9. El Anillo de Erreth-Akbé

En el Gran Tesoro de las Tumbas de Aman, el tiempo no pasaba. Ni luz, ni vida, ni el más imperceptible movimiento de una araña en el polvo ni de un gusano en la tierra fría. Sólo piedra y oscuridad, y el tiempo que no pasaba.

Sobre la tapa de un gran cofre de piedra, tendido de espaldas como la figura esculpida de un sepulcro, yacía el ladrón de los Países del Interior. El polvo que él mismo había levantado alrededor le cubría ahora las ropas. Ya no se movía.

Rechinó el cerrojo. Se abrió la puerta. La luz desgarró la oscuridad inerte, y una corriente fresca removió el aire estancado. El hombre no se movió.

Arha cerró la puerta, echó los cerrojos por dentro, depositó la linterna sobre un cofre y se aproximó lentamente a la figura inmóvil. Avanzaba con timidez, los ojos muy abiertos y las pupilas todavía dilatadas luego del largo viaje por la oscuridad.

—¡Gavilán!

Le tocó el hombro y lo llamó otra vez, y otra vez más. Entonces él se estremeció y gimió. Al fin se incorporó, con el rostro exangüe y los ojos en blanco. La miró sin reconocerla.

—Soy yo, Arha… Tenar. Te he traído agua. Toma, bebe.

El buscó el frasco con manos torpes, como dormidas; bebió, pero sin avidez.

—¿Cuánto tiempo ha pasado? —preguntó hablando con dificultad.

—Han pasado dos días desde que te traje aquí. Esta es la tercera noche. No he podido venir antes. Tuve que robar la comida… Aquí la tienes…—Sacó de la bolsa que había traído unas hogazas grises y planas, pero él sacudió la cabeza.

—No tengo hambre. Este… este sitio es mortal.

—Se tomó la cabeza entre las manos y permaneció inmóvil.

—¿Tienes frío? He traído la capa de la Cámara Pintada.

Él no respondió.

Ella puso la capa en el suelo y se quedó mirándolo. Temblaba un poco y tenía aún los ojos muy abiertos y las pupilas dilatadas.

De improviso cayó de rodillas, se dobló hacia adelante, y rompió a llorar, con sollozos profundos que le sacudían el cuerpo, pero sin lágrimas.

Él se movió tiesamente, bajó del cofre y se inclinó sobre ella. —Tenar…

—No soy Tenar. No soy Arha. Los dioses han muerto, los dioses han muerto.

Él puso las manos sobre la cabeza de ella y retiró la capucha. Comenzó a hablar. La voz era dulce y las palabras no pertenecían a ninguna lengua que ella hubiese oído. El sonido de las palabras le llegaba al corazón como gotas de lluvia. Trató de calmarse, y escuchó.

Cuando dejó de llorar, él la alzó en vilo como si fuera una niña y la sentó sobre el cofre donde él había estado tendido. Puso una mano sobré las de ella.

—¿Por qué lloras, Tenar?

—Te lo diré. Poco importa lo que te diga. Tú no puedes hacer nada. No puedes ayudarme. Tú también te estás muriendo, ¿verdad que sí? Pero eso no importa. Nada importa. Kossil, la Sacerdotisa del Dios-Rey, siempre ha sido cruel, quiere que te mate. Como maté a los otros. Y yo no quiero. ¿Qué derecho tiene ella? Y ha desafiado a los Sin Nombre y se ha burlado de ellos, y yo le he echado una maldición. Y desde entonces le tengo miedo, porque es cierto lo que dice Manan: ella no cree en los dioses. Quiere que sean olvidados y me matará mientras duermo. Así que no duermo. No he vuelto a la Casa Pequeña. Anoche estuve hasta el amanecer en el Palacio del Trono, en uno de los desvanes donde se guardan los trajes de las danzas. Antes del alba fui a la Casa Grande y robé un poco de comida en la cocina; y luego volví al Palacio y allí he pasado el día entero, pensando en lo que tendría que hacer. Y esta noche… esta noche estaba tan cansada… Se me ocurrió ir a dormir en los lugares sagrados, suponiendo que ella tendría miedo de venir aquí. Entonces bajé a la Cripta. La gran caverna donde te vi la primera vez. Y… y ella estaba allí. Habrá entrado por la puerta de las piedras rojas. Estaba allí con una linterna. Junto a la fosa que cavó Manan, a ver si había un cadáver. Escarbando como una rata en un cementerio, una gran rata gorda y negra, con la luz encendida en el Lugar Sagrado, el lugar oscuro. Y los Sin Nombre no hicieron nada. No la mataron ni la enloquecieron. Son viejos, como dice ella. Están muertos. Han desaparecido para siempre. Y yo ya no soy una sacerdotisa.

