LIBRO CINCO La Tierra Blanca

1. CONFINAMIENTO

Abrí los ojos, o más bien tuve la sensación de que retiraban mis párpados, o que me los cortaban. Mi vista estaba borrosa, mi visión del mundo refractada; me pregunté si mis globos oculares estaban helados, quizá congelados por completo. Fijé la vista en un punto al azar en el cielo sin estrellas; en la periferia de la visión vi rastros de verde —¿quizá la Luna?—, pero no podía volverme para mirar.

No respiraba. ¡Es fácil decirlo, pero es difícil expresar la ferocidad de ese descubrimiento! Me sentí como si me hubiesen sacado de mi cuerpo; no sentía ninguno de los ruidos mecánicos —el sonido de la respiración y el corazón, el millón de pequeños dolores musculares— que forman, sigilosos, la superficie de nuestras vidas humanas. Era como si todo mi ser, toda mi identidad, se hubiese reducido a aquella mirada fija.

Deberías sentir miedo, pensé; debería haber luchado por respirar, como si me ahogase. Pero no tenía esas necesidades: me sentía adormilado, como en un sueño, como si me hubiesen transformado en un espíritu.

Fue la falta de terror, creo, lo que me convenció de que estaba muerto.

Ahora una forma se movía encima de mí, interponiéndose entre el cielo y la línea de mi mirada. Era más o menos piramidal, sin contornos claros; era como una montaña, todo en sombras, flotando encima de mí.

Por supuesto, reconocí aquella aparición: era la cosa que se había plantado frente a mí cuando yacíamos en el hielo. Ahora la máquina —porque eso pensé que era— se acercó a mí. Se desplazaba con un extraño movimiento fluido; si piensan en la arena de un reloj de arena al caer en un movimiento compuesto de granos al girarlo, tendrán una idea del efecto. Vi, en el límite de la visión, que los bordes difusos de la base de la máquina se movían sobre mi pecho y estómago. Entonces sentí una serie de picaduras —pequeños zarpazos— en el pecho y la barriga.

¡La sensibilidad había vuelto! Y con la rapidez de un disparo de rifle. Sentí unos arañazos débiles contra la piel del pecho, como si cortasen tela y la doblasen. Los pinchazos se hicieron más profundos; era como si pequeños palpos de insecto llegasen hasta el interior de la piel, infestándome. Sentí dolor, un millón de pequeños pinchazos de aguja penetrando en mi interior.

Nada de muerte. ¡Vaya con la incorporeidad! Y al comprender que seguía existiendo, volvió el miedo, instantáneamente, ¡y en un torrente brutal de productos químicos que corrían agitados por mi interior!

Ahora, la imponente sombra de la criatura montaña, desenfocada y ominosa, avanzó aún más por mi cuerpo, hacia la cabeza. ¡Pronto estaría cubierto! Quería gritar, pero no podía sentir ni la boca, ni los labios, ni el cuello.

Nunca, en todos mis viajes, me he sentido tan indefenso como en aquella ocasión. Me sentí abierto, como una rana sobre una mesa de disección.

En aquel momento final, sentí que algo se movía sobre mi mano. Sentía en ella un frío indefinido, un roce de pelos: era la mano de Nebogipfel que sostenía la mía. Me pregunté si estaba tendido a mi lado, mientras se realizaba aquella horrorosa vivisección. Traté de cerrar los dedos, pero no podía mover ni un músculo.

La sombra piramidal me llegó a la cara, y el amigable trozo de cielo quedó oscurecido. Sentí agujas que se me clavaban en el cuello, mejillas, barbilla y frente. Sentí un pinchazo —un picor insoportable— en la superficie de los ojos. Deseé desviar la mirada, cerrar los ojos; pero no podía: ¡era la tortura más exquisita que puedo imaginar!

Entonces, con aquel fuego intenso que penetraba incluso en mis globos oculares, mi último eslabón de conciencia se rompió.


Cuando desperté, el retorno no tuvo ninguno de los atributos de pesadilla de la primera vez. Desperté al mundo a través de una capa de sueños bañados por el sol: navegaba por visiones fragmentarias de arena, bosques y océanos; gusté una vez más bivalvos salados y duros; y yací con Hilary Bond en el calor y la oscuridad.

Así, lentamente, me llegó el despertar.


Yacía sobre una superficie dura. Mi espalda, que respondía con una punzada cuando intentaba moverme, era muy real; como lo eran las piernas abiertas, los brazos y los dedos, el ruido mecánico del aire por los agujeros de la nariz y el pulso de la sangre en las venas. Yacía en la oscuridad —completa y absoluta—, pero aquel hecho, que antes me hubiese aterrorizado, ahora me parecía accesorio, porque de nuevo estaba vivo, rodeado por el murmullo mecánico de mi cuerpo. ¡Sentí alivio, puro e intenso, y dejé escapar un grito de alegría!

Me senté. Cuando puse las manos en el suelo encontré allí partículas gruesas, como si una capa de arena cubriese una superficie más dura. Aunque sólo llevaba la camisa, los pantalones y las botas sentía calor. Seguía en la más completa oscuridad; pero los ecos de aquel grito tonto regresaron a mis oídos y tuve la sensación de estar en un lugar cerrado.

Volví la cabeza de un lado a otro buscando una ventana o puerta; pero fue inútil. Sin embargo, percibí una presión en la cabeza —algo sujeto a la nariz— y cuando levanté las manos para investigar encontré allí una gafas pesadas en las que el vidrio formaba una sola pieza con la montura.

Probé aquel dispositivo… y la habitación se llenó de luz brillante.


Al principio me deslumbró, y cerré los ojos todo lo que pude. Me quité las gafas y descubrí que la luz desaparecía dejándome nuevamente en las tinieblas. Y cuando me volví a colocar las gafas, la luz regresó.

No fue un gran esfuerzo para mi ingenio entender que la oscuridad era la realidad; y que la luz era producida para mí por las gafas, que había activado sin querer. Aquellas lentes eran equivalentes a las gafas de Nebogipfel, que el pobre Morlock había perdido en la tormenta del Paleoceno.

Los ojos se ajustaron a la oscuridad; me puse en pie y me investigué. Estaba entero y parecía sano; no pude encontrar en manos y brazos rastros de la acción difusa de la criatura piramidal sobre la piel. Sin embargo, noté una serie de marcas blancas en la tela de la camisa y pantalones; cuando las repasé con los dedos, encontré costuras onduladas, como si hubiesen intentado reparar las ropas de forma algo burda.

Me encontraba en una cámara de unos doce pies de ancho y otros tantos de alto; hasta aquel momento era la habitación más extraña que había visitado en todos mis viajes por el tiempo. Para imaginarla, deben comenzar con una habitación de hotel de finales del siglo diecinueve. Pero la habitación no tenía la estructura rectangular común en mi época; al contrario, era un cono redondo, algo similar a una tienda. No había puerta, ni mobiliario de ningún tipo. El suelo estaba recubierto de una capa uniforme de arena, en la que podía ver las marcas del lugar donde había dormido.

En las paredes había un papel chillón —un invento púrpura y abarrotado— y lo que parecían marcos de ventana flanqueados por cortinas gruesas. Pero los marcos no tenían vidrio sino paneles cubiertos por el mismo papel.

No había fuentes de luz en la habitación. En su lugar, un brillo difuso y continuo inundaba el aire, como la luz en un día nuboso. Ya me había convencido de que la luz que veía era producto de las gafas más que algo físico. El techo era una confusión barroca, decorado con pinturas increíbles. Aquí y allá en la cascada barroca podía distinguir fragmentos de formas humanas, pero tan confusos y distorsionados que no podía seguirlos: no era grotesco, sino más bien torpe y desorientado, como si el artista hubiese tenido la habilidad de un Miguel Ángel pero la visión de un niño retrasado. Y así era: ¡los elementos, supongo, de una habitación de hotel barata de mi época transformados por aquella peculiar geometría en un producto onírico!

Caminé un poco y las botas apretaron la arena. No encontré uniones en las paredes, ni rastros de puertas. En un lado de la habitación había un cubículo, de unos tres pies de lado, hecho de porcelana blanca. Cuando dejé la arena y entré en la plataforma de porcelana, inesperadamente salió vapor silbando de unos agujeros en las paredes. Me eché atrás, sorprendido, y los chorros se apagaron; el vapor bailaba alrededor de mi rostro.

Encontré una serie de tazones en la arena. Tenían el ancho de una mano y eran bajos, como platos. Algunos de los tazones contenían agua y los otros, trozos de comida: alimentos simples, como fruta, nueces, bayas y cosas por el estilo, pero nada que pudiese reconocer de inmediato. Sediento, vacié un par de tazones. Los encontré difíciles de manejar; al ser bajos, tenían tendencia a derramarme el contenido sobre la barbilla, y se parecían tanto a una taza, pensé, como los platos que uno utiliza para dar de beber al gato o al perro. Mordisqueé un poco de la comida; el sabor de la fruta era soso pero aceptable.

Al terminar tenía los dedos manchados, y miré a mi alrededor buscando un lavabo o un baño. Por supuesto, no los había; recurrí al contenido de otro de los tazones para lavarme, y me sequé la cara con una esquina de la camisa.

Probé las ventanas falsas, y salté sin éxito intentado alcanzar el techo; la superficie de paredes y suelo era tan suave como la de un huevo pero irrompible. Cavé en la arena y descubrí que llegaba hasta unas nueve pulgadas de profundidad; debajo había un mosaico de fragmentos de colores brillantes, como de estilo romano, pero, al igual que el techo, el mosaico no representaba ningún retrato o escena que pudiese reconocer, sino que era más bien un conjunto inconexo de diseños.

Estaba solo, y no venía ningún sonido de más allá de las paredes: de hecho, no había sonidos en mi universo, exceptuando el ruido de mi propia respiración, los latidos de mi corazón, ¡los mismo sonidos a los que había dado la bienvenida con tanto vigor poco antes!

Después de un rato, ciertas necesidades humanas se manifestaron. Resistí aquellas presiones todo lo que pude, pero al final me vi obligado a cavar hoyos en la arena para hacer mis necesidades.

A1 cubrir uno de aquellos hoyos sentí una vergüenza extraordinaria. ¡Me pregunté qué pensarían los viajeros estelares de aquel lejano 1891 de semejante representación!

Cuando me cansé, me senté en la arena con la espalda contra la pared. Al principio me dejé las gafas puestas, pero la iluminación era demasiado brillante para descansar, por lo que me las quité y las tuve en la mano mientras dormía.


Así comenzó mi estancia en aquella extraña habitación. Al desvanecerse mis temores iniciales, me asaltó un impaciente aburrimiento. Estaba prisionero de forma similar a mi estancia en la Prisión de Luz de los Morlocks, y había salido de allí sin deseos de repetir la experiencia. Llegué a sentir que cualquier cosa, incluso un peligro, sería preferible a permanecer en aquella prisión aburrida y sin sentido. Mi exilio en el Paleoceno —a cincuenta millones de años del periódico más cercano— creo que me había curado del impulso hacia la lectura; pero aun así, en ocasiones creí que me volvería loco por falta de alguien con quien hablar.

Los tazones de agua y comida se rellenaban cada vez que dormía. Nunca descubrí el mecanismo que lo permitía. No encontré señales de una máquina similar a la de los Morlocks; pero tampoco vi que rellenase los tazones alguien parecido a un mayordomo. En una ocasión, para experimentar, dormí con un tazón enterrado bajo el cuerpo. Cuando me levanté, descubrí que volvía a estar lleno de agua, como si de un milagro se tratase.

Llegué a la conclusión preliminar de que, por algún medio, una máquina sutil construía el contenido en los mismos tazones, ya sea a partir de sustancias en los tazones o tomando materiales del aire. Pensé —¡aunque no deseaba seguir investigando!— que mis desechos enterrados eran desmantelados por el mismo mecanismo discreto. Era una imagen extraña y no muy agradable.

2. EXPERIMENTOS Y REFLEXIONES

Después de tres o cuatro días sentí que debía lavarme adecuadamente. Como ya he dicho, no había nada que pareciese un baño, y no me resultaba satisfactoria la limpieza gatuna que podía realizar con los tazones de agua. Deseaba un baño o, mejor aún, un chapuzón en el mar del Paleoceno.

Me llevó un tiempo —pueden considerarme tonto en este asunto— volver a pensar en el cubículo de porcelana ,del que he hablado, y que había ignorado desde la primera vez que exploré de forma preliminar la cámara. Volví a acercarme a él, y coloqué un pie cauteloso en la base de porcelana. Una vez más, salió vapor de las paredes.

De pronto lo entendí. En un rapto de entusiasmo, me quité ropa y botas (me quedé con la gafas) y me metí en el pequeño cubículo. El vapor onduló a mi alrededor; el sudor comenzó y el vaho se pegó a las gafas. Había supuesto que el vapor ocuparía toda la habitación convirtiéndola en una sauna, pero se mantuvo en el área del cubículo, sin duda debido a un sistema basado en diferencias en la presión del aire.

Después de todo, aquél era mi baño: no era como los de mi época, ¿pero por qué debería serlo? Mi casa de Petersham Road se había perdido en una historia diferente. Recordé que los romanos, por ejemplo, no sabían nada de jabones y detergentes; se habían visto obligados a recurrir a ese tipo de métodos para quitarse la suciedad de los poros. Y el poder limpiador del vapor quedó demostrado en mi caso, aunque, al no tener los rascadores de los romanos, me vi obligado a usar las uñas para quitarme la roña acumulada en la piel.

Cuando salí de la sauna busqué una forma de secarme ya que no tenía toalla. Consideré, no demasiado convencido, utilizar la ropa; luego, inspirado, pensé en la arena. Descubrí que aquel material, aunque me raspaba la piel, eliminaba muy bien la humedad.

Mi experiencia con la sauna me obligó a algunas reflexiones. ¿Cómo había podido tener una mente tan estrecha que me había llevado tanto tiempo deducir la función de un artefacto tan obvio? Después de todo, en mi propia época había habido muchas zonas del mundo que no conocían los placeres de la fontanería moderna y la porcelana, de hecho, muchos distritos de Londres, si uno se creía los reportajes más atormentados del Pall Mall Gazette.

Estaba claro que los desconocidos hombres de las estrellas de aquella época se habían tomado mucho trabajo para proveerme de una habitación que me pudiese agradar. Después de todo, ahora estaba en una historia radicalmente diferente; quizá lo extraño de la cámara —la falta de facilidades sanitarias reconocibles, la comida inusual, y demás— no era tan importante o raro como me parecía.

Se me habían proporcionado los elementos de una habitación de hotel de mi propia época, pero estaban complementados con arreglos sanitarios que parecían pertenecer a la época precristiana; y en lo que se refiere a la comida, los platos de nueces y frutas que se suponía debía comer eran más adecuados para mis remotos ancestros recolectores de fruta, digamos de cuarenta mil años antes de mi nacimiento.

¡Era una mezcla, una confusión de fragmentos de épocas dispares! Pero creía percibir una estructura en todo aquello.

Pensé en la distancia que me separaba de los habitantes de aquel mundo. Desde la fundación de Primer Londres se habían sucedido cincuenta millones de años de desarrollos, más de cien veces la distancia evolutiva entre el Morlock y yo. En distancias tan inimaginables, el tiempo queda comprimido —de la misma forma que los estratos sedimentarios se apretan los unos sobre los otros debido al peso de los depósitos superiores— hasta que el intervalo entre julio César y yo, o incluso entre el primer representante de genero Homo que caminó sobre la Tierra y yo —que desde mi punto de vista parecía tan inmenso— se hacía prácticamente inexistente.

Considerando todo eso, pensé, mis invisibles anfitriones habían hecho un trabajo muy bueno intentando descubrir qué condiciones me serían más cómodas.

