Agarré el delgado antebrazo con la mano y lo aparté del cuello. ¡Un cuerpo peludo estaba tirado sobre el níquel y el cobre a mi lado, una cara delgada y con gafas estaba cerca de la mía, el olor dulzón y fétido de un Morlock era intenso.
—Nebogipfel.
Su voz era baja, y su pecho subía y bajaba. ¿Tenía miedo?
—Así que ha escapado. Y con tanta facilidad…
Parecía un muñeco de trapo. y pelo de caballo colgado de la máquina. Era un recuerdo del mundo de pesadilla del que había escapado. Estoy seguro de que en aquel momento podría haberlo arrojado de la máquina, pero contuve la mano.
—Quizá los Morlocks no han valorado mi capacidad para la acción —le respondí—. Pero usted… Sospechó, ¿no?
—Sí. En el último segundo… He aprendido, creo, a interpretar el lenguaje inconsciente de su cuerpo. Supe que planeaba activar la máquina. Sólo tuve tiempo de alcanzarle antes…
»¿Cree que podríamos ponernos derechos? —Susurró—. Estoy incómodo, y temo caerme.
Me miró mientras pensaba en su propuesta. Creí que había una decisión que debía tomar: ¿lo aceptaba como compañero de viaje en la máquina o no?
Pero no podía arrojarlo; ¡me conocía lo suficiente para saberlo!
—Oh, muy bien.
Y así los dos argonautas del tiempo ejecutamos un ballet extraordinario, en medio de la maraña de la máquina. Sostuve a Nebogipfel por el brazo —para evitar que cayese y para asegurarme de que no intentaba alcanzar los controles— y me di la vuelta hasta sentarme derecho. Ni de joven era ágil, por lo que cuando conseguí sentarme estaba jadeante e irritado. Nebogipfel, mientras tanto, se acomodó en una sección conveniente de la máquina.
—¿Por qué me ha seguido, Nebogipfel?
Nebogipfel miró el paisaje oscuro y difuminado del viaje en el tiempo, y no respondió.
Aun así, creí entender. Recordé su curiosidad y emoción ante mi relato del futuro, al compartir el viaje en la cápsula interplanetaria. El Morlock había saltado tras de mí en un impulso —para descubrir si el viaje en el tiempo era una realidad—, ¡y era un impulso guiado por una curiosidad que descendía, al igual que la mía, del mono! Me sentí sorprendentemente emocionado por ello, y me alegré un poco por Nebogipfel. La humanidad había cambiado mucho en los años que nos separaban, ¡pero allí había una prueba de que la curiosidad, ese impulso incansable por descubrir, y la temeridad asociada a ella, no habían muerto por completo!
Y surgimos a la luz. Sobre mi cabeza vi el desmantelamiento de la Esfera. Luz solar pura inundó la máquina y Nebogipfel gritó de dolor.
Me quité las gafas. El Sol descubierto, al fin, se mantenía fijo en el cielo, pero pronto comenzó a desplazarse de su posición; corrió por el cielo más y más rápido, y el paso de días y noches volvió a la Tierra. Finalmente, el Sol se disparó por el cielo demasiado rápido para seguirlo, se convirtió en una banda de luz, y la alternancia de días y noches fue remplazada por un brillo perlífero, bastante frío, uniforme.
Así, la regulación del eje y la rotación de la Tierra se deshizo.
El Morlock estaba encorvado sobre sí mismo, con la cara hundida en el pecho. Tenía las gafas sobre la cara, pero su protección no parecía ser suficiente; parecía intentar hundirse en el interior de la máquina y su espalda brillaba blanca bajo la luz solar diluida.
No pude evitar reírme. Recordé que no me había advertido cuando la cápsula con destino a la Tierra fue lanzada de la Esfera al espacio: bien, aquí estaba el pago.
—Nebogipfel, sólo es la luz del sol.
Nebogipfel levantó la cabeza. Ante el incremento de la luz, las gafas se habían oscurecido hasta hacerse impenetrables; el pelo de la cara parecía enmarañado y bañado en lágrimas. La piel de su cuerpo, visible a través del pelo, brillaba pálida.
—No son sólo mis ojos —dijo—. Incluso difuminada, la luz me hace daño. Cuando salimos al brillo intenso del sol…
—¡Quemaduras de sol! —exclamé.
Después de muchas generaciones de oscuridad, aquel Morlock sería más vulnerable al débil sol de Inglaterra que el más pálido de los británicos en el trópico. Me quité la chaqueta.
—Tome —dije—, esto le protegerá algo.
Nebogipfel se puso la prenda alrededor, acurrucándose en ella.
—Además —le dije—, cuando detenga la máquina, me aseguraré de que sea de noche, para que podamos buscarle un refugio.
Al pensarlo, me di cuenta de que llegar de noche sería una buena idea de cualquier forma: ¡sería un buen espectáculo aparecer en Richmond Hill con aquel monstruo del futuro, en medio de una multitud de sorprendidos paseantes!
La vegetación permanente se retiró de la colina y volvimos al ciclo de las estaciones. Comenzamos a recorrer la era de las grandes edificaciones de la que ya he hablado. Nebogipfel, con la chaqueta sobre la cabeza, miraba con evidente fascinación cómo los puentes y los pilares pasaban por el paisaje como niebla. En lo que a mí respecta, me sentí aliviado al acercarme a mi época.
De pronto, Nebogipfel aulló —era un sonido curioso, como de gato— y se apretó aún más contra la estructura de la máquina. Miraba al frente con ojos completamente abiertos y perfectamente fijos.
Me volví, y comprendí que los extraordinarios efectos ópticos que había presenciado durante mi viaje al año 657.208 d.C. aparecían de nuevo. Creí ver increíbles campos de estrellas que intentaban atravesar la superficie de las cosas a mi alrededor… Y allí, flotando a unas pocas yardas de la máquina, estaba el Observador: mi imposible acompañante. Tenía los ojos fijos en mí, y me agarré al carril. Miré atentamente aquella distorsionada parodia de un rostro humano, y aquellos tentáculos colgantes. Nuevamente me sorprendió el parecido con la criatura blanda que había visto en la remota playa de treinta millones de años en el futuro.
Era extraño, pero mis gafas —que me habían sido tan útiles para penetrar la oscuridad de los Morlocks— no me ayudaban a estudiar aquella criatura; no la veía con mayor claridad que con la vista desnuda.
Percibí un murmullo sordo, como un lloriqueo. Era Nebogipfel, aferrado a la máquina aparentemente fuera de sí.
—No debe tener miedo —dije con algo de torpeza—. Ya le he contado mi encuentro con esta criatura en mi viaje a su siglo. Es una aparición extraña, pero parece inofensiva.
Entre sollozos estremecidos Nebogipfel dijo:
—No lo entiende. Lo que vemos es imposible. Su Observador posee aparentemente la capacidad de atravesar los corredores, la habilidad de pasar por entre versiones potenciales de la historia… incluso de penetrar en el ambiente amortiguado de una Máquina del Tiempo en pleno viaje. ¡Es imposible!
Luego —tan fácilmente como había aparecido— el brillo estelar se desvaneció, el Observador se hizo invisible y la máquina continuó en su camino al pasado.
Después le dije al Morlock cruelmente:
—Debe comprender esto, Nebogipfel: no tengo intención de regresar al futuro después de este último viaje.
Envolvió los salientes de la máquina con los dedos.
—Sé que no puedo regresar —dijo—. Lo sabía incluso al saltar dentro de la máquina. Incluso si su intención fuese regresar al futuro…
—¿Sí?
—Pero el nuevo viaje en el tiempo de esta máquina provocará inevitablemente otro ajuste impredecible de la historia. —Se volvió hacia mí con los ojos enormes tras las gafas—. ¿No lo entiende? Mi historia, mi hogar, están perdidos, quizá destruidos. Me he convertido en un refugiado del tiempo… Como usted.
Sus palabras me helaron. ¿Podría tener razón? ¿Podría estar causando más daño en el cuerpo de la historia con esta nueva expedición, incluso estando allí sentado?
¡Se reforzó así mi decisión de arreglarla todo, de poner fin al poder destructivo de la Máquina del Tiempo!
—Pero si ya lo sabia, su temeridad al seguirme no-fue sino locura…
—Quizá. —Su voz estaba apagada al tener la cabeza entre los brazos—. Pero ver cosas como las que he visto, viajar en el tiempo, obtener tanta información… ¡nadie de mi especie ha tenido jamás una oportunidad así!
Se quedó en silencio y mi simpatía hacia él aumentó. Me pregunté cómo habría reaccionado yo si se me hubiese presentado una oportunidad así. ¡Como lo había hecho el Morlock!
Los indicadores cronométricos seguían hacia atrás, y vi que se acercaban a mi propio siglo. El mundo se ordenaba de una forma más familiar: el Támesis fluía firmemente en su viejo cauce y puentes que creí reconocer lo cruzaban de pronto.
Manipulé las palancas. El Sol se hizo visible como un objeto discreto, que volaba sobre nuestras cabezas como una bala brillante; y el paso de las noches era ya evidente. Dos de los indicadores cronométricos ya estaban estacionarios; sólo miles de días —unos pocos años— quedaban por recorrer.
Vi que Richmond Hill se había congelado a mi alrededor, más o menos en la configuración de mis días. Como los árboles que me impedían la visión eran transparentes por efecto del viaje pude mirar con atención los prados de Petersham y Twickenham, todos motea
dos con los tocones de viejos árboles. Todo era acogedor y familiar, a pesar de que nuestra velocidad en el tiempo era tan alta que me resultaba imposible distinguir a la gente, los ciervos, las vacas o cualquier otro habitante de la colina, los prados o el río; y el parpadeo de noche y día lo bañaba todo en una iluminación antinatural. A pesar de todo eso, ¡casi estaba en casa!
Presté atención a los indicadores cuando el de los millares se acercó a cero. Ése era mi hogar, y necesité de toda mi determinación para no detener la máquina allí y entonces, ya que mis deseos de regresar a mi año eran intensos, pero mantuve las palancas en su posición, y vi cómo los indicadores se movían en las regiones negativas.
A mi alrededor la colina parpadeaba entre el día y la noche, con una ocasional mancha de color aquí y allá cuando un picnic permanecía lo suficiente sobre la hierba como para que fuese registrado por mi vista. Finalmente, cuando los indicadores marcaban seis mil quinientos sesenta días antes de mi partida, manipulé nuevamente las palancas.
Detuve la Máquina del Tiempo en la profundidad de una noche sin luna y cubierta de nubes. Si había calculado correctamente, había llegado a julio de 1873. Con mis gafas Morlock vi la subida de la colina, la orilla del río y el rocío brillando en la niebla; y podía ver que
—aunque los Morlocks habían colocado la máquina en una zona descubierta de la colina, a media milla de mi casa— no había nadie para presenciar nuestra llegada. Los ruidos y olores de mi siglo me inundaron: el intenso olor de la madera quemándose en alguna chimenea, el lejano murmullo del Támesis, el soplo de la brisa entre los árboles, las llamas de nafta en las carretillas de los vendedores ambulantes. Todo era delicioso, familiar. ¡Una bienvenida!
Nebogipfel se puso cuidadosamente en pie. Había metido los brazos en las mangas de la chaqueta, y ahora la prenda colgaba sobre él como si fuese un niño.
—¿Estamos en 1891?