El hombre escuchaba, sin soltarle la mano, con la cabeza vuelta hacia ella. Parecía haberse recuperado en alguna medida, tanto por el porte como por la cara, aunque las cicatrices de la mejilla tenían un color lívido, y el polvo le cubría aún las ropas y los cabellos.

—Atravesé la Cripta y pasé junto a ella. La bujía daba más sombras que luz, y no me oyó. Yo quería internarme en el Laberinto y alejarme de allí. Pero poco después creí oír que ella me seguía. Corrí por los pasadizos siempre con la impresión de oír a alguien que venía detrás de mí. Y yo no sabía hacia dónde encaminarme. Al fin se me ocurrió que aquí estaría a salvo, que mis Amos me protegerían y defenderían. Pero no fue así, han desaparecido, están muertos…

—¿Por eso llorabas, porque han muerto? ¡Pero si están aquí, Tenar, aquí!

—¿Cómo lo sabes? —dijo ella, distraídamente.

—Porque a cada instante, desde que puse el pie en la caverna bajo las Piedras Sepulcrales, he estado intentando no perturbarlos, que no adviertan que estoy aquí. He tenido que recurrir a todo mi saber, he consumido todas mis fuerzas. He llenado estos túneles con una red interminable de sortilegios, sortilegios de sueño, de quietud, de ocultamiento, y sin embargo se dan cuenta de que estoy aquí, se dan cuenta a medias; a medias dormidos y a medias despiertos. Pero aun así, casi agotado, sigo luchando contra ellos. Este lugar es en verdad terrible. Un hombre solo, aquí, no tiene la menor esperanza. Yo me estaba muriendo de sed cuando tú me diste de beber, pero no fue sólo el agua lo que me salvó. Fue la energía de las manos que me la daban. —Y al decir esto, volvió la mano de la muchacha sobre la suya y la estudió un momento; luego se apartó, anduvo unos pasos por la cámara y se detuvo de nuevo frente a ella, que no decía nada.

—¿Has pensado en serio que habían muerto? En el fondo sabes que no. Ellos no mueren. Son oscuros e inmortales, y odian la luz: la luz efímera y brillante de nuestra mortalidad. Son inmortales, pero no dioses. Jamás lo han sido. No son dignos de la devoción de un alma humana.

Ella escuchaba con ojos de sueño y la mirada fija en la llama vacilante de la linterna.

—¿Te han dado algo alguna vez, Tenar?

—Nunca —murmuró ella.

—No tienen nada que dar. No tienen el poder de hacer cosas. Sólo tienen poder para oscurecer y destruir. No pueden abandonar este sitio; son este sitio y habría que dejárselo a ellos. No hay que negarlos ni olvidarlos, pero tampoco hay que adorarlos. La Tierra es bella, y luminosa, y buena. Pero eso no es todo. La Tierra es también terrible, y oscura, y cruel. El conejo chilla cuando muere en la pradera. Las montañas crispan sus grandes manos colmadas de fuegos escondidos. Hay tiburones en el mar y crueldad en los ojos de los hombres. Y allí donde los hombres adoran estas cosas y se rebajan ante ellas, allí se incuba el mal; allí, en los sitios en donde se congregan las tinieblas, sitios abandonados por entero a quienes llamamos los Sin Nombre, las antiguas potestades sagradas de la Tierra anteriores a la Luz, las potestades de la oscuridad, la destrucción, la locura… Yo creo que han enloquecido a tu sacerdotisa Kossil hace mucho tiempo; creo que ella ha merodeado por estas cavernas como merodea por el Laberinto de su propia alma, y ahora ya nunca podrá ver la luz del día. Ella te dice que los Sin Nombre han muerto. Sólo un alma extraviada, perdida para la verdad, podría decirlo. Los Sin Nombre existen. Pero no son tus Amos. Nunca lo fueron. Tú eres libre, Tenar. Te educaron para esclava, pero has roto tus ataduras.

