El viernes después de mi regreso del futuro desperté a primeras horas de la mañana. Había dormido profundamente sin soñar.
Salí de la cama y descorrí las cortinas. El sol realizaba su habitual caminata lenta por el cielo y recordé que, desde el punto de vista acelerado de un viajero del tiempo, el sol parecía moverse a saltos en lo alto. Ahora aparecía insertado en un tiempo denso, como un insecto atrapado en ámbar.
Los ruidos de una mañana de Richmond se arremolinaron alrededor de la ventana: el trote de los caballos, el ruido de la ruedas en el empedrado, los golpes en las puertas. Un tranvía de vapor, expulsando humo y chispas, cruzó torpemente Petersham Road, y los gritos de gaviota de los vendedores ambulantes flotaban en el aire. Sentí que mi mente se alejaba de mis extraordinarias aventuras en el tiempo y se asentaba de nuevo en el mundo común: repasé los artículos del último número de Pall Mall Gazette, el mercado de valores, y consideré con anticipación que el correo de la mañana me traería el último número del American Journal of Science, que incluiría algunas de mis especulaciones sobre los descubrimientos de A. Michelson y E. Morley, sobre ciertas características de la luz, que habían aparecido en esa misma revista cuatro años antes, en 1887…
¡Y así todo! Los detalles de la vida diaria se agolpaban en mi cabeza, y en contraste los recuerdos de mi aventura en el futuro parecían casi fantásticos, incluso absurdos. Ahora que pienso en ello, me parecía que toda la experiencia tenía algo de alucinación, como un sueño: hubo una sensación de caída, la desorientación de todo lo relacionado con el viaje en el tiempo, y mi última incursión en el mundo dantesco de 802.701. El control de lo ordinario sobre nuestra imaginación es sorprendente. De pie, en pijama, algo de la incertidumbre que finalmente me había asaltado la noche anterior regresó, ¡y comencé a dudar de la misma existencia de la Máquina del Tiempo!, a pesar de tener recuerdos perfectos de los dos años que había pasado inmerso en los detalles de su construcción, sin mencionar las dos décadas anteriores, en las que desarrollé la teoría del viaje en el tiempo a partir de las anomalías que había observado en mis estudios de óptica.
Repasé mentalmente la conversación que había mantenido con mis acompañantes en la cena de la noche anterior —de alguna forma esas escasas horas me resultaban más claras que todos mis días en el mundo del futuro— y recordé sus variadas respuestas a mi relato: todos disfrutaron de una buena narración, y la acompañaron con toques de simpatía o semiburla, según el temperamento de cada individuo. Recordaba un escepticismo casi generalizado. Sólo un buen amigo, al que llamaré en estas páginas el Escritor, parecía escuchar mis divagaciones con cierto grado de comprensión y confianza.
Me estiré frente a la ventana, y mis dudas sobre mis recuerdos se derrumbaron. El dolor de la espalda era muy real, agudo a insistente, así como la sensación de quemadura en los músculos de piernas y brazos: las protestas de los músculos de un hombre ya no joven que habían sido obligados desacostumbradamente a superarse a sí mismos.
«Bien —me dije—, si lo viaje al futuro fue sólo un sueño (todo él, incluyendo aquella terrible noche en que luchaste con los Morlocks en el bosque), ¿de dónde han salido estos dolores y achaques? ¿Has correteado por el jardín, quizás, en un rapto de locura inspirado por la Luna?»
Y allí, amontonadas sin cuidado en una esquina de la habitación, vi las ropas: las que había destrozado en mi viaje al futuro, y que ahora sólo servían como trapos. Podía ver las manchas de hierba y las quemaduras; los bolsillos estaban rotos, y recordé que Weena había usado las carteritas como vasos improvisados para cargar con las descoloridas flores del futuro, antes de que la abandonase para sufrir una suerte inimaginable. Sobre la alfombra estaban los restos sucios y manchados de sangre de mis calcetines.
En cierta forma fueron esos calcetines —¡esos cómicos calcetines!— los que con su ruda existencia me convencieron, más que nada, de que no había enloquecido: que mi viaje al futuro no había sido un sueño.
Vi con claridad que debía viajar de nuevo en el tiempo; debía reunir pruebas de que el futuro era tan real como el Richmond de 1891, para convencer a mi círculo de amigos y a mis colegas de empresas científicas, y para eliminar hasta la última de mis dudas.