—No —dije.
—¿Qué quiere decir?
—Quiero decir que hemos viajado aún más atrás en el tiempo. —Miré por la colina hacia mi casa—. Nebogipfel, en un laboratorio de ahí arriba, un temerario joven se embarca en una serie de experimentos que conducirán, al final, a la creación de la Máquina del Tiempo…
—Quiere decir…
—Que éste es el año 1873. ¡Y pronto me encontraré con mi yo más joven!
Su pequeña cara cubierta por las gafas giró hacia mí en lo que parecía un gesto de sorpresa.
—Venga, Nebogipfel, y ayúdeme a encontrar un lugar para esconder este artefacto.
No puedo explicar lo extraño que me resultaba caminar por el aire nocturno de Petersham Road, dirigiéndome a mi casa, ¡con un Morlock a mi lado!
La casa era la última de una fila, tenía ventanas grandes, un dintel tallado de forma no demasiado ambiciosa y un porche con falsos pilares griegos. En la fachada había una zona con escalones que llevaban al sótano, con una barandilla de metal delicada y pintada de negro. Daba la impresión de ser una imitación de las verdaderas casas señoriales de Green, o de la cima de la colina; pero era un lugar grande, lleno de habitaciones y confortable que había comprado a buen precio de joven y del que no tenía intención de mudarme.
Pasé la fachada de largo y me dirigí a la parte de atrás de la casa. Allí había balcones con delicadas pilastras de hierro pintadas de blanco, que miraban al oeste. Podía distinguir las ventanas del salón y del comedor ahora a oscuras (me vino a la cabeza que no estaba seguro de la hora), pero tenía la sensación de que faltaba algo en el salón. Me llevó algo de tiempo darme cuenta de qué era —la ausencia inesperada es más difícil de reconocer que la presencia incongruente—. En el baño que construiría más tarde. En 1873, ¡todavía debía lavarme en una bañera portátil que un sirviente me traía al dormitorio!
Y en aquel desproporcionado invernadero que salía de la parte de atrás de la casa estaba mi laboratorio, donde —vi con anticipación— todavía brillaba una luz. Los invitados de la cena ya se habrían ido, y los sirvientes ya se habrían retirado; pero él —yo— todavía trabajaba.
Sufrí una mezcla de emociones que supongo ningún hombre había sentido antes; allí estaba mi hogar, ¡y sin embargo, no podía considerarlo mío!
Volví a la puerta principal. Nebogipfel estaba de pie en el camino
desierto; parecía evitar acercase a los escalones, ya que el pozo al que daban erá muy negro, incluso con las gafas.
—No debe tener miedo —dije—. Es bastante común tener la cocina y demás en el sótano en las casas de este tipo… Los peldaños y la barandilla son resistentes.
Nebogipfel, anónimo tras las gafas, examinó incrédulo los escalones. Supongo que su cautela provenía de la ignorancia de la potencia de la tecnología del siglo diecinueve —había olvidado lo extraño que todo debía parecerle—, pero, aún así, algo de su actitud me desconcertó.
Recordé, y me sorprendió, un fragmento curioso de mi propia infancia. La casa en la que crecí era grande y tortuosa —de hecho, poco práctica— y tenía pasadizos subterráneos que iban de la casa a las caballerizas, la despensa y otras dependencias: esos pasadizo eran comunes en casas de la época. Había rejas en el suelo a intervalos: objetos redondos y negros que cubrían los respiraderos de los pasadizos. Recordé el terror que sentía de niño ante aquellos pozos del suelo. Quizá sólo eran respiraderos; ¿pero qué sucedería, razonaba mi imaginación infantil, si una mano huesuda atravesaba las barras y me agarraba por el tobillo?
Se me ocurrió —creo que algo en la actitud cautelosa de Nebogipfel me obligaba a esas reflexiones— que había ciertas similitudes entre aquellos agujeros en el suelo de mi infancia y los pozos siniestros de los Morlocks… ¿Era ésa la razón, finalmente, por la que había atacado al niño Morlock en 657.208 d.C.?
¡No soy un hombre que disfrute con las introspecciones en su propio carácter! Injustamente, le dije irritado a Nebogipfel:
—Además, ¡pensaba que a los Morlocks les gustaba la oscuridad! —y me volví para dirigirme a la puerta principal.
Todo era muy familiar, y aun así desconcertantemente diferente. Podía distinguir miles de pequeños cambios de dieciocho años en el futuro. Estaba el dintel viejo que haría cambiar, por ejemplo, y el lugar vacío donde instalaría la lámpara de arco a petición de Mrs. Watchets.
¡Entendí, de nuevo, qué asunto tan increíble era el viaje en el tiempo! Uno puede esperar cambios dramáticos en un viaje a través de miles de siglos —y los había encontrado—, pero incluso aquel pequeño salto de unas décadas me había convertido en un anacronismo.
—¿Qué hago? ¿Le espero?
Consideré la presencia de Nebogipfel a mi espalda. Llevando las gafas y la chaqueta, ¡parecía a la vez cómico y peligroso!
—Creo que sería más arriesgado si se quedase fuera. ¿Qué haría
si un policía le viese? Podría pensar que es un ladrón. Si le arrestasen…
¡No sabía si la posibilidad de un Morlock en una comisaría de policía de 1873 era cómica o alarmante! Sin la ayuda de las máquinas Morlock, Nebogipfel estaba indefenso; se había lanzado a la historia tan poco preparado como yo la primera vez.
—¿Y qué pasa con los perros? ¿O los gatos? Me pregunto qué pensaría el gato medio de la segunda mitad del diecinueve de un Morlock. Supongo que lo consideraría una buena comida… No, Nebogipfel. Teniéndolo todo en cuenta, creo que lo mejor es que se quede conmigo.
—¿Y el joven que va a visitar? ¿Qué pasa con su reacción?
Suspiré.
—Bien, siempre he tenido una mente abierta y flexible. ¡O al menos eso me gusta pensar…! Quizá lo descubra pronto. Además, su presencia me convencerá, le convencerá, de la verdad de mi historia.
Y, sin más dilación, tiré de la campana.
Oí puertas que se cerraban en el interior de la casa y un grito irritado:
—Está bien, ya voy yo…
Luego, oí pasos que corrían por el pasillo que unía el laboratorio con el resto de la casa.
—Soy yo —le susurré a Nebogipfel—. Él. Debe ser tarde y los sirvientes duermen.
Una llave luchó con la cerradura. Nebogipfel me susurró:
—Las gafas.
Me arranqué el anacronismo de la cara y lo metí en el bolsillo del pantalón, justo cuando se abría la puerta.
Allí había un joven, con la cara brillando como la luna a la luz de la vela que llevaba. La forma en que me miró, yo en mangas de camisa, fue rápida y el examen al que sometió a Nebogipfel fue aún más superficial (¡ahí quedaba el poder de observación del que me enorgullecía!).
—¿Qué diablos quieren? Es más de la una de la mañana, ¿saben?
Abrí la boca para hablar, pero el preámbulo cuidadosamente ensayado desapareció de mi mente.
¡Así me encontré conmigo mismo a la edad de veintiséis años!
Desde aquella experiencia me he convencido de que todos nosotros, sin excepción, utilizamos los espejos para autoengañarnos. El reflejo que allí vemos está tan bajo nuestro control que favorecemos nuestros mejores atributos, aunque sea inconscientemente, y ajustamos nuestras peculiaridades a un modelo que ni nuestros amigos más íntimos reconocerían. Y, por supuesto, no tenemos la obligación de vernos desde los ángulos más desfavorables: desde la parte de atrás de la cabeza, o con nuestra gran nariz en todo su esplendoroso perfil.
Bien, allí tenía un reflejo que no estaba bajo mi control, y era una experiencia inquietante.
Tenía mi altura, por supuesto: es más, me sorprendí al darme cuenta, yo había encogido un poco en los dieciocho años que habían pasado. Su frente era extraña: muy ancha, como muchos me habían dicho, sin piedad, a lo largo de mi vida, y llena de un pelo corto marrón como de ratón, que todavía no había desaparecido ni encanecido. Los ojos eran de un gris claro, la nariz recta, la mandíbula firme; pero nunca había sido un tipo atractivo: era pálido por naturaleza, y esa palidez se veía incrementada por la largas horas que había pasado, desde los años de escolar, en bibliotecas, salas de estudio, aulas y laboratorios.
Sentí una vaga repugnancia; ¡había algo de Morlock en mí! ¿Siempre había tenido las orejas tan grandes?
Pero fueron las ropas las que me sorprendieron. ¡Las ropas!
Llevaba lo que recordaba como el disfraz de un dandi: un abrigo corto y rojo sobre un chaleco amarillo y negro repleto de botones dorados, botas altas y amarillas, y con un ramillete en el ojal.
¿Había llevado yo alguna vez aquellas ropas? ¡Debí haberlo hecho! Pero me hubiese sido difícil imaginar algo más alejado de mi estilo sobrio.
—Dios mío —no pude evitar decir—, viste como un payaso de circo.
Parecía indeciso, evidentemente vio algo extraño en mi cara, pero contestó con rapidez:
—Quizá debería cerrarle la puerta en la cara, señor. ¿Ha subido la colina para insultarme por mi forma de vestir?
Noté que las flores estaban algo marchitas, y podía oler el brandy en su aliento.
—Dígame. ¿Hoy es jueves?
—Ésa es una pregunta muy extraña. Debería…
—¿Sí?
Levantó la vela y me miró a la cara. Estaba tan fascinado conmigo —por su propia persona apenas entrevista— que ignoró al Morlock: ¡una criatura humanoide del lejano futuro, apenas a dos yardas de él! Me pregunté si no habría alguna torpe metáfora escondida en aquella pequeña escena: ¿había viajado en el tiempo sólo para buscarme a mí mismo?
Pero no tenía tiempo para ironías, ¡y me sentí algo avergonzado por haber. conjurado un pensamiento tan literario!
—Es jueves, de hecho. O lo era, ahora estamos en las primeras horas del viernes. ¿Qué pasa? ¿Y por qué no lo sabía? ¿Quién es usted, señor?
—Le diré quién soy —dije—. Y —señalé al Morlock, y los ojos de nuestro anfitrión se abrieron— quién es ése. Y la razón de que no esté seguro ni del día ni de la hora. Pero primero, ¿podemos entrar? Me agradaría un poco de su brandy.
Se quedó parado durante medio minuto, la mecha de la vela ardiendo en su lago de cera; y, lejano, oí el murmullo del Támesis al pasar lánguido bajo el puente de Richmond. Finalmente, dijo:
—Debería echarles a la calle, pero…
—Lo sé —dije amablemente.
Miré a mi joven persona con indulgencia; nunca había tenido miedo de las especulaciones arriesgadas, ¡y no podía ni imaginar qué hipótesis alocadas se estaban formando en esos momentos en aquella mente fecunda e indisciplinada!
Tomó una decisión. Se apartó de la puerta.
Le hice un gesto a Nebogipfel. Los pies del Morlock, sólo cubiertos por pelo, resonaron en el parquet de la entrada. Mi joven yo lo miró de nuevo, Nebogipfel le devolvió la mirada con interés, y el joven dijo:
—Es… ah… es tarde. No quiero levantar a los sirvientes. Vengan al comedor; seguramente será el lugar más cálido.
