Epílogo

Los primeros días fueron los peores, porque llegué aquí desprovisto de herramientas.

Al principio me vi obligado a vivir con los Elois. Compartía los frutos que les traían los Morlocks y las ruinas que utilizaban como dormitorios.

Cuando la luna se desvaneció y comenzó la nueva secuencia de Noches Negras, ¡me sorprendió la audacia con que los Morlocks salían de sus cavernas y asaltaban su ganado humano! Me atrincheré a la entrada de una de las casas de dormir, con trozos de hierro y piedras como armas, y de esa forma pude resistir; pero no pude mantenerlos a todos fuera —los Morlocks llegaban como sabandijas, en lugar de luchar en la forma organizada de los humanos—, y además sólo podía defender un dormitorio entre los cientos que salpicaban el Valle del Támesis.

Aquellas horas tenebrosas, de terror y desesperación sin parangón para los indefensos Elois, son más terribles que cualquier otro de mis recuerdos. Aun así, con la llegada del día, la oscuridad desaparecía de las pequeñas mentes de los Elois y se aprestaban a jugar y reír con entusiasmo como si los Morlocks no existiesen.

Me decidí a cambiar todo aquello: porque ésa —con el rescate de Weena— había sido mi intención al regresar aquí.

He explorado los alrededores más ampliamente. ¡Debía de haber sido un buen espectáculo el verme recorrer las colinas, con una barba salvaje y espectacular, la cabeza quemada por el sol, y mi cuerpo de mayor tamaño envuelto en ropas de Eloi! Por supuesto, no hay transportes y no hay bestias de carga para llevarme, y sólo los restos de las botas de 1944 me protegen los pies. Pero he llegado tan lejos como Hounslow y Staines al oeste, Barnet al norte y Epsom y Leatherhead al sur; y hacia el este, he seguido el nuevo curso del Támesis hasta Woolwich.

En todas partes he encontrado la misma imagen: el paisaje verde con las ruinas dispersas, los salones y casas de los Elois, y por todas partes el ominoso moteado de los pozos de los Morlocks. Puede que en Francia o Escocia la imagen sea muy diferente, pero no lo creo. Todo este país, y más allá, está infestado de Morlocks y sus laberintos subterráneos.

Por eso he tenido que desechar mi primer plan, que era partir con los Elois lejos del alcance de los Morlocks: ahora sé que los Elois no pueden escapar de los Morlocks, y viceversa, ya que la dependencia de los Morlocks respecto de los Elois, aunque menos repelente para mí, es igualmente degradante para el espíritu de los subhombres nocturnos.


He comenzado, lentamente, a buscar otras formas de vivir.

Me decidí a residir permanentemente en el Palacio de Porcelana Verde. Ése había sido uno de mis planes en mi visita anterior porque, aunque no había visto rastros de actividades Morlock en él, el antiguo museo con sus grandes salas y su construcción robusta me parecía una fortaleza tan buena como la mejor que hubiera podido encontrar para defenderme de la astucia y destreza escaladora de los Morlocks. Tenía esperanzas de que muchos de los artefactos y reliquias conservados allí pudieran serme útiles en el futuro. ¡Y además, algo de este abandonado monumento al intelecto, con sus fósiles abandonados y bibliotecas desmenuzadas, ha capturado mi imaginación! Era como un gigantesco barco del pasado, la quilla rota contra los arrecifes del tiempo; y yo era un náufrago de origen similar, un Crusoe de la antigüedad.

