Cuando ella dijo esas palabras, el hombre llamado Ged le tocó la mano que sostenía el talismán roto. Ella alzó los ojos, sobresaltada, y vio el rostro de Ged, radiante de vida y de triunfo. Se sintió turbada y tuvo miedo.
—Tú nos has liberado a los dos —dijo el hombre—. Solo, nadie conquista la libertad. ¡Ven, no perdamos tiempo mientras aún lo tenemos! Muéstramelo otra vez; —Ella había cerrado los dedos; los abrió y los trozos de plata aparecieron en la palma, los bordes rotos tocándose.
Él no los tomó; les puso los dedos encima. Pronunció dos o tres palabras y un sudor repentino le bañó el rostro. Ella sintió un raro cosquilleo en la palma de la mano, como si un animalito que dormía allí se hubiese movido. Él suspiró, aliviado, y se enjugó la frente.
—Ya está —dijo, y tomando el Anillo de Erreth-Akbé lo pasó alrededor de los dedos de la mano derecha de la joven y lo empujó á lo largo de la palma,.hasta la muñeca—. ¡Ya está! —y lo contempló con satisfacción—. Justo para ti. Tiene que ser un brazalete de mujer o de niña.
—¿Resistirá? —murmuró ella, aprensiva, sintiendo el contacto frío y delicado del aro de plata en el brazo delgado.
—Resistirá. No podía imponer un mero sortilegio de remiendo sobre el Anillo de Erreth-Akbé, como la bruja de aldea que repara un caldero. He tenido que emplear un sortilegio de Forma, para que quede de una pieza. Ahora está intacto, como si nunca se hubiese roto. Tenar, tenemos que irnos. Yo llevaré el frasco y la bolsa. Ponte la capa. ¿Hay algo más?
Mientras ella tanteaba la cerradura, para abrir la puerta, él dijo: —Me gustaría tener mi vara —y ella respondió, siempre en un susurro—: Está detrás de la puerta. La he traído.
—¿Por qué la has traído? —preguntó él con curiosidad.
—Pensaba… guiarte hasta la puerta. Dejarte ir.
—Eso no hubiera sido posible. Tenías que retenerme como un esclavo, y ser tú misma una esclava; o dejarme libre e irte conmigo, libre tú también. Vamos, pequeña, ten valor y abre la puerta.
Tenar metió en la cerradura la llave en forma de dragón y abrió la puerta que daba al corredor bajo y negro… Salió del Tesoro de las Tumbas con el Anillo de Erreth-Akbé en la muñeca y el hombre la siguió.
Hubo una vibración sorda, no un verdadero ruido, en la roca de los muros, el suelo y la bóveda. Parecía un trueno remoto, como si algo inmenso se derrumbara en la lejanía.
El terror le erizó los cabellos, y sin detenerse a reflexionar, apagó de un soplo la vela de la linterna de estaño. Oyó al hombre que se movía detrás de ella y que le decía en voz baja, desde tan cerca que ella sentía la respiración de él en los cabellos: —Deja la linterna. Puedo hacer luz, si es necesario. ¿Qué hora es, afuera?
—Era muy pasada la medianoche cuando vine.
—Entonces tenemos que darnos prisa.
Pero no se movió. Ella comprendió que tenía que guiarlo. Sólo ella sabía cómo salir del Laberinto, y él esperaba para seguirla. Se puso rápidamente en marcha, aunque encorvada porque el túnel era muy bajo. De los cruces invisibles de los pasadizos llegaba un aire frío y penetrante, el olor rancio y sin vida de la inmensa oquedad que había debajo de ellos. Cuando el pasaje se hizo un poco más alto y ella pudo enderezarse, avanzó más despacio, contando los pasos a medida que se acercaban al pozo. Ágilmente, y atento a todos sus movimientos, él la seguía de cerca. Al fin ella se detuvo, y él también.
—Estamos en el pozo —susurró ella—. No encuentro la cornisa. Sí, aquí. Ten cuidado, me parece que las piedras se están desprendiendo… No, no, espera… están sueltas… —Retrocedió de un salto en el,momento en que las piedras cedían bajo sus pies. Él la tomó por el brazo y la sostuvo.— La cornisa no es segura, las piedras están desprendiéndose.
—Haré un poco de luz y les echaremos un vistazo. Quizá pueda repararlas con la palabra apropiada. Todo va bien, pequeña.
Qué curioso, pensó ella, que la llamase como siempre la había llamado Manan. Y en el momento que él encendía una luz muy tenue en el extremo de la vara, como la llama pálida con que arde la madera podrida, o como una estrella entre la niebla, y se adelantaba al estrecho reborde del abismo negro, ella alcanzó a ver un bulto en la oscuridad, más allá de él, y reconoció la silueta de Manan. Pero la voz se le quedó en la garganta, como estrangulada, y no pudo gritar.