El salón estaba a oscuras, tenía un friso pintado y una hilera de colgadores para sombreros; el cráneo amplio de nuestro renuente anfitrión se recortaba a la luz de la vela al guiarnos hasta allí. En el comedor todavía había un brillo de carbones encendidos en el hogar. Nuestro anfitrión encendió las velas con la que llevaba, y la habitación se llenó de claridad ya que allí había una docena de velas o más: dos en candelabros de bronce sobre el mantel, con un tarro de tabaco lleno y complaciente en medio, y el resto en las paredes.
Miré aquella habitación cálida y acogedora, ¡tan familiar y tan diferente por los distintos arreglos y redecoraciones! La pequeña mesa de la entrada que sostenía una pila de periódicos —repletos, sin duda, con los ominosos análisis de las últimas declaraciones de Disraeli, o quizá con terribles asuntos relativos a la Cuestión Oriental— y el sillón cerca del fuego, bajo y confortable. Pero no había ni rastro de mi juego de mesas octogonales, ni de mis lámparas incandescentes con flores de plata.
Nuestro anfitrión se acercó al Morlock. Se inclinó apoyando las manos en las rodillas.
—¿Qué es esto? Parece un mono, o un niño deforme. ¿Es su chaqueta lo que lleva puesto?
Me sorprendí ofendiéndome ante ese tono.
—«Eso» es «él». Y puede hablar por sí mismo.
—¿Puede? —Se volvió hacia Nebogipfel—. Es decir, ¿puede? Dios mío.
Se quedó mirando la cara peluda del pobre Nebogipfel, y yo me quedé de pie, intentando no manifestar mi impaciencia —por no decir vergüenza— ante tanta descortesía.
Recordó sus obligaciones.
—Oh —dijo—. Perdón. Por favor, siéntense.
Nebogipfel, perdido en la chaqueta, se quedó en medio de la alfombra. Miró primero el suelo y luego el resto de la habitación. Parecía esperar algo, y de pronto lo entendí. ¡Estaba tan habituado a la tecnología de su época que estaba esperando a que el mueble surgiese del suelo! Aunque, al conocernos mejor, el Morlock demostraría grandes conocimientos y flexibilidad mental, entonces estaba tan confundido como lo habría estado yo si buscase la espita del gas en la pared de una caverna de la Edad de Piedra.
—Nebogipfel —dije—, ésta es una época más simple. La formas son fijas. —Señalé la mesa del comedor y los asientas—. Debe elegir uno de ésos.
Mi yo más joven asistía a ese intercambio con evidente curiosidad.
El Morlock, después de vacilar unos segundos, eligió el sillón más aparatoso.
Llegué antes que él.
—Éste no, Nebogipfel —le dije con amabilidad—. No creo que lo encontrase cómodo. Podría intentar darle un masaje, pero no está diseñado para su peso…
El anfitrión me miró sorprendido.
Nebogipfel, bajo mi guía —me sentí como un padre inexperto al dirigirlo—, cogió una silla recta y se sentó en ella; los pies le colgaban como si fuese un niño peludo.
—¿Cómo sabía lo de mis Sillones Activos? —me exigió mi anfitrión—. Sólo se lo he mostrado a unos pocos amigos. El diseño todavía ni siquiera ha sido patentado…
No respondí: simplemente aguanté su mirada durante largos segundos. Podía ver que la extraordinaria respuesta a esa pregunta ya se formaba en su mente.
Apartó la vista.
—Siéntese —me dijo—. Por favor. Iré a buscar el brandy.
Me senté —¡en mi propio comedor con un Morlock por compañía!— y miré alrededor. En una de las esquinas del comedor, en su trípode, estaba el telescopio Gregoriano que había traído de casa de mis padres.
Un artefacto simple, capaz de producir sólo imágenes borrosas, y sin embargo, cuando era niño, una ventana al mundo maravilloso del cielo, y a la maravillas intrigantes de la óptica física.
Y, más allá de aquella habitación, estaba el oscuro pasillo hasta el laboratorio, con las puertas dejadas descuidadamente abiertas; pude ver partes del taller: la acumulación de aparatos, planos en el suelo, y varias herramientas y útiles.
Nuestro anfitrión se reunió con nosotros; traía, con torpeza, tres copas de brandy, y una jarra. Nos sirvió generosamente, y el líquido brilló bajo la luz de las velas.
—Tomen —dijo—. ¿Tienen frío? ¿Quieren que encienda el fuego?
—No —dije—,gracias.
Levanté el brandy, lo olí y lo dejé correr por la lengua.
Nebogipfel no cogió su vaso. Metió uno de sus pálidos dedos en el líquido, lo sacó y probó una gota. Pareció temblar. Entonces, delicadamente, apartó el vaso, ¡como si estuviese lleno hasta el borde del más repugnante de los licores!
Mi anfitrión lo observó con curiosidad. Entonces, con esfuerzo, se volvió hacia mí.
—Estoy en desventaja. No le conozco. Pero parece que usted sí me conoce a mí.
—Sí. —Sonreí—. Pero no sé exactamente cómo llamarle.
Frunció el ceño incómodo.
—No veo por qué eso sería un problema, mi nombre es…
Levanté la mano; había tenido una inspiración.
—No. Utilizaré, si me lo permite, Moses.
Tomó un largo sorbo de brandy, y me miró con rabia sincera en los ojos.
—¿Cómo sabe eso?
¡Moses!, mi odiado nombre de pila, por el que me habían atormentado infinitamente en la escuela, y que había mantenido en secreto desde que dejé la casa de mis padres.
—No importa —dije—. Su secreto está a salvo conmigo.
—Mire, me estoy empezando a cansar de estos juegos. Aparece con su acompañante y hace comentarios sobre mis ropas. ¡Y todavía no conozco su nombre!
—Pero —dije—, quizá sí lo sabe.
Sus largos dedos se cerraron alrededor del vaso.— Sabía que sucedía algo extraño y maravilloso, ¿pero qué? Podía ver en su rostro, tan claro como el día, la mezcla de impaciencia, emoción y algo de miedo que yo mismo había sentido tantas veces al enfrentarme a lo desconocido.
—Mire —dije—, estoy listo para contarle todo lo que quiera saber, se lo prometo. Pero primero…
—¿Sí?
—Sería un honor para mí ver su laboratorio. Y estoy seguro de que a Nebogipfel también le gustaría. Cuéntenos algo de usted —dije—. Y así sabrá sobre mí.
Se quedó sentado durante un rato, sosteniendo la bebida. Entonces, con un movimiento brusco, volvió a llenar los vasos, se levantó y cogió una vela de la mesa.
—Vengan conmigo.
Con la vela en alto, nos guió por el frío pasillo hasta el laboratorio. Conservo claramente esos pocos segundos en la memoria: la luz de la vela proyectando sombras inmensas del ancho cráneo de Moses, y sus botas y chaqueta resplandeciendo bajo la incierta luz; tras de mí el Morlock pisaba con suavidad, y en aquel recinto cerrado su olor era muy penetrante.
En el laboratorio, Moses recorrió las paredes y bancos encendiendo velas y lámparas incandescentes. Pronto el lugar quedó muy iluminado. Las paredes eran blancas y no tenían adornos —exceptuando algunas toscas notas de Moses pegadas a ellas— y la única librería estaba llena de revistas, textos básicos y volúmenes de tablas matemáticas y medidas físicas. El lugar estaba frío; como iba en mangas de camisa tirité y cerré los brazos alrededor del cuerpo.
Nebogipfel se dirigió hacia la librería. Se inclinó y examinó los lomos rotos de los volúmenes. Me pregunté si podría leer en inglés; no había visto señales de papel o libros en la Esfera, y las palabras en los ubicuos paneles azules me habían resultado desconocidas.
—No me interesa hacerles un resumen biográfico —dijo Moses—. Y tampoco —añadió con mayor dureza— entiendo todavía por qué está tan interesado en mí. Pero estoy dispuesto a jugar su juego. Atiendan: supongamos que repasamos mis descubrimientos experimentales más recientes. ¿Qué les parece?
Sonreí. ¡Qué propio de mí —de él— no tener nada más en mente que el acertijo de turno!
Fue hasta un banco de trabajo, donde se encontraba una combinación caótica de retortas, lámparas, retículas y lentes.
—Les agradecería que no tocasen nada. Puede parecer un poco desordenado, ¡pero les aseguro que hay una lógica! Les puedo asegurar que tengo grandes problemas en mantener alejada a Mrs. Penforth y sus útiles de limpieza.
¿Mrs. Penforth? Había querido preguntar por Mrs. Watchets, pero entonces recordé que Mrs. Penforth había sido la predecesora de Mrs. Watchets. La había despedido unos quince años antes de mi partida cuando la pillé hurtando en mi reserva de diamantes industriales. Consideré advertir a Moses de ese hecho, pero no había habido daños; y pensé con un extraño paternalismo hacia mi yo más joven que seguramente sería bueno para Moses que se tomara más interés por los asuntos de la casa de vez en cuando, ¡y que no lo dejase todo al azar!
Moses continuó:
—Mi campo es la óptica física, es decir, las propiedades físicas de la luz, que…
—Lo sabemos —dije con amabilidad.
Frunció el ceño.
—De acuerdo. Bien, recientemente, me he desviado a un extraño enigma: el estudio de un nuevo mineral, del cual obtuve una muestra por casualidad hace dos años.
Me mostró una botella normal de medicinas con un tapón de goma: la botella estaba llena a medias de un polvo fino y verdoso de extraño brillo.
—Miren: ¿pueden ver ese ligero brillo que tiene, como si se iluminase desde dentro? —Y ciertamente el material brillaba como si estuviese compuesto de diminutas bolitas de vidrio—. ¿Pero dónde está la fuente de energía de esa luminiscencia?
»Por ahí he comenzado mis investigaciones. Primero a ratos perdidos porque tengo trabajo que hacer. Dependo de becas y comisiones, que a su vez dependen de que construya un flujo respetable de resultados. No tengo tiempo para perseguir espejismos… Pero después —él mismo lo admitió— esta plattnerita acabó absorbiendo gran parte de mi tiempo. Le di el nombre de plattnerita por el tipo misterioso, Gottfried Plattner decía llamarse, que me la donó.
»No soy químico, incluso en el límite de los tres gases mi química práctica ha sido siempre provisional, pero aun así, me entregué con todo mi ser. Compré tubos de ensayo, gas y quemadores, papel tornasol y todo el resto de la parafernalia. Puse la sustancia en tubos de ensayo y la probé con agua y ácidos: sulfúrico, nítrico y clorhídrico, sin descubrir nada. Luego la quemé con el quemador. —Se rascó la nariz—. La explosión resultante destrozó una de las ventanas y arruinó una pared —dijo—.
Había sido la pared sudoriental la que había sufrido daños, y en aquel momento —no pude evitarlo— miré en esa dirección, pero no había nada que lo señalase porque había sido reparada. Moses notó mi mirada con curiosidad, ya que él no había indicado la pared.
—Después de ese fallo —continuó—, comprendí que no me había acercado a una solución del problema de la plattnerita. Entonces, sin embargo —su tono se animó—, comencé a aplicar algo de lógica al asunto. La luminiscencia es, después de todo, un fenómeno óptico. Por lo que, razoné, quizá la clave de los secretos de la plattnerita no estuviese en la química sino en sus propiedades ópticas.