Ella lo escuchó, aunque siempre con la misma expresión.

El no dijo más. Hubo un largo silencio; pero no el mismo silencio que había habido en la Cámara antes que ella entrase. Ahora había allí dos criaturas que respiraban, y la vida se movía en sus venas, y la llama de la bujía ardía en la linterna de estaño con un sonido diminuto pero vivo.

—¿Cómo es que sabes mi nombre?

El recorría la cámara de arriba a abajo, revolviendo el polvo fino, estirando los brazos y los hombros para quitarse el frío que lo entumecía.

—Conocer los nombres es mi oficio. Mi arte. Para urdir la magia de una cosa, hay que descubrir su verdadero nombre. En mi país guardamos en secreto nuestro verdadero nombre toda la vida, para todos excepto aquellos en quienes confiamos plenamente; porque el nombre tiene un gran poder y un gran peligro. Hubo una época, al comienzo de los tiempos, cuando Segoy sacó las islas de Terramar de los abismos del mar, en que todas las cosas tenían su verdadero nombre. Y todo acto de magia, toda hechicería, depende aún del conocimiento, reaprendido o recordado, de esa lengua antigua y verdadera de la Creación. Es preciso aprender los encantamientos, desde luego, como usar las palabras; y también hay que conocer las consecuencias. Pero a lo que un mago consagra su vida es a descubrir los nombres de las cosas, y a descubrir cómo descubrir los nombres de las cosas.

—¿Cómo descubriste el mío?

Él la miró un momento, con una mirada clara y refunda, a través de las sombras que los separaban, y vaciló un instante. —Eso no puedo decírtelo. Tú eres como una linterna, envuelta y tapada, escondida en un lugar oscuro. Sin embargo la luz brilla; no han podido extinguirla. No han podido esconderte. Así como conozco la luz, como te conozco a ti, conozco tu nombre, Tenar. Ése es mi don, mi poder. No puedo decirte más. Pero dime tú: ¿qué harás ahora?

—No lo sé.

—Es posible que Kossil ya haya descubierto la fosa vacía. ¿Qué hará?

—No lo sé. Si vuelvo arriba, puede hacer que me maten. En una Sacerdotisa Suprema, la mentira se castiga con la muerte. Y esta vez Manan tendrá que cortarme de veras la cabeza, y no sólo levantar la espada y esperar a que la Figura Oscura la detenga. Pero esta vez no se detendrá. Caerá y me cortará la cabeza.

La voz de Arha era lenta y apagada. Él arrugó el ceño. —Si nos quedamos aquí mucho tiempo —dijo—, te volverás loca, Tenar. La ira de los Sin Nombre pesa sobre ti. Y sobre mí. Es mejor que estés aquí ahora, mucho mejor. Pero has tardado en venir, y mientras tanto yo he consumido casi todas mis fuerzas. A solas nadie puede resistir mucho tiempo a los Tenebrosos. Son muy fuertes.

Calló. Había hablado con una voz débil y parecía haber perdido el hilo del discurso. Se pasó las manos por la cara y luego volvió a beber del frasco. Arrancó un pedazo de pan y se sentó en el cofre de enfrente.

Lo que él había dicho era verdad; Arha sentía un peso en el alma, una opresión que parecía oscurecerle y confundirle todos los pensamientos y sentimientos. Aunque ya no tenía miedo, como cuando había venido por los pasadizos. Sólo el silencio absoluto de fuera de la cámara era terrible. ¿Por qué? Antes nunca había temido el silencio subterráneo. Pero nunca antes había desobedecido a los Sin Nombre, nunca se había rebelado contra ellos.

Al fin estalló en una risa apagada y llorosa.

—Henos aquí, sentados sobre el tesoro más grande del Imperio —dijo—. El Dios-Rey cambiaría todas sus esposas por uno solo de estos cofres. Y nosotros ni siquiera hemos levantado una tapa para mirar.

—Yo sí —dijo Gavilán, masticando.

—¿En la oscuridad?

—Hice un poco de luz. La luz fatua. Me costó trabajo, aquí. Hasta con mi vara me hubiera costado trabajo; y sin la vara, era como querer encender un fuego bajo la lluvia. Pero al final lo conseguí. Y encontré lo que buscaba.