Repetí y amplié mi exploración de las salas y cámaras cavernosas del Palacio. Me establecí, como base, en el Sala de Mineralogía que había encontrado en mi primera visita, con las muestras bien conservadas pero inútiles de más minerales de los que podía nombrar. Esta cámara es algo más pequeña que algunas de las otras y por tanto algo más segura. Cuando barrí el polvo y encendí un fuego me pareció casi como mi hogar. Desde entonces, apuntalando las cerraduras rotas de las puertas y arreglando las grietas de las paredes, he extendido mi fortaleza a salas adyacentes. Mientras exploraba la galería de paleontología, con esos enormes e inútiles huesos de brontosaurios, me encontré con una colección de huesos tirados y dispersos por el suelo, evidentemente por los juguetones Elois, que al principio no pude reconocer; pero cuando reuní más o menos los esqueletos, creí que pertenecían a un caballo, un perro, un buey y, creo; un zorro, últimas reliquias de animales comunes de mi propia Inglaterra desaparecida. Pero los huesos estaban demasiado dispersos y rotos y mis conocimientos anatómicos son demasiado imprecisos para estar seguro de haberlos identificado bien.

También regresé a la galería inclinada y pobremente iluminada que contiene los grandes cadáveres de enormes máquinas, porque me ha servido de mina para herramientas improvisadas de todo tipo, y no sólo armas, como fue mi primer uso de ellas. Empleé algo de tiempo en una máquina que tiene el aspecto de una dinamo eléctrica, porque su estado no era demasiado ruinoso, y atesoraba fantasías de ponerla en marcha y encender algunos de los globos rotos que cuelgan del techo de la cámara. ¡Calculaba que el brillo de la luz eléctrica y el ruido de la dinamo harían, al menos, que los Morlocks saliesen huyendo!, pero no tenía combustible ni lubricante y, además, las piezas pequeñas estaban corroídas; por lo tanto he abandonado el proyecto.

En el curso de mi exploración del palacio llegué hasta una exposición que me atrajo. Estaba cerca de la galería con el pequeño modelo de una mina que había visto antes y parecía ser el modelo de una ciudad. El diorama era muy detallado y era tan grande que llenaba casi toda la cámara, y todo el conjunto estaba protegido por una especie de pirámide de vidrio, de la que tuve que retirar siglos de polvo para poder ver. La ciudad se había construido claramente en el futuro lejano, pero incluso el modelo eran tan antiguo aquí, en esta época crepuscular, que los brillantes colores se habían apagado por efecto de la luz filtrada por el polvo. Imaginaba que la ciudad debía de ser la descendiente de Londres, porque creí descubrir la morfología característica del Támesis representada por una banda de vidrio que serpenteaba por el corazón del diorama. Pero era un Londres muy transformado de la ciudad de mi época. Estaba dominado por siete u ocho enormes palacios de cristal —si piensan en el Palacio de Cristal enormemente expandido y retorcido varias veces, tendrán algo parecido— y aquellos palacios habían estado unidos por una especie de piel de cristal que cubría toda la ciudad. No tenía el aspecto sombrío de la Bóveda de Londres en 1938, porque aquel techo inmenso me parecía que servía para atrapar y amplificar la luz del sol, y había hileras de luces eléctricas distribuidas por la ciudad, aunque ninguna de aquellas diminutas bombillas funcionaba en el modelo. Había un bosque de inmensos molinos sobre el techo —aunque las aspas ya no giraban— y aparecían aquí y allá grandes plataformas sobre las que flotaban versiones de juguete de máquinas voladoras. Aquellas máquinas tenían un aspecto parecido a grandes libélulas, con grandes velas flotando sobre ellas, y góndolas con hileras de gentecillas sentadas bajo ellas.

Sí, ¡gente!, mujeres y hombres, no muy distintos a mí. Porque esa ciudad evidentemente provenía de una época no tan imposiblemente lejana de la mía, por lo que la mano roma de la evolución no había alterado a la humanidad.

Grandes carreteras cubrían el paisaje, uniendo ese Londres del futuro con otras ciudades del país, o eso suponía. Aquellas carreteras estaban cubiertas de vastos mecanismos: monociclos que transportaban cada uno una veintena de personas, enormes carros de transporte que parecían no llevar conductores y debían de estar dirigidos mecánicamente, etc. No había detalles para representar el campo entre las carreteras, sólo una superficie uniformemente gris.