¡Sentí una satisfacción peculiar —una remota autosatisfacción al oír su resumen de mi proceso deductivo! Y todo lo que sabía era que Moses disfrutaba de su propia narración: siempre me ha gustado contar una buena historia, sin que me importase el público. Creo que tengo algo de artista del espectáculo.
—Por tanto, retiré mis cacharros de químico aficionado —siguió Moses—, y comencé una nueva serie de pruebas. Pronto encontré fenómenos anómalos: resultados aberrantes relativos al índice de refracción de la plattnerita, que como sabrán depende de la velocidad de la luz dentro de la sustancia. Resultó que el comportamiento de los rayos de luz que atraviesan la plattnerita es muy peculiar. —Se volvió hacia el experimento en el banco de trabajo—. Ahora, miren aquí; ésta es la demostración más clara de las anomalías ópticas de la plattnerita que he podido desarrollar.
Moses creó su prueba en tres partes en línea. Había una pequeña lámpara eléctrica con un espejo curvo detrás, y aproximadamente a una yarda, una pantalla blanca que se mantenía vertical; entre esos dos, había un panel de cartón con aberturas. Tras la lámpara, los cables llevaban a una célula electromotriz bajo el banco.
El conjunto era lúcidamente simple: siempre he buscado demostraciones lo más evidentes posible de cualquier nuevo fenómeno. Es mejor centrar la mente en el fenómeno en sí y no en las deficiencias del conjunto experimental, o —es siempre una posibilidad— en algún truco por parte del experimentador.
Moses cerró un interruptor y la lámpara se encendió. El panel de cartón ocultó la luz exceptuando un débil brillo central producido en la pantalla por las aberturas.
—Luz de sodio —dijo Moses—. Es casi un color puro, en oposición, digamos, a la luz blanca del sol, que es una mezcla de todos los colores. El espejo tras la lámpara es parabólico, por lo que refleja toda la luz de la lámpara hacia el panel interpuesto.
Señaló los caminos de los rayos de luz hacia el cartón.
—En el cartón he abierto dos ranuras. Las ranuras están separadas sólo por una fracción de pulgada, pero la estructura de la luz es tan reducida que la ranuras están separadas por unas trescientas longitudes de onda. Los rayos salen de las ranuras… —siguió señalando con el dedo— y viajan hacia la pantalla, que está aquí. Los rayos producen un patrón de interferencia, las crestas y valles se refuerzan o se cancelan alternativamente. —Me miró vacilante—. ¿Están familiarizados con el concepto? Se obtendría el mismo efecto si se arrojasen dos piedras en un charco quieto y examinasen la evolución de las ondas…
—Lo entiendo.
—Bien, de la misma forma, estas ondas de luz, arrugas en el éter, interfieren las unas en las otras, y crean un patrón que puede ser observado en la pantalla. —Señaló la mancha de luz amarilla que había llegado a la pantalla desde las dos rendijas—. ¿Puede verlo? En realidad se necesita una lupa, pero está ahí, justo en el centro de la pantalla, una serie de bandas alternas de luz y sombra a unas pocas décimas de pulgada unas de otras. Bien, ésos son los puntos donde se combinan los rayos de las ranuras.
Moses se enderezó.
—La interferencia es un fenómeno bien conocido. Es un experimento usado normalmente para determinar la longitud de onda de la luz de sodio, que resulta ser de una quincuagésima millonésima parte de pulgada, por si les interesa.
—¿Y la plattnerita? —preguntó Nebogipfel.
Moses se alteró al oír los tonos líquidos del Morlock, pero se recuperó admirablemente. De otra parte del banco sacó un trozo de vidrio, de unas seis pulgadas cuadradas, sostenido en vertical por una base. El cristal parecía manchado de verde.
—Aquí tengo algo de plattnerita. En realidad este trozo está formado por dos láminas de vidrio con la plattnerita colocada en medio. ¿Lo ven? Ahora, miren lo que pasa cuando coloco la plattnerita entre el cartón y la pantalla…
Le llevó un poco ajustarlo, pero se las arregló para que una de las ranuras permaneciese libre y la otra estuviese cubierta por la plattnerita. Por lo tanto, un conjunto de rayos debía pasar por la plattnerita antes de llegar a la pantalla.
La imagen de anillos de interferencia en la pantalla se hizo más tenue —se tiñó de verde— y el patrón se desplazó y quedó distorsionado.
Moses dijo:
—Ahora los rayos son menos puros, por supuesto, parte de la luz de sodio se dispersa en la plattnerita, y emerge con la longitud de onda apropiada a la parte verde del espectro, pero suficiente cantidad de la luz de sodio original pasa a través de la plattnerita sin dispersión, por lo que persiste el fenómeno de interferencia. Pero ¿pueden ver los cambios producidos?
Nebogipfel se acercó; la luz de sodio brilló en sus gafas.
—El desplazamiento de unas pocas manchas de luz en una pantalla podría parecerle sin importancia a un profano —dijo Moses—, pero el efecto es muy importante, si se analiza de cerca. Porque, y puedo mostrarles el desarrollo matemático para demostrarlo —dijo señalando un montón de papeles en el suelo—,los rayos de luz que atraviesan la plattnerita sufren una distorsión temporal. Es un efecto minúsculo, pero mensurable. Se manifiesta como una distorsión del patrón de interferencia, como ven.
—¿Una «distorsión temporal»? —dijo Nebogipfel levantando la cabeza—. Quiere decir…
—Sí. —La piel de Moses estaba fríamente iluminada por la luz de sodio—. Creo que los rayos de luz al atravesar la plattnerita sufren una transferencia en el tiempo.
Miré embelesado aquella cruda demostración: una bombilla, unos trozos de cartón y unas agarraderas. Aquél era el principio. ¡Fue ése el ingenuo comienzo que conduciría, a través de Un largo y difícil proceso experimental y teórico, a la construcción de la propia Máquina del Tiempo!
No podía dejar que supiese lo mucho que yo ya conocía, e intenté simular sorpresa ante aquella afirmación.
—Bien —dije vagamente—, bien. ¡Gran Scott…!
Me miró insatisfecho. Supongo que comenzaba a pensar que era un idiota sin imaginación. Se volvió y trasteó con los aparatos.
Aproveché la oportunidad para llevar al Morlock a un lado.
—¿Qué opina? Una demostración ingeniosa.
—Sí, pero me sorprende que no haya notado la radiactividad de su misteriosa sustancia, la plattnerita. Las gafas muestran claramente…
—¿Radiactividad?
Me miró.
—¿No está familiarizado con el concepto?
Me dio un rápido repaso del fenómeno, que incluye, parece, elementos que se rompen y vuelan en pedazos. Todos los elementos lo hacen —según Nebogipfel— a un ritmo más o menos perceptible; algunos, como el radio, lo hacen de forma tan espectacular que se puede medir, ¡si sabes lo que buscas!
Todo esto me hizo recordar algo.
—Recuerdo un juguete llamado espintariscopio —le dije a Nebogipfel—. En él, el radio se acerca a una pantalla cubierta de sulfuro de zinc…
—Y aparece fluorescencia en la pantalla. Sí. Es la desintegración de los núcleos de radio lo que provoca ese fenómeno —dijo.
—Pero el átomo es indivisible, o al menos eso es lo que se cree…
—Thompson, en Cambridge, demostrará la existencia de una estructura subatómica, si no recuerdo mal, unos años después de su viaje al futuro.
—Estructura subatómica. ¡Thompson! Me he encontrado con Joseph Thompson un par de veces, siempre lo he considerado un poco estúpido, y es varios años más joven que yo…
¡No era la primera vez que me arrepentía de mi súbito viaje en el tiempo! Si me hubiese quedado para ser parte de ese alboroto intelectual —podía haber estado en su centro, incluso sin mis experimentos en el viaje en el tiempo— aquello habría sido una aventura más que suficiente para toda una vida.
Moses parecía que había acabado, y fue a apagar la lámpara de sodio, pero retiró la mano con un grito.
Nebogipfel había tocado los dedos de Moses con su palma.
—Lo siento.
Moses se restregó la mano como si quisiese limpiarla.
—Su tacto —dijo—. Es tan… frío. —Miró a Nebogipfel como si lo viese, en toda su rareza, por primera vez.
Nebogipfel se disculpó de nuevo.
—No pretendía cogerle por sorpresa. Pero…
—¿Sí? —dije yo.
El Morlock señaló con un dedo la muestra de plattnerita.
—Miren.
Moses y yo nos inclinamos y entrecerramos los ojos para ver la muestra iluminada.
Al principio sólo pude distinguir el reflejo de la lámpara de sodio, el brillo del polvo fino en la superficie de la placas de vidrio… y entonces, percibí una luz creciente, un brillo que provenía del interior de la propia plattnerita: una iluminación verde que brillaba cómo si las placas de vidrio fuesen una ventana a otro mundo.
El brillo creció en intensidad, y produjo reflejos relucientes de los tubos de ensayo y del resto de la parafernalia del laboratorio.
Volvimos al comedor. Hacía horas que el fuego se había apagado y la habitación estaba fría, pero Moses no demostró haberse percatado de mi incomodidad. Me sirvió otro brandy, y acepté un cigarro; Nebogipfel pidió agua: Encendí el cigarro mientras Nebogipfel me miraba con lo que supuse era absoluto horror. ¡Había olvidado todos sus hábitos humanos!
—Bien, señor —dije—, ¿cuándo publicará esos extraordinarios descubrimientos?
Moses se rascó la cabeza y se aflojó la llamativa corbata.
—No estoy seguro —dijo con franqueza—. Lo que tengo hasta ahora no es más que un catálogo de observaciones anómalas, sabe, de una sustancia de origen desconocido. Aun así, quizás ahí fuera haya tipos más brillantes que yo que puedan aportar algo, incluso que puedan descubrir cómo sintetizar más plattnerita…
—No —dijo muy enigmático Nebogipfel—. Los medios para fabricar materiales radiactivos no existirán hasta que pasen varias décadas.
Moses miró al Morlock con curiosidad, pero no siguió el tema.
—Pero no tiene la intención de publicar —dije sin rodeos.
Me hizo un gesto de conspirador. ¡Otra costumbre irritante!
—A su debido tiempo. En cierta forma, no soy un científico de verdad, ya sabe lo que quiero decir, el tipo minúsculo y minucioso que acaba siendo conocido como un «científico distinguido». Les ves dando pequeñas conferencias, sobre algún aspecto recóndito de los alcaloides tóxicos, quizás, y flotando en la oscuridad de la linterna mágica puedes oír el fragmento que el tipo cree leer de forma audible; y puede que veas sus gafas doradas y botas para los callos…
—Pero usted… —le incité.
—Oh, no intento criticar a los investigadores laboriosos de este mundo. Creo que a mí me queda bastante de investigación laboriosa en los próximos años. Me gusta ver cómo acaban las investigaciones. —Tomó un sorbo de la bebida—. He publicado algunas cosas, incluso en Philosophical Transactions, y otras investigaciones que deberían acabar en artículos. Pero el asunto de la plattnerita…
—¿Sí?
—Tengo un presentimiento sobre el tema. Quiero ver hasta dónde puedo llegar por mí mismo…
Me incliné. Vi que las burbujas de su vaso reflejaban la luz de las velas, y que su cara estaba llena de vida. Era el momento más tranquilo de la noche, y me parecía que podía ver todos los detalles, oír el tictac de todos los relojes de la casa con claridad supernatural.