En cualquier caso, ¡parecía que mis expectativas, después de todas mis experiencias, todavía estaban ancladas en mi propio siglo, y en una parte minúscula del globo! Una idea humillante —una prueba de mi pequeñez de espíritu—, y dediqué algo de tiempo, reacio, a la meditación interior. Pero no soy por naturaleza un hombre reflexivo y pronto me encontré nuevamente irritado por las condiciones de mi encierro. ¡Aunque parezca desagradecido, quería recuperar la libertad! Aunque no veía forma de conseguirlo.


Creo que permanecí en la prisión durante quince días. Cuando llegó la libertad, fue tan rápida como inesperada.

Desperté en la oscuridad.

Me senté sin las gafas. A1 principio no sabía exactamente qué me había molestado, y entonces lo oí: un sonido suave, un respirar lejano, tranquilo. Era el más sutil de los ruidos —casi inaudible— y sabía que si se hubiese producido en las calles de Richmond en las primeras horas de la mañana no me habría alterado en absoluto. Pero allí mis sentidos habían incrementado su sensibilidad a causa de mi larga soledad, durante quince días no había oído ningún sonido que no produjese yo mismo, exceptuando el silbido suave del baño de vapor. Me planté las gafas en la cara. La luz inundó mis ojos y parpadeé impaciente por ver.

Las gafas me mostraron un brillo suave, como de luz de luna, que penetraba en la habitación. Había una puerta abierta en la pared de la celda. Tenía forma de losange, con el umbral a unas seis pulgadas del suelo, y cortaba una de las falsas ventanas.

Me puse en pie, me encajé la camisa —me había acostumbrado a dormir utilizándola como almohada— y atravesé el quicio. La respiración suave aumentó de volumen y —superpuesta a ella, como el sonido de un arroyo en la brisa— oí una voz líquida: ¡un sonido casi humano, una voz que reconocí al instante!

La puerta llevaba a otra cámara, de igual tamaño y forma que la mía. Pero allí no había falsas ventanas, ni torpes intentos de decoración, ni arena en el suelo; en su lugar, las paredes estaban desnudas, de un color gris metálico apagado, y había varias ventanas, cubiertas; y una puerta con manilla. No había muebles, y en la habitación dominaba un único artefacto inmenso: era la máquina piramidal (o una idéntica) que había visto por última vez cuando comenzó a caminar sobre mi cuerpo. Ya he dicho que tenía la altura de un hombre y una base en proporción; la superficie visible era metálica, pero de una estructura cambiante y compleja. Si imaginan una forma piramidal de seis pies de alto cubierta por un montón difuso de hormigas metálicas, entonces tendrán la esencia del artefacto.

Pero aquella monstruosidad apenas me llamó la atención; porque de pie ante ella, y parecía que mirando el interior de la pirámide con algún tipo de dispositivo ocular, estaba Nebogipfel.


Me eché adelante, y extendí los brazos con placer. Pero el Morlock se limitó a quedarse de pie, paciente, y no reaccionó ante mi presencia.

—Nebogipfel-dije—, no sabes lo feliz que me siento de haberte encontrado. Creía que me volvería loco, ¡loco de soledad!

Vi que uno de sus ojos —el dañado— estaba cubierto por un dispositivo ocular; el tubo se extendía hacia la pirámide, mezclándose con el cuerpo del objeto, y el conjunto se movía con el minúsculo movimiento como de hormigas que caracterizaba a la pirámide. Lo miré con algo de repulsión, porque no me gustaría que me hubiesen colocado un dispositivo así en mi ojo.

El otro ojo desnudo de Nebogipfel, grande y rojo grisáceo, giró hacia mí.

—De hecho, fui yo el que te encontró a ti, y pedí verte. Y cualquiera que sea tu estado mental, al menos veo que estás bien —dijo—. ¿ Las partes congeladas, cómo van?

Me quedé confundido.

—¿Qué partes congeladas? —Me palpé la piel, pero sabía muy bien que estaba ileso.

—Entonces han hecho un buen trabajo —dijo Nebogipfel.

—¿Quiénes?

—Los Constructores Universales.

Con eso supuse que se refería a la máquina piramidal y a sus primos.

Noté lo recto de su postura y lo bien peinado que llevaba el pelo. Comprendí que bajo aquella luz lunar no necesitaba gafas, como las necesitaba yo, para poder ver; estaba claro que las habitaciones se habían diseñado con sus necesidades en mente más que las mías.

—Tienes buen aspecto, Morlock —dije entusiasta—. Tienes la pierna recta, y el brazo también.

—Los Constructores se las han arreglado para reparar la mayoría de mis heridas. Francamente, ahora estoy tan bien como cuando subí por primera vez a tu Máquina del Tiempo.

—Todo menos el ojo —dije con pena, porque me refería al ojo que había destrozado con mi miedo y furia—. Supongo que esos Constructores tuyos no pudieron salvarlo.

—¿Mi ojo? —Parecía sorprendido. Separó su cara del aparato acular; el tubo se separó del rostro con un ruido suave y orgánico, y se metió en el interior metálico de la pirámide—. En absoluto —dijo—. Elegí que me lo reconstruyesen de esta forma. Tiene ciertas ventajas, aunque admito que tuve dificultades para explicar mis deseos a los Constructores…

Se volvió hacia mí. La cuenca era un agujero vacío. Los restos del ojo habían sido extraídos, y parecía como si hubiesen abierto el hueso y profundizado el hueco. En la cuenca brillaba un metal húmedo y tembloroso.

3. EL CONSTRUCTOR UNIVERSAL

En contraste con mi celda espartana, a Nebogipfel le habían dado una verdadera suite. Había cuatro habitaciones, cada una tan grande como la mía y de forma aproximadamente cónica, con ventanas y puertas, que nuestros anfitriones no habían considerado necesario ponerme a mí: ¡estaba claro que tenían en mejor consideración su intelecto que el mío!

Destacaba la misma falta de mobiliario que yo había padecido, aunque los Morlocks tienen necesidades más simples, y no era una incongruencia tan grande para Nebogipfel. Sin embargo, en una habitación encontré un objeto estrafalario: un artefacto en forma de mesa de unos doce pies de largo y seis de ancho, todo bordeado de una sustancia verde brillante. La mesa era aproximadamente rectangular, aunque los bordes tenían forma irregular; una única bola —blanca, de algún material denso— estaba en la superficie. Cuando la empujé, la bola rodó bien, aunque sin tapete se movía libre y caramboleó en los bordes con satisfactoria solidez.

Intenté descubrir algún sentido profundo en aquel artefacto; ¡pero por muchas vueltas que le daba —y como habrán deducido por mi descripción— no era más que una mesa de billar! Al principio especulé con que se tratase de otro eco distorsionado de una habitación de hotel del siglo diecinueve, pero si así era se trataba de una elección muy extraña, y al no tener tacos y con una sola bola era poco probable que se tratase de un desafío deportivo.

Confundido, dejé la mesa y probé las puertas y las ventanas. Las puertas funcionaban con pomos, para agarrarlos y girarlos, pero llevaban a otras habitaciones de la misma suite o a mi cámara original; no había salida al mundo exterior. Descubrí, sin embargo, que los paneles que cubrían las ventanas transparentes podían levantarse, y por primera vez pude inspeccionar aquel nuevo 1891, aquella Tierra Blanca.

¡Me encontraba a unos mil pies del suelo! Parecía que estábamos en lo más alto de una inmensa torre cilíndrica, cuyo perfil veía descender por debajo de mí. Todo lo que vi reafirmó mi primera impresión, justo antes de que el frío me derrotase, cuando di mi último vistazo desde el coche del tiempo: se trataba de un mundo eternamente hundido en el hielo. El cielo era de color bronce de cañón, y la tierra cubierta por el hielo era de un blanco grisáceo como el de los huesos descubiertos, sin rastro de los atractivos tonos azules qué a veces se aprecian en los campos nevados. Al mirar, pude ver cuán terriblemente estable era realmente aquel mundo, exactamente como lo había descrito Nebogipfel: la luz del día se reflejaba feroz sobre el manto de hielo agrietado que cubría la tierra, y la blancura que cubría el mundo devolvía el calor del Sol al espacio. La pobre Tierra estaba muerta, atrapada en lo más profundo de aquel pozo de hielo, una estabilidad climática absoluta, eterna, la estabilidad definitiva de la muerte.

Vi Constructores aquí y allá —con la misma forma que el que teníamos en la habitación de Nebogipfel— sobre el paisaje helado. Cada Constructor estaba siempre solo, simplemente allí como un monumento deforme, una mancha de gris acero frente al blanco óseo del hielo. ¡Nunca los vi moverse!

Era como si se limitasen a aparecer en el lugar donde estaban, formándose, quizá, del aire (después descubrí que esa evaluación preliminar no estaba lejos de la verdad).

La Tierra estaba muerta, pero había signos de inteligencia. Más edificios grandes —como el nuestro— moteaban el paisaje. Tenían formas geométricas simples: cilindros, conos y cubos. Desde mi punto de vista privilegiado podía ver el sur y el oeste, y desde mi atalaya podía contemplar los grandes edificios esparcidos hasta Battersea, Fulham, Mitcham y más allá. Por lo que podía ver, estaban espaciados de media a una milla de distancia; y todo el conjunto —los campos de hielo, los Constructores mudos, los edificios anónimos y dispersos se conjuraba para crear un Londres terrible e inhumano.


Volví con Nebogipfel, que todavía estaba de pie frente al Constructor. El pellejo metálico del objeto se arrugaba y brillaba, como si fuese la superficie de un estanque lleno de peces metálicos que nadaban bajo su superficie, y luego una protuberancia —un tubo de unas pocas pulgadas de ancho— salió de la piel, brillando con la misma textura metálica que la pirámide, y se acercó al ojo de Nebogipfel.

Lo reconocí, por supuesto; era el regreso del dispositivo ocular que había visto antes. En un momento se encajaría en el cráneo de Nebogipfel.

Caminé alrededor del Constructor. Como ya he dicho, era en apariencia un montón de escoria fundida; en cierta forma estaba animado y era móvil, porque lo había visto, o a otro similar, arrastrarse sobre mi propio cuerpo.

Pero no podía imaginar su utilidad. Al examinarlo más de cerca, vi que su superficie estaba cubierta de pelos metálicos: cilios, como limaduras de hierro, que se contoneaban en el aire, activos e inteligentes. Y tuve la sensación exasperante y dolorosa de que había más niveles de detalle que escapaban a mi vista avejentada. La textura de la superficie móvil era simultáneamente fascinante y repulsiva: mecánica, pero con algo parecido a la vida. No me tentaba tocarlo —no podía soportar la idea de que aquellos cilios retorcidos tocasen mi piel— y no tenía instrumentos para investigar. Sin medios para realizar un examen más profundo, no podía acometer un estudio de la estructura interna de la pirámide.

Noté cierto grado de actividad en el borde inferior de la pirámide. Al agacharme, vi que pequeñas comunidades de cilios metálicos —del tamaño de hormigas, o más pequeños— dejaban continuamente el Constructor.

Por lo general, los trozos caídos parecía que se disolvían al tocar el suelo; sin duda, se dividían en componentes demasiado pequeños para verlos; pero en ocasiones observé que los trozos del Constructor se alejaban más y más por el suelo, nuevamente como hormigas, hacia un destino desconocido. De forma similar, grupos de cilios surgían del suelo, trepaban por las faldas del Constructor y se unían a su sustancia, ¡como si siempre hubiesen sido parte de él!

Le comenté todo eso a Nebogipfel.

—Es sorprendente —dije—, pero no es difícil imaginar lo que pasa. Los componentes del Constructor se unen y se separan por sí mismos. Corren por el suelo, e incluso, por lo que sé o puedo ver, vuelan por el aire. Los trozos sueltos deben de morir, de alguna forma, si son defectuosos, o unirse al cuerpo brillante de otro desafortunado Constructor.

»Maldita sea —dije—, el planeta debe de estar cubierto por una capa delgada de esos cilios sueltos, ¡retorciéndose aquí y allá! Y, pasado un tiempo, quizás un siglo, no debe quedar nada del cuerpo original de la bestia que aquí vemos. ¡Todos sus fragmentos, sus análogos de pelo y dientes y ojos, se habrán ido a visitar a los vecinos!

—No es un diseño exclusivo —dijo Nebogipfel—. En tu cuerpo, y en el mío, las células mueren y son remplazadas continuamente.

—Quizá, pero aun así, ¿qué significa decir que este Constructor de aquí es un individuo? Es decir: si compro un cepillo, y cambio el mango y la cabeza, ¿me queda el mismo cepillo?

El ojo rojo grisáceo del Morlock se volvió hacia la pirámide, y el tubo de metal se hundió en el agujero con un sonido líquido.

—Este Constructor no es una máquina única, como un coche —respondió—. Está compuesta, construida, a partir de millones de submáquinas… miembros, si quieres. Están distribuidas de forma jerárquica, emanando de un tronco central por medio de ramas y capilares, al igual que un arbusto. Los miembros más pequeños, en la periferia, son demasiado diminutos para que puedas verlos: funcionan a un nivel molecular o atómico.

—¿Pero para qué —pregunté— sirven esos miembros de insecto? Uno puede mover átomos y moléculas, pero ¿por qué? Es un asunto tedioso e improductivo.

—Al contrario —dijo cansado—. Si puedes hacer ingeniería al nivel más fundamental de la materia, y si tienes tiempo y paciencia suficientes, puedes hacerlo todo. —Me miró—. Sin la ingeniería molecular de los Constructores, tú y yo ni siquiera hubiésemos sobrevivido a nuestro primer encuentro con la Tierra Blanca.

—¿Qué quieres decir?

—La «cirugía» que han realizado con nosotros —dijo Nebogipfel— fue a nivel celular, al nivel al que se produjeron los daños de la congelación.

Nebogipfel me describió, con detalles horrorosos, cómo por el frío que habíamos encontrado, las paredes de mis células (y las suyas) habían estallado por la congelación y la expansión de su contenido… y ninguna cirugía que yo conociese podría haber salvado nuestras vidas.

En su lugar, los microscópicos miembros exteriores del Constructor se habían separado del cuerpo principal y habían atravesado mi sistema dañado, realizando reparaciones en las células congeladas a nivel molecular. Cuando llegaron al otro lado —hablando crudamente— habían salido de mi cuerpo y se habían reunido con su padre.

Yo había sido reconstruido, de dentro hacia fuera, por medio de un ejército burbujeante de hormigas de metal. Lo mismo que Nebogipfel.

Me recorrió un escalofrío y sentí más frío que en ningún momento desde mi rescate.

Me rasqué el brazo, casi involuntariamente, como si quisiese arrancar aquella infección tecnológica.

—Pero esa invasión es monstruosa —protesté—. La idea de esos pequeños trabajadores atareados, atravesando la sustancia de mi cuerpo…

—Supongo que hubieses preferido el brutal escalpelo romo de un cirujano de tu época.

—Quizá no, pero…

—Te recuerdo que, en contraste, tú no fuiste capaz de arreglar un hueso roto sin dejarme tullido.

—Pero eso es diferente. ¡Yo no soy médico!

—¿Crees que esta criatura lo es? De cualquier forma, si hubieses preferido morir, sin duda podrán arreglarlo.

—Por supuesto que no. —Pero me rasqué la piel, ¡y supe que pasaría mucho tiempo antes de que volviese a sentirme cómodo con mi cuerpo reconstruido! Pensé en algo que me alivió—. Al menos —dije—, esos miembros del Constructor son simplemente mecánicos.

—¿Qué quieres decir?

—Que no están vivos. Si lo estuviesen…

Liberó el rostro del Constructor y me miró con el agujero de su cara lleno de cilios de metal.

—No, te equivocas. Esas estructuras están vivas.

—¿Qué?

—Según cualquier definición razonable de la palabra. Pueden reproducirse. Pueden manipular el mundo exterior, creando condiciones locales de mayor orden. Tienen estados internos que pueden cambiar independientemente de los estímulos externos; tienen recuerdos que pueden consultarse a voluntad… Ésas son todas características de la Vida, y la Mente. Los Constructores están vivos, y son conscientes… tan conscientes como tú o yo. De hecho, más.