Todo el diseño era tan inmenso —era como un enorme edificio que imagino que podía haber alojado a veinte o treinta millones de personas, en comparación con los meros cuatro millones del Londres de mi época. La mayor parte del modelo no tenía ni paredes ni techos, y podía ver pequeñas figuras que representaban a la población, ocupando docenas de niveles de la ciudad. En los niveles superiores aquellos habitantes estaban vestidos con una variedad de diseños llamativos, con capas escarlata, sombreros tan espectaculares y poco prácticos como crestas de gallos y otros por el estilo. Aquellos niveles superiores parecían lugares de gran confort y lujo, siendo una especie de mosaico de muchos pisos de tiendas, parques, bibliotecas, casas suntuosas y demás.

Pero en la base de la ciudad —en los pisos bajos y sótanos, para entendernos— las cosas eran muy diferentes. Allí se asentaban grandes máquinas, y conductos, tuberías y cables de diez o veinte pies de diámetro (a escala completa) corrían por los techos. Había muñecos, pero estaban vestidos uniformemente con una especie de ropas azules, y sus dependencias personales parecían estar limitadas a salones comunales para dormir y comer. Me parecía que aquellos trabajadores de los pisos bajos apenas debían de recibir, en el orden general de las cosas, la luz que bañaba las vidas de las gentes superiores.

El modelo era antiguo y estaba lejos de ser perfecto, en una esquina la pirámide se había roto, y el modelo había quedado destruido hasta ser irreconocible, y en otro lado las figuritas y las máquinas habían caído o se habían roto por culpa de las pequeñas perturbaciones a lo largo del tiempo. En un sitio, las figuras vestidas de azul habían sido colocadas en pequeños círculos y figuras, seguramente por los dedos juguetones de los Elois, pero aun así la ciudad de juguete ha sido una fuente de continua fascinación para mí, porque sus gentes y aparatos están lo suficientemente cerca de los míos para que me intriguen, y he pasado largas horas descubriendo nuevos detalles sobre su construcción.

Me parece que esa visión del futuro podría representar una especie de estado intermedio en el desarrollo del terrible orden de las cosas en que me encontraba. Allí tenía un punto en el tiempo en donde la separación de la humanidad en superior e inferior era en gran parte un constructo social, y todavía no había comenzado a influir en la evolución de la especie en sí misma. La ciudad era una estructura magnífica y hermosa, ¡pero —si había llevado al mundo de Elois y Morlocks— era un monumento a la más colosal estupidez por parte de la humanidad!

El Palacio de Porcelana Verde está situado en una colina alta cubierta de hierba, pero hay prados cercanos bien irrigados. Desmantelé la Máquina del Tiempo, y recorrí el palacio en busca de materiales, y así inventé azadas y rastrillos simples. Abrí la tierra en los prados cercanos al palacio, y planté semillas de las frutas Morlock.

Persuadí a los Elois para que se uniesen a mí en esa empresa. Al principio eran voluntariosos —pensaban que era un nuevo juego pero perdieron el entusiasmo cuando los mantuve realizando tareas repetitivas durante largas horas; y tuve algunos escrúpulos cuando vi sus túnicas manchadas de tierra y aquellas hermosas caras ovales llenas de lágrimas de frustración. Pero me mantuve firme, y cuando las cosas se hacían demasiado monótonas los alegraba con juegos y bailes, y torpes interpretaciones de The Land of the Leal, y lo que recordaba de la música «swing» de 1944 —que les gustaba mucho—, y poco a poco volvieron.

Los ciclos de cosecha no pueden predecirse en esta época que carece de estaciones y no tuve que esperar más que unos pocos meses antes de que las primeras cañas y plantas diesen frutos. Cuando se los mostré a los Elois, mi placer sólo provocaba incertidumbre en las pequeñas caras, porque los frutos de mis primeros pobres esfuerzos no podían competir en sabor y riqueza con los que les proporcionaban los Morlocks, pero yo podía ver la importancia de aquellos alimentos más allá de su tamaño y sabor: porque con esa primera cosecha había comenzado a separar a los Elois de los Morlocks.