—Explíqueme qué quiere decir.
Se estiró la ridícula chaqueta.
—Ya les he contado mis especulaciones sobre cómo un rayo de luz que atraviesa la plattnerita sufre una transferencia temporal. Con eso quiero decir que el rayo se mueve entre dos puntos del espacio sin un intervalo temporal en medio. Pero me parece —dijo con lentitud— que si la luz puede moverse de esa forma entre esos intervalos temporales, también podrían hacerlo quizá los objetos materiales. Creo que si mezclásemos la plattnerita con alguna sustancia cristalina adecuada, quizá cuarzo o cristal de roca, entonces…
—¿Sí?
Pareció recuperarse. Puso la copa de brandy sobre la mesa al lado de la silla, y se inclinó hacia delante; sus ojos brillaban con la luz de las velas.
—¡No estoy seguro de querer decir más! Miren: he sido franco con ustedes. Y ahora espero que sean sinceros conmigo. ¿Lo harán?
Como respuesta, le miré a la cara, a los ojos que a pesar de estar rodeados de una piel más suave eran los míos sin duda, los ojos que me miraban desde el espejo todas las mañanas.
Incapaz evidentemente de apartar la vista, susurró:
—¿Quién es usted?
—Sabe quién soy, ¿no?
El momento se alargó quieto y silencioso. El Morlock era una presencia fantasmal que nos pasaba desapercibida a los dos.
Finalmente, Moses dijo:
—Sí. Sí, creo que lo sé.
Quería darle tiempo para que se acostumbrara a la idea. ¡La realidad del viaje en el tiempo —para un objeto más sustancial que un rayo de luz— era todavía poco más que fantasía para Moses! Enfrentarse tan abruptamente con una prueba física —y peor aún, encararse con su propio yo del futuro— debía de ser un golpe tremendo.
—Podría pensar que mi presencia aquí es un resultado inevitable de sus propias investigaciones —le propuse—. ¿No acabaría sucediendo un encuentro como éste si continúa por el camino experimental que se ha fijado?
—Quizá…
Pero ahora comprendía que su reacción, lejos de permanecer sorprendido, como yo esperaba, parecía menos respetuosa. Parecía que me inspeccionaba de nuevo; su mirada se movía inquisitiva sobre mi cara, pelo y ropas.
Intenté verme bajo los ojos de aquel insolente de veintiséis años. Absurdamente, fui consciente de mí mismo; me alisé el pelo —que no me había peinado desde el año 657.208 d.C.— y metí la barriga, que ya no estaba tan bien definida como antaño. Pero la desaprobación permaneció en su rostro.
—Echa un vistazo —dije—. ¡En esto es en lo que te conviertes!
Se rozó la barbilla.
—No haces mucho ejercicio, ¿no? —Levantó el pulgar—. Y él, Nebogipfel. ¿Es él…?
—Sí —dije—. Es un hombre del futuro, del año 657.208 d. C. y es mucho más evolucionado que nuestro estado actual, que he traído aquí en mi Máquina del Tiempo: en la máquina cuyas primeras especificaciones ya se están formando en tu mente.
—Tengo la tentación de preguntarte cómo acaba todo: ¿tengo éxito?, ¿me casaré?, y demás. Pero tengo la impresión de que me irá mejor sin saberlo. —Miró a Nebogipfel—. El futuro de la especie, sin embargo, es otro tema.
—Me crees, ¿no?
Levantó la copa de brandy, vio que estaba vacía y la dejó en su sitio.
—No sé. Es decir, es muy fácil entrar en una casa y decir que eres tu yo del futuro…
—Pero tú mismo ya has especulado con la posibilidad del viaje en el tiempo. ¡Y mira mi cara!
—Admito que hay cierto parecido superficial; pero también es posible que sea todo una broma, quizá con intención maliciosa, para demostrar que soy un idiota. —Me miró seriamente—. Si eres quien dices ser, si eres yo, entonces has venido hasta aquí con un propósito.
—Sí. —Intenté dejar de lado mi furia; intenté recordar que era de vital importancia el comunicarme con aquel joven difícil y arrogante—. Sí. Tengo una misión.
Se agarró la barbilla.
—Palabras dramáticas. ¿Pero cómo puede ser tan importante? Soy un científico, ni siquiera eso seguramente; más bien un chapucero, un diletante. No soy ni un político ni un profeta.
—No. Pero eres, o serás, el inventor del arma más potente que pueda imaginarse: es decir, la Máquina del Tiempo.
—¿Qué es lo que has venido a decirme?
—Que debes destruir la plattnerita; encuentra otra línea de investigación. No debes desarrollar la Máquina del Tiempo. ¡Eso es esencial!
Me miró.
—Es evidente que tienes una historia para contar. ¿Va a ser larga? ¿Quieres más brandy, o quizá té?
—No. No, gracias. Seré tan breve como pueda.
De esa forma comencé mi narración, con un breve resumen de los descubrimientos que me habían llevado a la construcción final de la máquina —y cómo la había utilizado por primera vez y había viajado a la historia de los Elois y los Morlocks— y lo que descubrí a mi regreso, cuando intenté viajar al futuro una vez más.
Supongo que demostré mi cansancio —no podía recordar cuántas horas habían pasado desde que dormí por última vez—, pero a medida que progresaba mi narración me animé, y fijé mi atención en la cara sincera y redonda de Moses iluminada por la luz de las velas. Al principio era consciente de la presencia de Nebogipfel, que permaneció sentado en silencio durante mi relato, y en ocasiones —durante mi primera descripción de los Morlocks, por ejemplo— Moses se volvía hacia Nebogipfel como si quisiese confirmar algún detalle.
Pero después de un rato dejó incluso de hacer eso; y sólo miraba mi rostro.
El temprano amanecer de verano ya estaba muy avanzado cuando terminé.
Moses permaneció sentado en su silla, con los ojos puestos en mí y con la barbilla entre las manos. Finalmente, dijo:
—Bien —como si pretendiese romper un hechizo—, bien.
Se levantó, estiró la espalda y cruzó la habitación hasta las ventanas; las abrió para mostrar un día nublado pero luminoso.
—Es una historia extraordinaria.
—Es más que eso —dije con voz ronca—. ¿No lo ves? Durante mi segundo viaje al futuro atravesé una historia diferente. La Máquina del Tiempo es una destructora de historias, una destructora de mundos y especies. ¿No ves por qué no debe ser construida?
Moses se volvió hacia Nebogipfel.
—Si es usted un hombre del futuro, ¿qué tiene que añadir a todo eso?
La silla de Nebogipfel todavía permanecía en las sombras, pero se protegió de la intrusión de la luz del día.
—No soy un hombre —dijo con su voz tranquila y fría—. Pero vengo del futuro, una de sus infinitas variantes posibles. Parece cierto, es lógicamente posible, que una Máquina del Tiempo pueda cambiar el curso de la historia, generando nuevas variantes de los sucesos. De hecho, el principio mismo por el qué opera la máquina parece recurrir a su extensión, por medio de las propiedades de la plattnerita, a otra historia paralela.
Moses se dirigió a la ventana y el sol de la mañana destacó su perfil.
—Pero abandonar mis investigaciones, sólo porque tú haces afirmaciones sin pruebas…
—¿Afirmaciones sin pruebas? Creo que merezco algo más de respeto —dije con creciente furia—. ¡Después de todo, soy tú! Oh, eres tan testarudo. He traído a un hombre del futuro. ¿Qué más persuasión quieres?
Agitó la cabeza.
—Mira —dijo—, estoy cansado. He estado en vela toda la noche, y el brandy no ha ayudado. Y los dos parece que podríais necesitar también algo de descanso. Tengo habitaciones de sobra; los llevaré …
—Conozco el camino —dije gélido.
Me concedió esa victoria con algo de humor.
—Haré que Mrs. Penforth les lleve el desayuno… o —siguió diciendo mirando ahora a Nebogipfel— quizás haré que lo sirva aquí.
»Venid —dijo—. El destino de la especie puede esperar unas pocas horas.
Extrañamente tuve un sueño profundo. Me despertó Moses, que me traía una jarra de agua caliente.
Había dejado mis ropas dobladas sobre una silla; después de mis aventuras en el tiempo ya no valían mucho como vestimenta.
—No creo que pudieses prestarme algo de ropa, ¿no?
—Puedes coger un abrigo, si quieres. Lo siento, pero no creo que nada mío te siente bien.
Me enfureció aquella arrogancia.
—Algún día tú también envejecerás. Y entonces espero que recuerdes. ¡Oh, no importa! —dije.
—Mira. Haré que mi sirviente limpie tu ropa y remiende los daños mayores. Baja cuando estés listo.
Habían servido el desayuno en el comedor como un bufé: Moses y Nebogipfel ya estaban allí. Moses vestía el mismo traje del día anterior, o al menos una copia idéntica. El sol brillante de la mañana volvía el chillón abrigo de colores de loro en un clamor mucho más horroroso que antes. Y en lo que respecta a Nebogipfel, ahora el Morlock estaba vestido —¡ridículamente!— con pantalones cortos y una chaqueta escolar. Tenía una gorra sobre la cara peluda, y esperaba pacientemente al lado del bufé.
—Le dije a Mrs. Penforth que se fuese de aquí —dijo Moses—. Por lo que respecta a Nebogipfel, la chaqueta raída que llevaba, que está sobre esa silla, no parecía suficiente para él. Así que rescaté un viejo uniforme escolar, lo único que encontré que podría quedarle bien: ahora huele a naftalina, pero parece más feliz.
»Ahora —caminó hacia Nebogipfel—, déjeme que le ayude. ¿Qué le gustaría? Puede tomar beicon, huevos, tostadas, salchichas…
Con voz tranquila y fluida, Nebogipfel pidió a Moses que le explicase el origen de cada cosa. Moses lo hizo gráficamente: cogió un trozo de beicon con el tenedor, por ejemplo, y le explicó la naturaleza del cerdo.
Cuando Moses terminó, Nebogipfel cogió una sola fruta —una manzana— y se fue con eso y un vaso de agua al rincón más oscuro de la habitación.
Yo, después de subsistir durante tanto tiempo con la dieta insípida de los Morlocks, no hubiese disfrutado más de mi desayuno aunque hubiese sabido, que no lo sabía, que sería la última comida del siglo diecinueve de la que iba a disfrutar.
Ya desayunados, Moses nos escoltó a la sala de estar. Nebogipfel se instaló en el rincón más oscuro, mientras que Moses y yo nos sentamos en sillones opuestos. Moses sacó la pipa, la llenó de tabaco y la encendió.
Le miré agitado. Su calma me volvía loco.
—¿No tienes nada que decir? Te he traído una advertencia directamente del futuro, de varios futuros, que…
—Sí —dijo—, es muy dramático. Pero —siguió, golpeando la pipa— todavía no estoy seguro de si…
—¿No estás seguro? —grité poniéndome de pie de un salto—. ¿Qué más pruebas quieres?
—Me parece que tu lógica tiene algunos agujeros. Oh, siéntate.
Me senté. Me sentía débil.
—¿Agujeros?
—Míralo de esta forma. Afirmas que soy tú y tú eres yo. ¿Sí?
—Exactamente. Somos dos fragmentos de una misma criatura tetradimensional, tomados en distintos momentos y yuxtapuestos por la Máquina del Tiempo.