Ahora estaba confuso.

—Pero eso es imposible. —Señalé el dispositivo piramidal—. Esto es una máquina. Ha sido fabricada.

—Ya he encontrado antes los límites de tu imaginación —dijo severo—. ¿Por qué habría de construirse un trabajador mecánico con las limitaciones del diseño humano? Con la vida mecánica…

¿Vida?

—… uno es libre de explorar otras morfologías… otras formas.

Levanté una ceja al Constructor.

—¡La morfología de un seto de alheñas, por ejemplo!

—Y además —dijo—, te fabricó a ti. ¿Eso te hace menos vivo?

¡Aquello se estaba convirtiendo en un debate demasiado metafísico para mí! Caminé alrededor del Constructor.

—Pero si está vivo y es consciente… ¿es una persona? ¿O varias personas? ¿Tiene un nombre? ¿Un alma?

Nebogipfel se volvió hacia el Constructor una vez más y dejó que el dispositivo ocular se acurrucase en su cara.

—¿Un alma? Éste es tu descendiente. También lo soy yo, por un camino histórico diferente. ¿Tengo yo un alma? ¿La tienes tú?

Dejó de mirarme, y observó el corazón del Constructor.

4. LA SALA DE BILLAR

Más tarde, Nebogipfel se unió a mí, en la cámara que yo consideraba como la sala de billar. Comió de un plato que contenía comida parecida al queso.

Yo me senté, bastante malhumorado, en el borde de la mesa de billar, moviendo la única bola por la superficie. La bola iba a mostrar un comportamiento anómalo. Yo apuntaba a una de las troneras al otro lado de la mesa; la mayoría de las veces acertaba, y daba la vuelta para recuperarla de la redecilla. Pero en ocasiones, el camino de la bola quedaba alterado. Se producía un temblor en medio de la superficie vacía —la bola se meneaba, de forma extraña y con demasiada rapidez para poder seguirla— y entonces, normalmente, la bola seguía hacia el destino que yo quería. Sin embargo, en ocasiones, la bola se desviaba de forma pronunciada del camino que yo pretendía, ¡y en una ocasión, incluso volvió de la casi invisible perturbación a mi mano!

—Nebogipfel, ¿viste eso? Es de lo más extraño —dije—. No parece haber ninguna obstrucción en medio de la mesa. Aun así, la mitad de las veces algo impide el paso de la bola. —Lo probé un par de veces para que lo viera, y lo contempló con aire distraído.

—Bien, de cualquier forma me alegro de no jugar aquí —dije—. Conozco a un par de amigos que se pegarían por discrepancias como éstas. —Cansado de mis juegos ociosos, dejé la bola quieta en medio de la mesa—. Me pregunto cuáles eran los motivos de los Constructores al colocar esta mesa aquí. Es decir, es el único mueble sustancial, a menos que uno cuente al Constructor de ahí… Me pregunto si se supone que es una mesa de snooker o billar.

A Nebogipfel pareció divertirle mi pregunta.

—¿Hay alguna diferencia?

—¡Por supuesto! A pesar de su popularidad, el snooker es sólo un juego de tiros, un entretenimiento adecuado para los aburridos oficiales del Ejército en la India que lo inventaron, pero carece de la ciencia del billar, desde mi punto de vista…

Y entonces —miraba mientras sucedía— una segunda bola de billar saltó espontáneamente fuera de una de las troneras y comenzó a rodar, recta, hacia la bola quieta en el centro de la mesa.

Me incliné para ver mejor.

—¿Qué demonios pasa aquí? —La bola se movía muy lentamente, y pude distinguir detalles de su superficie. Mi bola ya no era lisa y blanca; después de los diversos experimentos, su superficie estaba llena de arañazos bastante evidentes. Y la nueva bola estaba igualmente marcada.

La recién llegada golpeó la bola estacionaria con un golpe sólido; la nueva bola se detuvo por el impacto y mi bola corrió por la mesa.

—¿Sabes? —le dije a Nebogipfel—, si no supiese la verdad, juraría que esa bola, la que acaba de salir de ninguna parte, es la misma que la primera. —Él se acercó un poco, y le señalé las marcas características—. ¿Ves eso? Reconocería esos arañazos en la oscuridad… Las bolas son idénticas.

—Entonces —dijo el Morlock con calma—, quizá sean la misma bola.

Ahora mi bola, empujada, chocó con un borde de la mesa y rebotó; era tal la geometría no regular de la mesa que ahora volvía en dirección a la tronera de la que había salido la segunda bola.

—¿Pero cómo puede ser eso? Es decir, supongo que una Máquina del Tiempo podría producir dos copias del mismo objeto en el mismo lugar, ¡piensa en Moses y yo!, pero no veo aquí ningún artefacto para viajar en el tiempo. ¿Y cuál sería el propósito?

La bola original había perdido la mayor parte de su impulso con los impactos, y apenas se arrastraba cuando llegó a la tronera; pero se metió en el agujero y desapareció.

Nos quedamos con la copia de la bola que había surgido tan misteriosamente de la tronera. La cogí y la examiné de cerca. Por lo que podía ver era una copia idéntica de nuestra bola. Y cuando comprobé la tronera, ¡estaba vacía! La bola original había desaparecido, como si no hubiese existido nunca.

—¡Bien! —le dije a Nebogipfel—. Esta mesa es más ingeniosa de lo que había imaginado. ¿Qué crees que ha sucedido? ¿Crees que esto es lo que sucede durante las trayectorias alteradas, esos movimientos que te mostré antes?

Nebogipfel no contestó inmediatamente, pero —después de eso dedicó una parte importante de su tiempo, conmigo, a los acertijos de la extraña mesa de billar. En lo que a mí respecta, intenté examinar la mesa misma, esperando encontrar algún dispositivo escondido, pero no descubrí nada, nada de trucos, nada de trampillas escondidas que pudiesen tragar y vomitar bolas. Además, de haber habido trucos de magia tan crudos, ¡todavía tendría que encontrar una explicación para la aparente identidad de la bola «vieja y la «nueva!

Lo que me llamó la atención —aunque no tenía explicación en aquel momento— era el extraño brillo verdoso de las troneras. ¡Maldita sea!, el brillo me recordaba a la plattnerita.

Nebogipfel me contó lo que había descubierto sobre los Constructores.

Nuestro silencioso amigo en el salón de Nebogipfel era, o eso parecía, un miembro de una amplia especie: los Constructores habitaban la Tierra, los planetas transformados e incluso las estrellas.

Me dijo:

—Debes desechar tus prejuicios y mirar a estas criaturas con mente abierta. No son como los humanos.

—Eso lo acepto.

—No —insistió—, no creo que puedas. Para empezar, no debes imaginar que los Constructores son personalidades individuales, de la misma forma que tú o yo. ¡No son hombres recubiertos de metal! Son algo cualitativamente diferente.

—¿Por qué? ¿Porque están hechos de partes intercambiables?

—En parte. Dos Constructores podrían fluir uno en el otro, uniéndose como si fuesen dos gotas de líquido para formar un solo ser, y luego dividirse con facilidad para volver a ser dos. ¡Sería imposible, e inútil; descubrir el origen de este o aquel componente!

Al oír eso, pude entender por qué nunca veía a los Constructores moverse por el paisaje helado del exterior. No necesitaban desplazar el peso de sus grandes cuerpos torpes (exceptuando necesidades especiales, como cuando nos habían reparado a Nebogipfel y a mí). Bastaba con que el Constructor se separase en los componente moleculares que Nebogipfel había descrito. Los componentes podían arrastrarse por el hielo ¡como un ejército de gusanos!

Nebogipfel continuó:

—Pero hay más detalles de la conciencia de los Constructores. Los Constructores viven en un mundo que apenas podemos imaginar, habitan un Mar, si quieres, un Mar de Información.

Nebogipfel describió cómo, por medio de conexiones fonográficas y de otro tipo, los Constructores Universales estaban unidos unos con otros, y utilizaban esas conexiones para hablar unos con otros constantemente. La Información —y la conciencia y una comprensión más profunda— fluía fuera de la mente mecánica de cada Constructor, y cada uno recibía noticias e interpretaciones de cada uno de sus hermanos, incluso de aquellos en las más remotas estrellas.

De hecho, me dijo Nebogipfel, tan rápida y completa era la forma de comunicación de los Constructores que no era realmente similar al habla humana.

—Pero tú has hablado con ellos. Te las has arreglado para obtener información de ellos. ¿Cómo?

—Imitando su forma de interactuar-dijo Nebogipfel. Se tocó la cuenca vacía cauteloso—. Tuve que hacer este sacrificio. —Su ojo natural brilló.

Resultó que Nebogipfel había buscado la forma de sumergir su cerebro en el Mar de Información del que me había hablado. A través de la cuenca podía absorber Información directamente del Mar, sin que tuviese que pasar por el habla normal.

Me sentí temblar, al pensar en aquella invasión de la oscuridad cómoda del cráneo.

—¿Y crees que valió la pena? —le pregunté—. ¿Sacrificar un ojo?

—Oh, sí. Y más aún…

»Mira… ¿puedes ver cómo es para los Constructores? —me preguntó—. Son un orden vital diferente, no por compartir en un nivel puramente físico, sino también por compartir sus experiencias.

»¿Puedes imaginar cómo es existir en un medio como el Mar de Información?

Pensé. Recordé los seminarios de la Royal Society —aquellas estimulantes discusiones cuando una nueva idea era arrojada al grupo, y tres docenas de mentes ágiles batallaban con ella, deformándola y mejorándola en el proceso— o incluso algunas de mis cenas de los jueves por la noche, cuando, con la ayuda de una cantidad adecuada de vino, el ritmo de las ideas era tan intenso y rápido que era difícil decir dónde había dejado de hablar un hombre y había comenzado otro.

—Sí. —Nebogipfel me cortó cuando relaté esto último—. Sí, eso es exactamente. ¿Lo entiendes? Pero con los Constructores Universales esas conversaciones se producen continuamente… y a la velocidad de la luz, con pensamientos que pasan directamente de una mente a otra.

»Y en ese miasma de comunicación, ¿quién puede decir dónde termina la conciencia de uno y dónde comienza la de otro? ¿Es ésta mi idea, mi recuerdo, o son tuyos? ¿Lo entiendes? ¿Ves las implicaciones?

Sobre la Tierra —y quizás en cada mundo habitado— debe de haber inmensas Mentes centrales, compuestas de millones de Constructores, unidos para formar una gran entidad divina, que mantenía la conciencia de la especie. De hecho, me dijo Nebogipfel, la misma especie era consciente.

De nuevo sentí que nos adentrábamos demasiado en la metafísica.

—Todo esto es muy fascinante —dije—, y puede que sea como dices; pero quizá deberíamos volver a ocuparnos de los detalles prácticos de nuestra situación. ¿Qué tiene eso que ver contigo o conmigo? —Me volví hacia el Constructor que brillaba en medio de la habitación—. ¿Qué hay de él? —dije—. Todo eso sobre la conciencia y demás está muy bien… ¿pero qué quiere él? ¿Por qué está aquí? ¿Por qué nos salvó la vida? Y ¿qué quiere de nosotros ahora? ¿O es que esos hombres mecánicos trabajan juntos, como abejas en un panal, unidos por las Mentes comunes de que me hablas, por lo que nos enfrentamos a una especie con metas comunes a todos?

Nebogipfel se frotó la cara. Caminó hacia el Constructor, miró por el dispositivo ocular, y fue recompensado a los pocos minutos por una extrusión, del interior del cuerpo brillante del Constructor, de un plato de aquella comida como queso que tanto había visto en el siglo natal de Nebogipfel. Miré con asco mientras Nebogipfel cogía el plato y mordía la comida regurgitada. Realmente no era más horrible que la extrusión de materiales del Suelo de la Esfera de los Morlocks, pero había algo en la mezcla líquida de Vida y Máquina en el Constructor que me repugnaba. ¡Evité pensar, con determinación, sobre el origen de mi propia comida y agua!

—No podemos decir que los Constructores estén unidos —decía Nebogipfel—. Están conectados. Pero no comparten un propósito común… de la misma forma que lo hacen, digamos, los distintos componentes de tu propia personalidad.

—¿Pero por qué no? Eso sería razonable. Con comunicación perfecta y continua no tiene que haber comprensión, ni conflicto.

—Pero no funciona así. La totalidad del universo mental de los Constructores es demasiado grande. —Se refirió nuevamente al Mar de Información, y describió cómo estructuras de pensamientos y especulaciones, complejas, cambiantes y efímeras, iban y venían, surgiendo de las materias primas de aquel océano mental—. Esas estructuras son análogas a las teorías científicas de tu propia época… siempre puestas en duda por nuevos descubrimientos y las especulaciones de nuevos pensadores. El mundo de la comprensión no es estático…

»Además, recuerda a tu amigo Kurt Gödel, que nos enseñó que ningún cuerpo de conocimientos codificados puede ser completo.

»El Mar de Información es inestable. Las hipótesis e intenciones que surgen de él son complejas y tienen muchos aspectos; rara vez hay unanimidad completa entre los Constructores sobre un tema. Es como un debate continuo; y dentro de ese debate pueden surgir facciones: agrupamientos de cuasindividuos, que se unen alrededor de algún esquema. Se podría decir que los Constructores están unidos en sus deseos de aumentar los conocimientos de la especie, pero no en lo que se refiere a los medios para conseguirlo. De hecho, en general puede decirse que cuanto más avanzada es la capacidad mental, parece que surgen más facciones, porque el mundo aparece más complejo…

»Y así, progresa la raza.


Recordé lo que Barnes Wallis me había dicho de los nuevos modos del debate parlamentario, en 1938, donde la oposición había sido prohibida esencialmente como una actividad criminal, ¡una desviación de energía de la aproximación correcta y evidente a las cosas! Pero si lo que Nebogipfel decía era cierto, no puede haber una respuesta universalmente correcta a una pregunta dada: como los Constructores habían aprendido, ¡puntos de vista múltiples son una característica necesaria del universo en que nos encontrábamos!

Nebogipfel masticó pacientemente el queso; cuando acabó, volvió a meter el plato en la sustancia del Constructor, donde fue absorbido; supuse que era reconfortante para él, ya que se trataba de un proceso muy similar al del Suelo de su Esfera de origen.

5. LA TIERRA BLANCA

Pasé muchas horas solo, o en compañía de Nebogipfel, en las ventanas del apartamento.

No vi muestras de vida animal o vegetal sobre la superficie de la Tierra Blanca. Por lo que veía, estábamos aislados en una pequeña burbuja de luz y calor, sobre una inmensa torre; y durante todo el tiempo que estuvimos allí, jamás abandonamos aquella burbuja.

De noche, el cielo más allá de nuestras ventanas era generalmente claro, con sólo unos ligeros cirros en lo más alto de la atmósfera letal. Pero, a pesar de aquella claridad —todavía no podía entenderlo—, no había estrellas, o mejor, muy pocas, un puñado comparadas con la multitud que una vez había brillado sobre la Tierra. Ya me había dado cuenta de ello a mi llegada allí, pero creo que lo había achacado al frío o a la desorientación. Confirmarlo, ahora que estaba caliente y tenía la cabeza despejada, era preocupante; quizás era la cosa más extraña de aquel nuevo mundo.

La Luna —aquel paciente planeta compañero— todavía giraba alrededor de la Tierra, atravesando sus fases con regularidad inmemorial; pero sus antiguas planicies seguían manchadas de verde. La luz de la Luna ya no tenía el color frío de la plata, sino que bañaba el paisaje de la Tierra Blanca con el más moderado de los brillos verdes, devolviendo a la Tierra un eco de la vegetación que una vez ella había disfrutado, y que ahora estaba atrapada bajo el hielo inmisericorde.