He encontrado a suficientes Elois con las aptitudes adecuadas para establecer cierto número de granjas pequeñas, arriba y abajo por el valle del Támesis. Por lo tanto, ahora, por primera vez en incontables milenios, hay grupos de Elois que pueden subsistir independientemente de los Morlocks.

En ocasiones me desespero y siento que no estoy enseñando sino modificando el instinto de animales inteligentes; pero al menos es un comienzo. Y trabajo con los Elois más receptivos para extender su vocabulario, para enriquecer su curiosidad; ¡pretendo despertar las mentes!


Pero sé que provocar y excitar a los Elois de esa forma no es suficiente; porque los Elois no están solos en esta tierra tardía. Y si continúan mis reformas entre los Elois, el equilibrio, aunque malsano, entre Elois y Morlocks se perderá. Y los Morlocks reaccionarán inevitablemente.

Me parece que una nueva guerra entre esas especies posthumanas sería desastrosa, porque no puedo imaginar cómo podrían sobrevivir mis precarias iniciativas agrícolas al asalto diligente de los Morlocks. ¡Y debo expulsar de mi mente cualquier noción anticuada de lealtad a un bando o a otro! Como hombre de mi tiempo, mis simpatías se encuentran naturalmente con los Elois, porque ellos parecen humanos, y mi actividad con ellos ha sido placentera y productiva. De hecho, tengo que esforzarme para recordar que esas pequeñas gentes no son humanos; ¡creo que si viese ahora a un hombre de mi siglo, me sorprendería su altura, masa y torpeza!.

Pero ni los Elois ni los Morlocks son humanos —ambos son posthumanos—, a pesar de mis viejos prejuicios. Debo encontrar una forma de negociar con la raza subterránea, para trabajar con ellos como lo he hecho con los Elois. Sé que los Morlocks tienen cierta inteligencia: he visto sus grandes máquinas subterráneas, y recuerdo que, cuando la habían capturado, limpiaron y engrasaron la Máquina del Tiempo. Podría ser que, bajo su asquerosa superficie, los Morlocks tengan un instinto que esté más cerca de las actividades ingenieriles de mi propia época que los pasivos y bovinos Elois.

Sé bien —¡Nebogipfel me lo demostró!— que gran parte de mi terror a los Morlocks es instintivo y proviene de un complejo de experiencias, pesadillas y temores en el interior de mi propia alma, irrelevante en este lugar. He tenido ese temor a la oscuridad y a los lugares subterráneos desde que era un niño; está ese temor del cuerpo y su corrupción que Nebogipfel diagnosticó —un temor que puede que comparta, creo, con muchos en mi época— y además soy lo bastante honesto para reconocer que soy un hombre de mi clase social, y que por tanto he tenido poca relación con los trabajadores de mi época, y que en mi ignorancia he desarrollado, me temo, cierta desatención y miedo. ¡Y todos esos fragmentos de pesadilla se amplifican, cientos de veces, en mis reacciones hacia los Morlocks! Pero esa tosquedad del alma no es digna de mí, de mi gente, o de la memoria de Nebogipfel. Estoy decidido a dejar a un lado esas tinieblas interiores, y pensar en esos Morlocks no como monstruos, sino como Nebogipfels en potencia.

Éste es un mundo rico y no hay necesidad de que los restos de la humanidad se alimenten los unos de los otros de esa forma tan terrible que han desarrollado. La luz de la inteligencia se ha reducido, en esta historia, pero no se ha extinguido. Los Elois conservan fragmentos del lenguaje humano, y los Morlocks sus evidentes conocimientos mecánicos.

Sueño con que, antes de morir, encenderé un nuevo fuego de la razón sobre esas brasas.

¡Sí! Es un sueño noble y un adecuado legado para mí.