—Muy bien. Ahora pensemos en esto: si tú fuiste una vez yo, entonces deberías tener mis recuerdos.
—Yo… —Me callé.
—Entonces —dijo Moses con tono de triunfo—, ¿qué recuerdos tienes de un extraño y su sorprendente compañero, que aparecieron en tu casa una noche? ¿Eh?
La respuesta, por supuesto —¡horrible!, ¡imposible!—, es que no tengo tales recuerdos. Me volví afligido hacia Nebogipfel.
—¿Cómo no se me ha ocurrido? Por supuesto, mi misión es imposible. Siempre lo ha sido. No podría persuadir al joven Moses, porque yo no recuerdo haber sido persuadido cuando era Moses.
—Causa y efecto, cuando hay Máquinas del Tiempo de por medio, son conceptos inadecuados —contestó Nebogipfel.
Moses, con su insufrible descaro, añadió:
—Aquí tienes otro acertijo. Supón que estoy de acuerdo contigo. Supón que acepto tu historia de viajes en el tiempo, tu visión de la historia y demás. Supón que acepto destruir la Máquina del Tiempo.
Podía prever su argumento.
—Luego, si no construyes la Máquina del Tiempo…
—No podrías ir al pasado para evitar su construcción…
—… por lo que construirías la máquina…
—… y tú viajarías una vez más en el tiempo para evitar que se construyese. ¡Y así indefinidamente, como un tiovivo sin fin! —gritó con un ademán…
—Sí. Es un bucle causal patológico —dijo Nebogipfel—. La Máquina del Tiempo debe ser construida, para que pueda evitarse su construcción…
Enterré la cara entre las manos. Además de la desesperación por haber perdido la discusión, tenía la incómoda sensación de que el joven Moses era más inteligente que yo. ¡Debía haber visto esas dificultades lógicas! Quizá fuese cierto que la inteligencia, como las facultades puramente físicas, declina con la edad.
—Pero, a pesar de todos esos argumentos lógicos, sigue siendo cierto —susurré—. No debes construir la máquina.
—Entonces, explícalo —dijo Moses con menos simpatía—. «Ser o no ser», parece que ésa no es la cuestión. Si eres yo, recordarás que te obligaron a interpretar el papel del padre de Hamlet en una horrible representación escolar.
—Lo recuerdo bien.
—Me parece que la pregunta es más bien: ¿cómo puede algo simultáneamente Ser y no Ser?
—Pero es cierto —dijo Nebogipfel. El Morlock caminó un poco hacia la luz y nos miró a ambos—. Pero tengo la impresión de que debemos crear una lógica superior, una lógica que pueda tratar la interacción de una Máquina del Tiempo con la historia, una lógica que pueda manejar una multiplicidad de historias…
Entonces —justo en el momento en que yo mismo dudaba— oí un rugido como de un motor inmenso, que resonó fuera de la casa en la colina. El suelo parecía temblar, como si un monstruo se pasease por ahí; oí gritos y —aunque uno pensaría que sería imposible que tal cosa sucediese en la todavía soñolienta y recién amanecida Richmond Hill— el repiqueteo de una ametralladora.
Moses y yo nos miramos desconcertados.
—Por Júpiter —dijo Moses—. ¿Qué es eso?
Creí oír de nuevo el sonido de disparos, y los gritos se convirtieron en chillidos apagados de repente.
Juntos salimos de la sala de estar hasta el salón. Moses abrió las puertas de par en par y nos desperdigamos por la calle. Allí estaba Mrs. Penforth, delgada y severa, y Poole, el sirviente de Moses de aquella época. Mrs. Penforth llevaba un plumero amarillo canario y se agarraba al brazo de Poole. Nos miramos momentáneamente, pero apartaron nuevamente la mirada, ignorando a Nebogipfel como si no fuese más que un extraño francés o escocés.
Había una gran multitud en Petersham Road, mirando. Moses me tocó la manga, y señaló a la carretera en dirección a la ciudad.
—Allí —dijo—. Ahí está tu anomalía.
Era como si una gran ola hubiese sacado un acorazado del mar y lo hubiese depositado en Richmond Hill. Estaba a unas doscientas yardas de la casa: se trataba de una gran caja de metal que estaba posada sobre Petersham Road como un enorme insecto de hierro de al menos ochenta pies de largo.
Pero no era un monstruo varado: se arrastraba hacia nosotros, lento pero seguro, y por donde pasaba dejaba el suelo marcado con hendiduras conectadas, como el rastro de un pájaro. La superficie superior del acorazado estaba salpicada de portillas, supuse que para las armas o para los telescopios.
El tráfico de la mañana se había visto obligado a dejar paso a la cosa; dos coches habían volcado frente á él, así como la narria de un cervecero, que todavía tenía el caballo atrapado y la cerveza se escapaba de los barriles rotos.
Un joven con una gorra arrojó tontamente un trozo de pavimento a la cosa. La piedra rebotó sin dejar ni una marca, pero hubo una respuesta: vi que asomaba el cañón de un rifle por una de las portillas superiores y disparó al joven.
Cayó donde estaba y se quedó quieto.
Ante eso, la multitud se dispersó con rapidez, y ya no hubo más gritos. Mrs. Penforth parecía que lloraba en el plumero; Poole la escoltó hasta la casa.
En la parte delantera del acorazado terrestre se abrió una compuerta con un golpe —pude ver algo del oscuro interior— y vi una cara (aunque enmascarada) mirar en nuestra dirección.
—Viene del tiempo —dijo Nebogipfel—. Y ha venido a por nosotros.
—Sí. —Me volví a Moses—. Bien —le dije—. ¿Ahora me crees?
El rictus de Moses era tirante y nervioso, tenía la cara más pálida de lo normal y su frente ancha estaba perlada de sudor.
—¡Está claro que no eres el único viajero del tiempo!
El fuerte móvil —si era eso— avanzó penosamente hasta la casa. Era largo, plano como una caja, parecido a un cubre platos. Estaba pintado con manchones de verde y marrón barro, como si su hábitat natural fuese el campo abierto. Tenía un faldón de metal alrededor de la base, quizá para proteger las partes más vulnerables de los disparos y la metralla de los oponentes. Debería decir que el fuerte se movía a unas seis millas por hora, y que —gracias a algún nuevo método de locomoción que no podía precisar debido al faldón— se las arreglaba para mantenerse recto a pesar de la inclinación de la colina.
Exceptuándonos a nosotros tres —y al accidentado caballo del cervecero— no quedaba ni un alma viviente en la carretera, y el silencio sólo quedaba roto por el profundo retumbar del motor del fuerte y los chillidos de pánico del caballo.
—No recuerdo esto —le dije a Nebogipfel—. Nada de esto sucedió en mi 1873.
El Morlock examinó el fuerte a través de las gafas.
—Una vez más —dijo tranquilo—, debemos tener en cuenta la posibilidad de la multiplicidad de historias. Ha visto más de una versión del año 657.208 d.C.; parece que ahora debe soportar variantes de su propio siglo.
El fuerte se detuvo con los motores sonando como un enorme estómago; podía ver rostros enmascarados que nos observaban desde varias portillas, y un gallardete se agitaba lánguido en el casco. ¿Crees que podemos huir corriendo? —susurró Moses.
—Lo dudo. ¿Ves los rifles que sobresalen de las portillas? No sé a qué juegan, pero esa gente tiene claramente medios y deseos de detenernos.
—Mostremos algo de dignidad. Demos un paso al frente —dije—. Demostremos que no tenemos miedo.
Caminarnos por tanto sobre los adoquines mundanos de Petersham Road hacia el fuerte.
Los diversos rifles y armas pesadas nos siguieron en nuestra aproximación, y las caras enmascaradas —algunas con gemelos de campaña— registraban nuestro progreso.
Al acercarnos al fuerte, pude ver mejor su disposición. Como ya he dicho, tenía más de ochenta pies de largo, y puede que unos diez de alto; los lados parecían láminas gruesas de bronce de cañón, aunque la acumulación de torretas y portillas en la parte superior le daba un aspecto moteado. Penachos de vapor salían al aire por la parte trasera de la máquina. Ya he mencionado el faldón que rodeaba la base; pero ahora podía ver que el faldón no tocaba el suelo, que la máquina se sostenía no sobre ruedas, como había supuesto, sino sobre patas. Eran cosas planas y anchas, más o menos de la forma de una pata de elefante, pero mucho mayores; por las marcas que habían dejado en el camino, podía deducir que la superficie inferior de aquellas patas debía de tener estrías para facilitar la tracción. Comprendí que era por medio de esas patas como el fuerte se las arreglaba para mantenerse más o menos horizontal independientemente de la inclinación del camino.
Había un dispositivo similar a un mayal en la parte delantera de la máquina: consistía en trozos largos de cadenas sujetas a un rodillo, que se sostenía con dos bastidores metálicos al morro del fuerte. El rodillo estaba sujeto y las cadenas bailaban en el aire como los látigos de los carreteros. Hacían un ruido metálico a medida que el fuerte se movía; pero estaba claro que el rodillo podía bajarse para permitir que las cadenas golpeasen el suelo a medida que el fuerte avanzaba. No podía entender el propósito de aquel dispositivo.
Nos detuvimos a unas diez yardas del morro romo de la máquina. Los rifles seguían apuntándonos. El vapor nos llegaba en una brisa continua.
Estaba horrorizado ante ese suceso que no recordaba. Ahora, creía, ni siquiera mi pasado era un lugar seguro y estable: incluso él estaba sujeto a cambios, ¡a los antojos de un viajero del tiempo! No podía escapar de la influencia de la Máquina del Tiempo: era como si, una vez inventada, sus ramificaciones se extendiesen al pasado y al futuro, como las ondas producidas por una piedra arrojada al plácido Río del Tiempo.
—Creo que es británico —dijo Moses, rompiendo mi introspección.
—¿Qué? ¿Por qué lo dices?
—¿No crees que eso sobre el faldón es una insignia de regimiento?
Miré más atentamente; estaba claro que los ojos de Moses eran más agudos que los míos. Nunca me había interesado demasiado la parafernalia militar, pero parecía que Moses tenía razón.
Ahora leía los trozos de texto pintados en negro sobre el formidable casco.
—«Munición» —leyó—. «Entrada de combustible.» Es británico o americano. Y de un futuro lo suficientemente cercano para que la lengua no haya cambiado mucho.
Oí el roce del metal contra el metal. Vi que una rueda situada a un lado del fuerte giraba. Cuando la rueda giró por completo, una portezuela se abrió —el metal pulido de su borde brilló contra el metal apagado del casco— y me pareció que el interior era como una caverna de acero.
De la abertura cayó una escalera de cuerda. Un soldado bajó por ella y se dirigió hacia nosotros. Vestía un traje de lona, cosido como una sola pieza. Estaba abierto por el cuello, y pude ver un reborde de ropa caqui. Llevaba unas espectaculares charreteras metálicas sobre los hombros y una gorra negra, con el escudo de un regimiento en la parte delantera. Portaba una pistola en una cartuchera que le colgaba por delante; había una pequeña bolsa justo encima, obviamente para la munición. Vi que la pistolera estaba abierta, y la mano enguantada nunca se apartaba demasiado del arma.
Pero lo más sorprendente era que el rostro del soldado estaba cubierto por la más extraordinaria de las máscaras: con gafas anchas y negras, y un tubo como el que tiene una mosca sobre la boca; la máscara cubría por completo la cabeza debajo de la gorra.