Y cuando Manan extendía el brazo para empujarlo y lanzarlo al abismo, Ged alzó los ojos y lo vio, y con un grito de sorpresa o de rabia lo golpeó con la vara. Junto con el grito, la luz resplandeció, blanca e intolerable en la cara del eunuco. Manan levantó una de sus manazas para protegerse los ojos, manoteó desesperadamente para agarrarse de Ged, perdió pie, y cayó.
No gritó mientras caía. Ni el más leve sonido subió desde el abismo negro, ni el golpe del cuerpo contra el fondo, ni los estertores de la muerte. Peligrosamente pegados a la cornisa, de rodillas y como petrificados en el reborde, Ged y Tenar no se movieron: escuchaban y no oían nada.
La luz era un halo ceniciento, apenas visible.
—¡Ven! —dijo Ged, tendiéndole la mano; ella la tomó y con tres audaces pasos él la llevó al otro lado de la cornisa. Apagó la luz. Ella se adelantó otra vez. Estaba muy aturdida y no pensaba en nada. Sólo al cabo de un rato se preguntó: ¿Es a la derecha, o a la izquierda?
Se detuvo.
A pocos pasos detrás de ella, él dijo con dulzura:
—¿Qué pasa?
—Me he perdido. Haz luz.
—¿Te has perdido?
—He… he perdido la cuenta de los recodos.
—Yo los he contado —dijo él, acercándose—. Un recodo a la izquierda, después del pozo; luego a la derecha, y otra vez a la derecha.
—Entonces el próximo será de nuevo a la derecha —dijo ella automáticamente, pero no se movió—. Haz luz.
—La luz no nos mostrará el camino, Tenar.
—Nada lo mostrará. Lo hemos perdido. Estamos perdidos.
Un silencio de muerte se cerró sobre el susurro de Tenar, lo devoró.
En medio de la fría oscuridad ella sentía cerca el movimiento y el calor del hombre. Él le buscó a tientas la mano. —Continúa, Tenar —dijo—. A la derecha, el próximo recodo.
—Haz un poco de luz —suplicó ella—. Estos túneles son tan retorcidos…
—No puedo. No puedo malgastar mis fuerzas. Tenar, ellos están… Ellos saben que hemos salido del Tesoro. Saben que hemos cruzado el pozo. Y ahora nos buscan, buscan nuestra voluntad, nuestro espíritu. Para aniquilarlo, para devorarlo. Ésa es la llama que he de mantener encendida. Con todas mis fuerzas. He de resistirme a ese poder; contigo. Con tu ayuda. Tenemos que seguir.
—No hay forma de salir —dijo ella, pero dio un paso adelante. Luego otro, vacilando, como si bajo cada pisada se abriera el negro vano del abismo, el vacío subterráneo. Sintió el contacto cálido y firme de la mano del hombre. Avanzaron.
Al cabo de un tiempo, que les pareció interminable, llegaron al tramo de escalera. Antes no había parecido tan empinada; los peldaños eran poco más que muescas resbaladizas en la roca. Pero subieron, y continuaron un poco más de prisa, porque ella sabía que el pasaje curvo se alargaba un trecho sin recodos laterales después de la escalera. Mientras tocaba con los dedos la pared de la izquierda para guiarse, encontró un hueco, una abertura. —Por aquí —musitó; pero él vaciló, cómo si algo en los movimientos de ella le hiciera dudar.
—No —bisbiseó ella, confundida—; no es éste, es el recodo siguiente a la izquierda. No sé. No recuerdo. No hay modo de salir.
—Vamos hacia la Cámara Pintada —dijo la voz serena en la oscuridad—. ¿Cuál es el camino?
—El recodo siguiente a la izquierda.
Tenar se adelantó. Recorrieron la larga curva, dejando atrás un pasadizo falso, hasta la bifurcación de la derecha que llevaba a la Cámara Pintada.
—Todo recto —susurró Tenar, y ahora se desenvolvía mejor en la gran maraña a oscuras, pues reconocía los pasadizos que desembocaban en la puerta de hierro, y cuyas vueltas y revueltas había contado centenares de veces; el extraño peso que le oprimía la cabeza no llegaba a confundirla, siempre y cuando no tratara de pensar. Pero cada vez se acercaba más a aquella cosa que pesaba sobre ella y la oprimía; y sentía las piernas tan cansadas y torpes que gimió una o dos veces mientras trataba de moverlas. Y junto a ella, el hombre respiraba profundamente y retenía el aliento, una y otra vez, como quien hace un esfuerzo titánico. De cuando en cuando su voz rompía el silencio, brusca o sosegada, con una frase o parte de una frase. Así llegaron por fin a la puerta de hierro; aterrorizada de pronto, ella alargó la mano. La puerta estaba abierta.