Observé de nuevo el resplandor, como si fuese una estrella cautiva, que brillaba en el cuerno más oriental de la Luna. Mis primeras ideas habían sido que veía el reflejo del Sol en algún lago lunar, pero el brillo era tan constante que al final decidí que debía de ser intencionado. Imaginé que era un espejo —una construcción artificial—, quizá sobre alguna montaña lunar y diseñado de tal forma que su reflejo siempre caía sobre la Tierra. En lo que a su propósito se refiere, especulé que podría datar de la época en que la degradación de las condiciones atmosféricas en el Planeta Madre todavía no era tal como para expulsar a los hombres de la Tierra, pero, quizás, eran tan duras que habían provocado el colapso de cualquier cultura superviviente.

Imaginé hombres lunares: Selenitas, como podríamos llamarlos, descendientes de la humanidad. Los Selenitas debían de haber observado el progreso letal de los grandes fuegos que se desataron sobre la corteza llena de oxígeno de la Tierra. Los Selenitas habían sabido que los hombres todavía habitaban sobre la Tierra, pero eran hombres que habían perdido la civilización; hombres que vivían como salvajes, incluso como animales, deslizándose a algún estado prerracional. Quizás a ellos también les impactó el colapso de la Tierra; es posible que la sociedad Selenita no pudiese sobrevivir sin provisiones de la Madre Tierra.

Los Selenitas llorarían a sus primos del mundo materno, pero no podían llegar hasta ellos… y por lo tanto intentaron mandar una señal. Construyeron un inmenso espejo, que debía de tener media milla de ancho, o más, para ser visible a través de distancias interplanetarias.

Puede que los Selenitas tuviesen un fin más ambicioso en mente que simplemente inspirar desde los cielos. Por ejemplo, podrían haber enviado —haciendo parpadear el espejo con algún equivalente del código Morse— algunas instrucciones sobre cosechas o ingeniería —el secreto perdido de la máquina de vapor, quizás—, algo, de cualquier forma, más útil que simples mensajes de buena suerte.

Pero al final no sirvió de nada. Al final, el puño de la glaciación cubrió el planeta. Y el gran espejo lunar fue abandonado, y los hombres desaparecieron de la faz de la Tierra.

Ésas, de todos modos, eran mis especulaciones, mientras miraba por las ventanas de la torre; no tenía forma de saber si tenía razón —porque Nebogipfel era incapaz de leer aquella nueva historia de la humanidad con tanto detalle—, pero de cualquier forma el brillo de aquel espejo aislado en la Luna se convirtió para mí en el símbolo más elocuente del colapso de la humanidad.

La característica más sorprendente del cielo nocturno no era, sin embargo, la Luna, ni siquiera la ausencia de estrellas: era el disco en forma de red de varias docenas de veces el tamaño de la Luna que vi nada más llegar. Aquella estructura era extraordinariamente compleja y estaba en movimiento. Piensen quizás en una tela de araña iluminada por detrás, con las gotas de rocío brillando y corriendo por la superficie; ahora imaginen cientos de pequeñas arañas arrastrándose por esa superficie, su lento movimiento invisible, trabajando obviamente para reforzar y extender la estructura, ¡y ahora coloquen su visión a través de muchas millas de espacio interplanetario!, y tendrán algo de lo que vi.

Podía ver el disco mejor en las primeras horas de la mañana —quizás a las tres—, y en aquellos momentos podía distinguir los hilos fantasmales de luz —tenues y delgados— que subían desde el lado más lejano de la Tierra a través de la atmósfera hasta el disco.

Discutí esas cosas con Nebogipfel.

—Es bastante extraordinario… como si esos rayos formasen una especie de jarcia que sujetase el disco a la Tierra; ¡por lo que todo el conjunto es como una vela que remolca la Tierra por el espacio sobre un viento espectral!

—Tu lenguaje es pintoresco —dijo—, pero captura algo del sabor de la empresa.

—¿Qué quieres decir?

—Que es una vela —dijo—. Pero no remolca la Tierra: más bien, la Tierra da una base para el viento que guía la vela.

Nebogipfel me describió aquel tipo nuevo de yate espacial. Se construía en el espacio, dijo, ya que era demasiado frágil para levantarlo desde la Tierra.

La vela consistía, esencialmente, en un espejo; y el «viento» que la llenaba era luz: porque las partículas de luz que caen sobre la superficie especular producen una fuerza impulsiva, de la misma forma que las moléculas de aire que forman la brisa.

—El «viento» proviene de rayos de luz coherente, generados por proyectores terrestres tan anchos como una ciudad —dijo—. Son esos rayos los que has visto como «hilos» que unen el planeta a la vela. La presión de la luz es pequeña pero insistente, y es extraordinariamente eficiente en la transferencia de momento, especialmente cuando se acerca uno a la velocidad de la luz.

Él suponía que los Constructores no viajarían en tales naves como entidades discretas, como lo habían hecho los pasajeros de los grandes barcos de mi época. En. su lugar, los Constructores se desmontarían y dejarían que sus componentes corriesen por la nave y se uniesen a ella. Al llegar al destino, se reemsamblarían como Constructores individuales, en la forma más eficiente para los mundos que encontrasen allí.

—¿Pero cuál crees que es el destino del yate espacial? ¿La Luna, o uno de los planetas… o…?

En la forma lacónica y desdramatizada de los Morlocks, Nebogipfel dijo:

—No. Las estrellas.

6. EL GENERADOR DE MULTIPLICIDAD

Nebogipfel continuó sus experimentos con la mesa de billar. Repetidamente la bola encontraba la algarabía que había observado en el centro de la mesa, y varias veces creí ver bolas de billar —más copias de la original— que aparecían del aire e interferían en la trayectoria de la primera. En ocasiones la bola emergía de aquellas colisiones y continuaba con el camino que habría seguido a pesar de los choques; sin embargo, en ocasiones se desviaba en trayectorias muy diferentes, y —una o dos veces— observamos el tipo de incidente que describí antes, en el que una bola estacionaria recibía un golpe que la sacaba de su posición, sin mi intervención o la de Nebogipfel.

Todo aquello era un juego muy entretenido —y estaba claro que había algo raro en ello—, pero no podía entenderlo aunque me fuese la vida en ello, a pesar de los rastros de plattnerita en las troneras. Mi única observación era que cuanto más lentamente viajaba la bola, más probable era que se desviase de su trayectoria.

Sin embargo, el Morlock se emocionaba cada vez más con aquello. Se sumergía en el interior del paciente Constructor, hundiéndose una vez más en el Mar de Información, y salía con algún nuevo fragmento de conocimiento que había pescado —murmuraba para sí en el dialecto obscuro y líquido de su pueblo— y se apresuraba de vuelta hacia la mesa de billar para probar los nuevos datos.

AL fin, estuvo preparado para compartir sus hipótesis conmigo; me sacó del baño de vapor. Me sequé con la camisa y corrí tras él hasta la sala de billar; sus pequeños pies tamborileaban en el duro suelo. No recordaba haberlo visto tan emocionado.

—Creo que entiendo para qué sirve esta mesa —dijo sin respiración.

=¿Sí?

—Es… ¿cómo puedo expresarlo?… es sólo una demostración, poco

más que un juguete… pero es un Generador de Multiplicidad. ¿Entiendes?

Levanté las manos.

—Me temo que no entiendo nada.

—A estas alturas ya estás muy familiarizado con la idea de la multiplicidad de la historia…

—Debería; es la base de la explicación de las historias divergentes que hemos visitado.

En todo momento, en todo acontecimiento (resumí), la historia se bifurca. La sombra de una mariposa puede caer aquí o allí; la bala de un asesino puede rozar sin apenas causar daño, o alojarse en el corazón de un rey… Para cada resultado posible de cada suceso hay una versión nueva de la historia.

—Todas esas historias son reales —dije— y, si lo he entendido bien, corren en paralelo unas con las otras, en alguna Cuarta Dimensión, como las páginas de un libro.

Muy bien. Y entiendes también que la acción de una Máquina del Tiempo, incluyendo tu primer prototipo, es producir bifurcaciones más amplias, generar nuevas historias… algunas de ellas imposibles sin la intervención de la máquina. ¡Como ésta! —Movió la mano alrededor—. Sin tu máquina, que comenzó toda la serie de sucesos, los humanos jamás hubiesen podido ser transportados al Paleoceno. Ahora no deberíamos estar sentados sobre cincuenta millones de años de modificación inteligente del cosmos.

—Eso lo entiendo —dije perdiendo la paciencia—. ¿Pero qué tiene todo eso que ver con la mesa?

—Mira. —Dejó que la bola corriese por la mesa—. Aquí está la bola. Debemos imaginar muchas historias, un ramillete de ellas, rodeando la bola en todo momento. Por supuesto, la historia más probable es la que contiene la trayectoria clásica. Pero otras historias, vecinas pero muy divergentes, existen en paralelo. Incluso es posible, aunque muy improbable, que en una de esas historias la agitación térmica de las moléculas de la bola hagan que salte en el aire y te golpee en el ojo.

—Muy bien.

—Ahora… —Recorrió con el dedo el borde de una de la troneras más cercana—: Esta incrustación verde es una pista.

—Es plattnerita.

—Sí. Las troneras actúan como Máquinas del Tiempo en miniatura… limitadas en campo de acción y tamaño, pero muy efectivas. Y, como ya sabemos por experiencia, cuando opera una Máquina del Tiempo, cuando los objetos viajan al pasado o al futuro para econtrarse con ellos mismos, la cadena de causa y efecto puede ser alterada, y las historias crecen como hierba …

Me recordó el extraño incidente que había presenciado con la bola estacionaria.

—Puede que ése sea el ejemplo más claro de lo que digo. La bola estaba en la mesa: podemos llamarla nuestra bola. Entonces una copia de la bola salió de una tronera, y desplazó nuestra bola. Nuestra bola corrió hacia el borde, rebotó y cayó en la tronera, dejando la copia quieta en la mesa, en la misma posición que la original.

»Entonces —dijo Nebogipfel lentamente—, nuestra bola retrocedió en el tiempo, ¿entiendes?, y salió de la tronera en el pasado…

—Y procedió a desplazarse a sí misma, y a ocupar su propio lugar. —Miré la mesa de aspecto inocente—. Maldita sea, Nebogipfel, ¡ahora lo entiendo! Después de todo era la misma bola. Estaba feliz sobre la mesa, ¡pero debido a las posibilidades anómalas del viaje en el tiempo, pudo hacer un bucle en el tiempo y golpearse a sí misma!

—Eso es —dijo el Morlock.

—¿Pero qué hizo que la bola se moviese en primer lugar? Ninguno de nosotros la empujó hacia la tronera.

—No era necesario un «empujón» —dijo Nebogipfel—. En presencia de Máquinas del Tiempo, y ése es el propósito real de la demostración, debes abandonar tus viejas ideas sobre la causalidad. ¡Las cosas no son tan simples! La colisión con la copia no era sino una de las posibilidades de la bola, que la mesa demostró para nosotros. ¿Lo ves? En presencia de una Máquina del Tiempo, la causalidad queda tan tocada que incluso una bola estacionaria queda rodeada por un número infinito de extrañas posibilidades. Tu pregunta sobre «cómo empezó» no tiene sentido: es un bucle causal cerrado, no hubo primera causa.

—Puede ser —dije—, pero mira: todavía tengo reparos sobre este asunto. Volvamos a las dos bolas en la mesa, o mejor, a la bola real y su copia. De pronto, ¡hay dos veces más materia presente que antes! ¿De dónde ha aparecido?

Me miró.

—Te preocupa la violación del principio de conservación, la aparición o desaparición de masa.

—Exactamente.

—No noté que te preocupases igualmente cuando viajaste en el tiempo para encontrarte con tu yo más joven. Porque en ese caso había tanta, ¡o más!, violación de cualquier principio de conservación.

—Aun así —dije resistiéndose a ser dirigido—, la objeción es valida, ¿no?

—En cierta forma —dijo—. Pero sólo en el sentido estrecho de una sola historia.

—Los Constructores Universales han estado estudiando las paradojas del viaje en el tiempo durante siglos —dijo—. O mejor, las paradojas aparentes. Y han formulado un tipo de ley de conservación que funciona en las dimensiones superiores de la multiplicidad de historias.

Comienza con un objeto, como tú. En un momento dado, sumas una copia de ti mismo que puede estar ausente porque has viajado al pasado o al futuro, y luego restas cualquier copia doblemente presente porque uno de vosotros ha viajado al pasado. Entonces descubrirás que la suma global es constante. Realmente sólo hay uno de vosotros, sin que importe cuántas veces viajes arriba y abajo por el tiempo. Por tanto hay una conservación, en cierta forma, aunque, en cualquier momento dado de una historia determinada, puede parecer que se violan las leyes de conservación, porque de pronto hay dos de vosotros, o ninguno.

Pensándolo lo entendí.

—Sólo hay paradoja si restringes tu análisis a una sola historia —señalé—. La paradoja desaparece si piensas en términos de multiplicidad.

—Exactamente. De la misma forma se resuelven los problemas de causalidad en la estructura mayor de la multiplicidad.

»El poder de esta mesa —me dijo— es que permite demostrarnos esas extraordinarias posibilidades… es capaz de utilizar la tecnología de la Máquina del Tiempo para mostrarnos la posibilidad… no, la existencia, de múltiples historias divergentes a nivel macroscópico. De hecho, puede seleccionar historias determinadas que sean de interés: ha sido diseñada con sutileza.

Me contó más cosas de las leyes de los Constructores sobre la multiplicidad.

—Se pueden imaginar situaciones —dijo— en las que la multiplicidad de historias es cero, uno o muchas. Es cero si la historia es imposible, si no es autoconsistente. Una multiplicidad igual a uno es la situación imaginada por vuestros primeros filósofos, quizá de la generación de Newton, en la que los sucesos seguían un único curso en cada punto del tiempo, consistentes e inamovibles.

Comprendí que describía mi visión original —¡e ingenua!— de la historia, como si fuese una inmensa habitación, mas o menos fija, a través de la que podía vagar a voluntad mi Máquina del Tiempo.

—Un curso «peligroso» para un objeto, como tú o la bola de billar, es aquel que puede alcanzar una Máquina del Tiempo —dijo.

—Bien, eso está claro —dije—. Es evidente que he estado produciendo nuevas historias a derecha e izquierda desde el momento en que conecté la Máquina del Tiempo. ¡Ciertamente peligroso!

—Sí, y a medida que la máquina, y sus sucesoras, penetran más y

más profundamente en el pasado, la multiplicidad generada tiende al infinito, y la divergencia entre las nuevas versiones de la historia se hace mayor.

—Pero —dije algo frustrado— volviendo al tema, ¿cuál es el propósito de la mesa? ¿Por qué nos la han dado los Constructores? ¿Qué intentan decirnos?

—No lo sé —dijo—. Todavía no. Es difícil… el Mar de Información es amplio, y hay muchos grupos entre los Constructores. No me ofrecen la información libremente, ¿me entiendes? Tengo que coger lo que puedo, entenderlo lo mejor posible y construir una interpretación de esa forma… creo que hay una facción que tiene un plan, un proyecto inmenso, cuyo propósito apenas puedo entender.

—¿Cuál es la naturaleza de ese proyecto?

Nebogipfel contestó.

—Mira: sabemos que hay muchas,-quizás un número infinito, de historias que surgen de cada suceso. Imagínate a ti mismo en dos historias cercanas, separadas, digamos, por los detalles del rebote de la bola de billar. Ahora: ¿podrían esas dos copias de ti comunicarse la una con la otra?

Pensé en eso.

—Ya lo hemos hablado antes. No veo cómo. Una Máquina del Tiempo me llevaría arriba y abajo por una sola rama histórica. Si viajo al pasado para cambiar el rebote de la bola, entonces esperarías viajar al futuro y observar diferencias, porque si la máquina produce una bifurcación tiende a seguir la historia nueva. No —dije con confianza—. Esas dos versiones de mí no podrían comunicarse.

—¿Ni siquiera si te permito cualquier máquina concebible o dispositivo de medida?