—¡Gran Scott! —me susurró Moses—. ¡Vaya una aparición!
—Sí —le dije ceñudo, porque había comprendido inmediatamente su importancia—. Se protege contra el gas, ¿lo ves? No se ve ni una pulgada cuadrada de su piel. Y esas charreteras deben ser para protegerle de dardos, posiblemente envenenados. Me pregunto qué otros elementos protectores lleva bajo ese traje.
—¿Qué época considera necesario enviar un bruto así a la inocencia de 1873? Moses, ese fuerte llega a nosotros desde un futuro oscuro. ¡Un futuro de guerra!
El soldado se acercó un poco más. Con voz de mando —apagada por la máscara, pero que era en cualquier caso la característica de los oficiales— nos dijo algo, en una lengua que al principio no reconocí.
Moses se acercó a mí.
—¡Eso es alemán! Con bastante mal acento. ¿De qué va todo esto?
Me adelanté un paso con las manos en alto.
—Somos ingleses. ¿Me entiende?
No pude ver el rostro del soldado, pero creí apreciar, en la posición de sus hombros, muestras de alivio. Su voz sonaba joven. No era más que un joven, entendí, atrapado en el caparazón de un guerrero. Dijo bruscamente:
—Muy bien. Por favor, síganme.
No teníamos demasiadas opciones.
El joven soldado permaneció al lado del fuerte con la mano en la empuñadura de su arma mientras subíamos al interior.
—Dígame algo —le dijo Moses al soldado—. ¿Cuál es el propósito del tambor con cadenas en la parte frontal del vehículo?
—Es un mayal antiminas —dijo el enmascarado.
—¿Antiminas?
—Las cadenas golpean el suelo a medida que el Raglan avanza. —Hizo el gesto con sus manos aunque seguía vigilando a Moses. Era evidentemente británico; ¡había pensado que podíamos ser alemanes!—. ¿Ve? Se trata de hacer estallar las minas enterradas antes de que lleguemos a ellas.
Moses lo pensó y luego entró tras de mí en el fuerte.
—Un delicioso uso del ingenio británico —me dijo—. ¡Mira el grosor del casco! La balas deben rebotar como gotas de lluvia. Sólo un cañón podría detener a esta criatura.
La pesada portezuela se cerró a nuestras espaldas; se ajustó a sus enganches de un golpe y los cierres de goma se pegaron al casco.
Así quedó excluida la luz del sol.
Nos escoltaron al centro de una galería estrecha que recorría todo el fuerte. En aquel espacio resonaba el ruido de los motores. Olía a aceite de motor y a petróleo, además del penetrante olor a cordita; hacía demasiado calor, y sentí que me corría inmediatamente el sudor por el cuello. La única fuente de luz eran dos lámparas eléctricas; insuficiente para iluminar aquel espacio compacto y largo.
El interior del fuerte quedó grabado en mi mente con trazos a media luz y sombras. Podía ver la forma de ocho grandes ruedas —cada una de diez pies de diámetro— alineadas a los lados del fuerte, y protegidas en el casco. En la parte delantera del fuerte, en el morro, había un solo soldado en una silla de lona; estaba rodeado de palancas, indicadores y lo que parecían las lentes de un periscopio; supuse que sería el conductor. En la parte trasera del fuerte estaban los motores y el centro de transmisiones. Allí pude ver las voluminosas formas de unas máquinas; en la oscuridad, los motores parecían más la prole de grandes bestias que algo construido por manos humanas. Los soldados iban y venían alrededor de las máquinas, con máscaras y guantes, como si sirviesen a un ídolo de metal.
Pequeñas cabinas, estrechas y de aspecto incómodo, colgaban del techo; y en cada una pude ver el perfil borroso de un soldado. Cada soldado portaba una variedad de armas e instrumentos ópticos, la mayoría de diseño desconocido para mí, que surgían del casco de la nave. Debía de haber unas dos docenas de aquellos artilleros —todos llevaban máscara y vestían los trajes de lona con gorra— y nos miraban abiertamente. ¡Pueden imaginar cómo el Morlock atraía sus miradas!
Era un lugar desolado e intimidante: un templo móvil dedicado a la fuerza bruta. No podía sino compararlo con la ingeniería sutil de los Morlocks de Nebogipfel.
El soldado joven vino hacia nosotros; ahora que el fuerte volvía a estar sellado, se había quitado la máscara —colgaba de su cuello como una cara arrancada— y pude ver que realmente era muy joven.
—Por favor, vengan —dijo—. Al capitán le gustaría darles la bienvenida a bordo.
Bajo su guía formamos una línea y comenzamos a caminar cuidadosamente —bajo la atenta y silenciosa mirada de los soldados— hacia el morro del fuerte. El suelo estaba al descubierto, y nos vimos obligados a usar pasarelas estrechas; los pies desnudos de Nebogipfel pisaban casi silenciosos sobre el metal.
Cerca del morro de ese barco terrestre, y un poco por detrás del conductor, había una cúpula de bronce y hierro que se extendía hasta el techo. Bajo la cúpula había un individuo —con una máscara y las manos en la espalda— con el aire de ser quien controlaba el fuerte. El capitán llevaba ropas y boina similares a las del soldado que nos había recibido, con sus charreteras a hombros y armas al cinto; pero aquel oficial superior también llevaba cinturones de cuero entrecruzados y otras insignias del rango.
Moses miraba a su alrededor con ávida curiosidad. Señaló el conjunto de escalas por encima del capitán.
—Mira ahí —dijo—. Apuesto a que puede hacer bajar una escalera por medio de esas palancas, ¿ves? Y luego subir a la cúpula. Eso le permitiría ver todo alrededor de esta fortaleza, para dirigir mejor a los ingenieros y artilleros. —Parecía impresionado por el ingenio que habían invertido en aquel monstruo para la guerra.
El capitán se adelantó, pero con una cojera evidente. Ahora llevaba la máscara detrás y su rostro estaba al descubierto. Podía ver que esa persona era muy joven, en evidente estado de buena salud —aunque extraordinariamente pálida— y de un tipo que uno asocia con la marina: alerta, calmada, inteligente y profundamente competente. Se había quitado un guante y extendía la mano hacia mí. Tomé la mano ofrecida —era pequeña y la mía la envolvió como si fuese la de un niño— y miré, con un asombro que no podía ocultar, la cara.
El capitán dijo:
—No esperaba esta multitud de pasajeros; supongo que no sabíamos qué esperábamos, pero sean bienvenidos, y les aseguro que se les tratará bien. —La voz era ligera, pero más ronca que el fondo de los motores. Los ojos azul pálido se deslizaron sobre Moses y Nebogipfel, con algo de humor—. Bienvenidos al Lord Raglan. Mi nombre es Hilary Bond; soy capitán del Noveno Batallón del Regimiento Real de Juggernauts.
¡Era cierto! Aquel capitán —un soldado con experiencia ganada con heridas, y comandante de la máquina de matar más temible que podía haber imaginado— era una mujer.
Ella sonrió, poniendo así de relieve una cicatriz en su mentón, y vi que no podía tener más de veinticinco años.
—Mire, capitana —dije—, exijo saber con qué derecho nos retiene.
Permaneció serena.
—Mi misión es una prioridad de la defensa nacional. Lo siento si…
Pero ahora fue Moses el que se adelantó; con su llamativo traje de dandi parecía fuera de lugar en medio del monótono interior militar.
—Señora capitana, ¡no hay necesidad de defensa nacional en el año 1873!
—Pero sí la hay en el año 1938. —La capitana era inamovible; radiaba un aire de control firme—. Mi misión ha sido preservar las investigaciones científicas que se realizaban en la casa de Petersham Road. En particular, desalentar interferencias anacrónicas en ese proceso.
Moses hizo una mueca.
—«Interferencias anacrónicas.» Supongo que habla de viajeros del tiempo.
Sonreí.
—¡Adorable palabra, ese desalentar! ¿Creen que han traído armas suficientes para desalentar eficazmente?
Nebogipfel se adelantó.
—Capitana Bond —dijo el Morlock lentamente—, estoy seguro de que apreciará que su misión es un absurdo lógico. ¿Sabe quiénes son estos hombres? ¿Cómo puede preservar la investigación cuando su creador —señaló a Moses con una mano peluda— es secuestrado de su propia época?
Ante eso, Bond miró al Morlock durante largos segundos; ¡luego volvió su atención a Moses —y a mí— y creo que vio, por primera vez, nuestro parecido! Nos hizo preguntas a todos, destinadas a confirmar la veracidad de las palabras del Morlock y la identidad de Moses. No lo negué —no podía ver ninguna ventaja de cualquier forma—; quizás, supuse, se nos trataría mejor si pensasen que teníamos alguna importancia histórica; pero dije lo menos posible sobre mi identidad compartida con Moses.
Finalmente, Bond susurró breves instrucciones a un soldado que se dirigió a otra parte de la nave.
—Informaré al Ministerio del Aire de esto en cuanto volvamos. Estoy segura de que estarán muy interesados en usted, y tendrá muchas oportunidades de discutir el tema con las autoridades cuando regresemos.
—¿Regresar? —le espeté—. ¿Quiere decir regresar a su 1938?
Parecía tensa.
—Me temo que las paradojas temporales son demasiado para mí. Sin duda los genios del ministerio podrán aclarar todo esto.
Oí a Moses reírse a mi espalda y con un toque de histeria.
—Oh, está bien —dijo—. ¡Es genial, ya no tengo ni que preocuparme de construir la Máquina del Tiempo!
Nebogipfel me miró sombrío.
—Me temo que estos golpes continuos a la causalidad nos están apartando más y más de la versión primera de la historia, la que existía antes de la primera puesta en marcha de la Máquina del Tiempo…
La capitana Bond nos interrumpió.
—Puedo entender su preocupación. Pero les aseguro que bajo ningún concepto se les hará daño; al contrario, mi misión es protegerles. También —dijo con gracia—, me he tomado la molestia de traer a alguien que les facilite el ajuste a su situación. Podría decirse que es un nativo de la época.
Otra figura se acercó lentamente a nosotros desde la parte oscura del pasillo. Llegó vistiendo las ubicuas charreteras; su arma personal y la máscara le colgaban del cinto; pero el uniforme —negro— no llevaba insignias militares. Aquel nuevo personaje se movía con lentitud, se ve que le costaba, por las pasarelas mostrando su edad; vi que la tela del uniforme se extendía por su vieja barriga.
Su voz era débil, apenas audible por el ruido de los motores.
—Buen Dios, eres tú —me dijo—. Estoy armado hasta los dientes para defenderme de los alemanes, pero apenas esperaba volver a encontrarme contigo, después de aquella última cena del jueves. ¡Y no precisamente en circunstancias como éstas!
AL acercarse a la luz, tuve mi oportunidad para llevarme otra sorpresa. Porque, aunque los ojos estaban apagados, el porte, encorvado y ya apenas quedaba algún rastro de rojo en el pelo gris —y aunque la frente del hombre estaba desfigurada por una horrible cicatriz, como si la hubiesen quemado—, aquél era, inconfundible, Filby.
Le dije que estaba condenado.
Filby rió disimuladamente al acercarse. Agarré su mano —era frágil y tenía manchas— y pensé que no debía de tener menos de setenta y cinco años.