—¡De prisa! —dijo, y tiró de Ged haciéndolo pasar. Luego, ya al otro lado, se detuvo—. ¿Por qué estaba abierta? —preguntó.
—Porque tus Amos necesitan de tus manos para cerrarla. —Estamos llegando a… —Le falló la voz.
—Al centro de la oscuridad. Lo sé. Pero estamos fuera del Laberinto. ¿Qué salidas tiene la Cripta?
—Sólo una. La puerta por donde entraste no se abre desde dentro. Hay que atravesar la caverna y subir por los pasadizos hasta una puerta-trampa que da a una recámara del Trono. En el Palacio del Trono.
—Entonces tenemos que tomar ese camino.
—Pero ella está allí —murmuró la muchacha—. En la Cripta. En la caverna. Cavando en la fosa vacía. No puedo encontrarme otra vez con ella, ¡no puedo!
—Ya se habrá marchado.
—No puedo ir allí.
—Tenar, en este momento estoy sosteniendo el techo por encima de nuestras cabezas, impidiendo que los muros se cierren sobre nosotros, que el suelo se abra bajo nuestros pies. Lo he estado haciendo desde que pasamos el pozo, donde esperaba el sirviente. Si yo puedo contener el terremoto, ¿tienes tú miedo de enfrentarte conmigo a un ser humano? ¡Ten confianza en mí, como yo he confiado en ti! Ven conmigo ahora.
Avanzaron.
El túnel interminable se ensanchaba. Sintieron que entraban en un espacio más abierto, que la oscuridad se ahondaba. Estaban en la gran caverna bajo las Piedras Sepulcrales.
Empezaron a circundarla, sin apartarse del muro de la derecha. Tenar sólo había avanzado unos pocos pasos, cuando se detuvo.
—¿Qué es eso? —susurró con una voz apenas perceptible. En la inmensa burbuja de aire negro e inerte había un ruido: una vibración o un temblor, un sonido que se oía en la sangre y se sentía en los huesos. Bajo los dedos de Tenar, los muros cincelados por el tiempo trepidaban, trepidaban.
—Adelante —dijo, seca y tensa, la voz del hombre—. De prisa, Tenar.
Ella avanzó tropezando mientras su mente clamaba a gritos, una mente tan a oscuras y tan sacudida como aquella bóveda subterránea: «¡Perdonadme, oh mis Amos, vosotros los Sin Nombre, los arcaicos, perdonadme, perdonadme!».
Ninguna respuesta. Jamás había habido una respuesta.
Llegaron al pasadizo bajo el Palacio, treparon por la escalera, hasta los últimos peldaños, con la puerta trampa sobre ellos. Estaba cerrada, como ella la dejaba siempre. Apretó el resorte que la abría. No se abrió.
—El resorte se ha roto —dijo—. Está trabado. El subió hasta el final y empujó la trampa con la espalda. No se movió.
—No —dijo—, tiene un peso encima que impide levantarla.
—¿Podrás abrirla?
—Tal vez. Creo que ella nos está esperando arriba. ¿Hay hombres con ella?
—Duby y Uahto, y quizás otros guardianes; los hombres no entran ahí…
—No puedo echar un sortilegio de apertura, in^-movilizar a los que acechan arriba y resistir la voluntad de las tinieblas, todo ai mismo tiempo —dijo la voz tranquila y reflexiva—. Así que tendremos que probar la otra puerta, la de las piedras, la que abrí para entrar. ¿Ella sabe que no se abre desde dentro?
—Lo sabe, sí. Hizo que yo lo intentara una vez.
—Entonces, quizá no la tenga en cuenta. ¡Vamos! ¡Vamos, Tenar!
Ella se había dejado caer sobre los peldaños de piedra, que zumbaban y se estremecían como si debajo de ellos, en los abismos, estuviera vibrando la cuerda de un enorme arco.
—¿Qué es… ese temblor?
—Ven —dijo él, con tanta decisión y seguridad que ella obedeció, y casi arrastrándose recorrió otra vez los pasadizos y escaleras hasta la temible caverna.
A la entrada cayó sobre ella un peso tan grande de odio ciego y extremo, como el peso de la Tierra misma, que ella se encogió de terror y sin darse cuenta gritó en voz alta: —¡Están aquí! ¡Están aquí!