—No. Habría dos copias de esos dispositivos, cada una tan desconectada de su gemelo como yo.

—Muy bien. Ésa es una posición lógica y razonable. Se basa en la suposición implícita de que dos historias, después de separase, no se afectan de ninguna forma. Desde el punto de vista técnico, estás dando por supuesto que los operadores mecano-cuánticos son lineales… Pero —y ahora la emoción volvió a su voz— resulta que es posible que exista una forma de hablar con la otra historia… si, en un nivel fundamental, el universo y sus gemelos permanecen unidos. Si existe una cantidad, por pequeña que sea, de no linealidad en los operadores cuánticos, casi demasiado pequeña para detectarla…

—¿Entonces la comunicación sería posible?

He visto cómo lo hacen… en el Mar, quiero decir… los Constructores lo han conseguido, pero sólo a una escala experimental muy pequeña.

Nebogipfel me describió lo que llamaba un «fonógrafo Everett». —… en honor al científico del siglo veinte, de tu historia, que soñó por primera vez con esa idea. Por supuesto, los Constructores lo llaman de otra forma, pero no es fácil de traducir al inglés.

Las no linealidades de las que hablaba Nebogipfel actuaban en los niveles más sutiles.

—Debes imaginar que realizas una medida, quizá del spin de un átomo. —Describió una interacción no lineal entre el spin del átomo y su campo magnético—. El universo se divide en dos, por supuesto, dependiendo del resultado del experimento. Entonces, después del experimento, dejas que el átomo atraviese tu campo no lineal. Ése es el operador cuántico anómalo que mencioné. Resulta que entonces puedes arreglarlo todo de forma que tu acción en una historia dependa de la decisión tomada en la segunda historia…

Continuó describiendo los detalles del tema, incluyendo los aspectos técnicos de lo que llamaba un «dispositivo Stern-Gerlach», pero lo dejé pasar; me preocupaba simplemente entender lo fundamental.

—Por tanto —le interrumpí—, ¿es posible? ¿Me dices que los Constructores han inventado esos dispositivos de comunicación entre historias? ¿Es la mesa uno de ellos? —Comencé a sentirme excitado por la idea. Toda esa cháchara sobre bolas de billar y átomos rotatorios estaba muy bien; pero si podía hablar, por medio del fonógrafo Everett, con mis «yoes» en otras historias, quizás en mi hogar de Richmond en 1891…

Pero Nebogipfel me desilusionó.

—No —dijo—. Todavía no: La mesa utiliza el efecto no lineal, pero sólo para… ah… destacar historias en particular. Al menos muestra alguna selección, algún control sobre el proceso, pero… Los efectos son tan pequeños… Y la evolución temporal elimina las no linealidades.

—Sí —dije con impaciencia—, ¿pero qué crees tú? ¿Al colocar esta mesa aquí, el Constructor intenta decirnos que ese tema, la no linealidad y la comunicación entre historias, es importante para nosotros?

—Quizá —dijo Nebogipfel—. Pero ciertamente es importante para él.

7. LOS HEREDEROS MECÁNICOS DEL HOMBRE

Nebogipfel reconstruyó algo de la historia de la humanidad en los últimos cincuenta millones de años. Me advirtió que la mayor parte eran conclusiones provisionales: un edificio de especulaciones sostenido sobre unos pocos hechos ciertos que había podido recuperar del Mar de Información.

Probablemente había habido varias olas de colonización estelar por parte del hombre y sus descendientes, dijo Nebogipfel. Durante nuestro viaje en el tiempo habíamos presenciado el lanzamiento de una generación de esas naves desde la Ciudad Orbital.

—No es difícil construir una nave interestelar —dijo—, si se tiene paciencia. Supongo que tus amigos de 1944 en el Paleoceno podían haber diseñado un vehículo así sólo un siglo o dos después de nuestra partida. Se necesita una unidad de propulsión, un cohete químico, de iones o láser; o quizás una vela solar del tipo que hemos visto. Y hay estrategias para emplear los recursos del sistema solar para huir del Sol. Podrías, por ejemplo, ir hacia Júpiter y utilizar la masa del planeta para impulsar la nave estelar hacia el Sol. Con un impulso en el perihelio, podrías conseguir fácilmente la velocidad de escape del Sol.

—¿Y entonces estarías libre del sistema solar?

—En el otro lado, se necesitaría invertir el proceso, emplear los pozos gravitatorios de estrellas y planetas para acomodarse al nuevo sistema. Puede llevar decenas, cientos de miles de años completar el viaje. Así de grandes son los abismos entre las estrellas.

—¿Mil siglos? ¿Quién podría sobrevivir durante tanto tiempo? ¿Qué nave? Sólo las provisiones…

—No lo has entendido —dijo—. No se enviarían humanos. La nave sería un autómata. Una máquina con habilidades manipulativas y una inteligencia de al menos nivel humano. La tarea de la máquina sería explotar los recursos del sistema estelar de destino, utilizando los planetas, los cometas, los asteroides, el polvo y todo lo que pudiese encontrar para construir una colonia.

—Los «autómatas» —comenté— suenan muy parecidos a los Constructores Universales.

No contestó.

—Puedo ver la lógica de enviar una máquina para recoger información. Pero más allá de eso, ¿qué sentido tiene? ¿Qué sentido tiene una colonia sin humanos?

—Pero esa máquina podría construir cualquier cosa si tiene tiempo y recursos suficientes —dijo el Morlock—. Con síntesis celular y tecnología de matrices artificiales, podría incluso construir humanos para habitar la nueva colonia. ¿Entiendes?

Protesté —porque la idea me parecía antinatural y horrenda—, ¡hasta que recordé, con vacilación, que yo había visto una vez la «construcción» de un Morlock de esa misma forma!

Nebogipfel continuó.

—Pero la tarea más importante de la sonda sería construir más copias de sí misma. Se las propulsaría, por ejemplo, con gases tomados de las estrellas, y se las enviaría a otros sistemas estelares.

»Y así, lenta pero segura, se realizaría la colonización de la Galaxia.

—Pero aun así requeriría mucho tiempo. Diez mil años para llegar a la estrella más cercana que está a unos años luz…

—Cuatro.

—Y la galaxia misma…

—Tiene cien mil años luz de diámetro. Sería lento. La migración a través de la galaxia sería como la expansión de las moléculas de gas en el vacío —dijo—. Al menos, al principio. Pero entonces las colonias comenzarían a interaccionar unas con otras. ¿Entiendes? Se podrían formar imperios que abarcasen las estrellas. Otros grupos se opondrían al imperio. La difusión se reduciría… pero continuaría inexorablemente. Por medio de las técnicas que te he descrito se necesitarían diez millones de años para completar la colonización de la Galaxia, pero podría hacerse. Y, como sería imposible cambiar las órdenes de una sonda una vez lanzada, se haría. Debe haberse completado ya, cincuenta millones de años después de la formación de Primer Londres.

»Creo que las primeras generaciones de Constructores se construyeron con limitaciones antropocéntricas en sus mentes. Fueron construidos para servir al hombre. Pero aquellos Constructores no eran simplemente dispositivos mecánicos, eran entidades conscientes. Y cuando partieron a la galaxia, explorando mundos jamás soñados por el hombre y rediseñándose a sí mismos, pronto superaron la comprensión de la humanidad y rompieron las limitaciones de sus creadores… Las máquinas se liberaron.

—Gran Scott —dije—. Supongo que los militares de esa época remota no se tomarían la idea muy bien.

—Sí. Hubo guerras… Los datos son fragmentarios. De cualquier forma, sólo podía haber un vencedor en un conflicto así.

—¿Y qué hay de los hombres? ¿Cómo se tomaron todo eso?

—Algunos bien, otros mal. —Nebogipfel giró un poco la cabeza y torció el ojo—. ¿Qué crees? Los humanos son una especie diversa, con muchas metas fragmentarias, incluso en tu época; imagina cuán diversas se hicieron las cosas cuando la gente se extendió por cientos, miles de sistemas estelares. Los Constructores, también, se dividieron rápidamente. Como especie son más unificados de lo que nunca lo fueron los humanos, por razón de su naturaleza física, pero debido a la cantidad de información mucho mayor a la que tienen acceso sus metas son mucho más complejas y variadas.

Pero, a través de aquellos conflictos, pensaba Nebogipfel, la lenta conquista de las estrellas había continuado.

Nebogipfel me dijo que el lanzamiento de la primera nave estelar había marcado la mayor desviación que hubiésemos presenciado hasta ahora de la historia original.

—Los hombres… tus amigos, los nuevos humanos… lo han cambiado todo en el mundo, incluso a una escala geológica y cósmica. Me pregunto si lo entiendes…

—Bien, debería. He atravesado ese intervalo contigo, de camino al Paleoceno y de vuelta…

—Pero entonces viajábamos por una historia sin inteligencia. Mira. Te he hablado de la migración interestelar. Si a la Mente se le da la oportunidad de actuar a esas escalas…

—He visto lo que le ha hecho a la Tierra.

—Más que eso, ¡más que un único planeta! La actividad paciente de la Mente puede alterar incluso la misma estructura del universo —susurró—, si se le da tiempo suficiente… incluso nosotros apenas estábamos a medio millón de años de las llanuras de África, y habíamos capturado un sol…

»Mira el cielo —dijo—. ¿Dónde están las estrellas? Apenas queda una estrella desnuda en el cielo. Recuerda que esto es 1891, o sus alrededores: no puede haber ninguna razón cosmológica para la desaparición de las estrellas, si lo comparamos con el cielo de tu Richmond.

»Con mis ojos acostumbrados a la oscuridad, puedo ver un poco más que tú. Y te digo que hay un conjunto de puntos rojizos ahí: es radiación infrarroja, calor.

Entonces lo entendí, casi como un golpe físico.

—Es cierto —dije—. Es cierto… Tu hipótesis de conquista galáctica. La prueba es evidente, ¡en el mismo cielo! La estrellas deben de estar cubiertas, casi todas ellas; por conchas artificiales, como la Esfera de los Morlocks. —Miré el cielo vacío—. Buen Dios, Nebogipfel; ¡los seres humanos, y sus máquinas, han alterado el mismo cielo!

—Era inevitable que así sucediese una vez que se lanzó el primer Constructor. ¿Entiendes?

Miré al cielo oscurecido sintiendo el peso del asombro. No era la naturaleza alterada del cielo lo que me sorprendía, ¡sino la noción de que todo aquello —absolutamente todo, hasta el rincón más lejano

de la galaxia— había surgido cuando hice añicos la historia con la Máquina del Tiempo!

—Veo que los hombres han abandonado la Tierra —dije—. La inestabilidad climática nos la ha vedado. Pero en algún lugar… —agité la mano— en algún lugar debe de haber hombres y mujeres, ¡en esos hogares dispersos!

—No —dijo—. Recuerda que los Constructores lo ven todo; lo saben todo. Y no he visto hombres como tú. Oh, aquí y allá podrías encontrar criaturas biológicas que descienden del hombre, pero tan distintas de tu forma como yo. ¿Y me considerarías tú un hombre? Y las formas biológicas son en su mayoría degeneradas…

—¿No hay verdaderos hombres?

—Hay descendientes del hombre por todas partes. Pero en ningún lugar encontrarás una criatura más relacionada contigo que, digamos, una ballena o un elefante…

Cité lo que recordaba de Charles Darwin:

—«A juzgar por el pasado, podemos suponer con seguridad que ninguna especie viva transmitirá su forma inalterada al distante futuro… »

—Darwin tenía razón-dijo Nebogipfel con suavidad.

Esa idea —¡que de tu tipo eres el único en la galaxia!— es difícil de aceptar, y guardé silencio, mirando las estrellas cubiertas. ¿Estaba cada uno de esos globos tan densamente poblado como la Esfera de Nebogipfel? Mi fértil imaginación comenzó a poblar aquellos enormes mundos-edificios con los descendientes de los verdaderos hombres, con hombres peces, hombres pájaro, hombres de fuego y hielo, y me pregunté qué relatos se contarían si un Gulliver inmortal pudiese viajar de mundo en mundo, visitando a todos los distintos descendientes de la humanidad.

—Puede que el hombre se haya extinguido —dijo Nebogipfel—. Toda especie biológica se extingue en una escala de tiempo suficiente. Pero los Constructores no pueden extinguirse. ¿Entiendes eso? Con los Constructores la esencia de la raza no está en la forma, biológica o de otro tipo, está en la Información que la raza ha acumulado y almacenado. Y eso es inmortal. Una vez que una raza se ha entregado a Hijos así, de metal e Información, no puede desaparecer. ¿Lo entiendes?

Me volví hacia el paisaje de la Tierra Blanca más allá de la ventana. Lo entendía muy bien, lo entendía todo ¡demasiado bien!

Los hombres habían lanzado aquellos obreros mecánicos a las estrellas, para encontrar nuevos mundos y construir colonias. Imaginé aquella nao de luz saliendo de una Tierra que se había hecho demasiado pequeña, avanzando brillante hacia el cielo, más y más pequeña

hasta que el azul se la tragase… Había un millón de historias perdidas, pensé, de cómo los hombres habían aprendido a soportar las extrañas gravedades, los gases no familiares y los rigores del espacio.

Era una migración de las que hacen época —cambió la naturaleza del cosmos—, pero su lanzamiento era, tal vez, un último esfuerzo, un espasmo antes del colapso de la civilización en el Mundo Madre. Frente a la desintegración de la atmósfera, los hombre de la Tierra se debilitaron, se marchitaron —para probarlo tenemos la evidencia del patético espejo en la Luna-y, al final, murieron.

Pero entonces, mucho más tarde, regresaron a la Tierra desierta las máquinas de colonización que había enviado el hombre, o sus descendientes, los Constructores Universales, enormemente sofisticados. Los Constructores eran descendientes del hombre, en cierta forma, y aun así habían ido más allá de los límites de lo que los hombres podían hacer; y habían desechado al viejo Adán, y todos los restos de bestias y reptiles que acechaban en su cuerpo y espíritu.

¡Vi todo eso! La Tierra había sido repoblada; y no por el hombre sino por los Herederos Mecánicos del Hombre, que habían vuelto, cambiados, de las estrellas.

Y todo eso —todo eso— se había producido a partir de la pequeña colonia fundada en el Paleoceno. Pensé que Hilary había previsto algo así: la reestructuración del cosmos se había producido a partir del pequeño y frágil grupo de doce personas, aquella insignificante semilla plantada a cincuenta millones de años de profundidad.

8. UNA PROPUESTA

El tiempo transcurría lentamente en aquel lugar resguardado y extraño.

Por su parte, Nebogipfel parecía bastante feliz con nuestra situación. Pasaba la mayor parte del día con el rostro contra la piel titilante del Constructor Universal, sumergido en el Mar de Información. Tenía poco tiempo, o paciencia, para mí; le representaba claramente un esfuerzo —una pérdida— apartarse de aquella rica vena de conocimientos antiguos y enfrentarse a mi ignorancia, e incluso más a mi primitivo deseo de compañía.

Me dediqué a haraganear, sin rumbo, por el apartamento. Mascaba la comida; usaba el baño de vapor; jugaba con la mesa de multiplicidad; miraba por las ventanas una Tierra que se me había hecho tan inhóspita como la superficie de Júpiter.

¡No tenía nada que hacer! Y estaba en ese ánimo de futilidad porque me encontraba tan lejos de mi hogar y mi propia gente que no veía cómo podría vivir. Comencé a caer a profundidades mayores de depresión.

Entonces, un día, Nebogipfel vino a verme con lo que él llamaba una propuesta.


Estábamos en la habitación donde se sentaba nuestro amigo el Constructor, tan rechoncho y plácido como siempre. Nebogipfel, como de costumbre, estaba conectado al Constructor por el tubo de cilios brillantes.

—Tienes que entender el fondo de todo el asunto —dijo, y rotó el ojo natural para poder mirarme—. Para empezar, debes comprender que las metas de los Constructores son muy diferentes de las de tu especie o la mía.