—Puedes estarlo. Quizás todos estemos condenados. Pero aun así, es bueno verte de nuevo. —Le dirigió a Moses algunas miradas extrañas: no era sorprendente, pensé.
—Filby, ¡Gran Scott!, estoy lleno de preguntas.
—Apostaría algo. Por esa razón me sacaron de mi refugio de ancianos en la Bóveda de Bournemouth. Soy el encargado de la aclimatación, como lo llaman: para ayudar a los nativos a adaptarse, ¿entiendes?
—Pero Filby, parece que fue ayer, ¿cómo has…?
—¿Esto? —Indicó su cuerpo marchito con un gesto cínico—. ¿Cómo he llegado a esto? Tiempo, amigo mío. Ese maravilloso río en cuyo corazón querías hacernos creer que podías deslizarte como un barquero. Bien, el tiempo no es amigo del hombre corriente; he viajado en el tiempo por el camino más difícil, y aquí tienes lo que el viaje me ha hecho. Para mí, han pasado cuarenta y siete años desde aquella última noche en Richmond, y tus juegos de magia con el modelo de Máquina del Tiempo, ¿te acuerdas?, y tu posterior desaparición en el Pasado Mañana.
—Todavía el mismo viejo Filby —dije con afecto, y le agarré del brazo—. ¡Incluso tú debes admitir, al fin, que tenía razón en lo que respecta al viaje en el tiempo!
—No es que nos haya hecho demasiado bien —gruñó.
—Ahora —dijo la capitana—, si me disculpan, caballeros, tengo un Juggernaut que comandar. Estaremos listos para partir en unos minutos. —Y con un saludo a Filby, se volvió hacia su tripulación.
Filby suspiró.
—Vengan —dijo—. Hay un sitio atrás donde nos podremos sentar; es un poco menos ruidoso y sucio.
Nos dirigimos a la parte trasera del fuerte.
Al caminar por el pasillo central pude observar con mayor atención el medio de locomoción del fuerte. Bajo la pasarela central pude ver un conjunto de ejes largos, cada uno con libertad de girar sobre un eje común, con un suelo metálico debajo; y los ejes estaban unidos a ruedas inmensas.
Las patas de elefante que había visto anteriormente colgaban de las ruedas como muñones. Las ruedas traían barro y trozos del camino al interior de la máquina. Por medio de los ejes, las ruedas podían levantarse o bajarse con relación al cuerpo principal del fuerte, y parecía que las patas también podían elevarse por medio de pistones neumáticos. Era así como se obtenía la inclinación variable del fuerte, que le permitía viajar por el terreno más irregular, o mantenerse horizontal en las colinas.
Moses señaló la estructura metálica en forma de caja que formaba la base de la estructura del fuerte.
—Mira —me dijo en voz baja—, ¿ves algo extraño en esa sección?, ¿y en ésa de ahí? Las barras parecen de cuarzo. No acabo de entender su propósito estructural.
Miré más atentamente; era difícil estar seguro a la luz de las remotas lámparas, pero creí ver una luminiscencia verde en las secciones de cuarzo y níquel. ¡Una luminiscencia muy familiar!
—Es plattnerita —le susurré a Moses—. Las barras han sido dopadas con… Moses, estoy seguro, no puedo equivocarme a pesar de la poca luz, ésos son componentes tomados de mi laboratorio: repuestos, prototipos y desechos que produje durante la construcción de la Máquina del Tiempo.
Moses asintió.
—AL menos sabemos que esta gente todavía no ha descubierto la forma de sintetizar plattnerita.
El Morlock se acercó y, señaló algo que estaba almacenado en una esquina oscura de la sala de motores. Tuve que fijarme bien, pero pude ver que la masa era la Máquina del Tiempo.
Completa e intacta, evidentemente sacada de Richmond Hill y traída al fuerte, sus carriles todavía estaban manchados de hierba. La máquina estaba sujeta con cuerdas como si estuviese atrapada en una tela de araña.
AL ver aquel poderoso símbolo de seguridad, tuve el impulso de liberarme de los soldados —si podía— y dirigirme a la máquina. Quizás incluso pudiese volver a casa…
Pero sabía que sería un intento vano. Incluso si podía alcanzar la máquina —y no podría, porque los soldados me acribillarían en un instante— no podría encontrar de nuevo mi hogar. Después del último incidente, ninguna versión de 1891 a la que pudiese llegar tendría ningún parecido con el año seguro y próspero que yo había abandonado tan tontamente. ¡Estaba varado en el tiempo!
Filby se unió a mí.
—¿Qué opinas de la maquinaria? —Me agarró por el hombro y su presión tenía la debilidad marchita de un viejo—. Todo el artefacto fue diseñado por sir Albert Stern, que ha sido insuperable en estos asuntos desde los primeros días de la guerra. Me he interesado por estas bestias a medida que han ido evolucionando con los años… Ya sabes que siempre me interesaron los asuntos mecánicos.
»Mira eso. —Señaló un rincón—. Motores Meteor de Rolls Royce. ¡Toda una fila de ellos! Y allí una caja de cambios Merrit-Brown. Tenemos una suspensión Horstmann con tres bogei a cada lado…
—Sí —lo corté— pero querido Filby, ¿para qué es todo esto?
—¿Para qué? Para hacer la guerra, por supuesto. —Filby movió las manos—. Éste es un Juggernaut de la clase Kitchener; uno de los últimos modelos. El propósito principal de los Juggernauts es romper el sitio de Europa; pueden superar con facilidad todas las trincheras menos las más anchas, aunque son caros, propensos a los fallos y vulnerables al fuego de artillería. Raglan es un nombre bastante apropiado, ¿no crees? Porque fue lord Fitzroy Raglan el demonio que causó aquel estropicio durante el asalto a Sebastopol, durante la guerra de Crimea. Quizás el viejo Raglan habría…
El sitio de Europa?
Me miró triste.
—Lo siento —dijo—. Quizá después de todo no debían haberme enviado a mí. ¡Continuamente olvido lo poco que sabes! Me temo que me he convertido en un viejo chocho. Mira, tengo que decirte que hemos estado en guerra desde 1914.
—¿En guerra? ¿Con quién?
—Con los alemanes, por supuesto. ¿Con quiénes si no? Y es un lío tremendo…
Esas palabras, aquel apunte casual de una Europa futura oscurecida por veinticuatro años de guerra, me helaron el corazón.
Llegamos a una cámara de unas diez pies cuadrados; era poco más que una caja de metal atornillada al casco interior del Juggernaut. Una sola bombilla eléctrica brillaba en el techo, y las paredes estaban recubiertas de piel acolchada, aliviando así la monotonía del fuerte y eliminando el ruido de los motores, aunque se sentía una vibración más profunda en la estructura del artefacto. Había seis sillas: rectas y atornilladas al suelo, enfrentadas unas con las otras y con cinturones de cuero. Había también un armario bajo.
Filby nos invitó a sentarnos y buscó algo en el armario.
—Deben ponerse los cinturones —dijo—. Este asunto del viaje en el tiempo es bastante vertiginoso.
Moses y yo nos sentamos el uno frente al otro. Me puse los cinturones; Nebogipfel tuvo algunos problemas con las hebillas, y las tiras colgaron a su alrededor hasta que Moses le ayudó a ajustárselas.
Filby volvió con algo en la mano; era una taza de té en un plato de porcelana resquebrajado y con una galletita a un lado. No pude evitar reírme.
—Filby, el destino nunca deja de sorprenderme. Aquí nos tienes, a punto de viajar en el tiempo en este amenazador fuerte móvil, ¡y nos sirves té y pastas!
—Bien, este asunto ya es lo suficientemente complicado sin los placeres de la vida. ¡Ya debes de saberlo!
Bebí el té; estaba tibio y un poco amargo. Reconfortado, me volví, incongruentemente, algo malicioso. Creo que eso era una muestra de la fragilidad de mi estado mental, y que estaba poco dispuesto a enfrentarme al futuro o a la perspectiva de un 1938 en guerra.
—Filby —le dije para molestarle—, ¿no ves nada… ah… raro en mis acompañantes?
—¿Raro?
Le presenté a Moses, y el pobre Filby comenzó una sesión de observación que hizo que el té le corriese por la barbilla.
—Y éste es el verdadero impacto del viaje en el tiempo —le dije a Filby sincero—. Olvida todo eso del Origen de las Especies o el Destino de la Humanidad. Sólo cuando te encuentras cara a cara contigo mismo de joven descubres qué es un verdadero impacto.
Filby nos interrogó un poco más sobre el tema de nuestra identidad. ¡El bueno de Filby, escéptico hasta el final!
—Creí haber visto suficientes maravillas y cambios en este mundo sin siquiera contar el viaje en el tiempo. Pero ahora… —Suspiró y sospecho que realmente había visto un poco demasiado en su larga vida, pobre diablo; incluso de joven era propenso a la fatiga mental.
Me incliné hacia delante todo lo que pude.
—Filby, apenas puedo creer que el hombre haya caído tan bajo, que sea tan ciego. Desde mi punto de vista, esa maldita Guerra Futura suena mucho al fin de la civilización.
—Para los hombres de nuestro tiempo —dijo solemne—, quizá lo sea. Pero esa nueva generación ha crecido sin conocer nada más que la guerra, nunca ha sentido el sol en la cara sin sentir miedo de los torpedos aéreos. Bien, creo que están habituados a la situación; es como si nos estuviésemos convirtiendo en una especie subterránea.
No pude resistir mirar al Morlock.
—Filby, ¿por qué esta misión en el tiempo?
—No es tanto tú como la máquina. Ellos tenían que asegurarse de la construcción de la Máquina del Tiempo —comenzó Filby—. La tecnología del viaje en el tiempo es vital para la guerra. O al menos eso piensan algunos.
»Conocen más o menos tu proceso de investigación, por las pocas notas que dejaste, aunque nunca publicaste nada sobre el tema; sólo tenían aquel extraño relato que nos hiciste en el breve regreso de tu primer viaje al futuro. El Raglan ha sido enviado para proteger tu casa de la intrusión de viajeros temporales, como tú…
Nebogipfel levantó la cabeza.
—Más confusiones sobre la causalidad —dijo—. Evidentemente, los científicos de 1938 no han entendido todavía el concepto de Multiplicidad, el hecho de que uno no puede asegurar nada en el pasado: no se puede cambiar la historia; uno sólo puede generar nuevas versiones de…
¡Filby se quedó mirando aquella visión parlanchina en traje escolar, con pelo en todos los miembros!
—Ahora no —le dije a Nebogipfel—. Filby, has dicho ellos. ¿Quiénes son ellos?
Parecía sorprendido por la pregunta.
—El gobierno, por supuesto.
—¿Qué partido?— preguntó Moses.
—¿Partido? Oh, eso es algo ya del pasado.
Con esas palabras casuales nos dio la terrible noticia: ¡la muerte de la democracia en Gran Bretaña!
Siguió.
—Creo que esperaban encontrar allí die Zeitmachine, corriendo por Richmond Park y esperando el momento propicio para cometer un asesinato… —Parecía triste—. Son los alemanes, sabes. ¡Los malditos alemanes! Lo están volviendo todo un lío… ¡Como han hecho siempre!
Y con eso se oscureció la bombilla y oí el rugido de los motores; noté nuevamente la sensación familiar de caer en picado que me indicaba que el Raglan se había lanzando en el tiempo.