más alejada del bosque como única iluminación.

Allá —¡lo tenía!— una línea de humo se enredaba en el aire, formando una silueta estrecha contra el brillo de fondo. Ése debía ser el sitio donde había decidido establecer el campamento. Estaba a cierta distancia —quizás a unas dos millas hacia el este, en lo más profundo del bosque—, y sin pensármelo más me metí en el bosque.

Durante un rato no oí nada más que el sonido de las ramitas al romperse bajo mis pies y el rugido remoto y somnoliento del incendio. La oscuridad sólo estaba truncada por el resplandor del incendio, y por fragmentos de cielo azul profundo sobre mi cabeza. Sólo podía ver las raíces y troncos que me rodeaban como siluetas y tropecé varias veces. Luego oí pasos a mis alrededor, tan suaves como la lluvia, y el extraño murmullo que es la voz de los Morlocks. Sentí un tirón en la manga, algo en el cinturón y dedos en el cuello.

Lancé los brazos a mi alrededor. Golpeé carne y hueso y mis asaltantes cayeron; pero sabía que el alivio sería temporal. Y, por supuesto, los pasos me envolvieron de nuevo a los pocos segundos y tuve que avanzar a través de una especie de lluvia de toques, de pezuñas frías y atrevidos y agudos pellizcos, de enormes ojos rojos que me rodeaban.

Era el regreso a mi peor pesadilla, ¡a la terrible oscuridad que había temido toda mi vida! Pero persistí y no me atacaron, al menos no abiertamente. Podía detectar que los Morlocks se movían cada vez con mayor rapidez a medida que el resplandor remoto incrementaba su brillo.

Y entonces, de pronto, olí algo en el aire: era débil, y casi se perdía en el humo…

Eran vapores de alcanfor.

Debía de estar a unas yardas del lugar donde los Morlocks nos habían atacado a mí y a Weena mientras dormíamos, ¡el lugar donde había luchado y había perdido a Weena!

Me encontré con un gran grupo de Morlocks, una acumulación apenas visible entre los árboles. Se arrastraban unos sobre otros como gusanos, deseosos de unirse a la pelea o la comilona, formando una masa que no recordaba haber visto antes. En medio vi que un hombre luchaba. Quedaba oculto por la masa de Morlocks, y le cogieron el cuello, pelos y brazos, y cayó a tierra. Pero entonces vi un brazo surgir de la confusión sosteniendo una barra de hierro —recordé que la había arrancado de una máquina en el Palacio de Porcelana Verde—, y la blandió vigorosamente contra los Morlocks. Se alejaron de él brevemente y pudo hacerse fuerte contra los árboles. El cabello le sobresalía alrededor de la cabeza ancha, y llevaba en los pies sólo calcetines rotos y manchados de sangre. Los Morlocks, frenéticos, se le echaron encima otra vez, y él agitó la barra de hierro y oí el sonido sordo de las caras de Morlock al romperse.

Durante un momento pensé en ayudarle; pero sabía que era innecesario. Sobreviviría para salir tambaleándose del bosque —solo y llorando a Weena— y recuperaría la Máquina del Tiempo de manos de los Morlocks. Permanecí en la sombra de los árboles, y estoy seguro de que no me vio…

Pero comprendí que Weena ya había desaparecido: ¡en ese momento del conflicto, ya la había perdido a manos de los Morlocks!

Me giré desesperado. Una vez más había perdido la concentración. ¿Había fallado ya? ¿La había perdido de nuevo?

Para entonces el temor de los Morlocks al incendio se había asentado del todo, y huían en una riada del resplandor, con las espaldas peludas y encorvadas manchadas de rojo. Entonces vi una hilera de Morlocks, cuatro, avanzando por entre los árboles lejos del fuego

Llevaban algo: algo inconsciente, pálido, fláccido, con rastros de blanco y oro…

Rugí y me lancé por entre el follaje. Las cuatro cabezas de los Morlocks giraron hasta que sus ojos rojos estuvieron fijos en mí; entonces levanté el puño y lo lancé contra ellos.

No fue una gran pelea. Los Morlocks dejaron su preciosa carga; se enfrentaron a mí pero les distraía el brillo creciente a sus espaldas. Un pequeño bruto cerró los dientes en mi muñeca, pero le golpeé en la cara, sintiendo el choque de huesos, y a los pocos segundos me soltó; y los cuatro huyeron.