Ella levantó lentamente la cabeza y lo miró.

—¿El anillo?

—La mitad del anillo. La otra mitad la tienes tú.

—¿Yo? La otra mitad se perdió…

—Y se volvió a encontrar. Yo la llevaba colgada al cuello. Tú me la quitaste y me preguntaste si no podía procurarme un talismán mejor. El único talismán mejor que la mitad del Anillo de Erreth-Akbé sería el anillo entero. Pero, como dice la gente, más vale medio pan que nada de pan. Así que ahora tú tienes mi mitad y yo tengo la tuya. —Le sonrió entre las sombras de la tumba.

—Tú dijiste, cuando te la saqué, que yo no sabía cómo se usaba.

—Y era cierto.

—¿Y tú sabes?

Él asintió.

—Dime. Dime qué es el anillo, y cómo has dado con la mitad perdida, y cómo viniste aquí, y por qué. Necesito saber todo eso. Luego, quizá, sabré qué tengo que hacer.

—Quizá. Veamos. ¿Qué es el Anillo de Erreth-Akbé? Bueno, tú misma puedes ver que no tiene aspecto de joya, y ni siquiera es un anillo. Es demasiado grande. Un brazalete, tal vez, aunque demasiado pequeño. Nadie sabe para quién fue forjado. Elfarran la Bella lo usó en un tiempo, antes de que la Isla de Solea desapareciera bajo el mar; y ya era antiguo entonces. Y al fin llegó a manos de Erreth-Akbé… El metal es plata templada y tiene perforados nueve agujeros. Hay un dibujo, como de olas, grabado por fuera, y nueve Runas de Poder en la cara interior. En la mitad que tú tienes hay cuatro runas y parte de otra, lo mismo que en la mía. La fractura partió ese signo por la mitad y lo destruyó. Desde entonces se llama la Runa Perdida. Las otras ocho son conocidas por los Magos: Pirr, la que protege de la locura, el viento y el fuego; Ges, la que da resistencia; y así sucesivamente. Pero la runa rota era la que unía las tierras. Era la Runa Unión, el signo del dominio, el signo de la paz. Ningún rey puede gobernar adecuadamente si no reina bajo ese signo. Pero nadie sabe cómo se escribe. Desde que se perdió, no ha habido grandes reyes en Havnor. Ha habido príncipes y tiranos, y guerras y querellas entre todos los países de Terramar.

»Por eso los señores sabios y los Magos del Archipiélago necesitaban el Anillo de Erreth-Akbé, para reconstruir la Runa Perdida. Pero al fin dejaron de mandar hombres en busca del anillo, ya que ninguno había podido rescatar la mitad que estaba en las Tumbas de Atuan, y la otra mitad, que Erreth-Akbé le diera a un rey kargo, se había perdido hacía muchísimo tiempo. Decidieron que buscarlo era inútil. Eso ocurrió hace muchos cientos de años.

»Y ahora verás cómo entro yo en esta historia. Cuando era un poco mayor que tú, estaba embarcado en una… persecución, en una especie de cacería marina. La presa que perseguía me burló y fui a naufragar a una isla desierta, no lejos de las costas de Karego-At y Atuan, al sur y al oeste de aquí. Era un islote pequeño, no mucho más que un banco de arena, con largas dunas herbosas en el centro, un manantial de agua salada, y nada más.

»Sin embargo, dos personas vivían allí. Un hombre y una mujer, viejos los dos; hermano y hermana, creo. Se aterrorizaron al verme. No habían visto otro rostro humano desde… ¿cuánto tiempo hacía? Años, decenas de años. Pero yo estaba en un apuro y me trataron bien. Habían levantado una choza, con maderos recogidos en la playa, y tenían un fuego. La anciana me daba de comer mejillones que arrancaba de las rocas aprovechando la marea, carne seca de las aves marinas que mataban a pedradas. Me tenía miedo, pero me daba de comer. Y como yo no hacía nada para atemorizarla, confió en mí y me enseñó su tesoro. Ella también tenía un tesoro… Era un pequeño vestido todo de seda y adornado con perlas. Un vestido de niña, un vestido de princesa. Y ella vestía pieles de foca sin curtir.