Y mientras adoptaba esa decisión, vi de pronto el dulce y vacío rostro de Weena, con tanta claridad como si ella misma estuviese frente a mí. La tristeza y una punzada de culpa por mi impetuosidad me rompieron el corazón. Weena, la mujer niña Eloi, me había seguido hasta el Palacio de Porcelana Verde a través de lo más profundo del bosque del distante valle del Támesis del futuro, y la había perdido en la confusión del incendio siguiente y el ataque de los Morlocks. Siempre he sido un hombre que ha actuado primero y luego ha dejado que su mente racional evaluase la situación. Durante mi vida de soltería, esa tendencia nunca había puesto a nadie en una situación realmente peligrosa más que a mí mismo, pero ahora, en mi insensata huida, había abandonado a la pobre y confiada Weena a una muerte terrible en las sombras de la Noche Negra de los Morlocks.
Tenía las manos manchadas de sangre, y no sólo de los fluidos de aquellos sucios y degradados subhombres: los Morlocks. Decidí compensar, como pudiese, el abominable trato que había dispensado a la pobre y confiada Weena.
Hice que Mrs. Watchets me preparase el baño, y me sumergí en él. A pesar de mis prisas, me tome tiempo para mimar mis pobres y maltratados huesos; observé con interés las ampollas y rasguños de los pies y las pequeñas quemaduras que había sufrido en las manos.
Me vestí con rapidez. Mrs. Watchets me preparó el desayuno. Disfruté con entusiasmo de los huevos, los champiñones y los tomates, pero el beicon y las salchichas no me agradaron; cuando mordí la carne, el jugo, salado y aceitoso, me asqueó.
¡No podía evitar recordar a los Morlocks, y la carne que les había visto consumir en sus repugnantes comidas! Mis experiencias no habían reducido el placer del cordero en la cena de la noche anterior, recordé, pero en aquella ocasión mi hambre había sido mucho mayor. ¿Podría ser que ciertos traumas a inquietudes, producto de mis desventuras, estuviesen haciendo su efecto en mi mente?
Aun así, mi costumbre es tomar un desayuno completo; creo que una buena dosis de peptona en las arterias en las primeras horas del día es vital para el correcto funcionamiento de la vigorosa máquina humana. Y hoy podría ser el día más duro de toda mi vida. Por tanto, dejé de lado mis preocupaciones y acabé mi plato, masticando el beicon con determinación.
Una vez terminado el desayuno, me vestí con un práctico traje de verano. Creo haber dicho a mis acompañantes de la noche anterior que era evidente en el viaje en el tiempo que el invierno había desaparecido del mundo. de 802.701-ya fuese por evolución natural, planificación geogénica o por un cambio en el propio Sol, no lo sabía—, por lo que no necesitaba de abrigos o bufandas en el futuro. Me cubrí con un sombrero, para evitar que el sol del futuro alcanzase mi frente pálida inglesa, y calcé mi par de botas más resistentes.
Cogí una mochila y recorrí la casa revolviendo armarios y cajones en busca del equipo que pudiera serme útil en mi segundo viaje al futuro, ¡para alarma de la pobre y paciente Mrs. Watchets, que sin duda hacía ya tiempo que había relegado mi cordura al reino de lo mitológico! Como suele pasar, me moría por partir, pero también estaba decidido a no ser tan impetuoso como la primera vez, cuando había recorrido ocho mil siglos sin más protección que un par de zapatos y una caja de cerillas.
Llené la mochila con todas las cerillas que pude encontrar en la casa, y de hecho envié a Hillyer al estanco a comprar más cajas. Empaqueté alcanfor, velas y, por instinto, un trozo de guita, en caso de que tuviese que fabricarme mis propias velas (no tenía ni idea de cómo hacer tal cosa, pero bajo la luz brillante de aquella mañana optimista no dudaba de mi capacidad para improvisar).