—Eso lo entiendo —dije—. Las diferencias físicas por sí solas…

—Va más allá de eso.

Generalmente, cuando empezábamos un debate de ese tipo —conmigo en el papel de Ignoramus—, Nebogipfel mostraba signos de impaciencia, los deseos de un salmón por regresar a las profundidades del Mar de Información. Sin embargo, esta vez habló con paciencia y cuidado, y comprendí que quería dejar bien claro lo que tenía que decir.

Comencé a sentirme incómodo. ¡Era evidente que el Morlock creía que tenía que convencerme de algo!

Siguió discutiendo las metas de los Constructores.

—Una especie no puede sobrevivir por mucho tiempo si sigue cargando con el peso de las antiguas motivaciones que tú soportas. Note ofendas.

—En absoluto —dije seco.

—Por supuesto, me refiero a la territorialidad, la agresión, la resolución violenta de las disputas… Planes imperialistas y cosas por el estilo se hacen inimaginables cuando la tecnología se desarrolla más allá de cierto punto. Con armas del poder de la bomba de carolinio de die Zeitmaschine, u otras peores, las cosas deben cambiar. Un hombre de tu misma época dijo que la invención de las armas atómicas lo había cambiado todo menos la forma de pensar de la humanidad.

—No puedo discutir tu tesis —dije—, porque parece que, como dices, los límites de la humanidad, los vestigios del viejo Adán, fueron al final suficientes para provocar nuestra caída… ¿Pero cuáles son las metas de tus superhombres mentales, los Constructores?

Vaciló.

—En cierto sentido, una especie, considerada como un todo, no tiene metas. ¿Los hombres de tu época tenían metas en común, aparte de respirar, comer y reproducirse?

Lancé un gruñido.

—Metas compartidas con el más pequeño de los bacilos.

—Pero, a pesar de su complejidad, uno puede, creo, clasificar las metas de una especie, dependiendo de su estado de desarrollo y de los recursos que consecuentemente precisa.

Una civilización preindustrial, dijo Nebogipfel —y pensé en Inglaterra durante la Edad Media—, necesita materias primas: para comer, vestirse, mantenerse caliente y demás.

Pero una vez que la industria se ha desarrollado, los materiales pueden sustituirse, para acomodarse a las limitaciones de un recurso particular.

Ese estado podría describir mi propio siglo, y vi que se podrían considerar, en un sentido genérico, las actividades de la humanidad en esa época terrible como guiadas en su mayoría por la competición por esos dos recursos clave: mano de obra y capital.

—Pero hay una fase más allá de la industrial —dijo Nebogipfel—. Es la Postindustrial. Mi propia especie había llegado a ese estadio, a tu llegada ya llevábamos en él buena parte de medio millón de años, pero es una fase sin fin.

—Dime en qué consiste. Si el capital y el trabajo ya no son los determinantes de la evolución social…

—No lo son, porque la información puede compensar su falta. ¿Lo entiendes? Así, el Suelo transmutador de la Esfera, por medio del conocimiento investido en su estructura, podía compensar cualquier limitación de recursos, más allá de la energía fundamental…

—¿Y lo que dices es que esos Constructores, dada su fragmentación en una miríada de facciones complejas, buscan, en su base, más conocimientos?

—La información, su recogida, interpretación y archivo, es la meta definitiva de toda vida inteligente. —Me miró sombrío—. Nosotros entendimos eso, y habíamos comenzado a emplear los recursos del sistema solar para ese fin; los hombres del siglo diecinueve apenas habíais comenzado a acercaron a tientas a entender esa idea.

—Muy bien —dije—. Por tanto, debemos preguntar ¿qué limita la acumulación de información? —Miré las estrellas cubiertas—. Me parece que los Constructores Universales ya han vallado la mayor parte de la galaxia.

—Y hay más galaxias más allá —dijo Nebogipfel—. Un millón de millones de sistemas estelares tan grandes como éste.

—Por lo tanto, es posible que incluso ahora las grandes naves a vela de los Constructores vaguen, como semilla de dientes de dragón, hacia lo que esté más allá de la galaxia… quizás, al final, los Constructores puedan conquistar todo este universo material, y dedicarlo al almacenamiento y clasificación de información tal y como lo describes. El universo se convertiría en una gran biblioteca, la mayor imaginable, infinita en profundidad y amplitud…

—Ciertamente es un gran proyecto y, sí, la mayor parte de las energías de los Constructores se dedica a esa meta: a estudiar las formas en que la inteligencia pueda sobrevivir en el futuro remoto, cuando la Mente ocupe todo el universo, y cuando todas las estrellas hayan muerto, y los planetas se hayan separado de sus soles… y la misma materia comience a desintegrarse.

»Pero te equivocas: el universo no es infinito. Y por tanto no es suficiente. No para algunas facciones de los Constructores. ¿Ves? Este universo está limitado por el Espacio y el Tiempo; comenzó en un punto determinado del pasado, y deberá terminar con la desintegración final de la materia, en el final definitivo del tiempo…

»Algunos Constructores, un grupo, no están preparados para aceptar esa finitud —dijo Nebogipfel—. No pueden aprobar ninguna limitación del conocimiento. ¡Un universo finito no es suficiente para ellos! Y se preparan para hacer algo al respecto.

Eso me produjo un escalofrío —temor puro y sin adulterar— por el cuero cabelludo. Miré las estrellas escondidas. Ésa era una especie que ya era inmortal, que había conquistado una galaxia, que absorbería un universo, ¿cómo podían sus ambiciones ser aún mayores?

Y me pregunté, tenebroso, ¿cómo podría afectarnos a nosotros?

Nebogipfel, todavía unido al dispositivo ocular, se rozó la cara con el revés de la mano, de la misma forma que un gato, limpiándose restos de comida del pelo y la barbilla.

—No entiendo todavía por completo su plan —dijo—. Tiene algo que ver con la plattnerita y el viaje en el tiempo y, creo, con el concepto de multiplicidad de la historia. Los datos son complejos, tan brillantes

Pensé que ésa era una palabra extraordinaria para que él la usara; por primera vez pensé en el coraje y la fuerza intelectual que debía emplear el Morlock para descender al Mar de Información de los Constructores, para enfrentarse a ese océano de deslumbrantes ideas.

—Se está construyendo una flota de Naves, enormes Máquinas del Tiempo —continuó—, mucho más allá de las posibilidades de tu siglo o el mío. Con ellas, los Constructores intentan, creo, penetrar en el pasado, el pasado profundo.

—¿Cuánto? ¿Más allá del Paleoceno?

Me miró con calma.

—Oh, mucho más allá.

—Bien. ¿Y qué pasa con nosotros, Nebogipfel? ¿Cuál es esa «propuesta» que tienes?

—Nuestro anfitrión, el Constructor que está aquí con nosotros, pertenece a esa facción. Pudo detectar nuestra aproximación en el tiempo. No puedo darte detalles; están muy avanzados. Pudieron sentir nuestra llegada, en el tosco coche del tiempo, desde el Paleoceno. Y por tanto, estaba allí para darnos la bienvenida.

El Constructor había podido seguir nuestro avance hacia la superficie del tiempo ¡como si fuésemos tímidos peces de aguas profundas!

—Bien, agradezco que estuviese allí. Después de todo, si no nos hubiese recibido y nos hubiese curado con cirugía molecular, estaríamos tan muertos como clavos.

—Es cierto.

—¿Y ahora?

Separó la cara del dispositivo ocular del Constructor; se soltó con un ruido obsceno.

—Creo —dijo lentamente— que entienden tu importancia; el hecho de que tu invención inicial propagara los cambios, la explosión de multiplicidad que condujo a todo esto.

—¿Qué quieres decir?

—Creo que saben quién eres. Y quieren que viajemos con ellos, en sus grandes Naves, a los límites del Inicio del Tiempo.

9. OPCIONES E INTROSPECCIONES

Viajar a los comienzos del Tiempo… ¡Mi alma se acobardaba ante esa idea!

Puede que me consideren un cobarde por tener esa reacción. Bien, tal vez lo fuese. Pero deben recordar que ya había tenido una visión de uno de los extremos del tiempo —su amargo final— en una de las historias que había investigado: la primera, donde había presenciado la muerte del Sol sobre una playa desolada. Recordaba, también, mi náusea, incomodidad y confusión; y que sólo el miedo aún mayor a yacer indefenso en la oscuridad me había impulsado a subir nuevamente a la Máquina del Tiempo y lanzarme de vuelta al pasado.

Sabía que lo que encontrase en el amanecer de las cosas sería muy diferente —¡de forma inimaginable!—,pero era el recuerdo de ese terror y debilidad lo que me hacía vacilar.

Soy humano —¡y estoy muy orgulloso de serlo!—, pero mis experiencias extraordinarias, me atrevo a decir que distintas de las de cualquier hombre de mi generación, me habían hecho comprender las limitaciones del alma humana, o, de cualquier forma, de mi alma. Podía enfrentarme a los descendientes del hombre, como los Morlocks, y podía enfrentarme con justicia con monstruosidades prehistóricas como el Pristichampus. Y, cuando se trataba de un mero ejercicio intelectual —en el confort de salón de los linneanos— podía concebir el ir más lejos: habría podido debatir durante horas sobre la finitud del tiempo, o las ideas de von Helmholtz sobre la inevitable muerte térmica del universo.

Pero, es la verdad, encontraba la realidad mucho más desalentadora.

¡Sin embargo, la alternativa era escasamente atractiva! Siempre he sido un hombre de acción —¡me gusta agarrar las cosas!—, pero allí estaba, protegido en manos de criaturas metálicas tan avanzadas que ni siquiera podían concebir hablar conmigo, de la misma forma que yo ni pensaría en mantener una conversación espiritual con un frasco de bacilos. No había nada que yo pudiese hacer allí, en la Tierra Blanca, porque los Constructores Universales lo habían hecho todo.

¡Muchas veces deseé haber ignorado la invitación de Nebogipfel y haberme quedado en el Paleoceno! Allí formaba parte de una sociedad que crecía desarrollándose, y mis habilidades e intelecto —así como mi fuerza física— podían haber jugado un papel importante en la supervivencia y desarrollo de la humanidad en aquella época hospitalaria. Encontré que mis pensamientos, ya dirigidos hacia dentro, se volvían hacia Weena, hacia el mundo de 802.701 d.C. al que había viajado por primera vez en el tiempo, y al que había querido volver, sólo para salirme de ruta en la primera bifurcación de la historia. Si las cosas hubiesen sido diferentes, pensé —si me hubiese comportado de otra forma la primera vez, quizás habría podido salvar a Weena de las llamas, incluso a costa de mi salud o de mi vida. O, si hubiese sobrevivido a eso, quizás habría podido marcar una diferencia en aquella historia desdichada, haciendo de alguna forma que los Elois y los Morlocks se enfrentasen a su degradación común.

Por supuesto, no había hecho nada de eso; tan pronto como recuperé la Máquina del Tiempo corrí de vuelta a casa. Y ahora me veía obligado a aceptarlo, porque debido a la incesante generación de historias nunca podría volver al 802.701 d.C. o a mi propia época.

¡Parecía que mi errar nómada había terminado allí, en aquellas pocas habitaciones sin sentido! Por lo visto, los Constructores me mantendrían con vida mientras mi cuerpo pudiese funcionar. Dado que siempre he sido robusto, suponía que podía aspirar a varias décadas más de vida; si Nebogipfel tenía razón sobre la habilidades submoleculares de los Constructores, ¡quizás (así especulaba Nebogipfel para mi sorpresa) pudiesen detener, o invertir, los procesos de envejecimiento de mi cuerpo!

Pero parecía que siempre estaría falto de compañía, exceptuando mi relación desigual con un Morlock que ya era mi superior intelectual, y que con su inmersión continua en el Mar de Información pronto pasaría a preocupaciones más allá de mi comprensión.

Entonces, me encaraba con una vida larga y cómoda, pero sería la vida de un animal de zoológico, enjaulado en aquellas pocas habitaciones, sin nada importante que hacer. Era un futuro que se había convertido en un túnel, cerrado y sin fin…

Pero, por otra parte, sabía que aceptar el plan de los Constructores era algo que podría destruir por completo mi intelecto.

Confié esas dudas a Nebogipfel.

—Comprendo tus temores, y aplaudo tu honestidad al enfrentarte a tus debilidades. Has aprendido muchas cosas sobre ti mismo, desde la primera vez que nos encontramos…

—¡Deja de halagarme, Nebogipfel!

—No tienes que decidirte ahora.

—¿Qué quieres decir?

Nebogipfel me describió la inmensa amplitud tecnológica del proyecto de los Constructores.

Para impulsar las Naves se tendrían que preparar vastas cantidades de plattnerita.

—Los Constructores trabajan a grandes escalas de tiempo —dijo el Morlock—. Pero, aun así, este proyecto es ambicioso. Según las propias estimaciones de los Constructores (y esto es vago, porque los Constructores no planean de la misma forma que los humanos; más bien se limitan a construir, de forma cooperativa, incrementa) y con dedicación completa, del mismo modo que las termitas) pasará otro millón de años antes de que las Naves estén listas.

—¿Un millón de años…? ¡Los Constructores deben de ser realmente pacientes para crear esquemas a esa escala!

Mi imaginación quedó atrapada por la ambición de todo aquello, ¡tanto me sorprendían las cifras! Considerar un proyecto a escala geológica, y prepararse para enviar naves al origen del tiempo. Le dije a Nebogipfel que el asombro me dominada, una sensación casi mística.

Nebogipfel me dedicó una mirada algo escéptica.

—Muy bien —dijo—. Pero debemos intentar ser prácticos.

Dijo que había conseguido que trajesen el improvisado coche del tiempo; así como herramientas, materiales, y un suministro de plattnerita…

Entendí inmediatamente su intención.

—¿Sugieres que nos metamos en el coche del tiempo y saltemos un millón de años, mientras que los pacientes Constructores completan el desarrollo de las Naves?

—¿Por qué no? No tenemos otra forma de llegar al lanzamiento de las Naves. Los Constructores pueden ser funcionalmente inmortales, pero nosotros no lo somos.

—Bien, ¡no sé!, parece… Es decir, ¿pueden los Constructores estar seguros de cumplir el programa de construcción, a tiempo y como lo han planeado, en un intervalo tan inmenso? En mi época, la especie humana sólo tenía una décima parte de esa edad.

—Debes recordar —dijo Nebogipfel—, que los Constructores no son humanos. Son, realmente, una especie inmortal. Pueden formarse cúmulos de conciencia que vuelve a disolverse en el Mar, pero la continuidad de la acumulación de Información, y la constancia de su propósito, es inalterable…

»De cualquier forma —dijo mirándome—, ¿qué perderías? Si viajas en el tiempo y descubres que los Constructores, después de todo, se cansaron antes de terminar las Naves, ¿qué?

—Bien, podríamos morir, por ejemplo. ¿Qué pasa si dentro de unos lejanos millones de años no hay ningún Constructor para recibirnos y atender nuestras necesidades?

—¿Y qué? —repitió el Morlock—. ¿Miras en tu corazón y estás realmente contento… —movió una mano para señalar el pequeño apartamento— de vivir así durante el resto de tu vida?

No contesté; pero creo que leyó la respuesta en mi cara.

—Además…

—¿Sí?

—Una vez construido, es posible que elijamos emplear el coche del tiempo para viajar en otra dirección.

—¿Qué quieres decir?

—Nos darán mucha plattnerita… podríamos incluso, si quieres, regresar al Paleoceno.

Miré furtivo a mi alrededor, sintiéndome como un criminal conspirador.

—Nebogipfel, ¿y si los Constructores te oyen decir esas cosas?

—¿Y qué si lo hacen? No somos prisioneros. Los Constructores nos consideran interesantes… y creen que tú deberías acompañar las Naves en su viaje final, por tu importancia histórica y causal. Pero no nos obligarían, ni nos mantendrían aquí si nuestra tristeza fuese tan profunda que no pudiésemos sobrevivir.