Encontré estos trozos de papel explorando una cripta bajo el Palacio de Porcelana Verde. Estas páginas han sido preservadas al haber sido almacenadas en un empaquetamiento cerrado sin aire. No me ha sido difícil improvisar un plumín con trozos de metal, y tinta a partir de tintes vegetales; y para escribir, he vuelto a mi asiento favorito de metal amarillo situado en la cumbre de Richmond Hill, a menos de media milla de mi antiguo hogar. Mientras escribo, tengo el valle del Támesis para hacerme compañía: esa tierra hermosa cuya evolución he contemplado a lo largo de las edades geológicas.

El viaje en el tiempo ha terminado para mí… Hace tiempo que lo he aceptado. Como ya he dicho, he desmantelado la máquina, y las piezas me han servido como arados y otros dispositivos, más útiles que una Máquina del Tiempo (he conservado las dos palancas blancas, están a mi lado, sobre el asiento, mientras escribo). Sin embargo, aunque he quedado satisfecho con mis proyectos, mi falta de oportunidades para transmitir a mis contemporáneos mis descubrimientos y observaciones y cualquier relato de mis aventuras, me ha irritado. ¡Quizá se trate sólo de vanidad! Pero ahora estas páginas me han dado una oportunidad de arreglarlo.

Para preservar estas frágiles páginas de la destrucción, las sellaré de nuevo en su empaquetamiento original, y luego las colocaré en un contenedor que he construido con el cuarzo dopado de plattnerita de la Máquina del Tiempo. Luego enterraré el contenedor lo más profundo que pueda.

No tengo forma segura de transmitir mi relato al pasado o al futuro —y menos aún a otra historia— y puede que estas palabras se pudran bajo tierra. Pero me parece que el recubrimiento de plattnerita le dará al paquete la mejor oportunidad de ser detectado por cualquier viajero de la multiplicidad; y puede que por alguna azarosa corriente del río del tiempo, mis palabras puedan encontrar el camino de vuelta a mi propio siglo.

De cualquier forma, ¡es lo mejor que puedo hacer!, y ahora que me he decidido por ese curso de acción experimento cierta satisfacción.

Completaré y sellaré mi relato antes de partir para el mundo inferior, porque reconozco que mi expedición al mundo de los Morlocks no carece de peligros, un viaje del que puede que no regrese. Pero es una tarea que no puedo retrasar más; ya he pasado de los cincuenta años, ¡y pronto puede que ni siquiera pueda descender por los pozos!

Me comprometo aquí a añadir, a mi regreso, un apéndice a esta monografía: un resumen de mis aventuras subterráneas.


Es tarde. Estoy listo para el descenso.

¿Cómo dice el poeta? «Si las puertas de la percepción estuviesen limpias, todo aparecería al hombre como es, infinito», o algo parecido. Me perdonarán si cito mal porque aquí no tengo libros de consulta… He visto el infinito y lo eterno. Nunca he perdido la visión de aquellos universos vecinos yaciendo unos junto a otros en ese paisaje iluminado por el sol, más juntos que las hojas de un libro; y tampoco he olvidado el brillo estelar de la Historia óptima, que creo que habitará siempre en mi alma.

Pero ninguna de esas grandes visiones representa para mí ni la mitad de aquellos momentos fugaces de ternura que han iluminado la oscuridad de mi vida solitaria. He disfrutado de la lealtad y paciencia de Nebogipfel, la amistad de Moses y el calor humano de Hilary Bond; y ninguno de mis logros o aventuras —ni la visión del tiempo, ni el paisaje estelar infinito— perdurará en mi corazón tanto tiempo como el momento, en aquella primera brillante mañana después de mi regreso aquí, cuando me senté al lado del río y lavé el rostro de diamante de Weena, y su pecho se elevó al fin y tosió, y sus hermosos ojos se abrieron por primera vez y vi que estaba viva; y al reconocerme sus labios se separaron en una sonrisa de alegría.

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