»No podíamos hablar. En aquel entonces yo no conocía la lengua karga, y ellos no hablaban ninguna de las lenguas del Archipiélago, y bien poco de la propia. Sin duda los habían llevado allí de muy pequeños, para dejarlos morir. No sé por qué, y dudo que ellos lo supieran. No conocían ninguna otra cosa fuera de la isla, el viento y el mar. Pero cuando me fui, ella me hizo un regalo. Me dio la mitad perdida del Anillo de Erreth-Akbé.

Hizo una pausa.

—Yo no sabía qué era eso, no más que ella. El mayor regalo de esta época del mundo, y una pobre vieja sin luces, vestida con pieles de foca, se lo daba a un tonto patán que se lo echó al bolsillo, dijo «¡Gracias!», y sé hizo a la vela… Bueno, seguí mi viaje, e hice lo que tenía que hacer. Y luego ocurrieron otras cosas, y tuve que ir al Estrecho del Dragón, al Oeste y a otras partes. Pero siempre llevaba el regalo conmigo, pues recordaba con gratitud a aquella anciana que me había dado lo único que podía darme. Le pasé una cadena por uno de los agujeros y lo llevé colgado del cuello, aunque nunca pensaba en él. Luego, un día, llegué a Selidor, la Isla Terminal, la tierra donde Erreth-Akbé perdió la vida luchando con el dragón Orm. Allí en Selidor hablé con un dragón, que era del linaje de Orm. Y él fue quien me explicó lo que llevaba sobre el pecho.

»Le hizo mucha gracia que yo no lo supiera. Los dragones piensan que los hombres somos cómicos. Pero se acuerdan de Erreth-Akbé; hablan de él como si hubiera sido un dragón y no un hombre.

»Cuando regresé a las Islas Interiores, fui por fin a Havnor. Yo nací en Gont, no lejos de vuestras tierras kargas, y había viajado mucho, pero nunca había estado en Havnor. Ya era tiempo. Allí vi las torres blancas y hablé con grandes hombres, mercaderes y príncipes y señores de antiguos dominios. Les dije lo que tenía en mi poder. Les dije que si ellos querían yo mismo iría a buscar el resto del anillo a las Tumbas de Atuan, a fin de rehacer la Runa Perdida, la llave de la paz. Porque en el mundo necesitamos paz, desesperadamente. Me colmaron de alabanzas; y uno de ellos me dio dinero para que aprovisionara mi barco. Así que aprendí vuestra lengua y vine a Atuan. Calló, escrutando las sombras que tenía delante.

—Las gentes de nuestros pueblos, ¿no notaban que eres un occidental, por el color de tu piel, por tu lenguaje?

—Es fácil engañar a la gente —dijo él un tanto ensimismado— si conoces las triquiñuelas. Bastan unos cuantos cambios ilusorios y nadie que no sea otro Mago se dará cuenta. Y vosotros no tenéis hechiceros ni Magos, aquí, en los países kargos. Es muy extraño. Desterrasteis a todos vuestros hechiceros hace mucho tiempo, y prohibisteis el Arte de la Magia; y ahora apenas si creéis en ella.

—A mí me enseñaron a no creer. Es contrarió a las enseñanzas de los Sacerdotes-Reyes. Pero yo sé que sólo la hechicería pudo traerte a las Tumbas y permitirte entrar por la puerta roja.

—No sólo la hechicería, sino también los buenos consejos. Nosotros usamos la escritura más que vosotros, me parece. ¿Sabes leer?

—No. Es una de las artes negras.

Él asintió. —Pero es un arte útil. Un ladrón que en otra época falló en el intento dejó ciertas descripciones de las Tumbas de Atuan e instrucciones para entrar, si sabes valerte de alguno de los Grandes Sortilegios de Apertura. Todo esto estaba escrito en un libro que se conserva en el Tesoro de un príncipe de Havnor. Él me permitió leerlo. Así llegué hasta la gran caverna…

—La Cripta.

—El ladrón que describió la forma de entrar creía que el tesoro estaba allí, en la Cripta. Así que allí lo busqué, pero me parecía que tenía que estar mejor escondido, más adentro del Laberinto. Yo sabía cuál era la entrada del Laberinto, y hacia allí fui cuando te vi, con la intención de ocultarme y buscar lo que me interesaba. Fue un error, claro. Los Sin Nombre ya me habían atrapado y me confundieron. Desde entonces no he hecho más que debilitarme y entontecerme. No hay que someterse a ellos, hay que resistirse, mantenerse fuertes y firmes en todo momento. Eso lo aprendí hace mucho. Pero es difícil aquí, donde son tan poderosos. No son dioses, Tenar. Pero son más fuertes que cualquier hombre.