—¿Y tú? —le pregunté con cuidado— ¿Tú qué quieres hacer?

—No he tomado una decisión —me respondió—. Mi preocupación principal ahora es abrir tantas posibilidades de futuro como me sea posible.

Aquélla era una actitud muy adecuada, y así —¡acabadas ya las introspecciones!— estuve de acuerdo con Nebogipfel en que debíamos empezar a reconstruir el coche del tiempo. Nos enfrascamos en una conversación detallada sobre los materiales y herramientas que precisaríamos.

10. PREPARATIVOS

El Constructor trajo el coche temporal del hielo. Para hacerlo, se dividió en cuatro subpirámides pequeñas, y colocó cada una de las máquinas hijas bajo cada esquina de la carrocería del coche. Las máquinas hijas se desplazaban con un movimiento fluido como de aceite —piensen en la forma en que avanza una duna, grano a grano, bajo la influencia del viento—, y vi que hilos migratorios de cilios de metal conectaban las máquinas hijas entre sí a medida que avanzaba la extraña procesión.

Cuando los restos del coche estuvieron en el centro de la habitación, las máquinas hijas se reunieron para formar el Constructor padre una vez más; fluyeron hacia arriba y unas sobre otras, como si se fundiesen. Lo encontré una visión fascinante, aunque repulsiva; pero pronto Nebogipfel se unió feliz al dispositivo ocular sin aprensión.

La subestructura esencial del coche del tiempo provenía del esqueleto del Vehículo de Desplazamiento Temporal de 1938, pero su superestructura —que era sólo unos pocos paneles como paredes y suelo— había sido improvisada por Nebogipfel, a partir de los restos de los Juggernauts bombardeados y die Zeitmaschine. Los sencillos controles tenían un origen similar. La mayoría, ahora gastados o rotos. Así, además de remplazar la plattnerita, estaba claro que tendríamos que realizar un gran trabajo de renovación en el coche.

Contribuí con mucho trabajo manual, bajo las órdenes de Nebogipfel. AL principio me disgustó aquella situación, pero era Nebogipfel quien tenía acceso al Mar de Información y por tanto a la sabiduría acumulada de los Constructores; y era él quien podía especificar al Constructor qué materiales necesitábamos: una tubería de tal y tal diámetro, con un trozo de eso o aquello; y demás.

El Constructor producía la materia prima que necesitábamos de la forma usual; se limitaba a expulsar el material por su piel. Parece que no le costaba nada, excepto una pérdida de material; pero eso pronto se compensaba por un flujo mayor de los cilios migratorios que le mantenían.

Me resultaba difícil confiar en los resultados de aquel proceso. Había visitado fundiciones durante la fabricación de los componentes de mi propia Máquina del Tiempo y otros dispositivos anteriores: había visto el hierro fundido correr de los hornos a los convertidores Bessemer, para oxidarse y mezclarse con arrabio y carbono… En comparación, ¡me resultaba difícil poner mi fe en algo vomitado por un montículo informe y brillante!

Por supuesto, el Morlock me señaló la estupidez de ese prejuicio.

—La transmutación subatómica que puede realizar el Constructor es un proceso mucho más refinado que la complicación de fundir, mezclar y forjar que describes; un proceso que suena como si no hubiese variado desde que salisteis de la cavernas.

—Quizá —dije—, pero aun así… ¡Es la invisibilidad del proceso! —Cogí una llave; como todas las herramientas que habíamos especificado, aquélla había sido vomitada por el Constructor pocos momentos después de que Nebogipfel la pidiese, y era un objeto liso y sin fisuras, ni uniones, tornillos o marcas de molde—. Cuando la levanté, esperaba a medias que estuviese caliente, o que chorrease ácidos gástricos, o que estuviese cubierta con los horribles cilios de hierro…

Nebogipfel sacudió la cabeza, en un gesto de burla consciente.

—¡Eres tan intolerante con otras formas de hacer las cosas que no sean las habituales para ti!

A pesar de mis reservas, me vi obligado a permitir que el Constructor nos facilitase más equipos y materiales. Razonaba que el viaje nos llevaría unas treinta horas si volvíamos hacia el Paleoceno, pero no más de treinta minutos si realizábamos el salto limitado al futuro de las Naves del Tiempo. Por tanto, decidido a estar preparado esta vez, llené el coche con suficiente agua y comida para algunos días, para cubrir todas la posibilidades; y pedí que nos diesen ropas gruesas y calientes para los dos. Aun así, me sentía incómodo al ponerme al abrigo grueso que el Constructor me había hecho sobre los restos de la camisa de jungla; el abrigo era plateado, de tela inidentificable y muy acolchado.

—¡No parece natural —me quejé a Nebogipfel— vestir algo que ha sido vomitado de esa forma!

—Tus reservas se me están empezando a hacer tediosas —respondió el Morlock—. Está claro que tienes un terror morboso al cuerpo y sus funciones. Está claro no sólo por tu respuesta irracional ante las habilidades ensambladoras del Constructor, sino también por tu primera reacción a los Morlocks.:.

—No entiendo lo que quieres decir —le respondí sorprendido.

—Repetidamente me has descrito tu encuentro con aquellos «primos» míos empleando términos asociados con el cuerpo: analogías fecales, dedos como gusanos y demás.

—Así que afirmas… espera un minuto… ¿Dices que, al temer a los Morlocks y a los productos de los Constructores, temo mi propia biología?

Sin aviso, me acercó los dedos a la cara; la palidez de la piel desnuda de su palma, el aspecto gusanil de los dedos, ¡todo me resultaba horrible, por supuesto, como siempre!, y no pude evitar echarme atrás.

Claramente el Morlock pensaba que había demostrado su argumento; y recordé también la anterior conexión entre mi terror ante las obscuras bases subterráneas de los Morlocks y mis temores infantiles ante los agujeros de ventilación en el suelo de la casa de mis padres.

Ni que decir tiene que me sentía incómodo ante el brusco análisis de Nebogipfel: ¡el pensar que mis reacciones a las cosas estaban gobernadas, no por la fuerza de mi intelecto como yo suponía, sino por esas extrañas facetas ocultas de mi naturaleza!

—Creo —concluí con toda la dignidad que pude reunir—, ¡que hay cosas que es mejor callar! —Y acabé con la conversación.


El coche del tiempo terminado tenía un diseño muy tosco: sólo una caja de metal, abierta por arriba, sin pintar y no muy bien acabada. Pero los controles estaban a mucha distancia de los mecanismos limitados que Nebogipfel había podido fabricar con los materiales disponibles en el Paleoceno —incluso había indicadores cronométricos, aunque escritos a mano— y tendríamos tanta libertad de movimiento en el tiempo como con mi primera máquina.

Mientras trabajaba y se acercaba el día en que habíamos decidido partir, mis temores e incertidumbres aumentaban. Sabía que jamás podría volver a casa, pero si me iba de allí con Nebogipfel, al futuro o al pasado, podría llegar a lugares tan extraños que no podría sobrevivir ni en mente ni en cuerpo. Podía, lo sabía, estar acercándome al fin de mi vida; y un terror humano y tranquilo se apoderó de mí.

Al final lo terminamos. Nebogipfel se sentó en el asiento. Lo había cubierto con la tela plateada y acolchada del Constructor. Llevaba gafas nuevas. Se parecía un poco a un niño pequeño preparado para el invierno, al menos hasta que apreciabas el pelo que le caía por la cara, y la luminosidad de los ojos tras las gafas azules que llevaba.

Me senté a su lado, y comprobé por última vez el contenido del coche.

¡En ese momento —en un sorprendente segundo mientras estábamos sentados en el coche— las paredes del apartamento se hicieron, en silencio, de vidrio! A nuestro alrededor, visibles a través de las paredes trasparentes de la habitación, las terribles planicies de la Tierra Blanca se extendían en la distancia, teñidas de rojo por la puesta de sol. Los cilios del Constructor —una vez más a petición de Nebogipfel— habían reestructurado el material de las paredes de la cámara donde estaba el coche del tiempo. Seguiríamos necesitando protección del clima salvaje de la Tierra Blanca; pero queríamos poder ver el mundo a medida que avanzásemos.

Aunque la temperatura del aire permanecía inalterada, sentí inmediatamente más frío; temblé y me apreté el abrigo.

—Creo que estamos listos —dijo Nebogipfel.

—Listos —asentí—, menos por una cosa, ¡nuestra decisión! ¿Viajamos al futuro hasta las Naves terminadas o…?

—Creo que la decisión te corresponde —dijo. Pero había, quiero pensarlo, algo de simpatía en su extraña expresión.

Los temores todavía permanecían en mi interior, ¡ya que, exceptuando aquellas primeras horas desesperadas cuando perdí a Moses, nunca he sido un hombre que buscase la muerte! Sabía que mi decisión podía acabar con mi vida. Aun así…

—No creo que tenga demasiadas posibilidades —le dije a Nebogipfel—. No podemos quedarnos aquí.

—No —dijo—. Tú y yo somos exiliados. Creo que sólo nos queda continuar… hasta el final.

—Sí —dije—. Parece que hasta el final del tiempo mismo… ¡Bien! Que así sea, Nebogipfel. Que así sea.

Nebogipfel empujó las palancas del coche —sentí que se me aceleraba la respiración y que la sangre me palpitaba en las sienes— y caímos en la confusión gris del viaje en el tiempo.

11. ADELANTE EN EL TIEMPO

Una vez más el Sol corrió como un cohete por el cielo, y la Luna, todavía verde, se apresuraba en sus fases, ya que los meses transcurrían con mayor velocidad que los latidos del corazón; pronto, la velocidad de ambos orbes se había incrementado tanto que se transformaron en las bandas de luz uniformes que ya he descrito, y el cielo adoptó el gris acero que resultaba de la mezcla de las noches y los días. A nuestro alrededor, claramente visible desde nuestra posición elevada, las capas de hielo de la Tierra Blanca se extendían a lo lejos sobre el horizonte, inalteradas ante el paso de los años, mostrando sólo una superficie brillante difuminada por la rapidez de nuestro paso.

Me hubiese gustado ver aquellos magníficos veleros interestelares surcar el espacio; pero la rotación de la Tierra me hacía imposible distinguir las frágiles naves, y tan pronto como comenzamos el viaje en el tiempo se hicieron invisibles.

Segundos después de la partida —desde nuestro punto de vista— el apartamento fue demolido. Se desvaneció a nuestro alrededor como el rocío, para dejar nuestra ampolla transparente aislada en el techo de la torre. Pensé en el extraño, pero cómodo, conjunto de habitaciones —con el baño de vapor, el ridículo papel pintado, la peculiar mesa de billar y todo lo demás—; todo había quedado fundido nuevamente en la informidad general y el apartamento, no siendo ya necesario, había sido reducido a un sueño: ¡un recuerdo platónico en la imaginación de metal de los Constructores Universales!

Sin embargo, nuestro paciente Constructor no nos abandonó. Desde mi punto de vista acelerado vi que parecía descansar allí, a unas pocas yardas de nosotros —una pirámide rechoncha, el movimiento de los cilios difuminado por nuestro paso a través del tiempo—, y entonces saltaba, abruptamente, allá, para permanecer durante unos pocos segundos, y así continuamente. Como un segundo para nosotros duraba siglos en el mundo más allá del coche del tiempo, calculé que el Constructor permanecía frente a nosotros, inmóvil, durante miles de años en cada ocasión.

Se lo comenté a Nebogipfel.

—Imagínalo, ¡si puedes! Ser inmortal es una cosa, pero estar tan dedicado a una sola obra… Es como un caballero solitario que preserva su Grial, mientras las eras históricas y las breves preocupaciones de los hombres vuelan a su lado.

Como ya he dicho, los edificios cercanos al nuestro eran torres situadas a una distancia de dos o tres millas por todo el valle del Támesis. En las semanas que habíamos pasado en el apartamento no había visto cambios en las torres, ni siquiera una puerta que se abriese. Sin embargo, ahora, gracias a la percepción acelerada, vi evoluciones lentas que recorrían la superficie de los edificios. A la estructura cilíndrica de Hammersmith se le hinchó la cara de espejo, como si fuese atacada por una enfermedad metálica, antes de ajustarse a una nueva forma de protuberancias angulares y acanaladuras. ¡Otra torre, cerca de Fulham, desapareció por completo! Estaba allí en un momento y al siguiente ya no, sin que quedase siquiera la sombra de los cimientos en el suelo para señalar dónde había estado, ya que el hielo se cerró sobre la tierra expuesta con demasiada rapidez.

Aquella evolución fluida seguía todo el rato. Comprendí que el ritmo de cambio en aquel nuevo Londres debía medirse en siglos —en lugar de los años en que se habían transformado secciones de mi propio Londres—, pero sin embargo había cambios.

Se lo comenté a Nebogipfel.

—Sólo podemos especular sobre los propósitos de esa reconstrucción —dijo—. Quizás el cambio de apariencia externa indica un cambio en la utilización interior. Pero los procesos lentos del deterioro siguen actuando incluso aquí. E incluso es posible que ocasionalmente se produzcan incidentes más espectaculares, como la caída de un meteorito.

—¡Estoy seguro de que inteligencias tan vastas como estos Constructores podrían tener en cuenta incidentes como la caída de un meteoro! Siguiendo las rocas al acercarse con telescopios y tal vez empleando las naves a cohetes y a velas para enviar lejos los objetos.

—Hasta cierto punto. Pero el sistema solar es un lugar caótico y azaroso —dijo Nebogipfel—. No puedes estar seguro de eliminar por completo todas la calamidades, sin que importen los recursos disponibles, y sin que importen tampoco los planes y la vigilancia… Por lo tanto, hasta los Constructores deben en ocasiones reconstruir, incluso la torre que habitamos.

—¿Qué quieres decir?

—Piénsalo —dijo Nebogipfel—. ¿Estás caliente? ¿Te sientes muy a gusto?

Como he dicho, la exposición aparente a las llanuras de la Tierra Blanca, resguardado sólo por la bóveda invisible de los Constructores; me había dejado tiritando de frío; pero sabía que ésa sólo podía ser una reacción interna.

—Me siento bien.

—Por supuesto. Yo también. Y, ya que llevamos viajando algo así como un cuarto de hora, sabemos que estas condiciones han persistido en este edificio durante más de medio millón de años.

—Pero —dije, siguiendo su línea de razonamiento— esta torre está tan expuesta a la depredación del tiempo como cualquier otra… por tanto nuestro Constructor debe de estar reparando el lugar continuamente, para que pueda seguir sirviéndonos.

—Sí. De otra forma, es seguro que la bóveda que nos protege se habría fracturado y desplomado hace mucho tiempo.

Por supuesto, Nebogipfel tenía razón —era otra muestra de la extraordinaria rectitud de propósito de los Constructores—, pero no me hacía sentirme más cómodo.

Miré a mi alrededor, hacia el suelo; sentí que la torre se había hecho tan insustancial como un nido de termitas, continuamente excavada y reconstruida por los Constructores Universales, ¡y sentí vértigo!


Percibí un cambio en la luz. El paisaje glacial se extendía a nuestro alrededor aparentemente inalterado; pero me parecía que el hielo estaba iluminado con una luz más oscura.

Las bandas del Sol y la Luna, difuminadas e indistintas por su movimiento precesional, todavía cabeceaban en el cielo; pero —aunque la Luna parecía que todavía brillaba con el verde violento de la vegetación transplantada— parecía que el Sol atravesaba un ciclo de cambio.

—Tengo la impresión —señalé— de que el Sol parpadea. Varía su brillo, en una escala de siglos o más.

—Creo que tienes razón.

Ahora estaba seguro de que era esa incertidumbre de la luz la que provocaba esa ilusión extraña y desorientadora sobre el paisaje helado. Si se ponen cerca de una ventana, con la mano frente a la cara y los dedos extendidos, al mover la mano adelante y atrás frente a los ojos se tendría quizás un fenómeno similar al que describo.