Me incliné y recogí a Weena del suelo —la pobre criatura era tan ligera como una muñeca— y mi corazón casi se rompe al ver su estado. El vestido estaba roto y manchado, la cara y el pelo dorado estaban cubiertos por cenizas y humo, y pensé que había sufrido una quemadura en una mejilla. Noté también los alfilerazos de dientes de Morlock en la carne suave del cuello y en los antebrazos.

Estaba inconsciente y no sabía si respiraba; pensé que incluso podía estar muerta.

Con Weena en los brazos, corrí por el bosque.

En la oscuridad llena de humo no podía ver; había un incendio que ofrecía un resplandor rojo y amarillo, pero convertía el bosque en un lugar de sombras cambiantes que engañaban al ojo. Varias veces choqué con los árboles, o tropecé en algún relieve del terreno; y me temo que Weena sufrió varios golpes en el proceso.

Estábamos en medio de una corriente de Morlocks, que huían del fuego con tanto vigor como yo. Sus espaldas peludas brillaban rojas bajo las llamas, y sus ojos eran discos de claro sufrimiento. Corrían por el bosque, chocando con los árboles y golpeándose los unos a los otros con sus pequeños puños; o se arrastraban por el suelo, gimiendo, buscando alivio ilusorio del calor y la luz. Cuando chocaban conmigo, les golpeaba y les daba patadas para mantenerlos alejados; pero estaba claro que, al estar ciegos, no eran una gran amenaza para mí y después de un rato descubrí que era muy fácil mantenerlos lejos.

Ahora que me había acostumbrado a la dignidad tranquila de Nebogipfel, la naturaleza bestial de esos Morlocks primitivos, con sus mandíbulas caídas, el pelo sucio y revuelto y la postura inclinada —algunos incluso corrían arrastrando las manos por el suelo—, era muy desoladora.

De pronto llegamos al límite del bosque; salí de los últimos árboles y me encontré corriendo por un prado.

Tomé grandes bocanadas de aire y me volví para mirar el bosque en llamas. El humo subía, formando una columna que llegaba al cielo, oscureciendo las estrellas; y vi, en el corazón del bosque, enormes llamas —de cientos de pies de alto— que se erguían como edificios.

Los Morlocks seguían huyendo del resplandor, pero en menor número; los que salían del bosque estaban desaliñados y heridos.

Di la vuelta, y caminé a través de hierba larga y dura. Al principio sentía un calor intenso en la espalda; pero después de una milla se había reducido, y el resplandor carmesí del incendio se convirtió en un brillo más débil. Después de eso ya no vimos más Morlocks.

Atravesé una colina, y en el valle tras ella llegué a un lugar que había visitado antes. Había acacias, varios dormitorios y una estatua —incompleta y rota— que me había recordado a un fauno. Caminé hacia el interior del valle, y acunado en sus recodos encontré un riachuelo que recordaba. Su superficie, turbulenta y desigual, reflejaba la luz de las estrellas. Me senté en la orilla y dejé cuidadosamente a Weena en el suelo. El agua era fría y corría rápida. Me arranqué una tira de la camisa y la mojé en el agua; con ella limpié la pobre cara de Weena, y dejé caer algo de agua en su boca.

Así, con la cabeza de Weena acunada en mi regazo, me senté durante el resto de la Noche Negra.

Por la mañana lo vi salir del bosque quemado en un estado deplorable. Su rostro estaba pálido como el de un fantasma y tenía cortes sin curar en la cara, la chaqueta llena de polvo y sucia, una cojera peor que la de un vagabundo cansado y los pies sangrantes envueltos en hierbas. Sentí compasión —o quizá vergüenza— al verlo así: ¿era realmente yo?, me pregunté. ¿Me había mostrado de esa forma a mis amigos, a mi regreso después de mi primera aventura?

De nuevo sentí el impulso de ofrecerle ayuda; pero sabía que no la necesitaba. Mi otro yo dormiría su cansancio en el brillante día y después, al llegar la noche, volvería a la Esfinge Blanca para recuperar la Máquina del Tiempo.

Finalmente —después de una última lucha contra los Morlocks se iría, en un torbellino atenuado.

Me quedé con Weena en el río, y la cuidé mientras el sol trepaba por el cielo, y recé para que despertase.

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