Cogí alcohol, bálsamo, pastillas de quinina y vendas. No tenía pistola; y dudo que la hubiese cogido de haberla tenido porque ¿de qué sirve una pistola cuando se te acaba la munición?, pero me metí la navaja en el bolsillo. Tomé también varias herramientas: un destornillador, llaves de varios tamaños y una pequeña sierra con hojas de repuesto,'así como tornillos, trozos de níquel y cobre y barras de cuarzo. Estaba decidido a que ningún accidente tonto de la Máquina del Tiempo me dejase varado en un futuro inconexo por falta de un poco de cobre o una barra de cuarzo: a pesar de mis breves planes de construir una nueva Máquina del Tiempo cuando los Morlocks robaron la original en 802.701, no había visto en el mundo superior ninguna prueba de que pudiese encontrar materiales ni para reparar un tornillo. Por supuesto, los Morlocks habían conservado algunas habilidades mecánicas, pero no me apetecía la perspectiva de verme obligado a negociar con aquellos pálidos gusanos por un par de pernos.
Encontré la Kodak, y desenterré el flash. La cámara estaba cargada con un rollo de cien negativos. Recordé lo cara que me había parecido cuando la compré (no menos de veinticinco dólares, adquirida en un viaje a Nueva York), pero si volvía con imágenes del futuro cada uno de los negativos, de cinco centímetros, valdría más que la más hermosa de las pinturas.
Finalmente, me pregunté: ¿estoy preparado? Pedí consejo a la pobre Mrs. Watchets, aunque no le revelé, por supuesto, adónde pretendía viajar. La buena mujer (impasible, honrada, normal, y sin embargo de corazón fiel a imperturbable) echó un vistazo al interior de la mochila, llena a reventar, y alzó una formidable ceja. Luego fue a mi laboratorio y volvió con ropa interior y calcetines limpios, y —¡la hubiese besado!— mi pipa, limpiadores y un bote de tabaco.
De esta forma, con mi combinación normal de febril impaciencia e inteligencia superficial —y con infinita confianza en la buena voluntad y sentido común de los demás— me preparé para viajar en el tiempo.
Con la mochila bajo un brazo y la Kodak bajo el otro, me dirigí al laboratorio, donde me esperaba la Máquina del Tiempo. Cuando llegué al salón, me sorprendí al encontrarme con un visitante: uno de mis invitados de la noche anterior, y quizá mi amigo más íntimo; se trataba del Escritor del que ya he hablado. Estaba de pie en el centro de la habitación, embutido en un traje que le sentaba mal, con el nudo de la corbata tan mal hecho como era posible y con las manos colgando torpemente. De nuevo recordé que, del círculo de amigos y conocidos a quienes había reunido para que fuesen los primeros testigos de mis descubrimientos, ese honrado joven fue el que escuchó con mayor interés, con un silencio lleno de simpatía y fascinación.
Me sentí extrañamente feliz al verlo, y agradecido de que hubiese venido; de que no me hubiese considerado un excéntrico, como otros, después de mi actuación la noche anterior. Me reí y, cargado como estaba con la mochila y la cámara, le tendí un codo; cogió la articulación y la agitó solemnemente.
—Estoy muy ocupado con eso de ahí —señalé.
Me miró con atención; en sus ojos azules me pareció descubrir una decidida voluntad de creerme.
—¿No es un engaño? ¿Realmente puede viajar en el tiempo?
—Así es —dije, sosteniendo su mirada todo lo que pude, porque quería que confiara en mí.
Era un hombre bajo y rechoncho, le temblaba el labio inferior, su frente era ancha, tenía patillas finas y orejas feas. Era joven, de unos veinticinco años, creo, dos décadas menor que yo. Aun así, su pelo desmadejado ya raleaba: Caminaba a saltos y demostraba energía, pero parecía siempre enfermo: sabía que sufría de hemorragias; de vez en cuando, debido a un golpe en los riñones que recibió en un partido de fútbol cuando trabajaba como profesor en una escuela galesa olvidada de Dios. Aquel día, sus ojos azules, aunque cansados, estaban llenos de su habitual inteligencia y preocupación por mí.
Mi amigo trabajaba como profesor (en aquella época, para alumnos por correspondencia); pero era un soñador. En nuestras agradables cenas de los jueves por la noche en Richmond, nos ilustraba con sus especulaciones sobre el pasado y el futuro, y compartía con nosotros sus ultimas reflexiones sobre el análisis terrible y ateo de Darwin. Soñaba con el perfeccionamiento de la especie humana. Era justo la persona que desearía de todo corazón que mis relatos de viajes en el tiempo fuesen ciertos.
Lo llamo «Escritor» por cortesía, supongo, ya que por lo que sabía sólo había publicado extrañas especulaciones en revistas universitarias y similares; pero no tenía dudas de que su cerebro vivaz se abriría algún hueco en el mundo de las letras y, mejor aún, él tampoco lo dudaba.