—Pues que sepan que nosotros también estamos aquí —dijo el hombre, y su vara y sus manos irradiaron una luz blanquísima que se quebró, como las olas del mar que se quiebran al sol, contra los mil diamantes de los muros y la bóveda del techo: un esplendor luminoso por el que los dos echaron a correr, cruzando en línea recta la gran caverna, mientras sus propias sombras se precipitaban hacia las tracerías blancas, las grietas centelleantes y la fosa abierta y vacía. Y corrieron hacia la puerta baja, por el túnel, encorvados, ella adelante y él siguiéndola. Allí, en el túnel, las rocas retumbaban y se movían bajo sus pies. Pero la luz continuaba acompañándolos, deslumbradora. Y cuando ella vio delante la superficie inanimada de la roca, oyó por encima del trueno de la tierra la voz de él que pronunciaba una palabra, y cuando cayó de rodillas la vara golpeó por encima de ella la piedra roja de la puerta cerrada. La piedra se encendió con una luz blanca y estalló en pedazos.
Afuera estaba el cielo, palideciendo hacia el amanecer, con algunas estrellas blancas, altas y frías.
Tenar vio las estrellas y sintió la brisa en la cara, pero no se puso de pie. Estaba agazapada, sobre., las manos y las rodillas, entre la tierra y el cielo.
El hombre, una figura extraña y sombría en la media luz que precede a la aurora, se volvió y la tomó por el brazo para levantarla. Tenía la cara negra y retorcida como la de un demonio. Ella retrocedió espantada, chillando con una voz ronca que no era la suya, como si tuviese la lengua muerta dentro de la boca: —¡No! ¡No! No me toques… Déjame… ¡Vete! —Y se alejó de él, arrastrándose hacia la boca desmoronada y sin labios de las Tumbas.
Ged aflojó la mano que la sujetaba y dijo si alzar la voz: —Por el anillo de que eres portadora, te ordeno que vengas, Tenar.
Ella vio la luz de las estrellas en la plata del anillo que llevaba en el brazo. Con los ojos clavados en aquella luz, se levantó tambaleándose. Puso su mano en la del hombre y fue con él. No podía caminar de prisa. Bajaron la colina. Detrás de ellos, la boca negra de las rocas dejó escapar un larguísimo quejido, un gruñido de odio y de dolor. Unas piedras cayeron alrededor de ellos. El suelo temblaba continuamente. Se alejaron, ella con los ojos fijos en la luz de las estrellas que centelleaban en su muñeca.
Estaban en el valle sombrío al oeste del Lugar.
Ahora comenzaban a subir, y de pronto él le indicó que se volviera: —Mira…
Ella se volvió y miró. Estaban del otro lado del valle, a la altura de las Piedras Sepulcrales, los nueve grandes monolitos que se alzaban o yacían sobre la caverna de los diamantes y las tumbas. Las piedras que aún estaban en pie se balanceaban. Se sacudían y se inclinaban lentamente como mástiles de navíos… Una de ellas pareció retorcerse y crecer, luego se estremeció de arriba abajo y cayó al suelo. Otra se derrumbó sobre los escombros de la primera. Más allá de las piedras, la cúpula baja del Palacio del Trono, negra contra la claridad dorada del levante, tembló un momento. Los muros se abombaron. La gran mole ruinosa de piedra y argamasa cambió de forma como barro en el agua, se hundió sobre sí misma, y con un gran estruendo y un súbito estallido de esquirlas y polvo, se inclinó hacia un costado y se desplomó. La tierra del valle onduló y trepidó; una especie de ola subió por la colina y una grieta enorme se abrió entre las Piedras Sepulcrales, y del hueco negro de allá abajo brotó una humareda de polvo gris. Las piedras que aún quedaban en pie cayeron dentro y desaparecieron. En seguida, con un estruendo que pareció reverberar en el mismo cielo, los bordes negros de la grieta volvieron a cerrarse, y las colinas temblaron todavía una vez, y se calmaron.
Ella apartó la mirada del horror del terremoto y la posó en el hombre que tenía al lado, cuya cara aún no había visto a la luz del sol.
—Tú lo has contenido —dijo, y su voz sonaba como el viento en los cañaverales después del atronador aullido y el lamento de la tierra—. Tú has contenido el terremoto, la cólera de la oscuridad.
—Tenemos que seguir —dijo él, volviendo la espalda al sol naciente y a las Tumbas en ruinas—. Estoy cansado, tengo frío… —Se tambaleaba al andar y ella lo tomó del brazo. Casi arrastrándose, agotados, reanudaron la marcha. Despacio, como dos arañas diminutas en una pared enorme, escalaron trabajosamente la inmensa ladera, hasta pisar el suelo seco de la cumbre, amarillento a la luz del nuevo día y rayado por las sombras largas y dispersas de la salvia. Ante ellos se alzaban las montañas de poniente, púrpuras abajo y doradas en las vertientes superiores. Los dos se detuvieron un momento; luego cruzaron la cresta de la colina, donde ya no podían verlos desde el Lugar de las Tumbas, y desaparecieron.