Los dos callaron durante un largo rato.

—¿Qué más has encontrado en los cofres del tesoro? —preguntó ella con voz sorda.

—Cosas de poco valor. Oro, joyas, coronas, espadas. Nada que ningún hombre vivo pueda reclamar… Dime, Tenar, ¿cómo te eligieron Sacerdotisa de las Tumbas?

—Cuando la Primera Sacerdotisa muere, recorren todo Atuan en busca de una niña que haya nacido esa misma noche. Y siempre encuentran alguna. Porque es la Sacerdotisa que ha renacido. Cuando la niña tiene cinco años, la traen aquí, al Lugar. Y cuando tiene seis, la ofrendan a los Tenebrosos y ellos le devoran el alma. Y por lo tanto les pertenece, como les ha pertenecido desde el comienzo de los tiempos. Y no tiene nombre.

—¿Tú crees eso?

—Lo he creído siempre.

—¿Lo crees ahora?

Ella no respondió.

Una vez más cayó sobre ellos un sombrío silencio. Mucho después ella dijo: —Hablame… hablame de los dragones del Poniente.

—Tenar, ¿qué vas a hacer? No podemos quedarnos aquí, contando cuentos hasta que la bujía se consuma y vuelvan las tinieblas.

—No sé qué hacer. Tengo miedo. —Sentada sobre el cofre de piedra, muy erecta, Arha se estrujaba las manos y hablaba en voz alta, como atormentada. Dijo:— Me da miedo la oscuridad.

Él respondió con dulzura: —Tienes que elegir. O me abandonas, cierras la puerta con cerrojo, vuelves a tus altares, me ofrendas a tus Amos, y vas a ver a la sacerdotisa Kossil y haces las paces con ella —y ése es el fin de la historia—, o bien abres la puerta y te vas de aquí, conmigo. Y dejas las Tumbas, dejas Aman, y te vienes conmigo allende los mares. Y éste es el comienzo de la historia. Serás Arha o serás Tenar. No puedes ser las dos al mismo tiempo.

La voz profunda era dulce y firme. Ella escrutó entre las sombras el rostro duro y marcado de cicatrices, pero en el que no había crueldad ni falsedad.

—Si abandono el servicio de los Tenebrosos, ellos me matarán. Si abandono este lugar, moriré.

—Tú no morirás. Arha morirá.

—Yo no…

—Para renacer hay que morir, Tenar. No es tan difícil como parece desde el otro lado.

—Ellos no nos dejarán salir. Jamás.

—Tal vez no. Sin embargo, vale la pena intentarlo. Tú conoces el terreno y yo tengo mis artes, y entre los dos…—No concluyó.

—Tenemos el Anillo de Erreth-Akbé.

—Sí, es cierto. Pero yo pensaba en otra cosa que hay entre nosotros. Llamémosle confianza… Es algo muy grande. Y aunque nosotros seamos débiles, teniendo eso somos fuertes, más fuertes que las Potestades de las Tinieblas. —Los ojos le brillaban, claros, en la cara estropeada.— ¡Escucha, Tenar! —dijo—. Yo vine aquí como un ladrón, un enemigo, armado contra ti; y tú fuiste misericordiosa y confiaste en mí. Y yo he confiado en ti desde que vi tu rostro por primera vez, apenas un instante, en la caverna de debajo de las Tumbas, tan hermoso en la oscuridad. Tú me has probado tu confianza. Yo no te he dado nada a cambio. Te daré lo que tengo que dar. Mi nombre verdadero es Ged. Y tú guardarás esto. —Se había levantado y le tendió medio aro de plata, perforado y grabado.— Que el anillo se recomponga —dijo.

Ella tomó el medio aro. Se quitó del cuello la cadena de plata donde estaba ensartada la otra mitad, y la desenganchó. Puso las dos mitades sobre la palma de la mano, juntando los bordes truncados, y el anillo parecía entero.

No alzó la cabeza.

—Iré contigo —dijo.

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