Aunque deseaba partir, me detuve un momento. Quizás el Escritor pudiese ser testigo de mi nuevo viaje. De hecho, podría ser que ya estuviese planeando relatar mi primera aventura para publicarla de alguna forma.
Bien, tenía mi bendición.
—Sólo necesito media hora —dije, calculando que podría volver a ese preciso tiempo y lugar simplemente accionando las palancas de mi máquina, sin que importase el tiempo que decidiese pasar en el futuro o en el pasado—. Sé por qué ha venido y es muy amable por su parte. Aquí tiene algunas revistas. Si espera al almuerzo, le daré pruebas del viaje en el tiempo, con especimenes y todo. Pero ahora debo dejarle.
Asintió. Le saludé y, sin más preámbulos, recorrí el pasillo hasta mi laboratorio.
Así me despedí del mundo de 1891. Nunca he sido hombre de profundas ataduras, y no me gustan las despedidas exageradas; pero si hubiese sabido que nunca volvería a ver al Escritor (al menos, no en carne y hueso) creo que hubiese sido más ceremonioso.
Entré en el laboratorio. Tenía el aspecto de un taller. Había un torno de vapor colgado del techo, con él se accionaban varias maquinas por medio de cinturones de cuero; y fijados a bancos por el suelo había tornos más pequeños, una trituradora, prensas, equipos de soldadura de acetileno, tornillos y demás. Piezas de metal y pianos dormían en los bancos, y los frutos abandonados de mi trabajo yacían en el polvo del suelo, ya que por naturaleza no soy un hombre ordenado; por ejemplo, en el suelo encontré la barra de níquel que me había retrasado en mi primer viaje al futuro: una barra que había resultado ser una pulgada demasiado corta y que tuve que rehacer.
Reflexioné que había pasado casi dos décadas de mi vida en esa habitación. El lugar era un invernadero rehabilitado que daba al jardín. Había sido construido sobre una estructura de hierro pintado de blanco, y una vez tuvo una vista decente al río; pero hacía ya tiempo que había cubierto las ventanas, para asegurarme una luz constante y para protegerme de la curiosidad de mis vecinos. Los diversos aparatos y herramientas se entreveían en la oscuridad, y ahora me recordaban las enormes máquinas que había vislumbrado en las cavernas de los Morlocks. ¡Me pregunté si yo mismo no tendría algo de Morlock! Cuando volviese, decidí, quitaría los paneles y volvería a poner vidrios, para convertirlo así en un lugar de luz Eloi en lugar de tinieblas Morlock.
Entonces me dirigí a la Máquina del Tiempo.
La forma inmensa y torcida se encontraba en la parte noroeste del taller, donde, ochocientos milenios en el futuro, los Morlocks la habían arrastrado, en su empeño por atraparme en el interior del pedestal de la Esfinge Blanca. Arrastré la máquina de nuevo a la esquina sudoeste del laboratorio, donde la había construido. Cuando lo hube logrado, me incliné y en la oscuridad localicé los cuatro indicadores cronométricos que median el paso de la máquina a través del conjunto fijo de días de la historia; por supuesto, las agujas marcaban todas cero, ya que la máquina había regresado a su propio tiempo. Además de la fila de indicadores, había dos palancas que guiaban a la bestia: una para el futuro y otra para el pasado.
Me adelanté y empujé impulsivamente la palanca del futuro. La rechoncha masa de metal y marfil tembló como si estuviese viva. Sonreí. ¡La máquina me recordaba que ya no pertenecía a este mundo, a este Espacio y Tiempo! Única entre todos los objetos del universo, exceptuando aquellos que había llevado conmigo, esa máquina era ocho días más vieja que su mundo: había pasado una semana en la era de los Morlocks, pero había vuelto el mismo día de la partida.
Dejé la mochila y la cámara en el suelo del laboratorio, y colgué el sombrero en la puerta. Como recordaba que los Morlocks habían jugueteado con la máquina, me dediqué a repasarla. No me preocupé en limpiar las manchas marrones y los trozos de hierba y moho que todavía se adherían a los carriles de la máquina; nunca me ha preocupado el aspecto exterior. Pero uno de los carriles estaba doblado; lo enderecé, comprobé los tornillos y engrasé las barras de cuarzo.