—Maldito parpadeo —protesté—, parece que se mete dentro de los ojos, que altera el ritmo de la mente…

—Pero mira la luz —dijo Nebogipfel—. Obsérvala. Cambia de nuevo.

Me centré en ello, y recibí la recompensa de observar un nuevo aspecto de extraño comportamiento del Sol. Tenía un cierto verdor, sólo en unos momentos, cuando veía un verde pálido recorrer el camino celestial del Sol, pero aun así real.

Ahora que sabía que el verde estaba presente, podía detectar un destello esmeralda sobre las colinas heladas y los edificios de Londres.

Era una visión conmovedora, como un recuerdo de la vida que había desaparecido de aquellas colinas.

Nebogipfel dijo:

—Creo que el parpadeo y los destellos verdes están relacionados… —El Sol, dijo, es la mayor fuente de energía y materia del sistema solar. Los Morlocks mismos lo habían explotado para construir la Esfera—. Ahora, creo, los Constructores Universales también hurgan en ese gran cuerpo: extraen del Sol las materias primas que necesitan…

—Plattnerita —dije, emocionándome—. Eso son los destellos verdes, ¿no? Los Constructores extraen plattnerita del Sol.

—O emplean sus habilidades alquímicas para convertir la materia y la energía solar en plattnerita, que en realidad es lo mismo.

Para que el brillo de la plattnerita nos fuese visible, decía Nebogipfel, los Constructores debían de estar formando grandes acumulaciones del material en la estrella. Cuando estaban completas, las acumulaciones se llevaban a los lugares de construcción en alguna esquina del sistema solar; y comenzaba la creación de nuevas acumulaciones. El parpadeo que veíamos debía de representar la formación y desmantelamiento acelerado de aquellos grandes trozos de plattnerita.

—Es extraordinario. —Dejé escapar en un suspiro—. ¡Los Constructores deben de estar sacando del Sol trozos que se comparan con la masa de los mayores planetas! Ensombrece incluso la construcción de vuestra gran Esfera, Nebogipfel.

—Sabemos que los Constructores no carecen de ambición.

Ahora me pareció que el parpadeo del paciente Sol se hacía menos pronunciado, como si los Constructores se acercaran al final de la extracción. Podía ver más manchas verdes características de la plattnerita en el cielo, pero ahora estaban separadas de la banda del Sol: en su lugar, se precipitaban por el firmamento como falsas lunas. Comprendí que aquéllas eran estructuras de plattnerita —enormes edificios espaciales construidos con la sustancia— situadas en una lenta órbita alrededor de la Tierra.

La cambiante luz de la plattnerita se reflejaba en la piel de nuestro paciente Constructor, ¡que permaneció con nosotros mientras el cielo sufría aquellos cambios extraordinarios!

Nebogipfel consultó los indicadores cronométricos.

—Hemos atravesado casi ochocientos mil años… creo que es tiempo suficiente. —Tiró de las palancas y el coche del tiempo dio unos bandazos, mostrando así la incomodidad habitual del viaje en el tiempo, y además de luchar contra el temor y el asombro, también tuve que luchar contra las náuseas.

Inmediatamente el Constructor desapareció de mi vista. Grité

—¡no pude evitarlo!— y me agarré al banco del coche del tiempo. Creo que nunca me había sentido tan perdido y solo como en aquel momento en que nuestro fiel acompañante durante ochocientos mil años nos abandonó —o eso parecía— de pronto en un mundo extraño.

El cabeceo de la banda del Sol se suavizó y desapareció; en segundos percibí el cambio de luz que marca el paso de la noche al día, y el cielo perdió su tono gris luminoso.

Ahora la luz verde de la plattnerita llenaba el aire a mi alrededor; estaba por completo alrededor de nuestra bóveda, y oscurecía las impasibles planicies de la Tierra Blanca con su parpadeo lechoso.

El aleteo de días y noches se redujo a un latido más lento que mi pulso. Justo en el último instante, vi fugazmente —no fue más que un vistazo— un campo de estrellas que se abría paso a través de la superficie de las cosas, brillante y cercano; y vi fugazmente varios cráneos inmensos y enormes ojos humanos. Entonces Nebogipfel tiró por completo de las palancas —el coche se detuvo— y salimos a la historia, y la multitud de Observadores se desvaneció; y quedamos bajo una inundación de luz verde.

¡Estábamos inmersos en una Nave de plattnerita!

12. LA NAVE

Yo, el Morlock, los mecanismos y aparejos del pequeño coche del tiempo, todo estaba bañado por el brillo esmeralda de la plattnerita, que nos rodeaba por completo. No tenía ni idea del verdadero tamaño de la Nave; de hecho, tenía dificultades para orientarme en su interior. No era como una nave de mi siglo, ya que no tenía una subestructura bien definida, con paredes y paneles para dividir las secciones internas, el compartimiento de los motores y el resto. En su lugar, deben imaginar una red: un conjunto de nodos y filamentos que brillaban con el color de la plattnerita, arrojada a nuestro alrededor por algún pescador invisible, por lo que Nebogipfel y yo estábamos encerrados en una inmensa red de barras y curvas de luz.

La red no se extendía hasta el coche del tiempo: parecía que se detenía a la distancia a la que había estado nuestro domo. Todavía podía respirar con comodidad, y no sentía más frío que antes. La protección ambiental del domo todavía debía de estar ahí, de alguna forma; y pensé que el domo todavía estaba presente, porque veía un reflejo lejano en la superficie superior, pero tan incierta y variable era la luz de la plattnerita que no podía estar seguro.

Tampoco podía distinguir el suelo debajo del coche del tiempo. La red parecía que se extendía debajo de nosotros, dentro de la estructura del edificio. Sin embargo, no entendía cómo aquella redecilla endeble podía soportar la masa del coche del tiempo, y sentí una punzada súbita de vértigo. Dejé a un lado con determinación esa reacción primitiva. La situación era extraordinaria, pero deseaba portarme bien —¡sobre todo si aquellos iban a ser los últimos momentos de mi vida!— y no me importaba gastar energía en aliviar el desconcierto del mono asustado de mi interior, que temía caerse de un árbol verde brillante.

Estudié la red a nuestro alrededor. Los filamentos principales parecían tener el grosor de mi índice, aunque su brillo era tan intenso que me era difícil estar seguro de si su grosor no sería un efecto óptico. Esos filamentos rodeaban células de más o menos un pie de ancho, de forma irregular: por lo que pude ver, dos células no compartían una forma similar. Filamentos más delgados atravesaban las células principales, formando estructuras complejas de subcélulas; y aquellas subcélulas eran divididas a su vez por filamentos más delgados, y así sucesivamente, hasta el límite de mi visión. Me recordó los cilios que cubrían la capa exterior de un Constructor.

En los nodos donde se encontraban los filamentos primarios brillaban puntos de luz, tan desafiantemente verdes como el resto; esos puntos no permanecían en reposo, sino que migraban por los filamentos, o explotaban en pequeños fogonazos silenciosos. Deben imaginar esos pequeños movimientos en acción por toda la red, por lo que todo el conjunto estaba iluminado por un brillo cambiante y suave y por la evolución continua de la estructura y la luz.

Tenía una impresión de fragilidad —era como estar cubierto por una capa de tela de araña—, pero el conjunto tenía una cierta cualidad orgánica, y estaba convencido de que si extendía la mano y abría un agujero en la estructura, ésta pronto se repararía a sí misma.

Y en toda la Nave, ya deben imaginarlo, había una sensación extraña y contingente producida por la plattnerita: la sensación de que la Nave no estaba inmersa sólidamente en el mundo de las cosas, la sensación de que era insustancial y temporal.

La estructura estaba lo suficientemente abierta para ver el delgado casco de la Nave y el mundo exterior. Las colinas y los anónimos edificios del Londres de los Constructores todavía estaban ahí, y en el hielo eterno no había rastros de alteración. Era de noche y el ciclo estaba limpio; la Luna, un medialuna plateada, navegaba en lo alto entre las estrellas ausentes…

Y, moviéndose por entre el cielo desolado de la Tierra abandonada, vi más Naves de plattnerita. Tenían forma lenticular, eran inmensas, y sugerían la misma estructura reticular que nos encerraba a Nebogipfel y a mí. Luces más pequeñas, como estrellas cautivas, brillaban y se agitaban en los complejos interiores. El hielo de la Tierra Blanca estaba bañado por completo por el resplandor de la plattnerita; las Naves eran como inmensas nubes silenciosas que navegaban demasiado cerca del suelo.

Nebogipfel me estudió. La plattnerita le daba un lustre verde al pelo que cubría su cuerpo.

—¿Estás bien? ¿Pareces un poco turbado?

Tuve que reírme.

—Tienes talento para subestimar las cosas, Morlock. ¿Turbado? Yo diría que sí…

Me giré en el asiento, busqué detrás de mí, y encontré un tazón lleno de las nueces y frutas desconocidas que los Constructores nos habían dado. Enterré los dedos en la comida y me llené la boca con ella; encontré que la acción simple y animal de comer era una agradable distracción de las cosas sorprendentes y apenas comprensibles que me rodeaban. Me pregunté, de hecho, si aquélla no sería la última comida que tomaría, ¡la última cena sobre la Tierra!

—Creo que esperaba que el Constructor estuviese aquí para recibirnos.

—Pero creo que sí está aquí-dijo Nebogipfel. Levantó la mano y la luz esmeralda brilló en sus dedos pálidos—. Las Naves están claramente diseñadas según los mismos principios arquitectónicos que los Constructores. Creo que podemos decir que «nuestro» Constructor todavía está aquí: pero ahora su conciencia está representada por algún conjunto de esos puntos de luz, dentro de esta red de plattnerita. Y la Nave está con seguridad conectada con el Mar de Información; de hecho, quizá podemos decir que es un nuevo Constructor Universal en sí misma. La Nave está viva… tan viva como los Constructores.

»Pero como está hecha de plattnerita, esta Nave debe ser mucho más. —Me miró, con un único ojo profundo y negro tras las gafas—. ¿Entiendes? Si esto es vida, es un nuevo tipo de vida. Vida de plattnerita. La primera que no está atada, como el resto, al lento giro de los engranajes de la historia. Y fue construida aquí, con nosotros como foco… La Nave está aquí por nosotros, para llevarnos, como prometió el Constructor. Él está aquí.

Por supuesto, Nebogipfel tenía razón; y ahora me preguntaba, con algo de autoconciencia nerviosa, ¿cuántas de esas otras Naves que recorrían el cielo sin estrellas de la Tierra como enormes animales, estaban aquí abajo, de alguna forma, por nuestra presencia?

Pero al mirar el cielo cubierto de plattnerita otra observación me sorprendió.

—Nebogipfel, ¡mira la Luna!

El Morlock se volvió; vi que la luz verde que jugueteaba con el pelo de su cara estaba ahora resaltada de plata.

Mi observación era elemental: la Luna había perdido su delicioso verdor. El color de la vida que había llegado de la Tierra para cubrirla, durante todos esos millones de años, se había marchitado, exponiendo el blanco óseo de las arenosas montañas y mares. Ahora el satélite en su palidez mortal era indistinguible de la Luna de mi época, exceptuando quizás el brillo más intenso de la cara oscura: había una vieja Luna más vívida acunada en los brazos de la Nueva Luna, y sabía que aquella iluminación mayor debía ser achacada, solamente, al incremento del brillo de la Tierra cubierta de hielo, que debía brillar en los cielos sin aire de la Luna como un segundo sol.

—Debe de haber sido la variación forzada del Sol —especuló Nebogipfel—. El proyecto de plattnerita de los Constructores… tal vez alteró finalmente el equilibrio vital.

—¿Sabes? —dije con algo de amargura—, creo que, después de todo lo que he visto y oído, me confortaba algo la persistencia de esa porción de verde terrestre en lo alto del cielo. El pensar que en algún lugar, no imposiblemente lejos, todavía podía persistir un fragmento de la Tierra que recordaba: que podía haber una improbable jungla de baja gravedad por la que todavía caminaban los hijos del hombre… Pero ahora sólo puede haber ruinas y huellas en esa terrible superficie, para acompañar las que cubren el cadáver de la Tierra.

Y en ese momento, mientras me sentía tan llorón, sonó algo como un disparo, ¡y nuestra cubierta protectora se fracturó como una cáscara de huevo!


Vi una serie de fracturas —un delta complejo— que se extendía por la superficie del domo.

Incluso mientras miraba, un trozo pequeño del domo, no mayor que mi mano, se soltó y cayó en el aire, deslizándose como un copo de nieve.

Y más allá del domo fracturado los filamentos de plattnerita de la Nave se extendían, creciendo, hacia Nebogipfel y hacia mí.

—Nebogipfel, ¿qué sucede? Sin el domo, ¿moriremos? —Me encontraba en un estado febril y eléctrico, en el que cada terminación nerviosa estaba henchida de sospecha y temor.

—Debes intentar no tener miedo —dijo Nebogipfel.

Con un gesto simple y sorprendente me agarró la mano con sus delgados dedos de Morlock, y la sostuvo como un adulto sostendría la de un niño.

Era la primera vez que sentía el tacto de sus dedos fríos desde aquellos terribles momentos en que el Constructor me había reconstruido, y un eco distante de nuestro compañerismo en el Paleoceno volvió para confortarme en medio del hielo de la Tierra Blanca. Me temo que grité, destrozado por el temor, y me hundí más en el asiento, deseando escapar; mientras los dedos débiles de Nebogipfel se agarraban a los míos.

El domo se fracturó aún más, y oí una lluvia suave al caer los fragmentos sobre el coche del tiempo. Los filamentos de plattnerita penetraron todavía más en el domo, con los nódulos de luz corriendo por ellos.

—Nos llevan con ellos, los Constructores, esos seres de plattnerita, hacia el amanecer del tiempo, y quizá más allá… pero no así. —Nebogipfel indicó su propio cuerpo frágil—. No podríamos sobrevivir ni por un minuto… ¿Lo entiendes?

Los tentáculos de plattnerita me palparon la cabeza, la frente y los hombros; me agaché, para evitar el frío contacto.

—Quieres decir —dije— que tenemos que volvernos como ellos. Como los Constructores… ¡debemos rendirnos al toque de esos cilios de plattnerita! ¿Por qué no me advertiste?

—¿Te hubiese ayudado? Es la única forma. Tu miedo es natural; pero debes dominarlo, sólo un momento más, y entonces… entonces serás libre…

Podía sentir el peso helado de los hilos de plattnerita sobre muslos y hombros. Intenté mantenerme quieto y entonces sentí uno de esos cables vivientes moviéndose por mi frente; podía sentir claramente el roce de los cilios contra mi carne, y no pude evitar gritar y luchar contra aquel peso suave, pero ya me era imposible levantarme del asiento.

Ahora estaba inmerso en el verde y mi visión del mundo exterior —de la Luna, los campos de hielo de la Tierra e incluso de la estructura de la Nave— estaba oscurecida. Los nodos cuasianimados y variables de luz pasaban por encima de mi cuerpo deslumbrándome. El tazón de frutas se salió de entre los dedos y chocó contra el suelo del coche; pero incluso el ruido de la caída pronto se apagó, al apagarse mis sentidos.

Hubo un temblor final en el domo, una lluvia de fragmentos a mi alrededor. Había un punto frío en mi frente, el aliento distante del invierno, y luego sólo sentí el frío de los dedos de Nebogipfel; ¡era todo lo que podía percibir, exceptuando el roce omnipresente y líquido de la plattnerita! Imaginé que los cilios se soltaban y —como ya habían hecho antes— se introducían en los resquicios de mi cuerpo. Tan rápida fue la invasión de luz que ya no podía mover ni un dedo, ni tampoco gritar —estaba quieto como en una camisa de fuerza—, y los tentáculos se abrieron paso a la fuerza por entre mis labios, como gusanos, y dentro de mi boca, para disolverse contra la lengua; y sentí una presión fría en la superficie de los ojos…

Estaba perdido, incorpóreo, inmerso en la luz esmeralda.

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