Mientras trabajaba, recordé el pánico vergonzoso que experimenté al descubrir que había perdido la máquina a manos de los Morlocks, y sentí un súbito afecto por la cosa. La máquina era una caja abierta de níquel, cobre y cuarzo, ébano y marfil, bastante elaborada (quizá como los mecanismos internos de un reloj de iglesia) y con un asiento de bicicleta incongruentemente colocado en medio. Cuarzo y cristal de roca, bañados en plattnerita, brillaban en la estructura, dando al conjunto un cierto aspecto irreal y raro.
Por supuesto, nada de eso hubiese sido posible sin las propiedades de la extraña sustancia denominada plattnerita. Recuerdo la noche en que llegó por casualidad a mis manos una muestra de ese material: dos décadas atrás, un desconocido había llamado a mi puerta y me la había dado. «Plattner», la llamó. Era un tipo corpulento, varios años mayor que yo, con una extraña y amplia cabeza gris, a iba vestido con colores de selva. Me dio instrucciones para estudiar la potente sustancia que me había entregado en un frasco de medicamento. Bien, aquello había permanecido sin investigar en un estante durante más de un año, mientras me dedicaba a hacer progresos en trabajos más importantes. Pero finalmente, una tarde aburrida de domingo, cogí el frasco…
¡Y lo que descubrí, finalmente, me había llevado a eso!
Era la plattnerita, sumergida en barras de cuarzo, lo que impulsaba la Máquina del Tiempo, y hacía posible sus hazañas. Pero me halaga pensar que fue necesaria mi particular combinación de análisis e imaginación para descubrir y explotar las propiedades de esa sustancia sorprendente, en una situación en la que hombres menos capacitados hubiesen fracasado.
Había vacilado a la hora de publicar mis trabajos, ya que se trataba de un campo extravagante, sin verificación experimental. Me prometí a mí mismo que en cuanto volviese, con especimenes y fotografías, redactaría mis estudios para Philosophical Transactions; sería un famoso complemento a los diecisiete artículos sobre la física de la luz que ya había publicado allí. Sería divertido, se me ocurrió, ponerle un título anodino como «Algunas especulaciones sobre las anómalas propiedades cronológicas del mineral plattnerita», y enterrar en medio la revelación impactante de la existencia del viaje en el tiempo.
Finalmente acabé. Me volví a poner el sombrero sobre los ojos, recogí la mochila y la cámara y las coloqué bajo el asiento. Luego, sin pensarlo, fui a la chimenea del laboratorio y cogí el atizador. Sopesé su masa (¡pensaba que podría serme útil!) y lo coloqué en la estructura de la máquina.
Me senté en el asiento, y apoyé la mano en la palanca blanca. La máquina tembló como el animal del tiempo en el que se había convertido.
Miré el laboratorio, su realidad terrena, y me sorprendió hasta qué punto estábamos ambos fuera de lugar, yo con mi ropa de explorador aficionado y la máquina por su aspecto extraterreno y por las manchas y rasguños del futuro, aunque los dos éramos, en cierta forma, hijos de ese lugar. Sentí la tentación de quedarme un poco más rezagado. ¿Qué daño podía hacer el pasar otro día, semana o año allí, inmerso en mi cómodo siglo? Podría recuperar fuerzas —y curar mis heridas. ¿Estaba precipitándome una vez más en aquella nueva aventura?
Oí pasos en el corredor de la casa y vi que accionaban el picaporte. Debía de ser el Escritor que entraba en el laboratorio.
De pronto, tomé la decisión. Mi valor no crecería con el paso del tiempo aburrido y moroso del siglo XIX; y además, ya había dicho todos los adioses que me preocupaban.
Empujé la palanca hasta el fondo. Tuve la extraña sensación de girar que se produce en los primeros instantes del viaje en el tiempo, y luego vino la sensación de caer de cabeza. Creo que solté una exclamación al experimentar de nuevo esa incómoda sensación. Me pareció oír un golpe de vidrio: quizás una ventana del techo que había estallado por el desplazamiento del aire. Y, durante un breve fragmento de segundo, le vi en el quicio de la puerta: el Escritor, una figura fantasmal a indefinida, con una mano alzada hacia mí: ¡atrapado en el tiempo!
Pero desapareció, barrido a la invisibilidad por mi viaje. Las paredes del laboratorio se volvieron nebulosas a mi alrededor, y una vez más las inmensas alas de la noche y el día se agitaron alrededor de mi cabeza.